Luisa Maria Linares - Esconde La Llave de Esa Puerta

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LLLLLLLLUUUUUUUUIIIIIIIISSSSSSSSAAAAAAAA--------MMMMMMMMAAAAAAAARRRRRRRRÍÍÍÍÍÍÍÍAAAAAAAA LLLLLLLLIIIIIIIINNNNNNNNAAAAAAAARRRRRRRREEEEEEEESSSSSSSS

EEssccoonnddee llaa LLllaavvee ddee eessaa PPuueerrttaa EEssccoonnddee llaa llllaavvee ddee eessaa ppuueerrttaa ((11999988))

AAARRRGGGUUUMMMEEENNNTTTOOO:::

Todos los personajes de este libro, y también la República de Santibera, son puramente imaginarios. Cualquier parecido con personas o países existentes será completamente casual.

Criada por dos tías solteronas, súbitamente Ivana es requerida por su tío Leopoldo, como dama de compañía para un viaje a Londres. Su tío es un personaje importante de la política de un pequeño país centroamericano y sólo se interesa en su sobrina porque Ivana tiene un título de enfermera y él es hipocondríaco.

Ivana acepta el viaje, ansiosa por seguir la pista de un antiguo novio, líder de una comunidad hippie que se fue meses atrás y del que se cree aún enamorada, a pesar de no haber vuelto a tener noticias suyas.

Nunca podría imaginar que la búsqueda de una gabardina perdida la llevaría a verse envuelta nada menos que en el secuestro de un embajador.

SSSOOOBBBRRREEE LLLAAA AAAUUUTTTOOORRRAAA:::

Luisa-María Linares nació en Madrid. A los veintidós años escribió su primera novela. Editorial Juventud ha publicado toda su producción literaria: treinta y dos novelas que han alcanzado un considerable éxito. Veinte de sus obras han servido de base para producciones cinematográficas. Carlo Ponti fue el productor de Cómo casarse con un primer ministro. La novela Un marido a precio fijo fue llevada al cine tres veces. Son también innumerables las adaptaciones para el teatro y la televisión. Su firma apareció también en las mejores revistas del mundo.

Luisa-María Linares, poseedora de una inteligencia viva y lúcida, profunda conocedora del corazón humano, se dedicó a poner de relieve la alegría de vivir. Narradora de excepción, sus novelas se mueven en ambientes excitantes y situaciones llenas de emoción, y su pluma abre siempre el camino para la esperanza. La famosa escritora falleció en 1986 en la estación de Estoril, donde se encontraba de regreso de sus vacaciones de verano. Su obra, alegre y vital, como ella decía, sigue orientada al sol.

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Ser recibida en Londres como una V. I. P.1, con ramo de flores, fotógrafos de prensa y escolta policíaca hasta el hotel, era demasiada emoción para quien, como Ivana, sólo había conocido el anonimato de las multitudes y el metro o el autobús como transporte. Y, por supuesto, a la policía de elemento decorativo para dirigir el tránsito.

Pero allí estaba, en el interior del Bentley gris, apretujada entre su tío Leopoldo —llamado en la más estricta intimidad «el Superpoldo» —y el delegado de Inglaterra en el Congreso, que había acudido a recibirles. Delante, junto al chófer uniformado, el petulante Florián Guevara, secretario de Superpoldo, torcía el cuello para tomar parte en la conversación y no perder ripio de cuanto se decía.

El ramo de gladiolos que alguien ofreciera a Ivana en el aeropuerto abultaba demasiado y no sabía en qué posición colocarlo para que no molestara.

—Nos escolta la policía —comentó su tío en perfecto inglés.

Era curioso que desde el momento de pisar tierra inglesa se hubiera metamorfoseado automáticamente en un correcto gentleman, con gestos, tono de voz y ademanes adecuados. Durante su breve estancia en Madrid había sido una especie de altivo y digno Grande de España. Ivana estaba segura de que en Francia asumiría el aspecto de francés impecable. Y en Alemania resultaría el ciudadano más germano de todos.

—Tomamos precauciones por lo de Santibera —aclaró el delegado inglés, que respondía por el nombre de mister Treadwell y que era alto y flaco, de cutis encendido y aspecto preocupado.

—Nos han creado un problema muy desagradable —corroboró Superpoldo, con el ceño fruncido —. Es indudable que se intenta sabotear el Congreso. Lo de Santibera es realmente grave.

—Muy grave —admitió mister Treadwell con voz de bajo profundo.

—Muchos especulan con el hambre de la humanidad —sentenció Florián Guevara, convencido de que aquello no lo había dicho nadie antes que él—. Nuestro Congreso Económico Euroamericano molesta a mucha gente. Pero yo me pregunto: ¿por qué precisamente a Santibera?

El inglés repitió como un eco:

—Eso es. ¿Por qué a Santibera? Una diminuta mancha en el mapa, que adquiere de pronto relieves inusitados. Confieso que he tenido que documentarme recientemente sobre ese país para poder hablar con conocimiento de causa.

Inesperadamente, Superpoldo dio una inelegante patada sobre la alfombrilla del coche que dejó a su interlocutor sorprendido y con una ceja levantada. Ante el interrogante de la ceja, tuvo que explicar su actitud.

—Tengo el maldito calambre.

Florián se agitó en seguida en el asiento, que era lo que se esperaba de él.

—¡Vaya por Dios! El calambre.

Tras de lo cual, ambos miraron fijamente a Ivana.

1 Very Important Person: Muy Importantes Personas. Recibidas en un salón especial de los aeropuertos.

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Por entre el ramo de gladiolos asomó un ojo asustado. No podía evitarlo. Superpoldo y su odioso secretario le producían un pánico invencible.

—¿Qué sucede...? —tartamudeó ante el reproche de las dos miradas.

Sin piedad, Florián comenzó a fustigarla. Desde el primer instante adivinó que le había sido antipática. Con una antipatía que quizá se extendía a todo el elemento femenino.

—¡Vamos, vamos...! ¿No ha oído que tiene el calambre?

A la vez, su tío lanzó un suspiro entristecido que pretendía sugerir:

«Lo que yo me temía. Esta estúpida sobrina no va a servirme para nada. Es una retrasada mental. Herencia de su familia materna, por supuesto.»

Con desgana, aclaró:

—La píldora, Ivana. La píldora azul.

La píldora azul. Claro. La píldora que era preciso dar al tío en cuanto empezaba a patear el suelo. Se le cayó el ramo de gladiolos mientras rebuscaba en el enorme bolso, repleto de medicinas que Superpoldo había puesto bajo su responsabilidad. Apartó el pasaporte, los caramelos para la tos, el paquete de algodón, la caja de inyecciones, el frasco de alcohol, el libro Cómo aprender inglés en diez horas, su polvera, su barra de labios, la única postal que recibiera de Manu durante los cuatro meses de ausencia y, por fin..., sí..., la cajita de las píldoras azules. No había que confundirlas con las rosa o con las verdes, que servían para distintos fines. Le tendió la cajita abierta a Superpoldo, quien cogió una como quien pellizcase su estuche de rapé. Y dando por concluido el incidente, siguió hablando con los otros, pateando el suelo acompasadamente, como un acompañamiento de batería.

—¿Ha habido nuevas noticias...? ¿Qué dice la prensa? Mister Treadwell, sin dejar de mirar con recelo la pierna pateante, le tendió un periódico que olía a tinta fresca.

—Se teme lo peor —decretó con voz grave. Ivana guardó la cajita y volvió a desaparecer tras los gladiolos. Como Florián estaba limpiando con su enguantada mano el vaho de la ventanilla, pudo al fin vislumbrar un trocito de Londres, húmedo y frío. No había traído abrigo, confiando en lo avanzado de la primavera. El abrigo estaba ya muy viejo, y en Madrid la gente empezaba a lucir sus galas de verano. Presentía que iba a pasar la semana tiritando, pero, en el fondo, nada importaba. Había vendido su alma al diablo con tal de llegar hasta Londres. Un diablo que tenía las facciones de Superpoldo. Pero ya estaba allí. Cerca de Manu, a quien no veía desde hacía cuatro meses. Y la vida sin Manu no valía la pena de ser vivida. Nada importaba el saberse rodeada de elementos hostiles. Nadie conseguiría entristecerla. Sabía que al cabo de unas horas iría en busca de Manu y vería su expresión sorprendida y escucharía su voz alterada por la alegría: «¡Ivana! Tú en Londres... ¿Cómo has logrado llegar hasta aquí...?»

Tendría que explicárselo todo. La repentina llegada de Superpoldo y su increíble ofrecimiento.

Increíble era cuanto provenía de su tío, porque Superpoldo resultaba un personaje irreal. Las contadas apariciones que hiciera en su vida resultaron siempre impresionantes. Aún recordaba la primera de todas, aunque hubiesen transcurrido ya veinte años, a raíz de la muerte de sus padres. Era el único representante de la línea paterna, y había dejado su cómoda residencia de Ginebra, donde habitaba, para echar una ojeada distraída a las dos pequeñas huérfanas que le miraban asustadas. Creyendo cumplir con su deber, eligió una al azar para llevársela consigo. Resultó ser Sara. Era la mayor y la más bonita, con su cabello rubio y su expresión altiva. A la otra, cuya única belleza eran sus extraordinarios ojos color azul violeta, que contrastaban con la lisa melena negra,

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la abandonó, sin una nueva mirada, en compañía de su familia materna, aquella familia de poca monta con quien su hermano emparentó en un momento de debilidad.

Sara desapareció de la existencia de Ivana y compartió con Superpoldo todas las grandezas del mundo. De vez en cuando, una postal enviada desde lejanos países establecía momentáneamente el contacto. Leopoldo Lorca, viudo de una millonaria suiza, viajaba incansablemente, de congreso en congreso. Era un hombre importante, Presidente de Todo. Sara disfrutó de su gloria durante veinte años.

Ivana sólo pudo compartir las escaseces de tía Milagros y tía Dolores —tía Mila y tía Dol —, hermanas de su madre, que lucharon con uñas y dientes para sacarla a flote. En el anticuado piso de la calle Mayor abundaron siempre los apuros económicos, pero también las risas y el cariño. La tía Mila, viuda de un funcionario de Hacienda, disfrutaba de una pensión de viudedad que les permitía sostenerse hasta el día 15 de cada mes. Las dos semanas restantes subsistían milagrosamente gracias al ingenio de tía Dol, que tan pronto tejía jerseys en una máquina antiquísima que se estropeaba inevitablemente antes de llegar a las sisas, o se marchaba a Almería, a actuar de «extra» en una película de vaqueros, o aparecía en un spot de la «tele» entre un grupo de comadres ebrias de felicidad porque el detergente «Venancio» lavaba más blanco, o cantaba de contralto en los coros de Música Sacra, subvencionados por el Ayuntamiento.

Su más reciente hazaña había sido aquélla precisamente. Formando parte del coro, se había largado a Londres para actuar en un festival internacional..., y allí se había quedado, tras encontrar un magnífico empleo como sirvienta en casa de una anciana muy rara. En sus cartas aseguraba que ahorraba «montones de oro», pero su hermana Mila consideraba el modesto empleo como un horrible baldón del que no quería hablar a nadie. Para ayudarse a vivir sin bajar de posición social, ella se defendía de la falta de dinero como una auténtica señora, alquilando discretamente la habitación azul del fondo a viudas o viudos respetables. La habitación amarilla de fuera sólo era alquilada en situaciones muy desesperadas.

Los dos últimos años sólo tuvieron un alojado permanente en el cuarto azul. Se trataba de don Gregorio, un jubilado que fue ordenanza de la Academia de la Lengua. Gracias al contacto con los «inmortales», era, a su modo, un erudito que escogía primorosamente su vocabulario.

Al instalarse en el cuarto azul, nadie hubiera podido sospechar que se encontraría tan a gusto como para renunciar al resto de las vanidades del mundo. Se adaptó de tal manera a la librería de nogal atestada de libros, a los dos sillones de terciopelo granate, a la cómoda negra con aspecto de catafalco y a la mesa camilla con su brasero eléctrico calentándole en los inviernos, que nunca más se movió de casa.

Dol solía explicárselo a sus amigas:

—No creáis que estoy exagerando. No volvió a salir. Mila, sin sospecharlo, ejerce sobre él una especie de secuestro espiritual. Mi hermana es la perfecta oyente. Nadie en el mundo escucha mejor que ella. En su rostro se van marcando todas las impresiones que la narración le produce, todos sus estados de ánimo. Y don Gregorio es un charlatán de tomo y lomo. Encontró en mi hermana el auditorio que le faltó toda la vida. No necesita más. Carece de parientes. Su plato preferido son las gachas de harina de almortas, y Mila las prepara con los ojos cerrados. Os aseguro que este asunto se ha convertido en un concubinato casto. Eso sí. Castísimo.

Por fortuna, en el cuarto amarillo de fuera solían tener inquilinos más amenos. Gente que entraba y salía y con la que compartían retazos de vida.

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La última ocupante de aquel cuarto amarillo había sido miss Frazer, una empleada del Consulado inglés, a la que debía Ivana sus ligeros conocimientos del idioma. En la actualidad se hallaba vacío porque Dol enviaba unas libras de cuando en cuando para que salieran del paso.

Superpoldo estornudó de pronto. Lanzó a su sobrina una mirada aviesa, pero se esforzó en encontrar un tono ligeramente amable. Solía hablar a las mujeres en un tonillo especial, como si las considerara yeguas asustadizas.

—Estas flores están dándome alergia —advirtió. Frenéticamente trató Ivana de recordar si llevaba en el bolso algunas pastillas contra la alergia. Pero no las llevaba. Preocuparse de la salud del tío era parte fundamental de sus obligaciones. Superpoldo era un hipocondríaco que se creía enfermo de todos los males. Tenía ocho o diez neurosis convenientemente catalogadas, y de vez en cuando se le agudizaba una.

Se atrevió a replicar, con un hilo de voz:

—No pueden darte alergia, tío. Están envueltas en celofán. Pero si te molestan, las tiraré por la ventanilla.

Inició el gesto, que su tío contuvo con cara de mártir. Florián Guevara le lanzó una mirada displicente.

—A Sara solían obsequiarla con flores en todos los aeropuertos, y siempre las colocaba de modo que no molestasen a nadie —comentó el tío desviando la mirada hacia el infinito.

Ivana buscó ansiosamente dónde colocar el enorme ramo, y al final decidió ponerlo en el suelo y colocar los pies encima. Era una pena, pero ¿cómo esperar a que Sara le explicase en un cablegrama lo que solía hacer con las flores? Su hermana se hallaba muy lejos, en su lujoso hogar de Washington, compartido con un brillante senador del Estado de Minnesota que conociera en un congreso y con el cual se había casado.

La brillantez de la boda no consolaba a Superpoldo de la pérdida de una sobrina que fuera sus pies y sus manos.

—Ella cuidaba de mí... —explicó con acento de huerfanito patético en una entrevista, la cuarta o quinta en veinte años, que concediera a Ivana en el suntuoso hotel donde se había alojado días antes, a su paso por Madrid. Consideró ineludible comunicarle la boda de su hermana, a la que ni siquiera fue invitada.

—Fue todo demasiado rápido... —se excusó, aunque sus excusas sonaban a reprimenda —. No hubo tiempo de avisar a nadie. Tu hermana lamentó mucho no tenerte a su lado.

Ivana dudó de tal aseveración. Sara se había convertido para ella en una chica extranjera que hablaba el español con pésimo acento. Durante su última y breve visita se habían limitado a mirarse, sin encontrar nada que decirse. Algo muy triste, que a Ivana le hizo llorar después.

—Resultó una boda brillantísima —siguió Superpoldo —. La más importante del año. El senador, tu cuñado, es un joven que tiene ante sí una excepcional carrera política. —Tosió, sacó del bolsillo del pecho un inmaculado pañuelo, lo sacudió, lo dobló de nuevo y lo devolvió a su sitio. Durante la corta entrevista, su sobrina le vio repetir varias veces el mismo inútil gesto. Inclinándose en el asiento, bajó la voz, haciéndola más confidencial —: Y oye bien lo que te digo, Ivana. Hemos de verle muy pronto candidato de su partido.

Ivana, preocupada por esconder sus estropeados zapatos debajo del sillón donde se sentaba, sacudió la cabeza sin comprometerse. Mecánicamente repitió:

—¿Candidato...?

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Y él, irritado por la falta de entusiasmo, subrayó, altisonante:

—A la presidencia, niña. A la presidencia.

Ivana tartamudeó felicitaciones, imaginándose ya a su hermana como primera dama de Estados Unidos. Casi sintió ganas de reír, y tuvo nueva consciencia de su abrigo deslucido, de su bolso con tres temporadas y de la lana de su jersey que se empeñaba en formar bolitas por todos lados. Trató de armarse de valor para levantarse y despedirse con dignidad, cuando repentinamente ocurrió lo inesperado.

En el preciso instante en que Superpoldo comenzaba a referirle el cariñoso abrazo que le dieron los senadores de Georgia y de California en la recepción que siguió a la boda, interrumpió de pronto su relato, palideció, puso los ojos en blanco y descendió vertiginosamente de su trono de grandeza, cayendo cuan largo era sobre la alfombra del salón. Florián Guevara, que acechaba a distancia, corrió a levantarlo, e Ivana, tremendamente asustada, recordó de pronto que estaba a punto de concluir el curso de enfermera que tía Mila se obstinaba en hacerle seguir. Procuró recordar cuáles eran los primeros auxilios.

El médico confirmó a su llegada lo que ya ella había presumido: se trataba de un simple ataque de lipotimia, y la felicitó por su intervención.

Rápidamente repuesto, Superpoldo la miró con interés por vez primera en su vida. Observó que tenía unos ojos azules extraordinarios, una boca bonita y risueña y que era una versión en moreno de su hermana Sara. Pero lo que le impresionó realmente fue su título de enfermera.

Dos días más tarde, cuando ya Ivana había olvidado la escena y se encontraba en la cocina de su casa, ayudando a tía Mila a freír croquetas de bacalao porque era viernes, Superpoldo se presentó en el piso inesperadamente, causando tal sobresalto a Mila, que dejó quemar las gachas de don Gregorio y tuvo que correr a su cuarto para echarse en la cama con un pañuelo humedecido de colonia en la frente.

De pie en el centro de lo que pomposamente denominaba «salón», con sus sillones de gutapercha, sus numerosos pañitos de encaje, la alfombra tejida a mano por toda la familia, incluyendo a don Gregorio —labor que duró dos inviernos —, y el piano desaliñadísimo en un rincón, fue donde Superpoldo hizo su oferta. Invitaba a Ivana, a guisa de prueba, por supuesto, a ocupar el lugar que dejó vacante Sara. A cuidarle, a darle sus medicinas a la hora exacta, a evitarle todas las pequeñas molestias cotidianas. Claro que Sara era insustituible, puntualizó, pues por algo se había ocupado él de educarla maravillosamente. Pero podían probar.

Ivana le miró en silencio. Superpoldo parecía tan limpio y aséptico que hacía sentirse a los demás desaseados y llenos de microbios. Se dio cuenta de la hostilidad de su presencia en aquel salón cursilísimo pero que rebosaba dignidad, con sus paredes cubiertas por mustias fotografías de abuelos y abuelas desaparecidos, siempre recordados con fidelidad familiar. Rememoró el tono displicente con que saludó a tía Mila en el vestíbulo y pensó que había llegado por fin su gran oportunidad.

Pero, naturalmente, no la oportunidad de irse a vivir con Superpoldo y sus riquezas, abandonando inconsideradamente a las tías, lo cual no la tentaba lo más mínimo, sino la gran oportunidad de soltarle las cuatro frescas que siempre ambicionó. La ocasión de decirle de una vez por todas lo que opinaba de su crueldad al separarla de su hermana, de su egoísmo y de su espectacular pedantería.

Sin embargo, una sola frase, dicha al azar, la obligó a tragarse sus rencores:

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—El lunes próximo saldremos para Londres.

Estuvo a punto de lanzar un grito. ¡Londres, el lugar inaccesible donde se encontraba Manu! ¡Londres, donde trabajaba tía Dol, a la que tanto echaba de menos!

Londres, por fin, al alcance.

Recapituló. Tragó las montañas de humillaciones acumuladas durante años y años. Repitió dos veces: «¿A Londres?... ¿A Londres?...», y agitó la cabeza como si no pudiera detenerla.

Aquello era maravilloso. Nada se perdía con aceptar. Iría a Londres y más tarde le diría al tío le que opinaba de él. La escena sólo sufriría un pequeño aplazamiento. Y durante aquel alegre intervalo, ella sería feliz en Londres. Con Manu, que la dejó hecha un mar de lágrimas hacía cuatro meses y que trataba de abrirse camino con su arte en aquella inmensa ciudad.

Llegó a un acuerdo con Superpoldo..., y por fin estaba en Londres.

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Manu entró en su vida un año antes con la fuerza de un huracán arrasando cuanto pillaba al paso. Íntimamente dividía su vida en «antes y después de Manu», y no comprendía cómo había podido subsistir hasta sus veintitrés años sin conocerle. Sin ser hechizada por su voz ronca, su mirada sombría, por aquel modo peculiar de echar a andar de pronto haciendo correr a todos tras él, como si estuviese solo en el mundo y no pensara nunca detenerse ni volver la cabeza para cerciorarse de que los demás le seguían. Porque quizás, en el fondo, no le importaba que le siguieran o no.

Pero el caso era que a Manu siempre le seguían. Los amigos y las mujeres. En broma le llamaban El Rey, o The King, o Le Roy, según el idioma que empleara el súbdito. El mundo que rodeaba a Manu era una especie de ONU donde todos los países y razas estaban representados.

Le había costado mucho trabajo a Ivana el adaptarse a aquel mundo de Manu. Y no estaba muy segura de que aquel mundo la hubiese aceptado a ella. Ni «El Holandés», a quien consideraban como el segundo de a bordo y que era el único que ejercía cierta influencia sobre Manu, ni Berto, que compartía con él un cuchitril llamado «estudio» y que fregaba y barría para mantenerlo limpio, hasta que, harto de faenas caseras, metió allí también a Gerda, su novia, una alemana que acudió a Ibiza a pasar un mes de agosto y se quedó definitivamente en España.

—Nos llevamos muy bien los tres —solía decir Manu con su voz cansada que dejaba adivinar un mundo de decepciones —. Nos llevamos bien porque los tres lo odiamos todo. Por eso nuestra pintura está llena de estrépito y furia.

Acostumbrada a las tranquilas charlas familiares y a los apacibles y floridos discursos de don Gregorio, se escandalizó al principio con las opiniones del grupo. Más tarde se limitó a encogerse de hombros ante sus acerbos comentarios políticos, sus interminables quejas y sus puntos de vista delirantes. Incluso la apariencia física de todos ellos era poco común. Nolo y Nola, la pareja italiana, lucían sus cabezas rapadas al cero, para ir contra la moda.

—Somos dos bonzos contestatarios —solían decir.

También estaban los Mellizos, que se especializaban en collages y que eran armenios, de corta estatura, y hablaban muy bajito en un español ininteligible. Pero «El Holandés» era quien le manifestaba abiertamente su hostilidad, considerándola representante de una clase media a la que aborrecía. Se calificaba a sí mismo de anarquista y repetía orgullosamente:

—Estoy prohibido en todas partes.

Medía cerca de dos metros y usaba melenas largas y barba rubia. Para burlarse de Ivana decía a los otros:

—Escoged vuestro vocabulario, que la señorita se escandaliza. Guardad vuestras obscenidades para cuando la burguesita no esté presente.

Y la pobre burguesita, que solía ir andando al hospital donde hacía sus prácticas para ahorrarle a tía Mila el dinero del autobús, fingía no oírle y sonreía a Manu, quien le devolvía la sonrisa. No le preocupaban los comentarios ajenos y seguía buscando la compañía de la chica de los ojos azul violeta y de la melena azabache. Manu, como buen pintor, calificaba a la gente por colores.

Ella no se consideraba entendida en pintura, pero casi le agradaban los extraños cuadros de Manu, quizá por lo mucho que le gustaba él.

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Le agradó la primera mirada, desde que le conoció en unas agradables vacaciones en Torremolinos, invitada por una compañera del hospital. Su amiga tenía un cochecito de segunda mano y una casa muy grande en Málaga, llena de tíos y de primos, por lo cual aquellas vacaciones apenas le costaron nada.

Cierto atardecer en que regresaba de la playa, con las sandalias llenas de arena y una cinta sujetándole el húmedo cabello, se detuvo ante la exposición de cuadros alineada junto a un muro, delante de un café y próxima a la vía del tren.

Allí empezó todo, con un calor tremendo, cuando, impulsada por la mirada suplicante del artista, compró un dibujo a lápiz que representaba una animada escena callejera. Poco después, Manu se gastó aquellas pesetas recibidas en invitarla a vino tinto y rodajas de chorizo, a las que siguieron unos enormes bocadillos de calamares fritos. Más tarde le confesó que aquélla fue su única comida del día. Nunca lograba estar sobrante de dinero.

Charlaron durante horas y horas y se separaron casi de madrugada. La multitud que invadía las calles les vela pasar sonrientes y cogidos de la mano. Olía a flores, a vino y a alegría. Un olor bueno, que sólo se respiraba cuando se era feliz. Fue el comienzo del hechizo...

Y de la esclavitud. Ivana vivía dos vidas diferentes, imposibles de compaginar. Ni Manu ni sus amigos eran compatibles con los habitantes del piso de la calle Mayor, con las gachas de don Gregorio y con las amigas viudas de tía Mila, rebosantes de respetabilidad.

Hubiera deseado que tía Dol estuviese allí, para pedirle consejo. A menudo solía dárselos, llamándole al pan, pan, y al vino, vino, porque tía Dol era aún una mujer relativamente joven que miraba a la vida de frente. Había tenido muchos amoríos, de los cuales salía siempre tronchada y maldiciendo a los hombres.

—Ante ellos sólo tenemos dos clasificaciones —solía decir mientras se arreglaba las cejas, que era su momento propicio para las confidencias —. O nos clasifican como «esposa y madre» y nos obsequian con una vida de partos, guisos y fregoteo de sartenes dentro de la más respetable legalidad, lo cual, a la larga, resulta lo más cómodo y seguro, o nos catalogan por el lado frívolo como tierra de todos, sin prestigio, sin leyes que respetar, gratas como una buena manta cuando se tiene frío. Inútiles como esa misma manta cuando pasa el tiritón. Piénsalo bien antes de elegir tu senda.

Ivana lo pensaba bien. Lo pensaba hasta la obsesión. Por culpa de Manu había rechazado a dos médicos del hospital que la perseguían con sus asiduidades. Luchaba consigo misma y no quería ceder al atractivo de Manu, que, según empezaba a sospechar, trataba de convertirla en «manta». Las frases de ti a Dol continuaban resonando en sus oídos:

—Sobre todo... no te creas inteligente y moderna, como algunas que yo conozco, que aceptan alegremente un delicioso concubinato, considerándose más avanzadas que las demás... Y la realidad es que lo que han aceptado es una situación incómoda, con los mismos partos, el mismo fregoteo de sartenes y ningún prestigio social. Y las muy idiotas se consideran listas y emancipadas.

Como Ivana acababa siempre riéndose a carcajadas, añadía, rebosando sentido común:

—No te rías, tontita. El matrimonio, tal como está concebido, contiene muchísimos defectos..., pero protege a las mujeres. No olvides que los hombres de cualquier país prefieren siempre cambiar a una esposa de cuarenta años por dos de veinte.

A los veintitrés, Ivana seguía siendo «virgen y mártir», como la llamaba Manu despectivamente.

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No sospechaba las numerosas veces que estuvo a punto de naufragar al contacto de sus labios, al calor de sus brazos, al sonido apasionado de su voz. Pensaba en que su tía Dol, con tan razonables ideas, no tenía, a los cuarenta y nueve años, un hombre en su vida. Aquella vida a la que ella misma calificaba de «desesperación pacífica»...

El viaje de Manu a Londres, seguido de su grupo, dejó su agonía en suspenso. Los primeros días casi sintió alivio, al no tener que luchar contra él. Luego, los cuatro interminables meses de ausencia la fueron convenciendo de que no soportaba la vida así.

Y allí estaba ahora, en busca de Manu, en aquel tumultuoso Londres en el que acababa de ser recibida como una V. I. P.

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Entre las siete maletas negras de Superpoldo destacaba la número ocho, que era roja, como señal de peligro. Ivana la denominaba mentalmente «la maleta de los estómagos», porque su tío había indicado, refiriéndose a ella:

—Ahí reposan simbólicamente las esperanzas de millones de estómagos hambrientos.

Era la maleta donde se guardaban los documentos del Congreso y, por lo tanto, correspondía a Florián Guevara el ocuparse de ella. Pero las siete restantes constituían parte de las obligaciones de Ivana en su nuevo empleo de enfermera, ama de llaves y ayuda de cámara eventual. El auténtico ayuda de cámara que hasta entonces acompañara a su tío en los viajes había lanzado un grito de rebeldía y prefirió quedarse en Washington, al servicio de Sara y de su flamante senador, harto de viajes. La política americana había despertado su curiosidad. Había oído hablar de la juerga bestial que se organizaba cada cuatro años con motivo de las elecciones presidenciales y no quería perdérsela.

Superpoldo estalló de ira ante aquella innoble deserción. Todo el mundo le abandonaba a la vez. Excepto Florián, por supuesto, que estaba lleno de inmundas ambiciones y sabía que junto a él haría carrera. Pero esta vez le pillaría prevenido.

Con verdadero frenesí se dedicó Ivana a abrir las siete maletas y a poner las cosas en orden en los enormes armarios empotrados.

El Royal London habíales reservado un departamento fenomenal en el piso primero. Disponían de un pequeño vestíbulo lleno de espejos con marcos dorados, de un gran salón, de un enorme dormitorio para el tío y de otros dos más pequeños para ella y para Florián, cada uno con su correspondiente cuarto de baño. Las mullidas alfombras, las flores en los jarrones, las luces indirectas, todo aquel lujo al que no estaba acostumbrada le producían una euforia electrizante. Andaba con ritmo de baile, y más tarde escribiría una larga carta a tía Mila y a don Gregorio que les parecería un capítulo de Las mil y una noches.

El elegante contenido de las siete maletas negras pareció inundar todo el cuarto. Colgó en el armario los nueve trajes, los tres abrigos y el batín de seda rojo. Repartió por los cajones las docenas de camisas de todos los estilos, los pijamas maniáticamente azules con iniciales bordadas en plata, todos idénticos, y volcó la zapatería ambulante y fue colocando pares y más pares en los soportes de metal. Unas zapatillas viejísimas ocupaban un sitio de honor, cuidadosamente envueltas en celofán. Debían de ser sin duda las zapatillas viejas y adoradas con las que el tío descansaba en paz. Su única y vergonzosa concesión a la vulgaridad.

Los frascos de medicinas ocuparon todos los armarios de espejo del cuarto de baño, y aún tuvo que dejar la maleta medio llena por no saber dónde colocarlos. Se estremeció pensando en el estómago de su tío y en si sería capaz de sobrevivir a todos los frascos.

Desde el salón llegaban a sus oídos voces en español e inglés. Un numeroso grupo de gente les aguardaba en el vestíbulo a su llegada, y ahora discutían excitados en el salón del tío.

Aunque nadie le había dicho nada, considerándola sin duda quantité négligeable, había conseguido en parte enterarse de lo que sucedía. Unos periódicos abandonados sobre la mesa la informaron de que el delegado de Santibera, pequeña república hispanoamericana, llegado dos días antes para tomar parte en el Congreso, había sido incomprensiblemente secuestrado, a la

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puerta misma de su hotel y ante los ojos atónitos del portero, amenazado por dos individuos armados.

La prensa inglesa calificaba el asunto de monstruoso, incomprensible y temerario.

Ivana se leyó los artículos de cabo a rabo. Trabajosamente, porque sus conocimientos de inglés no eran todo lo brillantes que deseaba. Pero pudo comprender la situación y solidarizarse de corazón con los que en el salón vecino lanzaban gritos de «¡Sabotaje! ¡Anarquía! ¡Atropello!...»

Había pasado media vida leyendo novelas policíacas inglesas, que eran la pasión de sus dos tías, y lo del rapto le parecía relativamente normal. Estaban en Londres, donde era lógico que raptasen a la gente e incluso que asesinaran a las mujeres en las noches de niebla. ¿No era la tierra de Jack el Destripador? Deseaba, sin embargo, que no se le ocurriese a nadie raptar a Superpoldo, en cuyo caso se vería obligada a regresar a Madrid repatriada sin haber podido saborear el encanto de aquella magnífica ciudad. Y sobre todo sin ver a Manu.

Con una aguda sensación de urgencia corrió a su cuarto y rebuscó en su bolso el cuadernito de las direcciones. Era preciso actuar antes de que todos los congresistas, sobrinas incluidas, fuesen atacados.

Consiguió que la telefonista de la centralilla le pusiera en comunicación con el número anotado en el papel. La llamada sonó repetidas veces, y su mano apretó el auricular con impaciencia. El corazón le latía rápido, con brío y con esperanza nueva, porque era un corazón sin sofisticar que respondía en seguida a todas las emociones. Echó hacia atrás la larga melena oscura, que le tapaba la cara, como si fuese una cortina importuna que le impidiera conectar con el mundo.

Oyó al fin la voz familiar:

—Hello...!

La reconoció en el acto, aunque no hubiese lanzado el españolísimo «¡Diga!» habitual. Indudablemente se adaptaba a las costumbres extranjeras.

Había preparado lo que pensaba decir, pero las palabras acudieron en tropel.

—¡Soy Ivana! Acabo de llegar a Londres.

El rudimentario inglés de su interlocutora fue sustituido por una rotunda exclamación castellana:

—¡Caramba! ¿Quién habla...? ¿Qué está usted diciendo...?

—¡Que soy Ivana! Tu sobrina Ivana. Aquella que te decía de pequeña: «Yo soy Ivana en su ventana...» ¿Es posible que no me reconozcas...?

Sentía deseos de reír y de llorar, porque ahora se daba cuenta de lo mucho que echaba de menos a su tía y del ansia qué tenía de escuchar su alegre voz. Y también porque no podía acostumbrarse a la idea de estar en Londres. Para convencerse, pasó el dedo por el cenicero colocado junto al teléfono y que ostentaba el rótulo de Royal London Hotel.

Siguió una pausa expectante. Ivana adivinó la delirante confusión de pensamientos en la cabeza de tía Dol.

—No es posible que seas Ivana. No creo en los cuentos de hadas. Mi sobrina Ivana vive en Madrid, en nuestra casa de la calle Mayor, junto a mi pesadísima hermana Mila y a don Gregorio, el orador. No tiene una peseta, ni nadie a quien pedírsela prestada. Es imposible, por lo tanto, que haya llegado a Londres.

Ivana se echó a reír y le gritó al aparato:

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—Pero... ¿de veras no conoces la voz de tu sobrina? Te aseguro que acabo de llegar en avión. Y me hospedo en el Royal London.

—¡Santo Dios! ¿Has asaltado un banco...? Mi sobrinita Ivana, la de la melena larga y el hoyito en la barbilla...

—Ésa soy yo... Y cuando te cuente quién paga mis gastos te desmayarás.

Imaginó a su tía junto al teléfono y recordó su modo peculiar de llevarse la mano al corazón cuando algo la emocionaba.

—¡Niña! ¡No irás a decirme que has dado un mal paso! No me digas que desoíste mis sanos consejos. No me digas que te has liado la manta a la cabeza y te has hartado de freír las croquetas de los viernes y las albóndigas de los sábados. Que estás hasta la coronilla de mover con la cuchara de palo las gachas de don Gregorio y de cocer la tila de mi hermana. No me digas que el deshonor se ha desplomado sobre mi pobre cabeza teñida de rubio.

Caía como un bálsamo sobre el corazón de Ivana aquel modo de hablar de su tía, que fue siempre un manantial de energía y de imaginación. Un rayo de sol en el caserón de la calle Mayor.

—Lo que ha sucedido no es nada vergonzoso, tía. Pero sí sorprendente. Te lo contaré todo en seguida, porque pienso ir a verte ahora mismo. Cogeré un taxi. No puedo esperar un minuto más. Pero antes dime una cosa... ¿Le has visto? ¿Conseguiste encontrarle...?

—¿A quién?

—¿A quién ha de ser...? A Manu...

—Pero... ¿quién es Manu?

Ivana contuvo un rugido de indignación. Haga usted de su tía una confidente —pensó furiosa —. Ábrale su corazón, cuéntele sus penas de amor, para que en el momento más emocionante de su vida le pregunte: «¿Quién es Manu...?»

Hubiera podido contestar: «Manu es mi amor, mi alegría, mi desesperación y mi dicha.» Pero se limitó a decir:

—Manu. El pintor. Te envié las señas de su último alojamiento, para ver si podías seguirle la pista. Cambió de domicilio y me devolvieron mis cartas. Te pedí encarecidamente que lo vigilases.

«Como si fuera posible vigilar a Manu... —pensó a la vez —. Sería lo mismo que vigilar una tempestad, un relámpago... o cualquier otro fenómeno de la Naturaleza.»

—¡Ni una palabra más! Ya recuerdo —admitió Dol, confusa. Consideraba íntimamente a Manu como una piedra incrustada en el zapato de su sobrina y trataba de olvidarle. Pero Ivana no lo olvidaba —. El pintor de los ojos tenebrosos. No eché en saco roto tus recomendaciones. Indagué, seguí la pista desde la asquerosa pensión donde se alojaba y logré encontrarle. Él y su tribu exponen estos días en plena calle, delante de un pub.

—¿Eso qué es...?

—Un bar. O una taberna, si lo prefieres. Aquí, a eso le llaman pub. Pero se pronuncia pab. Yo me pregunto por qué entonces escribirán pub. En cuanto sales al extranjero te encuentras con disparates como éste.

—¿Y qué te dijo Manu? —la hostigó.

—Hablé un rato con él, y casi me enjaretó un cuadro. Algo horrible, todo negro con un punto rojo, como un ombligo. Tenía sentido oculto. Era algo así como un símbolo del ombligo del mundo. Me negué rotundamente a cargar con aquel ombligo simbólico.

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—Pero... ¿qué te dijo?

—Hablamos poco. Exponen en un barrio muy malo, o por lo menos a mí me pareció que todo el mundo tenía cara patibularia. No sé si conseguirán vender algo. Debo decirte en favor de Manu que me invitó en el pub a cerveza negra. Y, lo creas o no, nos la sirvieron caliente. Echando humo, quiero decir. Bueno, al final todo acabó con un par de bofetadas.

—¡Pero tía...! —se horrorizó.

—No te asustes; no fue una pelea. Lo cierto es que apareció por allí un melenudo pequeñito y depauperado que decía llamarse Berto y que sin duda era un tremendo masoquista, porque iba de mesa en mesa rogando a la gente: «Desprécieme... Escúpame... Abofetéeme...»

—Sí. Berto tiene la manía de humillarse. Está lleno de complejos.

—Como me pareció tan feo y encima se ponía tan pesado, quise darle el gusto y le solté una torta.

Ivana se quedó sin aliento.

—Pero tía... Si nadie lo hace nunca...

—Claro. Por eso insiste. Si le zurrasen a menudo, cambiaría de complejos... Lamento mucho que aún pienses en Manu. Ya sabes mi opinión sobre él. Es de los que no se casan.

—No empecemos, tía. No deseo casarme —se defendió Ivana, como todas las mujeres con un doloroso problema sentimental.

—Pero yo sí quiero que te cases. Para solterona, basta con una en la familia. Fui destinada por la Providencia a cargar con ese triste baldón, y lo soporto con dignidad. Pero para ti tengo otros proyectos. ¡Brillantes proyectos! ¡Precisamente te he buscado un novio en Londres! Trabajo el asunto desde hace unos meses y creo que «eso» está hecho.

—¿El qué...?

—Tu boda. Te volverás loca por él. Reúne todas las cualidades físicas y morales que...

—¡Basta, tía! No divagues.

Dol cambió de tema con su versatilidad habitual.

—De acuerdo. Pero ahora vas a decirme inmediatamente quién paga tus gastos en el Royal London. No quiero ni pensar que se trate de un hombre...

Ivana recobró su alegría.

—¡De un hombre precisamente! Tiene nueve pijamas azules con su monograma bordado en plata.

—¿Te atreves a confesar que has visto sus pijamas?

—Yo deshice su equipaje. Lo coloqué todo en los armarios.

—Pero... pero... ¿es que ocupáis la misma habitación? Eso, además de descarado, es ordinario.

—¡Que no, tía! No te obstines en creer que me he convertido en «manta». ¡Se trata de... Superpoldo!

Dol dejó caer el auricular, e Ivana escuchó sus ahogados comentarios de «¡Santa Bárbara bendita!, ¡San Nicomedes mártir!, ¡Santa Rita, abogado de los imposibles!»

—¡¡¿Superpoldo...?!! No lo creo...

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Pero tuvo que creerlo cuando su sobrina comenzó el apasionante relato de «La llegada increíble de Superpoldo», sin omitir desmayo, oferta y viaje en avión. Y no hizo nuevos comentarios sobre su concuñado porque durante veinte años los habían agotado todos.

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Mistress Donovan exigió, dando bastonazos en el suelo, su vigésima taza de té del día.

Abajo, desde la amplia cocina, Dol oyó los golpes y miró con inquietud la vieja lámpara del techo, temiendo que se desmoronase sobre su cabeza. Era un viejo farol, con aspecto de haber pertenecido a algún buque pirata, que se balanceaba peligrosamente cada vez que mistress Donovan empleaba su usual sistema de llamada. Cogió la bandeja ya dispuesta y subió una vez más la estrecha escalera que conducía al piso superior. Arriba reinaba mistress Donovan, pero abajo reinaba Dol, en los sótanos que había conseguido hacer extrañamente confortables, utilizando todos los muebles en desuso que durante la larga vida de mistress Donovan se fueron almacenando.

Así, en la enorme cocina, junto a un sofá isabelino, se alzaba una mesa eduardiana y un biombo chino. Las cacerolas se guardaban en una vitrina dorada que había conocido mejores tiempos, y, en el dormitorio de servicio, Dol colocó una cama Luis XV, con Cupidos en las esquinas y tres colchones de lana, en la que dormía plácidamente.

Cada uno tenía un sino en la vida, y el de Dol era el de vivir en una atmósfera de caos general, que ella, como un director de orquesta exasperado, trataba siempre de coordinar. Aunque rara vez lo conseguía.

En Londres tenía la impresión de pasar el día —ya veces la noche —escalando como un montañero loco que se obstinara en subir a las cimas humeantes tazas de té.

Litros y litros de té. Mistress Donovan hubiera padecido delirius tremens si dicha bebida poseyera algún grado alcohólico. No era una leyenda: los ingleses lo arreglaban todo encharcándose en té. Hasta lo trataban con cariño al ofrecérselo unos a otros:

«Will you take a fine cup of tea...?» (¿Quiere usted tomar una grata taza de té?)

Bueno, pues allí iba ella, escaleras arriba, con la gratísima taza número veinte, que confiaba fuese la última del día. Se proponía meter en la cama a mistress Donovan, para estar libre cuando llegase Ivana.

La emocionante llegada de su sobrina era el colofón de aquel día, particularmente ajetreado. «Parece como si hoy fuese "el día del sobrino"», pensó derramando sin querer un poco de té sobre la bandeja. Lo limpió con la servilleta, porque mistress Donovan, aunque era medio cegata, merecía todos sus cuidados, y Dol procuraba darle un servicio perfecto.

La anciana señora tenía también un único sobrino, que acudía a visitarla desde Liverpool una vez al mes. Y precisamente aquel mismo día había asomado por allí su extraña nariz de hurón, recorriendo la casa de arriba abajo cerciorándose de que ningún objeto de valor hubiera desaparecido. Respondía por el divertido nombre de mister Pope, pero Dol le denominaba íntimamente «el heredero ansioso». Por fortuna, sus ocupaciones le impedían trasladarse a Londres, y solamente una vez al mes llegaba de improviso.

Ya se había marchado a Liverpool y a su fábrica de rodamientos a bolas. Confiaba en no volver a verle hasta el mes siguiente.

Como la visita del sobrino solía trastornarla demasiado porque se pasaban la mañana regañando, estaba segura de que mistress Donovan se dormiría en seguida, agotada por la pelotera. A veces, a la hora de acostarse le daba por hablar y contar anécdotas de su vida, y en

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cierta oportunidad fue Dol quien se durmió de pie y con la bandeja en la mano, arrullada por la voz cascada.

Al entrar en el salón abarrotado de muebles, el calor de la estufa le resultó agobiante. Sintió el inalcanzable deseo de ventilar la pesada atmósfera abriendo de par en par el mirador, el bow window, que sobresalía de la fachada de la casita de Chelsea. El barrio era bohemio, pero la calle resultaba especialmente tranquila, con sus edificios de dos pisos todos iguales y sus bow windows encristalados.

—¿Se marchó ya mister Pope? —quiso saber la anciana, que solía perder la noción del tiempo, echando siestas cada vez más largas.

—Se fue en cuanto tomó el té, mistress Donovan.

—Supongo que no le ofrecería usted mi plum cake especial.

—No, mistress Donovan. Le di la torta de pasas.

—Bien hecho —se regocijó —. Estaba agria. Quíteme en seguida la peluca, querida. No la soporto.

—Hoy no hubiera sido necesario vestirse de «Madame Butterfly», mistress Donovan. Ya le advertí que las niñas de la «Music School» no vendrían hasta mañana.

—¿Cómo podrán las japonesas soportar semejantes peinados?

—Yo creo que estas pesadas pelucas de crines de caballo no deben de usarlas ya ni las geishas ni la tatarabuela Úrsula —comentó Dol quitándosela con cuidado.

—¿Qué dice? —interrogó mistress Donovan alzando la cabeza con el gesto de un pájaro periquito envuelto en sus plumajes azules.

Solía hablar en español porque le gustaba practicarlo con Dol. Había vivido veinte años en Argentina, casada con el primero de sus tres maridos difuntos. Su acento era terrorífico, pero Dol conseguía entenderla.

—He dicho la tatarabuela Úrsula. Es un punto de comparación que utilizo a menudo, pero no existe. ¡Digo que la tatarabuela Úrsula no existe...! —gritó para hacerse oír.

Y lamentó haber mencionado a la maldita tatarabuela Úrsula, porque a veces mistress Donovan se obstinaba con un tema y no lo soltaba hasta dejarlo totalmente pulverizado. Como todos los sordos, oía de repente a la perfección una frase suelta y se aferraba a ella para mantener un diálogo disparatado.

Con suavidad la despojó del quimono azul de «Madame Butterfly» que conociera épocas mejores y que actualmente le estaba enorme, porque la pobre señora disminuía a ojos vistas, y si en tiempos juveniles fue una real hembra, se había convertido ahora en un gajo de naranja marchito.

Todas las noches —o, para ser exactos, todas las tardes, porque aquellos ingleses solían acostarse cuando en Madrid se empezaba a pensar en la merienda —, al despojar a mistress Donovan de sus fantasías y abalorios, Dol tenía la sensación de estar pelando una gallina, de aquellas viejas y esqueléticas que, a pesar de todo, hacían buen caldo.

Solía desvestirla con paciencia, porque los ancianos le inspiraban ternura. La vida les había ido despojando poco a poco de sus dones, convirtiéndolos en caricaturas de sí mismos.

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Como autodefensa, desde que entró al servicio de mistress Donovan, Dol hacía gimnasia, se untaba de cremas, se teñía el pelo y procuraba mantenerse joven, para obsequiar lo más tarde posible al prójimo con el espectáculo de otra birria desmantelada.

Mistress Donovan, «la Donovan», como la llamaba la gente, era un ejemplo de aquel cruel desmantelamiento. Su belleza y su fama fueron notorias, porque había sido una célebre soprano y de sus éxitos fabulosos en el «Covent Garden», en el «Metropolitan» o en la «Scala» hablaban aún las generaciones actuales. Considerándola una figura nacional, el Estado le pagaba una aceptable pensión de retiro. La Donovan era una especie de mito al que de vez en cuando se desempolvaba, se acicalaba y se le pasaba el plumero para hacerle un reportaje ante la televisión.

A menudo recibía visitas. Comisiones de Artistas, Comisiones de Aficionados Líricos, Comisiones de Antiguos Abonados a la fila 4. Un jaleo horrible, porque, obedeciendo a los deseos de la señora, Dol tenía que vestirla con alguno de sus atuendos de ópera colgados en el armario ropero, que apestaba a naftalina. Tan pronto la transformaba en «Butterfly», como en «Aida» o en «Carmen la cigarrera», con un clavel mustio desmayado sobre la oreja. La escala de su potente voz le había permitido cantar como soprano, mezzo soprano y soprano lírica. El vastísimo repertorio era el causante de que el armario rebosara de trapos viejos, recuerdos de días gloriosos intensamente vividos. Meses atrás se había celebrado a bombo y platillo el 90 aniversario de la Donovan. Hasta míster Pope se había visto obligado a dejar sus rodamientos a bolas y a acudir, desde Liverpool, con un ramito de flores y una caja de bombones de nueve peniques y dos chelines, para festejar a la vieja tía que nunca acababa de morirse.

Al menos, ella tenía eso —pensaba Dol —. Noventa años bien vividos, repletos de emociones y de amores. ¿Qué tendría ella si llegaba a esa edad? Seguramente recuerdos insípidos... o quizás una vida en pecado con el marido de otra, porque el destino se esforzaba en acorralarla enviándole siempre admiradores casados, e incluso padres de familia numerosa. Como Elías, el dueño de la farmacia vecina a su casa de Madrid. Llevaba muchos años separado de su mujer, a la que guardaba un rencor espantoso y a la que solía referirse como a «la maldita esa». Adoraba a Dol y le rebajaba un treinta por ciento todas las medicinas. Y a la vez le insinuaba lo felices que podrían ser si ella se decidía a salir del otro portal y a instalarse con él en el piso primero encima de la botica. Mila, por supuesto, no sospechaba nada de tan funestas insinuaciones. Para Mila, la vida era como un cuento de la Cenicienta, cuyo único problema consistía en poder calzarse el zapatito que le ofrecía el príncipe, sin que le hiciese callos. Solía decir, para acabar de arreglarlo, que don Elías era un santo.

Dol se sentía a gusto en Londres viviendo su modesta aventura de trabajadora emigrante. Había tenido mucha suerte en conseguir aquel empleo y sobre todo en hacerlo durar, porque la vieja urraca tenía fama de cambiar a menudo de empleada. Pero ambas simpatizaron desde el primer momento y se divertían la una junto a la otra. Por lo demás, la Donovan se pasaba el día dormitando, lo que permitía a Dol cierta libertad de acción. Salía a pasear por la cercana King's Road, miraba los escaparates, entraba en los pubs, llenos de gente joven absurdamente disfrazada con atuendos grotescos y casi tan birria como la pobre Donovan. Ella misma se lanzó a adquirir en una tenducha de Carnaby Street una zamarra peluda que abrigaba mucho y con la que se sentía in. La zamarra pulgosa la hizo ser bien acogida entre el grupo de artistas capitaneado por aquel guapo y peligroso Manu que había sorbido el seso a su sobrina. Pero ella tenía otros planes para Ivana. Con Superpoldo y sin Superpoldo.

Mistress Donovan, con su camisón estampado de flores y las cuatro chaquetas de punto muy usadas, cada una de un color diferente, que se ponía para dormir, porque siempre estaba helada,

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era un espectáculo poco vulgar. La ayudó a meterse en la cama, corrió las cortinas de la ventana y le entregó el pequeño transistor, con el que solía entretenerse cuando se desvelaba. A veces, en el silencio de la madrugada sonaban estrepitosamente los acordes de una ópera wagneriana, y Dol tenía que subir corriendo para desconectar el aparato, que a la Donovan se le perdiera entre las sábanas, sin que los cuarenta profesores de la orquesta turbasen su sueño.

—Buenas noches, señora Donovan. ¿Necesita algo más?

—No, querida mía. ¿Dejó el termo con el té?

—Aquí lo tiene, al alcance de su mano.

—¿Muy fuerte y azucarado?

—Muy fuerte y azucarado.

—Que duerma bien, querida Dol.

—Y usted descanse tranquilita, señora Donovan. ¿Ha pasado un día agradable?

La anciana suspiró, y sonrió con su desdentada boca.

—Muy agradable.

—Pues entonces soy feliz yo también. Hasta mañana, señora.

Era la despedida de ritual. Una despedida tierna, porque Dol sabía que, parí los viejos, la mejor medicina eran las palabras cariñosas.

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Ivana extendió las monedas sobre la palma de su mano para que el taxista se cobrara el precio del trayecto. El hombre contempló el contenido y agitó la cabeza hoscamente:

—This isn't enough. (No es bastante.)

Ivana rebuscó en su cartera, sin encontrar ni un céntimo más. Superpoldo le había dado en el aeropuerto algún dinero para que repartiese propinas, y no tuvo oportunidad de utilizarlo. De buena fe creyó que se trataba de una cantidad generosa, pero no llegaba ni para pagar un taxi.

—Espere un momento, por favor.

Siempre le habían atemorizado los taxistas, por considerarlos elementos malhumorados y combativos, pero los taxistas extranjeros le aterraban mucho más. Buscó ansiosamente entre la hilera de casitas iguales, hasta encontrar el número 10. Subió dos escalones y oprimió el timbre de la puerta, pintada de verde oscuro. Como no escuchara ningún ruido en el interior, lo volvió a oprimir, mirando de reojo al taxista, que la observaba con expresión aburrida.

Había salido del hotel casi como una fugitiva, temiendo verse obligada a aceptar la escolta de un detective de Scotland Yard. Pero se convenció en seguida de que nadie se fijaba en ella al atravesar el enorme hall lleno de gente a la hora del té, cuando en todas las habitaciones, en todos los corredores y hasta en los cuartos de los empleados sólo se oía el entrechocar de porcelanas y las ruedas de los carritos trasladándolas de un lado a otro. Y como suave música de fondo, los gratos decibelios apagados de la voz del inglés bien educado: la sagrada hora del five o'clock tea.

Superpoldo se había quedado un tanto sorprendido cuando momentos antes la vio atravesar el salón, donde estaba reunido con los delegados, y le ofreció el vaso con las veinte gotas de «SpumanTex» que tenía que tomar cada seis horas. Cuando vació el vaso le advirtió que salía a dar un paseo, y su tío frunció el ceño peligrosamente, indignado por aquel alarde de independencia completamente inesperado en una persona a la que consideraba abyectamente sometida a sus órdenes. Ivana no quería que él supiera que tía Dol estaba en Londres, ocupando un modesto empleo. La noticia constituiría materia suficiente para volver a vilipendiar a la mísera familia política de su difunto hermano.

Se bebió hasta la última gota de la medicina y se preparó a decir algo tajante, pero el delegado sueco, como un ángel providencial, le abordó en el mismo instante, absorbiendo su interés.

A poca distancia, Florián Guevara se mordisqueó el bigotillo, conteniendo los deseos de intervenir en su vida. Una mirada de Ivana, fría como el hielo, contuvo sus ímpetus malintencionados. Al pasar junto a él le oyó mascullar entre dientes, y estuvo segura de que le dedicaría la frase displicente que siempre empleaba para juzgar algo que no era de su gusto:

—¡Pura percalina!

Convertida en pura percalina, se marchó del hotel antes de que pudiera surgir algún imprevisto.

Nuevamente llamó a la puerta del número 10, e incluso golpeó con los nudillos. Comprobó el número de nuevo para asegurarse de no estar equivocada.

Una verja de hierro separaba el edificio de la acera, dejando entre ambos un estrecho callejón. Posiblemente conduciría a la entrada de servicio. Lo recorrió saltando entre los charcos, porque

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debía de haber llovido recientemente, y empujó una pequeña puerta entreabierta. Se encontró en un cuartucho desmantelado, separado de la cocina por una mampara de cristales.

—¿Hay alguien aquí? —dijo a media voz. Y comprendiendo que no era oída, lo repitió más fuerte.

Ante su sorpresa, una potente voz masculina respondió en español con unas frases absurdas:

—¿Por qué la Donovan se desespera… cuando encuentra un fantasma en la escalera...? Le costó dar crédito a sus oídos y avanzó hacia la luz de la cocina.

—¿Cómo dice... ? —preguntó. Y la voz repitió:

—¿Por qué la Donovan se desespera cuando encuentra un fantasma en la escalera...?

Pero el hombre quedó mudo de sorpresa al verla entrar, y se incorporó.

—¿Quién es usted? Creí que se trataba de Dol.

Al levantarse, Ivana tuvo la impresión de que se desdoblaba, porque era muy alto. Joven y con el pelo tirando a rubio, llevaba una pequeña barba y un bigote recortados. Los ojos eran de un azul absurdo que hubiera debido estar reservado para los niños. Se dio cuenta de que llevaba un brazo en cabestrillo y un tobillo vendado. Y por si fuese poco, un esparadrapo en la sien izquierda.

—Soy Ivana —se presentó —. La sobrina de Dol.

Casi volcó la silla de la sorpresa.

—¡Pero Dol no me había dicho nada! ¿Sabía que llegaba usted?

—Le he dado la noticia por teléfono hace una hora.

Él pareció completamente azorado. Le ofreció un asiento, lo sacudió primero, limpió las migas de la mesa y luego le sonrió ampliamente. Tenía unos dientes blancos y perfectos.

—¡Como sorpresa es fenomenal! Dol no ha tenido tiempo de advertirme. Claro que he estado fuera de casa todo el día.

¿Fuera de casa...? ¿Viviría allí también? —pensó Ivana, hecha un mar de confusiones.

—¿Mi tía no está? —quiso saber, impaciente.

Él señaló el piso de arriba con un pulgar envuelto también en esparadrapo.

—Está arriba, acostando a su bebé. A la viejecita, quiero decir. Es su hora habitual. Bajará en seguida. ¿Le apetecería una taza de té? —ofreció, solícito.

Ivana observó que en el fogón hervía el agua en una tetera de barro.

—No, gracias. No dispongo de mucho tiempo. Sólo quiero ver a mi tía —repuso.

Y podía haber añadido: «También querría saber quién es usted. La tía no me habló nunca en sus cartas de ningún español tan... decorativo y tan lleno de pupas y esparadrapos.» Pero no dijo nada y desvió los ojos para echar una ojeada a la extraña cocina llena de muebles heterogéneos. Parecía el salón de un loco que se hubiese empeñado en mezclar sus muebles viejos, antiguos, con la nevera y el fogón. Sobre la mesa en la cual se acodaba el barbudo había una taza vacía, una jarra de leche, mantequilla y pan. En una bandeja, los restos de un gran bollo casero.

Viendo que él trataba de poner un poco de orden sin dejar de mirarla de reojo, Ivana sintió deseos de reír, porque aquellos ojos azules le parecieron poco serios, y hasta la ligera cojera que padecía resultaba graciosa. Observó que se había quitado el esparadrapo de la frente con disimulo y que sacaba el brazo del cabestrillo.

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Por fin se sentó frente a ella, cabalgando sobre la silla, y preguntó, mirándola con auténtica curiosidad:

—Así que... ¿usted es la sobrinita de marras...?

—La sobri...

—Siempre está hablando de usted. Bueno, de ti. Supongo que podemos tutearnos. Yo soy Fran.

—¿Fran...?

—Fran, de Francisco. ¿Tu tía no te habló de mí?

—Nunca.

—¡Qué raro! Pero no cantes victoria. Te hablará. —La miró de arriba abajo otra vez, con tanto detenimiento, que Ivana empezó a sentirse incómoda y se revolvió en el asiento — Tiene gracia que nunca haya venido.

—¿Gracia...?

—Eras para mí como un personaje de leyenda. Llegué a pensar que tu tía te había inventado. Sé los años que tienes, conozco tus anécdotas de colegiala, el regalo que te hicieron en tu último cumpleaños, y estoy enterado de que recientemente tuvieron que ponerte inyecciones de vitamina B... En fin, lo sé todo.

«Pues no tiene maldita gracia», pensó Ivana, azorada porque conocía las indiscreciones de su tía Dol. No contestó nada y dejó que la mirada azul siguiera recorriendo su anatomía.

—¿Has llegado hoy de España?

—Hace dos horas.

—¿Y cómo sigue el viejo y querido Madrid?

Ivana fue a contestarle que el viejo y querido Madrid continuaba en el mismo sitio, cuando escuchó ruido de pasos precipitados que bajaban la escalera y la voz alegre de tía Dol diciendo disparates como su amigo:

—¿Eres tú, Fran...?

»¿Por qué mistress Donovan se encanta cuando alguien le grita: "¡Qué bien cantal"...?

El llamado Fran rió azorado, y se levantó queriendo advertir a Dol que había visita. Al entrar ésta en la cocina y ver a su sobrina, casi tiró la bandeja y el jarroncito con violetas frescas que llevaba en las manos. Las flores de míster Pope, el «heredero ansioso».

—¡Ivana! ¡Ya estás aquí, amor mío! —La abrazó con la vehemencia con que solía hacerlo todo, la besuqueó, la sacudió, vertió unas lágrimas de emoción y por fin se quedó completamente tranquila —. Bueno, ¿cómo has entrado?

—Llamé por la puerta principal, pero nadie abrió.

—¡Oh cielos! Ahora recuerdo que el timbre está estropeado. Tienes que arreglarlo, «Muerto». Míster Pope casi tuvo un ataque de nervios esta mañana apretando inútilmente el botón. Ivana pegó un brinco.

—¡Tengo un taxi esperando! No tenía bastante dinero para pagar el viaje. ¿Puedes prestarme algo, tía?

—Me hubieses defraudado si no me pidieras dinero a los cinco minutos de verme. —Tendió a Fran su viejo monedero, que siempre andaba perdido por algún cajón de la cocina —. Toma, hijo.

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Líbranos de ese lobo que acecha y, cuando vuelvas, échale unas paletadas de carbón a la caldera... Pero no corras. Ojo con tu delicado tobillo.

—¿Quién es? —se precipitó Ivana a preguntar en cuanto él desapareció renqueando—. ¿De dónde has sacado a ese monumento perturbador, tía Dol? Me parece demasiado joven para ti.

Dol se rascó la cabeza con un lápiz que sacó del bolsillo y se ahuecó los rizos. Llevaba el cabello teñido de un caoba claro, lo que extrañó a Ivana, que la recordaba con un castaño ceniza. Pero Dol se pasaba la vida cambiando de color de pelo. Miró a su sobrina recriminándola.

Siempre tuviste una mente perversa, pequeña. Te estas espabilando demasiado. ¿Me consideras tan vieja como para necesitar gigolós...? No, rica, no. «El Muerto» es mi buena obra de este año, simplemente eso. Además, si te fijas bien te darás cuenta de que no tiene el menor aspecto de gigoló. Es un animal.

—¿Y eso significa...?

—Pues... que es muy machote..., muy hombretón.

—Esos fueron los que siempre te gustaron.

Y siguen gustándome. ¿O es que crees que ya esto jubilada? Vosotros los jóvenes sois de un egoísmo atroz. Os consideráis los únicos con derecho a todo.

—No negarás que ese chico es muy bien parecido.

—No lo niego. Si lo comparas con don Elías, el boticario, que tiene tantas muelas de oro que su boca parece la cueva de Aladino, la diferencia es aún más dramática. Pero no convertiré mi vida en un calvario interesándome por un muchacho. Cada vez que me mirase pensaría que estaba contando mis patas de gallo. Además, Fran me ve como a la tatarabuela Úrsula... ¡Vaya! Dejemos a Fran. En pocos minutos me has pedido dinero y me has acusado prácticamente de tener un amante. ¡Qué poca discreción tienen los parientes! Dime qué tal está mi hermana y cómo andan las cosas por la calle Mayor.

—Tía Mila tuvo su gripe de todos los años y se quedó tres días en cama. Yo tuve mi pequeña faringitis de siempre, pero no guardé cama. Don Gregorio sigue por radio unas clases de esperanto y nos vuelve locas diciendo palabras raras. En la habitación amarilla de fuera hay ahora una señora joven, interesante, profesora de ballet. Creo que esto es todo, sin olvidar la especie de urticaria que atacó a tía Mila por causa de la visita de Superpoldo. Pero sólo le duró unas horas. —Hizo sentar a su tía en el sofá junto a ella e insistió —: Ahora te toca a ti explicarme quién es ese Fran, que parece un herido de guerra y que hace unos pareados tan malos a costa de mistress Donovan.

Dol empezó a ponerse nerviosa. Su pequeña y respingona nariz y sus inquietos ojos evitaron mirarla.

—Solemos hacer pareados para distraernos, y al final del día damos un premio al mejor. —Rió incómoda — Es un gran chico. Español.

—Ya lo he advertido. ¿Vive en Londres?

—Momentáneamente. Tuvo un tremendo accidente de coche. Por eso le llamo «Muerto». Los médicos aseguraron que no encontraban motivo alguno para que continuase vivo. Así que... debe de estar muerto. Pero goza ya de una salud excelente.

—¿Qué le pasó?

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—Conducía un autocar de turistas. Un grupo de españoles. Un camión tremendo les embistió por detrás. Cuarenta compatriotas en el hospital. Yo me hice cargo de «El Muerto» en cuanto le soltaron.

—¿Le soltaron? Pero ¿estuvo preso?

—¿Por qué había de estarlo, pobre cordero? —Ivana sonrió, oyendo llamar cordero a aquel hombretón de metro ochenta —. Le soltaron del hospital, más o menos remendado, mucho tiempo después. Fran atrae las catástrofes. Siempre le están ocurriendo accidentes. Ese esparadrapo que lleva en la frente es por una herida que se hizo la semana pasada con la ventana. Y el dedo pulgar se lo quemó en la caldera de la calefacción.

—¿Y el brazo...?

—No, el brazo ya lo tiene bien. Se lo pone en cabestrillo de tarde en tarde para que le descanse. Fue lo que más sufrió cuando el accidente.

—Y lleva un tobillo vendado...

—Aún lo tiene delicado. Pero la ligera cojera desaparecerá totalmente. Es una joya de hombre, te lo aseguro.

—Haces su panegírico con tal entusiasmo, que no tengo más remedio que creerlo. Pero... ¿por qué vive en esta casa?

—Duerme en un catre junto a la caldera de la calefacción. Anda escaso de dinero y no tenía donde meterse. Ya sabes que siempre me dio por recoger perros y gatos abandonados.

—¿Y qué opina mistress Donovan...?

Dol enrojeció, sacó un cigarrillo y tardó mucho en encenderlo.

—Bueno..., ella no sale de su cuarto.

—¿Quieres decir que no está enterada de que «El Muerto»..., de que Fran se aloja aquí?

—Ya sabes que yo no capto la moral de las cosas pequeñas. Sólo la de las cosas grandes. Lo que se ignora no puede hacer daño.

—¡Tía, eres una fresca!

—Sí. Siempre lo fui. Pero el pobre cordero hace las labores pesadas y me evita mucho trabajo. Además..., para decirlo todo..., no quiero que se me escape. Le tengo echado el ojo.

—Pero ¿no decías que...?

—Eres muy torpe, Ivana. Tendré que decírtelo clarito. Le tengo echado el ojo para ti.

—¿Para mí? —se indignó ella.

—No te amotines. No empecemos. Conozco bien a los hombres, y cuando yo te digo que éste es una joya, no te engaño. No creas que te ofrezco una mercancía averiada. Es abogado..., es decir, medio abogado, porque otro desdichado accidente le impidió acabar la carrera. Y además tiene un negocio allá en Tenerife. Un negocio de flores.

—De flores... —se burló —. ¿Y qué más?

—¿Te parece poco? Y, encima, es tan guapo...

Ivana se echó a reír. No quería enfadarse con su tía, rebosante siempre de buenas intenciones. Impulsivamente la besó.

—¿A qué viene este beso, tontita?

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—A que te quiero, tía. Te he echado de menos. Nuestra casa sin ti me parecía un panteón. Pero no pienses más tonterías. Yo he hecho ya mi elección, y tú lo sabes. Tu candidato no puede interesarme.

—Pues a ver cómo arreglas el lío, porque él está convencido de que es el hombre de tu vida.

—No te preocupes. Le quitaré las ilusiones rápidamente. No creo que sea tan loco como para interesarse por una desconocida. —Se levantó —. Ahora tengo que irme. No puedo perder el tiempo. Sólo estoy libre entre las tomas de las pastillas azules y las pastillas rosa. Tendré que regresar al hotel a la hora justa. Pero primero debo encontrar a Manu. Para eso vine a Londres y por eso soporto a Superpoldo.

Viendo su expresión resplandeciente, Dol suspiró.

—¿Ni siquiera tomarás una taza de té...? Desde que vivo aquí, ofrezco tazas de té a todo el mundo.

—Gracias. Sólo deseo que me expliques cómo puedo ir a la calle donde Manu expone. Le sorprenderé con mi presencia. Ni siquiera lo sospecha. ¿Crees que le gustaré con este vestido? Dime que estoy elegante.

—Lo estás. Es precioso. Y huele a caro. ¿Dónde lo robaste?

—Forma parte de mi equipo de sobrina. Superpoldo me abrió una cuenta en la boutique de su hotel de Madrid. No podía avergonzarse de mí. Escogí tres o cuatro cosas bonitas, pero la cuenta se agotó antes de que pudiera comprar un abrigo. Confío en que no hará frío.

—Lo hace. Además, está empezando a llover otra vez. Le diré al «Muerto» que te preste su gabardina.

—Me estará muy larga...

—A él le está muy corta. Era de su padrino que murió. Un señor muy bajito que le dejó el terreno...

—¿Qué terreno? ¿Qué padrino? —se impacientó.

—Bueno... no importa. Te lo contaré en otra ocasión.

—No me gusta llevar ropas que un muerto de mentira heredó de un muerto de verdad. Además...—no pudo acabar la frase, porque oyeron los pasos y la voz del aludido que regresaba.

—Cállate y no vayas a ofenderle, que es un alma muy sensible.

El alma sensible entró, haciendo un nuevo pareado.

—¿Por qué la Donovan merienda arrope cuando viene de visita míster Pope...?

»¿Qué te parece, Dol? Creo que es el mejor del día. —Extendió sobre la mesa un periódico arrugado y húmedo y guardó la cartera de Dol en el cajón —. He comprado el News. O, para decir verdad, lo he recogido del receptor de papeles donde nuestro vecino Papadopoulos lo arrojó después de cerrar su tienda de comestibles.

Señaló con un dedo casi oculto por el esparadrapo los gruesos titulares de la primera página:

«SANTIBERA NO NECESITA CONGRESISTAS CHARLATANES. PODÉIS RESCATAR AL DELEGADO VOTANDO UNA INMEDIATA AYUDA ECONÓMICA. DE LO CONTRARIO, MORIRÁ.

»El Comité de Liberación de Santibera.»

—¡Vaya! Los raptos siguen a la orden del día —comentó Dolí, perpetuamente alarmada.

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—¿Por qué la Donovan no capta cuando algún agresor viene y la rapta? —comentó «El Muerto» sin emocionarse. Luego volvió la hoja del periódico y continuó leyendo—: «ÚLTIMA HORA: Los secuestradores del delegado de Santibera acaban de enviar su ultimátum al presidente del Congreso Económico Euroamericano.»

—¡Ése es mi tío! —se exaltó Ivana —. El presidente del C. E. E.

—¿Y qué dirán los del T. O. W. y los del P. A. F. y los del K. U. M.? —preguntó Fran muy serio.

—¿Quiénes son ésos?

—No lo sé, pero siempre me fastidiaron las siglas.

Ivana simuló no oírle.

—Cuando dejé al tío, se hallaba rodeado de inspectores y jefes de Scotland Yard. De delegados, de periodistas..., de fotógrafos. Parecía vivir una apoteosis, sintiéndose centro de la atención mundial. Se me figura que al pobre delegado raptado lo considera quantité négligeable.

—¿Has visto qué bien habla francés la niña, «Muerto»? Ya te dije que era cultísima.

—No me explico cómo no la raptan a ella siendo tan culta y tan sobrina del presidente... —objetó.

Y por su tono irritado, Ivana adivinó que «El Muerto» había escuchado el diálogo que ella mantuvo con su tía y se sentía algo ofendido.

—No seas tan masculino, «Muerto». Eres muy brusco hablando. —Se santiguó —: Nadie raptará a mi sobrina.

—Por la sencilla razón de que el tío no daría un penique por mi pellejo —concluyó ésta —. Deben de adivinarlo a la primera mirada.

—«Santibera necesita hospitales. Santibera necesita escuelas. Santibera necesita de todo...» —siguió leyendo «Muerto»—. ¡Caray...! Debe de ser tremendo necesitar tanta cosa. ¿Tienes por ahí algún mapa, Dol?

—¿Un mapa?

—Es para buscar por dónde cae ese país. Aunque quizá lo sepa tu sobrinita la culta.

Ivana se levantó sin contestar.

—Debo marcharme, tía. Tendrás que prestarme dinero otra vez. No puedo deambular por las calles sin un chelín.

—Te prestaré unas libras —concedió Dol poniendo los ojos en blanco —. Y mañana me las devolverás sin excusa posible. Superpoldo es un ricacho y confío en que te pagará un buen sueldo.

—Yo también confío —suspiró Ivana sin mucha convicción.

—Pero no te vuelvas loca cogiendo taxis, o te quedarás sin blanca en seguida. Fran te acompañará, cojeando, hasta la parada del autobús. Le preguntarás al conductor dónde tienes que apearte. Te apuntaré el nombre de la calle en un papel. Y tú, Fran, préstale tu gabardina.

Los ojos azules lanzaron chispas burlonas.

—¡Mi gabardina! ¡Ni hablar! Está nueva.

—«Muerto», te repito que eres demasiado masculino —protestó Dol, recriminándole —. Cada vez estás más bruto. Mañana te devolverá la gabardina. No podemos permitir que eches a perder un traje nuevo tan bonito.

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—Me pondré yo hecho una sopa —se lamentó con fingida desesperación —. Se me mojarán todos los esparadrapos.

—No les vendrá mal un lavado —comentó Ivana, despectiva —. Están negros.

—Es por el carbón de la calefacción. —Se volvió hacia Dol—. ¿Ves...? Te empeñaste en cubrirme de esparadrapos, y ahora le doy asco a tu sobrina.. —Empezó a quitárselos y a tirarlos al suelo—. ¿Estoy mejor así? —Viendo que nadie le contestaba, se encogió de hombros y fue en busca de la gabardina—. Aquí la tienes. Espero que la cuides bien. Estas gabardinas blancas se manchan con nada. Está casi nueva y además es una herencia... La heredé de mi...

—... de tu padrino —atajó Ivana, impaciente —. Lo sé todo. —Permitió que se la echara sobre los hombros y anudó en su cabeza el pañuelo del cuello —. ¿Listos para la marcha...?

—Telefonéame en cuanto regreses —pidió Dol, preocupada —. No estaré tranquila hasta no saberte a salvo en el hotel.

—¿A salvo de los raptores? —bromeó ella.

Pero Dol la miró muy seria.

—De Manu, que es mucho más peligroso. —Se interrumpió por unos fuertes golpes propinados en el techo—¡Vaya! Mistress Donovan no quiere hoy dormirse. Se le habrá agotado la pila del transistor. Menos mal que tengo siempre de repuesto.

Se dirigió a la escalera declamando:

¿Por qué mistress Donovan se irrita cuando alguien recibe una visita...?

Ivana abandonó la cocina, seguida de Fran. Al abrir la puerta de la calle, la lluvia y el frío los acogieron.

—It's pouring! —comentó «El Muerto», con desagrado.

—¿Qué dices?

—Que llueve a cántaros. ¿No sabes inglés?

— Un poco. Preferiría que no me acompañaras. Lo digo en serio. Vas a empapar tu ropa.

—Dol me ordenó que te acompañara y Dol ha sido mi padre y madre en la desgracia. Yo la obedezco con gusto. Vamos a cruzar. Cuidado con esa moto aparcada. Mira bien dónde pones los pies. Y no manches de barro mi gabardina.

Ivana echó a correr.

—¡Maldita gabardina! Oye, ¿no puedes andar más de prisa?

—No puedo. Soy cojo. ¿No respetas a los cojos?

—Me parece que sólo eres cojo cuando quieres.

—Soy cojo cuando me duele. ¿Es que tampoco voy a poder cojear a gusto?

»¿Por qué mistress Donovan cojea cuando el hueso de su tibia se menea?

—Podías dejar en paz a mistress Donovan —gritó Ivana con la cara chorreando agua —. Encima de que la explotáis miserablemente...

—¡Un momento! ¿Explotarla, dices? ¡Si en su vida estuvo tan cuidada! El otro día hasta le hice una paella. A pesar de su edad, come como un sabañón. Y puedes creer que era una paella sensacional. ¿Qué puede perjudicarle el que yo duerma calentito junto a la caldera? ¿O que me coma las sobras de su mesa? Soy el perro guardián. El criado invisible. Arreglo los grifos que gotean, las llaves de la luz, los enchufes, el transistor...

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—Está bien, está bien. Basta.

—Ten cuidado con la valla recién pintada, no manches la gabardina.

—¿Está muy lejos ese maldito autobús?

—En la esquina. Oye, ¿por qué no me dejas que te cuente mi historia?

—¿Crees sinceramente que el momento es propicio? —gritó.

—No... Lo siento. Ahí está tu autobús...

Era un autobús rojo, de dos pisos, lleno de gente que regresaba del trabajo. Fran la ayudó a subir.

—No te confundas y te bajes en otro sitio —le recomendó—. No vayas a desaparecer, como el delegado de Santibera.

—Espero que no.

—¿Cuándo podré hablarte de mi terreno?

—¿De qué...? —gritó ella desde arriba.

—De mi terreno. Donde tengo las flores —gritó a su vez.

—¿Por qué quieres hablarme de las flores?

—Porque es bonito...

Fue su último comentario, mientras el autobús se alejaba y él se quedaba sin saber qué hacer, bajo la lluvia torrencial.

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El desconocido estaba allí, mirando y haciendo gestos incomprensibles, como si hablara consigo mismo. Inclinaba la cabeza de un lado a otro buscando ángulos nuevos, e Ivana, acurrucada a sus pies a causa del bajito taburete en el que se sentaba, apenas se atrevía a respirar, Por temor a ahuyentarle o quizá temiendo despertar y que desapareciese aquel sueño que le hacía imaginar la presencia del hombre alto, grande, robusto, con bigotes espesos y un enorme abrigo de pelo de camello, que desde hacía unos minutos estaba detenido a un metro de distancia, sin preocuparse del viento helado que comenzaba a soplar tras la copiosa lluvia.

Había sufrido una odisea hasta llegar allí, siguiendo las huellas de Manu como un perdiguero en busca de su caza. A aquel barrio populoso del East End y a la calle angosta, llena de tabernas con pescado frito, de librerías viejas, de salones con máquinas tragaperras y músicas ensordecedoras. Y por fin, en aquella esquina, bajo una especie de soportales, había encontrado la exposición al aire libre. Por supuesto, a causa de la lluvia, los cuadros habían tenido que ser cobijados rápidamente bajo dichos soportales, formando una amalgama extraña, porque había muchos, de todos los estilos y de todos los tamaños. El trayecto del autobús había sido interminable y casi se adormeció de puro cansancio. La cobradora, una chica mulata muy amable, tuvo que sacudirla para que se bajase. Consultando letreros al pasar, pudo darse cuenta de que atravesaba el puente de Westminster, y vio arribar precipitadamente a unos jóvenes remeros, sorprendidos por la lluvia en su entrenamiento. Después pasó por New King Road, cuyo nombre no le decía nada, y por el Tower Bridge Road, que ostentaba una ondeante bandera. Cuando ya había anochecido completamente, llegó a su destino, cansada pero con la excitación inevitable ante el pensamiento de ver a Manu.

Se quitó la gabardina, para no estropear el efecto de su traje nuevo, y se !a puso al brazo aunque abultaba mucho y empezaba a odiarla.

Pero no encontró señales de Manu. Tuvo que disimular su enorme decepción cuando, entre el conglomerado de expositores callejeros que bebían cerveza bajo los soportales, a la puerta de los bares, descubrió únicamente a Berto y a Gerda y algo más lejos a «El Holandés», quien le hizo una reverencia exagerada, preguntándole con cierta impertinencia cómo había conseguido seguirlos hasta allí. Tuvo que explicar que su viaje a Londres fue una suerte inesperada y que Manu sería el primer sorprendido al verla. Y por cierto..., ¿dónde estaba Manu?

«El Holandés» replicó que Manu se había marchado hacía una hora con Nela, la rumana, y que ya se sabía...—guiñó un ojo—. Cuando Nela le cogía por su cuenta —guiñó el otro ojo —, nunca se sabía a qué hora volverían.

Gerda, más comprensiva, explicó que Nela era una señora que iba a abrir una tiendecita en el Strand y pretendía que Manu se la decorase.

—Una rumana muy interesante y exótica. Tiene ojos achinados y moral sueca —apuntó «El Holandés». Y se echó a reír bajito, regresando al bar.

—Manu dijo que volvería pronto —la tranquilizó Gerda, que era una alemana de piel sonrosada y cabello peinado a lo abisinio, sin pizca de mala intención.

Ivana decidió esperar y se sentó en un taburete en la calle, bajo los soportales y ante los cuadros de Manu, como si aquéllos le pertenecieran un poco. Tuvo que ponerse la gabardina otra vez, porque hacía frío, aunque por suerte la lluvia había cesado.

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Berto le explicó que la exposición estaba siendo un caso. ¿Quién iba a esperarse un tiempo así en plena primavera?

—Nadie compra nada —dijo asqueado, y con su horrible pesimismo habitual —. Estamos asistiendo a la depresión nerviosa de una civilización. Nadie compra nuestros cuadros, nuestro arte, que es el vehículo de protesta que enviamos a la maldita sociedad tecnificada. Nos rechazan. No somos gratos.

Desde luego, no lo eran. Al menos a primera vista, pensó Ivana, entristecida. Sus rostros deprimidos, sus melenas sucias, sus atuendos de mal gusto producían insatisfacción. Un pesado globo de decepciones y fracasos flotaba sobre todos aquellos seres, llenos de rencores y de supuestos agravios.

Pero Manu era diferente, pensó dándose ánimos. Completamente diferente.

Acodada sobre sus propias rodillas, vio caer la noche sobre el turbulento barrio. Las luces se encendieron, las músicas se hicieron más ensordecedoras y el olor a pescado frito comenzó a impregnarlo todo. Parejas de jóvenes estrechamente abrazados cruzaban la calle, se detenían a besarse y entraban en los cines o en los pubs para beber cerveza negra y caliente.

Inesperadamente surgió aquel hombre desconocido, que miraba los cuadros con enorme interés, e Ivana le sonrió. Le volvió a sonreír, como si de aquella manera pudiera incitarle a hablar, pero el otro no devolvió su sonrisa; continuó inclinando la cabeza a un lado ya otro, avanzando, retrocediendo, tapándose a veces un ojo con la enguantada mano para apreciar distintas perspectivas, y al fin, ¡al fin!, como un milagro, la voz ronca habló en inglés, pero en un inglés exótico, difícil, que lo catalogaba como extranjero.

—¿Es suyo esto? —preguntó. Y abarcó con un gesto el conjunto de obras de Manu.

Ivana dijo que sí, porque, de haber dicho «no», el encanto se habría roto. Agitó la cabeza afirmativamente, con tanto ímpetu, que la larga melena le tapó la cara y tuvo que apartarla con ademán frenético.

—Sí... Sí... ¿Le interesa algo, señor...?

Se puso en pie con cierto trabajo, porque estaba envarada por el frío. A poca distancia, algunos de los desilusionados expositores, que bebían ahora té caliente en grandes tazones, la miraban con el rabillo del ojo. A ella y al extranjero con aspecto de... ¡comprador! El primero que apareció durante la lluviosa tarde. Todos ellos trataban de fingir altiva indiferencia ante su estrepitoso fracaso. Incluso Manu diría que estaba acostumbrado a los fracasos, a las ruinas diarias; que no eran las ruinas grandiosas de otras personas, sino las mezquinas ruinas cotidianas, que le hundían más y más en sus neurosis, en sus cigarrillos raros, en sus discos tristes y en sus poesías de Neruda. Ivana sospechaba que tras el fracaso londinense tendría que oírle despotricar durante semanas y semanas, lanzando amenazas de abandonarlo todo y marcharse a la guerra en cualquier parte del mundo.

Bailoteando de febril ansiedad, insistió:

—¿Le interesa algún cuadro...? ¿Éste...? ¿O quizás éste...?

Eligió el de las frutas, que era su predilecto, aunque no sabía por qué le llamaba el de las frutas y jamás se atrevería a preguntárselo a Manu o a sus amigos, pero que tenía unos colores agradables, pinceladas violentas en todos los tonos sobre un fondo verde.

El extranjero hizo un gesto con la mano, como pidiéndole que no le atosigara. Los guantes de gamuza eran enormes, de tamaño gigantesco. Seguramente le costaría trabajo encontrar guantes

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a la medida, pensó Ivana vagamente. Y vio que el hombre elegía otro cuadro tétrico. El que, en su opinión, predisponía al sollozo.

—¿Éste...? ¿Se lo lleva...?

Le hablaba muy fuerte, creyendo tontamente que así la entendería mejor. Y procuraba sugestionarle con la sonrisa, pero el comprador ni siquiera la miraba a ella.

«Compra algo, por favor, por favor..., por favor. Todo será distinto si compras algo —mendigaba interiormente —. Si yo puedo decirle a Manu cuando llegue: "Soy yo: Ivana. He venido de Madrid para verte y te he vendido un cuadro".»

Manu era tan supersticioso, que pensaría que ella le daba suerte, por lo que trataría de retenerla siempre a su lado.

«¡Compra algo, adorable extranjero de las manos enormes!», suplicó mentalmente.

Y Manos Grandes habló por fin.

—Quiero éste... y éste. Y este otro... Y aquél también. Y esos otros dos.

Con gesto seguro fue amontonando cuadros, exclusivamente las telas de Manu, aunque estuvieran mezcladas con las de Berto y Gerda y con las de «El Holandés». No vacilaba. Sólo escogía las de él.

—¿Es usted la artista? —preguntó con desgana.

—No... Sí... Es decir, no soy yo la pintora. —Se aturdió, sin saber cómo clasificarse, porque no podía hacer como «El Muerto», que se empeñaba en contarle su historia a todo el mundo, y explicarle a Manos Grandes que Manu y ella se querían y que... —. El autor vendrá en seguida. Pero yo puedo venderle en su nombre cuanto desee.

—Necesito hablar con él.

—¿Hablar...? ¿No va a llevarse ahora ningún cuadro...?—se decepcionó.

—Resérvemelos todos. Puede considerarlos vendidos.

Sacó una abultada cartera, e Ivana creyó que el milagro se realizaba, que Manos Grandes le entregaría un fajo de billetes y que la película en technicolor concluiría con un The end sensacional. Pero tan sólo sacó una tarjeta y escribió en ella un número —. Éste es mi teléfono. Diga al artista que me llame esta misma noche o mañana temprano lo más tarde. Me marcho de Inglaterra y querría llevarme sus telas, si es que llegamos a un acuerdo. —Ivana asintió con la garganta seca —. ¿No se olvidará...?

—No, no. Telefoneará sin falta —aseguró, desmayada por la emoción —. Esta misma noche.

Y vio al extranjero cruzar la calle y subir a un coche blanco aparcado en la esquina. ¡Lohengrin en su cisne...! Tuvo ganas de gritar: «¡Milagro!, milagro!» y de dar saltos y cabriolas, de contárselo todo al dueño de la contigua tienda de sombreros y gorras, que de vez en cuando, muerto de aburrimiento, asomaba por una rendija su cara de lechuza y miraba los cuadros con gesto de asco. O a la regordeta propietaria de la freiduría, que llevaba un absurdo lazo con la bandera inglesa en la caza y que freía pescado incansablemente y tenía las mejillas echando bombas.

—¿Qué ha sucedido, Ivana? ¿Qué quería ése...?

Allí estaban Gerda y Berto y el huraño holandés, y otros muchos que no conocía y que habían surgido de alguna parte, con sus descuidadas greñas y su enorme carga de frustraciones.

—¿Qué ha pasado?

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—¿Qué ha dicho?

Aceptó café caliente en un vaso de cartón que alguien le ofreció. Bebió un sorbo, agradecida.

—No lo entiendo... Ese extranjero quiere comprar todos los cuadros de Manu.

—¿Todos...? ¿Los cuadros de Manu...? —repitió el coro, mientras sus pensamientos protestaban al unísono: «Imposible. No puede ser cierto. Manu no es mejor artista que yo. No puede tener más suerte que los demás. ¿Todos los cuadros? ¿Un extranjero? ¡Pues se va a hacer rico! Rico..., ricooooo...»

—Quiere los nueve cuadros que están aquí y desea hablar con Manu esta misma noche —prosiguió Ivana, completamente trastornada —. Me ha dado su tarjeta.

La agitó en el aire, sin mostrársela a nadie aunque todos querían verla. Pero no se fiaba de la competencia. La guardó en el bolsillo de la gabardina.

—Bueno... Hay que celebrarlo, Ivana. ¿Invitas a cerveza?

Fueron a beber al pub cercano para no perder los cuadros de vista. Dentro del cuadrilátero formado por el mostrador, el sonriente propietario escanciaba bebidas luciendo un clavel rojo en la solapa de su deslucida chaqueta. En un ángulo junto a unas pocas mesas ardían las brasas de una pequeña chimenea encendida.

Consciente de que las libras de tía Dol descansaban en su pequeño monedero, Ivana se atrevió a ofrecerles una ronda.

—Hay que avisar a Manu.

—¿Por dónde andará? —preguntó uno.

—Se fue con la rumana —apuntó otro.

—Con Nela, la rumana.

Ivana pensó:

«¡Maldita rumana! ¿Quién será? ¡Maldita Nela! ¡Maldita Nela!...» Y se la imaginó con ojos rasgados, senos provocantes y andares sinuosos. ¿Cómo había dicho «El Holandés»...? Ojos achinados y moral sueca...» ¡Maldita Nela...!

—¿Adonde habrán ido?

—A la tienda de la rumana, a tomar medidas.

—¿No tiene teléfono?

—Puede que tenga, pero ¿alguno de vosotros sabe exactamente la dirección de esa boutiquet

Nadie la sabía.

—Creo que es en la calle Stratton, cerca del metro de Green Park. Pero no estará allí. Hoy iban a elegir las moquetas para el suelo.

¿Y qué podían importarle a Manu las moquetas de la rumana?, se dijo Ivana, exasperada. Alrededor de Manu siempre había mujeres. Era una desgracia. No podía pasarse el resto de su vida odiando a todas las que se le acercaban. Pateó el suelo para calentarse los helados pies y para desahogar los nervios.

Con Manu siempre había que esperar lo imprevisto. Eso era lo terrible. Pero no se dejaría abatir por aquella tontería de que se hubiera ido con Nela. Seguramente sería una fea muchachota o una otoñal deformada por muchos años de trabajo que deseaba que Manu decorase su tienda, como

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ya había decorado antes otros establecimientos. No haría caso de «El Holandés», que sacaba las cosas de quicio para exasperarla.

Pagó la ronda de pintas de cerveza y anunció que iba a dar una vuelta por el barrio. No podía estar pagando rondas hasta que apareciera Manu, y era mejor alejarse.

—Si Manu llega antes que yo, decidle que me espere. Pero no le soltéis el notición hasta que yo vuelva.

No era necesario recomendarles que tuvieran cuidado con los cuadros «casi» vendidos. El montón de telas pintarrajeadas era sagrado para todos. La OBRA estaba por encima de cualquier antagonismo o envidia. Aunque, en su interior, cada uno de ellos juzgase deleznable la labor ajena.

Se alejó, subiéndose el cuello de la gabardina de «El Muerto» y apretándose el cinturón porque le venía grande. Estaba segura de que ninguno sería capaz de guardar el secreto en cuanto vieran a Manu. Imaginaba la escena:

—¡Ivana ha llegado!

—¿Ivana en Londres? ¡No es posible!

—¡Y te ha vendido todos los cuadros!

—¡No puede ser! Es demasiado bueno. ¿Dónde está esa chica maravillosa? ¿Se ha ido? ¿Por qué no me ha esperado? ¿Cómo la encuentro yo ahora?

Sí. Era mejor hacerle padecer un poco, para que pudiera comprender el padecimiento ajeno.

El contacto de la tarjeta en el bolsillo pareció dar alas a sus pies. Sería grandioso que Manu vendiera bien sus cuadros y por fin tuviera algún dinero y pudiese hacer proyectos para el futuro.

Paseó sin rumbo fijo, contemplando escaparates, sin saber adónde ir. Pasó junto a ella un policía, un bobbie con su uniforme y su casco azul marino, y sintió ganas de reír al verlo tan idéntico a como se lo imaginara a través de libros y películas. El policía, un chico grandullón y pelirrojo, la miró desconcertado. Más abajo descubrió un local de strip-tease, con atrevidas fotos en la puerta. Y una tienda de maletas que incitaba a los viajes y que exhibía un anuncio de España y su sol.

Decidió que tenía hambre. Fue un repentino descubrimiento, al aspirar el aroma que salía de un restaurante. Tenía el estómago vacío desde hacía muchas horas. Con la emoción del viaje, no había comido nada, aunque le ofrecieron cosas muy sabrosas en el avión. Pero era la primera vez que volaba, y ello la sumió en un éxtasis delicioso. Ahora se sentía floja y cansada. Necesitaba recuperar fuerzas para afrontar a Manu con todas las ventajas.

Entró en un pequeño local que tomó por un salón de té y resultó ser un restaurante italiano, con manteles a cuadros y botellas vacías de Chianti convertidas en lámpara encima de cada mesa. Un solícito hombrecillo con cara de pirata la despojó de la húmeda gabardina y la hizo sentarse en un rincón discreto, sorprendido de que la bella signorina fuera a cenar sola.

No entraba en los planes económicos de Ivana la idea de una cena, sino la de una simple taza de té con un par de tostadas, pero el «pirata», que respondía por el nombre de Pietro Angelotti, según se apresuró a comunicarle, se obstinó en servirle unos scampi con vino de Valpolicella, y no fue capaz de negarse a complacerle. El nombre de Pietro Angelotti aparecía escrito por todas partes, y comprendió que el propietario se complacía en verse anunciado profusamente.

Tuvo razón al alabarle los scampi, que estaban deliciosos. Y el vino de Valpolicella tenía aroma y consistencia y se subía un poco a la cabeza. Disfrutó de cada bocado y de cada sorbo mientras con

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el rabillo del ojo vigilaba su gabardina, colgada de una especie de árbol con perchas a guisa de ramas, todo de madera.

Cada vez que la puerta se abría para dar paso a un nuevo cliente entraba de fuera una vaharada de humedad y el rumor de lluvia, que de nuevo caía pesadamente. Sobre el dintel se agitaban unas campanillas que emitían grata cantilena.

Tendría que pedirle a Superpoldo un anticipo sobre su sueldo, para devolver el dinero a tía Dol y comprarse siquiera un paraguas. Trataba de pensar en lo que hubiera hecho su hermana Sara en su lugar, pero le era difícil imaginarse a Sara de ninguna manera. El tío había conseguido hacer de ellas dos seres de distintos planetas.

Se bebió la tercera copa de vino, y el rencor hacia Superpoldo desapareció y empezó a pensar en él como en un buen viejo, lleno de excelentes intenciones. Incluso Nela, la rumana, debía de ser una buena persona, fea y simpática, que proporcionaba un trabajo a Manu guiada por su tierno corazón. ¿Por qué había Manu de interesarse por otra mujer, si le interesaba aquella chica cuya imagen le devolvía un espejo cercano? Una chica con un precioso traje de chaqueta, color beige rosado, con una larga y limpia melena, una nariz que merecía un diez como premio y una boca satisfactoria?

El valpolicella casi le hizo decir en voz alta:

«¿Qué más puede ambicionar un hombre, señores...?» Y se hizo a sí misma un guiño en el espejo y se rió. Pero al verse reír se sintió totalmente ridícula y todo su complejo de superioridad se disipó en el acto y se vio como realmente era: una muchacha joven que estaba cenando estúpidamente sola. Cruelmente sola.

Consultó su reloj, y aunque sólo había transcurrido media hora, pensó que Manu podría ya haber regresado y haberse enterado por fin de la noticia. Se lo figuró dando vueltas por aquellas calles, sucias por la lluvia y el hollín, entrando y saliendo de los pubs para buscarla. Pensó en lo maravilloso que sería oír sonar la campanilla de la puerta de Pietro Angelotti y ver aparecer a Manu buscándola entre el numeroso gentío, porque en aquella media hora el restaurante se había llenado hasta los topes y Pietro se veía y se deseaba para atender a todo el mundo.

Bebió con gusto un «Express» que aquél le sirvió sin consultarla, y se sintió mucho mejor. Sobre todo cuando pagó la cuenta y comprobó que era bastante razonable. Miró al «pirata» como a un bienhechor de la humanidad y absurdamente deseó por un segundo quedarse allí quieta toda la noche, rechazando las intensas emociones que la esperaban.

Tenía la culpa el valpolicella.

Se levantó en un arranque de energía y descolgó su gabardina de aquel pulpo con tentáculos que era la percha. Se la echó por los hombros y devolvió sus sonrisas a Pietro Angelotti, que le deseaba una bella noche.

La campanita puso broche de oro a la despedida.

Apenas llovía ahora. Las tiendas habían cerrado sus puertas y apagado sus luces, y la calle estaba mucho más oscura.

«¡Con tal que no me pierda!», pensó. Y trató de recordar si había girado hacia la derecha o hacia la izquierda al cruzar la pequeña plaza. Torció hacia la derecha y recorrió dos veces la calle antes de tranquilizarse reconociendo una farmacia por la que anteriormente había pasado. En el escaparate se exhibía una enorme dentadura postiza, que se abría y se cerraba eléctricamente, mostrando unos dientes como teclas de piano, anunciando una pasta muy segura para que las

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dentaduras postizas se pegasen a las encías y no bailotearan de un modo inestético. Era un anuncio tan anticuado que sorprendió a Ivana, aunque ya se iba dando cuenta de que en Londres lo antiguo y lo moderno se mezclaban profusamente.

Suponiendo que Manu no hubiese vuelto todavía... Suponiendo que aún continuase sus misteriosos negocios con Nela..., se vería obligada a dejarle su dirección a Berto y a Gerda, para que Manu la telefonease en seguida al hotel. No podía regresar al Royal London demasiado tarde y exponerse a que Superpoldo se asustara y revolucionase a Scotland Yard con el cuento de que habían secuestrado a su sobrina. Con tal de seguir ocupando la primera plana de los periódicos, Superpoldo estaría encantado. Casi se alegraría de que la raptaran.

Consultó de nueve el reloj y se tranquilizó. Eran sólo las ocho de la noche. El día le estaba pareciendo larguísimo y un tanto exasperante, sin conseguir ver realizado el objetivo de su viaje: reunirse al fin con Manu tras los dolorosos meses de ausencia.

Pasó junto a una vieja que paseaba un perro sujeto por una correa. La vieja llevaba un sombrero de hule negro, como el de un patrón de barco, y se la quedó mirando con hostilidad. Ivana miró al perro, que resultó ser un gato, y el inusitado detalle la hizo echarse a reír. Las viejas inglesas mantenían su fama de excéntricas.

Como mistress Donovan, por ejemplo, a la que se proponía conocer, si su tía no tenía inconveniente, y admirarla con alguno de sus trajes de ópera. Tía Dol había contado todo aquello en sus cartas. Había hablado ríe torio, menos de la existencia de «El Muerto». Era el regalo y la sorpresa que reservaba para su sobrina. Volvió a reír, porque el valpolicella había despertado su habitual alegría.

Desde la esquina divisó la calle, con aquella especie de túnel que abrigaba la exposición pictórica. Los cuadros habían sido recogidos, y en la puerta del local donde se guardaban había un grupo de gente charlando.

¿Sería Manu uno de los componentes del grupo? El corazón le dio un vuelco, y se contuvo para no echar a correr. Tía Dol decía que a los hombres no debía mostrárseles un exceso de interés. Pero era difícil fingir tratándose de Manu.

Metió las manos en los bolsillos de la gabardina, y de repente se quedó parada, inmóvil por el estupor. En el bolsillo del lado izquierdo estaba su pequeño monedero, donde lo guardó al salir del restaurante. Pero en el derecho, donde tenía que hallarse la tarjeta del extranjero, no había nada.

Con la garganta seca por el temor, rebuscó y palpó, volviendo los bolsillos del revés. En seguida se quitó frenéticamente la gabardina y miró hasta en el bolsillo interior, aunque estaba segura de no haberla puesto allí, porque estaba cerrado con cremallera. Lo abrió, y descubrió un sobre abierto con una factura dentro. Una llave, dos cigarrillos negros y un chelín.

A la luz del farol, se fijó en el forro de la prenda, que era de un tejido escocés rojo y verde. La de Fran era rojo y azul. Además, la que tenía en las manos estaba mucho más vieja que la otra.

¡Se había confundido de gabardina al descolgarla de la percha-pulpo, entre la profusión de ropas colgadas unas sobre otras!

Sintió deseos de llorar, de gritar, de echar a correr y de desaparecer del mundo, para no tener que enfrentarse con tan horrorosa situación.

Corrió, efectivamente, en dirección al restaurante, sin hacer caso de la llovizna y sin ponerse siquiera la maldita gabardina. Si la tarjeta no aparecía, significaría el fin de todo. El fin de su amor,

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el fin de su sueño, el fin de sus esperanzas..., porque Manu jamás le perdonaría tan lamentable fallo.

Tropezó con la vieja y con su gato, que aún se hallaban en la esquina. El gato soltó un bufido y la vieja se encasquetó su gorro de hule y soltó una larga parrafada poco amistosa.

La dentadura gigante de la farmacia continuaba mostrando sus enormes dientes impolutos, que ahora le parecieron siniestros.

La campanita de la puerta del restaurante tintineó esta vez como si doblase a difuntos. Y Pietro Angelotti, el amable patrón con cara de pirata, había sido sustituido por un muchachote colorado, con cara de susto, que dijo llamarse Leone y ser sobrino del patrón, que se marchó temprano, ya que la tía estaba en cama con ciática.

Todo eso le explicó de un tirón en italiano y en inglés, sin perder su cara de atontado, mientras Ivana contemplaba con desesperación la percha casi vacía. También estaba vacío el establecimiento, porque la hora punta de las cenas había pasado y sólo quedaban un par de parroquianos que leían tranquilamente su periódico.

Con grandes gestos, Ivana explicó a Leone lo sucedido, mostrándole una y otra vez la gabardina para hacerse comprender. Pero no resultaba fácil. Él sonreía tontamente y se excusaba a cada paso con la misma frase:

—Sólo hace ocho días que llegué de Italia...

—Esta gabardina no es mía. Ha habido una confusión —insistía Ivana, a punto de llorar.

—¿Se le ha manchado de salsa...?

—No... No es mía. La confundí con otra.

—¿Salsa de tomate...?

—No... El forro de la mía tiene otro dibujo.

—¿Salsa de dibujo...?

—¡Olvídese de las salsas! Hablo del forro.

Anonadada, se dejó caer sobre un taburete. Indudablemente, el dueño de la gabardina que ella llevaba habría cogido a su vez la de Fran, que a simple vista era casi idéntica. O quizá la habría cogido a sabiendas, en vista de que le habían quitado la suya. De cualquier modo, volvería por ella a causa de aquella llave, guardada cuidadosamente en el bolsillo con cremallera. Tenía aspecto de ser la llave de un piso, y, lógicamente, la necesitaría para entrar en casa.

Con aquella leve esperanza, se acomodó en una mesa, porque las piernas se negaban a sostenerla, y pidió a Leone, que continuaba hablando de salsas, otro café y un paquete de cigarrillos. Sentía necesidad de fumar, para calmar los nervios, para no llorar, para no tener un ataque de rabia que la incitase a romper todas las mesas del pebre Pietro Angelotti.

Acodada sobre la mesa, comenzó a llorar a pesar de todo. No se movería de allí, pasara lo que pasase, hasta que no hubiera recuperado la maldita gabardina que tanto le había recomendado «El Muerto». La gabardina que contenía la tarjeta indispensable para su felicidad. Aquella tarjeta que podría abrirle o cerrarle para siempre los brazos de Manu.´

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Por centésima vez alisó el arrugado sobre que había encontrado en el bolsillo y leyó la dirección, encabezada con el nombre de míster W. Richards. Dentro sólo había la factura de unas botas, por valor de dos libras y seis chelines. La dirección era la de una calle cualquiera del propio Londres.

Odiando a míster W. Richards, ahogó un gemido de desesperación y miró el reloj. Eran ya las diez de la noche. Estaba sola en el local, y Leone, mirándola de reojo, recogía las sillas y las colocaba patas arriba sobre las mesas. Ambos estaban solos en el local, e Ivana, a fuerza de tomar cafés, sentía palpitaciones en el corazón.

El miserable míster Richards no había aparecido. Aquella llave no debía de ser la de su puerta, o quizás aún no hubiese regresado a casa. Pero lo más seguro era que, al darse cuenta de que la gabardina cambiada estaba en mucho mejor estado que la suya propia, se frotase las manos satisfecho pensando que había hecho un buen negocio.

«¿Y cómo le digo a Fran que he perdido su gabardina, después de tantas recomendaciones...?», pensó, agobiada. Pero de memento no podía pensar en Fran. Tenía que pensar en Manu, que perdería la oportunidad de vender todos sus cuadros; a aquel ricacho extranjero que, según sus propias palabras, se marchaba en seguida de Inglaterra.

—Y todo por mi culpa —se acusó ferozmente —. ¿Qué podría yo hacer...? —añadió alzando la voz.

Y se levantó y salió a la calle, con gran alivio de Leone, que estaba regando el suelo de serrín, según su tío le había mandado, y que empezaba a pensar que la signorina espagnola estaba completamente loca.

Respiró el aire limpio con placer, porque había fumado demasiado y no tenía costumbre de hacerlo. Sentía tentaciones de refugiarse en brazos de tía Dol y de contarle su desgracia, pero la presencia de «El Muerto» se lo impedía. Como era lógico, pondría el grito en el cielo. ¡La sagrada gabardina del padrino, recién heredada! Si no aparecía tendría que pedir dinero a Superpoldo para comprarle otra.

Un pequeño grupo de jóvenes que se sentían alegres tras unas copas de vino le cerró el paso, y ella los insultó furiosamente en dos idiomas para que la dejasen pasar. Al fin echó a correr, mientras todos reían a coro. Corrió en dirección contraria a la farmacia, cuyo escaparate continuaba iluminado, pero la dentadura eléctrica había sido desconectada y ya no se abría ni se cerraba, mostrando una mueca indecisa, como si hubiese oído un chiste que no le hiciera gracia.

Deseaba alejarse rápidamente de aquel barrio, ante el temor de darse de bruces con Manu..., aquel Manu cuya presencia ardientemente deseara. Pero ahora estaría ya enterado por sus amigos del asunto de la tarjeta, y... ¿cómo se atrevería a decirle: «La he perdido»...?

Salió a una calle ancha, espaciosa, con mejor aspecto que las callejuelas siniestras que había dejado atrás, y decidió tomar un taxi, desoyendo los consejos de tía Dol, porque no podía hacer otra cosa. Se acercaba la hora de las pastillas azules..., ¿o serían las rosa...? Por suerte, lo tenía anotado en un papel. Superpoldo quizás habría tenido ya el calambre y estaría pateando las alfombras del hotel, haciendo balancear las arañas del piso de abajo.

Vio pasar un taxi y corrió tras él. Por fortuna, estaba libre. Se dejó caer en el asiento con un suspiro.

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Pero no dio la dirección del Royal London, sino que se oyó a sí misma, como si se tratase de otra persona, dar al conductor las señas de míster Richards. Las señas escritas en aquel sobre azul, que tuvo que tenderle al chófer para que la comprendiese. El chófer se entregó a una larga perorata, de la que Ivana entresacó que aquella calle estaba muy lejos, casi en el fin del mundo. Pero, no obstante, apiadado de ella, se decidió a ponerse en marcha, entre nuevos comentarios de desagrado.

Se armaría de valor y le reclamaría seriamente la gabardina a aquel desconocido míster Richards que se compraba botas baratas por valor de dos libras y seis chelines. Ahora se daba cuenta de que la gabardina que tenía en su poder olía apestosamente a tabaco, y su visión tenía la virtud de sumergirla en un caos de odio, de angustia y de fracaso.

Recostó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Habían ocurrido demasiadas cosas en aquel interminable día, pero no la que su corazón esperaba ilusionadamente: ver a Manu, estrecharle contra su corazón y dejarse estrechar por él. Regocijarse juntos con la sorpresa de su llegada, hacer proyectos...

Veinticuatro horas antes se hallaba aún en Madrid, llena de felicidad, preparando su maleta. Comiéndose las gachas sobrantes de don Gregorio, mientras tía Mila tocaba en el viejo piano el vals de «El conde de Luxemburgo», que solía ser su desahogo espiritual antes de irse a la cama. En aquel momento en que ella se moría de angustia en el interior de un taxi londinense, ellos estarían seguramente viendo el programa de la televisión, y quizá la profesora de ballet ocupante del cuarto amarillo, que se llamaba Olga y que era de origen ruso —blanqueado por tres generaciones de emigrados —, se hubiese unido a ellos, produciendo cierto desasosiego en don Gregorio, que no estaba muy seguro de que no fuera una peligrosa espía.

Por primera vez desde que surgió Superpoldo y la posibilidad del viaje a Londres deseó que todo aquello no hubiera sucedido y que su rutinaria vida madrileña continuase sin sobresaltos: almidonar sus cofias blancas y sus uniformes de enfermera por las mañanas; ir al hospital; volver; esperar la llegada del cartero..., que jamás trajo carta de Manu... Una vida tonta pero exenta del terror nocturno que estaba padeciendo en el interior del taxi, atravesando una ciudad desconocida y unas calles que se iban haciendo a cada momento más y más siniestras.

A través de la ventanilla vio que corrían paralelamente al río, y de repente, por una rendija, le entró un inesperado olor a fango... y quizás a mar, aunque el mar debía de estar lejano. Decididamente, se adentraban en' el territorio de Jack el Destripador. Quizás había venido a Londres solamente para morir. Empujada por un destino adverso.

Si todo hubiera salido bien, aún seguiría con Manu, que la acompañaría hasta el hotel. Un Manu agradecido y feliz que, después de telefonear a Manos Grandes y concluir con él un negocio fabuloso, estaría cariñoso y agradecido. Tan eufórico que... quizás —Ivana creía en los milagros —se decidiese a hablar de matrimonio. Una boda rápida, por ejemplo, para pasar juntos el verano en Torremolinos. Manu ganaba siempre algún dinero haciendo retratos al carbón en un pequeño local alquilado cerca del bar «El Gato Viudo», donde solían aglomerarse los turistas.

—¡Hemos llegado! —anunció escuetamente el taxista.

Y la miró con mirada turbia. Tan turbia y desconfiada como la de don Gregorio cuando «espiaba a la espía». No debía de ser cosa corriente el que una chica joven se hiciese conducir a aquella hora a un barrio desolado.

—¿Está seguro de que es aquí...? —preguntó, temblona.

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Pero él no la entendió y se limitó a encogerse de hombros y a devolverle el cambio.

Se encontró sola. Sola en Londres, sola en la tierra, sola en el universo. Con una gabardina ajena y menos de una libra en el bolsillo.

Miró alrededor y comprobó que el chófer la había dejado allí al azar, delante de unos cobertizos enormes y oscuros, en cuya fachada no se veía ningún número. Se hallaba en un muelle, y aquéllos debían de ser los docks donde se guardaban las mercancías. Distinguió el río a poca distancia, un Támesis oscuro y triste que en nada recordaba al orgulloso y elegante río que se deslizaba frente al Parlamento.

¿A quién se le ocurriría vivir en tan triste lugar? A lo lejos, como un lamento, se oyó el sonido de una sirena. Tiritó de frío, y, aunque le desagradaba, se puso la gabardina de míster Richards. Pero tuvo la impresión de que la apretaba con un abrazo letal.

Los cobertizos continuaban, y más allá divisó unas casas de diferentes alturas, incrustadas entre ellos. Parecía que cada una de ellas fuera construida por el propio inquilino, amontonando ladrillos y maderas a su aire, sin preocupaciones de supervivencia. Le recordó las casitas que ella formaba de pequeña con la baraja y que se derrumbaban al menor movimiento de la mesa.

Brillaban algunas luces tras los cristales, y sintió nuevos ánimos para continuar la búsqueda. Pero con tanto mirar a las alturas para descubrir la numeración se metió en un profundo y helado charco, y mentalmente dijo adiós a sus bonitos zapatos nuevos.

Por un azar fortuito descubrió el número 21 sobre la puerta de un pequeñísimo edificio, sostenido entre dos cobertizos como un cojo entre sus muletas. Tuvo que llegar hasta él subiendo una insegura escalera que hacía las veces de puente entre los muelles.

Antes de llamar se secó la cara con la mano. No sabía si la tenía mojada por la lluvia o por las tontas e inoportunas lágrimas. Sería ridículo que míster Richards abriera la puerta y se encontrase con una mujer llorando. Una mujer que le entregaba su mugrienta gabardina.

Posiblemente diría:

—Bueno..., la gabardina es una birria, pero no creo que sea motivo suficiente para que me haga esta escena patética.

Adoptó una actitud digna y tiró de un alambre mohoso que debía de ser la campanilla. La oyó sonar dentro y esperó...

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Esperó en vano.

Volvió a llamar y volvió a esperar.

No había contado con aquel nuevo fracaso. Estaba visto que sus desgracias no acabarían aquella noche. La casa parecía deshabitada. Seguramente, míster Richards habría entrado por azar en el restaurante de Pietro Angelotti para tomar sus últimos spaghetii antes de embarcar para Singapur, de donde jamás regresaría. Desde la cubierta del transatlántico, bien envuelto en la gabardina de «El Muerto», rompería en menudos trozos la tarjeta con el nombre y el teléfono de Manos Grandes y los lanzaría al océano. Nunca adivinaría que destrozaba dos vidas humanas.

Volvió a llamar, sin ninguna esperanza, y oyó un pequeño ruido dentro, un ruido incierto que no supo catalogar. ¿Serían ratas? Debía de haber miles de ratas por allí. Millones de ratas...

Contuvo un furioso deseo de echar a correr y regresar al hotel, donde le esperaba el ramo de gladiolos y una atmósfera grata y segura.

Creyó oír una voz desde el interior que le gritaba:

—¿Quién es...?

Y aunque no estaba muy segura de que no fuese un producto de su imaginación, se oyó contestar del modo más tonto posible:

—¡Yo! Soy yo...

A lo cual, el interlocutor fantasma repuso:

—¿Y quién es yo...?

—Usted no me conoce, míster Richards. Soy Ivana. Una muchacha que encontró su gabardina.

Tras una leve pausa, la voz del hombre replicó:

—¿Mi gabardina...? Yo no tengo gabardina.

—¡La tengo yo!—se apresuró a aclarar Ivana—. Vengo a recoger la mía, que usted debió de llevarse por error.

Otra pausa inquietante, y el fantasma contestó, enfadado:

—¿Qué loca historia es ésa? ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones?

—¿Mis inten... ciones...? Pero si ya le digo que...

—¿Cree que soy tonto y que no me doy cuenta de que habla español...?

Ivana abrió la boca, estupefacta. Hasta aquel instante no se había fijado en que el otro hablaba también el mismo idioma.

—Pero... pero... ¡si usted también lo habla!

—¡Qué casualidad!, ¿verdad? Déjese de tonterías y dígame cómo me ha descubierto. ¿Es usted periodista?

—¿Periodista? ¿Por qué he de ser periodista? —Ivana también empezó a enfadarse —. Yo tenía una gabardina en una percha del restaurante de Pietro Angelotti. Usted se la llevó equivocadamente... Bueno... Quizá fui yo quien se llevó la de usted. No sé exactamente quién lo hizo primero. Encontré en el bolsillo de su gabardina un sobre con su dirección y vine para hacer el cambio correspondiente. Ábrame, se lo ruego. No soy ningún malhechor.

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—Aunque fuera cierta toda esa mema historia que me cuenta... (y puede estar segura de que no me la creo), tampoco podría abrirle. No tengo llave. Estoy encerrado aquí. Y además insisto en que no tengo gabardina.

—¿Ha dicho usted... llave...? —interrumpió Ivana, que en medio de su caos mental percibió tan sólo aquella palabra —. Hay una llave en uno de los bolsillos.

—¡Lo sabía! Sabía que diría usted eso. ¿Conque tiene una llave? Vaya, vaya. Todo son casualidades esta noche. Habla español..., tiene la llave..., ¿y qué más...?

—Nada más. Podríamos probar a ver si ésta es la llave de su puerta.

—Estoy seguro de que lo es, hija mía.

—¿Quiere que abra?

—¡Claro que quiero que abra! Así al menos podré averiguar qué aspecto tiene y qué se trae entre manos.

Ivana consiguió encontrar la llave, y con manos temblorosas la introdujo en la cerradura. El hecho de que aquel desconocido estuviese encerrado ya no le extrañaba nada. Todo cuanto ocurría aquella noche empezaba a considerarlo perfectamente normal.

La puerta se abrió con un chirrido desagradable. La casa del miedo. Empezó a temblar de pies a cabeza, como si tuviera el baile de San Vito. Una vaharada de aire agrio y caliente la hizo retroceder. Pero en seguida se vio obligada a avanzar, obedeciendo a una orden imperiosa:

—Pase y cierre.

Y a la vez se encendió la luz de una lámpara de mesa, permitiéndole ver al hombre, que ocupaba una silla desvencijada y que no hizo ademán de levantarse.

Contrastando con la extraña situación, Ivana soltó una frase convencional:

—Siento molestarle a estas horas...

El desconocido no contestó, limitándose a mira ría de arriba abajo. Ivana se sintió consciente de su cabello húmedo, de sus zapatos chorreantes y de la sucia gabardina que la cubría. La odiosa y maloliente gabardina. Comenzó a despojarse de ella y explicó otra vez, como si recitase una lección:

—Yo estaba cenando en el restaurante de Angelotti, y al marcharme cogí de la percha esta gabardina creyendo que era la mía. Pero era la de usted. —Esperó una afirmación, y, como no llegara, continuó —: Me di cuenta al poco rato y volví al restaurante, pero no pude encontrar la mía. Alguien se la había llevado también. Supongo que usted. En este bolsillo encontré la dirección y la llave y vine corriendo. Quiero decir que vine en un taxi. También encontré en el bolsillo un chelín, que no he tocado. Mire. Aquí está. —Hizo una pausa e inició una sonrisa que no halló eco —. Ha sido una suerte que fuese usted español. Si no, no sé cómo habría conseguido contarle una historia tan larga.

Él dijo, en tono duro:

—¿Pretende que crea esa burda patraña...?

—¿Patraña...? —se alarmó.

—Eso he dicho. Patraña. Y burda. Podría haber inventado algo más original.

—¡No invento nada! —se indignó ella—. El cambio de gabardinas supone para mí un contratiempo feroz. En el bolsillo guardaba un documento de importancia vital. Una tarjeta con las señas de una persona a la que necesito ver. Es cuestión de vida o muerte.

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—¡Vida o muerte! —repitió con sarcasmo—. A la juventud siempre le gusta soltar frases altisonantes. ¿Qué pueden saber de la vida o de la muerte?

—Yo creo... que de la muerte no sabe nadie nada —exasperóse ella—.Nadie ha vuelto a contar cómo le fue.

Él la hizo callar con un ademán.

—No perdamos tiempo. Ignoro cómo ha conseguido encontrar mi escondite, pero, de cualquier modo..., ¡hable claro! ¿Cuáles son sus intenciones?

Ivana se atrevió a mirarle resueltamente. El espeso cabello blanco que aureolaba su frente le daba aspecto de anciano. Pero sólo era una impresión. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, de rostro atezado y ojos vivaces, con unas gafas a lo Truman. La luz de la lámpara se reflejaba en las gafas, que lanzaban extraños reflejos. Ivana retrocedió un paso y contuvo un escalofrío. Los mojados zapatos le pesaban como plomo, y su empapado pelo empezaba a darle dolor de cabeza. Por primera vez pensó que había cometido una ligereza acudiendo sola al rescate de la maldita gabardina.

—No le comprendo, míster Richards —dijo, poniéndose un dedo en la nariz para contener un inoportuno estornudo—. De veras, no le comprendo. Le he traído su gabardina en buen estado..., es decir, en el mismo estado en que la encontré. Si me devuelve la mía, me iré inmediatamente.

—Se irá, ¿eh...?

—Por supuesto. No pensará que esto es una visita de placer... El taxi me ha costado un dineral, y no puede decirse que el barrio sea muy atractivo... De no haber necesitado tanto la tarjeta que dejé en un bolsillo, le habría regalado la gabardina con tal de no venir hasta aquí.—Asustada, agregó, jugándose el todo por el todo—: Ea... Si me deja coger la tarjeta, puede quedarse con las dos gabardinas.

De repente tuvo la visión de unos ojos muy azules y de un rostro risueño que se divertía haciendo pareados a costa de la señora Donovan y severas advertencias sobre la gabardina heredada, y deseó fervientemente tenerlo allí cerca, con su metro ochenta de estatura y su apacible tranquilidad, aunque se indignara de momento al verla regalar su gabardina tan a la ligera.

El hombre cogió la prenda que ella se había quitado y, sujetándola con un par de dedos como si le repugnara también, la echó despectivamente sobre un catre. Ivana advirtió que en aquella rara habitación apenas había otros muebles que el viejo catre, la mesa con la lámpara y la silla en la que míster Richards se sentaba. Todo era demasiado raro: la casa y el extraño personaje a quien dejaron encerrado en ella.

—¿Ha venido sola? —la interrogó él de pronto.

E Ivana guardó silencio, titubeando. Quizá fuese más razonable decir que la esperaban fuera su padre, campeón de judo, y seis hermanos varones entre los quince y los treinta años, robustos y resueltos.

Al advertir su vacilación, el hombre insistió:

—¿Está esperándola alguien?

Dijo que no con la cabeza, aunque quería decir que sí, incapaz de controlar sus ideas. Míster Richards volvió a mirarla inquisitivamente y luego miró su reloj de pulsera. Imitándole como una autómata, Ivana consultó también el suyo. Eran las once de la noche.

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Míster Richards dio un suspiro profundo. Ivana vació sus pulmones a la vez. Acto seguido los volvió a llenar, con ruido de fragua. Aquella casa olía a cerveza agria, a fango del río, a insecticida y a viejos desengaños. A malas intenciones y a peligro. Decidió marcharse. Marcharse inmediatamente, con tarjeta o sin tarjeta. ¿De qué iba a servirle la tarjeta de Manos Grandes si quizá nunca se la pudiera entregar personalmente a Manu? ¿Y qué le importaba que Manu llegase a ser un pintor famoso, si ella no iba a estar a su lado para compartir tanta gloria?

Míster Richards pareció intuir su miedo y sonrió. Resultó una sonrisa simpática, que en nada se parecía a la sonrisa de un forajido.

—No sé qué pretende usted ni qué lío se trae entre manos —dijo de pronto —. Pero voy a arriesgarme. No puedo elegir. Quizás esté usted tendiéndome una trampa... a pesar de su expresión de chiquilla inocente. Correré el riesgo. No soporto pasar más horas en esta incertidumbre y en esta horrible soledad. Ayúdeme a salir de aquí.

—¿Ayudarle...? —se sorprendió Ivana.

—¿No ve que apenas puedo moverme? Me pegaron un tiro en esta pierna.

—¡Un tiro! —gritó Ivana, a punto del desmayo —. ¿Ha dicho un tiro?

—Por fortuna, no rozó el hueso, pero la herida se me está infectando. Necesito una cura urgentemente.

Comprendió entonces el motivo de que no se moviera de la silla a su llegada. Una de las perneras del pantalón estaba rasgada hasta la rodilla y permitía ver unos vendajes sucios y mal colocados. Cuando trató de incorporarse, lanzó un quejido.

—¿Le duele... mucho? —preguntó tontamente.

—Bastante. Pero no perdamos tiempo. Por favor, coja aquella maleta.

—¿Qué maleta?

—La que está bajo el catre. No hay otra.

Era una maleta pequeña, con algo de ropa dentro y un porta-documentos rebosante de papeles.

—Coja la cartera con los documentos y deje lo demás. ¡Rápido!

—Pero... pero... ¿qué es lo que pasa?

—¿De veras no lo sabe?

—Yo no sé nada. Vine por mi gabard...

—¡Acabe con esa historia! Aquí no hay más gabardina que la que usted ha traído. Por cierto, cójala también. Y ayúdeme a salir. Déjeme apoyarme en su brazo.

Obedeció, con absoluta desolación. Un sollozo le subió a la garganta. Míster Richards la miró atónito.

—¿Está llorando? ¿A qué viene eso ahora?

—No... no lloro... Bueno, sí. Es por la gabardina.

—Ya le he dicho que no la tengo. —Y tras ligera vacilación, añadió—: Pero supongo quién se la ha quedado.

Ivana se reanimó en el acto.

—Entonces, hará que me la devuelvan.

Él agitó la blanca cabeza con pesadumbre.

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—Lo dudo, niña. Lo mejor que puede hacer es olvidarla. No sería oportuna una recomendación mía.

La idea casi le hizo reír, pero a continuación, al tratar de ponerse en pie, lanzó un gemido de dolor. Agarrado al brazo de Ivana y con gran trabajo consiguió llegar hasta la puerta. Al abrir, el aire frío y húmedo les azotó el rostro.

—Cierre la puerta al salir. Con la llave. Y guárdela. No vaya a dejarla puesta —ordenó con firme autoridad.

Ivana cerró y volvió a coger la cartera de los documentos. El peso de su acompañante sobre su brazo era fatigoso. ¿Qué le pasaría? ¿Sería un loco al que su familia se veía obligada a dejar encerrado cuando salía?

Tuvo deseos de echar a correr, dejando allí a míster Richards, pero el tipo la agarraba con fuerza y sabía hacerse obedecer.

Lanzó una maldición ahogada al ver las escaleras que conducían al muelle.

—No me acordaba de este maldito impedimento. No podré bajarlo, con esta pierna...

Pero bajó, aunque resultó una odisea. Ivana recordaría toda su vida aquel descenso, que en varias ocasiones estuvo a punto de hacerles caer rodando estrechamente abrazados. Al llegar abajo, el herido estaba muy pálido y tuvo que descansar unos instantes para recobrar el ánimo.

—¿Dónde está su taxi? —preguntó.

—¿Mi taxi...?

—Usted dijo que había venido en taxi.

—Lo despedí. La miró furioso.

—¡Bonita jugada me ha hecho!

—Pero míster Richards..., ¿cómo iba yo a adivinar...? Además que, con toda seguridad, el taxista no habría esperado.

—Supongo que no será esto una treta...

—¿Una treta?

—Una mala pasada.

—¿Y por qué había yo de hacerle una mala pasada? —se indignó.

Él la miró de hito en hito a través de sus gafas.

—Eso es lo que yo quisiera saber. —Repentinamente, el tono de su voz cambió, dejando entrever la angustia —: ¿Y ahora qué hacemos?

Ivana, a la que rondaba un inoportuno estornudo, repitió:

—Sí... ¿Qué hacemos?

Tras lo cual, estornudó ruidosamente.

—¡Silencio! ¿Pretende despertar a todo el mundo?

—No, míster Richards —se excusó —. Es que llevo muchas horas bajo la lluvia..., tengo los zapatos empapados y... ¡atchísss!

—Salud. Póngase esa sucia gabardina.

Obedeció y se la puso. Volvió a estornudar.

—¡¡Atchísss...!!

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—Basta. Cállese o la ahogo.

—¡Pero míster Richards...!

—Suénese o haga algo.

Él mismo le puso el dedo bajo la nariz para evitar el subsiguiente estornudo. Tuvo la virtud de disiparlo.

Anduvieron lentamente por el vacío muelle. A menudo, míster Richards volvía la cabeza y miraba atrás con inquietud.

—¿Teme que nos persiga alguien, míster Richards? —preguntó, aterrada.

Pero él no contestó. Se detuvo dando un quejido, con el rostro contraído por el dolor. Saltando a la pata coja, fue a sentarse sobre un montón de mercancías apiñadas bajo un cobertizo.

—No puedo continuar. Haga usted algo. Sáqueme de aquí.

—¿Yo? ¿Y cómo?

—No lo sé. Pero tenemos que alejarnos rápidamente. Podrían volver.

—¿Quiénes?

La miró indeciso, sin decidirse a contestar. Al fin dijo sin mirarla:

—Se trata de mi esposa. Es una mujer perversa. Me ha herido, me ha dejado encerrado y quiere que muera de la infección.

Al verse enfrentada con los horrores de la vida, Ivana se estremeció de horror. Aquellas atrocidades no ocurrían en la vida real. Ni siquiera en Londres.

—Eso no es posible —protestó —. Usted bromea.

—¿Tengo aspecto de estar bromeando?

No. Tenía más bien aspecto de estar muriéndose. Le vio quitarse las gafas y secarse el sudor con un pañuelo sucio. Sudaba por el esfuerzo, aunque hacía frío.

—Tendré que confiar en usted, porque mi situación es desesperada —dijo él.

E Ivana repitió como un eco:

—Desesperada...

—Necesitamos urgentemente un coche para transportarme. Tiene usted que buscar un taxi.

—Creo que no he hecho otra cosa desde que llegué esta mañana a Londres.

Él alzó la cabeza.

—¿Llegó hoy a Londres?

—A primera hora de la tarde. Vine de Madrid.

—¿De Madrid...?

—Para visitar a una tía que trabaja aquí.

No tenía necesidad de contar más detalles ni de hablarle de Superpoldo ni de la importancia de tal personaje. Él pareció perder interés por la historia y recostó la cabeza contra una viga.

—Dos esquinas más allá hay una cabina telefónica. Pida un taxi y vuelva en seguida. ¿Tiene monedas sueltas?

Ella dijo que sí y le miró pensativa.

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—¿No será usted un criminal perseguido por la justicia que pretende hacerme cómplice de sus fechorías?

—¿Usted qué cree? —preguntó él, tratando inútilmente de sonreír —. De cualquier modo, puede marcharse y abandonarme a mi suerte. No estoy muy seguro de que no lo haga. Y no podré recriminarla por ello.

Con cierto rubor reconoció Ivana que aquella feliz idea se le había pasado por la cabeza.

—En lugar de un taxi pediré una ambulancia. Será más práctico para usted. Pero ¿cómo se dice «ambulancia» en inglés?

—No quiero ambulancias. Simplemente un taxi. Y, por favor, regrese pronto. Está empezando a llover de nuevo.

Ivana se decidió y al fin echó a correr. Y corriendo por aquellos tenebrosos muelles de Londres se dirigió hacia la lucecita de la iluminada cabina telefónica, con el corazón lanzando un S O S universal.

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En la cabina no había listín de teléfonos, e Ivana pensó, irritada, que era muy fácil dar órdenes, pero muy difícil ejecutarlas. Sin saber cómo resolver el problema, estornudó otras dos veces seguidas y, con la cabeza algo más despejada, decidió llamar al único número de Londres que recordaba. El número de mistress Donovan. El de su querida tía Dol.

Luchó con el lío de las monedas y tuvo que repetir tres veces la llamada hasta conseguir comunicación. No oyó la voz de su tía Dol, sino la de Fran, un tanto adormilada. Que se espabilo rápidamente al escucharla.

Escuchar la voz amiga en aquel momento de angustia fue como un bálsamo para su agitado corazón. Tuvo deseos de decirle que le contase su historia y que le hablase de sus flores. Que hiciera pareados y que no perdiera su habitual sonrisa y su natural alegría de vivir. Pero, naturalmente, no podía ponerse a decir tonterías, porque los minutos corrían y no tenía más monedas.

—¿Ivana...? ¿Eres tú...? ¿Desde dónde hablas? ¿Estás ya en el hotel...?

»¿Por qué mistress Donovan se anima cuando Ivana le trae la gabardina?

—No estoy para bromas, «Muerto». No puedo perder el tiempo. Estoy en un barrio siniestro, en los muelles, con un español herido.

—Pero... pero... ¿qué estás diciendo, niña? Repítelo otra vez. ¿Me tomas el pelo?

—Es urgentísimo. Tienes que acudir en mi auxilio. No puedo cargar yo sola con el cadáver. Quiero decir, con el herido.

—¿Le has matado tú... ? —interrogó sin alterarse.

—Dice que ha sido su mujer, pero no me lo creo del todo. Hay algo raro en todo esto.

—¿Y por qué motivo te enredas en asuntos raros? Avisa a la policía y no me manches mi gabardina de sangre.

¡La gabardina! Ivana lanzó un gemido, dispuesta a hacer la difícil confesión.

—¿Crees que hablo en broma? Todo lo que me está sucediendo es horroroso. Y la culpa la tiene tu maldita gabardina...

—No irás a decirme que le ha ocurrido algo a la gabardina de mi pobre padrino...

—Lo siento. Estoy avergonzada..., desesperada..., hundida...

—¿Pero mi gabardina...?

—¡Santo Dios! Esto es como un milagro —fue la incoherente respuesta de Ivana al divisar a través de los cristales la lucecita de un taxi libre.

—¿Por qué mi gabardina es como un milagro...?—siguió insistiendo Fran con frenética curiosidad.

Pero su interlocutora le dejó con la palabra en la boca.

—Adiós. Luego lo explicaré todo. No puedo perder el taxi,

—¡Otro taxi!—se quedó murmurando Fran a un interlocutor inexistente.

Porque ya Ivana corría en dirección a la lucecita, y se dio cuenta de que por las calles laterales había muchas salas de fiesta, lo cual hacía menos milagroso el taxi vacío.

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Ivana dio la orden de recorrer dos manzanas para recoger a un caballero impedido que la esperaba. Pero el conductor no pareció entender su inglés y obedeció con más facilidad al signo del dedo que le indicaba que siguiera hasta la otra esquina.

—Aquí estoy, míster Richards. ¿Puede incorporarse? —Tuvo que zarandearle un poco para que la entendiera, porque estaba amodorrado por el cansancio o la fiebre —. Vamos. Haga un pequeño esfuerzo.

Apoyándose en su brazo, el herido consiguió llegar hasta el coche e instalarse en el asiento. Ivana subió a su lado.

—¿Quiere que le lleve al hospital, o a la policía? —preguntó, solícita.

Él agitó la cabeza con energía.

—Ni a la policía ni al hospital. De ningún modo. Sería un escándalo. Un gran escándalo.

—Pero entonces, ¿qué hacemos con usted?

—Lléveme a su casa de momento. Tenga compasión de mí.

—Compasión estoy teniendo demasiada. Pero casa sí que no tengo. Vivo en un hotel. Y no podemos hacer una entrada triunfal cogiditos del brazo y con este aspecto.

Míster Richards empezó a pensar velozmente, mientras el chófer preguntaba impaciente:

—Where we go...? (¿Adónde vamos?)

—A Piccadilly —decidió Ivana sin vacilar más.

Y míster Richards la miró interrogante.

—¿Por qué a Piccadilly?

—No lo sé. Pero está por el centro, y ese nombre siempre me ha hecho gracia. Durante el trayecto tiene usted tiempo de decidir.

—Ya he decidido. Me quedaré hasta que amanezca en algún cine de sesión continua. Hay algunos que no cierran nunca.

—¿Pretende morir desangrado mientras contempla películas eróticas o tiroteos de vaqueros? Me parece una locura.

—A estas horas, todo parece una locura. Pero no se preocupe por mí. Mañana ya sabré lo que debo hacer. Se trata sólo de pasar una mala noche.

—¡Y tan mala! —repitió Ivana con amargura. Aquella noche que ella pensaba haber pasado en parte charlando con Manu, haciendo proyectos de felicidad...

—Supongo que tendrá usted dinero para el taxi—dijo Ivana con repentina idea.

Y él la miró con alarma.

—Lo siento. Creo que no tengo un penique.

Ambos miraron con temor la apoplética nuca del taxista. Un hombre grueso y malhumorado, con expresión de estar harto de sus semejantes.

—Temo que eso no le va a gustar —comentó ella señalándole con el pulgar.

—Armará un escándalo y llamará a un policía —sugirió en voz baja su acompañante.

«Y mañana saldré en los periódicos por haber sido detenida a medianoche con un hombre herido, de extraña catadura —pensó Ivana temblando —. Yo, la encantadora sobrinita de Superpoldo.»

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En alta voz dijo, casi sollozando:

—Tendré que pedirle dinero a mi tía una vez más.

Él la miró desconfiado. Se mantenía alerta a pesar de su malestar.

—¿Su tía...?

—Vive en Chelsea. Es muy buena y muy comprensiva. Me prestará dinero. —Suspiró agotada —: Al menos, eso creo.

No estaba muy segura de ser bien recibida por tía Dol. Pero no podía elegir. Tocó ligeramente el hombro del conductor y le dio la dirección de mistress Donovan.

«¿Por qué la Donovan ignora que todos la visitan a deshora...?», fue el pareado que se le ocurrió. Pero ni siquiera tuvo fuerzas para sonreír.

Durante el largo trayecto, su compañero casi se durmió, o al menos cayó en un pesado letargo. Ivana pudo entregarse a sus pensamientos y retorcerse las manos haciendo recuento de sus desventuras. Manu la pondría verde por lo de la tarjeta. Fran la pondría verde por lo de la gabardina. Tía Dol la pondría verde por pedirle tanto dinero y por meterse en estúpidas aventuras. Y Superpoldo la enviaría a Madrid en el primer avión, colocándole en la frente la ignominiosa etiqueta de «Mercancía venenosa e inutilizable».

Las calles del centro estaban animadas a pesar de la lluvia, y la gente salía de cines y teatros. Tendría que marcharse de Londres sin ver más que el tétrico barrio de los docks y el sótano de mistress Donovan. ¡Bonito viaje de placer! Nunca más se le presentaría otra oportunidad como aquélla.

«Nunca debiste salir de tu hospital y de tu rutina —se recriminó a sí misma —. No mereces otra cosa.» Y se vio con setenta años enrollando vendas y repartiendo tisanas de cama en cama.

El coche se detuvo de pronto, y, sorprendida, vio que habían llegado. Indicó al chófer que esperase, y bajó de un salto, no entreteniéndose a perder el tiempo tocando el timbre de la entrada principal. La puerta de servicio fue abierta de inmediato por una tía Dol en bata, con la cabeza llena de rulos color de rosa. Sin duda estuvo acechando su llegada. En su rostro, untado de crema, se leía la más viva alarma.

—¡Tía Dol! —gritó con ganas de echarse a llorar en sus brazos.

—¡Niña! ¿Qué te ha ocurrido? Nos tienes en ascuas.

Tras ella apareció una elevada figura masculina, que no reconoció de pronto.

—¿Quién es...? —dijo, atemorizada.

—¿Cómo que quién es...? «El Muerto».

—Es que me he afeitado la barba —aclaró él.

Y tía Dol, a pesar de su alarma, puntualizó:

—Dijo que tenía la impresión de que las barbas no te gustaban... ¿Qué te pasa? ¿Qué historias le has contado por teléfono...? Quería salir a buscarte, pero ignoraba en qué dirección.

—Necesito dinero para pagar el taxi, tía. Es vergonzoso decírtelo otra vez, pero me quedé sin blanca y estoy metida en un lío horrible.

—¿Y dónde está mi gabardina...?

—Tengo en el taxi un hombre medio muerto. No sé qué hacer con él. Le puse a él la gabardina.

—Pero... ¿por qué vas recogiendo heridos?

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—No lo recogí. Es largo de contar... Fue por culpa de la gabardina.

—¿Te quitó la gabardina y le heriste?

—No, no. Estaba encerrado en una casucha... allá en los muelles.

—¿Y qué hacías tú en los muelles, exponiéndote a ser torturada y violada...? Yo no te eduqué así.

Ivana comenzó a enfurecerse.

—Dejé la asquerosa gabardina colgada en un pulpo...

—¿En un pulpo?

—En una percha. Y me la quitaron.

Fran rugió:

—¿Te la quitaron? ¿Y lo dices con esa tranquilidad? Era mi herencia. Me venía corta, pero yo la consideraba una reliquia.

—¡Era una porquería de gabardina, y por eso la confundí con otra porquería de gabardina y me la llevé!

—¿Otra gabardina? ¿Pero cuántas necesitas? Bien es verdad que llueve mucho —trató de suavizar tía Dol.

—Tía... Dile a ese furioso individuo que le compraré una gabardina decente en cuanto el tío me pague mi sueldo. Una gabardina a su medida, para que no esté ridículo.

—¡No grites! Conseguirás despertar a mistress Donovan, cosa que no consigue ni la orquesta sinfónica de Londres, cuando se le pierde la radio entre las sábanas...

—Estoy frenética. Un ser humano se está muriendo dentro del taxi y, encima, me agobiáis con una porquería de gabardina...

—Si es cierto que en efecto tienes un moribundo en el taxi, lo mejor que puedes hacer es llevarlo a un hospital —sugirió Fran tratando de poner un poco de orden en aquel caos.

—No quiere. Se niega a ir al hospital.

—¿Pues, entonces, adonde vas a llevarle?

—Al cine.

Los dos la miraron con el mismo pensamiento: Ivana se había vuelto loca.

—¿Al cine...? —repitió Dol, aterrada. Y luego, tratando de quitarle importancia —: Y... ¿ha escogido ya el programa?

—Le da lo mismo un cine que otro, siempre que sea de sesión continua.

—Hay seres que eligen sitios raros para morir —sentenció Dol, dispuesta a ser comprensiva.

—Creo que... sería mejor que le metiéramos un rato aquí... —sugirió Ivana con avidez —. Fran puede pagar el taxi y traerlo.

—¿Aquí? ¿Tengo que echármelo al hombro? —protestó el aludido.

—Bueno..., no se está muriendo. Simplemente, está cojo.

Dol agitó la cabeza, llena de rulos.

—¿Para qué quiero dos cojos? Ya tengo bastante con «El Muerto». No pensarás llenarme la casa de cojos.

—Le haré una cura rápida en la pierna y podrá marcharse en seguida.

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—Al cine, ¿no?

—A donde quiera.

Fran se encogió de hombros y puso al cielo por testigo de tantos disparates. Fue a la cocina a sacar el monedero de Dol, del correspondiente cajón, y se dirigió como un mártir hacia el taxi. Ivana y su tía entraron en la cocina. Dol puso la tetera en la lumbre.

—Seguramente alguien querrá tomar una grata taza de té...

—¡Tía! Tienes una facultad de adaptación a los ambientes extranjeros... ¿Quién va a querer té a estas horas? Suele ser una porquería casi siempre.

—¡Chiss! No digas barbaridades. Podrían oírte—atajó en voz baja.

—¿Quién...?

—Inglaterra.

Ivana fue a replicar algo, pero ya entraba míster Richards, muy pálido, del brazo de Fran. Dol se le quedó mirando con la boca abierta, y sus ojos se detuvieron en la pernera desgarrada.

—Buenas noches —saludó el visitante, con dignidad —. Pido mil perdones por molestarlos. Yo no he pedido que me trajeran aquí. Yo deseaba ir...

—... al cine. Ya lo sabemos.

—Deseaba ir a un sitio donde pasase inadvertido.

—Pues aquí va a estar usted en la gloria —replicó Fran con sarcasmo. Y luego se encaró con Ivana —: ¿Quieres explicar ahora por qué llegas a casa a medianoche con un hombre con los pantalones rotos? Me parece un atrevimiento de su parte. Dol me ha estado engañando, con tantas alabanzas a su sobrinita. La verdad es que eres una niña de cuidado.

Ivana dio una patada en el suelo, como si se hubiese contagiado de los calambres de Superpoldo.

—No me creo obligada a darle explicaciones a usted, señor «Muer...» —iba a decir «señor "Muerto"», pero la ridiculez de la frase le hizo concluir—: ...señor Fran. ¡Ni siquiera conozco su apellido!

Fran se apresuró a notificárselo:

—Aguilar. Francisco Aguilar, para servirle a usted, jovencita.

—Tengo entendido que ésta no es su casa, señor Aguilar, sino la casa de mi tía...

—Para decir verdad, es la casa de mistress Donovan... —puntualizó Dol, a quien le horrorizaban las disputas.

—Por lo tanto, como mistress Donovan está ajena a estos asuntos, es sólo a mi tía a quien daré explicaciones.

—Todo eso estaría muy bien si no me hubieses birlado mi gabardina. Por lo tanto, me has dado derecho a intervenir y a protestar.

—Siento causarles este trastorno —se lamentó míster Richards desde el viejo sofá donde se había instalado, en un rincón de la cocina —. Me disgusta que se peleen por mí. Yo no sé exactamente dónde estoy ni por qué me han traído aquí. Si me prestan algún dinero y van a buscarme un taxi, les libraré de mi presencia.

—¡Prestar más dinero! —se quejó Dol sufridamente—. ¿Más taxis...? Pero ¿qué locura de taxis es ésta...? Ni hablar. Lo siento, pero tendrá que marcharse a patita. —Al mencionar aquel

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miembro del cuerpo humano, miró el pantalón desgarrado y la carne tumefacta que aparecía debajo—. ¿Qué le ocurre ahí...? Parece como si le hubiesen dado un puntapié con botas de clavos.

—Alguien..., ejem..., alguien estaba limpiando un arma y se le disparó —explicó el herido, sin que nadie le creyera.

Recordando su título de enfermera, Ivana se arrodilló junto a él.

—Déjeme ver. Tiene feo aspecto, pero más que nada es porque está sucia. Tía, ¿tienes agua hervida y vendas?

—Claro que tengo agua hervida... Por cierto, ¿alguien querría una grata taza de té...?

Como nadie contestó, se fue rápidamente en busca de las vendas y de una pomada rebosante de antibióticos.

Con destreza digna de elogios, Ivana hizo la primera cura. El vendaje quedó impecable, y el visitante pareció sentirse mejor. Dol le ofreció una aspirina.

Él la cogió con recelo, mirándola por ambos lados.

—¿Qué es? ¿Aspirina? ¿No será un soporífero?

Dol abrió los ojos con estupor. Durante su breve ausencia de la cocina se había quitado los rulos y la crema de la cara, en atención a la presencia masculina, aunque se tratara de una presencia maltrecha.

—¿Y por qué había de ser un soporífero? —se extrañaron los tres a la vez.

El desconocido abría ante ellos un mundo de intrigas.

—No tenemos interés en que se nos quede dormido en el sofá —se indignó Fran.

Y miró al visitante con nueva curiosidad, observándole detenidamente. De pronto lanzó una exclamación ahogada, se acercó más para volver a mirarle y chasqueó la lengua con sorpresa.

—¿Por qué mistress Donovan no capta cuando algún agresor viene y la rapta...? —dijo, lanzando un nuevo pareado.

—No empieces con tus bobadas, «Muerto». No está el horno para bollos —le regañó Dol.

Pero Fran fingió no oírla y comenzó a dar frenéticas vueltas por la cocina, haciendo gestos y hablando solo.

—¡No era suficiente con que perdiese mi gabardina! ¡No bastaba con arruinar a su tía a sablazos! ¡No bastaba con pasearse por los barrios indecorosos a medianoche! Todavía hay más. A la sobrinita no le pareció suficiente...

Ivana se asustó al verle tan excitado. Esta vez no hablaba en broma, como lo estuvo haciendo casi siempre, porque le divertía irritarla.

—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? —quiso saber, con un hilo de voz.

Él se detuvo y la sujetó por los hombros. El contacto brusco tenía, sin embargo, algo consolador, algo afectuoso que Ivana presintió.

—¿Dónde encontraste a este individuo? —quiso saber con urgencia.

—En una casucha de los muelles. Fui a buscar tu gabardina, que se habían llevado por equivocación. Este señor estaba encerrado allí.

—Encerrado...

—Pero en el bolsillo de la gabardina falsa había una llave. La llave de aquella puerta. Me pidió que abriera y que le libertase. Eso es lo que hice. Pensé llevarle al hospital, pero no hubo manera.

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—¿No quiso? ¿Por qué?

—Me negué —intervino el aludido mirando a Fran con gesto hosco, completamente a la defensiva.

—También le sugerí ir a la policía... —siguió Ivana.

—Pero me negué también. No quiero escándalos.

—Mi único recurso era venir aquí, porque tenía que pedir dinero para el taxi...

—Pero ahora ya puedo marcharme, agradeciéndoles sus atenciones —anunció el visitante, tratando de ponerse de pie.

—Un momento —atajó Fran —. No tenga tanta prisa. —Cogió un mechón de la melena de Ivana y lo enrolló en su dedo—: Entre todas las personas de Londres... tenía que ocurrirte a ti —dijo con suavidad, porque leía el miedo en sus ojos —. Si hiciéramos un cálculo de probabilidades...

—¿Qué cálculo? ¿De qué hablas? —intervino Dol, fatigada —. No me coloques matemáticas a estas horas, «Muerto». Si estás preocupado por lo de la gabardina, yo te regalaré una. A fin de cuentas, yo me empeñé en que se la prestaras.

—No se trata ya de la gabardina, querida Dol. La gabardina nunca tuvo importancia. Se trata de que tu sobrina va a lanzar sobre nuestras espaldas a toda la policía inglesa.

—¡La policía...! —repitieron las dos.

—Entre todos los millones de habitantes de esta enorme ciudad, Ivana ha venido a obsequiarnos con el personaje a quien todo el mundo busca.

Dol palideció y su sobrina se refugió tras ella.

—¿Algún malhechor... ?

Fran se encogió de hombros y rió sin ganas.

—Ignoro si se tratará de un malhechor. Pero de lo que sí estoy seguro es de que nos ha traído a casa... al delegado de Santibera.

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La conversación continuó en voz baja, casi en susurros, porque el temor hizo su aparición en la anticuada cocina de mistress Donovan, transformando aquel pequeño grupo de cuatro personas en una aterradora reunión clandestina, con cuatro peligrosos conspiradores que se miraban recelosos.

Al fin, todas las miradas convergieron en míster Richards, que contemplaba fijamente el periódico que trajera Fran, en cuya primera plana aparecía su inconfundible retrato.

—Él me dijo que se llamaba míster Richards... —se disculpó Ivana, temblorosa.

Y el aludido alzó una mano en señal de protesta.

—Perdone. Fue usted quien se empeñó en llamarme así. Míster Richards es, efectivamente, el dueño de aquella casucha y sin duda alguna el que se llevó la otra gabardina.

—¿Y dónde la tendrá...? —susurró Ivana, esperanzada —. ¿Sabe usted dónde está míster Richards?

Su interlocutor se limpió las gafas lentamente. Sin ellas, sus ojos parecieron desnudos e inocentes.

—No conozco a míster Richards, aunque la casa le pertenece. Él se la alquiló a... nuestro contacto inglés, para que la utilizáramos. Por un increíble azar, la gabardina equivocada la llevó a usted hasta mi escondite. —Miró a los tres con fijeza y preguntó —: ¿Quiénes son ustedes realmente? ¿Qué hacen tres españoles en Londres...?

Tía Dol respondió por todos:

—Trabajar. Ahorrar dinero para poder regresar pronto a España. Jamás nos hemos visto envueltos en revuelos políticos ni queremos estarlo. Somos gente de paz.

El otro pareció pesar el pro y el contra.

—Han descubierto ustedes mi secreto, y me veo obligado a ponerme en sus manos. Lo único que les suplico es discreción. No les causaré el menor trastorno ni se verán complicados en un asunto turbio. Por el contrario, si colaboran conmigo, podrán considerarse como bienhechores de la Humanidad.

Su tono era grave. Sus modales habían cambiado, adquiriendo dignidad. Aunque su rostro reclamaba un buen afeitado y su ropa aparecía sucia y arrugada, había algo fascinante y agradable en él. Algo que despertaba el interés.

—Soy, en efecto, Carlos Medrano, delegado de Santibera, mi patria, en el Congreso del C. E. E. Los periódicos dicen que fui raptado, pero eso no es exactamente cierto. Es decir, no fue cierto en un principio. Luego el asunto evolucionó, transformándose en peligroso.

Tenía un acento suave, que Ivana había considerado andaluz, pero en el que ahora advertía el dejo sudamericano. Vio que el hombre estaba temblando, de frío o de excitación, y Dol lo observó a la vez y se apresuró a tenderle «la grata taza de té», agitando ella misma et azúcar con la cucharilla.

—Beba —ordenó Dol maternalmente. Y advirtiendo idéntico temblor nervioso en su sobrina, le entregó otra taza también— Bebe, niña. Tiemblas como un flan.

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—Espero que no te cueste esto una de tus pesadísimas faringitis. —Miró a Fran y, para quitar dramatismo a la escena, aclaró —: Todos los inviernos coge la dichosa faringitis y se queda afónica, ¿sabes?

—No me lo habías contado —contestó Fran, muy serio.

—Pues ya lo sabes. Y no quiero engañarte, pero me parece que los bronquios también los tiene débiles.

—El clima de mi finca le sentará bien.

—Seguramente.

El narrador frustrado dio un golpe sobre la mesa. Dol agradeció el triste hecho de que mistress Donovan estuviera sordísima.

—¿Se puede saber de qué hablan ustedes? —se indignó Medrano—. Trato de contarles la historia que apasiona a Europa en estos momentos, y la señora se pone a hablar de los bronquios de su sobrina.

—Por favor, no se excite, señor Medrano. Es mi sistema para calmar los nervios... Hablar de cosas que no vienen a cuento. Siga usted. Lo que ocurre es que estoy muerta de pánico —confesó Dol.

—Lucho y lucharé por mi patria, por mi amada Santibera —siguió él, con los ojos húmedos de emoción —. Siempre se ama a la patria, pero cuando se tiene una patria desgraciada como la mía, se la ama mucho más. Con un amor doloroso y profundo.

Fran, que también se había servido otra taza de té, se dejó caer en una banqueta, y la escena adquirió un aspecto apacible y mundano, como si intercambiaran trivialidades a la hora del five o'clock tea.

—Este supuesto rapto estaba planeado de antemano. Necesitábamos hacer algo espectacular para que el mundo se fijara en Santibera. Llevamos años... siglos... tratando de que se nos ayude..., de que se nos eche una mano. Somos un país pobre, nos aflige una horrible miseria ancestral. Las supuestas ayudas de otros países acaban en meras promesas. Nuestra voz es muy débil y no se oye entre el tumulto del mundo. Ahora, con ocasión del Congreso Económico, decidimos jugarnos el todo por el todo. Planeamos el rapto, de modo que acaparase las primeras planas de los periódicos. Queríamos que el mundo entero se preguntara: «¡Caramba! Pero ¿dónde está Santibera...?»

Dol y los dos jóvenes se miraron de reojo, recordando que ellos también dijeron la misma frase. Para disimular su turbación, las tres cucharillas se agitaron violentamente dentro de las tazas.

—Santibera es muy pequeña. Se pierde entre los grandes países del mapa. Queríamos que se viesen obligados a consultarlo y que nos descubrieran. Como la sociedad actual sólo se estremece ante lo brutal y escandaloso, decidimos echarle carne a las fieras. Fingiríamos el rapto del delegado. Mi rapto. Todo salió bien, como estaba planeado. Pero no contábamos con la traición.

Vació la taza de golpe y se la devolvió a Dol.

—¿Traición? —repitió ella como un eco. Aquello era mucho más interesante que las novelas de la radio, que tanto echaba de menos desde su expatriación.

—Nuestro «contacto» de Londres resultó ambicioso.

—¿Míster Richards? —puntualizó Ivana.

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—No. Míster Richards es simplemente el dueño de aquel antro que nuestro «contacto» inglés alquiló para que yo pudiera refugiarme allí unos días. Supongo que se quedaría con una llave de reserva, que es la que usted encontró en su gabardina. No creo que tenga nada que ver con el asunto. Aunque quizá sí. Quizá sea amigo de nuestro contacto, a quien podemos llamar «Mr. X.», y actúe de acuerdo con él. No fui yo personalmente quien se ocupó de ultimar estos detalles. Mi contribución al asunto era simplemente ésta: tenía que dejarme raptar. Estar encerrado unos días en cualquier lado y reaparecer más tarde, fingiendo no recordar en dónde me tuvieron encerrado. Un papel difícil..., porque jugar con Scotland Yard no es precisamente un asunto de niños. Ni siquiera los compañeros delegados que han venido de Santibera tenían que saber el lugar donde me hallaba oculto. Así evitarían la tentación de comunicarse conmigo.

—Bien planeado, ¿eh...?—dijo Dol, por decir algo. Y, sintiéndose absolutamente tonta, volvió a callar.

—A las pocas horas de estar escondido en aquella horrible casa, la actitud de «Mr. X.» cambió. Empezó a tratarme con rudeza y a no permitir que leyera la prensa. Para mi tranquilidad de espíritu era fundamental saber que todo marchaba bien, que mis camaradas continuaban alentando la campaña pro Santibera, enviando cartas y proclamas. Todo cuanto estaba previsto. Mañana, al inaugurarse el Congreso, la prensa del mundo airearía nuestro nombre. Quizá se votase un rápido auxilio económico a nuestro país. Incluso aunque algo fallase y fuéramos descubiertos, el objetivo estaría cumplido. El mundo quedaría enterado de la miseria de Santibera y se vería obligado a ayudarla. ¿Comprenden nuestra intención?

Los tres dijeron a coro que la comprendían. Por primera vez en sus vidas se veían mezclados en complicada política internacional.

—Naturalmente, si ustedes van con el cuento a la policía, yo lo negaré todo. Diré que ustedes me encontraron en cualquier lado, y será su palabra contra la mía. —Esperó una frase de ellos, que no llegó. Estaban mudos de estupor. Les sonrió, con cierta fatiga —. Pero ese caso no llegará. Son ustedes españoles..., y eso crea un lazo entre los hispanos como yo. Ustedes no tienen por qué querer el mal de Santibera.

Dijeron que no con la cabeza. ¿Por qué iban a quererlo? Ninguno de los tres se acordaba de si Santibera se bañaba en el mar Caribe o en el océano Pacífico. Se sintieron avergonzados.

—Pienso que toda la idea del rapto y el hecho de que podía haber mucho dinero de por medio despertó la codicia de «Mr. X.», nuestro contacto inglés.

—Y pensó sacar dinero por su cuenta —adivinó Dol, completamente entregada a la aventura.

El delegado la miró con admiración.

—Exactamente. Ya que me tenía encerrado en una casa cuya dirección ignoraban todos, decidió secuestrarme de verdad y sacar dinero por su cuenta a los miembros de mi delegación.

—O sea, secuestrar al secuestrado —concluyó Dol bebiendo sus palabras —. Un resecuestro. Debe usted de ser el primer personaje importante a quien le ha ocurrido eso.

—Yo no soy un personaje importante. Soy un humilde servidor de mi país.

—Dispuesto a dar la vida por él, si fuera necesario... —apuntó su admiradora —. Es maravilloso. Me siento emocionada.

Ivana le dio un codazo para volverla a la realidad.

Tía Dol se embelesaba en seguida con los asuntos melodramáticos.

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—Sus camaradas estarán muy alarmados —comentó Fran, que, como de costumbre, era el más tranquilo de todos —. Si están siendo víctimas de un chantaje a cambio de recuperarle a usted, deben de andar muy inseguros, temiendo, por un lado, que se descubra la verdad y, por otro, que usted no aparezca nunca.

Carlos Medrano afirmó con la cabeza. Se pasó la mano por la cara, húmeda de sudor. Su malestar era evidente.

—Uno de ellos es mi propio hijo. El pobre muchacho no tiene mucho dinero para satisfacer la petición de «Mr. X.» y debe de estar muy asustado por mí. Quisiera poder enviarle un mensaje. Decirle que estoy bien y a salvo y que no paguen ni un céntimo a ese bandido. Que esperen sólo veinticuatro horas más, como estaba proyectado. Un poco más de tiempo, para que siga el nombre de Santibera en la prensa..., y mañana por la noche reapareceré. Y habremos logrado nuestro objetivo. Pero no puedo telefonearle. Su teléfono estará controlado. Tengo que dejar que mi hijo pase unas horas de angustia.

Dol, totalmente hipnotizada por Carlos Medrano, se lanzó a preguntar:

—¿Qué podemos hacer por usted?

Y, una vez dicha la frase, los tres se miraron asustados, como si se hubiesen lanzado de cabeza en el proceloso mar de una conspiración.

Medrano alzó la cabeza, sorprendido. En verdad era una noble cabeza, con aquel cabello blanco destacando sobre el rostro moreno y enérgico.

—¿Ayudarme...? Ya han hecho bastante. Si no hubiese sido por la señorita... que cambió de gabardina... —Sonrió a Ivana, que le devolvió una sonrisa vacilante. No estaba muy orgullosa de su actuación.

—Ivana siempre hace cosas así —explicó su tía —. Lo crean o no, se encontró una vez una cartera con un billete de lotería premiado con el «gordo».

—¿De veras...? —se interesó Fran —. Eso no me lo habías contado.

—Tuvimos que devolverlo en la Comisaría del distrito, claro está. Y el propietario le regaló mil pesetas.

—Yo le regalaré otra gabardina —ofreció Medrano al instante.

Dol se puso colorada.

—No lo decía por eso. Era sólo un comentario. ¿Y te acuerdas de lo de la muela de oro, Ivana...?

Ivana, a quien no gustaba verse convertida en «el caso raro de la familia», se levantó.

—Ya lo contarás en otra ocasión, tía. Ahora no es el momento de hacer mi biografía. Tengo que marcharme.

—¡Marcharte! —protestó Fran, que empezaba a considerarla como posesión propia —. ¿Marcharte a estas horas?

—¿Marcharse? —repitió el delegado, alarmado —. ¿Me permite preguntar adonde...?

Ivana vaciló. Trató de indicar a los otros que no debían mencionar a Superpoldo ni su cargo importante en el Congreso del C. E. E. Medrano no podría digerir aquello y se creería víctima de un nuevo complot.

—Vivo en un hotel, con mi tío. Llegamos esta misma tarde de Madrid —. ¿Habían llegado aquella tarde, o mil horas antes?, pensó, agotada —. Si me retraso más, mi tío va a regañarme.

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—Confío en su absoluta discreción —rogó Medrano, receloso.

—Puede contar con ella. Ni siquiera mi tío sabrá una palabra de lo sucedido.

«Sobre todo mi tío», pensó, aterrada. Si se enterase de los líos en que se hallaba metida y del escándalo que podía armarle, la maldeciría hasta la quinta generación.

—¡No puedes marcharte por ahí sola! —rugió «El Muerto», furioso —. Tendré que acompañarte. ¿Y si «Mr. X.» os hubiera seguido hasta aquí?

Ante aquella posibilidad, se miraron impresionados. Ivana rechazó la idea.

—Nadie nos ha seguido. Es ridículo. De habernos visto huir, nos habrían hecho volver y nos habrían secuestrado a los dos.

—La niña tiene razón —admitió Dol.

—De cualquier modo, no me parece justo que se largue ahora y nos deje el paquete.

—Lamento ser considerado un paquete —se ofendió el delegado —. Después de lo que les he referido, creía que ustedes entenderían lo mucho que hay de generoso y romántico en mi situación y... —Trató de levantarse y dio un gemido de dolor —. Pero no me importa. Me iré al cine.

Dol protestó:

—¡Al cine! ¡Pero qué manía! Es preciso tener mucha afición para...

—En Londres hay unos cines de sesión continua que nunca cierran. Permaneceré a oscuras y solitario en mi butaca hasta mañana.

—Pero... ¿y si se muere o se desangra? —se inquietó Ivana.

—Además... puede no gustarle el programa —prosiguió Dol—. Y tener que verlo tantas veces...

—¡Basta! —se cansó Fran—. A este hombre tiene que verle un médico. Eso, para empezar. Y luego, que él decida sobre su destino. Que se marche donde guste... Cine o teatro.

Dol protestó:

—¿Y por qué tiene que marcharse..., digo yo? Sólo se trata de unas horas..., y podía quedarse aquí.

El delegado la miró con entusiasmo.

—¿Lo dice de veras?

—Por supuesto. Podrá dormir en el catre de «El Muerto».

Medrano se estremeció.

—No quisiera ser exigente, pero dormir en la cama de un muerto...

—Es a Fran a quien llamamos así —aclaró Dol —. Los médicos se hartaron de asegurar que estaba muerto, a raíz de un accidente de carretera. Pero ya lo ve, tan sano y tan fuerte. —Se volvió hacia el aludido —. Estás guapo sin barba, «Muerto».

Él aceptó el piropo sin darle importancia.

—Eso me han dicho mistress Carters y mistress Brown. Que estoy mejor así.

—Son sus discípulas —se creyó obligada a explicar a su sobrina, aunque a ésta no le importase el tema —. Dos señoras maduras a las que da clases de español.

—También tengo otra discípula que no es fea ni madura —objetó Fran —. Se llama Melina y es griega.

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—La hija de Papadopoulos, nuestro tendero —susurró Dol a Ivana —. Está enamorada de Fran, pero no tiene ninguna probabilidad.

—¿Tú qué sabes de mi vida? —protestó «El Muerto», malhumorado —. Me quitas mi gabardina, me quitas mi cama. ¿Adónde voy a dormir yo?

—En el sofá. Está decidido. Y no armes más jaleos, porque estoy muy cansada. —Se volvió hacia su sobrina, deseando liquidar el drama e irse a dormir cuanto antes—. Supongo que necesitarás dinero para el taxi.

Ivana se turbó.

—Supones bien, tía Dol. Pero te doy mi palabra de que mañana...

—Ya sé, ya sé. Le pedirás el dinero a tu tío, etcétera, etcétera.

—Tía... Estoy avergonzada por cuanto está ocurriendo...

—Bonitas palabras para engatusar y arruinar a una pobre vieja... —comentó Fran, despiadado.

Y fue Dol quien se enfadó, al oírse llamar vieja delante de Medrano.

—El viejo lo serás tú... ¿De modo que es eso lo que opinas de mí?

—Bueno..., yo quise decir...

—Está visto que la única persona del mundo que me considera joven e interesante es don Elías, el boticario. Acabaré viviendo en pecado en el incómodo piso de encima de la farmacia. Todos me empujáis hacia el fango.

—No te exaltes, tía. ¿Qué puede importarte la opinión de una persona sin interés...?

Fran, que había abierto la nevera para buscar algo de comer, la cerró dando un golpazo.

—Pierde mi gabardina y, encima, me insulta... Y ni siquiera he cenado, con tantas emociones. Toda mi vida alterada por una mocosa. Una niña tonta, sin pizca de seso. ¡Y con lo que su tía me la había ensalzado...! Nunca volveré a darte crédito, Dol.

Sin hacerle caso y con la muerte en el alma por culpa del derroche de libras y chelines, Dol buscó su monedero.

—Toma, sobrina. Cuando reaparezcas mañana, haz el favor de traer dinero para tus gastos, que son cuantiosos.

—Tía... Te juro que esto no se repetirá.

—¡Espero que no! —comentó Fran, sarcástico.

—No hagas tantos juramentos. Te has presentado ante los ojos de Fran como una auténtica calamidad.

—Pero, tía... Si a mí «El Muerto» no me...

—Basta. No digas cosas de las que luego puedas arrepentirte. Fran: deja de hartarte de manzanas y acompaña a mi sobrina hasta un taxi.

—¡Otro taxi! Gastamos tanto que vamos a ser causa de una inflación.

—No hace falta que nadie se moleste —rechazó Ivana con dignidad —. Iré sola.

—Ni hablar. A mistress Edwards, la empleada de la carnicería, la asaltaron en el parque la otra noche. Le quitaron toda la ropa y la dejaron sobre un banco.

—¿Desnuda?

—Bueno..., llevaba gafas...

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—Está bien, está bien. No dejaré que la niña corra un riesgo tan atroz. La acompañaré en el taxi hasta el hotel. Así estaré seguro de que no hace más disparates. Eso soy yo, el chico de los recados: «"Muerto", échate carbón a la caldera. "Muerto", préstale tu gabardina a Ivana. "Muerto", acompáñala hasta el autobús ..» Muy bien. Pues vamos ahora con la música a otra parte. —Cambió de tono y se preocupó por la salud de su enemiga —: Por cierto, tu sobrina no puede salir así, a cuerpo. ¿Por qué no le prestas tu zamarra peluda?

Dol intentó generosamente hacérsela endosar, pero Ivana se negó rotundamente, tras echar una ojeada a la exótica prenda.

Ivana se despidió de Medrano.

—Quédese tranquilo. Mi tía es muy generosa al hacerle esta oferta. Mi tía es buena con todo el mundo. Confíe en nosotros. Mañana vendré a verle temprano. Traeré unos antibióticos y le curaré otra vez la pierna.

Salieron hacia la calle, y Dol los acompañó a la puerta.

—Es un hombre muy interesante, ¿verdad? —dijo bajito —. Me gusta contribuir a las grandes causas.

—Por si acaso, ¿quieres preguntarle a tu sobrina lo que debemos hacer con el delegado si se nos muere esta noche...? Que deje dicho bien claro en qué lugar del patio tenemos que enterrarle.

Sin dignarse contestar, Ivana salió a la calle. Al enfrentarse con el frío y la oscuridad, las piernas le flaquearon. Empezó a pensar en «Mr. X.» y perdió toda su sangre fría. Se volvió hacia Fran, que la miró sonriendo.

—Si me dejas aquí sola... creo que lloraré a gritos —confesó—. Estoy cansada... y tengo miedo.

Inesperadamente, Fran se echó a reír. Una risa joven y amistosa que parecía alejar todos los temores. Pasó un brazo alrededor de sus hombros y la atrajo hacia él.

—No te asustes, muñeca. Hay que aceptar la vida como viene, tratando de tomarla un poco a broma. ¿No ves que estoy siempre burlándome de mí mismo...? Vamos..., ¡arriba el espíritu!

»¿Por qué la Donovan gime y se ofusca cuando todo Scotland Yard corre en su busca...?

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Olía a humo de cigarros puros, a coñac caro y a cansancio. Ivana, con el corazón latiéndole desbocado, abrió sin ruido la puerta del departamento privado de su tío. Atravesó el pequeño vestíbulo de puntillas y oyó voces en el salón, y advirtió que las luces seguían encendidas a pesar de que era la una y media de la madrugada.

La reunión de delegados y policías debía de haber sido agotadora, y aún quedaban muchos rezagados discutiendo. Para Ivana era un golpe de suerte, porque su tío no la habría echado de menos.

Entró en el salón cinco minutos después, portadora de las píldoras azules y de un vaso de agua, y su tío las tomó sin interrumpir la conversación, en francés, con un caballero bajito y grueso. Florián no estaba, lo que también consideró una suerte, y pudo regresar a su cuarto repartiendo discretas sonrisas entre los agitados señores que le abrían paso.

Se quitó los húmedos zapatos y las medias, sucias de barro, y anduvo descalza hasta el cuarto de baño, para abrir los grifos de la bañera. Ansiaba un baño caliente que la liberara de toda la horrible desazón de la noche.

¿Qué habrían dicho aquellos delegados y policías reunidos junto a su tío si les hubiera gritado de pronto: «He rescatado a Carlos Medrano y lo he dejado durmiendo en casa de mistress Donovan, la cantante de ópera casi centenaria»?

Nadie la creería. Ni siquiera su propio tío.

El confort del cuarto de baño, las luces indirectas y el calor del agua le produjeron un dulce sopor y un enorme alivio.

Fran había estado maravilloso en el taxi. Un amigo comprensivo al que se atrevió a explicar su desesperación por la pérdida de la tarjeta tan importante para el porvenir de Manu. Fran parecía saberlo todo de Manu, porque no se sorprendió de nada. ¿Qué le habría contado tía Dol? La escuchó en silencio, dándole de vez en cuando amistosos golpecitos en la mano, que le tuvo cogida todo el trayecto. E Ivana se había sentido reconfortada con el calor y la energía que él procuraba transmitirle. Al verla desalentada y decepcionada, toda su animosidad anterior desapareció, dejando paso al verdadero Fran, lleno de vitalidad y decisión.

—Buscaremos esa tarjeta —decretó mirándola con aquellos ojos tan azules y tan alegres que ahora permanecían graves —. Volveremos a la casucha de aquel individuo y acecharemos sus idas y venidas. A estas horas, ya debe de estar enterado de que el pájaro voló y estará muerto de miedo, ante el temor de que Medrano le denuncie.

—Sabe que Medrano callará, porque no le conviene hablar del secuestro simulado. Callarán todos. Pero debe de ser un tipo muy peligroso. Ese disparo en la pierna...

—¿Cómo se lo hizo?

—No lo explicó. Supongo que habría alguna lucha cuando el otro declaró que estaba secuestrado «de verdad». Medrano no se sometería fácilmente.

Fran acabó por reír.

—¡En buen lío nos has metido! Pero saldremos de él. Cuenta conmigo. Mañana iremos primero al restaurante. Si míster Richards es inocente y honesto, como espero, irá a devolver la gabardina. No te desanimes, nena. Eres joven, eres bonita, eres un encanto... y has venido a Londres a

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divertirte. Aunque no lo parezca. Confía en mí. Duerme tranquila esta noche mientras yo preparo un plan de ataque.

Y con aquellas estimulantes palabras la había dejado en la puerta de su hotel. Era un gran chico. Y tía Dol tenía razón. Estaba muy guapo sin barba.

Salió de la bañera y se envolvió en un largo albornoz blanco, con las iniciales del hotel. Tenía que poner en orden sus ideas.

¿Qué estaría pensando Manu de su increíble desaparición? Sus amigos se lo habrían contado todo, y debía de estar loco de impaciencia. Por la tarjeta, claro.

Se echó boca abajo sobre la mullida y confortable cama. Trató de pensar en lo que le diría a Manu al día siguiente. En el pretexto que se vería obligada a inventar para que él no se enfureciera y le dedicase los peores epítetos.

Buscando el pretexto se quedó dormida.

La despertó el timbre del teléfono unas horas más tarde. Abrió los ojos y no supo exactamente dónde se encontraba. La luz del día entraba a través del ventanal, entre las rendijas de las azules cortinas. Tardó unos segundos en localizar aquel timbre molesto y obstinado que la devolvía a un mundo rebosante de furiosas emociones. Todo acudió de golpe a su cabeza y pensó, presa de pánico, que la llamaba la policía para anunciarle que estaba detenida, por tomar parte en un complot. Se reanimó, pensando que la policía no utilizaba aquellos sistemas para anunciarse.

—Good morning, miss —dijo una voz femenina a través del auricular—. It's nine o'clock...

—Gracias —respondió maquinalmente.

—Su tío el señor Lorca nos pidió que la despertásemos a esta hora. ¿Quiere que le suban su desayuno?

Pidió café. Y volvió al mundo real, advirtiendo que llevaba puesto el albornoz. La ropa que se había quitado estaba aún dispersa por el cuarto, y todas las luces continuaban encendidas. Se había quedado dormida de golpe, como si le hubiesen propinado un porrazo en la cabeza. Bebió un vaso de agua del grifo, y notó que tragaba con alguna dificultad.

«¿Mi dichosa faringitis...?», pensó vagamente. Pero ni siquiera la faringitis le importaba. Tenía que hacer frente a cosas mucho peores.

Se puso en movimiento, con febril actividad. Apagó las luces, recogió su ropa, descorrió las cortinas y miró los árboles del parque y el cielo plomizo, por el que intentaba abrirse paso un débil rayo de sol.

—Estoy en Londres —se convenció en voz alta —. En Londres con Superpoldo, con tía Dol, con Manu... Y con «El Muerto» y con Medrano —se vio forzada a añadir. Una añadidura bastante sorprendente.

Un ligero golpe en la puerta le hizo dar un salto. Pero sólo era la camarera, empujando un carro con el servicio de desayuno. Admiró, a pesar de todo, la bonita porcelana «Royal Albert» y las fuentes con sus tapaderas de plata. Ella había pedido sólo un café, y le servían una comida completa. El breakfast inglés. Tenía un gran aspecto, pero se sentía incapaz de tragar bocado. En cuanto salió la camarera, curioseó las bandejas. Porridge, que era una especie de gachas parecidas a las de don Gregorio.

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Huevos pasados por agua. Riñones en salsa. Tocino frito. Y una gran variedad de mermeladas y jaleas. Bebió un vaso de zumo de naranja y una taza de café puro. A la vez, descubrió el periódico doblado en un ángulo del carrito. Lo cogió temblando.

«CONTINÚA SIN APARECER EL DELEGADO DE SANTIBERA —leyó en los grandes titulares —. Los secuestradores enviaron anoche un nuevo mensaje al presidente del C. E. E. pidiendo sea votado hoy mismo un crédito para Santibera.»

Y más abajo:

«La policía ha efectuado varias detenciones. Al parecer se sigue una importante pista.»

Ivana dio varias vueltas por la habitación, con el periódico en la mano, gritándose a sí misma:

—¡¡¿Qué pista...?!!

Y optó por beber más café y por empujar con el dedo un flan de jalea temblequeante.

Hojeó todo el periódico, sin encontrar ni una palabra más sobre la dichosa pista. Pero en la cuarta página descubrió un comentario que atrajo su atención:

«VISITA ANUAL A LA DONOVAN.

»Como todas las primaveras, una comisión de alumnas de la "Music School" acudirán esta mañana a rendir homenaje a la famosa cantante que en los años veinte dejó muy alto el pabellón inglés, ganando el "Luigi da Palma" y "L'Étoile d'Argent", máximos premios que el mundo lírico concede a sus elegidos.»

—¡Lo único que faltaba! —gimió Ivana dándose aire con el periódico —. Tía Dol tendrá que enfrentarse con comisiones en el piso de arriba y secuestrados en el sótano. Además del habitual inquilino fantasma.

Una nueva llamada del teléfono volvió a dejarla aterrada.

—Diga... —respondió con un susurro.

Y oyó la voz fría y sin matices de Florián Guevara:

—¿Se ha olvidado de las píldoras de su tío? Son ya las nueve y veinte. Se ha retrasado cinco minutos.

—¿Las píld...? ¡Oh! Bueno. Ya están preparadas; ahora mismo voy, aho... —Se dio cuenta de que el muy estúpido había colgado ya, y cortó a su vez la comunicación.

Febrilmente se despojó del albornoz, y como no tenía tiempo para vestirse del todo, se puso la bata nueva de terciopelo rosa, que formaba parte del «Equipo de sobrina», se cepilló el pelo, se pulverizó con colonia y buscó el cuadernito de apuntes dedicado al tío.

—«Nueve y cuarto de la mañana —leyó —. Dos píldoras rosa y veinticinco gotas de "Santelina" en un vaso de agua.»

Vertió agua en una copa y trató de contar las veinticinco gotas. Pero le temblaba mucho la mano y salieron veintinueve. Confiaba en que aquella diferencia insignificante no matase al tío.

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Puso la copa en un platito, cogió las píldoras rosa y corrió hacia la habitación de Superpoldo, procurando no verter el contenido.

Le sorprendió hallar la puerta abierta y también la ventana, por la que entraba el fresco aire matinal. Inclinado sobre el alféizar, Superpoldo contemplaba algo que ocurría en la calle. Junto a él, Florián Guevara, irreprochablemente vestido a tan temprana hora, investigaba también. Superpoldo vestía una de sus impecables batas de seda adamascada, que le daban aspecto de rey de la baraja.

—Buenos días, tío. Aquí están tus medicinas —saludó desde la puerta.

No la oyeron. De la calle subía un clamoroso griterío, e Ivana repitió el saludo inútilmente, hasta que, acuciada por la curiosidad, dejó la copa y las pastillas sobre una mesa y se asomó también a la ventana. Aquella ventana del cuarto de su tío se abría a la fachada principal del hotel. Por delante de la marquesina de cristales desfilaba con pancartas una abigarrada manifestación de melenudos vociferantes. Dos policías a caballo y varios otros a pie trataban inútilmente de disolverla.

Había melenudos con barbas; melenudos sin barbas, pero con enormes bigotes; melenudos sin barbas ni bigote, pero con tremendas patillas. Veíanse muchas zamarras peludas como la de tía Dol. Indudablemente, más que manifestación política parecía un anuncio capilar. Pero las pancartas en español e inglés ostentaban letreros de:

«Santibera, estamos contigo.»

«El hambre de Santibera es una ofensa para el mundo capitalista. Votad un crédito de ayuda.»

«La sangre del delegado Medrano caerá sobre el Congreso si no corre en ayuda de Santibera.»

Superpoldo cerró la ventana con un fuerte golpe y estornudó.

—Se han propuesto armar un escándalo —comentó sin perder su sangre fría —. Claro que los jóvenes ingleses desfilan con pancartas en cuanto se les presenta la menor oportunidad.

—Son los manifestantes profesionales de siempre —comentó Florián Guevara —. Con su duquesa socialista a la cabeza, sus veinte solteronas frustradas y el montón de jóvenes ociosos que no saben adónde ir a estas horas, con los pubs cerrados. Pura percalina. —Se volvió y descubrió a Ivana, que de nuevo se había hecho cargo de la copa de agua—. ¡Ah! Está usted aquí... ¡Su sobrina! —anunció como un chambelán de la corte, e Ivana contuvo la tentación de hacer una reverencia.

Superpoldo la miró sorprendido, como si hubiese olvidado la existencia de Ivana y se preguntara «¿Quién es esta atrevida que viene a visitarme en bata...?»

—¡Ah! Mis medicinas. —Bebió cerrando los ojos y tragó las píldoras una a una con grandes aspavientos —. ¿Has descansado bien, pequeña? —se creyó obligado a preguntar.

E Ivana, fascinada por el subir y bajar de la nuez de su tío, asintió con prontitud.

—Perfectamente, tío. Espero que tú también hayas pasado mala noche... —Se corrigió, aterrada—: Quiero decir buena noche.

La frase desató un aluvión de ironías.

—¿Oyes esto, Florián...? Me pregunta si he pasado buena noche. —Con la actitud triunfal de un presidente de Consejo de Administración que fuese a sorprender a los administrados con un

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dividendo extra, secreteó a su sobrina —: Buena noche, con tres inspectores de Scotland Yard entrando y saliendo de mi habitación, para saber si los secuestradores trataban de comunicar conmigo. Con todos los muchachos de la prensa aguardando abajo en el bar. Con todos los delegados del mundo dándome la lata... ¡Horrible, pequeña, horrible! —Cambió de expresión, poniendo cara de bondad condescendiente, y a la vez dio una patada al suelo, para sacudir el calambre —. Todo esto lo sufría tu pobre tío, mientras tú dormías en tu cómoda camita, soñando con tu delicioso viaje a Londres. ¡Cómo te envidio, sobrina! Inconsciente y maravillosa juventud...

Ivana sintió deseos de tirarse sobre la alfombra y aullar, permitiéndose el lujo de un ataque de nervios. Podía en aquel momento matar a su tío de la sorpresa haciéndole una somera narración de sus aventuras nocturnas. Pero se limitó a efectuar una mueca a guisa de sonrisa y a seguir escuchando el capítulo segundo de la historia del tío. Cuando Superpoldo comenzaba a dar una representación, el público no podía retirarse ni interrumpir hasta que bajase el telón en el tercer acto.

—Pesan muchas responsabilidades sobre mis hombros, sobrina. Habrás oído hablar del hambre del mundo. ¿Y sabes lo que es eso...?

Ivana asintió, aunque él no esperaba respuesta. Estaba segura de que acerca del hambre del mundo sabía bastante más que su tío. Aunque honestamente reconocía que jamás había pasado hambre, gracias a sus bondadosas tías, sí había pasado, en cambio, grandes apuros económicos. ¿Cuántas veces, siendo niña, había acompañado a tía Mila al Monte de Piedad con la leontina de oro del abuelo y el broche de zafiros de la abuela, en busca de un dinero que les permitiera subsistir hasta primeros de mes? La leontina y los zafiros viajaban tanto que ya nunca se sabía si estaban en casa o empeñados. Bastaba con abrir una cajita de madera con conchas y caracoles pegados y un letrero que decía: «Recuerdo de Santander», para llegar a una conclusión: o estaban las joyas o estaban las papeletas.

El tío continuó la perorata:

—...esos países totalmente incultos..., esos desgraciados seres indolentes e ineptos que no consiguen valerse por sí mismos y aumentan su desgracia procreando sin tino, llenando la cansada Tierra con millones de almas que sólo sirven para tender la mano en demanda de ayuda, sin sospechar que esas mismas manos bien empleadas en el trabajo podrían salvarlos inmediatamente...

Superpoldo tenía una clara visión de muchas cosas, por algo era siempre el presidente de TODO, pero Ivana no se sentía propicia a la comprensión humana. Florián Guevara aprobaba con la cabeza y de vez en cuando se llevaba la mano maquinalmente al nudo de su impecable corbata azul con pintitas grises.

Era el prototipo del español rubio que sorprendía siempre a los extranjeros, convencidos equivocadamente de que los españoles tenían que ser inevitablemente morenos, con ojos como el carbón. Era más bajo que Ivana, y quizá por eso le hablaba con aire altivo, como autodefensa. Llevaba varios años al servicio de Superpoldo, lo cual disculpaba el triste estado de sus nervios. Estaba lleno de «tics», y cualquier ruido inesperado le hacía dar un brinco.

—... no se puede permitir que los países ricos vuelvan la espalda a sus hermanos pobres —proseguía Superpoldo, que sin duda estaba ensayando su discurso de apertura —. Pero tampoco es lógico hacer el panegírico del pobre como si la torpeza y la inconsciencia fuesen un estado de gracia...

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Ivana, que estaba muy consciente de su situación, tuvo deseos de interrumpirle y decir: «Tío, olvídate por un momento de la miseria del mundo y piensa en la miseria de tu sobrina. Necesito dinero con urgencia. En unas horas me he llenado de deudas, e incluso tengo que comprar una gabardina de caballero.»

El timbre del teléfono cortó al orador. Fuera, en la calle, continuaba el tumulto.

—Serán otra vez los de Scotland Yard —auguró Superpoldo, fastidiado.

Florián atendió a la llamada.

—¿Quién...? ¡Ah! Buenos días... No sé si el presidente podrá recibirle... Ya sabe usted que la sesión de apertura es a las once... Un momento. Voy a preguntarle.

Tapó el auricular con la mano y explicó a su jefe:

—Es el señor Medrano.

Ivana se sintió a punto del desmayo.

—¡¡Cómo!! ¿Se ha escapado de casa...? —gritó. Y se tapó la boca con la mano, pero, afortunadamente, nadie le hizo caso.

—Ernesto Medrano, el hijo del delegado —puntualizó Florián —. Ya sabe que forma parte de la Comisión de Santibera. Pregunta si puede usted recibirle un momento. Sólo cinco minutos.

—Tengo que vestirme.

—Está abajo. Parece muy alterado.

—Bien. Que suba. Pero sólo cinco minutos. Viendo que su tío se dirigía hacia el salón, Ivana le cortó el paso, armándose de valor.

—Tío. Necesito dinero —dijo con los ojos cerrados, la garganta seca y las manos heladas.

—¿Dinero...? ¿Para qué necesitas dinero, si todos tu? gastos están pagados?

Sacó un blanco pañuelo del bolsillo, lo sacudió y volvió a guardarlo.

—No se puede circular por Londres sin dinero —comentó Ivana con risita falsa. Y se sintió con una viejecilla simpática.

—Supongo que ya sabes que no has venido a Londres para zascandilear y divertirte.

—No, tío.

—Simplemente a cumplir con una obligación.

—Sí, tío.

—Cuidar de mi salud..., preocuparte por mí...

—Desde luego. Pero me preocuparía mejor llevando dinero en el bolsillo. Aquí se necesita dinero para todo. Hasta para ir al tocador. Me... me han contado que en los grandes almacenes no se abren las puertas del... de las toilettes hasta que no se echan dos peniques en el sistema mecánico. A veces, la gente está tan impaciente que ni siquiera atina a echar la moneda.

Superpoldo la miró rencorosamente.

—Bien. Hablaremos de eso más tarde. Has escogido un momento inoportuno. Ve ahora a vestirte, porque tenemos toda la mañana ocupada. Vendrás conmigo al Congreso y llevarás el bolso grande de las medicinas. Esta situación inesperada está enervándome. Y cuando empiezo a ponerme nervioso, nadie sabe lo que puede ocurrir. Procura estar siempre al alcance de mi voz.

—Sí, tío.

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—Que yo te vea en todo momento.

—Sí, tío.

—Florián te vigilará también. Las cosas andan revueltas, y será prudente que velemos por ti.

—Gracias, tío.

—Vamos ahora a ver lo que quiere ese pobre Ernesto Medrano.

—Procura infundirle ánimos, tío. Dile que su padre reaparecerá sano y bueno.

Superpoldo pareció divertido de su pueril ingenuidad.

—Se lo diré, pequeña. Ea. Ponte guapa. Estas cosas son un poco complicadas para tu cabecita... Luego hablaremos sobre esos chelines que...

—Libras, querido tío.

—... sobre ese dinero que necesitas —concluyó con acritud.

E hizo un mutis maravilloso en dirección al salón.

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No se atrevía a telefonear a tía Dol desde su cuarto. Si el hotel estaba lleno de policías tratando de interceptar algún posible mensaje de los secuestradores, las líneas tenían que estar vigiladas. No quería llamar la atención sobre sí misma ni sobre la casa de mistress Donovan.

Pero tenía una febril necesidad de enterarse de lo que allí ocurría. De si su «pesca nocturna» continuaba en buen estado o si «El Muerto» había tenido que enterrarle en el patio, según profetizara. La gravedad de la situación aún le parecía más enorme a la luz sensata del día. Había que desprenderse de Carlos Medrano como de un carbón ardiendo, antes de que pudiese estallar un escándalo que envolviera a todos ellos, con Superpoldo y la inocente mistress Donovan incluidos.

Pero su tío habíala amenazado con permanecer a su lado durante toda la mañana. Quizá durante todo el día. ¡Ojalá no hubiese oído hablar nunca del dichoso Congreso!

Se duchó, mascullando interjecciones amenazadoras contra sí misma y contra el mundo, y se vistió a gran velocidad, para no darle el gusto de protestar al insoportable Florián, que había cambiado su traje matinal por un chaqué impoluto y que ya estaba dispuesto a golpear su puerta en el instante en que ella iba a salir. Abrió a tiempo, pillándole con el puño en alto, como si de pronto se hubiese hecho contestatario también y pensara desfilar con pancarta. Sentados frente a frente en el salón, en absoluto silencio porque no tenían nada que decirse, esperaron diez minutos hasta la reaparición de Superpoldo, con el chaqué mejor cortado de Europa y su aspecto habitual de presidente de TODO.

Y como presidente del C. E. E., fue abucheado en la puerta por la multitud peluda, mantenida a respetuosa distancia por la policía, mientras subía al Bentley que le aguardaba.

Ivana y Florián subieron también, y un policía se sentó junto al chófer, mientras otro policía motorizado abría la marcha.

Superpoldo habíase colocado su máscara de imperturbabilidad y no parecía en modo alguno afectado por los silbidos. Por vez primera, Ivana se sintió orgullosa de él, de su aire altanero y de su seguridad en sí mismo..., sólo perdida cuando temía no tener a mano sus píldoras medicinales.

El sol continuaba luchando contra la niebla, y una luz extraña, un tanto biliosa, bañaba calles y edificios. Pasaron por el Embankement, e Ivana contempló el edificio y el río, aquel mismo río que atravesaba distritos peligrosos donde extraños conspiradores alquilaban extrañas casuchas para sus fines extraños.

Superpoldo sólo habló para preguntarle si llevaba el botiquín, y, tranquilizado al ver el enorme bolso que estropeaba toda la estética de su elegante conjunto azul, se dedicó a ensayar mentalmente su discurso de apertura del Congreso. Florián Guevara, con cara de personaje importante, portador del palillo del presidente, llevaba una soberbia cartera de cocodrilo con sus iniciales grabadas en oro, una «F» y una «G» dolorosamente retorcidas y entrelazadas, ya que eran dos iniciales absolutamente incompatibles, y tomaba notas de vez en cuando, que tendía a su jefe. Pequeños papelitos recordatorios, que Superpoldo devolvía con un leve asentimiento de cabeza. Repentinamente habló:

—Es lamentable el estado de inquietud en que se encuentra Ernesto Medrano —dijo a su secretario —. Ayer parecía aguardar con serenidad los acontecimientos, pero hoy ha perdido la cabeza.

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«"Mr. X." les habrá estado apretando con su chantaje —pensó Ivana —, y habrán comprendido que la vida del delegado está seriamente comprometida.» Hasta que «Mr. X.» no se quitara la careta y revelase lo que tía Dol denominaba «el resecuestro», habrían estado tranquilos pensando que el programa se desarrollaba como había sido proyectado.

—Me ha hecho una escena deplorable —siguió el tío —. Ha perdido los nervios.

Florián agitó la cabeza con pesadumbre. Estuvo a punto de decir: «¡Pura percalina!», pero lo pensó mejor y guardó silencio. Él también tenía padre y lo adoraba, aunque le hiciera la mala jugada de obsequiarle con catorce hermanos más. Su padre era ahora muy anciano, pero continuaba siendo cariñoso y besucón. Y los quince hijos se pasaban el día besándole las manos y las barbas. Si raptasen a su padre, Florián estaba seguro de llorar a moco tendido.

Ivana sintió la aguda necesidad de consolar lo antes posible a Ernesto Medrano. ¿Cómo podría enviarle un mensaje tranquilizador?

Ante todo, necesitaba libertad de acción, y su tío no parecía dispuesto a dársela. Tenía que telefonear a su tía, tenía que buscar la gabardina, tenía que ver a Manu... Pero en Manu no podía pensar de momento. Lo de Manu era demasiado torturante.

A la puerta del impresionante edificio de piedra gris donde se celebraría el Congreso Económico Euroamericano ondeaban muchas banderas. Y en la acera de enfrente había más manifestantes con pancartas, y más bobbies manteniéndolos a raya. De nuevo se oyó el coro de silbidos y gritos de:

—¡Ayudad a Santibera! ¡Libertad para Carlos Medrano!

No cabía duda de que la delegación del pequeño país había conseguido lo que se propuso. Publicidad. En Europa y en América, mientras se cenaba o se desayunaba, la gente leería en la prensa el nombre de Santibera y sabría que carecía de escuelas y de hospitales y que su nivel de vida era bajísimo. Carlos Medrano estaría satisfecho. Al recordar su noble cabeza aureolada por el cabello blanco y su rostro contraído por el dolor pero inflamado de fervor patriótico, Ivana sintió simpatía y respeto. Estaba orgullosa de colaborar en la obra de ayudar a un pueblo que sufría, y se vio con la imaginación repartiendo panes blancos y crujientes entre los pobres de Santibera. Pero panes rellenos de jamón, porque a ella no le gustaba la caridad tacaña.

Los fotógrafos de prensa asediaron a Superpoldo y también a ella y a Florián Guevara, que caminaban detrás. Seguramente la tomarían por la secretaria privada, con aquel enorme maletín de las medicinas. Florián parecía haber crecido de repente, porque estiraba el cuello y conseguía que su cabeza sobresaliera para saludar a todos los conocidos. Había adquirido personalidad propia, como un actor al alzarse el telón. No un primerísimo actor, por supuesto, ya que ese papel pertenecía a Superpoldo por derecho propio. Al presidente, que entre silbidos escuchaba también nutridos aplausos de todos los delegados al avanzar por el enorme vestíbulo de suelos de mármol negro.

«Estoy viviendo un sueño con altibajos de gloria y pesadilla», pensó Ivana una vez más, como lo hiciera a menudo desde que el tío había entrado en su vida. Nunca podría volver a la vida rutinaria, a preparar gachas ni a acompañar a la tía Mila al Monte de Piedad a empeñar los dichosos zafiros y la dichosa leontina. No le ofuscaba la riqueza de los nuevos ambientes, ni los chaqués impecables, ni los supergenios del Congreso, pero se sentía consciente de estar bailando con un ritmo nuevo y de que le sería muy difícil volver a marcar el compás lento que había dejado atrás.

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El salón de actos era de grandes dimensiones, una especie de redondel gigante, rodeado de un anfiteatro para el público.

En el centro, sobre una altura, la mesa de la presidencia, cercada a ambos lados por las tribunas de las delegaciones, cada una de las cuales ostentaba un rótulo con su nombre correspondiente. Ivana, desde el asiento reservado para ella en el anfiteatro, con el botiquín bien visible sobre su falda para que Superpoldo lo distinguiera a distancia, buscó con los ojos a los representantes de Santibera.

Los encontró en seguida. La mayoría de las cabezas se volvían hacia ellos. Una representación de sólo dos personas, sin contar al delegado ausente, porque Santibera no podía permitirse grandes gastos de representación.

Reconoció a Ernesto Medrano, que era la viva imagen de su padre, con el cabello negro y exuberante juventud. La viva imagen..., pero perfeccionada, ya que Ernesto era el hombre más guapo que viera en su vida. Un «guapo» con el rostro atormentado por la inquietud, devorado materialmente, que se revolvía nervioso en el asiento. Hubiera querido gritarle que su padre estaba a salvo, que aquella misma noche reaparecería... pero ¿cómo hacerlo? Ni siquiera sabía si el delegado estaba bien o si con la visita de la comisión de alumnas de la «Music School» a mistress Donovan habían tenido que encerrarlo en el armario de los disfraces.

Superpoldo se levantó a hablar, y se hizo un profundo silencio. Hablaba en español, sonoro y grato, y cada delegado escuchaba la traducción simultánea en su propio idioma a través de unos auriculares. Veintitantos países de habla castellana no necesitaban traducción y oían con placer el lenguaje de la hispanidad.

Ivana decidió que había llegado el momento de salir para telefonear. Había visto una serie de cabinas en el vestíbulo, donde se agolpaban los representantes de la prensa. No era posible que aquellos centenares de aparatos estuviesen controlados por la policía. Los delegados los utilizaban también para hablar con sus Embajadas. De cualquier modo, hablaría con las debidas precauciones.

Tratando de no molestar a su vecino de la derecha —a la izquierda sólo tenía un pasillo —se levantó y dejó el maletín guardando su asiento. No era fácil que nadie se sintiera tentado por aquel montón de porquerías.

Su vecino de la derecha, un rubicundo gentleman con aspecto de cazador de zorros, ni siquiera le dirigió una mirada. En la mano conservó el monedero con los escasos restos del préstamo de tía Dol, y, tratando de hacerse invisible, salió del anfiteatro y del salón de sesiones.

La enorme galería que rodeaba por detrás los anfiteatros estaba casi vacía, a excepción de los policías estratégicamente colocados cada veinte metros, que vigilaban las entradas y salidas de todo el mundo.

Desde el vestíbulo se oía la voz del presidente, que llegaba a través de los altavoces:

—En la apertura de este tan deseado Congreso tenemos que enfrentarnos con un problema inesperado, ingrato y reprobable... El secuestro de un delegado por detestables saboteadores de este Congreso de buena voluntad...

Tuvo que hacer cola ante una de las cabinas telefónicas y tomarla por fin al asalto, en competencia con una gruesa señora que lucía un florido sombrero primaveral.

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Sostuvo la misma lucha que la noche anterior con las monedas, las endiabladas instrucciones inglesas y el número de tía Dol. Oyó al fin la tranquila voz de Fran, que conseguía calmar sus nervios.

—¡Hola, Fran!

—¡Hola, muñeca! Creíamos que, en vista de las circunstancias, habías decidido largarte a Indonesia..., dejándonos el regalito.

—No tuve tiempo de telefonear antes. El tío está decidido a acapararme.

—Yo también lo haría, si pudiera.

—Dame noticias... Y ten cuidado con lo que dices. Puede haber oídos indiscretos. Pero... ¿qué ruido es ese que tenéis ahí... ? —se alarmó.

—Son las veinticinco niñas de la «Music School» que han venido a visitar a mistress Donovan y que suben y bajan por la escalera como unas locuelas...

Ivana se asustó.

—Pero entonces... mi paquete...

—¿Qué paquete?

—El que... os dejé anoche.

—¡Ah! Lo guardé en la alacena. No creas que es broma. Una alacena enorme que hay junto a la caldera.

—¡Dios mío! ¿Y se conserva en buen estado?

—Excelente, a juzgar por su apetito. Tu tía le mima descaradamente. Y no paran de hablar. Son dos almas gemelas. La ha ganado completamente a su causa. Llora cuando narra escenas cruentas y ríe cuando le habla de las fiestas del P. B: Puerco espín Borracho. Se celebran todos los años en el mes de julio y son, al parecer, una G. J.

—¿Qué es eso?

—Una gran juerga. Cuando pueda salir de la alacena, proseguirá el diálogo. Ahora tu tía está atendiendo a mistress Donovan, que se ha vestido de Aída, pintándole la cara de negro y todo, como corresponde a su situación de prisionera africana. En este momento está cantando aquello de «Ritorna vincitor...!» ¿No lo oyes? Las niñas no se pueden estar quietas y entran en la cocina. Les he dicho que soy el cocinero. Son una monada. Todas tienen alrededor de veinte añitos.

—Encantadoras. Espero que no les des demasiadas confianzas y te abran la alacena.

—Puedes estar tranquila. Sé mantener las distancias... Oye..., ¿es cierto que anoche lloraste en el taxi sobre mi hombro o lo he soñado?

—Es cierto.

—Tu pelo huele muy bien. Me gusta olfatear a las personas. Es decir..., a las personas que me gustan. Bien. Ahora recuerdo que tengo un recado para ti.

—¿De quién?

—Del de la alacena. ¿Tú sabes quién era Pericles?

—No estoy para bromas. Se me acaban las monedas.

—No es broma.

—Pericles era un..., ¡espera!..., un político griego que gobernó Atenas.

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—Te engañas. Pericles es un loro a quien adoran padre e hijo. Cuando se pone a contarle a tu tía las gracias de Pericles, se le cae la baba. Pero vamos al grano. Cualquier mensaje que le llegase al hijo mencionando la palabra «Pericles» tendrá un efecto bienhechor. Es una especie de palabra clave para entenderse entre ellos. Significa que todo va bien. ¿Has comprendido?

—Perfectamente... Pero no sé cómo voy a...

—Arréglatelas como puedas, pequeña heroína, pequeña Juana de Arco.

—Haré algo. El pobre muchacho parece roído por la inquietud. Está pálido como un fantasma. Pero un fantasma guapísimo.

—Vaya, vaya... Parece que la tía y la sobrina cojean del mismo pie. Que te diviertas, nena. Procura venir pronto por aquí. Y no te olvides de las medicinas.

—No me olvidaré.

—Oye, oye. No cortes. Un momento. ¿Me quieres?

—¡¡¿Qué has dicho...?!!

—Que si me quieres. Me gusta preguntarle a todo el mundo si me quiere. Es una vena de infantilismo que me ha quedado.

—Te quiero. Yo también le contesto a todo el mundo lo mismo.

—Eres un demonio.

—Hasta luego. Pericles.

—Pericles.

Cortó la comunicación y salió como un huracán, tropezando con la misma gruesa señora que esperaba otra vez su turno. Atravesó el vestíbulo y tuvo que regresar a la cabina porque se había dejado su monedero. Menuda espía estaba hecha...

Regresó a su sitio cuando Superpoldo acababa de sentarse y aún sonaban los aplausos que acogieron su discurso.

Como caso excepcional, se levantó a hablar el joven representante de Santibera, Ernesto Medrano, entre un silencio grave y respetuoso.

Su rostro era perfecto, digno de una medalla, y la figura correspondía a aquel rostro. Ivana pensó que era el latín lover ideal para cualquier película. La melancolía que velaba su rostro, sus ademanes sobrios, su vehemencia, su altivez, impresionaron al auditorio, que rompió a aplaudir al acabar el corto discurso, en el que pidió comprensión y generosidad para su país y también para él mismo, que sufría por la inquietante situación en que se encontraba su padre.

Habló seguidamente el delegado inglés, como representante del país que acogía al Congreso del C. E. E. Lamentó el terrible percance que les afligía con el secuestro de don Carlos Medrano y pidió, con aprobación unánime, que en la sesión de la tarde se votase un plan urgente de ayuda a Santibera.

Era un gran triunfo para los santiberistas, y cuando lo supiese el delegado, saltaría de gozo a pesar de su pierna herida. Su hijo, que robaba el primer papel a Superpoldo y era sin duda el personaje del día, estrechaba las manos de la gente sin perder su aire melancólico.

Con la mirada intentó Ivana enviarle un mensaje de aliento, pero aquella forma de mensaje no daba resultado, sobre todo teniendo en cuenta que Ernesto miraba para todos lados menos hacia la tribuna donde una chica vestida de azul, con bonita melena oscura y atrevidos ojos color violeta, agarrando un horrible maletín lleno de medicinas, trataba de hipnotizarle sin el menor éxito.

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Era fácil encargarle a una que enviase mensajes sin dejar rastros. ¿Pero cómo hacerlo? Ella no servía para misiones sutiles. Era demasiado auténtica. Lo estropearía todo.

Florián Guevara, que había llegado silenciosamente, le dio un golpecito en un hombro que la hizo sobresaltarse. Casi dio un grito. Por primera vez le vio sonreír encantado.

—Parece como si no tuviera la conciencia tranquila... — insinuó con lo que pretendía ser una broma —. Lamento haberla asustado. Su tío la llama.

Echó a andar junto a él, que repartía saludos por los pasillos, llenos ahora de gente. Atravesaron el vestíbulo, otra vez abarrotado, en dirección a un pequeño salón contiguo, tapizado de verde. Ni rastro de Superpoldo.

—El señor presidente ha tenido que marcharse ahora mismo con míster Treadwell. Tenían una reunión en Scotland Yard, pero regresarán en seguida —comunicó a Florián otro de los numerosos secretarios, portadores de idéntica cartera, que pululaban por todas partes.

—Bien. En ese caso, le retransmitiré el recado de su tío —indicó a Ivana —. Desea que usted continúe aquí por si la necesita. Tendrá que permanecer todo el día, mucho me lo temo. La sesión de apertura ha sido corta, pero la de la tarde será pesadita. —La miró con mala idea —. No va a ser muy divertido para usted, que no está acostumbrada, como lo estaba su hermana Sara, a interesarse por los problemas de la Humanidad.

—Formo parte de esa Humanidad llena de problemas, ¿no lo sabía?

—Hum... Volviendo al recado de su tío, él desea que usted almuerce aquí en el bar. Hay uno muy bien surtido en el primer piso, con un ambiente interesante y animado. No se aburrirá.

—No sabe cuánto me enternece su interés.

—Bien..., ahora tengo que marcharme. Me espera un trabajo abrumador...

—Un momento. Supongo que lo que coma en ese bar tendré que pagarlo.

—Efectivamente.

—Pues no tengo un penique. Mi tío es tan olvidadizo...

Con cara de dolor de muelas, Florián vaciló un segundo. Al fin prevaleció la caballerosidad heredada de su anciano y dignísimo padre, el patriarca don Segismundo Guevara, y murmuró a regañadientes:

—Creo que... podré prestarle algo. ¿Cuánto necesita?

—Cinco libras por lo menos.

—¿Cinco libras...? Es mucho dinero. —Se lo tradujo a pesetas para asustarla, pero no lo consiguió —. El almuerzo aquí es barato.

—Pienso pedir champán.

—Bromea... ¿no?

—Le he pedido cinco libras, pero en realidad necesitaría veinte. Mi tío prometió pagarme un sueldo, y como no lo haga, tendré que ir a pedir auxilio a la Embajada. Estoy hartándome de mendigar.

Florián rió sin ganas.

—Bien. No se enfade. Le prestaré cinco libras y las anotaré en la cuenta de gastos de representación. Su tío decidirá más tarde.

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Sacó una cartera del bolsillo interior del chaqué y extrajo cinco billetes nuevecitos. La cartera había costado también la vida a un cocodrilo, y, en una esquina, la «F» y la «G» continuaban su duelo a muerte.

—¿Desea un recibo? —preguntó Ivana con ironía. Y, ante su sorpresa, él aceptó.

—Sería prudente. Puede extenderlo aquí mismo.

Le ofreció papel y un bolígrafo de oro, e Ivana escribió, indignada: «He recibido cinco libras de don Florián Guevara.» Firmó y rubricó con un rúbrica extraña que parecía una serpentina interminable.

—Guárdelo bien. Podría extraviarse entre tantos documentos.

—No se preocupe. ¿Quiere que la acompañe al bar?

—Gracias. Sabré encontrarlo. Hasta luego.

Con los billetes guardados en el monedero, se sintió libre y ansiosa por saborear su libertad. Naturalmente, no comería en el bar. Emplearía ese tiempo en resolver sus problemas. Iría primero a visitar al herido; después volvería al restaurante de Angelotti, por si, por un milagro, el inocente míster Richards hubiera devuelto la gabardina con la tarjeta dentro. Y si aquel milagro se realizaba, correría —en otro taxi, por supuesto —a los brazos de Manu, de donde nadie sería capaz de arrancarla.

Confiaba en que las cinco libras le bastaran para pagar todos los taxis que necesitaba. Tía Dol tendría que esperar un poco hasta recuperar su préstamo.

Se abrió paso por entre la gente en dirección a la salida. Al pasar por el saloncito verde divisó a Ernesto Medrano en apasionada discusión con otros dos señores. Su hermoso y moreno rostro recobraba vida, y sus ojos lanzaban chispas.

Si Ernesto se dedicaba a la política haría una brillantísima carrera. Podría contar siempre con los votos femeninos de su país. Estaba segura de que ni siquiera el par de viejecitas centenarias que siempre se encontraban en todas las naciones le negarían su voto. Cualquier causa que Ernesto Medrano abrazase sería la causa de todas las hembras de Santibera.

Imaginó la cruel angustia que le atenazaba, sin poder confesar a la policía que temía realmente por la vida de su padre, al que el traidor «Mr. X.» había «resecuestrado».

¿Cómo hacerle llegar un mensaje? Se quedó parada junto a la puerta, sin saber qué decidir. Deseaba marcharse cuanto antes, pero sentía una especial ternura por aquel atractivo santibero de ojos aterciopelados.

En otro salón, esta vez alfombrado de rojo, descubrió diversos escritorios, donde tomaban notas delegados y periodistas. Era enorme, y aunque estaba lleno de gente pudo ocupar un sitio discreto en un rincón, ante una de las mesitas dobles, separadas entre sí por un respaldo alto que las independizaba. Había papel y sobres blancos y los miró hipnotizada, buscando inspiración.

Recordando sus muchas lecturas policíacas, cogió su pañuelo para interponerlo entre su mano y el papel y no dejar huellas. Con letras de imprenta escribió:

«ERNESTO: NO SUELTES UN CHELÍN. TODO VA BIEN. ¡VIVA PERICLES!»

Lo metió en un sobre, lo cerró y escribió la dirección:

«Don Ernesto Medrano, de la Comisión de Santibera.»

Y debajo:

«PERSONAL Y URGENTE.»

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Metió la carta en el bolso de las medicinas y abandonó el salón con aire indiferente.

Cuando se lo contase todo a tía Mila y a don Gregorio, les costaría trabajo creerlo. Tendrían conversación para el resto de sus vidas.

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Dol cerró la puerta tras de la última alumna de la «Musich School» y corrió escaleras arriba para servir a mistress Donovan un buen caldo de gallina. Con todas aquellas emociones y homenajes se quedaba muy débil.

Después de lavarle la cara y quitarle su disfraz de Aida, Dol corrió escaleras abajo para dar otro caldo de gallina al delegado de Santibera. Y también otro caldo a «El Muerto», porque tenía hambre a todas horas.

Los veinticinco ramitos de violetas entregados por cada una de las alumnas de la «Music School» perfumaban la casa. Había colocado uno en la mesita del cuarto de don Carlos. Para decirlo con exactitud, de su propio cuarto, ya que le había cedido su cama al herido, durmiendo ella en el catre de «El Muerto», y éste en el incómodo sofá de la cocina, cuyos muelles de alambre aparecían por entre las floridas cretonas de la tapicería. Era un tormento infernal, pero Fran nunca protestaba de nada.

Medrano habíase afeitado y duchado y tenía un aspecto muy diferente al de la noche anterior. Dol habíale lavado la camisa y recosido el pantalón, y la prestancia natural del delegado destacaba otra vez, mostrándole con su auténtica personalidad: un gran señor de Santibera, un caudillo de las masas desheredadas, dispuesto a ofrecerse como víctima propiciatoria para lograr ser oído por el mundo.

A Dol, siempre dispuesta a amparar las causas nobles, le parecía fascinador, con su rostro moreno, de enérgicas facciones, suavizadas por el cabello blanco, y con su voz suave y persuasiva que llegaba directamente al corazón. Estaba contenta de que Ivana le hubiese traído aquel maravilloso personaje, cuya existencia ignoraba. Podía haber vivido toda su vida sin conocer a alguien así. Pero el destino decidió otra cosa: que ella fuera elegida para colaborar, aunque modestamente, en la creación de un mundo mejor. Santibera nunca lo sabría, pero ella sí, y aquella íntima satisfacción le bastaba.

¡Qué terrible mañana! Al pobre don Carlos habían tenido que encerrarle en una alacena, temiendo las indiscreciones de las estudiantes. ¡Un prócer como él, encerrado en el húmedo armario! Incluso había venido con las chicas un fotógrafo de prensa, para sacar fotos de la Donovan cantando el Ritorna vincitor! con las alumnas.

Por fortuna, los intrusos se habían marchado ya. La calma volvía a reinar en la casita de Chelsea. Una calma relativa, por descontado, con todo Scotland Yard buscando al hombre que se aburría en la alacena.

—Le traigo sopa —anunció a Medrano, que ya había salido del armario y estaba sentado sobre la cama, con su pierna en reposo. Fran acababa de traerle la prensa de la mañana y se disponía a leerla. Alzó la mirada y sonrió a Dol. Una Dol instantáneamente ruborizada, que se alisó el pelo con presteza.

—No me mire... He pasado una mañana horrible. Parezco una gallina perseguida a escobazos.

—Siento causarle tantas molestias. Espero algún día poder saldar en parte mi deuda de gratitud. El mes que viene la espero en Santibera para las fiestas del P. B.: el Puerco espín Borracho. Le mostraré mi pequeño pero hermoso país. Será usted nuestra invitada de honor. En compañía de sus sobrinos, naturalmente.

Para el delegado, Fran formaba parte del núcleo de «sobrinos».

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Dol lanzó un gorjeo de felicidad.

—¡Un viaje a Santibera! Es algo irrealizable para una pobre «chica» como yo...

—Pero esta vez se realizará, no lo dude. Yo me encargo de eso.

—¿Por qué no creer en los milagros...? —comentó

Dol sin disimular su éxtasis interior —. Bueno, ahora tómese el caldo. ¿Ha leído la prensa? ¿Qué dice de nuevo?

—Iba a echarle ahora una ojeada. En la alacena no había luz y no podía leer.

—Espero que la pista de que hablaban ayer no conduzca a «Mr. X.» a esta casa.

—Eso es imposible, ¿no lo comprende? El que su sobrina me descubriera se debió a un puro azar. Usted misma lo ha dicho. —Se puso las gafas y empezó a leer uno de los periódicos—. Creo que podemos estar tranqui... —Se quedó callado mirando la primera página y se incorporó bruscamente, olvidando su pierna malherida —. ¿Qué broma es ésta...? —preguntó, alterado.

—¿Broma...?

Controlando apenas su furia, el delegado señaló una foto del periódico.

—¿En qué burda trampa me han hecho caer? ¿Quién es en realidad esta chica?

Con ojos estupefactos contempló Dol la efigie de su sobrina. Sin preocuparse de la nueva actitud de Carlos Medrano, lanzó un silbido de satisfacción.

—¡Vaya! Ivana en la primera plana del Sun. ¡Esa sí que es suerte! Siempre dije que mi sobrina estaba predestinada a grandes acontecimientos.

—¡Ah! ¡La reconoce...!

—¿Cómo no voy a reconocer a mi sobrina?

—¡Pues aquí dice bien claro que es la sobrina de don Leopoldo Lorca, que aparece a su lado! —se indignó él.

Dol cogió otra vez el periódico, trastornada de emoción.

—«El presidente del Congreso Económico Euroamericano —leyó con deplorable acento —llega con su joven sobrina al aeropuerto de Heathrow. El señor Lorca se hizo eco de la honda preocupación existente por el secuestro del delegado de Santibera.»

Dejó de leer y gritó:

—¡«Muerto»! ¡«Muerto»!

Medrano palideció.

—¿Quién...? ¿Dónde dice eso? ¿Quién está muerto?

—No se alarme. Es que llamo a Fran, para que lo vea.

—¡Qué maldita manía de llamarle «Muerto»! —protestó Medrano, cada vez más enfadado.

Pero Dol no le hizo caso, mostrando a Fran, que acudía corriendo, la foto de la primera plana.

—¡Mira, «Muerto»! ¿Verdad que está guapísima...?

Y «El Muerto», que traía la cara tiznada de carbón, en su desesperada lucha diaria con la anticuada estufa de la calefacción, lanzó otro grito de sorpresa:

—Fenomenal. Parece un artista de cine. Recortaré la foto y la clavaré en la pared sobre mi catre.

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—Habrá que comprar más ejemplares. La niña querrá enviárselos a las amigas. Van a reventar de envidia.

El delegado de Santibera dio un puñetazo en la mesa.

—¿Quieren explicar cuáles son sus intenciones y por qué me han hecho objeto de esta traición incalificable?

—¿Traición? —repitió Dol, sin saber si reír o quedarse seria.

—He sido un estúpido dejándome engañar como un incauto. Me parecieron ustedes personas tan ingenuas y bondadosas... ¡Qué estúpido! ¡Pero qué estúpido he sido! —Paseó como un león enjaulado, un león cojísimo, por supuesto, y luego se detuvo, encarándose con Fran —: Si van a denunciarme a la policía, háganlo de una vez. No perdamos más tiempo. Yo cumplí con mi deber. El mundo sabe que Santibera estará perdida si no recibe ayuda. Estoy dispuesto a pagar mi culpa por burlar las leyes de este país.

Fran y Dol se miraron consternados.

—Señor Medrano. Nosotros no pretendemos...

—¡Esta joven es la sobrina de Leopoldo Lorca! —insistió, aporreando el periódico.

—Y también la mía —puntualizó Dol.

—¿Van a hacerme creer que todo esto no estaba fraguado..., ignoro con qué clase de intenciones...?

Dol trató de explicar:

—Leopoldo es el hermano de mi difunto cuñado, pero nuestro trato dista mucho de ser cordial. Él es un hombre muy importante, y siempre nos ha considerado algo así como... ¡«Muerto»! ¿Cuál fue la frase francesa que soltó Ivana?

—Quantité negligeable!... —indicó el apuntador.

—Eso mismo. Leopoldo nos considera quantité négligeable. No sé si usted entiende el francés.

Fran trató de tranquilizar al delegado:

—Señor Medrano. Por fantástica que le parezca la historia del cambio de gabardinas, es absolutamente cierta. Ivana no supo que usted era el delegado de quien hablaban los periódicos hasta que yo le reconocí. Leopoldo Lorca, que es hombre poco asequible a las confidencias de su sobrina, no sabe una palabra de este asunto. Si se hiciera público, provocaría un escándalo que no beneficiaría a nadie.

—Lorca se sentiría muy satisfecho de desenmascarar mi fraude. Le conozco bien. Es un pedante.

—Lo es —coreó Dol.

—Pero ese fraude..., como usted le llama, perjudicaría al prestigio del Congreso.

—¿Pretenden que crea que, entre todas las personas de Londres, fue precisamente la sobrina de Leopoldo Lorca quien descubrió mi escondite... por pura casualidad...? —objetó, indignado.

Dol empujó al delegado hacia una silla y le obligó a sentarse.

—A mi sobrina siempre le ocurren cosas así. A los diez años descubrió en la playa donde habíamos ido a pasar el verano (fue el año en que nos tocaron siete mil pesetas en las quinielas) un diente de oro que mi hermana Mila había perdido hacía tres semanas. Sí. Tal como lo oye. Mila se echó a reír y allá fue a parar el diente, que por cierto era horrible. Pues ya ve usted. A las tres

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semanas... jugueteando con la arena... ¿eh? ¿Qué me dice a eso? La playa tenía veinte kilómetros de extensión. Hay más granos de arena en una playa que casas en Londres, no irá usted a negarlo. ¿O lo niega?

—No puedo discutir con usted. Ya no sé qué pensar ni qué creer. Necesito hablar primero con esa muchacha.

—Pues aquí llega precisamente —anunció Fran levantando el visillo de la ventana —. Y viene en taxi. Prepara tu monedero, Dol.

—Ya empezamos... —suspiró la tía.

Pero esta vez Ivana entró sin pedir dinero, y lo comprendió todo en seguida viendo el periódico sobre la mesa, con su efigie en primera plana. Después de admirarse unos segundos, se volvió hacia el delegado.

—¡No forme juicios precipitados, don Carlos! —dijo en tono patético —. Nuestras intenciones han sido siempre puras. Le hemos dado cobijo por humanidad, comprometiendo incluso nuestra situación. La puerta está abierta. Es usted libre y puede marcharse si lo desea. No piense usted que esto es un «reresecuestro». Fui a aquella casucha por pura casualidad.

Cansado, sin poder resistir la mirada relampagueante de aquellos ojos violeta, Medrano comentó:

—Ya me ha contado su tía lo del diente.

—¿Qué diente? —quiso saber ella. Y tía Dol explicó:

—El diente de oro de tu tía Mila. Aquel que perdió en la playa de veinte kilómetros y que tú encontraste tres semanas después.

—Te lo he oído contar tantas veces, que más bien me parece una leyenda. No me acuerdo del maldito diente. Pero debe de ser cierto, porque tía Mila también lo cuenta, y ella nunca dice mentiras.

Sin ofenderse por lo que la frase sugería, Dol batió palmas.

—¿Lo ve usted, don Carlos? Nosotros no somos traidores. Somos buena gente. Somos quantité négligeable...

Había encontrado interesante la frase, y la repetiría el resto de su vida aunque no viniera a cuento. Ivana se sentó sobre la mesa.

—Ahora escúchenme todos con atención. Vengo llena de noticias. He estado en el Congreso con mi tío, que, por supuesto, ignora todas mis aventuras, y he conseguido enviar un mensaje a su guapísi... —se corrigió—: a su afligido hijo, señor Medrano.

El aludido se incorporó.

—¿Un mensaje...? ¿A Ernesto...?

Refirió con detalle la sesión de apertura. Dol escuchaba con la boca abierta, y «El Muerto» la contemplaba con expresión divertida. Al llegar al punto de la narración en que Ivana cerraba la carta con el mensaje, los tres tragaron saliva.

—¿Y... cómo lo entregó?

—¿A quién se lo diste? ¡No se lo habrás entregado tú misma!

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—Al salir, me limité a poner el sobre en el mostrador del conserje, aprovechando que no estaba. Se lo entregarán en cuanto lo vean. Estoy segura de que se tranquilizará. Lo de «¡Viva Pericles!» me parece genial. Me sentí inspirada por aquella película de ¡Viva Zapata!...

—¿Está segura de que no decía nada comprometedor? Repítame el texto. Seguramente lo leerá la policía.

Ivana lo repitió varias veces, hasta que todos se lo supieron de memoria. Luego, sin hacer caso de los gruñidos del delegado, que aún no se sentía tranquilo, le agarró la pierna y se dispuso a hacerle la cura, sacando los medicamentos del maletín, que por una vez servirían para algo. Le obligó a tomar unas pastillas de antibiótico y le lavó y vendó la herida, que tenía mejor aspecto.

—¿Cómo le hicieron esto, don Carlos?

—Tuve una pelea con aquel tipo traidor. Traté de marcharme, y me disparó a la pierna.

—Lo que yo me figuraba —terció tía Dol, que trataba de captarse otra vez el afecto de su admirado y heroico delegado —. Un verdadero canalla el tal «Mr. X.».

—Esta misma noche les libraré de mi presencia. Me encontrarán en algún banco del parque, completamente drogado.

—¿Drogas? —se asustó Dol —. No iremos a meternos también en asuntos de drogas. Acabarán ahorcándonos en la Torre de Londres.

—Bastará con un tubo de pastillas para dormir, que «Difunto» puede comprarme.

—¿«Difunto»... ?

—Perdón. Quiero decir «Muerto».

—No hace falta comprar nada —intervino Ivana. Revolvió el maletín y le tendió un tubo —. Con tres pastillas bastará. No abuse y se nos quede tieso...

—No abusaré.

—En esta horrible maleta hay de todo. Hasta una llave. —La sacó y se la mostró —. La llave de su puerta. La guardo aquí.

—Esconda esa llave. Deshágase de ella. Es la única cosa que la relaciona con este asunto... —aconsejó Medrano.

—La tiraré por una alcantarilla. Y ahora me voy. Tengo que seguir la pista a la gabardina. Si míster Richards no está confabulado con «Mr. X.», reaparecerá por el restaurante.

—Y en caso de que no aparezca, será porque es cómplice del otro y estará ya enterado de la fuga de Medrano. Un tipo peligroso también. Voy contigo —decidió Fran sin pedirle su opinión.

—¿Necesitas dinero...? —sugirió débilmente la sacrificada Dol.

—Por el momento, no. Florián Guevara me ha dado cinco libras.

—¿Quién es Florián Guevara? —quiso saber «El Muerto», un tanto receloso.

—El secretario de mi tío. Lo incluirá en la cuenta de gastos.

—¿Quieres una taza de caldo de gallina? Llevas una vida agitadísima —ofreció Dol.

—Es una gran idea. Tengo hambre. Me evitará gastar dinero.

Todos bebieron caldo de gallina, y Fran, como si pronunciara un brindis, recitó:

—¿Por qué la Donovan goza y se anima cuando beben su caldo de gallina...?

A lo que Dol replicó en seguida:

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—¿Por qué la Donovan se siente herida cuando hacen de su casa una guarida...?

Carlos Medrano los miró uno por uno y pensó íntimamente que había ido a caer en el seno de la familia más loca de todo Londres.

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Se instalaron en el piso alto de un autobús rojo, como una pareja joven y satisfecha que tuviesen todo el resto del día para pasarlo bien.

Ivana se sentía animada por una débil esperanza, y aquello le bastaba para sentirse otra vez un poco feliz y llena de vitalidad. Pudo al fin contemplar Londres a la luz de un sol primaveral, admirar la suntuosidad de muchos monumentos, la tranquilidad de las pequeñas plazoletas con sus jardines cercados, la pompa severa de los edificios públicos y la actividad del pueblo londinense, que por ser la hora del almuerzo se detenía ante las blancas puertas de los restaurantes Lyon's o de los numerosos Inns y pubs que abundaban en todas las calles.

En Picadilly Circus vio vendedoras de flores y grupos de jóvenes desarrapados rodeando la estatua de Eros en la actitud silenciosa y contemplativa de quien no supiera qué otra cosa hacer de su vida. Los compadeció por no sentir en un día de primavera y en el hermoso Londres el latigazo estimulante de la aventura, dejando perder las horas bajo el estupor de las drogas o del alcohol.

Miró a su compañero, que se había puesto un jersey rojo sobre un pantalón beige y tenía un aspecto más que aceptable, y deseó por un momento ser simplemente una turista que en grata compañía masculina fuese a recorrer la ciudad y a comer en una típica hostería inglesa de los alrededores. Fran pediría pato de Aylesbury y ella empanada de Yorkshire, que en unión del lenguado de Dover era lo mejor que se podía comer en aquellos sitios, según los consejos de Superpoldo a su secretario.

—Flores... —le señaló Fran cuando el autobús pasó junto a un puesto—. Violetas..., jacintos..., alelíes. Me gustaría obsequiarte con un ramito.

—Gracias. Tengo la sensación de haberlo ya recibido. Olvidaba que eres el hombre de las flores. ¿Piensas en serio dedicarte a ese negocio? No te vas a hacer muy rico.

—Es que yo no quiero ser muy rico. Sólo obtener un bienestar. El amor al dinero se ha convertido en una enfermedad social. No deseo contaminarme.

—Pero no puedes comer flores, ni vestirte con flores, ni dormir sobre un lecho de flores —protestó Ivana por llevarle la contraria.

Él rió y la miró de aquel modo que la hacía sentirse ridículamente joven y un poco tonta. Según el gesto que ya empezaba a hacerse habitual, enrolló un mechón de su pelo alrededor del dedo.

—¿Crees que pienso vivir como un ermitaño, haciendo ramitos de flores y vendiéndolos en el mercado...? ¿Es eso lo que opinas de mí?

Ivana reclamó su pelo y agitó la cabeza para desasirse.

—No opino nada de ti. Durante estas veinticuatro horas no he tenido tiempo para opinar de nadie. Sé que eres amigo de mi tía, que te has quedado en Londres no sé por qué y que tienes en algún rincón del mundo un trozo de tierra en el que plantas flores. —Le miró de pronto, con repentino interés, y sus miradas se cruzaron a pocos centímetros de distancia. Ella desvió la suya, porque los ojos de Fran eran atrevidos, burlones e indiscretos —. Eres un tipo extraño, ¿sabes? —concluyó, turbada.

—¿Extraño...?

—Te sales de los cánones corrientes. ¡Tú y tus flores...!

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—Yo y mis flores —admitió —. ¿Y qué más... ?

Ivana se encogió de hombros.

—Vives de contrabando en una casa ajena. No haces nada útil. Sólo pareados, y de vez en cuando echas carbón a la caldera.

—A veces también juego a las damas con tu tía —se burló.

—Encuentro feísimo que un hombretón como tú pierda el tiempo de esa manera. Permíteme que te lo diga.

—Te lo permito. —Un rayo de sol jugó con sus cabellos a través del cristal, dándole reflejos casi rubios—. Te hablaré de mí mismo, puesto que de, de todos modos, tienes que estar quieta en el asiento hasta que lleguemos a nuestro destino. ¡Qué suerte tengo! De lo contrario, no me habrías escuchado. —Ivana acabó por sonreír —. Ya sabes que estuve tres meses en el hospital a raíz de un accidente de carretera. Y conmigo un montón de ciudadanos españoles que viajaban en el autocar. Lo pasé muy mal. Yo, como siempre, fui el más malherido de todos. Se inició un proceso contra la empresa del camión agresor, que está a punto de fallarse por estos días. Esperamos conseguir una buena indemnización. Tenemos un buen abogado que se ocupa del asunto, y yo decidí quedarme en Londres para seguirlo de cerca. También soy casi abogado.

—Ya veo.

—No ves nada todavía. Cuando conocí a tu tía Dol me encontraba en las últimas. Acababa de salir del hospital y no tenía una peseta. Estaba enfermo, y ella me recogió, igual que a un perro lleno de pulgas.

—¿Cómo os conocisteis?

—En un restaurante. Yo tomaba un vaso de leche y miraba con ojos de hambre el soberbio bistec que ella devoraba. Lo notó y empezamos a hablar. ¡Ah! Y me dio medio bistec.

—Tía Dol es así. En una ocasión nos llevó a casa a uno de esos campesinos que llegan a Madrid desde los pueblos, con una cesta llena de quesos y chorizos para vender. Le había dado un vahído en la Puerta del Sol, y no se le ocurrió otra cosa que subírnoslo a casa. Durante dos días, el olor a queso nos tuvo anonadadas.

—En casa de mistress Donovan conseguí recobrar fuerzas. Dol se moría de miedo viviendo sola con la viejecilla en la casita de Chelsea. Me convertí en el perro guardián. Pero no dejé de llevar una vida activa. Doy muchas clases de español e incluso, por mediación de un amigo, he conseguido un contrato para dar clases en un cursillo de la B. B. C. Clases de español por la radio. Empezaremos la semana próxima. Durarán un mes. Hay tantos ingleses que van a pasar sus vacaciones en España y que están deseosos de saber cómo se dice: «Pog favog. ¿Voy bien por aquí paga la plaza de togos...?»

Alentado por la risa de ella, siguió hablando. Era la primera vez que parecía escucharle con interés. Eso le gustaba.

—Ése es exactamente el caso de mis dos discípulas mistress Cárter y mistress Brown. Aprenden español porque descubrieron nuestra isla de Ibiza y perdieron la cabeza. Son dos viudas simpáticas, muy satisfechas de la vida, como todas las viudas acomodadas. Se enamoraron de Ibiza y están dispuestas a vender la tienda de ropa interior que tienen en Oxford Street, para instalarse allá. En un principio proyectaban abrir en la isla el mismo negocio, pero yo se lo quité de la cabeza. Hay poca gente que use ropa interior por aquellas playas.

—¿Y por qué colgaste los estudios? ¿Te cansaste de estudiar?

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Fran la miró sorprendido.

—¿Tu tía no te lo contó? Creí que te había hecho mi curriculum vitae.

—Desde que he llegado no hemos tenido tiempo más que para lanzar gritos de sorpresa y de temor.

Fran atrajo su atención hacia un nuevo espectáculo.

—¡Mira! Un destacamento de la Escolta Real. Parece como si lo hubiesen preparado para ti.

El autobús tuvo que pararse para dejarles paso, e Ivana admiró encantada los uniformes de chaqueta roja y pantalón blanco y los relucientes cascos.

—¿Será verdad que estoy en Londres? —comentó. Y luego se encaró con su compañero—: Ibas a decirme por qué te dedicaste a la dolce vita en lugar de hacerte abogado.

Fran se echó a reír.

—¡A cualquier cosa le llamas tú dolce vita! —Y poniéndose serio aclaró—: No pude seguir estudiando porque me quedé ciego.

Ivana le miró incrédula.

—¿Qué has dicho...?

—Que me quedé ciego. Bueno. No pongas esa cara de susto. Ya pasó.

Ivana miró aterrada aquellas pupilas tan llenas de azul y que desde el primer momento la sorprendieran.

—No... es... posible.

—Por desgracia, lo fue. No te he hablado mucho de mi padrino, que era un buen hombre. Un poco bohemio y loco, pero lleno de virtudes. Se hizo cargo de mí cuando me encontré sin familia a los doce años. No es que me recogiera y me llevara a su casa..., porque ni siquiera la tenía. Ya te digo que era un bohemio. Pero se ocupó de meterme en un gran colegio y de administrar honradamente el pequeño capital que dejara mi padre. Eso sí, en las vacaciones solíamos hacer un viaje juntos, lo suficientemente divertido como para ocupar el resto del año la imaginación de un chico. En uno de estos viajes sobrevino el accidente. Sí. ¡Otro accidente de coche! Éste fue el primero. Mi padrino fue la causa involuntaria, porque se durmió al volante. Empecé mi brillante carrera de «Fran el Muerto».

Trató de bromear, pero ella no sonrió, mirándole asustada, como si le descubriera en aquel momento. Vio la cabeza orgullosa, con la frente despejada y la mirada risueña y atrevida. La nariz correcta y la ancha boca, que parecía haber sido hecha para besar y sonreír. Observó junto a los labios una arrugas que antes no había adivinado, y también alrededor de los ojos. Huellas de sufrimientos pasados. Se preguntó cómo habría podido soportar la oscuridad durante... ¿cuánto...?

—¿Cuánto tiempo...? —dijo en alta voz, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

Y él adivinó que preguntaba cuántos años había estado en la oscuridad.

—Seis años —dijo escuetamente. Ivana se estremeció, e impulsivamente puso una mano sobre la suya, que la retuvo un momento —. Seis años, durante los cuales un muchacho se convierte en un hombre. Un hombre muy solitario, que dispone de demasiado tiempo para pensar. Hay una frase de Leonardo da Vinci que siempre me ha impresionado: «Si estás solo, serás todo tuyo.» La soledad de la ceguera es algo infinitamente cruel.

Casi sin voz, Ivana tartamudeó:

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—Debió de ser atroz...

—Lo fue... Pero no pongas esa cara tan triste. Repito que ya pasó. Gasté en clínicas y médicos el poco dinero que heredara de mi padre. El padrino me ayudó cuanto pudo, pero no podía mucho. A pesar de la ceguera, me vi obligado a trabajar para vivir. Un trabajo fácil, en la centralilla telefónica de una pequeña clínica. Me lo proporcionó un médico amigo. Este trabajo duró poco tiempo. Sólo dos años.

—¡Sólo dos años! —repitió Ivana dolorosamente, adivinando lo largos que podían llegar a ser aquellos veinticuatro meses.

—A los dos años vino en mi ayuda un gran oftalmólogo de Barcelona y el milagro se realizó. Me devolvió la vista. Al parecer, no tenía lesión, y todo había sido producido por una especie de trauma. Algo que nunca he logrado entender. Tuve la suerte de que el bueno de mi padrino tuviera la alegría de verme recuperado antes de morir. El resto ya lo sabes. Me dejó heredero de todas sus pertenencias..., que no eran prácticamente nada. Pero en el testamento hablaba de un pequeño terreno que había adquirido años atrás en la isla de Tenerife. Fui a visitarlo, sin grandes esperanzas. Imaginé que sería otro de aquellos negocios ruinosos del padrino. Pero ¿qué creerás que vi? —Sonrió al hablar, y sus ojos se iluminaron al describirlo —. Un trozo de paraíso, en la falda del Orotava. Un vergel junto al mar. ¿Imaginas lo que un hombre que pasara seis años en la oscuridad sentiría al contemplar aquello?

Al ver la expresión de su cara, Ivana lo entendió y creyó verlo también con los ojos de su imaginación.

—Decidí que allí estaba todo cuanto pudiera desear. Durante aquellos años, mi padrino se había dedicado a plantar flores, y en las islas Canarias, cualquier cosa que plantes resulta siempre espectacular. Un viejo amigo del padrino, que sabe más de flores que ningún otro hombre del mundo, le ayudaba en la tarea. El viejo Hipo. Un hombre simpático.

—¿Hipólito...?

—Hipo... de hipopótamo. Es muy gordo, y todos le llamamos así. Ahora, Hipo es mi mejor amigo y mi socio. Con él estoy organizando mi negocio de flores. Esas flores que tú tomas a broma.

—No las tomo a broma —protestó con remordimiento.

—En un principio, el padrino había edificado una especie de cobertizo, con cuatro paredes y un tejado de palma. Eché abajo aquel tejado y lo cubrí de bonitas tejas rojas. Añadí dos alas, abrí enormes ventanas para ver el mar desde todos lados. Hice una terraza aprovechando un declive del terreno..., encalé los muros..., y aquí me tienes, dueño de un hogar maravilloso. Ni un multimillonario podría conseguir nada más bonito. Claro que por dentro permanece vacío. Sólo hay una cama, en la que duermo, y una mesa, sobre la que como. Y dos sillas. Una para mí y otra para Hipo cuando viene a visitarme. También tengo un perro, que se llama Sol. Un gato, denominado Ventolera, que vive su vida y sale y entra cuando quiere, y un palomar, construido por Hipo, que está empeñado en preparar palomas mensajeras, aunque no siente la necesidad de enviar mensajes a nadie porque está solo en el mundo. Entre los dos hemos puesto en marcha el negocio de las flores. Tenemos también una pequeña y desvencijada camioneta, con la que servimos pedidos al Puerto de la Cruz. Vendemos muchas flores para los hoteles, pero necesitamos dinero para ampliar nuestro negocio y exportar flores a todas partes. Por eso vine a Londres. Una agencia de turismo me ofreció este viaje, que me convenía por dos motivos: ganar algún dinero y ponerme en contacto aquí con los importadores de flores y plantas. Lo demás ya lo sabes. Otro accidente de carretera..., otra vez en el hospital y «Fran el Muerto» más muerto que

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nunca. Apareció Dol como un hada madrina y mistress Donovan como un hada hospitalaria: »¿Por qué la Donovan no se imagina que soporta un volcán en su cocina...?

Se echó a reír, e Ivana respiró hondo, porque llevaba mucho rato conteniendo la respiración para escucharle. El Fran que descubría parecíale distinto del muchacho alborotado e intrascendente que protestaba medio en broma por su gabardina y que aceptaba sin alterarse todas las desagradables sorpresas de la vida, ya fuesen tormentos físicos o delegados secuestrados. En seis años de oscuridad, la tabla de valores humanos adquiere diferentes dimensiones, apasionándose por lo verdaderamente auténtico y menospreciando las futilidades de la vida. Y lo auténtico para él era el mar azul, la fecunda tierra de su finca, el leal Hipo, su perro Sol, el gato que vivía su vida. Le pareció que comprendía a Fran como nunca conociera a nadie hasta entonces. «Si estás solo, serás todo tuyo.» Ella también se había sentido muy sola a menudo.

—Te gusta el mundo sin sofisticar —dijo, respondiendo a sus propios pensamientos. Y él se alegró de que lo comprendiera.

—Exactamente... En cuanto mi negocio esté en marcha y rinda beneficios, concluiré los dos años que me faltan de carrera. Pero seguiré viviendo en «La Luz», porque eso es lo que deseo.

—¿Se llama «La Luz»...?

—Sí. Quiero que vengas pronto allí y mostrarte todo aquello.

Ivana suspiró.

—Mi porvenir se presenta en estos momentos envuelto en una gran nube negra. Superpoldo se hartará de una sobrina loca que vive su vida como tu gato Ventolera y me enviará de vuelta a casa. Manu me odiará...si no recupero la tarjeta...

—Supongo que tu ambición, como la de cualquier chica enamorada, será la de casarte con Manu.

Ivana suspiró de nuevo y se dijo íntimamente que estaba repleta de suspiros.

—Mi ambición es ésa —confesó —. Pero no la de Manu. Él no cree en el matrimonio. ¿Qué opinas tú?

Fran sonrió a medias.

—El matrimonio y la familia es una sociedad natural constituida por el instinto del hombre. Ninguna evolución conseguirá destruirla en sus puntos vitales... El hombre siente que la madre de sus hijos debe pertenecerle. Personalmente te diré que trataré de conservar toda la vida y para mí solo a la mujer a quien elija.

—No juzgues mal a Manu. Sus puntos de vista sobre todas las cosas son... totalmente distintos. Mi tía debe de haberte hablado muy mal de él. Pero yo me siento capaz de compartir a su lado todos los sinsabores.

Fran sonrió otra vez, y a ella le fastidió su sonrisa.

—Perdona... Me hace gracia el que digas «compartir a su lado todos los sinsabores». Podrías haber dicho «compartir las alegrías». Pero es que tu subconsciente te hace ver a Manu como a una estupenda fábrica de sinsabores...

—¡No quise decir eso! Pones tus palabras en mis labios.

Se inclinó hacia ella, y pudo percibir su grato olor a hombre joven y limpio.

—Me gusta poner algo mío en tus labios. Son muy bonitos. ¿No lo sabías? —Viendo que Ivana volvía el rostro hacia la ventanilla rehuyendo su mirada, volvió a reír bajito—. Supongo que Manu

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te habrá hecho muchos retratos. Eres un regalo para un pintor. Tu piel tan pálida..., tus ojos casi azul marino... o quizá violeta..., tu melena suave, con tantos reflejos... —Volvió a enrollar el largo mechón de pelo entre sus dedos.

—Manu no pinta retratos. Pinta sólo... cosas extrañas... Suele decir que no le gusta la pintura cuyo mensaje es demasiado evidente.

—Pues a mí me gusta el mensaje evidente de tu carita y de tu pelo. Pero, claro, yo no soy un gran artista.

—¿Quieres dejar mi pelo en paz? —protestó, desasiéndose de un tirón.

—Tienes una melena que echa chispas..., como tú. Por eso me agrada. —De repente miró por la ventanilla y se levantó —: Corre. Ésta es nuestra parada. Con tanto contarte mi triste historia, casi nos pasamos.

Corrieron hacia la salida, pero Fran tuvo que volver, porque olvidaban la vieja gabardina. La dichosa gabardina con tendencia a perderse. De nuevo se encontró Ivana en el barrio que consideraba como el feudo de Manu. Vagamente pensó que no estaría mal encontrarse con él yendo tan bien acompañada. Pero Manu no era celoso..., aunque Fran fuese un acompañante digno de tomarse en cuenta.

El acompañante se detuvo ante un puesto donde vendían frutas y adquirió dos hermosas manzanas, ofreciéndole a ella una.

—El caldo de gallina de la Donovan es alimenticio, pero insuficiente —comentó.

E Ivana pensó de pronto que tenía hambre y recordó con nostalgia el suculento desayuno que apenas había tocado en el hotel.

Tuvo que arrancar a Fran a duras penas del escaparate de la farmacia con la enorme dentadura reidora, y al fin tintineó la campanilla de la puerta del restaurante de Pietro Angelotti.

Por fortuna, allí estaba otra vez Pietro, distribuyendo de mesa en mesa spaghetti y valpolicella, y la reconoció en el acto. Su sobrino Leone, que no era tan tonto como su cara de eterno susto permitía pensar, habíale referido el grave problema de la signorina espagnola, en el que se mezclaban una gabardina desaparecida, salpicada de salsa de tomate, y la bella signorina, con ataque de nervios, que había bebido siete cafés expresso.

Desgraciadamente, nadie había aparecido para devolver la otra gabardina, con salsa o sin ella, y Fran e Ivana se encontraron de nuevo en la calle, con sus jugos gástricos protestando ante los deliciosos aromas de guisos y sus manzanas a medio comer.

Ivana se sintió desesperada. Él trató de darle ánimos.

—La probabilidad de encontrar aquí a míster Richards era mínima. Aunque el delegado lo dude, estoy seguro de que míster Richards y «Mr. X.» estaban confabulados. Es casi seguro que en estos momentos estén muertos de miedo por la fuga del delegado. Y se me ocurre una idea. ¿Por qué no vamos a la casucha a echar una ojeada? ¿Por qué nos empeñamos en creer que ellos puedan asociar el cambio de gabardina con la huida del secuestrado?

—Por la llave olvidada en el bolsillo.

—Pero eso no les consta. Medrano pudo haber salido con alguna otra llave que sirviera. De cualquier modo, actuaremos como si se tratara de una pareja absolutamente inocente y ajena a cualquier clase de raptos. Una pareja de italianos, los señores Bertolini, que anoche cenaron en la trattoria y cambiaron su hermosa gabardina por esta birria.

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—Si fuésemos inocentes..., posiblemente haríamos eso —admitió Ivana, animada —. Lo que hice yo misma. Al encontrar el sobre con la dirección de míster Richards..., me dirigí allí.

—Exacto.

—Intentémoslo, signor Bertolini. Si tú te atreves, me atreveré yo.

Se echaron a reír..., porque eran jóvenes y sentían el cosquilleo de la aventura.

—Cogeremos un taxi... —sugirió Ivana. Y antes de que él pudiera protestar, anunció—: ¡Yo lo pago!

«¿Qué habría podido hacer en Londres si hubiese habido huelga de taxis?», pensó Ivana, medio divertida. Como siempre, los minutos contaban, y ya Superpoldo estaría reclamando las píldoras azules o rosa, sacudiendo el pie de los calambres.

Aquellas píldoras que ella transportaba en el horrible bolso que pesaba lo suyo y del que no podía separarse. En el interior, los frascos se entrechocaban. Era la música de fondo que la acompañó desde su llegada a Londres.

—Mi tío está loco —pensó en voz alta mientras corría tras su compañero, con la boca llena de manzana.

Y Fran volvió la cabeza para preguntar qué era lo que decía.

—¡Que mi tío está loco! —gritó —. Pero temo que nosotros estamos tan locos como mi tío...

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A la luz del día, los muelles, con su gran actividad y sus enormes depósitos de mercancías, no le parecieron a Ivana tan siniestros. En la calle por donde anduviera la noche anterior, el río se estrechaba y sólo navegaban por él algunas lanchas carboneras o algunas barcazas de transporte que entremezclaban el ruido de sus sirenas.

El suelo estaba lleno de desperdicios y de barro tras la lluvia nocturna.

—Parece el fin del mundo —comentó Fran sin perder su aire tranquilo, como si estuviera gozando de una bonita excursión —. ¿Estás segura de que era por aquí?

—Encontré el taxi en aquella esquina, junto a la cabina del teléfono.

—Menudo susto me diste. Me dejaste con la palabra en la boca y sin saber lo que te ocurría. Dol se puso tan nerviosa que me volcó la sopa encima.

—La casa que buscamos está completamente aislada de las otras. Un refugio ideal para un bandido. Carece de ventanas bajas, y para llegar a la puerta hay que subir por unas escaleras de madera que forman una especie de puente sobre una hondonada. ¿Estás oyéndome...?

—Te oigo. Te oigo con tanta atención que temo que me haya crecido una tercera oreja. Y según tu brillantísima descripción, me parece que la casa, por llamarla así, debe de ser aquélla. La que parece sostenerse de milagro.

—¡Esa es! —reconoció Ivana, con ligero temblor.

—No te pongas tan nerviosa. Recuerda que eres la señora Bertolini. Mi tierna esposa. Recuerda también que en casa nos esperan tres chiquillos llorones pero guapos.

—Espera... Tengo miedo. Esperemos un poco. Desde aquí podremos ver si alguien entra o sale.

Aguardaron casi diez minutos en inútil espera. En el edificio de ladrillos rojos, deslucidos por el humo y el tiempo, no se descubría signo de vida.

Echaron a andar y, en un arranque de decisión, subieron los inseguros peldaños de madera y tocaron la mohosa campanilla. Aferrada al brazo de Fran, Ivana trataba de disimular su temor. Miró a Fran y le vio sereno, consciente de su papel de signor Bertolini, y rió con risa nerviosa. Él la miró y sonrió también.

—En caso de peligro, yo gritaré «¡Pericles!», y tú echarás a correr. ¿Has entendido?

—Conforme.

Pero no tuvieron que decir «¡Pericles!», porque la puerta no se abrió ni a la primera ni a las subsiguientes llamadas. Tuvieron que convencerse de que no había nadie dentro.

—Vámonos. Con la fuga del delegado se habrán asustado, y no se atreverán a volver por aquí.

—Me gustaría echar una ojeada.

—Podría vernos alguien... Eres casi abogado, ¿no?... Un allanamiento de morada debe de tener su hermoso castigo.

Sin embargo, mientras hablaba sacó la llave del bolso de las medicinas y se la entregó. Fran miró alrededor, para cerciorarse de que nadie los miraba, y metió la llave en la cerradura.

El mismo olor rancio de la noche anterior hirió sus olfatos. Era indudable que aquella habitación olía a disgustos. La luz del día entraba débilmente por un pequeño ventanuco situado a gran altura. Ivana se atrevió a encender el quinqué. El catre sobre el que descansara Medrano estaba

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vacío, con la arrugada manta a los pies. Perdió la esperanza de encontrar allí la gabardina de «El Muerto». Nada parecía haber cambiado desde la noche anterior.

—¿Qué hay arriba? —preguntó Fran a media voz.

—¿Arriba? —Ni siquiera se había fijado en que detrás de la puerta había una escalera que debía de conducir a alguna parte —. Habrá un desván.

—Subiré un momento. Y recuerda: «¡Pericles!»

Se quedó sola abajo, y cuando empezaba a lamentarlo con un escalofrío de temor, vio regresar a Fran, completamente alterado.

—Hay... un hombre muerto allá arriba. Larguémonos de aquí.

—¡Un hombre muerto! ¿Estás seguro...?

—Está tirado en el suelo del desván con una herida en la cabeza. Estos tipos son más peligrosos de lo que creíamos. Vámonos, preciosa.

—¿Y si es otro... delegado? —comentó tontamente Ivana.

—¿Crees que coleccionan delegados como cajas de cerillas? ¿Con qué objeto...?

—No lo sé. Pero deberíamos cerciorarnos. Puede no estar muerto y necesitar auxilio. Soy enfermera... y llevo un botiquín.

—Sería mejor marcharnos —aconsejó Fran, aunque ya se dirigía hacia la escalera —. Ésta es la casa del terror.

En el desván, de techo inclinado, sólo había una bicicleta rota en dos mitades, unos maderos arrinconados y el hombre caído de bruces, con un feo golpe en la nuca.

Ivana contuvo sus deseos de echar a correr gritando, mientras Fran se inclinaba para dar vuelta al cadáver.

Se trataba de un hombre corpulento, de mediana edad, con buenas ropas. El pseudo cadáver comenzó a dar signos de vida, lanzando gruñidos ininteligibles.

—No está muerto —sentenció Ivana —. Estamos ante un nuevo secuestrado.

Y al escuchar su propia voz, comenzó a reír con un ataque de nervios, hasta que Fran tuvo que sacudirla, imponiéndole silencio.

—¡Cálmate...! No pierdas la serenidad... Van a oírnos...

—Es... que... es... tan gracioso... encontrar delegados por todas partes... —jadeó Ivana, quedándose al fin completamente seria.

—Saldremos de aquí, y desde la cabina llamaremos a la policía para que envíen una ambulancia. No puedes mezclarte en otro lío, Ivana.

Pero ya el herido trataba de incorporarse y quedaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, mirándoles con expresión vaga. Ivana lanzó un grito al reconocerle de repente.

—¡Dios santo! ¡Si es Manos Grandes...!

Fran la miró, temiendo que se hubiese trastornado.

—¿Quién es Manos Grandes...? No sabía que estuvieses tan bien relacionada en Londres.

Ivana empezó a dar vueltas por el desván, tropezando con uno de los restos de la bicicleta.

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—Es Manos Grandes... Le bauticé así porque tiene unas manos enormes. Es el extranjero que quería comprar todos los cuadros de Manu... ¡El dueño de la tarjeta! —aclaró entre quejidos, mientras se frotaba el tobillo raspado.

Fran comprendió al fin.

—La tarjeta que dejaste dentro de mi gabardina. Ahora lo comprendo. ¿Cómo no lo pensamos antes?

—¿El qué? —gritó Ivana, con la cabeza trastornada.

—Al comprobar la fuga del delegado y ver que la cerradura de la puerta no había sido rota, pensarían en la llave. La llave que estaba en el bolsillo de la gabardina que se había llevado un desconocido. Rebuscaron en la mía y encontraron la dirección de Manos Grandes. Creyeron que él era el enemigo.

—Agua..., por favor —dijo el hombre en inglés.

Y los dos le miraron consternados, e Ivana bajó con presteza, recordando la pila goteante del piso inferior. Subió en seguida con un cacharro lleno de agua, que Manos Grandes bebió con avidez. Con el resto se enjugó la cara. Al llevarse la mano a la nuca hizo un gesto de dolor.

—Me siento muy mal. ¿Por qué me han traído aquí?

Su voz le recordó a Ivana la escena de la tarde anterior, cuando escogió los cuadros de Manu, ante el asombro de todos:

—Éste..., y éste..., y éste...

—Nosotros no le hemos traído —declaró Fran, inclinándose hacia él—. Vinimos por... casualidad... a visitar este edificio desalquilado. Nos dieron la llave en la agencia —urdió con rapidez.

Y miró a Ivana, que asintió con la cabeza.

Pero Manos Grandes estaba tan mareado que apenas entendía lo que se hablaba. Tuvo que repetirle la explicación. Y él explicó a su vez:

—No acabo de comprenderlo. Esta mañana, cuando salía de mi departamento, dos individuos armados me obligaron a subir a un coche. Me trajeron aquí y empezaron a hacerme unas preguntas sin pie ni cabeza. Querían saber dónde estaba un individuo cuyo nombre no recuerdo... Les aseguré que no le conocía, pero no me creyeron. Uno de ellos me golpeó en la cabeza. Con la pistola, supongo... Mi nombre es Heribert Muller y soy súbdito alemán.

—Será mejor que nos vayamos antes de que se les ocurra regresar —insinuó Ivana —. ¿Puede usted andar?

—Me duele un tobillo. Debo de habérmelo torcido al caer.

—Trataremos de ayudarle.

—Gracias. Ha sido providencial que vinieran acá. No fue fácil ponerle de pie ni ayudarle a bajar las vacilantes escaleras. La escena de la noche anterior se repetía. Ivana creyó ser una actriz que diera una nueva representación de su papel. Por fortuna, ahora estaba Fran a su lado y fuera había luz... y sol... y gente.

Volvió a cerrar con llave al salir. La utilísima llave de míster Richards. Ni siquiera se les habría pasado por la cabeza que alguien la volviera a utilizar tras la liberación de Medrano. Aquél debió de parecerles el refugio más seguro, a donde Medrano y sus partidarios no volverían a ir.

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El aire fresco reanimó algo al señor Muller. Agarrado al brazo de Fran, avanzó unos pasos, tambaleándose. Ivana le echó sobre los hombros la maltrecha gabardina de míster Richards y caminó tras ellos. ¿Era posible que le sucediera lo mismo dos días seguidos? La próxima vez la raptarían a ella. Lo mejor sería abandonar aquel Londres peligroso y regresar a Madrid, con su tía Mila y su agradable y tranquila vida.

—Podemos acompañarle hasta la comisaría de policía —sugirió Fran —. Allí le dejaremos. No queremos vernos complicados en un lío.

—Yo tampoco quiero ir a la policía —declaró Manos Grandes —. Deseo ir a mi casa.

Se separó de Fran y, apoyándose en un cobertizo que despedía olor a salmuera, empezó a vomitar.

«Y todo esto por mi culpa —pensó Ivana, atormentada —. Si yo no hubiese dejado la tarjeta del señor Muller en la gabardina de Fran, el pobre hombre se hubiese ahorrado todo este suplicio.»

Fran le indicó por gestos que se quedase con Muller mientras él iba por un taxi, y mientras duró la angustiosa espera, Ivana auxilió como pudo a su víctima.

¡Con tal que no estuviera tan mal herido que ya no se interesase por comprar cuadros en el resto de su vida!, pensó, abrumada. Por suerte, no la había reconocido, lo cual no era raro en el estado en que se encontraba. Por otra parte, apenas le había dirigido una mirada distraída la noche anterior, con su atención concentrada en los cuadros.

Llegó Fran con el taxi salvador. A duras penas consiguieron meter dentro a Manos Grandes. El taxista era un hombre menudo, con una bufanda escocesa rodeándole la garganta y que encogía la cara con tics nerviosos.

—Ha bebido más de la cuenta —dijo señalando a Manos Grandes con un pulgar manchado de nicotina —. Beber es la perdición de los hombres —decretó tendiéndoles un folleto impreso —. Pertenezco a la Liga Antialcohólica. Cuando recobre el juicio, léanle eso despacito. ¿Adónde vamos?

Ivana sacudió al inerte Manos Grandes.

—¿Adónde vamos...?

Pero Manos Grandes no estaba para conversaciones. Su rostro presentaba un tinte verdoso cada vez más virulento. Ivana le entregó un puñado de pañuelos de papel, extraídos del maletín mágico.

—A Chelsea —decidió dándole al chófer la dirección de mistress Donovan. Y ante la mirada reprobadora de Fran, se excusó —: Allí decidiremos y registraremos su cartera, para ver dónde vive. ¿Qué otra cosa podemos hacer...? Y no se te ocurra hacer ahora un pareado, o vomitaré yo también.

Y otra vez tía Dol tuvo que recibir, entre gritos, más mercancía averiada.

—Pero ¿me traes otro cojo...? —gimió viendo avanzar a Manos Grandes haciendo equilibrios con su tobillo torcido—. ¡Ivana! ¡Esta vez te has propasado!

Con las mejillas rojas de vergüenza, su sobrina trató de explicarle nuevamente que se había encontrado con «aquello» en el mismo sitio y lugar donde encontrara al «otro». Y que se sentía responsable de la desgracia de la nueva víctima, por culpa del cambio de gabardinas.

Dol se retorció las manos, repitiendo, como un disco estropeado:

—¿Y ahora dónde escondo yo a éste...?

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Pero Ivana se apresuró a explicarle que a aquél no era necesario guardarlo en la alacena. Que lo único que harían sería esperar a que se recobrase un poco...

—... o a que se muera... —apuntó «El Muerto» con voz tétrica.

E Ivana le lanzó una rencorosa mirada por lo que consideraba una traición.

Era indispensable que ninguno de los dos secuestrados se conocieran, para que el lío no aumentara, por lo cual Dol dio una vuelta de llave a la cerradura de su dormitorio, donde don Carlos Medrano esperaba, haciendo solitarios, a que llegase la noche para interpretar el último capítulo de su comedia.

En el sofá de la cocina, Heribert Muller se bebió, a instancias de Dol, la consabida fine cup of tea, con las dos aspirinas subsiguientes, que esperaba permaneciesen dentro de su estómago.

Luego se encaró con su sobrina en español:

—Tienes que perder la costumbre de traerme a casa a todos los cojos que encuentres, Ivana. Cojos, secuestrados, impedidos... No doy abasto. La Donovan, «El Muerto», el delegado y este enorme señor que no sé cómo se llama ni en qué idioma habla.

—Perdóname, tía... Yo no tengo la culpa. Lo hemos encontrado por casualidad... Ya sabes lo que a mí me ocurre siempre. Recuerda lo del diente.

—¿Qué diente? —rugió Dol, que en aquel momento no se acordaba de nada.

—El diente de oro de tía Mila que yo encontré en la playa...

—Déjate de dientes de oro y a ver cómo me quitas de encima este gigantesco estorbo. Parece mentira que tú hayas colaborado en esto, «Muerto». Te creía más sensato.

Fran se encogió de hombros, confuso, y mostró las palmas de sus blancas y puras manos, para demostrar que no era culpable.

—Si creéis que voy a esconder en casa a otro perseguido por Scotland Yard, estáis muy equivocados. Hay que recordar que ésta no es nuestra casa. Aunque no lo parezca, es la de mistress Donovan. Cualquier día se enterará de todo y nos echará a escobazos. Como su sobrino, el «heredero ansioso», se huela algo y venga de Liverpool, veremos dónde acabamos todos. Secuestrados..., pero en la cárcel.

—Tía, no seas pesimista.

—Bien está lo de Medrano... Confieso que es un hombre fuera de serie... que me está gustando un rato largo. Pero este rinoceronte mareado... ¿Cómo se llama?

—Si ya te lo he dicho.

—No me has dicho nada.

—Se llama Heribert Muller y es el alemán que quería comprar los cuadros de Manu.

De nuevo tuvo que explicar toda la historia, que casi le parecía ya una historia antigua que le hubiera contado otra persona. Dol, que al oír mencionar a Manu se había puesto en guardia, aprovechó para dedicarle un par de epítetos poco agradables, que su sobrina fingió no oír.

—Hay que averiguar dónde vive, para sacarle de aquí rápidamente —aconsejó Fran.

Y acercándose al pobre hombre, le ofreció:

—¿Quiere que telefonee a su Embajada?

—No, no —suplicó con presteza —. Si me permiten descansar un minuto, me sentiré mejor.

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—Parece imposible que sea el mismo caballero de anoche —comentó Ivana —. Tan robusto, tan elegante...

—Pues ahora sólo parece robusto —concluyó Dol, sin delicadezas.

Le sirvió una segunda taza de té, como remedio para sus males.

—Gracias... Son ustedes muy amables... No sé cómo agradecer...

Fran guiñó un ojo a Ivana. Un guiño que quería significar:

«¡Eso es! Agradécele, encima, el que te haya metido en un lío que casi te cuesta la vida...»

Reanimándose un poco, Muller miró alrededor y, como una damisela que se recuperase de un desmayo, preguntó:

—¿Dónde estoy...? ¿Qué casa es ésta?

—Mi casa —atajó Dol, que no consideró oportuno hablarle de mistress Donovan para no volverle loco del todo. La buena señora se hallaba arriba, como siempre, con su quimono y su peluca de Butterfly, rodeada de recortes de periódicos en los que se la ponía por las nubes —. Mis sobrinos le han encontrado, y como no sabían dónde llevarle, le trajeron a casa. —Estuvo tentada de añadir: «Éste es el depósito de cadáveres.»

—Es necesario que le vea un médico, señor Muller. Tiene usted un mal golpe en la cabeza—aconsejó Fran—. ¿No va a denunciar el asalto a la policía?

Muller agitó la cabeza negativamente.

—No..., no. De ningún modo. Permítanme que les explique... Han sido tan amables conmigo, que les debo esta franqueza. No me convienen los escándalos. No deseo llamar la atención de las autoridades. Mi profesión es delicada..., muy delicada. Compro cuadros y objetos de arte por cuenta de una galería de Fráncfort, donde resido. A veces..., no siempre, por supuesto..., a veces abuso de la confianza que deposita en mí la gente de las aduanas... Me perjudicaría mucho un escándalo de esta clase, que haría que la policía me observase demasiado. —Miró a Dol, considerándola el jefe del grupo —. No me explico quién se ha atrevido a asaltarme y a golpearme. Sé que tengo algunos enemigos en la profesión, pero nunca pensé que llegaran a tanto...

Ivana se dijo a sí misma que Heribert Muller se pasaría el resto de su vida pensando en aquello, sin encontrar explicación.

—No me han robado nada —comprobó Muller registrando su cartera —. De todos modos, tomaré mis precauciones..., pero no presentaré denuncia alguna. —Sacó una tarjeta, con el mismo gesto con que lo hiciera la noche anterior, y se la entregó a Dol —. Ésta es mi dirección, señora, por si alguna vez puedo serle útil en algo... Ahora, si me lo permiten...

Se levantó trabajosamente, y Fran se apresuró a ayudarle.

En el mismo instante sonaron fuertes golpes en el techo, y la lámpara de la cocina se balanceó como un barco bajo el huracán.

—¡Es mistress Donovan! —se alarmó Dol—. Metemos demasiado ruido. El que esté sorda por su edad no quiere decir que sea un tabique...

Subió de dos en dos los escalones. Su instinto melodramático la hacía estar siempre preparada para lo peor. Pero mistress Donovan sólo quería que acercase su sillón al piano, porque tenía ganas de tocar y cantar. La visita de las muchachas de la «Music School» la había excitado. También deseaba a fine cup of tea y la cariñosa compañía de Dol.

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Llevaba la peluca de Madame Butterfly completamente echada hacia la nuca, lo que le daba un extraño aspecto. Pidió que se la quitara, y recordó la frase de Dol, con cómico acento:

—Ésta es de las que ya no usa ni su tatarabuela Úrsula.

Hizo prometer a Dol que aplaudiría cuando acabase de cantar el aria y le pidió que se sentara junto al piano.

Desde el dormitorio donde continuaba encerrado, el delegado de Santibera escuchó aquella horrenda algarabía y se sintió estremecido hasta lo más hondo de su ser. Se encomendó a San Ovidio, patrón de Santibera, creyendo que algo muy grave ocurría.

Hundido en el incómodo sofá de la cocina, donde de nuevo se había dejado caer sin fuerzas, el segundo secuestrado se levantó de un salto, gritando en alemán:

—¿Qué atrocidad es ésta...?

Pero no ocurría nada. Era sólo que mistress Donovan estaba cantando.

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En el salón de sesiones del Congreso continuaba la lucha verbal entre los exhaustos delegados. Habían pasado las horas gastando sus energías hablando de Santibera, pidiendo créditos unos a otros como si se hubieran vuelto locos y charlando amistosamente en el bar, entre tragos de whisky, para recobrar fuerzas.

«Así que... esto es un Congreso internacional», pensó Ivana mientras ocupaba su puesto entre el auditorio, más escaso que el de por la mañana. El asiento que había ocupado a su lado el «cazador de zorros» estaba vacío, lo mismo que el resto del banco, por lo que su figura y el botiquín de las medicinas debían de ser muy visibles desde la tribuna presidencial, donde Superpoldo fingía escuchar ensimismado el larguísimo discurso del delegado norteamericano, que, con mirada fiera, exigía cifras concretas, para saber, a fin de cuentas, lo que toda aquella pesada historia del Congreso y aquel blablablá les iba a costar a ellos, como eternos banqueros del mundo.

Ivana cerró los ojos y se retrepó en el asiento. Podía decir que había recorrido todo Londres sin haber visto nada. Sólo calles y más calles, y secuestrados y más secuestrados... Cuando en el futuro hablase de Londres, se vería a sí misma buscando taxis frenéticamente, para atravesar barrios desconocidos con el corazón rompiéndosele en el pecho.

La última y reciente carrera a través de la ciudad acababa de tener un final decepcionante. Mientras «El Muerto» acompañaba al mal herido señor Muller a su casa, ella había corrido, blandiendo la tan deseada tarjeta, en dirección a la exposición de pintura callejera. En dirección a Manu. Pero no halló a Manu, ni tampoco el menor rastro de la exposición, que había sido clausurada aquella misma mañana, en vista de su triste fracaso. Todos los cuadros habían sido retirados, y nadie supo decirle en dónde podría encontrar a los expositores.

¡Había perdido la pista de Manu, tragado por la inmensa ciudad!

Después de tantas horas de lucha, tenía la sensación de haber llegado al desastroso final. Desde hacía veinticuatro horas luchaba contra un destino adverso. Un destino malintencionado que parecía burlarse de ella. La animosa presencia de Fran a su lado había sido la única nota feliz del día. Sin él no habría podido soportar la repetida y dramática escena de rescate, en la horrible casucha del muelle. Jamás volvería por allá, para no correr el riesgo de tener que rescatar diariamente a un tipo raro. En cuanto regresara al hotel, tiraría por la ventana la llave de la fatídica puerta.

Volvió la cabeza al escuchar una discreta tos a su espalda. Un ordenanza le tendía una bandeja con una carta.

—Perdón, señorita. Se la envía el señor presidente. Desdobló el papel y leyó:

«¿Dónde demonios has estado? ¡Estoy muerto de calambres!»

Ni siquiera firmaba. Alzó los ojos para mirar a Superpoldo, que a distancia le devolvió la mirada con expresión furiosa. Le dedicó una sonrisa de sumisión rastrera y abrió el bolso, sacando el frasco de las píldoras azules, envolviendo cuatro en un trocito de papel.

—Entrégueselas al señor presidente y llévele un vaso de agua, por favor —rogó al ordenanza, haciendo ademán de beber, para que la entendiera mejor —. Water for the President.

A lo cual el empleado respondió con una serie de «¡Ah!... ¡Oh!... Yes!...'», alejándose a cumplir su misión.

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Trató de explicar con gestos a su tío que las píldoras iban ya en camino, y dos o tres delegados alzaron los ojos para mirarla, por lo cual las cejas de Superpoldo se encresparon como dos insectos peludos, e Ivana se achicó en el asiento tratando de hacerse invisible.

El guapo delegado de Santibera, el latin lover ideal, no estaba en su escaño. Se preguntó dónde estaría y si el mensaje de «Pericles» habría llegado a su destino. Le hubiera gustado convencerse de que el anónimo le había devuelto su paz de espíritu.

Convendría que su padre, el delegado, abandonase pronto la casita de Chelsea, porque se daba cuenta de que tía Dol perdía la chaveta por él. Y ya se sabía. Los amores frustrados de tía Dol acababan siempre en lágrimas y en régimen de adelgazar. Las primeras semanas apagaba la tristeza devorando bocadillos y pasteles a todas horas. Engordaba horriblemente, y cuando empezaba a sentir que su corazón entraba en convalecencia, veía el tamaño de sus caderas y empezaba un feroz régimen de adelgazamiento, obligando a toda la familia a imitarla.

Consultó su reloj y vio que eran las cinco de la tarde. No había comido nada en todo el frenético día, a excepción de la taza de caldo y la manzana. Al recordar a Fran y a sus manzanas, sintió ganas de reír. Evocó sus risueños ojos, y no pudo imaginárselos sin luz. Por absurdo que pareciera, sentía cariño por los ojos de Fran...

Tenía hambre. Aún le quedaba dinero suelto de las libras que le prestó Florián Guevara, a quien, por cierto, tampoco veía por ningún lado. Recordó la existencia del bar, y decidió subir a tomar un sándwich y un whisky bien inglés que levantaran su moral.

Para su tranquilidad de conciencia, esperó a ver como Superpoldo ingería las pastillas y el vaso de agua que le presentaba el ordenanza. Y una vez convencida de que su tío ya no alzaría la vista hacía ella en mucho rato, abandonó el salón.

En el vestíbulo reinaba la misma animación que por la mañana. Se abrió paso por entre los grupos de desconocidos, tratando de conseguir un puesto al sol. O lo que era lo mismo: un taburete alto junto a la barra del bar.

Lo consiguió sin excesiva lucha, porque los hombres de todos los países tenían algo en común: se sentían bien predispuestos hacia una chica joven y bonita que sonreía pidiéndoles paso. Pronto se encontró ante un enorme sándwich de pollo y un vaso de whisky on the rocks. Al primer sorbo se sintió ya mejor. Pensó que la vida no era tan desagradable como le pareciera minutos antes. Posiblemente, todo se arreglaría. Se encontraría con Manu en la calle y caerían el uno en brazos del otro. Ella siempre encontraba todas las cosas. No tenía más que acordarse del diente de oro de tía Mila.

Sin saber por qué, pensó de pronto en su hermana Sara y en si ella se habría visto metida en tan enredadas historias. Trató de imaginarse a Sara sentada en su lugar, sobre aquel taburete del bar, pero no lo consiguió.

Desde lejos descubrió al impecable Florián Guevara, que, acompañado de un grupo de señores, se dirigía hacia ella. Se sobresaltó al reconocer entre el grupo a Ernesto Medrano. Su morena palidez, sus ojos dramáticos y su aire lánguido le hacían destacar entre los demás. Una campanita de alerta comenzó a sonar en su cabeza.

Florián no se entretuvo en saludos.

—¿Por dónde andaba usted? Nos hemos vuelto locos buscándola.

Con la extraña rebeldía que le prestaba el whisky, Ivana sostuvo su reprobadora mirada.

—Salí a tomar el aire. Los discursos me marean. Escuché nueve, y me dije: «¡Basta!»

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Sin dignarse contestarle, Florián se volvió hacia los otros.

—La señorita Ivana Lorca, sobrina del presidente —presentó con solemnidad —. Estos señores de Scotland Yard desean hacerle unas preguntas.

Casi se cayó del taburete. Soltó el magnífico sándwich, que cayó desmayado sobre el plato. Trató vanamente de sonreír, y al fin decidió beberse todo el whisky de un trago.

—¿Scotland Yard...? —repitió —. ¡Qué emocionante...! Siempre deseé ver de cerca a un detective de carne y hueso —. Miró a Ernesto Medrano, poniéndole por testigo de tanta emoción, pero el hijo del delegado trataba de parecer desinteresado de la escena.

Uno de los inspectores le mostró un papel.

—¿Ha visto antes esto, miss Lorca? —preguntó en inglés.

Ivana parpadeó y acercó el pliego a sus ojos como si fuera miope.

—«¡Viva Pericles!» —leyó en voz alta. Y soltó una risita ingenua—. ¿Qué significa...? ¿Es el título de una película...?

Florián miró a los inspectores haciendo un movimiento de cabeza que significaba: «¿No se lo dije a ustedes...? ¡Completamente bobita! No pierdan su tiempo con ella.»

Pero los policías eran tercos. Tercos... y terriblemente serios, aunque le hablaran con cierta deferencia, por tratarse de la sobrina del presidente del C. E. E.

—Esta mañana, alguien la vio poner una carta sobre el mostrador de la centralilla telefónica, en el vestíbulo. —Se volvió hacia un hombre que formaba parte del grupo. Ivana observó, por su uniforme, que se trataba de un empleado —. ¿Está seguro de que vio a miss Lorca poner un sobre encima del mostrador?

El hombre la miró con fijeza. Llevaba gafas cabalgando sobre una nariz que debería haber sido operada sin piedad muchos años antes.

—Estoy cierto, señor. Me fijé en miss Lorca cuando entró esta mañana con el séquito del señor presidente. Al mediodía la vi dirigirse hacia la calle. Venía de los lavabos; al menos, eso me pareció. Antes de salir dejó el sobre encima del mostrador de recepción. Yo me había alejado un minuto, y contemplé toda la escena cuando regresaba.

Ivana se echó a reír. Jamás, en el resto de su vida, ninguna otra cosa le costaría tanto esfuerzo como aquella risa, toda hoyitos y alegría, destinada a aturdir a los inspectores.

—¿Se refiere a un sobre alargado...? En efecto, cogí del suelo una carta, en el lavabo de señoras. No sabía qué hacer con ella y la dejé en el mostrador. —Abrió mucho los ojos, para que pudieran admirar sus pupilas color violeta —. ¿Hice algo malo? El sobre estaba en el suelo y temí que se le hubiese perdido a alguien.

—¿En el tocador de señoras...? —se extrañó el detective.

—Sí. Bajo uno de los lavabos.

Los policías se miraron perplejos.

—Es raro... Muy raro.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Ivana, continuando su representación —. Espero que no sería una de esas cartas modernas que encierran bombas. Sólo de pensarlo me siento mal. Y... ¿quién es Pericles...?

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—Pericles...—puntualizó Florián, muy digno—. Hombre de Estado ateniense que vivió y gobernó quinientos años antes de Cristo.

—¿En serio? Pues es un nombrecito muy gracioso. Pensaba que podría referirse a un gato o un perro... O quizás a un loro.

Ante la palabra «loro», la estatua de mármol recobró vida. Los ojos color carbón relampaguearon tras las largas pestañas, y Ernesto Medrano lanzó a Ivana una rápida y curiosa mirada. Luego volvió a fijar la vista en un punto indefinido.

—Ya les dije que la carta nada tenía que ver con el secuestro de mi padre, señores —dijo con una aterciopelada voz de barítono que estaba de acuerdo con el resto de sus atractivos —. A menudo me ocurren cosas semejantes, cuando asisto a reuniones y conferencias. Algunas..., ejem..., algunas señoritas me envían mensajes sin sentido para gastarme bromas.

—¡Qué atrevidas! —comentó Ivana, coqueteando. Las comprendía perfectamente. Aunque fuese un hombre serio dedicado a la política, Ernesto Medrano recibiría cartas femeninas en donde quiera que se encontrase. Pero en aquella ocasión estaba segura de que había comprendido el mensaje y estaría reventando de curiosidad por averiguar cómo la sobrina del presidente Lorca estaba mezclada en el complot.

—No hay razón ninguna para que se ponga en duda la versión de miss Lorca —apoyó severamente Florián, decidiendo que era preciso defender el buen nombre de la sobrina de su jefe.

Ivana le obsequió también con otra sonrisa y se bajó del taburete, sin dirigir una mirada al olvidado sándwich de pollo. Todos juntos salieron del bar en dirección al salón. Iba a concluir la sesión de tarde con la votación del crédito a Santibera, y todos los delegados regresaban a sus puestos. El vestíbulo estaba de nuevo vacío.

—La señorita Lorca es una joven muy formal, de severas costumbres. —Florián hablaba a media voz a los inspectores —. Su tío se preocupa mucho de ella. No creo que se atreviera por iniciativa propia a enviar mensajes estúpidos a ningún hombro. Y mucho menos en la triste situación en que se encuentra don Ernesto Medrano por el motivo que todos conocemos.

El aludido se detuvo en seco, con gesto digno.

—Señor Guevara: no creerá que insinúo que la señorita Lorca sea la autora de esa insulsa broma...

—No creo nada, señor Medrano. La señorita Lorca ha dado ya su versión del incidente, que debemos aceptar todos.

—Por mi parte, quedó aceptada en el acto —replicó el ciudadano de Santibera, con tan noble ademán, que Ivana sintió deseos de aplaudir.

—Por nuestra parte, también —admitió con un leve encogimiento de hombros, que para Ivana suponía la libertad, uno de los inspectores.

No era guapo, ni muy joven, ni elegante como el hijo del delegado, pero, en cambio, para no estar totalmente desheredado en el mundo, guardaba en su bolsillo una insignia de Scotland Yard que impelía a la gente a prestarle suma atención.

Satisfecho y para redondear el asunto, Florián lanzó entre sonrisas su última explicación confidencial:

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—La sobrina de nuestro presidente visita Londres por primera vez. Nunca hasta ahora había salido de Madrid ni de la tutela de una anciana tía. Supongo que estará ansiosa por conocer esta bella ciudad, pero confieso que hasta el momento no nos fue posible llevarla a dar un paseo. Desgraciadamente, ella no conoce a nadie aquí...

Y como si un hado perverso se burlara de él y se propusiera desmentirle, en el mismo instante Ivana se detuvo en seco y lanzó un grito de sorpresa. En la puerta de la calle, discutiendo con el portero, de impresionante uniforme, y con dos policías que trataban de impedirles el paso, se hallaba un grupo heterogéneo que hubiera podido formar parte de la manifestación capilar exhibidora de pancartas en favor de Santibera. El resto de dicha manifestación se hallaba aún sentada por las aceras frente al Congreso, con las pancartas rotas, pensando de qué se podría protestar al día siguiente o si sería más divertido asistir al Festival de Música Dodecafónica en el Albert Hall.

Sin embargo, el terceto de jóvenes rebeldes que discutía con el portero no pertenecía al grupo manifestante, sino que se trataba ni más ni menos que del culpable de todos los sinsabores acaecidos a Ivana desde que pusiera el pie en la Gran Bretaña.

Dudó sólo unos segundos, porque había algo diferente en él que la hizo vacilar. Luego se dio cuenta de que se trataba de un hermoso bigote al estilo de los antiguos generales mejicanos, que volvía a estar de actualidad.

Roja de emoción, gritó:

—¡¡Manu...!! —y echó a correr ante el estupor de sus acompañantes, cayendo en brazos del jefe del abigarrado grupo.

—¡Ivana! —se regocijó él, alzándola casi del suelo —. ¿Desde cuándo andas mezclada con los importantes del mundo? ¿Sabes que no se nos permite entrar...?

Florián Guevara, convertido en estatua de piedra, apenas se atrevió a mirar a los inspectores. Aún vibraban en el aire los ecos de su inoportuna frase: «Desgraciadamente, ella no conoce a nadie aquí...»

Y allí estaba, desmintiéndole, un monstruo greñudo, vestido a la moda de Carnaby Street, con pantalones extravagantes color naranja, camisa de flores azules y una especie de piel de cabra cubriendo todo ello. El aspecto de sus dos compañeros aún era peor. Daban la impresión de llevar escondidas en sus zamarras las suficientes bombas de mano como para volar todo el Congreso.

«¡Qué pensarán los inspectores!», se horrorizó Florián, herido hasta lo más hondo de su sensible alma.

Pero los inspectores no parecían pensar en nada especial. Entre otras cosas, porque estaban acostumbrados a codearse con tipos raros de aquella especie, e incluso el inspector que más hablaba tenía un sobrino que llevaba dos años sin querer estudiar, rascándose las pulgas y con una corona de flores en la cabeza.

—Te he telefoneado al hotel —estaba explicando Manu, e Ivana bebía sus palabras —. Vi tu foto en el periódico junto a tu tío. Fue fácil enterarme del hotel en que estabais. ¡Qué modo de presumir, Ivana! —Se volvió hacia Berto y «El Holandés», que le escuchaban sonrientes—. ¡Quién podría decir que es la misma chica, nuestra Ivana de Madrid, con su uniforme de enfermera y su aire de modestia...! Casi no me atrevo a decirte que te vengas a tomar una cerveza con nosotros...

—¡¡Pero yo quiero ir!! —decidió ella, viendo al fin recompensados todos sus esfuerzos —. Me voy con vosotros... Nada en el mundo me impediría ir con vosotros. —Se volvió hacia Florián y,

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viendo su expresión consternada, estuvo consciente del aspecto inconformista de los recién llegados —. Son unos artistas amigos míos. Quieren invitarme a una cerveza. Sea usted buen chico y discúlpeme con mi tío. Regresaré pronto al hotel.

A continuación dirigió una sonrisa de despedida a los inspectores y otra a Ernesto Medrano, quien la miró con repentino interés. Aquella sonrisa era demasiado bonita y espontánea para no ser tomada en cuenta por un ferviente admirador del sexo femenino como era en realidad el hombre de Santibera. Acusó el impacto de la sonrisa y se llevó la mano al nudo de la corbata.

Pero ya Ivana, tras entregar a Florián el pesado botiquín, salía por la galería de espejos, colgada del brazo de Manu, en dirección a la calle. Detrás de la pareja, con sus horribles pellizas, Berto y «Él Holandés» les daban escolta, como dos extraños pajes de un reino de pesadilla.

Herido hasta lo más íntimo de su ser y con el pesado bolso en las manos, Florián, sintiéndose al borde del infarto, lanzó dos veces su frase más despectiva:

—¡Pura percalina! ¡Pura percalina!

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Se sentía como una india squaw caminando satisfecha detrás de su hombre. Manu había dicho:

—Iremos al «Yellow Hart». Allí podremos hablar. Es nuestro habitual punto de reunión. Está aquí cerca. Casi enfrente.

E Ivana aceptó en el acto, y toda la tribu echó a andar, con Manu delante, a diez pasos de distancia, como era su costumbre.

Ivana creía tener alas en los píes y entornaba los ojos para retener la felicidad que la invadía, como un atleta que tras rudas pruebas hubiese llegado victorioso a la meta. Allí estaba Manu, allí estaba Londres, allí estaba ella con el corazón repiqueteando como la campanita de la puerta de la trattoria de Angelotti, consciente de vivir uno de los momentos más deliciosos de su vida. Trataba de saborearlo y prolongarlo antes de tener que meterlo en el archivo de las cosas buenas. Siempre recordaría la escena: Manu llegando al Congreso a rescatarla; Manu abrazándola delante de los severos personajes; Manu llevándosela con él.

Nada le importaban las explicaciones difíciles que tuviera que dar luego a Superpoldo. Florián, por descontado, no ahorraría comentarios hirientes para referirle la escena. Pero de momento sólo existía Manu.

Su voz... Su sonrisa... Su desenvoltura de jefe de un extraño clan.

Y sus dos acompañantes, claro, porque Manu siempre llevaba escolta. De momento era una escolta silenciosa, que se limitaba a mirar a Ivana de reojo, como si por saberla sobrina de Superpoldo hubiese ganado su respeto... o más bien su recelo.

La puerta del «Yellow Hart» era un corazón pintado de amarillo, como indicaba su nombre. Dentro había un bar en semi-penumbra y, a una altura más baja, una pista de baile en absolutas tinieblas. De tarde en tarde, todo el local era iluminado por reflectores psicodélicos, que permitían descubrir a un loco rebaño de bailarines en inverosímiles atuendos, entregados a una especie de rito colectivo. La aglomeración tenía que impedirles saber si bailaban con la pareja con quien salieran a la pista o si lo hacían con la de al lado o con la de atrás. Pero debía de darles lo mismo, porque también algunas personas bailaban solas, sin pareja alguna, viviendo la vida a su aire y sin hacer caso del prójimo. La música pop, al máximo volumen y a ritmo demencial, impedía entenderse. Era preciso hablar a gritos. Pero casi nadie hablaba. Se limitaban a gesticular.

Junto a la barra en forma de cuadrilátero, unos bancos adosados a la pared permitían el descanso de los bailarines agotados. Manu y su corte consiguieron sitio en un rincón, y Berto se acercó a la barra en busca de las pintas de cerveza, que distribuyó él mismo, como era costumbre en los pubs.

Ivana mojó sus labios en la gran jarra de fresca cerveza y temió llegar a emborracharse, porque su estómago seguía completamente vacío. El contraste entre aquel local y el severo bar del Congreso casi la hacía reír. Vio al «Yellow Hart» como una endiablada fábrica de la que surgiesen todos los líos del mundo. Y al edificio del Congreso, como otra fábrica que se dedica/a a desenredar los problemas creados enfrente.

—A tu salud —brindó Manu alzando su jarra.

O debió de decirlo, porque Ivana no oyó las palabras; se limitó a ver el gesto a la luz de un reflejo psicodélico. Alzó el suyo y brindó a su vez, con alegre sonrisa.

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Manu estaba más delgado. Le pareció mucho más bajo, en comparación con «El Muerto». Aprovechando los diez segundos de luz, se recreó en mirarle.

—¿Por qué te has dejado bigote...? —preguntó puerilmente. Tuvo que repetir la pregunta, porque no la oía —: Digo que por qué te has dejado crecer el bigote...

—Lo siento, no te oigo —gritó desde las tinieblas.

—¿Que por qué te...? ¡Bueno! No vale la pena. Manu gritó a su oído:

—Cuando pare la música, podremos entendernos mejor.

—¡Ah! ¿Para alguna vez...?

—Sólo de vez en cuando, para que cante Griffins. Es el dueño. Se empeña en cantar aunque es un rollo. ¡Estás muy guapa!

—¿Qué...?

—¡Que estás muy guapa! Me sorprendió saberte en Londres. ¿Cómo te decidiste...?

Era totalmente imposible mantener un diálogo de decibelios normales, y estuvo a punto de gritar:

«¡¡Por ti!! ¡¡Vine por ti!! ¡No sabes lo triste que me pareció Madrid sin tu presencia! Fue como si se apagaran todas las luces... Mis luces...»

Pero aquellas cosas bonitas no se podían gritar para que se perdieran en el estruendo. El ambiente del «Yellow Hart» no parecía propicio para diálogos sentimentales.

—¡Me trajo mi tío! —respondió sensatamente, aunque a pleno pulmón —. Mi tío Leopoldo. Te he hablado mucho de él.

Él agitó la cabeza.

—¡Me alegro!... ¡Me alegro por ti!

—¿Cómo...?

—¡Que me alegro por ti...! Junto a él llevarás una vida... brillante...!

—¿Qué dices de espeluznante...?

—¡He dicho brillante! ¡Brillanteeee...!

—¡Pero no simpatizamos!

—¿Eh...?

—¡Que no nos aguantamos el uno al otro!

—Es inútil. No te oigo. ¡Luego hablaremos...! Llegó un grupo de amigos, al parecer ingleses, que acapararon a Manu unos instantes. Había dos chicas entre ellos. Dos rubias que hubieran podido resultar bonitas sin sus enormes cabezas rizadas a lo abisinio.

Volvió Manu al poco rato, y casi en el acto se hizo un mágico silencio. Descansaron los nervios, los oídos, los ojos y hasta los huesos. También descansaron las paredes del establecimiento, que con la vibración crujían como si fueran a derrumbarse. Ivana se sintió revivir. Y también Manu, aunque era siempre un buscador de estrépitos.

—¡Ah! Esto es mejor. ¿Estás contenta de verme? Háblame de ti, del nuevo rumbo que ha tomado tu vida junto a tu tío.

Retuvo dos dedos entre los suyos, e Ivana notó que se incendiaba por dentro, como una tortilla al ron.

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—Podrás sacarle mucho jugo a tu tío —añadió él.

—Superpoldo no tiene jugos. Es seco como una tea.

—Si eres lista, te lo meterás en el bolsillo. Y tu vida podrá ser como una de esas buenas películas burguesas en technicolor. Siempre pensé que acabarías así. Casada con algún ricacho, como tu hermana. —Inició su habitual sonrisa melancólica, que era su mayor encanto. Pero el grueso bigote de guías desmayadas no permitía admirar todo su atractivo —. ¿Verdad, Gus, que siempre lo dije?

«El Holandés», que escuchaba atentamente, con curiosidad molestísima, aprobó con su ronca voz de borracho:

—Siempre lo dijiste.

Y por vez primera, Ivana se enteró de que se llamaba Gus.

—Siempre lo dijo —corroboró Berto, aunque no estaba al tanto de lo que se hablaba —. ¿Queréis más cerveza? Ivana, aún no te has bebido la tuya.

—No podré con todo este jarro. Es enorme.

—No seas tímida. Hoy invita tu Manu —declaró Berto.

Y aquel posesivo que parecía entregarle a Manu alegró su corazón.

Trató de beber de prisa, y observó que estaban todos especialmente alegres. Lo atribuyó al encuentro.

—Manu... Manu... —llamó viendo que otro recién llegado trataba de arrebatárselo —. Tengo que decirte muchas cosas antes de que vuelva a empezar el estruendo. Algo sensacional. ¿No te dijeron los muchachos que anoche estuve en la exposición...?

—Sí, por supuesto. Me fastidió que te marchases sin esperarme. De no haber visto tu foto en el periódico, ¿cómo te habría podido localizar? Desconozco la dirección de tu tía Dol. Me parece que no le caigo bien. A pesar del periódico, no creas que fue fácil encontrarte. Los hoteles se negaban a dar información referente a la gente del Congreso, a causa de ese estúpido secuestro. De cualquier modo, estaba dispuesto a encontrarte. O a encontrar a tu tío.

—¿Hubieras sido capaz de hablar con Superpoldo?

Imaginaba a Manu capaz de arrostrar todos los peligros para verla. E incluso le veía sacudiendo a su tío por las solapas.

—Ivana cree que su importante tío nos asusta —se burló «El Holandés» bostezando y estirando los brazos sin la menor discreción—. ¡Brrrr! ¡Cómo nos asusta!, ¿verdad, Manu...? —se burló. Y clavó en Ivana una fría e inamistosa mirada.

«¿Por qué me odia...?», pensó, estremecida. Desde el primer momento y sin saber por qué. Quizá porque representaba todo lo que él creía detestar. Y quizá también ella le correspondía por idéntico motivo.

Pero no... No debía pensar eso de «El Holandés». Entre él y Manu no había diferencia apreciable. La misma vida, los mismos gustos, idéntica e insoportable suficiencia...

Contuvo un escalofrío ante la vaga pregunta de:

«¿Y por qué me gustará Manu...?», y siguió hablando de prisa, temiendo que volviese el ruido y no pudiera darle la sorpresa.

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—Tengo una gran noticia para ti... La mejor noticia que podrías esperar. ¡Encontré comprador para tus cuadros! Anoche mismo... Un señor alemán. ¡Y quiere comprarlos todos! ¡Todos! ¿Te das cuenta...?

Manu escuchó la noticia sin dar el salto que esperaba.

—¿Te refieres a Heribert Muller...?

—¡Ese mismo! Me dio una tarjeta con su teléfono y... —fue a explicarle someramente que «casi» se le había extraviado la tarjeta, cuando cayó de pronto en la consecuencia de su pregunta —. Pero... ¿cómo sabes su nombre...?

—Volvió anoche mismo a la exposición, poco después de que tú te marcharas. —Ivana vio de reojo que «El Holandés» se reía bajito —. Cerramos trato en seguida. Es un gran entendido. Se dedica a eso..., a comprar cuadros. Tiene una galería en Fráncfort.

—Lo sé —dijo aturdida.

—Pues me has chafado la noticia. Quería darte yo la sorpresa —dijo Manu dándole el golpe de gracia —. ¿Cómo estás tan enterada?

Ivana se sintió mareada por el calor y notó las manos húmedas y torpes. Casi se le cayó la cerveza. Empezó a decir:

—Pero si fui yo quien... —Decidió callar y tratar de sonreír—. ¿De modo que lo arreglasteis todo en seguida?—se interesó con voz trémula.

¡Todo estaba arreglado mientras ella se jugaba la piel paseando sola a medianoche por los peligrosos barrios Iondinenses! ¡Todo estaba arreglado mientras arrastraba a Carlos Medrano hacia un taxi! ¡Todo estaba arreglado mientras el pobre Heribert Muller era apaleado y encerrado en la casucha aquella misma mañana, creyéndole complicado en un enredo político!

Manu no podía saber que su cliente estaba en aquel momento poniéndose gasa y esparadrapo encima de sus heridas. Ni el propio Muller sabría nunca por qué fue asaltado: por causa de una gabardina que contenía una tarjeta en un bolsillo. Completamente ridículo.

Pensó puerilmente: «¡Con todo el dineral que me he gastado en taxis...!»

Y sintió como si le cayera encima de golpe todo el cansancio de aquellas veinticuatro penosas horas y se quedó mirando al vacío, deseando íntimamente encontrarse junto a tía Dol oyéndola hacer pareados con Fran mientras preparaba tazas de té.

—Ha sido un golpe de suerte —continuaba Manu —. El primero de mi vida. Figúrate que a la primera ojeada eligió mis cuadros.

«¡Pero si yo estaba allí!», fue a protestar. Pero no dijo nada. No valía la pena.

—Los eligió todos. Pero aún no sabes lo mejor.

¿Qué era lo mejor?, pensó Ivana con la cabeza trastornada por la cerveza. Lo mejor para ella sería irse con Manu de aquel detestable local y pasear a solas junto al río, con las manos cogidas.

—Me marcho con él.

La frase consiguió llegar a su cerebro y alarmarla.

—¿Que te marchas? ¿Adónde...?

—A América. A Nueva York. Va a montar allí otra galería. Necesita artistas nuevos..., artistas de choque. ¿Sabes lo que me ha dicho...? «Tu pintura está llena de ruido. Eso es lo que piden allá...»

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Lo del ruido no la sorprendía, pensó Ivana, que tenía la impresión de poseer dos cerebros que le dictasen ideas en desacuerdo. Algo empezaba a escaparse de su control y la incitaba a pensar y a decir cosas absurdas.

—¿Y cuándo te irás con tu señor Muller? —se oyó preguntar con voz forzadamente serena.

—Dentro de unos días. En cuanto consiga mi visado.

—¿Te quedarás mucho tiempo en América...?

Él se echó a reír. No cabía duda de que estaba contento. Casi eufórico. Ivana nunca le había visto así.

—¡Quién lo sabe, Ivana! Un hombre como yo, que vive al día, nunca hace planes con fecha fija. No sé si comprendes todo el alcance de lo que Muller me ha propuesto. Entraré en Nueva York por la puerta grande.

—Formidable... —comentó ella con la boca llena de «formidables», mientras su corazón rebosaba amargura.

—Siento marcharme ahora que estás tú aquí —dijo él sin sentirlo en absoluto —. Pero quizá nos veamos en Nueva York. ¡Tu tío es tan gran viajero...!

«Sí —asintió Ivana para sí misma —. Mi tío es otro vagabundo como tú. Tú eres pobre y él es rico..., pero ninguno de los dos sentís la necesidad de plantar vuestra tienda en ninguna parte.»

Y si saber por qué, pensó en un prado lleno de flores, en la falda del Orotava. Y en una casa construida poco a poco y con ilusión. Y en un gato llamado Ventolera. Y en un perro llamado Sol.

Estuvo a punto de echarse a llorar, y tragó saliva para aliviar el nudo de su garganta. No quería tragar más cerveza, que la estaba mareando.

El malestar que la atacaba culminó cuando Griffins, el dueño del local, comenzó a cantar. Se acompañaba a sí mismo con la guitarra eléctrica, y empezó con una cacofónica escala de sonidos. Nuevamente se hacía imposible el diálogo con Manu.

La canción trataba de ser moderna y agresiva y contaba la triste historia de un hombre que tiraba piedras al paso de la gente. Tiraba piedras contra las casas de su pueblo, tiraba piedras al río y a los perros con collar. Tal cantidad de piedras, que más que una canción parecía un desmoronamiento orográfico, capaz de derrumbar el «Yellow Hart» con todos sus ocupantes.

Se acercó a Manu y habló a su oído:

—No sé si podré seguirte a Nueva York. Pero vine a Londres por ti... —declaró humildemente.

Él oprimió sus dedos.

—¿En serio...? Eres formidable, Ivana. Nos veremos en Nueva York. Estoy seguro. Hay que ser optimistas.

Él nunca lo fue, y la frase sorprendió a Ivana.

—¿Optimistas...? —repitió como un eco.

—El mundo es pequeño para los que saben moverse sobre él. Quizás algún día te conviertas en la esposa de un hombre importante como tu tío y le lleves a la galería a comprar mis cuadros.

Ivana creyó haber oído mal.

—Supongo que no hablas en serio.

—Claro que hablo en serio.

—Me refiero a lo de casarme... con otro.

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Él la miró con cierta hostilidad.

—¿Por qué no? Siempre te dije que no creía en el matrimonio. Pero tú sí crees. En el fondo, te gusta esa horripilante vida de hogar y de bebés. Es natural que te cases con un compañero adecuado que lleve corbata y se duche todos los días.

—¿No te duchas todos los días? —intentó bromear.

—Sólo cuando puedo. Y el agua me disgusta, la casa me disgusta, los niños me horripilan y las esposas son un invento del infierno.

—Estás copiando a «El Holandés». Son sus mismas palabras.

—Pues las hago mías. En serio, Ivana. Eres una chica preciosa..., y todos saben que tengo debilidad por ti. Sí. Auténtica debilidad. Me atraes como ninguna otra..., pero no soy capaz de pensar en amores eternos. Me gusta ser libre..., joven e irresponsable. Si tú fueses otra clase de chica, libre de prejuicios, esta noche vendrías conmigo y pasaríamos unas horas grandiosas. Y mañana también. Y todo el tiempo que estuviésemos en Londres. Luego nos diríamos: «¡Hasta la vista!», y quedaríamos en ardiente espera, para repetir el programa en nuestro próximo encuentro. ¿No sería bonito, Ivana...?

Creyó oír la alegre voz de tía Dol con sus eternos consejos:

«...y, sobre todo, no seas una especie de manta, agradable cuando hace frío..., inútil cuando pasa el tiritón...»

Y la voz de Fran en el autobús:

«Personalmente, trataré de conservar para mí solo y durante toda la vida a la mujer a quien elija...»

Puntos de vista diferentes. ¿Quién tenía razón en este mundo?, pensó. Ojalá alguien pudiera decírselo. Trató de imaginarse en brazos de Manu... convertida en «manta» y sintió correr cálidamente la sangre por sus venas.

—Todo eso haría aún más triste la separación —se oyó decir—. Al menos..., para mí,

Manu lanzó una risa amarga.

—Sabía que dirías eso. ¿Quieres explicarme, entonces, para qué has venido a Londres?

—Porque te quiero —respondió con tristeza.

—No tienes sangre en las venas. Eres una estalactita. Helada y petrificada por tus convencionalismos. Peor para ti... Tienes derecho a vivir como quieras. En el fondo, me das pena.

Ella también se daba pena a sí misma. Y a la vez sentía pena de él. De sus dos mundos irreconciliables. Manu figuraría siempre entre los tiradores de piedras de la canción de Griffins.

Ella se sabía incapaz de lanzar un solo guijarro a nadie.

—¿Cuántos días estarás aún en Londres? —preguntó con voz temblona.

Y él la miró desconcertado.

—No lo sé. Cuatro o cinco, a lo máximo. ¿Por qué?

Podía pasar aquellos cuatro días junto a Manu, sin separarse de él ni un momento. Podía mandar a paseo a Superpoldo y vivir cuatro días intensos en aquel Londres fascinante que hasta el momento sólo le había proporcionado disgustos. Podía, incluso, pedir un préstamo a su hermana Sara, a quien jamás pidió nada en la vida, y marchar a Nueva York a vivir junto a Manu. Se

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convertiría quizás en una de aquellas chicas, rizadas como abisinias o desgreñadas como gitanas, que solían convivir con los hombres como Manu, Gus o Berto.

Podía hacerlo, pero no lo haría.

«¿Seré una estalactita...? ¿O seré simplemente una burguesa cargada de prejuicios...?», pensó lúcidamente, tratando de comprenderse a sí misma.

Ni lo uno ni lo otro. Creía ser, simplemente, una mujer con cierta idea de la dignidad humana. Quería sentir respeto por sí misma y por el hombre que compartiera su vida. Quería tener hijos que mirasen a sus padres con ternura y admiración. El resto no le importaba. Su hogar podría ser un palacio o un igloo en el Polo Norte. Llegó a una conclusión consigo misma:

—Creo que soy una mujer normal—pensó en voz alta. Pero Manu no la oyó. Se había puesto de pie viendo acercarse a una persona que saludaba al grupo. Le hizo un gesto con la mano y la presentó con desenvoltura:

—Ésta es Nela, una amiga rumana afincada en Londres. Ésta es Ivana, una amiga de Madrid.

Ivana, de Madrid. Era como un seudónimo bonito para iniciar una carrera artística: «Les presento, damas y caballeros, a la famosa Ivana de Madrid...»

Nela tendría treinta y tantos años y un gran atractivo. Vestía pantalones y chaqueta de terciopelo rojo, que animaba con grandes collares dorados alrededor del cuello. Al aproximarse, acarició la cabeza de Manu, despeinándole con un gesto posesivo que revelaba gran intimidad física.

—Hola, tigre mío. Vengo a buscarte otra vez —habló en inglés, con acento exótico—. He preparado una buena cena en casa. Hay solomillos, caviar ruso y un vino español de Rioja que busqué para ti. Tus amigos pueden venir también —concedió generosa —. Hay bastante para todos.

Y sonrió a Ivana sin antipatía y sin curiosidad. En aquel mundo en el que se movían, nadie tenía derechos de exclusiva sobre nadie.

Era sin duda una mujer interesante, aceptó Ivana con amargura. Observó que la ropa que llevaba puesta seguía la moda inconformista, pero era cara, limpia y de buen gusto. Debía de ser una mujer rica que se divertía uniéndose a los grupos rebeldes para sentirse joven. Y daba la impresión de saber más cosas de la vida que todo el grupo reunido.

—Agradezco su oferta. Pero debo irme —respondió Ivana.

Y se levantó con dificultad, porque notaba las piernas flojas y la cabeza insegura.

Y como si el hecho de ponerse de pie hubiera bastado para acabar con la paz universal, en el mismo instante la hecatombe se desencadenó de nuevo sobre el edificio, volvieron las tinieblas, el suelo se estremeció, los cristales de las ventanas crujieron, la presión de la cerveza subió dentro de los barriles, los ramalazos de luces psicodélicas reanudaron su torturante tercer grado y la música comenzó de nuevo, al máximo volumen demencial.

Con sus tímpanos insensibilizados, las parejas regresaron a sus contorsiones en la pista.

—¿Por qué te vas tan pronto? ¡Ni siquiera hemos bailado! —se quejó Manu.

En verdad, él no era muy aficionado al baile, pero en Madrid habían acudido alguna vez a antros muy parecidos al «Yellow Hart». Generalmente solían mirar cómo bailaban los otros, porque Manu no se sentía nunca de humor para tomar parte en la danza. Ahora, sin embargo, gozaba de mucho mejor talante.

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Ivana se negó a ser llevada en volandas hasta la pista y a tomar parte en el rito colectivo, entre sacudidas, estremecimientos y tufaradas de alcohol. Haría el ridículo y se desmayaría de cansancio

Hizo un gesto de despedida con la mano y, al ver la expresión decepcionada de Manu, sintió deseos de agarrarse a él y de gritarle: «¡No me dejes marchar...!» Pero las palabras eran inútiles en aquel ruidoso mundo de incomunicación. Y también eran inútiles las lágrimas y las escenas sentimentales.

—Adiós, Ivana. Nos veremos, ¿no...?

E Ivana hizo un gesto indefinido, diciendo adiós otra vez, mientras él se alejaba hacia la pista, arrastrado por Nela. El último ramalazo de luz psicodélica le permitió verle así: de la mano de la rumana, arrastrado hacia la aglomeración de gimnastas enloquecidos.

Medio asfixiada, Ivana se abrió paso en dirección al corazón amarillo que hacía las veces de puerta. Sentía que su propio corazón se había puesto amarillo también, o de cualquier otro color. Porque le dolía y lo sentía en la garganta, latiendo desesperado.

Oyó nuevos gritos a sus espaldas, pero esta vez gritos de horror al atravesar el bar y ganar la calle, sin sospechar que había asustado a los jugadores de flechas, atravesando inesperadamente su campo de tiro. Hubiera sido un final adecuado, acabar allí, con el corazón destrozado por una flecha.

Se había hecho de noche, y la circulación era densa. Concluida la jornada, regresaba la gente a sus hogares. El Palacio del Congreso permanecía iluminado, pero Ivana no sintió el menor deseo de regresar allí. Se sentía desfallecida y triste, con sus ilusiones definitivamente perdidas. Había conseguido ver la realidad cara a cara. Aquella realidad que presentía pero que su corazón había rehuido.

Comenzó a caminar, sintiéndose mortalmente triste, con una tristeza ridícula inventada únicamente para ella. Manu sólo había sentido una atracción pasajera, que estúpidamente tomó Ivana por una pasión profunda. No había profundidad en la vida de Manu. Su insistencia se debía al simple hecho de habérsele resistido. Ahora lo comprendía bien.

Empezó a sollozar, bajando la cabeza para que no se diera cuenta nadie. Cruzó una plaza con un pequeño jardín y se sentó en un banco.

Tendría que aprender a vivir sin Manu, pero iba a ser muy difícil. No se veía a sí misma regresando a la rutina del hospital, con pesadas responsabilidades sobre sus hombros y ninguna alegría íntima.

El hospital... Tía Mila... Don Gregorio. Las veladas frente al televisor.

Y sin Manu... para siempre.

Podría resignarse a seguir junto a Superpoldo, convirtiéndose en una máquina automática de repartición de píldoras. Pero aquella perspectiva la atraía aún menos. Nada la ligaba a su tío. Otro lobo solitario como Manu..., aunque cargado de millones.

Recordó la alegre voz de Fran:

«...es que yo no quiero ser muy rico. Sólo obtener un bienestar. El amor al dinero se ha convertido en una enfermedad social. No quiero contaminarme...»

No. Tampoco le servía para nada el pedante Superpoldo. Él sí era una estalactita.

Se levantó y echó a andar sin rumbo fijo.

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Media hora más tarde, con los pies cansados e idéntica desesperación, decidió regresar al hotel. Y la primera idea consoladora le vino a la mente: «Tomaré un taxi.»

Buscando un taxi tropezó con un chico que repartía periódicos. Observando bien, advirtió que no eran periódicos, sino una sola hoja, con tinta fresca, que anunciaba:

«EXTRA:

»Aparece el delegado de Santibera en un banco de Regent's Park. Se halla bajo el efecto de drogas, pero su estado es satisfactorio.»

Compró la hoja, y a la luz de un farol leyó los detalles del caso. Dos señoras que regresaban de sus compras encontraron al delegado tirado a lo largo del banco. Creyendo que se trataba de un borracho o de un enfermo, llamaron al policía más cercano...

Dio un suspiro de alivio. Carlos Medrano había puesto en escena el último acto de su melodrama. En medio del caos de su insatisfacción, Ivana sintió una alegría especial.

Imaginó la estatua que Santibera dedicaría algún día a su bienhechor. Una estatua a la que ella había contribuido con una insignificante piedrecita.

«A Carlos Medrano.

La Patria.»

Ojalá el delegado llevase a buen término la dificultad final: la de inventar un enredo lo suficientemente inteligente como para que Scotland Yard se lo creyera. Esperaba que sí.

Corrió tras un taxi.

Por fin. Al caer en el asiento reconoció en el conductor al tipo bajito y con bufanda escocesa que creyó que Manos Grandes estaba borracho y los obsequió con una proclama de la Liga Antialcohólica.

El mismo taxi..., en el mismo día..., en una inmensa ciudad como Londres.

Otra casualidad, como el diente de oro de tía Mila. Se recostó en el asiento y cerró los ojos. «Estas cosas sólo me suceden a mí», decidió, convencida.

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Superpoldo no estaba en sus habitaciones. Ni tampoco Florián, lo que constituyó un gran alivio. Tendría que afrontar una escena inevitable, pero cuanto más tarde, mejor.

Se despojó lentamente de su vestido azul, como si pelara tristemente una fruta. Se metió en la bañera y aumentó el caudal del agua llorando bajo la ducha. Dejó que corriera largo rato el agua fría sobre su rostro y su cuerpo, para que borrara y arrastrara consigo los crueles desengaños.

Cortó el llanto para telefonear a su tía. La voz siempre cariñosa de Dol fue un bálsamo para su corazón.

—Ya me he enterado de las novedades, tía.

—Sí. —Habló como si la escucharan los espías—: El niño tomó la medicina y se fue a jugar al parque.

—Bien hecho.

—Espero que salga bien de sus exámenes.

—Es un alumno estudioso.

—Se despidió de mí con grandes demostraciones. Nos hemos encariñado el uno con el otro.

—Me lo temía.

—No importa. Pensamos vernos a menudo, en cuanto pasen los exámenes. Y, además, nos ha invitado a su casa.

He aceptado en tu nombre. Estoy triste sin él.

»¿Por qué la Donovan ya no funciona cuando toda la emoción se desmorona...?

—Mañana iré a verte, tía.

—Me alegraré mucho. Pero sin cojos, ¿eh?

—Sin cojos.

—Te noto triste... —Con aquella intuición que la había hecho ser muy querida por su sobrina preguntó —: ¿Qué te ha hecho Manu...?

E Ivana rompió a llorar.

—Será mejor no hablar nunca más de él, tía.

—Nada podría gustarme tanto, niña. Pero no juegues a las viudas inconsolables. A rey muerto, rey puesto. Y hay muchos reyes por el mundo. En cuanto regrese Fran, te lo mando —concluyó cortando la comunicación.

Su tía tenía ideas fijas. Desde el primer momento se había empeñado en que Fran y ella... Sonrió a pesar suyo.

Casi a continuación, volvió a sonar el teléfono. Esta vez se trataba de Florián Guevara.

—¿Está usted ahí? ¡Ya era hora! Su tío necesita las píldoras. Tiene el calambre y patea como un caballo —se le escapó la poco respetuosa comparación porque se sentía exasperado.

—Las píldoras están en el maletín que le dejé a usted —protestó Ivana.

Él se quedó desconcertado.

—¿El maletín...? ¿Qué maletín?

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—El de las medicinas. Aquel mamotreto pesadísimo que me estaba amargando mi estancia en Londres.

Hubo un silencio angustioso. Imaginó a Florián mordisqueando su fino bigotillo.

—No sé dónde he podido dejarlo... Es estúpido. ¿Qué pude hacer con él...?

—Pregunte a los conserjes... Con tantos policías, es difícil que nadie robe nada.

—¡Si no se hubiese usted marchado con aquellos horribles anarquistas! ¡Qué vergüenza para su tío!

—Supongo que no le habrá dado el calambre por mi culpa. ¿Cuándo van ustedes a regresar al hotel para regañarme?

—El Congreso se ha vuelto a reunir en sesión extraordinaria. Ignoro a qué hora acabará. Ya se habrá enterado de que apareció el delegado de Santibera.

—No me he enterado de nada. ¿Está muerto? —preguntó con su voz más infantil.

—No, por fortuna. Sólo drogado. Le están haciendo lavados de estómago en el hospital.

«¡Pobre Medrano!», pensó Ivana, una vez cortada la comunicación. Hasta lavados de estómago tenía que soportar.

Al pensar en el estómago del delegado recordó el suyo, que tenía tantos calambres como la pierna de Superpoldo. Necesitaba comer algo. ¿Cómo era posible sentir tanta amargura en el alma y tanta hambre en el estómago? El cuerpo humano carecía de delicadeza.

Se vistió de prisa y estrenó el vestido blanco, el más elegante del equipo y el único que le quedaba por estrenar. Era el más favorecedor de todos, porque descubría sus brazos y su garganta. Se recogió la melena en un moño italiano y se encontró francamente bien.

Manu no la vería así...

Manu no la vería ya de ningún modo. En adelante, lo mismo le daría ir cubierta con un saco.

A pesar de todo, se perfumó, para crearse a sí misma un ambiente refinado y grato que la aislase de los demás.

Mientras bajaba en el ascensor, se enteró por el empleado de que el «Royal London» disponía de tres restaurantes: el «polinésico», con platos exóticos; el «comedor noble», con orquesta y camareros de frac, y «La Taberna Inglesa», donde podría tomar buenas chuletas asadas. Todo ello se lo comunicó con agradable acento andaluz el empleado, que resultó español y granadino. Tan hablador y expansivo que se empeñó en contarle que llevaba ya dos años trabajando en Londres, pero que tenía que regresar a su tierra, porque Rosarillo le había escrito que o volvía de una vez, o se casaba con el dueño de la gasolinera. Ante lo cual no tenía más remedio que abandonarlo todo. Rosarillo era un bombón..., «mejorando lo presente», concluyó. Y la acompañó, mostrándole el camino hasta la entrada de «La Taberna Inglesa».

Exquisitamente decorada en el más puro estilo eduardino, la «Taberna» era un remanso de paz, con discretos aromas a asado y a buenos guisos.

Mientras caminaba detrás del maître, que le escogía una mesa, un botones provisto de un timbre musical rogaba a miss Ivana Lorca que acudiera al teléfono. Tardó unos segundos en darse cuenta de que la llamaban a ella, porque su nombre voceado por el botones sonaba como «miss Aiven Lurk». Regresó casi corriendo al vestíbulo, ante la decepcionada actitud del maître. Imaginó que se trataba otra vez de Florián Guevara, que seguía sin encontrar las medicinas.

Pero era una voz desconocida la que interrogó en español:

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—¿Señorita Lorca...?

Una voz de hombre educada y grata al oído.

—Confío en no molestarla...

—¿Quién es...?

—Tendría mucho interés en saludarla un momento. Estoy en su mismo hotel.

—¿En el hotel...? —dijo mirando alrededor con recelo—. Pero... ¿quién es usted...?

—Pericles —aclaró risueñamente—. ¿Le basta con eso...? No conviene ser más explícito. Como le digo, quisiera hablarle unos minutos, y sería más conveniente hacerlo en su saloncito.

—¿En mi saloncito...? —repitió para ganar tiempo, pues aquella entrevista la turbaba un poco—. Bueno..., podría ser. Pero antes de conceder una cita querría saber de qué Pericles se trata, si del padre o del hijo.

—El hijo —admitió con ligera risa —. Ya sé que su tío no está, porque acabo de dejarle en el Congreso.

—Esto hace que la cita sea más imprudente.

—Por el contrario... —decidió en el mismo tono amable—. O quizá sí... Estaré ahí dentro de diez minutos.

Tuvo que regresar a sus habitaciones, olvidando la tan deseada cena. Pero aquella cita era mucho más interesante que una chuleta asada.

Febrilmente se dedicó a poner el salón en orden, aunque era innecesario.

Sonaron unos golpes en la puerta. Pericles se adelantaba.

No era Pericles. Simplemente, otro botones con un maravilloso centro de rosas. Lo recibió emocionada y leyó la tarjeta:

«Rendido homenaje de gratitud. —P.»

Imaginaba que era la «P» de Pericles.

Casi en seguida tuvo que abrirle la puerta a él, cuando acababa de pulverizar el salón con la colonia más cara de su tío. Vestía un oscuro e impecable traje.

Hizo una ligera reverencia, y los aterciopelados ojos de latin lover la recorrieron de arriba abajo complacidos. Aunque su corazón estaba muerto, Ivana se alegró de haber estrenado el vestido blanco. Se podía ser una víctima de la incomprensión humana, pero una víctima atractiva y elegante.

—Encantadora... —comentó él mientras Ivana le daba las gracias por sus flores —. Tenía que verla hoy mismo. No podía esperar a mañana para decirle que en adelante podrá considerarme su mejor amigo. Un amigo que jamás agradecerá bastante cuanto ha hecho. —Viendo que ella le miraba sorprendida, aclaró, bajando la voz confidencialmente—: Conseguí hablar unos minutos a solas con mi padre. No está tan mal como pretende parecer. Él me explicó someramente la actuación de usted y de su señora tía... Ha sido maravilloso... La Providencia envió dos ángeles en socorro de Santibera.

«Tres», pensó Ivana mientras Ernesto estrechaba sus manos. También estaba Fran, que sufrió lo suyo. Pero no dijo nada.

—Gracias..., muchas gracias, señorita Lorca... ¿Puedo llamarla simplemente Ivana?

—Naturalmente.

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—Gracias..., Ivana.

Le besó una mano tan suavemente, que Ivana apenas sintió sus labios. Pero tontamente enrojeció y se puso furiosa consigo misma. Quería parecer una mujer de mundo.

—Creo que usted exagera el favor, señor Medrano... Es decir..., Ernesto. Era un deber de humanidad hacia su país... Todos somos hermanos...

Se había puesto a tono con él en el lenguaje altisonante, y le hubiera encantado prolongar aquella escena eternamente. Conseguía salirse de sí misma y verse actuar como si interpretase una película. Y le parecía merecer un «Oscar» por la elegante actuación.

—Santibera sabrá agradecer a quienes la salvaron —continuó el hijo del delegado —. Pediré para usted y su tía nuestra «Gran Cruz del Águila Estriada».

Volvió a enrojecer de entusiasmo. Aquello del «Águila Estriada» sonaba magnífico.

—Pero... es demasiado. Apenas hice nada...

—Fue una colaboradora discreta y eficaz. Mi padre le debe la vida.

La miró con tanta admiración, que Ivana no pudo contener un estremecimiento de placer. Seguía con el corazón roto, pero hasta los corazones rotos podían estremecerse de satisfacción en determinados momentos.

Se sintió aligerada del tremendo complejo de inferioridad que le dejara su charla con Manu. Lo de la estalactita petrificada la mortificaría eternamente.

No era una estalactita, sino una mujer capaz de soñar y de sentir como las demás. Pero ansiando no tan sólo el deseo de los hombres, sino su ternura y su respeto.

—Si fuera eso cierto, me sentiría satisfecha para el resto de mi vida —comentó, halagada —. ¿Le apetece tomar un whisky? —ofreció, hospitalaria.

—Se lo agradezco. Debo volver en seguida al hospital. Tengo que estar junto a mi padre para ayudarle en esta situación tan difícil.

—Sabrá afrontarla. Don Carlos me ha parecido del material con que se forman los grandes jefes. Un hombre lleno de entereza y valor.

—Lo es, Ivana. El tiempo lo demostrará. Quizá no se me presente pronto otra ocasión de verla a solas. No puedo comprometerla. De cualquier modo, recibirán ustedes nuestras noticias desde Santibera. Las esperamos allí. Mi padre se ha quedado prendado de su señora tía. Dice que es una mujer excepcional. Insiste en invitarla a Santibera.

—Estoy segura de que aceptará la invitación. A mi tía le encantan los viajes.

—Hasta muy pronto. Se lo juro.

El suave acento sudamericano hacía que aquel juramento sonase apasionado y solemne. Volvió a darle la mano, que él retuvo un momento antes de alejarse.

Desde la puerta se volvió y le dirigió una sonrisa entontecedora.

—¡Viva Pericles!

A lo que Ivana respondió bajito, por si las paredes pudieran tener oídos:

—¡Viva Pericles!

Y le vio marchar, con su aire de misterio y su maravilloso perfil griego. Hubiera estado guapísimo con la túnica blanca del gobernador ateniense. ¿Sería Pericles así de guapo? No era

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posible. No habría pasado a la Historia como hombre político, sino como destrozador de corazones.

Por asociación de ideas se contempló a sí misma en el enorme espejo con marco dorado que ocupaba todo un panel del salón. Se encontró muy bien con el vestido blanco, a tono con las circunstancias. Un vestido apropiado para la Juana de Arco de los santiberos. Ni siquiera había podido contar a Manu que era casi una heroína. Pero quizá Manu no la habría comprendido, empequeñeciendo burlonamente la aventura.

¿Cómo sería la «Gran Cruz del Águila Estriada»? Imaginó a tía Dol ostentándola sobre su pecho y paseando del brazo del delegado. Naturalmente, el delegado era viudo. Fue lo primero que su tía le había preguntado, según confesión propia.

Se sirvió dos dedos de whisky y lo bebió despacio. Las mujeres de su familia se encaminaban hacia grandes destinos. Sara con su senador... Tía Dol..., cualquiera sabía. ¡La vida era tan sorprendente!

Tomó de nuevo el ascensor, en dirección al vestíbulo y a su cena. El granadino la saludó como a una vieja amiga y le comunicó confidencialmente que los de Scotland Yard se habían retirado ya del hotel, lo cual suponía un alivio para todos.

—¡Son unos tíos «mu» «pesaos»...! —sentenció, liquidando con un gesto a la gloriosa institución policíaca.

El maître la reconoció y volvió a hacerle el mismo discreto signo de que le siguiera hacia la mesa de sus sueños. La mejor de la «Taberna», a pesar de que ya estaban casi todas ocupadas.

Pero una voz a sus espaldas la obligó a detenerse de nuevo, y dejó al pobre maître abandonado a su navegación entre manteles. El botones que la viera entrar iba a advertirle de que un caballero la aguardaba fuera.

¿Quién podría ser ahora? ¿Otra vez Pericles? Quizá

Manu, arrepentido de haberla llamado estalactita petrificada... ¡Si Manu pudiera verla con su vestido blanco y su perfume de «Jolie Madame»!

Una figura alta y ya casi familiar se irguió de uno de los sillones de mimbre del roof garden. Y le costó trabajo reconocer a «El Muerto», con un traje gris bien cortado y su camisa y su corbata. Parecía estar alegre, y al verla lanzó un silbido admirativo.

—¡Caramba, niña! Pareces la portada de una revista cara. Estás preciosa. Fastidiosamente guapa para la tranquilidad de un hombre. Pero ¿qué has hecho de tu pelo?

—Me lo he recogido...

—Pero así no podré agarrarte ninguna mecha...

Rieron, y Fran explicó en seguida:

—Tenía que verte. Sentía miedo de que te hubieses metido en algún otro enredo... Deseaba comunicarte un montón de noticias... Bueno. Ya sé que no está tu tío. Pregunté primero en Recepción, y me dijeron que aún se hallaba en el Congreso.

—En efecto. Podemos respirar tranquilos. En este momento iba a cenar sola. Me muero de hambre.

—Y yo también.

—No he comido nada desde esta mañana.

—Ni yo tampoco. Estuve con el abogado, ¿sabes?

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—¿Qué abogado?

—El que se ocupa de nuestro accidente de carretera. ¡Se falló nuestro caso esta mañana! ¡A nuestro favor! ¡Recibiremos la indemnización!

Se alegró por él. Viendo su expresión contenta era difícil no alegrarse.

—Ese dinero va a arreglarlo todo, ya verás. Volveré a mi casa en cuanto pueda. Haré mi invernadero y todas las instalaciones que aconseje Hipo. Tengo que telefonearle. No. Eso costará muy caro. Le pondré un telegrama. La miró con sus ojos de aquel azul absurdo, brillando de entusiasmo. Aquellos ojos que durante largos años carecieron de luz —. Hoy empieza una vida nueva. Lo noto dentro de mí. Lo presiento. ¿No lo sientes tú también?

Pero Ivana no presentía nada, porque se sentía desfallecida, y se limitó a sonreír.

—Me alegro, Fran. Me alegro muchísimo. ¡Ojalá en adelante sólo te ocurran cosas buenas!

—Me ocurrirán. Tú me has traído suerte...

—¿Yo...? ¡Lo único que hice fue perder tu gabardina!

—Eso ya fue una suerte. La gabardina era anticuada y fea. Sólo te di la lata para hacerte rabiar. Para que te fijaras en mí.

—Tenía que fijarme en ti a la fuerza. Eres bastante llamativo, ¿sabes? —A pesar de todo, sentía que se le iba contagiando el buen humor de Fran —. Cuéntame cómo conseguiste deshacerte de Manos Grandes.

—No fue demasiado complicado. Le llevé a su casa en un taxi, vomitando por las dos ventanillas. Pero eso fue todo. Está algo conmocionado, pero no morirá de ésta. En su casa se recompuso algo y estuvo muy amable. Incluso me obligó a aceptar un obsequio. Un pequeño cuadro, que es una joya. Representa a una niña sentada en el suelo con su perro. Lo acepté porque la niña se parece a ti. Tus mismos ojos picaros, tu misma expresión tierna, y hasta la misma posición de la cabeza, erguida V desafiante. Colgaré ese cuadro encima de la chimenea.

La chimenea de mi casa, por supuesto. Porque tengo una chimenea, ¿sabes? Te gustará.

—El delegado de Santibera también nos ha invitado a visitarle en su tierra. Esta noche, todo el mundo me propone viajes.

—Necesitaré tiempo para olvidar a Carlos Medrano —se estremeció Fran —. Su salida de casa de mistress Donovan fue casi una epopeya. Se había tomado el somnífero media hora antes, y tu tía Dol se dio cuenta de que empezaba a hacerle efecto antes de tiempo. Temimos que se nos durmiera en la cocina. Hubo que sacarle protegido por las sombras de la noche, y el aire nocturno le despejó algo. Por lo visto, consiguió llegar a Regent's Park, aunque no sé cómo lo logró. Algún día nos contará su odisea.

—Sí. Algún día la contará. Quizás en Santibera...

Rieron juntos, e Ivana ofreció de pronto:

—¡Te invito a cenar! O, para decirlo exactamente: don Leopoldo Lorca te invita a cenar, ya que él pagará la cuenta. Hay aquí mismo una «Taberna» donde asan unas chuletas suculentas.

—¿Has dicho chuletas...? Dulce palabra, que no escuchaba hacía mucho tiempo.

—Montones de chuletas. Centenares de chuletas, millones de chuletas.

—¡¡Vamos por ellas!!

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Entraron en «La Taberna Inglesa», donde el maître, despechado, fingió no ver a Ivana, por lo cual tuvieron que contentarse con la peor mesa del comedor, en un rincón junto a las cocinas. Pero al fin claudicó y se acercó con aire altivo.

Perdió el aire altivo al transcribir el tremendo pedido de chuletas con ensalada. Chuletas como para alimentar a dos familias inglesas.

Antes de las chuletas, el camarero les sirvió dos martinis secos y helados, con los bordes de la copa cubiertos de escarcha.

—Tengo que proponerte algo... —dijo él de pronto —. Estuve hablando con tu tía Dol.

—¿Y qué te dijo mi indiscreta tía?

—Bueno..., fui yo realmente quien lo propuso... Los dos deseamos, es decir, yo deseaba..., y, claro, tu tía también...

—Acaba de una vez.

—Queremos que te quedes con nosotros. En Londres. Superpoldo y tú nunca conseguiréis entenderos. Y con nosotros serías feliz. Yo te enseñaría Londres..., que es una ciudad maravillosa. En el mes de junio, todos los árboles del Malí están cubiertos de hojas. Hay lanchas por el río que llevan a los jardines de Kew o a Hampton. Te enseñaré las tremendas joyas de la Corona, en la Torre de Londres. Y pasearemos los domingos por la mañana, comprando cosas para nuestra casa en Petticoat Lane, que es una especie de Rastro madrileño...

—¿Has dicho «nuestra casa»? Él se turbó un poco.

—Bueno..., ya me entiendes. Haré que te diviertas y que te olvides de estas veinticuatro horas torturantes.

Le miró fijamente, y habló como si pensara en voz alta.

—No han sido realmente torturantes... Han estado llenas de emoción. —E Ivana se quedó sorprendida de haber dicho aquello.

—Pienso quedarme aquí un par de meses todavía, hasta concluir el cursillo de español de la B. B. C. Podría incluso buscarte clases de español a ti... —Cogió una de sus manos y suplicó—: No te marches, Ivana. Dame una oportunidad.

—¿Oportunidad... de qué...?

—De que me conozcas como yo a ti... Sí. No te extrañe. Conozco toda tu vida. Dol se dedicó a meterme a su sobrinita por los ojos, contándome su historia día a día. Te he visto en la infancia, cuando la ausencia de tu hermana te hacía desgraciada. Te he visto ir creciendo y convirtiéndote en una mujer encantadora, llena de entusiasmo y de alegría de vivir. Sin ninguna envidia por la hermana que llevaba una vida fastuosa. Contenta de tu suerte y llena de cariño hacia tus tías... —Hizo ademán de cogerle un mechón de cabello, y, al no encontrarlo, se limitó a acariciarle una oreja a través de la mesa —. Cuando te vi entrar ayer en la cocina, me quedé estupefacto. Eras tal y como yo te había imaginado. Tiene gracia, ¿sabes? Nunca me había ocurrido una cosa semejante.

Ivana le miró enternecida. Seguramente Fran jamás diría a una mujer que era una estalactita petrificada. Trató de imaginárselo en su vida anterior, antes de la ceguera que marcara algunas arrugas en su rostro, y creyó verle muy joven, muy alegre y muy guapo, viajando con aquel padrino raro que le tocara en suerte. Y estudiando su carrera de abogado, en la universidad

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madrileña. Y le vio por fin ciego..., tratando de no volverse loco de desesperación. Y más tarde, al recobrar la vista, plantando flores en su finca «La Luz»... Fran y sus flores...

Olvidó las flores porque en aquel momento llegaban las chuletas. Al ver la tremenda fuente, los dos se echaron a reír y empezaron a comer con entusiasmo, sin dejar de mirarse.

—¿Qué dices de mi propuesta...? ¿Quieres quedarte en Londres...? Por una vez, tu tía podría pedir permiso a la Donovan para alojarte en su casa. Estoy seguro de que estaría encantada. Tendrías que resignarte a oírla cantar arias, pero eso sería todo.

—¿Y tú dónde vivirías? ¿Con quién harías pareados a todas horas?

»¿Por qué mistress Donovan se enfada cuando ve que en su cocina ya no hay nada...?

—¡Bravo! —la felicitó Fran —. Haces grandes progresos —. Volvió a servirse otra chuleta y respondió a la pregunta de ella —: Mistress Brown y mistress Cárter me cederían un cuarto en su casa, si es eso lo que te preocupa. —Rió—. ¿Eres tan convencional...?

Negó con la cabeza. Se llevó el vaso de vino a los labios y recordó que Manu la acusó de estar llena de prejuicios.

—No tengo prejuicios... ¿Por qué habría de tener prejuicios, ni complejos, ni ideas tortuosas...? Llevo un rato preguntándome cómo soy yo en realidad, y creo que acabo de llegar a una conclusión. —Miró al trasluz su vaso de vino tinto, que lanzó reflejos rojizos, y concluyó—: Creo, sencillamente, que soy una buena chica. —Y añadió graciosamente —: ... Si es que puedes entenderme.

Fran la entendió. Y la envolvió en una mirada cuyo recuerdo la tuvo despierta toda la noche.

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En aquel preciso instante, Manu, abrazando a Nela, pensó:

«Nunca comprenderé bien a Ivana. Se marchó y me dejó plantado. Será mejor evitarla en adelante. Consigue hacerme sentir terriblemente incómodo.»

Y Heribert Muller, en su mullida cama, se preguntó, a la misma hora, por qué maldito motivo le habrían encerrado y apaleado aquella mañana. Sabía que tenía enemigos, pero nunca creyó que se atrevieran a tanto. ¿Serían sus competidores, los Scraf, que quisieron darle una buena lección por haberse quedado con aquel bodegón de dudosa procedencia...? O quizá los Fritz, que no perdonaban que les hubiera birlado el cuadro de la Modern Gallery. Aquel cuadro que ahora tendría que llevarse a Nueva York con mil precauciones. Por suerte, había descubierto a aquel pintor español cuyo estilo se asemejaba mucho al del cuadro valioso. Mezclado entre los cuadros del joven artista, podría pasar inadvertido. Y nunca se sabía. A lo mejor, el español podía caerles bien a los americanos. Lo principal era poder pasar la aduana sin problemas.

Se tocó la dolorida nuca, y al fin se durmió, pensando en si serían los Fritz o los Scraf.

Carlos Medrano, desde su cama del hospital, hablaba fatigosamente con policías y periodistas, sin tener que fingirse enfermo, porque realmente lo estaba. Los lavados de estómago fueron atroces.

—... y de pronto, alguien me sacudió por un hombro, y me encontré en aquel banco del parque, sin saber cómo había llegado hasta allí... No logro recordar lo que ha pasado...

En la confortable cocina de mistress Donovan, Dol planchaba una blusa de la anciana y se decía a sí misma:

«Iré a Santibera. Esta vez no perderé esa oportunidad. Me gusta ese hombre. Me gusta su cara tostada y su pelo blanco. Hasta me gustan sus horribles gafas Truman. ¿En qué acabará esto, santo Dios?

»¿Por qué la Donovan no se enamora, aunque el novio le llegue muy a deshora?»

Y Superpoldo, desde el lavabo de caballeros, en el edificio del Congreso, revolvía con furia el botiquín, que por fin había encontrado su secretario, buscando afanosamente las píldoras rosa, mientras daba patadas en el suelo. Florián trataba de ayudarle, y le tendió un frasco.

—Ésas son las azules. ¡Ahora busco las rosa! Esa estúpida niña no sirve para nada. Mañana mismo se la devolveré a sus tías. A esas tías sin la menor categoría. Acuérdate de reservar un billete en el primer vuelo de Iberia hacia Madrid. ¡Ah! Aquí están, por fin. Mis píldoras rosa. Pero...

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¿esto qué es...? ¿Una llave...? ¿Qué hace esta llave entre mis medicinas? ¿De dónde demonios será...?

Florián Guevara hizo un gesto de ignorancia. Tendió un vaso de agua a su jefe para que tomara las píldoras y comentó, con su mejor tono despectivo:

—Pura percalina, señor presidente. Pura percalina...

Y seis meses más tarde, Hipo, el gordo Hipo —de hipopótamo —, el mejor amigo que nunca tuviera Fran, se sentía feliz mientras descargaba los muebles de una camioneta y los metía dentro de la casa.

—Ellos los colocarán a su gusto cuando lleguen —explicó a su ayudante —. Se los han regalado todos en Santibera.

El ayudante se secó la frente con un pañuelo.

—¿Y qué es eso de Santibera...?

—Un país pequeño y feliz de Centroamérica. El caballero a quien acaban de nombrar presidente de aquella república es tío de la mujer de Fran.

—¡Caray! ¡Un tío, presidente...!

—Se casó con la tía de Ivana —aclaró.

—Y siendo gente tan importante... ¿crees que al joven matrimonio le gustará vivir aquí...?

Hipo —de hipopótamo —, que sólo había salido de su isla de Tenerife para hacer el servicio militar en la península, dirigió una mirada al cercano mar azul, al jardín cuajado de flores y a la casita blanca alzada en el centro. Sin contestar directamente, señaló con el gesto un maravilloso macizo de alhelíes.

—Mira cómo están los alhelíes. Son un derroche de colores. Nunca estoy seguro de cuáles me gustan más: si los rosa pálido, los morados o los blancos. Y... ¿has visto los gladiolos...? Los nardos crecieron mejor que nunca. Pero nada hay como las rosas. Son las más hermosas de toda la isla... ¿Sabes?..., cuando yo era joven me gustaba mucho la poesía. Para decir verdad, creo que es lo único que he leído nunca... Me pasaba la vida leyendo versos. Y había uno precioso, que se me quedó grabado. Se rascó la cabeza, tratando de recordar:

—Dame, Dios mío, un jardín de rosas y alguien que me acompañe a recorrerlo...

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