Margarita cantillano cap-1

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MARGARITA CANTILLANO O El último día del futuro Novela

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MARGARITA CANTILLANO

MARGARITA CANTILLANO O

El último día del futuro

NOVELA

Novela

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INTRODUCCION Rayando el sol, Margarita Cantillano arrimó al lugar que, por derecho de prodigio le pertenecía. Deslumbraba la hierba reseca de los potreros de la meseta. Nebulosas abundantes pálidas formas cruzaban intermitentes, mientras se alborotaban los recovecos del fondo de los albures de visiones marcadas por los presentimientos de los próximos recuerdos que le duraron hasta el final de sus cortos días. Un día del mes de los vientos polvosos, poco antes de la

cuaresma, todavía faltaban unas tres semanas para que entrara el calor. Permaneció un rato bajo la escuálida sombra de un tigüilote de hojas mustias en lucha cerrada para no dejar que la atrapara la tristeza. Las cartas marcaban un destino inevitable. El tiempo se desvaneció antes de cumplir los sueños. Los acontecimientos venían de lejos, desde antes de los tiempos.

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Capitulo 1 El lugar de los destinos era nombrado Jirones o Girones, comarca del municipio de Diriá. Conocida por ese nombre desde la época de Don José de Girón y Mella, ilustre Castellano, recibidor de encomienda por Cédula Real. A la cual venía predestinado desde el momento en que el rey mandó a Castilla del Oro como gobernador y Capitán General a un caballero de Segovia, llamado Pedrarias Dávila y a él como veedor de las fundiciones de oro, pero, al nomás llegar, fue nombrado procurador del Darién. Era la consumación de la recompensa por haber servido durante buena parte de su vida a Su Sacra, Cesárea, Católica, Majestad Don Carlos I, Rey de las Españas, Emperador de Alemania, Conquistador del mundo.

Fue Don José, bendito entre los hombres que lograron ser alcanzados por el favor de estar al servicio de tan grande rey en la tan noble empresa de cristianización que se extendía por todos los confines del mundo. Don José trasladóse a la provincia de Nicaragua poco después del viaje de fundación de las ciudades, de acuerdo a su encargo por Francisco Hernández de Córdoba y envió el primer informe sobre las pláticas que el susodicho Hernández mantuvo con gente de Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, lo que provocó la lógica cólera del mencionado Pedrarias. Don José fue siempre primero en la línea de fuego en las batallas contra los moros. Embarcose a Indias o Tierra Firme

para aumentar la gloria de Su Señor. Después de abandonar el Darién se convirtió en guerrero de línea. Si bien es cierto no peleó contra los indios, sino contra los mismos españoles, sus principales hazañas estuvieron en correrías por las Ybueras cuando Cristóbal de Olid andaba por esos lados. A su regreso encontróse con la llegada del Señor Pedrarias Dávila que a la sazón habíase traladado de Castilla del Oro a las tierras de León de Nagrando. Girón estuvo en la plaza cuando le cortaron la cabeza a Hernández de Córdoba quien, siendo lugarteniente de Pedrarias, no tuvo medida para las ambiciones. Viéndose en estas tierras alzóse contra su Capitán General y... Un hombre levantado contra la autoridad no podía sobrevivir en este Nuevo Mundo, en donde la lucha por los poderes y la correspondencia de autoridad

se discutían poniendo de por medio la vida, así fueran de la misma España y súbditos del mismo Rey. Pero el poder es poder y eso no se discute: se premia o se castiga y está de por medio la vida. Que los mismos emperadores de Roma nunca murieron de muerte natural, sino a cuchilladas o por veneno de féminas palaciegas que al final siempre las perdió la ambición. Aquí en estas tierras quien se atrevió a disputar el poder siempre estuvo bajo el riesgo de triunfar y salvar la vida o terminar en la ahorca dignamente cuando tenía suerte, de otra manera la muerte llegaba a cuchilladas en

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cualquier lugar del camino para terminar comido por las

hormigas. Así fue al principio y así sería para siempre. A los Girones, llegó Don José, desde Granada, para hacerse cargo de la encomienda de los indios mangues del grupo de los dirianes. Indios de mucho temple, aunque muchos, principalmente de los hombres de Nequecheri, cacique de Jalteva, fueron vendidos como esclavos. A los que no pudieron vender fue a los indios dirianes de las sierras o del Cerrito de la Flor. Nelediriá se llamaba el lugar principal. Rebeldía de los parientes de Nandasmo y Namotibá. Rebeldía cerrera, hasta quedar protegidos por los mandatos reales que prohibían la esclavitud de los indios. Girón fue un fiel cumplidor de los mandatos reales. Hombre de fidelidad jurada al rey, Don Carlos Quinto, ejemplo de amor

a Cristo y a sus bienes. Acompañó en varias expediciones al Capitán Garabito, en campañas de conquista, pero fue por órdenes de Rodrigo de Contreras que se quedó para labrar la tierra, en el valle justo al lado de los mangues o chorotegas, que de las dos formas les llamaban, para evangelizar y para crear la paz. Girón tenía antecedentes de osadía por haber enfrentado a Pedrarias cuando ordenó la captura de López de Salcedo, José de Girón, conocido con el mencionado López desde la época de las cortes, (que ambos eran hidalgos, Vamos) le preguntó que a nombre de quien le daba las garantías de vida, si por ser caballero o a nombre del Rey y al responder Pedrarias que a nombre del Rey, el tuvo el buen tino de responderle que de

ese modo su fidelidad estaba asegurada. Ante semejantes antecedentes, debía ser de los primeros en cumplir sus leyes. Girón, desde su llegada como encomendero, ya con planes de quedarse en la tierra para siempre, concertó con los chorotegas y les aceptó la adoración de sus dioses con todo y sus rituales. Lo hizo pensando que poco a poco irían encontrando la fe. Otros indios que no huyeron hostilizaron a los girones por varias generaciones mientras se hacían cristianos. Sin embargo, desde los primeros años contó con los mestizos y poco tiempo después sirvieron los negros y mulatos, descendientes de los primeros cuatro esclavos de la casta

arare, traídos de Santo Domingo, los cuales se fundieron con los negros cimarrones, quienes hicieron de la zona el misterio de sus refugios. Trabajaron para Girón, pero no eran esclavos. De paga recibían su comida y la disposición de entrar en armas cuando se les demandase. - Si vienen escapados de la línea de Panamá, es de razón escapar. Peor sería el trabajo de devolverlos. Además, el instinto de seres bárbaros presiente lo poco que les queda de vida cuando los instalan en las minas del Perú-

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sentenciaba Don José, para entonces en el umbral de la

vejez, cuando lo interpelaban por darle cabida a los negros y permitirles que fueran, los días de luna, a dormir a los cerros. Por esas mismas razones amistó con Diego Alvarez de Osorio, protector de los indios nombrado por Su Majestad y constantemente socorrido en provisiones y hacienda para que cumpliera sus funciones. Con paciencia supo explicarle al Chantre de la iglesia de Tierra Firme porqué le daba refugio a los negros cimarrones: - Allí ellos viven en las creencias de sus tierras y hacen sus oraciones para mientras se convierten a la fe. Al nomás venir, buscan los misterios de los refugios, porque un

refugio sin cábalas no es refugio seguro para nadie. En el refugio del Ceibo, varios siglos más tarde, Margarita Cantillano pegó un tabacal que por generaciones se recordaría. La tierra, a la que todos habían temido, desde entonces quedó llena de sueños y entierros que muy poca gente podía soportar. Muchos años después, los llegados de las haciendas cañeras de Nandaime y Rivas, aunque se comunicaban con los negros en los palenques de Granada, en parte habían perdido los misterios, y siempre terminaban buscando casarse con mujeres indias o con mulatas de las haciendas de Nandaime. Otros, después de unos días, terminaban por irse a León o buscaban

como meterse a las milicias para la ronda de la ciudad, incluso algunos se iban en las compañías de conquista donde demostraban su vocación militar y de servicio. De todos modos, eran gente sin ambiciones de hacer fortuna, a diferencia de sus criados españoles, los primeros en ayudar a uncir los bueyes al yugo, dando muestras de fidelidad en el servicio, pero los primeros en traicionar cuando veías las posibilidades de tierras, de indios y de fortuna. La tierra labrada con arado daba más abundante la cosecha que cuando la trabajaban al espeque. Aunque los indios buscaron como sembrar con arado, sólo había bueyes para los principales y para las cofradías. El resto de indios estaba destinado a ser peón, aun con las protectoras Leyes Nuevas. De cualquier manera, de la tierra les brotaba a todos

abundante la cosecha. Para entonces surgió la leyenda de que allí podía ser el lugar de donde partía el mundo. El oro no fue su principal ambición, sino la tierra, y por eso la hubo en abundancia para labrarla y tener el pan de todos los días, con partidas de puercos y ganado de leche por lo que fueron de los primeros en prestar sus toros para las fiestas de la Asunción en Granada. Los prestaban con la condición de que los montadores no hundieran las espuelas en las ingles ni

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les quebraran las colas para hacerlos brincar cuando ya

estaban cansados. De Granada llegaban a caballo hasta su propio corral para escoger los toros de mejor casta. Los descendientes de los mismos indios que construyeron el corral, estuvieron allí para los tiempos de la Cofradía de la Mano Poderosa. Girón construyó ese corral con el madero negro tomado del templo dedicado a Tamagastad en Nandaime, los indios le dijeron que tenía varias generaciones de estar enterrada esa madera en el mismo lugar, pero como ahora eran cristianos, podrían destruir el templo para no dar lugar a tentaciones de los tiempos oscuros, es decir de antes de la luz traída por los castellanos. El madero negro usado para sombra del cacao, era madera dura que no se maleaba aunque se enterrara al suelo por varios siglos.

Don José de Girón y Mella, cansado de las guerras, habló con el indio principal para hacer las paces. Por su lado, Don José, apoyado en sus cuatro hijos, no permitiría que llegaran para esclavizar a los indios y luego embarcarlos. Únicamente, le ayudarían con la cosecha de maíz y el cultivo de los frijolitos rojos, el favorito de los indios. Se le alborotó la mente con el cultivo de los chonetes rojos y los chonetitos amarillos para producir alimento. Si bien es cierto el gusto del frijol era más firme, un hombre se podía pasar un día entero trabajando sin probar más bocado

que una platada de chonetes por la mañana: - Nos dan sustento todo el día, pero les falta gusto - decían los indios. La siembra de los frijoles requería el manejo del arado y poseer por lo menos una yunta de bueyes, los cuales eran escasos. Recién estaban llegando de las Españas. La tierra se araba por lo menos dos veces, después cada mulato llevaba un cuchumbo de cuero de huevo de toro colgado como salbeque para luego ir sacando los puños de frijoles, tirarlos al surco y después cubrirlos con los pies. A los dos días se veían los puyones de los granos y era cuestión de pedirle bendiciones al Señor para que mantuviera las lluvias que

permitieran una abundante cosecha. "Habráse de esperar las lluvias que en estos confines de tierra firme comienzan en mayo, porque aquí se pierden las estaciones que el tiempo tiene ordenadas en los países civilizados". Decía Don José en carta al comendador de Valladolid, y continuaba: "...no es tiempo constante, porque los hombres de por aquí

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meten en ellos a las divinidades. Ha dos mayos que no llueve

como corresponde, según los naturales, que danzan con lamentos pidiendo dones del cielo. Se dice que, alarmados, escuchan a los mismos ángeles. Después de unos días, les conceden la lluvia. La que se atrasa, al parecer, por los bailes y danzas que hacen los negros que se albergan en los cerros, pidiendo a sus dioses que no llueva para hacer daño a los castellanos dueños de las haciendas. Yo doy fe de que su trabajo es de valer y gran provecho para la riqueza de estas tierras ". (Fueron largas y abundantes las cartas de Don José de Girón y Mella, las cuales se guardan en el Archivo de Simancas, muy prolija su descripción y abundantes de datos de sus primeros años en el Nuevo Mundo. Un discípulo de don Filemón

Peña, pasóse varios años revisándolas, y nos proporcionó cuantiosa información como más adelante se verá. Preferimos no ceñirnos a los documentos porque su revisión nos llevaría mucho tiempo. Tomaremos lo que a nuestro juicio nos sirve para aclarar los acontecimientos que tienen que ver con los antepasados y la vida misma de Margarita Cantillano). Lo más grave con los chonetes son las dificultades creadas por el Cabildo Real y el Cabildo Eclesiástico del Corregimiento de Masaya, por no aceptarlos como prenda ni como primicia. Lo que obliga a comerlos en la encomienda. Después quedaron para negociarlos y como patrón de cambio, en vista de que duraba bastante en los trojes donde el gorgojo no lo atacaba. La incomodidad era para los que se

iban enriqueciendo, al ver cada vez más llenas sus bodegas de chonetes, sin poder terminarlos aunque se los pasaran comiendo el año entero. Con la llegada de Juan Pimentel, un curita que constantemente repetía el nombre del lugar de donde vino, llamado Llobregat o Lobregat, se provocaron situaciones de alarma, creando cambios hasta en algunos hábitos de los indios y de los mismos españoles. Si en algo se distinguió Pimentel fue en los intentos por modificar la conducta tanto de indios como de españoles, y aunque él hablaba Catalán, con frecuencia corregía la buena dicción del castellano, principalmente a los andaluces, a quienes consideraba de poco entender por su parentela con los moros.

Desde el púlpito, con especial énfasis, varios domingos durante la misa condenó el uso de los chonetes como comida: - No podéis mezclar la comida con el dinero, para eso existen las monedas acuñadas por las casas reales, de no hacerlo demostráis desconfianza en los valores puestos a circular por los decretos reales. Si alguna autoridad eclesiástica tiene duda, es porque no conoce las consideraciones de los doctores de la Iglesia, que afirman

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su parecido a las lentejas por las que vendieron a uno de

los hijos de Dios, abuelo de Jesucristo, por tal motivo, en el Viejo Mundo se han dejado de comer. Se seguían cultivando en estos pueblos bárbaros y de gente corrompida. Sin ley ni perdón y con pocas esperanzas de la misericordia divina. Este argumento lo manejó con tal contundencia que casi provocó repugnancia por los chonetes. Eso lo reservó para cuando los temerosos hombres de Dios terminaron con su cultivo temiendo cualquier desgracia. Principalmente porque el día que lo anunció se produjo un temblor de tierra, que sacó a los vecinos de sus casas a medianoche. El bejuco pertinaz seguía creciendo silvestre, y lo muchachos los usaban para jugarlo a los dados o a la taba.

Lo cual confirmaba su naturaleza de pecado, porque los inocentes mostraban lo que hicieron los romanos con las vestiduras de Cristo, mientras todavía colgaba del madero: Jugar a los dados. Don José se encontró desesperado, aunque no lo manifestaba, porque los chonetes no le servían para el intercambio fuera de la comarca. Tuvo que sembrar cacao, y fue de nuevo a platicar con el indio con quien había negociado y con el cual mantuvo relaciones amistosas, aunque siempre se negó a trabajarle. Se llamaba Namoyure, y cuando lo bautizaron se puso Facundo. Jamás se habían enemistado, no por razones de Don José, sino porque Namoyure, desde su rancho, tejiendo canastos de caña brava, sentado en un viejo tronco de

guayacán, contemplaba el paso de las nubes que le desgajaban el tiempo. Veía a Girón corretear detrás de las vacas o los terneros. Para esa época aparecieron los alguaciles encargados de dar cumplimiento a los decretos del rey que especificaban el respeto a las tierras de los indios. Los españoles nada más ocuparían las tierras realengas y a título real que, por derecho de conquista, les pertenecían. Namoyure cultivaba maíz y cacao para su casa. El tomate y el quiquisque su mujer los llevaba al tiangue del Diriá. El rancho rodeado de jocotes, aguacates, guanábanas y guayabas. Los xulos se mantenían encerrados para que no espantaran a los chompipes mientras paseaban solemnes con sus colas

erizadas. Reducido a su pequeña casa recordaba las primeras noticias de la llegada de los españoles. Yo me llamaba Namoyure, cuando llegaron al Diriá, porque la peste después subió a los cerros nos llenamos de temor y no pudimos combatir, ellos me bautizaron y creo que me pusieron Pedro, pero después cuando vino un tal fraile Bobadilla que nos reunió en monexico en la plaza del Diriá, mirando a la laguna salada, la laguna de Apoyo, preguntaba por nuestros dioses, y después nos dijo que todos debíamos tomar nombres

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cristianos, Tozoteyda, Misesboy, Coyevet que era de los

Nicaragua, el joven Xoxoyta y otros nobles de nuestros pueblos recibimos regaños por creer en nuestros dioses, nos pusieron otra vez nombres cristianos, me pusieron Francisco o Alonso, pero no me gustó. Para que los cristianos pudieran decir mi nombre me puse Facundo y seguí guardando mi nombre de Namoyure, me inscribieron en el registro de los cristianos como Facundo Namoyure, pero eso fue cuando Girón vino para arreglarse con nosotros. A las cosas, a los árboles y a los animales, a los cerros, a nuestras lagunas, hasta nuestras flores, los cristianos les cambiaron el nombre, y para humillarnos más, le pusieron los nombres que tenían en la lengua de los Nicaragua que fueron sus aliados. Yo me vine del Diriá porque allá destruyeron nuestros

calpules y los otros templos, las maderas las usaron para hacer sus casas y hasta corrales. Girón entendió y se puso de acuerdo con nosotros para que siguiéramos practicando nuestro culto, aunque con las imágenes de los cristianos, porque los cristianos tenían tantos dioses menores para cada curación o bendición que se quisiera. Por eso fue que lo apoyamos. Él decía que al venir a estas tierras había cambiado la suya, y que aquí nacería su descendencia y que tenía que cumplir las leyes del Rey, pero convivir con nosotros, lo mismo fue con los negros. Mi mujer fue la que atendió a su mujer cuando nacieron sus hijos y a mí acudían él y otros españoles que pasaban para que les atendiera los dolores de las muelas.

Cuando terminaron las guerras, Girón organizó la primera expedición para ir a traer el colorante del hilo azul y del hilo rojo, para entonces él ya tenía sus maizales y nosotros sabíamos usar el arado. Yo me acomodé en mi casa que desde entonces tuvo cerco. Era para evitar que los perros de Don José se le comieron sus animales. Un doble cerco de tionoste y de piñuela; además, para ahuyentar zorros, coyotes, caucelos y ocelotes que, de vez en cuando, merodeaban por los alrededores de la casa. Hacia el este se extendían las tierras de la Cofradía de la Virgen de Candelaria.

Una mañana luminosa, después que las estrellas brillaron toda la noche, a la mitad del verano, Don José, un tanto intranquilo, llamó desde el camino sin apearse del rocín que, resoplando, se había detenido: - Oiga Facundo, hombre de Dios, puedo pasar? - La puerta está abierta, desmonte. Ató el caballo a una vieja mata de tigüilote, cerca de la

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entrada. La misma donde Margarita Cantillano detendría la

carreta más de cuatrocientos años después para constatar que en ese momento se le despertaba el mundo en alboradas de luces fugaces que desvanecían los recuerdos para inventar los encantos del universo. Antes de pasar, Girón sonó las espuelas para sacudirse el polvo del camino. Miró unos instantes los tiestos colgados con burillos de guásimo del alero del rancho de paja, formas de hojas y olores de plantas adquiriendo contornos y firmezas de las posibilidades. Conocía muy bien la fama de Don Facundo para curar distintos males, ya fueran de la península o de los que aquí encontraron. Hacía poco había tomado unos cocimientos que Don Facundo le mandó, la misma noche que sentía reventársele la cara por

los dolores en las muelas. Al amanecer del siguiente día, a falta de un buen barbero sacamuelas, se amarró al bramadero del corral, anudó la muela con hilos de algodón, unidos a un barzón de cuero crudo pegado por la grupera a la albarda del caballo. Un chavalo, mirando nervioso hacia atrás, esperó el grito: -¡¡¡Sale!!! El chavalo espoleó el caballo al tiempo que daba un chilillazo y gritaba espantado, mientras volteaba la mirada y veía cuando todavía saltaba al aire un chorro de sangre de la boca de Don José Girón, el encomendero. El muchacho cayó del caballo y desde el suelo se retorcía con fingido dolor,

temiendo las represalias del señor, porque las cosas de sangre los señores las cobran caras. La memoria se le atestó de recuerdos de los años de su más tierna infancia pasada en León. Perros devorando hombres, hombres empalados, mujeres en la hoguera, cuerpos lanceados pegados al bramadero de la plaza pública. En ese momento recordó a Don José, sacando a chilillazos primero a José Andrés, su criado mulato, que le raspó la cara cuando lo rasuraba. Imágenes recién pasadas que lo aturdían: - Sangre que no es vengada, te ensucia la cara - decía Don José, mientras hundía la espada varias veces en la espalda del mulato.

Estuvo allí hasta que llegó Don Facundo a recogerlo y sacarlo de los recuerdos mostrándole la muela. Convenciéndolo de que no era chorro de sangre, sino favor hecho por toda la mala noche pasada. No pudo hacerlo entender que el día anterior había llegado a traer el cocimiento a la casa de Don Facundo, para que el señor durmiera después de las malas noches pasadas. Lo mismo que el empaste de adormideras para evitarle el dolor de la sacada de la muela esta mañana.

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Don Facundo se lo llevó a su casa para aligerarlo de temores

castellanos. El muchacho, después de los lloriqueos iniciales, se pasó varios días surumbo, sin entender nada y sin querer montarse a caballo porque tenía las piernas flojas. Aunque Namoyure lo curó del dolor y estuvo en el corral a la hora de la sacada de la muela, se fue mientras Girón se enjuagaba, sin esperar que le diera las gracias. Girón lo culpaba de la orden venida para que mantuviera amarrados los perros a solicitud de los indios. Consideraba la queja instigada por Don Facundo, que siempre había mostrado aversión por sus mastines, principalmente por los negros. Sobre todo cuando el curita de los chonetes dijo que la puerta del infierno estaba custodiada por dos canes de ese

tamaño y de ese color. Desde entonces no se volvieron a dirigir la palabra. Lo más grave para Don José es que tenía un favor que agradecer. Esa mañana Girón lo quedó observando desde la puerta del camino. Bajó lentamente del caballo, a lo lejos el Mombacho cruzado por tenues y lánguidas nubes. Don José aprendió pronto a descifrar las nubes del Mombacho para conocer cómo vendrían las lluvias. Un gavilán cruzó en dirección del viento. Se dirigió a buscar cómo atar el caballo. Mientras hacía el nudo al mecate, miró hacia ambos lados, luego dejó los ojos fijos en los tiestos colgados, adivinando la hierba que le quitó el dolor, no sólo el de la noche, sino el del siguiente día cuando se amarró al caballo

para sacarse la muela. - No fue de ninguna de éstas, hay otras que están atrás, se mantienen en comales. No se preocupe - lo sorprendió Namoyure adelantándose a las preguntas. - El curita nos dejó jodidos a todos - dijo Girón, mientras con el sombrero trataba de limpiar otro tronco para sentarse. - Yo he comido bastantes chonetes - afirmó categórico Don Facundo, mientras se acomodaba en el tronco, casi en la puerta de entrada, y en donde con frecuencia se sentaba a beber chicha, a pensar y a ver pasar la vida. Después de un

rato de silencio, Don Facundo continuó: - Por qué no los hace tamales y los manda a la fiesta de la Cruz a Jalata, allí la gente llega de todas partes y van buscando comida. - Y qué hago con el resto? - Espérese una sequía y no los vuelva a sembrar.

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Un día de tantos, Pimentel, el curita de los chonetes, desapareció de la recién construida casa cural. Dicen que continuó su peregrinaje por tierras de Guatemala, y que tiempo después regresó a León predicando contra la comida de las iguanas y los garrobos. Doctores y bachilleres participaron de la discusión argumentando que los dichos animalejos tenían pezuñas y no rumiaban, por lo tanto, en el orden de las carnes pertenecían a los animales sucios que no se podían comer. Otros oponían la tesis de que también tenían escamas y se reproducían por huevos, además anidaban en los árboles, un modo de vida cercano al de los pájaros, por tanto no eran sucios. El curita Pimentel mantuvo

insistentemente la tesis de que eran animales de mala figura, similares al dragón vencido por San Jorge y que por lo tanto no se podían comer. Al final perdió la polémica y terminó aceptando que eran más abundantes las escamas que las pezuñas, que no las tenían para caminar sino para sostenerse de los árboles cuando salían huyendo de los cazadores. Quedó reglamentado que era animal para comer en cuaresma sin peligro de pecar, porque era carne blanca como la de los pescados, y que Nuestro Señor Jesucristo había repartido peces a la multitud. Fray Federicus Galeazzo, en sus múltiples indagaciones recogidas en los diferentes lugares de este mundo, en su convento de la Via Vechia de Borgo San Dalmazzo del Cúneo, escribió para la posteridad el breve tratado "Carnibus albeae", donde dejaba demostrado que

estos animales con escamas eran acuáticos y podían entrar en los estanques y los ríos, sumergirse y alimentarse de pequeños pececitos, aunque autorizados por Dios para salir a tierra para alimentar a los hombres durante las hambrunas. Eso explicaba que los indios comieran la carne revuelta con maíz, a lo cual llamaban pinol de iguana o de garrobo. Varios años después, Juan Pimentel desapareció de estos contornos, aunque la vehemencia de sus discusiones con los frailes franciscanos permanecía como palabra viva. Reapareció su nombre en la comarca el día que José Ignacio de Girón del Castillo y Mella, llegó azorado y con calambres en todo el cuerpo diciendo que había visto el cuerpo del curita, que se paseaba sin cabeza los viernes a medianoche,

que como ya no tenía boca, nada más se le oía el murmullo de la carraspera del pecho. Juraba haberlo visto salir caminando de un tendal donde cocían tejas, cerca del Diría. Desde entonces todos los orgullos se le desvanecieron y se trasladó a vivir a la casa cural, de donde salía todos los días para limpiar a mano los ladrillos de la sacristía. Varios meses después el cura encargado de la iglesia, a pesar de que la comida llegaba completa para el cura y el arrepentido, lo despachó para el Convento de San Francisco

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en Granada. Se le perdió el rumbo cuando partió para ser un

humilde hermano lego en un convento de padres mercedarios en el Perú. Quiso olvidar que venía de hidalgos españoles que se habían distinguido contra los moros y después en las guerras de Flandes, y que por eso su padre recibió rica encomienda y reconocimientos del rey. Aunque era hijo mayor, renunció a todos los bienes y tentaciones de este mundo. La familia esperó por un tiempo que regresara un día para hacerle los altares y las devociones que se merecen los Santos. Aunque poco a poco fue cayendo en el olvido, después que alguien llegó con la noticia de que lo habían visto en una iglesia cercana al Callao, con barragana negra y varios niños. De regreso a su casa, por el camino, Don José de Girón y

Mella iba agradecido de las revelaciones y consejos de Namoyure. Encontró en su casa a Doña Manuela del Castillo dando a luz al cuarto varón de la casa. El padre le vio ciertas luces pero se dio cuenta de que no era el predestinado, y presintió que nunca lo llegaría a conocer. Fue su nieto quien perpetuó su nombre y le dio firmeza a la memoria del abuelo. Nieto nacido en estas tierras de Indias pero de sangre pura. Sin mezcla de infieles ni de renegados. Las mismas cualidades que trajo el abuelo de España. Le dieron por nombre José José de Girón Ruiz y Ruiz. Hijo de José de Girón del Castillo y Doña Leonza Ruiz y Ruiz, hija

de españoles peninsulares, vecinos de la villa de San Jorge de Nicaragua. Tuvo también únicamente hijos varones, y como los anteriores se llamaban: José Manuel, José Esteban, José Ignacio, al último también le puso José José: Don José José de Girón Ruiz y Ruiz. La gente, para diferenciarlos del papá les decían Manuel, Tebas, Nacho y aunque al segundo le decían Chechepe, ya se sabía que era José. Desde niño, Chechepe se acostumbró tanto a su apodo que lo defendía con mucha energía, la cual mostraba en todas las cosas, más aun cuando se emborrachaba. Lo que se acrecentaba si estaba rodeado de mujeres, ya fueran de burdel o iglesieras. Fue tanta su energía que Don Facundo lo tuvo que curar de heridas en pendencias, de heridas de juego, una

herida que se hizo en la gallera, cuando a un gallo, ya muerto, le soplaba el pico para darle aire. También le curó infecciones lujuriosas en más de veinte ocasiones, casi inevitables al volver de Granada. Llegaba enfermo a pesar de estar casado con distinguida dama y tener mujeres fijas en Diriá y Diriomo. Don Facundo le decía que se contuviera en el valle, que las de afuera sólo eso le dejaban. Varias veces Don Facundo le propuso curarlo de la lujuria, y le aconsejaba que se conformara con los polvos que le servirían para tener hijos. Esa curación nunca la permitió.

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- Sí Dios me la puso, yo le doy uso - decía Chechepe. Como pecador penitente llegó a la casa cural, prometiéndole doblar la primicia al cura, con tal que le dijera una buena misa para que se le sanara de una gonorrea que con los lavativos de Namoyure no se le podía curar. Todavía estaba en la puerta cuando entró el sacristán quejándose de que se había terminado el vino. De lo cual culpaban a un tal Mirandilla, mulato, que nació en la casa cural. Criado del padre, hijo de una antigua esclava negra que murió durante la peste a los pocos años de haber nacido el niño. Chechepe se pudo dar cuenta que no era al vino de consagrar que se referían, sino al que tenía el padre para su uso. Le

preguntó que si había probado la chicha de maíz o la chicha de coyol: - Mucho empanzan - le contestó el padre Aburto. - Sacan de apuro - contestó Chechepe. - La delicia en los licores es al contrario de lo que pasa con los hombres. El hombre goza en la mujer el cuerpo. Con los licores se goza el espíritu. El vino y el aguardiente son el espíritu que sale de la uva - disertó portentoso el padre Aburto. - ¿Y cómo se saca el espíritu?

- Se hierve hombre, se hierve - le encaró con vehemencia el padre Aburto. Paseándose por el corredor, poseído de la sabiduría, explicó cómo la inteligencia de los árabes, inventó el alambique en España. Los describía entre la codicia y la ternura lleno de ensoñaciones de las que contagió a Chechepe, que se olvidó, por un rato, de sus dolores y ambiciones de lujuria. Desde ese día, Chechepe, se dedicó a pensar cómo sacarle el espíritu al maíz. Con frecuencia se repetía que estaría cercano, rodando el aire, de allí sacan los indios la chicha que debe ser un espíritu pesado. Con los tinajones de

Namoyure se puede probar de sacar, la cosa es la recogida. Un día de tantos, Chechepe le contó a Namoyure las incitaciones retadoras del cura. Después de interpretar las explicaciones de Chechepe, Namoyure también se puso a trabajar en buscar unos carrizos para sustituir los tubos y cera de abejas para pegar junturas. Pusieron un comal como tapa del tinajón, de un huequito al centro por un carrizo saldría el espíritu de la chicha. Se pegó el carrizo envuelto en algodón mojado y una

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poronga en la punta para recibir lo que saliera del tinajón.

Le pegaron mecha un quince de mayo, con las últimas luces del día. Leña de huachipilín, para que aguantara la hervida. Se pasó cociendo toda la noche, ya de madrugada destaparon la poronga y la encontraron llena de un líquido cristalino, limpio, con el aroma de maíz: - Es el espíritu del maíz - dijo Chechepe extasiado. Al probarla, se quedó un rato pensando y mirando al cielo. Llenó un calabazo y se fue a buscar al Padre Aburto. Los potreros estaban poblados de un pasto ralo que crecía lento. El invierno entró tarde, aunque se nublaba y habían estado pomposos los rezos de la Cruz, se podía hablar de sequía.

Algunos se tranquilizaban comentando que se había alargado el verano. De todos modos los vecinos rodeaban al Padre Aburto, cuando venía bajando las escaleras de la iglesia después de decir la misa. Le pedían que sacara al Señor de Trinidad en rogación por los campos para que lloviera. En la misma puerta, entrando a la casa cural, Chechepe le pasó el calabazo, lo probó y arrugó la cara, mientras se volteaba para decirles a los preocupados vecinos: - Confiemos en Dios y démosle un tiempito el día de hoy. Se volteó hacia Chechepe y le preguntó: - ¿Ya lo probaste?

- Usted es el que sabe - respondió Chechepe un tanto apenado. - Todavía le falta - sentenció el cura con gesto perdonador. Chechepe salió corriendo de regreso al rancho de Namoyure y desde largo le entró gritando alborozado: - ¡Está buena pero todavía le falta! La volvieron a hervir. La probaban y la seguían hirviendo, todo el día pasaron en eso. Mandaron a conseguir y fueron a conseguir más leña con los peones de la hacienda. Al

atardecer la chicha seguía hirviendo, un cielo nublado se fue poblando de relámpagos y rayos, parecía que se partía el cielo. Cuando salió el séptimo hervor, Chechepe extasiado exclamó: - ¡Qué le guste o no al cura es cosa dél! De todos modos volvió a llenar dos calabazos de buen tamaño. Bajo las primeras gotas de lluvia, antes del anochecer, llegó a la casa cural. Después del rezo de la

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tarde, cuando los vecinos sintieron que había valido la pena

confiar un día en El Altísimo. El cura, olvidado de las rogaciones porque el aguacero se había plantado, probó con cautela y luego exclamó: - ¡Es su punto! - Fueron siete hervores - dijo Chechepe. El cura se deshacía en elogios y, mientras le daba bendiciones, le prometió ofrecer una misa pidiendo su curación. Al siguiente día, a la hora del divino oficio, el cura estaba de goma y no quería decir la misa a favor de la curación de Chechepe, que amaneció durmiendo en la casa cural. No quiso moverse hasta ver cumplida la promesa del

cura. Él exigía el cumplimiento de la palabra empeñada y el cura insistía en no mezclar Dios en las cosas provocadas por la lujuria. El cura estaba dispuesto a no ofrecer la misa así le hubiese traído un garrafón de la misma España. Chechepe sentía que por su invento, alguna recompensa se merecía, ya fuera divina o humana. A los tres días le sucedió el prodigio, después de levantarse una mañana se fue a orinar al patio y se dio cuenta de que había amanecido curado. Fue como al mes que tuvo dificultades con los alguaciles de la ronda. No se explicaban de dónde salía tanto picado, si los estancos estaban vacíos de gente y de licores.

Por suerte, el alguacil que dio con ellos, hombre de buen paladar, gustador de tragos y hombre de buena conversación, se encargó de divulgar el invento por toda la zona. Diciendo que se había inventado la cususa, como era de maíz, no estaba prohibida. Fue mucho tiempo después que la persiguieron, porque la producían por todos lados y para nadie era negocio; por lo tanto, había que tasarla y que se vendiera por el estanco. Que la cususa pagara alcabala jamás se logró. Chechepe le prometió a Don Facundo que a Granada sólo llegaría a vender su queso y sus cueros, luego... vuelta para atrás. Aunque enérgico y con algunos vigores, Don José José de Girón Ruiz y Ruiz envejecía. El día de los sucesos,

en Granada sus peones lo sacaron a media noche en una carreta, con dos costillas quebradas y la cara quemada por fuego de mosquete. Desde la madrugada, al detener la carreta, escucharon los ayes de los que corrían y los bufidos de los atacantes. Eran los piratas, primera vez que se los topaba. El, hombre de vigores y saltos, se aprestó al combate. Todo el día lo pasó buscando cómo contenerlos. El Lolonés saqueaba los tesoros de la ciudad, arrasaba con el oro, tanto el de las casas privadas, como el de los templos. Y él se sentía en deuda con la divinidad por su

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curación y les puso resistencia de puro orgullo; molesto

todavía cuando vio que la gente de la ciudad se había escondido en los traspatios de las casas y que los principales habían salido apurados a caballo para sus haciendas al lado del Mombacho. De tanto pelear cayó extenuado, pero después de haber incursionado en las naves de los piratas con dos de sus criados, y de haberle cortado el velamen a la nave mayor. Cargó con dos cofres de la bodega del barco, los cuales de inmediato, envió a tierra con los criados para que los enterraran en puntos diferentes cercanos a la hacienda. Exhausto y herido, sus peones se lo llevaron a la carreta, cerca de Jalteva, hasta allí no llegaron los piratas porque los indios escondidos en los aleros de las casa y de entre las paja de los rancho, con flechas y cerbatanas, atacaban lo que pasara. Cuando cayó la

primera tendalada de piratas que intentaron meterse. El mismo Lolonés les gritó que regresaran, que de todos modos los indios ya no tenían nada. Chechepe con su gente salieron sin hacer ruido, poniéndole trapos a las ruedas de las carretas, por temor a algún pirata rezagado, y por los aliados locales, a quienes ellos mismos habían visto diciéndoles por donde meterse y cuáles casas tenían riquezas. Al llegar a los manantiales de La Fuente, ya en el camino pasados los cacahuatales, le hicieron la primera limpieza de la herida con el agua de la noche, serenada, antes de ser tocada por el sol, con los efluvios de la noche, con esa

agua le limpiaron las heridas; mientras tanto, uno de sus hombres se había adelantado para avisarle a Don Facundo que los llegara a encontrar. El hombre que ya venía de regreso, los encontró cuando reanudaban el camino, casi frente a la ermita de Veracruz, y les dijo que no fueran a la hacienda, que Don Facundo había ordenado: - Eso es trabajo de Jacobo. Llévenlo allá. Así fue como llegó donde Don Jacobo, al Diriá, para que le sanara los huesos y las quemaduras. Porque eso era arte mayor propio para el maestro pactado, dueño de los secretos de curaciones, visiones, dolores, porvenires y halagos ni de esta vida ni de la otra. Hasta piel nueva le haría nacer

para que no le dejara seña, y lo más difícil: pegar huesos viejos. Cuando llegaron los estaba esperando, Don Jacobo metió la carreta a su patio y no dejó entrar a los peones. Atemorizados, tampoco hicieron el intento de pasar, sólo Sabino pudo decir: - Si para algo servimos, de aquí no nos movemos.

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- Vayan a traerle una mudada nueva y pasen por donde

Facundo, él ya sabe. Los peones, cuatro mulatos esclavos suyos. Blanquiscos, pero de labios gruesos y de pelo ensortijado, andaban ahuevados, temerosos, porque a la hora de llegar a La Fuente todavía estaban allí las ceguas y los duendes. Discutieron si era hora para lavarlo. Maco fue el decidido y lo lavó, porque tenía miedo de que se le pegaran las moscas a la salida del sol. Don Jacobo, antes de despedirse de ellos, les aclaró: - De las heridas se va a sanar, el problema es que le metieron el agua cuando todavía no era tiempo. - ¿Qué pasó? - preguntó José Esteban, uno de los hijos

mayores. - Lo jugaron las ceguas - respondió terminante Don Jacobo. Don Facundo podía dominar las heridas, pero las Ceguas era mejor tratarlas con fuerza desde el principio. Don Jacobo, que ha vivido siempre en el Diriá, sabía de eso. Cuando Pedro Barrios llegó al lugar, se apareció entre las neblinas de la entrada del invierno, después de una noche de garubas intermitentes que no lo dejaron tranquilo en la última jornada, desde Nandaime a la hacienda de los Girones. Entró por el camino del Arroyo. Los que le vieron esa mañana sintieron lástima del hombre amoratado por golpes en

compañía de una mujer blanca, de pura estampa española. Venían del lado de la villa de San Jorge de Nicaragua donde se enemistó con los Ugarte. Enemistad surgida en las tardes del atrio de la iglesia durante las procesiones de Semana Santa. Alicia Ugarte sentía que como delirio emergía la imagen del hombre fuerte y taciturno, buscador de miradas y clavador de sensaciones sin decir palabras. Durante largas noches lo soñó corriendo entre los cañales hasta girar en torno de los volcanes del lago, levantar ramalazos de agua mojándole el pelo y caer desfalleciente, para retomar el garbo, de nuevo, al contacto de su prodigiosa mano. Con la camisa de seda y el pecho descubierto, navegaba en torno de marejadas profundas, llevando amapolas y luceros en la frente. Senderos iluminados por la espada del hombre

cortando estrellas. Cuando los rayos de sol partían la tierra y el ganado buscaba las sombras de los mangales, los Ugarte descubrieron a la hermana con el calor perdido llenándose de frío. Lo que ellos creyeron transitorio de la Semana Santa se les clavó como daga pendenciera en el orgullo de ser Ugarte, sin mezclas de renegados o infieles. Mucho menos de razas esclavas. Sintieron que las cosas iban mucho más allá del atrevimiento con el hombre pretendiente de una Ugarte, hija

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de personas de bien, servidoras del rey de España en la

misma corte, sirviente de cámara a su paso por Sevilla después de las campañas de la toma de Granada. Pedro Barrios había llegado al lugar como mozo de compañía de un tal Moscoso, que murió de fiebres y lo dejó abandonado con unos paños de lana, los que Pedro Barrios, para pagarse los trabajos bajo el sol y en las noches de frío por todos los caminos, cambió por dos zurrones de cacao y diez atados de dulce. Su industria y otros saberes lo llevaran a combinar cacao y dulce con un poco de pinol de maíz y sacó las famosas mazorcas de cacao, listos para hacer el chocolate con leche. La inteligencia del hombre lo llevó a inventar otro producto más popular, también con cacao, pero sin azúcar por cuya forma le vinieron a dar por nombre

panecillo. Panecillo fue también el mal nombre que Pedro Barrios cargó y aunque era blanco, los Ugarte veían al hombre del color del cacao. El antecedente de su abuela guinea, en Santo Domingo, se traslucía en el encrespado del pelo. A pesar de llevar permanentemente el sombrero, el ancestro marcado en el pelo y en las nalgas redondas no lo podía ni lo quería ocultar. Muy al amanecer se enteraron los Ugarte de las debilidades de su hermana, despreciadora de españoles, para desaparecer hacia un dudoso destino con un hombre que no la igualaba en pureza de sangre ni en señorío. Ni siquiera podría cargar el Don. Una noche cuando los hermanos discutían en el corredor de la casa, Alicia se les enfrentó:

- Aquí todos venimos de España, pasando hambres por Canarias y Santo Domingo. No me importa que un bisabuelo le haya lavado los zapatos al rey. Aquí todos somos indianos. A pesar de las amenazas, con mucho coraje, decidió terminar con los sobresaltos, y una noche de mayo, para las fiestas de la Cruz, poco antes de la primera lluvia, saltó por la ventana del dormitorio, gesto con el que asumió la condenación a la impurezas de sangre y rechazó para siempre las absoluciones eclesiásticas. Condenando a su descendencia a ser vista de segunda. Al momento de montar al caballo, le dijo a Pedro Barrios:

- Si me vas a llevar, llevame lejos. Quiero amor y no lamentos. Los hermanos levantaron polvo en los caminos persiguiéndola ansiosos durante varios días. Entre la obstinación y el orgullo no se podían acomodar a la deshonra. Al darles alcance en una quesera, cerca de Mecatepe, frente a la playa, empujando un bote para cruzar el lago de Granada, desde el caballo a galope tendido, lo lazaron y lo arrastraron por la arena. Se apearon a golpear y a dejarle

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una seña en la cara.

- Está intacta, no la he tocado. Me voy a casar con ella - fueron las únicas palabras de Pedro Barrios. Que le quedaron doliendo en humillación para toda la vida. - No es por eso, es el hecho de la burla que tiene que ser lavada. De todos modos ya fue usada por Domingo Prieto, el español que desapareció. A ver si el chavalo que tiene es tuyo o del otro. Fijate que le salga el pelo murruco de negro africano. Moribundo y angustiado, entre las nebulosas del inconsciente y el polvasal vio marcharse con gran algarabía de guerra a los Ugarte. Gritos que le llegaron al alma a Pedro Barrios y

que jamás los olvidó. Los Ugarte siempre estaban dispuestos a marchar en compañías de conquista. Su fortuna provenía de los botines arrasados, que no de trabajo honrado. Porque para ellos ni la guerra era honra, ni el rey su enseña, sino motivo de botines y tropelías. Al despertar, Alicia, su mujer, lavaba la herida de la cara. El ojo entrecerrado casi adivinaba la ternura bajo un cielo nublado de un tiempo caluroso, y el rumor de una playa inquieta, frente a las islas, al pie del volcán cubierto de nubes. Esa misma noche llovió a torrentes. - Vamonós lejos, a tener hijos y meditar la venganza - balbuceó Pedro Barrios aferrándose a la mano de su mujer,

mientras soportaba las curas de la herida en la cara, hecha con puñal toledano. Cuando llegaron a la comarca de los Girones, Chechepe reconoció a la niña de los Ugarte y ordenó que los atendieran: - No soportaron a la niña con sus gustos. Ella no buscó color. Quería caricias. Por tus cojones de prometo que te apoyo - dijo Chechepe, para decidir la suerte de los Barrios. Agregó terminante: - Abandonados, nunca. Pedro Barrios y Alicia Ugarte fueron una pareja hacendosa, muy rápido comenzaron a preparar mazorcas de cacao y

panecillos. Y ella enseñó a usar los bastidores para bordar ramos de flores en varios colores en las telas producidas por los indios del Diriá. Las indias aprendieron rápido y bordaban en grandes cantidades. Los Girones encargaban en las casas de comercio de Granada el hilo español para bordar. Después viajaban cada año con las recuas de mulas cargadas de telas de algodón liso y coloreadas, bordados finos con santos y flores, mazorcas de cacao, panecillos, sebo de res, cera de abejas, cueros y quesos que llevaban de venta a Granada.

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En todos los viajes de negocios que hacían los Girones y los Barrios, siempre fueron acompañados por los Namoyure, para darse a entender con los indios del país. Fueron muchas tormentas de lluvia y fuego las que pasaron juntos. De fuego, porque Chechepe les había explicado que los rayos venían del fuego de los volcanes, que con el humo el calor quería subir al cielo, donde, puestos allá, las fuerzas de San Miguel Arcángel, con todos los serafines que eran ángeles de combate, devolvían el calor sin contemplaciones y de una vez, y por eso caía concentrado en forma de rayo, y

cuando el cielo se veía partido en muchas nubes después se concentraban en un único rayo, era por los efectos de varios serafines volando por el cielo y al atender la orden al mismo tiempo enviaban el filo de la espada en la misma dirección, de allí provenía la fuerza que ocasionaba la caída hiriente contra la tierra en un rayo quemante, caída en un punto señalado, ya fuera torre o árbol. Los rayos demostraban el rechazo de Dios cuando no quería que se le acercaran mucho, como con los judíos de Babel, a los que confundió cuando hacían la torre para acercársele. - Pecho a tierra todo mundo - ordenaba Chechepe cuando se venía la rayería. De inmediato se tiraban de las mulas y se apartaban de los árboles. Jamás pasaron cerca de los

volcanes cuando el cielo estaba nublado. Decía que éstos eran la principal causa de los rayos, porque metían calor al cielo. Por cualquier cosa, los Namoyure preparaban los talismanes de buena suerte con las telas que preparaba Doña Josefa Namoyure. Para cuando Margarita Namoyure se casó con Pedro José Girón Barrios, nieto del primer Pedro Barrios, creyó que se casaba con español puro, porque con negro o mulato jamás lo hubiera hecho siendo ella india principal. Lo del pelo encrespado, desde aquellos tiempos, Chechepe había declarado que no era exclusividad de los negros, sino que también de españoles andaluces. Eso sucedía porque en las tierras de Andalucía, todo el día encendido el puro sol les

achicharraba el pelo, y no había lluvia que se los alisara como en las tierras de Indias. Algunas generaciones después, otro Pedro José Girón Barrios, era único nieto de Don José Ignacio Girón Mondoy, el hijo mayor de Chechepe, nacido de amores adolescentes con una india principal de Namotibá. Cuando José Ignacio, producto de este efímero, pero no menos importante amor, estuvo crecidito, Chechepe se lo llevó a la casa. Después de haber

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estado una tarde y una noche, el muchacho no se quiso quedar

a vivir con los Girones. Se llenó de ansiedades y presentimientos en esa casa de paredes frías, con humedad retenida. Además, el interior de la casa, se mantenía sin ventilación, con los humores impregnados de los que habían venido muriendo desde antiguo. Como renegó de la familia, aunque era verdadero Girón de sangre, para hacerlo menos fue conocido como Pedro José Mondoy. Así se dejaba llamar, pero en las firmas ponía su verdadero nombre con orgullo, lo que ponía contento a Chechepe. La misma mañana que salió de la casa comenzó a parar su propio rancho a la vera del camino de la comarca de Palo Quemado. Mejor en rancho pajizo que en casa de ancestros que todavía andan rondando. Chechepe le enseñó varios oficios, entre ellos el de hacer

la verdadera cususa, y, sobre todo, a cuidar gallos, motivo principal para que su madrastra no lo quisiera, aunque a él tampoco le importaba, porque vivía en su rancho de paja distante a más de quinientas varas de la casa, en uno de los extremos de la hacienda, donde vivió casado con la mulata María Beatriz Girón, nacida en la hacienda, de buenas costumbres aprendidas de las Girones. No duró mucho tiempo el idilio, no por ellos, sino porque el matrimonio terminó con una peste de la cual se salvó el robusto niño José Manuel Girón Girón, llevado a vivir a la casa hacienda, donde se casó con la Teresita Barrios, una de las nietas de Pedro Barrios y Doña Alicia Ugarte, de donde nació {este otro Pedro José Girón Barrios que, aunque nunca aprendió la doctrina cristiana, salió a defenderla en una compañía de

conquista, que se organizó en Granada para ir a Lovigüisca, en parte buscaba ver si por allí andaban los Ugarte o sus descendientes, para vengar la vieja herida. Pasó cerca de dos años bajo las órdenes del Capitán de Conquista Don Francisco de Asís Fernández de Arellano, el último español que quedó perreando indios y sacando grandes cargas de oro que nunca llegaron a las arcas reales y que siempre las guardó en su casa de Granada. Alegaba tener tanto derecho como el rey para disfrutar el oro de Indias y con frecuencia recordaba a sus antepasados subiendo al Cuzco en el Perú tras el tesoro de los Incas y que mandaron intacto al Rey. Tres veces salvó la cabeza de las insidias. Se detuvo de las campañas hasta que cayó en manos del Santo Oficio que lo acusó de bigamia y de leer libros prohibidos por los cuentos

de un tal Cordón, mulato de la Villa de San Jorge. Obligado por el Santo Oficio salió con el sambenito a la calle y los pecados le fueron perdonados. El mismo día del regreso de la última expedición, este Pedro José Girón Barrios, se acercó a la casa de Namoyure, y, sin más trámites, le pidió a Margarita, su hija, para casarse. - Es tuya - le dijo Namoyure con autoridad. - Deme la bendición - dijo Pedro José.

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- Vayan a vivir con los hijos que tengan - les decía, mientras les daba una bolsita cosida con los hebras del pelo negro y largo de Doña Josefa Potosme. Luego, agregó: - Nunca les faltará leña, y cuando estén en apuros la tienen que frotar para que les dé protección: “Bolsita, cosita, chiquita por el pan y por el agua, por la virtud que vos tenés, dame gracia para que no falten... allí se le pide”. A través de ella, de hacerlo con fuerza, podés lograr lo que pedís. La misma fuerza le imprimió Pedro José cuando la estuvo

frotando todo el día mientras Margarita Namoyure Potosme anduvo en Granada en las bullas de cuando Cleto Ordóñez se tomó el cuartel. Como siempre había llegado de madrugada a Granada, los dos burros los dejó a la entrada de la ciudad, cerca de La Pólvora, en Jalteva. Ese día, por la mañana parada, a la entrada del zaguán, con el canasto en la cabeza, recibió la razón que la señora dueña de la casa le mandó decir con la sirvienta: - Dice que no son tiempos para cobrar, las cosas andan peligrosas, mejor váyase que no la quiere ni ver por aquí. De la puerta de ese zaguán, después de haberle tirado las verduras para adentro de la casa, salió directo a buscar a

Cleto Ordóñez y le dijo: - Si usted tiene la plaza, yo le prometo las calles de la ciudad. Antes de la medianoche quiero cenar en el Club de los Españoles – dijo la mujer con picardía. Margarita Namoyure se fue a la cabeza de un montón de mujeres del mercado, las arengó y se metieron en las casas. Todas decían andarse cobrando lo que les debían. Margarita regresó a su casa cuando toda la demás gente comenzó a ponerse uniforme y a seguir los mandos militares. - Yo no estoy para eso – dijo enfática.

Esa fue la última vez que llegó a Granada. A los meses la llegó a buscar el resguardo a la hacienda de los Girones. Ya no amaneció porque desde ese día se fue a vivir, con su marido, del lado del Dulce Nombre, cerca de Jinotepe. Fue de los primeros Girones que salió del lugar con rumbo definido de buscar cómo vivir en otro lado. Los demás salían diciendo que iban a rodar fortuna con la ilusión de volver, pero nunca más regresaban.

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- De aquí saldrán a multiplicarse por el mundo. No se

olviden de que ustedes son los mismos - recomendó antes de morir Chechepe. Ya para entonces padecía las alucinaciones con que mueren los jugados de cegua. Otros, cuando ya estaban en edad casadera iban al Diría, casi siempre para las fiestas de San Pedro o de San Sebastián para buscar esposa. Luego volvían a su lugar, engendraban el primer hijo y, antes de que naciera, salían. Algunos pensaban que era maldición, y otros decían que era el destino. Sin embargo, cada vez y cuando se quedaban y se multiplicaban en el lugar. Cada vez que hacían eso, les sucedían vainas.

José Esteban Girón se dedicó a seguir la crianza de gallos de pelea. A los quince años llegó a tener gallos de diez y ocho alzos con navaja larga o con espolón punzante afilado en molejones especiales, diferentes de los que usaban para afilar los cuchillos y los machetes. Chechepe sabía de tantas cosas, que por tiempos su descendencia se repartió su conocimiento. José Esteban heredó el de los gallos. Les aumentó jaulas y galeras para que se criaran sin problemas, manejándolos larguito de la casa. Fue criticado porque se dedicó a criar los gallos y se olvidó de las mezclas del gallo invencible con quebrantahueso. Su afán fue el de ganar los gallos y las apuestas. Hasta mandó a dejar la Mano Poderosa a la casa hacienda porque decía que asustaba a los gallos.

Cuando Chechepe construyó los gallineros pensó que las aves no fueran a molestar con los cantidos a Doña Leonza Ruiz y Ruiz, su madre, que siempre estuvo protestando por las inclinaciones de su hijo, y continuamente decía que alguien de la familia, de los que valían la pena y no de los perdularios, iba a pagar todo lo que hacían con los pobres animalitos, que no los dejaban criarse como Dios manda, sino que hasta con zopilote y con gavilán los querían cruzar. - Son cosas de maldad, nunca se ha visto que otro animal machuque al que no es su raza, porqué con estos zánganos tiene que ser diferente.

Discurso que fue repetido por las generaciones de mujeres de la casa, que de largo hacían las cruces cuando veían que Chechepe y luego su descendencia, se ponían a estarles rascando debajo del culo a los pájaros. Si Chechepe tuvo que aguantar a su madre, José Esteban aguantó a su tía Clarisa, que mucho tiempo después por las mismas razones le decía las mismas cosas. - Hay que templarlos, sacarles ganas. Animitas del purgatorio, van a tener su misa bien pagada. Brinco

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adelante, brinco atrás, le toco el culo y se lo mojás.

Sanito sanito, venite chiquito, tirate un polvito. Y le ponían reliquias compradas en la fiesta de San Jerónimo y encerraban a los zopilotes y a los quebrantahuesos con una estampa de la Mano Poderosa para que le cumpliera su voluntad. A los animales machos les untaba mapachín donde el calculaba tocar los genitales y les daba granitos de macuá, aguacate cocido en agua de calzón. Y nada, siempre les tenía lista una gallina para le pudiera echar el polvo en cuanto estuviera al tiro. Los mentados animales en vez de machucar se le iban al cuello a las pobres gallinas. Esto, por siglos, nunca dejó de hacerse, quien le heredaba una costumbre a Chechepe no la

dejaba de hacer jamás, hasta que la heredaba, ya fuera a sus hijos o sus sobrinos, siempre había alguno que se aficionaba o a lo mejor era el mismo Chechepe que le iluminaba las inclinaciones. Una mañana, Manuel Esteban Girón llegó con Chu Chaverri, toda la gente de la casa pasó pendiente del hombre que con una vara de guayaba, llevándola por delante, se movía tras una atracción invisible que arrastraba a la rama. Cruzaron lomas y hondonadas Se detenían a mirar, a dejar trabajar la rama, luego seguían sin ninguna vereda definida. Parecía que habían perdido los caminos. Los sembradíos no fueron límites para pasarlos machucando. Chu Chaverri se detuvo, casi en

éxtasis, se movía la rama, miraba el cielo, volteó luego los ojos por los contornos y suspiró profundo. Las mujeres que andaban curioseando se dieron vuelta, porque pensaban que iba a orinar. Al voltearse encontraron al hombre arrobado pegando el oído al suelo. Manuel Esteban lo sacudía. - Es la mejor vertiente de agua en toda la zona. Este es el punto para hacer el pozo. Luego se desvaneció sobre la tierra. Lo pusieron en una hamaca debajo de una enramada que construyeron en el lugar, donde, sin bendición de cura, comenzaron la excavación bajo la advocación de la Mano Poderosa que trajeron de la casa para ponerla de protección y que no le pasara ninguna

desgracia mientras estaban cavando. - Está bueno que hagan el pozo larguito de la casa, aquí no soportaría tanto indio que viene y quiere meterle plática a uno; además, allá dicen sus bascosidades que desde aquí no se oyen, - dijo Doña Clarisa Ortega, la esposa de Manuel Esteban, que venía siendo biznieta de Chechepe. Se tomaba

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con mucho orgullo el ser Girón y venir de un viejo

conquistador español, y de poseer distinciones reales por los servicios prestados por sus antepasados en Flandes y en la campaña de Cataluña. Doña Clarisa también venía de los primeros pobladores de la provincia. Una vez que un escribano recién venido de España la pretendía, diciéndole que él era puro español, descendiente de conquistadores, ella lo paró en secó: - No. Descendientes, nosotros. Después de Granada, de Flandes y Francia mis abuelos se vinieron para acá. Las glorias de España se trasladaron al Nuevo Mundo. Conservaba la pureza de sangre, y su familia desde antaño, era muy estimada, a pesar de que habían tenido un tío abuelo

cura que era licenciado y tenía una barragana negra, que siendo su esclava, le había parido dos chavalos. Hacía mucho tiempo se habían ido, para no regresar, a una peregrinación al Santo Cristo Negro de Esquipulas en Guatemala. Doña Clarisa desde largo miraba a los hombres trabajando mientras ella vigilaba la recogida de los huevos del gallinero que, en una canasta, levantaba la Juana Justina, esclava comprada en doscientos pesos en una subasta en Granada. Ese canasto Doña Clarisa nunca lo tocó, porque se cuidaba de no tocar nada que un esclavo, aunque fuera criollo, nacido en la hacienda, hubiese manoseado. Era por eso que ella misma hacía su comida y la de su marido.

- Es por la sarna, aquí abunda - le dijo a Teresita, una sobrina, hija de José Ignacio Girón Barrios, que siempre la andaba siguiendo, y cuando no la seguía ella la llamaba: - Venga la niña, aprenda buenas costumbres, vea cómo se van haciendo las cosas. Decía eso para que se le quitara la costumbre de quedarse viendo por horas a su primo José Esteban, mientras cuidaba a los gallos y les hacía ejercicios o buscaba como sacarles la cría.

Cuando salieron los primeros barriles de agua del pozo, hubo alborozo en toda la comarca, casi trescientas varas de profundidad, ocho bueyes para el negocio del agua, cuatro para el malacate y cuatro para las pipas que repartían el agua. Un mecate de dos pulgadas de grueso aseguraba que el barril se mantuviera firme a lo largo de la subida, y que luego llegara hasta el brocal donde era enganchado en una argolla de hierro que lo detenía, los bueyes todavía avanzaban un poquito y el guiador sincronizado con el pocero

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los paraba en seco poniendo el chuzo encima del yugo. El

barril se volteaba y derramaba el agua en la pila. De allí, en baldes con sondalezas, era jalado para llenar los cántaros de agua de la gente que llegaba, desde largo, en caballos aperados con angarillas para llevar dos cántaros de agua. Así todos los días desde las tres de la mañana. - Es una carajada que estemos saliendo a comprar los tomates al Diriá y a veces hasta Pacaya, y lo peor es que el otro día el viaje fue de balde porque no hallamos. Todo lo que es tomate, cebolla y tabaco, de aquí tiene que salir - sentenció una noche Manuel Esteban al regresar de Nandaime,

donde había ganado cuatro gallos, y estaba eufórico porque dejó amarrada la venta de varios más para cuando tuviera las próximas sacadas. A José Esteban no le molestaba que su tío se fuera a la gallera y vendiera los gallos, lo único que le interesaba era el detalle de los tiros que había hecho el gallo, con eso quedaba tranquilo y salía musitando cálculos genéticos sobre la levantada de las plumas, la alzada de las patas o los tiros arriba o los encuentro de pecho, el tipo de navaja, y vigilando si lo habían echado con el tipo de navaja que él había recomendado. El lugar adecuado para sembrar las hortalizas quedaba como a trescientas varas del pozo, y ocupaban como veinte hombres todos los días para regar las tres tareas de hortalizas que

tenían sembradas. Una tarde, cerca del pozo, Manuel Esteban tiró el balde contra la pipa porque dejaron abierta la llave mientras él estaba afanado sacando balde tras balde del pozo. - Se me revienta la vida cuando se me acerca gente tan haragana. ¿Quién tenía que estar aquí? Son cuatro jodidos y ninguno estaba. ¡Diosito lindo, iluminame para buscar gente que sepa trabajar y no tener al lado tanto güevón que para nada sirven! Y siguió por un rato hablando que no se podía seguir trabajando con ese montón de mulatos y de indios pendejos

que le hacían salir más caro el caldo que los huevos. Fue cuando un muchacho, Chu Rivas, apareció como prodigio metido entre las galeras de José Esteban, y entre los dos sacando cálculos sobre los gallos cruzados con quebrantahuesos. Chu para entonces había inventado más de veinte trampas para agarrarlos, aunque con frecuencia llegaban a desocupar las trampas y soltar a los zanates, que de ninguna manera dejaron de caer en ellas. Desde que se dio cuenta comenzó con las medidas de las varas de bambú que llevarían el agua a una pila. Allí colocó una torre coronada por aspas de

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madera que daban vueltas con el viento y levantaban el agua

hasta la altura de una loma alta, que venía siendo como cien varas más alta que la explanada donde estaban los siembros. Desde allí, el agua venía sola en caída. Le abrieron canales bien apisonadas, cubiertas con mezcla de cal y piedra que permitían al agua correr entre las eras de los siembros. Se dedicaron a sembrarlas en verano para sacar los tomates cuando no se veían por ningún lado. A lo largo de los carrizos de bambú, para aprovechar el agua que se derramaba, sembraron árboles frutales, principalmente naranjas. Aunque, cuando escogieron las semillas no se fijaron que más de la mitad eran de toronja. Teresita Girón se había quedado sin casarse porque, según

algunos, se le habían pasado todos los humos de la Clarisa Ortega antes de haberse asegurado un hombre. Aunque ella aseveraba que era orden de Chechepe: esperar que llegara el hombre al que escogería como marido, que lo esperara el tiempo que fuera necesario. La última vez que se le apareció Chechepe le recomendó que se guardara de andar creyendo que ella era la más linda de todas las Girones, que esperara tranquila la llegada de su marido. Ya cumplidos los cuarenta años, llegó Chu Rivas, muchacho con poco más de veinte años. De inmediato reconoció al hombre con el que había soñado. Chechepe le había dicho que la seña sería el aparecimiento de un manantial donde no había, y que Chu lo había abierto. La otra señal era que la

llenaría de miel para toda la vida. Una miel desconocida, y Chu lo había hecho al descubrir que el grueso de las toronjas se podía mezclar con la miel del trapiche siempre que se dejara la cáscara en agua durante una noche entera. Al siguiente día se ponía a hervir con una tapa de dulce en una cazuela. Así fue que se inventó la cajeta de toronja, y también hicieron algo parecido con las semillas del zapote, se les sacaba la buñiga y se mezclaba con agua y dulce. Se ponía a cocer y sacaban la cajeta de zapoyol. Fueron dieciocho cajetas las que inventó Chu Rivas.

Por la diferencia de las edades, el matrimonio de la Teresita Girón estuvo lleno de decires y murmuraciones sobre los intereses que lo pudieron provocar. Sin embargo, siempre se les vio felices. Salían por las tardes montados en el mismo caballo y regresaban de noche entre cantos y tonadas que la Teresita aprendió con la intención de agradar al marido que Chechepe le había prometido cuando ella tenía quince años. Cuando tuvieron a la niña, fue la más mimada de las Girones,

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todos querían apadrinarla. Le pusieron Brunilda en homenaje

a las cuatro tías Brunildas que habían existido. Todavía quedaba una Brunilda anciana que reclamó el derecho de ser la madrina por llevar el mismo nombre. A falta de descendencia, la anciana no tenía a quién heredar los bordados que había venido cosiendo desde jovencita. Por darle complacencia de vieja, con el augurio del corto tiempo que tendría por delante, aceptaron que fuera la madrina. El padrino fue más difícil. Pero Chu le dio rápida solución al escoger a José Esteban, que era como su padre que lo trajo del Diriá a ese lugar donde, además de aprender los secretos de los gallos, se había encontrado con una gente que lo tenía como por uno más de la familia. Los Girones aceptaron porque creían que si Chu y José Esteban eran tan amigos, bien podían ser compadres. Los otros parientes estaban

preparados para ser los padrinos de la niña Brunilda y pidieron a los invitados que no se fueran para que cada quien pudiera hacer su fiesta, que coincidió con las celebraciones de San José y con la sacada de los tomates de la hortaliza. Las comilonas del bautizo tardaron más de ocho días. - Ya se pueden imaginar a todos los Girones echando la casa por la ventana con la hija de Chucito - comentaba la Margarita Rivas en Diriá para referirse a la temporada pasada con los Girones durante el bautizo de su sobrina. Alguna gente quiso mal interpretar la amistad que Chu Rivas tenía con Namoyure, y dijeron que por el interés de meterse

con los Girones se había llevado de malas a una vieja, con veinte años adelante. Que Don Facundo, seguramente, le había arreglado algo para que le saliera bien el asunto. Le llegaron con el cuento a uno de los Girones. Ese mismo día se lo fue a comentar a José Esteban. Apenas tuvo tiempo de terminar de oír cuando se fue al corral, ensilló su caballo y revisó la pistola para ver si iba completa de tiros. Antes de salir recomendó: - Que ni Chu ni Teresita se den cuenta de esa habladuría que anda la gente. Ahorita mismo la voy a parar. Salió dando un portazo en la puertas de golpe del corral de los caballos y se fue a buscar la casa de Panchito Chincaca

el iniciador del cuento. Desde que salió se fue pensando que entraría al Diriá por la calle de El Hueco, lo llamaría y le daría primero dos pijazos en la cara y después le dejaría ir el tiro cuando estuviera en el suelo, para que se revolcara en el lodo. O mejor le golpearía la puerta, y sin decirle nada le dejaría ir el tiro. O le pegaría un vergazo en el tronco de la oreja y lo dejaría mal muerto en la puerta de su casa, y allí le pegaría cuatro patadas. Y si estaba en el estanco, mejor, porque lo mandaría llamar a la puerta y le diría que ni de su hermana ni de su cuñado se andaba

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hablando, y que allí le iba eso para que aprendiera. Se lo

apearía de un pijazo y no daría tiempo de que nadie se metiera, porque para entonces sacaría la pistola y les gritaría que llovería verga sobre el que lo hiciera. En el camino le salió Facundo Namoyure y le detuvo la rienda del caballo: - Detenéte y no te ensuciés por una mierda de esas - le gritó impetuoso Namoyure, con la clara intención de que no lo iba a dejar pasar. - Es cuestión de honor. - No, eso es cuestión de cuentos. Vos sabés quién es Chu,

que vos lo llevaste, que él viene a platicar conmigo para consultarme todos los inventos que quiere hacer. No te ensuciés de esa manera. Desmontá y vení. Date vuelta y conversemos. José Esteban se detuvo porque se trataba de Namoyure. Desde el principio le vio la decisión de no dejarlo pasar. Se bajó del caballo y se regresaron a la comarca. Aunque no agarró para la hacienda, sino para la casa de Don Facundo, desde allí mandó a llamar a Chu Rivas a quien no encontraron en la casa, porque cada vez y cuando, por las noches, se perdía con la Teresita. Se iba a bañar a la laguna de Apoyo o agarraba para el lado de Nandaime buscando ríos para bañarse en el agua. Esa era la debilidad de Chu, el agua que corre,

únicamente frente a ella se podía excitar. El problema es que en toda la comarca no había agua que corriera, nada más el agua del pozo. Por eso inventó lo de los canales y lo de la subida del agua. Todo el tiempo andaba pensando en cómo mover el agua, porque sólo así le podía servir. Cuando se quedaban en los canales a la Teresita no le gustaba porque se le ensuciaban las nalgas. Entonces decidieron que allí se quedarían cuando la necesidad fuera mucha y no aguantaran llegar a otro lado. Eso no lo sabía nadie, hasta esa noche lo adivinó Namoyure y se lo contó a José Esteban, para que no se preocupara cuando los viera desaparecer. Sin embargo, fue hasta quince años después, con mucha agua corrida bajo las pasiones que pudo salir preñada,

a los cincuenta y cinco años, cuando ya todos habían perdido las esperanzas, menos ella que, todas las noches, le pedía a Chechepe que no le diera gusto a la mala gente que andaba hablando mal, diciendo que era marimacha y que no podía tener hijos. José Esteban y Namoyure, esperaron hasta la mañana y los vieron entrar felices del lado de la laguna, era la hora cuando empezaban a ordeñar las vacas en el corral y cuando empezaba a funcionar el malacate del pozo. A esa hora Chu se

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quedaba revisando que los canales funcionaran y regaron los

naranjos, las toronjas, los aguacates y los marañones sembrados en estos últimos quince años. - Son los habladores de siempre. Famosos en todo Diriá. A mí ni me preocupa esa gente, no pueden hacer nada si no están hablando. De todos modos nadie les cree - afirmó Chu con la mayor tranquilidad, sin demostrar el menor asomo de rencor ni de molestia. - Esto no se puede quedar así - reclamó José Esteban pensativo. Agregando después: - Es como una espina que a uno se le mete por dentro. - Si vos lo que querés es joderlo, pues lo hacemos. Y si lo

que querés es que se callen, pues también - explicó Namoyure, demostrando que las cartas las tenía en la mano y que le podía dar gusto. - Las dos cosas - pidió José Esteban - Para que se te pase el rencor y no te ensuciés, le voy a pedir a Jacobo que se haga cargo. Todos quedaron en silencio, amanecía entre los breñales de los potreros. Este año tenían que ser limpiados para que el ganado pastara mejor y aumentara la leche. Chu Rivas había descubierto que se podían hacer canales para llevar el agua hasta los potreros que quedaban en los planes. La madrugada

se llenaba de sueños. El Mombacho azul se enternecía con los primeros rayos del sol. Las cañadas, que antes fueron cacahuatales, este año reverdecieron con las hortalizas del verano. Amaneciendo en un mes de mayo, la niña Brunilda Rivas demostró que además de ser chispeante y bonita también podía tener revelaciones en sueños enviados por Chechepe. Unos días antes de casarse con su primo segundo, Manuel de Jesús Girón Maraña, la muchacha tuvo una revelación, que la tenía que cumplir al siguiente día de consumado su matrimonio. Algunos de los primos despechados decían que el

futuro marido era protegido de la Teresita y que por eso se estaba casando, que esa clase de gente era Jesús Maraña, como le decían, porque era hijo natural de la Teresa Maraña, que llegó a trabajar desde cuando comenzaron las hortalizas, poco después de que Chu Rivas llegara con lo del agua. Ellos estaban seguros de que era Girón, porque los muchachos se quedaban con ella por las noches. Siempre se disputaron quién la había preñado, aunque le concedían el honor a José Manuel Girón Toruño, porque era el que la había desvirginado. Le tocó en suerte cuando, entre todos los

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primos, la rifaron para ver quién sería el primero, y ella,

con el dolor de esa noche, no los pudo seguir complaciendo. Los demás se tuvieron que esperar para poder gozarla varias noches más adelante en la ronda de las hortalizas, con hojas de chagüite que le ponían debajo para que no se le raspara la espalda. A veces tenía que aguantar hasta a los viejos antojados, que se dieron cuenta de que la muchacha se echaba a varios de ellos todas las noches, y allí se llegaban a desaguar o a veces por curiosidad. Todos andaban hablando de las maravillas que la muchacha hacía para hacerlos terminar en un ratito. Los viejos, con disimulo, le mandaron hacer una casita para que no se fuera del lugar. Una casita de paja cerca de la huerta. Al salir preñada, los muchachos como que se le corrieron. La Teresa Maraña les reclamó y les dijo que no la podían dejar así, que quién iba a nacer era

un Girón y no podía nacer tirado en el camino. Por supuesto que creció cerca de la Brunildita, y desde pequeños se dieron atenciones aunque siempre los cuidaron en sus juegos. No fuera a ser un percance. Desde tierno lo admitieron como Girón. El asunto fue muy delicado, porque llevaron a varios de los tíos viejos, de los hijos de José Manuel Girón y Llano, el que salvó a Granada cuando entró con dos carretadas de maíz para el año del hambre. El veredicto final estaba reservado a Don Manuel Esteban Girón, el padre, ya anciano, de José Esteban y de Manuel Esteban, criador de gallos, que se ocupó de trasmitir los conocimientos a la familia. Fue el dictaminador principal de la verdad sobre el origen del muchacho. Lo

examinaron, la forma de la cabeza, las manos gruesas, las uñas largas, el mentón fuerte y la nariz recta, un lunar en el entrepierno que siempre llevaron los Girones, que sólo podían conocer entre ellos o aquellas con las que llegaban a la intimidad. - De que es Girón es Girón. Si es tío, hermano o primo eso no lo sabremos. Lo único cierto es que aquí está un Girón - sentenció con aire docto Don Manuel Esteban, apoyado por Don Facundo Namoyure, ya que sus mujeres siempre habían sido las que parteaban a las Girones. Terminaron tranquilos porque, a fin de cuentas, Manuel de Jesús Maraña viviría en la casa hacienda, y allí todo era de todos. La Teresa Maraña pasó a vivir también a esa casa al lado de la Brunilda.

El día de la revelación la Brunilda se fue donde dormía su madre, allí le contó lo que acaba de recibir. - Con estas cosas hay que tener calma, porque si uno las quiere precipitar después no salen. Cuando se casó, todos se admiraron de que al siguiente día, en vez de amanecer en la cama, apareciera buscando los confines de la finca con Manuel de Jesús. Después de salir

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al camino, volvieron a entrar en la finca y llegaron a un

viejo tronco de huachipilín. Una vez llegados al tronco, localizaron el punto que Chechepe había indicado y lograron dar con algo duro, siguieron cavando con más cuidado, y, poco a poco, se descubrió el arcón de madera que Chechepe robó al Lolonés y se había logrado traer en la carreta cuando ya venía herido. Antes de quedar jugado por las ceguas, le había dicho a Saverio, un negro de Guinea, que se fuera a tal y tal lugar y que allí, él solito se llevara a enterrar el arcón, que después lo iban a llegar a sacar. Saverio no se atrevió nunca a curiosear porque al verlo jugado de cegua sentía que estaba tocado por el más allá, y que eso era como una protección que lo volvía peligroso para cuando llegaban las noches. Que no se sabía lo que podía pasar. Mejor era no meterse con eso. De todos modos, al poco

tiempo fue vendido como esclavo en una subasta de Granada por trescientos pesos y seis reales, y parece que se lo llevaron para el lado de León, nunca más se supo de él. La niña Brunilda y su marido desenterraron la caja y vieron que la tapa tenía un candado medio oxidado y lo llevaron hasta la casa para ver lo que había adentro. Todos los vieron cruzar con el caballo que lo traían arriado con el arcón encima. Llegaron a la casa y allí, palanqueado con el cabo de una macana, lograron romper la cerradura, y lo primero que encontraron fue la carta de Chechepe diciendo que esa caja había sido sustraída del barco que estaba en el fondeadero del lago de Granada y que los piratas del Lolonés, confiados, lo dejaron solo, y él había ido a

rescatar lo robado de la ciudad. Lo sagrado debía devolverse a las iglesias, pero el resto del tesoro sin dueño podía ser disfrutado por quién recibiera la revelación. Para mientras la iba a mantener enterrada para evitar tentaciones propias y ajenas. Pero por las ceguas no tuvo tiempo ni de revisar. Fue hasta en el sueño que Chechepe reveló el lugar y las circunstancias que precedieron al enterramiento. Los parientes llegaron a la casa y se enteraron de lo que allí había. Estaban los vasos sagrados de alguna iglesia de quién sabe que ciudad del Caribe, revueltos con puñales y unos cuantos doblones de oro. Entre todos tomaron la decisión de que eso era pertenencia de Dios y que se debía de devolver a la iglesia. Así lo hicieron con los copones y

los cálices, ellos se quedaron con los doblones y el puñal de empuñadura de plata. Manuel de Jesús decidió repartir los doblones y ser él quien andaría el puñal de oro y empuñadura de plata, que mejor no lo hubieran hecho. Por aquellos días fue que el mismo Manuel de Jesús Maraña se zafó del caballo y el puñal se le enterró en el puro corazón, dejando viuda a la Brunilda, que ya jamás se volvió a casar.

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Y las vacas que compraron con esos doblones nos les

sirvieron para nada; primero, ninguna se pudo preñar, y, después una a una se fueron muriendo de murriña. La Teresa Maraña, luego de la muerte de su hijo, le pidió a la niña Brunilda que la dejara irse a vivir a una casita cerca del camino, donde tenía un chiquero, y se dedicaría a criar chanchos hasta el final de sus días. Brunilda, después de los llantos de viuda, se irguió por encima de los desconsuelos, esperó inútilmente la preñez, y decidió reconciliar a Chechepe con la familia. Estaba segura de que la desobediencia le había acarreado tantas desventuras, desventuras que no se limitaron a ella, sino a la familia entera. De tal forma que muchos de los Girones

ahora tenían que dormir en los caminos arreando vacas desde Rivas o desde Chontales. Porque a los peones les daba miedo trabajar desde el día en que se desprendió el brocal del pozo, poco antes de que se comenzara a morir el ganado y dos días después de la muerte del hijo de la Teresa Maraña. Chu Rivas murió día de por medio con Doña Teresita, por eso la velaron durante dos noches y la enterraron medio descompuesta. Ya con malos olores. Teresita se llevó a Chu, por desconfiada. Pensaba que muerta ella nadie se lo iba a cuidar. Es más, estaba segura que nadie le iba a entender, porque desde que quedó dundo del golpe que le dio el cabo de hacha cuando estaban haciendo el experimento de la subida de agua del pozo a la loma, sin necesidad de que soplara el

viento, nadie entendía lo que hablaba, y ella pasó cuidándolo todos estos años. Por el capricho de los Girones, que le dieron muchos giros a la vida, terminaron por darle vuelta. Porque lo mandado por Dios era que Chu la anduviera de la mano cuando estuviera anciana. Pero no hubo necesidad, porque Chu Rivas no vivió lo suficiente para ser anciano, y Teresita tuvo excesos de energía acumulada que usó hasta el último día de su vida. Fueron dos maldiciones seguidas las que cayeron sobre los Girones, la de Chechepe con la Brunilda y la de la Teresita. Directo castigo de Dios que se extendió a la familia porque se prestaron para retar a Dios con lo del agua. Lo natural

es que toda agua vaya hacia abajo y Chu la desvió, en agua corrida, para arriba. Además, hizo que las hortalizas estuvieran haciendo trabajar la tierra en verano, contrario a lo dispuesto por Dios en la naturaleza. La prueba de la desaprobación de las cosas que hacía Chu Rivas fue el castigo que se le vino de los cielos, cuando le cayó el cabo de hacha en la frente, en el momento que logró culminar el reto al sustituir el viento. - Eso no es casualidad. Mucha gente estaba junta, y ¿por qué

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le tuvo que dar directamente en la frente sin matarlo? Quedó

dundo para que no volviera a pensar. Peor que si lo hubieran jugado las ceguas. Cada vez se están poniendo más feas las cosas. Es el fin del mundo que se acerca. Durante la vela, los platicadores sentían cierta complacencia de que su mujer lo cuidara, porque era cosa de ella llevárselo la misma noche para irse juntos. - Quién sabe cómo harán ahora que van para los infiernos porque ellos siempre fue con agua corrida que retozaron. Nunca se detuvieron, ni ancianos ni cuando estuvieron para morir. Eso se supo porque la Teresita llevaba de la mano a Chu a la

pileta de agua que colocó cuando tenía todavía fuerzas para hacerlo. - Comenzó a los cuarenta la Teresita, pero los repuso. Ese era el apuro que no la detuvo ni la vejez. Casi treinta años para cumplir con su misión en esta tierra. - Dicen que San Pedro te devuelve si quedás debiendo. El que no lo cumple se condena. Durante la vela, desde el gallinero se veían los resplandores de un candil que se movía de un lado a otro. José Manuel Girón, que permaneció ajeno a todos los preparativos de la vela, cuidaba los últimos picotazos que

lanzaba al aire el quebrantahueso que se moría de hambre, porque se había negado a comer y más aún a fornicar gallinas. De nada le habían servido los doblones de oro que puso debajo de la imagen de la Mano Poderosa para que le abriera los sentimientos a los gallos. La Brunilda pensó que la mejor forma de poner contento a Chechepe era teniéndolo siempre presente en la casa. Don Chequel Sándigo llegó especialmente de Diriá a pintar el cuadro de acuerdo con el dictado de la Brunilda, tal como recordaba el rostro de los tres sueños. Tuvieron dificultades con la cabeza porque ella lo que tenía más presente eran los ojos. Hicieron la forma de la cabeza sin ponerle nada, después Don Chequel le boceteó una envidiable

variedad de pelos. Desesperada, la Brunilda se tiró a llorar: - Sinceramente, no me fijé... mejor póngale sombrero. Chequel recordaba abundantes ilustraciones de sus lecciones de estudiante en el Seminario San Ramón de León. Le puso un sombrero que a la Brunilda no le gustó porque se le metió que con él se parecía al Lolonés, su enemigo. Chequel se fue a Diriá y regresó al siguiente día con un muestrario que,

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para su deslumbramiento, se lo descubrió delante de sus

propios ojos en el corredor de la casa una mañana iluminada de sol. Escogió uno de alas cortitas con el cumbo alto y estriado. Chequel comentó para sí: - El de Felipe II, vamos con ése. - ¿Cómo? ¿Quién era ése?- preguntó Brunilda sobresaltada. - El Rey de España - explicó Chequel. - Claro, si mi familia viene de España, allá fueron amigos del Rey. Chequel siguió pintando con su turbulento silencio. Con

frecuencia hacía desesperar a Brunilda, incapaz de soportar que se pasara horas y horas con el pincel en apenas perceptibles movimientos en un botón de la camisa. - ¿Qué le puso al botón? - La figura de su esposa - contestó Chequel. - ¿Y en el otro? - Una querida. - ¿Cómo le supo la cara?

- La soñé - le afirmó categórico. La Brunilda se quedó meditando sobre los caprichos de Chechepe. Le parecía extraño que metiera una querida a la casa. Pero como Chechepe era caprichoso, seguramente le dio recomendaciones especiales en algún sueño de como debía hacer el retrato. Después de los avatares y sobresaltos de la Brunilda con el retrato. Le dolía la ausencia de Chechepe de sus sueños nocturnos a través de los cuales le enviaba los mensajes. Todas las noches esperaba una señita por lo menos para saber si estaba conforme. Se consoló diciendo: "Si no le gustara, ese hombre no anda con cuentos y lo hace saber el mismo día".

Cuando la familia se reunió para admirar la obra la Brunilda orgullosa, para los Girones analfabetas, leyó lo escrito en una especie de medallón al pie del retrato: "Don José José de Girón Ruiz y Ruiz, CHECHEPE, vencedor del famoso pirata el Lolonés, natural de estas tierras y patriarca de gran familia".

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Pocos días después sacudiéndose el polvo del camino, en su primera salida de la casa después de viuda, la Brunilda amarraba el caballo a la entrada de la casa de Chequel Sándigo para solicitarle que le pintara un retrato de José Esteban y otro de Manuel Esteban, y que después le hiciera uno de Chu Rivas. - Esos no me diga cómo eran porque yo los conocí - dijo Don Chequel Sándigo, con la sana intención de que la Brunilda ya no lo fastidiara diciéndole cuál era el color que le debía poner a sus pinturas. La Brunilda se mantenía cerca y Chequel se desesperaba

constantemente pidiéndole que le hiciera la caridad de callarse. Diciéndole que lo dejara concentrarse y pidiéndole que por favor no le ayudara, que había soñado en un lugar de la casa, una bodega o aposento, al fondo, donde, buscando, podía encontrar retratos desde antes de Chechepe, de los que habían pintado unos indios. Se pasó buscando varios días en todos los aposentos. Y cada vez le llegaba a decir: - No encontré nada. - Siga buscando, algún lugar le ha de faltar. Un día de tantos se apareció sorprendida, pálida de sorpresa, llamando a Chequel a una bodega abandonada. En un

bajaretito pegado a la casa, que con frecuencia lo ocupaban los Girones recién casados antes de irse o mientras estaban parando casa o simplemente porque estaban recién casados, había dieciocho cuadros, con figuras de la pasión, vírgenes y Cristos que se parecían a los Girones. Chequel le pidió que se dedicara a sacudir, muy suavemente, por lo menos una semana cada cuadro. Sus salidas al patio se volvieron extrañas y momentáneas porque pasaba todo el día ocupada. Esto provocó gran escándalo entre los Girones y casi los divide, hasta que los reconcilió Namoyure. Una parte estaba de acuerdo en que Brunilda podía estar pecando con Chequel, y los otros decían que las mujeres Girones siempre habían sido rectas, aunque tuvieran cualquier sangre eso no les

llegaba, que no había nada de malo en que le estuviera ayudando a Chequel para hacer los retratos de la familia, porque alguno de ellos deberían estar. Porque la gente de todos modos habla. Con un hombre sería peor y no lo soportarían porque los Girones siempre estuvieron orgullosos de dos cosas en su familia: ni mujeres sin calzones, ni hombres cochones. Facundo Namoyure se ofreció de ayuda a Chequel para evitar dificultades. Las mujeres continuaron el pleito, porque no estaban de acuerdo enque un indio les estuviera diciendo cómo eran sus antepasados.

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Un día recibió la visita del padre Morales, que había notado su ausencia en la misa de los domingos. A la misma casa cural le llegaron con el cuento de que todos los días se quedaba con Chequel encerrada. El padre Morales, admonitorio, con precisa para no perder tiempo frente a la eternidad, donde las cosas se tornan irremediables por pequeñas debilidades, le expreso: - Vengo por tu alma. Para que no se condene. He sabido que pasás todo el día encerrada con Chequel. - No lo vaya a mal interpretar, soy una viuda y mi marido que está en los cielos es testigo de que le seré fiel hasta la tumba.

- Mejor no jurés nada y andá confesáte, que Chequel es ateo y enemigo de la Iglesia. Y eso de que tu marido te observa desde los cielos está en veremos. A pesar de las misas no da señales de estar tranquilo. A veces pienso que nunca se ha ido de por aquí. El padre Morales salió y montó su caballo para seguir el recorrido por la comarca. Desde largo se despedía dándole la espalda a la Brunilda, que con eso entendió el despreció solemne que por los pecadores irredentos sienten los Ministros del Señor. Era el equivalente a una excomunión. Desde ese momento cambió su vida, y la afición por los

retratos de la familia se convirtió en devoción para San Francisco de Asís, del cual mandó traer una imagen de bulto, tamaño natural, desde España. Organizaron un recibimiento jubiloso con procesión y palmeras en las calles, tres bandas de música, cohetes y corridas de toros. Emoción que terminó cuando colocaron al Santo en el atrio de la iglesia del Diría y tuvieron tiempo de admirarlo, y, para la mayoría hasta en ese momento verlo. Avergonzada y casi musitando le dijo al padre Morales: - Mandamos el dinero para uno de tamaño natural. Aquí todo mundo esperaba que fuera del tamaño de los Girones que vienen de España.

El padre Aníbal Morales con firmeza la reprendió: - No volváis a decir esas cosas, le faltas al respeto al Santo ¿qué no sabes que San Francisco de Asís era chaparro? La Brunilda se quedó callada, y en adelante se dedicó a tenerle devoción de misa y procesión pequeña, porque la gente, al verlo tan chiquito, dijo que parecía enano y no le tomó devoción.

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Cuando vinieron los filibusteros los Girones y los Namoyure se fueron juntos a la guerra. - Nosotros somos gente de armas - decía José Esteban Girón Ortega, hijo de Doña Clarisa Ortega, como queriéndole llamar la atención a Facundo Namoyure, que estaba muy bien sentado en su mula y casi no se movía. - Entre todos es que podemos salir pronto de ese apuro - afirmó Namoyure mirando de frente a José Esteban seguido de treinta y cuatro sobrinos, dieciséis nietos y ocho hijos,

todos aptos para la guerra. Iban bien aperados y con abundantes provisiones de boca y guerra. A cargo de la casa quedó Manuel Esteban, el heredero de los conocimientos para cuidar los gallos. Un oficio de varón en el que no se deben meter a las mujeres, porque después los pueden cochonear. Sería una vergüenza que se les corriera un gallo en las próximas fiestas del Diriá o de Diriomo. Manuel Esteban estaba al cuidado porque fue el primero que logró el cruce con el quebrantahuesos. Eso todos los Girones lo consideraron como una buena señal. Puestos en camino, desde temprano los Girones, al principio de reojo, después directo, se quedaban mirando las alforjas

de Namoyure repletas de algo, y el viejo Don José Esteban, preguntó: - ¿Qué lleva? - Vida - contestó Namoyure mientras echaba a andar la mula. - Va sin armas a la guerra - dijo uno de los sobrinos casi musitando a uno de sus primos. - Aquí la llevo - dijo Namoyure, mientras mostraba una cerbatana con sus dardos - Son importantes las armas silenciosas.

Y así siguieron por el camino que los llevó hasta Masaya. Puestos allá, los mandaron a parar unas avanzadillas de filibusteros que habían salido de Granada a medianoche de ese día. El primero que usó un arma fue Facundo Namoyure. Lanzó su dardo contra el que encabezaba la marcha; los demás, al verlo caer de pronto, sin ningún ruido, se detuvieron. En ese momento otro filibustero cayó, con lamentos y sin señales. Los demás no esperaron y salieron en desbandada. Los Girones les comenzaron a gritar haciendo bulla:

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- ¡Regresen maricones, a la guerra se viene a pelear! José Esteban los detuvo, sobre todo a los más muchachos que los querían perseguir: - Un momento, que ustedes ahorita son soldados. La orden fue detenerlos. Ahora hay que llevar el parte. Regresaron a Masaya a dar el parte. Estuvieron cerca de dos meses recibiendo casi a diario provisiones de la hacienda. A veces llegaban las mujeres y se quedaban a dormir con los maridos. Un día los mandaron de vuelta diciéndoles:

- Ya se ganó la guerra. Los mozos de hacienda que regresen con sus señores. Los demás que se vayan a trabajar. En el camino de regreso, sobre todo los muchachos, le venían preguntando a Namoyure por los muertos que habían quedado sin enterrar. Pensaban que a los muertos del camino de la laguna, que eran gente de afuera, nadie e había quedado a recogerlos. Muertos en esas lomas sin conocer los caminos. Andarían errantes después de haber caído de los caballos. - Ya se encargaron los zopilotes - dijo Namoyure con aplomo. - ¿Y si regresan por su ataúd?

- No son de aquí, no conocen los caminos. - Pobre gente - dijo uno de las mujeres cuando les contaron el cuento. - Pues si quieren les rezan unas oraciones. Yo no me meto en esas pendejadas. Eso sí, nada de nueve días. Varias de ellas se persignaron y se voltearon para el camino haciendo las cruces, como para protegerse. - ¿Por qué no le hacemos los nueve días aquí en la comarca?

- ¿Cuándo han visto que se le rece al enemigo maligno? - preguntó Namoyure casi en murmullo. Las mujeres los estaban esperando con una gran comilona. A mediodía comenzó la marimba con guitarra, mandolina y tambora. De vez en cuando sonaba la chirimía para dar los cambios de los movimientos de los bailes. Ese día estaban en la comarca dos mulatos que llegaron de Nandaime y bailaron el Congo, sólo los aplaudieron y les

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gritaron. Antes que anocheciera ya estaban todos picados y a

las mujeres que habían estado bailando la valona, sus mamás las mandaron para la casa, no fuera a ser que alguien con sus tragos se propasara y después se creara una dificultad. Era mejor evitar. Al final quedaron los hombres bailando. Llegaron hasta el amanecer, cuando se habían tomado seis medidas de un garrafón de guaro. Para esos días recién estaba entrando el verano y ya se levantaba polvo en los caminos. Ni Namoyure ni sus hijos bailaron ese día. Para las fiestas de San Pedro pagaron la promesa en el Diriá. De sus abuelos habían recibido el mandato de que las protecciones de los peligros se pagaban para el tiempo de los chilotes bailándole a San Pedro con la yegua chilota y dándose

astillas en las espaldas, aunque no hubiera promesa, para expiar cualquier malentendido que pudiera haber habido con el Santo. Además, para mostrarle al Santo la disposición a cualquier sacrificio para ofrendárselo. La sangre derramada se la ofrecían y las heridas salidas de las contiendas en la fiesta sanaban al siguiente día, porque San Pedro las curaba. No eran heridas de malas, sino en su honor y como ofrenda. Además, era una forma de demostrar lo que podía hacer un hombre valiente.

- Alisten reales, ya lo logré -llegó gritando Manuel Esteban, mientras agitaba un gallo en la mano. Llegaba al final de una larga jornada que comenzó con Chechepe. Varias generaciones aventadas a la persecución de un quebrantahuesos. Progenitor de un gallo feroz. Invencible, no por las maseadas, por el orgullo de ganar el gallo. Porque con los gallos se siente en carne viva la humillación del gallo herido. Con el sol a medio cielo se llenó de fuerza el clamor mantenido en advocaciones y juramentos a Chechepe. Oraciones a la Mano Poderosa. Promesas a San Sebastián y a la Virgen de Candelaria. Hasta que se ablandó el sexo de un

quebrantahuesos. Es cierto que el polvo no fue como lo echan los gallos, lo dejaron tocarle el pico. La miró profundamente. Aquietaron a la gallina con sales de esencia de jilinjoche que, a la par de aquietarla, la ponían inquieta de pensamiento. Tentaba al animal que fuera. Quedó rigiosa buscando macho. Un suspiro cundió entre los mozos que se estaban asomando cuando vieron que el quebrantahuesos se revolvía de ansiedades. La gallina de vez en cuando levantaba la cola. Se insinuaba con tentaciones. Al quebrantahuesos se le metió un padecimiento de temblores

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cada vez que miraba a la gallina pasándole adelante. El

quebrantahuesos dejó de ver a la gallina como comida. Un día todo amaneció inquieto. Hasta los hombres no se querían salir de la cama de sus mujeres. El gallinero estaba impaciente, un olor a polvos pesaba desde largo. Brillaron las alas por el resplandor negro del quebrantahuesos. Los presentes, por instantes, enceguecieron para abrir los ojos ante el rápido aleteo negro sobre la gallina. - ¡La machucó! - exclamó maravillado alguien. Las mujeres salieron alarmadas porque los hombres corrían saltando con gritos: - ¡Le echó el polvo! ¡Buen polvo! ¡Viva el polvo! ¡Quedó

bien pegada! La Amalita, la orgullosa gallina que recibió el polvo, fue cuidada con esmero en la comida y la bebida. Cerca le anduvo una peste de gallinas que pasó por Niquinohomo, pero la neutralizaron con la imagen de la Mano Poderosa puesta en la propia entrada del gallinero. La cuenta de los días de los huevos, fue llevada con mucho cuidado y secreto. Al cumplirse los veintiún días comenzaron a picar las cáscaras de los huevos, uno de ellos salió bocón, lo que no dejó márgenes de duda sobre el éxito de años y años de fe familiar en los gallos y de la verdad de lo predicho por Chechepe. Lo cuidaron de los malos vientos y le pusieron enfrente varios tipos de comidas para ver por cual se

inclinaba. La alegría fue que comiera como pollo. Varios Namoyure les habían sostenido la paciencia. Les aconsejaban esperar tranquilos, llegaría el momento, cuando uno de ellos, más adelante, lo lograría. Lo único que no les gustaba era que siempre les repetían: - El que lo logre, será su muerte. Lo que Manuel Esteban logró fue precipitar las mezclas para que los descendientes del quebrantahuesos cantaran como gallo. Aunque siempre conservaba la sangre, en los cruces iba mudando los matices. El primero salió casi puro quebrantahuesos. Hasta volaba. Lo tenían que mantener

amarrado y con las alas recortadas para que no escapara. Hubo uno al que se le descubría Cuando caminaba porque lo hacía como los zopilotes: dando brinquitos; tenía las alas muy largas y las patas débiles. Otro se impulsaba con las alas y las patas las ocupaba para sostenerse. Otro que caminaba con las alas abiertas. La preocupación mayor fue cuando lograron el cruce con una gallina afamada, madre de buenos gallos. El polluelo salió bien, cercano al gallo, caminaba con el pico para adelante. Poco se le encrespaban las plumas del cuello cuando iba a pelear. Todavía era

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quebrantahuesos.

Quebrantahuesos pero machucador de gallinas. Manuel Esteban sentía rondar el deslumbre de las ambiciones. Acariciaba en las finas alas todavía negras, la esperanza de los sueños. Entusiasmado se entregó al cuido preciso, con la certeza de los próximos alaridos de victoria en las galleras. El Alisado, el cuarto o quinto pollo de la generación, una madrugada sorprendió a todos con el canto, anunciando el amanecer. Dio la señal del puro gallo, con pizcacha de sangre de quebrantahuesos, la necesaria. Se le reconocía porque atacaba por arriba y hundía la navaja en el lomo y no en la pechuga como los otros. - ¡Que se ponga un bueno! Quiero gallos, no porrones.

Desde la puerta, sobre el caballo, Manuel Zabala de Nandaime: ¡Hola mi amigo! ¿Cómo le va? Queremos ver cómo salen ahora... desde el otro día en Masatepe los dejamos regados. Aquí en este pueblo se dan buenos gallos... somos de los mejores criadores. Cuando nos ganen un torneo en buena ley podrán hablar, por ahora aguanten, no han sacado... ¡Te vas a tragar lo que estás diciendo! ¿Que se trae Compadre Manuel Esteban? ¡Vení vos Guillermo Selva, para acá! Teneme el gallo, a vos te lo puedo confiar. ¿Y esa gritadera? ¡Otro gallo clavando pico! ¿Cuál es un muchacho que vino del Arroyo, de los Téllez? Los están acabando con los gallos... hasta los masatepinos están aguantando. ¡Que se esperen un tantito! ¡Que se me ponga un bueno! Traéte

una cerveza. ¡No nada de guaro! Esto del guaro no. Quiero que nadie de los que están cerca de mi lo pruebe. Venga Don Manuel Esteban, aquí le tengo una jaula especial para su gallo. Gracias, hombre Alberto Tapia, fijáte que quiero jugar temprano. Este es el Congo que te dije, lo he estado cuidando... Momento, nadie tiene derecho a buscar de humillar ¿Y quién humilla? Usted amigo, diciendo babosadas; si su gallo ganó quédese tranquilo y sigue jugando; si perdió, resígnese. Esto de los gallos es así. Apartémonos de aquí, no quiero problemas. Estos están picadones, acarrean problemas. Ve Guillermó. ¿cuál de los gallos creés que esté listo para pelear? Los Nandaimes vinieron con buen lote, ¿qué esperan para amarrar? ¡Claro, aquí lo estaba esperando! Va con ella

espuela de media pulgada. Gallo de casta pelea fino. ¡Sáquese la plata! Lo que manda es la palabra. Cuando dos hombres de palabra hablan, apenas se escuchan las cantidades entre sí, porque las deudas de gallo son sagradas... ¿Y esa bulla? ¡Otro gallo de Nandaime que ganó! ¡Se llevó en dos patadas al gallo del Turco! No se preocupe, que venga a casar conmigo para que le hagamos buena plata a Nandaime ¡Turco, vení para acá! Estoy en la calle, tres gallos me quemaron hoy... No te preocupés, ya los vamos a vengar... Vení, toma estos reales

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y andá apostá por fuera. ¿Cuántas libras dice que peso?

Tres y media. ¡Se la doy por una onza de ventaja! ¡Sale, venga amarre! Guillermo Selva tomando el protector de la pata, con sumo cuidado. Tactando el tronco del espolón. Centrando la punta fina, casi una aguja, fijándose con firmeza a la pata del Congo. Tomando de nuevo saliva para deslizar la mano por la pata. Ahora viene la navaja. El Congo tranquilo estira la pata. Gallo educado. Hecho para buenas lidias. Tranquilo con su amo, feroz con su enemigo. Ya lo verá. El hilo encebado cubriendo la protección de la pata. No puede quedar ni un milímetro desajustada. Cada mínimo trozo se va ubicando. Silencio alrededor. Una rueda de hombres cubren alrededor de Guillermo Selva, ennavaja con el rigor necesario para un

buen gallo. Con la corrección que le da la fama de perfecto. Todos están atentos a la maestría de unos dedos fuertes que precisan una navaja tan fina para que vaya de acuerdo con el tiro de la pata que, al encuentro, no se vaya en falso. Cada patada directamente a cortar, ir aniquilando al otro gallo. Con media pulgada la pelea es fina, de resistencia y aguante. Las heridas son poco profundas y aguanta el gallo de más fina casta. El gallo que no está bien cruzado se corre o cacarea. Es trabajo de filigrana con la navaja. El mismo Guillermo sale adelante y toma al careador para precisar si ha colocado bien la navaja, el protector de cuero que cubre la navaja golpeó al careador en la cabeza. El Congo debuta con un salto a la altura de los brazos de Guillermo ¡Ese gallo vuela! ¡Cuidado se corre! ¡Echale!

¡Echale! ¡Cojo! ¡Voy! grita el hombre desde los asientos. Contá... si querés tenélos. Hablá, con tu palabra basta... ¡Pongo! ¡Voy congo! ¡Voy congo! ¡Voy congo! ¡Agarro! Los Gallo se picotean. El juez está al centro. Guillermo espera ver de que lado soltarán el otro gallo. Pedro Zabala está quieto esperando que lo suelte Guillermo. Guillermo detecta que el gallo tirará a la izquierda, hace un movimiento rápido y suelta. Se atacan, salta, se trenza... y el Congo vuelve a saltar y cae sobre la cabeza del gallo chile que atacaba de frente. Dos saltos nada más. El juez se acerca. Se para la pelea. Los Nandaimes quedan picados por la forma de la caída del gallo. Luis Talavera sale con otro gallo. Guillermo tocó la navaja, ensalivó y comprobó el filo, seguía correcto, otro gallo

menos... y siguen los gallos y más gallos... y el Congo como si nada. Once gallos seguidos. Y se pararon las maseadas. La gente de las graderías se quedó quieta, sin masear viendo al Congo que se movía tranquilo y a José Esteban que se había metido eufórico a echarlo. Y comenzó a rodar el rumor... Algo me suena raro..., las cosas no van a terminar bien... ese gallo ha sido cuidado por Namoyure... ese es el hombre que cura locos... dicen que hasta revive gente. Nunca han tenido los Girones un gallo que aguante tanto... son cosas de Namoyure o más allá... mejor apartarse de

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esta gallera, algo puede terminar mal. Los rumores

aumentaban... lo que gané es suficiente, los que no se avivaron después del cuarto gallo se fueron palmados de plata... así no se ganan los gallos, toda esa gente de Nandaime pelea honrado. Vamos a quedar mal... con la gente del Diriá no se puede... ellos juegan al enredo. Ese gallo venía preparado. Se terminó la última pelea, Namoyure salió con el gallo sin dejar que nadie se lo tocara. Manuel Esteban dijo que si tenían interés, les vendía los polvos del gallo, aunque nada más pueden tener derecho a un polvo en una gallina, si sale pegada es su suerte. Se quedó platicando con Alberto Tapia que lo llamó aparte para recomendarle: - Mejor váyase para su casa, la gente quedó ardida. Creo que

todo ha sido honrado, pero la gente humillada por los gallos se siente adolorida. Esta tarde se fueron gallos de los buenos, y con todas esas ventajas que estuvo dando a la gente la dejó intranquila. Manuel Esteban se fue al caballo, mientras montaba se despidió de Tapia y decidió dar su vuelta por la barrera de toros y por los chinamos, fugazmente pensó en las putas y se lo dio a entender a los dos criados que andaban con él, pero desecho la idea. En la calle, al pasar por la casa de la Marta Fernández, Augusto Rivera lo saludó y lo invitó a un trago, se lo tomó sin bajarse del caballo, después comentaron momentáneamente los éxitos de la gallera, y Augusto lo invitó a las carreras de cinta, por lo menos para

ver a las muchachas. Ramillete de flores diriomeñas esperando al galán vencedor de las carreras, reinas de vocación y de ansiedades cuando vieron a Manuel Esteban en el caballo, todas reconocieron al soltero, jamás se le habían conocido vicios. Se lanzó a las carreras, pero no tocó las argollas. Se fue al palco, donde las bellas damitas, entre tímidas risas adornando las fiestas bravas de galanes caballeros, esperaban ser las dichosas escogidas para orgullo de sus padres en la exquisita sociedad diriomeña. - Voy a ganar para escoger a la más bella flor de tan florido jardín - dijo Manuel Esteban, provocando suspiros a

la animada tropilla que se ruborizó por encima de los carmines de las boquitas pintadas. Ganó las carrerras y se dirigió con paso firme a escoger a la reina. Sin vacilar se dirigió a Olguita Castillo, la hija de Don Camilo Castillo, la más linda muchacha que se había visto en Diriomo desde que Diriomo es Diriomo. Muchacha formal y de su casa. Candidata, no por pretensiones, sino para colaborar, para estar con las

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amigas, las muchachas de su edad. Todas acompañadas de sus

madres. Jamás nunca nadie podría pensar que ninguna de ellas cometiera un desliz. Al elegir se adquiría, antes que nada, el compromiso del respeto. Aunque Olguita, que se sabía bella, era sumamente tímida, pensó que la elegirían. En el primer momento se sorprendió cuando Manuel Esteban, desde el caballo, le clavó la mirada. Después se sintió como que le correspondía. De todos modos, Camilo Castillo, estuvo contento de que uno de los Girones hubiera ganado y eligiera como reina a Olguita, ya se sabía que los Girones eran gente de mucho trabajo, de buen patrimonio y de buen ser. La gente consideró que un hombre con tanta suerte en los gallos completaba el ciclo de la suerte con la mejor mujer del pueblo. Camilo Castillo, a sabiendas de que principalmente bailaría con quien la eligió reina, la dejó ir a la fiesta

acompañada por su mamá. De entrada bailaron una alegre polka, dos veces escapó de caer Manuel Esteban. Apenas daba los primeros pasos para dominarla. En esos días unos músicos gitanos la estaban poniendo de moda. Los criados se regresaron para la hacienda por orden de Manuel Esteban, llegaron de noche y no avisaron que el muchacho se había quedado. Ellos sabían que por estar con eso del cruce de los gallos permaneció inmaculado desde la adolescencia. A lo mejor con las putas de las enramadas se desquitaría después que terminara el baile. Se les ocurrió mejor no avisar para que a nadie se le ocurriera ir a buscarlo. No lo dejarían tranquilo y el hombre necesitaba su desahogo. No fuera a ser se les ocurriera ir a buscarlo y lo

encontraran en lo mejor. Ellos sabían que cuando Manuel Esteban se proponía algo, estaba en eso hasta completarlo. Por la mañana uno de ellos se apareció a preguntar si había amanecido en la casa. - Vos sos el que puede saber. - le contestó la Elena Mantilla desde adentro de la cocina. - Se quedó en la fiesta. La Elena tenía el don de los presentimientos con las desgracias deambulantes de este mundo que, de cuando en cuando, pasan rozando o dan de lleno a los Girones. Llegó allí hace cuatro generaciones de criadas y trabajó siempre

en la cocina. Las Elena, se vinieron dedicando a descuerar a los Girones muchachos y a enseñarles mañas para hacer gozar a sus mujeres y para que no los fueran a engañar. Certeras en los consejos para que las putas no les pegaran malas enfermedades. Ella despuntó con Manuel Esteban. Lo tenía fresco por dentro todavía. En la mirada del criado recibió el golpe y se sintió mal. Salió desesperada, llorando por las desgracias que le sucedieron a Manuel Esteban en la gallera. Los clamores resonaron contra los cerros, vagaron por los potreros, se enfilaron por los caminos, llegaron al

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Diriá con la salida del sol. Las mujeres se asomaron por los

patios para ver pasar la noticia. Las ansiedades comenzaban. Antes que regresaran los cuentos, varios de los Girones saltaron de los corrales. No terminaron el ordeño de las vacas y se fueron para Diriomo. Llegando a la vuelta de Palo Quemado, cerca de los paredones, detrás del cementerio de Diriomo, Manuel Esteban amaneció tirado en el suelo. El caballo al lado. Al principio pensaron que estaba borracho. Al acercarse encontraron el enorme boquete de escopeta que le abrió el pecho. Le buscaron las bolsas, las alforjas y estaban completos todos los reales. Nada le hacía falta. Lo mataron para demostrar que lo podían matar. Ese fue el último día de gallos por varios años, tanto para los Girones como para Diriomo.

Averiguaron quiénes habían jugado gallos con él y después fueron donde Don Facundo Namoyure a consultar. - No fue ninguno de esos - les dijo desde que estaban en la puerta- ninguno de su mano. Fue mandado por paga, por buena paga, para que no tocara los reales del muerto y se viera que se le había mandado a matar para matarlo. - Lo debemos vengar - dijo José Esteban, su hermano. - Es larga la lista, fueron varios los que mandaron hacer el mandado.

- Pues empecemos ahora, empecemos temprano. Y así estuvo la cosa hasta que intervino la autoridad. Ese día, ellos se atrincheraron en las lomas, se prepararon con comida. Meses de odio llenos de sangre en los caminos. Las cosas comenzaron cuando apostadores de Nandaime y de Diriomo que habían perdido contra Manuel Esteban, fueron provocados por los Girones y muertos en duelos a balazos o en pleito directo a cuchilladas. Se organizaron en tropillas vigilándose las espaldas y mandando avanzadillas para evitar matoneadas. No dejaban las pistolas ni cuando estaban con las mujeres. Se limitaban a viajar al Diriá o salían de madrugada a Masaya para hacer compras. A ningún desconocido se le permitía rondar por la hacienda y no se permitió que

extraños llegaran a aguar las bestias cuando iban por el camino. Se mantenían informados del movimiento de sus enemigos. Después que José Esteban de la Chabela, primo hermano del muerto, cayó abatido a balazos echando maldiciones a los Talavera, esa misma noche, en el camino de Granada apareció Moncho Talavera muerto de bala. La carreta llegó a La Orilla, con Moncho todavía boqueando y mencionando el nombre de los Girones. En la plaza de Nandaime, en aparente riña de picados, murió Mercho Talavera, cuando cruzaba de donde Chambacú para su casa. En

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el expediente decía: "Muerto de bala por desconocido que se

dio a la fuga". Las autoridades al principio como que se hicieron las desentendidas y ni siquiera llevaban la cuenta. Fue después de una balacera en la plaza de Diriomo cuando entraron los Girones retando a cualquiera, la gente corrió a meterse a sus casas por temor de que alguien los denunciara con los Girones de que habían estado en la gallera. A los tres días hicieron lo mismo en Nandaime. Nadie los vio llegar, pero amanecieron volando bala por todos lados, llegaron a la plaza, se bajaron a orinar en el puro centro del pueblo y después se volvieron a los caballos y se regresaron, dejando sentenciado al que por pura casualidad encontraban en la calle. Por cada Girón que aparecía muerto se esperaban dos o tres

familiares del mencionado como hechor. Hasta las mujeres se alistaron para andar fajadas con sus pistolas acompañando a los hombres. En esos años no dejaron que ningún pretendiente se les acercara. Varios de ellos se casaron en esos días entre los primos y hasta dicen que tuvieron hijos de los mismos hermanos. Cuando los llegaron a atacar, ellos estaban preparados por varios flancos para no ser sorprendidos. Los estaban esperando. Un grupo de Girones dirialeños se mantenían en las cercanías del Diriá para atacar por retaguardia cuando fuera necesario. Antes que despuntara el día resonaron unos balazos del lado de La Zopilota, entrando

por Rabo Lucio. Para los Girones era el inicio de una larga resistencia que habían andado provocando. La gente les cayó en su terreno. A Diriomo llegó la señal de la sangre que corría, a mediodía, en una carreta, y por la tarde ya se velaban dos personas y otros cuerpos que pasaron para Nandaime. Después de tres días de balazos y carretas con heridos y muertos, el juez, el cura y el alcalde junto con Don Camilo Castillo, acompañado de Olguita, llegaron gritando que se detuviera la matanza. Al silencio, los que estaban del lado del Diriá se vinieron y los encontraron en pláticas, pero no se acercaron a la hacienda. Namoyure fue a hablar por los Girones y a pedir garantías de que se castigaría al hechor de la muerte de Manuel Esteban:

- Con eso quedamos todos conformes. Queremos a los dos, al que dio la idea y recogió los reales y al autor del disparo. - Los de la idea ya no están. Al hechor no lo conocimos. Los difuntos se llevaron el secreto. - Hay que ir a sacárselos al infierno - dijo Namoyure. Para ese momento habían sucedido diecisiete muertes, seis de los Girones, seis de Nandaime y cinco de Diriomo, más el

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hechor que se lo confesó al cura, no en secreto de confesión

sino de denuncia de él mismo y pedía que al entregarse se le expiara su pecado. Su única condición era: - Que no me vaya a matar ningún Girón, porque desde que acepté sé que soy finado. Por lo menos, ya que no gocé los reales, me quiero llevar ese gusto. Después de todo, cuando lo llevaban al calabozo se le fue, contingensiosamente un tiro a Pedro Fernández Reyes Rivera Girón, hijo de la Matilde Reyes Girón, hija de Carlos Reyes y la Amantina Girón, que venía siendo bisnieta de Chechepe, casada con Don Pedro Fernández Rivera, de los Fernández Comayagua que les decían en Diriomo, cuyo abuelo había sido, hasta Presidente de Honduras. Hombre letrado, de fina

inteligencia, que gobernó Honduras en cinco ocasiones. Natural de Comayagua y graduado de una universidad francesa especializada en Derecho Constitucional, venía directamente de la escuela de Tocqueville. Gran lector de Nicolás Maquiavelo, de la Biblia y del libro de los Césares, de Suetonio. Con todo lo cual, si no había aprendido a bien gobernar, por lo menos había practicado muy bien el simple acto de gobernar. Por eso fue cinco veces Presidente de Honduras, en Comayagua y Tegucigalpa. Todas las veces producto de revueltas, y en ningún caso Presidente por elecciones. En las cuales, además, no creía. Fue hasta que llegó Medinón con los Olanchanos que lo sacó del poder y lo buscó para mandarlo a fusilar. A esa hora estaba cruzando la frontera con Nicaragua. Cuando apareció el aviso de que se

ofrecía una valiosa recompensa por su cabeza, ya fuera cortada o llevada sobre sus hombros, en carreta o caminando. Juan Lindo se instaló en Diriomo como una persona honorable y sin pasado que llegó a figurar, él y toda su descendencia como grandes bailarines en los eventos sociales. Desde su llegada se ofreció como profesor de letras latinas y retórica. Llegó a procrear la ilustre familia de los Fernández, porque en Diriomo desde el primer día se llamó Nepomuceno Fernández, con lo cual seguía siendo honorable y sus títulos seguían teniendo validez. Siguió siendo persona honorable y conservó siempre su nombre, lo único que hizo fue - como quien dice - hacer un poquito para adelante su nombre y su apellido. Su nombre completo, tal como aparecía

en su fe de bautismo de la iglesia de Comayagua, era Juan Nepomuceno Fernández Lindo. Este fue el origen del varón ilustre que engendró honorable familia a la que lo Girones jamás le pusieron peros, por considerarla como sus pares. Eso era muy importante en Diriomo.

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Pedro Fernández Reyes Rivera Girón, considerado como de la familia, llegaba de vez en cuando a la comarca de Los Girones a traer bastimentos para la casa, no porque los necesitara, sino porque ellos le decían que era como obligación mantener comida de la misma tierra, eso los hermanaba más. A nadie se le ocurrió que el tiro fuera con mala intención, lo que pasa es que Pedro Fernández en ese momento estaba de Jefe de la Plaza de Armas en Diriomo, con diez mulatos de soldados y tres ladinos que le servían como secretario, segundo jefe y ayudante. La mayor parte del tiempo, para que no estuvieran de ociosos, los mantenía trabajando en su finca, de donde les daba la comida

ahorrándole gastos a las arcas públicas, lo cual era tomado en gran estima por la población. Mirando a los caminantes quedó la cruz que señalaba el punto de la matoneada de Manuel Esteban. Los viajeros temían la pasada por el lugar. No sabían cuanto tiempo había estaba el cadáver tirado, llenando de sangre y ansiedades de difunto el camino. Lo peor es que ni siquiera se sabía si había agonizado o si se había terminado de levantar el espíritu mientras se moría. Olguita Castillo se fue a vivir a la casa de los Girones, y en adelante fue conocida como “la viuda”. Nunca nadie puso

en duda su castidad. Todo Diriomo se mantuvo fascinado de la fidelidad de la palabra al difunto. Todos los meses, el día tres, colocaba manojos de flores en la Cruz que recordaba su muerte en el camino. El dos y el tres de febrero de cada año, de luto riguroso caminaba a pie desde la hacienda al cementerio del Diriá a ponerle sus coronas a la tumba. Los Girones y sus mujeres la acompañaban, y dejaban más flores que en las otras tumbas de los mismos Girones. Manuel Esteban las necesitaba; él había sido muerto sin esperar que le llegara su día, y seguramente andaba penando. Que por lo menos a la pasada por su lugar, viera los manojos de flores adornando su memoria viva.