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Los tenebrosos designios de lasMusas se manifiestan de norte a surdel Continente. La cuenta atrás hacomenzado y Duna y Adhárel luchancontrarreloj por encontrar a quienpueda acabar con la maldición atiempo. Pero mientras ellos buscanrespuestas, otros les persiguen conel objetivo de darles muerte. Y esque hay secretos ocultos en lo másprofundo del bosque que jamásdeberían ser revelados…

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Javier Ruescas

La maldición delas musas

Cuentos de Bereth - 2

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Título original: Cuentos de Bereth 2: Lamaldición de las musasJavier Ruescas, 2010Ilustración de la cubierta: AnnaMaldonado VallhonestaDiseño de cubierta: Eva Olaya MartínColaboradora (Poesías y diseño delmapa): Carlota Echevarría Alemany

Editor digital: HaiassePub base r1.2

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Para Carlota,Mi musa y guía.

Para mis padres y mihermana,

Por estar siempre ahí.

Para mis amigos:los viejos, los nuevos,

los que permanecen a mi ladoy los que se han ido.

Por hacer de mi vida unaaventura única.

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Prólogo del autor a laedición digital

Recuerdo que fue en un tren de Madrid aBarcelona, camino de mi primer SantJordi, cuando Wilhelm cobró vida en micabeza. Aparentemente no era más queotro personaje secundario de los muchosque poblaban el primer libro, peropronto comprendí lo equivocado queestaba. En cuanto me puse a tirar de lamadeja que era su historia, descubrí queen realidad se trataba de una piezafundamental para la trama. De repente,el argumento que había esbozado

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vagamente para La Maldición de lasMusas adquirió una nueva perspectivacuando coloqué sobre el tablero lasfiguras de este príncipe condenadoconvertirse en cuervo y de sus seishermanas.

A partir de este libro, la historiacomienza a complicarse y a retorcersehasta adquirir unas dimensiones queapenas llegamos a vislumbrar enEncantamiento de luna. Los personajesse multiplican, se descubren muchos másreinos y los protagonistas se enfrentan apeligros que son incapaces decomprender, y de los que no saben silograrán salir airosos.

Además, por primera vez, sabía que

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estaba escribiendo algo que se iba apublicar, que la gente iba a leer, con laconsiguiente presión que ello suponía.Los lectores que se habían adentrado enel universo de Bereth se contaban ya pormiles, y no había día que no meescribiera alguien para darme su opiniónsobre el primer volumen. Mi sueño deconvertirme en escritor estabahaciéndose realidad ante mis ojos, y nopodía sentirme más feliz. Con todo,también tuve que aprender a relativizarlas críticas, a tener en cuenta lasopiniones y a descubrir cómo mejorarsin dejar de trabajar y manteniéndomefiel a la historia que yo necesitabacontar.

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Por suerte, cuando escribes porquedisfrutas y lo necesitas, como es micaso, en el momento en el que teenfrentas a la página en blanco todo lodemás queda relegado a un segundoplano, y lo único que importa es darvida al universo que solo existe en tuimaginación.

Así pues, te deseo una feliz lectura,que descubras todos los secretos queesconden los bosques del Continente yque las Musas siempre, siempre, seanbondadosas con tu Poesía…

Javier Ruescas

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Prólogo

Érase una vez un rey y una reina quetuvieron seis hijas y un hijo. Duranteaños fueron una familia feliz, unida ycomprometida con el reino queprotegían y amaban. Las mañanas en elpalacio, atendiendo las clases de susmaestros, daban paso a las tardesrepletas de juegos y a las noches a la luzde la hoguera escuchando cuentos. Suspadres gobernaban con mano firme, perocon extrema cordialidad, intentandoescuchar a todos por igual sin importarsu título o procedencia. Aquel reino nopodía haber contado con unos soberanos

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mejores. Pero como siempre sucede enestas historias, la felicidad les abandonóantes de lo previsto y la muerte acudió avisitarlos por sorpresa para dar paso atiempos grises, peligrosos y sangrientos.

A comienzos de la primavera, lossoberanos recibieron una invitación paraasistir a la boda de una joven reina delnorte con un caballero de alta alcurnia.Como hacía tiempo que no visitaban losreinos vecinos y para no perder loslazos que habían existido entre ellos,aceptaron la invitación y dispusierontodo para el viaje.

La noche antes de partir, como eracostumbre, la reina visitó la habitaciónde cada uno de sus hijos para desearles

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dulces sueños y alegrías. Cuando lellegó el turno a la mayor de todas, sesentó al borde de la cama y guiada porun presentimiento le advirtió que,cuando ella fuera reina, todo el peso dela responsabilidad recaería sobre sushombros y que tendría que dejarseaconsejar por los sabios y aprender enquienes confiar.

Sin embargo, aquellos consejosllegaban tarde, ya que, aunque la joventenía buen corazón, se había convertidoen una muchacha holgazana y descuidadasin que se apercibieran de ello suspadres y cuya única meta era la dedisfrutar de los placeres que le ofrecíasu posición.

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Días más tarde, la princesa despertóangustiada y con el corazón latiéndoledesbocado. Lo primero que advirtió fueque no se encontraba entre sus sábanasde lino. Lo segundo, que había escritouna Poesía mientras soñaba.

Bajo la luz de una vela que norecordaba haber encendido y con unaletra clara que no recordaba habertrazado, la princesita había compuestocinco estrofas tan desoladoras y funestascomo hermosas y proféticas. En ellas,las Musas le advertían que la ingenuidady el orgullo no eran buenos consejeros, yla instaban a desconfiar de sushermanos, pues el peligro le acechabadesde su propia familia.

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Permaneció despierta el resto de lanoche, llorando desconsolada por susamados padres y por el futuro que ledeparaban los Versos. Al amanecer,como ella esperaba, un mensajero sepresentó con la terrible noticia de quesus padres, los reyes, habían sidoasesinados.

Pero, para entonces, la jovenprincesa no era la única que lo sabía. Suhermano pequeño, el único varón vivode la familia, también lo habíadescubierto de la manera másinsospechada.

El príncipe, que por entoncescontaba con ocho años, se habíaescapado de sus aposentos de

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madrugada con la intención de cazar elcuervo que todas las noches anidaba enel jardín.

Sin la vigilancia de sus padres yarmado con un arco de juguete, el niñose perdió entre los árboles imitando elgraznido del animal. Pero no hubo dadoni tres pasos cuando un viejo aparecióde la nada, sentado sobre unas rocas ycon el oscuro pájaro descansando en suhombro.

En un primer instante el príncipe seasustó, pero después se armó de valor yle preguntó al hombre si aquel cuervo lepertenecía. Este ignoró la pregunta y lepidió que se acercase y que prestaseatención a lo que tenía que decirle.

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Con voz pausada e hipnotizadora, elviejo le advirtió que, aunque él erabueno y noble de corazón, sus hermanasocultaban sus verdaderas y cruelesintenciones como el lobo que se disfrazacon la piel del cordero para colarse enel rebaño y que tarde o tempranoatacarían a su hermana para hacerse conla corona. El príncipe le suplicó que ledijese cómo detenerlas, asegurándoleque estaría dispuesto a cualquier cosapor ayudar a su hermana y a quienesestuvieran en peligro. Por respuesta, elhombre, que en realidad era un poderososentomentalista, le advirtió que todo enla vida tenía un precio y le preguntó siestaba dispuesto a pagarlo. Cuando el

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muchacho le aseguró que sí, este leconcedió el terrible don que le marcaríade por vida…

Los siguientes años transcurrieronsin incidencias y los hermanos ayudarona la nueva reina a gobernar condiligencia y sabiduría hasta que, como elviejo había vaticinado tiempo atrás, lasenvidias comenzaron a aflorar en loscorazones de sus hermanas.

La primera que quiso acabar con lareina fue la cuarta en edad. Porentonces, el príncipe tenía once años.Durante una cena, mientras la muchachaservía la bebida, el joven comenzó a oíruna voz susurrándole al oído que aquelvino estaba envenenado y que debía

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impedir que la reina llegase a beberlo.Sin pensarlo dos veces, se levantó de unsalto y lanzó la copa lejos de sus manos.Cuando su contenido cayó sobre elmantel, este se deshizo en humo negroante el asombro de los presentes y elsemblante aterrorizado de la fratricida.

Su hermana fue condenada a la horcapor intento de asesinato y murió alamanecer. Esa vez la reina no hizopreguntas al príncipe. Se guardó para sísu desconcierto y tan solo se limitó aagradecérselo.

Tuvo que pasar todo un año hastaque la segunda hermana decidió actuar.Por su cumpleaños, le regaló a la reinaun hermoso camisón esmeralda. Cuando

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lo sacó del papel que lo envolvía, elmenor de los hermanos advirtió denuevo aquellas voces sin procedenciaque le aseguraron que la prenda estabahilvanada con algodón emponzoñado. Almomento, y antes de que la reina seenfundase en él, el muchacho la cogiócon un palo y la echó al fuego, dondeardió hasta que solo quedaron cenizas.

Su hermana murió a la mañanasiguiente, ahogada en un pozo. Enaquella ocasión la reina no vio con tanbuenos ojos que hubiera sabido que elcamisón estaba envenenado y comenzó aprestar atención a los rumores que seextendían por la corte acerca de laextraña forma de actuar que tenía su

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hermano y de la buena suerte que leacompañaba siempre que descubría losatentados cometidos contra la reina. Lashabladurías fueron aumentando ycreciendo hasta que un día el jovendescubrió a la tercera hermana tramandoun nuevo plan para asesinar a la reina.

Desesperado, y preocupado porquela reina llegase a desconfiar de él, enlugar de actuar fue a contarle lo quesucedería si aquella mañana salía amontar a caballo. La reina, instigada porlos chismes y las mentiras, no le creyó yle acusó de formar parte de la tramapara acabar con su vida.

La reina le preguntó una última vezcómo había sabido de las intenciones de

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sus hermanas en los anteriores intentosde asesinato. Cuando el príncipecomenzó a llorar implorando que ledejasen marchar sin revelarlo, elladecidió encerrarle en los calabozoshasta que confesase. Pero cuando losguardias se abalanzaron sobre él, eljoven, aterrorizado, le habló a la reinade su don. Y mientras las palabras ibansaliendo de su boca, su mano, su brazo yla mitad de su torso se fueron cubriendode un plumaje negro como el carbónhasta dar forma a una lustrosa yaterradora ala.

La reina, al ver que todo cuanto lehabía contado su hermano era cierto yque ella había sido la culpable de su

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transformación al no confiar en él, lepidió perdón entre sollozos y le suplicóque la protegiera y que nunca la dejarasola. Pero él se negó.

Dos de las tres hermanas que aúnquedaban con vida, al enterarse de losucedido, huyeron del palacio antes deque la magia de su hermano cayerasobre ellas y fueran descubiertos losplanes que habían tramado.

El pobre muchacho, como castigo ala reina y por temor a que alguien leobligara a hablar de nuevo y secompletara su transformación en cuervo,decidió alejarse de allí y vivir solo paraasí no tener que ayudar a nadie nuncamás. Sin saber que su arrebato de

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cobardía estaba poniendo en marcha losengranajes de un futuro que sólo lasmusas conocían.

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Porque la fantasía es verdad,de eso no cabe duda. No esfactual, pero es verdad. Los

niños lo saben. Y los adultostambién, por eso muchos de

ellos le tienen miedo a lafantasía. Saben que su verdad

desafía, incluso amenaza, todolo falso, lo postizo, lo

innecesario, lo trivial en lavida que se han visto

obligados a llevar. Tienenmiedo de los dragones porque

le tienen miedo a la libertad.

ÚRSULA K. LE GUIN, ¿Porqué los norteamericanos les

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tienen miedo a los dragones?

Entonces el fiel Juan habló deesta manera: «He sido

condenado injustamente, puessiempre te he sido fiel». Yexplicó el coloquio de los

cuervos que había oído en altamar y cómo tuvo que hacer

aquellas cosas para salvar asu señor. Entonces exclamó el

Rey: «¡Oh, mi fidelísimo Juan!¡Gracia, gracia! ¡Bajadlo!».Pero al pronunciar la últimapalabra, el leal criado había

caído sin vida, convertido en

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estatua de piedra.

LOS HERMANOS GRIMM, Elfiel Juan.

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1Trono de piedra

Quien alguna vez hubiera dicho quevolar en dragón era algo maravilloso, nosabía de lo que hablaba.

Duna cerró los ojos con fuerza eintentó anudarse el lazo entorno alcabello suelto que le atizaba el rostrocon cada nueva corriente de aire.Odiaba volar. Llevaba haciéndolo cadanoche desde hacía semanas, pero seguíasin acostumbrarse. El mareo, los

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vaivenes, la lluvia y el frío que secolaban por la tela desgarrada que leprotegía durante las noches le impedíanconciliar el sueño el tiempo suficientecomo para estar descansada alamanecer. Todo eso sin mencionar laincomodidad que suponía viajar en elinterior de la garra del dragón, protegidapor una tela de cuero que le cubría lacabeza y con un arnés improvisadorodeándole la cintura. No,definitivamente volar no era algo tanplacentero y maravilloso como habíaimaginado.

La muchacha se inclinó sobre elborde de la garra para intentarvislumbrar algo en la inabarcable

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oscuridad, pero no sirvió de nada. Cadanoche oscurecía más pronto. Seencontraba bajo la panza del dragón,resguardada en buena medida de lasinclemencias del tiempo. Se contentócon observar el fragmento de cielorecortado en el horizonte y admirar lainmensa maraña de estrellas que lodecoraban.

Habían pasado cerca de treinta díasdesde que partieran de Bereth en pos deaquel hombre que quizás tuviera la curapara la maldición de Adhárel. Treintadías sin ver a Aya, ni a Cinthia, ni aSírgeric. Sin pasear por las calles delúnico reino que había conocido durantesus primeros diecisiete años de vida.

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Sin descansar.El tiempo jugaba en su contra y la

reina Ariadne había sido clara alrespecto: si durante la noche delvigésimo primer cumpleaños de Adhárelel príncipe no había regresado curado,jamás podría reinar y, en consecuencia,Bereth quedaría a merced de otrosreinos y de Dimitri, si es que algún díatenía la osadía de regresar.

Duna tragó saliva y esperó a que sucorazón volviera a acompasarse. Aúnhoy le costaba recordar su última nocheen Bereth sin estremecerse. Lo cerca quehabían estado de morir, lo fácil quehubiera sido para Teodragos desintegrarel reino entero, la manera en que el

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dragón había salvado al príncipe…La joven alzó la vista y observó las

escamas plateadas del cuello quebrillaban casi con luz propia reflejandoel escaso resplandor de los astros. Loecharía de menos, pensó Duna. Ahoraque había conseguido hacerse a la idea,tras obligarse a observar latransformación una noche tras otra, deque el dragón era tan Adhárel como loera el príncipe, había terminado porencariñarse con él. Con todo, sabía quedeshacer el encantamiento era locorrecto. Bereth se vería amenazadocada noche desde el interior del palacio,y desde el exterior si llegara adescubrirse la maldición que recaía

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sobre su rey. Tarde o temprano, lacriatura, por muy hermosa que leresultase, tendría que desaparecer.Adhárel no tardaría en ser solo unhumano más: su príncipe.

Pero los dos eran conscientes de queno iba a ser tarea fácil dar con MaeseKastar.

La misma noche en que la reina leshabía contado los orígenes de lamaldición de su hijo, Duna y Adhárelrecogieron las pertenencias necesarias yse marcharon en busca delsentomentalista sin perder más tiempo.Aquella fue la primera vez que la jovenalzó el vuelo con las ropas de Adhárelguardadas en un fardo, una gruesa capa

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para protegerse del frío de la noche ylos amarres de cuero alrededor de sucintura. Su mente estaba convencida deque el dragón no la dejaría caer alvacío, pero su instinto le obligaba atomar todas las precauciones posibles,por si acaso.

Antes de partir, Duna y Adhárel sereunieron con el Maestre Zennion paraexplicarle la situación y pedirle consejosobre cuál debía ser su primer paso.Tras recuperarse de la sorpresa inicial,el viejo sentomentalista les habló de laDama Cloto y del Trono de Piedra, unlugar situado más allá del Mar del Sur,en la última isla habitada del Continente.Al menos una vez en la vida, todo

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némade debía viajar hasta allí pararecibir un consejo de la vieja sabia.Según la leyenda, Cloto había vividodurante cientos de años y era incapaz deolvidar nada… Quizás, con un poco desuerte, pudiera guiarles de ahí enadelante.

Tras aquella breve reunión, iniciaronsu viaje hacia el sur. Dos semanas mástarde dejaron atrás el Continente ycomenzaron a sobrevolar el mar. Cadaamanecer, el dragón descendía hasta unade las islas que encontraban a su pasopara descansar hasta que el sol volvía aponerse.

El problema de la comida loresolvieron con bastante facilidad,

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dadas las circunstancias. Además de lasprovisiones que reunieron en Bereth,cada noche el dragón cazaba algo paraél y para la muchacha. Ella colaborababuscando fruta y plantas comestiblesmientras esperaban a que cayese lanoche y pudieran retomar el viaje.

Duna apostó la mirada en elhorizonte e intentó ver algo, pero sinningún resultado. En esos momentos seencontraban surcando el océano endirección a la última isla del sur, Tronode Piedra. Un tanto alicaída, Dunaapoyó la espalda sobre la garra deldragón y permaneció de aquel modo,sumida en sus pensamientos, hasta bienentrado el amanecer. Fue entonces

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cuando la muchacha advirtió a lo lejosun montículo perfilado en el horizonte.No fue la extensión de tierra lo quesobresaltó a la muchacha, sino el hechode que pudiera verla.

Instintivamente, la chica volvió lavista al dragón, después al horizonte yuna vez más a la criatura. No les daríatiempo.

—¡Adhárel! —exclamó Duna,haciendo bocina con las manos. Eldragón giró el cuello y entrechocó lasmandíbulas dos veces—. ¡Adhárel, va asalir el sol! ¡Tienes que alcanzar la islaantes de que amanezca!

El dragón rugió con todas susfuerzas y la muchacha sintió cómo

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ganaban velocidad. Las alas comenzarona batirse con más brío, las patas sepegaron todo lo posible al cuerpo y lacola se estiró al máximo.

Duna golpeaba ansiosa la garra conlos puños sin apartar la mirada de laisla. El cielo, a cada instante quepasaba, se tornaba más claro.

¿Y si no lo lograban? ¿Y si caían enmitad del océano? ¿Sobrevivirían a lacaída? ¿Y al oleaje? Duna no sabíanadar. La muchacha maldijo su suerte altiempo que notaba cómo el nudo delestómago amenazaba con subirle hasta lagarganta.

—Venga… venga… —mascullótanto para sí como para el dragón.

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Cada vez faltaba menos para llegar,pero también para que amaneciese; y lamaldición era tajante al respecto: encuanto despuntaba el primer rayo de sol,el príncipe volvía a su forma humana. Niun segundo antes ni uno después.

El dragón hizo una cabriola ydescendió varios metros. Duna,asustada, ahogó un grito al sentir lacaída. Entonces comprobó que en unosinstantes alcanzarían la isla. La criaturavolvió a descender, esta vez atrompicones. Soltó un rugido y cayóunos cuantos metros más.

—¡Adhárel, aguanta! —Le animó lachica, observando cómo el marcomenzaba a teñirse de violeta por el

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este—. Vamos…Lo iban a conseguir, se dijo. Ya

estaban sobrevolando la orilla. Ahoradesciende, desciende… unos metros másy…

—¡Ahhhh! —El dragón batió lasalas sin fuerzas—. ¡Adhárel, el bosque!

A Duna le dio tiempo a cerrar losojos y a cubrirse todo lo posible con lagarra antes de que el enorme cuerpo deldragón se estrellase contra las copasmás altas de los árboles y derrumbasetroncos y maleza antes de detener lacaída contra el suelo.

Duna sintió cómo su proteccióndesaparecía hasta desvanecerse porcompleto y cómo caía al suelo. Ya no

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había ni garra ni dragón. Adhárel gemíadébilmente a su lado mientrasdespertaba del mismo sueño de cadanoche.

—¿Du… Duna? —balbució.La muchacha se puso en pie con

dificultad. La cabeza le daba vueltas yse había hecho algunos rasguños en losbrazos.

Con paso tembloroso se quitó elfardo de la espalda y se lo tendió alpríncipe para que se vistiera. Él la mirópreocupado.

—Vístete y ahora te cuento —selimitó a decirle ella, algo más tranquilaal comprobar que los dos estaban vivos.

Se estiró para desentumecer los

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músculos y después recogió el arnés quehabía en el suelo.

—Ya estoy —anunció el príncipe,revolviéndose el pelo y bostezando—.¿He sido yo? —preguntó, mirando hacialas copas de los árboles y adivinando latrayectoria que había seguido el dragónal aterrizar.

—Tú solito —respondió Duna,acercándose y dándole un beso en loslabios.

Adhárel se separó y se percató delas heridas que tenía la joven.

—¿Puedes caminar?—Estoy bien, no es nada. —Le quitó

de las manos el fardo para guardar elarnés y después repitió en respuesta a su

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mirada—: Adhárel, te prometo que estoyperfectamente.

El príncipe asintió algo másconvencido y observó los árboles a sualrededor. Cerca de allí se oía elsusurro de las olas.

—¿Hemos llegado a Trono dePiedra?

—Eso parece… —Duna sacó elmapa de Bereth y observó la disposiciónde las seis islas del sur—. A no ser quehayamos contado mal, este debería serel hogar de la Vieja Cloto.

—Pues espero que no se ofenda porel destrozo —masculló Adhárel,agarrando el fardo y poniéndoselo a laespalda—. ¿Hacia dónde

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deberíamos…?Duna señaló a su espalda.—Zennion dijo que vivía en lo alto

de la montaña.—Pues no le hagamos esperar más.La marcha hasta la cima de Trono de

Piedra fue larga y agotadora. Apenashabía rastro de caminos que seguir yprácticamente todo el camino tuvieronque hacerlo a través de bosques enpendiente. Mientras subían, Duna lerelató al príncipe el inusitado aterrizajeque había tenido que hacer el dragónpara no caer al mar. A mitad de caminose detuvieron para almorzar frugalmentelo poco que llevaban encima y despuésprosiguieron la marcha.

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La idea era hablar con la mujer antesde que anocheciese para poder partir loantes posible, pero, por desgracia,cuando llegaron a la cúspide de la isla,descubrieron que no iba a ser posible:varias decenas de peregrinosaguardaban su turno para que la Sabiales recibiese. Algunos se divertían encorrillos y jugaban a las cartas, otrostocaban instrumentos, había quienesaguardaban su turno bailando, contandohistorias o durmiendo bajo la sombra delos pocos árboles que allí había.

—No… puedo creerlo… —comentóDuna, vaciando buena parte del pellejocon agua que llevaban previsoramente.

Adhárel avanzó hasta el último

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hombre de la cola y se puso tras él. Elviejo giró la cabeza y le examinó dearriba abajo, sorprendido.

—Buenas tardes —dijo.El hombre hizo un mohín y después

sonrió sin dientes. Cuando Duna llegójunto a Adhárel, el hombre se dio mediavuelta y avanzó el escaso espacio que sehabía movido la cola para hablar con sucompañero de delante.

—¿Nos dará tiempo? —preguntóDuna.

Antes de responder, el príncipeobservó la peculiar fila que terminabaen una gigantesca tienda de campaña decolores apagados.

—Quiero pensar que sí.

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Duna se recogió la melena con ellazo azul y dio otro sorbo de agua alpellejo. Después se lo tendió a Adhárel,que miraba iracundo hacia el frente.Duna percibió su turbación y le dijo:

—Oye, no te preocupes si no datiempo. Tenemos el bosque al lado ysabes que el dragón puede cazar sinapenas hacer ruido.

Adhárel le sonrió algo mástranquilo.

—No es eso, Duna… Es solo que…que no sé si lo lograremos.

La muchacha le agarró la mano confirmeza.

—No empieces a dudar tan pronto,Adhárel. Lo conseguiremos, ¿me oyes?

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Lo con…Se detuvo a mitad de la frase cuando

descubrió que prácticamente la colaentera les estaba observando. Le dio unsuave golpe a Adhárel y le indicó con lacabeza lo que sucedía delante de ellos.

El príncipe se dio la vuelta ydespués miró hacia atrás. Intentódiscernir cuál era el foco de atenciónhasta que se dio cuenta de que eranellos. Ya nadie reía, ni jugaba a lascartas ni tocaba música. Todos estabanpendientes de los recién llegados.

—¿Sucede algo? —preguntó Dunaenvalentonada.

El viejo que tenían más cerca seechó a reír con ganas y a señalarles a

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ellos y a la tienda al final de la cola.—Esto no me gusta —dijo Adhárel

entre dientes—. Quizás deberíamos…—¡Eh, vosotros! —Duna y Adhárel

se pusieron en cuclillas para intentaraveriguar quién les estaba gritando—.¡No os vayáis! ¡Eh!

Una niña de poco más de diez añosapareció de pronto corriendo entre lagente, directa hacia ellos y haciendoaspavientos con los brazos.

—¡La Dama quiere veros! —volvióa gritar—. ¡Acompañadme!

Cuando llegó a su lado pudieroncomprobar que, en realidad, no era unaniña sino un niño con el pelo muy largo.Iba descalzo, con unos pantalones

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agujereados y una camisa desabrochada.Del cuello le colgaban numerosos yvariopintos amuletos.

—¿Y tú quién eres? —preguntóDuna.

—No le hagáis esperar. ¡Vamos!—Te hemos hecho una pregunta,

responde —le ordenó el príncipe.—No hay tiempo, rápido —y

agarrándole por la parte baja delchaleco, el chico comenzó a tirar.

—¡Oye, estate quieto! —le dijo,intentando desasirse.

—No nos moveremos de aquí hastaque nos digas qué sucede.

El niño dejó de tirar, se dio mediavuelta y suspiró.

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—Me llamo Tulius —respondió elniño— y soy el paje personal de DamaCloto. Me ha dicho que quiere recibirosahora.

Duna y Adhárel se miraron uninstante, y después la chica preguntó:

—¿Y el resto de personas que estánesperando?

Por respuesta, la cola se abrió,dejándoles vía libre hasta la entrada dela tienda.

—Creo que no tenemos otra opciónque colarnos —le dijo Adhárel en vozbaja a Duna antes de seguir al chico porel improvisado pasillo.

Conforme iban avanzando, fueronaumentando las miradas y los

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cuchicheos.—Es asombroso…—Su poder es ilimitado…—¿Cómo pudo saberlo?—Lo dijo y se cumplió…Y así uno tras otro. ¿Hablaban de la

vieja Cloto? ¿Habría visto ella aldragón en sus sueños?

Tulius levantó la tela que hacía lasveces de puerta de la tienda y les indicóque pasasen con un gesto de cabeza.

El príncipe tomó de la mano a Dunaantes de entrar. La tienda parecía muchomás pequeña que desde fuera. Ya fuesepor las estanterías y mesitas inclinadas yrepletas de utensilios o por la enormelámpara con bombillas que colgaba,

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apagada, del techo, el hogar yconsultorio de la anciana resultabaclaustrofóbico, agobiante.

—Puedes marcharte, Tulius —dijola mujer desde la penumbra de la tienda.El niño obedeció y Duna y Adháreldieron un paso adelante.

—Así que tú eres el dragón —comentó la vieja sin andarse con rodeos.

A Duna se le desencajó la mandíbulade asombro.

—¿Lo percibe en mí? —preguntó elpríncipe, tan impresionado como sucompañera.

—Sin duda, lo percibo —seincorporó y salió a la luz—, perotambién os he visto llegar.

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La Dama palmeó un sofisticado ybrillante catalejo con largas patas de unmaterial similar al hierro que relucíaapostado a su lado.

—Vi cómo caíais y destrozabaisbuena parte de mi bosque al amanecer.Supuse que tarde o tempranoalcanzaríais la cima y que querríaisverme. Así pues, advertí a Tulius de quehiciese correr la voz y de que os dejasenpasar tan pronto llegaseis.

Duna se quedó fascinada ante elenvejecido aspecto de la mujer. Lasarrugas del rostro estaban cinceladas ensu piel como las betas y lasirregularidades en la corteza de unárbol. Sus manos eran pequeñas y

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rechonchas, y le temblaban ligeramente.No podía distinguir el color de sus ojos,pero sí el brillo que despedían. Unbrillo antiguo y ancestral, casi mágico.El pelo bordeaba su anciano rostro contonalidades grises y blancas, como si setratase de su propia aura. Llevabapuesto una especie de vestido hecho conmultitud de pañuelos y telas dediferentes colores al estilo némade quecaían hasta el suelo, ocultando sus pies.

—¿Has terminado? —preguntóCloto. Duna enrojeció y asintió sin deciruna palabra. Jamás se había sentido tanintimidada por nadie.

—Dama Cloto, yo… nosotros… —comenzó a balbucear Adhárel.

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—Sé porqué estáis aquí y no puedoayudaros. —Colocó las manos sobre elregazo y las entrelazó para que dejasende temblar.

—Pero nos dijeron…—Sé lo que os dijeron, no hay que

ser adivina para eso. Pero seequivocaron. La tuya es una maldiciónexcepcional, joven príncipe. Digna deun sentomentalista tan poderoso como lapropia naturaleza. ¿Qué pensabais quepodía hacer una vieja como yo contrauna magia como esa?

De pronto ya no parecía tanamigable, pensó Duna.

—Entonces, ¿por qué tanta prisa porrecibirnos?

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—¿Acaso preferías esperar durantemás de un día por nada, niña ingrata?

La muchacha se mordió la lengua.Percibió la mirada molesta del príncipe,pero no se giró.

—¿No podríais siquiera orientarnosen el siguiente paso? Buscamos alhechicero, no la cura a la maldición.

La vieja volvió a recostarse en sutrono y paladeó la respuesta duranteunos segundos interminables. Después,negó lentamente con la cabeza.

El príncipe no quiso perder mástiempo.

—Disculpadnos pues, Dama Cloto—dijo, con una breve inclinación—.Gracias por habernos recibido.

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Duna también hizo una reverencia yse dio media vuelta con la intención deseguirle, pero la voz de la vieja lesdetuvo.

—Buscad respuestas donde lasMusas vayan a inspirar una Poesía, perono aguardéis el resultado que vuestroscorazones anhelan.

El príncipe y Duna se mirarondesconcertados. Adhárel tenía intenciónde preguntarle por el significado de suspalabras, pero la mujer les instó aabandonar la tienda.

—No debería haberos dicho nada.¡Marchaos! ¡Marchaos antes de que mearrepienta!

Una vez en el exterior descubrieron

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que el sol estaba próximo al crepúsculo.Se alejaron de aquel lugar a paso rápidoignorando las miradas de los némadesque hacían cola hasta alcanzar losprimeros árboles de la foresta.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Adhárel.

Duna sacó de debajo del vestido undiminuto reloj dorado que la reina leshabía regalado antes de su partida.

—Dos o tres horas. Lo mejor seráque vayamos bajando e intentemosalcanzar la orilla de la isla.

El príncipe asintió y se pusieron enmarcha.

—¿Has entendido algo de lo que nosha dicho? —preguntó Duna poco

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después.—Lo mismo que tú, por desgracia.—Podría haber sido más clara. Si

conocía nuestro problema, ¿no podríahabernos echado una mano? Quierodecir, puestos a ayudar, podría haberseesforzado más, ¿no?

Adhárel soltó una carcajada ante elcomentario.

—Absolutamente de acuerdo.—Ahora no solo tenemos que

encontrar a Maese Kastar, sino tambiéna un rey o a una reina que estén a puntode ser coronados…

—Kastar fue quien me maldijo a raízde la Poesía de mi madre. Con un pocode suerte, encontraremos al recién

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coronado y al Maese en el mismo lugar.—Que el Todopoderoso te oiga.Adhárel la agarró por los hombros

con ternura.—No te preocupes, lo

conseguiremos.—Si eso ya lo sé —repuso ella—,

pero soy de las que piensa que lo bueno,cuanto antes, mejor.

El príncipe se echó a reír y Duna leimitó.

Descendieron la empinada ladera dela isla agarrándose a los troncos de losárboles y a las raíces que descollabande la tierra y se enredaban comoserpientes a sus pies.

Cerca de la orilla, Duna volvió a

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mirar el reloj y comprobó que en pocosinstantes sería medianoche. Sin tiempoque perder, el príncipe se quitó la ropapara no desgarrarla con latransformación y Duna, tras sacar sucapa, la guardó en el fardo.

—Nos vemos por la mañana,príncipe —dijo la muchacha, dándole unbeso en los labios.

—Ten cuidado.Unos segundos más tarde, Adhárel

se llevó las manos al estómago, se doblópor la cintura y cayó al suelo gruñendode dolor. Duna sintió la mismaaprensión e impotencia que las otrasveces.

El príncipe aulló de dolor y

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comenzó a transformarse. Primero sedesarrolló el tronco y después lasextremidades, las alas membranosas, lasgarras afiladas y la cabeza del animalcon su hocico y sus largos cuernosmarfileños.

La criatura se sacudió como un perromojado y, a continuación, se lamió unagarra. Duna le sonrió, tan sobrecogidacomo siempre.

—Hola, pequeño —saludó,palmeándole el gigantesco lomo—.¿Listo para volar?

El dragón rugió secamente y golpeóla tierra con sus garras delanteras.

—Es cierto, es cierto… deberíascomer algo antes. —Los ojos color

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bosque de Adharél se giraron hacia ellaantes de echar a andar—. Esperaré aquíhasta que termines, ¡pero no te retrasesdemasiado! —añadió mientras el dragónse perdía entre el follaje.

Se sentó en una roca y rebuscó entresus pertenencias algo de comida quehubiera sobrado. Primero se comió lasdos piezas de fruta que se encontrabanen peores condiciones y un buenmendrugo de pan con queso.

Sabía que cuando estuvieran deregreso en el Continente podrían comerotra vez algo más consistente, pero hastaentonces debía conformarse con eso. Almenos, pensó, solo tenían que cargar conla comida de uno de los dos puesto que

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el príncipe siempre se alimentaba en suforma draconiana.

Duna miró una vez más el reloj ytamborileó el suelo con el pie,impaciente. Todavía recordaba lo largoque había sido el vuelo desde la últimaisla y lo cerca que habían estado de caeral mar: no podían arriesgarse tanto.

Sacó el mapa y advirtió que tal vezlo mejor sería dividir la jornada en dosy detenerse en una isla llamada Luznalpara reponer fuerzas. Tardarían el doblede tiempo, pero sería la mitad depeligroso.

De repente, las ramas de los árbolescercanos se agitaron y el suelo tembló.La joven se puso en pie al tiempo que el

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dragón irrumpía en el pequeño claro.—¿Nos vamos? —preguntó Duna,

mirando un tanto inquieta el hocicoensangrentado.

La criatura tendió la garra derecha yella procedió a colocar el arnés paradespués atárselo alrededor de la cintura.Adhárel la tomó con delicadeza y echó aandar; allí sería difícil batir las alas sinhacerse daño con algún tronco: tendríanque esperar a llegar a la orilla.

—Iremos hasta Luznal —le dijo aldragón—. No quiero volver a pasar porlo de la última noche.

La criatura resopló, ofendida, peroDuna sabía que haría lo correcto.

Cuando estuvieron frente al mar el

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dragón desplegó sus inmensas alas y lasbatió un par de veces antes de elevarse.Una vez en el aire, Adhárel rugióentusiasmado y dejaron atrás Trono dePiedra.

La muchacha estaba tan agotadadespués de andar durante todo el día queno pasaron ni cinco minutos antes dequedarse dormida en el mullido interiorde la garra. En cuanto dejó de prestaratención al olor del cuero y al vientoque se colaba por encima de su cabeza,fue sumiéndose en un sueño tranquilocon el mismo batir de alas de cuandoestuvo encerrada en la torre de Belmontcomo melodía, pero con una tonalidadmuy diferente.

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No fue hasta que la luz le golpeódirectamente en los párpados querecobró la conciencia de golpe.

—¿¡Qué…!? —preguntó,agarrándose sobresaltada a la garra deldragón y frotándose los ojos.

Cuando se asomó al vacío, no pudocreer lo que veían sus ojos: ungigantesco barco enfocaba al dragón condos inmensas bombillas que ocupabanbuena parte de la cubierta.

—Santo Todopoderoso… —masculló Duna para sí—. ¡Adhárel, hayque escapar! ¿Me oyes? Tenemos que…

¡¡Booom!!El proyectil pasó rozando al dragón,

que pudo recuperar la posición unos

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segundos más tarde.—¡¡Tienes que elevarte más!! —

exclamó la joven sin dejar de mirarhacia abajo—. ¡Más alto, Adhárel! ¡Másalto!

El dragón rugió y escupió fuegocuando el segundo proyectil le alcanzóel extremo de un ala, desviando sutrayectoria.

Duna gritó asustada, aferrándose confuerza a la garra.

La criatura se revolvió frenéticacuando los dos focos de luz volvieron aencontrarle en el cielo. A Duna tambiénle cegaron durante unos instantes.

Fue entonces cuando la tercera balagolpeó al dragón en el estómago. Una

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red pegajosa surgió de la misma y lesenvolvió como una manta que impidióque la criatura pudiera seguir batiendolas alas.

Adhárel se precipitó al vacío,concentrado en no abrir la garra quesostenía a Duna.

La caída fue tan feroz y rápida comoagresivo y violento fue el viento queatizó el rostro de la joven. Tampoco fuecálida la acogida del mar, ni el bramidode las olas a su alrededor mientrassentía el peso del inmenso dragón sobreella, hundiéndola sin remisión en laprofundidad más oscura que jamáshubiera imaginado.

Y así, Duna fue perdiendo el

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conocimiento mientras sentía cómo elaire se agotaba en sus pulmones y elagua comenzaba a inundarloslentamente.

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2La Posada del Sauce

Aquella noche la posada estaba repletade villanos y maleantes. Los gritos, lassombrías carcajadas y los insultosrompían el silencioso y tranquilo arrullodel viento en las copas de los árboles.

No se escuchaba ni el ulular delbúho, ni el frenético chillido delmurciélago, ni el aullido del lobo.Simplemente no había animales cerca.Las criaturas que rondaban por el

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bosque intuían que aquella casa entre losdos sauces era peligrosa.

Y hacían bien evitándola.Hubo un tiempo en el cual albergó a

las mujeres y a los hombres más ricos ypoderosos del Continente. Todo aquelque quería cruzar al norte o regresar deél, debía hacer una parada en el caminosi no quería pasar la noche a laintemperie. Fue así como a la familiaDumpic se le ocurrió la brillante idea delevantar, en mitad del camino y bajo lasramas entrecruzadas de dos grandessauces, aquella cabaña de tres pisos queterminaría conociéndose en elContinente bajo el apodo de la Posadadel Sauce.

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Desde entonces no les faltó a losDumpic ni fama, ni dinero, nireconocimiento. Y podría haber seguidosiendo así de no haber sido por lostrágicos acontecimientos queconvirtieron su admirable posada en elescenario de uno de los crímenes másrecordados en el Continente.

Nunca se supo si el único hijo delmatrimonio Dumpic asesinó a los reyesantes o después de hurtarles hasta elúltimo berón y la última joya quellevaban encima. El caso es que, a lamañana siguiente, el chico y todo lo quepudiera ser de valor había desaparecidoy las moscas cubrían los cadáveres delmatrimonio real en los aposentos

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principales.Tras el terrible incidente, los

Dumpic abandonaron la posada, elbosque, incluso el Continente, y semarcharon a vivir a una de las islas delsur, o eso se rumoreaba.

La Posada del Sauce quedódeshabitada y olvidada por todos,considerándose la equis de un mapa deltesoro bajo la cual solo se ocultabanmaldiciones, veneno y podredumbre.

Y debería haber seguido así de nohaber sido porque, una vez que el hijode los Dumpic agotó todas sus reservasmonetarias, regresó al hogar paterno enbusca de cobijo. Cuando llegó ydescubrió el destartalado aspecto de su

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antigua casa, el joven Dumpic tomó labienintencionada decisión de reabrir elnegocio familiar y hospedar no solo alos ricos y afamados nobles delContinente, sino también a la peorcalaña del mismo. Y, bien pensado, fuetodo un acierto puesto que, de losprimeros, jamás vio a ninguno.

Con el paso de los meses, la noticiade que la Posada del Sauce habíareabierto sus puertas y sus aposentos alos caminantes se extendió como lapeste por los pantanos, invitando a losinteresados a disfrutar de suscomodidades durante el peregrinaje.Godfrey Dumpic, nuevo regente ycapataz de la cabaña, se cambió el

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nombre y aseguró provenir de las tierrasdel este, lo que en parte era verdad, ysolía mostrar a todo aquel que se lopidiese el certificado que le acreditabacomo nuevo propietario del local trasganarlo al hijo del matrimonio en unaapuesta de dados, lo que en parte eramentira. Desde los asesinatos deaquellos desdichados reyes habíapasado mucho tiempo y la antañobarbilampiña y dulce cara del muchachose había terminando endureciendo ycubriendo de áspero y oscuro vello. Porello, y porque a nadie se le pasó por lacabeza que pudiera estar mintiendo,Godfrey Dumpic siguió llevando eltimón de aquel barco anclado bajo dos

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sauces con tretas y engaños.Y era allí donde se encontraba en

ese momento, limpiando con desgana ymano dura la sangre incrustada en labarra de la taberna. Frente a él, sentadosen taburetes, apoyados en las paredes otirados por los suelos, ladrones,borrachos y mendigos sin otro lugardonde caerse muertos pasaban las horasa la espera de que el sol volviera a saliry pudieran seguir su camino. Godfreysabía lo que era no tener familia, ni untecho, ni comida, y a veces inclusollegaba a sentir lástima por muchos desus clientes, pero una cosa era eso y otramuy diferente que le tratasen como a unidiota.

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—Dranec, Teback, echad a eseborracho de mi posada inmediatamente.

Dos musculosos hombres levantaronla vista de sus jarras y miraron en ladirección que su jefe les señalaba con eldedo.

—¿A qué esperáis, idiotas? Noquiero que se muera en el suelo; lo heencerado esta mañana.

Con dificultad, Dranec y TebackTottemhaud se levantaron de sus asientosjunto a la barra y agarraron aldesdichado por los hombros. Apartarona empellones a todo aquel que secruzaba en su camino y lo arrojaron a laintemperie de la noche.

—Aseguraos de que no vuelva más

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por aquí —les advirtió Godfrey Dumpicuna vez estuvieron de vuelta.

Por respuesta, y al unísono, loshermanos Tottemhaud dieron un sorbo asus pintas y se limpiaron la espuma conel brazo.

—Animales… —masculló para sí elposadero, concentrándose de nuevo enlimpiar la barra.

En el fondo, no le iba tan mal, pensópara sí. Cuando faltaban clientes, seaprovechaba de los que había subiendoel precio de las habitaciones, y cuandohabía muchos, también. Un trato justo sise tenía en cuenta que la otra opción eradormir en mitad del bosque, a merced delas alimañas. Y si bien era cierto que su

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clientela era todo menos selecta,Godfrey había aprendido a tratarles acada uno en su justa medida.

Cuando las campanitas de la puertarepiquetearon y esta se abrió de par enpar, Dumpic pensó que al borracho no lehabía quedado clara la indirecta yregresaba en busca de más bebida.

Pues se va a llevar triple ración depalos, pensó para sí levantando lacabeza.

Fue entonces cuando comprobó quese había equivocado y que no era unhombre, sino dos exóticas mujeresquienes aguardaban en el dintel de lapuerta haciendo aparentes esfuerzos poracostumbrarse al olor rancio y a podrido

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del local. Parecían dos guerrerasenvueltas en tiras de cuero y corpiñosajustados. Bajo las capas que cubríansus hombros el tabernero advirtió unbrillo afilado.

Los gruñidos de los allí reunidos nose acallaron, ni las disputas ni lacháchara. En realidad, Godfrey tampocolo esperaba. Se atusó tan bien comopudo el delantal que llevaba de colorocre, se repeinó con disimulo y aguardócon una deslumbrante aunque torcidasonrisa a que las mujeres llegaran a labarra.

—Buenas noches —dijo una de ellascon voz dulce. Tenía el pelo largo yrizado—. Teníamos una cita con un

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hombre. Debe de estar esperándonos.Godfrey Dumpic dejó de sonreír

estúpidamente. De pronto cayó en lacuenta de que aquellas dos jóvenes eranen realidad las dos asesinas másdespiadadas y letales que se conocían enel Continente: las hermanas Firela yKalendra. Le habían advertido quellegarían, pero no esperaba que fuera tanpronto.

—El hombre al que buscan está…allí al fondo, señoras… señoritas…damas… —tartamudeó el hombre,señalando una mesa en las sombras—.Me dijo que… que vendrían. Las estáesperando.

—Gracias —respondió la primera.

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La otra lo miró unos instantes y despuéssiguió a su hermana sin el atisbo de unasonrisa.

Cuando Godfrey Dumpic recobró lacompostura se obligó a apartar lamirada y a entretenerse con otra cosa,como preparar las bebidas que losclientes le reclamaban a gritos. Una vezhecho esto, se perdió en el interior delcobertizo que había tras la barra.

Kalendra llegó a la mesa situada alfondo de la taberna y se sentó en una delas dos butacas libres. El hombre, demirada nerviosa y casaca descuidadaalzó una ceja al reparar en su presencia.

—¿Drólserof? —Pronunció sunombre saboreando la mentira en cada

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sílaba pero ¿quién era ella para culpar anadie de ocultarse bajo un nombre falsoen los tiempos que corrían? Eldesconocido asintió imperturbable,como si estuviera analizando a las dosmujeres que tenía delante—. Me llamoKalendra y esta es mi hermana Firela —dijo, al tiempo que la joven de pelocorto tomaba asiento a su lado.

—Me alegro de que hayáis podidoencontrar la posada sin dificultad —replicó el caballero—. Intentaré serbreve y conciso. El trabajo es un tantopeculiar y requiere una máximaurgencia.

—Somos todo oídos. —A Kalendrano le pasó desapercibido su vocabulario

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ni su dicción. Aquel extraño, fuera quienfuese, no parecía acostumbrado a tratarcon asesinos ni rateros, ni mucho menosa frecuentar posadas como aquella.

—Son dos: un hombre y una mujer—explicó—. Quiero que os deshagáisde él primero y que me traigáis a lachica con vida. No puedo daros detallesde su paradero actual; salieron de sureino, Bereth, hace unas cuantassemanas, durante la noche y sin dejarparte de adónde se dirigían. ¿Podréishacerlo?

Las dos hermanas se miraron antesde responder.

—No será fácil, desde luego, peroesperamos que la recompensa esté al

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nivel del encargo.El hombre sacó del bolsillo interior

de su casaca una bolsa que cayópesadamente sobre la mesa.

—Esto es solo una parte de lo queos espera si cumplís con vuestra labor.

Firela tomó la bolsa y vació parte desu contenido sobre la mano. Aquello noeran berones, sino monedas de oro.

—¿Cómo decís que se llamannuestras presas? —preguntó Kalendra,intentando no parecer sorprendida.

—No os lo he dicho todavía. Elnombre de la chica es Duna Azuladea,aunque el apellido pertenece a la mujerque se hizo cargo de ella cuando laencontró en un mercado de esclavos.

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—Una proscrita, interesante…—El otro es el príncipe Adhárel

Forestgreen.—¿El heredero?—No, si podéis evitarlo —replicó

el hombre, con los ojos brillando comodagas.

—Que sea un príncipe dificulta lalabor. Irá con escolta, soldados…

El caballero negó con rotundidad,ensanchando su sonrisa.

—Van solos.—Y vos solo queréis ver muerto al

joven. La chica…—La chica es asunto mío —le

interrumpió el caballero.Firela y Kalendra se miraron de

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soslayo y después asintieron.—Si queremos ponernos en contacto

con vos…—Sabía que se me olvidaba algo. —

El hombre se agachó y rebuscó en elinterior de su bolsa de tela, tras lo cual,dejó dos espejos sobre la mesa. Eran demadera y sus mangos dibujaban unaespiral que bordeaba el cristal—. Estosespejos son algo más de lo que parecena simple vista. Son el resultado de añosde trabajo y estudio, y sirven,básicamente, para comunicarse adistancia. Uno es para vosotras, el otroes para mí. Si necesitáis poneros encontacto conmigo, frotad la superficiecon agua caliente y al instante apareceré

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en lugar de vuestros reflejos. Pero ojo,el espejo solo funcionará tres veces. Lacuarta, el cristal se deshará.

—Entendido, lo utilizaremos solo encasos excepcionales.

—Pues si ya está todo, creo quepodemos dar por concluida nuestrapequeña reunión. Si me lo permitís, meencantaría acompañaros hasta vuestrasmonturas.

Las hermanas se miraron y negaronescuetamente.

—No será necesario. Mi hermana yyo nos quedaremos un rato más.Tenemos asuntos pendientes que atender.Ha sido un placer hacer negocios convos.

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Por respuesta, el caballero hizo unaleve inclinación de cabeza y saliópresuroso de la posada.

Firela y Kalendra le observaronpartir antes de darse media vuelta, saltarpor encima de la barra cuando nadiemiraba y desaparecer por la puerta delcobertizo.

No fue hasta mucho más tarde,cuando los hermanos Tottemhaum fuerona buscar a su amo Godfrey Dumpic a suhabitación, que descubrieron su cuerpoacuchillado bajo la mesa de la cocina.

Con la frialdad de quien no haperdido nada, los hermanos echaron el

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cuerpo al río y se inventaron una fábulaen la cual su antiguo dueño les cedía laposada hasta el final de sus días.

Ni Dranec ni Teback, ni el propioGodfrey Dumpic pudieron imaginar loparadójico que resultaba el asunto; nosolo porque el tabernero hubieraencontrado la muerte en el mismo lugaren el que él había matado años atrás,sino por las manos que habían cometidoel asesinato.

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3Luznal, tierra de

piratas

Los hombres tiraron con fuerza de lasinnumerables cuerdas que sostenían lared para sacarla del mar.

—¡Vamos! —gritaba el cabecilladesde lo alto del combés—. ¡Una! ¡Dos!¡Y tres!

Al unísono, los cincuenta hombresremolcaron sus amarres por las poleascon energía. La enorme criatura se

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encontraba a escasos metros de lacubierta.

—¡Un último esfuerzo y seránuestro, muchachos! —jaleaba elcapitán, secándose el sudor de la frentecon la mano, como si estuviera haciendoél el esfuerzo—. ¡Ya!

Con un nuevo tirón, los marinerosalcanzaron a ver las alas pegadas sobreel lomo del dragón.

—Santo Todopoderoso… —masculló, tan asombrado como el restode sus hombres—. ¡Nos haremos de oro!¡Imaginad lo que cuestan solo loscuernos! ¡Vamos!

El monstruoso lagarto alado se giróen ese instante y se quedó observando a

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la tripulación. De sus fosas nasales nodejaba de brotar un humo gris yamenazador.

—¡Drogadle inmediatamente! —ordenó el capitán, echándose haciaatrás.

Dos hombres colocaron sobre unaenorme ballesta con ruedas una flechacon la punta impregnada en untranquilizante arbóreo. Lo que valía paracazar cetáceos gigantes también valíapara dragones, pensó esbozando unasonrisa.

—¡Ahora! —A su señal, los dosmarineros tiraron del seguro del arma yla flecha salió disparada y fue aclavarse en el lomo del dragón entre dos

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escamas plateadas.La criatura rugió débilmente y sus

ojos se cerraron lentamente mientras sedesvanecía el humo que salía de susorificios nasales… pero un instanteantes de perder la conciencia porcompleto, el monstruo pareció señalaralgo con sus pupilas.

De repente, entre los gritos de júbiloy alegría de la tripulación, el capitánoyó uno discordante que, de no habersido por los aspavientos del marineroque lo profería, habría quedado ahogadopor el resto.

—¡Hombre al agua! ¡Hombre alagua!

—Maldita sea —masculló, bajando

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la escalera de madera y asomándose a labaranda—. ¡No dejéis de tirar! —lesordenó a sus hombres. Tras ello, cogióuna piedra del barril que había a su ladoy se lanzó al mar.

El marinero que había dado el avisocorrió a por las tablas de madera queutilizaban para subir pequeñasmercancías a la nave y fue dejándolacaer hasta posarla sobre las olas. Unavez el dragón estuvo asegurado concadenas y cuerdas en mitad de lacubierta, los demás se acercaron paraechar una mano. En cuanto vieron laseñal luminosa hecha desde el oscuromar, se pusieron a tirar de la cuerda.

Todos se quedaron de piedra al

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comprobar que no se trataba de unhombre, sino de una muchacha. Una vezen el barco, el capitán les ordenó que seapartaran para hacerle el boca a boca eintentar que recuperase el aliento.

Mientras el hombre le insuflaba aireen los pulmones, los supersticiososmarineros agarraron y besaron susamuletos.

—Es una mujer…—Una mujer aparecida de la nada.—¿Viajaba con el dragón?—¡Eso es imposible!—Nos traerá mala suerte.El capitán hizo caso omiso a los

comentarios y siguió con su labor hastaque, de repente, la muchacha comenzó a

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toser y a escupir agua. Unos segundosmás tarde, abrió los ojos.

—¿Os encontráis bien?Por respuesta, Duna le estampó un

puño en el rostro sin apenas fuerza y seescurrió mareada lejos de los hombres.

—¡Maldita sea! —bramó el capitán,masajeándose la nariz—. ¿Así es comoagradecéis que os hayamos salvado lavida?

La joven los miró asustada, pero alinstante reparó en el dragón y sofocó ungrito. Parecía…

—No os preocupéis, está bien atado—la tranquilizó un marinero.

—¿A… Atado? —Duna se puso enpie y corrió hasta el monstruo, apartando

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de su camino a los hombres—. ¡¿Qué lehabéis hecho?! ¡¿Le… le habéismatado?!

—Solo está dormido. Profundamentedormido.

—El despiece siempre lo hacemospor la mañana —comentó otro marinero,arrancando una carcajada general.

Duna se giró con la mirada fija en elcapitán. Aunque era una cabeza más bajay medio cuerpo más delgada que él, elhombre se amedrentó durante un segundoante aquellos ojos.

—Dejadnos marchar —ordenó. Yano quedaba ni rastro del miedo quehabía sentido a morir en el oleaje. Eltiempo apremiaba.

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El capitán sonrió con sarcasmo y elpoblado bigote le acarició la punta de lanariz.

—Vos podéis iros cuando queráis,pero el monstruo se queda con nosotros.

La joven sintió ganas de atizarle unnuevo puñetazo, pero se controló.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Yqué queréis de nosotros?

—De vos ya os he dicho que noquiero nada. De él, desde sus cuernoshasta la última escama de su cola.

—Sois traficantes… piratas —balbució la chica.

—Algo así.—¡No! —Se dio media vuelta e

intentó deshacer los nudos de las

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cuerdas y quitar las argollas de lascadenas—. ¡Soltad al dragón! ¡Dejadlelibre! ¡Dejadnos marchar! Si no lohacéis…

La amenaza murió en los labios de lajoven. Antes de llegar a sentir dos dedoshurgando en su cuello, ya se habíadesplomado sobre el suelo de madera.

—Podrías haberlo hecho con másdelicadeza, Alhev —lo amonestó.

El marinero, que hasta entonces sehabía mantenido en silencio detrás deDuna, se encogió de hombros.

—Llévala a mi camarote —leordenó. Después se giró hacia el restode la tripulación—. Dad media vuelta yponed rumbo a toda vela. Volvemos a

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casa.Duna durmió plácidamente hasta

bien entrado el amanecer, y podría haberseguido durante muchas, muchas horasmás de no haber sido por los gritos y lassacudidas que la arrancaron del sueño y,por poco, de la cama.

—¡¿Qué habéis hecho con el dragón,bruja?!

La muchacha abrió los ojosrápidamente, conteniendo las ganas devomitar a causa del extraño mareo quesentía y del fétido hedor que desprendíala boca del marinero. Al momento loreconoció como el capitán del barco.

—Mmhhh… ¿qué… qué pasa? —consiguió preguntar.

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—¡No me toméis por idiota ydecidme dónde lo habéis escondido!

—¡No sé de qué me estáis hablando,pero me hacéis daño!

El hombre le soltó los brazos y sequedó a su lado mientras resollaba,enfurecido.

—Anoche había un dragón en lacubierta de mi barco y hoy por lamañana, cuando íbamos a atracar, ¡solohemos encontrado a un tipo dormido, ydesnudo!

Duna sintió que le faltaba el aire.Adhárel. De un empujón intentó apartaral hombre, pero este no se movió.

—Dejadme salir. Vos no loentendéis.

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El hombre la agarró por loshombros.

—Desde luego que lo entiendo,jovencita. Habéis ocultado al dragón dealguna forma y habéis dejado a esedesconocido en su lugar.

¿Qué podía hacer? ¿Contarles elsecreto de Adhárel? ¿Mentir?

—Os… os advertí que loliberaseis… —comenzó a decir—. Eldragón plateado que… que cazasteisanoche no es ni mucho menos un dragóncorriente.

—¿De qué estáis hablando?—Me llamo Duna Azuladea y

provengo del reino de Bereth. Viajabacon el dragón que vos y vuestros

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hombres estuvisteis a punto de matar.—En realidad, esa era nuestra

intención —confesó sin mostrar un ápicede remordimiento.

—Como castigo por vuestrainsolencia, la criatura se hatransformado en el apuesto joven quehabéis visto ahí fuera.

El capitán adoptó un gestodescompuesto.

—¿Y nunca… más volverá a serdragón?

Duna se mordió el labio,obligándose a pensar con rapidez.

—Por la noche. Si no se sienteamenazado, claro.

—¿Cómo decís? —replicó el

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capitán a la defensiva.—La verdad. He… he estado con él

desde que me rescató de una torre. —Los hechos no se habían desarrolladoexactamente así, pero tampoco era deltodo mentira—. Sé que no voy aconvenceros de que le dejéis marchar…

—Y no os equivocáis.—Por lo que solo me queda

advertiros que el dragón no es idiota yque os costará mucho engañarle.

El hombre enarcó una ceja,escéptico.

—¿Cómo sé que no mentís? Anocheno parecíais muy dispuesta acolaborar…

—¡Anoche vos y vuestros hombres

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estuvisteis a punto de matarme!El hombre guardó silencio,

contemplando mentalmente lasposibilidades de que estuvieraengañándolo. Y justo cuando iba aresponder, se abrió la puerta delcamarote.

—¡Señor, el muchacho hadespertado!

El marinero se quedó en el dintel,esperando órdenes de su superior.

—Está bien. Enseguida subo.Duna hizo el ademán de

acompañarle, pero el hombre la detuvo.—Tú te quedas aquí.—¡¿Qué?! No… no lo entiende. Yo

debo… debo estar con él o no se

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tranquilizará.El capitán escrutó su mirada, de

nuevo en busca de la mentira. Despuésmiró al otro marinero y terminóasintiendo.

—Huelo el engaño a distancia. Siestás tramando algo, no te saldrás con latuya…

—Nada más lejos de mi intención —le aseguró ella, con una sonrisainocente.

Una vez en la cubierta, Duna seabstuvo de correr a abrazar al príncipe.Alguien le había dejado unos pantalonesbombachos y una camisa tan desgastadacomo las que llevaban los marineros. Asu alrededor, cerca de cincuenta

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hombres le apuntaban con todo tipo desables y dagas.

—Duna…—Sí, es él —le cortó ella antes de

que pudiera seguir hablando—. A vecesse transforma en un niño moreno, otrasen un viejo de pelo blanco, y ha habidoocasiones en las que ha tomado la formade… ¡de una mujer!

—Santo Todopoderoso… —murmuró un hombre a su espalda—.Sabía que no debíamos arriesgarnos conesos diablos…

El capitán avanzó hasta el príncipe,que miraba a Duna sin comprender nada,y alzó los brazos antes de decir:

—Bajad todos las armas. Este joven

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y su acompañante serán nuestrosinvitados hasta que decidan marcharse.

Las últimas palabras las pronunciómirando a Duna directamente yentrecerrando los ojos. Ella, porrespuesta, le sonrió. Después corrióhasta donde se encontraba Adhárel y leayudó a ponerse en pie.

—Sígueme la corriente —le susurróal oído.

—Pero ¿qué…?—Tú hazlo.—¿Jóvenes —preguntó sin dejar de

sonreír—, os gustaría conocer nuestrohumilde hogar?

Hasta entonces, Duna no se habíapercatado de que el barco había dejado

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de bambolearse al ritmo de las olas yque se encontraba varado en puerto.Preocupada por no saber a cuál de lasislas les habían llevado, Duna hizo loúnico que podía hacer: seguirle el juegoal capitán y esperar que tarde otemprano diese con la respuesta.

—Será todo un placer, capitán…—… Emmerson. Capitán Emmerson

—le dijo—. Bien, pues seguidme. Haymucho que ver y poco tiempo queperder.

Bajaron de la enorme naveescoltados por la mirada disconforme delos marineros. Adhárel se mantuvopegado a Duna en todo momento sinsaber qué decir, qué hacer, ni adónde

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mirar. Se limitó a tragar saliva una, dosy hasta tres veces sin separarse de lamuchacha en ningún momento.

Por su parte, Duna estabadeslumbrante. Sí, habían perdido buenaparte de sus pertenencias junto a suhermosa capa, la ropa y el reloj de orocuando cayeron al mar, pero al menostenían todo un día por delante paraaveriguar el modo de salir de la isla sinlevantar sospechas.

El capitán Emmerson les llevó através del puerto en el que sebamboleaban diferentes embarcacionesde pequeño tamaño, todas con la mismabandera que ondeaba en el mástil de laque acababan de bajar: dos espadas

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cruzadas sobre una calavera. Acontinuación, subieron por unasempinadas escaleras horadadas en laroca hasta una callejuela que terminabaen lo que parecía ser la plaza delpueblo.

El lugar estaba cubierto de casasbajas de color grisáceo cuyosdesperfectos eran más que visibles.Todas las viviendas contaban conamplios balcones y terrazas que, porfalta de cuidado, tenían rotas lasbarandillas de piedra y maleza salvajeabriéndose paso entre las rocas delsuelo. Duna supuso que lo que antañodebieron de ser hermosos racimos deflores que se descolgaban de los

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desniveles imitando cascadasmulticolores, ahora no eran más quetallos podridos con pétalos secos ydescuidados. La muchacha sintió unnudo en el estómago al percatarse de lassemejanzas entre aquella ciudad y elreino de Belmont. Tampoco allí habíaniños.

De repente, unas campanascomenzaron a tañir no muy lejos de allíy, poco después, varios hombres ymujeres salieron de casas y callejasarrastrando los pies en dirección a ellos.

Duna se arrimó al príncipe, un tantointimidada.

—Bajad al barco y ayudad a recogerlas redes —ordenó el capitán,

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pronunciando lentamente cada sílaba.Cuando volvieron a quedarse solos,

Duna se volvió hacia él.—Están… malditos, ¿no es cierto?Emmerson sacó un pañuelo de su

casaca y se secó el sudor de la frentecon él.

—Mis hombres y yo encontramos laisla así cuando llegamos —explicó,señalando con los brazos abiertos lascasas—. No es un lugar acogedor, lo sé,pero tenemos comida y a ellos no pareceimportarles.

—¿Qué… qué sucedió con los reyesque una vez gobernaron la isla?

—Por lo que hemos logradoaveriguar, el reino de Luznal quedó

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maldito después de que su rey, Kaliópote II, lanzase su Poesía al mar enun arrebato de terror y vergüenza.

Luznal, repitió para sí Duna.—¿Y cuándo descubristeis la isla?El capitán comenzó a andar hacia el

edificio más grande que había en laplaza, delante de ellos. El príncipe yDuna le siguieron.

—Fue hace dos años. ¡Dos años!Santo Todopoderoso, cómo pasa eltiempo. En fin… Una inesperadatormenta nos sorprendió no muy lejos deaquí y las olas nos trajeron sin ningúncontrol hasta la orilla. Cuandodesembarcamos y vimos las casaspensamos que encontraríamos ayuda, un

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lugar donde dormir y reponer fuerzas…pero nos equivocamos. Nadie se percatóde nuestra repentina aparición, nisalieron a averiguar quiénes éramos.Nada. Así pues, uno de mis hombresabrió la puerta de una de las casas de unpuntapié y entramos en ella. Sé que noes el modo más educado de actuar, pero¿qué podíamos hacer? Revisamos laprimera planta y cuando fuimos a subirpor las escaleras descubrimos a suinquilino esperando de pie en el pisosuperior, observándonos en silencio ysin hacer nada por echarnos de allí. —Emmerson sonrió para sí—. Recuerdoque fui yo quien se acercó a pedirledisculpas. Le tendí la mano y esperé a

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que me devolviese el apretón. Porrespuesta, aquel viejo se dio la vuelta yregresó a su habitación. No fue hasta lamañana siguiente, después de haberrecorrido el reino entero, cuandodescubrimos que sus habitantes, al igualque el resto de la isla, estabanaquejados por la Maldición de lasMusas.

—¿Y por qué no os fuisteis? ¿Porqué decidisteis quedaros?

Habían llegado hasta el otro extremode la plaza, hasta la puerta de maderadesconchada del edificio más imponentede todos. Fue entonces cuando su guíaseñaló hacia arriba y Duna y Adháreldescubrieron las distintas esferas de

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piedra que parecían incrustadas en lasparedes de las casas.

—Por eso —respondió.—Luzalita… —dijo Duna de

repente, quedándose sin aire al advertirla multitud de fragmentos del preciado yexótico mineral en las fachadas.

—Así es. —Emmerson sacó de subolsillo un pedazo del tamaño de unberón y lo lanzó al airedespreocupadamente—. Está por toda laisla. De ahí el original nombre del reino.Hay minas enteras bajo nuestros pies.Mis hombres y yo sacamos cantidadesingentes del mineral y aún queda muchomás. Descubrimos algo mejor que eloro, ¿para qué marcharnos de aquí? ¿Os

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imagináis lo ricos que nos haríamosvendiéndola en el Continente?,pensamos. ¡Los reinos matarían porconocer nuestro secreto!

Duna recordó la deslumbrante luzque había perseguido al dragón durantela noche. Lo que en un principio habíaconfundido con bombillas eran enrealidad enormes placas de luzalita.

—Entonces, ¿es eso lo que hacéis?¿Traficar con luzalita por el Continente?—preguntó Adhárel.

—Esa era nuestra intención, pero notardamos en comprender que noteníamos nada que hacer. —Emmersonsacó una llave de su bolsillo y con ellaabrió la puerta de la gran casa—.

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Recuerdo que llenamos una galeraentera con fragmentos de luzalita detodos los tamaños. A algunos llegamosincluso a darles forma de espejo ocilíndricos, como si fueran bombillas.Por desgracia, a medio día de viaje, elbarco se hundió sin motivo aparente,llevándose al fondo del mar no solo laluzalita sino también a los marineros abordo del navío.

Empujó con tiento la puerta y esta seabrió. Tras cederles el paso, la cerró asu espalda.

La casa parecía más bien unpequeño palacio, con dos ampliasescaleras de caracol, un recibidorrepleto de majestuosos cuadros y

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grandes ventanales, una magníficalámpara con multitud de bombillas depiedra…

—Al principio pensamos que eraculpa nuestra —prosiguió—, quehabíamos sido demasiado codiciosos yque el barco había cedido bajo el pesode la carga… pero cuando la segundavez volvimos a intentarlo con la mitadde piedras y volvió a hundirse de igualforma, supimos que el mineral estaba tanmaldito como los propios habitantes delreino.

—Fascinante… —masculló Adhárelpara sí.

—¿De verdad os lo parece? —replicó el capitán, quien no parecía

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molesto por el comentario.—Nunca imaginé que la Maldición

pudiera tener tales dimensiones… Sialguna vez Bereth…

—¿También vos sois de Bereth? —preguntó interesado, guiándoles hasta loque parecía ser el salón de la casa. Unamagnífica habitación con hermosos sofáscubiertos de cojines y una chimeneaapagada en un extremo.

—Sí… —respondió Adhárel.—¡No! —intervino Duna,

dirigiéndole una significativa mirada alpríncipe—. Quiere decir que yo sí soyde Bereth, él… él no sabemos de dóndees…

Emmerson les observó unos

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instantes sorprendido. Después seencogió de hombros.

—Lo mismo da —masculló para sí—. Este es mi hogar desde quellegamos. Antaño perteneció a losgobernantes de Luznal, por lo que mishombres me lo cedieron. ¡Sophie!¡Sophie, baja! —gritó haciendo bocinacon las manos.

Unos segundos más tarde una mujerbastante mayor golpeó suavemente lapuerta del salón y entró en él. Hizo unareverencia y esperó las órdenes de suamo. Duna comprendió que era la criaday casi la compadeció. Sin embargo,mostraba tan poco interés por lo que lerodeaba y sus movimientos eran tan

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mecánicos que le hubiera dado lo mismoser dueña de la casa que cuidaba.También aquella mujer de pelo castaño,mirada ausente y ropas negras estababajo el influjo de la Maldición de lasMusas.

—Sophie, prepara té y amenízalocon alguna de esas pastas tan ricas quepreparaste el otro día.

La criada asintió con sequedad ysalió de la habitación con el mismosilencio sepulcral que había utilizado alentrar.

—Parece hipnotizada —comentóAdhárel.

—Así es cómo suele afectar laMaldición a los adultos. Un día están

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viviendo su propia vida y al siguientepodrían lanzarse de un precipicio sinhacer un solo aspaviento, sin luchar porevitarlo. A veces me pregunto si no seráese el mejor modo de enfrentarse a estavida…

—No digáis eso. —Duna seenderezó—. Si fueran conscientes desu… inconsciencia, sufriríanenormemente.

—Con todo, ¿no habéis pensado enabandonar la isla? ¿Cómo sobrevivís sino podéis comerciar con la luzalita?

El hombre negó quedamente.—Hay días que sí nos planteamos

abandonarla, pero pensadlo fríamente:¿dónde íbamos a encontrar un reino

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como este solo para nosotros? Deborecordaros que somos, como muyacertadamente nos ha definido antes lajoven, piratas, bandoleros del mar y, enmás de un caso, asesinos. Luznal no solonos sirve de hogar, sino también deguarida. Somos cuarenta convictos quehemos huido de las prisiones másdiversas a lo largo y ancho delContinente. Donde uno tiene suverdadero hogar, a otro le busca lajusticia. En esta isla todos somos libresy tenemos un sitio donde dormirtranquilos.

Sophie regresó con una bandeja demadera sobre la que reposaban trestazas de porcelana a juego con los platos

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y una jarra humeante. Debía de haberestado practicando durante meses conEmmerson para alcanzar tal nivel deautonomía. Duna recordó el modo enque los habitantes de Belmont se movíanpor las calles del reino y la poca ayudaque había recibido de ellos cuando lossoldados la perseguían. Seguramente,servir el té y traerlo hasta el salónsupondría una complicación similar.

—Muchas gracias —dijo Dunacuando la criada dejó la copa frente aella. Sophie levantó la cabeza y se laquedó mirando. De repente se leencendieron los ojos en señal dereconocimiento, abrió la boca y seolvidó de la taza que sostenía,

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inclinándola hasta derramar parte del téhirviendo.

Duna gritó y se levantó de un saltocuando el líquido se derramó sobre suspiernas.

—¡Sophie! —le recriminó su amo,apresurándose a limpiar el suelo y lamesa. De un empellón, apartó a lacriada, que no hizo nada por defenderse.

Adhárel acudió a socorrer a Duna.—No… no ha sido nada… —

aseguró—. Es solo té.—Estúpida criada —espetó

Emmerson—. ¡A este ritmo me quedarésin casa! ¡Ve a la cocina y trae un trapo!¿No me has oído? ¡Sophie, a la cocina!

Pero Sophie no se movió. Miraba a

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Duna y balbuceaba algo que no llegaba atener la consistencia de una palabra.

—Creo que intenta decir algo —observó Duna.

—¿Qué va a decir? ¡Está maldita!No ha dicho una palabra en todos estosaños, ¿por qué iba a decir ahoranada…?

—E… Ele… Elec… Ele… Elec…—Está hablando… ¡Está hablando!

—exclamó Adhárel—. Pero ¿qué dice?Duna permanecía en silencio,

mirando fijamente los labios de lamujer, intentando comprenderla,mientras esta no apartaba los ojos deDuna.

—Elec… sa… Elecsa…

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—¿Elecsa? —sugirió Duna—. ¿Aquién puede estar refiriéndose?

La criada alargó sus manos hacia lamuchacha y con dedos temblorosos lerozó la mejilla, el cabello, los labios…

—¿Hace esto con todas las visitas?—Es la primera vez que la veo

interactuar con otra persona de esemodo… —aseguró Emmerson, tanasombrado como ellos—. ¿Quizás teconozca de algo?

Duna se aparto, extrañada.—¿A mí? ¡Nunca había estado en

esta isla!Sophie siguió palpándole el rostro,

cada vez con más insistencia, al tiempoque pronunciaba el extraño nombre en

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voz más y más alta.—Elecsa… Elecsa… Elecsa,

Elecsa, Elecsa, Elecsa, Elecsa…—Ba… basta, por favor —la mujer

le estaba empezando a clavar las uñasen los carrillos.

—Elecsa, Elecsa, Elecsa…—¡Sophie! —exclamó el capitán de

repente, interrumpiendo la siniestraletanía.

La mujer se quedó lívida, bajó lasmanos, perdió la mirada en sus faldonesy dio un paso atrás.

Duna obligó a su corazón a quedejara de tamborilear tan rápido.

—Vete a la cocina y no salgas en elresto del día. ¿Me has oído? ¡Fuera!

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Con la cabeza gacha, la mujer semarchó por donde había venido y lostres se quedaron en silencio unossegundos.

—Bueno, imagino que estaréiscansados —comentó el anfitrión.

—Sí… —respondió Duna,amagando un bostezo—. Ha sido un díamuy, muy largo…

—¿No queréis comer algo antes?—La verdad es que no tengo hambre

—mintió la muchacha. Después se giróhacia el príncipe—. ¿Y tú?

—Eh… no, no, os lo agradezco,pero lo mejor será descansar.

—De acuerdo, entonces. No se hablemás.

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Se puso en pie y los otros dos lesiguieron escaleras arriba.

—Como podréis imaginar, no utilizoni la cuarta parte de esta hermosa casa,por lo que podéis escoger la habitaciónque más os guste.

Realmente se había tomado lasindicaciones al pie de la letra, pensóDuna. La farsa estaba saliendo a pedirde boca. Si la maldición hubiesefuncionado como ella le había dicho quefuncionaba, hace tiempo que Adhárel sehabría transformado en dragón otra vezde tantos cuidados que les estabaprocurando.

Por suerte no era así.—¿Qué tal esta? —preguntó el

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capitán, señalando el interior de una delas habitaciones. Era amplia y tenía lossuficientes muebles como para adivinarque alguien había dormido allí algunavez. Una gruesa capa de polvo cubríabuena parte de los mismos. La cama, enel centro, era amplia y parecíaconfortable—. Tendréis que disculpar lasuciedad, pero el resto de dormitoriosestán igual.

Duna entró con una sonrisa en elrostro.

—Es perfecta. Solo queremos echaruna cabezadita. Gracias.

Adhárel también entró y se despidióantes de cerrar la puerta.

—¡¿A qué ha venido eso?! —

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exclamó en voz baja en cuantoestuvieron solos.

—No podía decírtelo delante de él—respondió Duna, también en unsusurro. A continuación procedió aexplicarle todo lo que había sucedidocon el dragón y las mentiras que habíatenido que contar para seguir vivos.

—¿Y qué haremos cuando metransforme en dragón otra vez? ¿Cómovas a ocultarme?

—Para entonces tendremos que estarlejos de aquí.

—Eso es muy fácil de decir. —Adhárel avanzó hasta la ventana ydespués hasta la puerta—. Pero estamosa más de tres pisos de altura.

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—Calmémonos un instante. ¿Creesque se pasará el día entero vigilando lapuerta?

—Pues no, no lo creo. —Adhárelvolvió a hacer fuerza sin lograr ningúnresultado—. Nos ha encerrado.

—¡¿Qué?!Duna corrió hasta la puerta e intentó

girar el picaporte.—¡Maldita sea! —exclamó al

tiempo que propinaba un empujón a lamadera—. Tenemos que encontrar elmodo de escapar, tiene que haber otrasalida. ¡Ayúdame!

Adhárel no esperó más y se puso ahacer fuerza con ella.

En ese instante, oyeron cómo se

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cerraba la puerta de la enorme casa.Rápidamente se separaron y corrieron aasomarse por la ventana. No tardaron envislumbrar al capitán Emmersonalejándose calle abajo con las manos enlos bolsillos.

—Hijo de víbora —murmuró Duna,separándose del cristal. Miró a sualrededor y contabilizó las telas de lasque disponían.

—¿En qué estás pensando?—En descolgarnos hasta la calle.Adhárel la miró reticente.—No estoy seguro de que sea la

solución más acertada.—¿Se te ocurre algo mejor?—Echar la puerta abajo.

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Duna se rió sin ganas.—Eres fuerte, príncipe, pero no

tanto.—Barlof me enseñó hace tiempo que

muchas cosas no dependen de la fuerza,sino del lugar donde se aplica la fuerza.

La muchacha sintió un nudo en elestómago al recordar al hombretón ydespués se apartó de la trayectoria delpríncipe.

—Toda tuya.Adhárel se colocó en posición de

ataque, desentumeció los hombros y elcuello, calculó durante unos segundos elpunto exacto donde debía golpear lamadera y salió disparado hacia lapuerta.

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A cada paso, cogía más velocidad ymejor preparaba el hombro para elporrazo, pero justo cuando el brazoestaba a punto de rozar la madera,resonó un chasquido en la habitación yAdhárel comprobó angustiado cómogiraba el picaporte.

Demasiado tarde, pensó antes desentir el golpe y la puerta cediendo bajosu peso.

El príncipe rodó por el suelo demadera hasta chocar contra la barandillade la escalera. A punto estuvo de caerrodando por esta, pero, en un actoreflejo, se aferró a uno de los barrotes.

—¡Adhárel! —exclamó Duna,saliendo de la habitación como una

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exhalación. Corrió hasta él y le ayudó alevantarse—. ¡Lo conseguiste! —le dioun beso en los labios antes de reparar enque el príncipe no la estaba mirando aella, sino algo a su espalda.

Duna se dio la vuelta para descubrirque Sophie aguardaba junto a la puertade la habitación con un manojo de llavesentre los dedos.

—¿Nos ha salvado… ella?La criada dio un paso en su

dirección y con voz cortada pronunció elconocido nombre:

—Elecsa…Duna quiso acercarse y preguntarle

quién era esa mujer a la que no dejabade llamar, abrazarla y agradecerle que

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les hubiera salvado y advertirle quecuando su amo volviera la castigaría…pero Adhárel la retuvo agarrándole lamano.

—No tenemos tiempo, Duna. Puedevolver en cualquier momento.

La muchacha miró una vez más a lacriada y después corrió tras el príncipeescaleras abajo.

Una vez en la puerta principal, elpríncipe abrió una rendija y se asomó.Cuando hubo comprobado que nadiemiraba, le hizo una señal a Duna y losdos se escabulleron lejos de allí,perdiéndose entre los primeros árbolesde un bosque cercano de jaras ymatorrales secos.

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—Tendremos que cruzar al otro ladode la isla si no queremos que nosdescubran —dijo el príncipe, sin dejarde correr—. Aquí no hay suficientevegetación como para escondernos.¿Cuánto queda para el anochecer?

—No lo sé. El reloj cayó al marcuando te capturaron.

—Maldita sea…Siguieron adelante, cada vez más

sedientos y cansados, sintiendo cómo lagravilla y el polvo seco del camino seles metía en la boca, hasta queescucharon el repicar de las campanasdel pueblo.

—Saben que hemos escapado… —dijo Duna, volviendo la vista atrás.

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—¡No te pares! Hay que encontrarun escondite.

Era poco más de mediodía. La jovense sintió angustiada al comprender quetendrían que aguantar a la carreradurante doce horas más si no queríanmorir en el intento. Siguieron avanzandocon el pulso acelerado y sin demasiadasesperanzas de salir con vida de aquellaisla.

De repente, Adhárel se detuvo enseco y señaló a lo lejos.

—¡Mira! —exclamó—. Nosocultaremos allí.

El príncipe señalaba una de lasinnumerables grietas que la islapresentaba en sus precipicios y terrenos

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arcillosos. La única diferencia deaquella en particular era su desmesuradotamaño; suficientemente grande comopara que cupieran los dos con facilidad.

Se dirigieron a su nuevo destino conlos ánimos renovados y recurriendo asus últimas fuerzas. La cueva horadadaen la pared se encontraba a un par demetros sobre sus cabezas. El príncipeaupó en primer lugar a Duna hasta queesta estuvo a salvo y, a continuación,escaló la roca ayudándose de laspolvorientas raíces que asomaban amodo de asideros.

El interior de la improvisada cuevaestaba tan seco como el exterior. En unprincipio pudieron adentrarse sin

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agacharse, pero según fueron avanzando,el techo fue quedando cada vez máscerca del suelo, hasta que tuvieron queacuclillarse y apoyar la espalda en lapared.

—Estoy agotada, Adhárel —sequejó Duna mientras intentaba encenderel colgante de luzalita, único recuerdode su madre, que todavía llevaba alcuello. Cuando lo logró, el rayo de luziluminó el escondrijo con un brillotrémulo.

—Solo hemos de esperar —le dijoAdhárel—. Intenta dormir un poco, yovigilaré.

Duna le miró agradecida y no pudocontener las lágrimas.

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—¿Qué sucede? —El príncipe laacurrucó entre sus brazos.

—Ha sido… culpa mía. Yo… nodebí elegir otro rumbo… Si hubiera…

Bajó la cabeza, incapaz de terminarla frase.

—Duna, no te consiento que digaseso. —Adhárel la obligó a mirarlo y,con cariño, le secó las lágrimas que sedibujaban sobre la capa de polvo quemancillaba sus mejillas—. Soy yo el queestá maldito, quien tiene que encontrarla solución y quien debe regresar aBereth. El hecho de que me acompañesya es mucho más de lo que nunca meatrevería a pedirte… y más de lo quenadie ha hecho por mí en toda mi vida.

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No quiero verte llorar, Duna. Ya te hedicho que saldremos de esta, y mantengomi palabra.

La muchacha asintió y esbozó unasonrisa.

—Te quiero.Adhárel se acercó a la muchacha y

volvió a besarla con suavidad en loslabios. Lo hizo despacio, disfrutando decada sensación, apreciando elestremecimiento de la muchacha y elcreciente calor de sus mejillas en lapalma de sus manos. Por fin, desde quepartieron de Bereth, se olvidó deltiempo, de la carrera contra reloj y de sumaldición. Por unos instantes pudovolver a ser feliz y engañarse a sí

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mismo, creyéndose libre y a salvo.

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4Tres berones y una

flor

Kalendra y Firela aguardaron a quecayese la noche para volver a ponerseen marcha. Si bien por el día loscaminos podían resultar más seguros quedurante la noche, las dos hermanas sesentían más protegidas enterradas en lassombras y guiándose por las estrellas. Sialguien debía temer algo allí por dondecabalgaban, no eran precisamente ellas.

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El caballo de Kalendra tenía pornombre Arcán y su pelaje era tan oscurocomo el cabello de su amazona. Devigorosas patas y lustrosa crin, lamontura era casi tan conocida comoKalendra por su innegable ferocidad ymajestuoso porte. Se contaba que lamujer lo había domado con sus propiasmanos sin hacer uso de cuerdas nibozales, y que por ello tampocoutilizaba amarre alguno para viajarsobre él.

El caso de Firela era bien distinto.La segunda hermana acostumbraba amontar yeguas, pues decía que nisiquiera en el trato con animales queríatener a un macho cerca. Su montura se

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llamaba Zoya, en honor a la leyenda dela hermosa princesa Zoyana, quienasesinó a todos los pretendientes que supadre le presentó hasta que el hombre sedio por vencido y permitió quepermaneciera soltera hasta el día de sumuerte. Zoya era de color claro, y en elcuello y el hocico se percibían unasmanchas parduscas que crecían hastarodear los ojos como si de un antifaz setratase. Era hermosa a su manera,respondía Firela cuando su hermana lepreguntaba si no sería más convenientepara su honorable oficio montar unejemplar más amenazador. Y además,añadía, en alguna que otra ocasión habíamostrado sentir tan poco respeto por los

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hombres como ella misma.Salieron del espeso bosque y

continuaron cabalgando en dirección sur.Lo primero que harían, decidieron trashablar con Drólserof, sería investigarpor las inmediaciones de Berethintentando averiguar hacia dónde habíanpartido sus víctimas y cuál era sudestino. A primera vista, la empresaparecía casi imposible, pero tirando delos hilos oportunos, terminaríanllevándola a cabo.

La conversación con aquel extrañoen la Posada del Sauces la había dejadoun tanto desconcertada. A pesar dellevar más de ocho años en el negocio,Kalendra jamás se había encontrado en

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la delicada situación de asesinar a unpríncipe y futuro rey. No es que sintieraremordimientos, ni mucho menos. Hacíatiempo que había olvidado qué era eso,pero le preocupaban las represalias sillegase a descubrirse su autoría. Tantoella como su hermana se habían hechorespetar, pero también se habían dado aconocer más de lo recomendado por sulabor como sicarias bajo elsobrenombre de las Asesinas del Humo.Por desgracia, una cosa iba de la manode la otra, y si querían que lascontratasen, tenían que dejarse ver ydemostrar sus habilidades al tiempo quela recompensa por sus cabezas iba enaumento.

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Aunque, si seguían libres después detantos crímenes cometidos, ¿por qué ibaa cambiar nada con esta nueva misión?Lo que más le preocupaba era el hechode que su cliente les hubiera pedido lamuerte del príncipe y no la de suacompañante. ¿Quién era en realidadaquel chico? ¿Por qué les había pedidoactuar con tanta premura? De no habersido por la bolsa de berones que habíanrecibido junto a la carta de presentaciónvarios días atrás, las hermanas nisiquiera habrían asistido a la cita. Peroel mero hecho de que junto al sobrelacrado tintinease buena parte de larecompensa alejó sus dudas y cruzaronmedio Continente para reunirse en mitad

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del bosque con el anodino cliente.La medianoche las cogió en las

inmediaciones del reino de Bereth. Nose adentrarían más de lo necesario; noeran tan temerarias. Sus rostrosretratados en pergaminos decoraban loscalabozos y prisiones de buena parte delos reinos del Continente. No, su primerpaso no requería atravesar las murallasdel floreciente reino, sino simplementeacercarse a ellas en el momento precisoy por el portón adecuado.

Como bien creían, cualquier soldadoque se preciase debía reconocer a losasesinos y malhechores que copaban

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buena parte de los crímenes y queseguían campando a sus anchas por elContinente. Este era el caso de MariusPath, también llamado Mirilla, y que seencargaba de vigilar una de las entradasal reino desde el altercado con Belmont.Él, al igual que muchos otros jóvenes, sehabía alistado en la Guardia Real tras elinesperado ataque perpetrado por el reyTeodragos con ayuda del príncipeDimitri. Huérfano de madre e hijo de unviejo herrero, Marius había optado porservir a su reino a cambio de un buenpuñado de berones y una ración diariade comida en lugar de seguir los pasosde su progenitor.

Con todo, aquel salario no le parecía

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suficiente al joven Marius y desde suprimer día como soldado de la GuardiaReal había descubierto una manera pocoortodoxa de hacerse un poco más ricoque el resto de sus compañeros. Enpocas palabras: Marius Path vendíainformación a todo aquel que pudieraestar interesado en saber lo que ocurríaa ambos lados de la muralla. Y si enalgún momento no contaba con lainformación requerida, no se lo pensabados veces antes de ponerse a mentircomo un bellaco. Un par de engañosbien hilados, pensaba, siempre veníanmejor que dos berones fuera de subolsillo.

Marius se encontraba rumiando las

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posibilidades que le ofrecía suprometedor futuro cuando escuchó eltrote de los caballos en la lejanía. Sepuso firme, tomó con una mano labombilla que llevaba siempre en elbolsillo y, a continuación, la frotó yaguardó a que las figuras sematerializasen.

Aquella noche le había tocado hacerturno solo. La puerta que vigilaba, la deloeste, era la menos transitada tanto dedía como de noche. Así pues, Mariushizo acopio del escaso valor que corríapor sus venas y desentumeció los brazosdispuesto a enfrentarse a quienquieraque se atreviese a rondar la muralla ahoras tan intempestivas.

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—¿Quién va? —preguntó con menosseguridad de la que le hubiera gustadocuando las sombras de dos amazonas seaproximaron al galope hacia él. Porsupuesto, sabía que no le habían oído,pero tampoco estaba del todoconvencido de que aquella fuera suintención.

Su posición, sobre la muralla depiedra, protegido por un montículo depiedra con un pequeño agujero a modode mirilla, le permitía observar losacontecimientos a cubierto.

Las recién llegadas se detuvieron alas puertas del formidable muro yaguardaron. El chico sabía cuál debíaser su siguiente paso: dar el aviso al

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resto de guardianes de que alguienquería entrar en el reino, para queestuvieran preparados en caso de quefuera alguien peligroso. Sin embargo,Marius frotó con suavidad la bombillahasta hacerla palidecer casi del todo yse deslizó por la escalera de maderahasta la parte baja del muro. Conocía aaquellas dos mujeres.

Mirilla corrió un ventanuco que seencontraba a media altura del portón altiempo que Kalendra descendía de sumontura.

—¡Cuánto tiempo hace que no osveía por aquí! —comentó el chico,repeinándose los mechones de pelo consaliva—. Pensé, no sé, que os habían

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cazado.Kalendra sonrió despectiva.—Veo que sigues vivo, por lo qe

imagino que nadie habrá vuelto aintentar atacar el reino.

Marius soltó una amarga carcajada.Le encantaban esos juegos previos alintercambio.

—¿Quién os ha dicho que no hayaacabado yo solo con todos losenemigos? ¿Acaso me creéis tan débil?

Esta vez fue la mujer quien se echó areír.

—Bueno, no soy yo quien se ocultatras una puerta de roble.

—Pura rutina.—Pura cobardía, querido —le

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replicó.Marius Path sintió que se sonrojaba,

humillado. Siempre sucedía lo mismocon aquella mujer y, a pesar de ello, eljoven no podía evitar seguirle el juego.Eran pocos los momentos que tenía parahablar con ella, pero intentaba que sealargasen tanto como era posible.

La primera noche que las Asesinasdel Humo se presentaron antes su puertacreyó que iban a terminar con su vida.Era su tercera noche de guardia y apunto estuvo de dar la alarma paraavisar al resto de la Guardia Real. Sinembargo, Marius hizo entonces algo muydistinto: bajó hasta el mismo ventanucoen el que se encontraba en ese momento

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y entabló su primera conversación conKalendra. Desde entonces, el jovenguardia y la exótica asesina habíancompartido más que respetuosos saludosentre desconocidos.

Mientras que Marius se habíarevelado como una excelente mina deinformación limpia, fiable y directasobre todo lo que ocurría entre losmuros de Bereth, la mujer había pasadoa convertirse en la clienta más generosade cuantos requerían de sus servicios.

—¿Alguna novedad? —preguntóKalendra, cambiando el peso de unapierna a la otra.

—Eso depende de las novedades alas que os refiráis, señora. Se han

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producido muertes y nacimientos,migraciones, asaltos y festejos. Creo queincluso ha tenido lugar algún que otroasesinato, aunque no estoy del todoseguro. ¿Era eso lo que preguntabais?

—Más o menos —respondió ella,acercándose al postigo. Marius intentócontrolar el ritmo de su respiración; nopodía mostrarse agitado ni alterado.Estaba por encima de aquello.

—¿Qué queréis saber exactamente,Kalendra? —Pocas veces pronunciabasu nombre, pero cuando lo hacía lalengua le sabía a miel y sangre.

—¿Dónde está el príncipe AdhárelForestgreen, mi querido Marius?¿Alguien conoce su paradero o hacia

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dónde se dirigía?¿El príncipe?, meditó para sí el

soldado. Aquello eran palabrasmayores. Si algo le ocurría al príncipe yrelacionaban el accidente con sufraudulento negocio en el mejor de loscasos podía terminar ahorcado en laplaza del reino.

Por otro lado…—Sé lo que sabe todo el mundo.

Partió en algún momento indeterminadohace ya varias semanas y lo hizo sin quenadie le viera.

—¿Pero…? —A Kalendra nunca lefallaba el olfato.

—Pero da la casualidad de que unpelotón de la Guardia lo vio una mañana

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atravesando la linde del bosque deBereth, a pocas leguas de aquí.

—¿La linde, dices? —Mirilla sonriópara sí. Le había impresionado. Con unpoco de suerte, charlarían de algo másque de negocios en su próxima visita.

—Uno de los soldados me comentóque cogieron el camino del sur, peroclaro, ¿qué valor tiene eso? Puedenhaber dado la vuelta y continuado haciael este o hacia el norte y nosotros no losabríamos. Pero decidme, ¿a qué vieneeste repentino interés por la realeza?Creí que para vuestro trabajo lo mejorera mantenerse bien alejado de ella.

Kalendra salvó el último metro quela separaba del portón y miró con

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picardía al joven. Después se apartó deun golpe el pelo y dejó a la vista suhermoso cuello.

—Ya conoces el trato, querido: yono preguntó en qué inviertes el dineroque te pago y tú no me preguntas sobreel uso que hago de la información queamablemente me ofreces.

—Es lo justo —replicó Mirilla,embelesado ante la sensual visión.

—Ahora debo marcharme, no sinantes pagarte por tus servicios, claroestá. —Con más movimientos de losnecesarios, la mujer se metió los dedosen el escote y de allí sacó tres beronesque tintinearon entre sí. Después seacercó al agujero en la madera y lenta,

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muy lentamente, fue dejándolos caer alotro lado. Marius permaneció enabsoluto silencio, tan solo recordandono dejar de respirar.

—Bueno, querido —dijo entonces lamujer, rompiendo el hechizo—. Deboirme. Siento que mi hermana empieza aimpacientarse. Ha sido muy productivanuestra charla.

La joven hizo ademán de dar mediavuelta pero el guarda la agarró por elbrazo. La primera reacción de la mujerfue la de volverse y mirarle con rabia,pero al instante la mueca fue remplazadapor una de fingida ternura.

—No quiero que os vayáis sinllevaros algún recuerdo —dijo

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atropelladamente el muchacho—. No esmás que una flor, pero estoy seguro deque hará más llevadera la espera hastanuestro próximo encuentro.

Kalendra se llevó la mano al pecho,emocionada, y después tomó la rosa queel muchacho le tendía.

—Sois todo un caballero, miguardián. —Besó suavemente lospétalos—. Ahora debo partir.

Y esta vez sí se alejó a grandeszancadas de la muralla y subió a Arcánde un salto. Marius Path aguardó unosinstantes hasta que las figuras de las dosamazonas se confundieron con la noche.

Volvería, se dijo, y entonces lepediría que se casara con él.

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Kalendra aspiró el dulce aroma dela rosa una vez más antes de tirarla alsuelo para que el caballo la pisotease.

—Me repugna oír de tu bocasemejantes necedades —comentó Firela,huraña.

—Vamos, Fira, solo es unapantomima. Ya sabes lo mucho que mehubiera gustado ser actriz.

—Sigo pensando que acabaríamosantes si te ciñeses al interrogatorio.

—Ya lo hemos hablado antes. Alprincipio funcionaría, pero tarde otemprano terminaría dando la alerta. EseMarius es demasiado idiota para

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atreverse a traicionar a la mujer queama.

Firela bufó sarcástica.—«Que tanto ama» —repitió—.

Aguarda que no le encuentre un díamerodeando por los alrededores. Yavería ese niñato lo que es que te ame deverdad una asesina del humo.

Kalendra rió con ganas.—¿Acaso estás celosa?—¡Desde luego que no! ¿Por quién

me tomas? —Calló unos segundos ydespués añadió—: La forma en que temira ese muchacho… Bueno, ¡todos loshombres con los que nos cruzamos, enrealidad! Me da nauseas. ¿Es que no loves? Crees que juegas con ellos, pero

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son ellos los que se creen con poderpara manejarnos gracias a actitudescomo la tuya.

—Ya estamos otra vez con la mismacharla de siempre —masculló Kalendrapara sí.

—Así es, ¡y seguiré con ella hastaque dejes de comportarte como unafulana!

La mujer detuvo a su caballo en secotirando de las crines y provocando unrelincho.

—No te consiento que me llames eso—le advirtió Kalendra con voz enérgicay sin un ápice de la jovialidad que habíatenido hasta entonces—. ¿Me hasentendido? Jamás.

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Firela tragó saliva y asintió un parde veces. A pesar de que eran gemelas,Kalendra siempre había actuado como lahermana mayor.

—Lo… lo siento, Kendra. Ya sabesque a veces no sé lo que digo.

—No, no lo sabes. Ahora mantenteen silencio hasta que vuelva ainteresarme lo que tengas que decir.

Kalendra espoleó su montura con lasbotas hasta perderse entre los árbolesdel bosque de Bereth mientras suhermana la seguía con la cabeza gachaunos metros por detrás.

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5Manser y Alda

Duna no supo qué la despertó primero,si el gélido viento y los amenazadoresladridos de perro que traía consigo hastala cueva o los repentinos gemidos dedolor de Adhárel. Lo que sí supo fue quelo segundo era mucho más urgente que loprimero.

—Adhárel…El príncipe rodó por el suelo y soltó

un gruñido de dolor.

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—Maldita sea, nos hemos quedadodormidos. Rápido, intenta desvestirte,vamos… —le apremió la chica,quitándole con dificultad la camisa—.Tenemos que salir o la montaña enterase nos caerá encima. Vamos, Adhárel.

—Aggghhh…En el preciso instante en el que Duna

conseguía quitarle los pantalones, eljoven se revolvió con un bramido.

De repente, una luz apareció en laentrada de la cueva.

La muchacha no tuvo tiempo parapensar. Las paredes comenzaron adesquebrajarse estrepitosamente a sualrededor mientras el dragón rugía cadavez con más fuerza y de manera más

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amenazadora. Duna no esperó más yechó a correr hacia el exterior,esquivando los pedazos de tierra y rocaque caían a su alrededor.

—¡Están aquí! —gritó una voz dehombre unos metros por delante de ella,pero antes de que pudiera identificarla,la garra del dragón la cogió en volandasy la arrastró a gran velocidad hasta elexterior al tiempo que los cuernos deAdhárel rasgaban y destrozaban lasparedes arcillosas de la cueva,levantando una espesa nube de polvo.

—¡El dragón! —exclamó Emmerson,aterrado y emocionado al mismo tiempocuando comprendió qué sucedía—. ¡Noos quedéis ahí quietos!

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—¡Adhárel, los piratas! —el gritode Duna se fundió con el feroz rugido dela criatura. Antes de que ninguno de losmarineros pudiera cumplir las órdenesde su capitán, el dragón escupió unabocanada de fuego que aterrorizó a loscuarenta hombres que les esperaban.

Adharél salió del agujero rugiendoimponente mientras dirigía una peligrosamirada al capitán Emmerson, quepermanecía tirado en el suelo gritandode dolor por las quemaduras que habíasufrido.

—¡No escaparéis! ¡Os mataré! ¡Lojuro!

El dragón dio un pequeño salto yaterrizó sobre la desmesurada ballesta

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que habían traído los ladrones. Elcapitán quedó allí, tendido sobre la fríaarena, gimiendo lastimosamente.

Duna le dirigió una mirada antes deque el dragón comenzara a batir alashasta elevarse en el cielo y perderse enlontananza para emprender de nuevo ellargo e incierto viaje.

Los siete días que les llevó llegarhasta la orilla sur del Continente sedesarrollaron con tranquilidad ymonotonía. Una dulce monotonía quenada tenía que ver con losacontecimientos vividos hasta entonces.En silencio y sin dirigirse a nadie en

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particular, Duna agradeció poder cerrarlos ojos aunque fuera encerrada en lagarra del dragón y descansar tranquilade nuevo.

Minutos antes del séptimo amanecer,Adhárel descendió hasta la rocosa costa,donde dejó con cuidado a Duna antes derecuperar su aspecto humano. Allíbuscaron algo de comida y un riachuelopara calmar su sed mientras meditabanacerca de las indicaciones de la viejaCloto. Tan solo debían encontrar unreino donde estuviera a punto deproducirse un relevo en la corona.

—Como si fuera tan fácil —masculló la muchacha cuando elpríncipe le comentó aquello.

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Pues, ciertamente, no lo era enabsoluto. No abundaban los reinos en elContinente, y menos aún uno sumido enun proceso de cambio de reinado. Sinembargo, en aquella ocasión la suerteestuvo de su parte y no tardaron entropezar con los reinos de Manser yAlda.

La historia de estos dos recónditoslugares, olvidados por el resto delContinente y arrinconados al sur delmismo, tenía su origen cientos de añosatrás, cuando los primeros hombresllegaron a aquellas tierras.

El pequeño riachuelo que Duna yAdharél habían advertido al comienzode su andadura había tomado una

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envergadura considerable, casicomparable a los torrentes que muchasveces se formaban en las escarpadasmontañas del norte. El río se encontrabaentre los dos reinos y por ello lo habíanbautizado con el nombre de Frontera.

Más de treinta generaciones dealdenienses y manseraldinos habíanluchado y regado las aguas con su sangredefendiendo la corriente que tanto unoscomo otros creían suya. Hubo periodosde paz en los cuales los monarcasreinantes intentaron establecer lazosamistosos y un puente entre los dosreinos, pero hasta entonces esosacuerdos nunca habían duradodemasiado tiempo.

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El príncipe Baudelor tenía treceaños, una ligera bizquera en el ojoderecho y estaba un tanto rellenito, algoque a él parecía traerle sin cuidado. Yafuera porque su padre, tras morir lareina al dar a luz, se había encargado deeducarle sin mucho entusiasmo, oporque todos los sirvientes le consentíanhasta el último deseo, Baudelor habíaterminado convirtiéndose en unmaleducado dictador adolescente condemasiados pájaros en la cabeza yningún interés en sus obligaciones.Desde pequeño había disfrutado de lacomodidad que el poder y la riqueza leofrecían y hasta entonces jamás habíatenido que plantearse qué haría cuando

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reinara.Hasta entonces.Por desgracia para el reino de

Manser, y en especial para el jovenpríncipe, el aciago día llegó muchoantes de lo esperado. Una mañana,durante una cacería por los bosquescercanos, el rey Odesias sufrió unterrible accidente cuando, ballesta enristre, su caballo tropezó con un troncocaído, salió volando por los aires y suarma se disparó de repente clavándolela flecha homicida en el corazón.

Fue una muerte tan trágica comoabsurda, pero el resultado fue el mismo:Manser perdió a su rey, y el jovenBaudelor, a su padre y protector. Y

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como las desgracias nunca vienen solas,el joven príncipe tuvo que verse en latesitura de encontrar una princesa con laque casarse para que el apellido real nose perdiera en las brumas del tiempo.

Llegar a esta conclusión les llevó alos consejeros reales más tiempo delesperado puesto que el príncipeBaudelor se mostraba reacio a compartirsus riquezas con otra persona, y más conuna desconocida. Pero tras mostrarle lospros y olvidarse de algunos contras, elmuchacho terminó aceptando recibir alas princesas de los reinos colindantespara elegir a una de ellas como esposa.Con todo, el único reino que estaba losuficientemente cerca como para que

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alguna princesa quisiera acercarse arecibir el visto bueno era el de Alda. Yes que, si bien los reinos eran más biendesconocidos para el resto delContinente, el carácter opresor y groserode su príncipe Baudelor no lo era tanto.

La princesa Thalisa, por su parte,estaba maldita. O al menos eso era loque creían ella y hasta el últimomendigo del reino de Alda. Todos lospretendientes que había tenido hastaentonces habían muerto en lascircunstancias más diversas: uno deellos, el hijo de un reconocido yadinerado noble, fue atacado por unajauría de lobos en pleno viaje para darla buena nueva a su anciana abuela, que

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vivía a las afueras del reino. Otro,cuando se encontraba rindiéndolepleitesía a la hermosa princesa bajo suventana, indiferente a la tormenta quedescargaba sobre el reino, fue alcanzadopor un rayo que no dejó de él más que unmontón de cenizas y un olor penetrantedurante varios días. El tercero,simplemente, fue incapaz de superar unsimple catarro.

A sus catorce años, la princesaThalisa había dejado de creer en elamor y se había hecho a la idea de quepasaría el resto de su vida sola. Porello, cuando recibió la misivaproveniente del reino de Manser, sujúbilo no tuvo medida. Sí, la fama del

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príncipe Baudelor le precedía, perotambién a Thalisa, la princesa maldita,y, aun así, el joven se había dignado aofrecerle una oportunidad.

Así pues, una semana más tarde,bajo la atenta mirada de los aldeniensesy los manseraldinos, se levantó unestrecho puente por el que la princesacruzó para reunirse con Baudelor. Lareunión fue breve pero intensa. Enmenos de dos horas, entre té y pastas,los dos jóvenes descubrieron que, apesar de sus marcadas diferencias,tenían mucho en común y que no seríadifícil convivir juntos. Él pensaba queuna mujer tan preocupada por caer biena los hombres haría cuanto se le pidiese,

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mientras que ella le daba la razón sinpronunciar palabra. Para cuando se hizode noche, los dos habían tomado unadecisión: pasarían el resto de su vidajuntos y pondrían fin a las rencillas entrelos reinos, fundiéndolos en uno solo quellevaría desde entonces el nombre deManseralda.

Duna y Adhárel llegaron al reciénfundado reino precisamente la tarde enque iba a tener lugar la boda y lacoronación oficial del príncipeBaudelor. Las calles enteras estabandecoradas con banderines y lazos rojos;de las fachadas de los hogares colgabanpergaminos que invitaban a todos aacercarse al convite que tendría lugar en

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el mismísimo centro del río, dondehabían instalado una enorme plataformaque cruzaba de orilla a orilla; habíamúsica por doquier y los bufones yjuglares se paseaban recitando poemas yentonando canciones sobre la inminenteunión. Tras detenerse en una sastrería acomprar ropa nueva para Adhárel conlos pocos berones que les quedaban, semezclaron con los aldeanos quefestejaban con alegría el enlace.

—No podríamos haber llegado enmejor momento —comentó Adhárel,acomodándose el chaleco nuevo.

—Debemos estar atentos. MaeseKastar no puede andar muy lejos.

—¿No se habrá ido ya? Ten en

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cuenta que el príncipe será coronadohoy, por lo que la Poesía ya deberíaestar escrita desde anoche…

—Puede que se haya quedado a lafiesta —replicó ella.

La calle por la que avanzaban sebifurcaba unos metros más adelante endos caminos: uno de ellos llevaba alcentro de la antigua Manser, el otro,hasta el río.

En el poco tiempo que llevaban allíhabían conseguido enterarse de que loscónyuges vivirían el resto del año en elpalacio de Alda y que más adelante setrasladarían al de Manser. La ceremoniatendría lugar en el primero.

—No creo que sea buena idea que

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nos presentemos a la boda —dijo elpríncipe—. Al menos yo.

—Piensa en lo divertido que seríapara los invitados que un hermosodragón plateado apareciese de la nadaen plena coronación…

Adhárel bufó distraído.—A veces creo que estás loca.Duna le agarró del brazo y se aupó

un instante para darle un beso.—Lo que estoy es contenta.

Presiento que estamos muy cerca de darcon la solución y de poder regresar aBereth.

—Creí que tu sueño era conocermundo…

—¡Y lo sigue siendo! Pero mejor si

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no es a contrarreloj y pendiente de quenos dé la medianoche en un lugarhabitado.

Se habían dirigido al río. Echaríanun vistazo por los alrededores y despuésbuscarían un lugar en el bosque paraocultar al dragón.

—En ese caso me quedaré contigohasta que amanezca —comentó Duna—.Estaré atenta por si veo algosospechoso.

La música surgió en todo suesplendor al girar la última esquina delreino y encontrarse en la cima de unasuave ladera bajo la cual se podíadistinguir el ancho río Frontera y lainmensa plataforma de madera que lo

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cruzaba de una orilla a la otra.Los aldeanos bailaban, comían y

reían al son de la música, haciendo quelas tablas se bamboleasen con suavidada unos metros sobre la superficie delagua.

Duna y Adhárel bajaron la colina sindejar de mirar a todos lados en buscadel Maese hasta llegar a la plataforma.Con algo de inseguridad, los dosjóvenes subieron a la misma y sepasearon entre los invitados conteniendolas ganas de olvidarse de su misión yponerse a danzar y a disfrutar de losmanjares que allí se servían. Al cabo deun rato, y sin haber logrado nada, Dunase sentó al borde de la plataforma

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mientras Adhárel iba en busca de algode comida.

En los escasos minutos que Dunaestuvo sola, se dio cuenta de lo muchoque echaba de menos su hogar. De vezen cuando le asaltaban los recuerdos yla añoranza se hacía más intensa.¡Cuánto le hubiera gustado poder hablarcon Aya en ese momento y contarle todasu aventura en Luznal! O describirle aCinthia qué se sentía al volar cada nocheen un dragón, o bromear con Sírgericmientras descansaban después decomer…

—¿Duna, te encuentras bien?La voz de Adhárel le hizo perder el

hilo de sus pensamientos. No se había

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dado cuenta de que estaba llorando. Sesecó las lágrimas a toda prisa e intentósonreír.

—No te preocupes, estoy bien. Soloes… Solo… —¿A qué venía aquelcambio de humor? Unos instantes antesestaba pletórica y ahora…— Solo estoycansada.

—Yo también echo de menos Bereth—dijo él, adivinando el verdaderomotivo de sus lágrimas—. Pero prontoregresaremos. Ya lo verás.

Adhárel se sentó a su lado y letendió un plato de madera repleto decomida.

—Come algo antes de que enfermes.Allí sentados, con la música a su

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espalda y el cauce del río frente a ellos,el sol fue descendiendo hasta que sehizo de noche. Duna se encontraba entrelos brazos de Adhárel, apoyada sobre supecho, observando las estrellasreflejadas en la corriente.

—Ojalá pudiéramos quedarnos asítoda la noche —dijo en voz muy baja,deseando que con solo pronunciaraquellas palabras pudiera romperse elhechizo—. Una noche nada más.

—Jamás me conformaría con pasaruna sola noche a tu lado —respondióAdhárel—. Necesito estar toda la vida.

La muchacha levantó los ojos paraobservarle y después le dio un beso.

En ese momento, el primer fuego

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artificial estalló en los aires iluminandoel cielo con vivos colores. En elextremo opuesto de la plataforma, varioshombres trajinaban con barriles llenosde pólvora con la que rellenaban losrudimentarios cohetes antes de lanzarlosal cielo.

—¡¡Larga vida al rey y a la reina!!—comenzaron a gritar los aldeanosmientras aplaudían—. ¡¡Viva losnovios!!

El príncipe se puso de pie y ayudó aDuna a levantarse.

—Será mejor que nos marchemos, lamedianoche debe estar cerca y aquí noparece que podamos hacer nada más.

Dejaron atrás la improvisada pista

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de baile y se escabulleron entre losárboles cercanos, lejos del bullicio ydel camino que llevaba al otro reino.Allí aguardaron sentados sobre un árbolcaído hasta que comenzaron losconocidos estertores.

La transformación fue tan repentinacomo las otras veces, pero por suerte lohabían previsto y para entonces Adhárelse había desnudado por completo;romper los pantalones, la camisa y elchaleco recién comprados habría sidouna verdadera lástima.

Duna palmeó al dragón en el cuelloy después le azuzó para que se marchasea comer algo. La noche anterior no habíaprobado bocado por culpa de los piratas

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y lo poco que había tomado Adháreldurante la fiesta no debía de sersuficiente para una criatura de esaenvergadura.

Una vez sola, la muchacha sedispuso a contar el dinero que lesquedaba para el resto del viaje. Habíansalido de Bereth con una buena cantidadde berones, pero para entonces, labolsita que llevaba anudada al vestido ypegada a la cintura pesabaconsiderablemente menos. No habíancontado con tener que comprar toda laropa nueva.

—Malditos piratas —masculló parasí, guardando de nuevo las brillantesmonedas en la bolsita.

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Estaba atándosela de nuevo a lacintura cuando oyó cómo se agitabanunas ramas.

—¿Adhárel?Se puso en pie rápidamente y agarró

un palo caído con ambas manos.—¿Quién anda ahí?De nuevo oyó unas pisadas, pero

esta vez algo más lejos de su posición.Sin pensárselo dos veces, Duna se

alejó del tronco caído en busca de quienestuviera espiándola. Si se encontrabaen peligro, el dragón llegaría antes deque su atacante pudiera hacerle nada…O al menos eso quería creer.

Atravesó buena parte del bosquesiguiendo el crujir del follaje,

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consciente de que se dirigía a la linde.Como había supuesto, unos minutosdespués se encontró observando el reinode Manseralda bajo la luz de la luna. Elrío, como una cinta plateada, seperfilaba a lo lejos y sobre su superficieuna sombra oscura avanzaba con pasoseguro hacia allí.

Tal vez debería haber esperado aldragón, o haberse quedado en suposición, pero quizás se tratase deMaese Kastar y no podía dejarleescapar.

Salió de entre los árboles a todaprisa sin soltar la rama que había cogidopara defenderse y bajó la ladera tras él.¿Qué le diría cuando le tuviera delante?

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Más aún, ¿qué pasaría si en realidad noera el Maese y estuviera siguiendo aotra persona? ¿Y si fuera peligrosa?¿Podría llegar Adhárel a tiempo pararescatarla?

Duna se quitó las dudas de la cabezay corrió con más brío. Si sucedía algo,se defendería sola. No podía contarsiempre con que su príncipe… o sudragón, en cualquier caso, estuvieranallí para resolverle los problemas.

La oscura figura había llegado hastala plataforma del río, donde se detuvo.Duna aprovechó el momento pararecortar distancias. No podía distinguirqué estaba haciendo el hombre en esemomento, pero no tardó en descubrirlo.

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Justo cuando Duna se disponía agritarle que se volviera, la figura lohizo. La muchacha pudo observar, apesar de la escasa luz, que se trataba deun hombre joven, vestido de negro depies a cabeza, y cuyos dientes relucíanenigmáticamente en una media sonrisa.Aquel no era Maese Kastar. Eldesconocido huyó de allí tan rápidocomo pudo bajo la estupefacta miradade la muchacha.

De pronto, la plataforma de maderacomenzó a arder con violencia.

—Santo Todopoderoso —dijo Dunapara sí al comprender qué sucedería acontinuación.

Había echado a correr de vuelta al

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bosque cuando toda la madera estallópor los aires en una ensordecedoraexplosión que hizo retumbar el suelobajo sus pies. La onda expansiva lanzó aDuna al suelo. El rugido del dragón nose hizo esperar.

Antes de quedarse inconsciente, lamuchacha sintió que la criatura larecogía entre sus garras y salían de allívolando de regreso a la protección delos árboles mientras las explosiones sesucedían a su espalda, tiñendo de colorsangre la noche, el río y el reino deManseralda.

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6Trampas

Acaso fueron las campanadas a lo lejos,o los suaves rayos de luz que sefiltraban entre el follaje, o tal vez elpresentimiento de que algo malo habíasucedido lo que hizo que Dunadespertase sobresaltada.

Adhárel se encontraba a su lado,rodeándola con un brazo y tan dormidocomo desnudo. Duna se fijó en que suvestido había sufrido numerosos

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desgarrones durante la explosión ycomprendió lo cerca que había estadode morir. Si se hubiera encontrado unpoco más cerca del río, o si no hubierareaccionado a tiempo, estaba segura deque no habría sobrevivido para contarlo.

Zarandeó con suavidad al príncipepara que este despertara. Cuando abriólos ojos, Duna le acercó la ropa y lecontó lo que había sucedido mientras sevestía.

—¿Crees que ha sido un ataquedesde dentro? —preguntó Adhárel,abrochándose el chaleco.

—De lo que estoy segura es de queno fue Maese Kastar quien hizo estallarel puente por los aires. Al menos el tipo

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que yo vi no se parecía en nada alhombre que describiste. —Duna tragósaliva cuando las campanas volvieron arepicar—. Conozco esa señal, Adhárel.

—Yo también la conozco —respondió él—. Será mejor que vayamosa ver quién es la víctima.

Algunos aldeanos habíanimprovisado un inestable puente quepermitía cruzar el río a los interesados.Sin embargo, muchos de los que en esemomento estaban reunidos en las orillasno ayudaban en la labor, sino que segritaban y se maldecían los unos a losotros.

—¡Habéis matado a nuestro rey! —gritaban los que estaban en la orilla de

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la antigua Manser—. ¡Vuestra reina estámaldita! ¡Lleváosla de aquí!

Duna y Adhárel se miraronperplejos. ¿El rey Baudelor habíamuerto? ¿Sin ni siquiera había reinadoun solo día?

Sin hacer caso de los insultos y delas recomendaciones de no acercase alpalacio embrujado y emponzoñado porla princesa Thalisa, cruzaron eltambaleante puente con la intención dereunirse con ella.

—¿Y qué le dirás? —preguntó Duna,subiendo la verde pradera en direccióna las primeras casas—. ¿Que tú tambiénestás maldito? No sabemos si esinocente. ¿Y si ha matado ella misma a

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su marido? Tendría sentido: de la nochea la mañana se ha convertido en lasoberana de dos reinos, cuando hastaayer solo lo era de uno.

—Puede que tengas razón, aunque nolo creo —replicó Adhárel—. Lo quequiero es darle el pésame en nombre deBereth e infundirle fuerzas. Estoy segurode que está más aterrada de lo que nadiepuede imaginar. Solo tiene catorce años.

Y es que en una tarde habíanconseguido enterarse de qué edad teníanlos reyes, cómo los veían sus súbditos,qué secretos ocultaban, el motivo por elque apodaban a la princesa «lamaldita»… De todo menos el paraderode Maese Kastar.

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En un principio no hicieron caso delos rumores relacionados con la malasuerte de la princesa, pero mientrassubían la empinada calle adoquinada endirección al palacio de Manser, Duna secuestionó cuánto de rumor y cuánto deverdad tenían las habladurías.

Aquel palacio era bastante máspequeño que el de Bereth, pero eratambién muy hermoso. Dedujo que sinduda al menos un sentomentalista habíaintervenido en su creación.

A las puertas había un enormerevuelo de aldeanos que querían entrar atoda costa a llorar el cuerpo de su rey.Los soldados, armados hasta los dientesy cubiertos de relucientes armaduras no

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daban a basto con todos los que sehabían congregado.

—¡He dicho que os alejéis! —gritaba uno de ellos, intentado dispersarel gentío.

—¡No nos iremos hasta que esabruja pague por sus pecados! —exclamóuna mujer.

—¡Eso! ¡Eso! ¡Muerte a la maldita!—Este es nuestro último aviso —

advirtió otro soldado—. Si no osmarcháis, tomaremos medidas drásticas.

De un empellón, consiguió tirar alsuelo a un hombre y todos sereagruparon alzando sus lanzas.

Duna y Adhárel se apartaron de losaldeanos mientras retrocedían

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fulminando con la mirada a los guardiasy soltando un improperio tras otro.

Cuando el camino se hubodespejado, el príncipe avanzó hasta allí.Los soldados lo estudiaron unosinstantes antes de ordenarle que semarchase.

—Soy Adhárel Forestgreen, príncipede Bereth. Os ruego me permitáis hablarcon la princesa Thalisa.

—Reina Thalisa, querréis decir —lecorrigió uno de ellos.

—¿De qué queréis hablar con ella?—Quisiera darle el pésame en

nombre de mi reino —replicó Adhárel,con semblante serio.

Los soldados se miraron en silencio.

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—Aguardad aquí, iré a informar a sumajestad. Es posible que no se encuentreen disposición de recibir a nadie.

Permanecieron allí durante lossiguientes minutos en absoluto silencio,observando los relieves de la hermosapuerta del palacio. Poco después, elsoldado regresó para informarles de quela princesa los esperaba en la sala deltrono.

—Seguidme, por favor.Duna sonrió para sus adentros al

escuchar las últimas palabras. Lo quehace tener título. Si hubieran sidopueblerinos disfrazados con intención dematar a la reina, aquel guardia les habríadado vía libre para hacerlo.

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Los condujo por un ancho pasillodecorado con enormes retratos deantepasados del difunto rey Baudelorhasta la hermosa sala del trono. La reinaThalisa se encontraba al fondo de lahabitación, ataviada con un elegantevestido negro y un velo que le cubría elrostro. La muchacha sollozabaquedamente mientras Duna y Adhárel seaproximaban.

—Mi más sincero pésame, reinaThalisa —dijo Adhárel, haciendo unareverencia.

—Lo siento muchísimo —añadióDuna, imitando el gesto.

Cuando la princesa se recompuso,dijo:

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—Os lo agradezco. Me… megustaría poder ofreceros algo de beber,pero no me encuentro nada… nadabien… —De nuevo se puso a llorar,desconsolada.

—Somos nosotros los que queremosayudaros, si nos lo permitís. —Adhárelaguardó un instante y después preguntó—: ¿Sabéis quién ha asesinado al rey?

La muchacha se puso a llorar aúncon más fuerzas antes de responder.

—Un hombre de… de negro. Habíaoído hablar de ellos, pero nunca creíque fueran reales…

—¿Quiénes son? —preguntó Duna.—Se trata de vándalos extremistas.

Odiaban al padre de Baudelor y por lo

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visto también a su hijo. Desde hacíaaños actuaban en el reino, pero nuncapensé que llegaran a… a… —El llantole impidió continuar—. Ha sido todopor mi culpa…

Duna y Adhárel se miraronpreocupados. ¿Aquello no tenía nadaque ver con la Poesía del rey?

—¿Llegasteis a leer sus VersosReales, alteza?

Thalisa se secó las lágrimas con unpañuelo tan negro como su vestido ydespués negó con la cabeza.

—Me… me dijo que nadie debíaleerlos hasta después de la boda. Yo ledije que podía confiar en mí, pero élinsistió en que estaban mejor ocultos. Al

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menos hasta que amaneciese, me dijo. Yahora… ya no…

—¿Y vuestra Poesía? —leinterrumpió Duna—. Habréis escritouna, imagino.

—Así es. Yo descubrí al asesino delrey porque me encontraba en esemomento, a altas horas de la madrugada,releyendo una y otra vez la Poesía quehabía compuesto de pronto y sin ningúnsentido para mí. Realmente estoymaldita —concluyó, sorbiéndose losmocos.

—¿Podríamos… leerla?La reina les miró unos segundos,

indecisa, y después sacó un fragmentode pergamino de un pliegue de su falda.

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Adhárel lo tomó y leyó las palabrasque con letra clara había escrito lamuchacha.

Esto era un rey quetenía

un jardín con cienfontanas,

pero no las encendíapor si se le

estropeaban.

Esto era una doncellaque un gran secreto

guardaba,que de noche no dormíapor si en sueños lo

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contaba.

Por temor a hacersedaño,

un guerrero no luchaba.Por no estropear su

lira,el juglar ya no tocaba.

Por miedo a romper elpeine,

la niña no se peinabay por no decir mentiras,el anciano ya no

hablaba.

Más todas estas

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personasson sensatas

comparadascon la historia de la

reinaThalisa de Manseralda.

Dirán que ante laverdad

los ojos siemprecerraba;

que era joven,inconsciente,

arrogante, fría y vana.

Que nunca quiso a supueblo,

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ni quiso ser soberana;que cuando alguien

sufría,ella volvía la espalda,y por temerse a sí

misma,no vio el mal que la

acechaba.

Desapareció un buendía

y nadie quiso buscarla.

Cuando terminaron de leerla, sequedaron en silencio.

—Debéis tener cuidado, alteza —

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dijo Adhárel, en voz baja—. En losversos puede esconderse más de unsignificado, pero las Musas han sidoclaras esta vez: sobreponeros cuantoantes a la tragedia para combatir elfuturo y ganaros el cariño de vuestropueblo.

—Eso haré. Pienso vivir sola elresto de mis días. Cuidando de mi reinoy suplicando el perdón de los súbditosde mi difunto marido. Gracias porvuestra recomendación, príncipeAdhárel.

La reina asintió y tragó saliva.—No lo haré. Pienso vivir sola el

resto de mis días. Cuidando de mi reinoy suplicando el perdón de los súbditos

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de mi difunto marido. Gracias porvuestra recomendación, príncipeAdhárel.

—Si necesitáis algo —añadió elpríncipe—, podéis contar con el reinode Bereth, alteza. Os doy mi palabra.Pero insisto en que habéis tenido suertecon vuestra Poesía: no parece que entresus versos haya demasiados galimatías.La recomendación es clara y sencilla.

La reina miró hacia el suelo,compungida, y después asintió.

—Debemos retirarnos, alteza.Esperamos que sobrellevéis lo mejorposible esta terrible tragedia y quepronto volváis a sonreír.

—Mucha suerte, majestad —añadió

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Duna.—Que el Todopoderoso bendiga

vuestro viaje de regreso a casa.Hicieron una reverencia y después

se marcharon por donde habían venido.Una vez fuera, Duna fue consciente

de lo que aquello suponía.—¿Hasta ese punto pueden afectar

los Versos Reales a una persona?Adhárel se encogió de hombros.—Eso parece, sino mírame a mí.—Ya, pero esa muchacha… —Las

palabras se le atascaron en la gargantade puro enfado—. Por el Todopoderoso,Adhárel, ¡tiene catorce años y no va avolver a enamorarse jamás! ¿Cómopueden ser tan crueles?

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—Puede parecer despiadado, perodespués de lo que les sucedió a todos ycada uno de los pretendientes queintentaron cortejarla, quizás sea lomejor. Al menos durante una temporada.

Duna se detuvo en detuvo en seco yle miró atónita.

—No puedes estar hablando enserio.

—¿Por qué no? Ya la has escuchado:se centrará en sus deberes de reina y seolvidará del amor por un tiempo, comorecomienda la Poesía.

—Aun así, no deja de tener catorceaños, Adhárel. Si ella decide seguirbuscando el amor, o si prefiere apartarlode su vida por completo, debería ser una

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decisión personal, no una imposición.—Estoy de acuerdo contigo, pero

una cosa no quita la otra. —Se quedó ensilencio antes de añadir—: Solo intentoverle el lado positivo al asunto.

La muchacha asintió más tranquila yprosiguieron su camino hacia el norte.Duna sentía un nudo en el estómago alpensar lo cerca que habían estado depoder encontrar a Maese Kastar y lolejos que ahora se encontraban. Susituación había cambiado tanrepentinamente que parecíainconcebible. Al menos, se dijo, ya nopodía empeorar más.

Podrían haber tomado cualquier otradirección, cualquier otro camino, pero

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optaron por dirigirse hacia el bosque delPernonte y probar suerte en el siguientereino. Tarde o temprano tendrían que darcon él, pensaban. Kastar no podía haberdesaparecido por completo. Alguien, enalguna parte del Continente, tenía quesaber dónde estaba.

Varias horas después de dejar atrásla frontera del reino de Manseralda ytras detenerse a almorzar y a descansar,tomaron un sendero pedregoso por elcual, según el mapa, llegarían al reinode Caravás a la mañana siguiente si nose encontraban con algún contratiempo.Resolvieron detenerse antes deinternarse en el bosque para que fuera eldragón quien lo cruzase. Incluso de día,

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un bosque desconocido podía ocultarmás peligros de los imaginables.

Para cuando el sol se puso, losprimeros árboles de la linde opuesta sepodían adivinar a lo lejos. Un tantocansados, hicieron un último esfuerzocon la intención de llegar a ellos antesde que los alcanzase la medianoche.

No habían dado ni cinco pasoscuando repararon en una mujer tendidaen mitad del camino que, hasta entonces,habían confundido con un montículo derocas. Se encontraba a varios metros deellos, vestida con un sencillo corpiño yuna falda blanca. Parecía inconsciente.

—Santo Todopoderoso… —masculló Duna antes de echar a correr,

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seguida de Adhárel.Cuando la muchacha llegó a su lado,

presionó la oreja sobre el pecho de lamujer y, tras confirmar que su corazóntodavía latía, la zarandeó con suavidadpara ver si despertaba.

—Tenemos que sacarla de aquí,Adhárel. Deberíamos llevarla deregreso a Manseralda.

—Estamos demasiado lejos, nollegaríamos a tiempo.

Adhárel levantó la mirada yescudriñó el paraje a su alrededor.

—¿Crees que ha sido atacada?—No parece que tenga sangre, ni

rastro de mordeduras. Puede quesimplemente se haya desmayado por el

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sol o que…De repente la mujer abrió los ojos y

miró a Duna.—¿E… estáis bien? —preguntó,

sorprendida y repentinamenteintimidada.

—Perfectamente —respondió lamujer, agarrándola del brazo y tirandode ella al tiempo que se ponía en pie.

Duna gritó cuando cayó al suelo.Adhárel, sorprendido, agarró a la mujerde los brazos, para detenerla, pero estase deshizo del abrazo e hizo una pirueta,arrojándolo cerca de Duna. Después sellevó los dedos a los labios y silbó confuerza.

Con gran rapidez, sacó de debajo de

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la falda dos dagas y las hizo girar variasveces entre sus dedos.

Adhárel se puso en cuclillas delantede Duna para protegerla.

—¿Quiénes sois y qué queréis?—A vos —respondió, lanzándose

con las armas en ristre.Adhárel esquivo el primer ataque,

rodando hacia un lado. Antes de que sedisipase el polvo a su alrededor, elpríncipe se puso en pie y le arrojó unapiedra a la mujer, acertándola en unhombro.

—Serás… —maldijo ella,lanzándose de nuevo a por él. Dunapermaneció inmóvil. Cuando la mujeriba a dar un paso hacia Adhárel, ella le

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agarró los tobillos y tiró hacia sí,haciéndola tropezar.

Duna se puso en pie rápidamente yavanzó hasta el príncipe.

—Tenemos que huir —le dijo,agarrándole del brazo. Él se quedó allíunos segundos, indeciso, pero despuésasintió.

Dieron media vuelta y echaron acorrer en dirección al bosque. Con unpoco de suerte podrían ocultarse entre elfollaje, y después solo quedaría…

—¡Agggh! —Adhárel tropezó conuna piedra y cayó al suelo rodando.

—¡Adhárel! —De su costado nacíala empuñadura de una daga. Duna sacóel arma con tanto cuidado como pudo y

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arrancó un trozo de su falda para taponarla herida—. Adhárel, aguanta —lesuplicó.

—Corred cuanto queráis, pero noescapareis —advirtió la asesina, ya enpie y con una sola daga en las manos.

Duna hizo caso omiso a susamenazas y puso los brazos de Adhárelalrededor de su cuello para levantarle.

—Un último esfuerzo, vamos, unúltimo esfuerzo…

Sus palabras quedaron amortiguadaspor el sonido de unos cascos golpeandoel suelo. Varios caballos. Ayuda.

Duna levantó la mirada en busca desu salvación.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó

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cuando vio aparecer la figura de dosmonturas provenientes del bosque—.¡Ayudadnos!

La asesina fue acortando el espacioque les separaba de ellos, lanzando ladaga por los aires y recogiéndola denuevo, divertida.

—¿Estás segura de que quieres suayuda?

Cuando Duna hubo asimilado loinsólito de su pregunta, los caballos seencontraban a poco más de cuarentametros de ellos. Uno de ellos iba sinjinete; sobre la grupa del otro montabauna mujer de pelo largo y ensortijado, yno parecía tener ninguna intención dedetenerse.

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—¡Por favor! ¡Quiere matarnos!¡Estamos heridos!

La amazona sonrió y Duna se temiólo peor.

—No, por el Todopoderoso, no…—Hizo ademán de dar media vueltapara escapar pero se encontró de frentecon la otra mujer.

—¿Dónde vas con tanta prisa?—Os lo suplico —balbució Duna,

casi sin fuerzas de seguir cargando conAdhárel—. Por favor, no…

La mujer le golpeó en la cara con laempuñadura de la daga y la tiró al suelo.Duna sintió el labio ensangrentado antesde oír el gemido de Adhárel al caer a sulado.

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—Da gracias de que él no te quieramuerta.

El caballo llegó en ese momento yrelinchó con estrépito cuando suamazona tiró de las correas. Conagilidad, la mujer bajó del animal ydesenvainó una espada que colgaba desu cinturón.

—Por favor… —repitió Duna desdeel suelo y con los ojos anegados enlágrimas. Sin hacer caso de sus súplicas,la mujer de pelo largo lanzó unaestocada al pecho de Adhárel, peroDuna, incapaz de soportarlo más, selanzó sobre él para protegerle,interponiéndose entre su cuerpo y el filo.

—¡Estúpida muchacha! —rugió la

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asesina, deteniendo el ataque a tiempo.La espada apenas había rasgado elvestido a la altura de su hombro. De unpuntapié, la apartó del príncipe y repitióel movimiento, esta vez acertando depleno en el pecho de Adhárel.

—¡Noooo! —gritó Duna. Quisovolver a atacar, pero en ese momentodos fuertes brazos la agarraron pordetrás y le ataron unas cuerdas a laespalda—. ¡Soltadme! ¡Adhárel! ¡No!¡Levántate!

Sintió cómo la aupaban y laterminaban de amarrar bien fuerte.Después la subieron a la grupa delenorme caballo negro y le cubrieron laboca con un trapo. Las lágrimas se le

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atragantaban en la garganta; no podíaapartar la mirada del cuerpo inerte deAdhárel, cuya sangre iba formando unespeso charco rojizo sobre el polvo ylas rocas.

Antes de que el caballo se pusieraen marcha, Duna perdió elconocimiento.

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7Espejito, espejito

Drólserof se encontraba disfrutando deun plácido baño a la luz de la lunacuando el espejo comenzó a brillar.

En todos aquellos días desde que sehubo reunido con las Asesinas delHumo, no se había separado de él ni uninstante, desesperado por recibirnoticias frescas. Y ya era mala suerteque, justo cuando se encontraba a másde quince metros de él y con el agua

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hasta el cuello, recibiera la esperadallamada.

Maldijo en voz baja al tiempo que seponía a nadar frenéticamente hacia laorilla del lago. Si no llegaba a tiempo,la luz se desvanecería y las hermanashabrían perdido una de las tresoportunidades que tenían decomunicarse con él sin entregarle elmensaje.

Y no le hacía ninguna gracia tenerque gastar él una suya.

¿Habrían capturado ya a lamuchacha y asesinado al príncipe? ¿Oacaso le querían avisar de que la misiónera imposible y que se rendían? Pero¿tan pronto? ¿No se suponía que eran las

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mejores de todo el Continente? No legustaba plantearse esas opciones, por loque se obligó a nadar más deprisa paraquitarse las dudas de encima cuantoantes.

En el instante en el que puso los piesen la embarrada orilla, la luminosidadproveniente del espejo comenzó adecaer.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —Para parecermás respetable, se colocó una capanegra alrededor del cuerpo antes defrotar el cristal.

El hermoso rostro de Kalendra notardó en aparecer en él.

—¿Y bien? —preguntó Drólserof, altiempo que se secaba la frente con la

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otra mano.—Veo que no es un buen momento.Drólserof sintió que se sonrojaba y

deseó que la oscuridad reinante nopermitiese que su reflejo capturase elrubor.

—¿Tenéis algo para mí o solo habéisgastado una llamada para comprobarque funcionaba?

Por respuesta, la mujer desaparecióde la imagen y en su lugar apareció el deuna joven de pelo oscuro que dormitabasobre el suelo.

—¿Es… Duna Azuladea? —preguntó, intentando guardar lacompostura y las ganas de saltar.

De nuevo Kalendra apareció en el

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cristal.—La misma.—¿Qué ha sucedido con el príncipe?

¿Lo habéis…?—Hemos hecho lo que nos pedisteis.—¿Estáis seguras?De pronto el rostro de la asesina se

endureció.—¿Por quién nos tomáis? Yo misma

le ensarté una espada en el corazón, ¿osvale con eso o tengo que regresar ymostraros su cuerpo pudriéndose enmitad del camino?

—Excelente. Excelente —dijo,incapaz de contener una sonrisa—. Enese caso traedme a la muchacha cuantoantes.

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—Nos reuniremos con vos en elmismo lugar que la otra vez. —No erauna pregunta.

—¡Por el Todopoderoso, no! ¿Estáislocas? No, no. Debéis traérmela aquí, albosque de Célinor. Si seguís la rutahasta la cumbre de la montañaencontraréis mi refugio.

—Conocemos a la perfección esosbosques y allí no quedan más que ruinasy escombros. Célinor está demasiado alnorte y es peligroso. Preferimos laposada.

Malditas arpías, pensó para sí.Respiró profundamente varias vecesantes de responder.

—De cuerdo, en la posada entonces.

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Yo me encargaré del resto.—Muy bien —dijo Kalendra—.

Pero antes tenemos un asunto pendientede camino. No nos llevará más de unanoche, por lo que podremos vernos parala próxima luna nueva.

—Es demasiado tiempo.—¿Queréis o no a la muchacha? —

El hombre volvió a quedarse ensilencio, maldiciendo su suerte.Kalendra sonrió y añadió—: Bien, enese caso nos veremos allí.

Por respuesta, Drólserof pasó lapalma de la mano sobre el espejo conhastío y mal humor y sus cansados ojosle devolvieron la mirada.

No se dio cuenta hasta entonces de

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que estaba tiritando. El viento habíaempezado a soplar con fuerza y por lasnubes que comenzaban a condensarse enel cielo, parecía que se estabapreparando una buena tormenta.

Cogió sus pertenencias, se embutiócomo pudo en las botas de piel ycomenzó el ascenso de regreso alcastillo en ruinas que ahora era su hogar.No le importaban las nuevascondiciones impuestas por las hermanas.La parte más complicada del trabajo yaestaba hecha y ahora solo debíaaguardar unos días más para completarsu venganza. Pronto tendría entre susmanos a la muchacha y esta vez no ladejaría escapar.

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Las primeras gotas de lluviacomenzaron a caer cuando Drólserofalcanzaba el patio delantero del antiguopalacio. No sabía a quién habíapertenecido en el pasado, ni si alguien,tarde o temprano, vendría a pedirlesexplicaciones. De lo que estabaconvencido era de que, gracias a lasaterradoras leyendas que circulabansobre el lugar, los ignorantes y crédulosvecinos se mantenían alejados de allí. Sibien la mitad de la construcción eraabsolutamente inhabitable, y las plantasy las alimañas se habían hecho amas yseñoras del lugar, los pisos superiores yel ala oeste se habían conservado enunas condiciones más que aceptables

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para alojarse por un tiempo.Si todo salía bien, y cada vez estaba

más seguro de ello, pronto podríaregresar a casa y podría hacer pagar asus enemigos el daño que le habíaninfligido.

—¡Galasaz! —gritó en cuanto cerróel corroído portón tras de sí. Laantorcha más cercana se apagó a causadel viento—. ¡Galasaz!

Comenzó a subir los empinadosescalones de la escalera principalcuando la sombra apareció en lo alto dela misma.

—Prepara la jaula —le dijo,ansioso, malhumorado e impaciente almismo tiempo—. Muy pronto

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comprobaremos cuánto tiempo es capazde soportar alguien en su interior.

Sin esperar respuesta, Drólserof seperdió por el tenebroso pasillo del alaoeste mientras la tormenta se desatabaen el exterior.

—Has estado muy cerca de echarlotodo a perder —le advirtió Firela a suhermana cuando esta bajó el espejo.

—¿Eso crees? Quería que nosreuniésemos con él en Célinor. ¿Creeque somos idiotas? Con solo desearlopodría tendernos una trampa. —

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Kalendra chasqueó los dedos.Firela se agachó y comenzó a frotar

dos palos entre sí con la intención deencender una hoguera.

—Estoy deseando terminar estetrabajo —comentó cuando la primerachispa saltó y prendió en la yesca.

Tras alejarse del camino dondehabían dejado el cuerpo de Adhárel, lasdos hermanas y Duna habían huido haciael norte en lugar de internarse en elbosque. Varias horas después, habíandado con una cueva donde refugiarse dela tormenta que se dirigía hacia el sur.Allí, confinadas entre la roca,permanecerían hasta bien entrada lamadrugada.

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Con un poco de suerte habría dejadode llover para entonces. A las dos leshubiera gustado poder cabalgar a la luzdel sol, pero el peligro de que alguienlas descubriese había aumentado conuna rehén en sus manos.

—¿No crees que deberíamos dejarlaantes de dirigirnos a Salmat? —insistióFirela, insegura.

—No. Perderíamos demasiadotiempo. Además, para lo que queremoshacer allí no necesitaremos más que unpar de horas. —Kalendra miró a suhermana y alzó una ceja—. ¿Tienesmiedo acaso?

Firela bufó con suficiencia.—Desde luego que no. —Pinchó en

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un palo el ave que habían capturado decamino allí y lo situó sobre las llamas—. Es solo que…

En ese momento Duna se removió ygimió débilmente. Kalendra se levantórápidamente y avanzó hasta ella. Losojos de la muchacha se abrieron en eseinstante y miraron aterrados a la asesinaque tenían delante.

—Mal momento para despertar… —comentó, acariciando el cabello deDuna.

La muchacha se revolvió, intentandosepararse de allí y deshacer las cuerdasque apresaban sus pies y manos.

—Kendra, déjala.—Solo intento ser amable con ella y

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quitarle el pañuelo de la boca —se giróhacia Duna—. Porque no vas amorderme, ¿verdad, preciosa?

Una lágrima se escapó de su ojoderecho.

Kalendra agarró el pañuelo que lehabían puesto por mordaza y tiró de élhasta deshacer el nudo y dejarle la bocalibre.

Duna tomó una bocanada de aire ycomenzó a toser, atragantada por laslágrimas.

—Oh, no llores —le pidió la mujer,disfrutando como una niña con unamuñeca.

—¿Quié… Quiénes sois? ¿Porqué… por qué?

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Kalendra le secó las lágrimas quecorrían por su mejilla.

—¿Quieres saber por qué te tenemosaquí encerrada y hemos matado a tuprincipito?

Los ojos de Duna se abrierondesorbitados y movió los labios,incapaz de emitir sonido alguno.

—¿No me digas que creíste quehabía sido un sueño? ¿O que él habíasobrevivido?

—¡Kendra! ¡Basta! —El grito de suhermana la hizo retroceder—. No noshan pagado por torturarla, sino porraptarla. Vuelve a ponerle el trapo en laboca antes de que grite.

—Eres una aguafiestas, hermanita —

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replicó. Después volvió a girarse—.¿Tienes hambre? No nos servirás demucho si llegas muerta…

Duna era incapaz de dejar de llorar.El pelo azabache le caía como doscascadas por delante del rostro,ocultando sus ojos rojos.

—Tú misma… —dijo Kalendra,tapándole la boca de nuevo—. Yavendrás suplicando un mendrugo de pancuando no tengamos comida.

Volvió a tumbar a la muchacha en elsuelo y esta se quedó en posición fetalde cara a la pared. Pasados unosminutos, el llanto menguó hastadesaparecer. Posiblemente se hubieravuelto a desmayar, pensó la mujer para

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sí, echando un vistazo a su espalda. Nosabía a ciencia cierta para quénecesitaba su cliente a la muchacha,pero definitivamente no encontraría deella más que una cáscara vacía. Cuantohubiera habido dentro, sus sueños, susilusiones, deseos y ambiciones habíanmuerto con el príncipe.

Al cabo de un rato, ella también sequedó dormida, protegida por la guardiade Firela y el crepitar de la hoguera, lostruenos y la lluvia como telón de fondo.

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8El extraño

Adhárel despertó mucho antes de poderabrir los ojos. Durante lo que leparecieron horas e incluso días enteros,permaneció en un estado de duermevelamás cercano a la inconsciencia que aldesvelo.

De vez en cuando creía oír la voz dealguien a lo lejos, o unos pasoscercanos, o el tacto de unas manos sobresu cuerpo, pero era incapaz de

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identificarlos el tiempo necesario comopara convencerse de que no lo estabaimaginando.

No sentía dolor alguno. Tampoco sesentía bien. Simplemente no reaccionabaa ningún estímulo. En ocasiones se llegóa preguntar si seguía vivo.

En sus sueños no dejaba derememorar el rostro de Duna, sus gritos,el filo helado de la espada atravesandosu pecho y después su corazón. Sin dudaalguna debía estar muerto. Aquellamendiga, aquella pobre mujer a la quehabían intentado socorrer, les habíatendido una trampa. Pero ¿por qué?¿Sabría acaso que era un príncipe yhabía querido robarle… sus ropas?

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Nada tenía sentido, y le costabademasiado pensar.

Al menos esperaba que Duna lellegase a perdonar algún día por nohaberla protegido y haber muerto en elintento. Duna. El recuerdo de su nombrele hacía estremecerse. Su corazónpalpitaba con ansiedad rememorandosus lágrimas. Su corazón latíaenfurecido y triste, furioso y sediento devenganza. Su corazón… latía.

Al prestar atención, sintió que suspulmones eran capaces, con dificultad,de asimilar el aire que penetraba enellos. Lentamente, sus oídos fueroncaptando el débil arrullo de un suspirocolándose por su nariz. Su pecho se

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elevaba y descendía rítmicamente. Sehubiera quedado maravillado yconmovido por aquel compás de nohaber sido porque sus dedos tambiénreclamaban su atención con un suavecosquilleo.

Con dificultad, se concentró endeterminar dónde se encontraban lospárpados para abrirlos poco a poco.Una lágrima se escurrió por su mejilla,trazando en su piel y en su mente unrastro que fue capaz de identificar.

Unos minutos más tarde logró abrirlos ojos y mirar a su alrededor.

Lo primero que descubrió fue que nose encontraba en mitad del caminodonde había sido apuñalado, sino que

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parecía hallarse en una rudimentariacabaña de madera cuyo techo, ovalado,quedaba oculto entre las ramas, raíces ylianas que lo cubrían casi por completo.

Haciendo un esfuerzo, Adhárel giróel cuello para encontrarse con una paredy una ventana a un lado y una mesillacon diferentes libros y frascos al otro.Más allá, un butacón alto frente a unamesa y una chimenea formaban el únicomobiliario del lugar. ¿Dónde estaba?

Intentó incorporarse, pero desistió almomento, gimiendo de dolor. Todavía noestaba curado, no. Se obligó a calmarseuna vez más y logró que su respiraciónvolviera a acompasarse.

De pronto, una sombra se asomó tras

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la oreja del butacón y se quedóobservando a Adhárel. A continuación,se puso en pie y avanzó hasta elpríncipe.

En un primer momento creyó que ibaa ser víctima de un nuevo ataque, perodespués recapacitó y comprendió que siaquel desconocido le hubiera queridohacer daño, ya lo habría hecho mientraspermanecía inconsciente. Con todo,intentó mantener la guardia tan alta comosus atrofiados músculos y sentidos se lopermitían.

—Por fin has despertado. Empezabaa creer que no lo lograrías.

Se trataba de un hombre alto, mayorque Adhárel y cubierto de arriba abajo

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con ropas oscuras. Su rostro, de rasgosseveros y mandíbula prominente, estabaenmarcado por una barba rala malafeitada. Los ojos miraban con seriedadal príncipe, mientras que sus finoslabios dibujaban una escueta sonrisa. Elpelo, oscuro y largo, le caía ondulado ysucio hasta los hombros.

—¿Te sientes con ganas de tomaralgo?

Su voz parecía oxidada y marchita, ypronunciaba las palabras sin apenasabrir la boca. Su ropa, un sencillopantalón oscuro y una camisa gris conlas mangas anudadas a la altura de lasmuñecas, estaba cubierta por una capanegra con alzacuellos.

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Adhárel no intentó hablar. Asintió yel misterioso hombre se alejó pararegresar instantes después con un toscovaso de madera y una jarra de agua. Unavez servido, le tendió el vaso alpríncipe y este se concentró en noderramar el líquido.

—Gracias… —dijo, al sentir lagarganta más suave—. ¿Dónde estoy?

El hombre apartó algunas cosas quehabía sobre la mesilla y se apoyó en ellade manera descuidada.

—Me llamo Wilhelm, pero puedesllamarme Wil. Este es mi hogar.

Adhárel asintió, esperando descubriralgo más sobre aquel extraño másadelante, cuando se hubiera recuperado.

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—Yo soy Adhárel ¿Cómo he llegadohasta… aquí?

—¿No recuerdas nada, Adhárel? —preguntó Wilhelm observando sudesconcierto y arqueando las pobladascejas.

—Recuerdo el ataque… y lasangre…

—Te encontré en mitad de un caminoalejado de la mano del Todopoderoso.No sé quién pudo hacerte eso, perodesde luego no esperaba que llegaras arecuperarte de las heridas. A primeravista parecías haber muerto, perodespués me percaté de que aúnrespirabas, milagrosamente. —Wilhelmse peinó el pelo hacia atrás con la mano

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y suspiró—. Estuviste cerca, desdeluego. Puedo asegurarte que no habríassobrevivido de no haber sido por tu…curiosa habilidad. —Pronunció lasúltimas palabras con tiento.

El corazón del príncipe se aceleró yse incorporó en el lecho como unresorte. El daño que sintió no lepreocupó tanto como el hecho de queaquel desconocido conociera su secreto.

Wilhelm se puso en pie y le instó aque volviera a tumbarse. A continuación,le ajustó las vendas que le cubrían elcuerpo.

—No te alteres, al menos por elmomento. No te conviene.

El príncipe se mareó, pero no estaba

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seguro de si era por el dolor o por lovulnerable que se sentía de pronto.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?—Una noche. Esta será la segunda.

Tendré que sacarte afuera antes de queme destroces todo, claro. ¿O acasopuedes controlarlo?

—¿Al… al dragón…?—No puedes. —No era una pregunta

—. Debo reconocer que me diste unbuen susto —añadió, soltando unabrevísima carcajada. No parecía muyacostumbrado a sonreír. Al instantevolvió a quedarse serio—. Te llevabasobre mi caballo cuando el animal seencabritó y comenzó a relinchar. Noentendía qué le sucedía; si te soy

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sincero, pensé que le había picado unaserpiente. En ese momento gritaste y, enuna de aquellas convulsiones, caíste alsuelo sin que pudiera evitarlo. —Adhárel se ruborizó sin entender elmotivo—. Puedo asegurarte que jamáshabía sentido tanto miedo como cuandocontemplé cómo tus ropas se ibandesgarrando y bajo ellas tomabas laforma de aquella portentosa criaturaplateada.

»Me faltó poco para huir de allícomo había hecho mi montura, que, porcierto, no ha regresado todavía. Y allí tequedaste. No rugiste, no echaste avolar… nada. Me miraste una sola vez ydespués caíste en un sueño profundo.

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Por el Todopoderoso, ¿sabes lo grandeque puedes llegar a ser en esa forma?

Adhárel comenzó a calmarsepaulatinamente al escuchar su relato.Wilhelm no parecía esconder malasintenciones y parecía más fascinado quehorrorizado por su secreto.

—Aguardé toda la noche a tu lado,atento a la profunda respiración deldragón y al latir de su corazón. Tuvimossuerte de que sucediera en mitad delbosque y no a la vista de cualquiera, telo aseguro. Me preocupaban tus heridas,pero como no fui capaz de ver si seguíanallí, bajo las escamas, aguardé. Cuandoamaneció, desperté y tú volvías a ser…tú, vaya. Y aunque seguías teniendo

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magulladuras y un buen corte en elpecho, fuiste capaz de recorrer ladistancia hasta aquí. El resto ya eshistoria.

Los dos se quedaron en silencio,sumidos en sus pensamientos.

—Un dragón… —murmuró Wilhelmpara sí con sus finos labios formandouna suave sonrisa—. Por las Musas, undragón real. Todavía me cuestacreerlo…

—A mí también —dijo Adhárel enun susurro. Después tragó saliva—. ¿Notienes… miedo?

—¿Debería tenerlo? —Wilhelmenarcó una ceja—. ¿Me atacarás cuandoestés recuperado? ¿Lo hará el dragón?

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Su semblante volvió a ponerse serio,esperando la respuesta.

—No… no, no —le aseguró elpríncipe—. El dragón es… soy yo en lamayoría de los sentidos. Él te estáagradecido por haberme salvado la vidatanto como yo. No compartimos laconciencia, pero sí la esencia de losrecuerdos… o al menos eso creo. Esextraño —concluyó, incapaz deexplicarse mejor.

—Puedo imaginarlo. —Wilhelmechó más agua en el vaso de madera ydespués se lo tendió a Adhárel, quebebió con ganas—. Al menos debesestarle agradecido. Por la mañana laherida tenía mucho mejor aspecto que

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por la noche y estoy convencido de quela transformación ha tenido algo que ver.

—No te quepa la menor duda. De nohaber sido por él… —El rostro de Dunaapareció en su mente.

—No pienses más en ello —comentó, malinterpretando la repentinatristeza de Adhárel—. Si no esinconveniente, ¿puedo preguntarte quésucedió ahí fuera?

—Fuimos atacados…—¿Fuimos? —El hombre pareció

preocuparse de repente— ¿Habíaalguien más? Yo no… solo te vi a ti. Silo hubiera sabido…

—No, no… —le interrumpió—. Aella se la llevaron. Fueron dos mujeres.

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Nos tendieron una trampa y, después deacuchillarme, la raptaron.

—¿Sin motivo alguno?—Aparentemente, sí. Pero sabían

que pasaríamos por allí. No fuecasualidad, de eso puedes estar seguro.

—Así que raptaron a la chica eintentaron acabar contigo. Es extraño…¿Quién es ella?

Adhárel se tomó unos instantes antesde responder.

—Se llama Duna —dijo—. Y noentiendo qué pueden querer de ella. Deverdad, no lo entiendo.

Esta vez fue Wilhelm quien se quedóen silencio, pensativo.

—Por cómo hablas de ella deduzco

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que la quieres…—Con mis dos almas —respondió

él, hablando también por el dragón.—En ese caso querrás rescatarla.El príncipe asintió.—En cuanto esté recuperado

rastrearé el Continente de arriba abajohasta dar con ella. Y después mevengaré de quien nos ha hecho esto.

Wilhelm se echó hacia tras unmechón de pelo un tanto rebelde. Acontinuación, añadió despreocupado:

—Recorrer el Continente entero tellevará mucho tiempo si no sabesadónde dirigirte.

—No me importa. —Sus ojosllamearon.

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—No lo pongo en duda, pero tevendría bien algo de ayuda.

—¿En qué estás pensando?Wilhelm chasqueó la lengua y se

encogió de hombros bajo la larga capa.—He permanecido oculto en este

bosque desde hace años. Cuando erajoven me prometí no salir de aquí y asíha sido hasta el día de hoy. —Se quedóen silencio—. Pero creo que si estásaquí es por algo y ya es hora de que dejede eludir lo inevitable.

—¿Querrías acompañarme?—Creo que es mi deber. Aunque no

esté muy seguro de por qué.—Estaré encantado de contar con tu

ayuda, Wilhelm.

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De pronto una sombra cruzó elrostro imperturbable del hombre.

—Antes de decir eso deberíacontarte algo sobre mí. Algo que hapermanecido enterrado entre estosárboles y que me perseguirá durante elresto de mis días. Algo que, quizás, note guste demasiado… o no puedascomprender.

Adhárel negó quedamente.—Has demostrado confiar en mí a

pesar de mi maldición. Me has salvadola vida, me has dado cobijo y alimentosin esperar nada a cambio. No meimporta lo que ocultes, te aceptaré comocompañero —le aseguró el príncipe,tendiéndole la mano con dificultad.

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Por respuesta, el hombre respiróhondo y apartó la capa que cubría subrazo derecho. Cuando fue a devolverleel apretón, el príncipe se echó haciaatrás, asustado.

La ropa de Wilhelm estaba rasgada ala altura del hombro derecho y el tajodescendía hasta la cintura. En lugar deun brazo, una muñeca y una mano, delhombro nacía una portentosa ala deplumas negras como el alquitrán quebrillaban enigmáticamente bajo la luzdel crepúsculo que se filtraba por laventana.

—Lo siento… —masculló elhombre, apartando el ala. Pero antes deque llegara a ocultarla de nuevo bajo la

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capa, Adhárel agarró la pluma de lapunta y se la estrechó con suavidad.

—No. Soy yo quien lo siente.

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9Prisionera

Duna se lanzó a devorar el pescado fritoen cuanto le pusieron el palo sobre sussucios dedos. Llevaba sin probarbocado desde que saliera de Manseraldacon Adhárel. Aquel era su segundo díasin él, pero a ella le parecía una vida.

Cada vez que el dolor le daba unrespiro y su cabeza conseguíadespejarse un poco, las preguntasregresaban con mayor insistencia: ¿de

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verdad había muerto? ¿No estabasoñando aquella pesadilla? ¿Habríallegado a tiempo el dragón para curarlas heridas como la vez que les salvó atodos de la torre?

Quería creer que sí. Necesitabacreerlo. Si no, ya se habría dejado matarde cualquier forma por aquellas dosmiserables mujeres que la tenían atadadía y noche. Sin Adhárel su vida notenía sentido.

—Está bueno, ¿eh? —le preguntóKalendra, dando un mordisco a supescado.

Duna hizo un mohín y siguiódevorando el suyo. Se había jurado a símisma no pronunciar una palabra más

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hasta que Adhárel regresase. Y en casode que eso no sucediera, bueno, tampococreía que allá donde iba la fuese anecesitar. A las dos hermanas no parecíaimportarle demasiado su rebelión contrael mundo, aunque notaba su inquietudsiempre que las miraba con sus grandesojos, enfurecida. Solo una vez Firelahabía llegado a abofetearla por noresponder cuando le preguntó qué estabamirando. Después de eso, Kalendra nole permitió volver a acercarse a ella ni aponerle la mano encima.

A Duna le era indiferente. Sentía quesus fuerzas, su ilusión y sus esperanzasiban abandonando su cuerpo de maneralenta pero inexorable, como los granos

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que se escurren por un reloj de arena. Ycuando estuviera segura de que ya no lequedaba nada que perder, se clavaría unpuñal, se arrojaría al vacío o ingeriríaun veneno, si es que no encontraba porel camino alguna manera más fácil yrápida de hacerlo.

De tanto en cuanto le venían a lamente los recuerdos de su encierro en latorre de Belmont. Allí también habíacreído que Adhárel estaba muerto, sincomprender que no solo no lo estaba,sino que además había estado rondandola torre cada noche como dragón.También allí estuvo a punto de morir desed y de hambre.

Duna escupió una espina del

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pescado y recapacitó. De acuerdo, suscaptoras le habían ofrecido comer másde una vez y ella se había negado con unfrío silencio. Aunque, bien mirado, sihubiera intentado digerir algo, suestómago lo habría rechazado al instantede tan mal que se encontraba.

—¿Lo ves, Kalendra? —dijo Firelade pronto, interrumpiendo suspensamientos—. Te dije que no semataría de hambre. Ya puedes dejar depreocuparte. —Lanzó a los arbustos losrestos de su pescado y después alzó lamirada al cielo—. Estoy deseandoterminar con este encargo de una vez.

Su hermana ignoró el comentario yrelamió las espinas. Se encontraban en

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un claro del bosque de Ariastor, junto aun arroyuelo que discurría entre losárboles como una serpienteinterminable. Según había podidodescifrar Duna de sus conversaciones,se dirigían a un reino cercano. Salmat, lehabía parecido entender. No recordabahaberlo visto en el mapa que Zennion leshabía prestado.

De repente sintió un nudo en lagarganta. Tuvo que obligarse a tomaraire varias veces para no llorar. Unosdías atrás su mayor preocupación habíasido encontrar ropa nueva para Adhárely averiguar dónde podía haberse metidoMaese Kastar; ahora nada de aquelloimportaba.

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Kastar. El nombre se deshizo enpensamientos de rabia y odio. Si nohubiera sido por él, no habrían salido deaquella manera tan precipitada deBereth, ni habrían tenido que ir en buscade la solución para la maldición.

Si aquel hombre no hubieraencantado a Adhárel, él seguiría convida y a su lado… Aunque, visto de otromodo, si no hubiera sido por él,probablemente ellos estarían muertos yBelmont controlaría Bereth…

¡No! No debía dejarse confundir.Podía enfurecerse con las dos

asesinas que habían dado la últimaestocada al corazón del príncipe, peroera con aquel viejo sentomentalista con

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quien tenía que rendir cuentas. Él habíasido el principal culpable de susdesgracias y no podía permitir quesiguiera saliéndose con la suya.

—Se hace tarde —dijo Kalendraponiéndose en pie y estirándose.

Duna calculó que debía ser pasadoel mediodía. Hasta alcanzar el bosque,las hermanas optaron por viajar solo denoche y así ocultar su presencia. Peroahora que el follaje las protegía y quenadie parecía rondar las inmediacioneshabían cambiado de opinión, a favor deviajar bajo la luz del sol.

—¿Crees que llegaremos estanoche? —preguntó Firela, empacandosus escasas pertenencias y ensillando a

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la yegua, Zoya.—Eso espero.Duna se preguntó qué esperaban

encontrar en aquel reino. Por lasconversaciones, había entendido quefuera quien fuese el que les habíapagado por raptarla, les estabaesperando lejos de allí, pero que antestenían una cita ineludible en Salmat. Enese momento comprendió que si queríaescapar, solo podría hacerlo allí.

Una nueva pregunta se sumó a lasque ya tenía en su febril estado desemiinconsciencia. ¿Quién había pagadoa aquellas dos mujeres para que matarana un príncipe y secuestraran a unaaldeana? La respuesta se le escurrió

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hasta la lengua y casi le hizo vomitar.Sin lugar a dudas había sido él. Dimitri.¿Quién sino? Suspiró enfurecidapensando en lo cerca que estuvieronaquella noche de acabar con él y con sudemencia y con su manía persecutoria ycon sus amenazas y con sus intentos deasesinato y con sus…

De repente se puso a llorar de rabiae impotencia.

—Oh, vaya —masculló Firela,terminando de atar sus cosas a la yegua—. La princesa echa de menos a supríncipe. ¡Qué desdichada!

—Fira, basta —le regañó suhermana. Se giró hacia Duna—. Lloracuanto quieras. No te servirá de nada,

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pero es una buena manera dedesahogarse. Ahora sube al caballo.

Duna se quedó quieta, con la cabezaen otra parte. Kalendra, impaciente, laagarró del brazo y la obligó a subirse ala negra montura. Ella se colocó a suespalda y sujetó con mano diestra lascorreas.

—¡Arre! —exclamó, dando un suavelatigazo al animal. Este relinchó uninstante antes de salir galopando entrelos árboles, seguido de Zoya y Firela.

Duna veía pasar el bosque a sualrededor como una mancha informe sindistinguir unos árboles de otros.Llegados a un punto, la muchachacomenzó a imaginar figuras que las

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observaban desde las copas y que seburlaban de ella. Unos minutos mástarde, atemorizada, mareada y sin ánimoni fuerzas para continuar despierta,volvió a caer rendida sobre el pecho deKalendra y así se mantuvo durante elresto del viaje.

Los caballos cortaban el aire conuna majestuosidad impropia para unosanimales tan grandes. Cruzaron elbosque sin tropezar con los árboles nienredar sus crines con la frondosamaleza que los rodeaba. Las amazonas,habilidosas y conocedoras del terrenopor el que cabalgaban, les guiaban contiento escogiendo los atajos más cortos ylos caminos más despejados sin

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detenerse ni un instante para investigar.Varias horas después, cuando los

últimos rayos de sol se derretían en elhorizonte, las dos hermanas salían delbosque con una extraña sonrisa en loslabios y los ojos fijos en el reino que seperfilaba a lo lejos.

—De nuevo en casa —dijoKalendra, soltando una carcajada yazuzando con energía a Arcán sindetenerse a esperar a su hermana.

Antes de que cerrasen las puertas dela muralla, las dos hermanas,camufladas bajo dos hermosas capas yagarrando a Duna para que no cayesedel caballo, penetraban en el reino deSalmat con la intención de terminar algo

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que había comenzado mucho, muchotiempo atrás.

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10Viaje sin destino

Adhárel se estiró sobre el viejocamastro como un gato antes de abrir losojos. Aunque las heridas le tirabantodavía en el pecho, la mejoría eraimpresionante y sonrió para sí,agradecido con Wilhelm y con eldragón.

—Buenos días —saludó el anfitrióndesde la butaca donde removíaapaciblemente un caldero humeante—.

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Espero que hayas descansado.Adhárel asintió y tomó las prendas

que había colgadas en el cabecero de lacama. Después se levantó.

—Acabo de cambiarte las vendas —le dijo Wilhelm—, y las heridas tienenmucho mejor aspecto. Para mañanaseguramente estés curado del todo.

—Gracias —le dijo el príncipe,situándose a su lado y observando elmejunje de textura fangosa—. ¿Es paramis heridas?

—¿Esto? —Wil dejó de removerunos segundos y cuando el líquido sequedó inmóvil comenzó a batir endirección contraria—. En absoluto,amigo. Es puré de cañas y algas.

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Adhárel levantó el labio.—¿Para el viaje?—No sabemos cuánto nos llevará ni

si podremos detenernos en algunaposada por el camino, así que lo mejorserá ir preparados. He cazado más cosas—con un gesto distraído del ala lemostró varias aves y dos conejosmuertos colgando de una aldaba en lapuerta—. Con agua o sin ella, este purénos dará fuerzas y nos mantendráhidratados.

El príncipe se sintió un tantoincómodo viendo cómo lo habíapreparado todo Wilhelm.

—¿Quieres que te ayude con algo?—Puedes ir rellenando los pellejos.

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Ahí fuera hay un pozo, y las botas deagua están colgadas de la pared en aquelrincón. ¿Las ves?

La brisa matutina le revolvió elflequillo cuando abrió la puerta. Hacíasol y las gotas de rocío brillaban sobrelas hojas de los árboles. Anduvo unoscuantos metros hasta el informe pozo depiedra que había al final del claro dondese asentaba la cabaña. La noche anterior,antes de la transformación, el príncipese había quedado maravilladoobservando desde fuera el sencillohogar del hombre cuervo, asombradoante la perspectiva de que lo hubieraconstruido con una sola mano. Cuandose lo comentó, Wilhelm le restó

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importancia, arguyendo que no estabamanco y que el ala le ayudaba más de loque podía parecer a simple vista.Después de eso hablaron poco, y menosaún sobre sus respectivas maldiciones.Wilhelm no le había confirmado que losuyo fuera obra de lasentomentalomancia, pero tampocohabía muchas más opciones posibles.

Se acercó al pozo y desenrolló lacuerda para descolgar el cubo demadera hasta las profundidades. Cuandohubo recogido el agua volvió a izarlodistraído, observando los destrozos queel dragón había causado durante lanoche en los árboles colindantes.

No parecía que se hubiera alejado

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demasiado de allí. Quizás, pensó, lasheridas no le habían permitido volar.Junto a un montículo de troncos biencortados había un charco de sangre quedibujaba regueros por la arena, comouna araña con largas patas escarlata.Adhárel sonrió para sí dándose cuentade la poca hambre que tenía aún sinhaber comido nada desde que estuvieronen Manseralda.

Aupó el cubo con las dos manos y lodejó sobre la repisa de piedra. Tomó elprimer pellejo de cuero y lo fuerellenando de agua con tiento, intentandono derramarla. A continuación repitió elproceso con las otras dos y volvió adejar el cubo en su sitio. Wilhelm salía

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en ese momento por la puerta de lacabaña con un tosco palo como garrote.

—¿Cómo vas?—¡Listo! —Adhárel levantó las

chorreantes botas.—Como ves, mi lustroso pura sangre

no regresó después de la noche que teconocí. Tendremos que hacer el viaje apie.

—¿A pie? Tardaremos demasiado…—¿Tienes dinero para comprar un

caballo en el próximo reino queencontremos? —Wil le cogió lospellejos de la mano y se los colgó en elhombro humano—. Porque yo, desdeluego, no.

El príncipe suspiró alicaído. Si ya

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de por sí iban a tardar en dar con elparadero de Duna, el viaje duraría eltriple a pie.

—Al menos como dragón podremosviajar más rápido…

Wil se giró a mitad de camino de lapuerta y lo miró con los ojosdesorbitados.

—¿Montar… en el dragón? —Soltóuna risotada que más parecía el grajo deun cuervo—. Debes de estar loco sicrees eso, muchacho.

—¿Qué? No sucedería nada. ¿Noconfías en mí?

—No es lo mismo.Adhárel alzó las manos al cielo.—¡Claro que lo es! Duna siempre

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viajaba con el dragón y nunca… nuncale sucedió nada.

El hombre cuervo negó en silencio,abatido por la mirada triste del joven.

—El dragón no sabe a dónde ir.—¿Y tú sí? ¡Duna podría estar en

cualquier parte ahora mismo! —Elpríncipe alzó la voz de nuevo, sinrendirse.

—Conozco maneras para dar conella.

—¿Cuáles? —Alzó las cejasrepentinamente—. ¿Eres unsentomentalista?

Wil se dio media vuelta y entró en lacabaña.

—¡No digas tonterías! —le espetó

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desde dentro.Adhárel corrió tras él y lo siguió por

la diminuta estancia mientras el hombrerevolvía todo e iba seleccionandoutensilios para guardarlos en su morral.

—¡Lo eres! Por eso tienes el… el…—¡El ala! Maldita sea, no temas

tanto decirlo. Hace tiempo que losuperé, te lo aseguro. —Guardó unacamisa a primera vista rota y despuésunos calcetines con agujeros—. ¡Y dejade meterte en lo que no te concierne!

—Pero es que sí que me concierne,Wilhelm.

—Te he dicho que me llames Wil.Adhárel le cortó el paso cruzándose

de brazos.

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—¿Eres o no eres unsentomentalista?

El hombre lo apartó de un empellóny siguió guardando sus pertenencias.

—No, no lo soy —respondió singirarse—. ¿Contento?

—Entonces, ¿cómo vas a guiarnospor el Continente? ¿Tienes un sextosentido? ¿Una brújula mágica?

Wil se giró en ese momento yAdhárel percibió cierto rubor bajo labarba.

—Todopoderoso, ¡tienes una brújulamágica!

—Déjate de tonterías y ayúdame.Quiero ponerme en marcha cuanto antes.

Adhárel guardó las presas en unos

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sacos que dejó preparados a la entradade la casa. Al levantarlos, sintió un tirónen las heridas. Apretó los dientes ysiguió ayudando sin quejarse.

—El dragón puede seguir tusindicaciones aunque no te lo creas —añadió—. Duna lo hacía. Le gritabadesde la garra y él obedecía.

—¡Te he dicho que no quiero volaren el dragón! —gritó enfadado elhombre cuervo, cortando el aire con elala—. No quiero tener que volver arepetírtelo, maldita sea. Por las nochesdescansaré junto a un árbol y por el díaavanzaremos, ¿está claro?

Adhárel asintió, avergonzado ycompungido.

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—Sí. Lo siento. Estoy tandesesperado por encontrarla que no séni lo que digo. Perdona que me hayapuesto tan pesado.

—Disculpas aceptadas —contestóél, todavía con cierta frialdad en suspalabras—. Termina de guardar eso quequeda allí y cierra la puerta. Te esperofuera.

El príncipe se puso a recoger lostres fardos que había junto a la chimeneacuando descubrió la espada.

—¡Wil! —No recibió respuestadesde fuera, por lo que supuso que elhombre cuervo se encontraría lejos de lapuerta. Se giró de nuevo hacia el arma yla sacó de su funda. Admiró el brillo del

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filo y los relieves de la empuñadura.Hacía tanto tiempo que no cogía una enlas manos que sintió un escalofríorecorriéndole el brazo. Si hubieraestado armado cuando los atacaron lasdos mujeres no habrían podido escaparilesas, se lamentó.

—¿Qué haces con eso? —preguntóWilhelm. Se situó en dos zancadas a sulado y le quitó el arma de las manos.

—Solo quería observarla.—Es un recuerdo familiar —replicó,

enfundándola de nuevo.—Claro, lo siento.El hombre se volvió hacia él.—¿Vas a estar disculpándote todo el

rato o vas a hablar claro? —Agarró la

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correa de la funda del arma y la levantódel suelo—. ¿La quieres o no laquieres?

—¿Qué? No, no, es tuya, nopodría…

—Hace tiempo que no la utilizo yademás no sé cuándo regresaré. Antesde que me la robe el primero que pasepor aquí, quiero que te la quedes tú.

—¿No habías dicho…?—Sé muy bien lo que he dicho. Lo

que quería era ver cómo reaccionabas, yno me ha gustado lo que he visto. —Adhárel alzó una ceja—. Eres un jovenapuesto y educado. Tus modales sonimpecables, al igual que tu dicción. Note conozco en absoluto, Adhárel, pero sé

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más de ti de lo que te gustaría ocultar.—¿A qué viene eso?—Viene a que el Continente es un

lugar hostil y peligroso que intentarádestruirte si le das la más mínimaoportunidad, te arrebatará lo que másquieres y escupirá sus huesos al mar sininmutarse. Cuanto más le muestres, másdaño te hará. Ocúltate bajo una máscarade barro y arena, vístete con hojas ylianas, muestra los dientes cuando tengasganas de llorar, ríete cuando sientasmiedo y nunca dejes de ser precavido.No puedes ser tan vulnerable. Para salirahí fuera —señaló al bosque— necesitóa mi lado a un hombre en quien puedaconfiar y que sepa que podrá protegerme

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cuando esté herido. —Wil le cedió laespada, que Adhárel cogió consuspicacia—. Quédatela, te la regalo.Llévala por las mañanas, yo laempuñaré durante las noches. Lo hagopor ti, muchacho, pero también por mí.Antes me has preguntado si tengo unabrújula encantada: la respuesta es no.Pero veo cosas que los demás no ven yoigo palabras que los demás no oyen.Confía en mí sin hacer más preguntas yte guiaré hasta tu destino.

—Mi destino es estar con Duna —replicó el príncipe.

El otro, por respuesta, se encogió dehombros.

—Tú mismo. Es más bonito pensar

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que no existen caminos trazados paracada uno de nosotros, pero no es cierto yen el fondo lo sabes. Lo que sucede esque quien hila el tapiz se preocupamucho porque no veamos los nudos y lasagujas que lo tejen. Cuanto antes loaprendas, mejor. ¿Podrás hacerlo?¿Puedo confiar en ti? Más aún: ¿podrásdejar de cuestionarlo todo?

Adhárel permaneció en silencio unosinstantes, mirando a través de los ojosazules casi grises del hombre cuervo.Después asintió y tragó saliva.

—Bien, pues pongámonos enmarcha.

Salieron de la cabaña. El hombrecuervo cerró la puerta con una

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rudimentaria llave de madera y despuésla escondió tras unas rocas.

Mientras tanto, Adhárel habíadesplegado sobre un tocón un mapa quehabía encontrado entre las pertenenciasde Wil.

—Deberíamos ir hacia el norte…El hombre se percató de lo que

estaba haciendo, se acercó a él y agarróel destartalado pergamino. Después lorasgó y tiró los trozos al suelo.

—¡¿Pero qué haces?!—He dicho que te guiaré.—Muy bien, guíame. Pero ¿cómo

vas a saber hacia dónde vamos sin unmapa?

Wilhelm lo miró con severidad.

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—¿Qué te he pedido antes?Adhárel no bajó la mirada.—¡Esto es absurdo! —estalló.—Que confíes en mí, eso te he

pedido. Además, ese mapa lo teníadesde hace años. Ha tenido quequedarse anticuado en todo este tiempo.Es muy probable que la mitad de esosreinos ya no existan.

El otro recogió los fragmentos y losdobló antes de guardarlos en un bolsillo.

—Por si acaso —dijo, esquivandola mirada burlona del hombre cuervo.

—No seré yo quien te prohíbacargar con más peso del necesario. —Acontinuación, se giró hacia la casa yexclamó—: ¡Hasta la vista!

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Se colocó la capa sobre su mitadanimal y se echó a la espalda parte delos petates. El resto se los dejó alpríncipe.

—¿Listo?Adhárel asintió poco convencido, se

colgó la espada al hombro y después sepusieron en marcha. Wilhelm ibadelante, tarareando una melodíadistraído y agarrando con su manohumana el bastón que le servía deapoyo.

Pasadas unas horas, el príncipe ya sehabía desubicado por completo y sesentía incapaz de averiguar dóndequedaba el norte o el sur. La espesamaleza impedía distinguir la posición

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del sol en el cielo. De vez en cuando losrayos se colaban entre las ramas y lashojas, dibujando sombras inquietantes asu alrededor. Pero Wil seguía andando abuen paso y sin inmutarse por nada.

Un tiempo después, el hombrecuervo se detuvo y bebió de su pellejocon ganas. Cuando terminó, se secó laboca con el brazo y miró al cielo.

—Acamparemos aquí para comer.Adhárel se dejó caer en el suelo;

estaba sudando. También él bebió untrago y dejó la bota a su lado, inclinó lacabeza y se quedó observando lasbrillantes hojas de los árboles.

Wil sacó de su petate dos cuencos demadera y el recipiente con la sopa de

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pantano. Le sirvió un chorro al príncipey se la tendió.

—Todavía no sabes hacia dónde nosdirigimos, ¿verdad? —preguntó él condesgana, husmeando el singular brebaje.

—Adhárel…—Lo sé, lo sé. Era por cerciorarme.Se tomaron la espesa sopa en

silencio. No sabía mal, concluyóAdhárel un tanto sorprendido.

—Si no me equivoco nos dirigimosa las Montañas Áridas. Con suerte, lasalcanzaremos antes de que anochezca. Eldragón podrá cazar allí sin ser avistado.

—¿Sigues convencido de que noquieres volar?

—Completamente.

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Adhárel suspiró cansado y se reclinóaún más sobre el tronco. De repente, Wildio un respingo, miró al cielo y cogió elbastón con las dos manos.

—Tenemos que irnos —dijo sin darmás explicaciones.

Recogieron los escasos bártulos quehabían sacado y volvieron a ponerse enmarcha. El príncipe lo miró extrañado,aunque pronto dejó de esperar uncomentario por su parte.

Atravesaron claros y zonas tanespesas por las que podrían perderse deno ir pegados. Esquivaron arroyos yraíces tan anchas como árboles,descubrieron madrigueras y nidos deanimales que Adhárel hasta entonces no

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había visto jamás. El bosque delPernonte era conocido por ser unatrampa segura para aquellos que seinternaban en él sin conocerlo. Se decíaque mucho tiempo atrás, unsentomentalista había creado aquellaberinto para impedir que los viajerosdieran con un tesoro que se ocultaba enlo más profundo.

Cuando Adhárel se lo comentó aWil, este rió a mandíbula batiente,asegurándole que allí no se ocultabanmás que animales y plantas, aunqueaceptó el hecho de que muchos viajerosincautos hubieran desaparecido trasperderse en su interior.

Por suerte para el príncipe, el

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hombre cuervo parecía saber a dónde sedirigía, aunque no quisiera revelarlecómo. Paso a paso, apoyando el bastónen los lugares más seguros, Wilhelm loguió por el cada vez menos espeso ymás rocoso bosque hasta llegar a lafalda de las impresionantes MontañasÁridas. Allí los árboles estaban tandiseminados que se podían contar conlos dedos de una mano. El sol se habíaocultado hacía poco tras la portentosamontaña y solo una parte del cieloteñido de magenta lo recordaba.

—Seguiremos hasta que tetransformes. Nos quedan al menos unpar de horas antes de la medianoche.Después podré descansar hasta el

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amanecer mientras tú cazas y estiras lasalas. A partir de aquí yo llevaré todoslos bártulos. No quiero que se echen aperder por un descuido.

Adhárel le tendió los sacos, elpellejo y la espada.

—Sigo pensando que…Pero Wilhelm ya se alejaba de allí

meneando la cabeza de un lado a otro.Adhárel se tragó el resto de la frase ysus ganas de hacerle entrar en razón abase de golpes y lo siguió. El resto delcamino lo pasaron en silencio absoluto.

Con el dragón podrían cubrir elquíntuple de distancia que en unamañana entera a pie. Con un simplealeteo bordearían la montaña y se

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plantarían al otro lado, si era allíadonde Wilhelm quería llegar, claro. Eraaquella incertidumbre tan absoluta de nosaber hacia dónde se dirigían ni en quélugar se encontraba Duna lo que estabadesgarrando por dentro al príncipe. Tansolo habían pasados dos días separados,pero Adhárel no podía dejar depreguntarse si Duna seguiría viva y enqué condiciones. ¿Llegarían a tiempo derescatarla? ¿Cuánto les quedaba?¿Volvería a verla antes de su vigésimoprimer cumpleaños?

La maldición había dejado de seruna prioridad. Más de una vez se habíadescubierto pidiendo en silencio a quienpudiera escucharle que le devolviera a

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Duna sana y salva a cambio de pasar elresto de sus noches convertido endragón. No podía dejar de pensar en ellay en lo mal que había actuado dejandoque aquellas dos mujeres se la llevasen.Por lo menos, pensaba, jugaba con laventaja de seguir vivo cuando ellas locreían muerto. Pero ¿de qué servíacuando Duna podía estar muerta desdeque se separaron?

No, no debía dejarse llevar poraquellos pensamientos tan pesimistas.Duna seguía viva. Oía latir su corazón, oal menos eso quería creer. Pronto laencontraría y no volverían a separarse.Nunca.

En ese instante sintió una arcada. Se

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dobló por la cintura y cayó al sueloagarrándose la tripa.

Wilhelm se dio la vuelta y regresócorriendo hasta donde se encontraba elpríncipe.

—Aguanta, aguanta —le instaba,quitándole rápidamente la ropa—.Vamos, amigo…

Una lágrima rodó por su mejillaantes de que la pupila se afilase como lacola de un gato. Wilhelm se apartócorriendo con la ropa del príncipe altiempo que el grito de Adhárel se volvíaun rugido gutural y cavernoso.

La transformación concluyó unossegundos después. El dragón se lamiólas escamas y agitó el cuello. Se

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desprendió con las garras un pedazo detela que se había quedado enganchadoen la pata trasera. Con pesadez, abriópor completo las alas y las batió sinlevantar el vuelo. Wilhelm locontemplaba asombrado. Era la primeravez que lo veía en todo su esplendor.

La criatura volvió a agitar las alas.Levantó una polvareda a su alrededor ydespués se puso en pie. Miró a sualrededor y rugió con energía. Parecíasentirse con ganas de surcar los cielosdespués de permanecer tanto tiempo entierra firme.

Avanzó con agilidad unos pasos y acontinuación se levantó del suelo. Sufigura se recortaba en la noche

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estrellada envuelta en un halo plateado.Trazó un círculo inseguro en el cielo y, acontinuación, remontó el vuelo conelegancia hasta perderse tras lasmontañas.

Wil se quedó allí sin apartar lamirada, absorto. Era la primera nocheque lo contemplaba con las alasdesplegadas y se había quedado sinhabla admirando su envergadura. Ahoraentendía por qué Adhárel le insistíatanto en viajar en él, ¿pero cómo iba apoder indicarle el camino cuando él ibadescubriéndolo a cada nuevo paso quedaba?

Hacía años que Wilhelm no salía delbosque. Le había supuesto todo un

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esfuerzo tomar aquel cayado entre lasmanos y dejar de ignorar las voces quele susurraban al oído caminos, secretos,motivos ocultos y atajos y que siemprese había obligado a ignorar. Pero cuandoencontró al príncipe tendido en el suelo,a punto de morir, aquellas palabras sinboca se transformaron en gritos que apunto estaban de hacerle perder elsentido y que le instaban a rescatarle deuna muerte segura y ayudarle en sumisión, fuera cual fuese.

Estaba claro que no podía seguirevitando su destino por más tiempo, yque por mucho que se hubiera guarecidodel cielo bajo las ramas y las hojas delos árboles, aquellas voces habían

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encontrado la manera y el momento pararegresar con mayor insistencia pidiendoser escuchadas y obedecidas. Y Wilhelmno era quién para desatender susórdenes, por mucho que lo lamentase.

Aquella maldición de buena suerte,aquel saber que cada paso dado era elcorrecto sin conocer tan siquiera eldestino, aquel actuar para evitardesgracias mayores se había cobrado suprecio obligándole a ocultarse durantemás de media vida de todos los quepudieran disponer de su don. Habíaolvidado a su familia y hacía tiempo quehabía perdido a sus amigos. Norecordaba qué era convivir con otrapersona o cómo preocuparse por alguien

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que no fuera él mismo. Había olvidadoquién era. Y sin embargo, allí estaba:aguardando después de tantos años detotal aislamiento el regreso de un dragónpara continuar el viaje en busca de unamuchacha que ni conocía.

El hombre cuervo se recostó entre unmontículo de piedras y se tapó convarias mantas que había traídoprevisoramente. Un viento desapacibleagitaba las ramas de los pocos árbolescercanos y arrastraba piedrecillas yarena formando pequeños remolinos.Esperaba que el dragón supiera regresarhasta allí y que no se metiera enproblemas. Lo había salvado una vez demorir, pero no estaba seguro de poder

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hacerlo una segunda.Para cuando la criatura aterrizó

cerca de allí tras haber saciado suhambre, Wilhelm ya se había quedadodormido dando rienda suelta a laspesadillas de cada noche.

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11La hija favorita

Ofelia corrió las cortinas de la ventanade la cocina y se escurrió como unasombra hasta la despensa. La escasa luzdel exterior se colaba en la estanciapermitiéndole moverse con seguridad.Eran más de las doce de la noche y elresto del palacio dormía.

La mujer, muerta de hambre comocada madrugada, sacó del profundoarmario un tarro de melaza, el queso que

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había sobrado de la noche anterior y unbuen puñado de nueces recogidasaquella misma mañana.

Se sentó en un taburete junto a lamesa y procedió a partir con esmero ydedicación las cáscaras del fruto secoantes de ir colocando su contenido enuna meticulosa línea recta. Hecho esto,cortó el queso en tiras no muy anchas enlas cuales fue untando la melaza con unacuchara.

Cuando lo tuvo todo listo, rellenóuna jarra con agua y cogió un vaso. Alregresar al taburete, sus labiosdibujaban una sonrisa hambrienta en susrechonchas facciones. Sus ojillos azules,pequeños como los de un ratón,

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recorrieron la hilera de nueces al mismotiempo que su mano hasta detenersesobre una de ellas. La cogió condelicadeza y la posó sobre uno de lostrozos de queso con melaza. Después, loengulló de dos mordiscos saboreandocon obstinación hasta el último pedazode la deliciosa mezcla.

Repitió el proceso una y otra vezhasta que las nueces y el queso seterminaron. Después cogió la cuchara yvació el tarro de melaza. No contentacon ello, y tras comprobar que realmenteestaba sola, tomó el recipiente conambas manos y lo relamió entero con lalengua.

Con el estómago lleno y el paladar

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satisfecho, Ofelia tiró las sobras delqueso y las cáscaras de los frutos secosal cubo de madera que había bajo lamesa. Enjuagó el tarro en agua y lo dejóen la pila con el resto de cacharrosvacíos para que las criadas lo limpiaranpor la mañana. Volvió a correr lascortinas y salió de puntillas intentandono hacer ruido al cerrar la puerta.

Antes de soltar el picaporte ya sentíalos remordimientos.

¿Cuántos años llevaba haciendo lomismo? ¿Cuántas escapadas nocturnas ala cocina le habían costado más de unareprimenda por parte de su hermana? Nolo sabía, o no quería pensarlo, mejordicho.

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Cada semana se veía más gorda enel espejo, y a pesar de lasrecomendaciones de sus doncellaspersonales, las únicas a las que lespermitía hablar con cierta franqueza(nunca demasiada, por supuesto), nopodía dejar de engullir a todas horastodo tipo de alimentos. En los desayunosera quien más rebanadas de pan tomaba,en las comidas era quien más platosprobaba y la que más veces repetía, enlas cenas era siempre la última enlevantarse por entretenerse con todos lospostres que los cocineros le preparaban.¿Pero qué podía hacer? Al tiempo quesus ansias se iban mermando, su tripa, sutrasero y sus piernas iban hinchándose

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sin remisión.Ofelia soltó un hipido y se detuvo a

tomar aire. No había recorrido ni lamitad del pasillo en dirección a lasescaleras y ya estaba sudando yresollando. ¿Cómo había podido llegar aeso? ¿En qué momento se habíaconvertido en una saqueadora decomida? Si cualquiera de los habitantesde Salmat lo descubriese, la noticiacorrería como la pólvora y antes de quepudiera detenerlo sería el hazmerreír desu gente.

—De la gente de Dalía —se corrigióen un murmullo.

De la estricta y severa Dalía. De lainquebrantable reina Dalía. De la

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intransigente y desconfiada soberanaDalía. De su hermana, al fin y al cabo.

La gorda princesa se dejó caer enlos primeros peldaños de la alfombradaescalera y se tapó la cara con susregordetas manos ensortijadas antes deempezar a sollozar entre hipidos.

¡Salmat le pertenecía tanto como asu hermana! ¡O incluso más! Ella y noDalía había sido desde siempre lafavorita de su padre. ¿Qué importabaque su hermana hubiera nacido diezmeses antes que ella? ¿Podía aquelsuperfluo detalle competir con losdeseos de un honrado rey y amadopadre?

Sí, se respondió a sí misma. Claro

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que podía, y de hecho lo hacía. Su padrehabía sido asesinado mucho antes de quepudiera establecer un testamentoadecuado, por lo que todos sus deseosfueron desoídos y el poder, las tierras yla gloria pasaron a ser de su hermanamayor, dejando a Ofelia con el título deprincesa y futura reina en caso de queDalía muriese.

En caso de que Dalía muriese…Las palabras se repitieron en su

cabeza junto a los hipidos y los sollozosque no podía controlar. Matar a suhermana había sido su primeraintención, obviamente. Pero porentonces solo tenía catorce años y elmiedo a las represalias pudo con ella.

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Cuando pocos años después su hermanamenor, Brida, tomó la delantera y estuvoa punto de cumplir el sueño de Ofelia,Wilhelm, el endemoniado y malditoWilhelm, había echado al traste susplanes. Y lo mismo había hecho con losde su otra hermana, Cordela.

Ofelia apretó con furia los puños.Por suerte hacía años que el cuervohabía volado del nido y ahora solo ellapermanecía junto a su hermana ansiandoel momento en el que a la mujer lefallase el corazón, o le sucediera algunadesgracia similar que le permitieracambiar la corona de cabeza. Pero hastaentonces, se dijo, debía aguardar.

Desde que, ¿diecinueve años hacía

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ya?, su hermano pequeño se revelaracomo un demonio alado y escapase de lamuerte sin decirle a la reina el nombrede la tercera hermana que habíaintentado acabar con ella, Dalía se habíavuelto fría y mezquina con ella. ¡Conella! Con la única de todos sus hermanosque había permanecido a su lado durantetantos años. ¿Cómo osaba…?

Ya no confiaba en ella como lo habíahecho de pequeña, ni le pedía queespiase al resto de sus hermanos paradescubrir qué tramaban, ni habían vueltoa hablar ni a reír como amigas. Unagruesa pared de piedra se habíainstaurado alrededor del corazón de suhermana y ni siquiera el cariño fraternal

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que Ofelia le ofrecía era capaz dederribarla.

Si al menos el estúpido de Wilhelmle hubiera dado el nombre a su hermanapara que Ofelia hubiera quedado librede sospechas, podría haberse acercado aella y ofrecerle su hombro para quellorase en él… y su cabeza para quedepositase la corona antes de tiempo,claro.

Pero no. Ofelia tendría que seguirpermaneciendo en segundo plano, bajoel ala de su hermana, en las sombras desu enorme poder mientras Dalíamalgastaba su riqueza y su posición sinhacer apenas uso de ellos más que paramandar, ordenar y dictar leyes que solo

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agradaban a los pobres y a loscampesinos.

¿Dónde estaban los bailes reales quesu padre le había prometido? ¿Dónde lacola de pretendientes esperando ser loselegidos para tomar su mano? ¿Y lacorona? Solo las atenciones diarias y lasreverencias a su paso le recordaban queseguía siendo princesa de Salmat. Eso yel desprecio con el que se permitíatratar a todos los sirvientes que sepeleaban por atender sus deseos másnimios.

En fin, se dijo, si había podidoesperar diecinueve años, podríasoportar los que quedasen. En silencio,seguiría implorando al Todopoderoso

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que se llevara a su hermana lo antesposible. Y a su hija también, ya puestos.

Ofelia conoció a su sobrina elmismo día que se la llevaron, el día quedio a luz. En realidad no sabíademasiado acerca del asunto, hasta talpunto llegaba el hermetismo de suhermana. Había preguntado poco sobreel embarazo y menos aún habíarespondido Dalía. Pero lo que sí teníaclaro era que si aquella niña no habíamuerto después de doce años deausencia, ella se convertiría en la reinaheredera de Salmat, y no Ofelia. Yaquello sí que no le hacía ningunagracia.

Dalía se había casado trece años

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atrás con un joven de la nobleza delreino, fuerte, de buen ver y con el pelorubio platino. Ofelia se había fijado enRenard mucho antes que su hermana,pero como ella no era quien gobernabael reino, el muchacho había preferido ala otra, o al menos eso era lo que sedecía cada vez que le asediaban losrecuerdos.

Después de un año felizmentecasados, para desgracia de Ofelia, suhermana se quedó embarazada y nuevemeses después dio a luz a una niña depelo casi blanco a la que llamaronLysell. Aquella misma noche, cuandoDalía perdió el conocimiento,extenuada, la mujer pudo ver por

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primera y última vez a su sobrina antesde que la niña y Renard desaparecierandel palacio para no volver.

La reina no dio explicaciones anadie. Ofelia suponía, y estaba segura deno equivocarse, que Dalía había optadopor ocultar a la futura reina de Salmattanto como pudiera para que no sufrieralas penalidades que ella misma habíatenido que vivir desde pequeña.

El tiempo terminó disolviendo losrecuerdos de aquella hija que pocoshabían conocido y acallando losrumores de que ella y no Ofelia pudierallegar a reinar llegado el caso. No envano, pensaba la princesa, dada lapremura con la que la separaron de su

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madre, seguramente la niña habríamuerto al poco de nacer.

Ofelia se secó las lágrimas y se pusode pie apoyándose en el pasamanos. Nosabía por qué lloraba, pero siempre lesucedía lo mismo después de atiborrarsea comida de madrugada.

Sin prisas, la princesa fueascendiendo la escalera apoyando losdos pies en cada peldaño para cansarsemenos. Cuando ella fuera reinacambiaría la disposición de lashabitaciones para no tener que volver asubir a los pisos superiores más que encontadas ocasiones. Una vez le habíasuplicado a su hermana mayor que lepermitiese disponer de dos criados

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encargados exclusivamente de sumovilidad por el palacio, pero comotantas otras veces, sus peticiones fueronderogadas sin contemplaciones.

La oronda princesa llegó al pasillosuperior y miró a todos lados. Se leescapó un pequeño eructo y se tapó laboca esperando que nadie lo hubieraadvertido. A continuación corrió conpasos cortos hasta sus aposentos.

No fue hasta que cerró la puerta conla respiración entrecortada y se dio lavuelta que se percató de la sombra quela observaba agazapada junto al butacónque había en frente de la chimenea.

—Hola, Ofelia —dijo sin moverse—. Te he echado de menos.

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La princesa ahogó un grito y se pegóa la puerta, aterrada ante aquellaaparición fantasmal.

—¿No me recuerdas? ¿O no te lopermite la grasa?

—¿K… K… Kalendra? —preguntóla otra mujer, buscando el picaporte tanrápido como era capaz. Si gritaba, losguardias más cercanos llegarían enmenos de dos minutos. Pero ¿podíaarriesgarse a disponer de ese tiempo?

—Error. —La sombra descorrió lascortinas sin dejar de mirar a la princesapara que esta pudiera observar sus ojoscarentes de estima y su sonrisa helada.

—Fira…La asesina se plantó a su lado en dos

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zancadas y le retorció el brazo con saña.—Te he repetido mil veces que me

llames Fi… re… la.Ofelia no pudo contener las lágrimas

por más tiempo, que se escurrieron porsus rechonchas mejillas mientrasasentía. Era un año mayor que lasgemelas, pero desde pequeñas le habíanatemorizado con sus juegos y sus burlashasta el punto de dudar de quién era laque tenía que mandar sobre las otras.

Las creía muertas, desaparecidas,olvidadas. Pero ahí estaba.

—Lo siento, lo siento… Firela…Por favor —balbució—. Suéltame yhablemos como hermanas. Por favor, porfavor, te… te lo suplico…

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—Las hermanas no suplican —leespetó Firela, soltando su brazo ytirándola al suelo de un empellón.

Ofelia se masajeó el brazo dolorido.Se fue arrastrando de forma patéticahasta la cama, donde se sentó condificultad, temblando.

—No has cambiado en todo estetiempo, hermana —comentó la asesina,paseándose por la habitación yobservándolo todo.

—¿Cómo has… entrado?Por respuesta, Firela se encogió de

hombros y sonrió.—Volando.Ofelia tragó saliva e intentó sonreír.—¿Quieres que encienda… una

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vela? —preguntó—. Puedo pedir quenos traigan algo para comer. ¿Tieneshambre?

Firela se rió por lo bajo.—¿Tienes hambre tú?La princesa se sonrojó y miró al

suelo, ofendida y molesta, pero sobretodo asustada.

—¿A… a qué has venido, Firela?—¿Acaso no puede una hermana

reunirse con su familia después de tantosaños?

Rodeó el hombro de su hermana conel brazo y se sentó a su lado, sobre lamullida colcha.

—Echaba de menos el hogar, Ofelia—respiró hondo—. Su aroma, sus

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sábanas de seda, los criados atendiendotodas y cada una de mis necesidades…el poder.

—¿Y por qué os fuisteis? Esto es tanvuestro como mío, Fira… Firela —secorrigió rápidamente.

—Sabes tan bien como yo por quénos fuimos. No te hagas la tontaconmigo.

—¿Vosotras…?—¿Vosotras? ¿Vosotras? —Firela

se burló de su hermana imitando su gestode desconcierto y se dejó caer sobre lacama—. Sé que tú también has soñadocon ese momento, Ofelia. Te conozcodemasiado bien: ver muerta a nuestrahermana… ¿No sientes el hormigueo en

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el estómago con solo pensarlo? Estoyconvencida de que has fantaseado conello desde que desaparecimos: matar ala reina, usurparle el trono, quedarte conel reino de Salmat… tenerlo todo parati.

Ofelia tembló al escuchar aquellaspalabras. No por su contenido, sino porla verdad en ellas. ¿Tanto se le notaba?¿Tanto brillaba en sus ojos la codicia yla sed de poder?

—¿A qué has venido? —repitióOfelia, respirando hondo y levantando lavista hacia la pared.

—A terminar la partida quehabíamos dejado a medias.

La princesa le miró de hito en hito.

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—¡Estás loca! —Con una agilidadimpropia de ella, se puso de pie—.¡Estás loca! ¿Cómo que a terminar…?Todopoderoso…

Firela se levantó con una velocidadfelina y se colocó a su espalda. Le tapóla boca con la mano enguantada ychasqueó la lengua con desgana.

—No, no, no, nada de gritar,hermanita. Ya sabes lo poco que megustaba que hicieras trampas cuandojugábamos.

—Efto no ef um fueho. —El olor acuero del guante le estaba mareandomientras intentaba deshacerse del abrazode su hermana. Aunque ella fuera eldoble de ancha, para su vergüenza,

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Firela la estaba controlando sindificultad.

—Ahora vas a decirme todo lo quenecesito saber. ¿Crees que podráshacerlo sin que te tenga que hacer daño?

Ofelia tembló ante la amenaza. Ellano era la reina, ella no era la reina, serepetía una y otra vez paratranquilizarse. No era a ella a quienquerían, era a su hermana. A su infeliz ydesconsiderada hermana.

Asintió lentamente hasta que Firelala soltó. Una vez liberada, la princesaanduvo hasta el sillón donde le habíaestado esperando su hermana y se sentó.Agarró el bajo de la falda de su vestidoy comenzó a jugar con él, doblándolo y

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desdoblándolo, mientras respondía a laspreguntas que Firela le ibaformulando…

¿Qué había hecho su hermana cuandose fueron? ¿Había regresado Wilhelmalguna vez? ¿Había averiguado quiénhabía intentado asesinarla cuandohuyeron? ¿Había intentado buscarlas?¿Estaban familiarizadas con lasAsesinas del Humo? ¿Qué medidas deseguridad habían tomado para protegerel reino y el castillo? ¿Cuál era la rutinahabitual de la reina? ¿Sus aposentosseguían siendo los mismos que los quetenía cuando ellas vivían allí? ¿Se habíacasado? ¿Había tenido descendencia?

—Una niña pequeña —contestó

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Ofelia a esa pregunta, con voztemblorosa y mirada cansada. Habíanpasado varias horas desde que habíacomenzado el interrogatorio y no habíapodido pegar ojo ni un minuto.

—¿Una niña pequeña, dices? —Firela se acercó a su hermana,repentinamente interesada, y la obligó areaccionar. Aquello era importante.

Ofelia bostezó con energía y suhermana le atizó un bofetón, impaciente.

—¿Qué has dicho de una hija?—¡No me pegues! —gritó la otra. La

asesina le tapó la boca y aguardó por sialguien la había oído.

—Una más y…Ofelia negó con la cabeza, asustada.

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—Lo… lo siento… Una hija, sí, sí,eso he dicho. Se… se casó con Renardde Merond, ¿te acuerdas de él? Eraguapo, muy guapo. Y su pelo brillabacomo los rayos de sol. —Firela puso losojos en blanco, pero no quisointerrumpirla para que no perdiera elhilo—. En realidad estaba enamoradode mí, pero ya sabes lo que dicen: lareina siempre gana.

—Por ahora… —masculló.—Tuvieron una niña. Lysell. Ahora

tendrá trece o catorce años, si es quesigue viva, claro. Pero el padre se lallevó la misma mañana en que nació yno he vuelto a saber nada de ellos.

Firela la miró contrariada.

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—¿Nada? ¿Cómo que nada?—Eso mismo. Nuestra amada

hermana estaba tan preocupada por suseguridad que optó por vivir sola yamargada durante el resto de su vida acambio de la protección de su familia.

—Maldita sea… —Firela se puso enpie y bufó, enfurecida. Podían matar a lareina, ¿pero cómo iban a dar con aquellahija, si es que seguía viva?

—Pero no nos pongamos en lo peor.He rezado al Todopoderoso para quemuriese cada noche desde que nació.¡Por todos los demonios, la separaronde su madre el día en que dio a luz!¡Ningún niño puede sobrevivir a estemundo sin una madre! —O al menos eso

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se obligaba a creer a pies juntillas, fuerao no cierto.

Firela escuchaba a retazos lo quedecía su hermana. Tal vez tuviera razón.No podían ponerse en lo peor. Por elmomento seguirían con el plan. Hablaríacon Kalendra y le contaría lasnovedades. Seguramente, a ella se leocurriese un plan alternativo para salirdel atolladero.

—Entonces… ¿Vais a hacerlo?La asesina se dio la vuelta para

mirar a su hermana, la cual le observabacon ojos expectantes.

—¿El qué?Ofelia se incorporó hasta casi

pegarse a ella. Después, en voz baja, le

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dijo:—Asesinarla.—Esa es la idea —replicó Firela

con indiferencia.La princesa volvió a reclinarse y

soltó un suspiro.—Vaya… —fue lo único que

comentó.Firela no le hizo ningún caso.

Mientras su hermana se imaginaba unfuturo sin aguantar las quejas y lasórdenes de su hermana mayor, la asesinade humo había destapado un diminutobotecito repleto de veneno.

—Siento haberte impedido dormir—comentó como quien no quiere lacosa, dando unos pasos por la

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habitación.—No… no importa. —¡Nada

importaba si iban a terminar con supeor pesadilla!, pensó—. ¿Necesitassaber algo más? ¿Quién es su sastre? ¿Oquién prepara sus comidas? ¿Cómo loharéis? ¿Un corte en la garganta? No,demasiado sangriento. ¿La raptaréis?Demasiado escandaloso…

Y mientras Ofelia se imaginabadistintas muertes para Dalía, Firela dejócaer el contenido transparente en la copade cristal que reposaba sobre la mesitade noche. Sin molestarse en disimular,batió el contenido con un dedo hasta quelos espesos grumos del veneno sedisolvieron hasta desaparecer.

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—Me gustaría ayudaros —concluyóOfelia—. Sé que no soy rápida, pero soymuy lista y conozco los entresijos delpalacio a la perfección. De algo serviráhaber estado aquí encerrada durantetoda mi vida, ¿no?

Firela se rió con hastío y le tendió lacopa.

—Desde luego que necesitaremos tuayuda, hermana. Kendra me ha enviadopara que te lo dijese.

—¿De veras? —Los ojos de laprincesa se agrandaron en sus minutascuencas. Sin percatarse de nada, absortapor la buena noticia y la emoción delmomento, dio un par de sorbos a la copa—. ¿Qué queréis que haga?

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—Necesitamos que permanezcasatenta. —Con suavidad, le ayudó alevantarse del sofá y a avanzar hasta lacama. Firela la ayudó a tumbarse ydespués la cubrió con la sábana y lamanta—. Mañana volveré y tendrás quedarme un informe de todos losmovimientos que haya hecho Dalía,¿crees que podrás hacerlo?

Ofelia asintió obnubilada. Por unmomento la mujer se temió lo peor, perodespués supuso que el cansancio estabavenciéndola y se dejó llevar por elanhelo de descanso con totaltranquilidad.

No fue hasta que sintió que lagarganta se le estrechaba impidiéndole

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tomar aire, y que el cuerpo se leagarrotaba hasta el punto de no podermover ningún músculo cuandocomprendió que había sido envenenada.Pero de todas maneras, para entonces, asu corazón solo le quedaban dos latidos.

Firela cerró los ojos de su hermanay comprobó no haber dejado ningunapista que pudiera incriminarla antes delanzar de nuevo por la ventana la mismacuerda con la que había escalado hastaallí.

Echó un último vistazo a losaposentos de su difunta hermana, sonriópara sí y después se descolgó concuidado, imaginando las bromas queharían durante años los sirvientes

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recordando a la gorda princesa Ofeliaque había muerto una noche por devorarun puñado de nueces en mal estado.

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12Recuerdos olvidados

Adhárel y Wilhelm llevaban andandodesde el amanecer y no habían parado adescansar en las últimas cinco horas. Elpríncipe comenzaba a no sentir laspiernas y estaba seguro de que alguna delas ampollas de sus pies habíareventado. Por suerte, poco después dequedarse sin agua encontraron un arroyoen el que pudieron rellenar los pellejos.El calor seco, el cansancio y el absoluto

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desconcierto sobre adónde se dirigíanempezaba a hacer mella en sus energías.

—Si no paramos ahora, creo que medesmayaré —aseguró Adhárel, mientrasse apoyaba en el tronco de un árbol.

El hombre cuervo se detuvo a tomaraire. El sol se encontraba en su cenit yparecía burlarse de ellos desde lasalturas. Se encontraban rodeando lasMontañas Áridas. Las mismas en las quela noche anterior el dragón había cazadoplácidamente.

—Deberías haberme hecho caso yhaber montado en el dragón… —añadiótras beber un trago de agua.

Wilhelm sonrió cansado y se secó elsudor de la frente.

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—¿Y habernos perdido estamaravillosa caminata? ¡Ni hablar!

Adhárel hizo un ademán y puso losojos en blanco.

—Eres tan cabezota como Duna.—Pero seguro que no tan guapo.—No, eso no —respondió él,

amagando una sonrisa cansada. Cadavez sentía con mayor urgencia lanecesidad de volver a verla. Laspreguntas de siempre y los temores leacuciaban a cada instante que pasaba sinpoder abstraerse del dolor. Al menos,pensaba, cuando se convertía en dragónpodía dejar de sufrir por ella duranteunas horas.

En cualquier caso, cada mañana, al

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abrir los ojos, la urgencia de estrecharlaentre sus brazos, de oír su voz y depoder mirarla a los ojos se hacía máspalpable que el mero hecho de poderrespirar.

¿Y si no la encontraban? ¿Y sillegaban demasiado tarde? ¿O si estabanyendo por el camino equivocado? Lointentaba, se esforzaba en no pensar enello, pero las dudas regresaban una yotra vez como avispas clavando suaguijón con insistencia.

—Vamos, no podemos perder mástiempo —dijo Wilhelm, dándole unapalmada en el hombro.

Permanecieron el resto del día sinpronunciar palabra, cada uno sumido en

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sus pensamientos. Wilhelm iba delante,como siempre, apoyando el bastón yavanzando sin detenerse a observardónde se encontraban. Adhárel, por suparte, lo seguía con total apatía,pendiente únicamente de no tropezar conlas piedras del camino.

A media tarde, el adusto paisajedesprovisto de vegetación empezó acambiar, dando paso a altos robledalescon hojas verdes y amarillentas. A suespalda quedaba la falda oeste de lasMontañas Áridas, frente a ellos dabacomienzo un nuevo bosque que animó alpríncipe. No sabía su posición exacta,pero la suave brisa que corría entre lasramas y la sombra que proporcionaba la

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flora le hizo sonreír.—¿Dónde estamos? —preguntó,

acelerando el paso para ponerse a laaltura de su compañero.

—En… en el bosque de Ariastor —respondió Wil con voz temblorosa.

—¿Sucede algo?El hombre cuervo aguardó unos

instantes, como si estuviera rumiando larespuesta.

—No, nada. O bueno, sí… Es que nolo entiendo… —Se detuvo en seco ygiró mirando a su alrededor—. ¿Quéhacemos aquí?

El príncipe le miró desconcertado.—¿Cómo que qué hacemos aquí?

¿No lo sabes?

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Wilhelm se sentó en una rocacercana y se cubrió el rostro con lamano. Adhárel no pensaba dejarlo estar.

—Me dices que te siga. Me jurasque conoces el camino aunque no puedesdecirme cómo y me obligas a creerte apies juntillas. Lo hago todo sin rechistary ahora… ¿ahora nos hemos perdido?

—¡No nos hemos perdido! Ya te hedicho que sé donde estamos. Lo que noentiendo es el motivo por el que me hantraído de vuelta aquí.

—¿Traído? —Adhárel entrecerrólos ojos—. ¿Quién te ha traído,Wilhelm? ¿Y porque has dicho «devuelta»? ¿Habías estado aquí antes?

El cuervo enterró el rostro aún más

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entre las manos y negó repetidas veces.—¡Contesta! —le ordenó el

príncipe, agarrándolo de la capa yobligándole a levantar la mirada.

—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¿Deacuerdo? —Se deshizo del príncipe deun empellón—. Sí, he estado aquí antes,pero no entiendo por qué hemosregresado. No quiero… no quiero estaraquí. ¡Ha sido un maldito error habertedicho que podía guiarte! ¡Deberíahaberme quedado en el bosque! Malditasea…

—Demasiado tarde para echarseatrás. Dime qué hacemos aquí y por quéno me habías dicho que alguien guiabanuestros pasos.

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El hombre cuervo le miró aterrado yconfundido.

—No he dicho eso. No era eso loque quería decir. Es solo… es solo queno debería estar aquí. —Hizo ademán delevantarse pero Adhárel le empujó devuelta a la roca.

—Me dijiste que cada uno denuestros pasos estaba trazado en nuestrodestino y que no podíamos escapar deél, ¿ahora piensas lo contrario?

—No, no pienso lo contrario. —Wille miró a los ojos con determinación—.Pero no por ello voy a sentarmetranquilamente a ver cómo jueganconmigo.

—¡Pero tú dijiste…!

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—Ya sé lo que dije, y no retiro niuna sola palabra de aquel discursomelodramático que te di. Pero nuncapensé que tu viaje fuera a llevarnoshasta… hasta aquí.

Adhárel agachó la cabeza. Pasadosunos segundos, dijo:

—Espero que te vaya bien, Wil. —Ysin mirarle, dio media vuelta con laintención de seguir internándose enaquel bosque.

El hombre cuervo quiso replicaralgo, pero las palabras murieron en suslabios. El príncipe tampoco esperabaque llegase a pronunciarlas. Al cabo deunos minutos, se perdió entre el follaje.

Wilhelm se quedó sentado en aquella

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piedra durante varias horas, luchandocontra sus recuerdos e intentandodecidir qué camino tomar; si huir de sudestino o enfrentarse a él. Las voces ensu cabeza, los susurros que le habíanguiado hasta allí comenzaban aimpacientarse, ordenándole que siguieraal príncipe y que continuara a su lado,que no le dejara andar solo por aquelbosque, que fuera su guía. Pero Wilhelmno quería obedecer. No quería seguirhaciendo caso a las voces.

Ceder significaba regresar a lo queuna vez dejó atrás, volver a estarencadenado a sus deseos.

Pero ¿por qué le habían traído hastaallí? ¿Estaban siguiendo verdaderamente

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el rastro de la muchacha o sus anhelos ytemores habían terminado por doblegarsu voluntad?

Podía jurar que había salido delbosque del Pernonte con la únicaintención de ayudar a Adhárel yencontrar a la joven, ¿pero podía decirahora lo mismo? ¿A pocas leguas de suantiguo reino? ¿Tan cerca de casa?¿Cuánto de su empeño y cuánto del delas voces que lo guiaban le habíandirigido hasta allí?

Una lágrima de impotencia corriópor su mejilla y se enredó en su cortabarba. De pronto se dio cuenta de todoel tiempo que había pasado desde laúltima vez que había llorado. Tenía unos

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trece años y ya llevaba varios mesesviviendo en el bosque. Se alimentaba delo que cazaba y recogía de los árboles, ypasaba las noches casi a la intemperiebajo lo que más adelante sería el techode su cabaña.

El viento se colaba con fiereza entrelos árboles y la pequeña hoguera quehabía conseguido encender se estabaapagando. Apenas brillaban llamas y elhumo cada vez era más espeso, pero nohabía más ramas secas a su alrededorcon las que avivarlo.

Recordaba cómo se habíaacurrucado agarrándose las rodillasentre los brazos y había intentadotararear una melodía que su madre

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acostumbraba a cantarle cuando nopodía dormirse. Sin embargo, no fuecapaz de recordarla y aquello leentristeció. Le recordó que sus padreshabían muerto y que la mitad de sushermanas habían sido condenadas por suculpa. Que la única persona a la quehabía querido de verdad, Dalía, le habíaobligado a revelar su secreto,convirtiéndole en un monstruo deforme yterrorífico. Le recordó que estaba solo yque así continuaría durante el resto de suvida si no quería sufrir por culpa de lacodicia y la avidez humana hasta perderlo poco que le había dejado lamaldición. Hasta terminar convertido encuervo.

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Wilhelm lloraba como aquellanoche. Sus previsiones se habíancumplido: había permanecido solo yescondido durante cerca de veinte años.Viviendo como el animal que era aexpensas de lo que la Madre Naturalezaestuviera dispuesta a cederle y asuplicar cada día para encontrar algocon lo que llenar el estómago.

Había olvidado las veces que habíaintentado arrancarse el ala, las plumas,su parte animal, horrorizado por tenerque cargar con aquella mitad inhumanadurante el resto de su vida.

Con menos de diecisiete años sehabía acercado a la linde del bosquetanto como su vergüenza le permitió.

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Una aldeana le descubrió espiando entrelos árboles y no tardó ni un instante ensalir corriendo, espantada por suhorrenda figura. Aquella noche Wilhabía intentado prender fuego a lasplumas negras, deseando que ardiesencomo el mismo alquitrán que parecíapintarlas, pero sus plegarías cayeron ensaco roto. Llorando como un bebédesgarró parte de sus ropas y se cosió laprimera capa que llevaría durante lossiguientes años para ocultar sudeformidad a todos, empezando por élmismo.

Había días que se pasaba largashoras tramando su venganza contra aquelsentomentalista que le había robado su

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vida a cambio de la de otros. Imaginabacómo se plantaba frente a él y ledesgarraba la garganta sin ningún tipo deremordimiento hasta que el viejo, entreestertores, le devolvía la libertad. Peroaquellos pensamientos se disolvíancomo la sangre en el río cuando llegabaa los últimos árboles y contemplaba laenorme y árida explanada que leseparaba del reino más cercano, de lacivilización. El miedo a que alguien leobligase a desvelar su don, como habíahecho su hermana, o a que se riesen deél y le encerrasen por su abominableaspecto le retraían mientras creíaescuchar las risas de los árbolesburlándose de él: cobarde… cobarde…

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Con el paso de los años comenzó aasumir su aspecto y su sino. Habríapermanecido hasta el mismo día de sumuerte entre los árboles que le habíanvisto convertirse en un hombre de nohaber sido por la inesperada apariciónde aquel príncipe dragón. En unprincipio, Wilhelm lo recogió instadopor las voces que solo él oía más quepor la poca humanidad y misericordiaque pudieran quedar en su interior, perocuando Adhárel se transformó en dragóny el hombre cuervo entendió lo similaresque eran, no pudo sino doblegarse yayudarle.

Wil apretó los puños con furia. ¿Dequé había servido aquel viaje si a la

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primera ocasión le había dejado solo?Desde luego que no esperaba que susdestinos fueran a estar tan unidos. Que lamuchacha que Adhárel buscabaestuviera cerca del reino donde habíanacido y había recibido su maldición nopodía ser casualidad. Después de tantosaños había comprendido que lascasualidades no existían, por mucho quepareciese que sí.

En ese caso, ¿por qué estabatemblando?

Se acarició las plumas con la manobajo la capa, intentando calmarse. ¿Porqué no era capaz de levantarse y corrertras el príncipe para pedirle disculpas?La respuesta se repetía en su cabeza con

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cada latido del corazón: tenía miedo,miedo, miedo…

—¡Ya está bien! —se dijo,poniéndose en pie. Se deshizo de lacapa y la arrojó al suelo. Extendió laenorme ala negra y la batió con garbo,obligándose a mantener el equilibrio ysintiendo el aire y el polvo revolviendosu cabello. Tras desahogarse se sintiómucho mejor. Recogió la capa del suelo,se la volvió a colocar sobre el hombroderecho y después echó a correr trasAdhárel con el cayado en la mano.

La noche había caído sin que él sediera cuenta. Tal vez el sol destellase enel horizonte iluminando un poco a losviajeros perdidos, pero no allí, en mitad

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del bosque.Wilhelm no necesitaba una vela ni

tampoco una bombilla para saber dóndepisar y cuándo dar un pequeño salto. Lasvoces que lo guiaban eran sus ojos y susoídos y lo único que tenía que hacer eradejarse llevar y obedecer susindicaciones. Antes de que las dudasregresaran, dejó de pensar en ello y seobligó a mantener la mente en blanco.Sabía que el príncipe podía convertirseen dragón en cualquier momento y quesería peligroso no estar allí cuandosucediese. Al menos esperaba queAdhárel no fuera tan temerario comopara dejarse llevar por su instinto delibertad y permitir que la criatura se

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marchase volando en busca de lamuchacha… ¿O sí?

Wilhelm apretó el paso, sintiendo unnudo en el estómago. Si no encontraba alpríncipe antes de la transformación nopodría hablar con él, y lo que no estabadispuesto a hacer de ningún modo eraenfrentarse a una discusión con ungigantesco lagarto escupefuego. Pormucha buena suerte que lo acompañase,tenía serias dudas de poder sobrevivir aun ataque de dragón.

De un salto cruzó un pequeño río quediscurría entre los árboles y siguióavanzando sin detenerse. La oscuridadcada vez era más profunda, y aunque lasvoces le aseguraban que el príncipe ya

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se encontraba cerca y que no debíadetenerse, sus ojos le decían locontrario. De pronto vislumbró unasilueta moviéndose con torpeza entre losárboles, armando un escándalo no solo acausa de los golpes, sino también de susquejas y murmullos airados. Wil sonriópara sí y se llevó los dedos índice ypulgar a los labios. El silbido cortó lanoche y el hombre cuervo observó quela sombra se detenía a unos metros deallí, alerta.

—¡Pues sí que eres rápido cuandoquieres! —exclamó, sin detenerse.

Adhárel intentaba verle en laoscuridad sin demasiado éxito.

—¿Por qué has venido? —le

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preguntó.—Estaba preocupado porque te

pasara algo.—Sé cuidar de mí mismo, gracias.

—El príncipe hizo ademán de girarse,pero tropezó con una raíz y cayó alsuelo. Wil le tendió la mano y le ayudó alevantarse, no sin cierto recelo por partedel muchacho.

—No lo dudo, pero creo que serámejor que alguien se ocupe del dragóncuando te transformes.

El príncipe bufó, incrédulo.—¿Primero me dices que te vas,

luego te arrepientes y ahora quieres quete perdone y deje que me guíes otra vez?

—Sí —replicó sin alterar la voz un

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ápice. Después añadió—: Siento lo deantes. Supongo que me ha entrado miedode repente, pero quiero acompañarte. Deverdad.

—No es tan sencillo. ¿Cómo sé queno vas a volver a hacerme lo mismo?

—Míralo de este modo: ¿Hasperdido algo viniendo hasta aquíconmigo? —No le dejó responder—.No, no lo has hecho. Ni siquiera teníasun rastro que seguir. Te hubiera dado lomismo andar hacia el norte que hacia elsur. Yo te he ofrecido una ruta y tú la hastomado. Y, además, es la correcta.

—Perdona que lo ponga en duda.—Te perdono —replicó—, pero no

por eso deja de ser menos cierto. —Los

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dos guardaron silencio, analizando lasituación desde su punto de vista.

—Está bien… —terminó diciendo elpríncipe.

Wilhelm sonrió complacido.—Por suerte para los dos, apenas te

has desviado del camino correcto. Sinos damos prisa, en unos minutosllegaremos a la…

El grito de dolor le obligó ainterrumpir la frase. Adhárel se dobló enese momento por la cintura y cayó alsuelo como las otras veces.

—La… ropa… Agh —consiguióbalbucear. Wil no se hizo de rogar. Tanrápido como pudo, desvistió al príncipey se alejó de allí mientras la criatura iba

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tomando forma y destrozando cuantohabía a su alrededor.

El dragón bostezó y chocó lasmandíbulas entre sí un par de veces.Giró el cuello para desentumecerlo ydio una vuelta sobre sí mismo. Wil seapartó de la trayectoria de la larga colacuando esta le pasó por encima.

En ese momento, se oyeron no muylejos de allí el repicar de unascampanas. El dragón gruñó quedamentey después observó el bosque que tenía asu alrededor. Wilhelm se acercó a él,intimidado por su envergadura, y lepalmeó las grandes escamas plateadas.

—Voy a ir a investigar —le dijo.Tardaría muchas noches en hacerse del

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todo a la idea de que aquella criatura lepudiera entender de igual forma que elpríncipe—. Tú quédate aquí y no salgasdel bosque, ¿de acuerdo? —Wil soltó unbufido— Debo de estar perdiendo lacabeza.

El dragón rugió y después chasqueóla mandíbula.

—Lo tomaré por un: «de acuerdo,Wil, te haré caso en todo lo que me hasdicho a pesar de que podría aplastarte lacabeza con una pata». Nos vemos luego,príncipe.

Cada uno tomó un camino diferente.Mientras el dragón se perdía de vista,arrancando de raíz árboles y rocas,Wilhelm siguió el sonido de las

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campanas hasta que el bosque dejó deser tan denso y pudo contemplar el reinode Salmat. Allí aguardó más tiempo delque le hubiera gustado preguntándose siharía bien acercándose a mirar. Soloquería recordar viejos tiempos,comprobar que todo seguía como lohabía dejado, asegurarse de que suhermana seguía allí y, sin embargo,… y,sin embargo, no se atrevía a bajar lacolina e internarse en las calles deSalmat.

Las voces estaban en silenciodespués de tanto tiempo sin dejar deparlotear y cuchichear. Durante lassiguientes horas que Wilhelm esperóreclinado sobre el tronco de aquel roble

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no dijeron ni una palabra, como si leestuvieran dando la oportunidad,después de tantos años, de tomar unadecisión por su cuenta.

Cuando finalmente se decidió aseguir el impulso de visitar el palacio,habían pasado más de cinco horas ysentía el cuerpo helado bajo la capa.

Bajó a paso lento la colina que leseparaba de la muralla del reinopreguntándose por dónde debía cruzar.Cuando era pequeño, escapar de Salmatsin que los guardias le viesen era una desus distracciones favoritas, sobre todoen los días de más calor, en los quellegar al río era el premio ideal.

Las voces despertaron en ese

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instante y le sugirieron dos caminos: elprimero, el portón principal, en el cual,al parecer, se había quedado dormido elguardián; y el segundo, una zona de lapared en la que varias piedras malcolocadas le permitirían escalar sindificultad. Escogió este último por ser elque menos riesgos suponía y por intentaralargar tanto como le fuera posible elmomento.

Agarrándose con los dedos de lamano izquierda e impulsándose con elala, fue escalando la pared hastaencaramarse a ella. Ante él se extendíael reino de Salmat tal como lorecordaba. Las mismas calles, lasmismas plazas, quizás sí hubieran

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pintado o tirado alguna casa, pero nadademasiado llamativo. Todo estabaprácticamente igual que veinte añosatrás.

Tal y como hizo la noche en la quehuyó de allí, Wil dio un salto endirección al tejado más cercano y abrióel ala en el último instante paraamortiguar la caída y aterrizarsuavemente sobre las hoscas tejas.Corrió sigiloso sobre el tejado casiplano y volvió a repetir el salto paraalcanzar el siguiente. Así, agazapado enla noche y maniobrando en el aire conagilidad, el hombre cuervo cruzó ladistancia que separaba la muralla delcastillo.

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Cuando llegó a la última casa, sedejó caer hasta el suelo como pudo ysiguió a pie, corriendo entre los árbolesque guarnecían el camino que llevaba asu antiguo hogar.

Rodeó el profundo foso quebordeaba el castillo hasta situarse enuno de los laterales. En las almenas, losvigilantes observaban distraídos elhorizonte sin percatarse de la sombraque buscaba el modo de colarse en elinterior. El fuego de varias antorchasbailaba al son de la brisa nocturnadibujando fantasmas en las paredes y elsuelo. Wilhelm sonrió entristecidorecordando el tiempo en que Salmat sealumbraba con bombillas de

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electricidad. Todavía recordaba el díaen que su padre entró en sus aposentos yle cambió la bola de cristal quealumbraba sus lecturas nocturnas poruna pequeña vela. Una semana mástarde, la última chispa de electricidad seperdió para no volver.

Miró hacia lo alto en busca de algúnresquicio por el que colarse. Fueentonces cuando descubrió que laventana del segundo piso se encontrabaabierta. Si no recodaba mal, aquellahabía sido la habitación de su hermanaOfelia. ¿Seguiría viviendo con la reina?

Sacó un guante de piel del bolsillodel pantalón y se lo puso en la manoizquierda con ayuda de los dientes. Dio

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un ágil salto, impulsándose con el ala yse agarró al alfeizar de la ventana delprimer piso. A continuación, haciendoun esfuerzo sobrehumano, consiguióponerse en pie sobre él. Estiró el brazohasta dar con una grieta bastantepronunciada a un metro por encima de sucabeza. El ventanal abierto seencontraba todavía demasiado lejos, porlo que se obligó a encontrar otro asideroimprovisado. Cuando creyó dar con uno,preocupado porque se tratara enrealidad de un engaño de luces ysombras, dio un salto, se agarró a lagrieta que había sobre su cabeza y batióel ala. Sin perder un instante, volvió aimpulsarse con el pie y repitió el

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proceso, desesperado por no perder lapoca estabilidad con la que contaba.

Se encontraba agarrado a la segundagrieta con la yema de sus dedos. Elsudor le corría por la frente. Sabía quela piedra no aguantaría su peso pormucho tiempo. Haciendo un últimoesfuerzo, volvió a impulsarse, agitó elala desesperado y se aferró al alfeizarde la ventana abierta. A punto estuvo dedesmayarse cuando logró sentarse en lapiedra a descansar con los piescolgando.

La habitación se encontraba casi aoscuras, apenas iluminada por el escasoresplandor proveniente del exterior. Conpaso lento, intentando no hacer ningún

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ruido, se paseó por los aposentosrecordando cómo, de pequeño, seescondía bajo aquella cama con doselcuando jugaba con sus hermanas alescondite. O cómo había roto el anteriorespejo probando su primer tirachinas.Mientras la memoria le asediaba conimágenes de tiempos felices, el hombrecuervo fue rozando con los dedosenguantados la cómoda, las puertas delarmario, el espejo, la colcha de lacama…

—¡Qué demonios…! —Wil se pegóa la pared de un salto. Allí habíaalguien. Entre las sábanas, una mujerdormía de forma tan profunda que nohabía percibido ni su respiración.

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¿Ofelia? ¿Sería su hermana? De pronto,Wilhelm comprendió que todo estabademasiado silencioso.

Con cuidado, se aproximó a lacabecera y aguardó unos instantes. No lecupo ninguna duda de que era suhermana; con la cabeza en la almohada,miraba el techo. A pesar de todo lo queparecía haber engordado, y de los másde quince años transcurridos, Wil seguíaviendo en ella la niña que una vez fue.Sin embargo, su rostro, lejos de reflejarla paz del durmiente, se encontrabaconstreñido en un rictus de dolor inclusocon los ojos cerrados.

Estaba muerta.El hombre cuervo se apartó de allí

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horrorizado. Quiso apoyarse en lamesilla de noche, pero tropezó y cayó alsuelo, llevándose consigo el pequeñomueble de madera y derramando todo loque había sobre él.

Con el corazón en un puño se pusoen pie de nuevo y corrió hasta laventana. De pronto oyó un ruido.Demasiado tarde. Miró hacia el exteriory descubrió que pronto amanecería.

El ruido se repitió. Alguien seacercaba por el pasillo. Buscó por todoslados, desesperado por encontrar unescondite. Si alguien le veía allí, juntoal cadáver de Ofelia y vestido como unmendigo, lo encerrarían en prisión sindejarle tan siquiera que se explicase.

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Las voces en su cabeza se acrecentaroncuando tuvo aquel pensamiento.¿Querían que se quedase? ¿Por qué?

El picaporte comenzó a girar en esemomento.

No, no podía dejar que lo vieran. Noasí, de ese modo. Tenía que escapar deallí antes de que…

La puerta se abrió y por ella entróuna criada que portaba una velaencendida. La luz de esta iluminó eldespojo humano que parecía Wilhelm yla mueca de terror de la mujer antes degritar.

El hombre cuervo no se lo pensó dosveces y saltó por la ventana abierta.Maniobró en el aire con el ala negra

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como pudo mientras caía dibujandoespirales. El golpe fue mucho más durode lo que esperaba, pero no lo suficientecomo para matarle. A duras penas logróponerse en pie mientras los soldados enlo alto del castillo daban la alarma ydecenas de antorchas se encendían pordoquier. El puente levadizo comenzó adescender en ese momento. Wilhelmsalió corriendo de allí, cojeando yagarrándose el ala lastimada. Sentía unhilo de sangre resbalándole por lafrente. La rodilla le pinchaba cada vezque apoyaba el peso en la piernaderecha. Tenía que alcanzar el bosquefuera como fuese.

Las voces, que desde que había

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abandonado el castillo habíanpermanecido en silencio, volvieron acacarear indecisas: unas rogándole quese detuviera, otras indicándole elcamino correcto para escapar de allí.Wilhelm desoyó los consejos de lasprimeras y echó a correr hacia el portónde la muralla.

Atravesó la ciudad escondiéndosede varias patrullas de guardias ypermaneciendo siempre bajo la sombrade las casas. Cuando vislumbró la salidaa lo lejos, su corazón dio un respingo.Nadie vigilaba el portón.

Obligándose a no pensar en lasheridas ni en el dolor que le producían,Wilhelm deshizo el último tramo que le

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quedaba hasta la puerta sin detenerse amirar si lo seguían. La capa le golpeabaen los talones y algunas plumas flotarontras él como pétalos de rosa marchitos.

Cuando llegó a las altas puertas, tiróde la manivela que había a un lado.Gruñó por el esfuerzo y gimió por eldolor que sentía en el hombro.

—¡Eh, tú! —Wilhelm se giró,sorprendido, y vio a dos soldados quecorrían en su dirección.

Dejó caer todo su peso sobre lamanivela hasta que la ranura entre lasdos hojas del portón fue lo bastanteancha como para colarse entre ellas.Después se lanzó hacia la libertad.

Los dos soldados se lanzaron sobre

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él cuando la mitad de su cuerpo seencontraba ya en el exterior. Uno deellos le agarró la capa y tiró de ella.Wilhelm se deshizo de él, propinándoleuna patada en el estómago. Pero sucompañero le tomó el relevo y tiró de lacapa con intención de retenerle enSalmat. Justo entonces, el trozo de telase desanudó y el ala magullada quedólibre. Sin demasiado control sobre ella,Wil le atizó con las plumas negras en lacara.

—¡Demonios! —exclamó el guardia,trastabillando hacia atrás con la capa enla mano.

Wilhelm se alejó de allí veloz,acunándose el ala con el brazo para que

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no fuera dando bandazos mientrascorría. Seguro que ningún soldado leseguiría después de oír la versión deaquellos dos guardias.

Una vez en el bosque, el hombrecuervo comenzó a prestar atención acualquier ruido que le pudiera indicar laposición del dragón. No había dado nitres pasos cuando el suelo comenzó atemblar y la criatura apareció entre losárboles rugiendo con fuerza yescupiendo humo por sus orificiosnasales.

Wil sintió miedo por primera vez alcontemplar al monstruo que era Adhárel.El dragón estaba encolerizado y sumirada irradiaba fuego.

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La criatura lo esquivó sin dedicarleni un instante y volvió a rugir conenergía. Wil se llevó la mano y lasplumas a la cabeza para protegerse losoídos. El rugido se detuvo unossegundos después, remplazado por ungemido de dolor que poco a poco se fueconvirtiendo en un aullido humano.Cuando Wil volvió a mirar, Adhárel seencontraba en su forma humana, tiradoen el suelo y con lágrimas rodando porsus mejillas; algo que jamás le habíaocurrido.

—¡Adhárel! ¡Adhárel! —Cojeando,se acercó hasta el príncipe y le ayudó alevantarse— ¿Qué ha sucedido? ¿Quéhas visto?

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Él le miró sin comprender, aturdido.¿Por qué estaba llorando?

—¿A… a qué te refieres?—El dragón… estaba

descontrolado.—¿El… dragón? ¿He hecho algo

malo?—¿No recuerdas nada? Has debido

de oír o ver algo. Cuando he vuelto,estabas a punto de echar a volar.

El príncipe le miró extrañado.—¿Cuando has vuelto de dónde?

¿Qué has estado haciendo?—He ido a visitar a una vieja amiga

—respondió él, escueto. Después sequedó pensativo—. No debería habertedejado solo…

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—No digas tonterías, Wil. —Adhárel se puso de pie—. Esto solopuede significar una cosa: que estamosmuy cerca. Lo suficiente como para queel dragón haya percibido a Duna. Si almenos contáramos con algo de poderpara investigar este reino…

Los ojos de Wil brillaron de repente.No necesitó que las voces le susurraranqué paso dar a continuación para saberlo que tenían que hacer.

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13Asesinas y princesas

—¡Deja de gritar! —le ordenóKalendra, tirándola al suelo de unbofetón junto a la silla a la que estabaatada.

Duna se detuvo con lágrimas en losojos para tomar aire, momento que laasesina aprovechó para volver acolocarle el pañuelo entre los labios.

—Estúpida niña. ¡Estúpida niña! —exclamó Kalendra, enfurecida— ¿Cómo

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te has atrevido?Le dio una patada en el estómago y

se quedó observando cómo la joven seretorcía de dolor.

—¿Es así como quieres que te trate?¿Eh? En el fondo es culpa mía porconfiar en tu palabra. «No gritaré, loprometo, no gritaré…» —la imitó.Después la agarró por los hombros yvolvió a levantarla junto a la silla—.Zorra.

Duna tragó saliva y cerró los ojos,esperando un nuevo bofetón, pero lapuerta de la habitación se abrió en esemomento.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Firela, echando el cerrojo y

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volviéndose hacia su hermana.—Nada. Ya está solucionado.—¿Solucionado, dices? ¡El grito se

ha oído en todo el reino! ¿En quéestabas pensando? ¿Por qué le hasquitado la mordaza?

Duna dibujó una sonrisa en suslabios, imperceptible por el pañuelo.

—Se ha despertado y tenía sed. Meprometió que no…

—Te prometió que no gritaría —leinterrumpió—. ¿Y tú la creíste?

—Fira, te estás pasando —leadvirtió Kalendra, dando un paso haciadelante.

Su hermana se llevó las manos a lacabeza.

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—¿Que yo me estoy pasando? ¿Yo?¿Te recuerdo dónde he estado mientrastú descansabas tranquilamente?

—No, no es necesario.—Pues lo voy a hacer de todas

formas. —Firela agarró a su hermanadel brazo y la sacó de la habitación.Cerró la puerta y bajaron hasta el pisoinferior para que Duna no las oyese.

—¡He estado asesinando a nuestrahermana! —le dijo una vez allí—. ¿Teacuerdas de ella? ¿De la gorda deOfelia? Pues ahora está muerta. ¿Ysabes qué? Tenemos más problemas delos que habíamos imaginado. La reinatuvo una hija.

—¿Una hija? —preguntó ella,

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intentando parecer despreocupada—¿Qué edad tiene?

Firela se encogió de hombros y sepaseó por el descuidado salón.

—¿Trece años? ¿Catorce? Ofeliaestaba tan nerviosa que no pudoconfirmármelo. Pero estaba convencidadwe que murió siendo todavía un bebé.

Kalendra respiró hondo y resistiólas ganas de abofetearla.

—Explícate mejor, Fira. Esto esimportante.

La mujer procedió entonces acontarle lo poco que su hermana Ofeliahabía sabido sobre la princesa llamadaLysell y su temprana desaparición.

—Tenemos que regresar y terminar

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el trabajo —decidió Firela—. No nosconviene demorarnos más —añadió,echando un vistazo hacia las escaleras—. Deberíamos haber dicho que no alencargo desde un principio —añadió.

—Ya no podemos hacer nada másque terminarlo, Fira. ¿Cuántas vecestengo que repetírtelo?

Ninguna, pensó para sí. Pero detodas formas seguía necesitando oírselodecir a otra persona que no fuera a ellamisma. Si hubieran dejado los encargosal menos un año atrás ahora no tendríantantas preocupaciones ni a una mocosaque entregar en la otra punta delContinente.

Habían pasado diecisiete años desde

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que huyeron del palacio. Diecisiete añoscon la esperanza de poder regresarcuando sus hermanas hubieran muerto yhacerse con el ansiado trono de Salmat.Y ahora que por fin estaban a punto delograrlo, el miedo y la vergüenza de losaños pasados se les venía encima comouna avalancha.

¿Quién confiaría en ellas comoreinas cuando sus manos estabanmanchadas con la sangre de tantaspersonas? Tal vez fuera mejor olvidarsede ello y seguir con la vida que habíanllevado hasta entonces. La única queconocían, la única que parecíaaceptarlas.

Pero sabía que Kalendra no lo

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permitiría. Reinar sobre Salmat habíasido su sueño desde que eran niñas.Todavía recordaba cómo se divertíanimaginando muertes para sus hermanasmayores, o cómo habían tramado el planperfecto para terminar con Dalía sin quenadie se diera cuenta. Además, ¿quéimportaba que alguien confiase en ellaso no cuando se presentasen como lasúnicas herederas al trono? ¡Todo elmundo tendría que postrarse a sus pies!

Pero también recordaba cómohabían tenido que huir de su propiohogar cuando su hermano resultó poseeraquel extraño y peligroso don.

Ahora él ya no está, le diría suhermana si le plantease sus dudas.

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Ahora Dalía está indefensa ydesprotegida. Es nuestra oportunidadpara hacernos con el trono y nopodemos desaprovecharla.

Entonces, ¿por qué habían aceptadoaquel último encargo? ¿Qué supondríauna bolsa de monedas de oro más omenos cuando ellas controlasen Salmat,cuando la gente tuviera que arrodillarseante ellas no por miedo, sino por suposición?

No era por el dinero, le habíaexplicado Kalendra. Era por lo que elloimplicaba. Un último encargo para lasAsesinas del Humo. El más grande antesde dejar esa vida y emprender unanueva. Matar a un príncipe y secuestrar

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a su damisela. ¿No resultaba poético?Firela lo tenía claro; no, no resultaba

poético. Había sido toda una temeridad.Por suerte, el plan no había salido maldel todo y ahora el príncipe seencontraba criando malvas sin ningunapista que pudiera conducirle a ellas y lamuchacha a punto de desaparecer de susvidas para siempre. Desde luego, nopodía quejarse. Y, sin embargo,…

—Creo que deberíamos adelantarlotodo.

—¿Cómo dices?—Ya me has oído: acabar con Dalía

hoy mismo.Kalendra se dio media vuelta para

mirarla.

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—¿Te has vuelto loca? No hemospreparado nada. ¿Recuerdas lo quetardamos en organizar el asesinato deOfelia? ¡Y era Ofelia! No, Fira, nosatendremos al plan inicial. No podemosarriesgarnos.

Firela chasqueó la lengua y negó conla cabeza.

—No lo entiendes, Kendra. Noquieres entenderlo. No podemos esperarmás tiempo. Huir ahora, viajar hasta laposada y regresar a Salmat sería unaestupidez. Ahora el castillo estádesprotegido, todos estarán ocupadosvelando la muerte de su princesa, habráun funeral, se abrirán las puertas delpalacio a los salmatinos. Nadie reparará

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en nosotras y cuando lo hagan serádemasiado tarde. En cuanto hayamosacabado con ella nosotras seremos lasreinas. —Su cerebro trabajaba a todavelocidad. Intentó calmarse paraexponer el plan a su hermana—: Laasesinaremos sin que nadie sepa quehemos sido nosotras, nos marcharemosde aquí durante un tiempo mientras elrumor se extiende. Aprovecharemospara dejar resueltos nuestros asuntospendientes con Drólserof y, para cuandovolvamos, nadie podrá relacionarnoscon el crimen.

Kalendra aguardó unos instantes,analizando todos los flecos.

—¿Y qué haremos con la niña? ¿Te

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has parado a pensar en ello?—Por ahora solo nos queda rezar

porque esté tan muerta como Ofelia yque, en caso de no ser así, no se leocurra regresar.

De nuevo reinó el silencio. Kalendrasopesó las posibilidades. Finalmente sellevó los dedos a la barbilla y al cabode unos segundos dijo:

—Tal vez no sea ninguna tontería loque dices. Podríamos… podríamosacabar con Dalía de un golpe hoymismo, huir mientras reine el caos paraentregar a la chica y después regresarcomo las soberanas perdidas. —Kalendra dio una palmada, emocionadaante la nueva perspectiva—. Salmat

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entero nos vitoreará. —Se echó el pelohacia atrás y añadió—: Si de verdadvamos a hacerlo, hoy mismo tendremosque organizarnos.

—¿Y qué haremos con la muchacha?—preguntó Firela.

—La encerraremos aquí hasta quevolvamos. Así aprenderá a controlar lalengua.

Regresaron a la habitación dondetenían escondida a Duna y recogieronalgunas cosas que necesitarían.

—Vamos a salir a dar un paseo —leinformó Kalendra sin tan siquieramirarla—. Pórtate bien y no hagas ruido.No queremos que los vecinos seenfaden.

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Duna gruñó con el pañuelo en laboca.

—Sí, nosotras también te echaremosde menos… —replicó distraída laasesina—. ¿Estás lista? —preguntó,volviéndose hacia su hermana.

Firela guardó una última arma en subolsa y asintió.

—Vámonos.—¡No nos esperes levantada! —

canturreó Kalendra antes de lanzarle unbeso a su prisionera y cerrar la puerta—¡En marcha!

—En marcha… —repitió Firelapara sí.

Dentro de poco dejarían de ser lasAsesinas del Humo, se dijo. Pronto el

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mundo entero tendría que dirigirse aellas como sus majestades.

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14Sangre real

Las campanas volvieron a repicarcuando entraron en el reino. Wilrecordaba haber escuchado aquellatonada tras la muerte de sus padres. Latradición decía que, para que las almasencontrasen el camino lejos del mundoterrenal, debían sonar tres veces duranteel primer día de luto, dos durante elsegundo y una durante el tercero. Erauna melodía triste para quienes sabían lo

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que significaba.Adhárel le miró preocupado.—¿Seguro que te encuentras bien?

—Wilhelm no había querido explicarlelo que había sucedido durante suescapada de la noche anterior, pero esono quitaba que el príncipe pudiera pasarpor alto el gesto sombrío del rostro desu amigo. Sin duda alguna, la muerte deaquella princesa tenía que estarrelacionada con él, ¿pero cómo?

—Perfectamente —replicó elhombre cuervo sin apartar la mirada delhorizonte—. ¿Cuántas veces más vas apreguntármelo?

El príncipe no quiso responder.Negó quedamente y continuó avanzando

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por las calles de Salmat en dirección alpalacio.

Aquel reino era muy diferente a losque había conocido hasta entonces. Lascasas eran mucho más altas que las deBereth, pero menos que las de Belmont.Estaban todas pegadas unas a otras,desordenadas a lo largo de calleslaberínticas. Las fachadas estabanpintadas con colores claros, cremas,blancos y amarillos, mientras que lasventanas contaban con contrafuertes deuna madera oscura que resaltaban comoojos en las paredes. Apenas habíabalcones, ya que las calles adoquinadaseran considerablemente estrechas.

La mayoría de los habitantes salía en

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esos momentos de sus casas con trajesde luto. Las mujeres con largos vestidosnegros y velos que les cubrían el rostroy, los niños y hombres, con sombrerosentre las manos. Nadie hablaba, nadiereía. Se trataba de una marcha fúnebre ala que Wilhelm y Adhárel se sumaron yque desembocaba en las puertas delpalacio.

El príncipe no había esperadoaquello. ¿Cómo iban a encontrar allí aDuna? ¿Estarían las asesinas entre elgentío? ¿Sería capaz de reconocerlas silas viera?

—Adhárel, por aquí —le indicó elhombre cuervo saliéndose de la fila.

—¿No deberíamos esperar a que

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llegase nuestro turno? Tal vez lo mejorsea que nos marchemos y lo intentemosmás tarde.

—No —replicó Wilhelm, echando aandar por el patio interior del palacio.Los murmullos de indignación y enfadode los salmatinos se sucedieron mientrasavanzaban.

—Creo que no deberíamos colarnos,Wil…

Pero el hombre cuervo no loescuchaba. Siguió adelante sinmolestarse en pedir disculpas hastaplantarse frente al guardia apostado alas puertas del castillo.

—La cola comienza allí detrás —leindicó el hombre sin dignarse a mirarle.

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—Lo sabemos, pero necesitamos vera la reina urgentemente.

—¿Habéis pedido audiencia?—No, pero es urgente —insistió Wil

sin intimidarse ante la brillantearmadura y la afilada lanza.

—Tendréis que hacer la cola detodos modos.

—Wil… —Adhárel lo cogió delbrazo para llevárselo de allí, pero enese instante el hombre cuervo se deshizodel príncipe y arremetió contra elguardia que, distraído como estaba,empezó a tambalearse dentro de lapesada armadura hasta caer al suelo.

—¡Guardias! ¡Intruso! —gritó en esemomento.

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—¡Wil! —le recriminó Adhárel,intentando detenerle— ¿En qué diablosestás pensando? ¡Vas a conseguir quenos encierren!

—Vamos.Ante el asombro de todo Salmat, que

gritaba e insultaba a aquellos intrusosque habían penetrado en el palacio enpleno luto, Wil se escurrió por elvestíbulo principal seguido de Adhárel.

—¡Dalía! ¡Dalía! —gritaba a plenopulmón— ¡Tenemos que hablar!

Las personas que aguardaban a quellegara su turno para poder entrar en lasala donde se encontraba el féretro sealejaban de él, asustadas y ofendidas.Pero Wil continuaba gritando sin

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importarle nada ni nadie.—¡Dalía! ¡Sal, por favor! ¡Dalí…

ufff!Un enorme soldado lo placó en ese

instante por un costado, derribándolosobre el frío mármol.

—¡Quieto! —le ordenó el gigantescosoldado, colocándole las manos a laespalda.

—¡Dalía!¡Pam!Con un golpe seco de su guante de

hierro contra la mandíbula del hombrecuervo cesaron los gritos.

—¡Cállate! —le ordenó una vezmás, como si no hubiera quedado losuficientemente claro.

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Mientras tanto, otros dos guardiashabían sujetado a Adhárel por laespalda, inmovilizándolo.

—Dejadnos marchar, os losuplicamos. Mi amigo no pretendía…

—¡Silencio he dicho! —El soldadoque parecía estar al mando se puso enpie, con Wilhelm sujeto por el cuello. Ellabio del hombre cuervo sangraba por lacomisura derecha. Adhárel temió que lehubieran roto algún hueso—. Vosotros,llevad a ese a los calabozos, yo meencargaré de este.

—¡Si, señor! —dijeron los guardiasa coro. Pero justo cuando iban a darmedia vuelta con Adhárel entre losbrazos, una voz cortó el tenso silencio

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reinante.—¡Un momento!El príncipe se giró para ver a una

hermosa mujer de edad aproximada a lade su madre, pero mejor conservada. Ibavestida con un largo vestido negro cuyacola se arrastraba por el suelo como side cenizas se tratase. Sobre su cabeza,la brillante corona de oro relucíaincluso en las sombras del pasillo.

La mujer avanzó cosn paso segurohasta ellos al tiempo que losarrodillamientos se sucedían y laspalabras de duelo la rodeaban.

—¿Qué está pasando? ¿Quién haosado profanar de este modo el funeralde mi hermana?

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—Ma… majestad —comenzó elguardia, arrepentido de pronto por haberarmado tanto escándalo—. Se habíancolado, majestad —dijo señalando alpríncipe y a Wil—. Este loco queríareunirse con vos, pero ya nos lollevamos a los calabozos, majestad. Nodeseamos importunaros más. Disculpad.

El guardia fue a girarse, pero lareina le detuvo una vez más. Después sevolvió hacia Wilhelm.

—Decidme quién sois y por quéhabéis venido si no queréis que osmande ahorcar inmediatamente.

Adhárel se preguntó si debía revelaren ese momento su título para salir delatolladero, pero en ese instante, Wilhelm

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levantó el rostro y con voz pastosa dijo:—Soy yo, hermana.Los ojos cargados y enrojecidos de

la reina se abrieron de pronto en señalde reconocimiento mientras se llevabauna mano a la boca. La estupefacción delos allí reunidos no fue nada comparadacon la de Adhárel. ¿Wilhelm, unpríncipe?

—No puede ser… —murmuróDalía, sobrecogida.

—Soy Wilhelm, hermana —repitióel hombre cuervo. Y entonces hizo algoque Adhárel nunca hubiera imaginado:frente a todos los presentes, sinpreocuparse por su reacción, sedesenganchó la capa y dejó el ala a la

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vista.—¡Santo Todopoderoso! —exclamó

el soldado, alejándose de él como situviera una enfermedad.

Los salmatinos le miraronhorrorizados y soltaron gritos de terrorcuando vieron las plumas negras.Algunos incluso salieron huyendo delvestíbulo. La reina, sin embargo, sequedó allí quieta observando obnubiladaa su hermano perdido. Y, de repente,empezó a reír y a llorar al mismotiempo.

—Eres… eres tú… —tartamudeó,incrédula.

Los guardias que sujetaban aAdhárel dieron un paso hacia atrás,

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consternados. El príncipe aprovechópara colocarse junto al hombre cuervo.

—Majestad —dijo haciendo unareverencia—. Soy el príncipe Adhárel,del reino de Bereth.

Dalía lo miró de arriba abajo,extrañada por las vestimentas quellevaba. Después volvió los ojos haciaWilhelm.

—Dice la verdad. Ha venidoconmigo hasta aquí.

La reina volvió a fijarse en elpríncipe antes de asentir. Se secó laslágrimas con el dorso de la mano yaguardó unos instantes hasta recuperarde nuevo la compostura.

—Bien, bien… —dijo—. No nos

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quedemos aquí. Sigamos esta inesperadareunión en un lugar más privado. Habráque mirarte ese labio…

—Majestad —llamó el guardia queesperaba junto a la puerta.

—¿Sí, qué sucede?—El funeral…—Que siga adelante, capitán —

respondió Dalía, dándose la vuelta yagarrando a su hermano del brazo—.Enseguida regreso.

—Como deseéis, Majestad.Adhárel les siguió a cierta distancia

por el ancho pasillo alfombradomientras admiraba los cuadros y lasesculturas expuestos. La reina apoyabasu cabeza sobre el hombro de Wilhelm

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sin decir una palabra. Unos metros másadelante, se detuvo y se quitó el colgantedel que colgaba una llave dorada. Lametió en la cerradura con manotemblorosa y la giró.

La habitación a la que entraronparecía una sala de juegos para niños.Había muñecas de trapo desperdigadaspor las estanterías y figuritas de maderacon formas de animales colocadas sobreuna mesa en el centro. En el rincón másalejado, un butacón aterciopelado yvarios cojines tirados por el suelo frentea una chimenea apagada remataban elmobiliario.

—Dalía… —masculló Wilhelmdesde la puerta—, ¡está igual!

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—No he querido cambiar nada —comentó ella, cediéndoles el paso yquedándose apoyada en el dintel.

Wilhelm se paseó por la habitacióncogiendo las figuras de madera yestudiándolas con detenimiento y brilloen sus ojos.

—Esperadme aquí —dijo la reina—. Voy a por algo para curarte laherida. Después hablaremos.

Cuando la reina los dejó solos,Adhárel se acercó a Wil y lo agarró delhombro.

—¡¿Eras un príncipe y no me hasdicho nada?! —le recriminó, siseandopara no llamar la atención.

—No pude —replicó, sin dejar de

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observar con cuidado la talla de uncaballito.

—¿Cómo que no pudiste? ¿Por quéno me dijiste que conocías Salmat? ¡Queeras su príncipe, por el Todopoderoso!

—¿Sabes que yo jugaba con estecaballito de pequeño?

—¿Qué?—Era mi favorito. —De un tirón, se

soltó de Adhárel y siguió dando vueltas—. Está todo aquí, ¡todo!

Adhárel pensó que parecía un loco,con aquella mirada nublada por losrecuerdos y el labio sangrando. Tal vezlo fuera.

—No me estás haciendo ningúncaso, Wil. ¿Crees que estoy de broma?

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—En dos zancadas se puso frente a él—Dime la verdad de una vez por todas.¿Hemos venido aquí en busca de Duna oen busca de tu familia?

—Adhárel…—¡Dímelo, maldita sea! —gritó,

incapaz de controlarse por más tiempo.—¿Qué está ocurriendo? —La reina

aguardaba junto a la puerta con unapequeña palangana de agua y variostrapos blancos.

Wil miró con reproche a Adhárel ydespués dijo:

—Nada, hermana, nada. No tepreocupes.

Dalía le dedicó una mirada dedesconfianza y después se acercó al

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butacón, donde se sentó.—¿No podías haber pedido

audiencia en lugar de armar tantoescándalo?

El hombre soltó una carcajada,aunque el dolor en el labio le obligó adetenerse.

—Sabes que no me gusta esperar —dijo.

—Acércate, voy a limpiarte esasheridas.

—Ya no soy ningún niño. Puedocurarme solo.

—Bah, bah, bah, déjate debravuconadas y haz lo que te digo.

El hombre cuervo puso los ojos enblanco y se arrodilló junto a su hermana

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que, tras mojar en agua uno de lospaños, se lo pasó por el labio.

—Deberían mirártelo. Puede quehaya que coserlo.

—Mo higas honheias —balbucióWil.

Durante la cura, Adhárel se mantuvocon los brazos cruzados mirando por laventana que daba a un hermoso jardín.¿Por qué le había mentido Wilhelm?¿Había sido todo una treta para no viajarsolo desde el bosque hasta Salmat?¿Tanto miedo le tenía al mundo exterior?¿Era entonces mentira todo aquello deque iban por el buen camino? Y si eraasí, ¿cómo había percibido el dragón aDuna?

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En ese momento Adhárel creyó teneruna revelación: ¿Y si Wilhelm le habíaestado engañando desde aquella mismamañana? ¿Y si el dragón no hubierahecho nada fuera de lo corriente yhubiera sido otra nueva excusa paraengatusarle?

El príncipe no pudo soportarlo más.—Me voy, Wilhelm —anunció,

dándose media vuelta.—¡Adhárel, espera! —El hombre

cuervo se puso en pie y corrió paradetenerlo antes de que alcanzara lapuerta.

—¡Suéltame! —le espetó cuando leagarró de la manga.

—Aguarda un momento, por fa… —

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El puño de Adhárel se estrelló contra lamandíbula de Wilhelm.

—¡Basta! —exclamó la reina en esemomento, poniéndose en pie, con la vozquebrada y sin comprender nada— ¡Tú,joven! ¿Qué crees que haces?

—Lo que tendría que haber hechohace mucho tiempo, majestad —añadió.

—Podría mandarte ahorcar ahoramismo por agredir de esta manera alpríncipe de Salmat.

—No será necesario —intervinoWilhelm girándose hacia Adhárel ymasajeándose la boca—. ¿Verdad?

—No, me marcho ya.—Adhárel, te lo suplico, espera.El príncipe volvió a encarársele.

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—¿Para qué? ¿Para que sigasmintiéndome? ¿Para que puedas seguirriéndote de mí?

—Para que conozcas la verdad.—¡No! —exclamó en ese momento

la reina, dejando caer al suelo lapalangana— No lo permitiré, Wil.

—No lo haré yo, Dalía. Lo harás tú.—¿De qué estáis hablando? —quiso

saber Adhárel.—¿Te has vuelto loco? —La reina

negaba con la cabeza— ¿Acaso confíasen él lo suficiente? ¡Acaba de atacarte!¿Qué hará cuando sepa…?

—Confío en él, sí. Y quiero quesepa la verdad.

Wilhelm se acarició las plumas con

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la mano, se volvió hacia Adhárel y conun hilo de voz, dijo:

—Yo no puedo contarte mi historia,ni tampoco puedo explicarte los motivospor los que no puedo. Pero ella sí.

—¿Para eso has… venido? —preguntó la reina, de pronto dolida—Creí… creí que habías regresado paraquedarte y protegerme ahora queOfelia… que Ofelia…

Las lágrimas le impidieron seguirhablando. Wilhelm corrió a su lado y laestrechó entre sus brazos.

—Dalía, por favor, por favor… Nopienses mal de mí. Son muchos losmotivos que me han traído hasta Salmat.No supe nada de Ofelia hasta anoche,

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así que no pude…—Así que es cierto —le interrumpió

su hermana, separándose de él—. Estamañana, la criada que encontró elcuerpo de nuestra hermana habló de undemonio que había escapado por laventana con su alma cuando ella entró.Eras tú…

La reina se alejó un paso de él.—Sí, sí que era yo, pero yo no lo

hice, Dalía. Tienes que creerme.—Entonces, ¿por qué has venido?El hombre cuervo pensó en la

respuesta durante unos segundos, perodespués dijo:

—No lo sé. Sinceramente no lo sé.En principio creí que estaba ayudándole

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a él a encontrar a una joven queraptaron. Después, cuando me encontré alas puertas de Salmat, dudé de si misansias por regresar a casa me habíantraicionado. Anoche, cuando descubrí elcuerpo sin vida de nuestra hermana, creíque había sido todo culpa mía; yahora… ahora ya no tengo nada claro.

—¿Una mujer raptada? ¿Aquí?—No lo sabemos —intervino

Adhárel, más calmado.—Hasta aquí me han traído —

añadió Wil, en voz baja, como si tuvieramiedo de que alguien estuvieraespiándoles.

—Wilhelm…—Por eso necesito que le cuentes lo

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que sucede. Dalía, eres la única que losabe y que puede ayudarme. Por favor,te lo suplico. No soporto seguirengañándolo.

La reina miró a su hermano, despuésa Adhárel, insegura, de nuevo a Wil ypor último al jardín que se veía a travésde la ventana.

—Lo haré porque me lo pides,Wilhelm. Pero lo que suceda acontinuación será solo cosa tuya.

El hombre cuervo asintió y despuésse dirigió al príncipe:

—Adhárel, cierra la puerta concerrojo y siéntate.

Este obedeció, no sin cierta duda, yse acercó al sillón donde se había

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sentado la reina. Se recostó en uno delos cojines y aguardó.

—Antes de nada debes jurar quenunca revelarás lo que aquí se diga a noser que Wilhelm te lo pida —le ordenóla reina con semblante serio.

—Lo… lo juro, lo juro —el príncipemiró al hombre cuervo y este asintióconforme.

—En ese caso escucha con atencióny olvida todo lo que hayas imaginadohasta ahora, porque en ocasiones larealidad es mucho más terrible quenuestras pesadillas. —Con estaspalabras, Dalía inició el relato quecomenzaba con la Poesía que una nocheescribió y que terminaba con el

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momento en el que su hermano huyó deSalmat con un ala en lugar de brazo.

Adhárel escuchó la historiaconmocionado, sin hacer preguntas y sininterrumpir. Mirando de vez en cuando aWilhelm, que permanecía estático juntoa la pared, observando por la ventanasin asentir ni negar, como si elprotagonista de sus recuerdos hubierasido otro.

Cuando terminó de hablar, elsilencio se enseñoreó de la habitación.Cada uno se quedó sumido en suspensamientos, intentando controlar lasnumerosas emociones que podíanpercibirse claramente a flor de piel:miedo, vergüenza, comprensión, tristeza,

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ira, compasión…Adhárel se sentía estúpido. ¿Cómo

había podido dudar de él?—Wil… —dijo.El hombre cuervo volvió con ellos y

le puso una mano sobre el hombro.—No tienes que decir nada. No lo

sabías. Sé por lo que te he obligado apasar, amigo, y te aseguro que tupaciencia se ha ganado mi admiración.

Adhárel sonrió entristecido.—Entonces, ¿las voces te dicen qué

hacer y qué no hacer a cada momento?—Casi siempre, sí.—¿Y ellas te dijeron que me

ayudases a buscar a Duna?El hombre cuervo asintió, vacilando

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por si eso también estaba prohibido.Cuando vio que no sucedió nada, respirómás tranquilo.

—Tengo miedo de decir algo que nodeba —explicó.

—No será necesario, Wil. Te lojuro. Al menos por mi parte.

La reina carraspeó para llamar suatención y preguntó:

—¿Y por qué has venido? Está claroque no para quedarte.

—No, Dalía, no puedo quedarme.Pero ya sabes cómo funciona esto: yo nosé por qué tomo un camino u otro, ni porqué me piden que grite o que meesconda. El resultado de mis acciones loconozco prácticamente al mismo tiempo

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que los demás. Puedo intuir o imaginarhacia dónde me llevan o por qué quierenque haga unas u otras cosas, pero nadamás. Además, ahora que solo quedas tú,la guardia te vigilará día y noche. Nonecesitas que me quede para estarprotegida.

—¿Y qué pasará cuando yo no esté?Wilhelm le apretó la mano para

infundirle fuerzas.—Dalía, estoy seguro de que todavía

falta muchísimo para que eso pase.—No, no es eso lo que quiero decir.

—La reina tragó saliva y cogió la manode su hermano—. Wil, hace trece añosdi a luz a una niña que será la reina deSalmat cuando yo me muera.

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—¿Qué? —preguntó el hombrecuervo, entre alegre y consternado—¿Está aquí?

Dalía negó con la cabeza.—No está en el castillo. Ni tampoco

en Salmat, de hecho. Al nacer le pedí asu padre que se marchara con ella lejosde aquí para no volver.

Una lágrima se escurrió por sumejilla.

—¡¿Qué?!—¡No quería que les pasase nada,

Wil! Tú habrías hecho lo mismo.Dalía comenzó a llorar con más

fuerza.—¿Lo sabe alguien?—Muy poca gente. Durante los

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últimos meses de embarazo no dejé quenadie me viera, a excepción de una viejasirvienta que falleció poco después. Aparte de ella, solo Ofelia y otras dospersonas conocen el secreto.

—Dalía…—¡Era lo mejor para todos! —

exclamó ella, y en un susurro añadió—:Pero ahora que Ofelia ha muerto, Lyselldebe regresar y prepararse para reinarcuando yo no esté. Si algo me sucedieseantes de su llegada, quienes conocen elsecreto deberán disponerlo todo yprepararse para recibirla. Ellos yasaben qué hacer.

—¿Y conoces su paradero?La reina le explicó que su intención

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era la de no enterarse para que nadiepudiera sonsacárselo.

—Entonces, ¿cómo vas aencontrarla?

—Tienes que ayudarme, solo túpuedes…

—¡¡Alto!! ¡Deteneos! —Los gritosprovenientes del otro lado de la puertala interrumpieron.

Los tres se pusieron en pierápidamente, alarmados. Adháreldesenvainó la espada y Wil se colocófrente a su hermana para protegerla.

—¡Que no huya! —sonaban cada vezmás alejados.

Las armaduras tintinearon por elpasillo. Adhárel avanzó hasta la puerta,

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descorrió el pestillo y la abrió concuidado para mirar. Una cuadrilla desoldados estaban subiendo en esemomento las escaleras.

—Alguien ha entrado en el castillo,majestad —dijo Adhárel, cerrando denuevo—. Parece que se encuentra en elpiso de arriba.

—Cielos… —masculló la reina,visiblemente afectada—. ¿Quién puedehaber sido? ¿Qué querrá?

—No te preocupes, hermana. Estás asalvo con nosotros. —Pero, justo en elinstante en el que pronunciaba aquellaspalabras, las voces le susurraron que sealejaran de la ventana. Sin embargo, alestar hablando, no reparó en ellas hasta

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que fue demasiado tarde.¡Crash!El cristal se rompió con un sonoro

estallido. Wilhelm y la reina se lanzaronal suelo mientras Adhárel se cubría conel brazo. Antes de que pudieran hacernada, una segunda flecha se coló por laventana rota directa al corazón de Dalía.

La puerta se abrió en el precisoinstante en el que la reina se desplomabaen el suelo.

—¡No! —exclamó Wilhelm,rodando hasta su hermana herida.

Los guardias entendieron lo quehabía sucedido y no tardaron enreaccionar.

—¡Cubrid todo el jardín! ¡El asesino

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tiene que seguir ahí fuera! —gritó elcapitán, señalando a la ventana. Ungrupo de arqueros, que ya se encontrabaen el exterior, lanzó una ráfaga deflechas hacia los matorrales y arbustos.

Mientras los soldados corrían tras elasesino, Adhárel se acercó a Wilhelm ya la reina, que cada vez respiraba conmás dificultad.

—No, Dalía, no… aguanta,aguanta… —le suplicaba el hombrecuervo.

—¿Sa… sabes? —preguntó ella,intentando sonreír—. E… esta iba a… aser s… su habitación… —Su voz apenasun murmullo—. Wilhelm, busca a Ly…Lysell y t… t… tráela. Cui… da de ella.

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T… te lo supli… co. Te lo supli… co…—Lo haré, hermana. Lo haré y tú

estarás aquí para verlo… —Laslágrimas resbalaron hasta el cuerpo desu hermana—. No te mueras, por favor,Dalía… te lo suplico… No…

Con un último estertor, la reina dejóde respirar.

El silencio se apoderó de lahabitación de los juguetes.

Wilhelm se levantó lentamente. Lasgotas de sangre se escurrían por el ala,formando un pequeño charco carmesí enel suelo.

Adhárel le puso una mano en elhombro.

—Wil…

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—Recoge la espada y sígueme —leinterrumpió con voz sombría, secándoselas lágrimas con la manga de la camisa—. No permitiremos que escape.

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15Huída

Duna volvió a intentarlo una vez más.Las cuerdas le habían llagado lasmuñecas y cada vez era más difícilobviar el dolor. No sabía con cuantotiempo contaba, pero no tardarían enregresar.

Volvió a tirar hacia arriba, girandolas manos para que el agujero se hicieramás grande. Un poco más, un pocomás… nada.

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—Hufff… —bufó con el pañuelo enla boca y el sudor corriéndole por lafrente. Llevaba peleando contra elesparto desde que se habían marchadolas hermanas, pero los nudos estabanhechos a conciencia.

Dejó de hacer fuerza y se relajó enla silla. Le dolían los músculos, almenos los que todavía sentía, y laspiernas llevaban horas dormidas. Intentómover los tobillos para que la sangrecirculase por ellas, pero apenas notabadiferencia con las cuerdas que leatenazaban.

¿Y dónde estaba Adhárel? ¿Por quéno venía a rescatarla? Una lágrima seescurrió por su mejilla. Adhárel está

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vivo, se decía. Está vivo y aguardandoel momento oportuno. Tal vez hubieraregresado a Bereth para ordenar a sushombres que la buscaran por todo elContinente. Por todo el Continente, serepitió a sí misma. ¡Por elTodopoderoso, podía estar en cualquierparte! Incluso muerto…

—Humpppfffff… —Dejó que el aireabandonase sus pulmones y despuésvolvió a respirar agotada. ¿Qué lepasaba? ¿No se había jurado que novolvería a pensar en ello hasta que notuviera pruebas fehacientes de queestaba muerto? Adhárel seguía vivo,Adhárel seguía vivo gracias al dragón.Adhárel regresaría a buscarla y

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volverían sanos y salvos a Bereth y lamaldición habría desaparecido y seríanfelices, serían… felices.

El llanto regresó con más fuerza ydesesperanza. Antes de poder detenerlo,se atragantó dos veces por culpa de lamordaza y, aun así, seguía sintiéndosetan triste y sola que hubiera preferidomorir junto a Adhárel antes que habersido raptada. No podía seguirmintiéndose a sí misma durante muchomás tiempo.

Al menos cuando se encontrabadormida o con Kalendra y Firela dandovueltas a su alrededor, podía distraersey pensar en otras cosas. Pero en aquellahabitación, abandonada y alejada de

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todos los que alguna vez había querido,el dolor era tan profundo que eraimposible conservar la esperanza.

Adhárel estaba muerto y nunca másvolvería a verle.

—Está… vivo —dijo Kalendra,incapaz de aguantarse por más tiempo.Se encontraban en el interior de unenorme arbusto hueco decidiendo cómoescapar de allí. El inmenso jardín delcastillo de Salmat no había cambiado ensus diecisiete años de ausencia y las doshermanas se lo conocían como la palma

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de la mano.—No hables o terminarás

desangrándote de la forma más tonta —le advirtió Firela. Una de las flechas delos arqueros de la reina le había rozadoel cuello. La herida no era profunda,pero sangraba profusamente.

Por suerte, mientras una distraía a laguardia que irrumpía en el castillo, laotra había podido colocarse a unadistancia perfecta entre los matorralesdel jardín para disparar a la reina. Sinduda no lo habrían tenido tan fácil de nohaber sido por la repentina visita deAdhárel y de su hermano Wilhelm.

Cuando Firela encontró a su hermanacon la garganta sangrando, se temió lo

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peor. Una vez se recuperó del sustopudo arrastrarla hasta el improvisadoescondite. El agujero en el que depequeñas habían cabido las dos sinproblemas, ahora apenas podíaocultarlas. Pero era lo mejor que habíanpodido encontrar en su huida.

—Yo… yo le clavé la espada —seguía murmurando Kalendra—. Vicómo… moría. Le atravesé… elcorazón… No puede… pero está…

—¡Ya basta, Kendra! —siseó Firela,enfadada—. En serio: la herida tiene unaspecto horrible. Deja de hablar si noquieres morir aquí mismo. Sí, está vivo,igual que Wilhelm. Pero ahora mismo nopodemos hacer nada. Solo espero que no

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nos hayan visto; si no, tendremosproblemas. Ya pensaremos cómodeshacernos de él más tarde. Seguroque…

—Al menos deben de haber sidodos. ¿Dónde se han metido? —oyeroncómo preguntaba un soldado cerca deallí.

—Rodead el jardín entero. Tú y tú,id por ese lado. Vosotros, seguidme. ¿Ylos perros?

—Los traen de camino, capitán.—Señor, ya hemos avisado al resto

de la guardia. Nadie podrá entrar nisalir de Salmat hasta que vos loordenéis.

—¡No huirá con vida! —aseguró el

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hombre, echando a correr seguido delresto de los hombres.

—Perros… —dijo Kalendra, elmiedo atragantado en su garganta—.Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

—Shhhh… estoy intentando pensar.—Tras unos segundos en silencio añadió—: ¿Recuerdas dónde estaba lamadriguera?

—¿Estás loca?—No, escucha: la encontramos

detrás de un montón de zarzas, ¿verdad?Estoy segura de que somos las únicasque conocen su existencia. Podríamosintentar salir por allí.

—No… cabremos…—¡Sí que cabremos! Es nuestra

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única posibilidad. ¿Qué me dices?Kalendra se quedó meditando y

después asintió.—Bien.Sin más que decir, salieron del

arbusto mirando a todos lados. PrimeroFirela y después Kalendra. Juntascorrieron hasta el siguiente árbol y,desde allí, hasta la enorme fuente contortugas. Una patrulla de guardiasrondaba por la zona, ensartando suslanzas entre la vegetación, esperando oírun grito. Firela tomó una piedra delsuelo y la lanzó contra unos matorralesque había a varios metros de allí. Encuanto los guardias oyeron el ruido,salieron corriendo en esa dirección,

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dejándoles vía libre.—Apóyate en mí. —Firela advirtió

el gesto de dolor en el rostro de suhermana.

Fueron a gatas hasta unos abetos yallí volvieron a levantarse y a correrhasta el alto muro que rodeaba el jardín.Al otro lado se iniciaba la parte delbosque de Ariastor que pertenecía aSalmat. Desde allí solo tendrían quebordearlo hasta encontrarse de nuevocon las casas del reino. Lo quesucediese a continuación, ni ellasmismas lo sabían.

—¿Estaban más al este, verdad? —preguntó Firela. Kalendra asintió ycomenzó a toser.

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—Shhh, shhh… aguanta un pocomás.

Se recolocó mejor el cuerpo de suhermana y siguieron el curso de lamuralla, atentas a cualquier ruido. Unosminutos más tarde se encontraron con elgigantesco zarzal que reptaba por lapiedra.

—Aguanta aquí, ¿podrás?Firela dejó a su hermana apoyada en

el tronco de un árbol cercano y regresópara buscar el agujero entre las espinas.

De repente escucharon el ladrido delos perros.

Kalendra hizo acopio de todas lasfuerzas que le quedaban y se puso aescarbar entre las zarzas con su

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hermana.—¿Qué haces? ¡Kalendra, para!—Cállate —le espetó la otra sin

hacerle ningún caso.Poco después lograron hacer un

estrecho agujero directo al hueco de lamuralla que habían bautizado tiempoatrás con el nombre de la Madriguera.

—Tú primero, vamos.Kalendra obedeció sin rechistar. Se

escurrió entre la vegetación sintiendocómo las espinas le arañaban la piel y latierra se mezclaba con la sangre de susmanos. No necesitaba que Firela lerecordase que si no se daba prisa encurarse las heridas, podría terminar conuna infección muy peligrosa.

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Cuando hubo cruzado al otro lado lehizo una indicación a su hermana.

—¡Capitán! —gritó de repente unhombre no muy lejos de allí—. ¡Pareceque el perro ha encontrado un rastro!

Las dos hermanas se quedaroncongeladas una frente a la otra cuandosonó el silbato de alarma.

—¿Sabes adónde nos dirigimos?—No.—¿No te están diciendo nada… las

voces?—Sí.

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—¿Entonces?Wilhelm se quedó quieto en mitad

del jardín y se tapó el oído con la mano.—No me dejan pensar… Me están

ordenando que salga del castillo. Que noes aquí donde debería estar.

—¿Han escapado?El hombre cuervo gruñó una

maldición.—No quieren que las persiga. Ya no.—¡Pero Duna…!—¡Duna no es ahora mi problema,

Adhárel! —Al darse cuenta de lo quehabía dicho, trató de disculparse—. Noquería decir eso. Es que no entiendo…no entiendo porque sigo escuchando lasvoces si Dalía ya ha fallecido.

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Adhárel aguardó en silencio.—Tal vez tu juramento lo haya

renovado.—¿Qué juramento?—Le prometiste que encontrarías a

la niña y la cuidarías.—No… —Wilhelm cerró los ojos,

abatido—. No puede ser… Entonces,¿está viva?

—Eso parece.Adhárel hizo ademán de decir algo

más cuando reparó en la sangre quecubrían las plumas.

—Wil, tienes que volver al castillo.Alguien tiene que curarte eso.

—¿Y tú qué vas a hacer mientrastanto?

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—Ayudaré a los guardias.Intentaremos dar con el asesino, estédonde esté.

—Voy contigo Adhárel. No piensodejarte sol… Ahhhg. —El hombrecuervo cayó al suelo de rodillas—.¡Cada vez gritan más fuerte!

El príncipe lo agarró por las axilas yle ayudó a levantarse. Después, a pasolento, le acompañó hasta el interior delcastillo.

—¡Que alguien venga! ¡Necesitaayuda!

Dos lacayos aparecieron en elpasillo y ayudaron a portar a Wilhelmhasta una habitación con varios sillones.

—Santo cielo… —masculló uno, al

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descubrir el ala.—Es el príncipe de Salmat —le

advirtió Adhárel con semblante serio—.Cuidad vuestro lenguaje frente a él.

—Mis… mis disculpas… —dijo elotro consternado. La duda brilló en susojos.

Wilhelm volvió a gruñir de dolor.—Tenéis que detener la hemorragia.

Está perdiendo demasiada sangre.—Voy a avisar al médico —le dijo

un lacayo al otro. La mirada suplicantede su compañero fue más elocuente queun grito.

—Deberías sentirte honrado de estarsalvándole la vida a tu príncipe —leadvirtió Adhárel—. No asustado.

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—No… no estoy… no estoy…El príncipe vio cómo los labios de

Wilhelm se torcían en una media sonrisatras escuchar aquello. Entreabrió losojos y agarró el brazo de Adhárel.

—Vete… —le dijo—. Encuéntrale.Yo estaré bien.

Cuando Adhárel salía de lahabitación, el lacayo regresabaacompañado por un anciano ataviadocon una túnica.

Kalendra se llevó los dedos a loslabios y le pidió a su hermana con

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gestos que aguantara sin moverse. Acontinuación, se arrodilló y avanzóvarios metros acuclillada sin despegarsede la muralla. Cuando creyó que ya erasuficiente, pegó un grito. La alarma notardó en saltar entre los guardias ysoldados.

—¡Están por aquí!—¡Que alguien traiga los perros,

maldita sea!Sí, buscad, buscad, idiotas, se

burlaba Kalendra para sí de regreso a lamadriguera. Cuando llegó al agujero, suhermana ya estaba a medio camino. Conun último impulso, Firela se escurriópor completo fuera del jardín y juntascomenzaron la huida a través del espeso

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bosque de Célinor en dirección a lasprimeras casas de Salmat.

Tras un buen rato corriendo,Kalendra se desplomó sobre un árbolsin apenas fuerza.

—No puedo… —le dijo a suhermana—. Sigue tú.

Por respuesta, Firela se arrancó untrozo de tela de su manga y se lo colocóalrededor del cuello.

—Agárrate a mí. —La tomó por lacintura y así continuaron avanzando. Losladridos de la jauría de perros sederramaron por el bosque en señal deaviso y de peligro. Si las encontraban,decían los canes, les arrancarían la piela expensas de lo que sus amos quisieran

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hacer con ellas.Las asesinas continuaron avanzando

con el pulso acelerado, pero con ladeterminación de no dejarse atrapar. Lohabían hecho durante años, ¿por qué ibaa ser diferente en aquella ocasión?

Adhárel siguió los gritos de lossoldados hasta el extremo de la murallapor donde creían haber oído a losintrusos.

—¿Las habéis encontrado? —preguntó, recuperando el aliento.

—Todavía no —dijo uno—.

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Creemos que han escapado, pero nosabemos cómo ni por dónde.

Adhárel tampoco podíaexplicárselo: aquel muro no tenía nadaque envidiar al de la muralla querodeaba Salmat. ¿Cómo habían podidoescalarlo tan rápido?

A no ser que…En ese momento llegaron dos

soldados con varios perros.—Soltadles —ordenó el príncipe—.

Ellos nos mostrarán el camino.El soldado hizo lo que le pedía y en

el instante en el que el animal se sintiólibre, se alejó de allí corriendo. Adhárelfue tras él seguido por la patrulla. Variosmetros más allá el perro comenzó a

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ladrar y a escarbar en el suelo, ansioso.Sin esperar la orden, dos soldados

limpiaron el camino dejando a la vistael agujero en la muralla.

El que había llevado el perro serascó la cabeza sin comprender.

—Pero el grito lo oímos…—Avisad que han salido. ¡Avisad

que han salido! —ordenó a gritos el queestaba al mando.

—Maldita sea… —mascullóAdhárel, pateando el suelo enfurecido—. Iré tras ellos —dijo, agachándosepara cruzar al otro lado.

—¿Vos solo? —le preguntó elcapitán, visiblemente preocupado.

—Sé cuidar de mi mismo. Enviad

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varias patrullas por el bosque. No debenescapar.

Una vez al otro lado, se perdió entrelos árboles, atento a cualquier ruido oseñal. Cuando llevaba un rato buscandosin ningún resultado y contrariado antela floresta que se extendía frente a él,descubrió una mancha roja en la tierra.

—Ya os tengo… —dijo tocando lasangre seca con el guante.

Avanzó con tiento entre los árboles,deteniéndose de vez en cuando pararastrear alguna huella o una mancha quele pudiera indicar hacia dónde dirigirse.Muchas veces dejó que el instinto leguiase, con la única esperanza de noperder el rastro. La sangre cada vez era

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más difícil de encontrar y las huellas enel suelo parecían haber desaparecido. Acada minuto, el bosque parecía volversemás denso. Lo que antes eran grotescasmarcas rojas, ahora no eran más que unasombra en la corteza de los árboles.Poco después de perder por completo elrastro, descubrió un trozo de tela negragoteando sangre colgada de un arbusto.Se acercó y la tomó entre las manos. Erareciente. Tenían que estar cerca pero¿hacia dónde debía dirigirse ahora?

Aguardó en silencio por si oía algo,dio unos pasos hacia el este, despuéshacia el oeste y por último hacia elnorte. Fue entonces cuando tuvo queadmitir que no solo se le habían vuelto a

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escapar, sino que, además, se habíaperdido.

Kalendra zarandeó a su hermana porel hombro para despertarla. Cuandoabrió los ojos, la ayudó a levantarse y asalir de debajo de aquellos árboles.

Se habían detenido a descansar laúltima vez que Kalendra perdió pie ycayó al suelo sin poder evitarlo. Firelatambién necesitaba recuperar fuerzaspara seguir cargando de su hermana. Porsuerte habían dado con aquella guaridaimprovisada entre ramas y hojas donde

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habían podido tomarse un respiro y, enel caso de Kalendra, dormir.

—Debemos seguir —le dijo suhermana, mirando hacia el cielo—. Ajá.Es por allí —comentó animada alvislumbrar entre las copas una serpientede humo gris que escalaba hacia el cielo—. Estamos muy cerca, Kendra, aguantaun poco.

El último tramo fue el máscomplicado. La mujer no podía dar másde tres pasos sin gruñir de dolor o sintropezarse con cualquier piedra o raízque se cruzara en su camino. Cuandollegaron a las primeras casas, Firelaestaba sudando y tenía los músculosagarrotados por el esfuerzo.

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La casa donde habían ocultado aDuna se encontraba cerca de allí. Pero¿cómo podrían pasar desapercibidas contodos los soldados que con todaseguridad estarían patrullando lascalles? De repente vio la solución.

Apoyada sobre la fachada de la casamás cercana, vislumbró una carretillacon varias redes y telas. Sin pensárselodos veces, y tras comprobar que noestuviera el dueño al acecho, Firelacorrió hasta allí y regresó dondeaguardaba su hermana. A continuación,apartó todos los trastos que había dentroy metió a Kalendra.

—Tengo que taparte —le dijo, atentapor si aparecía alguien de improviso.

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Cuando Kalendra estuvo dentro, lacubrió con numerosas redes hasta casihacerla desaparecer. A continuación, sepuso ella una manta sobre la cabeza yagarró la carretilla.

—Todopoderoso… pesa unatonelada… —bufó, obligándose a nodesfallecer.

Al tomar la primera calle, comprobóextrañada cómo las madres tomaban asus hijos en brazos y los metían en casa,los hombres cerraban los postigos de lasventanas y los ancianos se escurríanlejos de allí.

Se estaba preguntando a qué veníatodo aquello cuando una patrulla deguardias se cruzó con ellas.

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—Señora —le dijo uno,deteniéndose a su lado. Firela tragósaliva y esperó, con la cabeza gacha ysintiendo cómo la sangre le hervía pordentro—. Señora, no podéis estar fuerade vuestra casa. Hay orden de no dejarsalir ni entrar a nadie hasta nuevo aviso.

—Oh… —se limitó a decir ella,asintiendo repetidas veces. Después, sindecir una palabra más, comenzó denuevo a empujar la carretilla.

—Disculpad… —Esta vez Firelaestuvo tentada de girarse y enfrentarse aellos, pero…— ¿Necesitáis ayuda?

—No, no… —respondió, falseandola voz y echando a andar con másenergía.

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En cuanto encontró una callejuela seperdió por ella, alejándose de losguardias. El corazón le palpitabadesbocado en el pecho, pero en la mentesolo había cabida para un pensamientoque se repetía una y otra vez:

No les habían reconocido, no leshabían reconocido…

El príncipe tardó más de una hora envolver a encontrar el sendero de regresoal castillo. Cuando llegó, Adhárel tuvoque esperar hasta que varios guardiasque se encontraban por allí le

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reconocieran para que le permitiesenpasar. Al parecer habían dado toque dequeda en el reino y nadie podía salir desus casas, y mucho menos entrar en elcastillo.

Wilhelm seguía en la misma sala enla que lo había dejado. Cuando lo vioentrar, se incorporó, aunque rápidamentevolvió a echarse con una mueca dedolor. Una enorme venda le cubría lamitad de las plumas.

—¿Qué ha pasado? —preguntócuando se recompuso.

Adhárel se sentó en una sillacercana.

—Se han escapado. Lo sientomuchísimo. Los he seguido, pero… pero

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han desaparecido. Y lo peor es que siDuna estaba en Salmat como tú dijiste,he perdido por completo su rastro… porcompleto. —Las lágrimas acudieron asus ojos. La desesperación y el enfadohabían derribado todas las defensas.

—Ey, ey… —Wil negó repetidasveces—. Calma, ¿quieres? Vamos aencontrarla. Te lo prometo. No tepreocupes por lo otro. Has hecho lo quehas podido, los guardias se encargaránde encontrarlos.

—No… esta vez es la definitiva. ElTodopoderoso me ofreció unaoportunidad más y la hedesaprovechado… No encontraré aDuna nunca.

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—Adhárel, basta. Con o sin estasmalditas voces que no dejan detaladrarme la cabeza, te ayudaré aencontrarla. Y no te digo a buscarla,sino a encontrarla. Porque está viva, y teestá esperando. ¿Me oyes? Te estáesperando.

El príncipe asintió ya sin lágrimas.Se sentía estúpido llorando delante deWilhelm.

—Parezco un niño —dijo, sonriendocontrariado.

—Te sorprendería saber cuántoshombres lloran por cosas más banalesque el amor, amigo. —Wilhelm serecostó en el sillón y añadió—: Encuanto esta estúpida ala me deje

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moverme, saldremos ahí fuera yencontraremos a mi sobrina y a tu amadaDuna. Con o sin los gritos que no dejode oír en mi cabeza. El Continente no eslo suficientemente grande para nosotros.

Adhárel sonrió al escuchar aquelloúltimo. A continuación, le preguntó:

—¿Te arrepientes de haberleprometido a tu hermana que laprotegerías?

El hombre cuervo negó con lacabeza repetidas veces.

—Nada me alegra más que saberque Dalía no se ha ido del todo…

—¿Se lo dirás a alguien?—¿Lo de Lysell?Adhárel asintió.

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—Ya escuchaste a mi hermana:quienes tienen que saberlo, lo saben.Ellos se encargarán de dar la noticia.

Los dos se quedaron callados, cadauno sumido en sus pensamientos.

—Tu hermana dijo que fue un viejosentomentalista quien te hechizó; heestado pensando que tal vez…

Wil asintió sabiendo lo que le iba adecir.

—Sí, yo también creo que es elmismo que te convirtió a ti en dragón.Dijiste que se llamaba Maese Kastar,¿cierto?

Adhárel asintió.—Así le presentó mi madre.—Pero ¿quién es ese hombre en

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realidad? ¿Cómo puede tener tantopoder y que nadie lo conozca?

—No lo sé… —Adhárel chasqueóla lengua—. Y en realidad no quieropensar en él por ahora. Estoy máspreocupado por el dragón. Tengo miedode que esta noche ataque Salmat enbusca de Duna…

—Lo sé —dijo Wilhelm—. Tal vezdeberíamos encerrarte en algunamazmorra o…

—No, es demasiado peligroso, yrecuerda lo grande que es. Además,podría verme alguien.

—¿Qué sugieres entonces?—No se me ocurre nada. Supongo

que la única alternativa es intentar

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razonar con él cuando aparezca.—Adhárel…—Ya, ya lo sé. Tienes tus dudas,

pero está comprobado: el dragón teentiende tan bien como yo. Intentaexplicarle la situación, no sé… Intentaser convincente.

—Príncipe, estáis loco —replicóWilhelm, soltando una carcajada.

—¿Cuántos días más crees que nosquedaremos en Salmat?

—Ninguno. Esta noche nos iremos.Adhárel frunció el ceño.—¿Y el… funeral?—Mi hermana habría querido que

saliera cuanto antes en busca de su hija,y no voy a decepcionarla. Otra vez no.

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El príncipe de Bereth no quisoentrometerse más en las decisiones deWilhelm.

—En ese caso tienes que dormir. Lediré a un lacayo que se quede en lapuerta y que no permita que nadie temoleste. Cuando llegue la hora te vendréa despertar.

Se levantó de la silla.—Adhárel —dijo Wilhelm entonces

—, gracias.—Pero si solo…—No lo digo por esto, sino por

todo.El muchacho sonrió, salió de la

habitación y cerró la puerta a suespalda.

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Estaba convencida de que estabasangrando. ¿Cuántas horas habíanpasado ya? ¿Cuatro? ¿Cinco? Y seguíatan bien atada a la silla como alprincipio, aunque mucho más cansada ycon las muñecas en carne viva, claro.

Había terminado por olvidarse de lamordaza. Con todo, sentía la boca seca yla garganta clamaba por un poco deagua. ¿Cuánto tiempo más tendría quesoportar aquello? ¿Volverían pronto?¿Se olvidarían de ella? ¿Y si noregresaban?

—Hmmmmpffff… —La muchacha se

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revolvió en la silla ante aquellaperspectiva tan poco halagüeña, tirandoy tirando sin ningún resultado.

Clack.La puerta. Alguien había entrado en

la casa. ¿Serían ellas? ¿Sería alguienque pudiera ayudarla?

—Hhhhuummmmm…Duna volvió a tironear más fuerte…

Vamos, vamos… Las lágrimas lesaltaban de los ojos. Por favor,suplicaba, por favor, sacadme de aquí.

—Habrá que esconderla en el sótano—oyó decir a alguien. Era Firela.Estaban vivas y habían vuelto a por ella.

Se le acababa el tiempo. En pocossegundos llegarían a la buhardilla y

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entonces de nada habrían servidoaquellas horas. De nada.

Le daba igual sus muñecas, no leimportaba que estuvieran sangrando.Solo podía concentrarse en tirar yempujar y desgastar las cuerdas…¡¿Pero por qué no cedían?!

El llanto acudió con más fuerza,atragantándose con el trapo de la boca.Morir de asfixia sería mejor quecontinuar allí.

De pronto se dio cuenta de que noservía de nada seguir esforzándose.¿Para qué? ¿Cómo iba a salir de aquellahabitación de todas formas?

Crack, crock.Ya estaban en el último tramo de las

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escaleras. Diez segundos, tal vez menos.Ocho, siete…

¡Flash!—¡Duna!La muchacha pensó que finalmente

se había desmayado y que veía visiones.—¿Duna? ¿Qué demonios está

pasando aquí? ¡Duna!El grito la hizo volver en sí. No lo

estaba imaginando. Sírgeric estabafrente a ella, con un mechón negro en lamano y una sonrisa congelada en loslabios.

—¡Hmmmmpff, hmpffmmmm! —exclamó ella, dirigiendo la mirada haciala puerta. Sírgeric le desató rápidamentela mordaza de la boca.

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—¡Adhárel! —fue lo primero quedijo Duna, desesperada por hacerseentender.

—¿Dónde está?—¡Coge su mechón! ¡Coge su

mechón!El picaporte comenzó a girar.—¡Corre! —exclamó Duna.Sírgeric no perdió más tiempo. Sacó

de debajo de su camisola varioscolgantes que tintinearon al entrechocarentre sí.

—¿Quién anda ahí? —preguntóFirela mientras empujaba la puerta.

Sírgeric abrió el guardapelo y sacóel mechón broncíneo.

—¡Eh, tú! —gritó Firela.

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Pero Duna y Sírgeric acababan dedesaparecer ante sus narices, con silla ycuerdas incluidas.

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16La niña y el lobo

Eis salió del campamento con el carcajde flechas al hombro y el arco en lamano. El atardecer pintaba el cielo derojo y naranja cuando se internó en elbosque, dispuesta para la caza.

Llevaba una camisa blanca y unospantalones beige remendados que lellegaban un poco por debajo de lasrodillas, heredados de alguno de losmayores. Dos zapatillas de cuero un

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tanto cuarteadas y un gorro oscuro conorejeras completaban su vestimentahabitual.

Era pequeña incluso para su edad.Sus brazos, delgados como ramitas, ysus piernas, estrechas y de aspectoquebradizo, habían propiciado lossobrenombres de Niña de hielo,Fantasma o Espectro entre losmuchachos del campamento. Tampocoayudaba que su piel fuera blanca comola nieve por mucho tiempo que pasara alsol, ni que sus iris azules apenas sepercibiesen de lo claros que eran. Perotodo ello dejaba de cobrar importanciacuando se trataba de cazar. Era másrápida que muchos de los que se

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burlaban de ella, y aunque su aspectopodía infundir lástima en losdesconocidos, en cuanto daba riendasuelta a su enérgico temperamento,aquella falsa impresión desaparecía.

Le gustaba salir de caza y se ofendíasiempre que algún mayor le proponíaquedarse pintando, remendando ococinando en el campamento con lasmujeres. Ella no era como las demásnémades, replicaba cuando alguien se lodecía, levantando la nariz más pormirarles a los ojos que por altanería.Porque a pesar de lo que muchos creíanen el Continente, también los némadestenían su jerarquía, y no siempre era lamás favorable para las mujeres. De

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todas formas, como le había explicadola vieja Bautata para consolarla cuandoalgún niño se reía de ella, no había doscampamentos iguales en todo elContinente. Los Chamanes decidíancómo administrarlos, y en el de Eis noestaba bien visto que las mujerescazasen, y menos una niña de trece años.Aunque fuese de las mejores.

Dejó que sus pies la guiaran sinrumbo fijo entre los árboles, siempre ensilencio y atenta a cualquier ruido quepudiera indicar la presencia de unapresa. Sabía lo importante que erafundirse con el bosque para no llamar laatención de los animales. Antes demorir, su padre le había dado aquellos y

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otros consejos que recordaría el resto desu vida. Lo demás lo había aprendidopor su cuenta.

No, ella no era una némade, comoRiktop o Fayed se encargaban derecordarle siempre que teníanoportunidad, pero no por ello dejaba deser menos útil para la tribu.

Desde que tenía conciencia,recordaba haber vivido entre ellos comouna más. Su padre y ella habíanencontrado el Campamento cuando Eissolo tenía dos años y desde entonces nose habían vuelto a marchar. Pordesgracia, el hombre murió ocho añosdespués por culpa de una enfermedad,dejando huérfana a la niña.

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Desde entonces, Eis había vividobajo el amparo de Bautata y esperabaque siguiera siendo así durante muchosaños más. Bautata era la madre deAzquetam, el Chamán de la tribu, y laabuela de Vekka. Las malas lenguasdecían que tenía más de cien años y queestaba un poco loca, pero eso a la niñale daba igual siempre que estuviera allípara consolarla cuando lo necesitaba.Solo con ella se permitía bajar laguardia.

Fue a dar un paso cuando escuchó eltrote de un animal. No estaba lejos, sedijo. Se quedó inmóvil esperando que serepitiera, y cuando volvió a oírlo echó acorrer hacia el este.

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El bosque de Célinor era un lugartan inhóspito como peligroso. Nadie sequería hacer cargo de él, por lo que sehabía convertido en una frontera naturalpara los reinos colindantes. Sinembargo, para los némades no podíaexistir un lugar mejor en el que acamparsin miedo a que alguien les echase.Aunque no era propio de losCampamentos, el de Eis no se habíamovido de allí desde que ella y su padrellegaron, y Azquetam no parecía tenerninguna intención de que aquello fuera acambiar en un futuro cercano.

Cruzó la foresta como unaexhalación sin apenas hacer ruido. Eratan liviana que ni sus huellas se

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quedaban grabadas en la tierra. Sehubiera quitado los zapatos para sentirla humedad en la piel, pero Bautatahabía sido muy clara al respecto: unaherida en los pies le impediría correrdurante más tiempo del que ella estabadispuesta a soportar.

La espesura de los árboles se abrióante ella dejando paso a un enorme clarocubierto de hierba verde y floresmulticolores. Nunca se había alejadotanto, comprendió de pronto la niña,deteniéndose a reflexionar. ¿Debíaseguir adelante o regresar? Si daba conla presa, un carnero o un ciervopequeño, no podría llevarla de vuelta,así que, ¿de qué le serviría correr tras

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ella?No se había fijado en que el sol

había descendido casi por completo yque pronto oscurecería. Y a Bautata nole gustaba que rondase por el bosquecuando se hacía de noche.

Eis fue a dar media vuelta cuando lovio. Se trataba de un imponente corzo depelaje gris que había entrado en el clarocon las astas partidas. Estaba ante unperdedor. Un macho que no habíalogrado quedarse con la hembra. La niñasonrió para sí y sacó lentamente delcarcaj una de las flechas que habíaestado mejorando la noche anterior. Nose lo llevaría al Campamento, pero almenos podría practicar.

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Colocó el arco en posición deataque y se quedó estática, aguardandoel momento. Aquel animal era el doblede grande que el último que habíaconseguido abatir. Colocó la flecha enposición horizontal y respiró hondo.Tensó la cuerda y cuando sintió que subrazo comenzaba a temblar por elesfuerzo, la soltó.

La flecha salió disparada con unaprecisión que pocos mayorescompartían. Sin embargo, un instanteantes de que esto sucediese, el corzolevantó la cabeza, miró en su dirección ysalió trotando del claro. La punta de laflecha le rozó el lomo antes de clavarseen un árbol cercano.

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—¡No! —se lamentó Eis, enfadadapor haber tardado tanto en disparar.Tenía que aprender a ser más rápida.

Salió de su escondite y cruzó elclaro con la cabeza gacha hasta el árboldonde le esperaba la flecha. Encualquier otra ocasión la habría dejadoallí, pero había trabajado tanto en ellasque iría hasta el fin del mundo pararecuperarlas.

—¿De verdad lo harías? —dijo depronto una voz a su espalda.

Eis dio un respingo y se giró con laflecha en alto dispuesta a clavársela aquien la estuviera siguiendo.

—Baja eso antes de que noshagamos daño —le dijo el viejo que

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tenía delante sin dejar de sonreírdulcemente.

—¿Quién eres? —preguntó la niña,sin bajar la flecha y sin amedrentarseante su imponente figura. Llevaba elpelo gris recogido en una coleta y sobrelos hombros una enorme piel de loboque le hacía las veces de capa. Eis tuvoque reconocer que estaba asustada.

—La pregunta que deberías hacerte,Lysell, es quién eres tú, no quién soy yo.

—No conozco a ninguna Lysell —leespetó ella—. Déjame marchar.

Al final había ocurrido. Comosiempre, Bautata tenía razón. «No megusta que andes por el bosque sola», ledecía una noche sí y otra también.

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«Cualquier día va a pasarte algo y luegolo lamentaremos todos».

—Puedes marcharte cuando quieras,Lysell —comentó el viejo, apartándose.

Eis fue a moverse, pero el nombre ladejó helada en el sitio.

—He dicho que no conozco aninguna Lysell.

El desconocido se llevó los dedos alos labios y suspiró preocupado.

—Juraría que eras tú…—Pues no, ya ves que no. Mi

nombre es Eis.Error, pensó al pronunciarlo. Otro

consejo de Bautata había sido no revelarsu nombre a los desconocidos. ¿Qué lepasaba?

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—¿Eis? No, no puede ser. Tu padrese llamaba Renard, ¿me equivoco?

La niña tragó saliva.Renard.Sus mejillas, de por sí pálidas, se

volvieron casi traslucidas. La boca se lesecó de pronto y el corazón comenzó atrotar desbocado en su diminuto pecho.

—¿Le… conocías?—¿A tu padre? No, en persona no.

Pero soy amigo de la familia —dijo,ensanchando su sonrisa. A Eis le parecióque se la había robado al lobo quellevaba sobre los hombros.

—Yo… yo tengo que irme… —comentó la niña—. Mi abuela me espera—añadió, por si no había sonado

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suficientemente convincente. ¿Qué hacíaaquel hombre allí y por qué decíaconocer a su padre? Más aún, ¿de dóndehabía salido sin montura ni fardos?

—¿Sabes que yo conocí a tu abuela,Lysell? A tu verdadera abuela, quierodecir. —La niña se detuvo en secodespués de haber dado tres o cuatropasos inseguros—. Se llamaba Misdaley fue una reina maravillosa.

Se dio la vuelta.—¿Mi abuela era una reina? —

preguntó, arqueando una ceja.El viejo asintió.—Y tu madre también lo ha sido… y

tú lo vas a ser.—No sé qué pretendes, pero no me

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creo ninguna de tus mentiras.—Entonces, ¿por qué no te has

marchado ya, Lysell?—¡Deja de llamarme así! —gritó la

niña. Una bandada de pájaros alzó elvuelo y se perdió en el cielo.

—De acuerdo, de acuerdo. —Soltóuna carcajada—. ¡No tienes queenfadarte! Si durante toda tu vida te hanllamado Eis, no tienes por quéresponder a tu verdadero nombre.

—Ya le he dicho que ese no es mi…—Vengo de muy lejos para hablar

contigo, Lysell. Y es importante que meescuches. Después me marcharé y novolverás a verme.

—Eres un sentomentalista, ¿no es

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cierto?El viejo asintió con una media

sonrisa.—El Chamán de mi Campamento

también lo es —soltó de pronto la niña,sin estar muy segura de por qué—. Nome das miedo.

—Ni lo pretendo, pequeña. —Eistragó saliva y aguardó, con la flecha enuna mano y el arco en la otra. ¿Por quéno se iba? ¿Por qué se arriesgaba a quele hiciera daño?

Conocía la respuesta perfectamente:porque quería saber las respuestas quesu padre nunca le había dado.

—Lysell, pronto vendrán a buscarte.La niña frunció el ceño.

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—¿Quién? ¿Quiénes?—Alguien que te protegerá y alguien

que intentará hacerte daño.—¿Cómo sabré quién es quién?—No lo sé.—Entonces no sé para qué has

venido.—Para ofrecerte algo.Ella dio un paso hacia atrás.

Desconfiaba de los regalos, y más de losde un desconocido.

—No, gracias.—Pero si todavía no sabes lo que

es.—No lo quiero, gracias —repitió—.

Además, tengo que irme…—Eso ya lo has dicho antes. —El

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hombre se acercó a ella y extendió lapalma de la mano en el aire. Sus dedos,largos y nudosos, estaban cubiertos definas arrugas. Eis tragó saliva. ¿Quépensaba hacerle?—. ¿Alguna vez hasquerido que los mayores dejasen detratarte como a una niña? ¿Que tedijesen la verdad cuando quisieras saberalgo y que no te ocultasen las cosas? —preguntó de pronto. Ella asintió, comohipnotizada por la mano—. ¿Que tedijesen lo que de verdad piensan y no loque necesitas oír? —Eis asintió denuevo, la voz del viejo fluyendo comoun río en calma dentro de su cabeza—.Yo puedo ofrecerte eso y mucho más,pequeña. Un poder como ningún

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sentomentalista ha tenido antes. Unpoder que te permita conocer lasrespuestas a tus preguntas. ¿Lo quieres,Lysell? ¿Lo quieres?

—Lo quiero… —dijo en un suspiro.Un momento. ¿Lysell? ¿Quién era

Lysell?El aturdimiento fue abandonando la

cabeza de Eis hasta que solo vio lamano del viejo frente a su nariz. Apenasquedaba rastro del sol en el cielo.

—¿Qué me estás haciendo?El desconocido la miró

desconcertado.—Quiero convertirte en la primera

mujer sentomentalista. —Los ojos se leabrieron ante la sorpresa y cerró la

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boca. La niña le miró intrigada.—¿Una sentomentalista, yo? ¡Pero si

soy… mujer! Las mujeres no pueden sersentomentalistas. —El viejo se encogióde hombros y tragó saliva—. ¿Verdad?

—Sí, si yo lo deseo. —Esta vez sellevó las manos a la boca, como molestopor haber hablado más de la cuenta.

Eis le miró extrañada. Tuvieron quepasar unos segundos antes de quecomprendiese qué le estaba ocurriendo.

—Lo has hecho… —le recriminó.No quería estar más tiempo con él. Teníamiedo. Le había cambiado algo dentro,la había hechizado… le había dado loque le ofrecía.

—No era mi intención… —El viejo

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parecía mucho más alterado que ellamisma.

—¡Sí que lo era! —Un viento frío selevantó en ese momento y agitó lasflores a su alrededor—. ¿No es cierto?

—Sí, lo era, pero no tan rápido. Node este modo. —El sentomentalistafrunció el ceño y le dio la espalda—.Maldita sea, deja de preguntarme. Vete,Lysell, vete.

Eis sonrió para sí.—No sin antes hacerte una pregunta

más: parece que lo sabes todo acerca demí y de mi familia, así que quierosaber… ¿dónde está mi madre?

—Muerta.La sonrisa se quedó helada en el

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rostro de la niña. La palabra rebotó ensus oídos y el eco retumbó en su cabeza.

El sentomentalista se dio la vuelta yla miró compungido.

—Lo siento, te dije que nopreguntaras. —Los ojos del loborelucieron sobre el pelaje. Las estrellascomenzaron a adornar el firmamento—.Debo irme, tengo que…

—¿Cuál es tu nombre? —preguntóde pronto Eis, con voz fría y miradavacía—. Lo he querido saber desde quehas aparecido y no me lo has dicho.Ahora te pregunto, ¿cuál es tu nombre?

El sentomentalista intentó controlarsu lengua, pero no sirvió de nada.

—Ettore. —Y tras responder, echó a

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correr de vuelta al bosque, dejando en elclaro a Eis con la mirada clavada en elsuelo y una lágrima escurriéndose por sumejilla.

Tuvieron que pasar varias horashasta que los hombres de la tribu dieroncon ella. El grupo comandado porAzquetam alcanzó el claro amedianoche, de donde la niña no sehabía movido en todo aquel tiempo.

—¡Eis! —gritó uno de los hombresal descubrir su silueta. Todos echaron acorrer hacia allí, temiendo que lehubiera sucedido lo peor. Ella oyó sunombre una, dos y hasta tres veces, perono se dio la vuelta ni respondió. Noporque no los entendiese, ni porque

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estuviera enfadada o triste.No respondió porque preguntaban

por Eis, y Eis había muerto. En su lugarhabía quedado Lysell, una niñasentomentalista cuyos padres habíanmuerto y que estaba sola en elContinente.

Cuando el primer hombre llegó hastaella y la estrechó entre sus brazos,Lysell perdió el conocimiento y el gorrose le escurrió de la cabeza, dejando a lavista un cabello tan blanco y brillantecomo las estrellas que habían sidotestigos del milagro desde el cielo.

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Son los sueños olvidados delmundo de los seres humanos

—explicó Yor—. Un sueño nopuede convertirse en nada una

vez que se ha soñado. Perocuando el hombre que lo ha

soñado no lo guarda…¿Adónde va a parar? Viene

aquí, con nosotros, a Fantasía,ahí abajo, a las entrañas de

nuestra tierra. Allí yacen lossueños olvidados en capasfinas, finísimas, unos sobreotros. Cuanto más se cava,

tanto más espesos son.Fantasía entera se asienta

sobre unos cimientos de

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sueños olvidados.

MICHAEL ENDE, La historiainterminable.

Sonó su pífano en las calles,pero en esta ocasión no fueron

ratas ni ratones los que lorodearon, sino niños: una gran

cantidad de niños y niñas decuatro años en adelante. El

enjambre lo siguió y él lo guióhasta una montaña, donde

todos desaparecieron.

LOS HERMANOS GRIMM, El

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Flautista de Hamelin.

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Y ahora, ¿no lo vescomo una enfermedad?¿No te parece un mal

sueñodel que querer

despertar?¿No desearías que el

tiemposupiera volver atrás,que de algún modo

pudierastener la oportunidadde deshacer lo vividoy de poder olvidar?¿No quieres cerrar los

ojosy gritarnos… «ojalá»?

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Porque de veras nosduele

sentir tu infelicidady «ojalá» es la palabraque más nos oyen

llorar.

«Ojalá», suspira el río,donde solías jugar.«Ojalá», dicen las avesque te escuchaban

cantar.Ojalá en nuestro

palaciopudieras volver a

entrar,

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porque en él hasta laspiedras

gimen pensado «ojalá».

Ojalá antes de irtete pararas a escuchar.Ojalá hubieses sabidoquién te quiere de

verdad.Ojalá ahora lamenteslo que hiciste años

atrás.Ojalá sientas el odioy la venganza aflorar,y comprendas la misiónque te vamos a

encargar.

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Porque no es uncastigo,

te queremos ayudar,pero tú nos olvidastey lo tienes que pagar.Despreciaste a tus

hermanasy el calor de nuestro

hogar.Ya que solas nos

dejaste…Disfruta tu soledad.

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1Reencuentros

Adhárel se había sentado en lasescaleras interiores del castillo deSalmat con la cabeza enterrada entre lasmanos y la mente en otra parte: en algúnlugar desconocido y oscuro donde Dunalo esperaba. Si solo supiera dónde seencontraba aquella guarida…

Había decepcionado a tantaspersonas en los últimos días queintentaba no pensar en ello. El tiempo

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había pasado, Duna seguía desapareciday la cuenta atrás corría sin descanso.Pronto tendría que regresar a Bereth yentonces… ¿qué? No podría reinar en susituación, y tampoco quería. El reinoquedaría desprotegido todas las nochesy Duna… Duna… ¿dónde estaba?Cuando los encerraron en aquella casaen Luznal no había podido soportar elenclaustramiento, ¿qué estaría sintiendoahora?

¡Flash!—¡Corre! —gritó Duna.—¡Ah! —exclamó Adhárel.—¡Tú! —gritó Sírgeric.El príncipe se levantó de un brinco,

incapaz de creer lo que veía.

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—Por el Todopoderoso, ¿qué estápasando aquí? —preguntó Sírgeric,guardando el mechón de pelo dorado enel colgante. Pero ni Duna ni Adhárel leestaban escuchando.

—¿Du… Duna? —el nombre se letrabó en la garganta. Era ella y estabaallí. Delante de él. Un milagro, solopodía ser un milagro.

—Adhárel…Se abalanzó sobre ella y la abrazó

con desesperación.—Lo siento muchísimo… lo siento,

Duna… lo siento…—Sabía que estabas vivo, lo sabía,

lo sabía… —decía ella—. Lo sabía…—Bueno, ya me encargo yo de ir

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cortando las cuerdas de las muñecas yahora me explicáis de qué va todo esto.

El príncipe se levantó y estrechóentre sus brazos al sentomentalista,pillándolo por sorpresa.

—No podrías haber aparecido enmejor momento. Gracias…

—De nada, de nada, pero déjameque suelte a tu chica antes de que sequede con forma de silla para siempre.

Entre los dos liberaron a Duna. Encuanto la última cuerda se soltó, lamuchacha se abrazó a Adhárel conlágrimas en los ojos sin recordar lasheridas de las muñecas.

—¿Estás bien? —le preguntó él—.¿Te han hecho daño? ¿Te han hecho

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algo?Duna negó repetidas veces con la

cabeza.—No te preocupes, ahora estoy bien.

Ahora sí… —y después le besó en loslabios. Sírgeric tosió para llamar suatención. Duna se separó y sonrió.

—Gracias, Sírgeric. Oye, ¿dóndeestá Cinthia?

Dos guardias aparecieron en esemomento en el recibidor.

—¿Qué está pasando aquí? Hemosoído… ¡Eh! ¿Quiénes son esos? —Losapuntaron con las lanzas, pero Adhárelse interpuso entre ellos.

—Son amigos. Y están heridos.Los soldados se miraron entre sí.

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—¿Cómo han entrado?—Pues… —Sírgeric se rascó la

cabeza.—Les he abierto yo la puerta… la

de detrás —respondió el príncipe.—¿Y de dónde ha salido la silla?Adhárel los miró un instante, sin

saber qué responder, antes de exclamar:—¿No me habéis oído? ¡Están

heridos! Avisad a alguien para quevenga a curarles esas heridas.

Los dos guardias bajaron las lanzasy llamaron a una doncella.

—Vayamos a un lugar más tranquilo—dijo el príncipe, tomando de la manoa Duna—. Quiero presentaros a alguien.

Les llevó hasta la sala donde se

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encontraba reposando Wilhelm. El solhacía un rato que se había puesto y lahabitación estaba en penumbras.

—¿Wil? —Preguntó Adhárel,abriendo la puerta—. ¿Estás despierto?

—Ahora sí.Al instante, un sirviente entró y

comenzó a encender velas. Mientrastanto, el hombre cuervo se fueincorporando.

—Quiero que conozcas a alguien,Wil.

El hombre se dio media vuelta y secubrió el ala por acto reflejo. Duna ySírgeric dieron un paso atrás cuando lovieron.

—No os preocupéis. Es un amigo.

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Un buen amigo. Chicos, este es Wilhelm D’Artenaz, príncipe de Salmat. Wil,estos son Sírgeric… y Duna.

La sorpresa se reflejó en su rostro yla sonrisa hizo desparece las arrugas porun instante.

—¿Duna? ¿Tu Duna? ¿La Duna queestaba perdida?

—La misma —respondió ella, mástranquila.

Wilhelm se levantó del sillón y seacercó a ellos con el ala y el brazoalzados.

—Por el Todopoderoso, ¡es unmilagro!

—Se hace lo que se puede —comentó Sírgeric por lo bajo.

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—¿La has traído tú? —preguntó elpríncipe.

—Sírgeric es mucho más de lo queaparenta a simple vista —apuntóAdhárel, guiñando un ojo. No podíaocultar su felicidad. Duna se acercó y élle pasó un brazo sobre los hombrosantes de darle un beso en la cabeza.

—Es un placer conoceros —le dijoDuna a Wilhelm haciendo una brevereverencia.

—El placer es mío, y no tenéis queutilizar formalismos conmigo. Losamigos de Adhárel también son losmíos.

Un par de doncellas aparecieron enese momento con una bandeja cubierta

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de distintos tarritos y vendajes.—Son para ella —dijo Wilhelm,

cediéndole el paso a Duna para quetomara asiento en el sofá.

Mientras la curaban, Sírgericpreguntó:

—¿Alguien podría explicarme quéestá sucediendo y por qué Duna estabaencerrada y maniatada en ese cuarto? Yde paso, confirmadme que no he oídomal y que estamos en Salmat…

—Sí, estamos en Salmat —respondió Adhárel—. En su castillo,para ser exactos.

—¿Sigues… maldito?El príncipe asintió.—Es una historia un tanto

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complicada.—Tenemos tiempo.—No tanto como pensamos —

intervino Duna—. No deberíamos seguiraquí a medianoche…

—Tienes razón, tendríamos queponernos en marcha pronto.

—Ya veo… —comentó Sírgeric.—¿Y Cinthia? —preguntó Duna de

nuevo.Adhárel miró a su amigo.—Es verdad, ¿dónde está?El sentomentalista tragó saliva y

negó con la cabeza.—No lo sé —respondió en un

susurro.—¿Cómo que no…? —Duna pidió a

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las doncellas que se marchasen y selevantó con las heridas cubiertas degasas.

—Es por eso por lo que estoy aquí—añadió.

—¿Qué ha pasado? —preguntóDuna.

—Se marchó… anoche me despertéy… y no estaba. Sus cosas seguían allí,pero ella… ella…

—No lo entiendo… —dijo Duna—.¿Por qué no la buscaste con… con sucabello, como hiciste conmigo?

—¿Crees que no lo intenté? ¡Mepasé toda una noche intentándolo! Creíaque había perdido mi don. Por muchoque me concentraba no conseguía viajar.

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Tras buscar por los alrededores decidípedir ayuda.

—¡No puede haber desaparecido!¿Por qué no has podido viajar hastaella? —preguntó Adhárel.

—No lo sé. No lo sé, ¿de acuerdo?—Sírgeric tragó saliva— Es como siestuviera… muerta.

—Sírgeric…—Pero no, sé que no lo está.—¿Por qué estás tan seguro? —

intervino Wilhelm.Sírgeric le miró desafiante.—Lo sé.—¿Seguíais en Bereth? ¿Qué

hacíais?El sentomentalista negó con la

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cabeza.—Estábamos en el bosque de

Célinor. Acabábamos de visitar losrestos de Belmont. Pensábamos seguirhacia el norte cuando…

El muchacho se quedó en silencio.—¿Cuando qué, Sírgeric? —Duna

apoyó una mano en su brazo.—Cuando ella empezó a hacer esas

cosas… —se masajeó la frente y añadió—: No sé qué le pudo pasar. Yo lehablaba y ella no contestaba, ocontestaba otra cosa. Recuerdo quecomenzó a tararear una canción. Nopodía quitársela de la cabeza, decía. Mepreguntaba si no me parecía maravillosasin esperar respuesta. Yo quise saber

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dónde la había escuchado… pero ellanunca respondía. Y entonces,desapareció.

—¿Así? ¿De repente?—Sí. Esperaba que pudierais

ayudarme a encontrarla.Duna le dio un abrazo.—Lo haremos, Sírgeric. No te

preocupes.Wilhelm carraspeó.—Deberíamos marcharnos. Ya es

tarde y el dragón…Adhárel ayudó al hombre cuervo a

recoger sus pertenencias y salieron. Enla puerta principal del castillo había ungrupo de soldados esperando.

—Debo marcharme —les anunció

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Wil.—¿Señor? —El capitán dio un paso

al frente—. Pero, señor… vos… vossois ahora el rey.

El hombre cuervo negó con lacabeza.

—No, no lo soy. Pero pronto llegaráalguien que sí lo es. Hasta entonces,proteged el reino, guardad el castillo yobedeced al Consejo en todas susdecisiones.

—Señor…—Buena suerte.Y sin decir más, se alejó de allí

seguido por Duna, Sírgeric y Adhárel.Cruzaron Salmat en silencio. Losguardias del portón de la muralla se

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despidieron de ellos antes de cederles elpaso hacia el bosque de Ariastor.

Llegaron poco antes de lamedianoche. Una vez se internaron enlas profundidades, Duna encendió sucolgante de luzalita y siguieronavanzando.

—¿Wil? —preguntó Adhárel.—No creo que deba guiaros yo esta

vez. Ha llegado el momento de tomarcaminos diferentes, príncipe.

Duna y Sírgeric les observaron sindecir una palabra.

—Pero…—Venga, chico. La has encontrado y

estoy seguro de que daréis con la otramuchacha antes de que os deis cuenta.

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Parece que el destino está de tu parte.—¿Y tú qué vas a hacer?—Mi sobrina me está esperando en

algún lugar.—¿Qué te dicen?—Desde que he despertado, nada.

Qué extraño…Duna se acercó a ellos.—Adhárel, deberías…—Oh, sí. Tienes razón. —Se

despidió de Sírgeric y le dijo a Wil—:Al menos quédate hasta mañana, ¿deacuerdo?

El hombre cuervo se encogió dehombros sin dar una respuesta clara.

—Iremos encendiendo una hoguera—anunció Sírgeric.

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Adhárel y Duna se alejaron de allíhasta situarse tras unos árboles.

—Te he echado muchísimo de menos—le dijo la muchacha.

—Y yo a ti también. —La estrechóentre sus brazos y respiró su aroma—. Aveces creía que… pero luego me decíaque no era posible.

—No quiero volver a separarme deti.

—No tendrás que volver a hacerlo,princesa.

Adhárel apartó un mechón de sufrente y la besó con la intensidad y elcariño con los que había fantaseadodesde que se separaron. No hicieronfalta más palabras. Todo quedó dicho

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con sus gestos y caricias.Después, el príncipe fue

desvistiéndose. Apenas se hubo quitadola camisa cuando dio comienzo latransformación. Duna se alejó con laropa y observó el cambio con el corazónpalpitándole en el pecho y una sonrisaen los labios.

—Sabía que lo salvarías —dijo ellamás para sí que para el monstruo. Novolverían a separarse nunca más.Deshicieran o no la maldición.

Una vez en forma el dragón, lamuchacha le palmeó el lomo y loapremió para que se marchase a cazar.La criatura bajó el hocico y acarició aDuna con tanta suavidad como fue

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capaz.—Yo también te echaba de menos —

le dijo ella—. Ahora vete a comer algo,que el principito va a mataros de hambrea los dos.

Él gruñó un par de veces y se alejóde allí a paso lento.

Cuando Duna regresó a las rocasdonde estaban esperando Sírgeric yWilhelm, les vio charlando frente a unapequeña hoguera.

—¿Así que llevas uno por persona?—preguntó Wil, balanceando los trescolgantes que Sírgeric se había quitadodel cuello.

—Uno de Duna, otro de Adhárel y elúltimo de… Cinthia.

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—Nunca había oído hablar de undon como el tuyo.

—Ni yo de uno como el tuyo. Vaya,si es que eso es un poder —añadióseñalando el ala negra.

—Algo así…El sentomentalista se quedó

esperando a que continuase, pero al verque no lo hacía dijo:

—La verdad es que no es algo muypráctico. Quiero hacerme un colgantecon tres huecos. Es más cómodo ymenos aparatoso que tres por separado.Lo haré cuando regresemos a Bereth.

—¿Ya os habéis cansado de recorrerel Continente? —intervino Duna,sentándose a su lado.

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—En realidad, no —contestóSírgeric—. Pero no me quedan muchasganas después de… de que Cinthia hayadesaparecido.

—La encontraremos, no tepreocupes. No puede estar muy lejos.Preguntaremos; seguro que alguien la havisto.

—Eso espero.—Y después podréis seguir con

vuestro viaje.Se quedaron los tres en silencio

mirando crepitar el fuego.—Duna —dijo Wilhelm poco

después—, ¿descubriste por qué osatacaron?

La muchacha se encogió de hombros.

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—Estaban haciendo un trabajo paraalguien, pero no dijeron para quién. Porlo que escuché, debían acabar conAdhárel y llevarme a mí con ellas.

—¿Dijeron a dónde?Ella asintió.—A la Posada del Sauce, aunque no

sé dónde está.—En el bosque de Célinor —

comentaron a coro los dos hombres.Sírgeric sacó de su morral un mapa y

lo extendió para estudiarlo. ElContinente, con su forma de lunadecreciente brillaba bajo la luz de lahoguera.

—Nosotros estamos aquí —indicóseñalando el bosque de Ariastor.

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—En realidad, aquí —le corrigióWilhelm, moviendo su dedo un pocomás al norte.

—Bueno, da lo mismo. La noche enque Cinthia se perdió estábamosdurmiendo… por aquí. Muy cerca delmonte Érade.

—No es el sitio más recomendablepara dormir —comentó Wil.

—Pensábamos seguir hacia el norte.Queríamos visitar Hamel.

—¿Y no es posible que Cinthia sehubiera adelantado? —sugirió la chica.

—¿Sola?—Bueno, no lo sé… —Duna guardó

silencio—. Intento encontrar ciertalógica a todo este asunto.

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—Algo raro le sucedió. Algorelacionado con esa malditacancioncilla que no dejaba de tararear.

—Maldita cancioncilla… —repitióWil para sí—. Humm… Maldita…

Sírgeric removió las ascuas con unpalo para avivar las llamas.

—¿En qué piensas?—En nada, en nada. ¿Te dijo si la

oía en su cabeza?—Ya te he dicho que casi nunca

respondía. Lo único que comentaba eraque no podía dejar de tararearla.

Duna suspiró, preocupada. ¿Tambiénaquello tenía algo que ver con lasentomentalomancia?

—Entonces, ¿hacia dónde

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deberíamos dirigirnos mañana? —preguntó.

—Hacia el norte, hacia el bosque deCélinor.

—¡Ahg! —exclamó Wil, tapándosela oreja con la mano—. ¡Demonios!

La muchacha se acercó.—¿Estás bien? ¿Qué te pasa?—Estoy… estoy bien… —pero sus

ojos no acompañaban a sus palabras.—Tengo agua —dijo Sírgeric,

sacando de su bolsa una cantimplora—.Toma, bebe.

—Gracias. —El hombre cuervo dioun trago—. Solo necesito dormir unpoco.

Se recostó sobre en una zona

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cubierta de musgo y cerró los ojos.—Pues está decidido: mañana

partiremos hacia el norte.Duna asintió y alzó la mirada al

cielo. El dragón pasó sobre las copas delos árboles en ese preciso instante.Tragó saliva y se secó una lágrima quese escurría por su mejilla.

—Duna… —dijo Sírgeric, en vozbaja—. ¿Podrías ponerme al día de loque ha sucedido?

La muchacha sonrió y asintió.—Pero antes, ¿tienes algo de comer?

Hace más de un día que no pruebobocado y me muero de hambre.

—¡Claro!El muchacho sacó una bolsa que

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contenía cereales, queso y un pedazo depan endurecido.

—Como en los viejos tiempos —bromeó, recordando su rescate de latorre. Después cogió la cantimplora dela que acababa de beber Wilhelm y laalzó—. Por nosotros… y porque lavamos a encontrar.

—Lo sé —dijo Sírgeric,revolviéndose el pelo—. Chin, chin.

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2Al son de la música

Cinthia se relamió los labios y siguiócaminando. Estaba sedienta, pero apenasera consciente de ello. El sol golpeabadesde el cielo con toda su fiereza.Parecía querer advertirle de que nosiguiese caminando, de que se detuviesea descansar bajo la sombra de algúnárbol. Pero allí no había árboles, yCinthia deseaba continuar escuchandoaquella hermosa melodía. Si se paraba,

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la perdería. Y solo pensar en ello laentristecía.

A su lado marchaba una niña muchomás pequeña que sonreía encantada. Elosito de peluche que llevaba entre lasmanos asentía una y otra vez siguiendoel ritmo de la canción. Llevaba el pelorecogido en una larga coleta que sebalanceaba de un extremo al otro de supequeña espalda, divertida. Cinthiatambién estaba feliz. Por eso sonreía.

No recordaba cuándo habíacomenzado a escuchar aquella músicatan hermosa, pero no podía seguirrespirando sin sentirla de fondo. Lanecesitaba, por encima de cualquier otracosa. Aquella melodía era más

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importante que el aire para sus pulmoneso la comida para su estómago. Eramaravillosa. A veces triste, a vecesalegre, a veces lenta y otras, rápida.Subía y bajaba como las laderas delContinente. Contaba historias que soloCinthia conocía y hablaba de amoresimposibles, de batallas olvidadas y dedragones que protegían a princesas.Dragones… princesas… Aquello ya lohabía escuchado antes, pero ¿dónde?

¡Qué importaba! La música hablabaahora de campos llenos de flores y denubes blancas cubriendo el cielo. Nopodía distraerse, ¡no quería! Era tanmaravillosa, pensaba una y otra vez.¿Cómo podía existir algo tan perfecto en

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el Continente? Cuando se lo contase a…a… ¿Cómo era su nombre? ¿El dequién?

¡Ahí estaba otra vez el estribillo quetanto le gustaba!

El viento arrastraba las notas hastasus oídos, hasta su piel, hasta su alma. Yella los seguía. No, los perseguía.Quería más, necesitaba más. ¿Y si seterminaban? No, no debía pensar encosas tan horribles. El mero hecho depreguntárselo le helaba la sangre y leproducía escalofríos. La música nuncase acabaría. Seguiría allí siempre, comoel sol o la luna. Aunque pasasen losaños, aunque ella desapareciese, lamelodía continuaría allí. E incluso

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después, cuando su alma abandonara sucuerpo, serían aquellas notas las señalesque le indicarían el camino. ¿Qué haríasin ellas? Nada. Pero no había de quépreocuparse, seguirían allí… seguiríanallí…

¡Eh! ¿Quién era ese niño que ibadelante de ella? ¡Era injusto! ¿Cómo…podía…? ¿Cómo…? Bah, daba igual…Aquella música era solo para ella y losabía, pero no le importaba compartirla.Todo el mundo merecía escucharla ysentirse un poco más feliz.

La melodía los llevó por valles yllanuras. El paisaje desfilaba ante ellossin que ninguno le prestara atención.¿Para qué? Lo que sentían era tan

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maravilloso que lo mejor era cerrar losojos y dejarse arrastrar. ¿Cómo habíapodido vivir tanto tiempo sin aquellamúsica? Más aún, ¿qué había pasado enel tiempo que no había existido aquellacanción? Nada importante, seguramente.Su vida comenzaba de nuevo con cadanota. Era tan feliz que no podía dejar desonreír. Ni ella ni los demás.

Horas más tarde llegaron a un nuevoreino sin que ninguno de los muchachosse diera cuenta. Mientras la músicasiguiera sonando, les daba igual haciadonde se dirigían o cuándo llegarían asu destino, fuera cual fuese.

A la cabeza del grupo de niños yniñas, un hombre disfrazado de arlequín

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con los colores desvaídos y una máscaracubriéndole el rostro, trotaba al ritmo dela música que producía su hermosopífano de madera tallada. Parecíadisfrutar tanto como su séquito, y es quela música había sido su vida desde quetenía uso de razón… o hasta dondequería recordar.

Cuando cruzaron la frontera, elarlequín se detuvo a tomar aire, sonrió yvolvió a tocar con más fuerza y energíasu pífano, preocupado porque alguien nollegara a escucharle.

Ya voy… decía sin palabras.Ya voy… y estéis donde estéis, os

encontraré…

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3Una decisión

peligrosa

Kalendra y Firela pasaron la noche envela. Tras la repentina desaparición deDuna a manos de aquel desconocido ydespués de curarse las heridas, las dosasesinas decidieron recoger los escasosbártulos que llevaban consigo y bajar alsótano de la casa a recapacitar. Noquerían que, además de haber fracasadoen su misión, un simple error desvelara

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su paradero a los guardias de Salmat.Allí permanecieron, a la luz de unamísera vela, aguardando el amanecercon los ojos hinchados y un humor deperros.

—¿Quién diablos… era ese tipo? —preguntó Kalendra a nadie en particular.La herida de la garganta le obligaba adetenerse cada pocas palabras a tomaraire—. ¿Y de dónde salió?

—Lo que yo me pregunto es cómodesaparecieron delante de nuestrasnarices.

—Era un sentomentalista, malditasea. ¡A nosotras nadie… nos habló desentomentalistas! —La mujer descargósu rabia contra el suelo—. Y, encima, el

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estúpido príncipe sigue vivito y…coleando. ¿Cómo puede haber salidotodo tan mal?

Su hermana se recostó en la húmedamadera.

—Deja de lamentarte. No sirve denada y vas a tardar más en curarte.

—Eres idiota. ¿No te das cuenta?¡En dos días habíamos… quedado conDrólserof en la posada! Y no tenemos nia la chica… ni al príncipe.

—Entonces tendremos que cazarlesde nuevo.

—¿Cómo…?—La primera vez no fue tan difícil,

admítelo. Esto no es más que uncontratiempo. Sí, es cierto, no habremos

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cumplido con los plazos y nuestrocliente no estará tan dispuesto apagarnos lo que habíamos acordado enun principio, pero recuerda que somoslas Asesinas del Humo.

—¿No eras tú la que no querías…este trabajo?

Firela la miró de refilón.—Y sigo sin quererlo. Pero

tendremos que ser responsables denuestras decisiones, digo yo. Lo primeroque deberíamos hacer sería llamar alhombrecillo y explicarle la situación.

A Kalendra le entró un ataque de tos.—¿Te has vuelto loca? ¿Qué quieres

que le diga?—La verdad, obviamente.

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—Conmigo no te pongas…petulante, Fira. Si estamos así es por tuculpa.

—¡¿Perdón?! —dijo, y se incorporócon los ojos desorbitados.

—Ya me has oído. Tú decidiste queteníamos que actuar hoy sin falta. Yosolo te seguí.

—Esto es increíble…—Es la verdad. Yo te dije que

debíamos esperar y prepararlo todomejor.

—Kalendra, no te consiento que meeches la culpa de lo que ha sucedido.

—Como… quieras…—Muy bien, pues si no quieres

hablar tú con él, lo haré yo. —Abrió el

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morral de su hermana sin esperarrespuesta y buscó el espejo hasta darcon él. Lo sacó y echó un escupitajo alcristal. La luz comenzó a resplandecerdurante varios segundos hasta que en suinterior apareció el rostro de Drólserof.

—¿Dónde estáis? —preguntó elhombre sin perder un instante.

—Lejos de Célinor.—¿Lejos de Célinor? ¿Qué estáis

haciendo? La cita es mañana… ¿Hayalgún problema?

Firela asintió.—La muchacha se ha escapado.—¡¿Qué?! —El rostro se

descompuso en una mueca deincredulidad.

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—Lo sentimos. Apareció unsentomentalista y se la llevó con él.

—¿Un sentomentalista? ¿Estáisburlándoos de mí?

Kalendra soltó una carcajada desdesu posición. Firela la fulminó con lamirada.

—No, es la verdad. Por esonecesitamos más tiempo.

—No hay más tiempo.—Entonces no hay chica.—No te olvides mencionar que el

principito sigue vivo —le recordóKalendra.

Firela suspiró y se lo dijo aDrólserof.

—¿No… no dijisteis que le habíais

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matado?—Pues parece que no del todo —

replicó ella, mirando de reojo a suhermana.

—Maldita sea… ¡maldita sea…! —exclamó, furioso—. ¿Y vosotras sois lasmejores asesinas del Continente? Nosois más que un fraude.

Firela respiró hondo y contuvo lasganas de estrellar el espejo contra elsuelo.

—Dadnos dos semanas más y lostendréis.

El hombre guardó silencio y semasajeó las sienes. ¿Dos semanas?¿Disponía de aquel tiempo?

—De acuerdo. Dos semanas más,

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pero la paga será la mitad desustanciosa.

—¿La mitad? —se quejó Kalendra.—Trato hecho —se apresuró a

responder Firela—. Dentro de catorcedías nos encontraremos en la Posada delSauce.

—No volváis a utilizar el espejo sino es una emergencia. Recordad que lacuarta vez…

Firela secó el cristal con su manga yla imagen de Drólserof desapareció.Cuando se giró para guardarlo, suhermana la miraba atónita.

—¿Qué pasa? —replicó ella—. Nome gusta que me repitan las cosas.

Kalendra sonrió antes de comenzar a

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toser.—¿Cuánto tendremos que esperar?—Mañana por la noche saldré para

ver cómo está Salmat de protegido. Conun poco de suerte nos habrán dado porperdidas y podremos salir con la mismafacilidad con la que entramos.

Kalendra asintió, preocupada.—Sabes que hacernos con el trono

no va a ser tan fácil ahora, ¿verdad?Firela se tumbó en el suelo de

madera con la mirada clavada en eltecho.

—Solo si la niña sigue viva.—Matamos a Dalía durante el

velatorio de Ofelia. ¡Podrían habernosvisto!

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—Pero no nos vieron. Elegimos unmomento perfecto para atacar.

—Elegiste… —le corrigió—. Y nome pareció perfecto. ¡Todo podría habersalido mal!

—¿Con las puertas del castilloabiertas de par en par y la genteentrando y saliendo a sus anchas? Nopodríamos haber encontrado unmomento más idóneo.

—Qué positiva te has vuelto derepente, Fira.

—¡No es para menos! —exclamó—Si no hubiera sido por nuestro queridohermano, Dalía no se habría quedadodesprotegida en esa habitación. Ledebemos tanto…

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—Maldito sea —gruñó Kalendra.—No seas tan dura.—Bah…—¡Kendra, basta! —siseó Firela—

Deja de quejarte. En el momento en elque nos coronen olvidarán lo quesucedió y se comportarán como lossiervos que son. Además, tendremos laPoesía Real. ¿Crees que alguno seatreverá a hacernos nada sabiendo quepodemos condenar al reino entero parasiempre con solo prender fuego a unestúpido pergamino?

De pronto, su hermana la miró deotra manera.

—Lo siento… supongo que es elcansancio.

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Firela asintió.—Ahora de lo único que tenemos

que preocuparnos es de capturar a lamuchacha y rematar al príncipe. Y estavez nos aseguraremos de que no puedalevantarse nunca más.

—Dalo por hecho. Yo misma lecortaré el cuello.

La vela se quedó sin cera en esemismo momento, sumiendo la habitaciónen una completa oscuridad.

—Creo que es hora de dormir.Firela cerró los ojos esperando a

que llegase el sueño. Sin embargo, antesde quedarse dormida, preguntó:

—¿Te acuerdas de cuandoempezamos?

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—Fira…—Dijimos que solo sería hasta

conseguir suficiente dinero. —Y en unmurmullo añadió—: Las heroínas que elContinente necesitaba.

—Si quieres seguir torturándote,hazlo en voz baja —le pidió su hermana,dándole la espalda y pegándose a lapared.

No, Firela no quería seguirtorturándose. Ella lo que quería eraolvidar; pero no podía. Por esonecesitaba hablarlo con su hermana.Quizás, si dejaba salir sus miedos, ladejarían libre. Pero Kalendra no quería,no le permitía hacerlo en voz alta. Nofrente a ella. Ella había olvidado y había

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logrado perdonarse, sin embargo, Firelano. ¿Qué podía hacer?

Se quedó mirando la oscuridad conlos ojos bien abiertos. Le gustaba jugara hacer aquello cuando era pequeña.Cuando intentaba engañarse a sí misma.¿Estaba con los ojos abiertos ocerrados? La oscuridad era igual deimpenetrable en los dos casos.

Pero al menos entonces podíaquedarse dormida. Ahora ni eso.

Los recuerdos la asediaban cada vezque cerraba los ojos, cada vez que sedistraía o que intentaba relajarse. Poreso siempre se obligaba a pensar. En loque fuera. Cualquier cosa era mejor quesufrir el acoso del pasado.

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Todavía recodaba el olor a quesopodrido y a cuero mojado. Sus labiosapergaminados, sus dedos sucios sobresu piel de niña.

Firela se estremeció, intentandocontrolar las arcadas. Se obligó adejarlo estar, pero cuanto más lo hacía,más nítido lo veía todo. La oscuridadresultaba tan clara como una hoja enblanco…

Llevaban fuera del palacio cerca deuna semana. Se habían detenido adescansar en una posada en el reino deAlda y habían pagado un par de noches acambio de los pendientes de oro deKalendra. La posada no era gran cosa yla habitación, menos. Contaba con lo

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necesario para pasar la noche: una camalo bastante grande como para quecupieran las dos acurrucadas y unlavadero enmohecido. En cualquiercaso, no pensaban pasar allí más tiempodel necesario antes de decidir quérumbo tomar.

Con dieciséis años, el Continente seles presentaba como un lugar repleto depromesas y de secretos maravillosos pordescubrir. Lo que ellas no sabían, hastaque fue demasiado tarde, es que tambiénexistían otro tipo de misterios: muchomás antiguos que los primeros, perotambién más peligrosos y oscuros.

Por suerte para ella, su mente habíaborrado casi todos los detalles. Sí,

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recordaba cómo aquel hombre habíairrumpido en su habitación en mitad dela noche, y cómo le había ordenado a suhermana que se apartara, y cómoKalendra se había lanzado sobre él,arañando y gritando… y cómo él lahabía arrojado contra la pared de unempujón. Pero el resto se perdió en lasbrumas de la memoria.

Una lágrima se escurrió por su sienhasta perderse en el cabello. Firelatragó saliva.

Kalendra fue quien la despertóaquella mañana. Le dolía todo el cuerpoy aunque no entendía por qué, sabía quedurante la noche había sucedido algomalo, terrible.

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El cadáver del hombre se encontrabaen el suelo de la habitación con unapuñalada en la espalda. El cuchillo queKalendra había utilizado seguía clavadoen su carne. Sin poder evitarlo, Firelavomitó.

Aquello no podía estar pasando deverdad, se decía una y otra vez. Teníaque ser una pesadilla. Pero su hermanale hizo ver que no era así y que las doshabían asesinado a aquel hombre. Lasdos.

No se molestaron en recoger ni enocultar las pruebas. Eran demasiadascomo para haberlo intentado siquiera.Kalendra recogió el cuchillo y volvió aguardarlo en su morral.

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Intentando hacer el menor ruidoposible, las dos niñas salieron de laposada y se perdieron en Alda cuando elsol aún no había salido. El miedoatenazaba sus músculos y sus acciones.¿Adónde irían? ¿Podrían regresar aSalmat? ¿Las perdonaría su hermana?No, no podían regresar. Si habían huidode allí era para volver cuandoestuvieran listas. La próxima vez quepisasen Salmat, sería para quedarse yreinar.

Firela sonrío con sarcasmo y se secólas lágrimas. Y reinar…

Cuando amaneció y los comerciosabrieron sus puertas, se acercaron a unestablo que había a las afueras del reino

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y se gastaron prácticamente todas lasjoyas que robaron del castillo solo enlas monturas que todavía conservaban.Después de eso, huyeron de allí comoalma que lleva el diablo, temerosas deque alguien pudiera reconocerlas y leshicieran pagar por el crimen que habíancometido.

Más tranquilas, al otro lado de lafrontera, encontraron una caseta en muymal estado donde pasar la noche. Allífue donde juraron guardar el secreto yconvertirse, a partir de entonces, en lasheroínas que el Continente necesitaba.No podían permitir que ningún hombreles volviera hacer aquello. Ni a ellas, nia ninguna otra mujer. A partir de

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entonces, la sangre que derramasen seríasolo de hombres. Y debían tener un buenmotivo para hacerlo.

¿Qué había sido de aquel juramento?Los primeros años lo cumplieron a

rajatabla. Al principio les costó hacersea la idea de que matarían a cambio dedinero. Pero una vez hecho el primertrabajo, el resto les parecieron igual.Todavía recordaba cómo se asustó laprimera vez que rajó la garganta de unladrón en Belmont, o la vez que,defendiendo a su hermana, le atravesó elcostado con la espada a un viejovagabundo en Caravás. Durante losprimeros años se lo tomaban como unjuego. Se llamaron a sí mismas las

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Asesinas del Humo y nunca pasabademasiado tiempo sin que alguienrequiriese de sus servicios.

En un principio, el resultado de lostrabajos, aunque igual de efectivo, noera tan limpio ni discreto como lossiguientes. Pero la costumbre y lapráctica terminaron por convertirlas enlas profesionales que eran hoy en día.

Sin embargo, cuando los trabajospor honor comenzaron a escasear, ycuando los clientes que requerían de susservicios eran hombres tandespreciables como los que habíanestado aniquilando hasta entonces, sufilosofía tuvo que cambiar.

No es que les hiciera falta más

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dinero. En realidad, solo con losahorros que habían amasado en losúltimos años podrían haberse retirado acualquier lugar tranquilo a descansar.Sin embargo, a Kalendra nunca lepareció suficiente. Y como no sabíancuándo podrían regresar a Salmat, lesaterraba pensar que pudieran llegar aquedarse sin dinero algún día y tuvieranque volver a comenzar desde elprincipio.

Así que una cosa llevó a la otra ydiecisiete años después seguíanhaciendo lo mismo que al principio.Solo que ahora mataban sin hacerdistinciones, preocupadas únicamenteporque la recompensa mereciese el

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esfuerzo.Firela se revolvió en su sitio,

incapaz de encontrar la posturaadecuada para conciliar el sueño. Lepreocupaba el encargo de Drólserof. Lehabía dado mala espina desde elprincipio, pero ahora que unsentomentalista se había colado pormedio y que su hermano Wilhelmparecía estar de su lado, la cosa sehabía vuelto del todo inestable.

Entonces, ¿por qué no lo habíadejado correr, como su hermana habíasugerido?

Porque nunca habían rechazado untrabajo, se dijo. Y no lo iban a hacerahora solo porque las cosas se hubieran

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complicado un poco.Un poco, seguro, se burló.Tenía que haber una forma de

agilizar las cosas. Debían regresar aSalmat antes de que fuera demasiadotarde y alguien usurpara el trono que lespertenecía. En cuanto acabasen con elencargo, se dijo, volverían paraquedarse. Pero hasta entonces…

¿Quién podría ayudarlas? ¿Quiénpodría indicarles qué dirección habíantomado sus presas? Alguien con poder,alguien que lo supiera todo, alguiencomo…

—Tézcar… —dijo de repente,incorporándose.

—¿Hum? —gimió su hermana aún

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adormecida.—Kendra, despierta. Ya sé lo que

vamos a hacer.Su hermana bostezó y gruñó algo sin

sentido.—¿No podía esperar? —dijo, y se

puso a toser.—Iremos a ver a Tézcar.Kalendra se despertó de golpe al

escuchar aquel nombre.—¿Estás delirando otra vez? No

pienso acercarme a ese tipo en lo queme queda de vida.

—Es la única solución, Kendra. Élnos ayudará a terminar el trabajo.

—¿A cambio de qué, Fira? Sabes loque cobra, y no estoy dispuesta a

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pagarlo.—Pues lo haré yo.—¿E inmiscuir en nuestros asuntos a

un sentomentalista?Firela asintió en la oscuridad.—Ellos también lo han hecho, te lo

recuerdo.—Pero no se trata de una

competición. Ellos son… las presas.Nosotras, los cazadores. No jugamoscon las mismas reglas.

—Reflexiona sobre ello esta nochey, si encuentras una solución mejor, melo cuentas por la mañana.

Kalendra volvió a gruñir algo, peroesta vez Firela no dijo nada. Sabía quehabía dado con la solución a sus

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problemas… aunque eran muchos losque se negaban a pagar el precio queTézcar exigía por sus servicios.

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4Un alto en el camino

El dragón trazó un último surco en elaire antes de descender. Después anduvopor el bosque, arrancando de cuajoárboles y helechos hasta el lugar dondedormitaban los demás. Se echó junto aDuna, bostezó y agachó el hocico. Antesde que sus ojos se hubieran cerrado, diocomienzo la transformación.

Duna se despertó cuando Adháreltomaba su forma humana. Gateó por el

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suelo hasta él y le dio un beso en loslabios para despertarlo.

—Buenos días, príncipe dragón.Adhárel abrió los ojos con pesadez.—Buenos días, doncella en apuros

—replicó él, devolviéndole el beso.—¿Cómo te encuentras?Adhárel la rodeó con sus brazos.—Demasiado vivo para lo temprano

que es.Duna apoyó la cabeza sobre su

pecho y cerró los ojos. El corazón deAdhárel latía aceleradamente bajo suoído, como si hubiera estado haciendoejercicio durante horas. El corazón deun dragón, se dijo para sí. Intentóacompasar su respiración a la del

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príncipe mientras él acariciaba sucabello con ternura.

—Te quiero… —le susurró.—¿De verdad?—Absolutamente.—¿Aunque siempre termine

encerrada?—Sabes que sí.—¿Y aunque te pases la noche

custodiando la torre?—Lo hice para protegerte del mundo

exterior —bromeó Adhárel.—Menudo…—¿Sabes? Nunca habíamos hablado

de esto hasta ahora —apuntó el príncipe.Duna tragó saliva, incómoda.—Supongo que no estaba preparada

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—guardó silencio y después añadió—:Pensar que no iba a volver a verte me haservido para darme cuenta de que esabsurdo temer lo irracional. Si dejas quevenza, el mundo entero se convertirá enla torre en la que estás cautiva.

Adhárel guardó silencio, meditandosus palabras y dándose verdadera cuentade lo mucho que la había echado demenos.

—Qué gran verdad… —dijo en esemomento una voz tras su espalda.

—¡Sírgeric! —exclamó Duna,incorporándose—. ¿No sabes que es demala educación escucharconversaciones ajenas?

—¿Y tu príncipe no sabe que es de

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mala educación andar por ahí en cueros?Duna se apresuró a acercarle una

manta.—Buenos días a ti también —

comentó Adhárel, forzando una sonrisa.—¿Ya podemos dejar de fingir,

entonces? —preguntó Wilhelm estirandoel brazo y el ala.

—Estupendo… —masculló Duna,volviendo al lugar donde había dormidoy lanzándole al príncipe su ropa paraque se vistiera—. ¿Desde cuándo estáisdespiertos?

—Desde que llegó el dragón —respondió Sírgeric en mitad de unbostezo.

—Yo desde un poco antes.

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Duna hizo un mohín de enfado y sepuso a recoger. Adhárel regresó pocodespués, ya vestido.

—Mucho mejor —comentó Sírgeric.—¿Habéis decidido hacia dónde

iremos? —preguntó el príncipe,ignorando al sentomentalista.

—Hacia el norte —respondió Duna.—Bereth está de camino —señaló

Wilhelm.Adhárel lo miró y alzó la ceja.—¿Nos acompañas?—Eso parece… —comentó el

hombre cuervo, señalándose la cabeza.El príncipe sonrió y asintió.—Bueno… Podríamos parar en casa

a reponer fuerzas y a saludar.

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—Y a coger ropa limpia —añadióDuna.

—Si nos damos prisa, llegaremospor la noche.

—¿Y mañana temprano seguiríamosnuestro camino? —preguntó Sírgeric,preocupado.

—Sin perder un instante —leprometió el príncipe.

—A mí me parece bien —añadióWilhelm, masajeándose el ala porencima de las vendas.

Echaron tierra sobre la hoguera y sepusieron en marcha. Duna sonrió para sírecordando lo mal que lo había pasadola última vez que había estado en unbosque y lo tranquila y segura que se

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encontraba ahora. Le cogió la mano aAdhárel y este le dio un beso.

—Siento mucho todo lo que haocurrido —se sinceró el príncipe—.Debería haber sido yo quien terescatase…

—Adhárel, por favor —le espetóDuna, mirándolo—. Nos tendieron unatrampa, estuviste a punto de morir y, aunasí, recorriste el Continente enterobuscándome. Has hecho por mí más delo que cualquiera ha hecho nunca. No sete ocurra pedirme perdón. Además, queSírgeric me rescatase no fue más quepura casualidad. Sabes tan bien como yoque no llegó hasta mí con esa intención.

Adhárel sonrió más tranquilo.

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—Ya sé que no. Lo que me lleva apreguntarme: ¿Cómo pudiste escaparcon Sírgeric si te tenían encerrada? ¿Noestaba haciendo guardia ninguna de lasdos mujeres? —preguntó.

—No cuando Sírgeric apareció. —Pateó una piedra y siguió halando—:Dijeron que se marchaban a terminarunos asuntos.

—¿Unos asuntos?Ella asintió.—No sé qué clase de asuntos se

resuelven con unas dagas y una ballesta,pero eso fue lo que cogieron.

Adhárel se detuvo en seco.—¡Wil! ¡Wil!—¿Qué sucede? —preguntó este,

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volviéndose.—Las… las dos asesinas que

raptaron a Duna. Las que intentaronmatarme…

—Sí, sí, ¿qué ocurre?—Creo que fueron las mismas que

asesinaron a tu hermana.—¿Cómo? —El rostro del hombre

cuervo se descompuso—. ¿Quiéneseran? ¿Averiguasteis algo de ellas?

—Solo sus nombres —respondióDuna—. Kalendra y Firela, aunque sellamaban entre ellas…

—Kendra y Fira —terminó él.—Exacto… ¿Cómo lo sabes?—Porque son mis hermanas.—¡¿Qué?! —exclamaron los dos al

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unísono. La cara de Sírgeric era igual deelocuente.

—Kalendra y Firela, o Kendra yFira, son mis dos hermanas gemelas. Semarcharon del palacio el mismo día queyo huí de Salmat. Ahora entiendo porqué.

—Tenemos que regresar y decírseloa alguien —comentó Duna—. ¡Podríanvolver y coronarse reinas ahora que hanmatado a Dalía!

El hombre cuervo negó con lacabeza.

—No hay tiempo. Además, Lysellsigue viva. Y mientras eso no cambie,ella será la heredera al trono, no mishermanas.

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—Pero…—Dalía dijo que el secreto de Lysell

lo conocían unos pocos en el palacio.Los necesarios para evitar esto. Tarde otemprano, Fira y Kendra se darán cuentade que Lysell existe e irán a por ella. Mideber es encontrarla y protegerla.

Duna seguía igual de consternada.—Pero ¿cómo han podido hacerlo?—¿Matar a Dalía? Lo llevarían

planeando desde hace años.—¿Y de verdad piensan que los

aldeanos van a aceptar por reinas a dosasesinas tan despiadadas?

Wilhelm sopesó la pregunta.—Una vez que ellas sean las reinas,

dará igual lo que hayan hecho en el

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pasado para conseguirlo. Todo estápermitido en estos casos. ¿O no,Adhárel?

La imagen de Dimitri pasó por lamente del príncipe.

—Supongo que sí… —murmuró.—Pero ¿por qué hablas en plural?

—preguntó Duna—. Solo una de ellaspodrá llevar la corona.

Wil hizo un ademán.—Actúan juntas, piensan juntas…

reinarán juntas aunque solo una dé lasórdenes en voz alta.

Duna se estremeció al recordar queverdaderamente era así como las habíavisto trabajar.

—Ahora lo importante es que

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encuentre a Lysell —añadió el hombrecuervo—. Kendra y Fira harán lomismo. No creo que se atrevan a ponerun pie en el palacio sin estar seguras dehaber atado todos los cabos.

—¿Y cómo piensas dar con la niña?—preguntó Sírgeric, cruzándose debrazos.

—Tengo mis trucos… —respondióescueto, antes de darse la vuelta yponerse en marcha.

Duna y el sentomentalista cruzaronuna mirada con Adhárel, pero este seencogió de hombros y siguió al hombrecuervo.

A mediodía se detuvieron adescansar en mitad de un camino de

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grana que desembocaba en Bereth. Yacasi no quedaban reservas en el morralde Sírgeric y lo poco que habían cogidoWilhelm y Adhárel de Salmat tambiénestaba en las últimas. Con todo, la buenadisposición y la ilusión de regresar acasa habían recargado los ánimos detodos, a excepción de los delsentomentalista, que no dejaba de abrir ycerrar el colgante de Cinthia. Mientrasalmorzaban, el príncipe se fijó en queSírgeric, cada cierto tiempo, sacaba elmechón y cerraba los ojos,concentrándose. Por primera vez desdeque se habían reencontrado, Adháreldescubrió las ganas que tenía de verledesaparecer. Pero no ocurrió ni una sola

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vez.Tras llenar el estómago, siguieron

adelante con los ánimos renovados.Entre otras cosas, fueron charlandosobre la luzalita que habían descubiertoen la isla de los piratas, lo infructuosaque estaba resultando la búsqueda deMaese Kastar y el estado de laelectricidad en el Continente.

—Creí que Bereth era el único reinoque no tenía de qué quejarse —comentóWilhelm, apoyándose al caminar sobresu cayado—. Hay personas que mataríanpor ello.

—No lo puedes ni imaginar —comentó Duna.

—Y así era. Hasta que todo se

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complicó. El reino estuvo a punto dedesaparecer por culpa de un par delocos y decidimos acabar con lasmáquinas.

El hombre cuervo los miró de hitoen hito.

—¿Máquinas? ¿De electricidad? —Adhárel asintió con la cabeza—. Vaya…Pensé que era un cuento de mi padre,que no existían en realidad.

—Ahora es lo que son. Nada másque un cuento, por suerte para todos.

—¿Y había… contenedores?¿Contenedores enteros?

—¿De electricidad? Todavía loshay. Dos, para ser exactos. —Yadelantándose a la pregunta, añadió—:

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Pero juramos no volver a utilizarlospara la guerra.

—Sabia decisión… por el momento.Adhárel lo miró extrañado, pero no

quiso seguir ahondando en el tema. Laelectricidad había traído más desgraciasque soluciones al reino de Bereth, y sipor él hubiera sido, habría liberadohasta la última chispa de loscontenedores. Con todo, la reinaAriadne consideró que malgastar un bientan valioso como la electricidad en lugarde ofrecérselo a sus súbditos era uncrimen igual de despreciable, por lo queel consejo terminó aceptando sudecisión.

El príncipe no veía el momento de

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reencontrarse con su madre ypreguntarle cómo había ido todo en suausencia. Desde que se marcharon, nohabía dejado de preocuparse ni uninstante por la situación del reino. ¿Y siDimitri había decidido volver a lacabeza de un ejército? ¿Y si habíamandado a alguien para terminar con lareina? No, se habría enterado. Con laintención de distraerse, se adelantó paraalcanzar a Wilhelm y le preguntó:

—Entonces, ¿te quedas?El otro dibujó una media sonrisa.—Eso parece, si no quiero volverme

loco.Adhárel asintió. Wilhelm soltó una

carcajada amarga y después se puso

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serio.—Oye, Adhárel, en cuanto a lo

mío…—No diré nada, te lo prometo. Lo

juré, ¿recuerdas? A no ser que me despermiso, no lo comentaré con nadie, nisiquiera con Duna.

—¿Qué pasa conmigo? —preguntóde repente la muchacha, que habíaterminado alcanzándolos.

—Le decía a Wilhelm que nisiquiera contigo había…

—… hablado de la boda —intervinoel hombre cuervo, sonriendo.

Adhárel le miró consternadomientras Duna le dirigía una mirada deabsoluta extrañeza. Wilhelm dejó de

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sonreír.—¿De la… boda? ¿Qué boda?—De la de… de la de…—¡La de mis padres! —exclamó el

hombre cuervo—. La de los reyes deSalmat. Fue maravillosa. Se lo… se loconté a Adhárel antes de queaparecieras y… y le gustó mucho.

—Pero todavía no había tenidotiempo de hablarlo contigo —añadió elpríncipe, forzando todavía más lasonrisa.

La muchacha enarcó una ceja.—Ya… ¿Y por qué querías hablarme

de ello? ¿Piensas organizar alguna?—¿Qué? Oh, bueno. No. Sí. No sé.

Tal vez… —El rubor se extendió por

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sus mejillas—. Más adelante…supongo.

Duna chasqueó la lengua y lesadelantó.

—Buen intento —les dijo sin más.Adhárel y Wilhelm se miraron un

instante y contuvieron una carcajada.Sírgeric iba unos pasos por detrás,

con la cabeza gacha y arrastrando elánimo por el suelo. Adhárel hizoademán de ir a hablar con él, peroWilhelm le recomendó que lo dejarasolo por el momento. El príncipe supusoque sería lo mejor. Además, ¿qué podíadecirle?

Horas más tarde llegaron a lasafueras de Bereth.

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En el momento en el que reconocióel terreno, Duna comenzó a hablarle aWilhelm de la casa de Aya, de lo quehacían para ayudarla en la cestería ycómo Sírgeric había llegado un día yhabía intentado asesinarlas.

—¿Bromeas?—En absoluto —le dijo la

muchacha. El sentomentalista sonrió porprimera vez después de tanto tiempo sinhacerlo.

—Todavía no comprendo cómo Ayadejó que me quedara después de eso.

—Si por mí hubiera sido ya sabesque te habría mandado ahorcar.

—Tú siempre tan sincera, Dunita —se burló él.

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—No creo que a nadie le guste quelo apunten con una espada y luego tengaque convivir con su agresor… Desdeentonces tengo claro que Aya no estámuy bien de la cabeza.

Los cuatro se echaron a reír. Sehabía levantado algo de viento ahoraque el sol estaba a punto de ponerse.

—Y aquel es el monumento que selevantó con los materiales de la máquinade electricidad —explicó el príncipe,señalando la estatua que había a mediocamino entre la antigua casa de Aya y lamuralla. Tenía la forma de una manoabierta saliendo de la tierra con unabombilla gigantesca entre los dedos—.Está hecha con hierro y cristal.

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—Y la hizo un sentomentalista de…¿qué edad? —preguntó Duna.

—Once años. Andrew.—Qué maravilla —comentó el

hombre cuervo, observando con otrosojos aquella escultura. ¿Once años?,pensó. Que tuvieran cuidado losenemigos de Bereth, porque en caso deatacar, el reino sabría cómo defenderse.

Alcanzaron la portentosa muralla delreino poco antes de que se cerrase. Lossoldados los saludaron amigablementesin darse cuenta de a quién estabancediendo el paso. Duna miró de reojo aAdhárel, que sonreía divertido.

Anduvieron por las tranquilas callesde Bereth mientras le iban contando a

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Wilhelm todas las situaciones quehabían vivido allí: la escuela de la queDuna fue expulsada, la casa abandonadadonde se escapaban a jugar ella yCinthia de pequeñas, la tienda dondecompraron los vestidos, la plaza en laque se colocaba el mercado los días defiesta… Si a Wilhelm le aburríanaquellas historias, disimulabaperfectamente. Él también preguntaba yse interesaba por lo que le estabancontando.

Para cuando quisieron darse cuenta,apareció frente a ellos la silueta delpalacio recortada en la noche.

—Cielo santo… —mascullóWilhelm, alzando la vista hasta la

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cúspide—. ¡Es una maravilla! ¿Tambiénvais a decirme que lo ha hecho un niñode once años?

Los cuatro se echaron a reír.—Este no —contestó Adhárel—.

Para construir el palacio se necesitaronun centenar de hombres corrientes yotros tantos sentomentalistas. Pero elresultado mereció la pena.

—Ya lo creo —dijo, acercándose ala puerta—. ¿Y ha sido siempre de tufamilia, Adhárel?

—Más o menos —respondió con ungesto de la mano—. En realidad, hapertenecido desde hace siglos a losRosterborth. Pero mi abuelo, AmadísRosterborth, no apreciaba demasiado a

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sus padres. Y cuando su mujer muriódando a luz a mi madre, Ariadne,decidió que la niña llevaría el apellidomaterno en lugar del suyo.

—¿Y le dejaron hacerlo? —preguntóDuna.

—Bueno, él era el rey entonces.¿Quién se lo iba a prohibir?

Duna soltó una carcajada. Así desimple. En la Escuela había escuchadoretazos de la historia con distintasvariantes. Algunas profesoras lesenseñaron que todo había sido unmalentendido entre las familias; otras,que fue el resultado de perder unapartida de cartas en la que el rey habíaapostado hasta su apellido familiar; y su

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última maestra, Lady Soriana, les obligóa pensar que Forestgreen no era más quela traducción de Rosterborth a undialecto olvidado.

—¿Y qué dijeron los berethianoscuando sucedió? —quiso saberWilhelm.

Adhárel se encogió de hombros.—Hay discrepancias al respecto.

Los más ancianos siguen dirigiéndose anosotros como los Rosterborth, adiferencia de los más jóvenes, queaceptan el apellido Forestgreen comolegítimo. Al fin y al cabo, un apellido nodeja de ser más que un apellido. Son laspersonas que lo llevan las que lo honrano lo deshonran.

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—¡Alto! —exclamó el guardia de laentrada al verles acercarse—Identificaos.

Adhárel dio un paso al frente.—Soy el príncipe Adhárel

Forestgreen —anunció, con voz seria.—Eso es imposible, el príncipe

no… —Pero cerró la boca cuando eljoven entró en el círculo de luz queproporcionaba la antorcha colgada en lapared—. Alteza…

El soldado hizo una reverencia yesperó hasta que Adhárel le dio permisopara que se levantara y les abriera lapuerta.

Una vez dentro, el lacayo queesperaba en el recibidor salió corriendo

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escaleras arriba. Tan solo unas cuantasbombillas desperdigadas por elvestíbulo iluminaban la enorme estancia.

—Bombillas… —murmuróWilhelm, acercándose a una de ellaspara admirarla con detenimiento.Cuando la rozó con los dedos, esta seapagó—. No había visto una desde queera niño. Son preciosas. —Con otrotoque, la esfera de cristal volvió a lucircon la misma intensidad que alprincipio.

Duna se acercó a Adhárel.—Sabes que solo tendrás tiempo de

saludarla, ¿verdad?—Sí, en cuanto lo haga me iré al

bosque. Vosotros podéis quedaros aquí a

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dormir.—Pero…El príncipe le puso un dedo en los

labios.—No quiero que lo discutas. Tenéis

que descansar y no sé cuándo volveréisa tener la oportunidad de hacerlo en unlugar tan seguro como este. El dragónestará perfectamente; recuerda que se hacriado aquí.

Duna se guardó sus discrepancias yasintió.

De repente, se oyeron pasosatropellados de varias personas bajandopor la escalera principal. Duna y elpríncipe se acercaron a los primerosescalones para ver llegar a la reina y a

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Aya.—¡Duna! ¡Adhárel! —exclamaron

casi al unísono antes de estrecharlosentre sus brazos.

—¡Qué sorpresa tan grande! —dijoAya, sin soltar a la muchacha—. Déjameque te vea. ¡Estás guapísima!

—Aya, no seas mentirosa.—No está mintiendo —le dijo la

reina, abrazándola—. Estás algo sucia,pero el pelo largo te queda muy bien.

Era cierto. Hasta entonces lamuchacha no se había dado cuenta deque lo llevaba por la cintura.

—Gracias, Ariadne —respondió,sonriendo.

—¡Cielos! ¿Qué te ha pasado en las

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muñecas? —quiso saber Aya cuandoreparó en las vendas.

Adhárel la miró expectante.—Nada, nada importante…—Hola, señora Aya —saludó en ese

instante Sírgeric, acercándose al grupo.—¡Hijo! —exclamó ella con el

mismo entusiasmo que había dirigido aDuna—. ¿Cómo estás? ¿Cómo os ha idoel viaje? ¿Y Cinthia? ¡Cinthia!

Pero Cinthia no apareció. Los tres semiraron un instante antes de bajar losojos.

—¿Y… Cinthia? —volvió apreguntar la mujer, la sonrisa decayendopor momentos.

—Aya… —comenzó Duna.

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—Ha desaparecido —le interrumpióSírgeric—. Pero vamos a encontrarla.Os lo aseguro.

—¿Que ha… desaparecido? —Ayase llevó la mano al pecho— ¿Dónde?

—Estábamos cerca de Belmont ycomenzó a oír una canción y no merespondía y… y… —Un nudo en lagarganta le impidió continuar.

Duna tuvo que sujetar a Aya para queno cayese mareada.

—Enviaré a un grupo de soldados ensu búsqueda —dijo la reina—. Nopuede haber desaparecido.

—No… no servirá de nada —balbuceó de pronto Aya.

—¿Cómo que no? —preguntó Duna

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—. ¡Cuantos más la busquemos, mejor!—No en este caso, hijita —

respondió la mujer, sin dar másexplicaciones—. No en este caso.

—¿Y tu don? —preguntó la reina,dirigiéndose a Sírgeric.

—No funciona, majestad. Ya lo he…intentado todo.

—Mañana partiremos hacia el norte—anunció Adhárel— y daremos conella.

Wilhelm carraspeó a su espalda.—¡Por el todopoderoso! —exclamó

la reina, dando un respingo.—Cielos, se me había olvidado —

dijo Adhárel, sonrojándose—. Madre,no os preocupéis, es el príncipe

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Wilhelm D’Artenaz del reino de Salmat.Es también un buen amigo mío.

—Encantado de conoceros. —Elhombre cuervo hizo una reverencia.

—Vuestro brazo… —comentó Aya,aterrada.

—Sí, Aya, es un ala —respondióDuna—. Pero cosas más raras hemosvisto aquí, ¿no crees?

La mujer asintió sin apartar la vistade las plumas negras.

—Y hablando de cosas raras —dijoel príncipe—, creo que yo deberíaretirarme.

La reina le miró con seriedad yasintió.

—Te acompañaré abajo.

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—Buenas noches —se despidióAdhárel. Le dio un beso a Duna ydespués siguió a la reina.

—Aya, por favor —dijo esta—,indícales dónde pueden dormir.

—Ahora mismo, Ariadne.Duna sonrió para sus adentros. Qué

pronto se habían hecho amigas las dosmujeres, pensó para sí.

—Duna, Sírgeric, eh…—Wilhelm —le ayudó el hombre

cuervo.—Wilhelm, gracias. Seguidme.

Quiero hablar con vosotros de algoantes de que os acostéis.

Ellos asintieron y la siguieronescaleras arriba.

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—¿Todavía no habéis dado con él?—le preguntó la reina a su hijo.

—No. Hicimos lo que la vieja Clotonos indicó, pero no ha servido de nada.Madre, ¿quién es ese hombre enrealidad? ¿Cómo puede desaparecer deesta forma? Parece estar relacionadocon todas las maldiciones de los reyes ysin embargo…

—Sin embargo, nadie le busca, ni leconoce. Lo sé. Yo tampoco locomprendo.

Habían llegado a las mazmorras,vacías desde la partida de Adhárel. La

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reina tomó una de las antorchas quecrepitaban en la oscuridad y se agarródel brazo de su hijo para guiarle a travésde los pasillos de piedra enmohecida.Poco después alcanzaron una verjaoxidada.

—¿Es aquí?La reina asintió y empujó una losa

de piedra que había en el suelo,revelando el escondite de la llave.

—Hacía mucho que no bajaba —comentó, abriendo la cerradura—. Pasa.

Siguieron el estrecho pasadizo hastasu desembocadura en el bosque.

—¿Así que era aquí donde me traíastodas las noches?

—Aquí mismo. Y luego te recogía

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cada amanecer.—Pero ¿cómo podías llevarme hasta

mi habitación?—¿Yo? —La reina se echó a reír—.

¡Pero si ibas tú solo!—Madre, en serio. ¿Cómo lo

hacías? ¿Te ayudaba alguien?—Más o menos…Adhárel se cruzó de brazos,

divertido.—¿No quieres decírmelo?—Ya te lo he dicho: ibas tú solo.—¿Y…?—Y luego, cuando llegábamos a tu

habitación, te administraba tres gotas deun brebaje que le pedí al maestreZennion que me preparase.

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—¿Un brebaje?—No uno cualquiera: lágrimas de

gamusino. Además de hacerte descansar,te obligaba a olvidar lo sucedido en lasúltimas horas. Le dije que lo necesitabapara mis pesadillas.

—¡Madre!Ariadne volvió a sonreír.—Veinte años haciéndolo y nunca lo

has adivinado, así que no me vengasahora con eso de «madre».

El príncipe la abrazo con cariño y sequedó en silencio unos segundos.Después comentó:

—Tengo miedo de no lograrlo.Encontrar la solución, quiero decir.Queda tan poco tiempo y no hemos

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logrado nada hasta ahora…—Shh… Shh… —Su madre negó

con la cabeza—. No te rindas tan pronto.Yo confío en ti.

—Pero ¿y si…?Su madre no le dejó continuar.—Ya habrá tiempo de pensar en eso.Adhárel asintió y respiró hondo.—¿Podréis defenderos si Dimitri

decide regresar?La reina le miró con seriedad.—Por su bien, espero que no se le

ocurra.—Durante el viaje hubo dos mujeres

que… —El príncipe dudó si contárseloo no. Lo que menos quería erapreocuparla.

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—¿Sí?—Hubo dos mujeres que nos

tendieron una emboscada, a Duna y a mí.¡Pero no pasó nada! —añadió enseguida— Intentaron matarme, pero el dragónme salvó. También raptaron a Duna.

—¡¿Y dices que no pasó nada?!—Estamos bien, que es lo

importante.Su madre se llevó las manos a la

cabeza.—Adhárel, ¡podrían haber

terminado contigo! ¿Quiénes eran?¿Dijeron qué querían?

El príncipe se encogió de hombros.—Se llaman Firela y Kalendra, y

son las hermanas de Wilhelm.

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—¿También princesas de Salmat?Él asintió.—Duna dijo que alguien les había

contratado para hacerlo, pero que no eraDimitri. O al menos no pronunciaron sunombre en ningún momento…

—Sabía que tendrías que haberllevado algún tipo de escolta.

—Pero madre, eso es inviable y túmisma lo dijiste. ¿Qué pasaría con eldragón? ¿Y si necesitáis a esos hombresaquí mientras están con nosotros? —Adhárel negó con las manos—Seguiremos como hasta ahora. Y sideciden volver a atacar, estaremospreparados. Además, no parecíanconocer mi secreto.

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La reina suspiró y miró hacia elbosque.

—¿Qué rumbo vais a tomar?—Iremos hacia Belmont y después

cruzaremos el bosque de Célinor, endirección a Hamel. Cinthia se haconvertido en nuestra prioridad.

—Me parece perfecto. Pero intentadestar de vuelta para tu cumpleaños,Adhárel. Ya sabes que a partir deentonces…

—Lo sé. No tienes querecordármelo. El regalo de mis veintiúnaños será una resplandeciente corona deoro.

Ariadne soltó una carcajada.—Y un incómodo trono de madera y

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un reino entero que gobernar, no loolvides.

El príncipe la veía mucho mástranquila y mejorada que un año atrás.Aunque seguía teniendo más canas delas que le correspondían a su edad,caminaba más erguida y su rostroparecía haberse acostumbrado a lassonrisas.

—Mañana partiremos temprano —ledijo Adhárel—. Nos gustaría quedarnosun par o tres de días, pero no creo quedebamos retrasarnos más de lonecesario.

—Lo comprendo. —Ariadne le diounas palmaditas en el brazo—. Yatendremos tiempo de hablar a vuestro

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regreso.—Buenas noches, madre. Me alegro

de haberte visto.—Yo también —respondió ella.Después, el príncipe se internó en el

bosque. Allí se quitó la ropa y la dejócolgada en unas ramas antes de seguiravanzando hasta perderse entre losárboles.

Aya les guió por el palacio como sihubiera vivido en él toda la vida. Unavez en el tercer piso, abrió una puertadel ala oeste y le indicó a Wilhelm que

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aquella sería su habitación. Trasdespedirse de Duna y Sírgeric, entró enella a descansar.

Los dos muchachos siguieron a Aya.Ninguno parecía tener ganas de hablar,ni siquiera la dicharachera mujer. Lanoticia de Cinthia le había quitado todala ilusión y la alegría, reemplazándolaspor miedo y preocupación.

—Esta es tu habitación, Sírgeric —dijo, abriendo una segunda puerta—.Tenéis agua para daros un baño. Mañanapediré a las sirvientas que os traiganropa limpia para el viaje.

—Gracias, Aya… Pero no puedomarcharme sin preguntarte por qué hasdicho antes que no serviría de nada que

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los soldados nos ayudasen a buscar aCinthia. ¿Acaso… sabes dónde está?

La mujer se mordió el labio yempezó a verter todas las lágrimas quehabía estado reprimiendo.

—Aya, no llores —le consoló Duna,abrazándola—. La encontraremos. Deverdad que sí.

—Entremos —sugirió Sírgeric,abriendo la puerta completamente ycediéndoles el paso.

Duna acompañó a Aya hasta la cama,donde se sentó.

—Sabía que pasaría… lo sabía…—se lamentaba entre sollozos.

—¿Qué sabías, Aya? —le preguntóSírgeric, cada vez más alterado.

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—Cinthia… su padre… el reino…Duna y el sentomentalista se miraron

extrañados.—No te entendemos. ¿Qué ocurre

con el padre de Cinthia?—Mi… mi hermano Bruneldi me…

me trajo a Cinthia cuando no era másque un bebé… porque tenía miedo…tenía miedo de que se la llevase…

—¿Quién? —preguntó Sírgeric,arrodillándose ante la mujer y agarrandosus manos—. ¿Quién quería llevarse aCinthia?

—¡No solo a Cinthia! A todos losniños de Térmidi.

—¿Térmidi? ¿Dónde está eso?—Ya no existe. Desapareció…

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como Belmont.—¿Un reino maldito?La mujer asintió antes de añadir:—Los niños fueron

desapareciendo… mientras los mayorescomenzaban a perder… la cabeza. Mihermano logró huir con Cinthia. Mesuplicó que la protegiera.

—La Maldición de las Musas… —masculló Duna, recordando lo poco quesabía de ella—. ¿Y crees que haterminado sucumbiendo a ella?

—¡Pero eso es absurdo! Estábamosmuy lejos, ¿quién iba a llevársela? LaMaldición de las Musas es… es algo…no es… ¿Cómo? —terminó preguntandoSírgeric, sin saber qué decir.

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—Nadie lo sabe, ni lo comprende —respondió Aya, con un tono de vozmonocorde—. Simplemente…desaparecen. Y de ese modo el reino vaenvejeciendo hasta desaparecer.

—¿Y dónde estaba situado Térmidi?Aya se secó las lágrimas y se aclaró

la garganta.—Era un reino costero muy

pequeño, al norte de Belmont. Mihermano se mudó allí cuando se casó.

—Así que, ¿lo que le ha sucedido aCinthia es algo… habitual? —preguntóDuna.

Aya se encogió de hombros.—El reino desapareció hace años —

señaló el muchacho—. ¿Cómo puede

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seguir la Maldición recayendo sobre losque una vez vivieron allí?

—No lo sé. Y sin embargo es laúnica respuesta que encuentro… —dijoAya. Después añadió—: Cinthia era lamás pequeña de tres hermanos. Porentonces, ellos debían de tener entrecinco y siete años. Cuando su padre mela trajo siendo un bebé, me contó que losniños, antes de desaparecer, empezabana comportarse de una forma muyextraña.

—¿Haciendo qué?Aya le miró a los ojos.—Haciendo lo mismo que decías

que Cinthia había hecho. Hablaban deuna música que nadie oía y… ¡y perdían

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toda la concentración cuando leshablaban!

—¿Y qué sucedió con ellos? —preguntó Duna en un susurro.

—Desaparecieron. De la noche a lamañana.

—Como Cinthia —concluyóSírgeric.

—Como ella, sí. Por eso cuandoAriadne se ha ofrecido a ayudar, no…no he podido decirle que sí… —Denuevo rompió a llorar desconsolada.

—La encontraremos —aseguróSírgeric con un ligero temblor en loslabios.

—¡¿No lo entiendes?! —exclamó depronto la mujer— ¡Ningún niño ha

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vuelto jamás después de que su reinocayese maldito! ¡Ninguno!

—¡Pues nosotros la encontraremos!—repitió el sentomentalista, poniéndoseen pie y saliendo de la habitación.

—¡Sírgeric! —le llamó Duna—¡Sírgeric, vuelve!

—Déjale —le pidió Aya. Tenía losojos rojos—. Necesita estar solo.

—Pero Aya, ¿por qué nunca nosdijiste nada?

La mujer tragó saliva.—¿Qué iba yo a saber, hija mía?

Pensé que lo habíamos evitadoalejándola de allí. ¿Para quéatemorizaros sin necesidad?

—Para que no sucediese esto —

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masculló para sí. Después alzó lamirada—. Sírgeric tiene razón: laencontraremos. Esté donde esté.

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5El arlequín y los

niños

Timmy se despertó con el sudorcorriéndole por la frente. Había tenidola misma pesadilla de los últimos días,pero esta vez no sentía ganas de gritar.Sus padres roncaban al otro lado de lapared, indiferentes a los escalofríos desu hijo. Se restregó los ojos y se secó lacara con la manga de su camisola dedormir. Su corazón seguía palpitando al

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compás de la melodía…… la melodía que no había cesado

con la pesadilla.El niño retiró las mantas y sábanas

que cubrían su diminuto cuerpecito y sepuso de rodillas sobre la cama. Quitó elpestillo de los contrafuertes de laventana y se asomó al cristal.

En la calle, a varios metros pordebajo, el arlequín tocaba aquel extrañoinstrumento de viento seguido por unadocena de niños y niñas que danzaban adiferente ritmo, cautivados por lamúsica.

Timmy se agachó todo lo que pudocuando pasaron frente a su casa yaguardó, con solo la frente y los ojos a

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la vista, hasta que la última rezagadasiguió a sus compañeros, pero ¿adónde?¿Y por qué? ¿Qué veían en aquellamelodía para abandonar sus casas y asus padres y seguir a aquel hombre? Deacuerdo, Timmy era pequeño y noentendía mucho sobre música, perotampoco quienes seguían al arlequínparecían mucho mayores que él.

De pronto, el muchacho tomó unadecisión. Quería saber qué pasaba conaquellos niños y ya que sus padres,cuando les preguntaba al respecto, nuncarespondían o se asustaban, el niñodecidió que solo había un modo de salirde dudas.

Sin perder un instante, bajó de la

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cama y se puso los pantalones quecolgaban del cabecero y unos calcetinesgruesos para el frío. Cuando estuvolisto, se embutió en las desgastadasbotas de piel que le había hecho sumadre y cogió el bastón que le servía demuleta.

El niño abrió la puerta de suhabitación, intentando que las bisagraschirriaran lo menos posible. Casi lologró. Después se asomó al pasillo ycorrió a la pata coja hasta las escalerasque llevaban al piso inferior. Sus padresseguían roncando en su habitación, tanplácidamente como hacía cinco minutos.Si se daba prisa, estaría de vuelta antesde que le echaran en falta.

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Así llegó a la puerta de la casa. Lallave dorada se encontraba puesta en lacerradura y parecía gritar ¡gírame! concada nuevo paso que el muchacho dabahacia ella. Al salir a la calle, un vientohelado se coló por debajo de sucamisola húmeda y le puso la piel degallina, pero aquello no le amedrentó.

La música se perdía calle abajo ylos niños se habían perdido de vista.

—Jolines, no… —se quejó, echandoa correr tan rápido como la muleta lepermitía. Si al menos contara con lasdos piernas…

Y es que Timmy no había sidosiempre cojo. Antes corría, saltaba yescalaba mejor que muchos animales del

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bosque. Pero una aparatosa caída en lapila de troncos que había junto algranero, un par de veranos atrás, lehabía dejado prácticamente inservible lapierna izquierda. Había sido un modo,cuanto menos eficaz, de aprender la duralección de que sus padres siempre,siempre, tenían razón.

Llegó a la plaza a tiempo de ver a laúltima niña desapareciendo por unacalle cercana. Tomó aire, ignoró losescalofríos que le recorrían el cuerpo yse esforzó por salvar la distancia. Comoalgunos de los niños más que andar ocorrer, danzaban al son de la música, elgrupo no avanzaba tan rápido comopodría haberlo hecho. Con una última

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carrera, les alcanzaría.—¡Oye! —exclamó Timmy—.

¿Adónde vaiz?La última niña, que daba vueltas con

el osito de peluche en las manos,parecía indiferente a sus gritos.

—¿Puedo id con vozotroz? —repitiócon su característico ceceo y poniéndosea su altura. Mientras, ella tarareaba lacanción con los ojos medio cerrados yuna sonrisa de oreja a oreja—. ¿Pod quéoz guzta tanto ezta múcica? A mí meabudde un poco… —Timmy echó unaojeada al frente, donde el arlequínseguía trotando feliz al son de lamelodía— ¿Ez ece vueztdo padde?

Timmy agarró el vestido de la niña

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para que esta le prestara atención.—¿Ez que no me vez? ¿No me oyez?

¡Te he pdeguntado!De un manotazo involuntario, la

chiquilla se deshizo de él y corrió otrotramo para ponerse a la altura de suscompañeros. El osito saltaba a suespalda, con un ojo de botón descosido.

Timmy se mordió el labio para nollorar y se irguió todo lo que pudo sobresu pierna buena antes de salir tras ellosuna vez más. No pensaba regresar a casasin que le contestasen a sus preguntas yle daba igual si sus padres le descubríanfuera de la cama; ya era mayor.

Se levantó un viento glacial cuandoles alcanzó de nuevo.

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—No tienez que hablad conmigo zino quiedez, pedo ¿puedo id convozotroz?

La niña volvió a hacerle tan pococaso como el peluche.

Harto de esperar, Timmy se impulsócon la muleta y avanzó en la procesión,dejando a la niña a su espalda.

En la mitad se encontró con unmuchacho mayor que él y bastante másgordo que lloraba al tiempo que sonreía.

—¿Pod qué lloraz? —le preguntóTimmy, de nuevo sin ningún resultado.¿Qué les pasaba? ¿Por qué eran tanmaleducados? El niño empezó aplantearse si no hubiera sido mejorhaberse quedado en la cama, como las

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otras veces, en vez de seguir al arlequíny a su séquito.

Ahora la melodía se habíaralentizado hasta casi detenerse. Suave ymelancólica viajaba con el viento portodo el reino y Timmy, sin entender elmotivo, pensó que por mucho que losniños y las niñas sonriesen y bailasencon ella, algo oscuro se escondía entresus notas. No le gustaba y le provocabapesadillas.

Quiso dar la vuelta cuandodescubrió que habían dejado atrás lascalles del reino y que las MontañasSilenciosas se erigían frente a ellososcuras y temibles. Timmy fue a dar unpaso hacia atrás, pero su pierna mala

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tropezó con una piedra y cayó al suelorodando. La muleta se le escurrió de lamano y fue a golpear en la pierna delchico gordito con el que había estadohablando antes.

De repente, el muchacho parecióadvertir la presencia de Timmy y le mirócon los ojos anegados en lágrimas,directo a sus pupilas. Timmy sentía queel escozor se extendía por su espaldacomo el rubor por sus mejillas.

El resto de muchachos y muchachasle iban esquivando al pasar, pero aquelseguía mirando fijamente a Timmy, comosi estuviera intentando averiguar quiénera, qué hacía allí y por qué se habíatropezado; como si intentara averiguar

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qué se hacía en esos casos o cómo seayudaba mientras intentaba escapar dellaberinto en el que su conciencia parecíaestar encerrada.

—Hola… —dijo Timmy,poniéndose de pie con dificultad. Lamúsica cada vez sonaba más lejana.

—Ho… ho… —el saludo no llegó asalir de sus labios. De repente, lamelodía creció y se cernió sobre elloscomo una tormenta. Las notas golpearonlos oídos de Timmy con fiereza, el ritmose incrementó hasta producir unavorágine descontrolada de escalas queparecían querer volverles locos.

Timmy se tapó los oídos y aguardómientras observaba desalentado cómo la

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mirada del muchacho regordete volvía anublarse y atravesaba sus ojos,perdiéndose en la lejanía. Se dio mediavuelta sin prisa y se alejó de allí endirección a la falda de la montaña,donde sus compañeros y el arlequíndanzaban en círculos, saltando ysonriendo al son de la música.

Una música que aterraba de maneradesmedida al niño tullido.

Quiso darse la vuelta para volvercon sus padres; no le importaba elcastigo ni los gritos que vendríandespués, pero se quedó clavado en elsitio. Sus ojos no podían creer lo queveían.

Frente al corro de niños, una grieta

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oscura como boca de lobo se habíaabierto desde el suelo hasta variosmetros por encima y se habíaensanchado como si se tratara de laentrada de una gruta. Una gruta que nohabía existido hasta ese momento.

El arlequín alzó una mano frente alos niños sin dejar de tocar y despuésles dirigió al interior. Cuando la niñadel osito de peluche hubo desaparecidoen el interior de la montaña, el hombrehizo una reverencia al público invisibley después les siguió.

Hasta mucho rato después, cuandoTimmy llegó a su casa helado yperplejo, no se dio cuenta de que estaballorando. Sus padres le regañaron como

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jamás habían hecho. Su madre llorabahistérica sin dejar de gritarle yabrazarle. Su padre no decía nada, perosu mirada era suficiente. A Timmy todoeso le dio igual. Solo tenía en mente unacosa: que lo que había visto aquellanoche era, con creces, mucho peor quesus más terribles pesadillas.

Y lo peor de todo era que, deaquella, no podía despertar paraolvidarla.

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6Nomeolvides por tu

belleza

Kalendra despertó tosiendo. Habíapasado una de las peores noches de suvida, y eso era mucho decir. La heridade la garganta le había impedidoconciliar el sueño el tiempo suficientecomo para descansar tanto como debía.La boca, pastosa y reseca, le sabía ahierro por culpa de la sangre, y lasmanos le escocían con rabia cada vez

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que intentaba flexionar las palmas. Algole había picado durante su escapada.

Me estoy haciendo vieja para esto,se dijo con una sonrisa cansina en loslabios y la certeza de que era verdad.

—¿Estás despierta? —preguntó a suhermana con voz ronca. La luz del sol sefiltraba por los tablones del techo,decorando el cuartucho con unestampado a rayas de lo más inquietante.

—Desde hace rato —replicó Firela,sin mover un músculo.

Kalendra volvió a tumbarse y hablómirando al techo:

—Le he estado dando vueltas a loque propusiste ayer… Tal vez tengasrazón y no nos quede más remedio que ir

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a visitar a Tézcar.Firela sonrío con suficiencia.—Te lo dije.—Pero eso no quita… que siga

estando totalmente en contra de pagarlelo que pide.

Su hermana se giró por primera vezen toda la conversación.

—¿Ah, no? ¿Y qué piensas hacer alrespecto? —preguntó, intrigada.

—Ofrecerle otra cosa. Dinero,joyas, nuestros servicios…

—Sabes que no lo aceptará. —Firela se incorporó— ¡Parece mentiraque no le conozcas, Kendra! A Tézcarsolo le interesan una serie de cosas: ¡lasque él no tiene!

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—Pues te hago la misma pregunta deanoche: ¿se las vas a entregar tú?

La otra gemela asintió.—¿Te pida… lo que te pida?—Si no hay más remedio, sí. Y

dejemos de perder el tiempo. Loprimero es escapar de Salmat. Es másque probable que ya han dejado debuscarnos, pero no podemos correrriesgos innecesarios.

Firela ayudó a su hermana acambiarse las vendas y a limpiarle denuevo las heridas. No quiso decir nada,pero temía que no pudiera volver ahablar con aquel tono dulce y sugerenteque tanto les gustaba a los hombres. Unavez hecho eso, guardaron las pocas

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pertenencias que llevaban encima yasomaron la cabeza por la trampilla deltecho. La casa estaba tan vacía como elsótano. Nadie había entrado parainspeccionarla.

Una vez arriba, salieron por lapuerta trasera al pequeño patio dondeaguardaban las monturas, que piafaronnerviosas cuando las vieron aparecer.Unos minutos después, estaban listaspara salir de allí.

Tener que llevar a Zoya y Arcán ibaa ser un problema dada su situación,pero se habían procurado unos disfracesbastante convincentes con la ropa quehabían encontrado el primer día en losarmarios de la casa.

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Abrieron la portezuela del patio ysalieron a una calle lateral. Por suerte,los salmatinos volvían a poblar lascalles de carros, tenderetes y niñosjugando. Al parecer, el toque de quedase había levantado. Las dos hermanasrespiraron más tranquilas. El paseohasta el portón, tirando de los caballossin montarse en ellos, se les hizo largo yagobiante. Daba la sensación de quepronto alguien repararía en ellas yecharía al traste su camuflaje. Mientrasque Kalendra se había puesto un vestidonegro que arrastraba por el suelo y elpelo recogido en un moño bajo unsombrero de ala ancha, Firela habíatenido que ponerse las ropas de hombre.

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Por supuesto, aquello no le hizo ningunagracia y sería algo que le costaríaperdonarle a su hermana.

Media hora más tarde llegaron a lamuralla, donde un grupo de guardiasrevisaba todo lo que entraba y salía delreino. Por suerte, debían de haber estadohaciéndolo desde el amanecer y suscaras de hastío por las respuestas de losviajeros denotaban su absolutodesinterés.

Firela se acercó a ellos con lacabeza gacha.

—Buenos días —saludó, llevándosela mano a la boina y poniendo la voz tangrave como pudo.

—Buenos días… —contestó el

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soldado, desganado—. ¿Os marcháispor algún motivo en especial?

—Bueno… el hermano de mi mujer—dijo, señalando a Kalendra—,falleció hace unos días y vamos alfuneral.

El soldado asintió un tantoincómodo.

—¿Pensáis volver?—Sí, pero dentro de un tiempo. Nos

quedaremos con la familia durante unassemanas.

—Bien, bien… en ese caso, buenviaje. Y lo siento mucho —añadió,haciendo una pequeña reverenciacuando Kalendra pasó por su lado.

No pudieron evitar sonreír cuando

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escucharon comentar al guardia:—No es normal que nos estén

obligando a hacer preguntas tancomprometedoras cuando está claro quelos asesinos de la reina escaparon hacetiempo…

Se montaron en los caballos unosmetros más adelante, y con más prisaque vergüenza les azuzaron para alejarsede allí. Una vez en el bosque, ocultasentre los árboles, se cambiaron de ropay se pusieron algo más cómodo paramontar. Después, buscaron un riachuelodonde saciar su sed y cazaron un par decodornices. Mientras llenaban elestómago, las dos hermanas valoraron susituación.

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Duna y el principito podían estar encualquier lugar del Continente en esosmomentos. Tal vez, incluso en el palaciode Salmat. Les llevaban mucha ventaja,pero no sabían hacia dónde ni con quédestino. Por ello, y por mucho que lepesara a Kalendra, solo la magia de unsentomentalista podría volver a ponerlesen el rumbo adecuado.

Dos días habían perdido encerradasen aquella casa; dos días que se restabana los catorce que Drólserof les habíadado para terminar el trabajo. Y si habíaalgo que Kalendra odiaba más que nopoder ser reina sin ensuciarse lasmanos, era trabajar a contrarreloj.

Si querían llegar a la orilla sur del

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Lago de los suspiros antes del amanecer,tendrían que darse prisa. A lo largo dela tarde cruzaron las sempiternasmesetas del sur de Salmat hasta elbosque de Ariastor y despuéscontinuaron entre el follaje hasta laorilla norte de la enorme extensión deagua. Allí se detuvieron a descansar. Elsol había caído hacía horas y la nocheles rodeaba. Las estrellas se reflejabanen la tranquila e inquietante superficie.Las heridas de Kalendra les habíanretrasado más de lo esperado y elsarpullido en las palmas se habíaconvertido en dolorosas ampollas con elcontinuo roce de las riendas. La heridadel cuello, por el contrario, se estaba

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curando con sorprendente rapidez,aunque todavía sangraba cuando lamujer hacía algún giro brusco con elcuello.

Acamparon a varios metros de laorilla, protegidas por los últimosárboles del bosque y resguardadas entresus ramas. No veían el margen contrario,pero sí vislumbraban una diminuta luzanaranjada que podía confundirse con elreflejo de los astros si uno no prestabala suficiente atención. Allí era adonde sedirigían. Tézcar les recibiría alamanecer. Lo que sucediese acontinuación ni ellas mismas lo sabían.

Los primeros rayos de sol lasdescubrieron cruzando el río que hacía

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las veces de frontera entre Salmat yManser. Pocas horas había podidodormir Firela, pero menos aún habíadescansado su gemela. No por lasheridas, que aunque le molestaban, habíaaprendido a no rozarlas con nada, sinopor el verdadero temor que sentía hacialo que les deparaba el destino. Tal vezestuviera exagerándolo todo y a lavuelta se reiría de lo absurdo que habíaresultado finalmente el intercambio,pero en esos momentos, cada vez máscerca de la orilla sur y con el lagoresplandeciente a su izquierda, tenía lasensación de estarse dirigiendo a unatrampa de la que sería complicadoescapar en las mismas condiciones.

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—Kendra —dijo de repente suhermana—, te lo suplico en nombre deArcán: relájate y suelta un poco lasriendas. ¿Has visto cómo la llevas?

Hasta entonces la mujer no se habíadado cuenta de lo tensos que estaban sushombros y la espalda. Los nudillos sehabían puesto blancos de la presión queestaba ejerciendo sobre la tira de cuero,impidiendo que su montura pudieratrotar a gusto.

—Ya te he dicho que pagaré yo, ¿nome has oído? —repitió Firela,acompasando el trote de Zoya al delotro caballo.

—Todavía estamos a tiempo de darla vuelta —apuntó Kalendra con un hilo

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de voz.Firela tiró de las riendas hasta que

la yegua se detuvo en seco con unrelincho.

—Preferiría que te quedases aquí sivas a seguir con esa actitud —le dijocon semblante serio.

—¿Ahora eres tú la que da órdenesaquí?

—No era una orden, sino unapetición. Conoces a ese locosentomentalista tan bien como yo,Kendra, y si te ve dudar, si descubre elmiedo que le tienes puede hacerteperder la cabeza. No le des laoportunidad, espérame aquí.

Kalendra le devolvió la mirada

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desafiante.—Con solo poner un pie en su

diabólico jardín habremos perdido partede nuestras cabezas, Fira, no te digo quéserá de nosotros si además decidimosaceptar un trato con él. ¿De verdadmerece la pena por un estúpido encargo?Hace tiempo prometimos no volver…Creí que, de las dos, tú eras la másracional, la menos impulsiva.

—¡Y lo sigo siendo, Kendra! —replicó— Por eso no me importa daralgo que me sobra para recibir algo queme falta. Además —añadió—, elencargo no es lo único que me preocupa.

Kalendra la miró de hito en hito.—¿Estás diciendo que vas a pagar

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más de una vez? —preguntó, con la vozquebrada.

—Las que sean necesarias, Kendra.Y está claro que tú no vas a ayudarme,por eso te lo repito una vez más: quédateaquí.

La mujer respiró hondo hasta quelogró tranquilizarse.

—No, iré contigo. Si estamos juntas,estamos juntas en todo.

Firela se lo agradeció con la miradaantes de asentir.

—En ese caso no perdamos mástiempo. Si vamos a tener queenfrentarnos a nuestras pesadillas, mejorque sea con el sol en el cielo.

Y dicho esto, se alejó al galope

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seguida de cerca por su hermana. Unahora más tarde llegaron a su destino.

Desmontaron junto a la valla demadera mohosa que rodeaba la casuchade madera y el enorme jardínverdeazulado que crecía frente al lago.Los caballos relincharon nerviososcuando las mujeres abrieron laportezuela y les dejaron allí.

Anduvieron por un camino de losasennegrecidas hasta el tejadillo que hacíade porche. Parecía que fueran a caerseen cualquier momento. Cuando Fira fuea llamar a la puerta, esta se abrió desdeel interior.

—Pensé que terminaríais dandomedia vuelta —oyeron a alguien a lo

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lejos. Ante ellas no había nadie. Elpicaporte lo había girado una larga raízpardusca que en esos momentos seretiraba hacia la oscuridad de la casa.

Firela y Kalendra se miraron una vezantes de atreverse a seguir a la raíz y ala voz por la tétrica vivienda.Atravesaron un cuarto cuyos mueblesestaban tan polvorientos comoolvidados hasta una puerta descorchadapor la que el tubérculo se escurrió.Cuando las gemelas salieron fuera, sequedaron sin habla.

El jardín trasero tenía una extensiónconsiderable y estaba repleto de floresmulticolores. Algunas tenían espinas,otras tenían hojas, unas se arremolinaba

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en ramilletes, otras crecían alejadas delresto. Era la selva floral más grande quehubieran visto nunca. Pero aquello ya loesperaban. No fue eso lo que les dejóatónitas, sino lo que les esperaba entrela vegetación.

Ante ellas aguardaba un hombreplanta, o una planta hombre que sonreíasin dientes en su dirección. La raíz queles había cedido el paso se escurrióhasta el lugar donde deberían haberestado los pies del viejo y se hundió enla tierra con parsimonia.

—Tézcar… —musitó Firela, atónita.—Lo sé —replicó él con un ademán

—. Hacía mucho que nadie me visitaba.Uno no se da cuenta de lo que ha

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cambiado hasta que se ve reflejado enlos ojos de otro. ¡Y vuestras caras sontodo un poema! ¡He debido empeorar loindecible! —añadió, soltando unacarcajada que terminó convirtiéndose enun ataque de tos.

Desde luego que había empeorado,pensó Kalendra. El Tézcar que ellarecordaba era apuesto e interesante;peligroso como una seductora serpientey listo y ágil como un felino. Era robustocomo el tronco de un árbol y llevaba supelo verdoso recogido en una largatrenza hasta la cintura. Sus ojosambarinos le habían producidopesadillas durante varias noches, y suropa, cubierta de lianas y raíces, le

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había perturbado tanto como el hecho deno saber si era más una planta o unhumano. Pero, sobre todo, el Tézcar queella recordaba tenía un par de largaspiernas en lugar de aquella especie detronco que le unía a la tierra desde lacintura.

Aquel vejestorio que les sonreíadesdentado desde el centro de su jardínapenas era la sombra de su recuerdo.Descontando lo obvio, su cabeza estabaprácticamente calva y el lustroso peloverde había desaparecido, a excepciónde un ramillete pardusco con forma decoliflor podrida tras las orejas. Lascuencas de los ojos no eran más que dosrasguños un poco más oscuros que el

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resto de vetas de su cara y la antañobronceada y tersa piel se había arrugadocomo un pergamino mojado. Apenaslograba mantenerse erguido de cinturapara arriba y lo único que le hacía estarerguido era el bastón que agarraba entresus huesudas manos sin uñas.

Verle tan desmejorado ydesprotegido le puso los pelos comoescarpias. Era como entrar en la guaridade una fiera que no hubiera probadobocado en muchísimo tiempo. El hambrese reflejaba en sus gestos y miradas.Estaba más que complacido de quehubieran ido a visitarle.

—Oh, vamos, no me miréis con esosojos, ¿es que no me reconocéis? —

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bromeó agitando sus brazos con desganay quitándose de encima una hormiga queintentaba escalar por su costado.

—Ya ves que no —replicó Firelacon los labios tensos—. Pero comosuponemos que sigues siendo el mismo,queremos hacer negocios contigo.

—¡Qué graciosa! —exclamó elviejo, sin tan siquiera fingir una sonrisa.

Kalendra bufó nerviosa.—Acabemos con esto cuanto antes y

marchémonos —le dijo a su hermana.—¿A qué vienen tantas prisas? —

preguntó el sentomentalista, intentandoponer una voz melosa y consiguiendo untétrico carraspeo en su lugar—. Sabéisque podéis quedaros el tiempo que

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queráis.—Fira, por favor…—Ya has escuchado a mi hermana,

sentomentalista. Ciñámonos a losnegocios y acabemos lo más rápidoposible.

—¿Sentomentalista? —El viejo sellevó la mano huesuda a la boca,escandalizado— ¿Cómo quesentomentalista? ¿Así me tratáis despuésde tanto tiempo sin venir a visitarme?

Firela puso los ojos en blanco y sedio media vuelta.

—Vámonos, Kendra. Está claro queno quiere trabajar hoy.

Antes de llegar a la valla querodeaba el jardín, una raíz en peor

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estado que la que les había abierto lapuerta les cortó el paso elevándose anteellas sobre la tierra. Resultaba tanpatético como repulsivo.

—¡Está bien! —gruñó elsentomentalista, a su espalda— Volvedaquí y hablemos de negocios, malditasea.

Mientras se giraban, Kalendra ledijo a su hermana:

—No deberías haber sido tandirecta. No nos conviene enfadarle.

—Es un sentomentalista —replicóFirela—, pero sigue siendo un hombre,no lo olvides. Si le clavas un cuchillo,sangrará como tú y como yo. Puede quesabia, pero el resultado será el mismo.

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Su hermana la agarró del brazo.—Te has vuelto demasiado

temeraria, ten cuidado.—He crecido, que es diferente —

repuso ella en un murmullo, soltándose—. Ya no le veo con los mismos ojos.

—De acuerdo entonces, ¿quiénquiere ser la primera? —preguntóTézcar, cruzándose de brazos y alzandolas cejas.

Firela dio un paso al frente mientrasKalendra se encogía a su lado.

—¿Qué necesitas?—Buscamos a unas personas.

Queremos saber dónde están —respondió.

—Muy bien, en ese caso te ofrezco

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lo mismo que te ofrecí hace años: unpuñado de gordolobos solitarios. Comosabes, son eficaces, duraderos y lo másimportante de todo, invisibles paraquien no las busca.

—¿Cuánto?Tézcar hizo un gesto con los labios,

calculando la respuesta.—Tu juventud.—¡¿Qué?! —exclamó la gemela—.

Debes de estar loco. ¿Por un puñado desemillas?

—No toda, por supuesto —comentóel sentomentalista, tranquilo. Como sihubiera previsto la reacción—. Lo justocomo para que crezcan de nuevo misestimadas piernas; no imaginas lo

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horrible que puede ser pasarse el díaentero sin moverse de aquí.

—La última vez no me pediste másque el recuerdo de algunos paisajes, ¿aqué viene esta subida de precio?

—La última vez era joven y guapo.Solo quería conocer los lugares delContinente que no había visitado, latierra que no había pisado. —Con unvago gesto, señaló hacia el tronco quenacía de su cintura—. Ahora esdiferente.

La risa acartonada del viejo seestrelló contra los tímpanos de Kalendracomo brasas ardiendo. Lo sabía. Sabíaque pasaría esto.

—¿Moriré? —preguntó Firela.

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—¿Cómo vas a morir, hija mía? Nique yo fuese un asesino —bromeó,soltando una nueva carcajada—. Alprincipio te sentirás un poco débil, perodespués ni lo notarás. ¿Qué importaenvejecer más rápido cuando estássentada en un trono?

La pregunta quedó flotando en elaire, mezclándose con el embriagadoraroma de las flores. Tras unos instantes,Firela cerró los ojos y asintió.

—¡No! —exclamó Kalendra,interponiéndose entre su hermana y elviejo.

—¿Qué crees que haces? —preguntóel sentomentalista, dándole unosgolpecitos en el hombro para llamar su

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atención. Ella no le hizo ningún caso.—Fira, ¿vas a regalar tu juventud

por un estúpido encargo? ¡Larecompensa no lo merece!

—Si es eso lo que pide, sí.—¡No es cuestión de lo que pida!

¿No me estás escuchando? Por elTodopoderoso, Fira, estamos hablandode un maldito trabajo por el que noganaremos más que una mísera cantidadde oro. Ya utilizamos esos gordoloboshace años y vimos que tampoco eran tanútiles.

—Ahora es diferente. Losnecesitamos.

—Te prohíbo que cometas semejantelocura —concluyó la gemela.

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—¿Me… prohíbes? —soltó Firela,enarcando una ceja— Tú no eres nadiepara prohibirme nada, Kendra. —Agarró a su hermana del brazo y seacercó a su oído—. Escúchame: esassemillas no solo nos servirán para darcon la muchacha y el príncipe, sino contodo el que queramos.

Firela miró a su hermana con laintención de convencerla. La otrasuspiró desesperada y se encaró aTézcar.

—Quítale parte de su juventud a ellay parte a mí —dijo.

—Imposible. —El sentomentalistase cruzó de brazos.

—Lo que quieres es el tiempo, ¿qué

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más te da quién te lo dé? Además, sergemelas debería tener alguna ventaja.

—Pues no la tiene.—¿Cómo era eso que decías de

Tézcar, hermana? ¿Si le clavo uncuchillo… sangrará? Tengo ganas deaveriguarlo —añadió, desenvainandouna daga de su cinturón con una sonrisasádica.

El hombre se inclinó tambaleantehacia atrás. En el pasado se abríaenfrentado al filo con sus múltiplesestratagemas arbóreas, pero en sulamentable estado solo podía protegersecon sus débiles brazos.

—N… no será necesario —masculló—. Acepto el trato, acepto el trato, ¿de

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acuerdo? ¡Baja ese cuchillo! Fira,querida, dile que lo baje…

No hizo falta. Kalendra volvió aesconderlo en su cinturón y aguardó.

—Sois perversas, lo sabéis, ¿no?¿Por qué no podéis jugar con mis reglascomo los demás?

—Porque nosotras no somos comolos demás, sentomentalista —le espetóKalendra.

—Maldita sea… —Tézcar se secóel sudor de la frente y volvió aacercarse—. Vuestra juventud a cambiode diez semillas de gordolobos.

—Que sean veinte —replicó Firela.—Debes de estar loca si piensas que

os las voy a dar tan baratas. Doce.

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—Quince.—Catorce.—Trato hecho.—Trato hecho… —repitió Tézcar.

Extendió sus brazos al cielo y abrió lashuesudas manos. Dio una palmada queresonó en los alrededores y cuandovolvió a colocarlas frente a las asesinas,varios bultos como verrugas habíanaparecido en el centro de cada palma.

—Siete para una… —dijo, mirandoa Firela—. Y siete para la otra —añadió, volviendo los ojos a Kalendra.

Las hermanas se miraron una vezantes de colocar sus respectivas manossobre las misteriosas verrugas. Encuanto lo hicieron, los dedos de Tézcar

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se cerraron como cepos mientras suspuntas sin uñas se clavaban en la carne.Las dos hermanas aguantaron sin gritar,sintiendo cómo la fuerza o la energía olas dos cosas las abandonaban mientraslas protuberancias en la mano delsentomentalista iban tomando la formade semillas.

Segundos más tarde, el hombre lasdejó libres. Tuvieron que apoyarse launa en la otra para no desfallecer. Entresus dedos aguardaban catorce diminutaspepitas de color ámbar.

—Por el Todopoderoso, ¡cuánto lasechaba de menos! —exclamó elsentomentalista frente a ellas, dando unapalmada.

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Kalendra levantó la mirada,cansada, para encontrarse con unhombre algo mayor que ellas, pero nimucho menos tan viejo como el Tézcarque les había atendido al principio. Lasarrugas se le habían alisado, las manoshabían engordado y su cuerpo enclenquey raquítico se había fortalecido yestirado hasta alcanzar la consistenciade un quincuagenario con una sonrisadeslumbrante… En lugar del tronco, dospiernas tan verdes como el resto de supiel le mantenían erguido.

Por el contrario, cuando la asesinase volvió para observar a su hermana,descubrió que en su rostro habíanaparecido numerosas arrugas con las

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que no se había despertado aquellamañana, al igual que las pequeñasbolsas bajo los ojos y algunas canasdesperdigadas.

—¿Cuánto nos has quitado? —preguntó Firela, incorporándose yestirando la espalda.

—¿Cuatro años a cada una? Tal vezmenos… Mañana por la mañana osencontraréis mucho mejor. Perder tantode golpe puede producir mareo, peropuedo aseguraros que antes de queamanezca lo habréis olvidado.

—Cuatro años… —mascullóKalendra, sin separar apenas los labios—. Ocho por catorce asquerosassemillas.

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—Trae —le dijo su hermana,sacando una bolsita negra de terciopeloe introduciendo allí las pepitasamarillentas.

—Por si no recordáis cómofuncionan —dijo el sentomentalista—:plantadlas cuando estéis listas yregadlas con una gota de vuestra sangremientras pensáis en la identidad devuestro objetivo. Sed tan precisas comopodáis y si conocéis su rostro,visualizadlo también. A partir de esemomento, desde donde os encontréishasta los pies del otro, se creará uncamino de florecillas del color de lasemilla. Los gordolobos son inmunes alas inclemencias del tiempo, pero no al

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contacto humano. Por eso tendréis quedaros prisa si no queréis que alguien lasdestroce… o las arranque sin darsecuenta… o las devoren los pájaros…o…

—Estás pidiendo a gritos que teensarte el puñal, Tézcar —le advirtióKalendra. Después se volvió hacia suhermana—. Vámonos. No quiero pasarni un minuto más aquí.

—No —replicó ella.—¿No? ¿Cómo que no? —preguntó,

deteniéndose en seco.—¿Todavía quieres perder más…

tiempo? —le preguntó Tézcar con unamalévola risotada y dando un brincosobre sus nuevas piernas. Ya no había ni

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rastro de tos en sus palabras.—No, quiero otra semilla.—¡¿Qué?! —preguntaron su hermana

y el sentomentalista al unísono.Kalendra le agarró del brazo y se la

llevó a parte.—¿Cómo que una semilla más?

¿Quieres terminar muerta?Firela se deshizo de la mano de su

hermana y la miró a los ojos.—Necesito saber la respuesta a una

pregunta. Nada más.—No.Firela agarró a su hermana por los

hombros.—Kendra, por favor. Tenemos que

asegurarnos de que Lysell está muerta.

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¿De qué serviría llegar a Salmat sin laseguridad de que seremos reinas?

—Los gordolobos pueden llevarnoshasta ella si se lo pedimos.

—¿Y si está muerta y enterrada y noslleva hasta su tumba? ¿No sería másrápido conocer la respuesta ahora?

Kalendra se giró hacia Tézcar.—¿Pueden los gordolobos guiarnos

hasta el cadáver de una persona?—Emm… Supongo que sí —

respondió sin estar demasiado seguro.—¿Vas a arriesgarte? —Volvió a

preguntarle a su hermana— ¡Puede quenos esté mintiendo!

—Solo hay una manera deaveriguarlo. —Apartó a Kalendra de su

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camino y se dirigió hacia elsentomentalista, que admirabamaravillado su nuevo aspecto—.¿Cuánto tendría que pagar por saber larespuesta a una pregunta?

—¿Crees que soy vidente? —leespetó Tézcar.

—¿No tienes nada que puedaresponder a una pregunta sencilla?

—¿Qué pregunta?—Saber si alguien está vivo o

muerto.—Ah… eso.Tézcar dio una palmada. Cuando

separó las manos, un bulto alargado seextendía desde su dedo índice hasta elpulgar.

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—Una nomeolvides rastreadora. Eslo que buscas.

—¿Cómo funciona? —preguntóKalendra, tras su hermana.

—Estas plantas cuentan con unacuriosa raíz que se extiende por todo elContinente en busca de quien se le diga.Si da con él, se le caen los pétalos, sino, permanece fresco hasta la noche, traslo cual, se pudre y muere. Trágico, ¿nocrees?

—¿Y cuánto se tiene que esperar?¿Cuánto tarda en dar una respuesta?

—Menos de un minuto para cubrir elContinente entero desde el momento enel que las reguéis, de nuevo, con sangre.

—¿Cuánto cuesta?

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El sentomentalista se acarició labarbilla con sus dedos sin uñas antes dechasquearlos.

—Por ser tú… una pizca de tubelleza.

—¿Su… qué? —exclamó Kalendra—. Esto sí que no te lo permito, Fira.

—¡Es mi cara, no la tuya!—Será solo un poco. Un maduro sin

atractivo es como un piano desafinado—comentó, guiñando un ojo a nadie enparticular.

—Fira, por favor. Vámonos y dejade…

—Apártate —le espetó la otra,acercándose a Tézcar y agarrando sumano—. Trato hecho.

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El hombre asintió y sus dedosvolvieron a clavarse en la piel de lamujer. El intercambio duró tan solo unossegundos y el resultado fue elesperado… al menos por parte delsentomentalista.

Cuando Firela se giró para mirar asu hermana con la semilla denomeolvides en la mano, Kalendra dioun respingo y se llevó la mano al pecho.

—¡Por el Todopoderoso! ¿Qué…has hecho?

—Dame un espejo —le ordenó.—Fira, mejor…—¡Ahora! —exclamó. Kalendra

metió la mano en el fardo y rebuscóhasta dar con el espejo que Drólserof

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les había entregado. Se lo tendió yaguardó con un gesto de impotencia.

Cuando la gemela vio su reflejo tuvoque controlar el impulso de no estrellarel cristal contra el suelo. Se habíaconvertido en un monstruo. Los ojos quele devolvían la mirada ya no estabanalineados ni abiertos. Uno de ellosparecía soportar el peso de una cejaextremadamente peluda y el otroparpadeaba con dificultad. Mientras quela nariz se había ensanchado de maneragrotesca, sus labios se habían encogidoy cuarteado. Y el cutis, hasta entoncesmoreno y cuidado, se había cubierto dediminutas erupciones, como si hubierapadecido la viruela durante su juventud.

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Tézcar, por el contrario, brillaba conluz propia. Literalmente. Su pielolivácea destellaba con su hermosasonrisa y unos grandes ojos castaños. Sele veía pletórico, extasiado…

—¿Me lo prestas cuando termines?—le preguntó a Firela. Ella se diomedia vuelta y con los labios tensosdijo:

—No… deberías haberlo hecho…—¿El qué? —Tézcar la miró sin

comprender— ¡El trato era el trato!—¡Dijiste un poco de mi belleza!

¡Me has convertido en un malditomonstruo!

Kalendra se acercó por detrás y lepuso una mano sobre el hombro.

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—Tal vez me haya pasado… ¿peroqué más da? Por lo que sé, los hombreste dan igual y ahora que vais a serreinas, ¿para qué la necesitas?

—He confiado en ti y me hasengañado.

El sentomentalista se inspeccionólos dedos, ahora largos y enigmáticos.

—Tal vez un poco. Ya te he dichoque estas cosas no se pueden controlar.Pero ¿y qué? ¡Ahora soy joven y tengopiernas! ¿Qué vas a hacerme, eh? ¿Quévas a hac…?

Tézcar no pudo terminar la frase. Ladaga se le clavó a la altura del corazón,de donde empezó a manar un líquidotransparente y viscoso. Sus ojos se

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tornaron oscuros mientras caía al suelo,primero de rodillas y después de cuerpoentero. Antes de que la cabeza golpeasela tierra, estaba muerto. Lentamente, supiel se fue agrietando al tiempo que seiba tornando oscura como la tierra. Elhombre planta se fue pudriendo ysecando hasta quedar casi irreconocible.A su alrededor, las flores también fueronmarchitando hasta no quedar una solafresca. Las dos asesinas miraron elproceso asombradas. Firela fue laprimera en salir del trance.

—¡Kendra! —le reprochó.—Parece que todavía conservo la

misma puntería que antes…—¿Por qué lo has hecho?

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—¿De verdad ibas a permitir quesiguiese con vida después de lo que nosha hecho?

—¿Y si lo necesitamos en el futuro?—Mejor vivir con la seguridad de

que nadie más utilizará sus servicios.—Me alegra ver que tus miedos eran

infundados.Kalendra se rió entre dientes.—Supongo que cuando nos hacemos

mayores dejamos de temer al hombredel saco. O al menos descubrimos queno es tan difícil terminar con él.

La gemela fea se encogió dehombros y se puso de rodillas.

—¿Vas a rezar? —le preguntó laotra, yendo a por su arma.

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—No, voy a resolver nuestras dudas.Hizo un agujero en el suelo y,

mientras depositaba la alargada semillaen el suelo, preguntó en voz alta si susobrina, Lysell, la hija de Dalía, suhermana, seguía viva en el Continente.Repitió la letanía cuando se hizo unpequeño rasguño en el dedo y tambiéncuando regó la flor con su sangre. Acontinuación, la volvió a cubrir de tierray esperó.

Kalendra se acercó a mirar en elpreciso instante en el que una hermosaflor de tallo verde y pétalos azulessurgía del barro. La planta creció unoscentímetros en vertical y después sucabeza se torció quedándose con la

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apariencia de un signo de interrogacióny los pétalos mirando hacia el suelo.

—¿Y ahora, qué?—Habrá que esperar.Y esperaron… y esperaron… y

cuando ya creían que la respuesta eranegativa y sus labios comenzaron atorcerse en una sonrisa, los pétalos delnomeolvides fueron cayéndose uno enuno hasta que la flor quedó desnuda.

—Maldita sea… —mascullóKalendra, golpeando la tierra con elpuño.

—Lo sabía —dijo Firela,arrancando la flor de raíz—. ¿Es quenada nos puede salir bien?

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7En marcha otra vez

Adhárel despertó frente a la gruta dondesu madre le había dejado la nocheanterior. Sobre unas rocas, doblados concuidado, aguardaban un pantalón y unacamisa nuevos y limpios. El príncipe leagradeció el detalle a su madre ydespués se vistió.

Cuando estuvo listo, deshizo elcamino de vuelta al palacio, donde Dunay Wilhelm le esperaban sentados en los

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últimos peldaños de la escaleraprincipal con cara de dormidos.

—¡Buenos días! —saludó Adhárel,pletórico. No sabía si era porquellevaba ropa limpia o porque el dragóndebía de haberse atiborrado a comidadurante la noche y ahora el príncipe seencontraba en plena forma. Se acercó aDuna, que llevaba puesto un vestidoverde y dorado y le dio un beso.Después de saludar a Wilhelm, preguntópor Sírgeric.

—Fuera —respondió Duna,tapándose la boca con la mano parabostezar—. Creo que no ha dormido entoda la noche.

—En ese caso, pongámonos en

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marcha ya.—¿No vas a despedirte de nadie? —

preguntó el hombre cuervo, poniéndoseen pie.

—Ya lo hice anoche. Saben quetenemos prisa.

—Adhárel —dijo Duna—, tu madreme ha dado algunas prendas de ropalimpias para ti. Las llevo en el morraljunto a las mías.

—También nos han dado suficientecomida como para una semana, y hemospodido rellenar los pellejos.

Sírgeric les esperaba en el exterior,observando el horizonte con las manos ala espalda y un gesto tenso en el rostro.

—¿Estáis listos? —preguntó,

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dándose media vuelta.Duna se acercó a él.—¿Has descansado?El sentomentalista se encogió de

hombros.—Lo suficiente para recuperar

fuerzas.—Nos han dado algunas prendas

limpias para ti, Sírgeric, por si lasnecesitas —dijo Wilhelm.

—Muy considerado por su parte…¿Nos vamos ya?

El príncipe miró a Duna sincomprender la reacción del muchachoantes de seguirle escaleras abajo.

—Tenemos que pasar por losestablos —anunció Adhárel—. Iremos a

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caballo de aquí en adelante.—¡Fantástico! —exclamó Duna.Cogieron dos enormes sementales,

uno negro y el otro marrón oscuro, enlos que se montaron por parejas: en unoiban Adhárel y Duna, y en el otro,Sírgeric y Wilhelm. Debido a sucondición, el sentomentalista le propusoal hombre cuervo ir detrás, pero cuandoeste se montó de un salto y aguantó elencabritamiento del animal agarrándosecon su única mano, Sírgeric aceptó quefueran turnándose a lo largo del viaje.

Bereth todavía dormía cuandosalieron de la muralla en direcciónnorte. Pensaron que lo mejor sería viajarhasta el bosque de Célinor y después

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bordearlo por el oeste hasta Hamel.Calcularon que, a caballo, tardaríanmenos de una semana en llegar.

La marcha fue mucho más cómoda yentretenida de lo que había sido hastaentonces. Y aunque ninguno estabaseguro de si el destino elegido era elcorrecto, al menos podían desfogarse algalope. No hablaron durante la primeraparte del trayecto.

Duna se agarró fuerte a Adhárel ydejó que su cabeza reposará entre susomóplatos. Sabía que Wilhelm no erapartidario de volar en dragón durante lasnoches, y además dudaba de si lacriatura podría elevarse con los tres acuestas. ¡Quién se lo hubiera dicho unos

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meses atrás! Echaba de menos volar enla garra del dragón.

El príncipe, por otro lado, tenía lacabeza todavía en Bereth, en laconversación que había mantenido consu madre la noche anterior. Dimitri nohabía aparecido por el reino en toda suausencia. Parecía como si se hubieravolatilizado o estuviera esperando elmomento oportuno para dar el ansiadogolpe. Pero ¿qué mejor momento quecuando Adhárel no se encontraba enBereth? ¿A qué esperaba?

¿Y si hubiera muerto? Lo último quehabían sabido de él era que el dragón lehabía salvado de morir en la torre, perode ahí a que hubiera sobrevivido a las

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heridas había mucha diferencia.Por otro lado, el hecho de que su

cumpleaños se acercase a pasosagigantados y que no hubieran dadotodavía con el paradero de Kastar ni conuna pista que les pudiera llevar hasta él,le atenazaba el alma y le hacía pensarque no llegarían a conseguirlo. ¿Yentonces de qué habría servido todoaquel tiempo perdido? Tal vez pudieragobernar de todas formas… Le hablaríade su secreto a un número reducido deguardias para que custodiasen el palaciomientras él permanecía en su otra forma.E incluso, como dragón, podría hacermás que como príncipe si debíadefender Bereth. No, aquello no gustaría

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a la población. Desde que su abueloAmadis muriese luchando contra elúltimo de su especie, el terror poraquellas criaturas había crecido tantocomo su respeto. Si llegaba adescubrirse que el propio monstruo quehabía estado asolando al reino durantelos últimos años y que muchos aldeanoshabían jurado asesinar sin piedad, era elmismo rey que gobernaba Bereth,cundiría el pánico entre la población yquién sabe lo que serían capaces dehacer.

Y Adhárel tenía claro que cuandoalguna persona supiera la verdad, tardeo temprano la noticia terminaríaextendiéndose. Hasta el momento, solo

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Dimitri conocía su secreto, pero no teníaninguna prueba de ello. Adhárel tragósaliva. Hasta el momento.

Comenzó a llover poco antes de quedecidiesen detenerse a comer. Derepente, las nubes se cernieron sobreellos y descargaron un torrente de aguasin darles siquiera tiempo a cubrirse conlas capas. Se encontraban cerca dellímite norte del reino de Bereth y unainmensa llanura se extendía hasta dondealcanzaban sus ojos.

—¡Tendremos que desviarnos! —exclamó Adhárel por encima del ruidode la lluvia y con el agua corriéndolepor la cara— Conozco unas cuevascerca de aquí, pero habrá que dirigirse

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hacia las Carpianas.—¿Tanto? —preguntó Sírgeric,

indiferente a la tormenta.—¡No sabemos cuánto durará la

lluvia! Con algo de suerte podremoscontinuar el viaje por la tarde.

—¡Por mí, bien! —exclamóWilhelm, intentando hacerse oír porencima del ensordecedor repiqueteo. Enpocos minutos, la suave brisa habíadado paso a un fuerte vendaval quedificultaba el avance y que encabritaba alos caballos.

El viaje hasta el refugio fue unauténtico infierno. Los rayos y lostruenos se sucedían amenazantes ypeligrosos mientras las gotas parecían

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caer cada vez con más saña. Finalmente,y con el agua empapándoles cadacentímetro de piel y ropa, encontraronlas cuevas de las que Adhárel hablaba.

Se apearon de los caballos y losdejaron atados junto a un conjunto deárboles con gruesos troncos. Después,Sírgeric y Adhárel recogieron las pocasramas que no habían sufrido el embistede la tormenta y corrieron junto a Wil yDuna hasta encontrarse bajo laprotección de la piedra, donde sedejaron caer agotados y ateridos de frío.

—Se ha echado todo a perder —selamentó Adhárel, sacando la comidaempapada y el burruño que eran ahoralas prendas nuevas. Incluso las mechas

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para encender el fuego se habíanmojado. Aun así, el príncipe no serindió.

—No va a prender —comentó elhombre cuervo, quitándose la camisa yla capa negra y dejándolas en el suelo, asu lado.

Adhárel estaba temblando mientrasintentaba hacer fuego. Como Wilhelmhabía vaticinado, no había forma deconseguirlo. Tanto la mecha como lamadera estaban húmedas.

—Esperemos que dejé de lloverpronto —comentó Duna,incorporándose.

Sírgeric también se deshizo de sucamisola y la lanzó con furia contra la

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pared.—¡Maldita tormenta! Anoche hacía

un tiempo estupendo, ¿cómo ha podidocambiar tan deprisa?

—Sírgeric, tranquilízate —le dijoDuna—. Todos estamos igual deempapados. Nosotros no tenemos laculpa. No servirá de nada enfadarse.

—Dilo por ti… —comentó elsentomentalista, sacando de debajo desu camisa uno de los colgantes ycogiendo el cabello de Cinthia entre losdedos. De manera sistemática, cerró losojos esperando que se obrara elmilagro… pero nada sucedió.

Adhárel se sentó junto a Duna y laabrazó para entrar en calor. Así

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permanecieron antes de hacer de tripascorazón y consumir los pocos alimentosque no se habían estropeado porcompleto. Cuando terminaron de llenarel estómago, la lluvia seguía arreciandocon la misma insistencia del principio.

—Al menos no corre el aire —dijoel hombre cuervo, tumbándose junto a lapared con el brazo bajo la cabeza.

Pasaron las dos siguientes horas sinhacer gran cosa: Wilhelm dormitando,Duna y Adhárel abrazos y Sírgericprobando una y otra vez viajar hastaCinthia.

Cuando más tarde la tormenta les dioun respiro y el sol volvió a lucirtímidamente entre las nubes, recogieron

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todo y se pusieron en marcha.Cabalgaron por los prados mojados

agradeciendo los rayos de sol que ibansecando su ropa. Con todo, Duna sintióun incómodo escozor en la garganta alpoco de abandonar la cueva, preludio delo que terminaría siendo un catarro contos y estornudos. Sin más incidenciasque vadear un tramo que se habíainundado por culpa de la tormenta, lanoche les alcanzó a varios kilómetros delas Carpianas.

—Seguiremos cabalgando —dijoAdhárel—. No es buena idea que nosdetengamos a descansar a la intemperiecon el tiempo tan extraño que estáhaciendo. Al menos entre las rocas

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podremos refugiarnos en caso de que seponga a llover.

—¿Y el dragón? —preguntó Duna.—Si no hemos llegado para la

medianoche, seguid vosotros adelante.Estoy seguro de que no me costaráencontraros.

Sacaron de los morrales un par debombillas que les había entregado Aya ylas frotaron para iluminar el resto de suviaje durante la noche. Duna tuvo quetomar las riendas del caballo un ratodespués, cuando Adhárel calculó quepronto se transformaría. Le dejaron allíesperando y los demás siguieronadelante. Antes de alcanzar la falda dela montaña, la silueta del dragón

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sobrevoló por encima de sus cabezas.Duna le saludó con la mano y

Wilhelm le silbó con los dedos en laboca. El dragón rugió con ganas e hizouna pirueta antes de desaparecer.

—¿Estáis viendo lo mismo que yo?—preguntó Wilhelm unos minutosdespués, señalando hacia delante.

Varios fuegos refulgían en la nocheentre los desniveles de la montaña.

—Hogueras —masculló Wilhelm.Duna entrecerró los ojos.—¿Es conveniente que nos

acerquemos?—Solo habrá una manera de

averiguarlo —dijo Sírgeric, azuzando asu caballo. Duna le imitó con ciertas

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reticencias. Aquel lugar estabadesangelado. Si les sucedía algo, nadiese enteraría.

Los cascos de los caballosresonaban en las piedras y el barro másde lo que les hubiera gustado. Cuandoestuvieron más cerca, descabalgaron.Siguieron a pie hasta que pudierondistinguir, ocultos tras unas rocas, lasdos lumbres que había encendidas y ladecena de personas que hablaba y reíaanimadamente a su alrededor.

—Némades… —murmuró Wilhelm,asomándose.

—Nunca he estado tan cerca de uncampamento —confesó Duna—. ¿Nospermitirán pasar la noche con ellos?

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—Sin lugar a dudas —dijo una voz asus espaldas.

Los tres se giraron como un resortepara encontrarse con un muchacho algomayor que Duna, de piel oscura ysonrisa de niño. Llevaba puesto unchaleco negro, unos pantalones rasgadospor debajo de las rodillas y los piesdescalzos.

—Siento haberos asustado —dijo—,no era mi intención.

—No… no pasa nada —terció Duna,apresuradamente.

—¿Os gustaría acompañarnos? —preguntó, ensanchando la sonrisa.

Los tres amigos se miraron sin sabermuy bien qué decir.

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—No tenemos demasiada comidapara compartir… —comentó Wilhelm,quien se agarraba la capa con la manopara ocultar el ala.

—No hay problema. Nosotrostenemos de sobra. Por favor, seguidme.

Cuando entraron en el círculo de luz,los némades se giraron para mirarles sinprestarles más atención que si fueranunos viejos conocidos. Ninguno seacercó a saludar ni tampoco les pusieronmalas caras, se limitaron a seguir con loque estaban haciendo.

—¿De verdad que no molestamos?—preguntó Duna.

—En absoluto —respondió tajanteel muchacho, dándose media vuelta sin

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dejar de andar—. Por cierto, me llamoLeda.

—Yo soy Duna, y ellos son Sírgericy… ¡Achís!

—Wilhelm —dijo el hombre cuervo.Leda le tendió un pañuelo oscuro a

la muchacha.—Veo que la tormenta os ha pillado

a la intemperie —comentó—. Nosotroshemos podido guarecernos en losagujeros. —Señaló la montaña—.Menos mal que no ha duradodemasiado…

—A mí me ha parecido una eterni…¡achís!… dad.

El muchacho le sonrió antes devolver a mirar al frente.

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—Os llevaré a ver a Corpuskai. Esel Chamán del campamento y un buenamigo.

Duna se extrañó de que fueran tanpocos y que no hubiera tiendas decampaña ni casetas donde resguardarse.Así se lo hizo saber a Leda.

—Es que esto no es un campamento—contestó él—. Es una avanzadilla.Nuestro campamento se encuentra en elbosque de Célinor. Nosotros hemosvenido para cazar e investigar cómo estáel terreno. Cada vez que queremosmovernos, lo hacemos. Yo intento venirsiempre que me dejan. Como no esseguro si nos quedaremos o no, es unaoportunidad de conocer lugares que,

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quizás, no tenga oportunidad de visitarmás adelante.

Se alejaron de las hogueras ysubieron unos metros por las rocas hastaun saliente. Allí había una pequeñatienda hecha con telas. Leda les pidióque esperasen fuera. Unos minutos mástarde, volvió a salir. Tras él apareció unhombre con una perilla oscura y unossímbolos tribales tatuados en la cara;vestía una larga túnica de diversoscolores que arrastraba por el suelo.

—¡Bienvenidos! —les saludó,abrazándoles uno a uno para asombro delos tres—. Siempre es un placer recibira invitados.

—El placer es nuestro —dijo

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Wilhelm, haciendo una cortésreverencia.

—¿Queréis comer o beber algo?¡Qué tontería! —El némade soltó unacarcajada— Claro que debéis tenerhambre. Acompañadme.

—Corpuskai, voy a ir a buscar a mimadre para que les prepare algo. Latormenta les ha sorprendido viniendohacia aquí.

El Chamán asintió y les indicó elcamino de vuelta.

—¿De dónde sois? —preguntó.—Yo soy de Salmat —respondió

Wilhelm—. Ellos son de Bereth.—¿Y el dragón? —preguntó

Corpuskai, totalmente indiferente.

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Los tres amigos se quedaron lívidos.Duna sintió que se le secaba la boca degolpe.

—¿El… dragón?—Si, bueno, vuestro amigo,

¿también es de Bereth?—Eh… Bueno…El Chamán se detuvo en seco al ver

sus caras.—¿He dicho algo que os haya

ofendido?—¡No! —respondió Duna con un

ademán—. Es solo que no estamosacostumbrados a que otras personassepan… bueno, que el joven al quehabéis visto…

—¿Se convierta en dragón todas las

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noches? —finalizó él.—Sí… ¿Cómo…?Corpuskai se rió mientras les

acercaba tres taburetes de madera. Seencontraban frente a una de las treshogueras.

—Yo también soy sentomentalista,como Sírgeric. —El muchacho dio unrespingo ante la sorpresa de queconociera su condición—. Sin embargo,en lugar de viajar como él hace, puedoidentificar los poderes de los demás ylas maldiciones que achacan a laspersonas.

—Vaya…—No es demasiado poderoso, pero

sí útil.

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—Entonces… —murmuró Wilhelmcon los labios tensos.

—Sí, puedes dejar de esconder elala. Aquí no tienes nada que temer —leaseguró—. Esperad, iré a buscaros algode comer.

En cuanto se fue, los tres seacercaron para hablar en voz baja.

—Deberíamos marcharnos —opinóWilhelm.

—¿Qué? ¿Por qué? A mí me dabuena espina —comentó Duna—.Además, ¿adónde iríamos? Aquí almenos podemos pasar la noche.

Sírgeric asintió.—Yo estoy con Duna. Fijaos la poca

importancia que le ha dado al hecho de

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que Adhárel sea un dragón.—Podría estar fingiendo —comentó

el hombre cuervo—. Podría quererdrogarnos y después utilizar nuestrospoderes, o podría…

—¿Ser amable y querer ayudarnos?—le interrumpió Duna— No toda lagente es mala por naturaleza, ¿sabes?

Wilhelm negó con una mediasonrisa.

—No tienes ni idea…Sírgeric salió en defensa de Duna:—¿Y tú sí? ¿Qué sabemos de ti,

aparte de que eres amigo de Adhárel?No nos has contado por qué tienes lamitad del cuerpo lleno de plumas ni porqué cambias de opinión de un momento

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a otro. No acuses a otros de lo que noquieres que te acusen a ti.

—Sírgeric, déjalo —le conminó lamuchacha.

—Sí, déjalo —le retó el hombrecuervo, fulminándole con la mirada.

El Chamán llegó en ese momentocon tres cazos de madera llenos hasta elborde de una sopa con carne.

—¡Aquí tenéis! —dijo,repartiéndolos.

Duna cogió el suyo.—Muchísimas gracias. ¡Huele

delicioso!—No hay nada mejor para las

noches frías que una buena sopacaliente.

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Cenaron sin hablar demasiado, cadauno pendiente de su plato. Cuandoterminaron, dejaron los tres recipientesuno encima de otro.

Duna estornudó en ese momento.—Caramba, Leda tenía razón —dijo

Corpuskai—. ¡Ah! Pero mirad, por allíviene con Divishleyt…

Se giraron para ver llegar al chicoagarrado del brazo de una mujer mayor.Iba cubierta de colgantes y sin un solopelo en la cabeza, que exhibía orgullosatatuada desde la frente hasta la nuca.

—¡Hola a todos! —exclamó,sonriendo con sinceridad.

Duna fue la primera en levantarse.Fue a hacer una reverencia, pero la

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mujer le dio un abrazo.—Es un placer conocerte. Tú debes

de ser Duna, ¿me equivoco?—Encantada —dijo la muchacha,

sonriendo.—Y vosotros entonces sois Wilfrem

y Sírgeric.—Wilhelm… —le corrigió el

hombre cuervo, forzando una sonrisa.Tras abrazarles, ella y su hijo se

sentaron a su lado.—Leda me ha dicho que estáis

constipados.—Solo ella —aclaró Sírgeric.La mujer asintió y se puso de

cuclillas frente a Duna.—Déjame ver. Abre la boca. —

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Obedeció y dejó que la curanderaestudiase el estado de su garganta—.Necesitaría más luz, pero no creo queme equivoque si digo que la tienesinflamada.

Le pasó los dedos por la garganta ychasqueó la lengua.

—Nada que no pueda curar con unode mis más conocidos potingues. —Segiró hacia su hijo—. Leda, acércame eltarro verde.

El recipiente guardaba en su interioruna pasta azulada que desprendía unfuerte olor a hierba buena y eucalipto.

—Se toma como una infusión —explicó mientras llenaba de agua uno delos tres cazos y echaba una cucharada de

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la pasta en ella. Después acercó el aguaa la hoguera y la mantuvo allí hasta quecomenzó a hervir. Cuando dejó elrecipiente en el suelo, frente a Duna, noquedaba ni un grumo.

—Cuanto antes te lo tomes, máscaliente estará y mejor te sentará.

Y así fue. En cuanto hubo dado elúltimo sorbo, la muchacha comenzó asentir que el calor y la esencia deeucalipto se extendían por su pecho,despejando las fosas nasales.

—Ya me siento mucho mejor —dijo—. Gracias.

—¡Y mejor te sentirás mañana! —comentó Leda, acercándose a su madre—. No sé qué haríamos sin sus remedios

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herbales. Por eso la traemos siempreque salimos.

Corpuskai cogió un cuarto taburete yse sentó junto a Sírgeric.

—Y, bueno, contadnos, ¿qué os traepor aquí?

—Estamos de paso —dijo él—.Vamos hacia Hamel.

—¿A Hamel? —preguntó Leda,sorprendido—. Estuvimos hace poco yla verdad es que no era un lugardemasiado bonito para visitar.

—Buscamos a una amiga —explicóDuna—. No nos quedaremos demasiadotiempo.

—A mí tampoco me gustó Hamel enabsoluto —añadió Divishleyt—. No se

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podía cantar, no se podía tocarmúsica… ¡No se podía ni silbar, por elTodopoderoso!

Corpuskai soltó una carcajada ydijo:

—Os lo advertí cuando lopropusisteis.

—Nadie nos informó de aquellaseventualidades. Pero ahora ya losabemos; vosotros, quedáis avisados.

—¿No se puede… cantar? —preguntó Duna, atónita.

—Ni siquiera tararear una canción—comentó Leda, encogiéndose dehombros.

—Nada de nada.—¿Y si lo haces, qué pasa? —quiso

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saber Wilhelm.—Lo normal es que te encarcelen

por unos días y luego te vuelvan a soltar.Ninguno de los tres se lo podía

creer.—¿Y alguien sabe el motivo?Los némades se miraron entre ellos.

Leda y su madre tenían tan poca ideacomo los recién llegados. Sin embargo,Corpuskai asintió débilmente.

—¿Tú lo sabías y no nos loexplicaste? —le reprochó la mujer.

—No es algo de lo que me gustehablar, Divishleyt. Además, nuestrosinvitados deben de estar muy cansados yquerrán irse a dormir.

—¡Paparruchas! Me gustaría saber

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por qué mi hijo estuvo a punto determinar en los calabozos por tocar unapandereta.

Duna vio cómo los carrillos de Ledase oscurecían.

—Por nosotros está bien —apuntóSírgeric—. Al fin y al cabo, hastamañana no partiremos…

—Está bien, está bien —accedió elChamán—. Pero la historia que voy acontaros no es dulce ni termina bien. Mela contó mi padre hace mucho, muchotiempo. Y a él se la contó mi abuelo.Somos muy pocos los que recordamos elmotivo por el que en Hamel estáprohibida la música, y muchos menoslos que sabemos que su origen se

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remonta a miles y miles de años atrás.Cuando el Continente no era más que unpedazo de tierra flotando a la deriva…

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8El principio

Antes de que las Musas llegasen, elContinente no era más que una enormeextensión seca de tierra en forma deluna. No había plantas ni animales y, porsupuesto, no había humanos. La únicapeculiaridad que tenía el lugar eran lasmisteriosas minas de electricidad quehabía desperdigadas bajo la tierra.

El sol salía por el este, sí, pero noiluminaba más que las áridas montañas y

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los sempiternos desiertos, al igual que laluna y las estrellas. Tampoco había ríosque bañasen la tierra ni nubes quedescargasen lluvia o nieve sobre elmismo.

Ellas eran tres. Magníficas,poderosas, con alma de diosas ysentimientos humanos. Habían viajadodurante miles de años de un lado a otro,visitando mundos de todo tipo yrecogiendo el conocimiento de infinitoslugares. Pero después de tanto tiempovagando sin rumbo fijo, habíanterminado aburriéndose. Fue entoncescuando encontraron el Continente… ytuvieron una idea.

Lo primero que hicieron fue crear

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las lluvias y las tormentas, lasprecipitaciones y las sequías; modularonlos vientos para formar los huracanes ylas brisas veraniegas. La nieve y elgranizo vinieron después, junto a losrayos y los truenos. Por último, sereunieron y lo organizaron todo encuatro estaciones.

Una vez hecho esto, la mayor de lastres imaginó miles de plantas diferentesque diseminó a conciencia por todo elContinente. Algunas solo las plantó enlugares determinados, mientras que otrasdejó que se extendieran de norte a sur. Acontinuación, creó los bosques de hojacaduca y perenne. A los primeros lesexplicó cómo tornar sus hojas de color

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hasta que se les cayeran de las ramas; alos segundos, a resistir el envite de lasestaciones con arrojo.

Entretanto, la mediana se encargó dela fauna: cientos, si no miles deanimales de todas las especies, razas,tamaños y colores poblaron elContinente por tierra, mar y aire. Lesenseñó a alimentarse, a reproducirse y amorir.

La más pequeña también quisoayudar a poblar el Continente, pero paraentonces ya habían terminado el trabajo.¿Qué más quería hacer?, le preguntaronsus hermanas. La pequeña Musa sequedó pensando durante días mientrasobservaba cómo la vida se iba

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desarrollando en el Continente hasta quedio con la solución.

Se acercó a sus hermanas y lespropuso un reto mucho más difícil quelos que habían llevado a cabo hastaentonces: dar vida a unos seres que noestuvieran regidos por las reglas queellas pudieran imponerles y queevolucionasen según sus necesidades sinmarcarles el camino a seguir. Las otrasdos Musas sopesaron la idea un tiempoy finalmente aceptaron, divertidas. ¿Quépodía salir mal?

Así fue como aparecieron losprimeros humanos en el Continente. Losúnicos seres libres en aquel mundorecién poblado. Desde las alturas, las

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tres Musas observaron fascinadas cómocrecían y aprendían y evolucionaban yse desperdigaban y creaban, y creaban, ycreaban… Los primeros campamentosnómadas dieron paso a las aldeasestablecidas, y estas a poblados, y lospoblados a ciudades… Y así hasta queel Continente entero quedó dominadopor la única especie que las Musas nohabían previsto crear. Y aunque alprincipio les resultó de lo másemocionante, terminaron cansándose,como de todo; al menos las dosmayores.

Relegaron todas las funciones devigilancia en su hermana más pequeña,que las recibió encantada. La Musa ya

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no tenía excusa para dejar de observarcon admiración la constante evoluciónde los humanos, su especie predilecta.Le fascinaba su comportamiento, sussentimientos y la fuerza de sus pasiones.Pero, por encima de cualquier otra cosa,la Musa no podía dejar de maravillarseante la inagotable imaginación ycreatividad que demostraban.

El arte en cualquiera de sus formasle dejaba absorta durante horas y horas,incapaz de apartar los ojos de la obraque estuviera originándose. Escuchabacon atención las composicionesmusicales, se fijaba con detalle en larima de cada nuevo verso y no apartabala mirada hasta que veía cómo una

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estatua surgía por completo de unpedazo de roca. Así, de tanto observar,se fue formando una opinión y un gustoespecial por determinadas cosas. No esque supiera más que los propioshumanos, pero al haber estudiado lo quese hacía de uno a otro confín delContinente, había aprendido a valorarlas cosas con ojos distintos.

Todo habría quedado como algoanecdótico si no se hubiera asomadoaquella tarde a admirar las primeraspinceladas de color que un pintor estabadándole a su nuevo cuadro. Aguardó enun silencio sepulcral mientras la figurade una mujer iba tomando forma en ellienzo. Mas cuando el cuadro todavía

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estaba incompleto, la Musa advirtió cuálsería el resultado final y no le gustó.Descubrió que aquel humano era unaprendiz y que todavía le quedabamucho que mejorar. Por ello, se dejócaer como quien se desliza por unamontaña cubierta de nieve hasta elestudio y allí se quedó, tras el pintor,intentando controlar los nervios y elmiedo a que sus hermanas ladescubriesen. Una de las reglasprincipales que se habían impuesto eraque ninguna, bajo ningún concepto,debía acercarse al Continente. Nomientras morasen en él criaturas ajenasa su control. Y ella lo había roto.

Al menos pudo comprobar que el

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humano era absolutamente indiferente asu presencia. No parecía verla, niescucharla, ni sentirla. Para él no eramás consistente que una corriente deaire. Pero cuando mencionó en voz altalo que ella haría a continuación y elpintor, de pronto, lo hizo, la Musa sintióun escalofrío. La obra había mejoradocon creces, sí, pero no gracias al artista,sino a ella.

Asustada por haber interferido deaquella forma en su vida, se dio impulsoy volvió a ascender a las alturas. Allípermaneció durante semanas y semanasescondida, compadeciéndose por elhombre y por ella misma. Cuando sushermanas mayores regresaron y la

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encontraron así, les mintió y les dijo quelos humanos habían dejado deinteresarle. Las otras tampoco lepreguntaron más y no les pasó por lacabeza que pudiera haber sucedido algodistinto.

Pero como siempre sucede, latentación fue más fuerte que el deber, yantes de que pudiera darse cuenta,estaba observando de nuevo a loshumanos. El pintor a quien habíaayudado meses atrás se había convertidoen aquel tiempo en un laureado artistaque vendía sus cuadros por todo elContinente. Y aquello, en lugar deentristecerla, la hizo feliz. ¡Habíaayudado a un pobre aprendiz a superar a

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sus maestros! Pero al mismo tiempo leasediaban los remordimientos. ¿Nohabían prometido mantenerse alejadasde los humanos? Con todo, ella habíaayudado a ese muchacho a hacerse ricoy famoso. Le había ayudado a cumplir susueño de ser un artista reconocido. Lehabía… ayudado.

La Musa no lo pensó más. Intercederen sus vidas estaba prohibido, pero noayudarles a ser un poco más felices. Deacuerdo, técnicamente era lo mismo,pero era en aquel sutil matiz donderadicaba la diferencia. Y si lo habíaconseguido con uno, ¿por qué no con losdemás?

A partir de ese día, estudiaba con

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detenimiento los trabajos que numerososhumanos llevaban a cabo a diario.Después, escogía a varios cada noche yles ayudaba con su labor. A unos lesexplicó cómo modelar el barro parahacer objetos más hermosos, a otros, aerigir estatuas de la piedra bruta.Inventó el final para cientos de historiasque solo tenían un principio y compusoestrofas para poemas con sentimientopero poca rima. Fundió arpegios yescalas que daban lugar a las melodíasmás hermosas nunca antes escuchadas…

Por las mañanas, la Musa descendíaal Continente y susurraba las palabrasoportunas al oído de los artistas.Después, ellos se encargaban de dar

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forma a sus deseos. Se sentía poderosamientras veía los resultados, pero sobretodo se sentía feliz. Y como sushermanas pasaban largas temporadaslejos de allí, no tenía que preocuparseporque la descubriesen.

Los años pasaron y la joven Musasiguió igual de interesada en el artecomo al principio. Muchos habían sidolos artistas a los que había ayudado,pero también los que habían idofalleciendo con el paso del tiempo. Porsuerte para ella, aunque los intérpretesterminaran convertidos en polvo bajotierra, sus obras de arte permanecían enel Continente durante siglos.

Y nada más grave hubiera sucedido

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de no haberle conocido.Por entonces, Giacomo no contaba

más que con doce años, aunque tampocole hizo falta ser más mayor para que laMusa se fijara en él. Una noche, trashaber pasado semanas escuchándoletocar la flauta con endiablada facilidady perfecta sincronización, como si lohiciera con la misma tranquilidad querespirar, le escogió para ayudarle. Perocuando a la mañana siguiente seencontró a su lado, le sucedió algo queno le había ocurrido hasta entonces: sequedó en blanco y no supo qué decir.Todo lo que ella pensaba que podíaquedar mejor para la melodía, él lohacía de manera natural. Paraba cuando

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tenía que parar, aceleraba cuando teníaque acelerar y siempre escogía las notasprecisas para que la música fuera tanperfecta como si se la hubiera inspiradoella.

Con los años, su música fuemejorando hasta extremosinimaginables. Personas del Continenteentero viajaban hasta donde él seencontraba para asistir a sus recitales;los hombres le pagaban incalculablescifras de berones a cambio de que lescompusiese canciones para sus amadas,los nobles le ofrecían terrenos y joyassolo para que tocase para ellos… ymientras, la Musa le seguía embelesadade un lado a otro, vigilando su sueño y

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admirando su arte. Solo cuando noestaba practicando regresaba a suantiguo hogar para comprobar que sushermanas no hubieran vuelto y despuésdescendía de nuevo junto a él.

Huelga decir que se olvidó del restode artistas. Ahora solo tenía ojos yoídos para su amado Giacomo. Sí,porque sin darse cuenta, su admiraciónse había transformado en un sentimientomucho más profundo que solo cabíallamar amor.

No supo si fue su voz cálida ymelodiosa, o su perenne media sonrisamientras dormía, o el tarareo que emitíamientras componía nuevas canciones,pero la Musa fue olvidando poco a poco

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su condición para desear ser humana.Cada minuto que pasaba a su lado, másimperiosa se hacía la necesidad de quepudiera verla, acariciarla, escucharla…o al menos sentirla. Pero por mucho quelo deseó, no pudo hacer nada. Eran dosseres muy diferentes cuyo único vínculoera la música que él le dedicaba sin tansiquiera saberlo.

Y así pasaron los días, los meses ylos años. Las mujeres se peleaban porestar junto a Giacomo. Le susurrabanhermosas mentiras para que durmieracon ellas o les pidiera en matrimonio,pero él siempre respondía: «mi amadaes el Arte, ¿sois vos ella?». En aquellarespuesta la Musa se descubría a sí

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misma. Sí, ella era el Arte, ella era aquien él aguardaba. Pero ¿cuánto tiempola esperaría? Sabía lo efímera que era lavida de los humanos y Giacomo acababade alcanzar la veintena.

La Musa regresó a las alturas coninfinito dolor por separarse de su amadoy aguardó a sus hermanas con una ideaclara en la cabeza. Cuando estasaparecieron tiempo después, les confesósu deseo de dejarlas y convertirse enhumana. Como cabía esperar, larespuesta fue un rotundo no seguido decientos de preguntas para intentaraveriguar por qué una Musa en su sanojuicio desearía aquello. Dolor, fatiga,angustia, sentimientos incontrolables…

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muerte. Los humanos tenían tantaslimitaciones que lo raro era que no sehubieran extinguido hacía tiempo.Cuando les habló de Giacomo, nopudieron creérselo. ¿Un humano… y unaMusa? ¡Nunca se había visto tal cosa!

La joven insistió una y otra vezsuplicando para que le ayudasen aconseguirlo hasta que sus hermanas, enparte cansadas de escucharla, en parteconmovidas por su desesperación, leofrecieron lo que pedía.

Tuvieron que mover cielo y tierrapara encontrar los elementos necesariospara la transformación, pero cuando lapócima del cambio estuvo lista yburbujeando en el interior de la botella

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de cristal, el tiempo perdido quedó en elolvido.

Juntas bajaron hasta el Continente yjuntas permanecieron durante lossiguientes días intentando convencerlade que se olvidara de aquella locura,pero todo fue en vano. También leadvirtieron que el cambio seríairreversible, pero ella aseguró que no setrataba de un simple capricho y quepreferiría matarse a seguir siendo unaMusa sin Giacomo.

La transformación duró un suspiro.Tras ingerir la última gota, la joven

Musa comprobó cómo su cuerpo, hastaentonces etéreo, tomaba forma humanabajo la atenta mirada de sus hermanas.

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Sintió que había perdido sus sentidos;que ya no veía como antes, ni escuchabalos mismos sonidos, ni olía los mismosaromas… Jamás volvería a sentir el artecomo lo había hecho hasta entonces,pero ni siquiera eso la entristeció.

Se despidió de su familia sin obtenermás respuesta que un remolino de tierraa sus pies. Tampoco a ellas volvería averlas nunca más, comprendió. Así, conel corazón latiéndole por primera vez enel pecho y las piernas dando susprimeros y tambaleantes pasos, marchóen busca de Giacomo.

Le encontró donde esperaba: en unprado cercano a su hogar, donde cadatarde iba a tocar y a relajarse. La mujer

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comenzó a llorar mucho antes de que éladvirtiese su presencia. Ahora le veíacon ojos humanos, pero sus sentimientosseguían siendo tan profundos comocuando era una Musa.

—Giacomo —dijo, paladeando elsabor del nombre en sus nuevos labios.

El joven se dio la vuelta y se quedómirándola.

—¿Nos conocemos? —preguntóinseguro.

—Desde que el tiempo es tiempo.Él se puso de pie y se acercó a paso

lento.—Sí que te conozco —musitó—. Te

he visto en mis sueños y dibujada en mimúsica. Siempre creí que eras producto

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de mi imaginación, un espíritu que meofrecía su buena suerte. Pero ahora veoque eres real, porque lo eres, ¿verdad?

—Como el viento que acaricia tupiel y el sol que te ilumina —respondióella.

—¿Has venido… para quedarte?En lugar de responderle, corrió hasta

él y le rodeó con sus brazos, incapaz decontrolarse. El músico tuvo un primerimpulso de apartarla, pero en lugar dehacerlo, se dejó llevar por unacorazonada y la atrajo hacia él. Despuésacarició sus mejillas y acercó los labiospara besarla. No sabía quién era, nosabía de dónde venía, pero tenía lasensación de conocerla desde siempre.

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Cuando se separaron, la Musa se vioreflejada por primera vez en los ojos desu amado y un nuevo escalofrío lerecorrió la espalda. Las preguntas seagolparon en su mente: ¿era guapa?¿Fea? ¿De qué color tenía el cabello?¿Qué edad tenía? ¿Acaso importaba?

—¿Podrías tocar para mí? —lepreguntó, esperando así distraerse.

—Será un placer.Se sentaron juntos bajo la luz del

crepúsculo y allí permanecieron durantelargas horas. Era la primera vez que laMusa escuchaba su música con oídoshumanos y pensó que no existía unsonido más hermoso en el universoentero.

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Entretanto, las hermanas mayores dela feliz enamorada regresaron a lasalturas con una nueva misión: hacer delContinente un lugar digno y seguro parala recién llegada. Desde que la dejaronaños atrás encargada de la vigilancia delnuevo mundo, no habían vuelto a echarleun vistazo. Y lo que descubrieroncuando lo hicieron, no les gustó nada.

Mientras la joven Musa se habíadedicado a estudiar y a admirar labelleza del arte creado por los humanos,algunos de ellos habían tomado lasriendas de poder en el Continente. Laúltima vez que miraron hacia abajo, laspersonas eran iguales entre ellas y tanlibres como el resto de criaturas que

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habían poblado aquella tierra. Ahora lacosa era bien distinta. Las jerarquías ylos títulos regían las vidas de loshumanos como las órdenes de las Musashacían con las de los animales y lasplantas. Quien tenía dinero, tenía poder,y quien tenía poder, imponía sus leyespara que los demás las cumpliesen.

Pero la codicia de los humanos no sehabía limitado a afectar sus propiastierras, sino también las del resto deseres que habían aparecido mucho antesque ellos. Así, para cuando quisierondarse cuenta, decenas de especies sehabían extinguido y muchos de losbosques que con tanto esmero habíanpoblado, quedaron devastados. Todo por

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culpa de los humanos.Enfurecidas, las dos Musas

decidieron tomar cartas en el asunto.No, por el momento no intervendrían

en las vidas de los seres humanos, comohabían prometido en un principio, sedijeron, pero sí que pondrían ciertasdefensas para que aquella catástrofe nose volviera a repetir.

Fue así como nacieron los dragones.Hijos de la tierra, del aire y del

fuego, aquellas portentosas criaturas seencargarían de proteger el Continente dela vileza del ser humano. Vigilaríandesde los cielos gracias a sus alas yatacarían con sus zarpas y el fuego de sualiento a quienes osasen contradecir los

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mandatos de las Musas. Pero lo queellas no sabían, puesto que acababan deconocer a los hombres, era que de unaforma u otra, los humanos siempreencontraban el modo de vencer.

Desde que los primeros monstruosalados aparecieron en la tierra hasta quequedaron diezmados por los hombrestuvieron que pasar muchos, muchosaños. En aquel tiempo pasarondemasiadas cosas relevantes para elContinente como para obviarlas.

La primera de todas fue que, traslargo tiempo intentándolo sin lograrnada, hubo un hombre que consiguióextraer la electricidad que habitaba en elinterior de la tierra y utilizarla.

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Mediante una máquina construida condiferentes materiales, había logradoenfrascar parte de aquella electricidaden un recipiente de cristal que, alfrotarlo con las manos, proporcionabaluz. Fue la primera bombilla que elContinente conoció. La noticia corriócomo la pólvora y antes de que pudierahacer nada, los inventos volaron de susmanos y fueron a parar a las de loshombres más poderosos. Tras estudiarlas máquinas durante meses, lograronreproducirlas y acallaron al maestro conla muerte.

Las Musas no pasaron aquel hechopor alto y, en cuanto vieron que laprimera bombilla luminiscente daba

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paso a las rudimentarias armas deataque eléctricas, ordenaron atacar a losdragones… sin prever que unallamarada de fuego contra un relámpagobien dirigido no tenía nada que hacer.

Los monstruos cayeron del cielocomo moscas ante la aterrorizadamirada de sus creadoras. Desde ese día,las hermanas dejaron libres a los pocosdragones que quedaron vivos y lespermitieron huir a esconderse de loshumanos. Por desgracia, ya les habíanimpuesto una condena eterna: hasta eldía de su extinción, serían perseguidos yaniquilados.

Pero hubo un segundo hecho queenfureció aún más a las poderosas

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Musas y que cambió por completo elcurso de la historia del Continente:quienes robaron el invento de laelectricidad para su uso malvado nofueron hombres cualesquiera, sino lossúbditos de un poderoso rey que, con elpaso de los años, había conseguidoinvadir y hacer suyo buena parte delContinente.

Y que un solo hombre, por muchacorona que llevara encima, sometiera detal forma a tantísimas personas sin quenadie pudiera detenerle, fue la gota quecolmó la paciencia de las Musas.

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Corpuskai bostezó agotado. Dunatampoco pudo contenerse. Eran losúnicos que quedaban despiertos en todoel campamento y las hogueras se habíanconsumido casi por completo.

—Cielos, es muy tarde ya… —dijoel Chamán, mirando al cielo—.Tendremos que descansar si mañanaqueremos volver al campamento.

—No, por favor… un poco más…—suplicó Leda.

—Corpuskai tiene razón —dijo sumadre, levantándose.

El Chamán la imitó.—Mañana continuaré con la historia,

lo prometo. Pero ahora dejad a esteviejo descansar.

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—Duna, ven conmigo —le dijoDivishleyt—. Te diré dónde puedesdormir. Leda, tú ve con Wilhelm ySírgeric.

—¡Claro! —exclamó el muchacho,encantado de poder enseñarle a alguientodo aquello.

—Buenas noches —se despidieron.Duna se dio la vuelta y les dijo

adiós con la mano. Después miró alcielo y se preguntó si el dragón estaríabien.

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9El rey condenado

Amaneció despejado, aunque se notabaque cada día hacía más frío. El inviernollegaría pronto, y con él las heladas ylas nieves.

Duna se desperezó dentro del sacodonde había pasado la noche antes deabrir los ojos. A continuación, salió deél y se estiró mientras observaba elcampamento de avanzadilla. Todo elmundo parecía estar ya despierto y

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recogiendo sus pertenencias.—¡Buenos días! —le saludó

Divishleyt, apareciendo por un caminorocoso que descendía hasta la falda dela montaña— ¿Has dormido bien?

—Sí, gracias.—Me alegro. Los muchachos están

abajo terminando de guardar las cosas yensillando los caballos. También hallegado vuestro amigo.

—¿Nuestro…? ¡Adhárel! —exclamócuando se dio cuenta de a quién serefería. Corrió a por el morral—Debería ir cuanto antes para darle suropa…

—No te preocupes. Leda le hadejado algunos trapos que había traído

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de sobra.Duna asintió antes de bajar por

donde la mujer había aparecido. Cuandollegó, Adhárel conversabaanimadamente con Leda y Sírgeric.

—Buenos días —saludó Duna.Adhárel se acercó a ella y le dio un

beso.—¿Has pasado buena noche? —le

preguntó.—Sí, ¿y tú?El príncipe se palmeó la tripa.—Me siento lleno, creo que voy a

explotar —comentó.—Pues yo te veo en plena forma —

replicó la muchacha en un susurro,devolviéndole el beso.

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Leda carraspeó tras ellos.—Ya está todo listo —dijo,

rascándose la cabeza—. Creo que nospondremos en marcha pronto.

—¿Vamos a ir con ellos? —preguntóAdhárel a Sírgeric.

—Deberíamos. No llegaremos aCélinor hasta la noche, y si tenemos quedormir en el bosque, mejor que sea enun campamento amigo.

—¡Bien dicho! —exclamóCorpuskai, que llegaba en ese instantecon varias mantas en los brazos— Idensillando a vuestros caballos.

—¿Habéis visto a Wilhelm? —preguntó Duna, echando un vistazo a sualrededor.

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—Se ha despertado antes de queamaneciese y ha ido a dar un paseo porla montaña —respondió Sírgeric—.Desde anoche le encuentro raro. Bueno,más raro de lo habitual, quiero decir.

Adhárel alzó la vista hacia lasimponentes Carpianas, preocupado.

—Esperemos que vuelva pronto…Duna se acordó entonces de la

conversación que habían mantenido conel hombre cuervo cuando llegaron y leexplicó a Adhárel en qué consistía elpoder de Corpuskai.

—¿Y no se extrañó de que fuese undragón?

—En absoluto. Ni del poder deSírgeric ni del ala de Wilhelm.

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—Por el Todopoderoso —mascullóel príncipe—, ahora entiendo por quédecís que se muestra preocupado.

—¿Y por qué es, si puede saberse?—preguntó Sírgeric, cruzándose debrazos.

Adhárel hizo un gesto de impotencia.—Es asunto suyo, lo siento.El sentomentalista hizo un mohín y

se dio media vuelta.—Mientras no nos retrase, a mí me

da lo mismo —comentó, dirigiéndosehacia su caballo.

Partieron media hora más tarde.Wilhelm llegó justo cuandoabandonaban el campamento, aunque nole dijo a nadie dónde había estado ni

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qué había visto. Permaneció en silenciodetrás de Sírgeric, con la mente en otrositio.

Los cuatro se pusieron a la cabezade la pequeña caravana, junto a Leda, sumadre y Corpuskai.

—¿Cuándo vas a seguir contándonosla historia? —le preguntó Leda alChamán.

—¿No queréis esperar a quelleguemos al campamento?

—¡No! —exclamaron los demás alunísono.

—¿De qué estáis hablando? —seinteresó Adhárel.

Duna le contó por encima elprincipio de la historia de Corpuskai y

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después suplicó que siguiera la historia.—Supongo que tenemos tiempo —

dijo él—. Además, todavía queda muchocomo para dejarlo todo hasta la noche.¡Hoy me gustaría dormir algunas horasmás! —bromeó.

—Bien, ¿por dónde iba? —Se rascóla oreja antes de chasquear los dedos—¡Ah, sí! Ya me acuerdo…

… Ettore no siempre había sido riconi poderoso, más bien todo lo contrario.Desde que nació había vivido junto asus padres y su hermano pequeño en unahumilde cabaña a orillas del mar del sur.Por desgracia para los dos muchachos,

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sus padres fallecieron cuando no eranmás que unos críos y tuvieron queaprender a ganarse la vida comobuenamente pudieron para sobrevivir enun Continente plagado de injusticias yguerras.

Al poco de abandonar el humildehogar paterno, su hermano descubrió queposeía una endiablada facilidad paratocar la flauta sin que nadie le hubieraenseñado, mientras que él… bueno, élsupo aprovechar aquella situación ysacarle el máximo partido.

Desde pequeños sobrevivieron conlo que su hermano lograba arrancar a lasgentes que le escuchaban tocar el flautínen las calles. Con poco que hiciera,

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conseguía comida suficiente para él ypara su hermano. Pero entonces eranpequeños y no necesitaban demasiado;algo que cambió cuando crecieron.

Con dieciséis años, Ettorecomprendió que por muy bien queactuase su hermano no podrían seguirviviendo de ello los dos. Así, trasdejarle en manos de una familia queaceptó cuidar de Giacomo a cambio deescucharle tocar cada noche, sedespidieron con vagas promesas dereencontrarse en el futuro y Ettore sealistó en el ejército de un anciano noble.Su trabajo, a diferencia de lo que creyóen un primer instante, consistía enproteger el ganado y la cosecha del

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viejo; fue allí donde conoció a loscompañeros que en el futuro leayudarían a conquistar el Continenteentero.

Ninguno volvió a saber del otrohasta unos años después. Una noche enla que Ettore estaba descansando junto asus compañeros en las barracashabilitadas para ellos, captó unaconversación:

—¿Solo por tocar la flauta?—El muchacho se está haciendo de

oro, como te lo digo. Es como si lehubiera vendido su alma al diablo. ¿Ysabes qué es lo más curioso? Que nogasta ni un berón en algo que no sea lojusto para comer o para mantener en

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buenas condiciones su instrumento…—¡Quién pudiera hacer lo mismo!—Hay gente con estrella…Ettore no durmió en las horas

siguientes. Solo conocía a alguien quepudiera tocar la flauta como suscompañeros decían. Su hermano.Giacomo.

A la mañana siguiente, antes de queninguno de sus compañeros hubieradespertado, Ettore se marchó de lastierras del noble en busca de su hermanoperdido. Habían pasado cuatro añosdesde que le vio por última vez. Si lashabladurías eran ciertas, y no dudaba deque lo fueran, podrían comenzar a vivirholgadamente con sus ganancias… y

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llevar a cabo el plan en el que habíaestado trabajando durante los últimosaños.

Le encontró en una taberna cerca delbosque de Célinor. El muchacho estabasubido a un escenario interpretando unabonita canción con la flauta. Quienes leescuchaban no eran hombres y mujeresde alta alcurnia, sino gañanes ymendigos de todas partes del Continente,pero el silencio de la habitación era casireverencial. Ettore se quedó al fondo dela sala admirando al adolescente dedieciséis años que estaba obrando talmilagro. Parecía cosa de magia.

Cuando el recital terminó y loshombres se marcharon, Ettore se acercó

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a su hermano. El reencuentro fue rápidoy poco emotivo. Hablaron largo ytendido sobre los años pasados ydespués llegaron al punto clave: lainversión de aquel capital tan jugoso quehabía amasado.

Giacomo le confesó que no habíagastado más que lo necesario, porquetemía equivocase. Ettore le palmeó laespalda, orgulloso de su prudente actitudy a continuación pasó a explicarle suplan: con todo el dinero que habíarecaudado y que seguramente recaudaríaen el futuro, pagarían a los mejoreshombres para que luchasen junto a él enuna guerra que no tendría precedentes.

Aquellos términos no le sonaron

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bien al muchacho. ¿Guerra?¿Mercenarios? Pero Ettore le conminó ano pensar en aquello, sino en elresultado final: el dominio delContinente.

—¿Y para eso necesitas mi dinero?—preguntó Giacomo.

—Para pagar a los guerreros, sí.Con tus ganancias y mi destreza en labatalla será pan comido. Y después túpodrás reinar conmigo, hermano —leaseguró el otro.

—Pero yo lo único que quiero estocar mi música…

—¡Pues eso también podrás hacerlo!¿No te das cuenta? Seremos los amosdel Continente.

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—Y los hombres que nos ayuden…Ettore se quedó en silencio y

después replicó:—Sí, pero bajo nuestras órdenes.—De acuerdo, te ayudaré —le dijo

—. Pero no quiero que nadie lodescubra jamás.

—Como desees.Y fue de ese modo cómo el hermano

mayor embaucó al pequeño para quesubvencionara su empresa. De ahí enadelante, tres de cada cinco berones queel pequeño ganaba tocando el flautíniban a parar a las Arcas de la Guerra,como le gustaba llamarlas a Ettore.También obtuvieron subvenciones demuchas otras partes: nobles cansados de

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sus reyes, reyes engañados quecodiciaban los reinos vecinos, ahorrosde mercenarios que se unieron a lacausa…

Durante aquellos largos años, loshermanos no volvieron a verse: mientrasuno entretenía a las gentes con lamúsica, el otro devastaba pueblos yciudades enteras en busca de la sumisiónabsoluta del Continente. Con cada nuevabatalla, se granjeaba nuevos enemigos,pero también conseguía más aliados. Ycomo los primeros luchaban en solitariomientras que los segundos avanzaban engrupo, los territorios quedaronconquistados mucho antes de lo que élpensaba.

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A sus cuarenta años, Ettore habíalogrado cumplir su sueño: convertirse enel rey absoluto del Continente. Ahorapodía reírse con petulancia recordandolos años que pasó siendo un pobremendigo; de hecho, en ese momentopodía reírse de todo y de todos. Bueno,menos de las Musas, que hartas desoportar la arrogancia y la soberbia delser humano decidieron tomar cartas enel asunto. Pero eso él, por entonces, nolo sabía.

Cuando sus hombres le trajeron lamáquina que podía extraer laelectricidad de las minas para despuésenvasarla, vio en ella algo mucho másútil que un artilugio para crear

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bombillas: un arma. Durante mesesobligó a sus hombres más inteligentes atrabajar de sol a sol para encontrar elmodo de convertir aquella chatarra quesolo iluminaba en un lanzarrayosperfecto para defender su nuevoterritorio conquistado. Una vez lolograron, Ettore hizo destruir los planosy matar al primer inventor, por si a casose iba de la lengua. Repartió trece armasentre sus hombres más leales por todo elContinente. Él se quedó con otras tres,por si a alguno se le ocurría ladescabellada idea de traicionarle. Sialgo había aprendido en aquel tiempo,era que uno no podía fiarse de loshumanos.

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Los dragones llegaron semanas mástarde. Aparecieron de la nada, como silas nubes de tormenta los hubieranescupido junto a los truenos y a losrelámpagos. Arrasaron en un primerataque buena parte de la ciudad queEttore había ordenado construir para elejército.

El segundo asalto ya no estuvo tandesequilibrado. El rey se lo tomó comounas prácticas de tiro para probar susrecién creadas armas. Todos los queposeían una, recibieron la orden dedisparar sin piedad a los monstruos queahora asolaban las tierras de loshumanos. Y la táctica dio sus frutos. Losdragones no dejaban de ser unos pobres

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animales que preferían seguir vivos atener que morir en una guerra que no erala suya. Con todo, tardaron tanto endarse cuenta de que la batalla estabaperdida de antemano que, para cuandose retiraron, los ejemplares quequedaban vivos casi podían contarsecon los dedos de una mano.

De todo aquello, Giacomo a duraspenas fue consciente. Él y la Musahabían permanecido en el extremo surdel Continente disfrutando de una vidarepleta de lujos, ajenos a las batallasque su hermano libraba contra losdragones. Durante los últimos años sucarrera como músico se había disparadoy ya no era él quien se movía por los

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lugares para dar conciertos, sino que erael mismo público quien se acercaba alsur para escucharle tocar.

La Musa vio con recelo cómo quiencreía que era su único y verdadero amorse iba convirtiendo en un hombre adustoy vanidoso que, antes de pasar el tiempocon ella, prefería encerrarse en sulímpido estudio para practicar. Elcambio no fue ni mucho menos radical.Al principio pasaban días enterosjuntos, hablando y disfrutando de sumutua compañía, sin apenas tiempo parala flauta. Pero según fue aumentando suriqueza, Giacomo fue olvidando lainocencia que hasta entonces le habíacaracterizado y también a la Musa que le

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había declarado amor eterno.Meses después del ataque de los

dragones, Giacomo decidió que eraabsurdo seguir enviándole dinero a suhermano cuando, claramente, ya no lonecesitaba.

Ettore no estuvo demasiadoconforme con su decisión, pero dadoque el trabajo duro ya había terminado yque ahora su reinado no necesitaba delapoyo financiero del Flautista, lepermitió retirarse. De todo esto la Musano se enteró hasta mucho tiempodespués. Desde que llegó, pensó quecuanto le rodeaba y el poder queostentaba lo había conseguido gracias asu música. Por desgracia, tuvo que

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descubrir de la peor de las maneras quesu amado Flautista era también familiadel emperador que había hechoenfurecer a sus hermanas… y que elcastigo que le tenían preparado a este,terminaría golpeándole tarde otemprano.

Por descontado, las Musas podríanhaberse olvidado del Continente comohabían hecho durante los últimos años yhaber perdonado el comportamiento delos humanos. Pero eran vanidosas y nosoportaban que unas criaturas taninsignificantes como los hombres sehubieran burlado de ellas de aquellaforma. Les harían pagar cara su osadíarompiendo el juramento de no

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entrometerse en sus vidas.A partir de entonces, ellas dirigirían

sus destinos. Y lo harían a través de algotan personal para los hombres como lapoesía.

Tendría que ser algo que afectasetanto a los hombres que ahora vivíancomo los que vendrían después; nopodían arriesgarse a que, tras la muertede Ettore, otro humano se hiciese con elcontrol de miles de vidas inocentes.

Así pues, tras hablarlodetenidamente, se reunieron con el reydurante la noche. Él dormía y solo lasescuchó en sueños, pero la memoriaretendría sus palabras para siempre.

—Tu reinado ha llegado a su fin —

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le dijo la mayor, apareciendo ante él tanliviana como la brisa del mar y tanpoderosa como el rayo del sol—. Tuavaricia e insolencia ha condenado a tuespecie. Eres el ejemplo de que loshombres sin control son más peligrososque los animales salvajes.

—Por ello —añadió la mediana—,cuando mañana despiertes, serástraicionado por tus hombres y tuterritorio quedará fragmentado en diezpartes que se repartirán entre ellos. Diezreinos que perdurarán tanto tiempo comosus gobernantes sean capaces demantenerlos.

—Y para que nuestra justicia, y no laque vosotros os imponéis, permanezca

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intacta, regiremos vuestros destinos deaquí en adelante como juezas y jurado.

—Antes de su coronación, el rey ola reina que vaya a gobernar escribiráuna Poesía que nosotros le dictaremos.Conocemos su pasado y su presente.Tenemos el poder de saber cuáles sonsus miedos más ocultos y susdebilidades más latentes. Tenemos eldon de imaginar sus Futuros. Y para queos deis cuenta de que no sois tan fuertesni tan perfectos como creísteis en unprincipio, tendréis que aprender a lidiarcon ellos ante los ojos de los demás.

—Y como misericordia tampoco nosfalta, bastará con que aceptéis vuestrosfallos y asumáis de la mejor manera los

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que puedan llegar en el futuro para quelas Poesías se conviertan en armas y noen castigos.

—Ahora bien, si vuestra cobardíagana la baza y decidís destruir losVersos que nosotras os dictemos,vuestros reinos envejecerán sin remisiónhasta desaparecer. Condenaréis avuestros súbditos y a vuestra tierra alolvido.

—Y tú, codicioso Ettore, serás elencargado de que nuestras profecías secumplan. No volverás a envejecer ni unsegundo más. Te quedarás para siempreen el Continente comprobando con tuspropios ojos cómo las ansias de poderdel ser humano terminan

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irrevocablemente con todo lo bello. Tú,bajo nuestras órdenes, pondrás a pruebaa los reyes que año tras año intentaránlograr lo que tú has conseguido con lasangre de miles de inocentes.

—No podrás huir ni podrásesconderte. No tendrás aliados nienemigos. Estarás solo durante el restode la eternidad. Condenado a vagar porestas tierras que una vez tepertenecieron y que no volverán a sertuyas. Abre los ojos, Ettore. Abre losojos para comprobar cómo se cumplenuestra palabra…

Y cuando el rey obedeció, pensandoque no había sido más que una pesadilla,escuchó los gritos en el pasillo. Salió de

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sus aposentos a tiempo de ver cómo unadoncella moría a manos de su manoderecha.

—Espero que hayas disfrutado de tuúltima noche como rey —le dijo,soltando a la criada con desprecio—.Porque se han terminado.

El hombre avanzó hasta él a pasorápido con la intención de matarle. Y lohabría logrado de no haber sido porque,aunque le atravesó con su espada en elestómago y su sangre bañó el filo, nosintió dolor. Su, hasta entonces, amigo lemiró mientras su rostro iba cambiandode la ira al terror más absoluto.

—¿Qué… eres? —le preguntó, convoz temblorosa, alejándose de allí.

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—No lo sé —respondió Ettore.Cayó de rodillas y se echó a llorar—.No lo sé…

No recordaba la última vez queprobó sus lágrimas. Ver llorar a losdemás durante las últimas décadas lehabía hecho más fuerte, más valiente. Yhabía calcificado las suyas. Pero ¿cómopodía seguir sintiéndose tan poderosocuando lo había perdido todo y el miedoatenazaba su alma? No había sido unsueño, ni una pesadilla. Igual que sushombres le habían traicionado, igual queaquel cuchillo no le había matado,viviría maldito para el resto de su vidacumpliendo las órdenes de las Musas.

Las revueltas se sucedieron a lo

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largo y ancho del Continente. Comohabían vaticinado, diez fueron los reinosque se formaron a partir del primero, ydiez los reyes que la noche antes de sucoronación escribieron una Poesía ensueños. Ninguno entendió de qué setrataba. Algunos las quemaron,condenando sin darse cuenta a decenasde familias.

Pero las Musas no repararon hastaun tiempo después en que había algo conlo que no habían contado: los niños.Conforme los gobernantes ibandestruyendo sus Poesías, acaso porcobardía, acaso por ignorancia, losadultos de su reino iban perdiendo lasganas de vivir hasta convertirse en poco

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más que almas en pena que vagaban deun lado a otro sin percatarse de nada nide nadie. Ni siquiera de sus hijos.

Pero ¿qué podían hacer por ellos?,se preguntaron las hermanas. ¿Era aquelun castigo para los reyes o para losaldeanos? Era un castigo para la razahumana. Pero ¿y los niños? ¿Sin apenasconciencia merecían morir por loserrores de los adultos? Y si no era así,¿qué podían hacer con ellos?

La respuesta les llegó de la maneramás inesperada…

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Cuando Corpuskai se quedó ensilencio Duna reparó en el bosque quetenían en frente. Habían pasado el díaentero cabalgando, deteniéndose unasola vez a comer frugalmente a mitad decamino. Ahora la noche había vuelto acaer sobre el Continente y Célinor sepresentaba ante ellos tan oscuro comoenigmático.

Al llegar a los primeros árbolesdescabalgaron y siguieron a pie. Aunquea primera vista parecía un lugarinfranqueable por los troncos y laforesta, existían multitud de caminostrazados durante años de peregrinaje quepermitían el paso de los viajeros con

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facilidad. Los árboles, con todo, eranenormes; no solo de altura sino tambiénde grosor. Para rodear los troncos demuchos de ellos se necesitarían a más deseis hombres extendiendo los brazos.Duna jamás había visto algo semejante.

Pasada la linde, descubrieron lasaltas llamas de varias hogueras quecrepitaban en el suelo, rodeadas pornumerosas tiendas de campaña.

—Bienvenidos a nuestro hogar… —dijo Corpuskai, permitiéndoles el pasoal Campamento némade.

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10Soy un monstruo…

Firela volvió a colocar el espejo frentea su rostro para observarlo condetenimiento. Se pasó los dedos por lapiel cuarteada incapaz de creerse queaquel fuese de verdad su nuevo aspecto.

—Déjalo ya —le recomendó suhermana.

—No puedo —respondió ella—.Tengo… tengo que acostumbrarme a él.A mí.

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Kalendra se deshizo de la últimavenda que cubría sus manos magulladasy comprobó que las heridas habíancicatrizado casi por completo.

—Lo único que vas a conseguir esponerte de malhumor. Y ponerme a mí,de paso. —Se recostó sobre el árbol ydio un trago de su pellejo.

—Pero es que soy… horrible.—Maldita sea, Fira. Basta. —Le

quitó el espejo de las manos y lo guardóen su morral—. No te voy a permitir quesigas torturándote de esta forma. Sí, ereshorrible. Y bastante más vieja que ayer,no lo olvides. Pero fuiste tú la quedecidiste hacer el trato.

—¡Pero no en estas condiciones! —

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exclamó, ocultando la cara tras lasmanos.

Kalendra puso los ojos en blanco,hastiada.

—No te reconozco. ¿Desde cuándote importa tanto tu aspecto?

—Déjame en paz —le espetó Firela,aunque en realidad pensó: desde que soyfea.

—¿Acaso has perdido tu fiereza o tupuntería? ¡No! Solo tu hermosura… yencima no sirve de nada que te lastimesde esta forma. Resulta patético.

—Te he dicho que me dejes —masculló entre dientes.

—Como quieras. —Kalendrabostezó y se arrebujó debajo de la manta

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con la que se había cubierto—. La lluvianos alcanzará mañana seguramente.Espero que los gordolobos aguanten.Porque si no, te juro que busco lamanera de revivir a Tézcar y le apuñalootra vez hasta quedarme a gusto.

Firela arrancó distraída una deaquellas flores color mostaza que habíanaparecido a sus pies y la estrujó entresus dedos.

—Intenta descansar un poco —lerecomendó su hermana—. Mañana seráun día duro.

Firela desvió la mirada hacia elnorte para observar a lo lejos, en mitadde la oscuridad, los relámpagos quedescargaba la tormenta. Odiaba la

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lluvia, y más aún cabalgar bajo ella.Pero Kalendra tenía razón: no sabía silas flores aguantarían vivas muchotiempo. Entre lo que Tézcar les habíaprometido y la realidad, podía haber unenorme trecho.

Se tumbó sobre la húmeda hierbacon la cabeza cubierta por la capucha yrespiró profundamente. Las dos últimasnoches había dormido fatal y noesperaba que aquella fuera unaexcepción.

Las nubes avanzaban lentamente porel cielo estrellado, rayando la luna ensonrisas inacabadas, deformes. Como surostro, pensó para sí, incapaz decontenerse.

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Bufó molesta y se giró para ponersede costado. No quería cerrar los ojos.Sabía qué encontraría si lo hacía. Susrasgos actuales se habían quedadograbados en su memoria a fuego y ni ensueños podía deshacerse de ellos.Quizás bastase, como decía su hermana,con dejar de mirarse a cada instante,¡pero no podía! Ahora aquella fealdadera tan suya como su habilidad con laespada o su elegancia al montar acaballo. Tarde o temprano terminaríaacostumbrándose. Y entonces podríavolver a descansar.

Se obligó a cerrar los ojos y aintentar relajarse. No le hacía ningúnbien seguir preocupándose por lo que ya

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no tenía solución. Sí, era fea,monstruosa. Pero al menos habíanaveriguado que su sobrina Lysell seguíavivita y coleando por el Continente. Yque, hasta que ella no muriese, Salmatjamás les pertenecería.

Ni que aquello la hiciera sentirsemejor.

Recordaba la primera vez quehabían ido a visitar a Tézcar y le habíanpedido un puñado de semillas, tambiénde gordolobos solitarios, que lesfacilitasen su labor. No eran más queunas adolescentes y el sentomentalistadebió de sentir cierta lástima por ellas,pues apenas se benefició con el trato.Entonces Tézcar ya era mayor, pero no

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tanto como en su última visita. Firela sepreguntó si alguna vez aquel hombrehabía llegado a ser joven. Supuso que sí.

Aquel día les pidió a cambio de lasflores los recuerdos de sus viajes por elContinente. Cuando aceptaron, perdieronparte de su memoria relacionada con latierra que habían pisado hasta entonces ylos caminos que habían recorrido desdeque huyeron de Salmat. Nada que leshiciera verdadera falta y que nopudieran recuperar con el paso deltiempo. Según les dijo el viejo, cuyaspiernas habían comenzado a enraizarseen la tierra, echaba de menos lospaisajes que una vez había podidocontemplar y que ya no recordaba.

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La gemela rememoró la extrañasensación que se le quedó después delintercambio, aquel absoluto vacío quepercibió al intentar pensar en lo quehabía olvidado. Con el paso de los días,dejó de prestarle atención. No comoKalendra, que desde ese día temióregresar a la guardia delsentomentalista. Firela se burló de ellapor comportarse de manera tan cobarde.Si le hubiera hecho caso…

El último cobro por las semillas lotendría presente cada vez que mirase sureflejo. Siempre. Y sin necesidad deescarbar demasiado en sus pensamientosmás íntimos era perfectamenteconsciente de la verdadera razón que la

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impedía dormir tranquila: era fea comoun demonio y ni siquiera su hermana seveía con ganas de mirarla a los ojosdurante demasiado tiempo. Por supuestoque no se lo había mencionado, pero noestaba ciega y era consciente de cómoreaccionaba cada vez que se girabahacia ella. Dudaba durante un dolorosoinstante antes de retomar lo que fueraque hubiera estado diciéndole. No se loreprochaba, en realidad, nadie podía serinmune a su aspecto. Ni siquiera laúnica persona que la quería… y que laquerría durante el resto de su vida.

Porque si de algo podía estar seguraera de que nunca, jamás, volveríaalguien a fijarse en ella. No sin

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alarmarse o apartar la vista. No sintemerla.

Tuvo que contener las arcadas parano vomitar tras formular aquelpensamiento. ¿De verdad era tanprevisible y patética como el resto demujeres a las que había criticado desdesu infancia? ¿Acaso le importaba tantola opinión de los otros? ¿La opinión delos… hombres? ¿Era solo eso?

Cerró los puños con fuerza hasta quesintió que se le agarrotaban los brazos.Mientras dejaba de hacer fuerza, intentóponer en orden sus prioridades. Deacuerdo, nada volvería a ser como antes.Nadie volvería a ver su hermoso rostrosin tener que imaginarlo en el de su

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gemela… pero a cambio, y si todo salíacomo estaba planeado, ella y Kalendrase convertirían en las reinas de Salmat yel aspecto dejaría de importar. Comobien había dicho el sentomentalista, ¿quémás daba la fealdad de la reina mientrasestuviera sentada en su trono?

Y por otro lado, solo había perdidosu belleza y no su destreza con las armaso su sigilo a la hora de moverse por elbosque. Siempre podía arrancarles lalengua a aquellos que osaran recordarlela maldición que Tézcar le había echadoencima.

Con estos pensamientos en lacabeza, Firela fue cerrando los ojos. Denuevo apareció el rostro deforme ante

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ella, con sus ojos caídos y su narizgrande. Pero aquella vez los labios nose mantenían en un rictus de asco y devergüenza, sino que le sonrían conelegancia. Como si retaran a alguien aque se atreviera a decir algo al respecto.Era un monstruo… y a partir de entoncesse comportaría como tal.

Antes de que su reflejo en el sueñosoltara la primera carcajada, Firela cayóprofundamente dormida.

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11La Musa y el

Flautista

El campamento se componía de unadecena de cabañas desmontablesconstruidas con telas y pieles dediversos tamaños. En el centro, cuatrohogueras iluminaban el lugar ofreciendocalor, luz y un sitio donde cocinar losalimentos. En torno a ellas, un grupo dehombres, mujeres y niños bailaba ycharlaba.

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Duna y Adhárel entraron seguidospor los demás. Varios críos se cruzaronen su camino, correteando como si fueramediodía. La niña que iba a la cabezavotaba una pelota de piel que los demásintentaban recuperar. Duna pensó para síque vivir en un campamento némade noresultaba tan terrible como habíaescuchado decir a multitud de adultos alo largo de su vida. Pero ¿cuántos de losque criticaban habían estado alguna vezen uno?

Los hombres y mujeres de lapequeña expedición fueron descargandolas carretas mientras el resto denémades se acercaban para saludarles yecharles una mano. Cuando estuvo todo

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recogido, se reunieron junto a la lumbremás grande.

—Como sabéis —dijo el Chamán,abriendo los brazos y dirigiéndose atodo el campamento—, hemos estadovisitando las Carpianas. Dentro de pococomenzará el invierno y es peligrosopermanecer a la intemperie del bosque.—Los murmullos de la audiencia ledieron la razón—. Por suerte, el lugarque hemos encontrado en el interior delas montañas está resguardado yprotegido. Cuenta con un túnel queconecta distintas cuevas entre sí y en elque podremos vivir una temporada. Contodo, la caza será bastante complicada,al igual que la recolección. Sin

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embargo, la zona norte del bosque deBereth se encuentra muy cerca ysabemos que hay numerosas especiesviviendo entre los árboles.

—¡Como los dragones! —exclamóuna voz anónima entre el público,provocando una carcajada general.

—¡A lo mejor podemos cazarle yvender su piel! —sugirió otro.

Duna sintió cómo el príncipe setensaba a su lado y daba un paso haciaatrás, inquieto.

—Sí, como los dragones —dijoCorpuskai, con una media sonrisa—.Así pues, sabed que dentro de variassemanas podremos cambiar deemplazamiento.

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Todo el campamento comenzó aaplaudir y a vitorear a su Chamán. Élhizo una breve reverencia y regresó conlos invitados.

—¡Por fin! —exclamó Leda, alzandolos puños al cielo—. Estaba harto deeste lugar.

El Chamán le revolvió el pelo con lamano y se giró hacia Adhárel.

—Siento lo de antes. Supongo que…—Sí, soy yo —respondió Adhárel

con el semblante serio. Corpuskaiasintió.

—No te preocupes, estaré atentopara que no cometan ninguna locura.

Duna le pasó al príncipe el brazopor la cintura.

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—Con un poco de suerte no habránada de lo que preocuparse.

Adhárel se despidió del grupo y fuejunto a Duna hasta las afueras delcampamento.

—¿Estás bien? —le preguntó ella,dándole la mano.

—Bueno, tan bien como puedesentirse uno cuando amenazan conarrancarle la piel a tiras, supongo.

—No saben lo que dicen, Adhárel.—Pues a mí me pareció que lo

tenían muy claro.Habían llegado al final del

campamento. Se guarecieron un pocomás entre los árboles.

—Escúchame —le dijo Duna,

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agarrándole la otra mano también—.Pronto acabaremos con la maldición y eldragón no será más que una leyenda quecontar a nuestros hijos. Ya lo verás.

—¿No has escuchado la historia?Las Musas fueron quienes maldijeron aese pobre rey. Quienes nos maldijeron atodos. ¿Cómo voy a luchar solo contraeso?

—No estás solo. Yo estoy contigo. YSírgeric y Wil. Las Musas puedenmarcar nuestro destino, pero nosotrospodemos revelarnos contra él.

—¡Pero es que no podemos! —exclamó Adhárel, desesperado—.Nunca me había detenido a pensar en elorigen de las Poesías. Y, para serte

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franco, me hubiera gustado seguir en laignorancia. Por un tiempo creí que mimaldición había sido un cúmulo decasualidades hiladas por los Versos,pero ya veo que no. Ellas maldijeron ami madre y me maldijeron a mí. ¿Quésucederá cuando me convierta en rey?¿Cuando tenga que escribir mi propiaPoesía? ¿No lo has pensado? Duna, nosoportaría verte sufrir… ni a ti ni anuestros hijos.

La muchacha le miró a los ojos,consternada.

—A… Alguna solución habrá —dijo, cada vez menos convencida—.Ellas imaginan nuestro Futuro, eso dijoCorpuskai. No lo conocen, lo imaginan.

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Nosotros tenemos la potestad de hacerque se cumpla o que no. Se puedecambiar. Podemos luchar… —Lamuchacha le abrazó sin saber qué másdecir—. No te rindas todavía, Adhárel.

Él le dio un beso en el pelo y laatrajo hacia sí.

—Hazme un favor y recuerda todoslos detalles del final de la historia.Cuéntamelos mañana.

—Te quiero… —le dijo ella. Elpríncipe le dio un beso antes desepararse.

—Que duermas bien, princesa.Cuando terminó de desvestirse, le

dio la ropa a Duna y se perdió entre losárboles de Célinor con la cabeza gacha

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y la más absoluta desesperanza.

—Giacomo y la joven Musatardaron varias semanas en enterarse delas revueltas que estaban acabando conel imperio de Ettore —dijo Corpuskai.Se encontraban todos sentados alrededorde la hoguera con varias mantas sobrelos hombros—. Una mañana, mientrastodavía dormían, un grupo de hombresarmados irrumpió en su hogar a punta deespada y les ordenó que abandonasenaquellas tierras, pues ya no lespertenecían. Cuando el joven les dijoque depusieran las armas advirtiéndoles

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quién era su hermano, se echaron a reír.—¿Ettore? —Se burló el cabecilla

—. Ettore hace tiempo que dejó el trono,jajaja… Ahora largaos si no queréis queos descuartice.

Sin poder hacer nada, la parejacogió los pocos bártulos que tenía y semarchó de allí. Recorrieron elContinente en busca del antiguo rey,deteniéndose en cada pueblo y en cadacasa para preguntar por él, pero nadie lehabía visto. Habían olvidado su nombre,o no querían recordarlo. Ettore era elfantasma del pasado y se decía que soloaparecía para traer la desgracia.

Cada reino por el que pasabanestaba aún más desolado que los

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anteriores. La gente se marchitabadentro y fuera de sus casas. Losanimales huían de un lado a otrobuscando un cobijo seguro. Lastraiciones se sucedían con más celeridadque los nacimientos de nuevossoberanos. Todo tenía que ver conaquellas maldiciones en forma depoesía, decían los rumores. Nadiequería permanecer demasiado tiempo enningún lugar: se había descubierto que siel rey destruía aquellos versos, sussúbditos quedaban condenados. Por ellolos soberanos comenzaron a enseñar lasPoesías a los aldeanos. Por eso sehacían copias que se distribuían por lascalles del reino.

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La Musa no tuvo que darledemasiadas vueltas a aquel extrañoasunto para darse cuenta de que era obrade sus hermanas. Y por primera vez enaquellos años, deseó poder hablar conellas para pedirles explicaciones.

Fue entonces cuando le confesó aGiacomo quién era en realidad, o quiénhabía sido, y de donde provenía.Durante el tiempo que habían estadojuntos ninguno había preguntado por elpasado del otro, ni tampoco habíanquerido saberlo. Pero ante aquellascircunstancias, lo peor que podía hacerla Musa era seguir callada.

Le explicó entonces quiénes eran sushermanas y cómo habían poblado juntas

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el Continente. Le reveló, no sin ciertoorgullo, cómo había retado a las demáspara dar vida a unos seres que noestuvieran regidos por las mismas leyesque las otras criaturas. Más tarde lehabló de su pasión por el Arte y de suprofunda admiración por su música; decómo le había seguido siempre de unlado a otro y porqué había cambiadotodo por una vida humana para pasarlajunto a él. Desde el principio, Giacomola creyó. Por mucha rabia y frustraciónque sintiese hacia su nueva situación,supo que no le estaba mintiendo.

También él le habló de su infancia,de su hermano Ettore y de la vida demendigos que habían llevado cuando no

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eran más que unos niños. También leexplicó a dónde iban a parar los beronesque él ganaba tocando y cómo losinvertía su hermano en un ejército… quefinalmente le había traicionado.

Durante semanas deambularon portodo el Continente, gastando los ahorrosque el músico había acumulado en losúltimos años, llamando puerta porpuerta en busca del antiguo rey. PeroEttore no aparecía. De vez en cuandoalguien decía haberle visto sin poderespecificar dónde ni en qué condiciones.

Así continuaron pasando los añosbajo la atenta mirada de las Musas, quecada vez disfrutaban más comprobandolo que ya habían imaginado: que los

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humanos se verían traicionados una yotra vez por sus miedos, cobardía,rencores y envidias, y que tarde otemprano terminarían por desaparecer.

El día en que Giacomo y la Musaencontraron a Ettore, el cielodescargaba una feroz tormenta sobre elContinente. El viento huracanadoasolaba bosques y praderas y los truenosensordecedores daban paso a brillantesrelámpagos que iluminaban comobombillas el firmamento durantesegundos. La lluvia desbordaba ríos einundaba hogares. Jamás se había vistoun diluvio semejante.

El rey destronado se encontrabadescansando en el interior de una

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posada, frente al hogar y con la miradaperdida en las llamas. Nadie podríahaberle reconocido con los harapos quellevaba y la barba desaliñada yamarillenta que le cubría la cara. Nadieexcepto su hermano.

Giacomo se cobijó con la Musa enaquella insegura cabaña para pasar lanoche. Y de no haber sido porque todoslos allí presentes gritaron asustadoscuando las maderas comenzaron atambalearse, no habría reparado en elúnico hombre que permanecía tranquiloy sin un ápice de miedo.

Se acercó a él con paso inseguro traspreguntarle al posadero por su identidady no obtener respuesta. De cerca su

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aspecto era mucho peor que de lejos.Era el disfraz perfecto si lo que unoquería era pasar desapercibido y quenadie le molestase. Pero debajo deaquella suciedad, los ojos de Ettorebrillaban con el crepitar del fuego.

—¿Hermano…? —preguntó, no sincierto miedo.

El hombre tardó unos segundos enpercatarse de su presencia, pero cuandolo hizo sus ojos se agrandaron hasta elpunto de parecer que iba a ponerse allorar… o a gritar.

—Ettore, soy yo. Giacomo. ¿Merecuerdas?

El antiguo rey, ahora mendigo, sealejó del muchacho como si hubiera

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visto un fantasma, hasta caer del taburetedonde estaba sentado.

—Már… márchate —le suplicó, sindejar de arrastrarse—. Yo no… yo nosoy quien dices… No conozco a quienbuscas. Yo no…

Pero Giacomo no pensaba rendirsetan fácilmente después de todo aqueltiempo buscándole.

—Ettore, claro que soy tu hermano.¿Qué te ha sucedido? ¿Qué te han hecho?¿Quién?

—¡No! —gritó, para asombro de losallí reunidos— ¡Déjame solo! ¡Déjamesolo!

Con cada nueva exclamación, Ettorese fue alejando más y más de Giacomo

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hasta quedar pegado a la pared. Elmuchacho, desesperado, optó por noagobiarle más con palabras. Sacó supífano del bolsillo de su larga chaquetay comenzó a tocar.

Todos los murmullos se acallaron.La Musa se acercó al Flautista y leagarró por la cintura. Ettore comenzó alloriquear como un niño pequeño,convulsionándose con las manos en elrostro. Hasta la tormenta parecíahaberse acallado en el exterior paraprestar atención.

—No toques más… por favor… —masculló, pero las notas del flautín setragaron las palabras—. Te lo suplico…—repitió, tapándose las orejas con las

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manos—. Basta, basta… basta…¡BASTA!

Se lanzó contra Giacomo y learrebató el instrumento para despuéspartirlo contra su rodilla.

—¡Ettore! —exclamó el hombre,malhumorado— ¿Qué diablos te sucede?¿Qué te han hecho?

—¿Ettore?—¿Le ha llamado Ettore?—¿Es el rey maldito?Los murmullos y cuchicheos fueron

creciendo en la posada hasta superarincluso el estruendo del exterior.

—Vámonos a un lugar más tranquilo—sugirió la Musa. Le pidieron unahabitación al posadero y este se la dio,

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no sin cierta reticencia. Giacomo agarróa su hermano como buenamente pudo yle llevó hasta el cuarto vacío. La mujerles siguió con las dos partes del pífanoroto en sus manos.

—Ahora explícame qué ha sucedido—le ordenó Giacomo, sentándole en unasilla—. ¿Por qué no has venido a vermeen todo este tiempo? ¿Cómo sucediótodo? ¡La última vez que supe de titenías el imperio entero bajo control!

Ettore volvió a llorar con más ganas.—Me… maldijeron… —dijo entre

sollozos—. Las… las Musas… memaldijeron… me… maldijeron y me loquitaron todo…

—Las Musas… —repitió Giacomo,

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mirando de reojo a su mujer.El rey destronado levantó la mirada

y con voz ronca pero segura, dijo:—Nos han maldecido, hermano. A

mí y a todos los humanos. Condenan afamilias enteras a morir antes de tiempoy a seguir con vida sin disfrutar de ella.Los niños mueren por falta de adultosque les cuiden y mientras yo… yo hagoque sus profecías se cumplan.

—¿De qué estás hablando? —lerecriminó Giacomo, arrodillándosefrente a él.

—¡De las Poesías! ¡De susmaldiciones! —De pronto se giró haciala ventana, como si alguien le hubierallamado— No… no, por favor. ¡No más!

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¡No más!—¿Ettore, qué sucede?—¡No me llames Ettore! —le espetó

— Ya no respondo a ese nombre. Mellamo Kastar, Aldernath Kastar. Y estoytan maldito como los demás… ¡No loharé! ¡Dejadme! ¡Callaos! —exclamó,mirando de nuevo a la ventana—Callaos… por favor, no…

Giacomo no podía creer ni unapalabra de todo aquello.

—Tú no estás maldito, hermano.Ettore. Kastar. ¡Como prefieras! ¿Meoyes? ¡No estás maldito!

El viejo sonrió y después secarcajeó con una risa rasgada ydesganada.

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—No tienes ni idea de lo que dices.No tienes ni idea… —La risa comenzó atornarse en un llanto doloroso—. Intentamatarme. Intenta clavarme tu espada enel corazón. ¡Échame al fuego! —lesugirió, señalando la pequeña lumbreque había encendida en una esquina dela habitación. Como vio que no lo hacía,actuó él: sacó de su cinturón un pequeñopuñal plateado y se lo clavó en elcorazón.

—¡No! —gritó Giacomo. Perocuando le sacó el arma del pecho, Ettoresonrió. Aunque el filo estaba tintado derojo, no había ni rastro de la herida ensu piel.

—Ya te lo he dicho… No puedo

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morir. No puedo morir. Ellas meretendrán aquí para siempre,obligándome a cumplir sus deseos.Estoy maldito… me han maldecido…

Fue entonces cuando el músico segiró hacia la Musa hecha humana con elpuñal ensangrentado en las manos. Laspreguntas se agolpaban en su mirada,pero ya conocía las respuestas.

—¡Yo no lo sabía! —se defendióella— Te lo juro, Giacomo, Yo no losabía.

—¿No… lo sabías? —le recriminóél con la voz entrecortada— ¿No sabíasque condenarían a la humanidad entera?

La Musa negó enérgicamente,asustada. La mirada de su amado se

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tornó fría y carente de afecto.—¿Que mi hermano pasaría el resto

de la eternidad aquí? ¿A sus órdenes?La mujer volvió a negar,

desesperada. Dio un paso hacia lapuerta.

—Giacomo… Mi amor… yo no losabía…

—Mentirosa… ¿Quisiste burlarte demí también? Me embrujaste, ahora loentiendo.

—¡No! —Las lágrimas desfilaronpor sus mejillas. Desde que se hizohumana no había vuelto a llorar— ¡Te lojuro! ¡También soy humana! Me hancondenado como a vosotros.Escúchame, por favor, Giacomo. Te amo

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y siempre te he amado, no permitas…—¡Cállate! —De un bofetón la tiró

al suelo. La empuñadura del arma legolpeó en la cara. La mejilla comenzabaa sangrarle cuando las ventanas y lascontraventanas se abrieron de par en pary la tormenta penetró en la habitación.

—Yo no quería… —mascullóEttore, alejándose hacia una esquina—.Yo no quería… No quería… noquería…

La Musa volvió sus ojos haciaGiacomo, suplicándole piedad sincomprender cómo había podido sucederaquello. Cómo había podido golpearladespués de todo lo que ella habíasacrificado por estar a su lado.

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Ni la lluvia, ni los truenos ni losrayos amedrentaron al músico. Surostro, constreñido en una mueca deodio y rabia resultaba más amenazanteque la propia daga que enarbolaba en lamano.

—No volverás a mentirme… —lejuró a la Musa, dando un paso hacia ella—. Te mataré con mis propias manospara que tus hermanas también sepan loque es sufrir por los demás.

Ella se arrastró cada vez másasustada. El agua entraba en oleadas porla ventana y formando charcos a sualrededor. Ettore se mantenía en laesquina, acurrucado.

—Giacomo… Te lo estoy diciendo:

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yo no sabía nada. Por favor,escúchame…

—Solo espero —dijo el otro, ciegopor la ira y sin abrir casi los labios—que cuando te vean morir a manos de unhombre, comprendan que no somos susmarionetas. Y que nunca lo seremos.

El músico se abalanzó sobre ellacon la daga en alto. El cuchillo sedetuvo a escasos centímetros de supecho. Las manos de la Musa agarrabanel brazo de Giacomo. Los ojos de élrelucían con el fuego de la chimenea. Unrayo iluminó el cielo. El viento entrócon fiereza en la habitación. La Musacontuvo el aliento. Las venas del cuellode él palpitaban con ira. La lluvia se

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coló debajo de la suela de su zapato. LaMusa perdió fuerza; los brazoscomenzaron a temblarle; sus dedoscedieron. Él se precipitó hacia delante.Su pie resbaló con el charco. Lachimenea se encontraba a su lado. Ellale apartó de un empujón…

El grito del músico se oyó porencima de los truenos y de la tormenta.La Musa escapó de la habitación y de laposada sin detenerse ni mirar atrás. Lamejilla seguía sangrándole, pero no lonotaba. Robó un caballo que aguardababajo la lluvia cerca de la cabaña y huyóde allí sin rumbo fijo. Lo único quequería era alejarse de Giacomo, de sucólera y de los humanos. Nunca volvería

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a confiar en uno. Había creado a unosmonstruos. Sus hermanas se lo habíanadvertido, pero no había queridoescucharlas. Ahora estaba pagando lasconsecuencias.

Cabalgó durante semanas de regresoal sur, el único lugar del Continente quealguna vez había considerado su hogar.Nadie la detuvo ni tampoco repararon enella. Cuando llegó a la antigua casa delmúsico descubrió que los bárbaros lahabían destrozado. Paseó por lashabitaciones obligándose a no llorar,obligándose a olvidar todos loshermosos recuerdos que guardaba deaquel lugar.

No, no había sido culpa de sus

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hermanas, se dijo. Giacomo tendría quehaber estado junto a ella cuando tuvoque elegir. Debió creerla. Sin embargo,aquellas amenazas y aquellos ojosinyectados en sangre no podría borrarlosde su memoria mientras siguiese viva.

Mientras siguiese viva…

Giacomo se arrastró lejos de lachimenea gritando de dolor. El fuego lehabía devorado parte del rostro. Apenaslograba ver ni escuchar nada entre lahumareda que se había levantado y losalaridos de Ettore. Con su ayuda y la devarios hombres que subieron a ver quéocurría lograron apagar el fuego y

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retirar las ascuas que habían escapadodel hogar.

Sintió cómo le tumbaban en el sueloy le ponían telas húmedas sobre la cara.Escuchaba montones de voces hablandocerca de él, pero no conseguíaidentificar ninguna. ¿Dónde estaba suMusa? ¿Qué había sucedido? ¿Qué habíaintentado hacerle? Intentó hablar, intentógritar y apartar a la gente. Tenía quelevantarse y buscarla. Tenía que pedirleperdón.

Pero ni sus fuerzas le dejaron, niquienes le rodeaban se lo permitieron.Estaba demasiado débil para intentarlopor segunda vez. Lentamente, el mundofue desvaneciéndose a su alrededor.

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Como si los últimos minutos no hubieranexistido, como si la adrenalinaacumulada estuviera devorando susganas de seguir vivo. O como si todo sucuerpo estuviera concentrado en curarlelas quemaduras en lugar de permitirleseguir consciente.

Sabía que estaba soñando inclusoantes de abrir los ojos. Pero, aun así, lohizo. Frente a él, dos mujeres leaguardaban impertérritas. Sabía queeran mujeres sin tener más pruebas paracorroborarlo que aquellos ojos que leatravesaban hasta el alma. No veía suscuerpos ni oía sus respiraciones, aunquetodo estuviera en el silencio másabsoluto que hubiera experimentado

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jamás. Eran las Musas de las que lehabían hablado. Nadie tuvo queconfirmárselo para saber que estaba enlo cierto.

—Hola, Giacomo —dijo una deellas sin labios ni voz—. Imagino que noesperabas vernos tan pronto.

—Lo que has hecho hoy ha estadomuy mal —le reprochó la otra. Elhombre se sonrojó débilmente—. Ymereces un castigo.

—Nos retaste y nos humillaste contus palabras. Por un momento creíste quelos humanos estabais por encima denosotras.

—Y estás tan equivocado… —añadió la otra, con voz lastimera.

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Giacomo tragó saliva.—¿Q… qué queréis de mí?—Intentaste apuñalar a nuestra

hermana. ¡Ella que lo dio todo por estara tu lado! La traicionaste, como habéishecho desde el principio de los tiempostodos los de tu raza.

—Sois una plaga que acaba con todolo que toca. Y no podemos permitirlo.

—Tu hermano intentó avisarte, peroen lugar de escucharle te volviste contrala única persona que te amaba deverdad. ¿Fue por amor hacia tuhermano? ¿O por la codicia de noposeer ya la tierra que una vez fue tuya?Ya no importa. No superaste la prueba yel castigo será tan terrible como el de tu

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hermano, sino peor.—Así, cuando despiertes te habrás

convertido en el monstruo que siemprehas sido por dentro. El fuego habrádevorado tu belleza y tu atractivo, perono tu destreza para tocar la música queembaucó a nuestra hermana. Con ellaservirás a nuestros propósitos.

—Desde ahora te maldecimos paraque, bajo nuestras órdenes, encantes atodos los niños y jóvenes de los reinoscuyos gobernantes teman enfrentarse asus Poesías para que te los lleves y loscuides como los hijos que nunca quisistetener. Jamás volverás a ver a Ettore, aligual que jamás volverás a ver a nuestrahermana. Vivirás para siempre a nuestro

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servicio y la música que hasta ahorahizo soñar a los humanos, será elpreludio de sus pesadillas.

—Despierta ahora, Giacomo.Despierta y sé el monstruo y el Flautistaque necesitamos. Sé nuestra marioneta.

—Un momento, un momento —dijoSírgeric—. ¿Has dicho… Flautista?

Corpuskai asintió.—Así es como lo llamaba mi padre,

y el padre de mi padre. Aquel quetocaba para las Musas. Pero supongoque…

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—Toca —le interrumpió de nuevo elsentomentalista.

—¿Cómo dices?—Digo que toca, no tocaba. Lo… lo

has dicho en pasado. Y debería estar enpresente. El Flautista existe. Igual queKastar.

Duna levantó los ojos cuando suamigo pronunció el nombre delsentomentalista. Aldernath Kastar. Eseera su nombre completo. Desde que lohabía oído no había podido volver aretomar la historia. Ettore era elsentomentalista que estaban buscando, elmensajero de las Musas.

Entonces, ¿todo aquello era verdad?¿No era una leyenda inventada por los

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némades? ¿Y cómo podían recordarlo?Más aún, ¿cómo podía ser cierto?Aquella historia debía de tener cientosde años de antigüedad, como los reinoso las Poesías… Sintió un nudo en lagarganta y comenzó a llorar. Adháreltenía razón, no habría forma de lucharcontra algo así. Estaba todo perdido…como Cinthia. Duna escuchó lo queCorpuskai le estaba comentando al restodel grupo.

—Lo siento, pero lo que intentáises… es algo imposible. Una temeridad.En caso de que el Flautista se la hayallevado, no tenéis nada que hacer.

—¡No es ninguna temeridad! Nopienso volver a casa sin rescatarla.

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Duna negó para sí, incapaz deasimilar todo aquello.

—Nadie puede robarle al Flautista—replicó el Chamán con severidad.

—Ya lo veremos… —le retó elmuchacho.

—¡Pero todavía no entiendo quétiene que ver todo esto con Hamel y suprohibición de la música! —exclamóLeda, sobresaltándoles.

Corpuskai se giró hacia él.—Es que no me habéis dejado

terminar —dijo—. La historia continúaun poco más: después de que le echaranla maldición, se dice que Giacomoescapó durante la noche con el puñalcon el que su hermano había demostrado

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ser inmortal y su flauta, que de prontoestaba arreglada. También se dice quelas Musas le dejaron junto a la cama unamáscara de arlequín que tendría quellevar de ahí en adelante para ocultar sudeformidad.

»Como ya os he dicho y vosotroshabéis confirmado, el Flautista tiene elpoder de encantar a sus víctimas con sumúsica, como si fuera una serpiente quehipnotiza a sus presas.

Sírgeric dio un respingo.—¿Y qué hace con ellas después?Duna dio otro respingo. No estaba

segura de querer conocer la respuesta.—Las oculta en algún lugar cerca de

Hamel.

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—¿Cómo lo sabes? —preguntóLeda.

—Porque muchas noches se oye elsonido de una flauta cruzando el reino.Quienes se han asomado alguna vez hanpodido vislumbrar a un hombredanzando al son de la música seguidopor niños.

—Pero ¿dónde los esconde?—No lo sé. Nadie lo sabe. De

repente desaparecen. Quienes le hanseguido alguna vez, no han vuelto paracontarlo.

—Estupendo… —masculló Sírgeric,cruzándose de brazos.

—Por eso en el reino han prohibidotodo tipo de música. Suficiente miedo

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tienen ya con la que el Flautista lesdedica.

—¡Pues menuda paparruchada! —dijo de pronto Divishleyt, poniéndose enpie—. O sea, ¿que a mi hijo casi leencierran por un crimen tan absurdocomo recordar a esos ignorantes que elFlautista tiene a los niños ocultos cercade allí? Desde luego no seré yo quien seacerque a Hamel en lo que me queda devida.

—Nunca digas nunca —comentó elChamán, despidiéndola con la mano.

El resto quedaron en silencio hastaque Wilhelm preguntó:

—¿Y qué pasó con la Musa que sehizo humana?

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Corpuskai se encogió de hombros.—No lo sé. Desconozco esa parte de

la historia…Sírgeric también se puso de pie.—La Musa me da lo mismo. Es al

Flautista a quien busco. Y esperaré tantotiempo como sea necesario para dar conél. Después le obligaré a que me llevehasta Cinthia y el resto de susprisioneros.

—¿Y si no quiere hacerlo, quéharás? —le preguntó el Chamán, sinlevantar siquiera la mirada.

—Le obligaré a que quiera.Duna se giró para ver cómo se

marchaba y después también ella sedespidió. Leda le indicó dónde podía

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pasar la noche y se fue a dormir. Todosnecesitaban tiempo para asimilar lo queacababan de descubrir.

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12Fantasmas del pasado

Drólserof abandonó angustiado susdestartalados aposentos. El palacio enruinas permanecía tan silencioso comouna cripta. Las goteras del techo dejabanresbalar la lluvia por las paredes comoserpientes tediosas. El caballero seacarició las manos con insistencia en ungesto de nerviosismo.

Llegó al final del pasillo y comenzóa subir por las escaleras. En las

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profundidades, más allá del primer piso,en los sótanos del castillo, un continuoclanck, clonk, clank llegabaamortiguado hasta sus oídos, marcandosin saberlo el ritmo de sus pasos.

En el descansillo se detuvo a tomaraire y a repeinarse el grasiento cabello.No debía aparentar fragilidad; nodelante de él. Le expondría la situación,le explicaría los cambios de última horay después aguantaría con estoicidad loque llegase.

Se alisó el chaleco desvaído yvolvió a ponerse en marcha sindetenerse hasta llegar a la torre este,donde le esperaba.

Llamó a la puerta con los nudillos,

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temiendo el momento en el que tuvieraque entrar.

—Adelante —le dijo la voz desdedentro.

Drólserof suspiró una vez más y giróel picaporte.

—Buenas noches, señor. —Conrapidez, hizo una breve reverencia anteel joven que aguardaba tras un enorme ycorroído escritorio de madera.

—¿Has hablado ya con ellas? —preguntó él, sin dirigirle una mirada,directo al grano—. ¿Cuándo habéisacordado la cita?

—Pues veréis… —Se balanceónervioso—. Ha habido ciertosproblemas y…

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—¿Problemas? —El hombre levantóla mirada.

Drólserof se apresuró a negar conlas manos, ansioso.

—Nada preocupante. Simplementese han retrasado. Han encontrado…ciertas complicaciones con las que nocontaban.

—Explícate —le ordenó el otro,inclinándose sobre la mesa.

—Pues… bueno… —Las palabrasse le atragantaron en la garganta—. Seles han… escapado.

—¡¿Cómo que se les han escapado?!—exclamó— ¿Quiénes?

El hombre cayó en la cuenta de queno le había informado sobre el nuevo

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estado del príncipe Adhárel.—El príncipe sigue vivo, señor. Y

Duna ha escapado.—¿Qué? ¡¿Y te atreves a decir que

no es nada preocupante?!—Lo resolverán enseguida…—¡No me vengas con tonterías! —y

golpeó la mesa con los puños— Ella meda lo mismo. Viva o muerta, la quierofuera de juego. Pero él…

—Lo sé, señor. Yo les he dicho…—No me interrumpas —le espetó

con desprecio—. Te pedí que teencargaras de ello y ni siquiera has sidocapaz de escoger a las personas másadecuadas para el trabajo.

—¡Son las mejores asesinas del

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reino! —se defendió Drólserof, dandoun paso hacia la mesa.

—¿No te parecen un tantocontradictorias tus palabras?

El hombre se sonrojó, esta vezenfurecido por la prepotencia de aquelcrío.

—¿Y qué es eso de que el príncipeno está muerto? Juraría que hace unosdías me dijiste lo contrario.

—Y lo hice, señor —consiguiódecir, tragándose el resto de la frase.

—¿Entonces cómo es que haresucitado? —Su sonrisa se ensanchó altiempo que sus ojos se afilaban comocolmillos.

Drólserof colocó las manos tras la

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espalda para que no viese que letemblaban.

—No me lo han podido explicar.Ellas juran que le mataron, pero que…

—El dragón… —masculló el joven,desviando la mirada. Después volvió aposarla en Drólserof—. ¿No te dije queles advirtieses que no atacasen durantela noche ni al atardecer?

Él asintió. El calor comenzó aascender por su cuello hasta lasmejillas, la boca se le secó de golpe. Selo advirtió, pero él no se lo mencionó aFirela y Kalendra.

En realidad pensaba hacerlo, ¡jamáshabía desobedecido una orden de suseñor! Pero cuando se encontró frente a

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ellas, le parecieron tan seguras de símismas, tan preparadas para el trabajoque no creyó necesario darles aquellaindicación tan estúpida. ¿Por qué noiban a atacarles durante la noche siencontraban una oportunidad?

—¿Y bien…? —preguntó el otro,percibiendo cierta preocupación en elrostro de Drólserof.

—Veréis, señor. Yo… yo no… Ellasno sabían que debían atacar durante lamañana —soltó de carrerilla.

—¿Qué quieres decir con eso de queno lo sabían?

—Que no se lo dije —masculló,sintiéndose de pronto como un niñocazado en plena travesura.

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El muchacho cerró los ojos y serecostó en la silla. Pasados unossegundos, Drólserof se atrevió a mirarledirectamente.

—Lo siento, mi señor —dijo.—No —replicó el otro—. No lo

sientes en absoluto. En el fondo te da lomismo, ¿me equivoco? Mientras lafulana reciba su merecido, el principitote trae sin cuidado.

—No es cierto, yo…La carcajada desganada del otro

interrumpió su defensa.—Henry, Henry, Henry…—Me llamo Drólserof —se atrevió

a replicar.—Me da lo mismo cómo quieras

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llamarte. Hasta tal punto llega tucobardía.

Esta vez no se puso rojo de lavergüenza, sino de rabia. ¿Cómo seatrevía a tratarle así? ¿Quién creía queera?

—Sabes cuánto me debes, ¿verdad?—preguntó el muchacho, como si lehubiera leído el pensamiento— ¿Eresconsciente de todo lo que estoy haciendopor ti?

Drólserof no se movió ni asintió. Eljoven alzó una ceja y chasqueó lalengua.

—Tendrás las tierras en cuantohayas terminado con mi encargo, igualque el título y los súbditos. Pero poco

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podré hacer por ti si no dejas decometer errores.

—No volverá a repetirse —logródecir entre dientes.

—Quiero que esta vez vayas tú enpersona a arreglarlo.

—Pero…—No he terminado —le interrumpió

—. Ponte en contacto con tus dosasesinas y queda con ellas. Recluta aunos cuantos hombres en el pueblo yvuelve para que te dé nuevasinstrucciones.

—¿Ahora? —preguntó el hombre,percibiendo la tormenta de fondo.

—No hay como una tormenta paraencontrar hombres en la taberna. —

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Drólserof fue a responder, pero no se lopermitió—. No pierdas más tiempo ymárchate.

El hombre hizo una breve reverenciay dio media vuelta.

¿Dónde había quedado el miedo queimponía cuando se dirigía a otros?, sepreguntaba mientras abría la puerta.¿Cómo podía un simple crío ponerle tannervioso? ¿Cómo había llegado aaquella situación? ¿Cuándo había dejadode dar órdenes para pasar a acatarlas?

El aire le abandonó los pulmones derepente y tuvo que concentrarse paravolver a respirar. ¿Por qué era incapazde recordar la última vez que se habíahecho estas preguntas? ¿Por qué parecía

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que una bruma tan oscura como lasnubes del exterior le había mantenidosedado hasta entonces?

¿Qué le había hecho? Le habíaencantado, le había…

Se giró hacia el muchacho con laintención de decirle algunas cosas, peroeste fue mucho más rápido que él. Antesde que pudiera darse cuenta le estabaagarrando los brazos con las dos manos.

—Ni se te ocurra pensarlo, Henry —le dijo en un siseo, sus labios ladeadosen una sonrisa mezclada con desprecio ysuperioridad—. Ni se te ocurra.

Y para cuando Drólserof quisopreguntarle a qué se refería, habíaolvidado todo y solo un pensamiento le

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rondaba la cabeza: bajar hasta la tabernamás cercana y reclutar a tantos hombrescomo fuera capaz, regresar de nuevo alpalacio para recibir órdenes de su amo yponerse en contacto con las asesinas.

Dimitri se dejó caer en el incómodosillón de piel que había tras la mesa ycerró los ojos. Se masajeó las sienesmientras negaba, inmerso en suspensamientos.

Había estado cerca, pensó. Sihubiera esperado unos segundos más,Henry habría terminado escapándose de

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su control. Uno segundos más y tendríaque haber comenzado de cero.

Bufó hastiado cuando oyó cerrarseel portón del castillo varios pisos pordebajo.

Con todo, la situación estaba igualde complicada con o sin Drólserofhipnotizado. Adhárel seguía vivo y lamuchacha también. ¿De qué habíanservido los últimos meses? ¿Qué habíalogrado? Nada, absolutamente nada.

Tras huir del bosque de Bereth aquelamanecer que parecía tan lejano, eljoven príncipe se había ocultado en unade las destartaladas casas de Belmontdurante varios días, alimentándose de lopoco que pudo encontrar. Las heridas se

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le infectaron, el hambre terminóhaciéndole perder la razón y la sed apunto estuvo de matarle. Pero cuandocreía que ya nada podría salvarle, unhombre apareció en mitad de la tormentay se lo llevó de allí.

No le reconoció hasta varios díasdespués, cuando la fiebre y lostemblores fueron remitiendo. Quien lehabía salvado la vida no era un humanocorriente, sino un sentomentalista. Elmismo que en su primera visita al reyTeodragos en Belmont le había llevadode vuelta a Bereth saltando de gota engota a través de la tormenta. Se hacíallamar Cuervo y había decidido que trasla muerte de su anterior protector,

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Teodragos, Dimitri le sustituiría.En un principio estuvo tentado de

obligarle a dejarle solo. Temía quellegara a traicionarle como ya hiciera ensu momento el antiguo rey de Belmont,sin embargo, ante la evidentedisposición del sentomentalista, terminóaceptándole como su mensajero. Elnombre, desde luego, le venía que nipintado.

Pasada la primera semana, Dimitrise encontró con la fuerza suficiente parasalir de la cama y averiguar adónde lehabía llevado. Fue entonces cuandodescubrió que estaban en el viejopalacio de Térmidi.

Su primer pensamiento fue que se

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encontraba demasiado cerca de Bereth,pero tras hablarlo con Cuervo, este leaseguró que nadie le encontraría allí. Nisiquiera los pocos lugareños querondaban por las inmediaciones seatrevían a acercarse.

Dimitri estudió a conciencia el lugar,planteándose la posibilidad de comenzara preparar su venganza en aquel mismolugar. Pero de nuevo el otrosentomentalista fue quien le disuadió:aquella tierra era peligrosa. No por elrey anterior, que había destruido suPoesía, el muy cobarde, sino por lacercanía al bosque de Célinor. Laforesta que lo rodeaba por el oeste y elmar que lo hacía por el este lo

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convertían en un pésimo lugarestratégico donde sería muy fácilterminar conquistado, como la historiahabía demostrado.

En ese caso, se dijo el príncipe,aguardarían allí, alejados de todo y detodos, tramando el plan perfecto.

Cuervo le reveló entonces que él nohabía sido el único sentomentalistabelmontino que había logrado escaparde la caza de brujas encabezada por suhermano Adhárel. Dos de ellos seencontraban en aquellos momentos en laPosada del Sauce, en el interior delbosque de Célinor; y un terceroaguardaba en el recibidor del palacio.

Dimitri se vistió con celeridad y se

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presentó ante el sentomentalista. Este,cuando le vio descender por ladeteriorada escalera, hizo unareverencia y aguardó encogido hasta quele dieron permiso para levantarse.

Cuando sus ojos se encontraron,pensó que el rubor que se habíaextendido por las huesudas mejillas delsentomentalista había sido producto desu imaginación. Pero cuando el príncipese fijó en aquellas facciones afiladas,supo el motivo de su repentinaincomodidad.

Sísite. Se llamaba Sísite. El nombrese había quedado grabado en su mente afuego. Le conoció el mismo día que aCuervo, pero en circunstancias muy

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diferentes. Aquel hombre había sido elencargado de procurarle el misteriosodon que ahora corría por sus venascomo un veneno que nacía de su brazo.Él le había otorgado lasentomentalomancia.

—Bienvenido a mi palacio —ledijo, consciente de que estaba tan mudocomo el moho que revestía las paredesdel palacio.

El sentomentalista repitió lareverencia y se quedó con los ojosclavados en el suelo.

Dimitri se preguntó qué le habíahecho presentarse ante él. ¿Acasopromesas de grandeza por parte deCuervo? ¿Quizás un amo que le diese de

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comer y de beber? Lo veía difícil, perono imposible. Con su extraño don y sinla capacidad de hablar, Sísite era carnede cañón para cualquier reino quedecidiese reclutarle en sus filas. Era unode aquellos sentomentalistas quelograría sobrevivir en el Continentedurante más tiempo si colaboraba conotros que si iba por su cuenta.

Lo mismo daba; el príncipe le teníapreparado un destino muy diferente alque él imaginaba.

Subieron a la torre oeste sindirigirse la palabra, el uno porque nopodía, el otro porque se preguntabacómo llevar a cabo el plan que teníahabía orquestado a toda prisa. Lo que

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menos le interesaba era que Sísitepudiera otorgar la sentomentalomancia aotros de la misma forma en la que se lahabía entregado a él.

Le guió hasta una habitación delcuarto piso que debía haber hecho lasveces de despacho tiempo atrás.Mientras él se sentaba en unadescorchada silla y tomaba nota mentalde cambiarla cuanto antes por una enmejor estado, Sísite aguardó de pie, conla cabeza ladeada hacia el suelo.

—Sabes lo que soy, ¿no es cierto?—le preguntó el príncipe sin ningúnreparo.

El sentomentalista asintió.—¿Y por qué has vuelto?

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Sísite se encogió de hombros y sellevó el puño al pecho.

—Soy rematadamente malo para losjuegos de mímica —comentó Dimitri—,pero déjame que lo intente: ¿crees queestarás mejor aquí conmigo y conCuervo que solo en el Continente?

El otro asintió. Dimitri le miró ysonrió con sinceridad. Sísite se relajó.

—En ese caso, sé bienvenido a tunuevo hogar. —Se levantó de la silla yle tendió la mano, que el sentomentalistaestrechó con energía. Craso error, pensóDimitri para sí.

En realidad no sabía si su extrañodon seguía funcionando tan bien comoantes. Con Cuervo no había sido

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necesario utilizarlo y desde quehipnotizó a Duna para que se marcharaen busca de Adhárel tiempo atrás, nohabía vuelto a practicar. Pero funcionó.

Al principio encontró ciertaresistencia, algo que no le habíasucedido con ninguna otra persona. Perotras varios minutos de insistencia, el donfue despertando en su interior.

Con un nuevo impulso desplegó lared de sombras invisibles hasta susdedos. La oscuridad se extendió por elcorazón de Sísite hasta alcanzar sumente. Los pensamientos delsentomentalista estallaron en la cabezade Dimitri… el miedo, la vergüenza, laira y la perplejidad se agolpaban

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produciendo un mareante zumbido. Peroel príncipe aguantó la embestida con losdientes apretados. El sudor comenzaba acorrer por su frente cuando las fuerzasde Sísite cedieron.

Un velo apenas perceptible cayó trasla mirada del sentomentalista,nublándosela, y el labio inferior se ledescolgó levemente. Por fin estaba bajosu poder.

Dimitri se secó la frente con lamanga y después volvió a agarrar confuerza el antebrazo de Sísite.

—Cuando te marches comenzarás asentir calor. Mucho calor. Te preguntaráscómo no te has dado cuenta antes de queestabas sudando de ese modo. —Fue

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vocalizando con cuidado y saboreandocada palabra antes de escupirla. Alterminar de pronunciarlas, gruesosgoterones surgieron del cuero cabelludodel sentomentalista y se deslizaron porsu frente—. Todavía no, todavía no…En esta habitación el calor no es tansofocante. Pero cuando abandones misaposentos tendrás una urgenciaincontrolable de abrir una ventana. ¡Peroincluso entonces será insuficiente! Laúnica posibilidad que te quedará será,bueno, lanzarte al vacío.

El muchacho sostuvo la mirada delsentomentalista unos segundos más ydespués dijo:

—Puedes marcharte. Ha sido un

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placer hablar contigo.Sísite hizo una breve reverencia y

salió por la puerta. Dimitri solo tuvoque esperar unos segundos antes de oírla atropellada carrera del hombre por elpasillo del castillo, el ruido de unapuerta abriéndose, el chirriar de unaventana cercana… y el grito ahogado dequien se lanza al vacío sin ningunasujeción.

Dimitri respiró tranquilo y orgullosoy después regresó a la silla.

Observó su mano derecha condetenimiento, descubriendo diminutasvenas negras que parecían palpitar alritmo de su corazón. Más que miedo,sintió seguridad y poder.

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El príncipe anduvo por la habitacióna paso lento, rememorando con dulzuraese día como si hubiera sido ayer.Gracias a Sísite, había comprobado queno había perdido ni un ápice de su don.Y ahora, el único que podría habérselodado a otros estaba muerto.

Se acarició el guante de cuero bajoel que escondía su poder, corrió lascortinas y giró el picaporte para abrirlas ventanas. La lluvia penetró en lahabitación mientras los truenos y losrelámpagos destellaban en el cielo.

No habían entrado más de cuatrogotas en la estancia cuando Cuervoapareció junto a la ventana. Puntualcomo un reloj, pensó el príncipe para sí.

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Como siempre. Junto a las gotas quehabían humedecido el suelo, elsentomentalista se había materializadoenvuelto en una capa negra.

—Buenas noches —saludó Dimitri,cerrando de nuevo las ventanas.

—Buenas noches, mi señor —respondió el oscuro hombre, haciendouna breve reverencia. Lo que más lesorprendía al príncipe era el hecho deque nunca le viera calado. A pesar deviajar con la lluvia, parecíaimpermeable a ella.

—¿Traes algo para mí? —lepreguntó.

—Sí, mi señor. Una nueva carta.Dimitri sonrió y suspiró agradecido.

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Al menos aquella parte del plan estabayendo tal y como había esperado.

—¿Cómo se encuentra?—Cada vez más feliz, mi señor.

Parece que vuestras palabras le estándevolviendo la ilusión por la vida.

Dimitri se rió como un niño.—Magnífico. Cuánto me alegro de

estar ayudando a esa pobre desdichada.—Ser tan joven y ver cómo mueren

todos a los que ama debe ser algoterrible —comentó Cuervo para sí.Dimitri no supo si lo decía en serio ono, pero su carcajada resonó con tantoímpetu como los truenos de la tormenta.A continuación, cogió la carta y la leyópor encima, sin reparar demasiado en lo

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que había escrito.Llevaba meses a la espera de que se

produjese aquella situación. Su plan ibamucho más allá de destronar a suestúpido hermano, por supuesto. Y paraello no podía presentarse en Bereth conun simple ejército que le respaldase. Loque buscaba era un reino entero sobre elque gobernar. Y por fin habíanencontrado el adecuado.

—Partiremos cuanto antes —le dijo,frotándose las manos con codicia. Elresto del plan dependeríaexclusivamente de él, y aunque sabíaque no lo tendría fácil, la suerte parecíaestar de su parte… al igual que su don.

—¿Puedo retirarme, mi señor? El

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viaje me ha dejado agotado —se quejóel sentomentalista.

—Eh… claro, claro. Desde luego —respondió Dimitri. Desde que habíacomenzado a tramar su plan, Cuervohabía sido sus ojos y sus oídos en elContinente entero. Cruzándolo de norte asur y de este a oeste para mantenerleinformado de cuanto sucedía.

—Gracias. Buenas noches, mi señor.El príncipe volvió a quedarse solo.

Se acercó a la ventana con paso lento yse quedó observando su reflejo en elcristal. Sus facciones aniñadas se habíanendurecido en los últimos meses. Susojos ya no reflejaban la mirada de unchiquillo. Hacía mucho que no se veía

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reflejado en los ojos de una mujer, peroestaba seguro que su atractivo no habíadisminuido. Por otro lado, el odio quedestilaban sus pupilas y la perennemedia sonrisa que dibujaban sus labios,dejaban entrever lo que muchos yahabían descubierto: que como hombreera más peligroso y sanguinario de loque había sido hasta entonces.

Un relámpago iluminó el cielooscuro, llevándose consigo el reflejo delpríncipe en el cristal.

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13El reino sin música

Cuando Adhárel despertó en mitad delbosque, percibió que algo no iba bien.Era incapaz de identificar qué, perotenía la corazonada de que el dragóntambién había pasado mala nocheintentando averiguar lo que sucedíaentre las sombras de los árboles. Selevantó con un persistente dolor decabeza y se cubrió el pecho con losbrazos desnudos para intentar controlar

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los temblores producidos por el frío.Las ramas más altas de los árboles seagitaban lentamente al compás delviento. Las nubes grises, a lo lejos,cubrían el sol por completo.

El príncipe avanzó a paso lento porel bosque, no demasiado convencido deestar siguiendo el rumbo correcto. Fueentonces cuando oyó el grito. Lo habíaproferido una niña o un niño. Sinpensárselo dos veces, echó a correrhacia la derecha. Lo oyó de nuevo. Estavez más agudo, más cercano.

Apartó el follaje y las primerasgotas de la tormenta empezaron asuperar la bóveda de ramas. Adhárelsintió un escalofrío al oír el tercer grito.

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Con una última carrera, se plantó en lalinde fronteriza con el campamentonémade. Los chillidos surgían de allí,pero la escena que contemplaron susojos no tenía nada que ver con lo quehabía imaginado.

Duna se encontraba rodeada por unachiquillería que jugaba a su alrededor.Llevaba un vestido oscuro y una caparoja con capucha sobre los hombros. Elpríncipe se quedó descolocado yaturdido. Observó el rostro sonriente dela muchacha y sus hombros se relajaron.

Aunque intentaba apartarse de elloscon delicadeza, los niños no parecíandejarla marchar. El príncipe sonrió y seapoyó en el tronco de un árbol,

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consciente de que si se asomaba un pocomás, todo el mundo le vería desnudo.

Duna insistió un par de veces másantes de alzar la mirada y descubrir,entre los troncos, a su príncipeencantado que la miraba condivertimento y con el pelo doradooscuro empapado sobre la frente y loshombros. Le sonrió y puso los ojos enblanco, después se agachó y les dijoalgo a los muchachos, los cualessalieron corriendo de allí en estampida.En cuanto se vio libre de ellos, seacercó al bosque.

—Vas a resfriarte —le dijo porsaludo.

—Soy un dragón. Un par de gotas no

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van a conseguir que… ¡Achís!—¿Decías algo, principito? —Le

dio un beso en los labios y le tendió laropa— Póntela antes de que descarguela tormenta de verdad.

Mientras Adhárel se vestía,preguntó:

—¿Qué les has dicho para que tedejasen libre?

Duna le miró contrariada, despuésentendió que se refería a los niños.

—Que quien fuera capaz de traermeel ramo de flores más grande seconvertiría en caballero o doncella delcampamento.

El príncipe soltó una carcajada y seacercó a ella. Se había puesto unos

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pantalones negros con las botasmarrones, y una camisa también negra demanga larga.

—Pareces un bandido más quealguien de la realeza —comentó Duna altiempo que se veía rodeada por susbrazos.

Él sonrió y volvió a besarla.Estuvieron juntos hasta que sintieron quela lluvia comenzaba a ser bastantepersistente.

—Volvamos al campamento —sugirió él, dándole la mano.

Cuando regresaron, los hombresestaban recogiendo las pertenencias quepermanecían a la intemperie paraprotegerlas. Las mujeres y los niños

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aguardaban en las cuevas naturalesalrededor de una pequeña hoguera que,más que calor, desprendía mucho humo.

Sírgeric y Wilhelm se encontraban ala entrada, con los fardos a la espalda ysin apartar la mirada del cieloencapotado.

—Lo nuestro es mala suerte… —masculló al verles llegar corriendo.

—No seas tan negativo —lereprochó Adhárel, palmeando suespalda.

—Y tú no seas tan ingenuo.—Verás como deja de llover en

cuanto apartes la vista.Sírgeric masculló algo y agarró de

nuevo el colgante que pendía de su

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cuello. Wilhelm se encontraba un pocomás al fondo, sentado en el suelo, con laespalda apoyada en la roca y una rodillaalzada.

—Buenos días, Wilhelm —saludóDuna.

Este respondió con un gruñidoincongruente.

—¿Sucede algo? —le preguntó elpríncipe, extrañado.

El hombre cuervo se encogió dehombros y comentó:

—No lo sé… Supongo que no…Pero siento algo extraño en el ambiente.

—Seguro que solo es el cambio detiempo —sugirió Duna, restándoleimportante al asunto. Pero Adhárel la

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miró interrogante. También el dragóndebía de haberlo percibido.

—Sí, seguro…—¡Já! —exclamó en ese momento

Sírgeric, dando una palmada yalarmando a todos los que tenía cerca—Ha dejado de llover, ¡por fin!

Wilhelm se puso en pie y se acercóal sentomentalista.

—Deberíamos aprovechar paramarcharnos ahora que ha despejado.

—¿Y los caballos? —preguntóDuna.

Sírgeric se llevó el fardo a laespalda y salió de la cueva. Con unamano se fue apoyando en la paredrocosa para no escurrirse con el barro.

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—Están ensillados allí abajo.Los otros tres se dispusieron a

seguirle cuando apareció el tropel deniños de nuevo, cada uno con un ramode flores en las manos. Entre gritos ysaltos, rodearon a Duna.

—¡El mío tiene más flores!—¡No! ¡El mío le gana!—¡Mentira!Los gritos de los muchachos se

sucedían sin ningún tipo de orden. Dunase llevó los dedos a la boca y silbó confuerza para que la atendiesen.

—De uno en uno, por favor…La chiquillería se puso en fila

cortándole el paso hacia el exterior.Adhárel se acercó por detrás y le dijo en

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voz baja:—Vamos bajando. Buena suerte —y

con un beso en la mejilla, siguió aWilhelm y a Sírgeric.

Duna suspiró y le dijo al primeroque se acercase. ¿Por qué se metía enproblemas tan tontos cuando tendría queestar ayudando a sus amigos a salir deallí? Hizo de tripas corazón e intentóque la elección durase lo menos posible.

De uno en uno los niños fueronenseñándole sus ramos de flores. Cadacual más impresionante que el anterior.El pelo de muchos de ellos chorreaba acausa de la lluvia, pero sus sonrisasindicaban lo poco que les importaba.Entonces llegó una chiquilla que alzaba

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el suyo tan ansiosa como entusiasmada.—¿Y este? —preguntó Duna— No

reconozco las flores, ¿dónde las hasencontrado?

—¡Ha hecho trampa! —gritó uno delos niños.

—Sí, hizo trampa, hizo trampa —corearon el resto.

—¿Por qué dicen eso? —quisosaber la muchacha, mirandodirectamente a la acusada.

—Porque… salí del campamento…—¡Y encima esas flores no son de

aquí!—¡Es verdad! ¡Es verdad!—Sí que son de aquí —se defendió

la niña. Las primeras lágrimas asomaron

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a sus ojos—. Están alrededor delcampamento, no me he metido en elbosque…

—Bueno, bueno, yo te creo… —ledijo Duna, tomando el ramo entre susmanos y oliendo las misteriosas flores.Se sorprendió al descubrir que no teníanaroma—. Son preciosas, pero lasnormas son las normas…

Le devolvió el ramo y la niña asintiópesarosa, sin apartar la mirada delsuelo.

—Me quedo entonces con este. —Eligió el de un muchacho desdentado alque le revolvió el pelo—. Te nombrocaballero del campamento —añadió,divertida. Después se giró hacia la niña

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triste y le susurró—: Pero que sepas quelas flores amarillas son mis favoritas.

Sus ojos se iluminaron al escucharaquello y después tiró el ramo antes deseguir a sus compañeros de juego, queya se perdían montaña abajo. Duna fuetras ellos en pos de Adhárel. Lo quenadie advirtió fue que en el momento enque las flores tocaron el suelo, sedisolvieron en un humo oscuro como sinunca hubieran existido.

Se pusieron en marcha minutosdespués. Corpuskai iba en cabeza,dirigiéndoles a través del bosque deCélinor. Duna miraba distraída de vezen cuando hacia el cielo, rezando porqueno se pusiera a llover de nuevo.

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—No tiene pérdida —les aseguró elChamán—. Solo tenéis que seguir estesendero. Al final del mismo osencontraréis con una pradera; cruzadla yavanzad hacia el noroeste. Hamelaparecerá ante vuestros ojos antes deque anochezca.

—Te lo agradecemos —dijoAdhárel—. Esto y que nos hayasacogido en tu campamento.

—No me deis las gracias. Ahoratambién es vuestro hogar. Si necesitáiscualquier cosa, no dudéis en regresar.

Se despidieron del némade ysiguieron cabalgando durante el restodel día. Para cuando se detuvieron aalmorzar, horas después, Duna sentía

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agujetas por todo el cuerpo. Al igual queel resto, deseaba poder dormir en Hamelen una cama en lugar de en mitad delbosque, pero del mismo modo sabía queel tiempo no se lo permitiría. Tendríaque pasar bastante antes de que pudieravolver a descansar como en el palaciode Bereth.

—¿Y qué haremos cuando loencontremos? —preguntó la muchachaantes de volver a ponerse en marcha.

—Obligarle a que nos devuelva aCinthia —respondió Sírgeric, con lamirada nublada por la rabia.

—Eso es fácil de decir, pero unhombre que lleva haciendo su trabajocientos de años no será tan fácil de

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convencer. ¿Cuántas personas le habránsuplicado clemencia para sus seresqueridos en todo ese tiempo?

—Nosotros no suplicaremosclemencia —espetó él—. Nos devolveráa Cinthia. Por las buenas o por lasmalas.

Wilhelm soltó un bufido.—Sírgeric, intenta calmarte y pensar

con la cabeza fría. Como bien diceDuna, no será fácil engañar a un hombretan anciano… e inmortal.

El silencio se apoderó del lugarcuando pronunció aquella palabra. ElFlautista era inmortal, al igual que suhermano Kastar, al menos si se ateníanal cuento de Corpuskai, y hasta el

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momento no habían tenido razón para nohacerlo. La decisión fueresquebrajándose como un castillo denaipes dentro de Duna.

—Inmortal o no —amenazó denuevo el sentomentalista—, le harépagar si no colabora. Hay muchas otrasformas de hacerle sufrir sin quitarle lavida.

La muchacha se mordió la lenguapara no espetarle que, si las había,estaba claro que él no las conocía.

Sírgeric había escapado de aquelcampo de tortura de Belmont pocotiempo antes de encontrarse con ellas yAya. Desde entonces había demostradoser mejor de lo que le gustaba aparentar

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y más bravucón de lo que debería, peroDuna también era consciente de que ladesaparición de Cinthia podía haberlearrebatado su carácter divertido parasiempre. No sería ella quien ledevolviera a la realidad en esemomento; soñar y desear era lo únicoque le quedaba.

—En ese caso, no le hagamosesperar —dijo Adhárel, poniéndose enpie.

Como Corpuskai les había dicho,llegaron a Hamel al ocaso. LasMontañas Silenciosas lo sumían en unatétrica oscuridad bajo su alargadasombra. El reino no resultabaparticularmente grande, quizás otrora lo

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hubiera sido dada la inmensa extensiónde campos sin cultivar que lo rodeaban,pero no entonces.

Las casas de Hamel se aglomerabanen un solo punto como si se protegieranlas unas a las otras, asustadas y encorrillo alrededor de un mediocrecastillo bastante pequeño.

Nadie protegía la muralla. No habíaguardias, ni soldados ni vigías quepudieran detener el paso a losintrusos… ¿pero quién querríapermanecer allí más de una noche?Incluso el bosque de Célinor resultabamás acogedor y seguro que aquellasestrechas callejuelas embarradas.

Los cascos de los caballos

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resonaban acompasados mientras losrecién llegados miraban a un lado y aotro, esperando que les atacasen encualquier momento. Sin embargo, lascalles estaban desiertas y no se oía ni unsolo ruido.

—¿Está… maldita? —se atrevió apreguntar Duna. El aspecto quepresentaba Hamel se parecía tanto alque ella recordaba de Belmont que nocabía otra explicación. Nadie respondió.Continuaron callejeando atentos acualquier ruido hasta alcanzar el centrode la ciudad y el pequeño castillo.

Lo primero que les llamó la atenciónfueron las banderas negras que sedescolgaban de los alféizares de todas

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las ventanas varios metros hacia elsuelo. Todas llevaban hilvanados unaflauta blanca que parecía deshacerse enhumo.

—¿Será posible…? —mascullóWilhelm.

—¿Qué significa? —preguntó Duna.—¿Una señal? —sugirió Adhárel—

¿Una especie de toque de queda, acaso?Un suave viento se levantó a su

alrededor, revolviendo el polvo y laarenilla en el suelo.

—Quizás no deberíamos estar aquí—balbució Duna, insegura.

De pronto oyeron chirriar unasbisagras. Los cuatro dieron media vueltaa sus monturas.

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—¿Quién anda ahí? —preguntóAdhárel, adelantándose— Salid y dad lacara.

Cloc, tap, cloc, tap…El silencio les rodeó, cada vez con

mayor intensidad.Cloc, tap… cloc, tap… cloc… tap…Una figura oscura se perfiló junto a

la pared de una de las calles quedesembocaban en el palacio.

Duna tragó saliva, pero se obligó aguardar la compostura e hizo avanzar asu caballo hasta el de Adhárel.

—Salid —le ordenó, más como unasúplica que como una orden.

Entonces la sombra se presentó anteellos.

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—Cielo santo, menudo susto nos hasdado… —comentó Sírgeric.

—Lo ciento —dijo el crío que lesobservaba con los ojos bien abiertos yapoyado sobre una muleta de madera.

—¿Dónde está todo el mundo,muchacho? —preguntó Adhárel—Queremos hablar con el rey.

El niño dio un respingo y negórepetidas veces. Miró hacia todos ladosy después les pidió que se acercasen conun gesto de la mano mientras regresabaal amparo de las sombras.

Los cuatro se miraron una vez antesde descabalgar y seguirle. Si pensabantenderles una trampa, estaríanpreparados para defenderse.

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—Tenéiz que idoz —les advirtió consu característico ceceo.

—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó Duna.

—¿El Flautista anda cerca? —intervino Sírgeric, sin dar más rodeos.

El muchacho se puso a temblar alescuchar la mención del músico.

—No tengas miedo, no va asucederte nada. Solo queremos…

De pronto, se encendieron unas lucesen el interior del castillo.

—Dápido, veniz. —El niño agarródel brazo a Duna y la arrastró por lacallejuela con su pata coja. El caballo yel resto de sus compañeros les siguieronen fila hasta un nuevo desvío por el que

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desaparecieron. El muchacho abrió unaportezuela de madera varios metros másallá y les permitió el paso a un pequeñopatio interior cubierto de hierbajos.

—Dejaz loz caballoz aquí.—Escucha, muchacho —le dijo

Sírgeric—. Tenemos prisa. Buscamos aalguien y no podemos perder mástiempo…

—Oz eztoy zalvando la vida —replicó él—. Zé a qué flautizta buzcáiz.Y también pod qué. No zoiz lozpdimedos que lo hacen.

—¿Timmy? —una ventana de lacasita se iluminó con una vela. Setrataba de una mujer— ¿Timmy, eres tú?

El niño les miró con ojos suplicantes

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antes de responder.—Zí, mamá,… eh… me ha padecido

oid algo aquí fueda y… y eztabacompdobando que no ze hubiedaezcapado el gato…

—Es muy tarde, Timmy. Vuelve a lacama enseguida.

Sin esperar respuesta, la luz sedesvaneció tan rápido como habíaaparecido y el silencio volvió a reinaren el patio.

—¿Qué edad tienes, Timmy? —lepreguntó Duna en un susurro.

—Nueve y un poco, pedo ezo noimpodta. Buzcáis al Flautizta, ¿no?

Sírgeric asintió.—¿Sabes dónde podemos

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encontrarle? ¿Está aquí?El muchacho negó con la cabeza

repetidas veces.—Eztá en laz montañaz.—¿En qué lugar? —preguntó

Adhárel— ¿En la cima o en la falda?—En el intediod —respondió,

alargando la última «o».—¿Dentro… de la montaña?Timmy asintió, bajando la mirada,

avergonzado.—Eso es imposible —masculló

Wilhelm, escéptico.—¡No! —se defendió él, molesto.

Después miró hacia la ventana,preocupado.

—¿Podrías llevarnos hasta él?

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El chico asintió una vez paradespués negar tres más con insistencia.

—No puedo… eztá pdohibido quezalga de caza dezpués de que ze haga denoche.

—¿Y qué hacías en la calle cuandohemos llegado? —quiso saber Wilhelm.

—Oz vi pod la ventana y zalí aadvedtidos.

Duna miró a Adhárel preocupada. Éllo captó al instante: la medianoche seacercaba inexorable.

—Tenemos que irnos —dijo elpríncipe.

—¿Qué? —exclamó el chiquillo—¿Pedo no me habéiz oído? ¡Ezpeligdozo! Cuando el Flautizta eztá

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cedca nadie zale. —En voz lúgubreañadió—: Podéiz ced zuz pdóximazvíctimaz.

—No me preocupa —repusoSírgeric, haciendo un ademán—.Gracias por tu ayuda, pero no podemosperder más tiempo.

Duna y Adhárel se despidieron delmuchacho y siguieron a su amigo,cabizbajos.

Antes de que hubieran girado laprimera esquina, Timmy salió corriendotras ellos.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Ezpedad!Se dieron la vuelta y aguardaron a

que les alcanzase.—Oz… oz ayudade —dijo,

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resollando. A continuación se giró haciala ventana y se mordió el labio inferior.

—Pedo zi mi madde pdegunta, mehabéiz obligado.

—Trato hecho —dijo elsentomentalista, tendiéndole la mano. Elniño le devolvió el apretón y despuésles indicó el camino de vuelta a la calleprincipal.

—Tenemos que separarnos —advirtió Sírgeric—. Yo iré con Timmy.

—Te acompaño —dijo Duna alinstante.

—Puede ser peligroso —replicó elpríncipe—. Deberías esperar…

—¿A que amanezca? —leinterrumpió Duna—. Adhárel, Cinthia es

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lo más parecido que tengo a unahermana y me niego a quedarme debrazos cruzados toda la noche. Ellaharía lo mismo por mí. Me voy conSírgeric.

El príncipe chasqueó la lengua yasintió. Sabía que no conseguiríahacerla cambiar de opinión.

—¿Y qué hacemos si damos con elFlautista? —preguntó Sírgeric.

—Obligadle a que os lleve hastavuestra amiga —intervino el hombrecuervo—. Aseguraos de que sigue viva.No serviría de nada estar perdiendo estevalioso tiempo para nada.

El sentomentalista le fulminó con lamirada, pero antes de que una sola

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palabra saliera de sus labios, Duna se leadelantó.

—En cuanto estemos con ella,Sírgeric nos sacará de allí. Wil, danosun mechón de pelo para que podamosencontraros en caso de que sea denoche…

El hombre cuervo sonrió y sin másexplicación se apartó la capa oscura yse arrancó una pluma negra del brazo.

—Será más fácil de distinguir queotro tirabuzón de cabello.

El niño asistió a la escena conabsoluta incredulidad. Con ojosdesorbitados, miraba el lugar dondeacaba de aparecer el ala de Wilhelm.

—En caso de que no lográsemos

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nada, nos encontraríamos al mediodía alas puertas del castillo, ¿de acuerdo?

El resto asintieron conformes.—Tened cuidado —les pidió

Wilhelm, antes de dar media vuelta.Duna se acercó a Adhárel y le puso

las manos en el pecho.—Será solo hasta el amanecer —le

prometió.—Lo sé… Pero estoy preocupado.—Todo va a salir bien.La muchacha alzó sus labios y se

encontró con los de él a mitad decamino.

—Buenas noches, princesa —le dijoen un susurro, antes de besarla en lafrente.

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—Que descanses, príncipe.—Ez pod aquí —dijo Timmy,

sacando a Duna de sus pensamientos.Sírgeric le rodeó los hombros con elbrazo y juntos siguieron al muchacho através de los callejones más recónditosde Hamel. La muleta de madera ibamarcando su paso. A lo lejos, el aullidode un lobo rompió la tranquilidad de lanoche como un aviso, pero ninguno sedetuvo.

La pendiente en las calles se ibahaciendo cada vez más pronunciada ySírgeric y Duna tuvieron que ayudar aTimmy a seguir con su muleta,agarrándole por los brazos. Una vez enla cima del cerro observaron atónitos la

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inmensa silueta de las MontañasSilenciosas frente a ellos.

—Cielo santo… —masculló Duna,recorriendo con la vista las invisiblescumbres.

—En dealidad ez ahí abajo —indicóel niño. Su dedo señalaba un montículode enormes rocas en el valle entre elcerro y las montañas, a unos cuarentametros de su posición.

—¿Qué debo mirar? —preguntóSírgeric, forzando la vista— Es denoche y está oscuro, pero juraría que ahíno hay más que piedras.

—Y la entrada a zu guadida… —balbució el niño, controlando unescalofrío.

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Duna y Sírgeric se miraronextrañados.

—¿Estás seguro? —A primera vistaDuna veía tan poco como elsentomentalista.

—Lo judo —dijo Timmy, llevándoseel puño al pecho, solemne—. ElFlautizta lez guía con zu múzica haztazu guadida. Lo he vizto con miz pdopiozojoz. Lo que paza dezpuéz ya no lo cé…

—En ese caso habrá que bajar…—¿Y después qué, Sírgeric?

¿Llamamos al timbre y le pedimospermiso para retirarnos con nuestraamiga?

Las mejillas del sentomentalista sesonrojaron violentamente, tal vez de ira

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o de vergüenza.—¿Tienes una idea mejor, señorita

sabelotodo?—La entrada es tan infranqueable

como el resto de la montaña, y ademásestá estratégicamente colocada. Bajarhasta allí —dijo, señalando las rocas—será como entrar en una trampa.

—¿Quieres rodearla?—No, no quiero rodear nada, pero

tenemos que andar con cuidado. Nosería tan raro que tropezásemos y nospartiésemos la crisma contra unpedrusco inoportuno.

—Para eso tienes tu colgantitomágico —espetó el sentomentalista.

—Sigeric…

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—En dealidad no hay puedta… —intervino Timmy, con un hilo de voz. Losotros dos guardaron silencio.

—¿No hay puerta? ¿Entonces cómoentra?

—Con la Flauta. No zé. Cdeo que ezmagia… Se acedca, toca une melodía yla montaña ce abde ante él.

—¿Se… abre?Timmy asintió antes de bostezar.—¿Qué sugieres que hagamos

entonces?—Espedad cedca de ezaz rocaz.

Tadde o tempdano tenddá que zalid.Ece cedá vueztdo momento.

—Gracias —dijo Duna—. Ahoramárchate a casa antes de que tu madre se

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vuelva a despertar.—Ten cuidado de que no te pillen

los soldados.Timmy sonrió envalentonado.—Tdanquiloz, zé cuidad de mí

mismo. —Dio media vuelta ydesapareció cuesta abajo con la muleta.

Duna y Sírgeric se miraron una vezantes de tomar el camino opuesto. Laidea de descansar sobre un colchón,resguardados entre cuatro paredestendría que esperar.

Les esperaba una noche muy larga.

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14Cazadores

El príncipe era un dragón.Un dragón de verdad. No de los de

las leyendas, sino de carne y hueso. Elmismo que había asolado las tierras deBereth durante tantos años… AdhárelForestgreen.

Drólserof agitó la cabeza,desconcertado. Habían pasado variosdías desde que su amo y señor le habíadesvelado el secreto, pero todavía era

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incapaz de asimilarlo. Y, aun así, sabíaque no era mentira. ¿Cómo sino habíalogrado escapar Adhárel vivo de lapelea con las asesinas?

Durante los pasados años, segúnpalabras de Dimitri, la propia madre delpríncipe le había mantenido oculto en lomás profundo del bosque de Berethdurante las noches sin revelarle a nadie,ni tan siquiera a él mismo, su verdaderanaturaleza. Por eso había sido tanimportante que atacasen durante lamañana, cuando Adhárel no era más queun humano corriente y no una monstruosacriatura. Por eso Dimitri había insistidotanto… Pero ¿cómo iba él a saberlo?¡Solo le había indicado que no atacasen

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a una hora determinada, no el motivo!Ya daba igual. Mientras acabase muerto,lo demás era circunstancial.

Tras una ardua búsqueda durante lanoche para encontrar a hombresdispuestos a dar su vida por unaempresa que les era indiferente,Drólserof terminó reclutando a seisasesinos y cazadores furtivos sedientosde sangre, peligrosos y que, por lo queparecía, podían mantenerse en piesobrios el tiempo suficiente como parallevar a cabo la misión.

A la cabeza de la tropa iba unhombre con un marcado acento norteño.Su diminuta estatura y su barrigudapanza habrían hecho que más de uno lo

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desestimara en un primer vistazo. Sinembargo, hubo algo que se iluminó enaquellos ojos desviados cuandoDrólserof mencionó la posibilidad deenfrentarse a un dragón real que le hizoprobar suerte. Antes de que pudieraterminar de explicarle la misión, elbandido había aceptado colaborar.

—Hubo un drrragón que me dejó sinfamilia —explicó con la mente en otraparte—. Ya es horrra de que puedacobrrrarme la deuda.

Se presentó como Cornwell, yaseguró estar preparado desde hacíatiempo para ese momento. Los otroscuatro tampoco pusieron reparos. Unapresa era una presa, dijeron,

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independientemente de su envergadura.Drólserof les advirtió que quizás no

fuera con un dragón con lo que seencontrasen, sino con un hombre;ninguno puso reparos.

A la mañana siguiente, cuando sereunieron con él a la entrada delcastillo, iban cargados con numerososartilugios y armas de todo tipo. CuandoDrólserof les preguntó para qué queríantodo aquello, Cornwell respondió:

—Ya os dije que llevo tiempoprrrreparrrándome parrra este momento.

Dimitri no puso reparos trasescuchar el nuevo plan de ataque quehabía esbozado en su mente Drólserof.Era consciente de que lo que había

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ideado distaría mucho de lo queterminarían haciendo, pero ninguno delos dos lo mencionó. Mientrasterminasen el trabajo lo antes posible, elresto le daba igual.

—Quizás cuando regreses no estéaquí —le advirtió Dimitri antes dedejarle ir—. Debo marcharme al surpara arreglar unos asuntos. Me pondréen contacto contigo cuando llegue elmomento oportuno. Puedes hacer lo quete venga en gana con la muchacha, si esque llegáis a cazarla. Pero te loadvierto: el dragón es lo primero. Noconsentiré más errores.

—Sí, amo —respondió él,conteniendo una sonrisa. Duna desearía

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con toda su alma no haberse cruzado ensu vida en el pasado.

Tras ello, se puso en contacto conlas Asesinas del Humo para explicarleslos nuevos planes. Cuando les comunicóque a partir de entonces no estaríansolas y que seis desconocidos lasacompañarían, montaron en cólera.

—¡No necesitamos ayuda de nadie!—le espetó Kalendra desde su reflejo—. Y menos a unos aficionados.

—Aficionados o no, tengo órdenesexpresas de reunirme con vosotras yofreceros mi ayuda para terminar con lamisión cuanto antes.

—Serán problemas y no ayuda loque nos daréis si os inmiscuís en nuestro

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trabajo.—¿Dónde estáis? —preguntó

entonces Drólserof, indiferente a susquejas. Él pagaba, él ordenaba.

Cuando cortaron la comunicación, sehabían citado a dos noches vista en lamisma posada donde se conocieron: enmitad del bosque de Célinor. Ellas no lehabían explicado cómo pensaban darcon el príncipe y la muchacha, ni siestaban siguiendo un rastro. Él, por suparte, se guardó de informarles acercade la transformación que el príncipesufría llegada la medianoche. Ya habríatiempo de hacerlo cara a cara. No queríaque se asustasen y le dejasen solo conaquellos locos.

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Desde allí seguirían juntos y, con unpoco de suerte, más pronto que tarde,habrían terminado con la misión antes dela siguiente Luna llena.

Luna llena… noche… de nuevo levinieron a la mente las imágenes delpríncipe transformándose en dragón. Nolo había visto jamás, pero de algunaforma lo recordaba como si lo hubieravivido en persona. Y le asustaba.

Con ese pensamiento tan sombrío,Drólserof y los seis bandidos sepusieron en marcha. Y era allí donde seencontraban en aquellos momentos: apocos kilómetros del punto deencuentro, en pleno bosque de Célinor.

—Señorrr —le llamó Cornwell,

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acercando su patética montura cubiertade ronchas y heridas—. Señorrr, ¿quéplan tenemos para cuando nosencontremos con el monstruo?

Con el monstruo, repitió Drólserofpara sí. Aquel era el único apelativo queel bandido utilizaba para referirse aldragón. No es que él lo considerase algodistinto; tan solo le llamaba la atención.¿Podía tratase del mismo con el que sehabía enfrentado en el pasado?Seguramente. No debían de quedardemasiados rondando por el Continente.

—Tenemos que decidirlo conKalendra y Firela, las mujeres que nosesperan en la Posada del Sauce.Además, no es seguro que vayamos a

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cruzarnos con él —respondió Drólserof,esforzándose por no apartar la miradadel horizonte y clavarla en la miradadesviada de Cornwell o en sumachacada nariz. ¿Le habría dejado esassecuelas el dragón? ¡Maldita sea, ¿porqué tenía que relacionarlo todo con lacriatura?!, se reprendió.

—Bien, señorrr. Perrro parrravuestrrro interrés, quizás os gustaríasaberrr que tenemos armas especialespara exterminar a estas criaturas.

—Ya las he visto. ¿Son eficaces? —preguntó con un mohín de burla, segurode que no las habían podido probarantes con ningún otro dragón.

—Desde luego, señorrr —contestó

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Cornwell sin una pizca de duda.Drólserof se guardó su opinión y

siguió cabalgando en silencio. Todavíatenía que decidir cómo les explicaría alas Asesinas del Humo por qué Adhárelhabía sobrevivido a su primer ataquemortal y qué harían a partir de entoncespara cazarlo.

La Posada del Sauce apareció frentea ellos poco después. De un simplevistazo, Drólserof comprobó que lasmonturas de las hermanas seencontraban atadas junto a la caseta,paciendo indiferentes a los reciénllegados.

—Quiero que me esperéis aquí fuera—les ordenó a los seis cuando hubo

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descabalgado.—¿A la intemperrrie? —preguntó

Cornwell, como portavoz del resto.—Serán solo unos minutos. Quiero

hablar con las mujeres a solas antes depresentaros.

Los hombres mascullaron enfadados,pero su cabecilla les obligó a callar.

—Daos prisa, no nos gusta pasarrrfrrrío cuando podrrríamos estar tomandouna cerrrveza al calorrr de la hoguera.

—Pensé que trataba con tipos duros—se burló Drólserof. Pero al instantereparó en la expresión de los asesinos ytragó saliva. Después anduvo a pasoligero hasta la taberna.

—Os esperrarrremos aquí fuera. No

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tarrdéis. —Cornwell se dio la vuelta,amparado por las risotadas de los otroshombres.

—Bestias estúpidas… —mascullóel noble, abriendo la puerta de unempujón.

El olor rancio y ocre le dejódesconcertado durante unos segundos.Cuando se recuperó del inesperadomareo, atisbó entre el humo de las pipasuna mano que se agitaba al fondo delsalón.

Se escurrió con dificultad entre lasmesas intentando no chocarse contranada ni nadie. Los hombres y lasmujeres que gritaban y reían a sualrededor sudaban como cerdos al son

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de la canción que tocaba un violinista enuna esquina.

—Buenas noches, señoritas —saludó Drólserof, haciendo unareverencia. Cuando alzó la vista, dio unrespingo y se chocó contra la pared—.Cielos… —masculló, incapaz decontrolar su lengua. ¿Quién era aquellamujer deforme? ¿Dónde estaba la otragemela? ¿Acaso… acaso…? ¡Pero esoera imposible!

—Drólserof, por favor, sentaos antesde que os desmayéis —dijo la mujer.Sin duda tenía la voz de Firela, pero surostro…— Mirar directamente a unadama durante tanto tiempo se consideraun gesto de mala educación, al menos en

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mi reino.—Lo… lo siento… —logró

tartamudear.—Vayamos al grano —intervino

Kalendra, poniendo las manos sobre lamesa—. Mi hermana hizo un trato conquien no debía y perdió su belleza acambio de otra cosa, pero sigue siendoigual de mortífera y peligrosa. ¿Deacuerdo?

La gemela fea fulminó a su hermana.—¿Qué? ¿Qué he hecho? Estaba

claro que no iba a prestarnos atenciónhasta que resolviésemos este pequeñoasunto —se defendió Kalendra—. Es unhombre, hermanita. Sé lo que me hago.

Drólserof debería haberse sentido

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humillado porque hablasen de él comosi no estuviera escuchándolas, perotodavía intentaba reponerse delsobresalto. No solo su rostro se habíadeformado, también su piel y su aspectoen general. En realidad esto últimopodía aplicarse a las dos mujeres:Estaban más… viejas. ¿Habrían pagadotodo aquello por encontrar al príncipe ya la muchacha?

—¿Están esperando ahí fuera? —preguntó Kalendra, girándose hacia elnoble.

—¿Eh? —preguntó él, confundido—¿Perdón?

La gemela puso los ojos en blanco.—Que si los hombres de los que nos

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habíais hablado están ahí fuera,esperando. Fuera. Los hombres —repitió, por si no le había quedadoclaro.

—Sí, sí… les he dicho que quierohablar con vosotras a solas.

—Qué cortés —masculló la hermanadeforme—. ¿Y a qué debemos estecambio de planes? ¿Puedes recordarnospor qué tenemos que cargar ahora conuna comitiva?

El noble clavó la mirada en las vetasde la mesa y respondió:

—El asunto se ha complicado.—Eso ya lo sabemos —le

interrumpió Kalendra—, pero osdijimos que ya lo teníamos de nuevo

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controlado.—No es tan sencillo. Nos

enfrentamos a algo… más grande.Firela escupió una carcajada.—No me hagáis reír. ¿Un principito

y una muchacha? De acuerdo, lossubestimamos en un principio. Peroahora estamos preparadas, ¿verdad,Kendra?

—Verdad.—¡No es tan sencillo! —exclamó de

repente Drólserof. Después repitió en unmurmullo, obligándose a guardar lacompostura—: No es tan sencillo.Cuando os contacté descubrí algo que nosabía hasta entonces.

—Sorpréndenos… —Kalendra

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desvió la mirada hacia sus uñas,indiferente.

—De acuerdo, pero sabed que…—¡Dilo de una vez! —le espetó

Firela.—El príncipe Adhárel se transforma

en dragón llegada la medianoche. Porese motivo logro escapar vivo devuestra redada.

Las palabras, dichas de carrerilla, sequedaron flotando en el ambiente juntoal humo y el olor a cerveza negra.Drólserof no quiso levantar la miradahasta que las dos mujeres estallaron ensonoras carcajadas.

—Claro que sí… ¡Cómo no! —logródecir Kalendra, intentando tomar aire—

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¡Habrase visto!—Un dragón, dice… —dijo Firela.

El hombre apartó rápidamente la vista.Si la mujer era ya de por sí horrenda,cuando se reía la cosa empeoraba concreces.

—No es… ninguna broma… —dijoen voz baja y con los labios apretados,intentando controlarse para no soltar ungrito. Si había algo que no soportaba eraque alguien se riese de él. Y menos estasdos muertas de hambre que teníadelante.

La sonrisa de las mujeres fuemenguando hasta desaparecer del todo.

—¿Cómo que no es una broma? —preguntó Kalendra.

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—Por eso he traído a esos seishombres —les explicó, guardándosetodos los improperios que seacumulaban en su lengua—. Por eso nosnecesitáis.

Firela miró a su hermana y negó conrotundidad.

—Se acabó. Hasta aquí hemosllegado, Kendra. —Hizo ademán delevantarse pero Drólserof la agarró delbrazo, haciendo un esfuerzo porcontrolar los escalofríos.

—Siéntate y escucha —le ordenó.—¿Quién demonios te crees que

eres, enano de pacotilla? —dijo ella,liberándose.

—Soy el que os va a pagar la misma

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cantidad que os ofrecí en un principio.No os quitaré ni una sola moneda de orode lo que os prometí.

Kalendra soltó una carcajada.—¿A qué esperas? —preguntó

Firela— Te espero fuera.—Aguarda un momento, hermanita.

—Kalendra chasqueó la lengua y miró aDrólserof—. Si queréis que osayudemos, tendréis que pagar el triplede lo acordado.

—Imposible.—En ese caso, espero que tengáis

suerte. El Continente es vasto ypeligroso.

—Está bien… El doble. Es miúltima oferta.

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Kalendra se lo pensó unos segundosantes de responder.

—Trato hecho.—¡Estamos hablando de un dragón,

por el amor del Todopoderoso! —exclamó Firela, sentándose de nuevo—¿Qué vamos a utilizar? ¿Arpones yredes?

—No es mala idea… Además, conun poco de suerte, solo tendremos queenfrentarnos a un humano corriente —dijo Drólserof—. Pero como os hedicho, contaremos con ayuda…

—¿Un grupo de paletos van a sercapaces de atrapar y matar a un dragón?

—No sé a quién estarrréis llamandopaletos, perrro que sepáis que hemos

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nacido parrra esto.Kalendra y Firela se giraron para

encontrarse de bruces con un hombrecon la forma de un tonel y la narizpartida.

—Os dije que esperaseis fuera —dijo Drólserof.

—Mis hombrrres se morrrían defrrrío. —Cornwell posó un ojo enKalendra, mientras el otro se perdía enla esquina de la pared—. Entonces,señorrrita, ¿a quién llamabais paletos?

—Creo que está bastante claro —replicó ella, sin dedicarle ni una simplemirada. Drólserof sonrió para sí al verla cara del bandido antes de intervenir.

—De acuerdo, de acuerdo. Acercad

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unos taburetes y hablemos con claridad.Dicho y hecho. Unos segundos más

tarde, los seis bandidos habían unidouna mesa de madera a la de los otrostres y habían echado a varios borrachosde sus taburetes.

—No es necesario atacar durante lanoche —repitió Drólserof.

—¿Y parrra qué nos necesitáis? —preguntó Cornwell, desanimado.

—Por si acaso.Cornwell estrelló el puño contra la

mesa, haciendo saltar los vasos decerveza.

—¡Perrro no es lo mismo matar a undragón que a un hombrrre!

—Os dije que os pagaría igual, nos

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enfrentásemos a uno o a otro.El bandido fue a decir algo, pero el

hombre que tenía al lado le dijo que secallara, que ahora mismo el dinero lesimportaba más que clavarle la espada aun estúpido dragón.

—Nosotros estaremos al mando —advirtió Firela.

—Lo que querrráis, belleza —respondió con sorna.

Drólserof descubrió que Kalendra leestaba agarrando el brazo a su hermanapara que esta no se abalanzase sobre elbandido.

—¿Sabemos la envergadura de lacriatura? —preguntó el más grandote delos recién llegados.

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—No —respondió el noble—. Perosí sabemos que es un dragón machoadulto.

—Eso no nos dice nada —se quejóun segundo hombre.

—¿Habéis visto muchos a lo largode vuestra vida? —preguntó Kalendra,esbozando una media sonrisa.

—Deberrría arrancarrros la lenguaahorrra porrr burlarrros de nosotrrros—amenazó Cornwell.

—Deberías aprender a hablar —masculló Firela.

—Bueno, ¡basta ya! —ordenó elnoble, cada vez más desesperado.Quizás no había sido buena ideajuntarles—. Solo tendréis que

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soportaros un par de días, a lo sumocuatro. ¿Podréis hacerlo sindecapitaros?

—¿Cuándo salimos? —preguntóCornwell.

—Al amanecer —respondióDrólserof.

—¿La dirección?El noble miró a las hermanas. Estas

se miraron antes de responder.—Os lo diremos según vayamos

avanzando.—¡Malditas brujas! —gritó el

norteño, fuera de sus casillas y con lamano alzada. Pero antes de que pudieradejarla caer, Firela le teníainmovilizado y le apuntaba con su daga.

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—A una dama no se le levanta ni lavoz ni la mano, bastardo.

Los otros cinco hombres tambiénsacaron sus espadas y apuntaron conellas a las dos hermanas.

—¡Bajad las armas! —gritóDrólserof, perdiendo la poca pacienciaque le quedaba— ¡Bajad las armas!¡Ahora!

Nadie se movió. La tensión podíacortarse con un cuchillo y de nuevotodas las miradas estaban fijas en sumesa.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el tabernero, abriéndose pasoentre los clientes—. Las peleas, fuera.¿Me oís?

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El otro propietario, igual de grandeque el primero, se acercó y se cruzó debrazos.

—¿No habéis oído a mi hermano?Lentamente, fueron cediendo unos y

otros hasta que los ocho estuvieronlibres. Con todo, nadie envainó su arma.

—A la siguiente, os largáis de aquí—les advirtió el tabernero, antes dedarse media vuelta.

Drólserof se sentó en su taburete ycerró los ojos. Se masajeó las sienesdurante unos minutos, controlando larespiración. De otro modo saltaría sobrelos seis y les rebanaría el pescuezo… oal menos lo intentaría. Una vez másrelajado se enfrentó a la mesa.

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—Partiremos mañana al amanecer—dijo con voz cavernosa. Esta veznadie osó interrumpirle—. Vosotras iréisdelante, indicándonos el camino que tanbien conocéis. Y vosotros, en laretaguardia. Estad preparados paraenfrentaros tanto con el dragón comocon el hombre. Sea como sea, no debeescapar. ¿Me oís?

Las asesinas y los bandidosmascullaron unas disculpas queDrólserof no llegó a entender. Se pusoen pie y se dirigió a la barra para pediruna habitación para pasar la noche. Sidurante sus horas de sueño se matabanentre ellos sería su problema. Al menoslo había intentado.

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15Cáscaras vacías

El Flautista removió el contenido de lacacerola distraídamente. Sopa de carne.De nuevo. No es que no pudierapermitirse otros manjares, pero aquelloera rápido de cocinar y, por qué no, legustaba.

Se acercó para disfrutar del ricoaroma que desprendían las verduras ylas especias. Ya estaba lista. Tomó uncuenco de madera que reposaba en el

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resquicio de la pared y con un cucharónse sirvió una considerable cantidad desopa. Después, se sentó en la silla demadera que tenía a su espalda y serelajó.

A su alrededor, el viento circulabacon total libertad, entrando y saliendo delos miles de recovecos que conformabanel interior de la montaña, como si de unaesponja de piedra se tratase. Pero elFlautista apenas la percibía, igual queapenas era consciente de la melodía queviajaba desde lo más profundo de lacueva hasta la cúspide de la montaña.Una canción relajante y armónica que serepetía una y otra vez desde que sumemoria le permitía recordar.

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Se tomó la sopa con lentitud.Disfrutando de la tranquilidad que detanto en cuando le ofrecía su oficio demúsico; su labor de carcelero.

De carcelero, se repitió conresentimiento. Prisionero de su música yde sus propias acciones.

De repente se le quitaron las ganasde seguir comiendo. Hambre no tenía,hacía mucho tiempo que no sabía quéera eso, igual que había olvidado elsignificado de sueño o de fatiga. Serinmortal tenía sus ventajas, si es quepodían considerarse de ese modo. Contodo, de vez en cuando se obligaba asentarse y a preparar un buen estofado ouna sopa que poder llevarse a la boca.

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Solo por el placer de masticar, saboreary tragar. Por no olvidar también aquello.

Definitivamente, se le habíanquitado las ganas. Se puso de nuevo enpie y echó los restos a la cacerola.Apagó el fuego y se quedó observandocómo las últimas volutas de humo seperdían por el ancho agujero que habíasobre su cabeza. Si hubiera sido másjoven, habría disfrutando investigandodonde desembocaba cualquiera de esostúneles, pero ahora sabía que si lointentaba terminaría perdido en unlaberinto de recovecos y conductos delque le costaría mucho salir. Y unaeternidad encerrado resultaba muchomenos atractiva que una condenado pero

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en libertad.Se mantuvo allí de pie unos minutos

sin saber muy bien qué hacer. Sabía loextraños y efímeros que eran susdescansos, por lo que no comenzabanada que no pudiera terminar antes detener que partir de nuevo.

Anduvo por la gigantesca cuevaprincipal, a la que él llamaba el salón,ejercitando los dedos de las manos.Aunque no podía morir, de vez encuando sufría unos pequeños pinchazosen las falanges tras tantas horas de tocarel pífano. Se detuvo unos metros másallá, en el centro de la cueva, y acariciócon la mano derecha el sillón de pieldonde acostumbraba a dormir cuando

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pasaba alguna noche allí. También teníauna cama en una habitación aparte, perocasi nunca se acordaba de ella.Seguramente, pensó, estaría invadida enesos momentos por telarañas. No teníaningunas ganas de comprobarlo.

Se agachó sobre la tosca mesilla demadera de roble que había junto alsillón, tomó la máscara de arlequín entresus manos y le pasó las yemas de losdedos por sus relieves. Nunca, desdeque había comenzado siglos atrás aservir a las Musas, se la había quitadopara enfrentarse al mundo exterior. Delmismo modo en que no había ningúnespejo en toda la montaña, el Flautistano quería que nadie descubriese o

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recordase su verdadero rostro. El de unladrón de niños… ¿O el de un salvador?A veces lo olvidaba.

Las cuencas vacías de la careta leobservaban indiferentes, amenazantes,inquisidoras… alrededor de ellas, doscartas de la buena fortuna descoloridassobre la superficie caían hasta dondecomenzaban los labios como reguerosde lágrimas. La mitad de la máscara erade color verde desvaído, mientras que laotra era dorada. Las múltiples veces quese le había roto a lo largo de los años lehabían obligado a reforzar ciertas partescon la sabia de algunos árboles,maquillando el rostro con enrevesadosrelieves. Sobre los ojos, a la altura de la

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frente, crecían seis puntas alargadas quese doblaban sobre sí mismas como elgorro de un arlequín, decoradas conpentagramas repletos de melodíasimposibles y cuidadas filigranas. Uncascabel dorado coronaba cada una delas puntas.

¿Se ocultaba tras ella para que no lereconociesen o para que él mismo no sedescubriese cometiendo las atrocidadesque llevaba haciendo desde hacía años?

De pronto sintió que se ahogaba, quenecesitaba respirar aire puro, salir deaquella cueva. Dejar de enfrentarse atodas sus pesadillas y reproches.Olvidarlas de nuevo en algún lugaroscuro de su conciencia…

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Se cubrió el rostro con la máscara yse acercó al perchero que habíaimprovisado en una de las rugosasparedes del salón. Descolgó su capaoscura y se la colocó alrededor de loshombros. Unas cuantas antorchas seapagaron con una ráfaga de viento. Lasque no, siguieron crepitando cuando lamontaña se abrió para permitirle salir alexterior…

… y cuando los intrusos se colaronen su morada.

Duna y Sírgeric descendieron hasta

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el lugar por donde Timmy juraba que elFlautista había desaparecido.

—Espero que no esté tomándonos elpelo —masculló Sírgeric. Se levantóuna corriente de aire y sus ropas seagitaron en la oscuridad.

—Solo tendremos que esperar paracomprobarlo —respondió Duna.

—Esperar, espera, esperar… ¡Llevoesperando tanto tiempo que empiezo apreguntarme si servirá de algo! Si nohemos llegado tarde…

La muchacha le pasó un brazo porlos hombros.

—No te desanimes, ¿quieres?Estamos aquí. Y Cinthia está muy cerca.La encontraremos y dentro de poco nos

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reiremos de todo esto.El sentomentalista sonrió para sí.—Casi he olvidado cómo era eso de

ser tan positivo, ¿sabes? —suspiróentristecido antes de seguir— Supongoque desde que perdí a Cinthia…

—Tú no perdiste a Cinthia, Sírgeric.Fue el Flautista quien se la llevó.

—Lo sé, lo sé… ¡No dejo derepetírmelo! Y, sin embargo,…

—Sin embargo, no sirve de nada,¿no?

Él asintió, acurrucándose un pocomás detrás de la roca donde aguardaban.Acaso para ocultarse del mundo, acasopara ocultar un poco más sus temores.

—Nunca me había sentido así —

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confesó—. No hasta que la conocí.Desde que tengo memoria, solo me hepreocupado por mí y por nadie más.Cuando los soldados de Belmont dieronconmigo, no tenía más de diez años.Nunca supe quien era mi padre, y mimadre… bueno, mi madre falleció decamino a ese reino sin nada que llevarsea la boca. Yo aguanté un poco más. Lojusto como para llegar a la muralla yrogar que me dejasen entrar. Fue laprimera y última vez que lo hice. Jamáshe vuelto a pedirle ayuda a nadie. Hastaahora…

Duna tragó saliva sin decir nada.—En un principio me denegaron la

entrada a Belmont —prosiguió—.

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Recuerdo que los dos soldados quecustodiaban el portón se burlaron de mipatético estado en lugar de darmecobijo. Pero también recuerdo con lamisma intensidad el modo en quegritaron cuando me obligué adesaparecer y a aparecer de nuevo en elmismo sitio. Mi madre me habíaordenado no mostrar mi don ante nadiebajo ningún concepto. Pero supongo quees cierto eso que dicen de que la gentecomete auténticas locuras cuando seencuentra en el límite.

—¿Apareciste… y desapareciste?—preguntó Duna, extrañada.

—Es un truco sencillo. —Antes deque Duna pudiera asimilar aquellas

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palabras, Sírgeric se había esfumado yhabía vuelto a aparecer un instantedespués—. Es como si viajara… hastamí. Fue lo primero que descubrí de midon. Mucho antes de que supiera que meserviría para viajar de un lado a otro.

Duna le imaginó de pequeñoapareciendo y desapareciendo ante sumadre y no pudo contener una carcajada.El muchacho también se rió.

—El caso es que de un momento aotro —chasqueó los dedos—, meencontré en manos de las fuerzas delorden público. Me llevaron hasta elcastillo y allí conocí al rey Teodragos.Todavía con el hedor del cadáver de mimadre pegado a la piel y famélico, me

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obligaron a repetirles el truco una y otravez. Cuando les expliqué cómofuncionaba mi poder me mandaron a lascocinas donde pude, al fin, comer hastareventar. Literalmente. Unos minutosdespués, mientras me lavaban y extraíande mi cuerpo las costras de suciedad,vomité toda la cena.

»Durante aquella primera noche enel castillo de Belmont llegué a creer quemi madre había exagerado al advertirmeque no podía mostrar mi don al mundo.¡Pero si había sido eso mismo lo que mehabía salvado de morir horas antes y mehabía proporcionado una cama dondedescansar!

»La ilusión duró hasta el amanecer.

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Después, dos soldados irrumpieron enmi cuarto y me sacaron casi a rastras dela cama. Me vistieron con unos traposcomo los que yo había traído y despuésme dieron un mendrugo de pan que tuveque comer mientras bajábamos al campode entrenamiento. Fue aquella mismamañana cuando me tatuaron el cuervo deBelmont en el hombro…

Los ojos de Sírgeric se nublarondurante un instante recordando laspenurias de su pasado.

—A partir de aquel día mi vida seconvirtió en un auténtico infierno. No,no pasaba hambre como cuandomendigaba con mi madre, o al menos notanta. Ni tenía necesidad de dormir en la

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calle, a pesar de que el camastro al queme cambiaron era tan duro como lapiedra. Pero entrenaba durante horas,luchaba contra mis compañeros,ejercitaba mi don… y no bajaba ni uninstante la guardia para permanecervivo.

»Muchas veces quise escaparme,¡incluso llegué a lograrlo! Pero notardaban en descubrirme, pues solopodía viajar hasta el lugar donde habíaalgún compañero… o los propiosmaestres que nos entrenaban. Al cabo delos meses dejé de intentarlo. Los días decastigo que venían detrás terminaron porminar mi determinación y me rendí.

—¿Y entonces cómo llegaste hasta

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Bereth? —preguntó Duna, agarrándoselas rodillas con los brazos para aguantarmejor el frío de la noche.

—Fue por pura casualidad. Un día,cuando nos sentamos a cenar, descubríflotando en mi plato un pelo canoso.

—¡Puag! —exclamó Duna, sin podercontrolarse.

—¡Vaya con la princesita! —seburló él, alzando las cejas.

—Bueno, sigue…—Me lo guardé en el bolsillo y

esperé hasta que nos enviaron a dormir.Entonces empaqueté las pocaspertenencias que tenía… y probé suerte.Podría haber aparecido en las cocinas, oen alguna otra habitación del castillo…

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pero la fortuna me sonrió y quiso queaquella noche la cocinera hubiera salidodel castillo a visitar a su familia. Desdeallí lo único que tuve que hacer fueescabullirme y huir de Belmont.

—Hasta que diste con Aya…Sírgeric asintió.—Como ves, nunca he tenido la

necesidad de preocuparme por otrapersona… y tampoco lo he querido.Durante mi periodo en Belmont no hiceningún amigo, y me alegro. Porque nopodría haber soportado verles sufrir omorir como mi madre. —Se quedó ensilencio antes de preguntar—: ¿Creesque soy egoísta?

Duna se quedó observando sus

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grandes ojos azules.—Claro que no. Hiciste lo que

pudiste para mantenerte con vida y noromperte por el camino. Supongo que yohabría hecho lo mismo.

El muchacho se encogió de hombros.—Supongo…—No soy muy buena dando

consejos, pero creo que todo lo queestás haciendo por Cinthia compensacon creces tus errores del pasado.

Sírgeric se estremeció al escuchar aDuna.

—Es la verdad —le aseguró ella.Llevado por el momento de

sinceridad que parecía haberleinvadido, quiso pedirle disculpas por

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todo en general, pero en ese mismoinstante la tierra comenzó a temblar asus pies.

—¿Qué está pasando? —preguntóDuna, acercándose al sentomentalista.

—Shhh… ¡Mira! —Con el dedoseñalaba las rocas de la pared, entre lascuales había aparecido una fisura.

—Santo Todopoderoso… —murmuró Duna sin aliento.

De pronto, un hombre envuelto enuna capa y con una máscara en el rostrosurgió de las entrañas de la montaña y sealejó de allí a grandes zancadas.

—Era… es…—El Flautista. ¡Sí, rápido!Sírgeric agarró la mano de Duna y la

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arrastró hasta la entrada de la gruta.—Vamos —dijo. Ella asintió y

dando un último salto se colaron en elinterior de la guarida del Flautista.

Cuando estuvieron los dos dentro,las rocas regresaron a su posiciónhabitual.

—Estamos encerrados… —dijoDuna, palpando la pared con las manosen busca de alguna fisura.

—Lo importante es que estamosdentro. Ahora solo tenemos que buscar.Cinthia tiene que estar en alguna…parte… —Su voz fue muriendo hastaconvertirse en un murmullo. No estabapreparado para encontrarse con aquello.

La primera cueva debía de tener más

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de siete metros de altura y unaprofundidad abismal. Había pocosmuebles a la vista: un sillóndesvencijado, una pequeña mesita coja,un par de sillas apoyadas en la pared yuna lumbre sobre la que reposaba uncaldero. Las pocas antorchas que habíaencendidas iluminaban pobremente laestancia, convirtiéndola en un lugaraterrador y repleto de escalofriantessombras. Pero lo peor de todo no eraeso, sino la decena de túneles quenacían allí y que se perdían en todas lasdirecciones.

—Es un laberinto —dijo Duna,echando saliva sobre el colgante deluzalita para encenderlo—. ¿Qué

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hacemos?—No lo sé… —confesó Sírgeric,

dando unos pasos vacilantes hacia elfrente—. Pero tampoco tenemos muchotiempo. —Se llevó las manos a la bocay gritó—: ¡Cinthia! ¡Cinthia! ¡Estamosaquí! ¿Nos oyes?

Duna se apresuró a callarle.—Podría oírnos alguien.—Esa es mi intención —replicó él,

con el oído atento a la respuesta de lamuchacha.

—¡Puede estar en cualquier lugar! Siestas cuevas son tan profundas comogrande es la montaña, tenemos unproblema.

—Entonces, ¿tú qué propones?

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—Supongo que escoger un camino alazar y buscarla. No creo que nos quedeotra opción.

—Tardaremos horas, quizás días. Nosabemos cuándo regresará.

Duna puso los ojos en blanco.—Bueno, si te parece mejor, nos

quedamos aquí sentados a esperarle ydespués le preguntamos por tu novia.Seguro que estará encantado de echarnosuna mano. Y, oye, fíjate, en esa caceroladebe de haber suficiente comida paralos dos. ¿Te sirvo un poco?

—¡Vale! ¡Vale! Ya lo he captado —se defendió Sírgeric—. Pero vayamosjuntos. Nada de separarse. Si nosperdemos, mejor estar juntos.

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—Me halagas…Sin decir más, escogieron al azar el

túnel que tenían más cerca y seinternaron en él. Apenas habían dadocuatro pasos cuando se percataron de lamelodía que resonaba entre las piedras.

—¿Qué crees que es? —preguntóDuna.

—Parecen… ¿flautas?La muchacha se detuvo en seco.—¿Y si hay alguien más? ¿Y si no

estamos solos?Sírgeric dejó de andar también.—Ya habrían venido a por nosotros,

¿no crees?Siguieron avanzando con menos

celeridad. El túnel parecía no tener fin,

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y a cada paso que daban, más altoescuchaban la melodía. Unas vecesresultaba estridente, otras hermosa. Encualquier caso, enigmática y oscura.Parecía que hubiese un centenar deinstrumentos de viento tocando alunísono.

Unos diez minutos después,alcanzaron un recodo tras el que seocultaba otra sala de unas dimensionessimilares a las de la cueva anterior.Esta, sin embargo, tenía la forma de unpequeño anfiteatro con gradas de piedra.Y no estaba vacía.

Sírgeric empujó a su compañeracontra la pared del túnel antes de quepudiera salir a la luz. Allí

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permanecieron, agazapados en lassombras observando la nueva estancia.

—¿Quiénes son? —susurró Duna.—No lo sé. Pero no parece que

lleven flautas.—¿Crees que nos han visto?—Si lo han hecho, parece

importarles bastante poco. Fíjate, nisiquiera parpadean.

Ni parpadeaban, ni respiraban, ni semovían. Las decenas de niños y niñasque se ocultaban allí, sentados sobre lasgradas, parecían estatuas cinceladas deun realismo absoluto. Los había de todaslas edades: adolescentes, jóvenes, críosque apenas debían saber andar… Ytodos permanecían quietos y observando

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un punto fijo en el centro del círculo.—Son los niños… Sus víctimas —

concluyó Duna, atónita.—Y mira ahí arriba. —Sobre sus

cabezas, un millar de agujeros dedistintos tamaños perforaban la roca—.Lo que oíamos era el viento.

—No es solo el viento. Es como…como si tocasen una canción. Voy aacercarme.

La muchacha se alejó de la pared unpaso, pero Sírgeric la retuvo.

—¿Qué haces?—Ya te lo he dicho, quiero

acercarme. No hemos venido hasta aquípara quedarnos de brazos cuidados.Además, fíjate, ni se inmutan. Debemos

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intentar despertarles.Duna se zafó de su mano y se acercó

hasta el borde de la grada superior delanfiteatro. Se puso de cuclillas y sesentó junto a la joven que tenía máscerca. Debía rondar los catorce años y,como el resto de sus compañeros, teníala mirada fija en la lejanía.

—¿Puedes oírme? —le preguntó—.¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

—Es inútil —le dijo su amigo desdedetrás—. Cinthia se comportaba delmismo modo antes de desaparecer.

Ella no quiso rendirme y zarandeó ala muchacha con insistencia.

—Duna. ¡Duna, basta! —le pidióSírgeric, sujetándola por la espalda—

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Reserva fuerzas para Cinthia.Encontrémosla y marchémonos de aquí.

—Es horrible… —logró balbucearDuna antes de comenzar a recorrer losrostros de todos los encantados.

Fueron bajando escalón a escalóncubriendo cada uno mediacircunferencia. Los rostros de los chicosy las chicas pasaban ante los ojos deDuna sin dejar ninguna huella. En parteporque no podía y en parte porque noquería. Cuanto menos recordase de todoaquello, mejor.

—No está aquí —dijo Sírgeric,desanimado.

—En ese caso probemos con otra.Tengo la impresión de que va a haber

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muchas más como esta.Cuando llegaron de nuevo a la parte

superior del anfiteatro, la sinfonía deltecho parecía haberse calmado hasta elpunto de convertirse en un levísimo hilomusical apenas perceptible.

—Es extraño… —comentó Duna—.No es que haya estado en muchas cuevasdurante mi vida, pero nunca había oídohablar de un fenómeno tan curioso.

—Sentomentalistas. No le des másvueltas. Hace tiempo que aprendí aatribuirnos todas las cosasincomprensibles que suceden.

Regresaron por el mismo túnel hastala cueva principal, donde tomaron unnuevo camino que descendía. Al igual

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que el anterior, también este seencontraba vagamente iluminado porantorchas situadas cada cinco o seismetros. Mientras avanzaban,vislumbraron las diminutas sombras devarias ratas que escapaban a su paso.

La pendiente comenzó a hacerse máspronunciada hasta el punto de quetuvieron que irse agarrando a lasparedes laterales para no caer rodando.

—Esto cada vez… pinta peor.—Yo intento no pensar en la subida

—masculló Sírgeric con el poco sentidodel humor que le quedaba.

La gruta a la que desembocaron unosmetros más abajo resultó tener tan pocapendiente como el salón principal, pero

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el doble de diámetro. Al igual que en elanfiteatro, un centenar de niños seapretujaban unos contra otros, sentadosen varios círculos concéntricos ymirando hacia el frente.

—Tú, por allí —le indicó Sírgeric,señalando la mitad derecha del extensogrupo—. Yo, por aquí.

Al poco de comenzar, descubrieronque los muchachos se encontrabancolocados según su edad. Así, los máscercanos al borde eran también los másmayores, mientras que el círculo internoestaba formado por niños mucho máspequeños.

Duna se preguntó qué clase demonstruo podía ser capaz de arrancar a

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un crío de su familia de aquella forma.¿Acaso no pensaba en el dolor queprovocaba? Él no era el único quedejaba de vivir, ni mucho menos. Estabasegura de que una madre jamás podíarecuperarse de algo similar.

Se obligó a dejar de pensar yprosiguió con la búsqueda.

—Esto es inútil —oyó quejarse a suamigo unos minutos más tarde.

—Por aquí tampoco está —comentóella, deteniéndose en el círculo en el quelos durmientes comenzaban a ser unosadolescentes y estirando la espalda.

—Subamos, pues —dijo él sinperder un instante. Duna le siguió con lacabeza gacha y el ánimo por los suelos.

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¿Dónde había ocultado a Cinthia?Si la bajada hasta la gruta había sido

complicada, la subida fue mucho peor.Durante el primer tramo, Sírgeric tuvoque ayudarla a remontar la pendientecasi vertical. Una vez lo superaron,continuaron con la marcha mientrasgruesos goterones rodaban por susfrentes y espaldas. De vuelta en el salónprincipal, tuvieron que apoyarse en lapared para recuperar el aliento.

—Esto ha sido… —Duna dejó lafrase incompleta.

—Lo sé… pero no podemos…rendirnos. Te toca elegir.

La muchacha ladeó la cabeza yseñaló la gruta de al lado. Sírgeric

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asintió y juntos se internaron por elnuevo pasadizo.

Esta vez tuvieron suerte y no fuenecesario andar demasiado paraencontrar la cueva. Era bastante máspequeña que las anteriores pero estabaigual de abarrotada. Algunos de losniños encantados se encontraban de pie,mientras que otros estaban sentados. Noparecían seguir ningún orden lógico.Parecían muebles que nadie hubieratenido tiempo de colocar en su sitio.

Sin mediar palabra, Duna comenzó arastrear una mitad mientras Sírgeric seocupaba de la otra. Esta tercera vez eltrabajo se había vuelto prácticamentemecánico: observar, comparar,

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descartar. Observar, comparar,descartar. Observar, comparar, descar…

—¡Sírgeric! —exclamó de prontoDuna—. ¡Está aquí! ¡La he encontrado!

El sentomentalista apareció a sulado en un abrir y cerrar de ojos.

No era una ilusión. La muchacharubia se encontraba frente a ellos conlos ojos azules perdidos en la distanciay una expresión tranquila en el rostro.

—Cinthia… —murmuró Sírgeric,pasando sus sucios dedos entre suscabellos.

—Tenemos que sacarla de aquí. —Miró a su alrededor buscando unasolución a su problema—. Quizás enbrazos o… o… ¡o con tu poder! ¡Eso es!

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¿Sírgeric? ¿Me estás escuchando?El muchacho se había quedado

transpuesto acariciando a Cinthia.Cuando Duna le dio un golpecito en elhombro, volvió en sí.

—¿Qué…? ¿Qué decías?—Digo que cojas la pluma de

Wilhelm, nos agarres a las dos y nossaques… —La tierra empezó a temblary un suave polvillo se desprendió deltecho—… de aquí.

—Ha regresado —comentó elsentomentalista, como si no fuera másque evidente.

—Mierda… —Sírgeric se apresuróa sacar la pluma negra de su bolsillo.Duna le agarró por la muñeca y después

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tomaron de la mano a la estatua que eraCinthia.

—Una, dos… y tres.Duna cerró los ojos para no

marearse. Pero cuando los abrió,seguían en el mismo lugar.

—¿A qué esperas? —le preguntó.—A… A nada… —El

sentomentalista cerró los ojos de nuevoy se concentró. Unos segundos despuéslos abrió de nuevo—. No funciona. Nopuedo… viajar.

—¿Cómo? ¿Estamos encerrados?—Te dije que esta cueva estaba

maldita. —Estrujó entre los dedos lapluma negra y la volvió a guardar—. Losiento…

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—Maldita sea… —Duna giró sobresí misma buscando alguna alternativa,pero la única forma de salir era pordonde habían entrado—. Estamosperdidos.

—No mientras no sepa que estamosaquí abajo.

De repente, la música del viento sehizo tan suave que por un momentocreyeron que se había detenido. Elvolumen había descendido hasta casidesaparecer. Duna se estremeció.

—Si no salimos de aquí pronto nosvolveremos locos.

—El Flautista puede que no tarde enmarcharse de nuevo. Pero tendremos queestar listos para cuando eso ocurra o nos

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quedaremos encerrados en la cueva.—¿Y tu plan consiste en…?—En llevar a Cinthia hasta la

entrada del túnel. Cuando salga,estaremos preparados para escapar conCinthia antes de que la salida vuelva acerrarse.

Duna se encogió de hombros.—Por ahora no tenemos nada

mejor…—Ayúdame a levantarla.Con Sírgeric agarrándola por la

espalda y Duna por delante, lograronponerla en pie. Pero no que semantuviese erguida.

—Pesa… demasiado…—Espero… que no pueda…

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escucharte —bromeó Sírgeric—.Seguro… que se ofendería.

Por supuesto, Cinthia no pareció serconsciente de nada de lo que ocurría asu alrededor. Duna agarró sus piernas yde ese modo la fueron moviendomientras esquivaban los cuerpos delresto de encantados.

—Sírgeric… no puedo… —Losbrazos comenzaban a ceder.

—Ya casi hemos llegado. Aguanta.Duna intentó seguir, pero nunca

había imaginado que un cuerpo inertepudiera pesar tanto. Las manoscomenzaron a dolerle.

—Sírgeric… de verdad… no…puedo.

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El cuerpo de su amiga se fueescurriendo… hasta caer al suelo.Sírgeric quiso detenerse un instanteantes, pero llegó tarde y las piernas deCinthia golpearon el suelo y al jovenque tenía a su lado. Cuando sus piestocaron las rodillas del muchacho, estepareció perder el equilibrio y sedescompuso como un castillo de naipes.Sin que pudieran evitarlo, el cuerpo delencantado empujó al mismo tiempo el deuna chica que tenía a su lado. Sírgericalargó el brazo pero llegó tarde, y estase precipitó sobre el suelo sin que surostro variase ni un ápice.

Aunque los tres cuerpos parecíanhaber caído sin hacer ningún ruido, los

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dos jóvenes se miraron preocupados.Antes de que pudieran decir esta boca esmía, sus miedos se confirmaron: unospasos se acercaban por el túnel mientrasla luz de una antorcha iba devorando laoscuridad.

Corpuskai regresó al campamentosin demasiada prisa. Cuando estaba apunto de llegar, se detuvo a descansar ya tomarse lo poco que le había sobradodel almuerzo. Sabía cómo se pondríaDivishleyt si descubría que no se lohabía comido todo.

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En esas estaba cuando reparó en lahilera de flores doradas que formabanun sendero y que se perdía por elcamino. Extrañado de no reconocer aprimera vista la especie, se acercó acontemplarlas con mayor detenimiento.

En apariencia, no distabandemasiado de los gordolobos comunes.Sin embargo, el color de sus pétalos,más oscuro de lo normal, y sudisposición, separados y no en forma deramilletes alargados, le dejaron tanintrigado como el hecho de que hubieranaparecido tan de repente, a escasassemanas de que diese comienzo elinvierno.

Arrancó un ejemplar y lo examinó

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con ojo crítico. Apartó los pétalos paradescubrir, extrañado, que en el interiorde la flor, donde deberían estar losestambres y el pistilo, estabacompletamente vacío.

La dejó caer al suelo con un actoreflejo, y antes de que pudieraformularse la pregunta de cómo podíanreproducirse sin el polen, la flordesapareció dejando tras de sí un humopardusco.

Creyendo que lo había imaginado, elChamán arrancó dos flores más y lasdejó en la tierra. ¡Ahí estaba de nuevo!Se habían volatilizado como la primeracon unos finos hilos de humos que sedeshicieron en el aire.

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—¿Qué demonios es esto? —sepreguntó en voz alta. Repelido por elextraño aspecto de las misteriosasplantas, se vio movido a patear cuantastenía a su alrededor hasta que la nube dehumo negro fue tan espesa que dejó dever sus propios pies. Cuando se esfumó,hasta Corpuskai tuvo dudas de si no lohabía imaginado: las raíces que habíanquedado al arrancarlas habían corrido lamisma suerte que los pétalos y lostallos. No estaban. Divishleyt tenía quever aquello. Como experta en hierbas yplantas, podría darle una explicaciónlógica, si es había alguna.

Se puso a andar siguiendo el caminotrazado por las flores sin percatarse del

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trote de caballos que se acercaba desdeel bosque. Para cuando los advirtió, lostenía casi encima. El Chamán apenastuvo tiempo de saltar hacia los arbustosque tenía al lado y aguardar acuclilladoa que pasaran de largo los ocho jinetes.Llevaban las caras cubiertas porpañuelos y gorros de ala ancha. Dosmujeres encabezaban la marcha.

Todo hubiera quedado como unsimple descuido por su parte de no serporque comprobó atónito cómo lasdamas reducían la marcha unos metrosmás adelante y buscaban algo a sualrededor…

Corpuskai miró hacia el suelo paraencontrarse con los pocos gordolobos

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dorados que quedaban en pie después dela estampida de los caballos. No hizofalta que nadie se lo explicase paraentender de dónde habían salido y cuálera su función.

Y por si todo aquello no resultaba yade por sí sospechoso, también estabanlas maldiciones que tres de los nuevejinetes acarreaban encima. Las dosmujeres, según pudo comprobar elChamán, sufrían un hechizo irreversibleque fue incapaz de determinar. Pero fueel del tercer hombre, a la cola delséquito, el que le dio la pista definitivasobre la naturaleza de su misión.

Se puso en pie rápidamente, diomedia vuelta y subió a su montura para

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después partir al galope en busca deayuda.

Sus amigos corrían un peligromortal.

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16Atrapados

El Flautista regresó a la cueva con lacabeza despejada y los malos recuerdosdesperdigados con los vientos de lospáramos. Allí permanecerían al menosun par de días más. Con un poco desuerte, le mandarían algún recado prontoy volvería a estar en camino… aunqueno conseguía averiguar si aquello leparecía mejor o peor.

No hubo dado ni dos pasos sin la

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máscara cuando presintió que sucedíaalgo raro. Había pasado tanto tiemposolo en la cueva que recordaba cadadeformación en la roca, cada mota depolvo sobre el suelo y cada huella en laarena como un cuadro en la pared de unacasa. Alguien había estado allí mientrassalía a pasear…

Volvió a ponerse la máscara conmanos temblorosas, agarró el pífano y lohizo girar entre los dedos. Se llevó elinstrumento a los labios y tocó unarápida melodía. A continuación, agudizóel oído.

¿Quién había osado penetrar en suguarida? ¿Acaso una de Ellas?Imposible. En sus cientos de años jamás

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lo habían hecho, ¿por qué ahora? Sinecesitaban decirle algo, conocíanmaneras más eficaces y rápidas dehacerlo que bajando hasta el Continente.El único recuerdo que tenía de ellas erala neblinosa imagen que le ofrecieron enaquel sueño en el que le maldijeron.

«Paff» «Paff»El ruido llegó hasta sus oídos como

si se hubiera producido en el mismísimosalón. Quien fuera, estaba en la gruta delos recién llegados, como él la llamaba.Se recolocó bien la máscara, tomó unade las antorchas de la pared y con elinstrumento en la otra mano se dirigióhacia allí.

El desorden en esta cueva era mucho

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más evidente que el del salón: había dosmuchachos tirados en el suelo comomarionetas desarticuladas. Junto a laentrada del túnel, una tercera jovenpermanecía sentada con la espaldaapoyada en la pared y la cabeza ladeadahacia la derecha.

El intruso debía de haberse ocultadoentre los demás encantados.

—Intenta esconderte, intentaescapar… —canturreó el Flautista—.Pero al viejo Flautista no engañarás.

Con un ágil movimiento se llevó elpífano a la boca y entonó una melodíapausada y sinuosa que anidó en loscorazones de todos los malditos,reviviéndoles durante un instante para

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que llevasen a cabo su misión.—Señalad al intruso —ordenó.Y ellos obedecieron.Todos los embrujados alzaron el

dedo índice en dirección a la parte másalejada de la gruta. Antes de que losinterpelados pudieran reaccionar eimitar a los verdaderos malditos, elFlautista les vio. Eran dos.

—Os lo dije —comentó, como conlástima.

La muchacha, de largo pelo negro ycuerpo esbelto, se escabulló entre losniños que la acusaban, mientras que sucompañero, de pelo color zanahoria,tomó el camino opuesto con la claraintención de despistarle. Ingenuos.

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—¿No os cansáis de jugar? —Necesitó menos de cinco notasarrancadas de su instrumento para quelos malditos se lanzasen a por ellos entropel.

El Flautista se quedó sorprendido dela agilidad y de la fuerza de la intrusa.Se deshizo de los primeros muchachossin dificultad, mientras que de lossiguientes logró escabullirse a base degolpear sin ningún control a todo el quese le cruzase en su camino. Pordesgracia, eran demasiados y ni contodas las patadas y puñetazos fue capazde lograrlo.

El otro muchacho también estabaoponiendo demasiada resistencia. Sus

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golpes eran mucho más certeros que losde ella y también su velocidad a la horade cambiar de recorrido para despistar.Con todo, no tenía nada que hacer contrasus casi cien perseguidores.

—¡Soltadme! —gritaba la joven sinrendirse.

—¡Duna! ¿Estás bien? —preguntó sucompañero desde el otro extremo de lacueva.

—Vaya, vaya, vaya… —murmuró elFlautista, acercándose primero al chico—. Así que tenía visita y yo no me habíaenterado.

—Libéranos —replicó—. Losabemos todo sobre ti.

—¿De veras? ¿Y tendría que estar

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preocupado? —Soltó una amargacarcajada— Debería encantaros ylanzaros al río como ratas.

El miedo asomó unos instantes a losengreídos ojos del joven.

—No puedes…Él se encogió de hombros.—Quizás sí, quizás no. Ya habrá

tiempo de comprobarlo —respondió,dejando al muchacho con la duda y elmiedo en su garganta. Con rapidez y loscascabeles tintineando sobre su cabeza,se alejó de allí en dirección a lamuchacha.

—¿Tu madre nunca te enseñó a noentrar en casas ajenas sin permiso? —preguntó, cruzándose de brazos frente a

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ella.—¿Y a ti la tuya no te enseñó a no

robar niños? —le espetó Duna sin tansiquiera levantar la mirada.

Debería acabar con ellos. Matarlessin perder más tiempo. No tendrían queestar allí, no deberían conocer el secretode su guarida y, sobre todo, no deberíanestar burlándose de él. Sin embargodecidió esperar. Pasaba tanto tiemposolo que nunca venía mal algo decompañía. Ya habría tiempo dedeshacerse de ellos… Bueno, no élpersonalmente. Hacía mucho tiempo quelos trabajos sucios ya no los hacía consus propias manos, sino con las de loshechizados.

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—¿A qué habéis venido? —hizo lapregunta imaginando la respuesta: algúnfamiliar encantado, o un hermanoarrancado de la cama en mitad de lanoche. Quizás el sueño de ingentescantidades de oro ocultas en la gruta ode tesoros que darían un vuelco a lavida del primero que lograse engañarle.

Ella alzó la cabeza y le miró conseriedad. Dos jóvenes de brazos fuertesla tenían inmovilizada por las axilas.

—Se podría decir que a recuperaralgo que nos pertenece.

Lo suponía. Después de tantos añoshaciendo el mismo trabajo, poco lequedaba ya por ver. Aunque debíaadmitir en su favor que nadie había

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llegado tan lejos.—Todo lo que hay en esta cueva es

mío —replicó tajante el Flautista—.¿Quién os ha hablado de este lugar?

—El Continente entero sabe quiéneres y qué haces. ¿Crees que tu guaridapodía seguir siendo secreta después detantos años?

Supo que lo decía para enfadarle,para hacerle perder los estribos ydespistarle, pero no le daría aquellasatisfacción.

—¿Ves esto? —El pífano bailó entresus dedos—. Solo con tocarlo puedocontrolar a las cientos de personas quehay encerradas en esta montaña. Consolo desearlo, os estrangularían para

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que no pudieseis decirle a nadie lo quehabéis visto. Ahora responde: ¿quéhacéis aquí?

Ella puso los ojos en blanco.—¿No me has oído? Hemos venido

a buscar a alguien que te llevaste.—Eso es imposible —replicó,

tajante.La muchacha suspiró agotada. Creía

que estaba bromeando.—Solo queremos llevarnos a nuestra

amiga y desaparecer. No queremosrobarte.

El Flautista se había quedado sinpalabras. Era la primera vez que seencontraba en una situación semejante.Había arrancando de sus familias a

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niños casi recién nacidos, había roto loscorazones de miles de personas, peronunca, jamás, nadie había osadoarrebatarle una de sus presas. Todos letemían. Era un ladrón de niños, de vidas.

—¿Qué quieres a cambio? —preguntó el muchacho desde el otro ladode la sala, atento a la conversación.

—No es cuestión de lo que yoquiera. No, no, no… —repuso elFlautista, saliendo de su estupor—.Es… ¡inadmisible! Venir hasta aquí hasido una absoluta locura por vuestraparte. Nadie que entre en esta cueva…puede salir. A excepción de mí, porsupuesto. Supongo que tendrán quemataros.

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—¡Suéltanos! —gritó de repente elmuchacho, propinando una patada aljoven que le estaba reteniendo ytirándole al suelo. El Flautista,alarmado, se llevó el pífano a los labiosy tocó una rápida melodía.

Dos jóvenes regordetas y tresmuchachos de hombros anchos rodearonal intruso antes de que pudiera seguiravanzando. Le tiraron al suelo y lecolocaron los brazos a la espalda.

—¡No le hagas daño! —exclamó suamiga.

—Te ocultas… tras una máscara…porque no eres capaz de enfrentarte… atu propio reflejo —tuvo la osadía decomentar el chico. De su labio nacía un

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fino hilo de sangre que se escurría hastael suelo.

—¡Cállate! —le ordenó el Flautista.Después tocó una tonada de tres notas yuna niña de doce años se acercócorriendo para taparle la boca con lasmanos— Cállate si no quieres que osdescuarticen.

Los cascabeles tintineaban a la parque sus gritos. Sentía que el sudorempezaba a resbalarle por la nariz y lafrente.

—Escúchanos, por favor —volvió ala carga la muchacha—. Sabemos lo delas Musas. Conocemos tu castigo y todolo que te obligan a hacer, pero puedesnegarte.

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Él soltó una amarga carcajada.—¿Negarme, dices? —Se acercó a

ella— No sabes lo que dices. ¡No tienesni idea de lo que es vivir la eternidadcon sus voces marrrrtilleándome losoídos! —Se golpeó la sien con el dedovarias veces— Lo que es llevarme aniños de sus hogares para esconderlosaquí o aprender una nueva melodía acada instante y saber qué consecuenciastraerá tocarla sin poder decidir sihacerlo o no. Pero lo hago por su bien.Soy su salvador. Su… salvador.

—¿No te das cuenta de que eso es loque quieren hacerte creer? Si sus padresquedan malditos es por ellas, ¡por lasMusas! Que luego te envíen a ti a

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recoger a sus hijos es solo parte de sujuego. Es contra ellas contra las quedeberías rebelarte, no contra nosotros.

—¡Cállate!—¡No quiero callarme! —La

muchacha intentó zafarse de las manosque la retenían pero no lo consiguió.Cuando se quedó sin fuerzas, añadió—:Sabes que tengo razón…

—¡Cierra la maldita boca si noquieres que…!

La frase murió en sus labios. Nopudo creer que aquello que estabamirando fuera real hasta que lo tuvoentre sus dedos.

—¡No lo toques! —le espetó lamuchacha, revolviéndose con más

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ahínco que antes— ¡Déjalo!Pero el Flautista ignoró sus súplicas.

Sobre sus dedos alargados y llenos decallos, el colgante de luzalita parecíatodavía más hermoso de lo que lorecordaba. Jugueteó con él, girándolopara observar también el reverso ycerciorarse de que no estabaconfundido.

—¿De… de dónde lo has sacado?—preguntó con un hilo de voz.

—Es mío, no lo he robado —sedefendió ella, sin mirarle.

—Te he preguntado que de dónde lohas sacado —repitió, con un tono másamenazante. El colgante ardía en sumano sin estar caliente.

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—Me lo dio mi madre… —respondió finalmente—. Suéltalo, porfavor.

—¿Tú… madre?Ella asintió. Una diminuta lágrima se

escapó de sus ojos y cayó al suelo.—No puede ser. —El Flautista se

negaba a creerlo—. ¿Quién se lo dio aella? ¿A quién se lo robó?

—¡Mi madre no era una ladrona! —exclamó, revolviéndose con fuerzasrenovadas.

Le daban igual sus excusas. Estabaclaro que mentía. No cabía otraexplicación. Tampoco quería buscarlas.

Con un movimiento ágil, se lo sacópor encima de la cabeza.

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—¡Devuélvemelo! —comenzó agritar histérica ella. Quienes agarrabansus brazos comenzaban a tener ciertasdificultades para sostenerla— ¡Es mío!¡Ladrón!

El músico se dio la vuelta sinresponder. Con los gritos y las amenazasde los dos prisioneros tronando a suespalda y los cascabeles tintineando enla máscara, abandonó la gruta sinapartar la mirada de la joya.

No en vano, él la había mandadolabrar para la única mujer que habíalogrado recordarle que seguía vivo.

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17Emboscada

Wilhelm terminó de preparar laimprovisada tienda para pasar la nochepoco después de que el dragón saliera acazar. Sin estar todavía seguro de quepudiera comprender sus palabras, lehabía pedido, o más bien ordenado, queregresase a aquel claro del bosque loantes posible. No le gustaba que lacriatura rondase sola por losalrededores mientras Duna y Sírgeric se

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internaban en la guarida del Flautista.En realidad, pensó, también él

debería haberles acompañado. Su laborera una absoluta pérdida de tiempo. ¿Dequé servía que le vigilasen durante lasnoches? ¿Qué cambiaría si al monstruose le ocurriese prender fuego a Hamelen un arrebato de ira y de locura?¿Podría Wilhelm, con una simple orden,detener el caos?

El hombre cuervo se metió bajo eltecho de tela y se recostó en el suelo adevorar el mendrugo de pan que lequedaba. Por la mañana tendrían quepasar por una tienda de comestibles enHamel si no querían morir de hambre.

Por suerte para su salud, las Voces

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de su cabeza parecían haberse dormidohace tiempo sin intención de regresarpronto. Había tenido sus dudas alretomar el camino de sus amigos enlugar de ir en busca de su sobrina, peronunca había dejado de confiar en lasVoces y no iba a empezar ahora. Destinoo no, el suyo venía marcado por susdeseos y de nada servía contravenirlos.

Mientras desmigajaba el interior delmendrugo con los dientes para que ledurase más, se preguntó cómo les iría asus compañeros. ¿Habrían podido entraren la guarida y encontrar a Cinthia?Automáticamente, sus ojos se desviaronhacia el lugar del que se habíaarrancado la pluma negra. Volverían

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pronto, se dijo. Aunque no pudo evitarsentir preocupación; aquella también sehabía convertido en su guerra.

El tiempo se estaba agotando. Tantoel suyo para encontrar a su sobrina antesde que lo hicieran sus hermanas, comoel de Adhárel para romper la maldición.Y temía que Sírgeric cometiese algunalocura. Apenas le conocía, pero no hacíafalta ver que el rapto inesperado deCinthia le había hecho perder la cabeza.

Estaba de acuerdo en que tenían queintentar liberar a la muchacha de lasgarras del Flautista, pero tras escucharla historia del Chamán, tendrían quehaber comprendido que las cartas deaquel juego hacía tiempo que estaban

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echadas. Pero ¿quién era él paradetenerles? Solo un polizón en estaaventura. Las Voces le habían ordenadopermanecer a su lado sin dar ningunaexplicación, y a su lado estaba. Comosiempre, lo entendería a su debidotiempo. Aunque fuera ya demasiadotarde.

Se metió el último pedazo de pan enla boca intentando ignorar los rugidosque le devolvía su tripa. Ni de lejoshabía logrado calmar el hambre; si almenos se hubiera alimentado mejormientras estuvieron en el campamentonémade…

Pero entonces sus preocupaciones noeran ni su estómago, ni el hambre, ni el

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frío. Mientras estuvieron allí, solo pudotener en mente el hecho de queCorpuskai conociese su maldición ypudiera utilizarla a su favor. Deacuerdo, tenía que admitir que no lohabía hecho, pero ¿quién le asegurabaque no estuviera aguardando el momentooportuno? No sería la primera vez quele engañaban, ni tampoco la última.

Se sacudió las migas de la ropa paraintentar dormir un poco. Si no ledespertaba el aleteo del dragón, loharían sus amigos cuando regresasen.

Pero no sucedió ninguna de las doscosas y fue el sol del amanecer el que ledesveló cuando traspasó la débil telaque cubría su cuerpo. Se desperezó

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antes de salir a rastras de la tienda. Unavez fuera, agitó el ala paradesentumecerla después de una malanoche de frío y sueño profundo.

Descubrió a Adhárel tirado en elsuelo, desnudo, a unos metros de dondeél había dormido. Seguía descansando.Bostezó y dio una vuelta en redondobuscando a Sírgeric y a Duna, pero sedio cuenta enseguida de que todavía nohabían regresado.

—¿Dónde estarán? —masculló.Se acercó al príncipe y le zarandeó

del hombro para que despertase.—Adhárel, levanta. Duna y Sírgeric

no han vuelto todavía. —El otro soltó ungruñido y entreabrió los ojos—. Date

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prisa, tenemos que volver a Hamel.El príncipe bostezó una vez y se

puso en pie, tambaleante.—Estoy muerto de frío —balbució.Wilhelm regresó a la tienda y le

devolvió su ropa. Cuando estuvovestido, comenzó a entender el motivopor el que el hombre cuervo le habíadespertado.

—¿Qué deberíamos hacer?—Quedamos en que, si no lograban

nada, nos esperarían al mediodía en lapuerta del castillo. Todavía quedan unascuantas horas, así que podemos ir yendohacia allí. —Wilhelm guardó silenciounos segundos y después añadió—:Aunque Sírgeric podría aparecer cuando

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le viniese en gana.Adhárel asintió sin decir nada. Se

obligó a crear un muro entre suspensamientos lógicos y todo lo que lerecordaba a los días en que había estadosin Duna. Era sencillo encontrarsimilitudes, y no era lo que más leconvenía en esos momentos.

—En cualquier caso, me muero dehambre —comentó el hombre cuervo,rompiendo el silencio—. Estoy segurode que en Hamel podremos desayunarcomo nos merecemos. —Golpeó labolsita con berones que llevaba atada alcinturón y comenzó a desmontar latienda.

El príncipe fue a acercarse para

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ayudarle cuando escucharon el trote deunos caballos. En el momento en el queAdhárel se daba la vuelta para averiguarde dónde provenía el ruido y Wilhelm selevantaba, una flecha atravesó la forestay se clavó en el tronco que había tras elhombre cuervo; su punta y parte del astilcubiertos de sangre.

Duna se quedó sin voz poco despuésde que el Flautista les dejase solos.

—¡Vuelve aquí! ¡No huyas, cobarde!—Los gritos los profería Sírgeric desdelo que le parecía una distancia

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insalvable— Duna, ¿estás bien? ¿Te hahecho daño?

Podría haberle contestado. Podríahaber dejado de llorar para tomar aire,pero no le quedaban ganas ni fuerzas. Elúnico recuerdo que le quedaba de sumadre se había esfumado junto a aquelhombre.

—Duna, estoy aquí, ¿me oyes? —insistió él— Te haya hecho lo que tehaya hecho, se lo haré pagar. Vamos asalir, ¿me oyes? Vamos a salir…

Salir no era la cuestión. La cuestiónera hacerlo con Cinthia, pensó Duna enun momento de lucidez. Y el Flautista nose lo permitiría jamás. Llevaba cientosde años haciendo lo mismo día tras día y

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nunca nadie había conseguido escapar.La seguridad del pensamiento le hizo

temblar como una hoja seca en mitad deun vendaval. Aunque lograran recuperarel colgante de luzalita, jamás volveríana salir de la gruta. Con o sin Cinthia.Eran sus prisioneros al igual que el restode jóvenes.

Sírgeric gruñó con fuerza. Dunasupuso que estaba intentando deshacersedel abrazo de los encantados. El gruñidose tornó en un grito de angustia, despuésmás suspiros cansados, un últimobufido… y el sonido de un cuerpodesplomándose en el suelo.

La muchacha alzó la mirada cuandooyó la respiración entrecortada de su

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amigo. Giró la cabeza y vio a los tresencantados en la misma posiciónanterior, pero Sírgeric no se encontrabaentre sus manos. Por el contrario, searrastraba por el suelo de piedra con lacara roja por el esfuerzo anterior y unamirada segura en los ojos.

—Vamos a salir… de aquí —leaseguró a Duna cuando llegó a su lado.A continuación, y sin esperar respuesta,comenzó a hacer palanca para liberarlos dedos de los encantados del brazode Duna. La muchacha se quedó un tantosorprendida al comprobar la fuerza queocultaba el chico bajo su escuálidaapariencia.

Cuando el sudor comenzaba a perlar

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la frente del chico, las últimas manosliberaron el cuerpo de la joven, que sedesplomó sin remedio sobre el suelo.

El sentomentalista la agarró y laayudó a ponerse en pie.

—¿Puedes caminar? —le preguntó,apartándole el pelo de la cara. Ellaasintió mientras se recomponía—.Primero iremos a por el Flautista.Después regresaremos a por Cinthia.¿De acuerdo?

No hubo respuesta por parte deDuna, por lo que Sírgeric lo tomó comouna confirmación.

Juntos abandonaron la cueva, no sinantes comprobar que, aunque sentada enel suelo como un muñeco roto, Cinthia

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parecía estar bien.Se mantuvieron pegados a la pared

durante el tiempo que tardaron enrecorrer todo el túnel hasta la cuevaprincipal. Después, aguardaron ocultosentre las sombras. Si querían teneralguna oportunidad, tendrían que pillaral Flautista por sorpresa. De no ser así,con un mero soplido a su instrumentopodrían volver a quedar atrapados… oalgo peor.

Una pequeña lumbre crepitaba en elextremo este. Frente a ella se encontrabael sillón que habían visto al entrar en lagruta. Alguien lo había movido.Seguramente el mismo que en esosmomentos estaba sentado en él.

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Sírgeric le señaló la dirección aDuna antes de ponerse en camino conpasos cortos e intentando que las suelasde sus zapatos no crujiesen sobre laarenisca. La mayoría de las antorchasque antes habían visto encendidas ahoraestaban apagadas. La única luz proveníade la hoguera. Por suerte, el caminohasta ella estaba despejado.

La muchacha le siguió con idénticacautela. No tenía muy claro cuál era elsiguiente paso de su brillante plan, perotemía que el sentomentalista pudieranecesitar su ayuda. En estas, alcanzaronel enorme butacón y, antes de que Dunase diera cuenta, Sírgeric saltó sobre elenorme respaldo y agarró por el cuello

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al Flautista. Duna se apresuró a suavizarla caída del sofá cuando este cedió porel peso añadido de su amigo.

No fue hasta que Sírgeric se subiósobre el pecho del Flautista pararetenerle que Duna reparó en que estaballorando. Las lágrimas se derramabanpor sus mejillas, ahora a ras del suelo,hasta el frío suelo de roca. Duna seapartó angustiada al observar el rostroconsumido por el fuego tanto tiempoatrás. Secretamente, deseó que llevarapuesta la máscara.

—¿Vas a dejarnos escapar ahora? —le preguntó Sírgeric entre dientes,inmune a su aspecto y con el filo delcuchillo rozando su cuello.

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—¡Haz… lo! —balbució el hombreentre sollozo y sollozo— Hazlo e intentalibe… liberarme de este infierno.

—No me faltan ganas —replicó—.Pero entonces nos quedaríamos aquíencerrados. Conocemos tu pequeñosecreto de la inmortalidad. Pero debessaber que hay cosas mucho máshorribles que la muerte.

El Flautista soltó un gemido que setransformó en una risotada.

—¿Qué puede enseñarme un niñocomo tú… sobre cosas horribles?

El sentomentalista presionó un pocomás el puñal y el hombre cerró la boca.

—Sírgeric, basta —le pidió Duna asu espalda, haciendo de tripas corazón.

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Después se dirigió al Flautista—.Déjanos marchar con nuestra amiga y novolverás a vernos nunca más.Desapareceremos para siempre y no selo diremos a nadie.

El Flautista sonrió sin labios ycomentó:

—Nunca digas nunca…Duna ignoró su recomendación y se

agachó para quitarle el colgante deluzalita. Pero justo cuando ya lo tenía ensu mano, los dedos del hombre seaferraron al brazo de ella. Antes de queSírgeric pudiese intervenir, su vozpronunció un hombre que convirtió enhielo la sangre de Duna.

—Elecsa.

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—¡Wil! —exclamó Adhárel,corriendo a socorrerle. La flecha lehabía rasgado la parte derecha de lacara, que sangraba profusamente. Elhombre cuervo cayó al suelo.

—Estoy… estoy bien —masculló,aturdido.

—Es solo un rasguño —le aseguróAdhárel, arrancándose un trozo delchaleco para limpiarle la sangre—.Tenemos que salir de aquí.

Con la misma rapidez, se escurrióhasta donde había dejado las cosas ysacó la espada que le había prestado

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Wilhelm cuando se conocieron.Después, tomó a su amigo por loshombros y le arrastró a un lugar másprotegido por la foresta.

El galope de los caballos seacercaba sin remisión, y con él susatacantes.

—Nos han encontrado… —dijoWilhelm. No tuvo que explicar a quiénse refería para que Adhárel leentendiese.

—Esta vez no vienen solas —repusoel príncipe. Dejó a Wil junto a unasrocas y después procedió a limpiarleuna vez más la cara—. Tendrás quesostener tú la tela mientras yo vigilo.

—No es nada… —le aseguró, con

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los ojos cerrados e intentando mover lomenos posible los labios—. Yo tambiénpuedo luchar.

—Lo sé, pero déjame que empiecesin ti —bromeó Adhárel, acuclillándosecon la espada lista.

Los enormes sementales no tardaronen aparecer. Ocho, contó el príncipe.No, nueve. Un último caballo conaspecto de estar sobrealimentado seañadió al corro. Adhárel intentórecordar dónde había visto aquel rostrotan familiar, pero no logró ubicarlo.

—¿Dónde están? —preguntó este,acercando su montura a la de lasasesinas, que iban al frente—. ¿Dóndeestán, maldita sea? ¡Creía que les

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habíais dado!—Dile que se calle o se queda sin

lengua —le amenazó una de lashermanas de Wilhelm, quitándose elpañuelo que le cubría el rostro. Elpríncipe dio un respingo al contemplarla deformidad de sus facciones. ¿Seríaposible que fuese la misma que les atacóen Manseralda?

—Ya la has oído, Drólserof —comentó la otra.

—¡Dejad de darme órdenes yencontradles! ¡Vosotros! —gritó, endirección a los seis hombretones que lesacompañaban— No pueden haber idomuy lejos. Sus cosas todavía están aquí.

La gemela descabalgó y se acercó al

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árbol donde se había clavado la flecha.La arrancó de golpe y la olió. Sin deciruna palabra, miró hacia el suelo hastadar con la mancha de sangre quebuscaba.

—Uno de ellos está herido. —Conun ademán, señaló en dirección a suescondite—. Por allí.

Adhárel se tensó entre los helechoscon la espada lista.

El sexteto de bandoleros tambiéndescabalgó y al príncipe no le pasarondesapercibidos los enormes arpones quecargaban sus monturas sobre las grupas.¿Qué pretendían cazar en aquellosbosques?

Una de las hermanas bordeó el claro

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por un extremo mientras la otra lo hacíapor el contrario. El grupo de hombres sedirigía directamente hacia ellos. El talDrólserof, que parecía estar al mando dela cuadrilla, seguía sobre su montura conla mirada puesta en su improvisadoejército. ¿Qué hacía en medio de todoaquello? ¿Les había contratado él? ¿Porqué?

El primero de los asesinos alcanzólos matorrales tras los que se ocultabany comenzó a zarandearlos con sudesvencijada espada. Wilhelm le hizouna señal a Adhárel y este asintió. Almenos la herida ya no sangraba tantocomo al principio.

—Pitas, pitas, pitas… —bromeaba

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con voz rasgada, riendo como unpalurdo—. Pollito, pollito… ¿dóndeestá el…?

El príncipe salió en aquel momentode su escondite y le acertó con la espadaen el estómago. El otro cayó fulminadoal instante. Los cinco restantes corrierona atacar, pero cuando estaban a punto dealzar sus espadas, una criatura oscura yenorme surgió tras la espalda delpríncipe y desplegó un ala tan negracomo el infierno.

—¡Un demonio! —gritó uno deellos, trastabillando y cayendo al suelodel susto. Los demás también se alejaronunos cuantos pasos.

—Nah… —masculló una gemela,

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restándole importancia con un ademán—. Es solo nuestro hermano, que estáencantado de vernos, ¿verdad, Wil?

Adhárel se colocó en posición dedefensa junto a Wilhelm. La herida sehabía vuelto a abrir y dos hilos desangre corrían por sus mejillas,otorgándole un aspecto aún mássiniestro.

—Kalendra —saludó el hombrecuervo sin variar el gesto de desprecio—. ¿Dónde has dejado a Firela?

—¡Está aquí también! —exclamóella encantada, señalando a la horrorosajoven que les apuntaba en esosmomentos con la ballesta.

La asesina recorrió los tres rostros

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que la miraban estupefactos.—¿Fi… Firela? —preguntó

Wilhelm, incrédulo. Por un momento seolvidó de dónde estaban y a puntoestuvo de acercarse para comprobar consus propios sentidos que aquella seguíasiendo su hermana mayor.

—No me mires… —los árboles setragaron la voz de Firela como unsusurro en una tormenta. Sus dedosacariciaron la ballesta.

Wilhelm volvió en sí. Tenían queescapar como fuera, encontrar unasalida. Conseguir tanto tiempo comopudieran…

—¿Qué hacéis aquí? ¿No tuvisteissuficiente con matar a Dalía?

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Kalendra se llevó una mano a laboca, falsamente sorprendida.

—¿A Dalía? ¿Nosotras? ¡¿Cómopuedes pensar algo tan horrendo?!

—Supongo que porque habéisintentado hacerlo también conmigo —comentó él, señalando la herida delrostro.

Ella se encogió de hombros.—Ha sido sin querer. No es a ti a

quien buscábamos —añadió—. Ya sabeslo mucho que nos gustan las reunionesfamiliares.

—Y, sin embargo, parece quesiempre que nos juntamos, alguientermina muerto.

—En eso tengo que darte la razón.

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—Kalendra soltó una risita cantarina.Firela bufó hastiada.—Kendra…Wilhelm todavía se sorprendía de

cómo Firela aguardaba las órdenes de suhermana para actuar, fuera para lo quefuese.

—Sabes que no os puede salir nadabien, ¿verdad? —intervino Wilhelm—No conmigo aquí.

—Nos subestimas.—No, Kendra. Vosotras sois las que

me habéis subestimado a mí siempre.Todavía no comprendéis la maldiciónque recayó sobre mí cuando coronaron anuestra hermana.

—Ya lo veremos. Ahora, si me

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permites… —Se giró hacia el príncipe ysu mirada se oscureció—. Volvemos aencontrarnos.

Adhárel no respondió.—Parece que tienes una cuenta

pendiente con nuestro cliente —comentó, señalando con la cabeza alhombre del caballo—. ¿Dónde estáDuna? —añadió, ensanchando la blancasonrisa— Mi hermana y yo la echamostanto de menos… Cómo gritaba y selamentaba. ¡Oh! Por lo que veo, hasvuelto a perderla.

—Cierra la boca… —siseóAdhárel.

Wilhelm se acercó por detrás.—Intenta distraerte —le susurró—.

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No la escuches.—Sí, eso, no me escuches. La última

vez que lo hiciste terminaste con unaespada en el pecho.

—Y como puedes comprobar, sigoen pie —replicó Adhárel con malicia.

—Me encargaré personalmente deque esta vez no sea así.

Adhárel alzó la espada y asintió.—Estoy esperando.Cuando pronunció aquellas palabras,

Wilhelm perdió fuerza en las rodillas yse tambaleó unos segundos. Antes deque Adhárel pudiera preguntarle qué lesucedía, el primero de los bandolerossaltó por encima de su compañeromuerto con una enorme hacha en ristre.

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Adhárel detuvo el primer ataque consu espada y después aguardó el segundo.Cuando este llegó, se limitó a giraragachado y dejó que la inercia del golpefallido hiciera el resto. Al tiempo queacababa con él, escuchó una flechasilbarle junto al oído. Se giró paradescubrir a Firela armando de nuevo laballesta a una velocidad endiablada. Losotros tres compañeros que quedaban semiraron preocupados, pero tras unaseñal del que parecía el cabecilla,atacaron en formación. O algo parecido.

—¡Wil, cuidado!El príncipe actuó casi por instinto:

se adelantó hacia el grupo para sorpresade estos y golpeó al que tenía más cerca

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con el puño de la espada. Acontinuación, le agarró por el brazo y locolocó frente a él a modo de escudo. Lasegunda flecha, directa a su corazón, seclavó en el pecho del bandolero. Firelale miró enfurecida antes de descabalgar.Los dos restantes dieron un paso haciaatrás, aturdidos.

El hombre cuervo se recuperó delmareo a tiempo para ver cómo Kalendraimitaba a su hermana y descendía conuna brillante espada de empuñaduraoscura bailando en su mano.

—Aficionados… —comentó en vozalta para que todos la oyesen—.¿Podemos actuar ya o tenemos queesperar a que terminen con ellos

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primero? —le preguntó a quien les habíacontratado y que ahora contemplaba laescena estupefacto.

—N… no, no —tartamudeó casi sinvoz. Después comenzó a gritar—. ¡Noesperéis más! ¡Vamos!

—Eso pensaba —añadió.Adhárel y el hombre cuervo

retrocedieron.—Escúchame —le dijo Wil sin

apenas abrir la boca—. Tienes que huir.—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Y dejarte

solo?—Te conseguiré algo de ventaja,

después será cosa tuya.—No pienso hacerlo.El hombre cuervo dio un paso más

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hacia atrás y le miró de reojo.—Hazlo —le ordenó.—Wil…Firela y Kalendra estaban cada vez

más cerca. La primera con la ballesta denuevo cargada y la segunda con laespada en alto.

—Adhárel, no hagas más preguntas yconfía en mí. Sé lo que hago. Correhasta Hamel y ocúltate en algún lugarseguro hasta la noche.

El príncipe le miró preocupado,pero finalmente asintió. En ese instante,Wilhelm se abalanzó sobre sus hermanassin dar más explicaciones y desplegó elala negra como maniobra de distracción.

«¡Fas!»

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La flecha voló, cortando el aire yatravesando la extremidad del hombrecuervo.

—¡Agh! —Wil cayó al suelorodando al tiempo que Adhárel dabamedia vuelta y huía de allí.

—¿Adónde va? ¡No le dejéisescapar! —gritó desesperado Drólserof.

El hombre cuervo ignoró la nuevaherida y aprovechó el desconcierto paraarremeter contra Firela. Le arrancó delas manos la ballesta, que fue aestrellarse lejos de allí, y la empujó alsuelo.

—¡Ve… tras él! —le dijo aKalendra antes de rodar junto a Wilhelmpor el suelo.

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Su hermana dudó unos preciososinstantes, pero al final se decidió. Firelaacabaría con su hermano antes de queella hubiera cazado al príncipe.

—De acuerdo. —Se giró hacia losbandoleros que permanecían en pie—.Vosotros, por allí. Yo iré por aquí.¡Rápido!

Montó sobre Arcán y partió algalopeo. Para cuando Drólserof quisodarse cuenta, Kalendra ya se internabaen el bosque.

Mientras tanto, el príncipe intentabarecordar qué camino era el másadecuado para llegar al reino. No sabía

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de cuánta ventaja disponía ni si leserviría de algo, pero tenía que llegar aHamel lo antes posible. Una vez allí,podría ocultarse en las callejuelas y susperseguidores tendrían más complicadoencontrarle.

Lo único que pedía era que Duna ySírgeric no apareciesen en aquelmomento; que al menos esperasen a quehubiera encontrado un buen escondrijo.

No tardó mucho en encontrar elsendero que recordaba de la nocheanterior. Iba por buen camino. Si seguíaa ese ritmo, pronto alcanzaría lamuralla. Esquivó un tronco caído,arrancó de raíz varias zarzas con lasbotas y saltó sobre un charco que cubría

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buena parte de la tierra. Pero todavía noveía la muralla cuando los cascos de loscaballos resonaron entre los árboles.

¡Qué bien le vendrían ahora las alasdel dragón!, pensó para sí. Las piernascomenzaban a dolerle por el esfuerzo,pero no era buen momento paralamentarse. Con o sin alas tenía quesalvarse. Tenía que proteger a Duna.Tenía que…

El caballo surgió de entre losárboles como un oscuro torbellino y seplantó en mitad del camino. Adhárelreaccionó a tiempo para no darse debruces contra él. El animal alzó laspatas delanteras y relinchó con fiereza.

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18Amor maldito

—¿Dónde has oído ese nombre? —preguntó Duna con un hilo de voz.

—¿La conoces? —quiso saberSírgeric, sorprendido de que su amiga leestuviera siguiendo la corriente.

Duna le ignoró y siguió mirando conavidez al Flautista. Él, por el contrario,bajó los ojos con un ligero temblor enlos labios.

—¡Contesta! —le ordenó,

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impertérrita.Recordaba el nombre como si lo

hubiera oído de boca de la criada delcapitán Emmerson aquella mismamañana. Desde que partieron de Luznal,no había podido quitárselo de la cabeza.Elecsa… Elecsa… Se había instaladoen sus recuerdos y en su corazón comoun puñal en forma de pregunta o unmisterio sin solución. ¿Era una mujer?¿Un antiguo reino asolado por las Musasen el pasado?

Levantó la mano para golpear alFlautista cuando este comenzó a hablar.

—Pensé que la amaba… —dijo estecon la voz rasgada—. Elecsa.Pronunciar su nombre me trae el aroma

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del mar y los recuerdos de un pasadoque hasta ahora creía un sueño. Las olas.Dibujos en la arena con una rama… —Se interrumpió con una carcajada. ¿Oera un sollozo?

Duna y Sírgeric se miraronconsternados. ¿Podía ser que tantos añosde plena soledad hubieran minado sujuicio, o estaba fingiendo perder lacabeza? No había manera de saberlo,dedujeron por separado. Solo quedabaescuchar e intentar sacar en claro lo quebuenamente pudieran.

Los ojos del Flautista se encontrabanmás allá de la cueva, de Hamel y delMar del Sur cuando prosiguió.

—Hacía mucho tiempo que cargaba

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con el castigo impuesto por las Musas.Siglos, años, semanas, días, horas…Nadie puede entender la soledad comoyo. Vivo como un fantasma encadenadoa este mundo para toda la Eternidad. ¿Eseso justo acaso? ¿Lo es? —No esperó larespuesta y siguió divagando. A Duna nole cupo la menor duda de que en elpasado había sabido engatusar con suspalabras como el mejor de los némades—. Eran ya cientos los niños que habíasalvado del destino gris de sus familiastrayéndolos a esta cueva. ¡Decenas losreinos que había visto sucumbir a lacodicia de sus reyes y florecer sobre lasruinas de los caídos! Generacionesenteras las que habían poblado y

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abonado las tierras del Continente consus restos cuando me decidí a viajar alsur. —Tras decir aquello, se detuvo uninstante—. No sabía de cuánto tiempodisponía antes de que volvieran arequerir mis servicios, por lo que no medemoré y partí al poco de tener la idea.Temía encontrármela, pero al mismotiempo lo deseaba con fervor.

Los amigos se miraron. ¿Hablaba deElecsa? ¿De la Musa convertida enhumana? ¿O de otra persona con la quetemiera reencontrarse?

Sin darse cuenta, Duna le habíasoltado y se había reclinado paraescuchar. El Flautista, por el contrario,continuaba con la espalda sobre la

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tierra, mirando al techo.»No había regresado desde que me

castigaron. Aquella tierra me traía elrecuerdo de la libertad, de una vida quejamás volvería a degustar y que se meatragantaba en la garganta como unabocanada helada de agua de mar. Peroallí estaba: andando por sus campos yaspirando su aroma salino… hasta quellegué a un abismo que no recordaba queexistiese.

»La tierra, otrora cubierta demontañas y pastos verdes, terminabaabruptamente mucho antes de lo querecordaba en escarpados barrancos quese despeñaban en el mar. ¿Estabavolviéndome loco? ¿Me había

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confundido de camino? Sí, habíanpasado más de cien años desde que nobajaba allí, pero mi memoria, pordesgracia, seguía tan intacta como alprincipio. Y aquello no era como debíaser.

»¿Qué había pasado con el resto delContinente?, me pregunté. ¿Un gigante sehabía tragado la tierra de mi infancia?¿Cuándo? Antes de poder encontrarrespuestas, estalló una fuerte tormenta,como si el cielo no quisiera que loaveriguase, y tuve que buscar un lugar enel que guarecerme. —Duna dedujo quevolvía a delirar, por lo que dejó deprestar tanta atención—. Por suerte dicon una amable pareja que me acogió en

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su hogar para pasar la noche. Norecuerdo sus nombres, pero sí sus voces.Curioso, ¿no es cierto? Era la primeravez desde hacía mucho tiempo que noconversaba con nadie, ¿sabéis? Pero almenos no había olvidado cómo se hacía.

»Tras la cena, les entretuve con mipífano hasta bien entrada la noche. Lamujer no tardó en retirarse, por lo que elhombre y yo nos quedamos solosaguardando el amanecer. Fue entoncescuando me habló de las leyendas quehabían aparecido en aquella tierradespués de abandonarla.

»Me habló de la Tormenta de fuego yde cómo los rayos habían desgarrado elsur del Continente hasta alejarlo mar

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adentro. También me habló de lasextrañas criaturas que habían surgidodel mar tiempo después navegandosobre peces gigantes y nenúfares sintallos tan grandes como palacios…

—Creo que ya hemos oído suficiente—le interrumpió Sírgeric de malasformas.

El Flautista reparó en ellos depronto y sus ojos reflejaron suextrañeza. Poco después, pareciórecordar dónde estaba y quienes eranellos.

—¿Creéis que me lo estoyinventando, chiquillos engreídos? —preguntó, incorporándose hasta quedarsentado frente a ellos— ¡Sois todos

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iguales! Por eso los prefiero a ellos —señaló a la gruta de la cueva—. Nohablan, no contestan, no opinan.

—¿Eso crees? —replicó elsentomentalista— ¡Estoy seguro de quesi les permitieses hablar, te dirían unascuantas cosas! Y dudo que fueranespecialmente dulces.

Duna le dio un codazo a Sírgericpara que cerrase la boca.

—Por favor —intervino ella—,sigue hablando. Necesito saber quién esElecsa…

El Flautista miró de soslayo aSírgeric con desdén antes de reanudar lahistoria.

—¿Por dónde iba?

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—Por los nenúfares mágicos —respondió el chico con sorna.

—Sí, sí. Los nenúfares y los pecesgigantes. —El hombre asintió sinreparar en el tono de burla del joven—.Como os decía, no sé cuánto de verdad yde mentira había en lo que el hombre mecontó. Lo único cierto era que parte delContinente había desaparecido, y quehasta el momento solo tenía su versiónde los hechos. Transmitida tal cual porsu padre y por el padre de su padre. —Se detuvo y se golpeó con el dedoíndice la barbilla—. ¿Sabéis qué es lomás curioso?

—¿Que los nenúfares no crecen enel mar?

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—No. Que me suplicó que no loolvidase nunca porque él no habíatenido hijos a quien contarles la historia.

—Conmovedor. —Sírgeric se giróhacia su amiga—. Por favor, Duna.Tenemos que irnos. Estamos perdiendoel tiempo. ¿Qué más da quien sea esaElecsa? ¿Qué importa? ¡Tenemos quesalir de aquí con Cinthia!

La muchacha observó el colgante deluzalita en la palma de su mano.Después cerró el puño y negó con lacabeza.

—Quiero escuchar el resto de lahistoria.

Al volverse hacia el Flautista,descubrió que este miraba fijamente la

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arena del suelo. Tras pedirle quecontinuara, asintió.

—Cuando el hombre terminó dehablar, me di cuenta del daño que habíanhecho mis vanidosas acciones. Desdeluego que él no sabía quién era yo, nicuál había sido mi castigo, ni quiénhabía sido… bueno, Ella. Pero a mí mefue muy fácil relacionarlo todo. Me dicuenta de que debía pagar por misacciones y que Ellas me estaban dandola oportunidad de enmendarlas… a sumanera.

»Con todo, quise seguir adelante.Me había prometido no detenerme hastallegar al sur y no lo iba a hacer con elprimer cambio de viento. Así, con ayuda

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de aquel amable hombre, construí unabarca lo suficientemente resistente comopara no volcar con el oleaje, perotambién fácil de manejar por una solapersona. Como ya os he dicho, soyinmortal para mi desgracia. Peroestaréis de acuerdo conmigo en quecruzar el mar a nado no es algorecomendable.

—¿Podemos escuchar la versióncorta? —preguntó Sírgeric, cada vezmás nervioso. Duna suspiró, cansada delidiar con su malhumor. Estaba claro queaquel hombre, por muy malvado que lespareciese, necesitaba hablar de lo quefuera con quien fuese. Aunque por otrolado, Sírgeric tenía razón: tampoco

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disponían de toda la eternidad, como él.—Encontré la isla por casualidad.

Aunque sería más acertado decir que laisla me encontró a mí; las rocas de susescarpadas orillas destrozaron porcompleto mi embarcación antes de quepudiera tan siquiera maniobrar,reduciéndola a un millar de astillas queel mar se tragó. Y eso que buena partede la tierra brillaba como si de un faroencendido se tratase…

—Luznal —se aventuró Duna.—Así fue como me la presentaron a

la mañana siguiente. Luznal o Coral deluz, como la llamaban los luznenses. Unatierra cuyos cimientos eran de unmaterial más preciado que el oro y más

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extraño que el diamante en elContinente. —El Flautista se encogió dehombros, como si alguien le hubierahecho una pregunta y estuviera pensandola respuesta más adecuada—. Supongoque siempre estuvo allí… pero que nose hizo evidente hasta que la tierra seabrió y se separó del resto.

»Tardé casi una semana enconocerla. Durante aquellos primerosdías, malviví en el interior del establode un vecino al que tuve que convencerde que no era ni un maleante ni unladrón. ¡Menudos eran esos luznenses!—Duna fue consciente de que lo habíadicho en pasado, y sintió una punzada enel corazón—. Decidí que, para no

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llamar la atención de esa gente, meganaría algunos berones tocando elpífano en la plaza del reino. Fue duranteuno de estos conciertos matutinoscuando reparé en sus ojos oscuros, queme observaban entre la multitud con unbrillo diferente. Elecsa era una mujer deestatura más bien baja, su cabello negrole caía en cascada y su sonrisa logróavivar mi corazón, que hasta entoncescreía tan muerto como mi apetito.

El Flautista guardó silencio y sepuso a dibujar en la arena con el dedo.No le dijeron nada y, como imaginaban,retomó la historia unos instantesdespués. Sírgeric no lo hubiesereconocido nunca, pero en el fondo

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estaba tan interesado como Duna enconocer el final de aquella historia.

—Pasé los tres días siguientes en supequeña cabaña a las afueras. Lasegunda noche me atreví a quitarme lamáscara en su presencia y mostrarle miverdadero rostro. Ella permanecióimpávida ante mi deformidad y… —Suvoz se volvió un murmullo—, bueno,llegó a acariciar estas cicatrices sin quesus dedos temblaran.

»Recuerdo que el tiempo empeorórepentinamente y que más de una vezimaginamos que la casa saldría volandopor los aires arrastrada por un tornado,pero nunca llegó a suceder semejantecosa. En cierto modo, no éramos tan

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diferentes como podía parecer: ellatrabajaba de maestra en la escuela delreino mientras que yo protegía a otrosniños… a mi manera. Por supuesto,nunca le revelé mi secreto. Le dije queera un músico que recorría el Continenteganando berones con su pífano. Evitécontarle el hecho de que era inmortal yque hacía tiempo que había perdido milibertad, pero fui tan sincero como no lohe sido con nadie desde mi castigo.

»Por desgracia, la felicidad no durómás que unos días, hasta que recibí unanueva orden. Abandoné Luznal al díasiguiente de regreso al Continente y leprometí que volvería tan pronto comome fuera posible.

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—¿Y lo hiciste? —se descubrióDuna preguntando.

Él asintió. ¿Sonreía o estaba a puntode echarse a llorar?

—Tardé tres años en poder regresar.Siempre que lo había intentado mellegaba el aviso de un nuevo encargo, deun nuevo reino maldito y de más niñosque recoger. Pero al final lo logré.

»Jamás olvidaré el sabor de suslabios cuando llegué en mi cascarón convelas. Esta vez estuvimos juntos másdías, incluso meses. Llegué a olvidarmede mi maldición y volví a ser un humanocorriente sin ser consciente de queestaba enfureciendo a las Musas. —Calló y alzó la mirada hacia el colgante

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de luzalita en la mano de Duna—. Fuedurante esos meses cuando le pedí alorfebre de Luznal que le hiciese estecolgante a Elecsa para que me recordaracuando no pudiera abrazarla.

A Duna le recorrió un escalofrío porla espalda. No podía ser. Era imposible.Las implicaciones de aquella verdaderan demasiado grandes como paraconsiderarlas siquiera. ¿Había robadosu madre el colgante a esa tal Elecsa?¿Dónde había encontrado la luzalita?¿Podía ser que su madre fuera…? ¡No!¡Claro que no! Era imposible. Lasmanos le temblaban descontroladamente.

—¿Duna…? —Sírgeric pronunció sunombre con un hilo de voz al comprobar

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el estado en el que se encontraba.Pero ella seguía con los

pensamientos en otro lugar: en el salóndonde la criada del capitán Emmerson lehabía llamado Elecsa. En el carruaje deesclavos donde había visto a su madrepor última vez. No recordaba su rostro,ni el color de sus ojos, ni el tacto de susagrietadas manos acariciando su piel,pero no era eso lo que necesitaba ahora.Quería saber cómo se llamaba. ¿Cuálera el nombre de la mujer que le habíaentregado el colgante? ¿Elecsa, quizás?¿Entonces…?

—Duna, estás pálida —advirtió elsentomentalista—. ¿Qué sucede?

El Flautista no reparó en nada. Su

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mente divagaba por los recuerdos comoel barco que le devolvió al Continentetras su último encuentro.

—Nunca más volví a verla. Lamisma noche que le entregué el colgantede luzalita nos dimos el último beso.

—¿Qué sucedió? —preguntóSírgeric a falta de respuesta de suamiga.

—Un día, mientras esperaba elsiguiente encargo en esta misma cueva,recibí Sus órdenes de viajar al sur, estavez por trabajo. Pero el mero hecho deplantearme la posibilidad de detenermeen Luznal para verla me hizo saltar dealegría. —Una lágrima se escapó de susojos y se la arrancó con la palma de la

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mano de manera brusca—. ¡Qué tontofui! No supe lo cerca que iba a estar deLuznal hasta que estuve allí y escuchélas temidas voces en mi cabezaordenándome que desalojase a todos losniños de aquella tierra maldita.

»La busqué por toda la isla mientrasEllas proferían gritos en mi cabezaordenándome que cogiera el pífano y mepusiera a encantar a los niños. Pero yono quería… no podía hacerlo. Tenía queencontrarla, sacarla de allí y llevármelaconmigo. —Su voz se volvió un arrullo—. La Maldición se había cobradobuena parte de la razón de los luznenses,pero todavía había algunos que podíanhablar y recordar con algo de cordura.

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Así fue como me enteré de que Elecsa sehabía ido poco tiempo después que yo abuscarme por el Continente. Por un ladome alegré de que la Maldición no lehubiera alcanzado. Pero por el otro,¿cómo iba a dar con ella ahora? ¡Podíaestar en cualquier lugar!

»Enfurecido, no quise llevarme a losniños de Luznal. ¿Y si volvía y no teníadónde vivir? Me negué a tocar mi pífanoa pesar de los aullidos y gritos en mimente, ignorante de las consecuenciasque mi acto de rebelión conllevaría…

»A partir de aquel día, la tierra deLuznal quedaría maldita para siempre:ningún otro reino se levantaría sobre suscenizas, y todo aquel que intentara

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llevarse su preciada luzalita sufriríatodo tipo de desgracias. —El Flautistaalzó la mirada y se aseguró de queestuvieran escuchándole—. Así lo oí enmis sueños y así se cumplió al amanecerdel día siguiente… y hasta hoy.

»De ese modo, maldiciendo el reinoy la isla para toda la eternidad, mecastigaron a mí. Yo, que solo queríasalvar a Elecsa, terminé condenando alos inocentes que podría habersalvado…

El silencio se apoderó de la cueva ycon las últimas palabras regresaron alpresente.

Sírgeric miró a Duna de reojo, perola muchacha seguía con la cabeza gacha,

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inmersa en sus pensamientos. ¿Habíaservido de algo todo el tiempo quehabían perdido? ¿Podrían utilizar lahistoria para salvar a Cinthia y escaparde allí?

—Tú mejor que nadie deberíasentendernos —probó el sentomentalista,aplacando la rabia que sentía por aquelhombre—. ¿Por qué no nos dejas salir yser libres? ¿Por qué no haces lo mismocon ellos?

El Flautista suspiró.—No has comprendido nada,

muchacho. ¡No depende de mí! Puedodejaros marchar a vosotros, pero losdemás tendrán que quedarse en la cueva.

—¿Y nuestra amiga?

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—Lo siento; debo protegerles.Duna les miró sin decir una palabra.—No les estás protegiendo, ¡les

estás robando la vida! —gritó Sírgericsin poderlo soportar más— ¡Estásdejando que se pudran aquí mientras susfamilias y amigos mueren con el pasodel tiempo!

El Flautista gruñó una maldición y selanzó sobre él. Le agarró del cuello dela camisa y, con los labios tensos y lavoz gutural, replicó:

—Si digo que los estoy salvando…es porque lo estoy haciendo. Nopermitiré… que se repita lo que sucedióen Luznal…

Duna intervino y les separó como

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pudo. Su amigo intentaba aparentarvalentía, pero el pánico se reflejaba encada poro de su piel.

—¿Podrían las Musas maldecir alContinente entero? —preguntó, con unhilo de voz.

—Pueden hacer todo lo que desean—respondió el Flautista, mirando desoslayo al chico—, pero no me refería aeso.

Duna tragó saliva.—¿Hicieron algo más?Él respiró hondo y asintió. Pareció

dudar si contarlo o no. Al final sedecidió.

—Los niños que no recogí deLuznal… murieron. Uno a uno,

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encantados por una música que mipífano no estaba emitiendo y que yo nopodía escuchar. Saltaron al mar dondelas olas y las rocas hicieron el resto.

—No… —Duna se llevó una mano ala boca.

—¿Me entiendes ahora? —lepreguntó el Flautista a Sírgeric—.¿Comprendes por qué no puedo liberar alos niños? Porque ellas no lopermitirían. ¿Quieres eso para tu amiga?

Él negó levemente.—Pero… pero esto… —Duna no

sabía cómo expresar la rabia que sentía,la frustración, el miedo a enfrentarse ala historia—. Todo… ¡no puede ser!¿Quiénes son ellas para jugar con

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nuestras vidas de ese modo?—El Todopoderoso al que todo el

mundo clama, supongo.—Las Poesías, los castigos, las

maldiciones… ¡Son obra suya!Necesitamos encontrar el modo dedetenerlas.

El Flautista soltó una largacarcajada.

—¡Claro que sí, niña! Y despuéspodremos volver a juntar las islas delsur con nuestras manos y unas cuerdas.Has perdido la cabeza.

La decisión brillaba en los ojos deDuna.

—Ellas están más pendientes denosotros de lo que imaginas. Quizás

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estén escuchando nuestra conversaciónen este preciso instante.

Los tres miraron a su alrededormovidos por una repentina presenciainvisible. El Flautista fue el primero envolver en sí.

—¡No digas tonterías! Lo queplanteas es una locura y una temeridad.

—No lo es. Me niego a vivir unavida que en realidad nunca mepertenecerá del todo, asustada por elerror que cualquier rey pueda cometer.Y creo saber por dónde debemosempezar a buscar.

—¿Ah, sí? —preguntaron los doshombres al unísono.

—Kastar —respondió ella—.

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Aldernath Kastar… Ettore.Con solo pronunciar el nombre, el

semblante del Flautista se ensombreció.—Mi hermano…—Él podría hablar con ellas. Al fin

y al cabo es el encargado de que lasMaldiciones se cumplan, ¿no es cierto?

El Flautista asintió.—Pero yo no… Desde el castigo no

podemos… Nos prohibieronreencontrarnos.

—Por eso iremos nosotros.—¿Cómo?Duna miró significativamente a

Sírgeric antes de volverse hacia elFlautista y preguntarle:

—¿Significa eso que si pudieras nos

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ayudarías?El Flautista asintió, casi con

desesperación.

—¡Sooo! —exclamó el jinete reciénaparecido.

Adhárel tuvo que calmarse antes decaer en la cuenta de que no era otro queel Chamán de los némades.

—Corpuskai… ¿Qué… qué hacesaquí? —preguntó atropelladamente—.Tienes que… que marcharte enseguida.

Cinco caballos más aparecieron pordonde había surgido el Chamán. Los

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némades que los montaban cargaban conlanzas de madera rematas con puntas dehierro. Llevaban los rostros pintadoscon dibujos tribales. Debajo de las deuno de ellos descubrió el rostro deljoven Leda, tan duro e imperturbablecomo el del resto de adultos a los queacompañaba.

—No lo creo, amigo —le dijoCorpuskai—. Eres tú el que tiene queescapar.

Los jinetes le rodearon.—Vamos, sube —insistió el

Chamán, dejándole un sitio libre en lagrupa de su animal.

—Nosotros les detendremos —leaseguró otro hombre, enarbolando su

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lanza.Adhárel les miró aturdido y después

obedeció sin entender nada.—Leda, Yorak, venid con nosotros

—ordenó el chamán antes de girarsehacia los otros tres jinetes—. Tenedcuidado.

Tras decir esto, espoleó a su caballoy se alejaron de allí. Adhárel seguíaconfundido por el encuentro y se acercóal oído de Corpuskai para preguntar:

—¿Por qué estáis luchando en unaguerra que no os concierne? ¡No podríasoportar más derramamiento de sangreinocente!

El chamán ladeó la cabeza y, a vozen grito, respondió:

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—Hace tiempo que esta guerra dejóde ser simplemente vuestra, príncipe. Loque más lamento es no haberme dadocuenta antes.

—¿A qué te refieres?—En esta batalla hay más en juego

de lo que ninguno podemos imaginar. —Guardó silencio y saltó sobre unostroncos caídos.

El trote de los jinetes se acrecentó;el bosque pasaba ante sus ojos como unaexhalación.

—No sé cómo terminará, príncipe.Pero puedo asegurarte que el tapiz quese está entretejiendo hoy en este bosquetendrá un desenlace que afectará alContinente entero.

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Adhárel tragó saliva. ¿Estabahablando en serio? ¿Lo decía solo paraconvencerle? Un escalofrío le recorrióla espalda. ¿Y si era cierto?

—¡Corpuskai, ya vienen! —apuntóLeda desde su caballo.

El príncipe y el chamán miraronhacia atrás para comprobar que eracierto: tres cazadores les seguían a lazaga con sus espadas en alto.

—No lo conseguiremos… —masculló el príncipe, echando un vistazoal frente y comprobando que el bosquese extendía más allá de donde alcanzabaa ver.

—Tú sí —replicó Corpuskai tirandode las riendas de su caballo y

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obligándole a parar en seco con unrelincho. Los otros dos némades sedetuvieron unos metros más adelante.

El chamán se bajó de un salto ydesenvainó una alargada espada con laempuñadura desgastada.

—Sigue tú solo —le ordenó alpríncipe mientras Leda y Yorakformaban a su lado.

—¿Qué? ¡No pienso dejaros solos!—replicó el príncipe, descabalgando asu lado.

—¡Te estamos dando la ventaja quenecesitas para llegar a Hamel, Adhárel!—exclamó Corpuskai, dando un pasohacia él.

—Pues no la quiero. Estoy harto de

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huir y de esconderme. Voy a pelear convosotros, queráis o no.

El chamán miró a los otros dosnémades y después suspiró.

—Tú decides, príncipe —concluyó—. Al fin y al cabo, de todos nosotroseres el único con un corazón de dragón.

El príncipe desenvainó su espada altiempo que Yorak se lanzaba a caballocontra el primero de los cazadores. Esteintentó esquivar la lanza del némade,pero no reparó en la pequeña daga queenarbolaba con destreza en la otra mano.Cuando los dos animales se cruzaron,Yorak se la clavó en el costado,arrojándolo al suelo.

Los otros dos asesinos se apearon

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antes de llegar a ellos y se cubrieron consendos escudos de madera.

Adhárel reparó entonces en la mediasonrisa de Leda.

—Cobardes… —masculló elmuchacho mientras cambiaba la lanza demano.

Atacaron a la vez. Uno de ellosempuñaba un hacha entre sus gruesasmanos mientras el otro hacía bailar unacadena terminada en una bola de hierrocubierta con pinchos igual deamenazantes. Se abalanzaron sobre elpríncipe y los némades, esperandocogerles desprevenidos, pero Adhárelesquivó la bola de hierro con facilidad yrodó por el suelo hasta colocarse a su

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espalda. Antes de que el cazadorpudiera seguir su trayectoria, la lanza deCorpuskai se clavó en su pecho.

Mientras tanto, Yorak y el jovenLeda se defendían a duras penas de losendiablados ataques del segundoasesino. Su hacha volaba de un lado aotro, certera como una flecha mientras elescudo se encargaba de proteger suspuntos débiles. En un momento dado, losdos némades atacaron al unísono, peroel hacha logró detener la estocada delmuchacho y lanzar su arma por los airesmientras que, de un empellón con elescudo, se deshizo del otro.

Previendo lo que sucedería acontinuación, Adhárel se lanzó a por él

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con la espada en ristre. El cazadorescupió y con su sonrisa desdentadasaltó sobre Leda dispuesto a rebanarleel cuello, pero antes de que pudierahacerlo, el príncipe desvió la trayectoriade su brazo con un golpe.

—¡Aag! —aulló el otro, antes desobreponerse.

—Es a mí a quien os han mandadomatar, no a ellos.

El hombre soltó un gruñido y selanzó con el arma en alto y los ojosinyectados en sangre. Ya no sonreía.Adhárel aguardó el golpe en posición dedefensa, abriendo y cerrando los dedosalrededor de la empuñadura de laespada y con las rodillas flexionadas.

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Sintió cómo sus músculos se tensabanmientras la inercia del hacha contra suespada le hacía retroceder. Tenía queaguantar; si dejaba que el hacha cedieraestaría perdido. Pasaron unos segundos.La mirada de su atacante se volvióoscura y el gruñido se convirtió casi enun rugido de rabia. Cuando creía que noaguantaría más, oyó un golpe seco y lapresión fue disminuyendo hastadesvanecerse.

—Corpuskai no quiere decirnos quéhas hecho… —masculló Leda,apartando el cuerpo inerte del cazador ytirando la rama que había utilizado paragolpearle—. Pero ha debido de ser algomuy malo…

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Adhárel sonrió y se secó el sudor dela frente.

—Gracias… —masculló.—¿Contento? —le preguntó el

chamán, acercándose a ellos—. Ya hapasado el peligro. Ahora coge el caballode Leda y márchate a Hamel. No tedetengas, encuentra a tus amigos ymarchaos de aquí.

—¿Y vosotros? —quiso saber elpríncipe.

—Iremos a ver cómo les ha ido a losdemás y regresaremos al campamento.—Se quedó en silencio y después lepuso una mano sobre el hombro—. Nosvolveremos a ver, príncipe, pero temoque sea en peores circunstancias. Solo

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me queda desearte buena suerte ycuidado.

Adhárel se despidió de los némadesy les dio las gracias por su ayuda y porel caballo. A continuación, lo espoleó yse alejó de allí. Antes de que el caminose desviase, miró una última vez porencima del hombro para descubrir quelos némades ya habían desaparecidoentre la foresta.

—Buena suerte —masculló.La muralla de Hamel no tardó en

alzarse sobre las copas de los árboles.Adhárel azuzó al animal con energías yesperanzas renovadas a causa de lapelea. Lo iba a lograr, se dijo. Sudestino y el de Duna no iban a terminar

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en aquel bosque. Salvarían a Cinthia,encontrarían la respuesta a su maldicióny regresarían a Bereth.

Iba distraído, inmerso en suspensamientos y con la mirada fija en elhorizonte, cuando el caballo soltó derepente un relincho, tropezó con suspropias patas y el príncipe, incapaz decontrolarlo, salió volando contra unoshelechos cercanos.

Cuando logró recuperarse del golpe,abrió los ojos. ¿Acababa de aterrizar ollevaba unos minutos inconsciente? Elcaballo se encontraba frente a él, con losojos medio abiertos y un enorme charcode sangre oscura alrededor de su cuello.Alguien le había acertado con una daga

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en el cuello. La empuñadura del armasobresalía de manera reveladora.

Duna fue la primera en salir de lacueva. El sol la obligó a parpadear ytaparse los ojos con la mano,acostumbrada como estaba a la luz delas antorchas. Sírgeric la siguió. Una vezfuera, la pared volvió a cerrarse y conella la entrada a la cueva.

—No pensé que fuéramos aconseguirlo —dijo ella, respirando elaire frío de la montaña.

—¿Y de qué nos sirve? —masculló

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para sí el sentomentalista.Duna se masajeó las sienes. Habían

pasado cerca de un día entero ahí dentroy lidiar con el muchacho era algo que nopodría soportar en aquellos momentosen los que ni siquiera sus pensamientosparecían estar en su sitio.

—Todavía no lo sé, ¿de acuerdo?Pero al menos estaremos más cerca deconseguirlo…

—Lo que tú digas. —Sírgeric seestiró y bostezó sonoramente—. Encualquier caso, pienso regresar tarde otemprano y llevarme a Cinthia. Aunquetenga que hacerlo a la fuerza. Y ni esechalado ni su flauta podránimpedírmelo.

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—Ya le has oído: él no tiene laculpa. Es una marioneta más en todo estemaldito juego. Ni siquiera puedequitarse la vida. ¿Qué te dice eso?

—Que no me importaría intentarlocon mis propias manos.

Duna se giró hacia él y le golpeó conel dedo índice en el pecho.

—Hazlo. Hazlo y verás cómo todaslas historias son ciertas.

—¿Incluso la del nenúfar gigante?—preguntó, esbozando una mediasonrisa.

—Eres idiota —le espetó ella,aunque no tardó en sonreír también, muya su pesar.

—Entonces, ¿piensas realmente

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hablar con las Musas? —le preguntó él.—Así es.—¿Cómo? ¿Crees que si nos

ponemos a gritar descenderán del cieloy nos echarán una mano?

—Ya lo he explicado ahí dentro:Kastar lo hará.

—Te veo demasiado segura. ¿Y si noquiere ayudarnos? ¿Y si disfrutautilizando su poder?

—Supongo que no lo sabremos hastaque se lo preguntemos.

Sírgeric desenvolvió con cuidado elpuñal que el Flautista les habíaentregado y se quedó mirando lasmanchas de sangre oscuras quedecoraban el filo. Era la misma arma

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con la que Ettore se había intentadosuicidar tanto tiempo atrás. El Flautistala había guardado hasta el día de hoy enuna de las innumerables criptas de lamontaña.

—Volvamos con Adhárel y Wil —sugirió Duna— y expongámosles lasituación.

—De acuerdo. Pero yo desde luegolo tengo bien claro: vengáis o no, antesde que anochezca me habré marchadohasta donde me lleve esta daga —respondió, enarbolando el arma.Después volvió a cubrirla con elpañuelo blanco y se la guardó en elbolsillo.

—Y nadie te lo impedirá. Solo

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quiero saber si el resto vamos aacompañarte o no. —Le dedicó unasonrisa y Sírgeric sacó de su guardapeloel mechón rubio de Adhárel. Mientrastanto, Duna miró el colgante de luzalitaque pendía de nuevo sobre su pecho.

—Puedes quedártelo —le habíadicho el Flautista—. Al fin y al cabo,fue un regalo y supongo que a ti tetraerá mejores recuerdos que a mí.

No hablaron más del tema. Ellacogió la luzalita y él fingió no quererla.Mejor para todos, supuso la muchacha.En aquella cueva se habían abiertodemasiados túneles hacia el pasado y noestaba segura de estar preparada paraexplorarlos todavía. Desvió la mirada

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hacia la montaña, preocupada.—Estará bien, ¿verdad? —preguntó

con un hilo de voz.Sírgeric suspiró y cerró los ojos.—Seguro que sí. Ya le has oído: ahí

dentro les protege del poder de lasMusas. Verás lo pronto que volvemos aoír su risa, Duna.

La muchacha asintió y se obligó asonreír, pero ni el nudo en el estómagoni las dudas en el corazón se lopermitieron.

—Bueno —dijo Sírgeric,zarandeando los cabellos rubios en elaire—, no es el momento de ponersetristes. Veamos cómo les va a los chicos.

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El príncipe se llevó la mano a lacabeza y sintió la sangre resbalando porsus dedos. No creía haberse roto nada,pero la herida parecía preocupante. Lecostó un esfuerzo monumental ponerseen pie. Las piernas le temblaban y losbrazos, cubiertos de rasguños, apenaspodían sostenerle contra el tronco delárbol más cercano.

Le habían atacado, comprendió.Alguien… Algo… Tenía que salir delbosque y buscar ayuda como fuera.Duna…

—Vaya, vaya, vaya… —oyó una voz

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a su lado. Levantó la mirada y seencontró con la de Kalendra, quedescendía en ese momento de su caballo—. Parece que no eres un tipo tan durosin tus niñeras, ¿eh? ¿Crees que tedejarán escapar para jugar un ratoconmigo… a solas?

¿Qué hacía allí? ¿No estabaluchando con el resto de bárbaros? ¿Oacaso habían terminado con ellostambién? Adhárel juraba haberla visto,pero ahora lo dudaba…

Kalendra anduvo hasta el caballomuerto y le arrancó la daga del cuello. Acontinuación limpió la sangre en supelaje seco. El príncipe se obligó areponerse y a enderezarse frente a ella.

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Tenía claro que, de aquelenfrentamiento, solo uno saldría vivo.

—No lo dudes —replicó él,desenvainando la espada.

Kalendra flexionó las rodillas ylanzó una de las dagas al aire paradespués recogerla con absolutaparsimonia.

—¿Quieres que sea rápido o lento?—le preguntó.

—Quiero que al menos lo intentes—le espetó el príncipe, con laadrenalina otorgándole la energía quehabía perdido a lo largo de la mañana ydisolviendo el cansancio en la sangre—.Todavía estoy esperando que cumplasalguna de tus promesas.

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Apenas terminó de pronunciaraquellas palabras cuando Kalendra selanzó sobre él con las dagas en alto. Elpríncipe colocó rápidamente la espadaen posición horizontal y recibió laembestida con los dientes apretados porel esfuerzo. Sintió cómo los músculos desus brazos se tensaban por la fuerza. Deun empellón, se quitó a la mujer deencima.

—¿Eso es… todo lo que sabeshacer? —preguntó la mujer,recuperándose.

—Una frase manida donde las haya.Espero que tus golpes no sean igual deprevisibles.

De nuevo la furia veló los ojos de la

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asesina.Esta vez intentó golpear bajo. Con el

brazo izquierdo estirado, buscó elabdomen del príncipe, pero este girócomo su maestro en palacio le habíaenseñado y en mitad del giro arremetiócon la espada. El filo atinó en el costadode Kalendra.

La asesina se tambaleó haciadelante, pero logró recuperar elequilibrio y se alejó del príncipe parainspeccionarse la herida. Cuandodescubrió sus dedos manchados desangre, apretó los labios y frunció elceño.

—No deberías haberlo hecho.Jugueteó con una de sus dagas y, sin

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previo aviso, se la lanzó directa alpecho de Adhárel. Cuando él intentóesquivarla, Kalendra se escurrió comoun relámpago y con la segunda daga leacertó en la pierna. Adhárel cayó alsuelo, cubriendo la tierra de sangre. Laespada se le escurrió de entre los dedoshasta caer al suelo.

Ella se puso en pie con dificultad, lealejó el arma unos cuantos metros con lapunta del pie y se lo quedó mirando conuna sonrisa de desprecio y superioridad.Después avanzó unos pasos y le colocóla bota polvorienta sobre el pecho.

—Te lo advertí —le dijo—. Y no tequepa la menor duda de que cuando terebane el cuello iré a buscar a Duna

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para hacerle algo peor.El príncipe se revolvió en el suelo,

pero Kalendra le aprisionó fuertementecon la suela de su bota hasta que dejó demoverse.

—Estáis… locas —masculló—. Nosé qué os han prometido… peropagaréis por vuestros crímenes.

Ella se rió con fuerza ante aquelcomentario. A pesar de los rayos de solque se filtraban entre el follaje, Adhárelsintió un escalofrío. Una ráfaga deviento hizo bailar las hojas caídas de losárboles a su alrededor.

—Eres tan ingenuo, principito. Tanignorante y bueno que no te das cuentade lo que sucede.

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Adhárel se tensó al oír aquello.—Hay muchos que quieren vuestras

cabezas clavadas en una pica.—¡Vas a conseguir que me ruborice!

—replicó ella, con un ademán.—Cuando Wil acabe con Firela,

vendrá a por ti y… después…—Realmente eres más ingenuo de lo

que creía. Príncipe Adhárel, mi queridohermano y gran amigo tuyo, Wilhelm, teha traicionado. —Él la miró convencidode que no era cierto—. No me crees,¿eh? ¿En ese caso por qué piensas que tedejó escapar antes? ¿Cómo es quehemos podido encontraros en mitad deun bosque como este tan alejado delúltimo reino donde nos vimos?

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—Estás mintiendo.—Créeme, príncipe: jamás he sido

tan sincera contigo. Y me agrada poderdecirte la verdad antes de matarte. Losiento, pero Wilhelm os ha traicionadopara llevaros hasta nosotras. ¿Y sabesqué es lo más divertido de todo? ¡Queos habéis creído todas sus patrañassobre las voces en su cabeza!

—¡Cierra la boca! —exclamó él,intentando enderezarse.

—Ah, ah, ah —canturreó ella,imponiendo más fuerza sobre su pecho—. Veo que empiezas a escucharme. —Se encogió de hombros y prosiguió—.No digo que no oiga voces desde quenuestra hermana murió. No hay otra

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explicación para entender cómo podíaestar siempre en los lugares másinoportunos en los momentos másinadecuados. Pero no te lo tomes a mal,lo lleva en la sangre. Y nosotras somossus hermanas.

Adhárel no quería seguirescuchándola. No podía creer que lo queestaba diciéndole fuera real. ¡No debíacreerla! ¿Cómo iba a fiarse de una mujercomo ella? Pero ¿entonces por qué lecontaba aquello ahora que le iba amatar?

—Wilhelm ha deseado la coronatanto como nosotras desde pequeño.Simplemente ha escogido otra manera dehacerse con ella. Durante nuestro último

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encuentro, logramos ponernos encontacto con él y proponerle un trato.Como para ser rey, nosotras debíamosmorir, le ofrecimos otorgarle buenaparte de la tierra de Salmat si nosechaba una mano con el asunto queteníamos entre manos en ese momento:vosotros. Lo único que tenía que hacerera permanecer a vuestro lado,vigilándoos hasta que llegásemosnosotras.

El príncipe sintió que la confianzaque había depositado en Wilhelm se ibaevaporando con cada palabra. Habíacreído en él sin cuestionarle, sin pedirleexplicaciones. ¿Cómo iba a hacer otracosa? Le ayudó a encontrar a Duna, le

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vio enfrentarse a sus hermanas… le dejósolo llegado el momento. No era cierto,no podía serlo…

—Mientes… —repitió, esta vez sinseguridad.

—Nos vemos al otro lado, príncipe—se limitó a decir ella, agachándosecon la daga sobre su cuello.

¿Y Duna? ¿Iba a dejarla sola? ¿Iba apermitir que le hicieran lo mismo… otravez? Le había jurado que seguiría vivo.Y no pensaba romper su palabra.

De repente, Adhárel palpó unapiedra junto a su mano. Al mismotiempo que la daga descendía hacia sucorazón, aferró la roca y la estampó contodas sus fuerzas contra el tobillo de

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Kalendra.La mujer emitió un sollozo y cayó al

suelo. La daga salió volando de susmanos.

Adhárel no perdió el tiempo. Rodóhasta donde reposaba su espada y sepuso en pie. Sin tiempo para respirar, selanzó sobre Kalendra y le arrojó unaestocada que ella detuvo con la segundadaga. Sin embargo, esta vez era elpríncipe quien llevaba ventaja y con unsegundo embiste le arrancó el arma de lamano.

—Nos vemos al otro lado —repitióél. Y antes de que pudiera contestarle, lehundió la espada en el pecho. Cuando lasacó, Kalendra D’Artenaz había muerto.

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El príncipe se derrumbó en aquelmismo lugar con el sudor cubriéndolo elrostro.

Lo había hecho. Las amenazas de laasesina habían desaparecido con ella.

Se puso de pie con el corazónacelerado y la respiración entrecortaday salió corriendo de allí sin percatarsede que Drólserof, a la espera de que lellevase hasta Duna, aguardaba ocultoentre los árboles.

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19El galán deshonrado

El príncipe se detuvo a las puertas de lamuralla resollando y con la piernaherida palpitando de dolor. Miró alcielo y vislumbró el sol tras unos jironesde nubes oscuras. El mediodía debía dehaber pasado hacía tiempo. Ahora queKalendra había muerto, empezó apreocuparse por Duna y Sírgeric.Aguardaría un par de horas más ydespués se acercaría a la gruta del

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Flautista, decidió.Mientras tanto, lo mejor sería que

alguien le permitiese resguardarse enalgún lugar para desinfectar las heridasy curarle la pierna. Hasta entonces nohabía reparado en el manchurrón rojizoque se extendía por el pantalón desde elmuslo hasta el empeine.

Cojeando, atravesó el portóndesprovisto de guardias y subió por laempinada calle hacia la casa delpequeño Timmy. Lo último que queríaera meter en problemas al muchacho,pero ¿dónde si no podía ir?

Giró por una de las bocacalles ycontinuó adelante obligándose a nodetenerse. El dolor de la pierna le subía

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hasta los hombros en forma deescalofrío. Cuando creyó que se habíaperdido entre tanta casa idéntica,descubrió al niño sentado en la calle conla espalda apoyada en la pared ylanzando piedrecillas al cuerpo sin vidade un gato negro.

—¡Timmy! —exclamó apenas sinvoz.

El chiquillo alzó la mirada y al verlese asustó, pero después le reconoció ycogió su muleta para acercarse a él.

—¿Qué oz ha pazado? —preguntó,sin apartar los ojos de la herida de lapierna.

—Me caí… en el bosque —mintióel príncipe, intentando sonreír—. ¿Crees

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que tu madre me permitiría esperar amis amigos en tu casa?

El niño le miró a los ojos y despuésvolvió a concentrarse en la pierna. Semordió el labio.

—Ez que no zé, zeñod. —Con lamano que no sujetaba la muleta seretorció los bajos de su camisola—.Zupongo que…

—Por favor.Timmy suspiró preocupado y se

encogió de hombros.—Máz ya no pueden caztigadme…El príncipe le miró agradecido.—Zeguidme.Le guió por las calles sin decir una

palabra. El príncipe fue unos pasos por

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detrás, sorprendido por el hecho de queabsolutamente nadie se asomara a lasventanas. La muralla estadodesprotegida, las calles vacías, lastiendas cerradas. ¿Acaso sucedía estosiempre que el Flautista visitaba elreino? ¿Cómo podían soportarlo?

—Aguaddad aquí —le pidió el niño—. Voy a hablad con mi madde antez.No quiedo que ze azuzte.

Sin dejarle tiempo para responder,desapareció tras la puerta de madera. Elpríncipe se apoyó en la pared y tomóaliento.

Unos segundos más tarde elchiquillo regresó.

—¡Puede pazad, zeñod! —anunció,

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ilusionado.El príncipe se lo agradeció y entró

en la casa. Al instante una mujerdelgaducha y con la nariz aguileña subiólas escaleras del sótano con los brazosen jarra.

—Gracias, señora —le dijo elpríncipe—. Antes de la noche me habrémarchado…

La mujer le miró de arriba abajo yse detuvo en la herida de la pierna. Noparecía demasiado preocupada. Teníaunos surcos oscuros alrededor de losojos. Adhárel se preguntó qué clase deimagen debía de estar llevándose de él.La de un pordiosero sangrante, supuso.

—Las habitaciones están arriba —

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comentó, con un tono monocorde—.Timmy os indicará el camino. Yo subiréenseguida.

El muchacho le agarró del brazo,ansioso, y le llevó por la destartaladaescalera de madera hasta una habitacióncon las cortinas corridas y un viejocamastro cubierto por una manta oscura.

—Ez la de mi hedmano Anked, pedoél ce fue de caza hace mucho tiempo yzólo viene a vizitadnoz en vedano —explicó el muchacho, mientras leayudaba a recostarse.

El príncipe reprimió un gemidocuando levantó la pierna. La madre deTimmy llegó en ese momento con unapalangana llena de agua, un tarro

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cerrado y unos trapos blancos. Dejótodo sobre la mesilla que había junto ala cama y sacó unas tijeras del delantalque llevaba sobre la falda.

Sin decir una palabra, sujetó lapierna de Adhárel y fue cortando elpantalón sobre la herida. Timmy se alejóun paso al ver el mal estado de la heridacuando quedó la pierna desnuda. Apesar del aspecto, Adhárel no sepreocupó: sabía que con latransformación cicatrizaría rápidamente.Aquella iba a ser una de las cosas quemás echaría de menos cuando dejase detransformase en dragón durante lasnoches. Si es que algún día dejaba deestar maldito.

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—He visto heridas peores —masculló la señora, impasible. Eligióuno de los trapos y lo mojó en el agua; acontinuación, se la pasó por la herida.Un escalofrío le recorrió el cuerpo apesar de que el agua estaba tibia.Cuando se deshizo de toda la sangre querodeaba la puñalada, abrió el pote yextendió sobre ella un ungüentoparduzco. La herida se resintió alinstante y Adhárel tuvo que apretar losdientes para no gritar. Unos segundosdespués, solo quedaba una sensaciónfría en el muslo.

—Voy a vendártelo con este trapo —le indicó la mujer—. Las gasas se mehan terminado y no puedo salir a

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comprar hasta que… —Adhárel creyóver cómo se sonrojaba—. Da igual. Conesta tela servirá.

La cortó por la mitad en forma detira y colocó una parte encima de la otra.Después las unió por un nudo y dejó lapierna reposando.

—Esto servirá por ahora.—Os lo agradezco —dijo Adhárel,

tomando nota de recordarlo cuandoestuviera de vuelta en Bereth. Estabaseguro de que una bolsa de beronescompensaría aquel gesto.

La mujer instó a Timmy a abandonarla habitación con ella y a dejarledescansar. El príncipe se despidió deellos con la mano y después cerró los

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ojos. Respiró hondo e intentórecapitular, aunque fuera por ponerorden el torbellino en el que se habíaconvertido su cabeza: Duna, el Flautista,Kalendra, Firela, el hombre que lashabía contratado para matarles, lamaldición, Cinthia… Wil. No, aqueltema no quería tratarlo. Habíadesconocido las intenciones del hombrecuervo, pero no había dudado ni uninstante de él. ¿Por qué iba a empezarahora solo por lo que Kalendra le habíadicho? Pero entonces, ¿dónde estabaahora? ¿Había logrado escapar deFirela?… ¿O no habían llegado a pelearrealmente?

—Maldita sea —masculló,

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llevándose los puños a los párpados yhaciendo fuerza. Kalendra había logradosembrar la desconfianza antes de morir,y el príncipe se lo había permitido contotal facilidad. Pero ¿cómo podíademostrar que se equivocaba? Nopodía: solo cabía esperar y aguardar aque Wilhelm regresase con ellos.

Estaba inmerso en este dilemacuando Duna y Sírgeric sematerializaron en la habitación. Adhárelagradeció poder dejar de pensar enWilhelm aunque fuera por un tiempo.Reparó enseguida que Cinthia no lesacompañaba.

—¡Adhárel! —exclamó Duna,alarmada al ver el estado de su pierna

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—. ¿Qué te ha sucedido?—¿Y Wil? —preguntó Sírgeric.El príncipe se incorporó y les pidió

que bajaran la voz. Después procedió acontarles el ataque sorpresa que habíansufrido, la pelea con las gemelas, laposterior ayuda de los némades y elenfrentamiento con Kalendra.

—¿Está… muerta? —preguntó Duna,asombrada.

—Me aseguré de ello.—¿Y la otra?Adhárel apartó la mirada.—Wilhelm debía encargarse de ella.

Pero no sé qué ha sucedido.—¿Crees que le ha podido pasar

algo? —quiso saber Sírgeric.

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—Estoy seguro de que sabe cuidarde sí mismo —se limitó a responder elpríncipe. Como no quería que siguieranpreguntándole al respecto, cambio detema y les preguntó por sus hallazgos.Así, entre los dos, interrumpiéndosecada tres frases, le contaron al príncipetodo lo que habían logrado averiguarsobre el Flautista, la maldición y lasMusas. Por último, le enseñaron el armaensangrentada.

—¿De verdad crees que funcionará?—le preguntó el príncipe a Duna.

—¿También voy a tener queconvencerte a ti? —le recriminó ella, envoz baja— ¡Te recuerdo que por elmomento no hemos logrado nada! Es

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nuestra única opción, y no me parece tandescabellada.

—Pues un poco sí lo es… —masculló Sírgeric. Después reparó en elgesto de Duna y añadió—: Pero vaya,que me parece bien, ¿eh? Ya te dije queyo pensaba probarla en cualquier caso.

—En ese caso deberíamos irnosinmediatamente —opinó Adhárel.

—¿Vas a despedirte de Timmy o…?—Temo que sea peor si entra y os

descubre aquí. Le dejaré una nota deagradecimiento… —decidió,incorporándose para rebuscar en elcajón que tenía la mesita de noche—.¡Ah! ¡Aquí hay papel y tinta!

—Creo que no será necesario… —

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Adhárel cerró el cajón al mismo tiempoque la puerta se abría de par en par.

Timmy les miraba consternado desdeel dintel, pero no había sido él quienhabía hablado, sino el hombre que letenía agarrado por el cuello y que leamenazaba con una brillante espada.

Duna se llevó las manos a la boca.Creía estar viendo un fantasma.Drólserof le sonreía con autosuficienciamientras pasaba la mirada de ella alpríncipe y del príncipe alsentomentalista. El sudor le corría por lafrente y las patillas mientras se relamíalos labios y suspiraba cansado.

—Lord Guntern… —balbució lamuchacha, incrédula.

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—¡Mi nombre es Drólserof,estúpida! —estalló el noble de pronto,acercando el filo al cuello de Timmy—.¡No se te ocurra volver a llamarme asínunca! Henry Guntern ha muerto.

El príncipe recordó de golpe elbaile de su vigésimo cumpleaños. Y conello, al acompañante de Duna, susfelices deseos y sus malas formas. ¡Deeso le conocía! Cuando había visto porprimera vez a Drólserof no habíalogrado ubicarle, pero ahora lorecordaba perfectamente. Y no le hizoninguna gracia.

—¿Qué quieres? —le preguntó elpríncipe con voz gélida mientras seponía en pie.

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—¿Que qué quiero? —se burló elnoble—. ¡¿Que qué quiero?! ¡Quepaguéis por todo lo que he sufrido eneste tiempo!

—Lo que nos faltaba… —mascullóSírgeric cruzándose de brazos.

—Cierra el pico si no quieres queacabe con este crío —le amenazó.Timmy se puso a temblar.

Sírgeric hizo ademán de ir a por él,pero Adhárel le detuvo poniéndole lamano en el pecho.

—¿Qué se supone que te hemoshecho? —inquirió de nuevo el príncipe—. Ha debido de ser algo terrible paraperseguirnos por todo el Continente yllegar a estos extremos.

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—¿No podemos solucionarlo de otramanera?

—¿Y me lo dices… tú? —replicó,dolido y repugnado por tener quedirigirse a ella—. ¿Tú que meabandonaste sin ningún motivo? ¿Queme quitaste lo único que apreciaba en lavida?

—Tampoco llegamos a congeniartanto —le espetó ella.

—¡No hablo de nosotros,campesina! —El lord respiró hondo y sesobrepuso—: Hablo de mi título, de mistierras, de mi legado familiar…

—¿Estás diciendo que los perdistepor mí?

—Por ti y por tu maldito príncipe:

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cuando decidiste abandonarme regresé ami casa para darle la terrible noticia ami madre. La pobre mujer no pudosoportar la pena y, enferma como estaba,falleció maldiciéndome a mí por nohaberle dado lo que más deseaba:nietos.

Sírgeric tuvo que morderse la lenguapara no estallar en una carcajada.Drólserof no se dio cuenta de taninmerso como estaba en su historia.

—Mi padre me desheredóinmediatamente. ¡Me acusó de sumuerte! Y me quitó cuanto me pertenecíapor derecho propio. Ahora, por fin, voya hacer justicia arrebatándote lo que másquieres.

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Duna suspiró, agotada.—Esto es absurdo ¿Nos has

perseguido por un puñado de hectáreas yun cofre de berones? ¿De qué va aservirte? ¿Acaso tu padre te devolverálo que te arrebató si nos matas?

—¡Cierra el pico! ¡Lo que ocurradespués no te concierne ni a ti ni anadie!

Pero Duna no se calló.—¡No es culpa nuestra que tus

padres estuvieran locos y que lo únicoque te importe más que tu propia vidasea el poder!

El tono de piel de Drólserof subióvarios tonos hasta ponerse rojo. Adhárelpercibió cómo apretaba con saña el

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arma. Parecía estar haciendo verdaderosesfuerzos por controlarse y noclavársela al niño.

—Suéltale y déjanos marchar —intervino—. Él no tiene la culpa de naday vas a hacerle daño.

El noble se giró hacia el príncipe.—Tú siempre tan formal, tan

educado… Todavía recuerdo cuando medirigía a ti con respeto y sumisión. Eratu mayor defensor, ¡incluso cuando elreino entero hablaba de ir a la guerra ytú no se lo permitías!

—Eso nunca llegó a suceder.—Incluso entonces yo te alababa

como al rey que serías en el futuro. ¿Ycómo me lo pagaste? ¡¿Cómo?! —gritó

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—. ¡Arrebatándome a mi futura esposa yhuyendo como un cobarde!

—¿Cómo? —Duna no daba crédito asus oídos—. Escucha una cosa. Yonunca me hubiera casado contigo,aunque me hubiese quedado en Bereth.¿Comprendes?

—Veo que sigues sin entrar encintura, con esa lengua tuya tan insolentey sibilina.

—Si tanto te molesta, no habernosperseguido hasta aquí.

Drólserof se rió entre dientes.—Si he venido hasta aquí, ha sido

para cortártela. —Se giró hacia Sírgeric—. Tú, no intentes ninguno de tus trucosy saca el cuchillo que llevas en tu

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cinturón.El sentomentalista miró a sus dos

amigos y después obedeció.—Pásaselo al príncipe. ¡Vamos!

Haced lo que os digo o la muerte de esteniño pesará sobre vuestras conciencias.

En ese momento, una mancha oscurase extendió por los pantalones deTimmy.

—¡Qué asco! —exclamó Drólserof.Después miró al príncipe, que sosteníael cuchillo—. Quiero que seas tú quienle corte la lengua a esta desvergonzada.

—Debes de estar loco si piensas quevoy a…

—No, no… —Él ensanchó susonrisa y pegó la espada al cuello del

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niño—. Date prisa. No sé cuánto tiempopodré resistir las ganas de rebanarle elcuello.

Duna se llevó las manos a la cabeza.—Pero ¿qué te ocurre? —exclamó

—. ¿No puedes aceptar que no tequisiera? ¿Por qué no castigas alverdadero culpable de tu situación? ¡Atu padre!

—¡Los únicos culpables soisvosotros! ¡La ley de Bereth siempre hapermitido que el marido deshonradopueda recurrir a la Guardia Real paraenmendar la afrenta! Sin embargo, a míme gusta tomarme la ley por mi mano.

—¡La reina abolió los matrimoniosconcertados cuando nos marchamos!

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—¿Crees que me importa?—Duna tiene razón. Y si lo que

quieres son tierras, nosotros te lasdaremos —le aseguró el príncipe.

—Ya es demasiado tarde. Además,la oferta de tu hermano resulta muchomás suculenta.

Adhárel se quedó atónito.—¿Mi… hermano? ¿Dimitri? —Dio

un paso al frente—. ¿Qué tienes tú quever con ese monstruo?

—Le dijo el dragón al ogro…Adhárel dio otro paso hacia él con

el cuchillo alzado, pero la integridad deTimmy peligraba en manos de aquelloco.

—Dimitri me ha proporcionado lo

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que necesitaba: poder y dinero. Con suayuda di con las Asesinas del Humo, ygracias a ellas os encontré a vosotros.Cuando termine con mi trabajo, podréayudarle a conquistar el Continente yentonces hasta mi padre vendrá a pedirclemencia.

—¿También te cambió el nombre?Lord Guntern sonrió con

autosuficiencia.—Eso fue cosa mía: Henry Guntern

de Loresford había muerto. Drólserof esun anagrama. Ingenioso, ¿no creéis?

Los tres amigos se miraron entre sísin saber muy bien qué responder. Dunarompió el hielo.

—¡¿Pero es que eres tan tonto que no

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te das cuenta que te está utilizando?!Reparó entonces en la perturbadora

mirada de Lord Guntern; en que el colorde sus ojos era aún más oscuro de lo querecordaba, casi negro.

—Por el Todopoderoso, está bajo suinfluencia… —masculló losuficientemente alto como para queAdhárel la oyese.

—No sé qué te habrá ofrecido mihermano, pero podemos llegar a unacuerdo…

—¡Deja de hablar y haz lo que te heordenado! —Los ojos parecían a puntode salírsele de las cuencas. Su manotemblaba cada vez con más intensidad—. ¡Vamos! ¡La lengua!

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El príncipe se giró hacia Duna y estatragó saliva. Miró el cuchillo y despuésa Drólserof.

—Henry, por favor… —imploróDuna de pronto, consciente de que ya nopodía perder nada.

—Tus súplicas llegan tarde.«¡Pam!».La puerta de la habitación se abrió

en ese momento de par en par y golpeó aDrólserof en la espalda.

—¡Ññah! —Con un gruñido, Timmyse deshizo de su abrazo y le propinó unpisotón con saña.

—¡Niño del demonio! —exclamó elnoble, intentando incorporarse. PeroSírgeric y Adhárel se lanzaron sobre él

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antes de que tuviera tiempo, y mientrasel primero le alejaba la espada de unpuntapié, el otro le levantaba por elcuello de la camisa.

—Te advertí que esto no podíaacabar bien —le dijo el príncipe.

El enano le sonrió, a pesar de quelos ojos le brillaban de miedo, yreplicó:

—Él terminará… lo que yo heempezado. Tu final está cerca,príncipe… más de lo que imaginas.

Todo sucedió muy rápido: LordGuntern metió la mano en su pantalón ysacó un puñal que relució en lapenumbra de la habitación. Duna lo vioa tiempo para advertir al príncipe y este,

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con un acto reflejo, soltó al noble.Lord Guntern recorrió los pocos

centímetros que le separaban del suelo yse escurrió con el charco de orín quehabía a sus pies, con tan mala suerte quesu cabeza fue a parar a los pies de lacama con un sonoro golpe. Todos sequedaron en silencio aguardando a quese levantara, pero en ese momento unhilo de sangre se extendió por la maderadesde su cabeza.

—Cielo santo —murmuró la madrede Timmy, quien había abierto la puerta,más cansada que sorprendida—. ¿Deverdad esperaba que fuese a quedarmequieta como me ordenó cuandoamenazaba a mi niño? Ayudadme a

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sacarlo antes de que empiece a oler.Los tres se miraron estupefactos ante

la frialdad de la mujer y después sedispusieron a obedecer.

El cuerpo de Henry Guntern deLoresford todavía estaba calientecuando lo dejaron en una fría y sombríaesquina.

Poco después, se despidieron deTimmy y de su madre sin dardemasiadas explicaciones respecto acómo habían aparecido Duna y Sírgericen la habitación. Ella tampoco les hizoninguna pregunta.

Después, se alejaron por la calle deHamel hasta estar a cierta distancia dela casa y asegurarse de que no les veían.

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Sírgeric desenvolvió entonces el puñalque el Flautista les había entregado y lostres se agarraron de la mano.

—¿Listos? —preguntó.Duna miró al príncipe y se encogió

de hombros.—No, pero dudo que sirva de algo.Antes de desaparecer, la muchacha

vio por el rabillo del ojo como unapequeña mano agarrada a una muleta lesdecía adiós desde el final del callejón.

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20La Poesía de la Musa

Aparecieron junto a una tienda decampaña hecha con telas multicoloresdesvaídas. A su alrededor, solo habíauna explanada yerma y solitaria. Elviento arremolinaba el polvo y losyerbajos a sus pies para despuésesparcirlos de nuevo.

—Conozco este lugar… —dijoAdhárel.

—Estamos en Trono de Piedra —

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dijo Duna, tan sorprendida como elresto.

—¿Y qué demonios hacemos tanlejos? —preguntó Sírgeric, mirando ladaga con suspicacia—. ¿Nos habráengañado para alejarnos?

—¿Quién anda ahí? —preguntó derepente una voz desde el interior de latienda.

—Parece que no… —respondióDuna antes de golpear con el puño latela y responder a la voz de mujer queles había increpado—. ¿Podemos pasar?

—¿Quién osa molestarme a estashoras?

Sírgeric volvió a mirar extrañado elarma ensangrentada y se encogió de

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hombros.—Buscamos a Kastar —exclamó en

su dirección el sentomentalista—. Perocreemos que nos hemos… —Una tossurgió del interior de la tela—…equivocado.

—Ya está bien de tonterías. —Adhárel apartó la tela que hacía lasveces de puerta y descubrió a DamaCloto sentada en su trono frente a MaeseKastar. Su aspecto no había variado niun ápice desde que les visitara en Berethun año atrás: su piel seguía tan jovencomo entonces y su pelo negro lollevaba recogido en una coleta.

—¿Qué crees que haces? —lereprendió la mujer, dejando sobre una

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mesita el vaso humeante del que estababebiendo.

—Nos mentisteis —le recriminó sindetenerse siquiera a presentarles elrespeto que merecían. Duna y Sírgeric lesiguieron y se quedaron a la entrada—.¡Dijisteis que no podíais ayudarme yahora os encuentro charlando con quienme maldijo!

—Adhárel… —intervino Kastarcuando cayó en la cuenta de quién eraaquel joven de incipiente barba tanmalhumorado—. ¿Cómo habéis…? —ElMaese miró en dirección a los otros dosy Sírgeric le enseñó la daga.

—¿Será posible…?—¿Cómo tenéis tan poca vergüenza

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de aparecer de este modo en mi hogar?—les regañó Dama Cloto.

—Buscad a las Musas, buscad a lasMusas, nos dijisteis —le recordó elpríncipe—. ¿Para qué? ¿Pararetrasarnos? ¿Para desviarnos de nuestrocamino? ¡Hemos recorrido el Continenteentero en su busca y no ha servido denada!

—¿Eso crees?El príncipe le fulminó con la mirada.—Vos siempre habéis sabido dónde

estaba. ¡Solo tendríais que habérnoslodicho!

Duna miró a Adhárel asombrada;nunca le había visto tan enfadado. Elpríncipe bajó la mirada, cansado. A los

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pies de la vieja Cloto descubrió aTulius, el niño que hacía las veces depaje cuando los némades aguardabanpara conocer a la sabia. Su pecho subíay bajaba acompasadamente mientrasdormía, ajeno a todo.

—No es tan fácil como crees,muchacho —dijo la Dama, apoyandouna mano en el brazo de Kastar para quele dejase hablar a ella—. ¿Qué os hacepensar que sabía dónde se encontraba ocuándo volvería a verle? ¡Suficientehice dándoos la pista de las Poesías!

—¿Estáis diciendo —preguntó Duna— que ha sido una casualidad que justocuando logramos dar con él, aparezca envuestra tienda?

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—No existen las casualidades,jovencita. Ya deberías saberlo —leespetó ella. Adhárel no pudo evitarrecordar a Wilhelm diciéndole lasmismas palabras.

—¿De dónde habéis sacado eso? —preguntó Kastar, señalando a Sírgeric.

—Nos la dio… tu hermano —respondió este.

—¿Giacomo…? —la voz se lequebró.

Los tres asintieron al unísono. LaDama Cloto se llevó la mano a la boca,consternada.

—¿Habéis… hablado con elFlautista? ¿Cómo?

—Se llevó a nuestra amiga —

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respondió Sírgeric— y quisimosrescatarla.

—Pero eso… eso es imposible.El joven sentomentalista tragó

saliva.—Ahora lo sabemos.Entonces la mujer hizo una pregunta

que nadie esperaba:—¿Y cómo… cómo se encuentra?—¿A qué os referís? —preguntó

Duna, agarrando instintivamente elcolgante de luzalita.

—¿Está bien? ¿Es… feliz?—Es el hombre más triste que he

visto jamás —le aseguró ella.Dama Cloto asintió con los ojos

cerrados. Una lágrima descendió por su

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mejilla hasta perderse entre las arrugasde su rostro. Adhárel tosió para romperel silencio que se había instalado y sedirigió a Kastar.

—Maese, hemos recorrido elContinente entero en vuestra busca pararogaros que deshagáis la maldición de laPoesía de mi madre.

Kastar miró a la Dama de reojo y seacarició la barbilla.

—Jamás había conocido a nadie contanto interés, y os puedo asegurar que heimpuesto castigos mucho peores.Admiro vuestra perseverancia.

Adhárel asintió y tragó saliva.¿Dónde quería ir a parar?

—Sin embargo, no depende de mí

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que la Maldición abandone tu alma,joven príncipe.

Él le miró de hito en hito y despuésse giró hacia la Dama.

—¿Qué queréis decir con eso? —Duna avanzó hasta colocarse a su lado.

—¿Cómo que no podéis deshacer elhechizo?

La mujer chasqueó la lengua.—Ya os lo advertí: la suya es una

magia muy poderosa. Tanto es así que nisiquiera él la controla. Pero ¿quiénescucha a la vieja Cloto cuando habla?¿Quién?

—Es imposible —le espetó Adhárel—. Tiene… tiene que haber algún modode librarme de ella. Por favor, haced un

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esfuerzo…Maese Kastar le taladró con sus ojos

grisáceos.—No es cuestión de esfuerzo. Ya os

lo he dicho: no depende de mí.—¿Y de quién depende? —intervino

Duna—. ¿A quién tenemos que rendircuentas?

El Maese y la Dama se miraron concomplicidad. Duna puso los ojos enblanco y añadió:

—La pregunta implícita es cómocontactamos con las Musas. —Y cuandolos dos se volvieron hacia ella, añadió—: Ya va siendo hora de que alguien lesdiga que no pueden seguir jugando connosotros como si nada; están

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destrozando familias, separando amigos,destruyendo vidas… ¿Piensan seguir asídurante mucho tiempo? ¿Dirigiendonuestros destinos?

—¡Qué sabrás tú de todo eso!Duna dio un paso al frente y golpeó

la mesa con el puño, enfurecida.—Sé que la persona que más quiero

está condenada sin motivo alguno aconvertirse cada noche en dragón. Séque mi mejor amiga está encerrada enuna cueva porque un rey cobarde de unreino desaparecido hace años decidióquemar su maldita Poesía. ¿No essuficiente para vos?

—¡A mí no me levantes la voz,jovencita! —le espetó la mujer,

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reclinándose sobre su trono.—En ese caso, decidnos cómo

podemos hablar con las Musas.—¡Ya estáis hablando con una! —

exclamó de golpe Dama Cloto. Suspalabras flotaron en el aire como elcomienzo de un hechizo o una letanía.

Nadie dijo nada. La mujer volvió arecostarse en su sitio y se cruzó debrazos, miró hacia la ventana que tenía asu lado y gruñó.

—¿Contentos? —masculló.—Sois una… ¿Musa? —preguntó

Adhárel.—Sé que conocéis nuestra historia

perfectamente, por lo que bastará condeciros que soy la hermana díscola, la

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tercera, la última, la única que cometióel error de querer ser humana… Laresponsable de que se originara todo.

—Vos… —Sírgeric no pudoproseguir la frase. Duna tampoco podíacreerlo.

—Cloto… —le reprendió Kastar.Duna se fijó en que aquel hombre eramucho más tranquilo y humano que suhermano Giacomo. En absoluto separecía al hombre del cuento deCorpuskai: no parecía tener miedo. Lavida eterna le había sentado mejor. Lasmaldiciones que había impuesto no lehabían causado traumas ni pesares tangraves como los de su hermano. Noparecía que sobre sus hombros cargara

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demasiada culpa. Y por ese motivo leodió.

—No, Ettore —le conminó Cloto,haciendo un ademán—. Supongo que almenos tienen derecho a saberlo todo.

—¿Todo?—Pero ¿por dónde empezar? —Ella

ignoró la pregunta y se masajeó la sien,agotada—. Supongo que por el final demi historia de amor con Giacomo y elcomienzo de mi infierno en elContinente.

Las palabras de la Musa flotaron porla tienda como los copos de nieve en elexterior, envolviéndoles y rellenandolos huecos que ni el Flautista niCorpuskai habían sabido completar. Así

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les contó cómo se había refugiado al surdel Continente cuando Giacomo le habíaabandonado, enfurecido. Y cómo,tragándose su vergüenza, se habíadesmoronado frente a sus hermanas y leshabía suplicado que le permitiesenregresar con ellas. Sin embargo, como ledijeron, su decisión era irreversible ytendría que seguir viviendo y sufriendocomo una mortal hasta el día de sumuerte.

Aterrada por morir sola ydesesperada por volver a sentirse partede una familia, la joven Musa les habíarogado que le permitiesen colaborar consu labor. Les propuso a sus hermanasque, ya que no podía volver con ellas,

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encontrasen la manera de quepermaneciese en el Continente tantotiempo como fuera necesario y quepudiera recordarlo todo para ayudarlasen su misión de mostrar a los hombres elcamino correcto a seguir.

Las hermanas se reunieron y optaronpor la única opción posible dadas lascircunstancias: otorgarle un pedazo detierra, unos súbditos y convertirla enreina con su Poesía correspondiente. Encuanto al tiempo, tal y como le habíanexplicado en sueños, cada año quepasase, recibiría el doble de vida. Poreso, aunque envejeciera, tendría laeternidad entera para abrirles los ojos alos ignorantes. Y en cuanto al poder, con

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sus palabras y sus recuerdos creyó quepodría llevar a cabo su misión. Pero seequivocó.

—Tendría que haber olvidado yperdonado para disfrutar de esta tristevida tanto como hubiera podido —comentó la Musa, negando levementecon la cabeza—, pero Giacomo…Giacomo me había arrebatado todas lasganas de ser feliz y creí que ayudando amis hermanas encontraría un motivopara seguir anclada a este lugar. Sinembargo, mis súbditos me temían, mishermanas no me permitían regresar a miverdadero hogar e incluso yo mismahabía dejado de reconocerme.

»Fue entonces cuando, pensando en

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todo lo que Giacomo me habíaarrebatado, encontré la que yo creía queiba a ser la solución definitiva, lapanacea de nuestro cometido: lasentomentalomancia.

»Supuse en mi absoluta ignoranciaque, si Giacomo y Ettore, junto a losreyes que habían sido condenados por suPoesía, habían logrado entrar en cinturay comprender el valor de la vida y elamor, cualquier hombre que recibiese undon semejante podría ayudarme aextender nuestra misión de manera librepor todo el Continente.

La Musa sonrió entristecida.—Olvidé el hecho de que otorgaros

libertad es sinónimo de desastre.

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—Lo que olvidasteis fue el hecho deque no sois nadie para enseñarnos acomportarnos —replicó Duna, cansadade tanto misticismo.

Dama Cloto alzó la barbilla, airada,y siguió hablando:

—Decidimos empezar con losvarones de Trono de Piedra. Elegimos atreinta para poder controlarlos confacilidad. Los poderes se repartieroncon cuidado, adecuándolos a suspersonalidades. ¡Tardamos cerca de unaño en elegir el don correcto para cadauno! —Dos nuevas lágrimas sederramaron por su piel—. ¿Y de quésirvió? ¿De qué? En cuanto se vieroncon los poderes y les hube explicado

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cómo debían propagar la paz en losreinos, se marcharon de la isla con másansias de aventura que de cumplir sumisión. Y así fue.

—¿Por eso los némades hacen largascolas para verte? —preguntó Adhárel.

—¡No! —La mujer soltó una amargacarcajada—. Hacen cola porque misrecuerdos son infinitos y puedosolucionar muchos de sus efímerosproblemas. Y también porque saben queaquí está su origen, pero desconocen porqué sus antepasados abandonaron estatierra en busca de otros hogares. Elorigen de la sentomentalomancia en elContinente se perdió en las brumas deltiempo hace muchos, muchos años.

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Aquella treintena de hombres quesalieron de aquí fueron el origen de losnémades. Cuando llegaron al Continentey mostraron al resto de humanos susrecién obtenidos dones, estos, asustadosante lo desconocido y amenazados porun poder que no podían comprender,emprendieron una lucha encarnizadacontra ellos y les repudiaron de todoslos reinos. Por ese motivo los némadesno tienen ningún asentamiento fijo ni unreino en el que cobijarse. Sin embargo,no deja de ser gracioso que ningún reysepa el motivo concreto por el que nopermite que permanezcan más de unanoche en sus tierras. Sí, lo achacan alhecho de que tienen reputación de

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estafadores, ladrones y mentirosos.¡Como si dentro de sus murallas nohubiera gente de peor calaña!

Adhárel se sonrojó al escucharaquello: en Bereth, como en los demásreinos, prohibían que ningúncampamento pasara una sola noche entresus murallas.

—¡Pero ahora los sentomentalistasestán por todas partes! —exclamóSírgeric, más que interesado por losorígenes de su don—. ¿Cómo esposible?

—Nosotras tampoco lo imaginamos,si te sirve de consuelo. Tuvieron quepasar unos cuantos años antes de quereparásemos en que niños nacidos por

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todo el Continente tenían dones quenosotras no les habíamos otorgado. Nofue difícil suponer que lasentomentalomancia podía transmitirsede padres a hijos, pero solo en contadasocasiones y saltándose generaciones sinningún tipo de orden.

—Entonces… ¿Vosotras no podéisquitar los dones?

—No sin matar a la persona en elproceso. La sentomentalomancia formaparte de la persona tanto como la sangreo el corazón.

Sírgeric asintió en silencio. Esta vezfue Duna quien tomó el relevo.

—¿Y por qué solo son hombres?Quiero decir, ¿qué pasa con las

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mujeres? ¿No somos dignas de talhonor?

—¿Acaso te parece un honor ser unsentomentalista? —preguntó la mujer,alzando las cejas—. Desde el principiolo vimos como un castigo, como unacarga. No como un premio. Estás muyequivocada si crees que todos lospoderes son tan maravillosos y útilescomo el de tu amigo —dijo, señalando aSírgeric—. Incluso el suyo puede ser unincordio llegado el caso.

—Y, sin embargo, vos contáis conuno.

—Recordarlo todo no es ningúnpremio, Duna. No imaginas la carga quesupone no poder olvidar. —La Musa se

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volvió hacia la ventana—. He visto amuchos quitarse la vida, incapaces desoportar por más tiempo el peso de sudon. —Guardó silencio mientras losrecuerdos la asediaban—. En ciertomodo fue mi pequeña venganza contralos hombres.

—Pequeña… —se burló Kastar, quehasta entonces había guardado silencio.

Adhárel negó incrédulo.—Entonces vos misma os dais

cuenta de que es un error intentarcontrolarnos con magia y hechizos. ¿Porqué no permitís que los reyes reinen sinPoesías y los súbditos no tengan quesufrir la Maldición?

—Es algo que no depende de mí.

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—Pues hablad con Ellas —sugirióDuna—. Antes de su próximocumpleaños, el hechizo de Adháreldebería estar deshecho. Si no, perderá eltrono de Bereth, con todo lo que elloconlleva. ¡Y no quedan más que unosdías!

—Os lo suplico… —mascullóAdhárel.

La Musa miró a Kastar y este seencogió de hombros, como si no tuvieranada que ver con él.

—Haremos una cosa —dijo despuésde meditarlo—. Marchaos y regresad alamanecer. Para entonces yo habréhablado con mis hermanas y tendré unarespuesta que daros. —Viendo las caras

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de los tres muchachos, añadió—: No osaseguro nada. Quizás recibáis malasnoticias, o tal vez no. Sea como sea, losabréis por la mañana. Vuestrapresencia aquí no acelerará las cosas.

—¿Y qué hay de los niños que elFlautista tiene encerrados? ¿Les dejaréisir?

—Pedís mucho…—¡Pedimos lo que nos habéis

arrebatado sin ningún motivo! —exclamó Duna, incapaz de controlarse.

Dama Cloto fue a responder, pero selimitó a asentir.

—Marchaos y regresad por lamañana.

Los tres jóvenes hicieron una breve

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reverencia y salieron de la tienda. Sequedaron atónitos al comprobar que laprimera nevada había caído mientrashablaban con la Musa, maquillando todoel terreno con una fina capa de colorblanco fantasmagórico.

—En Bereth nunca había visto unpaisaje semejante —dijo Duna,cogiendo al aire un copo y viendo cómose deshacía en sus dedos.

—Creo que es una buena señal —comentó el príncipe, optimista.

—Está a punto de anochecer y noparece que haya por aquí ningunacabaña donde refugiarse…

—Bajemos al bosque. ¿Qué suponepara nosotros una noche más a la

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intemperie? —bromeó Duna,arrancándoles una carcajada a losdemás.

Encontraron una cueva escarbada enla ladera de la montaña en la que lanieve no había logrado penetrar.Desecharon al instante la posibilidad deencender una hoguera por falta de leñaseca. Tendrían que pasar la nocheacurrucados en sus capas. Deberíanhaber tenido hambre, pero estaban tanpreocupados por lo que la Musa lesdiría al amanecer que ninguno reparó enlos rugidos que emitían sus estómagos.

Llegado el momento, Duna yAdhárel abandonaron la cueva y sealejaron bosque a través hasta perderse

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entre los árboles.—De nuevo aquí, ¿eh? —comentó

Duna—. Parece que ha pasado unaeternidad desde la última vez queestuvimos en esta isla…

—… y destrocé el bosque —añadióel príncipe, mirando a su alrededor. Losárboles arrancados estaban arropadospor un manto blanco.

—Sí —ella sonrió y después suspiró—. Creo que nunca hemos estado tanlejos y a la vez tan cerca de conseguirlo.

—Eso parece; una noche más ysabremos si el hechizo me perseguirá elresto de mi vida o, si por el contrario,será una bonita historia que contar anuestros nietos.

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Duna sintió un escalofrío al oírledecir aquello y se pegó a él. El príncipela rodeó con sus brazos y le dio un besoen el cabello.

—Esta noche quiero volar contigo—dijo—. Por si es la última vez que nosdejan.

—Estaré encantado de llevarte hastalas estrellas, princesa.

Se fundieron en un beso, ajenos a lanieve, al frío y al viento. Un beso queles alejó del Continente, del miedo, delas maldiciones y de cuanto no fueranellos dos. Las caricias se sucedieroncomo los versos de una Poesía y lamelodía de una canción que solo ellosconocieran. Ya habría tiempo de

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preocuparse y llorar al amanecer:aquella noche les pertenecía.

A medianoche, se separaron y semiraron una última vez antes de que eldragón tomase forma.

—Hola, pequeño —le saludó Duna,acariciándole el hocico mientras loscopos de nieve iban formando unacorona plateada sobre su cabelloazabache. La criatura gruñó suavementey parpadeó antes de ofrecerle la patapara que subiera en ella.

Duna se aferró a la garra y despuésse impulsó hasta estar sobre ella. Acontinuación, el dragón la acercó a supecho, que irradiaba tanto calor comouna hoguera recién encendida, y se

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elevaron sobre la isla de Trono dePiedra para disfrutar del que, si lasMusas eran misericordiosas, sería elúltimo vuelo de Adhárel.

Quería creer que no era cierto. Teníaque estar equivocada. El vacío quehabía sentido en su corazón había detener otro origen. ¿Un viento demasiadofuerte? ¿Un escalofrío por su repentinaedad avanzada? Todo menos eso, todomenos…

Firela profirió un grito desgarradoral descubrir el cuerpo sin vida de su

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hermana en mitad del bosque. Corrióhasta ella y se agachó a su lado.

—No, no… despierta… —lesusurraba, mientras le acariciaba elrostro en busca de alguna señal que leindicase que seguía viva—. Por favor,Kendra, no me dejes… por favor,hermana…

Las amargas lágrimas se escurrieronpor su deforme rostro hasta el cadáver,dando la sensación de que era lafallecida quien lloraba.

Agarró los fríos dedos de suhermana entre las manos y los acunó,deseando que aquella muestra de dolorle ablandase el corazón a quien pudieraresucitarla, a quien pudiera

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devolvérsela.¿Dónde iba a ir ella ahora? ¿A

buscar a Lysell? ¿Para qué? ¿Para reinarsin su hermana? ¿Qué sentido tenía todoaquello si Kendra no iba a estar conella?

—Este era tu sueño… —dijo entresollozos—. No el mío… Vuelve, porfavor… Vuelve…

Pero Kalendra no respondió.Pasaron varias horas hasta que Firelaencontró las fuerzas suficientes paradejar a su hermana reposando en elbosque y ponerse en pie. Durante esetiempo, imaginó que su hermana lehablaba desde el Más Allá y que leencomendaba la misión que ella no

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había podido llevar a cabo: reinar sobreSalmat y vengar su muerte.

La veda se había abierto. Ya fuera undragón o un príncipe con un ejército,Adhárel podía empezar a temer por suvida ya que no pararía hasta hacerlepagar por el asesinato que habíacometido. Ojo por ojo y diente pordiente.

Se aliaría con quien hiciera falta,vendería su alma al primero que se lopropusiera. Cualquier cosa a cambio dever hechos realidad los deseos deKalendra. Y que la joven Lysell,estuviera donde estuviese, fuera rezandosus últimas plegarias. Su sangre notardaría en manchar la oscura tierra del

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Continente.Se agachó junto al camino de tierra y

arrancó una de los pocos gordolobosdorados que quedaban en pie. Despuéslo estrujó entre sus dedos y lo dejó caeral suelo. A continuación, se llevó lasmanos al cinto en busca del resto desemillas… pero descubrió que ya noestaban allí. Su hermano se las debía dehaber robado durante la pelea.Enfurecida, echó un vistazo hacia elcamino que recorría el bosque.

—No necesito ninguna flor paraencontrarte, príncipe —aseguró, altiempo que la planta recién caída sedeshacía en un espeso humo negro.

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Wilhelm terminó de vendarse laherida del brazo con un pedazo de telade su pantalón y se dejó caer sobre lapiedra. Una más y estaría listo.

Había saboreado en su paladar lamuerte. Se había entregado a la peleahasta tal punto que había dejado de oírlos fuertes gritos que las Voces en sucabeza le proferían.

Había esquivado embistes, detenidoestocadas, atacado como un animalsalvaje; pero su hermana tampoco sehabía quedado atrás. Sus músculos setensaban como los de una pantera con

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cada finta. Era rápida como una gacela yfuerte como un caballo. Incluso sinespadas, Wil sabía que le habríavencido de no haber sido porque sehabía detenido en mitad de un golpeantes de dar un paso atrás y retirarseante la estupefacción del hombre cuervo;su rostro constreñido en una repentinamueca de preocupación de origenincierto.

Entonces había puesto pies enpolvorosa como si le fuera la vida enello, dejándole a él resoplando ysangrando por una decena de heridasrepartidas por todo su cuerpo.

Tiró con los dientes de un extremode la tela sobre la última herida y

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suspiró agotado.No había tenido tiempo ni siquiera

de secarse el sudor que corría por sufrente cuando las Voces reaparecieroncon más fuerza y malhumor que antes. Leadvirtieron que no volviera a ignorarlasnunca más, que había estado apunto demorir por no escucharlas y que, de ahoraen adelante, tuviera mucho más cuidadode a quien se enfrentaba. Wil aguantó elchaparrón sin mover un músculo y, paraqué negarlo, sin prestarles tampocodemasiada atención. Hasta quemencionaron el nombre de Lysell.

Aguzó el oído y escuchó cómo ledecían que debía abandonar a Adhárel yal resto del grupo en aquel preciso

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instante. Wil miró a su alrededor paraconstatar que estaba completamentesolo. La primera parte del plan estabaconcluida, se dijo. A continuación, ledijeron que plantase allí mismo una delas semillas que le había robado a suhermana, que la regase con una gota desu sangre y que pensase en Lysell contodas sus fuerzas. Dado que no conocíasu rostro, ni el timbre de su voz ni susmaneras, tendría que limitarse a meditaracerca del vínculo que les unía. Si lohacía correctamente, un reguero deplantas ambarinas surgiría del suelo y lellevaría hasta ella.

Se puso manos a la obra y, aunque alprincipio creyó que no funcionaría, unos

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segundos más tarde brotó la primera delas flores. Las voces no le felicitaron,pero tampoco él lo esperaba. Asintiópara sí y se puso de nuevo en pie con lasheridas tirantes. A continuación, prestóatención al resto de las indicaciones quelas voces tenían preparadas para él.

Nadie se acordaba del viejo Galasazen aquella noche de tormenta. Esclavodel petulante Drólserof y de sutenebroso señor, el viejo orfebre hacíamucho tiempo que no disfrutaba de lacaricia del sol en su cuarteada piel, ni

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de la brisa en su arrugada calva, ni delas sombras difusas recortadas en laclaridad que le mostraban sus ojosciegos.

Allí abajo, en los calabozos másoscuros de aquel castillo en ruinas,aguardaba a que alguien le liberaserodeado de decenas de espejos tanenigmáticos como peligrosos. Los habíagrandes y pequeños, de pared y demano; ovalados, cuadrados y de formasgrotescas. Los había de cristal claro yoscuro. Los había con mil diferencias,pero todos estaban encantados… omalditos. Pues aquel era su don.

Venido de las tierras del norte,Drólserof le había apresado cuando

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regresaba a su hogar tras visitar el restodel Continente y vender sus últimascreaciones. Y allí había permanecidohasta entonces. Trabajando bajo susórdenes construyendo todo tipo deportentos en forma de espejos para quesu vanidoso amo pudiera disponer deellos cuando se le antojase.

En un principio se resistió. Notrabajaría para nadie que le tuvieraencerrado como a un animal salvaje.Pero después de hablar con el señor delcastillo se había dado cuenta de quedebía obedecer todas sus órdenes sinrechistar.

Sin rechistar…El viejo orfebre se masajeó la

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arrugada frente intentando que losrecuerdos regresaran. Pero no lolograba. Hacía varios días que nadie levisitaba, de eso podía estar seguro. Lacomida que le habían dejado al alcance,y por la que tenía que pelear para quelas ratas no se la robasen, habíadisminuido hasta casi agotarse. Sinembargo, no era aquello lo que lepreocupaba en aquel momento. No, loque no dejaba de martillearle la cabezaera la sensación de haber perdido hastaese preciso instante la conciencia deltiempo que llevaba allí encerrado.

Recordaba haber estado trabajandoen sus creaciones un día tras otro, yhaber dormido sobre el colchón

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enmohecido de paja, y también haberlesexplicado el funcionamiento de susespejos a sus captores. Pero no eracapaz de recordar cuándo había sentidopor última vez ganas de huir, o de llorar,o de quitarse la vida y terminar con todoaquello. Tampoco recordaba haberechado de menos a su familia, ni a sureino en las heladas montañas deGélinaz. Era como si no hubiera sentidonada hasta entonces.

Sin embargo, ahora la situación erabien distinta. Como los diques de unapresa cediendo bajo la fuerza del agua,el miedo, la angustia, la tristeza y lapena se estaban adueñando de sucorazón al mismo tiempo que

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comprendía lo que había sucedido: lehabían hechizado. No sabía cómo nitampoco quién, pero estaba claro quetodo aquello había sido obra de unsentomentalista. ¿Acaso Drólserof, suamo? En realidad daba lo mismo. Loimportante era que tenía que huir de allícomo fuera… o perecer en el intento.

Así pues, con aquel pensamiento enla cabeza, apartó de la enorme mesa detrabajo el proyecto en el que habíaestado inmerso hasta entonces y tomó sucacerola de hierro para empezar apreparar un nuevo cristal que lepermitiera salir de aquel castillo yregresar a su hogar. Fuera como fuese.

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Duna despertó cuando dejó de sentirel calor del dragón rodeándola yAdhárel volvió a tomar su formahumana. La muchacha se puso decuclillas sobre la nieve que quedaba enel suelo del bosque y se acercó alpríncipe. Le dio un beso en la mejilla ycuando este abrió los ojos le acercó suropa.

—Hora de despertarse —le susurróal oído, antes de darle otro beso yponerse de pie. Mientras se estirababostezando, el príncipe se vistió—.¿Estás listo?

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Él asintió, inseguro. Duna se acercóy le agarró las manos antes de mirarle alos ojos.

—Escucha… pase lo que pase, nosdiga lo que nos diga… voy a seguir a tulado queriéndote como hasta ahora. ¿Mehas oído? Como dragón, como príncipey como esponja de mar si hace falta.

Adhárel sonrió y la atrajo hacia sí.—Gracias… —murmuró en su oído

antes de darle un beso.Se agarraron de la mano y subieron

la pendiente nevada hasta la cuevadonde habían dejado a Sírgeric la nocheanterior. Le encontraron durmiendo,acurrucando en el extremo más alejadodel agujero.

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—Despierta, dormilón —le dijoDuna, zarandeándole.

—Mmmchhh… Cinthia… mmmm…—Lo siento, pero soy Duna —

respondió ella, agarrándole del hombro.El muchacho abrió los ojos y tardó

unos segundos en saber quién era, quéhacía allí y quién le había arrancado delsueño.

—¿Ya ha… amanecido? —preguntócon voz pastosa.

—Te esperamos fuera —comentóAdhárel, dándose media vuelta. Duna lesiguió, preocupada por el estado detensión en el que se encontraba. Temíaque fuera a desmoronarse si no recibíala respuesta que esperaba. Pero ¿acaso

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no se merecía al menos tener esalibertad?

—Adhárel… —comenzó, pero elpríncipe se giró y le interrumpió.

—No es por ti. De verdad. Sé queme acompañarías hasta el mismoinfierno si hiciera falta. —Duna sonrióagradecida—. Es por Bereth, por eltrono, por mi madre… por Dimitri.Anoche dijiste algo que no he podidoquitarme de la cabeza: que nuncahabíamos estado tan cerca deconseguirlo… y a la vez tan lejos. Ahoraveo claramente todo lo que perderé silas Musas no aceptan mi propuesta. Yono… no…

—Shhh… —Duna le puso los dedos

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en los labios—. Ya habrá tiempo paralamentarse. No perdamos tan pronto lasesperanzas.

Sírgeric salió en ese momento de lacueva, bostezando.

—¡Me dejasteis solo! —exclamó—.No quiero saber qué hicisteis, peroseguro que yo también me lo habríapasado bien…

Duna bufó divertida y despuéscontinuaron con la escalada hacia sudestino. Llegaron a la cima resollandode tan rápido que subieron. Sin pararsea tomar aire, continuaron hasta la tiendade Dama Cloto y llamaron a la tela conlos dedos.

—Adelante… —se oyó su voz desde

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el interior.Los tres amigos se miraron una

última vez y entraron.—Sois puntuales como un reloj —

apreció la Dama desde su trono. Dunareparó en que sus ojos estaban rodeadospor sendos círculos oscuros producto deuna mala noche, pero se había cambiadopara recibirles con lo que seguramenteera su traje de gala. Maese Kastartambién estaba allí, en la misma silla dela noche anterior y con la cabeza gacha.¿Era buena o mala señal? ¿Conocería larespuesta? Duna se obligó a dejarloestar. Tulius seguía dormitando a lospies de la mujer.

Adhárel cambió el peso de un pie a

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otro un par de veces antes de que DamaCloto alzase la vista y dijese:

—Anoche hablé con mis hermanas.—Al menos es un buen comienzo…

—masculló Sírgeric, que se apresuró aañadir—: Lo digo porque así no hemospasado la noche fuera en balde.

Adhárel le fulminó con la mirada yal instante se calló y bajó los ojos.

—Debo advertiros que están muydisgustadas por vuestro atrevimiento.Nunca antes se habían encontrado en unatesitura como esta… y dudo que vuelvaa sucederles.

El príncipe y Duna se miraron. Laspreguntas flotaban de unos ojos a otros.¿Debían tomárselo como algo positivo o

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negativo? Por respuesta, se cogieron dela mano.

—Les planteé vuestras exigencias taly como me las hicisteis saber a mí.Discutimos hasta altas hora de lamadrugada, pero al final me dieron unarespuesta para vosotros.

—¿Y bien? —preguntó el príncipe.Maese Kastar alzó los ojos.

Dama Cloto respiró hondo yrespondió:

—Han aceptado deshacer el hechizo.Entendieron que la Poesía de tu madreno debería marcar tu reinado. Así,cuando escribas tu Poesía Real, lamaldición te abandonará… parasiempre. No volverás a convertirte en

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dragón nunca más.Duna sintió que el príncipe le

apretaba con fuerza la mano. Le miró dereojo y vio que contenía una sonrisa sindemasiado éxito. Sin embargo, Dunahabía reparado en algo más.

—¿Habéis dicho… que el hechizo sedeshará mientras escriba su… Poesía?

—Eso mismo.El príncipe cayó en la cuenta de a

dónde quería ir a parar.—¿Mi Poesía?Dama Cloto asintió una vez más y

después añadió:—También les hice saber vuestro

descontento con el hecho de quecontrolásemos de algún modo vuestros

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destinos.—¿Y qué dijeron? —preguntó

Adhárel. Ya no agarraba con tantoentusiasmo la mano de ella.

—No les parece justo que lo pidaalguien que no sabe qué es luchar contrala profecía de una Poesía.

—¿Qué? —exclamó Duna.—¡He vivido mi vida entera

convirtiéndome en dragón por culpa devuestra magia! ¿Acaso no es suficiente?

—No —le espetó la mujer—. No loes. ¿No comprendes que el cometido delas Poesías es enfrentar al rey consigomismo? ¿Contra sus miedos yvergüenzas? ¿Contra todo lo que intentaocultar? ¿Es eso lo que tú hacías cada

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noche transformándote en dragón,príncipe?

Adhárel se mordió la lengua porqueella tenía razón. Había sido su madrequien había tenido que pelear por sureino sin perder el valor y quemar laPoesía.

—¿Entonces…? —preguntó Duna,ansiosa.

—Me han propuesto un trato quedebo presentarte —le dijo al príncipe,ignorando a la muchacha—. Mishermanas están cansadas. Me matarían sisupieran que os lo he dicho, pero es laverdad. Agotadas de prestar tantaatención a este mundo, a vuestras vidas,a vuestras batallas y guerras. Quieren

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desaparecer y marcharse lejos.Olvidarse del Continente y permitirosvivir en paz, como vosotros rogáis.Pero, dime, príncipe, ¿crees que hanlogrado cumplir su misión? ¿Es elContinente un lugar mejor sin reyes quegobiernen sobre todo y sobre todos? —En este punto miró a Kastar, que noparecía darse por aludido—. ¿En el quepara tener el honor de regir sobre lasvidas de los demás sea necesariopreviamente enfrentarse a uno mismo?¿En el que la vergüenza y la cobardía secastiguen con crueldad?

Adhárel aguardó unos segundos ymeditó su respuesta.

—No he conocido otro mundo,

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Dama Cloto. Ni una vida que noestuviera regida por los designios de lasMusas. No sé cómo era antes, ni si lossúbditos de ese rey que lo gobernabatodo eran felices. Igual que tampoco séqué es sentarse en un trono sin sentir elpeso de la Poesía y de su Maldiciónsobre los hombros. Pero lo que sí sé esque el mundo no es mejor. Ni máshermoso, ni más tranquilo, ni másseguro. Las batallas siguen sucediéndosedía tras día: si no es por el terreno, espor la electricidad, cuando no por laluzalita. Hay envidias y traiciones comoen los tiempos anteriores a las Poesías.El miedo se respira en las calles igualque en los palacios. Los reyes y reinas

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no dejan de ser humanos corrientes conun exceso de poder entre manos, ¿porqué subyugarles de ese modo cuandodeberían estar preocupados por protegera sus aldeanos y no por incumplir losmandatos de quienes les inspiraron losVersos Reales?

»Es imposible saber que todomejorará cuando las Poesíasdesaparezcan. Soy consciente de que loshumanos estamos destinados a tropezaruna y otra vez con la misma piedra,¿pero acaso han logrado solventar estolas Maldiciones? ¿Acaso el rey que selevanta donde el anterior ha caído notiene las mismas posibilidades decometer errores idénticos y condenar a

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todo un pueblo de inocentes a unamuerte segura?

»Me cuesta imaginar un mundo sinPoesías Reales ni Maldiciones tantocomo pensar en un cielo sin luna o sinestrellas, pero estoy dispuesto aenfrentarme a él. Si mis hijos van a viviren este mundo, quiero que lo hagantomando sus propias decisiones yaceptando sus consecuencias. Y las denadie más.

El discurso de Adhárel quedóflotando en el aire viciado de la tienda.Duna le miró con lágrimas en los ojos,orgullosa y emocionada, y no pudocontenerse. Se lanzó a su cuello y le dioun beso en los labios ante la mirada

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airada de la Musa.—¡Pero qué desfachatez es esta! —

exclamó la mujer, rompiendo el hechizo.Duna se separó del príncipe con unasonrisa en los labios y se quedó mirandoal suelo—. ¿Es eso todo lo que tienesque decir, príncipe?

Él asintió.—En ese caso, aquí está la

propuesta de mis hermanas: si superaslos designios de las Musas; si no teamedrentas ante tu Poesía Real yaplacas los Versos Reales con el valor yel coraje de quien osa cuestionarse sudestino, nosotras nos comprometemos aabandonar este lugar para siempre ydejar que los humanos sigan adelante

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con sus vidas sin interceder en ellas. Encaso contrario, el castigo recaerá sobreti y sobre todo tu linaje hasta el final delos tiempos. ¿Estás dispuesto, Adhárelde Forestgreen, a cargar con talresponsabilidad?

—¿Qué sucederá con los niñosencantados por el Flautista? —preguntó.

—Permanecerán donde están por elmomento.

Sírgeric fue a responder, peroAdhárel le puso una mano sobre elpecho y se adelantó.

—¿También ellos quedarán libres sisupero las pruebas de mi Poesía?

—Así es.El príncipe miró a Duna, después a

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Sírgeric y con voz clara respondió:—En ese caso, estoy dispuesto a

intentarlo.Dama Cloto asintió, conforme.—Pues partid y aguardad vuestros

destinos con arrojo y templanza. Elfuturo del Continente depende devuestros actos, y os puedo asegurar queno será fácil deshacer el entramado quelas Musas os tienen preparados en susúltimos Versos.

Los tres amigos hicieron una brevereverencia y dieron media vuelta parasalir de la tienda. Una vez estuvieronfuera, Kastar preguntó con voz ronca.

—¿Jugarán limpio?La anciana mujer se acarició las

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alhajas que llevaba en los dedos.—Nunca lo han hecho, ¿por qué iban

a empezar ahora? Pero un trato es untrato. Y si pierden, tendrán que cumplircon lo convenido.

—Ya lo imaginaba… —Kastar selevantó y se alisó la túnica—.¿Necesitáis algo más de mí?

—¿Hechizaste a la niña?Él asintió, preocupado.—En ese caso puedes marcharte. Te

haremos llamar si requerimos algunaotra cosa.

—Sí, mi señora.Y con estas palabras, también Maese

Kastar abandonó la tienda. Acontinuación, Dama Cloto chasqueó los

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dedos y Tulius se desperezó en el suelo.—¿Qué hay para desayunar? —

preguntó el muchacho, estirándose comoun gato.

—Hoy puedes tomar lo que teapetezca —respondió ella—. Es un díade fiesta.

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Epílogo

La reina Thalisa se encontraba en susaposentos cuando vio los dos caballosacercándose por el horizonte. Sinquererlo, su corazón se aceleró y susmejillas enrojecieron. ¿Era posible queya estuviera allí?

Por si acaso, se levantó del jergóndonde estaba leyendo un aburridotratado de política y se colocó frente alespejo de cuerpo entero que tenía en lapared opuesta a la ventana. Su vestidorojo relucía con mil lenguas de fuego

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reflejando los rayos del sol. Era eladecuado, pensó.

En los pies llevaba un calzadomarrón, a juego con su lustrosacabellera. Se acomodó la corona de oroentre los mechones y después dio unavuelta completa disfrutando del vuelodel vestido. Le faltaba algo, se dijo.Algo que atrajese la atención de cuantosla mirasen.

—¡Ah! —exclamó al encontrar elcolgante de rubíes que había recibidocomo regalo en la boda con Baudelor.

La sonrisa se le agrió al recordar asu difunto marido. ¿Cómo podía estarsiendo tan desconsiderada? ¿Tan sólohabían pasado unos meses desde que le

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enterraron y ya estaba pensando en unnuevo matrimonio?

Con los ánimos desinflados volvióhasta el jergón, donde se sentó alicaída.

¿Cuándo aprendería? ¿Cuándo?¿Acaso no había pasado suficiente doloren su corta vida por culpa del amor? Losaldeanos de Manseralda no se lopermitirían. ¿Casarse con un príncipedesconocido, venido de tierras lejanas?¿Qué les aportaría a ellos? ¿Seguridadpara sus descendientes? ¿Nuevas tierrasque labrar? Thalisa no tenía respuestas aesas preguntas, por lo que no se lo habíaconfesado a nadie por el momento. Ellaera la reina al fin y al cabo, ¿verdad?Luego no tenía porque rendir cuentas a

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nadie.Sintió un estremecimiento al

recordar la primera misiva que habíarecibido de su príncipe azul. La habíatraído un hombre en mitad de latormenta, y con ella se había marchado.En la carta se presentaba como un jovenpríncipe preocupado por el terribleatentado perpetrado contra Baudelor.Thalisa le contestó quizás condemasiada celeridad y entusiasmo. Lacuidada caligrafía del muchacho y susbuenas formas le cautivaron en tiempososcuros y peligrosos para una reciéncoronada reina repudiada por su propiopueblo. El misterioso hombre de lalluvia regresó dos días después para

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llevarle a su amo la respuesta.No hubo pasado ni una semana

cuando la segunda carta llegó. Esta eramás personal, más larga y más directa.Le hablaba de su reino en el norte y delentusiasmo que le provocaba el sur. Leadvirtió que eran muy pocas las tierrasque poseía, pero que trabajaría duropara engrandecerlas si era eso lo que aella le importaba. Por supuesto que no,respondió inmediatamente Thalisa,cansada de tener que lidiar con un reinoel doble de grande de lo normal. ¿Paraqué más, se dijo?

La tercera carta no se hizo esperar yen esta el joven príncipe se declaraba unfiel admirador suyo y le aseguraba que

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cuantas historias había escuchado acercade ella y de su maldición le daban igual.El corazón de la reina no necesitó máspara volver a latir por amor. Trasaquella carta habían venido muchasotras. En ellas le confesó sus miedos,sus preocupaciones y sus secretos másocultos. El príncipe le respondía condiligencia y entusiasmo, dedicándolatodo tipo de piropos.

En ningún momento Thalisa recordóla advertencia que le hiciera en su díaaquel príncipe de Bereth. Habíasepultado sus palabras de mal auguriobajo todas las misivas de su príncipe,que ahora conocía de memoria.

No obstante, al ver los dos caballos

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acercándose al castillo, las había vueltoa recordar con una claridad pasmosa…

—Sobreponeros cuanto antes a latragedia para combatir el futuro yganaros el cariño de vuestro pueblo.

¡Así había hecho!, se dijo. ¿Cierto?,dudó… Al menos lo había intentado.¿Acaso era culpa suya que todos allí laignorasen? ¿Que se burlaran de ella asus espaldas cuando creían que no lesoía?

Al menos ahora volvía a ser feliz.Porque merecía ser feliz. Su príncipe leayudaría a ganarse el amor de su puebloy a combatir de ese modo los versos.

Con enfado, retiró de su mente tanlóbregos pensamientos y se plantó de

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nuevo frente al espejo para terminar deretocarse los polvos del maquillaje. Unavez lista, abrió la puerta y bajó consaltos de pajarillo hasta el recibidor delcastillo, donde ya le esperaba el reciénllegado.

Se sonrojó al contemplar la miradadel príncipe puesta en ella, en su cuerpoy en sus ojos. Si se hubiera relamidocomo un lobo no le habría extrañado enabsoluto. Era extremadamente guapo. Dehecho, pensó para sí, no había tenidojamás un pretendiente tan hermoso. Apesar de la impresión inicial y de losmurmullos que recorrían el castillo,Thalisa les pidió a sus lacayos que lesdejasen solos y que fueran a preparar

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los aposentos del recién llegado. Acontinuación, se acerco al joven.

—Bienvenido a mi reino, príncipede la luna —saludó ella con una brevereverencia, recordando cómo firmaba élsus cartas.

—Es un verdadero honor podercontemplaros al fin, dama de lasestrellas —respondió él. Thalisa nopudo evitar soltar una sonrisa cantarina.¿Cómo había podido dudar de queaquello no fuera a salir bien?

—Podéis llamarme Thalisa.El príncipe asintió conforme y le

acercó la mano para que ella colocase lasuya sobre sus dedos.

—Y vos a mí Dimitri.

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Y con un suave beso sobre su blancapiel, los designios de las Musas sehicieron realidad.

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Agradecimientos

A Carlota, como siempre, por todo. Porser todavía más dura en la correcciónde este segundo libro. Por sacar tiempoentre proyecto y proyecto para tachar ygarabatear y remarcar y felicitar ypintarrajear en las primeras versionesimpresas. Por componer no una, sinodos Poesías Reales con la mismadedicación y cuidado que las propiasMusas. Por escuchar todas misdisparatadas ideas y responderme consinceridad si debía incorporarlas… omejor no. Por seguir ahí. Gracias.

De nuevo a mi familia, en especial

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a mis padres y a mi hermana Marta.Por tener que aguantarme tanto en losbuenos como en los malos momentos.Cuando estoy contento y cuando no loestoy tanto. Por saber cuando finjo unasonrisa y cuando de verdad estoy bien.Porque les quiero con todo mi corazón.Gracias por estar ahí.

A Consuelo, Irene, Dani y el restodel equipo de Versátil. Por todo elapoyo, el cariño y la amistad que mehan proporcionado en mi primer añocomo escritor. Porque sus teléfonossiempre están encendidos para quepueda importunarles. Por estar ojoavizor de todos los fallos que podíahaber cometido. Por enseñarme cosas

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que los ni los libros ni los manualesmencionan. Por permitirme compartirde alguna manera su sueño de crearuna editorial, y estar haciéndolo tanbien. Gracias.

A José Antonio Cotrina (AKACotri). Por tener que aguantarme encasi todos los viajes literarios y los notan literarios. Porque, aunque sólo nosconocemos desde hace un año, pareceque hayamos sido compañeros desdehace mucho tiempo. Por habermeenseñado algunos secretos delmundillo. Por presentarme a tantagente maravillosa. Por haber leído conojo crítico el libro y haber cazadotodas las incoherencias que a mí se me

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habían pasado. Pero, sobre todo, porlos buenos momentos que hemospasado y que espero que se repitandurante muchos años más. Gracias.

A Pablo, por haber resultado unmagnífico editor. Si acaso he mejoradoen algo con los laísmos y los leísmosha sido gracias a ti. Por desgracia,compañero, Bereth seguirá siendomonárquico, jajaja…

A Susana Vallejo, por ser miMaestra y escuchar todas mis dudascuando tenía la cabeza hecha un lío.Porque me alegro muchísimo de que tepresentases en aquel desayuno de SantJordi con tu espada de madera y tuperenne sonrisa. Gracias.

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A Maite Carranza, por habermeconcedido el honor de dedicarle unaspalabras al libro. Como gran seguidorque soy de su obra, nada podíahaberme hecho mayor ilusión.

Al resto de compañeros del gremio,tanto a los que ya conocía antes depublicar como a los que han llegadodespués. Por todo lo que he aprendidode vosotros escuchándoos hablar, nosólo en mesas redondas y conferencias,sino también en bares y restaurantes.Porque es maravilloso ver la cantidadde grandes artistas con los que cuentaEspaña.

A Tonya Hurley, Elizabeth Eulberg,Jackson Pearce y al resto de amigos

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que se encuentran al otro lado delcharco. Por desear con tanta fuerzaque Cuentos de Bereth llegue algún díaa estar traducido al inglés y porhaberme echado una mano todo lo quehan podido o más. Porque, quién sabe,quizás en un tiempo se obre el milagroy puedan leer este agradecimiento eninglés.

A Anna, por las preciosas portadasde la trilogía. Nunca vi tan claros a lospersonajes hasta que los tuve delantegracias a su pincel.

A Marta y Keko por darle voz alpequeño Timmy entre muchas otrascosas.

A Clara, por esperarme cuando

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quedamos y darme más tiempo paraescribir.

A mi prima María, por escuchar laprimera versión de Encantamiento deLuna mucho antes de que estuvieraterminada y por regalarme la palabraNémade que tanto me gusta.

Al grupo Señales Perdidas, enespecial a Raúl por componer el singlede la trilogía y el tema instrumental yhaberle otorgado a este cuento dehadas una nueva dimensión. Gracias.

A los libreros y profesores que tantome han apoyado desde el principioofreciendo lugares para firmar,presentar y charlar con los lectores.Porque espero que esta continuación os

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guste tanto o más que el primer libro yporque, oye, nunca está de más hacerun poco la pelota a quien bien lamerece.

A todos los fans, tanto de España,como de Latinoamérica, como de otrospaíses, que con vuestros mensajes,comentarios y opiniones me ayudáis amejorar y a seguir luchando por misueño. Me alegro mucho de volver averos por los bosques de Bereth. Esperoque hayáis disfrutado con esta segundaentrega de la trilogía y que sigáis ahípara conocer el desenlace del cuento.Sois vosotros quienes hacéis posible lamayoría de las cosas. Gracias. Deverdad.

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JAVIER RUESCAS (Madrid, 1987).Javier Ruescas Sanchez nació en Madriden 1987 y es Licenciado en Periodismo.Su carácter abierto y dinámico, suprofesionalidad y afición por la lectura,le han convertido en uno de los jóvenesmás conocidos de la red. Compagina laescritura con el trabajo editorial y la

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creación de páginas web.

Hasta el momento ha publicado latrilogía Cuentos de Bereth (EditorialVersátil), Tempus Fugit. Ladrones deAlmas (Alfaguara), PLAY, SHOW yLIVE (Montena) y Pulsaciones,coescrita con Francesc Miralles (SM), yvarios relatos en diferentes antologías.Tanto su novela PLAY como Pulsacioneshan sido seleccionadas entre las mejoresnovelas juveniles de 2012 y 2013,respectivamente, según los expertos enBabelia (El País).

Además, Ruescas es editor y haparticipado en numerosas ponencias,charlas y mesas redondas

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internacionales sobre las nuevastecnologías, los jóvenes autores y lasituación de la literatura juvenil enEspaña.