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ME OLVIDÉ DE VIVIR Florencia G. Canelo

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ME OLVIDÉ DE VIVIR

Florencia G. Canelo

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Título: Me olvidé de vivir Autor: © Florencia G. Canelo I.S.B.N.: 84-8454-221-1 Depósito legal: A-1068-2002 Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 38 45 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.ecu.fm Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro pue-de reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier alma-cenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso pre-vio y por escrito de los titulares del Copyright.

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A Roberto por darme ánimos, creer en mí y apoyarme.

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I Llegó hasta mi una calurosa mañana de otoño cuando no

lo esperaba. Vino solo y con su llegada cambió mi vida. Fue una bocanada de aire fresco en mi atormentada existencia. Un rayo de luz en mi oscuridad. Un volver a vivir, con nuevas y desco-nocidas ilusiones, cuando yo me sentía poco menos que muerta. Su presencia hizo que mi corazón latiera de nuevo y sentí como la sangre corría a borbotones por mis venas mientras me llenaba de sueños y esperanzas.

Aquella mañana me desperté descansada, llena de paz y

bienestar, podría haber dicho esas palabras tantas veces repeti-das y escuchadas hasta la saciedad: “Me he levantado con el pié derecho”, pero no lo hice. A través de una rendija de la cortina mal cerrada la noche anterior se filtraba un rayo de luz en la habitación, sin duda augurio de un claro día, un día primaveral, pero no estamos en primavera, más bien era otoño, un otoño, eso sí, muy caluroso. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una sensación tan agradable, ningún dolor molestaba mi esqueleto, mis pobres y tantas veces doloridos huesos habían descansado bien. Me sentí feliz sin motivo aparente, no había compartido mi cama con ningún hombre que me hubiera hecho pasar una noche loca, de desenfrenado amor, y tampoco había

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una noche loca, de desenfrenado amor, y tampoco había tenido ningún sueño erótico, (ambas cosas ausentes en mi vida de ma-nera casi permanente), pero eso sí, había dormido de un tirón; en los tres últimos años, desde que nos trasladamos a vivir a esta ciudad de la costa mediterránea, cada vez era más frecuente en mí dormir como una niña pequeña, casi nada turbaba mis sue-ños, la luz, el calor y el sol de esta tierra singular (no en vano se la conoce como la mejor tierra del mundo) habían contribuido a ahuyentar los fantasmas del pasado. Me gustaba creer que éstos me habían abandonado definitivamente, después de tantos años a mi lado, y gracias también a la ayuda que me prestó un psicó-logo, al que estuve acudiendo durante bastante tiempo. En aque-lla época me encontraba atravesando una de las etapas más tran-quilas y relajadas de mi existencia. Apenas si tenía problemas, que pudieran ser considerados como tales, salvo los propios de una mujer de mediana edad que se encuentra insatisfecha con su vida. Una mujer que considera que la ha malgastado, que no ha hecho nada de cuanto pensó que podría hacer, una mujer frus-trada e infeliz. Centraba mis esfuerzos en tratar por todos los medios a mi alcance de comenzar una nueva vida, encontrar algo sólido a lo que aferrarme, una razón para vivir por mí mis-ma, no sólo para ser útil a los demás.

Ese estar más relajada me permitía dedicar un poco más de tiempo a mis cosas, y sobre todo a pensar para tratar de ave-riguar que era lo que me faltaba, en qué había fallado, porque sentía siempre esa ansiedad que me ahogaba. Me encontraba tan inútil, perdida en un profundo pozo en el que hacía mucho tiem-po que buscaba el fondo, que casi había desistido de encontrarlo. Seguía pasando muchas horas sin ninguna compañía, sola, y en esa soledad, diferente a la vivida años atrás, trataba de poner en orden mis pensamientos, recordaba etapas de mi vida pasada, sin apasionamiento, sin amargura, con la perspectiva que da la dis-tancia, unas dolorosas, otras no tanto, cosas que durante mucho tiempo había tratado de olvidar. Recordaba muy a menudo los

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años en los que me sentía medio muerta y aquellos otros en los que me dediqué única y exclusivamente a cuidar y a educar a mis hijos olvidándome de vivir. Pero crecieron y se convirtieron en hombres y mujeres, ya no dependían de mí, eso hizo que me sintiera más libre y sobre todo liberada de muchas cargas que me sujetaron con pesadas e invisibles cadenas que tuve que arrastrar como una penitente, (solo que yo no había recibido nada extraordinario por lo dar las gracias). Los milagros, si es que existen se habían quedado para otras personas, no para mí. Con frecuencia me paraba a observar cosas mínimas que durante muchos años pasaron desapercibidas antes mis ojos, tan ocupada como estaba en ordenar la vida de los míos, en cuidar de que nada les faltara, siempre en segundo lugar y muy por detrás de todos ellos. Quizás esa vida más reposada, aunque no ociosa, hacía posible que me planteara múltiples cuestiones antes jamás formuladas, las cuales la mayor partes de las veces se quedaban sin contestar. No me llegaba con claridad ninguna respuesta que calmara mi ansiedad, y luego siempre esa gran sensación de vacío, de soledad, ese pasar por la vida casi sin vivir, sin emo-ciones, sin ilusión, siempre esperando esa felicidad que nunca llegó hasta mí. Yo no tuve derecho a nada que no fueran obliga-ciones. Mil y una pregunta me atormentaban sin descanso y para todas ellas, buscaba respuesta.

¿Que había hecho de mi vida? ¿Valió la pena haber naci-do? ¿Cuántos de los sueños que tuve de niña se hicieron reali-dad? ¿Por qué me vi obligada a renunciar a tantas cosas? Y la más importante de todas, ¿durante esos años fui feliz?

Simple y rotundamente “NO”. Como mujer no he sido feliz jamás.

Esas preguntas y muchas más, sería una lista intermina-ble, sobre las cosas que se quedaron en mi camino y las que me vi forzada a hacer. Ningunas de las respuestas esperadas satisfa-cían mi ansiedad, nada logra calmar mi espíritu intranquilo, se-guía sin encontrar justificación a tanto dolor e infelicidad, a me-

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nudo me decía “tal vez con el paso del tiempo, quizás más ade-lante, lleguen hasta mí como un premio de lotería esa tan ansia-da felicidad”. Soñaba que algún día encontraría el camino a se-guir cuando por fin lograra reconciliarme conmigo misma y hallara una razón que fuera el motor de mi existencia.

En mí, con el transcurrir de los años, se ha ido produ-ciendo un cambio sustancial en cuanto prioridades, supongo que como en muchas otras mujeres, de mi edad, insatisfechas e infe-lices con su existencia. Infinidad de cosas que antes creía impor-tantes pasaron a no interesarme y, por el contrario, aquellas otras que en el pasado me parecieron insignificantes habían adquirido de repente vital importancia ante mis ojos. Ese cambio se fue produciendo día a día, sin que yo fuera consciente, mientras ma-duraba. Pero una mañana, al despertar me di cuenta de él. Algo dentro de mí me hacía ver las cosas de forma distinta. Sólo cuando asumí ese cambio interior, al dejar atrás mi juventud e inmadurez comprendí muchas cosas, fue como si de pronto hubiera crecido. Desde ese día me negué a continuar viviendo marcada por el ayer, concentré todas mis fuerzas en superar aquella pesada losa. ¿Qué produjo ese cambio? Lo ignoraba, pero sí que había cambiado con el paso de los años.

Cuando llegó él a mi vida yo estaba a un paso de esa

edad casi mítica de los cincuenta, con un pasado de sufrimiento y frustraciones en mis espaldas y miles de experiencias por vivir y por sentir. Y muchas ilusiones sin realizar. Esa edad casi mal-dita en la que no perteneces a ningún gremio, ni al de los jóve-nes ni al de los viejos, ni a la juventud ni a la mal llamada terce-ra edad. Los cincuenta son muchos años para considerarte joven, pero son pocos aún para sentirte vieja. Tarde para trabajar, joven para jubilarte. Es un estar en medio de la nada, sin pertenecer a ningún sitio, ni a asociaciones juveniles, ni a grupos de jubila-dos. Una etapa sin grandes cosas que pueda hacer una mujer sola, sin pareja. Me sentía poco más que un mueble. Dónde ir, a

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quien encontrar, con qué personas podría relacionarme. Con bastante frecuencia pensaba que lo mejor sería no salir de casa, dormir unos años, si eso fuera posible, y despertar con algo entre las manos por una vez, que no se encontraran vacías como de costumbre.

¡Dios mío! cómo había pasado el tiempo, (bueno en rea-

lidad yo sólo tenía cuarenta y siete cuando le conocí) el veintiu-no de diciembre, casi en Navidad, es mi cumpleaños, a un paso de medio siglo, una edad muy peligrosa en la que cambiamos nuestros planteamientos, preferencias y sobre todo nuestras prio-ridades, a la vez que necesidades de cualquier índole se van re-duciendo drásticamente. De repente comencé a pensar que era más importante “la salud que la estética,” aunque continuaba cuidándome como hacemos la mayoría de las mujeres para alar-gar esa juventud que se nos escapa de las manos sin que poda-mos hacer nada para evitarlo. Esa juventud que se va alejando de nuestro lado a pasos agigantados cada día un poco más, esa juventud a la que no estamos dispuestas a renunciar tan fácil-mente. Esa edad en la que al mirarnos en un espejo ya no nos sentimos jóvenes, en la que contemplamos nuestro cuerpo como si perteneciese a otra mujer a la vez que no sentimos ya admira-ción alguna por él, no lo reconocemos como propio. El cambio experimentado nos hace ver un cuerpo ajeno, que no tiene nada que ver con la imagen que guardamos interiormente de nosotras, esa imagen de nuestra juventud, con un cuerpo que nos hacía sentir orgullosas cuando las miradas masculinas se clavaban en él al vernos pasar. Contemplamos, no si cierta tristeza, los dete-rioros que el paso de los años ha producido en nuestro físico. Los pechos que antes estaban firmes y miraban al frente, ahora caen flácidos buscando la cintura, el vientre en otros tiempos terso y liso, ahora aparece levemente abultado. La celulitis inva-de nuestros muslos a la vez que nuestras carnes comienzan a estriarse llenándose de surcos, su tersura y elasticidad también

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han ido desapareciendo, furtivamente, sin que apenas perciba-mos su marcha. Y en ese momento vuelve la amarga pregunta: ¿Dónde han ido a parar aquellas carnes prietas en las que era casi imposible dar un pellizco? ¿Qué fue de ellas? Y la cara de porcelana semejante a la de una muñeca ahora aparece surcada de pequeñas arrugas alrededor de los ojos, de la boca, esas arru-gas que día a día se irán haciendo mayores y también más y más profundas.

Las mujeres tenemos fecha de caducidad, se no exige muchísimo más que a los hombres en todos los terrenos y sobre todo una buena presencia. La sociedad es permisiva con el de-clive físico masculino, pero no así con el femenino. Ellos pue-den estar gordos, calvos, cojos o jorobados, sucios o sin afeitar y no ocurre nada. Por el contrario nosotras debemos estar eterna-mente impecables. ¿Hasta cuándo va a seguir siendo así? ¿Por-qué tantas diferencias? ¿Por qué tanta discriminación?

Y otra pregunta acude hasta mí ¿Por qué las cosas bue-nas pasan tan rápidamente? ¿Cuál es la razón para que la juven-tud dure tan poco y la vejez tanto? ¿No debería ser al revés? En esos momentos de nuevo recuerdo las palabras que mi madre me decía infinidad de veces, “la juventud es una leve enfermedad que se cura en pocos años, en cambio la vejez es grave y nada consigue curarla”. Entonces no entendía muy bien lo que trataba de decirme; cuando eres joven nunca piensas que un día serás vieja, piensas “eso queda para los demás”. Otras personas enve-jecerán pero tu no, nos sentimos especiales cada una de noso-tras. Todas nos creemos diferentes y lo somos, pero la naturale-za no tiene leyes distintas para cada ser humano, su ley es única y rige por igual para todos; yo ni siquiera llegué a plantearme mi vejez hasta que empezó a hacer estragos en mi físico, simple-mente eso; no pensé que también a mi me tocaría envejecer. Según voy cumpliendo años, cada vez percibo más cercano el final de mi vida, me da miedo pensar en la muerte, es algo que me aterra por desconocido. Tengo conciencia de que el tiempo

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que me queda es menos que el vivido. Me revelo contra eso. Aunque sé plenamente que nada puedo hacer, sólo me queda la esperanza de encontrar el amor antes que la muerte, no morir sin sentir que he vivido.

Las preguntas continuaban llegando hasta mi una, otra y otra más, cada minuto, cada día y sobre toda cada noche y con-tinuaba llenándome de dudas. ¿Ha valido la pena lo vivido? O, por el contrario, he perdido mi tiempo en cosas sin importancia; tal vez consumí mi vida en vaguedades y en memeces sin con-cederle realmente la importancia que de verdad tiene vivir. ¿Qué me quedó de positivo de las vivencias pasadas? ¿En qué y cómo invertí mi tiempo? ¿Realmente con la juventud, di lo mejor de mí, o por el contrario aún me queda mucho por dar? ¿Cuántas cosas de las que soñé conseguir, se hicieron realidad y cuántas se quedaron en el camino? ¿Qué fuerzas ocultas hicieron que mi vida se encontrara en un momento determinado, en un punto concreto no deseado pero contra las que no me dieron la menor oportunidad de luchar?

En esos momentos de reflexión trataba por todos los me-dios de obtener respuestas que más o menos calmaran la sed que habitaba en mi interior y me dijeran que obré bien, que no pude hacer otra cosa, que no me dejaron. Intentaba buscar una expli-cación a mi vida y por encima de todo quería convencerme de que no la malgasté, que algo de provecho se había sacado de mi triste existencia. Me obligaron a renunciar a todos los sueños que tuve desde pequeña. Solo una cosa positiva hacía que no me sintiera del todo fracasada, en la que me volqué y que realmente me había compensado por todos los sueños sin realizar, ser ma-dre. Ser madre significó para mi lo más grande que nunca me había atrevido a soñar. Únicamente conseguí ese sueño, los de-más se quedaron por el camino, pero creía que en la vida de toda mujer debe haber algo más que ser madre. Cada una de nosotras llevamos dentro inquietudes, vocaciones, deseos y, proyectos que deseamos realizar, con independencia de ser o no ser madre;

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necesariamente no debemos dedicarnos a la maternidad de ma-nera exclusiva, tenemos capacidad para realizar varios proyectos a la vez. Yo me vi forzada a renunciar a todo ante la certeza de que no se harían realidad mis aspiraciones, ni universidad, ni viajes, ni fiestas, ni educar a otras mujeres para enseñarles a enfrentarse a la vida. Toda mi vitalidad, trabajo, amor, etc. se centraron en los míos. No pude luchar contra mi destino, mi vida fue dirigida por manos extrañas. Cuándo mis sueños me fueron negados, sólo una cosa me quedaba por hacer, asumir el sentido de una palabra hasta entonces desconocida en mi vocabulario, “resignación”.

Con esta palabra llegó hasta mí la renuncia a tantos sue-ños. ¿Cuándo renuncié a ellos? Nunca lo supe con certeza, ¿Por qué deje de soñar y di mi consentimiento a una vida entre tinie-blas? No fui valiente ni luché por ser feliz. Fui cobarde y pagué por ello un alto precio. Jamás me reprocharé bastante mi cobar-día.

A mi edad toda persona se encuentra en la cima de la

montaña que es la vida, ya todo será un caminar cuesta abajo, rodar y rodar sin nada que detenga la caída y, al llegar abajo, ya no habrá vuelta atrás, como en todos los finales. Sin embargo, y a pesar de tener tantos años no había renunciado a nada, me con-sideraba aún una mujer joven, de mi tiempo, interesada por todo cuánto sucedía en el mundo, las guerras exacerbadas de los na-cionalismos ciegos y radicales, el hambre en aquellas partes del planeta olvidadas del desarrollo, el problema de la baja natali-dad, la inmigración, la ecología y, junto a los derechos humanos, me preocupa el frívolo olvido de nuestros mayores que lo dieron todo por nosotros; no soy insensible a nada de cuanto acontece a mi alrededor o en la otra punta del mundo, pero lo que de verdad me preocupaba más que nada eran los míos, siempre había sido así y así continuaría siéndolo a lo largo de toda mi vida, su sa-lud, su bienestar y encontrar una razón que me ayude a conti-

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nuar mi tortuoso caminar. Jamás dejará de sorprenderme lo egoísta que nos vamos

volviendo con el paso del tiempo; cada vez nos alejamos un po-co más de la caridad y reducimos nuestro circulo de prioridades a las meramente nuestras y de los que amamos. Siempre me ha entristecido pensar que yo también me volveré así en pocos años. Uno de mis propósitos más constante es central mis ener-gías en luchar contra esos males de la humanidad y no preocu-parme tanto por lo que el destino me tuviera reservado, pero me faltaba voluntad y fuerzas. Después me decía “lo mejor será esperar con optimismo; ya encontraré las respuestas a todos mis interrogantes, no debo obsesionarme, es preferible no recordar más el pasado y dejar correr el tiempo. Tal vez en el reparto de la felicidad me toque algún cachito aunque tarde en llegar; lo importante es que me llegue, aun creo estar a tiempo. Debo aguardar el futuro con ilusión y alegría. Vivir el presente, sentir que estoy viva y que por fin soy libre. Mi mayor defecto ha sido siempre mi pesimismo. Me he dejado llevar a menudo por la tristeza y el desaliento, jamás me enfrenté a nada cara a cara, siempre fui débil y lo di todo por perdido, renuncié a todas mis aspiraciones ante el convencimiento de que no ganaría”.

Aquella espléndida mañana, la campanilla del desperta-

dor como inevitablemente sucedía cada día, me devolvió a la realidad y ahuyentó mis pensamientos. Jamás he logrado que deje de asustarme ese chillido estridente; alargué la mano dere-cha intentando atrapar aquel detestable timbre al instante. No quería dejarlo sonar, mis hijas aún estaban durmiendo. Siempre era yo la primera en levantarme (algo por otro lado normal, co-mo solemos hacer la mayoría de las madres). Cada mañana, de manera inequívoca, sonaba a las siete y media para mi; salvo en las vacaciones y los días festivos me levantaba media hora antes que ellas y todavía continuo haciéndolo, el tiempo imprescindi-ble para prepararles el desayuno. Me incorporaba despacio, rela-

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jada, mientras alcanzaba la bata que reposaba en la banqueta colocada a los pies de mi cama. Al correr las cortinas aquel día pude ver un cielo claro, de un azul trasparente, brillante, sin una sola nube en el horizonte, todo estaba en calma, no se movía ni una sola hoja de los árboles que aparecieron ante mí, lo que hacía presagiar que el día que amanecía sería también de calor y, en aquella paz de la incipiente mañana, en mi jardín cantaba un ruiseñor, un ruiseñor que no hacía mucho tiempo que había apa-recido por allí. El primer día que escuché su canto supe rápida-mente a qué pájaro pertenecía; cuando era niña y vivía en el campo había muchos, luego desaparecieron, creí que se habían extinguido, por eso me alegré tanto cuando escuché su canto por primera vez en mi jardín.

Nos encontrábamos ya a mediados del mes de octubre y debido al calor parecía que aún fuera el mes de julio; “el verano ha sido demasiado caluroso”, recuerdo que pensé, “deseo fer-vientemente que comience de una vez por todas a hacer frío”. Las siete y media de la mañana y ya hace calor, todavía no se había producido el cambio de hora de cada año, aunque ya no faltaría mucho; me dije “ creo recordar que tiene lugar el último domingo del mes de octubre, y nos encontramos a día trece”.

Mis tres hijas acudirían a sus clases en la universidad. Después del puente del Pilar y aunque no coincidían sus hora-rios iban y volvían juntas; la mayor de ellas, Fernanda, ya tenía coche, coche que naturalmente compartía con sus hermanas; con frecuencia comentaba su deseo de que las pequeñas se sacasen el permiso de conducir lo antes posible; “no tardaran mucho tiempo en hacerlo, tal vez en vacaciones, el próximo verano”, le contestaba yo. Las dos pequeñas en febrero cumplirían los vein-te años, estudiaban ya tercero de medicina y hacía pocos días que habían dado comienzo las clases. Fernanda sin embargo se había decantado por económicas, los números siempre se le die-ron bien. Qué rápido había transcurrido el tiempo, “y pensar que cuando me quedé viuda estaba embarazada de ellas”. Al con-

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templarlas convertidas ya en mujeres daba por bien empleados los sacrificios que tuve que realizar sola, sin ayuda de nadie y con cuatro hijos más, el mayor de ellos sin haber cumplido aun los nueve años, para sacarlos adelante. ¿Pero logré sobrevivir? No sabía cómo, pero estaba claro que lo conseguí.

Infinidad de veces en aquellos últimos años me había preguntado de dónde saqué las fuerzas necesarias para no desfa-llecer. Sin un hombro en el que apoyarme, sin nadie a quién po-der recurrir, sola, siempre sola, apenas en mi padre pude delegar una parte de aquella pesada carga que había caído sobre mis espaldas sin previo aviso y a la que se fueron añadiendo nuevas obligaciones y problemas.

¿Cómo sobreviví en medio de esa gran adversidad, cuan-do a un problema se fue añadiendo otro y otro más y así sucesi-vamente? ¿Qué fuerza interior fue la que me empujó a vivir cuando me sentía muerta, sin ilusiones? Únicamente mis hijos me dieron el aliento necesario. Sin la menor duda fueron ellos los que me obligaron a continuar hacia adelante, el saber que dependían de mí, que me necesitaban; quizás eso fue lo que me animó a proseguir. Saqué fuerzas de mi debilidad y miré al futu-ro de frente, sin huir, como quien debe ir a una guerra que no ha pedido pero en la que se ha visto envuelto involuntariamente; negarse a colaborar es traición y se castiga severamente. Tam-bién me dio ánimos saber que desde ese día y en adelante sería la dueña de mi existencia; esa fue otra razón para continuar avanzando con todas mis fuerzas a pesar de mi inseguridad. Ser mi propia dueña, libre por fin. Comprendí que era mi deber y obligación cuidar de los míos; mis hijos fueron el motor para que mi corazón continuara latiendo, su amor hizo posible que no se parara, que incluso palpitara con más fuerzas que cuando él vivía.

Extrañamente la muerte de mi marido me devolvió la ilu-

sión pérdida y con ella recuperé mi dignidad como ser humano;

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cuando él estaba vivo me sentía muerta, fuera de la realidad, en otro plano, alejada de todos, vacía, viviendo entre sombras, mal-gastando mi existencia. Con su muerte algo en mi interior resu-citó. Por fin, mis años de cautividad acabaron, la puerta de mi jaula se abrió pero yo, tan acostumbrada al cautiverio, tenía miedo al exterior; me negué a volar como ese canario que no abandona su jaula aunque la puerta esté abierta por miedo a lo desconocido, a lo que había fuera de todo cuanto me era fami-liar.

Durante los diez largos e interminables años que duró mi infeliz matrimonio sólo abandoné aquella casa para ir a la iglesia y en contadas ocasiones para hacer alguna visita de cortesía y obligado cumplimiento. El universo entero me resultaba extraño, ignoraba todo lo que sucedía en el mundo; mi mundo se limitaba a aquellas cuatro paredes que soporté porque mis hijos también eran sus moradores. Esos hijos que contemplo con orgullo y satisfacción. Traté de suplir la falta de un padre dándoles cariño e infinidad de cuidados, les di una buena educación inculcándo-les valores sólidos, como el trabajo, la honradez, el respeto a los demás, la tolerancia y el derecho a la libertad por encima de todo, tal vez porque yo no la tuve; por eso ellos desde pequeños fueron libres para decidir según sus propios deseos, nunca les impuse los míos. Aún hoy las decisiones importantes las toma-mos entre todos.

A mi casa llegó la democracia a la vez que al país, y des-

de el día que el mayor de mis hijos pudo opinar se puso en prac-tica, hasta ahora nunca ha dejado de ser así. Aquellos niños hoy se han convertidos en hombres y mujeres fuertes y sanos tanto física como mentalmente y llevan la libertad y el respeto arrai-gado en sus vidas. Si nuevamente tuviera que elegir cómo edu-carlos lo volvería a hacer de la misma manera, los criaría sanos de mente y de espíritu, respetando las leyes y la libertades aje-nas, siempre les dije “no se puede ser libre si con tu decisión

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perjudicas a otros seres humanos”.“Hay una cosa que deberéis tener claro siempre en vuestras vidas, ningún ser humano es superior a otro ser humano, puede ser más alto, más guapo, más rico, más valiente, etc. Pero eso no equivale a tener más dere-chos o creerte superior”. Esos fueron siempre mis mensajes y quiero creer que llegaron hasta ellos con suficiente claridad, que los entendieron y que los pusieron en práctica en su quehacer diario.

Aquella luminosa mañana de otoño entré en la cocina pa-

ra preparar el desayuno, encendí el fuego y coloqué un cazo con leche; saqué de un armario la tostadora, puse el pan dentro y exprimí las naranjas. Apreté el interruptor de la cafetera para que se calentara mientras me decía “de vuelta a la rutina diaria, si tardan en bajar están niñas no tendré más remedio que subir a llamarlas”. Pero este pensamiento no se hizo realidad, no fue necesario, aparecieron una tras otra como si hubieran podido leer mi pensamiento.

- Buenos días mamá. - Buenos días hijas, ¿qué tal habéis dormido? Contestaron las tres a la vez, a coro, como si lo hubieran

ensayado. - Muy bien, y tú ¿qué tal? - Estupendamente –contesté- estupendamente, gracias. Fueron depositando un beso en mi frente cada una de

ellas, beso que una madre siempre devuelve con dulzura. Entonces pensé “desde que vivimos aquí se han ido ale-

jando los espíritus que me han perseguido tanto tiempo, poco a poco mis noches de insomnio y mis pesadillas han terminado felizmente; supongo que también gracias al psicólogo, sin su ayuda no lo hubiera superado. Por fin he conseguido ahuyentar todos mis fantasmas. He pasado de no dormir apenas durante tantos años a hacerlo como lo hago ahora de bien y, lo más sor-prendente, duermo toda la noche sin despertarme; únicamente lo

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hago para ir al cuarto de baño porque siempre he sido un poco meona, sino fuese por esto dormiría de un tirón”.

Desayunábamos las cuatro juntas, como cada mañana, entre pequeñas bromas y comentarios sin importancia envueltas en el aroma del café recién hecho y el olor del pan tostado. Era muy importante el desayuno para todas nosotras; algunos días ya no nos volvíamos a ver hasta la noche. Cuando finalizamos, las niñas, como me gustaba y aún me gusta llamarlas, (y creo que siempre las llamaré así) se ausentaron dejándome sola como de costumbre en la cocina para que yo la recogiera. Volví a oír el canto del ruiseñor en mi jardín.

Siempre me he sentido con la obligación moral de ser

útil y estar dispuesta por si los míos me necesitaban. Trataba de disfrutar de mis hijas y con ellas mientras pudiera, “cuando se casen las perderé un poco, como ha sucedido con mis tres hijos mayores, casados y viviendo en otras ciudades; sería estupendo que alguna de ellas se quedara a vivir aquí, a mi lado, de esa manera podría seguir sintiéndome útil para alguien, sólo así la tristeza no me invadirá de nuevo, no quiero volver a caer en la soledad que tanto me asusta y me entristece, con una vida des-perdiciada, sin ser indispensable y sin que nadie me necesite”. Una y otra vez, trataba de apartar de mi mente estos pensamien-to funestos y me dije “en fin, mejor será que piense en otra cosa, de lo contrarío se me estropeará el día”. Acostumbrada como estaba a vivir rodeada de hijos me gustaba disfrutar de su com-pañía; imaginaba con bastante frecuencia en cuanto las echaría de menos el día que me dejasen sola. Pero me consolaba pensa-do que era ley de vida, “se irán inexorablemente de mi lado un día u otro, más pronto o más tarde, pero se irán”.

Desde niña siempre he vivido en compañía de alguien, lo

cual no ha impedido que me sintiera sola, hija única, ninguna hermana con quién jugar, regañar, compartir secretos ni confi-

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dencias y en mi matrimonio una tremenda soledad impuesta, dolorosa; no tenía amigas, me apartaron por la fuerza de todo lo que fue mi vida antes de mi matrimonio; el hombre con el que me tocó vivir me hizo su prisionera, encerrándome en una cárcel de oro, rodeada de todo cuanto necesitara o pudiera desear pero sola; no me faltó ninguna cosa material, sólo la libertad, lo único que de verdad deseaba, lo más valioso que los seres humanos ansiamos poseer.

Al principio de nuestra vida en común, cuando aún no se

había desatado la guerra entre nosotros, a la más mínima insi-nuación mía hacía traer lo que fuera, aunque para ello hubiese que ir a buscarlo a la otra punta del mundo. Cualquier cosa que yo deseara se hacía realidad en el menor tiempo posible. Luego, con el paso del tiempo, sus detalles fueron a menos, pero yo nunca le pedí nada, no quería tener que estarle agradecida y sen-tirme obligada a darle las gracias o ser más amable con él de lo habitual. De por sí ya suponía un gran esfuerzo no exento de dolor y repulsión tener que agradarle sin deberle nada. ¡Dios! cómo llegué a odiarlo. No estaba dispuesta a sacrificios extras. Según fui madurando, poco a poco me fui enfrentando a él ¿Cómo conseguí soportar aquella vida durante diez años y no morirme de pena, tristeza, asco y soledad? Aún continuo pen-sando que fueron mis hijos los que me dieron las fuerzas sufi-cientes para seguir adelante sin desfallecer, qué otra cosa si no. No se cuántas veces, me dije, ya no puedo continuar, no aguanto más, ya no. Pero seguía allí y allí continúe hasta el final. Me faltó valor para abandonar todo cuanto conformaba mi vida, aún estando tan lejos de lo que yo consideraba la felicidad.

Ahora, después de tantos años, al mirar hacia atrás con la perspectiva que da la distancia en el tiempo, fríamente y sin aca-loramiento, me cuesta mucho comprender cómo pude sobrevivir a aquella vida sin volverme loca y escapar cuerda sin quedar marcada para siempre de manera irreparable. ¿Tal vez fue un

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milagro? Sí, eso debió de ser. Realmente en mí se produjo un milagro, qué otra cosa si no me hizo sobrevivir...

El día que por fin llegó mi liberación, con la muerte de

mi marido, (al que siempre consideré mi verdugo y carcelero) no pude evitar que una leve sonrisa se dibujara en mis labios, fue un décima de segundo, un instante de sentirme vencedora, pero se que sonreí al quedarme a solas con él, en nuestro dormitorio y contemplarlo allí sobre aquella cama en la que tantas veces me tomó por la fuerza para hacerme suya sin mi consentimiento, aun en contra de mi voluntad, aquella cama en la que nunca más volví ni siquiera a sentarme; aquella cama que mandé trasladar a un dormitorio de invitados era mí potro del suplicio. No lloré por él, mi corazón estaba lo suficientemente endurecido como para mostrar un comportamiento hipócrita, supe estar en mi sitio para cuantos tenían los ojos vueltos hacia mi; hice frente al acontecimiento serena y distante, sabiendo en todo momento el lugar que me correspondía ocupar, el puesto que en esos mo-mentos el destino tenía reservado para mí.

Aquella mañana, cuando mis hijas se fueron a la univer-

sidad, me quedé recogiendo la cocina, como de costumbre, mientras esperaba la llegada de la asistenta en la que delegué casi todas mis ocupaciones nada más verla aparecer por la puer-ta.

- Buenos días, señora. - Buenos días Ana, perdona que te deje tan pronto, hoy

tengo un día de lo más completo y ajetreado. Por aquella época había comenzado a asistir a yoga, iba

tres veces por semana, había descubierto con satisfacción que le hacía bien a mi espalda, padezco de escoliosis desde no se cuan-to tiempo; tampoco se cómo se produjo, creía que debió de ser durante alguno de mis embarazos, pero lo único real era que la sufría, lesión que me produce frecuentes y a menudo fuertes

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dolores de espalda. También debía pasar por la lavandería a re-coger ropa de verano para guardar y por último ir a la compra; después de cuatro días de fiesta, con las niñas en casa, la nevera era todo espacio libre. “Deprisa, deprisa, siempre voy corriendo de un lado para otro, pero es que me falta tiempo para hacer to-do lo que debo hacer”.

Con frecuencia pensaba que el día debería tener cuarenta y ocho horas en vez de veinticuatro. Pero aquella mañana, sin saber muy bien por qué, presentía que iba a tener un buen día. Esperaba tener tiempo suficiente para realizar todas mis tareas, mis hijas no terminaban las clases hasta las tres y por la tarde se quedaban en casa encerradas estudiando en la biblioteca, de la que únicamente salían para saquear la nevera o la despensa, era como si no estuvieran en casa. Las tardes se hacían largas e in-terminables en soledad, tardes que aprovechaba al máximo en las repetitivas tareas caseras, en leer y sobre todo en pensar.

Repetidamente, me sorprendían pensamientos lúgubres, pensaba muy a menudo en la muerte, casi estaba obsesionada con ella y sin ninguna razón aparente ya que no estaba enferma, al menos que yo lo supiese; tenía la impresión de que el tiempo que me quedaba por vivir era poco, que la mayor parte del que me ha sido asignado ya había transcurrido, sentía una vejez prematura acercándose hacía mí a pasos agigantados, mientras me decía “si no tuve juventud ¿por qué he de tener vejez? Tal vez fuera ese el motivo que me impulsa a ir siempre acelerada, tratando de forzar la marcha y recuperar los años no vividos, los que pasé como un vegetal en aquella casa de oscuras habitacio-nes, con ventanas cerradas y cortinas corridas.

¿Quien había vivido por mí los años que me robaron? ¿Con qué me recompensaría el destino para resarcirme de tanta infelicidad? ¿Cómo recuperar ese tiempo no vivido? Nada de cuanto pudiera hacer me devolverían los años perdidos. ¿Cómo luchar contra el ayer? El pasado estaba muerto sin remisión, sentía la necesidad imperiosa del olvido, ya todo era inútil, pero

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el futuro tal vez estuviera en mis manos, de ser así me propuse que lo aprovecharía al máximo. Intentar vivir con la mayor in-tensidad posible los próximos veinte años si tenía la menor oca-sión; después a los sesenta y siete, por pocos achaques que tu-viera ya sería toda una abuelita.

Según se iba acercando el aniversario de los veinte años

de la muerte de mi marido el pasado me atormentaba insisten-temente a la vez que el futuro me obsesionaba reiteradamente con una frecuencia inusitada. Pensaba mucho en aquellos acon-tecimientos que creía ya superados y un poco olvidados y conti-nuaba sin encontrar una explicación satisfactoria que calmara mi estado de ánimo, aquella ansiedad permanente que se había ins-talado en mi espíritu y que no me dejaba descansar ni encontrar la paz que tanto anhelaba.

Con paso raudo fui a darme un ducha mientras pensaba

que si me entretenía, por poco rato que fuera, llegaría tarde a yoga, siempre me distraía más de la cuenta haciendo cosas que podía encargar hacer, “no tengo remedio, la que nace tonta se muere del mismo modo, me creo imprescindible y pierdo el tiempo con tareas que son fácilmente delegables, casi siempre soy de las últimas en llegar y no me gusta distraer al grupo; no sé cuantas veces me habré propuesto a lo largo de mi vida ser más puntual, pero es inútil, todo se queda en la intención, una y otra vez vuelvo a hacer lo mismo cada día.

Cuando por fin conseguí abandonar mi casa para diri-

girme al gimnasio, como a unos quinientos metros, un poco an-tes de acceder a la carretera general noté que el coche se despla-za hacía el lado derecho a la vez que creí oír un ruido seco, me-tálico; daba la sensación de que un alambre se hubiera quedado enganchado en la parte delantera, iba muy despacio, aún no había empezado a coger velocidad, ¿qué podrá ser ese ruido? me

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pregunté, pisé el freno y puse el coche en punto muerto, mien-tras me apeaba para tratar de averiguar qué ocurría. Nada más bajar, rápidamente, me di cuenta de la avería, ¡mierda!, tenía una rueda pinchada, qué podía hacer, no sabía como cambiarla, ja-más me había visto obligada a hacerlo, cuando alguna vez se produjo un pinchazo, siempre fueron mis hijos los encargados de arreglarlo; “a los chicos las cosas de mecánica les suele gus-tar bastante más que a las mujeres”, pero claro, ahora no estaban en casa, ya no podía recurrir a ellos para que vinieran a buscar-me. ¿Qué puedo hacer? Me dije “con que un buen día, bocazas, eso es lo que soy, una bocazas”. No tenía la menor idea de qué hacer en aquellos momentos de cabreo, una vez más me sentí sola.

Con los brazos cruzados, me apoyé en el coche, esperan-do qué se yo, algo se me ocurriría, pero qué podría ser. Había avanzado un poco con el coche en punto muerto, hasta llegar a la parada del autobús, los coches pasaban veloces, yo los miraba pasar mientras esperaba, pero ninguno se fijó en mi. Por un momento me creí invisible, parecía que nadie estaba dispuesta a ayudarme, pero una vez más me equivocaba, me dije para mis adentros, “mal pensada”; apenas habían transcurrido diez minu-tos, que me parecieron una eternidad, cuando un coche se detu-vo delante del mío y de él descendió un hombre, como de unos cincuenta años, alto, moreno, con los ojos azules y un poco cal-vo, con una gran sonrisa dibujada en sus labios, unos labios car-nosos y apetitosos, “no me importaría darle un beso, -pensé- tiene una boca preciosa”. Se dirigió a mi encuentro como si me conociera de toda la vida, con paso firme y sonriendo.

- Buenos días, puedo ayudarla. - Si es usted tan amable, he pinchado una rueda y no ten-

go la más ligera idea de cómo cambiarla, creo que tendré que llamar a un mecánico, si me acerca por favor a una cabina de teléfono llamaré para que vengan a cambiármela.

- No será necesario, abra el maletero, espero que lleve la

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rueda de repuesto dentro. En ese momento no supe que contestar, supuse que esta-

ría en el lugar esperado, si venía cuando compré el coche debe-ría estar allí, yo jamás la había sacado, es más, ni tan siquiera la había visto.

- Espero que así sea, nunca la he sacado, no ha sido ne-cesario usarla, con este coche es la primera vez que tengo un pinchazo.

Gracias a Dios la rueda estaba en el lugar que la corres-pondía; el amable y caballeroso desconocido la sacó y la deposi-tó en el suelo, luego se dirigió a su coche, cogió del maletero una caja de herramientas y sin decirme nada más se puso manos a la obra.

Cuando terminó se limpió cuidadosamente con unos pa-ñuelos de papel y acto seguido me tendió su mano derecha para presentarse.

- Ernesto Verdú, para servirla. - Muchas gracias, por su ayuda, no sé qué habría hecho

sin ella; Teresa, me llamo Teresa, una vez más gracias y mucho gusto.

- Teresa, encantado de conocerla. Me invitó a tomar un café un poco más adelante, en la

cafetería de una gasolinera. Me sentí obligada a aceptar, total ya no llegaría a yoga ni de broma, necesitaría un helicóptero por lo menos y era evidente que no lo tenía.

Ocupamos una mesa cerca de una ventana y pedimos dos cafés y al instante nos encontramos tuteándonos como si nos conociéramos de toda la vida; ninguno de los dos hizo el menor comentario cuando nos dimos cuenta de ello. Simplemente reí-mos de buena gana, como dos amigos que acaban de compartir una confidencia.

Pero aquel simple café se alargó bastante más de lo espe-rado. Al principio hablamos de cosas sin importancia, pero lue-go comenzó a abrirme un poco su corazón, tenía cincuenta y dos

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años, se encontraba divorciado y tenía dos hijas de treinta y veintiocho años respectivamente que, por supuesto, no vivían con él sino con su madre; era economista y trabajaba en un ban-co, se encontraba de vacaciones. Regresó la noche anterior de viaje y aquel día y los próximos, hasta el lunes que se incorpo-raba al trabajo otra vez, los dedicaría a hacer cosas pendientes, asuntos que requerían tiempo, un tiempo que cuando se trabaja muchas horas cada día es imposible encontrar. Me sorprendieron sus palabras cuando le hice saber que sintiéndolo mucho tenía que marchar.

- Me gustaría volver a verte, si a ti te parece bien. Po-dríamos salir a tomar una copa, al cine o simplemente de paseo. Perdón, quizás exista alguna persona que lo impida.

- Soy viuda, si es a eso a lo que te refieres. ¿Y por qué no? puedes llamarme para quedar si te apetece.

Me pidió un teléfono donde localizarme y, sin saber muy bien cómo, me encontré dándoselo. Ya de vuelta en casa me reproché habérselo dado, “si seré boba, dando mi numero de teléfono al primer desconocido que se ha cruzado en mi camino como si fuera una adolescente”, pero algo en mi interior, el su-surro de una voz desconocida, tal vez inventada, imaginada, me decía que había hecho bien; no debería seguir pensando que to-dos los hombres eran como había sido mi marido. Me negaba a admitir que todos fueran como él. De ser así no existiría eso que llamamos amor, cómo enamorarse de alguien en quien no se creé. Dicen que el amor es algo sublime, en consecuencia la persona de la que te enamores debe ser para ti la más fabulosa de todas cuantas hayas conocido. Nos despedimos con un “hasta la vista”, Ernesto besó mi mano, con un leve roce de sus labios, me acompañó hasta mi coche y mantuvo la puerta abierta para que yo entrara; cuando puse el coche en marcha la cerró, me dijo adiós con su mano por última vez y continuó en el mismo sitio mirándome: Mientras me alejaba veía su silueta inmóvil, convertida casi en una estatua, hasta que le perdí de vista a través del retrovisor de mi coche.

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del retrovisor de mi coche. Mientras conducía de vuelta a casa esa mañana, perdida

en parte por el pinchazo de la rueda del coche, recordé a Elvira, la tenía constantemente en mi pensamiento, me enseñó tantas cosas, que me era muy difícil tomar alguna decisión en mi vida sin tener en cuenta sus consejos. Los años que duró nuestra amistad pasé más tiempo en su compañía que con mis padres, estuve más unida a ella que a nadie en el mundo. En alguna oca-sión llegué a pensar que me hubiera gustado mucho que ella hubiera sido mi madre, pero casi al instante me reprochaba mi actitud, yo tenía una madre estupenda, por qué motivo iba a de-sear tener otra en su puesto; rápidamente me sentía culpable por aquellos pensamientos, además solo era doce años mayor que yo.

- Haz en la vida únicamente lo que tú quieras y cuando libremente lo decidas, no lo hagas nunca por que te lo digan los demás, debes tomar tus propias decisiones, libre y responsable-mente, sin tener en cuenta lo que puedan decir de ti. Tu vida sólo a ti te pertenece, a nadie más, debes tener eso siempre en cuenta. No permitas a nadie juzgar tus actos en la tierra, que opiniones ajenas no te condicionen a la hora de tomar decisiones que sólo atañan a tu vida.

Cuántas veces a lo largo de aquellos años había escucha-do de sus labios esas y otras frases semejantes siempre intentan-do inculcarme responsabilidad; cada vez que dudaba en tomar una decisión ella me obligaba a decidir. Por primera vez en mi vida escucharía sus consejos y los pondría en practica, tomaría mis propias decisiones sin mirar a mi alrededor desde ese mo-mento y en adelante me propuse vivir un poco más pensando en mí y menos en los demás, estaba convencida de habérmelo ga-nado.

Cuando mis hijas llegaron a comer me sentía contenta,

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pero al principio no hice el menor comentario sobre el suceso acaecido esa mañana; eran ya las tres y media y, como siempre, ellas fueron el centro de las conversaciones, sus cosas eran bas-tante más importantes que las mías, total qué podría contar una madre que llevaba una vida tan aburrida y monótona, cada día igual al anterior como una gota de agua a otra gota. La hora de comer la aprovechábamos para comentar cómo había transcurri-do la mañana y principalmente se hablaba de sus clases, de la facultad, en fin cosas relacionadas con sus estudios; cuando en-tre risas y bromas les comuniqué mi conquista las tres me mira-ron como si acabaran de oír la voz de un fantasma.

- Cuenta - Cuenta - Cuenta Parecía que se habían puesto de acuerdo para gritar su

pregunta al unísono, se oyó como si de una sola voz se tratara. Volvieron sus ojos hacía mí entre extrañadas y sorprendidas pero con la curiosidad reflejada en sus caras.

- No sé porqué ponéis esa cara, ¿tan vieja me creéis para ligar, a que sí? ¿es eso verdad? pero hay muchas personas más viejas que yo que se casan y si no mirar a los jubilados, cuántas veces salen en la televisión bodas celebradas entre abueletes que se han conocido jugando al mus o a la canasta mientras compar-tían sus últimos días en una residencia de ancianos. Además, solo es un ligue pasajero, de un día, no tenéis de qué preocupa-ros, a lo mejor no vuelvo a verle nunca más, pero hoy me siento rejuvenecida, con la moral alta y contenta. Es importante para una mujer de mi edad pensar que aún puede gustar. Que todavía existe algún loco maravilloso que me considera atractiva e inte-resante.

- Pues claro que sí mamá, estás guapísima. - Gracias hija, tu siempre me das ánimos, Rosita. Después del café me quedé nuevamente sola en la cocina

recogiendo y organizando la cena y volví a oír al ruiseñor can-

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tando en mi jardín; estaba convencida de que habían anidado en los pinos, al lado de la cocina, desde ese lugar de la casa sus cantos llegaban a mis oídos con mayor claridad; en varias oca-siones seguí con la mirada su vuelo entre las ramas intentando localizar el nido, pero mis ojos no llegaron a descubrir el lugar elegido para formar su hogar. Mis hijas desaparecieron rápida-mente nada más terminar la comida, de forma semejante a las cucarachas cuando se enciende una luz, cada una de ella a sus cosas y yo me quedo nuevamente sola. Siempre sola, esa era la palabra más veces repetida en mi vida un día tras otro, soledad, una amiga inseparable que me acompañaba persistentemente. A medida que iba cumpliendo más años más sola me sentía y más anhelaba compañía, pero no una compañía de sexo, ni tan si-quiera me atrevía a pedir amor, solo tener a mi lado alguien con quién compartir mis preocupaciones, alguien que pensara en mí allí donde se encontrase, aunque fuera a cientos de kilómetros de distancia, un hombro en el que apoyarme, alguien con quién poder compartir inquietudes, problemas y necesidades. En pocas palabras, alguien con quien poder hablar de mis sueños y de mis anhelos. Mi única compañía durante tantos años había sido sólo y exclusivamente la almohada. Así empezaba la verdadera y más cruel de mis soledades, cuando por las noches cerraba la puerta de la habitación; tal vez ese fue el motivo por el cual el sueño se negaba a venir hasta mí durante tantos años. ¿Cuántas noches pasé llorando sin poder dormir? Porque mi soledad no la elegí yo, si así hubiera sido no me quejaría, mis labios se encon-trarían cerrados. Comprendo que existan personas que desean vivir solas de la misma manera que también respeto a aquellas que deciden no tener hijos o que toman cualquier otra decisión libremente. Pero en mi caso no fue así, a mi no me dejaron deci-dir, ni tampoco elegir, ese es mi gran trauma, mi tremenda frus-tración, que mi soledad fue impuesta, que no me dieran opcio-nes, esa es mi eterna protesta. Yo, una persona extrovertida a la que le siempre me había gustado tener amigos, la capitana de mi

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pandilla, aprendí a vivir sin ellos. La soledad era el peor de los castigos que yo podía recibir. ¿Por qué me tocó a mi sufrirla? ¿Qué cuerdas invisibles hacen que nuestro destino sea de una manera y no de otra? ¿Cual es la vara con la que medir aquello que merece recibir cada uno? ¿Cómo se elige cuánto de bueno y cuánto de malo debemos vivir cada uno de nosotros? ¿Cuantas respuestas a mis preguntas continuarán sin llegar hasta mi? Mal-humorada intentaba dejar de pensar, mi cabeza se negaba a aceptar tantos y tantos interrogantes. Cansada cerraba mis ojos y trataba de no pensar en nada, solo tener la mente en blanco; mientras me decía una y otra vez, relájate, relájate, no pienses tanto y relájate, relájate...

- Señora, preguntan por usted. Otra mañana de octubre la voz de Ana me sobresaltó, no

había oído sonar el teléfono. Ni siquiera pregunté quién era, da-ba por hecho que sería alguna de mis hijas, por eso me sorprendí al escuchar una voz ronca, varonil y desconocida.

- Buenos días, Teresa te acuerdas de mí, soy Ernesto. Me costó recordar quién era Ernesto, el nombre me era

familiar, pero en ese momento no sabía a quién pertenecía, no lograba ubicarle en mi mente; contesté con un leve titubeo, espe-rando que no se notase mucho.

- Sí, sí naturalmente, buenos días, Ernesto. -¿Que tal estás? Me gustaría que nos viéramos, si es po-

sible y a ti no te parece mal. No sabía que decir, era como si la voz hubiera huido de

mi garganta buscando un lugar para refugiarse o se negara a salir por lo inesperado de la proposición, al final logré sobreponerme.

- Depende de cuándo quieras que nos veamos, a lo mejor sí puedo.

-¿Te parece bien que quedemos esta tarde en la cafetería del otro día, para tomar café? ¿a las cinco, está bien? He supues-to que como hoy es viernes podrías salir con más facilidad que

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un día normal. Si te apetece decidiremos qué más podemos hacer después.

- Espera un momento por favor que piense, sí tengo algo que hacer esta tarde.

Tapé con mi mano el teléfono y respiré profundamente, no tenía nada que hacer, pero no quería dar la impresión de de-sear esa cita, tampoco era mi intención ponérselo demasiado difícil.

- Está bien, tenía que ir de compras, pero lo dejaré para el lunes, nada que no pueda esperar.

- Hasta la tarde entonces, te estaré esperando; que tengas un buen día.

- Gracias, tu también, hasta la tarde. - Adiós. Durante un rato permanecí de pié, con el auricular entre

mis manos, como una sonámbula; era él, no podía creer que me hubiese llamado, solo habían pasado dos días desde que nos conocimos, no esperaba tener noticias suyas tan pronto. Esto no me podía estar pasando a mí, después de todo tal vez era posible que los sueños se hicieran realidad, siempre había creído que casi nunca se cumplían, pero quizás y por una vez, se cumplie-ran los míos. “Sería estupendo, pero no puedo tener tanta suerte, no, yo no”.

Decidí no contarles nada a mis hijas, dejaría pasar algún tiempo y ver como se desenvolvían las cosas.

Cuando llegué a las cinco y diez minutos me estaba espe-

rando. Nada más verme entrar se levantó de la silla que ocupaba y vino a mi encuentro tendiéndome su mano. Nos sentamos en la mesa que él ocupaba al lado de una ventana.

- Qué te apetece tomar. - Un cortado, por favor. Alzó su mano para llamar al camarero y, mientras espe-

rábamos, comenzó a hablar. Se notaba que le gustaba hacerlo y

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tenía facilidad de palabra, ya me había dado cuenta el día que le conocí.

- Teresa, no sé como darte las gracias por haber aceptado mi invitación, antes de empezar a hablar quiero decirte que tú me gustas y mucho, por eso quiero que sepas sobre mi vida, que me conozcas, deseo y espero que seamos ante todo y por encima de todo buenos amigos y que nuestra posible amistad se base en la verdad y en la confianza. No me gustaría que te formaras una idea equivocada de mí, sólo busco amistad y compañía, a mi edad ya se puede empezar a prescindir del sexo por el sexo, también nosotros los hombres buscamos a veces otras cosas. No soy ningún ligón, ni nada parecido, hace bastante tiempo que no tengo una aventura; en cuanto a relaciones estables, ya ni me acuerdo, hace muchos años que terminó la última. En estos mo-mentos lo que más me importa es ser tu amigo, antes que cual-quier otra cosa. Para ello creo que debo contarte parte de mi vida, si no te importa para que me vayas conociendo.

No le di mi conformidad para que hablara. En el fondo no estaba interesada en saber interioridades de la vida de una persona a la que acababa de conocer, pero tampoco podía decir-le: “no me interesa”, así es que le dejé hablar. Tuve la sensación que estaba deseándolo, suele pasar mucho en las personas que viven solas, cualquier pretexto es el indicado para entablar con-versación con cualquiera que se ponga a tu alcance.

- Cuando me casé aún no había cumplido los veintidós años, me faltaba un mes. Mi novia estaba embarazada de tres meses, por eso nos casamos tan jóvenes. Ella apenas tenía die-ciocho pero su madre se empeñó en casarnos a pesar de que solo llevábamos saliendo ocho meses. De ninguna de las maneras iba a consentir que su hija fuera madre soltera, ni oír hablar de ello siquiera. Su padre era director de una sucursal bancaria y por mediación suya entré a trabajar en el mismo banco; allí un eco-nomista con la carrera a punto de terminar tenía futuro. Pero, como ocurre con frecuencia, el último en llegar es el primero en

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partir; me destinaron a otra ciudad, aunque bastante cerca. Nun-ca sabré si hubiera sido mejor marcharnos mas lejos, a la otra punta del país, donde su querida madre no hubiera podido acce-der a nuestra casa con tanta facilidad, y con aquel traslado llega-ron las desavenencias y los problemas. Mi mujer, hija única, mimada hasta la saciedad, no sabía hacer nada lejos de su ma-maíta, sin amigos, nadie con quién poder relacionarse para con-tar sus cosas; se pasaba el día hablando por teléfono con sus padres, para ser exacto con su mamá, era raro el día que al vol-ver del trabajo no la encontraba llorando. Con la llegada de nuestra primera hija las cosas empeoraron, no tenía la menor idea de como cuidarla, por lo que no quedó más remedio que recurrir a su madre en busca de ayuda. Aquello fue lo peor que pudimos haber hecho. Cuando no era ella la que se marchaba, era su madre la que se instalaba en nuestra casa, la convivencia se hizo bastante difícil y se volvió insoportable cuando supo que se encontraba nuevamente embarazada. En dos años de casados, dos hijas, “eso no se podía repetir de ninguna de las maneras”. Mi suegra cogió a su hija y a las mías y se las llevó a su casa, se instalaron allí definitivamente. Yo iba a verlas todos los viernes y me volvía los domingos por la noche o los lunes por la maña-na; así pasó otro año, pero no más; el cuarto aniversario de bo-das no lo celebramos, cuando llegó ya habíamos decidido sepa-rarnos. Como ves poco duró mi matrimonio, después tuve otra relación pero esa es otra historia que te contaré en otro momen-to. No se puede decir que mi vida sea muy interesante, pero nunca he perdido la esperanza de poder rehacerla alguna vez; quizás algún día encuentre a la mujer que he forjado en mis sue-ños. Muchas veces me digo por qué no puede ser así, otros lo han conseguido, por qué yo no. Y aquí me tienes, a mis años, aún esperando.

Lo que en un principio supuse un rollo, fue despertando

mi curiosidad y atrayendo toda mi atención según hablaba; me

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di cuenta que en una relación de pareja las dos partes pueden sufrir por igual; yo, llevada por mi experiencia, había pensado que siempre son los hombres los malos de la película, los que hacen sufrir y nosotras las mujeres las sufridoras, pero escu-chando a Ernesto comprendí que ellos también sufren, en toda relación que fracasa hay dos partes perdedoras. Un sentimiento compasivo se apoderó de mí, desde ese momento le contemplé con otros ojos, quizás con simpatía. Y continuó hablando.

- Teresa, tambien me gustaría mucho que hablaras de ti; como ya te he dicho, quisiera ser tu amigo. Desde el primer momento tuve la sensación de conocerte, fue como ver de nuevo a una persona inesperadamente tras mucho tiempo, pero sé posi-tivamente que nunca antes te habías cruzado en mi vida. Me encuentro muy bien a tu lado, en estos dos días desde que nos conocimos, he pensado muchas veces en ti. Quiero darte las gra-cias una vez más por haber aceptado mi invitación para esta cita, gracias una y mil veces.

Contrariamente a lo que suele suceder en personas que

viven sin compañía como él, o que se sienten solas como yo, me resistía a hablar de mí, jamás había sido propensa a ello, incluso cuando acudía al psicólogo tenía problemas para manifestar mis sentimientos. El psicólogo siempre me decía, “si no me cuentas lo que te ocurre, no podré ayudarte” y me supuso un gran es-fuerzo sacar a la luz mis fantasmas, mis miedos, mis temores, hablar en voz alta, escucharme; exteriorizar todo lo que había guardado en mi interior durante tantos años me resultó toda una proeza, pero al final comprendí que hablar me hacía bien. Me costó bastante tiempo adquirir ese habito ya que no confiaba en nadie. No acostumbraba a hablar de mis asuntos a desconocidos pero Ernesto me inspiraba confianza. Y me decía, “cómo contar-le mi vida a nadie, si sólo recordar el pasado aún me hace daño”. A pesar del tiempo transcurrido no había logrado apartarlo to-talmente de mí. No me resultaba fácil referirme al pasado. Sin

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estar totalmente convencida me encontré de pronto desgranando ante él parte de mi vida.

Mi matrimonio no fue bien, es más, fue muy mal, peor

imposible, una relación de lo más nefasta. Mi marido murió el mismo día en que lo hacía Franco, el veinte de Noviembre de mil novecientos setenta y cinco, (nunca olvidaré esa fecha en toda mi vida, por más años que transcurran, hubo un antes y un después de ese día, solo entonces comencé a vivir en libertad), han pasado ya veinte años de esa liberación y de la liberación, aunque en otro sentido, de miles de españoles que como yo y por otras causas se encontraban privados de libertad. No sólo se está preso entre rejas, la libertad con mayúsculas ciertamente la da el poder vivir sin cortapisa y sin limites, decidir qué leer, a dónde ir, qué hacer o qué no hacer, sin prohibiciones más allá de las que imponga tu conciencia y las leyes, unas leyes justas e iguales para todos, no sólo para el beneficio de unos pocos. Po-der decidir qué hacer con tu vida. Había un gran parecido en la forma de gobierno en España en aquellos años y la manera como mi marido dirigía sus fincas, su casa y sobre todo en la forma en que imponía su voluntad por encima de las demás, y por supues-to sobre la mía. Pertenecía a la clase dominante, a los pocos pri-vilegiados que decidían sobre la vida de otros, esos otros a los que nos les quedaba más remedio que obedecer, aún sabiendo la mayoría de las veces que era injusto, ilegal y en algunos casos inmoral. Pero para los que como para mí no había escapatoria, teníamos que obedecer para sobrevivir de la manera más digna.

En nuestras mentes por encima de cualquier otra, sobre-salía una palabra “obedecer” en silencio y sin rechistar; esa pa-labra se había grabado en nosotros con la fuerza de un hierro candente, la marca dejada nunca se borraría, el opinar de manera contraria a lo instituido estaba prohibido y además era peligroso. Por entonces se vivía en una total oscuridad respecto a todo lo exterior; fuera de nuestras fronteras casi todo era maldad, sólo

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nuestros valores lograrían imponerse a la podredumbre de los extranjeros y por encima de todos los que no opinaban como nosotros. Durante unos años el espíritu que se pretendió imbuir a este país nuestro fue, casi como el del nazismo, el de que éramos superiores. Eso mismo sucedió conmigo en el ámbito familiar, únicamente las ideas de mi marido contaban, tenían que ser obe-decidas y acatadas por todos y cada uno de los que le pertene-cíamos. Aunque no estuviéramos de acuerdo con él nadie se atrevió nunca, en todo el tiempo que pasé a su lado, a decirle ni una sola vez que estaba equivocado, que las cosas no eran como el decía y, ni siquiera mi padre, que era su mejor amigo, le hizo frente aún estando convencido de la injusticia que estaba come-tiendo con mi persona. A menudo le odié también por no ser capaz de defenderme; siendo yo como era carne de su carne y sangre de su sangre jamás se le enfrentó. Algo más fuerte que yo se lo impedía, mi padre contemplaba mi vida como un especta-dor más, sin pasión y sin frialdad, sin dolor y sin alegría, sin interés y con indiferencia. Aún por encima de mi sufrimiento se imponía el silencio y obediencia. Tuvieron que pasar muchos años hasta que logré saber qué fue lo que hizo posible aquella conducta en mis padres; después les comprendí y tambien les perdoné. Pero el dolor por el pasado no he podido olvidarlo; hoy ya no guardo ningún rencor para con mis padres y sé lo mucho que ellos también sufrieron.

La muerte de mí marido me hizo experimentar una sen-sación de liberación y por primera vez respiré sin tener que pedir permiso a nadie, por fin era libre. Y esa libertad me supo mejor por ser inesperada y repentina. También por llegar mucho antes de lo que yo alguna vez me atreví a imaginar. La verdad es que nunca pensé que me quedaría viuda tan joven, pero mejor así. Mi nuevo estado lo consideré un buen regalo, el mejor de los recibidos jamás. Tal vez no debería hablar con tanta crueldad del hombre que fue mi marido y el padre de mis hijos y sobre todo estando como está muerto pero, sucedieron tantas cosas malas

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entre nosotros casi desde el principio que todos son pésimos recuerdos.

Con el paso de los años aprendí a evitar hacer algo que pudiera disgustarle, a no darle motivos para ser más violento de lo habitual. Me volví sumisa y obediente, jamás discutí una or-den que él diera, trataba de antemano de adivinar el menor de sus deseos, sus pensamientos, antes de que las palabras salieran de sus labios. Pero esa obediencia y sumisión física me fue vol-viendo rebelde interiormente. Me hice vengativa y mezquina para con él.

Sólo tenía veintiocho años cuando enviudé, después de

diez largos e interminables años de mal vivir con ocho embara-zos a mis espaldas, sin ser yo, sin ser nada. Nunca fui consulta-da, mis opiniones jamás contaron ni siquiera tuve la menor opor-tunidad de dar alguna, no fui requerida para ello; tu sabes que en aquella época las mujeres éramos poco más que simples ador-nos, objetos de decoración, lujo, placer y obediencia. En los años sesenta en una capital de provincia, en donde no existía el turismo, ni casi llegaban noticias, donde todos sus habitante se conocían aún existían claramente diferenciadas las clases socia-les; resultaba por tanto bastante difícil casarse con una persona escogida libremente y por amor, la mitad de los matrimonios eran arreglados bien por los padres o por casamenteras en la mayoría de los casos buscando la unión de unas fincas más o menos grandes; los intereses económicos eran lo que mandaban, los jóvenes no teníamos tantas posibilidades para relacionarnos como tienen en la actualidad. Hoy nuestras hijas no pasarán por lo que tuvimos que pasar sus madres, ellas podrán elegir libre-mente con quién quieren compartir sus vidas y a nosotros no nos quedará más remedio que aceptar, nos guste o no. Solo los “gua-teques” (aunque debo decirte que yo jamás asistí a ninguno) eran lugares de encuentros para los jóvenes en aquellos días. Las discotecas como las conocemos en la actualidad apenas si existí-

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an en las medianas ciudades. - Bueno Teresa, no solo en las grandes capitales como

Madrid o Barcelona, aquí también había guateques, pero he de confesarte que yo tampoco asistí a muchos; los estudios primero y la novia después me lo impidieron, pero a alguno sí que fui antes de conocerla, no eran gran cosa no creas.

Mi padre me casó sin mi consentimiento con un hombre treinta años mayor que yo, amigo suyo desde la infancia, al que él consideraba casi un hermano. Fui obligada a ello, mi opinión no importó a nadie, quién era yo para pretender opinar, cómo me atreví siquiera a sugerirlo.

- Padre, yo no quiero casarme con Don Jacinto, me da miedo, no le quiero y además es un viejo. Aunque es amigo su-yo y estuvo con usted en la guerra por qué debo casarme yo con él, no le debemos nada, nos paga porque trabajamos para él, pero bien nos ganamos el sueldo que nos da.

Me miró y muy serio se limitó a decir. - Debes hacerlo porque yo que soy tu padre te lo ordeno

y además creo que es lo mejor para ti, el amor vendrá con el tiempo, no todo el mundo se casa enamorado y, además, ¿qué es el amor? ¿tú qué sabes? Lo que yo creo es que Elvira te llenó la cabeza de pájaros educándote como a una señorita de su alcur-nia, sin darse cuenta que tú no eras de su clase. Yo no soy el veterinario del pueblo, ni tú su hija. De todos modos no hay más que hablar del asunto, te casarás con Don Jacinto cuando él quiera, le he dado mi palabra y yo soy hombre de una sola pala-bra. Es más, estoy seguro que algún día me lo agradecerás.

- Pero ciertamente se equivocaba, jamás tuve un solo motivo por el que hacerlo.

Mi madre fue la única en consolarme cuando estábamos a solas; nunca en presencia de mi padre. Ella jamás le levantó la voz, ni se atrevió a llevarle la contraria; lo que mi padre insinua-ba era ley para mi madre, siempre obediente y sumisa sin rechis-tar, dispuesta en todo momento a acatar cualquier deseo que

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saliera de sus labios. Acariciaba mi cabeza una y otra vez pa-sando su mano sobre mi pelo de arriba a abajo a la vez que murmuraba con su acento de extranjera, pobre hija mía, pobre hija mía...

Aquella noche lloré con desesperación, rabia, e impoten-cia, lloré y lloré hasta que mis ojos no pudieron soportar el peso de unos párpados hinchados y doloridos. Me quedé dormida sin darme cuenta y soñé; tuve un sueño horrible, en blanco y negro, fue como una premonición. Un sueño en el que estaba yo sola, nadie más, un sueño que me acompañaría durante muchos años repitiéndose una y otra vez.

Muchas veces pensé que mi matrimonio más que concer-tado fue una venta (durante muchos años estuve plenamente convencida de ello); a raíz de mi boda las vidas de mis padres cambiaron, para mejor por supuesto. Una casa más grande y confortable y mejor sueldo, fueron algunos de los cambios más rápidos que se produjeron para ellos. Jamás supe, por aquel en-tonces, qué empujo a mi padre a entregarme a aquel hombre por muy amigo suyo que fuera, sabiendo que yo no le quería enton-ces y no le querría en el futuro; siempre había creído que mi padre me adoraba, por lo tanto me costaba mucho comprender qué le empujaba a tomar aquella decisión que me haría tan des-graciada. El hombre con el que me obligaban a casarme sólo me inspiraba respeto y temor; después, con el paso del tiempo, el abanico de sentimientos se amplió de forma considerable, llegué a odiarlo como jamás pensé que se pudiera odiar a ningún ser humano, le temí y le aborrecí, su sola presencia me transforma-ba en otra persona, hizo que se rebajase a límites insospechados mi dignidad y auto estima, no ya como mujer, sino como ser humano; por ello le odié tanto. Anuló mi personalidad, rebaján-dome al escalón más bajo de insatisfacción que ninguna persona puede llegar a sentir. Perdí toda sensibilidad con el entorno, lo único que me empujó a seguir viva fueron mis hijos. Concebidos casi a la fuerza todos ellos con embarazos no deseados al princi-

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pio, después, según fue pasando el tiempo hasta los deseé; de esta forma no tenía que acostarme con él. Durante el tiempo de gestación, me respetaba. Por encima del placer corporal que pudiera sentir quería tener descendencia (un hombre que no tu-viera hijos no era un hombre de verdad), por eso se casó conmi-go para que le diera hijos sanos y fuertes, los hijos que no había tenido en sus anteriores matrimonios. Pobre Elvira, debió de sufrir mucho más que yo, a todo lo vivido por mí ella hubo de sumar sus reproches por no darle los hijos que deseaba, los tan ansiados herederos y continuadores de su apellido, un apellido con solera y de rango, con un título nobiliario entre sus antepa-sados que heredó el hermano mayor de su padre. Este apellido debería continuar en sus descendiente y en los hijos de éstos, no se podía permitir de ninguna de las maneras su desaparición.

El dolor se hacía patente en mí cada vez con más fuerza cuando recuerdo por lo que me vi obligada a pasar, ni el tiempo ni la distancia que éste genera había logrado atenuarlo.

- Escuchando tus palabras yo también empiezo a creer Teresa que no todas las mujeres sois iguales, trato de imaginar-me tu sufrimiento y me lleno de dolor por ti, pobre Teresa.

Cuanto más pienso en el pasado menos comprendo, por qué no hice algo, por qué no huí y abandoné aquella casa. Pero ¿Adonde ir, qué hacer, cómo sobrevivir? Además estaba con-vencida de que allí donde fuera me encontraría y aún sería mu-cho peor la vuelta a la convivencia en su compañía. Después, con el nacimiento de mi primer hijo, deseché la idea de mi cabe-za y continué resignada; luego, uno tras otro fueron naciendo los demás y sólo con su muerte acabaron mis embarazos.

Hasta que nació mi primer hijo pasaba la mayor parte del

tiempo sentada en mi mecedora detrás de las cortinas casi siem-pre echadas; no me apetecía contemplar el mundo a través de una ventana que me recordaba la prohibición de salir fuera para vivir, sentía que me ahogaba, me faltaba el aire, no podía respi-

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rar, sobreviví a través de mi otra realidad, la que yo forjé en mi mente. Superé mi encierro gracias a mi imaginación, creando fantasías maravillosas que me hacían olvidar por un rato la dura realidad cotidiana, me veía pájaro volando tan alto que nada ni nadie podía alcanzarme, campos verdes, otros pájaros, claras aguas de un río donde bañarme, nidos que fabricar y cantos que compartir acompañada de otros pájaros en libertad. Libre, era libre en mi espíritu y esa libertad nadie en el mundo me la podía arrebatar, eran momentos mágicos que me hacían olvidar por completo la realidad.

A veces, con los ojos cerrados, esperaba aquel rayito de sol que tímidamente entraba por las ventanas en los días claros buscándome para corretear por mi cara, unas veces lento, otras veces más rápido, según mi estado de ánimo. Cuando desapare-cía, y después de seguirle por toda la habitación, la tristeza vol-vía a ser mi compañera inseparable; perdí la costumbre de sonreír, cada día mi vida se iba haciendo más parecida a la vivida por Elvira, la historia se repetía. En mis sueños no tenían cabida los limites ni las prohibiciones, me veía en otro país e incluso en otro continente, otra vida, otras gentes. Mis sueños eran lo único real para mí, sólo ellos me ayudaron a sobrevivir. Cada día mi vida era diferente, pero al caer la noche, cuando el ruido del motor de su Ford llegaba a mis oídos, terminaban mis fantasías hasta el día siguiente cuando nuevamente me quedaba sola, lejos de su olor y sobre todo de su presencia. De nuevo volvía a soñar, esta vez en los libros que tanto me gustaba leer, siempre de aventuras, leía mucho. Elvira me inculcó el amor a la lectura y a la música. Recuerdo con cariño y nostalgia aquellas lecturas de entonces. Unas veces eran Los viajes de Gulliver, otras Viaje al Centro de la Tierra o Las aventuras de Robinson Crusohe; en muchos de esos libros yo me sentía la protagonista, corriendo en libertad por limpias playas de finas arenas, rodeada de altas palmeras y árboles tropicales de hermosas flores nunca antes contempladas sintiéndome inmensamente feliz. En otras ocasiones escuchaba música en el viejo tocadiscos heredado que

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nes escuchaba música en el viejo tocadiscos heredado que en otra época perteneció también a Elvira; todo lo que fue suyo lo heredé yo, nuestra amistad fue tan grande que hizo nacer entre las dos un cariño fraternal, fuimos la una para la otra la hermana que ninguna de las dos tenía. Cuando ya se encontraba muy en-ferma, en los últimos días de su vida, y apenas se levantaba de la cama, yo me pasaba los días a su lado, casi no dormía ni comía, siempre a su lado para cuidarla. Un día le dijo a su marido (que después con el paso de los años sería el mío):“todas mis cosas personales quiero que sean para Teresa; gracias a ella los últi-mos años de mi vida han sido más felices, le debo tanto que solo así compensaré en parte todo lo que he recibido de ella”.

- Será como tu deseas, no te preocupes de nada querida, -Jacinto sonreía hipócritamente cuando le hablaba- piensa úni-camente en ponerte buena.

Pero Elvira no mejoró, no quería vivir, ella y yo lo sa-bíamos, no obstante por aquel entonces yo no comprendía sus motivos; años después, cuando estuve en su lugar, comprendí por qué quería morir y por qué murió. Su muerte se debió a la pena y a la tristeza, a la soledad y a la desilusión, al desamor; a una decepción se fue uniendo otra, como el eslabón de una ca-dena se une al siguiente, al final la cadena se hace tan pesada que no puede continuar soportando tanto peso, debes abandonar o termina contigo. En el caso de Elvira así fue, acabó con ella.

Jamás me encontré con las fuerzas necesarias para ir a recoger nada de cuanto le perteneció, sentía un inmenso dolor cada vez que pensaba en ella; aunque todas sus cosas eran ahora mías y podría hacer de ellas lo que quisiera, creía que tal vez fuera una profanación por mi parte tocarlas; fui cobarde una vez más y no me atreví a entrar en la casa grande sin ella estar de-ntro. Por eso cuando me casé con Jacinto todas las cosas que le pertenecieron continuaban allí, como si ella aún viviese. Repeti-damente creí percibir su presencia en algunos momentos difíci-les, cuando más necesitada me encontraba de una amiga; llegaba

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a pensar que estaba a mi lado para darme ánimos y hasta creí oír su voz diciéndome “no estás sola, yo estoy aquí contigo”. Su recuerdo permanece en mí imborrable aún después de tanto años; se que nunca la olvidaré; mientras yo viva ella no morirá en mi.

Sin embargo la figura de mi marido con el paso de los años se ha ido difuminando. Lo odié tanto en vida que a su muerte puse todo mi empeño en olvidarle. Pero lo que no he logrado olvidar ha sido su olor, ha quedado incrustado en mí para el resto de mis días; aún hoy hay veces que creo percibirlo cerca y me pongo a temblar, siento unas profundas náuseas. Llegué a temerle tanto que su presencia me aterraba. Dudaba y me volvía indecisa; las pocas veces que me atreví a hablar sin ser requerida para ello la experiencia fue negativa. Con el tiem-po aprendí a ver, oír, callar y obedecer, siempre y por encima de todo a obedecer.

- Pobre Teresa, imagino lo que debes haber sufrido. He de reconocer que tu experiencia con el género masculino no ha sido muy positiva que digamos, pero no creas que todos somos iguales. A menudo algunos salimos tan mal parados como cual-quiera de vosotras, solo tienes que mirarme a mí. No es patri-monio exclusivo de un sexo el ser la parte perdedora. Cuando mi mujer se marchó con mis hijas a casa de sus padres yo quedé tan destrozado que, al igual que tú, perdí las ganas de vivir, pero después comprendí que no todas las mujeres sois insensibles al dolor que causáis. Me costó superarlo, no sabes cuántas noches pasé llorando en aquella casa vacía en la que cada habitación me recordaba a mis hijas y principalmente a mi mujer, no puedes imaginarte cómo la eché de menos; yo estaba muy enamorado de ella, la quería más que a mi vida. Superar su ausencia no fue tarea fácil; como ya te dije, mis padres se habían opuesto a nues-tra boda dada la juventud de ambos, pero no me importó enfren-tarme a ellos debido al amor que por ella sentía. No comía, ni dormía, apenas respiraba cuando no me encontraba a su lado,

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me casé convencido de que el amor que ella sentía por mí era tan grande como el mío, que sería para siempre y que, si está-bamos unidos, lo superaríamos todo y ese amor saldría fortale-cido, no importaba por lo que tuviéramos que pasar; por eso mi dolor fue mayor, tuve que convencerme de que no me amaba con la misma intensidad que yo a ella. Cuando me resultó impo-sible continuar soportando la soledad de la casa vacía, salía por las noches en busca de compañía, que no de sexo. Comencé a frecuentar lugares de mala fama, donde trabajan mujeres de du-dosa reputación, ya me entiendes, barras americanas, pero solo buscaba compañía, alguien con quién hablar a quién contar mis penas, que me escuchara y olvidarme de mi soledad; cuando regresaba a casa casi todas las noches lo hacía borracho; así no me daba tiempo a pensar, me dormía nada más apoyar la cabeza en la almohada. Eso duró varios meses, hasta que me di cuenta que estaba empezando a repercutir en mi trabajo. A partir de entonces procuré relacionarme con compañeros de la oficina y salir con mujeres normales, y debo decirte que conocí a mujeres estupendas que al igual que tu y yo también habían sufrido mal de amores, ese mal al que ningún ser humano es inmune. Todos sufrimos por igual, con independencia del sexo al que pertenez-camos.

- En eso estoy de acuerdo contigo Ernesto, parece que por primera vez en mi vida estoy de acuerdo con un hombre; no todos lleváis dentro de vosotros la maldad. Mi padre era, es un hombre bueno, y siempre se portó bien con mi madre tratándola con respeto y cariño, de igual a igual hasta su muerte, siempre la quiso y cuidó de que nada le faltara. Cuántas veces me he pre-guntado por qué no podía yo encontrar a alguien como él. Creo que aun puedo estar a tiempo, no tengo tanta edad y sobre todo me siento con ganas de vivir y de saber lo que es el amor.

- Estás en tu derecho de desear algo así, no debes rendir-te. Teresa las cosas más sorprendentes de nuestras vidas llegan siempre cuando menos las esperas. Por eso hay que estar siem-

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pre abierto al futuro y a la esperanza, no debemos cerrar ninguna puerta herméticamente detrás de nosotros, siempre se debe dejar alguna rendija que facilite la entrada a cuanto de bueno nos quiera regalar la vida.

- Creo que tienes razón Ernesto. Si te parece podríamos dejarlo para otro día, debo regresar a casa, mis hijas se estarán preguntando dónde se encontrará su madre a estas horas, ya ten-dremos ocasión para continuar otro día hablando de nuestro pa-sado.

Nos dimos las buenas noches y cada uno volvió a su mundo, mundos distintos en la realidad cotidiana, pero tal vez semejantes en sueños, esperanzas y, por qué no, en ilusiones.

Acostada en mi cama, hice recuento de los acontecimien-

tos del día. Me pareció que había sido provechoso, empezába-mos a conocernos deprisa, tenía la esperanza de que aquello podría ser el inicio de una relación duradera, me sentía expec-tante y curiosa. Hubiera deseado poder echar una mirada al futu-ro por un agujero y ver en qué había quedado todo aquello, pero como no podía ser, mejor vivir el día a día y poner algo de mi parte para que mis sueños se hicieran realidad. Habíamos estado cenando en un restaurante del puerto y después me invitó a la última copa en una terraza; realmente la primera salida había sido todo un éxito, sin el menor roce entre nosotros, era como si nos conociéramos de toda la vida. Me sentía muy a gusto a su lado. Tenía la sensación de que mi corazón latía de forma dife-rente a como lo había hecho siempre, como un motor al que hubieran reparado y puesto a punto, el sonido de los latidos eran más alegres y vivos. ¿Quizás...?

Jamás había estado enamorada, no tuve tiempo ni opor-

tunidad, pero algo dentro de mí me decía que no debía renunciar a un auténtico amor. Por vez primera en mi vida estaba dispues-ta a darme una oportunidad, a no seguir negándome el derecho a

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la felicidad como mujer. Necesitaba sentir sensaciones nuevas, nunca sentidas, estremecerme de placer entre los brazos de un hombre, sentir sus caricias y la ternura de un momento de amor; había leído y sabía que eso ocurría, aunque yo nunca lo hubiera experimentado. Con mi marido no había gozado de nada de eso pero yo sabía que existían todos esos placeres que podían vol-verte loca y deseaba sentirlos. No los buscaría, pero tampoco renunciaría a ellos si apareciesen en mi vida inesperadamente. Me proponía disfrutar lo que el destino me tuviera reservado, a no renunciar a nada que pasara por delante de mis ojos ansiosos de mirar con amor.

En el pasado no se me había permitido elegir lo que que-ría hacer con mi vida, pero ahora y en el futuro sí podría hacerlo, había tenido que esperar mucho más tiempo que la mayoría de las personas, pero lo importante era por fin podía elegir cómo vivir mi vida. Sólo eso ya era muy importante para mi, decidir sin tener que pedir el consentimiento de persona alguna, ser yo, ser por fin dueña de mis decisiones.

Desde niña siempre decidieron por mí, primero mis pa-

dres y después, por supuesto mi marido, amo y señor casi feu-dal. De nada me sirvieron las enseñanzas de Elvira, no pude gozar de ninguno de los derechos que según ella son inherentes a todo ser humano. Qué lejos estábamos las dos de imaginar que durante unos años mi vida sería una repetición de la suya y que no valdrían de nada los consejos que ella me había dado en tan-tas y tantas ocasiones.