Manuel Rodríguez, historia y leyenda - Prefacio

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Prefacio correspondiente al libro Manuel Rodríguez: historia y leyenda, publicado en Santiago de Chile, por RIL editores, el año 2010.

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Manuel Rodríguez: historia y leyenda

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Prefacio

Entre la palabra y la letra

La vida y obra de Manuel Rodríguez constituyen por excelencia un ejemplo de intersección entre la historia oral y la historia escrita.

Prácticamente todos los historiadores, cronistas y escritores que se han referido a Rodríguez concuerdan en ello: en la construcción de su figura his-tórica confluyen ambas, deslindar cuáles elementos son los pretendidamente históricos, y cuáles responden a la tradición ha sido uno de los esfuerzos más reiterados a lo largo del siglo XX.

Esto ya fue planteado con claridad en uno de los relatos decimonónicos sobre el período de la Reconquista y la participación en él de Manuel Rodrí-guez, esto es, la Historia general de Chile, de Diego Barros Arana.

Él señala que las dos fuentes que alimentan el relato histórico de este período provienen de la historia y la tradición. Ambas «han recordado los nombres de algunos de aquellos audaces agitadores que, sin embargo, se em-peñaban en quedar desconocidos, y que al efecto se encubrían con nombres supuestos, y han dado sobre todo gran celebridad a uno de ellos, no solo por la importancia real de sus servicios sino por la suerte desastrosa que le cupo más tarde»1.

En relación con Manuel Rodríguez, se preocupa de precisar que es la tra-dición, la memoria oral la principal fuente de información, al menos, en lo que se refiere a este período: «los contemporáneos contaban poco más tarde las trazas infinitas que Rodríguez se daba para burlar la vigilancia del ene-migo». La reiterada imagen de Rodríguez abriendo la portezuela de la calesa de Marcó del Pont para Barros Arana es un hecho que «ha sido referido», no documentado2.

Luego señala que «la tradición conservó por muchos años recuerdo de los peligrosos lances en que se halló Rodríguez en esos días para salvarse de la tenaz persecución de que se le hizo objeto, así como de la habilidad y sangre fría que desplegó en ellos»3.

Inclusive los testimonios que presenta Barros Ara-na, escritos por contemporáneos de Rodríguez, son precisados por el historiador, al señalar que «todas estas apreciaciones son el reflejo fiel de la tradición que acerca de don Manuel Rodríguez se conservó largos años en Chile y, si bien podría discutirse su

1 Diego Barros Arana, Historia general de Chile, 2ª ed., San-tiago, Editorial Universitaria - Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, tomo X, p. 300.2 Ibid.3 Ibid., nota 5. Las cursivas son nuestras.

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estricto valor histórico, no es posible dejar de ver en ellas una expresión de la opinión de los contemporáneos»4.

Este matiz propuesto por Barros Arana es el que sus continuadores no siempre destacaron. Por el contrario, pareciera que la utilización de su obra se transformó prontamente en una expresión de veracidad. Incluso se podrá apreciar a algunos cronistas sumergidos en las páginas escritas por este histo-riador o por Francisco Antonio Encina, buscando refrendar sus asertos: si ellos señalaban la referencia en cuestión, ella adquiría condición de verdad.

Por otro lado, existen dificultades para desarrollar la investigación históri-ca sobre el período de la Reconquista que también son señaladas por Barros Arana:

Todo lo que se refiere a estos trabajos por agitar el país contra la do-minación española, era oscuro y misterioso, de tal modo, que casi parecía imposible recoger más que noticias vagas y generales, o pormenores aislados, que era difícil relacionar entre sí. Nosotros pudimos, sin embargo, formar con algunos documentos y con los recuerdos de los actores o contemporá-neos de esos sucesos, un cuadro bastante noticioso de ellos en el tomo III de nuestra Independencia de Chile. Después, estudiando prolijamente la corres-pondencia de San Martín con el gobierno de Buenos Aires, conservada en el archivo de esa capital, y luego [en] el archivo particular de este mismo jefe, hallamos un considerable caudal de noticias acerca de esos hechos. Pero en Chile mismo logramos recoger de manos de los hijos y herederos de algunos de los agitadores de 1816, una abundante cantidad de cartas, proclamas y otras notas, escritas, de ordinario, en pequeñas tiritas de papel, con letras disfrazadas, con nombres supuestos y con una redacción misteriosa, pero no impenetrable cuando se ponía alguna atención y se combinaban unas piezas con otras. Estos documentos, rotos y casi destruidos por la manera como se les conservaba, y ennegrecidos por el tiempo y el descuido, han completado el conjunto de datos que habíamos reunido, y nos permiten trazar aquí el cuadro más amplio, según creemos, que pueda formarse sobre esos sucesos5.

De este modo, a lo largo de tres páginas, Ba-rros Arana precisa las limitaciones investigativas que afectan el período y el personaje que pretende reseñar, señala las fuentes que se poseen al mismo tiempo que acota los niveles de veracidad de ellas. En términos generales, es cauteloso de validar los relatos de quienes vivieron el período de la Recon-quista. Sin embargo, a pesar de ello, prácticamente todos los discursos históricos que se conocen son tributarios en alguna medida de su obra y, como lo señalábamos, asumen la totalidad de la información que en ella se entrega como verdadera, sin mayor cuestionamiento.

De hecho, una de las paradojas de quienes se interesarán en trabajar sobre Manuel Rodríguez es que en muchas ocasiones son conscientes tanto de las

4 Ibid., p. 302. Estos testimonios se encuentran en las siguientes obras: F. B. Head, Rough notes taken during some rapid journeys across the Pampas and among the Andes, London, John Murray, 1826, 309 p.; Samuel Haigh, Sketches of Buenos Ayres and Chile, London, James Carpen-ter, 1829, 316 p.; John Miers, Travels in Chile and La Plata: in-cluding accounts respecting the geography, geology, statistics, government, finances, agricultu-re, manners and customs: and the mining operations in Chile, London, Printed for Baldwin, Cradock, and Joy 1826, 2 v.5 Ibid., pp. 302-303, nota 6.

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limitaciones documentales como de los márgenes del testimonio proveniente de la tradición oral, pero incluso así muy pocas veces establecerán diferencias entre una narración u otra, o realizarán análisis críticos de los contenidos de dichos discursos. De esta manera, no solo se reiteran sino que se recrean errores, deformaciones o ficciones sobre el personaje histórico.

Un ejemplo podrá explicar mejor lo anterior.El primer artículo publicado sobre Manuel Rodríguez en el siglo XX que

hemos encontrado se inicia con un párrafo categórico: «Vamos a narrar algu-nos hechos ignorados hasta ahora por los cronistas e historiadores de Manuel Rodríguez, y que nos ha referido un vecino de Doñihue, nieto de un amigo del héroe»6.

Se nos anuncia que lo referido proviene de la tradición oral; en este caso es anónima, al igual que quien la recoge y divulga. Existe también una sugerencia de zonas de conocimiento compartimentados entre la cultura formal (cronistas e historiadores) y quienes conocen «hechos ignorados» de la historia nacional.

Ahora bien, el artículo en cuestión señala que Rodríguez participó en el asalto a San Fernando. Esta inexactitud histórica obliga a analizar críticamente la veracidad de este texto. Sin embargo, Ricardo Latcham lo reproduce casi íntegro en la primera biografía de Manuel Rodríguez que se publica en el siglo pasado. Y ello, a pesar de que el propio Latcham señala en la introducción a su obra que su propósito es «recrear la tornadiza silueta de Rodríguez, que tantas veces ha girado cambiante en manos de la tradición y de la leyenda populares», al mismo tiempo que indica que su biografiado «es más real en el recuerdo que la auténtica estampa del sujeto»7.

Esta manera de incorporar los relatos provenientes de la cultura oral es particularmente relevante en este caso, toda vez que esta obra de Latcham se transformará en uno de los discursos canónicos sobre la vida de Manuel Rodríguez. Al igual como ocurrió con Barros Arana, muchos considerarán la obra de Latcham como la expresión más acabada de los estudios biográficos sobre Rodríguez.

La tradición oral se encuentra a la base de varios de los textos escritos sobre Rodríguez. Así ocurre, por ejemplo, con el libro Manuel Rodríguez en Yerbas Buenas, de Manuel G. Balbontín M., basado en los testimonios de antiguos residentes de esa localidad, recopilados por A. M. Ferrada Alexandre. También un citadísimo capítulo del libro Recuerdos de treinta años, de José Zapiola, está basado en un relato oral8.

Estos registros obtenidos de la oralidad no siempre son utilizados como fuentes propiamente tales de la investigación histó-rica, y en ese sentido con atribuciones de veracidad, sino que también cumplen una función más próxima a la recreación literaria, con su consecuente búsqueda de verosimilitud.

Ello se puede apreciar en un artículo de Manuel Gandarillas Díaz, en el cual se relata la visita a una casa que habría sido propiedad de Manuel Rodrí-guez, durante la Reconquista.

El autor señala que recibe esta información de la tradición oral, de «ancianos agricultores de la

6 Mártir. «Manuel Rodríguez. Un episodio de su vida», El Chileno, Santiago, 30 de mayo de 1904, p. 1. Las cursivas son nuestras.7 Ricardo A. Latcham, Vida de Manuel Rodríguez. El guerrillero, Santiago, Editorial Nascimento, 1932, p. 10.8 José Zapiola, «Entre Chacabuco y Maipo. Episodios históricos de la guerra», La Unión, Santiago, 18 de septiembre de 1910, p. 15.

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región», pero que no existen mayores datos que puedan confirmar esta ase-veración.

Gandarillas afirma que

la historia no recoge estos hechos, porque no desmenuza los aconteci-mientos. La historia es como un gran pájaro que mira el paisaje desde la altura, abarcándolo en todo su conjunto para detenerse solo en aquellas cosas que sobresalen como hitos concretos y definitivos.

Desconoce o pasa por alto los entretelones de los grandes acontecimientos en el desarrollo de la vida de los hombres y los pueblos. Pero el mito o la conseja popular recogen la hebra olvidada por el docto historiador y nos narran la historia humanizada que tiene vida propia y una saludable raíz de chilenidad9.

En este caso, la única persona que podía entregar un testimonio no se en-cuentra en el lugar, y Gandarillas opta por transformar el reportaje en un texto eminentemente literario en el cual, incluso, la casa es personificada y dialoga con sus visitantes, rememorando a Rodríguez.

Buscando un punto de equilibrio, Gustavo Opazo Maturana señala que «el documento no desmiente lo que la leyenda le atribuye con la más alta justicia»10. El mismo autor señala que «la historia, con algunos ribetes de leyenda, nos narra todas sus actividades de esos días [se refiere al período de la Reconquis-ta]. Sus subterfugios, sus disfraces, sus correrías, sus maneras de reír y burlar al español. Más que páginas de historia, son las de una gloriosa leyenda, a la cual la posteridad, no se ha atrevido a desmentir»11. De este modo, es tarea difícil «desentrañar de tantas noticias las verdaderas de las falsas, que el amor a su heroísmo, ha levantado, como monumento más fuerte que el granito»12. Son afirmaciones muy similares a las planteadas por Barros Arana, quizás con el matiz de que este historiador no realiza relaciones de correspondencia tan directas entre historia y leyenda como las sugeridas por Opazo Maturana.

En ese mismo sentido se expresa Mariano Latorre cuando sostiene que existen «ensamblados en un solo personaje, dos hombres en Rodríguez: el

héroe chileno, despojado casi de atributos reales y el héroe histórico, insuficientemente estudiado y algo diverso del personaje legendario». Y prosigue: «qui-zá, conectando al Rodríguez real con el Rodríguez legendario, pudiera hallarse la exacta comprensión de su personalidad»13.

Sin embargo, quienes pretenden realizar una la-bor de reinterpretación sobre la figura de Rodríguez buscan precisamente lo contrario, es decir, deslindar con extrema precisión las fronteras entre el discurso histórico y el discurso legendario. Al mismo tiempo, suelen centrarse en la validación de los métodos de investigación histórica, particularmente el uso de fuentes documentales, buscando así refrendar sus trabajos como expresión de objetividad histórica.

Alejandro Chelén Rojas, por ejemplo, en la que

9 Manuel Gandarillas Díaz, «Re-portaje a la casa de Manuel Ro-dríguez en Tinguiririca», En Viaje, Santiago, número 307, mayo de 1959, p. 26.10 Gustavo Opazo Maturana, «Manuel Rodríguez», Boletín de la Academia Chilena de la Historia, año 16, número 41, segundo semestre de 1949, pp. 29.11 Gustavo Opazo Maturana, «Manuel Rodríguez», Boletín de la Academia Chilena de la Histo-ria, año 20, número 48, primer semestre de 1953, p. 87.12 Ibid., p. 90.13 Mariano Latorre, «Manuel Rodrí-guez, símbolo de Chile», En Viaje, Santiago, número 40, febrero de 1937, p. 19.

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sería la introducción a su obra, señala que su propósito tiende a examinar «a la luz de los nuevos antecedentes la ubicación histórica profundamente equivocada que el criterio oficial ha dado a algunos dirigentes de aquella fase de nuestra historia. Tal es el caso de los hermanos Rodríguez Ordoiza». Poco más adelante indica que su esfuerzo «persigue restituir todo su valor al aporte que dieron a la independencia y a la formación de la República los hermanos Rodríguez Ordoiza, deformada y empequeñecida por la casi totalidad de los historiadores. Una prolija investigación nos permite ubicarlos en el sitial que históricamente les corresponde, rectificando juicios apasionados que han desvirtuado el brillante papel que con tanta sinceridad y gallardía supieron desempeñar (…) Los antecedentes que hemos logrado reunir desmentirán categóricamente a quienes solo lo hacen aparecer como una figura simpática, popular y audaz, negándole capacidad e ilustración»14.

Así, con estas tensiones y aproximaciones simultáneas se construyó la figura de Manuel Rodríguez, una narrativa que reconoce dos discursos originarios: Barros Arana y Latcham, y en cierta medida la biografía escrita por Guillermo Matta15, pero que se desarrolla a lo largo del siglo alimentándose tanto de las fuentes propias de la historia como de la tradición, según las distinciones de época.

En artículos como los compilados aquí se aprecian los vasos comunicantes que cronistas, escritores, periodistas, establecieron entre historia y tradición, configurando una silueta de Manuel Rodríguez que, en todo caso, no excedía el marco establecido por los discursos canónicos establecidos a finales del siglo XIX y refrendados en las primeras décadas del siglo XX.

Los contenidos de la memoria

Los temas que se encuentran en los discursos sobre Manuel Rodríguez pueden agruparse en orden cronológico.

Nos referimos a aquellos elementos biográficos –o pretendidamente biográficos– a los cuales se les otorga mayor preeminencia en el relato. Así mismo, a aquellos contenidos que son similares, aun cuan-do hayan sido propuestos por diversos autores y en diversas épocas.

Esto permite no solo apreciar los elementos centrales de la narración canónica, sino también la manera en que estos se han expandido y decantado a lo largo del período que se estudia.

El estudiante rebelde

Un hito discursivo es su período como estudiante, el cual se considera desde dos puntos de vista. Por un lado, se insiste en sus características personales, particularmente en lo que dice relación con su inte-

14 Alejandro Chelén Rojas, «Ma-nuel Rodríguez y su hermano Carlos, revolucionarios con-secuentes en las luchas de la independencia nacional», Arauco: tribuna del pensamien-to socialista, Santiago, año 2, número 21, octubre de 1961, pp. 13-14.15 Galería nacional, o, Colección de biografías i retratos de hom-bres célebres de Chile: escrita por los principales literatos del país; dirijida i publicada por Nar-ciso Desmadryl, autor de los gra-bados i retratos; Hermójenes de Irisarri, revisor de la redacción, Santiago, Impr. Chilena, julio de 1854, 2 v. Existe una edición facsimilar, Santiago, Ediciones de la Biblioteca Nacional, 1996, 228 p.

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lecto, lo cual constituye una suerte de anticipo a la defensa que se realiza de Rodríguez en términos de ser, también, un hombre de ideas.

Por otro lado, se señala como un momento decisorio en esta etapa, el intento por obtener el grado de doctor en la Universidad de San Felipe. Esta situación se refiere varias veces, utilizando la única documentación conocida16. A ella sue-len asignársele representaciones simbólicas que quizás exceden la historicidad real del pensamiento de Rodríguez: una temprana conciencia independentista, originada por este hecho. Sin embargo, de alguna manera esto configura –al interior de las narrativas sobre Rodríguez– una representación simbólica o referencial del anhelo de la burguesía criolla por acceder al poder político de las estructuras que regían al país; «este hijo, de la más caracterizada clase media de la Colonia, el empleado de la real corona», le llama Gustavo Opazo Maturana17, mientras que Alejandro Chelén Rojas lo denomina «el auténtico representante del criollaje, con ansias de libertad»18; Orlando Millas afirma que «la capa media fue la protagonista principal que tomó el timón para crear la Patria Vieja y estaba representada por Manuel Rodríguez muy típicamente, aunque otras figuras de su círculo social descollaron inicialmente»19. Esta identificación de Rodríguez con los sectores medios de la incipiente sociedad chilena, tiene un correlato a inicios del siglo XX, cuando Víctor Noir señala que quienes mejor recuerdan la historia patria son los integrantes de dicho sector social: «según parece, los más puros sentimientos de amor a la historia patria y a sus héroes se refugian en el espíritu de las capas medianas de la sociedad»20. Posteriormente, esta relación –acotada a un sector socioeconómico en particular– se ampliará como una expresión de la chilenidad, con el ser

nacional: Manuel Rodríguez es el claro descendien-te «de españoles, el criollo puro, con su inquietud racial», señala Mariano Latorre21.

En 1809, Rodríguez presentó una serie de docu-mentos ante las autoridades de la Universidad de San Felipe, para solicitar una disminución en el monto de los derechos o propinas que implicaba obtener el grado de doctor en Leyes, o bien su compensación con el ejercicio de la profesión, sin obtener remune-ración por ello, hasta cancelar la deuda. Uno de ellos, quizás el más conocido, es la presentación que hace de su caso ante el gobernador del reino, Francisco Antonio García Carrasco. En dicho texto Rodríguez realiza una caracterización de su familia, por cierto, quizás un poco intencionada.

En este documento, él señala, entre otras cosas, que:

Don Carlos Rodríguez, mi padre, mantuvo largo tiempo su numerosa familia con seiscientos pesos al año, hasta que S. M. se sirvió ascenderle a la Contaduría de la Aduana, en cuyo nuevo empleo goza mil y quinientos; pero estos apenas desempe-ñan sus obligaciones. Alquila casa y la subsistencia

16 Ramón Huidobro Gutiérrez, «Apuntes sobre la vida de es-tudiante de don Manuel Rodrí-guez», Revista Chilena de Historia y Geografía, Santiago, año 2, número 7, pp. 123-153, tercer trimestre de 1912.17 Gustavo Opazo Maturana, «Manuel Rodríguez», Boletín de la Academia Chilena de la Histo-ria, año 17, número 42, primer semestre de 1950, p. 86.18 Alejandro Chelén Rojas, ob. cit., p. 14.19 Orlando Millas, «El pueblo en la gesta nacional», en su De O’Higgins a Allende: páginas de la historia de Chile, Madrid, Edi-ciones Michay, 1986, p. 34.20 Víctor Noir, «A la memoria de Manuel Rodríguez», La Nación, Santiago, 19 de mayo de 1917. Víctor Noir es el seudónimo de Enrique Tagle Moreno, según lo señala Manuel Torres Marín, en Aproximación al seudónimo literario chileno, Santiago, s. e., 1985, pp. 73; 80.21 Mariano Latorre, ob. cit., p. 19.

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de su familia no tiene otro recurso que esa renta: a todos sus hijos nos ha conducido por la senda de la sabiduría, en que se gasta excesivamente; y necesita sostenerse y sostenernos con aquella decencia que exige su oficio y nuestro instituto. Y ¿podrá, señor con estas atenciones costear el grado de un hijo sin quitarnos a todos por muchos meses el alimento preciso? (…) Yo deseo vestir el capelo, pero jamás consentiría que se verificase con detrimento de mis hermanos.

Si se apartan los ojos de la escasez de mis proposiciones pecuniarias, yo, si no me engaño, no encuentro que me falte otra condición de las que debe tener un doctor. Mi calidad, por lo que respecta a esa fantástica idea de la nobleza, no ha sido repugnada por el cuerpo para que curse mis estudios en sus aulas y ahora dos años el mismo Claustro me calificó hábil para leer a las cátedras de Instituta y Decreto en cooposición de beneméritos y distinguidos alumnos. En cuanto a la suficiencia, este mismo Claustro me bachilleró y licenció en Cánones y Leyes, en cuyo solo hecho ya me declaró apto para obtener la borla: él se juntó para oír mis lecciones de oposición, tuvo la bondad de aprobar su resultado; y el doctor don J. J. del Campo, que como Rector las presidió, las refiere de un honroso modo, que acaso no merezco; sobre todo mis maestros autorizan mis actuaciones del modo que puede verse en los docu-mentos de f. 1 a f. 7.

El rechazo de esta solicitud ha servido a algunos para proponer a Rodríguez como una figura repre-sentante de los sectores criollos medios o empobreci-dos, y expresar así la participación de dichos sectores en el proceso independentista: estos deseaban acce-der al poder político y a la administración económica del país, pero sus anhelos estaban constreñidos por el dominio español22. Algo que tendrá cierta im-portancia al momento de construir su imagen en el contexto de la Reconquista española.

Este momento en la vida de Rodríguez simboliza una de las aspiraciones de los criollos23 pero su caso es distinto respecto de otros héroes nacionales, como Bernardo O’Higgins y José Miguel Carrera, quienes desarrollaron parte de su formación en el extranjero, particularmente en dos naciones emblemáticas en esa época: España e Inglaterra. Esto también parece reforzar la imagen de chilenidad que existe sobre Rodríguez, a tal punto que un autor se preocupa de realizar un cuadro comparativo entre los próceres mencionados, más José de San Martín, para concluir que –de ellos– quien vivió más años en su propio país fue Rodríguez24.

Para que este discurso sobre su vida estudiantil tenga significación posterior, es necesario precisar si logró titularse de abogado. Sobre el particular existen

22 Lo que permite definir al pro-ceso de la Independencia como una revolución política y no como una revolución social. Véase Luis Vitale, Interpretación marxista de la historia de Chile: tomo III. La In-dependencia política, la rebelión de las provincias y los decenios de la burguesía comercial y terrateniente, Santiago, Prensa Latinoamericana, 1971, p. 7.23 Esto puede apreciarse con propiedad en una misiva de José Antonio de Rojas, en la cual seña-la: «Cuando yo veo aquí [España] (con ser que esta es la porción más abandonada y despreciable de la Europa) los seminarios así para las ciencias, como para el arte militar, las academias de escultura y arquitectura y otras oficinas donde a este animal hombre le enseñan todo lo que en cualquiera otra parte es capaz de saber, digo entre mí: si me pusieran a escoger entre todas las grandezas y uno de los colegios, yo abandonaría aque-llas y volvería contentísimo a mi país con uno de estos», Sergio Villalobos, Tradición y reforma en 1810, Santiago, RIL editores, 2006, p. 53.24 Antonio Ondarza, Manuel Ro-dríguez: el caudillo popular, 2ª ed., Santiago, Ediciones Arcos, 1966, pp. 117-118. El autor concluye que O’Higgins vivió el 46,9% de su vida en su país; Carrera, el 66,4%; San Martín, el 18%, mientras que Rodríguez vivió el 96,6% de su vida en Chile.

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opiniones encontradas de historiadores y cronistas, como bien lo refleja la siguiente observación de Ramón Huidobro Gutiérrez:

En cuanto a su título de abogado, Barros Arana dice en su tomo VIII, página 496: ‘don Manuel Rodríguez Ordoíza, abogado joven e inteligente, etc.’ y en la 479 del IX: ‘El abogado don Manuel Rodríguez, etc.’. Otros biógrafos de este personaje, como don Guillermo Matta, en la Galería nacional y don Pedro Pablo Figueroa, en su Álbum militar también sos-tienen lo mismo. Nos hemos preocupado detenidamente de este punto, y no hemos hallado ni su expediente para optar al título en el Archivo de la Real Audiencia, ni su nombre en la lista confeccionada por el Ministerio de Justicia, de los abogados recibidos en Chile desde el 13 de diciembre de 1788 hasta el 22 de noviembre de 1899, y somos de opinión que nuestro personaje no alcanzó a ser abogado25.

Opazo Maturana señala que Rodríguez se recibió de Bachiller en Leyes, «quedando apto para defender causas en los estrados de los Juzgados y Real Audiencia, tomando entonces la designación de abogado, o sea, defensor de partes», en ese contexto, la voluntad de obtener el doctorado en Leyes tenía como objetivo el poder realizar clases en la Universidad San Felipe, más que para realizar el ejercicio de la profesión en sí.

También señala que Rodríguez asistió un tiempo a la Real Academia del Derecho, que dependía de la Real Audiencia, a la cual «solo asistió tres veces y no más».

En relación a su actuación como abogado, sostiene que existen pruebas de ella en los archivos judiciales de la primera década del siglo XIX, en las cuales Rodríguez ejerció las funciones de abogado, como defensor de partes en la Real Audiencia; además, fue nombrado a fines de 1810 como abogado para la defensa de los pobres, en lo criminal26.

Los ejemplos abundan, a favor de una versión o de la otra, siendo desta-cable el hecho de que, en términos generales, son escasas las ocasiones en las cuales se ofrecen referencias documentales para fundamentar alguna de estas posturas; esto ocurre con frecuencia respecto de otros aspectos biográficos de Rodríguez que han sido objeto de controversia.

Por cierto, interpretar esto como una expresión temprana de su concien-cia anticolonial puede ser considerado un exceso. Eulogio Rojas Mery, por ejemplo, afirma que «estos contratiempos han debido influir poderosamente

en el espíritu del empeñoso estudiante, transformán-dolo en el ‘inconformista’ que fue durante su corta existencia»27. De alguna manera, en esta intención de plantear las consecuencias de esta situación se configura la imagen de un personaje resentido, más que la de un sujeto consciente. Así, dicho resentimiento es coherente con la caracterización posterior de Rodríguez, esto es, una figura histórica que se moviliza más por sus emociones que por sus razones.

25 Ramón Huidobro Gutiérrez, ob. cit., p. 152.26 Gustavo Opazo Maturana, «Manuel Rodríguez», Boletín de la Academia Chilena de la Historia, año 17, número 42, primer semestre de 1950, pp. 85; 87; 89.27 Eulogio Rojas Mery, «Manuel Rodríguez», Patria Vieja: revista de rectificaciones históricas, Santiago, año 1, número 2, 15 de enero de 1953, p. 7. Las cursivas son nuestras.

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Reconquista: historia, anécdota, leyenda

Es en el período de la Reconquista en donde Manuel Rodríguez adquiere la categoría de héroe propiamente tal. En efecto, no existe ningún discurso que difiera de esta apreciación: todos concuerdan en que la actividad realiza-da por Rodríguez es la que permite que su figura trascienda lo propiamente histórico, para alcanzar las dimensiones del relato legendario.

Sin embargo, además de este elemento carac-terístico existen otras consideraciones relativas al período de la Reconquista que parecen razonables para permitir la construcción de este relato.

Una de ellas dice relación con la Reconquista y la construcción de la chilenidad. Algunos autores señalan una de las consecuencias que implicó este período, la nueva ocupación del territorio nacio-nal, luego del período de la Patria Vieja, habría generado en los habitantes del país el desarrollo de la incipiente conciencia nacional o, por lo me-nos, la voluntad de la participación directa en el conflicto.

Según Jocelyn-Holt:

es difícil determinar hasta qué punto la guerra imprimió un carácter nacional generalizado. Sin embargo, existen algunos indicios, especialmente en la última etapa, que confirman esta hipótesis. La historiografía sobre el período es unánime en señalar la crueldad y arbitrariedad española durante la Reconquista como factor aglutinante en torno a una identidad nacional. La forma antinómica como plantearon los dos gobiernos restauradores –el de Osorio y el de Marcó del Pont– la lealtad debida, definiéndola en última instancia de acuerdo a origen peninsular o criollo, agudizó la distinción entre uno y otro bando. En consecuencia el repudio de lo es-pañol no se limitaría únicamente al grupo alto de la sociedad. Las fuerzas de ocupación, y en particular el batallón de los Talaveras, a cuyo cargo estuvo confiada la represión, despertaron fuerte rechazo en sectores populares, extremando a su vez la actitud discriminatoria de la autoridad»28. De esta manera, al comprender el período de

la Reconquista como el momento en el cual se ex-tiende un incipiente sentimiento identitario entre los habitantes del territorio, ello se expresará en la construcciones discursivas que se realizan sobre ese momento histórico y sus protagonistas: los

28 Alfredo Jocelyn-Holt, La inde-pendencia de Chile. Tradición, modernización y mito, 3ª ed., Santiago, Editorial Planeta, 2001, p. 185 (Biblioteca del Bicentenario, XX). Por cierto, los historiadores marxistas destacan con mucha más vehemencia esta incorpo-ración de los sectores populares a la lucha por la independencia, al mismo tiempo que señalan condiciones socioeconómicas estructurales que la justificarían: «El estado de miseria en que se encontraba el pueblo, debido a la crisis económica surgida de la guerra, junto con las arbitra-riedades cometidas por los rea-listas contra el campesinado y el artesano, determinaron un salto cualitativo en la conciencia del pueblo. Durante la Reconquista hubo una incorporación masiva de los sectores populares al proceso revolucionario por la independencia política. Esta participación popular se produjo más bien como fenómeno de re-acción frente a los abusos de los españoles que como adhesión a sus patrones criollos». Luis Vitale, ob. cit., p. 43. Véase también Ranquil (seud.), Capítulos de la historia de Chile, Santiago, Editorial Quimantú, 1973, pp. 53-55 (Serie Nuestra Historia. Colección Camino Abierto, 2). Estas perspectivas pueden confrontarse con una visión más matizada y desmitificadora del período de la Reconquista, en la investigación de Cristián E. Gue-rrero Lira, La contrarrevolución de la Independencia en Chile, Santiago, Editorial Universita-ria / Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2002, 334 p. (Colección Sociedad y Cultura, 28). Véase particularmente el capítulo «Oso-rio y Marcó del Pont: ¿un mito histórico?», pp. 187-212.

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relatos deben mostrar sujetos sociales representativos de dicha comunidad diversa29.

Al mismo tiempo, el relato del período de la Reconquista tiende a una descripción de espacios y sujetos sociales que es transversal: a diferencia de la Patria Vieja, en donde estos se pueden asociar con facilidad a la naciente elite criolla, en el período de la Reconquista los discursos proponen el protago-nismo de campesinos, sacerdotes, ex soldados del ejército patriota, mujeres e incluso algunos hacendados. De este modo se sugiere que es la totalidad de la comunidad nacional la que se enfrenta a la dominación española.

Ahora, en lo que se refiere estrictamente al proceso de construcción del héroe, es notable apreciar cómo se vincula su actuación con rasgos que se aproximan al esencialismo identitario. Es en este período, y no en otro, en donde Rodríguez es la expresión de la chilenidad, tanto en su comportamiento, como en las relaciones sociales que establece y en las hazañas que se relatan de él; todas ellas propenden a atribuirle a Rodríguez aquellas cualidades que, se estima, constituyen los rasgos característicos de los chilenos. Las propuestas al respecto son numerosas y diversas.

Nicomedes Guzmán, por ejemplo, afirma que la grandeza de Rodríguez reside «en su sentimiento popular que le encaminó, en las buenas y en las malas, a confundirse con el pueblo y a actuar como actúa el pueblo (…) Por esto, cuando haya que hablar del ‘roto chileno’ podría proclamársele como el ‘primer roto’ nacional, puro y grande de toda esa condición en que la virtud es el común denominador humano»30.

Desde una perspectiva similar, Domingo Melfi describe a Rodríguez en los siguientes términos:

Era el pueblo en persona. No había nacido en sus dominios pero te-nía la adivinación de sus instintos y de sus esperanzas. Era el campo y el suburbio, la casa humilde y de la chingana bulliciosa, la choza sostenida por horcones retorcidos, de canelo, en la linde del camino, y la fantasiosa arrogancia del que juega con la vida (…)

Así fue Rodríguez. La esencia de la astucia campesina, el símbolo de la malicia y del heroísmo, la personificación del fatalismo corajudo de la raza (…)

Y para que nada faltara en su psicología, era también versátil y levantisco, cazurro y dicharache-ro y jugaba con las mujeres como con la muerte. Esa misma veleidad que le hacía cambiar de amores sin entristecerse porque ‘está de Dios que así sea’, que le hacía saltar de una remolienda al heroico trabajo de jugarse la vida por la libertad, que le hacía soportar sin quejarse los más duros sacrificios, cruzando sendas cordilleranas y atravesando de noche los campos, llenos de soldados españoles, le hacía identificarse en cierto modo con el carácter aventurero del pueblo31.

Por su parte, Mariano Latorre sostiene que Ro-dríguez integra «los dos aspectos típicos de Chile: el

29 En este sentido, la literatura de finales del siglo XIX, parti-cularmente la novela histórica, expresada en Alberto Blest Gana, y el folletín, en Liborio Brieba, colaboraron fuertemente con la divulgación de este imaginario, el cual comienza a ser investigados en términos históricos recién ha-cia mediados del siglo XX.30 Nicomedes Guzmán, «Manuel Rodríguez anda por el mundo», Las Noticias de Última Hora, San-tiago, 8 de julio de 1956, p. 2.31 Domingo Melfi, «Retrato de Manuel Rodríguez», Atenea: re-vista mensual de ciencias, letras y artes, Concepción, año 14, número 144, junio de 1937, pp. 264-266.

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roto arrabalero y el huaso chabacano, la ciudad y el campo, como era lógico en la vida chilena de entonces»32.

Sin embargo, el propio Latorre realiza una inversión respecto del origen de las características tradicionalmente atribuidas a Rodríguez. No son la expre-sión de rasgos identitarios esenciales de la comunidad, por el contrario: «El pueblo agrandó la parte positiva de su temperamento, la audacia, la astucia, la generosidad, el espíritu de sacrificio sin compensación inmediata, por un ideal, porque ellas coincidían con el arquetipo que sus almas ingenuas habían creado como una significación, precisamente, de los aspectos poco comunes en ellos mismos»33.

Las batallas del Húsar

Otro momento de la vida de Manuel Rodríguez que es interesante, tanto por el debate que suscita como por sus implicancias simbólicas, es la creación del regimiento «Húsares de la Muerte» y su participación en la Batalla de Maipú.

La versión decimonónica señala que Rodríguez y los «Húsares» no parti-ciparon en la Batalla de Maipú. Ella se origina en el relato de José Zapiola, quien sostiene que los integrantes de los «Húsares» y su líder habían acordado no participar en la batalla, a la espera del regreso de José Miguel Carrera, para tomar el poder político. Zapiola indica que este relato le fue entregado por Ramón Allende, a quien identifica como jefe carrerino34. Esta fuente oral es la única que refrenda esta versión; sin embargo, la gran mayoría de quie-nes aceptan el relato de Zapiola lo hacen de manera íntegra, sin discutir o comentar la afirmación.

Lo propuesto por Zapiola es reiterado por Francisco Antonio Encina en su Historia de Chile. Esto no implicó profundizar la investigación documental que respaldara dicho aserto. Por el contrario, en algunos textos posteriores predominan los juicios de valor por sobre la indagación histórica. Por ejem-plo, Joaquín Edwards Bello señala que «los soldados de Rodríguez usaban una divisa espantable, compuesta de una calavera de trapo blanco en fondo negro, como la que usan nuestros niños piratas de primavera. Eran como coro de zarzuela con uniforme de ‘Húsares de la Muerte’. Un cuco»35. Asimismo, Luis Valencia Avaria indica que los «Húsares», «no eran más de doscientos. La mayoría eran tipos partidarios de la violencia y anarquistas. No era la mejor gente. Rodríguez los había formado con las sobras. Apenas duraron veinte días y no hicieron nada. Solo crearon complicaciones»36. Este mismo historiador afirma que, en los momentos preliminares de la batalla, los «Húsares de la Muer-te» se instalaron en el camino a Tango, «caserío del siglo XVII un poco al sur de la actual ciudad de San Bernardo (ciudad que entonces no existía), donde ocuparon como atalaya un cerrillo que en la época se conocía con el nombre de ‘Los Ladrones’. Allí los encontró la batalla de Maipú y deben haberse con-fundido con los milicianos aconcagüinos y colchagüi-nos –que O’Higgins llevara al campo de batalla–, en

32 Mariano Latorre, ob. cit., p. 23.33 Ibid., p. 19.34 José Zapiola, ob. cit.35 Joaquín Edwards Bello, «El mito de Manuel Rodríguez y la Batalla de Maipo», La Nación, 5 de abril de 1955, p. 4.36 Pedro Álvarez, «Historiadores juzgan a Manuel Rodríguez», «Revista del Domingo», El Mer-curio, Santiago, 23 de octubre de 1983, p. 6.

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la persecución de los fugitivos que huían hacia el Maipo y a quienes enlazaron o voltearon a ‘pegüalazos’»37.

Quienes se opusieron a esta versión se preocuparon de invalidar la carac-terización de su fuente originaria. Así, Eulogio Rojas Mery señala que Ramón Allende era enemigo de Carrera, citando como prueba un libelo contrario a este, redactado por Irisarri en Mendoza; entre los firmantes de ese libelo figura Ramón Allende.

A ello Rojas Mery añade referencias bibliográficas que afirman que los «Húsares» participaron en la Batalla de Maipú, como Vida de O’Higgins, de Benjamín Vicuña Mackenna o Dictadura de O’Higgins, de Amunátegui.

Esta participación se expresa, básicamente, en que el regimiento «Húsares de la Muerte» cortó la retirada, rodeó y derrotó al jefe realista Ángel Calvo en el cerro de La Niebla, ubicado al lado norte del río Maipo, cerca del vado de Maipú38.

Por su parte, Gustavo Opazo Maturana refiere tres documentos que de-mostrarían la participación de los «Húsares» y Rodríguez en la Batalla de Maipú. El primero de ellos es la hoja de servicios de Tomás Quezada, oficial de ese regimiento. En ella se hace constar que participó en dicho hecho, a las órdenes de Manuel Rodríguez. Lo mismo se señala en la hoja de servicios del coronel Pedro Urriola, ayudante, y en la del general Marcos Maturana del Campo, «soldado distinguido» del regimiento.

Este mismo autor dio a conocer un testimonio inédito de Pedro Martínez de Aldunate. En su diario de vida, él señala que el regimiento «Húsares» llega en pelotones a las cinco de la tarde al punto donde estaba situada la bandera del cuartel general. Agrega que en el cerro que pertenecía a la hacienda de Santa Cruz, se enfrentaron al oficial realista Ángel Calvo, al mando de sete-cientos hombres, quienes fueron rendidos por el ayudante Merlo. Por último, concluye señalando que esa noche Rodríguez retornó a Santiago, acompañado de Tomás Urra39.

Por cierto, no todos quienes sostienen que Rodríguez y los «Húsares de la Muerte» participaron en la batalla de Maipú lo hacen documentadamente para respaldar su afirmación; algunos, de hecho, construyen verdaderas ficciones al respecto. Es el caso de Ricardo Porter de la B., quien escribe:

Al otro lado de los Andes, cuando ya estaba organizado el Ejército Liber-tador, por el general San Martín, Manuel Rodríguez se agiganta comandan-

do los «Húsares de la Muerte», brillante y heroica unidad militar organizada por él. Fiel encarnación de su patriotismo y de su valor de leyenda, con los «Húsares de la Muerte», después de cien hazañas victoriosas, interviene en la gloriosa jornada de Mai-pú y contribuye a la libertad de Chile, su máxima y suprema aspiración40.

Nos hemos detenido en describir los fundamen-tos que se han desplegado en este debate, porque su vehemencia indica la importancia simbólica de la Batalla de Maipú. En efecto, ella representa la

37 Luis Valencia Avaria, «Los Húsa-res de la Muerte», en Homenaje a Guillermo Feliú Cruz, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1973, p. 1081.38 Eulogio Rojas Mery, ob. cit., p. 12.39 Gustavo Opazo Maturana, «Manuel Rodríguez en la Batalla de Maipo», El Mercurio, Santiago, 5 de abril de 1953, p. 2.40 Ricardo Porter de la B., «Manuel Rodríguez», En Viaje, Santiago, número 105, julio de 1942, p. 25.

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culminación del proceso independentista, así como O’Higgins y San Martín encarnan la dirección de dicho proceso, tanto en términos políticos como mi-litares. Así, la participación en esta batalla de un regimiento que no pertenece formalmente al Ejército de los Andes, y que al mismo tiempo tendría una conducción contraria a su mando político, es algo que tensiona el discurso decimonónico: el abrazo de Maipú expresa, entre otras cosas, la homogeneidad en la conducción del proceso independentista41.

La muerte y sus sombras

Por último, otro aspecto relevante en los relatos sobre Rodríguez se refiere a su asesinato. De hecho, aquí se encuentran varias tensiones que expresan las diversas lecturas interpretativas. Varias de ellas no hablan de asesinato, sino de la muerte de Rodríguez. Del mismo modo, algunas proponen lecturas que tienden al hermetismo, la omisión o el establecimiento de velos sobre lo sucedido. En gran medida, estos discursos tienen como objetivo liberar de res-ponsabilidades a dos figuras históricas emblemáticas: O’Higgins y San Martín.

José Zapiola señala: «nadie ignora quién fue el que solicitó al capitán Zuloaga, argentino, y más tarde al teniente Navarro, español, ambos del ba-tallón 1º de los Andes, para asesinar a Rodríguez», al mismo tiempo que exculpa al general argentino: «Cuando esto sucedía, San Martín estaba en Buenos Aires»42.

Aurelio Díaz Meza opta por una apreciación que linda en el misterio: «Dícese que la Logia Lau-tarina se reunió una noche y que consideró el caso de Rodríguez que era ya un caso perdido. Lo que allí se acordó no puede saberse, ni se sabrá, como tampoco se sabrá si fue cierta la reunión de la Lo-gia Lautarina...», lo cual no lo limita para liberar a O’Higgins de la sospecha: «Es cosa indudable que O’Higgins estaba inocente de los siniestros proyectos de Monteagudo y Alvarado»43.

Pedro Álvarez sostiene que «es muy poco lo que se sabe acerca de los móviles y de la forma en que se perpetró el crimen. Inicialmente, buscando culpables, circularon muchas versiones que se eliminaban unas a otras. Pero la más aceptada hoy entre los historiadores dice que la muerte de Rodríguez habría sido decidida en la Logia Lau-tarina y fue el doctor en teología y leyes Bernardo Monteagudo quien más apoyó la causa. Esta en-cargaría al teniente Antonio Navarro el asesinato. La forma misma no consta en documentos, pero es probable que recibiera un balazo a traición de

41 Por otro lado, la relevancia simbólica de este hecho puede apreciarse en las afirmaciones de Guillermo Kaempffer, quien, aparte de señalar que Manuel Rodríguez y los «Húsares de la Muerte» impidieron en la reta-guardia española «todo intento de reorganizar sus efectivos», afirma que el pueblo (estado llano) par-ticipó de manera espontánea en la batalla: «Junto a los soldados uniformados marchaban los de chupallas, ponchos y ojotas, sin más armas que el corvo en la faja de la cintura; eran los niños del cuadro, como les llamaban a los actuales matarifes; la caballería, compuesta de huasos, penca en mano y el lazo listo para lanzarlo al aire. »Las mujeres de nuestro pueblo, en la imposibilidad de conseguir armas, alentaban a los soldados con ensordecedor griterío. Era el pueblo, puro pueblo, el que formó sin voz de mando y que se llamó Reserva Extraordinaria». Guillermo Kaem-pffer Villagrán, San Miguel de la Colonia a la Independencia: 1535-1880 [Santiago], Escuela Superior de Artes Gráficas, 1966, p. 16.42 José Zapiola, ob. cit.43 Aurelio Díaz Meza, «El asesina-to de Manuel Rodríguez«, Pacífico Magazine, Santiago, número 67, julio de 1918, pp. 41-52.

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Navarro y luego se le rematara con bayonetas». «Solo especulaciones», concluye afirmando Álvarez44.

Unido a ello, se advierte en los relatos una voluntad implícita de referirse al asesinato de Rodríguez como algo que no atañe tan directamente a los chilenos. De esta manera, se insistirá con frecuencia en el hecho de que el asesino de Rodríguez es de nacionalidad española, así como que el oficial a cargo del regimiento es argentino. La responsabilidad del asesinato se diluye en sus responsabilidades políticas del mismo modo como se difumina en la nacionalidad de sus ejecutores: de alguna manera pareciera que no es «la patria» o «los chilenos» quienes asesinan a Rodríguez, sino oscuros intereses, ejecutados por extranjeros.

Manuel Gandarillas, por ejemplo, definirá a Navarro como un «oficial mercenario, al servicio de un regimiento extranjero», al mismo tiempo que precisará que los soldados Agüero y López eran argentinos45.

Por último, no deja de llamar la atención la forma de la muerte de Rodrí-guez, la cual se hizo recurrente en nuestro país, durante el último tercio del siglo XX: el asesinato de un prisionero político al aplicarle la ley de fuga, así como el abandono del cuerpo y su posterior desaparición, en este caso, por el lapso de 76 años.

Hacia una interpretación

La opción de considerar aquellos textos dados a conocer en diversas publica-ciones periódicas, tanto de masas como de circulación más restringida, se debe a que en estos artículos se encuentran los elementos constituyentes de una imagen oficial de Rodríguez, junto a algunos componentes que provienen del imaginario popular, particularmente de la tradición oral. Lo interesante del caso son los puntos de encuentro que se pueden apreciar en ambos espacios discursivos, en donde se evidencia la mutua influencia que se realiza entre ellos.

La imagen oficial corresponde por excelencia a los discursos elaborados por la historiografía decimonónica, liberal y positivista. En este proceso de

construcción y difusión de la figura de Rodríguez no se aprecian grandes diferencias de intención o sentido de los discursos. Los matices se encuentran remitidos a algunas precisiones explicativas que buscan la comprensión del personaje en su contexto histórico (en términos económicos, sociales y políti-cos), precisiones realizadas en gran medida desde el marxismo. Sin embargo, los diversos énfasis en las aproximaciones a Rodríguez no modifican la inter-pretación global que existe sobre él. En ese sentido, no constituyen una relectura del discurso canónico elaborado; son lecturas parciales tendientes a cons-truir una imagen de Rodríguez útil o coherente a las necesidades del emisor que se ha detenido en su «rescate», armónica con esas necesidades y a las del sistema de difusión del cual forma parte46.

44 Pedro Álvarez, ob. cit.45 Manuel Gandarillas, «La triste muerte de Manuel Rodríguez», Zig-Zag, año 50, número 2568, 12 de junio de 1954, p. 42.46 Un caso emblemático de esto es una editorial de la revista Ar-mas y Servicios del Ejército. En este texto, la figura de Rodríguez se caracteriza en los siguientes términos: «Coronel de Ejército, abogado, diputado, secretario del gobierno de Carrera, caudillo popular, Rodríguez es sin duda, el más auténtico forjador del espíritu de la independencia nacional siendo, además, el creador del primer servicio de inteligencia y seguridad de la patria». Véase: «Coronel Manuel

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Pareciera que Rodríguez, al ser efectivamente una figura de carácter amplio, transversal, nacional –en el sentido más general de la palabra– no es susceptible de relecturas definitivas, so riesgo de fijar la ductibilidad que lo caracteriza. Rodríguez tiende a ser un relato legendario más que histórico, se conoce más la silueta de Rodríguez, que el contenido histórico de ella. Predomina así una imagen genérica, más o menos consensuada, de los rasgos señalados como característicos de Rodríguez. En la construcción de esta imagen ha tenido un rol fundamental el pensamiento liberal decimonónico. De este modo, como producto de una cosmovisión históricamente definida, la figura de Rodríguez es producto de un andamiaje tanto historiográfico como simbólico que realiza una interpretación de la historia en pos de sus propias estrategias teórico-prácticas. Sobre esta construcción basal continuaron incorporándose elementos que no hicieron sino profundizar y extender dicha lectura, sin replantearse sus elementos fundamentales o indagar otros nuevos.

De este modo, Rodríguez se propone como una de las expresiones máximas de chilenidad, comprendida desde una perspectiva idealista, como una esencia en sí, desvinculada de los procesos políticos, sociales y económicos que reela-boran los contenidos de dicho concepto. En el caso particular de Rodríguez, esta identidad posee un carácter aglutinante; la propia vida de Rodríguez «permite» dicha construcción: hombre de la ciudad que va hacia el campo, pero que puede retornar de él; que tiene estudios superiores y es capaz de vin-cularse con el bajo pueblo; que ejerce responsabilidades de gobierno, así como es encarcelado por ellos. En definitiva, un personaje histórico que no es posible fijar en un territorio o actividad social en particular. Debido a ello, Rodríguez puede constituirse en el símbolo de Chile, como lo define Mariano Latorre. O, como lo precisa Benjamín Vicuña Mackenna, Rodríguez «era la encarnación del pueblo chileno; era el guerrillero de los campos; era el tribuno de las plazas públicas; era el ‘roto’ de los ‘rotos’; era el símbolo de Chile criollo y democrático»47.

Ello ocurre por un encuentro de la referenciali-dad simbólica que se le ha asignado a determinados espacios geográficos del país, y la correspondencia entre ellos y los hechos protagonizados por Manuel Rodríguez, particularmente aquellos correspondien-tes al período de la Reconquista. Como lo sostiene Sonia Montecino, en nuestro país se verificó un pro-ceso de chilenización que tomó la cultura del Valle Central como modelo. De la misma opinión es Javier Pinedo quien afirma que: «…se podría señalar que nuestra identidad no siempre ha sido una identidad aplastada o perseguida por el centralismo, sino que el por el contrario, nosotros hemos producido una identidad expansiva hacia los extremos geográficos. Pocas veces se dice en nuestra región que mucho en este país es producto del Valle Central, como área cultural, y particularmente del Maule. Una identi-dad que en muchos aspectos se confunde con la que

Rodríguez Erdoyza, símbolo de talento y fe en los destinos de Chile», Armas y Servicios del Ejército, número 29, pp. 3-4, primer cuatrimestre, abril de 1984. No deja de llamar la aten-ción que una descripción similar de Rodríguez se realiza en una publicación que representa a una organización absoluta-mente contraria al Ejército de Chile, esto es, El Rodriguista, órgano oficial del Frente Patrió-tico Manuel Rodríguez (FPMR). En efecto, en dicha revista se afirma que Rodríguez «levanta la primera y verdadera red de información, comprendiendo la importancia y los métodos de la inteligencia y contrainteligencia, incluida la desinformación y la guerra sicológica», José Vera, «Manuel Rodríguez: la vigencia de su pensamiento», El Rodri-guista, año 8, número 59, junio de 1992, p. 26.47 Eulogio Rojas Mery, ob. cit., p. 7.

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se ha entendido como identidad nacional»48. De ahí la figura del huaso, del roto chileno, pero también la proposición de que una determinada forma de acumulación económica, basada en el latifundio, es parte constitutiva de la identidad nacional. En ello, por cierto, se ignoran las relaciones sociales, po-líticas y económicas entre los distintos sectores sociales que existen en dicho espacio geográfico. En este contexto se propone la figura histórica de Rodríguez como un símbolo de Chile. La debilidad manifiesta de esta representación se evidencia al intentar imaginar la figura de Rodríguez vinculada con los extre-mos norte o sur del país.

Heriberto Soto, por ejemplo, señala al respecto:

Muchos lo han considerado colchagüino, y aun sanfernandino, no sin razón. Desde luego, ningún prócer de nuestra emancipación encarna mejor

que él al huaso, al hombre de campo con sus cuali-dades típicas: ladino, cazurro a veces, desconfiado cuando las circunstancias lo requieren, generoso siempre y dispuesto a ponerse al servicio de las causas que envuelven la reparación de una iniquidad o de una injusticia.

Y el chileno que reúne todos estos atributos lo encontramos en cada rincón en cada camino, en cada villorrio, en cada rancho de las tierras de Colchagua. Ninguna provincia de nuestro largo territorio encontró Manuel Rodríguez, más apro-piada para que fuera el teatro de sus andanzas. Todos los vericuetos, valles y poblados desde el Cachapoal al Maule, es decir lo que se llamó Col-chagua, supieron mejor de sus pasos, conocieron hasta en sus detalles sus temerarios proyectos, se percataron de sus alegrías de sus amores, de sus desfallecimientos.

Colchagua y sus campos, para emplear un térmi-no bien nuestro, fueron sus canchas. Y sus vecinos, sus hacendados y sus hijos de la más humilde con-dición, fueron sus más incondicionales servidores y colaboradores en aquella etapa de nuestra historia llamada de la Reconquista o más propiamente de la Restauración.

La existencia entera del guerrillero en esos leja-nos días, se desenvuelve entre los hombres de Col-chagua y a través de las tierras de Colchagua49.

Junto a lo anterior, Rodríguez es presentado como un realizador de la praxis, pero de una que no posee teoría. Este personaje histórico reducido a la acción derivó prontamente en una figura de-terminada por los márgenes de la anécdota. Esta condición es tal, que a mediados del siglo XX se afirmaba que

48 Javier Pineda, «Identidades de la región del Maule. Reflexiones sobre el tema», ponencia pre-sentada al seminario «Balance y perspectivas del conocimiento sobre imaginarios e identidades culturales regionales en Chile», PNUD, Santiago, 1997. Citado por Sonia Montecino, «Identi-dades y diversidades en Chile», en Manuel Antonio Garretón (coordinador), Cultura y desa-rrollo en Chile: dimensiones y perspectivas en el cambio de siglo, Santiago, Editorial Andrés Bello, 2001, p. 91.49 Heriberto Soto, «El teatro de las hazañas de Manuel Rodrí-guez», Grupos, Rancagua, núme-ro 1, octubre de 1959, p. 28. Por cierto, la reivindicación de esta zona geográfica no requiere necesariamente de la figura de Manuel Rodríguez: «La agraria provincia de Colchagua está intimamente ligada a la patria por el nexo indestructible de su chilenidad. De una chile-nidad legítima, de veinticuatro quilates, afincada en la historia patria, en su característica ne-tamente criolla, en una produc-ción agropecuaria de primer orden, donde las viñas, en sus diferentes tipos, dictan cátedra por la calidad preponderante de sus vinos; y por la paternidad de una pléyade de escritores y artistas que son honra y prez de la cultura general», Manuel Tapia B., «Visita al calabozo donde estuvo Manuel Rodríguez», En Viaje, Santiago, número 338, diciembre de 1961, p. 45.

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Entre los próceres de nuestra independencia figura honrosamente Ma-nuel Rodríguez. Pues bien, estoy seguro que en una reunión de personas ilustradas serían raras las que pudieran escribir sobre su vida más de tres o cuatro renglones, a no ser aquel simpático gesto –de nadie olvidado– de haber abierto en cierta ocasión la portezuela de la calesa de Marcó del Pont cuando de ella se apeaba el Gobernador, frente a la Casa de Gobierno, en los propios momentos que era buscado por la policía y estaba a precio su cabeza50.

Este reduccionismo, que permite vaciar de historicidad la narración, es lo que posibilita que algunos autores nieguen toda relevancia histórica a Rodrí-guez.

Francisco Antonio Encina afirma que la figura de Rodríguez es

la que encarnó más hondo en el alma del pueblo chileno. A diferencia de la de Carrera, ha descendido hasta las últimas capas del bajo pueblo. Aunque halagó sus instintos, sin retroceder ante la licencia y el pillaje, su actuación fue demasiado breve e intermitente, y el pueblo era aún demasiado inerte para que fuera posible la formación del poderoso ascendiente que se le ha supuesto. Pero encarnó muchos de los rasgos simpáticos del alma chilena, especialmente el coraje, acompañado de la audacia, de la astucia, de la generosidad y del espíritu aventurero; y esto, uniéndose al recuerdo de los halagos a los instintos populares, creó un verdadero mito51.

De la misma opinión es Sergio Villalobos, quien señala: «Rodríguez tiene un lugar en el corazón de los chilenos. Se le recuerda con cariño y por eso se ha ido tejiendo una falsa imagen sobre él. Gran parte de lo que se habla y escribe es leyenda sin valor histórico. En este país hay una tremenda pereza mental y nadie quiere que le cambien ninguna idea, ningún símbolo, ninguna imagen. Eso significaría activar el cerebro y la gente solo actúa por inercia. Los historiadores, lo mismo. Existe una aceptación generalizada de lo que hay. Rodríguez es un mito salido de su pereza»52. Por su parte, Luis Valencia Avaria sostiene que «su imagen perdura porque es el que más se acerca a Santiago. Además, la mayoría de los otros es gente de condición modesta, sin contactos para recordar su imagen. Tampoco ninguno murió asesinado en las circunstancias de Rodríguez, lo que produjo una consternación muy grande y levantó el mito»53.

Las circunstancias de su muerte también son sig-nificativas para Villalobos al momento de explicar la condición del mito: «En este país, lo peor que puede ocurrir es que muera alguien, ya que inmediatamen-te se transforma en mártir. Con el tiempo veremos cuánto va a crecer la imagen de Allende. Crear un mártir es el paso anterior al mito. Rodríguez es un caso»54.

Esta línea interpretativa era anticipada por Joa-quín Edwards Bello, quien sigue en su argumentación a Encina: «Las mentiras, o mitos, traen familia y

50 José María Cifuentes, «La anécdota, elemento valioso de la historia», Boletín de la Academia Chilena de la Historia, año 11, número 29, segundo trimestre de 1944.51 Francisco Antonio Encina, Historia de Chile: texto original completo, Santiago, Editorial Ercilla, 1983, tomo XIV, capítulo VIII, acápite 7, «La idealización de Manuel Rodríguez», p. 138.52 Pedro Álvarez, ob. cit.53 Ibid.54 Ibidem.

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aumentan sin cesar. Nuestro buen pueblo ha engordado la gloria de Manuel Rodríguez. En ello influye la emotividad de la muerte. Muerte violenta. Ase-sinato y animita. El eterno revolucionario es endiosado»55.

Como vemos, Manuel Rodríguez no resulta desconocido para nadie, tam-poco genera indiferencia. Sin embargo, ello no implica que exista un discurso hegemónico sobre su figura, quizás por esto no existe acuerdo en torno a la manera de nombrar a Rodríguez: héroe, prócer, líder, patriota, guerrillero, coronel, caudillo, rebelde, pícaro, inconformista, disociador son algunos de los numerosísimos conceptos que se han utilizado para intentar definir su rol en la historia de Chile.

Debido a lo anterior, revisar las fuentes documentales y bibliográficas que se presentan en este libro no es sino una invitación a examinar los modos de construir y desarrollar la ‘identidad nacional’, así como dice relación con los contenidos de la rememoración, esto es, el ‘imaginario colectivo’ que nos constituye.

En ese sentido, cada uno de los textos aquí incluido es una instancia de recordación, unidades articuladas a un sistema de memoria. Estos discursos se encuentran determinados por el relato mayor de la modernidad. Las nume-rosas miradas expuestas sobre el cuerpo histórico de Rodríguez no alcanzan a constituir universos discursivos compartimentados, y es precisamente en esas zonas en donde entrelazan cuando parecen reconocerse aquellos tópicos que se tienden a señalar como aspectos identitarios de nuestra idiosincrasia nacional. Ello, por cierto, no ocurre solo en la mención estricta de los datos, sino también en su comprensión y elaboración. ¿Hasta dónde esos aspectos constituyen de manera efectiva lo que creemos que son? Compilar este corpus sobre Manuel Rodríguez permite el ejercicio que busca responder dicha pregunta.

Mito, leyenda, historia o, quizás, como proponía el poeta Giorgos Seferis, mithistórima. Los textos aquí recopilados, su análisis, confrontación y crítica pretenden aportar elementos para realizar el deslinde.

55 Joaquín Edwards Bello, «El mito de Manuel Rodríguez y la Batalla de Maipo», La Nación, 5 de abril de 1955, p. 4.