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1 MEMORIAS DE UN INMIGRANTE A modo de introducción Desde el 24 de mayo hasta el 29 de noviembre de 1970, la revista La Calle, de aparición semanal, publicó estas “Memorias de un inmigrante”. Una hija del protagonista de las mismas acercó a la redacción un cuaderno y la cédula de identidad de su progenitor, Claudio Boudot, que llevaba el Nº 29.359 y había sido expedida el 16 de julio de 1945. También otorgó su consentimiento para que el material fuera publicado. El cuaderno era una reliquia de familia. En la nota previa al inicio de la publicación, se lee: “Nuestra visitante la hija del autor, María Elena, desea aclararnos que su padre no tenía ningún estudio, salvo el sexto grado de Francia. Sin embargo, nos parece que fue más que suficiente o, de lo contrario, se convirtió en ferviente lector, porque ha anotado en su cuaderno muchos datos que reflejan conocimientos bastante elevados, si se considera la época y el lugar”. “Claudio Boudot —agrega el comentario— falleció hace ocho años, a los 83 de edad. Su vida fue dura, de trabajos y fatigas. Pero era fuerte. Se levantaba temprano y, aún en pleno invierno, rompía la escarcha para bañarse antes de iniciar la jornada. No tenía pereza y era físicamente sano. Tan fuerte como lo fuera su padre quien, al venir a estas tierras por vez primera, a elegir la parcela, fue protagonista de una anécdota interesante: desde Concordia partió en diligencia hasta Estancia Grande; de allí, a pie y atravesando los pajonales, hasta Colonia Yeruá. Y desde ese lugar desanduvo el camino hasta nuestra ciudad, a pie, por haber perdido la diligencia de regreso”. Claudio Boudot (José, como se lo conoció en Colonia Yeruá) comenzó a escribir estas memorias el 21 de octubre de 1936 y les dio fin el 7 de marzo del año siguiente. También le pertenecen los dibujos que ilustran los diferentes capítulos. Memorias de un inmigrante Por Claudio Boudot CAPITULO I El 10 de agosto de 1890 emprendimos el viaje a América del Sur, rumbo al país que junto con los Estados Unidos de América del Norte atraían una cantidad crecida de emigrantes. Eran países con un futuro promisor y hacían propaganda en las naciones europeas mediante folletos distribuidos en grandes cantidades, donde se daban detalles sobre salarios para los trabajadores, profesionales y agricultores. La mayor parte de los que viajaban atraídos por una nueva vida, lo hacían con pasaje gratis; muchos aprovechaban esta oportunidad pura probar fortuna en la Argentina. Tenía yo, en esa época, doce años de edad. Había nacido en Saint Pantaleon, departamento de Saone et Loire, en Francia, el 4 de febrero de 1878. Mi padre emprendía el viaje por segunda vez, ya que lo había hecho con anterioridad para elegir el terreno en que habría de transcurrir el resto de mi vida en la colonia Yeruá. Esta vez lo acompañaba toda la familia, es decir mi madre y todos mis hermanos. A las 11 de la mañana partimos hacia París, desde la estación de Autun, adonde habían concurrido muchos parientes a despedirnos. Al acercarse la hora de emprender la marcha todos ellos empezaron a despedirse de nosotros, muchos con lágrimas ya que suponían que no nos

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MEMORIAS DE UN INMIGRANTE

A modo de introducción

Desde el 24 de mayo hasta el 29 de noviembre de 1970, la revista La Calle, de aparición semanal, publicó estas “Memorias de un inmigrante”. Una hija del protagonista de las mismas acercó a la redacción un cuaderno y la cédula de identidad de su progenitor, Claudio Boudot, que llevaba el Nº 29.359 y había sido expedida el 16 de julio de 1945. También otorgó su consentimiento para que el material fuera publicado.

El cuaderno era una reliquia de familia. En la nota previa al inicio de la publicación, se lee: “Nuestra visitante la hija del autor, María Elena, desea aclararnos que su padre no tenía ningún estudio, salvo el sexto grado de Francia. Sin embargo, nos parece que fue más que suficiente o, de lo contrario, se convirtió en ferviente lector, porque ha anotado en su cuaderno muchos datos que reflejan conocimientos bastante elevados, si se considera la época y el lugar”.

“Claudio Boudot —agrega el comentario— falleció hace ocho años, a los 83 de edad. Su vida fue dura, de trabajos y fatigas. Pero era fuerte. Se levantaba temprano y, aún en pleno invierno, rompía la escarcha para bañarse antes de iniciar la jornada. No tenía pereza y era físicamente sano. Tan fuerte como lo fuera su padre quien, al venir a estas tierras por vez primera, a elegir la parcela, fue protagonista de una anécdota interesante: desde Concordia partió en diligencia hasta Estancia Grande; de allí, a pie y atravesando los pajonales, hasta Colonia Yeruá. Y desde ese lugar desanduvo el camino hasta nuestra ciudad, a pie, por haber perdido la diligencia de regreso”.

Claudio Boudot (José, como se lo conoció en Colonia Yeruá) comenzó a escribir estas memorias el 21 de octubre de 1936 y les dio fin el 7 de marzo del año siguiente. También le pertenecen los dibujos que ilustran los diferentes capítulos.

Memorias de un inmigrante Por Claudio Boudot

CAPITULO I

El 10 de agosto de 1890 emprendimos el viaje a América del Sur, rumbo al país que junto con los Estados Unidos de América del Norte atraían una cantidad crecida de emigrantes. Eran países con un futuro promisor y hacían propaganda en las naciones europeas mediante folletos distribuidos en grandes cantidades, donde se daban detalles sobre salarios para los trabajadores, profesionales y agricultores.

La mayor parte de los que viajaban atraídos por una nueva vida, lo hacían con pasaje gratis; muchos aprovechaban esta oportunidad pura probar fortuna en la Argentina.

Tenía yo, en esa época, doce años de edad. Había nacido en Saint Pantaleon, departamento de Saone et Loire, en Francia, el 4 de febrero de 1878. Mi padre emprendía el viaje por segunda vez, ya que lo había hecho con anterioridad para elegir el terreno en que habría de transcurrir el resto de mi vida en la colonia Yeruá. Esta vez lo acompañaba toda la familia, es decir mi madre y todos mis hermanos.

A las 11 de la mañana partimos hacia París, desde la estación de Autun, adonde habían concurrido muchos parientes a despedirnos. Al acercarse la hora de emprender la marcha todos ellos empezaron a despedirse de nosotros, muchos con lágrimas ya que suponían que no nos

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volveríamos a ver. Nos hacían mil recomendaciones, como la de no dejarnos caer al mar poblado de tiburones. Y mientras les asegurábamos que se haría todo lo posible para evitar semejante peligro, le asegurábamos, también, que pronto les escribiríamos. También nos prevenían contra la gente de acá, esos negros o indios semisalvajes o esos gauchos acostumbrados a enlazar a los pasajeros en las “inmensas campiñas de la pampa”.

El viaje se inició después del estridente silbato de la locomotora. Lo hacíamos en un coche de tercera clase pues el bolsillo no nos daba para mayor lujo; nuestro equipaje estaba ya instalado en el furgón y constaba de doce o trece bultos conteniendo utensilios, ropa, vajilla, herramientas, semillas variadas, dos camas de madera, un yugo para los futuros bueyes y un par de coyundas correspondientes. Con nosotros llevábamos dos cajones que nos fueron bastante molestos porque había que llevarlos a pulso durante los trasbordos.

Al pasar frente a la escuela, el maestro y los discípulos nos saludaron, unos con los pañuelos y otros con la mano. Después, la visión se perdió en un recodo de la vía.

Durante el trayecto hasta París, nosotros, los chicos, no abandonamos nuestro lugar al lado de la ventanilla. Era una novedad ver desfilar los prados, los campos cubiertos todavía de mieses. Los huertos sembrados de papas y hortalizas, y los trabajadores agachados con la azada o la guadaña en la mano, retribuyendo nuestros infantiles saludos con una sonrisa o un geste. Todavía lo recuerdo, después de 46 años de ausencia de mi país, y pienso en ese día tan lejano cuando yo era un chico lleno de alegría, compartida con mis dos hermanos.

En la estación de Avallon tuvimos que cambiar de tren sin, pérdida de tiempo. Ya era noche cerrada cuando bajarnos del coche con nuestros dos cajones y tuvimos que atravesar con ellos una selva de rieles hasta llegar al otro tren. Subimos todos, siempre acompañados por los molestos bultos que hacían renegar a los empleados del ferrocarril.

Al día siguiente, después de veintiuna horas de viaje, llegamos a París, exactamente a la estación de Lyon, a las -ocho de la mañana. - Cuando salimos de la estación, mi hermano mayor lanzó una exclamación de sorpresa. Él pensaba que la capital era otra cosa. Efectivamente, en aquel tiempo los alrededores de la estación de Lyon no tenían nada de atrayentes; casas poco vistosas, algo chatas y poca animación, debido seguramente a la hora. En fin, algo parecido a una ciudad de provincia. Pero se desengañé al caminar un rato por las calles, porque pronto aparecía la ciudad tal cual era, con sus bulevares, sus monumentos, el río Sena con sus puentes y diques, sus palacios de seis a siete pisos y el hormigueo de ‘la gente circulando por las calles, entre los hermosos edificios.

Pero no había que pensar en visitar la capital. Tentamos que acudir al comisario de emigración con el fin de visar nuestros pasaportes y tomar, ese mismo día a la noche, el tren que nos conduciría a El Havre. Mis padres se encargaron del trámite y después me enteré que el mencionado funcionario recibía con bastante aspereza a las personas que emigraban; parecía que poco le agradaba al gobierno francés que sus súbditos se establecieran en países extraños a su influencia teniendo tantas colonias a su disposición. Pero es que Francia no hacía ninguna propaganda en ese sentido y seguramente no querría desembolsar ni adelantar nada como lo hacían otros países que si bien no respondían del todo a las esperanzas de los emigrantes, por lo menos se los - tentaba como para hacer el experimento.

De París a El Havre

El mismo día de nuestra llegada a París, como ya lo he expresado tomamos el tren de las diez de la noche con destino al puerto de El Havre. Bajo una inmensa construcción con techo de claraboyas, una multitud estoica esperaba el turno correspondiente para embarcarse. Entraban y salían trenes y los empleados de ferrocarril llamaban a los viajeros según el destino. Por fin, vimos el famoso convoy de los emigrantes, con rebaja de pasaje: enganchaban los vagones

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especiales para el rebaño humano. Ya no éramos viajeros, como los demás, puesto que viajábamos como emigrantes y éramos mirados como tales. Parecía que nos consideraban la escoria que se va a fugar a otra parte.

Llegó la orden, al cabo de otro rato, para loa emigrantes con destino a Buenos Aires y Nueva York. Nos levantamos de un salto, aferrando nuestros dos condenados bultos y empezamos a movernos casi corriendo para subir al vag6n. Nos apilamos en un coche junto a una pareja de ancianos, con lo que completamos su capacidad. Éramos diez; los asientos eran de madera pelada y, por supuesto, los encontramos muy duros. Tentamos que aguantar doce horas de viaje todavía. -

Aunque a poco de iniciar la marcha el sueño nos atacó, no pudimos dormir. Unos italianos que viajaban en el mismo vag6n. comenzaron a interpretar sus canciones acompañados de un sollozante acordeón, instrumento hecho ex profeso para destemplar los nervios de cualquier persona aficionada a la tranquilidad.

Llegamos a El Havre a las diez de la mañana siguiente. ¡Que diferencia con la capital! No se veían las casas monumentales como en ésta, ni los hermosos bulevares, ni monumentos imponentes; los tranvías eran tirados por mulas en vez de los gigantescos percherones de París; pero no debíamos olvidar que estábamos en una ciudad de provincia, veinte veces menos poblada que la capital.-

Tuvimos que permanecer en la fonda un par de días antes de embarcarnos, así que pudimos pasear un poco y visitar los diques. En uno de esos paseos mi padre nos llevó a ver el buque en el cual cruzaríamos el océano. Llegamos al muelle, atravesamos un inmenso galpón depósito y a mi vista se ofreció el vapor “Paraguay”. Me pareció una ciudad flotante pues no esperaba que fuese tan grande. Una chimenea enorme, dos mástiles gigantescos para colocar velas cuando el viento favorecía la navegación —economizando carbón—. Alto como un monumento y de más de cien metros de largo: tal me pareció entonces el “Paraguay”, que en ese tiempo era el mayor buque de la compañía, junto con el “Río Negro”. Eran también los más nuevos y veloces. Con escalas, hacían el viaje regular en 25 días de navegación.

Un día antes de embarcarnos, asistimos a la partida del buque “Normandía”, de la Compañía Transatlantique, que se dirigía a Nueva York.

En la calurosa tarde siguiente, nos reunimos, con otros cientos de viajeros, en el puerto de em-barque. Los empleados de la compañía marítima revisaban el equipaje de los pasajeros pues si bien no se pagaba flete por él, en cambio no debía pasar de cierto volumen.

Como ya lo dije, una multitud esperaba el momento de subir a bordo. Teníamos esos dos cajones que nos acompañaban a todas partes y algunos otros bultos en la mano, Vi una pobre mujer con una criatura en los brazos, otra de la mano y un paquete bajo el brazo, empujada a cada momento y no sabiendo a que santo encomendarse.

Por fin estuvimos frente al vapor y ya subía el rebaño humano por la pasarela. Dos gendarmes revisaban los pasaportes. Mi padre entregó los nuestros y pronto estuvimos a bordo. El comisario, secundado por otro oficial rubio, de bigotes amarillos y gritón a más no poder, llevaba a cada uno hasta su camarote, aunque de esto tenía poco. Era como un cuartel con cuchetas superpuestas de cuatro pisos, con un colchoncito de paja, un almohadón del mismo estilo y una frazadita de algodón. Allí se amontonaban todos, hombres y mujeres, a pesar de que había camarotes aparte para las mujeres. Pero pocas fueron - las que quisieron separarse de sus familias.

Después se nos distribuyeron los tachos, platos y demás accesorios para la comida que se repartía por grupos de diez personas. Para cada grupo había un tacho para la sopa y el café, otro más playo para el guiso, y diez platos, cucharas, tenedores y vasitos, y una jofaina para el vino.

Tras la estridente sirena del “Paraguay” y después de una alocución que nos dirigió el capitán del buque, éste soltó amarras y comenzó a alejare del muelle.

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Eran más o menos las cuatro de la tarde. Yo estaba inclinado sobre la barandilla y miraba como se alejaba la costa de Francia.

CAPITULO II

A bordo del “Paraguay” A la hora de comer —más o menos a las cinco de la tarde—, mi padre, que ya había efectuado

la misma travesía un año antes, tomó mi tacho mientras otro hombre del grupo hacía lo propio con el segundo y marcharon en busca de la comida y el vino. Se distribuían por separado y había que formar fila para recibir la ración.

La comida se componía de guiso de papas con carne de capón y sopa a la juliana y bastante pan fresco; un cuarto litro de vino completaba el menú. Pero para comer había que componerse de la mejor manera posible, pues no había ni mesas ni bancos. En grupos de diez, los emigrantes se sentaban en sillitas de tijera o simplemente sobre el piso y comían con buen apetito. Hasta oía decir que si la calidad de la comida seguía en esa forma, no habría porqué quejarse. Efectivamente, la compañía trataba bastante bien a los emigrantes en lo que se refiere a la comida. Por lo demás, era harto sabido que estos vapores eran mas bien de carga.

El menú era simple pero la comida abundante. De mañana se servía café y galletas de las que comían los soldados y pan; al mediodía, sopa y guiso de papas o arroz con carne de vaca o capón, y, a menudo, guiso de porotos y tocino —ni flaco ni gordo— y un jarro de vino; la cena era similar; el viernes, día de vigilia, papas cocidas al agua y bacalao fresco con queso gruyere (el bacalao con ensalada); por último, el domingo, había un postre de ciruelas pasas y tafia (aguardiente de caña) para los hombres.

En resumen, no estaba del todo mal. Quien sabe cuántos de esos emigrantes no comerían nunca tan bien en sus hogares. En cuanto a nosotros, nos sobraba siempre la comida, porque éramos cuatro menores y mis hermanos comían muy poco. Pero a nuestro lado había un grupo de dieciséis personas, casi todos hombres; como eran alsacianos, no quisieron separarse y la ración del tacho no alcanzaba a llenarlos a todos. Entonces, nos pidieron lo que nos sobraba; cosa que hicimos durante toda la travesía. De lo contrario, hubieran padecido hambre.

Uno de los pasajeros —de origen español— hizo alarde, en una oportunidad, de haber partido de París con veinte centavos en el bolsillo. “¿Cómo quieren que me vaya peor en América?”, decía. “Por más mal que me vaya...”

Tenía una mujer y dos niños de corta edad. En su rostro demacrado, se notaba toda una vida de privaciones.

Los primeros días fueron tranquilos porque, aunque ya habíamos dejado el Mar de la Mancha, seguíamos bordeando las costas de Francia. Mis hermanos y yo recorrimos “Paraguay” y muchísimos detalles nos llenaron de admiración. Tal, por ejemplo, las enormes anclas —de setecientos kilos de peso cada una— que se observaban sobre cubierta. También estuvimos en la sala de máquinas, observando los enormes, cilindros moviéndose acompasadamente.

Después, cuando enfrentamos al mar, supe lo que eran las olas y el mareo. Todo el pasaje —o casi todo— sufrió los efectos de esta enfermedad y eran pocos los estómagos que aguantaban su contenido. A mí me ayudó un joven marinero, que me indicó que no mirara las olas sino el horizonte. Con él conversé un rato hasta que olvidé su recomendación y miré la proa del barco. Fue un momento terrible pero, al notar mi palidez, mi compañero me tomó de la mano y me obligó a correr por cubierta, hasta que pasó la descompostura.

Durante varios días, casi todo el pasaje continuó enfermo, sobre todo porque había viento fuerte que aumentaba el movimiento del barco. Después, al calmarse, todos recobraron sus fuerzas.

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En esos primeros días de viaje y después de un nuevo embarco de emigrantes españoles, el pasaje sumó algo así como setecientos cincuenta viajeros, incluidos una treintena que ocupaban los camarotes de primera y segunda clase y, también, los de tercera, que ocupaban el entrepuente del barco. Nosotros éramos todos de cuarta. La mayoría de origen francés, pero había también, españoles, italianos, rusos polacos, portugueses, argelinos y alemanes. Había gente de todo tipo y no faltaban esas mujeres solas o conducidas por algunos de esos traficantes, cuyo oficio es indigno pero que, a decir verdad, poco molestaban y nadie les hablaba porque parecían polacas o rusas y no se entendía su idioma. Una de esas mujeres —que venía, sin embargo, con sus padres —era de conducta algo provocativa y la habían apodado “La reina del Paraguay”; sin ser demasiado liberal, se granjeaba la risa de los hombres y los celos de algunas mujeres. Bien se comprende que entre tanta gente, tenía que haber alguna de dudosa conducta. Naturalmente, varias de esas mujeres sabían el oficio que les esperaba, pero otras no. Se preguntará cómo podían entrar esas mujeres. Es menester aclarar, entonces, que los rufianes que las acompañaban traían toda la documentación en regla —algunos como esposos— con todos los requisitos que imponen las leyes.

He oído decir, cuando tuve edad de comprender, que esos traficantes formaban parte de una sociedad tenebrosa cuyas ramificaciones se extendían por todos los países donde acudían las masas de emigrantes, y eran siempre mujeres jóvenes (rusas y polacas en su mayoría) las que eran entregadas al tráfico odioso. Y me niego a seguir escribiendo sobre este tema tan poco ameno pero que muestra bien que hay de todo en el mundo de los vivos.

CAPITULO III A través del océano

Eran las cinco de la larde cuando abandonamos el puerto de Tenerife. Nos quedaban quince días en cuyo transcurso solo veríamos cielo y mar, y el estrellado firmamento por la noche. Los pasajeros se dispusieron a pasarla lo mejor posible.

El juego fue uno de los entretenimientos empleados para matar el tiempo. Se jugaba todo el día, todos los días, a las damas, a la lotería y a las barajas. Algunos perdieron hasta unas pocas pilchas que llevaban.

También se hacía música y se bailaba de tarde, cuando el sol declinaba. Se había formado una orquesta compuesta por un pistón, un violín, un tamboril y una guitarra. Cuando se cansaban, los reemplazaba un acordeonista.

A medida que el “Paraguay”se acercaba al ecuador, aumentaba la temperatura y se hacía más sofocante día a día. De noche, encerrados en los camarotes, solo gozaban de un poco de fresco aquellos que estaban cercanos a algún ojo de buey. Los demás trataban de conciliar el sueño como podían.

Cuando ya nos estábamos aburriendo del mismo panorama diario tuvimos, por primera vez en nuestro viaje, una noche borrascosa. Se desencadené un viento muy fuerte acompañado de lluvia que zarandeó el buque espantosamente. Su rolido se hizo tan acentuado que llegó un momento en que los tachos y platos de lata empezaron a rodar por el pasillo de los camarotes, desparramándose estrepitosamente. Las olas barrían el puente y hubo que amarrar al sereno que hacía de vigía para que no cayera al mar. Para evitar esto a los pasajeros, no se les permitió subir a cubierta.

A la mañana siguiente pudimos observar el extraño espectáculo que ofrecía el mar. Las monstruosas olas que alcancé a ver eran como enormes colinas, ondulaciones como sierras. Tan pronto estaba el “Paraguay” trepando estas elevaciones como descendiendo por ellas hacia un abismo abierto que parecía dispuesto a engullir al buque. Esas olas gigantescas se desplazaban

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silenciosamente y descendían como deslizándose hasta el abismo que ellas mismas cubrían luego. Pero el barco seguía su ruta sin preocuparse de los gigantes que parecían amenazarlo a cada momento. No había viento y el tiempo estaba despejado. Esas olas monstruosas se movían buscando la nivelación de las aguas del mar, porque no se rompían sino que tenían un movimiento ondulatorio, y eso era el resultado de una noche tempestuosa.

Dos días después, el mar se nos apareció liso como un espejo, sin un rizo siquiera, un verdadero mar de esmeralda. El vapor comenzó a navegar como sobre un lago.

Mientras tanto, los inmigrantes charlaban, jugaban y otros leían atentamente los folletos que se distribuían en Francia sobre salario -de los trabajadores en Argentina, lo que daba lugar a no pocas discusiones con algunos desilusionados o amargados que ya habían estado antes en el país.

Hacía muchos 4ias que navegábamos en el mar y desde la isla de Tenerife sólo habíamos encontrado un velero americano. Pero ya había indicios de que nos íbamos acercando a la costa. Un día vimos el primer albatros, llamado también pájaro velero, planeando alrededor del buque. Después observamos algunos veleros y los albatros comenzaron a verse en grupos.

Por fin, una mañana, entrevistamos las amarillentas costas del Brasil, que bordeamos durante muchos días. Después las perdimos de vista, hasta que llegamos a las costas de la República del Uruguay. Un día después, a las ocho de la mañana, el “Paraguay” anclaba a la vista del Cerro de Montevideo. No había puerto, como tampoco lo tenía Buenos Aires en aquella época.

Desde el “Paraguay” se veía bastante bien la ciudad de Montevideo, los edificios, las calles, las casas de comercio, todo se asemejaba a las ciudades francesas de provincia. Respecto a las modas femeninas, casas de novedades, tiendas y por los pocos hombres que subían a bordo, corredores de hoteles o amigos que venían a saludar a algunos pasajeros, comprobé que en estos países la elegancia era bien conocida porque iban vestidos de una manera impecable, tan bien como en París.

El “Paraguay” estuvo un día frente a Montevideo y después levantó el ancla; a decir verdad, no levantó mas que la cadena, pues el ancla quedó en el fondo. Así emprendimos el viaje hacia Buenos Aires, nuestra última escala o destino, a través del río de la Plata. Sus aguas son siempre amarillentas y a veces tan agitadas como las del mar. Es el más grande de América del Sur después del Amazonas. Se divide en dos brazos, el Paraná y el Uruguay, dos ríos navegables en muchos cientos de kilómetros, muy importantes los dos, lo que me hace pensar en lo pequeño que son los ríos de Francia en comparación con estos.

CAPITULO IV La llegada a Buenos Aires

El “Paraguay” atravesó el Río de la Plata, ese río tan ancho que no se distingue ninguna de las dos orillas. Los pasajeros guardaban silencio, escrutando el horizonte para distinguir Buenos Aires. De vez en cuando se veía alguna embarcación, velero o vapor. Y alcanzamos a ver, también, los mástiles del “Paraná”, vapor de la misma compañía que un año antes se había hundido como consecuencia de un choque y que permanecía en el lugar como centinela macabro

Poco des pues, el “Paraguay” se detuvo en la gran rada. La ciudad se distinguía a lo lejos. Allí nos visitaron las autoridades sanitarias quienes, al no encontrar nada anormal, dieron la autorización para el desembarco. Sin embargo, hubo que esperar que los empleados de migraciones controlaran la cantidad de inmigrantes que iban a entrar al país.

El desembarco se hizo en un vaporcito que se vio precisado a efectuar tres viajes antes de dejar a todos en tierra. Nos pareció estar nuevamente en El Havre, en medio de una muchedumbre compacta que se apretaba y pisoteaba, impaciente por llegar al puerto.

Nosotros llegamos a las cuatro de la tarda, después de veinticinco días de viaje.

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Fue inmensa la alegría de encontrar a mi hermana y cuñado que nos aguardaban en el muelle de un país tan lejano de Francia.

Con ellos fuimos en un tranvía hasta su hogar, en calle Corrientes al tres mil. Eso fue en septiembre de 1890.

¿Qué era Buenos Aires entonces? Poco tiempo atrás había sido escenario de una sangrienta revolución. Todavía se veían las marcas de las balas en las paredes del Parque de Artillería, en la plaza Lavalle. Era una ciudad aldea que empezaba a despertarse con el flujo de la inmigración. Las calles estaban cortadas en ángulo recto, con pocos edificios elevados. Eran muchas aún las viejas casas de estilo colonial, con techos de tejuelas. La pavimentación era escasa. Donde hoy está el Mercado de Abasto, entonces eran terrenos baldíos. Vi con mis propios ojos los hornos de ladrillos, donde el barro se pisaba con caballos y luego era cortado en moldes. El Jardín Zoológico —que visitamos —sin ser lo que es en la actualidad, bien valía un paseo.

La avenida de Mayo no existía aún y único medio de transporte era el tranvía de tracción a sangre. De cualquier manera, lo que más nos sorprendió fue la costumbre de tomar mate. Primero creíamos que toda esa gente fumaba en una extraña pipa. Pero nuestra hermana nos explicó de qué se trataba. Y agregó: “Ya se acostumbrarán ustedes también”. El hecho es que, al cabo de cuarenta y seis años que vivo en el país, la costumbre del mate no ha disminuido. En todas partes se toma mate: en visitas, en bailes, en paseos campestres, a bordo de los barcos, las peonadas de las estancias, cualquier trabajador y hasta el más desheredado de la vida, toma mate. Es la bebida democrática por excelencia.

Mientras tanto, ¿qué se ha hecho de nuestros compañeros de viaje? Todos ellos fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes, sin cargo durante tres días, mientras el gobierno les proporcionaba algún trabajo, según las habilidades y conocimientos de cada uno. Ese hotel no existe más. En aquel entonces era un vasto barracón, comparado con el de hoy, que es un verdadero monumento dotado de todos los adelantos modernos en higiene y confort.

Mi padre se encontró con algunos compañeros de viaje. Una mujer le contó que, efectivamente, habían hallado trabajo para el marido, pero eso mismo la tenía preocupada. Era en un aserradero, en un lugar perdido en los confines del país que —según relataba— “dicen que se llama Gran Chaco y mi marido ignora la clase de trabajo que le van a dar”. La pobre mujer lloraba desconsoladamente porque, además, le habían dicho que en aquella zona había salvajes que robaban y asesinaban a los extranjeros. Y se lamentaba de haber venido al país, donde no conocían a nadie ni entendían el idioma.

La Argentina de aquel entonces no se parecía en nada a la de ahora. Todavía existían regiones sin explorar, como la del Chaco, en la que no sólo existían indios sino también fieras salvajes.

Mi padre consoló a aquella mujer como pudo, diciéndole que todo era cuestión de tiempo, que ya se iba a acostumbrar y que, como última alternativa, podría volverse a buscar otro trabajo.

Estuvo también con otros inmigrantes, algunos próximos a partir hacia la provincia de Santa Fe y, uno de ellos, dispuesto a volverse a Francia otra vez, en el mismo “Paraguay”. No le gustaba el país y no entendía a la gente.

Nosotros, mientras tanto, nos aprestábamos a partir rumbo a la Colonia Yeruá.

CAPITULO V

De Buenos Aires a Concordia

A los quince días, más o menos, de nuestra llegada a Buenos Aires, nos embarcamos para Concordia. Como no había puerto habilitado para desembarcar en la Colonia Yeruá, en esa época, había que seguir rumbo hasta aquella ciudad y después terminar el viaje por tierra.

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A las cuatro de la tarde subimos a bordo del “Venus”, vapor que hacía la carrera hasta Concordia y Salto, y al embarcar nuestro equipaje, por mala maniobra u otra cosa de los marinos de a bordo, se nos cayó al río uno de nuestros bultos, el más grande, lo que no dej6 de ser un inconveniente desagradable. El mismo contenía muchas semillas para el futuro cultivo. Por fin, como el cajón flotaba en las aguas, pudieron rescatarlo por medio de garfios e izarlo chorreando agua. Tuvimos que volverlo a clavar, porque se abría en muchas partes.

Como dejamos a nuestras dos hermanas mayores en Buenos Aires, en casa de mi hermana ca-sada, la familia se redujo a seis miembros: nuestros padres, mis dos hermanos —Andrés y Julio—, yo y una hermanita de cinco años.

Como futuros pioneros éramos bastante chicos, paro en algo serviríamos, como se verá más adelante. Llevábamos con nosotros un par de cachorritos de perros, para cuidar la finca o establecimiento, porque yo no me daba cuenta con claridad como sería el lugar adonde íbamos.

Poco después iniciamos la travesía. El “Venus” era un lindo vapor a ruedas, de quilla chata de poco calado, pintado de blanco y perteneciente a la compañía “La Platense”. Lo he visto varias veces después, pero modificado y de tamaño más grande.

Los pasajeros viajaban de primera o segunda clase. Nosotros teníamos pasaje gratis de segunda, como inmigrantes. La comida se servia en la mesa por los mozos de a bordo, pero a mí no me pareoi6 tan buena como la del “Paraguay”. No había vino y el que lo quería tomar, debía pagar ochenta centavos la botella. No sé cómo viajaban los de primera, pero creo que la diferencia era muy grande. Los pasajeros comían en compañía del capitán y los oficiales.

Después de pasar la isla Martín García, lleg6 la noche. Cenamos y nos acostamos en las cuchetas, que estaban en el mismo comedor. Yo me acosté en la de mas arriba y dormí mal porque por la boca de aire entraba mucho frío. No sé como no me agarré un resfrío.

Al otro día fuimos a la proa del vapor. Ya se veían las dos orillas. Corría un viento frío y, buscando un reparo, nos quedamos mirando la costa izquierda, la que corresponde a la Argentina. El río estaba crecido, pero se apreciaba la vegetaci6n del monte, las llanuras pantanosas y algunas líneas de álamos, más lejos, los que delataban la presencia de alguna estancia.

Mientras dormíamos habíamos hecho escala en Gualeguaychú, Fray Bentos —célebre por su saladero en esa época—, Mercedes y Soriano. Después contemplamos Paysandú, donde subieron y bajaron pasajeros, y más tarde llegamos a Concepción del Uruguay, una ciudad más o menos como Gualeguaychú.

No conocíamos a nadie ni entendíamos el idioma, así que lo único que podíamos hacer era mirar el río, donde se advertían las señales de la gran creciente: árboles, arbustos, vigas, troncos, todos desfilaban ante nuestros ojos arrastrados por la corriente.

De repente vimos una vasta extensión de terreno semi arenisco, tapizado de palmeras yatay; innumerables, tupidas, en parte tan apretadas que formaban manchones azulados. Era una vista extraña; alturas, hondonadas, llanuras, era una verdadera selva de palmeras de varias leguas de extensión.

Después divisamos Colón, pequeña ciudad fundada por el general Urquiza, rodeada de colonias pobladas por agricultoras contratados especialmente para ello en Suiza y Saboya.

Tuvimos la suerte de conocer a un pasajero que hablaba francés, que nos preguntó adonde íbamos, después de explicarnos que él viajaba a Concordia donde estaba establecido con un pequeño negocio de semillería. Cuando le explicamos que íbamos a trabajar a Colonia Yeruá, después de una pausa, nos dijo que él también había sido agricultor pero que había tenido mala suerte. Pero no quiso desanimar a nuestro padre y le contó, también, que muchos habían tenido mejor suerte y que se habían enriquecido después de algunas buenas cosechas. Sin embargo, recalcó que gran parte de la culpa de la ruina de muchos agricultores la tenía la langosta. “Ustedes no saben, no pueden darse cuenta”, dijo, “lo que significa una manga de esos insectos

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que caen sobre los campos sembrados y devoran todo en unas pocas horas. A mí me han arruinado dos veces. Mis vecinos solían decir”, prosiguió el hombre, “cuando esos malditos bichos devoraban la cosecha: ¡Ah! El amigo Juan está fundido del todo, esta vez para siempre. Pero hace tiempo que he dejado de lado la agricultura”.

Para terminar, el hombre nos dijo que era esperada, para ese año, nuevamente la langosta, porque ya iban siete años que no llegaba.

No mintió: la langosta llegó para el mes de noviembre, dos meses después de esta conversión a bordo del “Venus”.

CAPITULO VI Concordia 1890

Faltaba poco para llegar a Concordia. La Colonia Yeruá no tenía punto habilitado para el desembarco en aquella época y, sin darnos cuenta, pasamos la desembocadura del arroyo del mismo nombre, frente a la chacra que íbamos a habitar, a unos cinco kilómetros. Del lado oriental del río Uruguay está la meseta de Artigas, inmensa explanada coronada —desde 1896— con un monumento de forma piramidal en su base y una columna que soporta el busto en bronce del general Artigas.

Dos kilómetros más arriba enfrentamos también lo que es hoy Puerto Yeruá. Está de más decir que en ese tiempo era un desierto; no había ni una casa, ni siquiera un triste rancho.

A las cuatro de la tarde estábamos frente a Concordia. El “Venus” paró y tiró el ancla; un botero vino en busca de nuestro equipaje y de nuestras personas. En aquella época, el puerto de Concordia no tenía muelle de desembarco. Así que, llegados a tierra, tuvimos que transportar los bultos hasta un lugar a donde vendrían a buscarlos.

Nosotros tendamos derecho a tres días de alojamiento gratis en una fonda de la ciudad. Hubo algunas dificultades, después que desembarcamos porque no conocíamos el idioma, y algunos quisieron aprovecharse de nosotros, cobrándonos una exorbitancia por el transporte de los bultos hasta la fonda. Me invadió la tristeza y estuve a punto de que se me saltaran las légrimas.

Por fin nos acomodamos en los carros y marchamos hacia el hospedaje, cansados y hambrientos. Pero tuvimos que esperar un buen rato antes de poder cenar; no habla mesas suficientes y recién cuando alguien dejaba una libre, llamaban a los que esperaban. Para dormir teníamos unos catres llenos de chinches, lo que probaba que hacía rato que no se hacía nada por la higiene en esta fonda. Pero no teníamos porqué quejamos; durante unos días tendríamos que aguantar unas molestias más o menos.

Al día siguiente desembalamos el cajón que se había caído al agua, y mientras se secaban ro-pas, sábanas y cobijas, fuimos a recorrer la ciudad.

Concordia en 1890 no era más que una triste ciudad de una decena de mil de habitantes; calles estrechas, cuyo pavimento en muchos lugares dejaba crecer el pasto; casas bajas; infortunada línea de tranvías tirados por caballos flacos —que arrastraban coches más vacíos que cargados—, que por otra parte quebró rápidamente. En una palabra, una ciudad sin un encanto de ninguna especie.

Había algunos hoteles pero ninguno podía ser considerado en esa categoría; abundaban los jardines, casi en pleno centro, rodeados de grandes cactus que parecían gigantescos puntales verdes; viejos muros de ladrillos se encargaban de alinear las veredas y, aún, de conducir al peatón de una calle a la otra pues Concordia, como la metrópolis y todas las ciudades de provincias de la Argentina, están trazadas en dameros, en ángulos rectos y poco pintorescas.

El comercio era casi nulo, además de sentirse la crisis económica que atravesaba el país en-taro.

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La entrada de Concordia ofrecía un aspecto poco atractivo; los terrenos pantanosos y las arenas detenían o atascaban los carros tirados generalmente por cinco o seis caballos. Las viviendas eran chozas o ranchos que se extendían casi hasta el centro, hechos de barro de adobe o de latas viejas de querosén, techo de paja, y habitadas por gente cuyo oficio era frecuentemente de trenzar correas de cuero o bien -de no hacer nada, salvo ir a beber la caña o el anís en uno do los centenares de bodegones; las chinas tomando mate a la puerta, mal vestidas, con géneros livianos y claros, con una bandada de chiquilines casi enteramente desnudos; tal era el aspecto que ofrecía Concordia.

La única iglesia no estaba aún terminada. Sus grandes paredes de ladrillos, sin techos, mostraban el abandono de su constructor desde hacía algunos años, probablemente por cuestiones de finanzas. Todo ese conjunto de muralla abandonada era de un aspecto lamentable.

Frente a la iglesia estaba la plaza principal. Plantada con acacias y naranjos, florecidos cuando llegamos nosotros; del otro lado, el único mercado al aire libre, donde se vendían legumbres, frutas tales como la naranja, la banana, el ananá, como frutas de invierno; y algunos puestos de carniceros. Al lado del mercado, la comisaría, donde observamos un policía que bajaba de un caballo y que calzaba, en un pie, un zapato, y en el otro, una alpargata, cubierto con un kepis a la francesa y puesta la visera al revés. Este policía no tenía el aspecto de representar su rol en serio; daba su informe a su superior como si se tratara de uno de sus compañeros.

En casi todas partes se veían pequeñas o vastas quintas de naranjos, de granados, árboles de flores como la magnolia, el jazmín del Cabo, del Paraguay; el jacarandá de flores violetas.. Vimos el primer picaflor, verde dorado, una de las más originales creaciones de la naturaleza.

Hoy, veinte años después, Concordia es una ciudad limpia en el centro, bien adornada, de grandes construcciones y el lujo —cosa desconocida entonces— comienza a invadir un poco todas las clases de la escala social.

El indio y el negro desaparecen lentamente, ahogados por la avalancha da la inmigración. La luz eléctrica se esparce por todas partes con profusión; más tarde, Concordia poseerá los tranvías eléctricos y ya hay más de cien autom6vlles en esta ciudad. Se instalan fuertes casas de comercio, algunas con varios millones de pesos de capital. Existen tres bancos particulares, un lindo teatro casino, tres o cuatro plazas, un saladero, un pequeño puerto moderno, que se agrandará luego; dos líneas de ferrocarril que atraviesan la Colonia Yeruá y llevan mercaderías y animales para todas partes.

Concordia debe también su situación comercial a su proximidad con la ciudad de Salto, al otro lado del río, pero aún más a los inmigrantes. Actualmente se estudia el proyecto de instalación de aguas corrientes, cosa que pronto tendrá lugar.

Los habitantes de esta ciudad llevan tanto arreglo y tan bien como en la capital; las mujeres son todas lindas y de bella prestancia; hay que decir también que las fortunas son hechas rápidamente, sin gran trabajo, lo que hace que haya hoy gran número de millonarios, sobre todo por la especulación desenfrenada de los terrenos que centuplica el precio, en muchos lugares, desde hace varios años. Pues tales propiedades, como estancias, por ejemplo, vendidas a razón de 25.000 piastras en 1890, se venden corrientemente hoy a 500 mil, es decir, veinte veces más caras; y otras que no se hubieran adquirido a ningún precio hace solamente quince años, por la distancia y falta de medios de comunicación, son pagadas ahora una verdadera locura.

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Aclaración Claudio Boudot, el autor de estas “Memorias”, escribió las mismas en dos oportunidades: una

vez, en francés, ilustrada con dibujos, en un libreta de apuntes de páginas cuadriculadas; la otra, en un cuaderno, en castellano, que es de donde extractamos su relato.

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En esta ocasión, sin embargo, hemos transcripto, casi textualmente, el comentario sobre Concordia de 1890 de sus apuntes en su idioma original, traducido, por la señora Martha E. Méndez do Barbieri, cuya colaboración agradecemos. Coincide con sus anotaciones en castellano. Pero como algunos puntos no han sido considerados en su versión francesa, loe agregamos ahora.

A Boudot. le llamó la atención, en 1890, que las vías del ferrocarril cruzaran las calles. Dice así, en un párrafo:

“El tren cruzaba la antigua calle Libertad; que nos parecía una monstruosidad, pues en Francia la línea férrea está cercada por tejido o estacas en todas partes.

El 20 de septiembre de mañana oímos el ruido sordo de las bombas; creíamos que se trataba de otra revolución, pero nos tranquilizamos al escuchar los acordes de la banda. Después nos enteramos que los italianos festejaban el aniversario de la entrada de las tropas italianas en Roma.

Eso mismo día esperábamos que los carreros nos vinieran a buscar para llevarnos, junto con el equipaje, hasta la Colonia Yeruá. Pero empezó a llover hasta mediodía y creíamos que ya no vendrían debido al mal estado del tiempo. Sin embargo, a las 4 de la tarde aparecieron y cargaron con nosotros y los bultos y, despacio, abandonamos la fonda.

Cuando salíamos de Concordia, ya era de noche. -------------------------------------

CAPITULO VII Rumbo a la colonia

Ya era de noche cuando salimos de Concordia. Ladraban los perros por todas partes. Por las luces, pudimos ver que algunas de las casas que veíamos eran despachos de bebida, almacenes. En aquel tiempo, esas casas de negocios se llamaban pulperías porque a menudo también solían ser carnicerías. Se sentían vibrar las cuerdas de guitarras. Me di cuenta, entonces, que estaba en el país que Gustavo Aimard nos ha descripto en sus novelas tan llenas de peligros, de crímenes horripilantes, en su “Guarany”, “Los montoneros”, “La historia de Rosas”. Pensándolo bien, esas noveles no eran tan ficticias aunque sí algo exageradas. Hace unos setenta años, los crímenes no tenían nada de inverosímil y se mataba con una facilidad asombrosa; se peleaba por cualquier motivo y hoy día el elemento criollo ha conservado algo de la violencia de entonces.

Mientras los carros continuaban su marcha y dejaban atrás los últimos ranchos del pueblo, observamos que nuestros carreros llevan sendos cuchillos envainados en la cintura. No era como para tranquilizarnos, pero mi padre nos dijo que si el gobierno confiaba a estos hombres el trabajo de llevar las familias de colonos a destino, era porque merecían esa confianza.

Atravesamos un sector de camino estrecho bordeado por arbustos de ñapindaes, matojos y otros, y vimos una cruz de madera que recordaba algún trágico acontecimiento en el lugar. Al salir ante una senda arenosa, descubrimos el arroyo Yuquerí Grande, muy playo en ese sitio, razón por la cual lo vadeamos y seguimos a través del campo hasta que los carreros resolvieron detenerse a pasar la noche. Habíamos hecho unos pocos kil6metros desde Concordia.

Nos quedamos sentados en los carros. La noche estrellada era oscura y se oía el croar de las ranas.

Los carreros desaparecieron prácticamente y llegamos a pensar si no nos habrían abandonado en ese desierto. Hacía frío y teníamos hambre. Tuvimos que contentarnos con algunas galletas que habíamos traído, aunque sólo fue un paliativo para nuestros estómagos. Después nos echamos a dormir. Yo me desperté varias veces en esa noche, que se nos hizo muy larga. En su

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transcurso, nos preguntamos muchas veces dónde estarían los hombres que conducían los carros. Y así cavilando, llegó el día.

A poco, vimos a los carreros haciendo fuego; habían dormido debajo de los carros, una costumbre que tenían todos los del oficio.

Aquellos hombres prepararon mate y, cuando lo tuvieron listo, ofrecieron el primero a mi madre. Aceptó, para quitarnos un poco el frío del cuerpo, pero apenas lo probó, lo devolvió dándole las gracias. Pero la verdad era que lo encontró tan amargo que no se atrevió a seguir tomándolo. De inmediato, quiso explicarles en francés españolizado —ayudada por gestos— que en Europa se acostumbra tomar café Los hombres parecieron entender y, a poco, volvieron con café para todos, lo: que nos vino muy bien para entrar en calor.

Poco después reiniciamos el camino hacia Yeruá. Acababa de levantarse el sol; el tiempo claro prometía un día hermoso. Descubrimos que habíamos acampado en un bosque de palmas semejantes a las que hablamos observado en Colón, desde el vapor. Un fuerte rocío aplastaba el pasto. De vez en cuando, los perros de los carreros hacían levantar vuelo a las perdices.

Poco a poco nos fuimos acercando al Yuquerí Chico. El monte se perfilaba azulado, más oscuro a medida que se acortaba la distancia. El camino era excesivamente arenoso. Los carros iban despacio para no fatigar a los caballos.

Mientras observábamos el hermoso paisaje, entramos en una picada y nos encontramos, de pronto, ante un arroyo de aguas cristalinas donde los caballos y los perros saciaron su sed y nosotros nos lavamos la cara para ahuyentar el sueño.

Al atravesarlo, entramos en la Colonia Yeruá; las tierras arenosas se convirtieron en negras y hasta observamos manchones de tierra arada.

A las 11 llegamos a la Estancia Grande, centro de administración de la colonia. En este tiempo, era un caserío bastante extenso con algunas construcciones de ladrillo y tejas inglesas. Una de ellas era la del administrador. Vimos también dos enormes galpones, utilizados como depósitos de postes, rollos de alambres, varillas, portones de madera, marcos, puertas y ventanas. Todo eso se empleaba para dividir los lotes de la colonia, cuando los colonos iniciaban la actividad en la chacra adjudicada, y empezaban a poblar y cultivar las tierras.

Esos depósitos fueron utilizados —cuando era una vasta estancia de 46.000 hectáreas de extensión— para almacenar lanas, cuero y cerda, y todo se llevaba en carretas de bueyes hasta Concordia, donde, desde las barracas, se embarcaban para Europa.

Como hasta el otro día no partiríamos hacia nuestra chacra, nos alojamos en una quinta con arboleda donde, en una casilla de madera, a sueldo de la administración, vivía un matrimonio francés. Al fin pudimos hablar a nuestra entera satisfacción, y por la tarde recorrimos las chacras más cercanas.

Como habla dos almacenes y una carnicería en la Estancia Grande, pudimos comer y luego fuimos a dormir en una pieza sin piso, llena de pozos como para sepultar un caballo. Tendimos unas mantas en el suelo porque no había ni camas ni catres y allí; dormimos. Fue un milagro que nos levantáramos al otro día, con todo el cuerpo acalambrado. Lo recuerdo como si hubiera sucedido hoy. Se gastaba bien poco por la comodidad de los colonos, sobre todo, a medida que se iban alejando de la Capital; los representantes eran siempre descansados, no se apuraban nunca.

Al fin llegó el momento de emprender la marcha definitiva a la chacra. A la una de la tarde vinieron dos carreros a buscarnos; los que nos habían traído de Concordia, habían regresado. Eran otros pues los que tenían la misión de llevarnos ahora. Pero, por lo menos, era de día, con un sol magnífico.

Cargaron los bultos, subimos nosotros al carro, y marchamos.

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CAPITULO VIII Llegada a la colonia

Hasta ese momento no me había fijado ni en los carros ni en los caballitos criollos que iban tirando de él, casi siempre al trote, atados cinco de frente. El carro tenía unas ruedas enormes y un eje de proporciones considerables, sin elástico, pero se notaba que era sólido.

Es de hacer notar que los hijos del país eran verdaderos baqueanos para conducir esos vehículos. Pero lo más admirable es la resistencia del caballo criollo, sobre todo tratándose de largas correrías. Además, es apto para todos los quehaceres del campo.

A las dos de la tarde estábamos en plena marcha por calles marcadas por interminables alambrados que servían para señalar, también, los lotes de las chacras, cada una de ellas con una casita de ladrillos y un pozo con brocal, pero no había todavía muchos pobladores.

A menudo se veían huellas limpias, llenas de hormigas negras. Esas huellas tenían una cuarta de ancho, por lo menos, y por allí esas obreras destructoras transportaban su botín a los inmensos hormigueros construidos bajo tierra, tan grandes como una casa y con 15.o 20 bocas de acceso. No habrá sido menudo el trabajo de los colonos para destruir esas madrigueras.

También observamos teros, aves muy barulleras pero muy útiles también por ser grandes devoradores de insectos de todo tipo.

Recién a unos once kilómetros de nuestra casa vimos los primeros pobladores. Ya habían empezado a arar un poco la tierra y en parte asomaban plantitas de maíz recién nacido... Era un grupo de cuatro casas vecinas, una en cada esquina. Allí paramos un rato a conversar con los moradores, que resultaron ser franceses, como nosotros. A uno de ellos le preguntamos sobre la calidad de las tierras de la colonia. Nos contestó que la tierra era excelente para toda clase de sementera, muy fértiles, y nos explicó que hasta tenía un poco de verdura.

Seguimos nuestro camino muy contentos, sobre todo por la calidad de las tierras. Pero después advertimos que eso de alabar las tierras antes de cultivarlas y tener las pruebas al cosechar, es como alabar una persona sin conocerla. Y aquel hombre entendía tanto de cultivo como yo de obispo.

A poco observamos una línea azul serpenteando entre una hondonada poco pronunciada. Era el monte y, encajonado en él, corría el arroyo Yeruá. En Francia los arroyos corren con las riberas limpias, casi siempre, de árboles. En la colonia Yeruá no. El lecho del arroyo está apretado siempre entre dos montes, que varían de ancho según el terreno.

La línea azul seguía sin interrupción hasta el río Uruguay, punto final del arroyo Yeruá. Habíamos encontrado en nuestro camino muchas madrigueras de vizcachas, sobre todo en tierras arenosas.

Nos aproximábamos a nuestra morada y bajaba el sol. No queríamos volver a pasar una noche en pleno campo, como en el palmar de Concordia. Teníamos prisa en llegar y descansar y estar tranquilos de una vez. Pero poco antes de llegar, apareció un vecino próximo quien nos preguntó si éramos nosotros los que íbamos a la chacra Nº 71. Lamentablemente, no entendíamos lo que decía. Mi padre hacía ademanes a montones, destrozando el francés para ver si nos comprendía; hasta que el recién llegado exclamó:

—No se moleste tanto en hacerme comprender que yo entiendo el francés tan bien como usted.

¡Que alivio para nosotros! Por lo menos teníamos con quien conversar en nuestro idioma. Nos explicó que era español pero que había estado con sus padres y hermanos durante nueve años en Burdeos. Enseguida nos entregó la llave de la puerta de nuestra casa, para que tomáramos posesión de ella, y se despidió.

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El sol estaba por entrar cuando llegamos a nuestra morada. Era el día 22 de septiembre de 1890. Arrimamos nuestros bultos en un rincón de la casa y después de cenar dormimos otra vez en el suelo. No había tiempo para armar las camas.

Pero esta vez sí que dormimos de veras...

CAPITULO IX

La chacra

Nos levantamos llenos de alegría. El sol, de un color rojizo, era señal de buen tiempo y de calor. De inmediato, iniciamos la primer tarea: poner en orden nuestras cosas. Había mucho que desembalar y poner a secar, sobre todo lo del cajón que se había caído al agua. Las semillas y la ropa estaban cubiertas de moho, por el encierro.

También tuvimos que limpiar los alrededores de la casa pues: había yuyos de toda clase, altos y tupido. Desde que se había edificado la casa, los yuyos habían crecido y durante todos esos meses se había formado la maleza.

En cuanto a la casa, era de material, con paredes de ladrillos, de siete metros por seis. El piso también era de ladrillos aunque desparejo, y el techo de cinc acanalado de buena calidad. Construida por el gobierno para el colono, contaba con una sola pieza, revocada interiormente con barro y una mano de cal para blanquearla. Tenía un fogoncito con chimenea; los marcos de la puerta y de las dos ventanas eran de lapacho; la puerta, de cedro, igual que las ventanas. Estas no tenían vidrio, de manera que si se cerraban las aberturas, todo el interior de la pieza quedaba en la oscuridad más absoluta.

Un pozo con brocal y con poca agua, se agotó enseguida. Una de las columnas estaba caída, por efectos de una tormenta muy violenta que se había desatado un mes antes, según nos refirió un vecino español.

Los alambrados eran de cinco hilos de alambre negro liso, con postes de madera de ñandubay, separados unos 15 metros uno de otro, y cuatro varillas de madera dura soportando los hilos. Como la mayor parte de las chacras eran de 100 hectáreas cada una, por la mitad pasaba otro alambrado que la dividía en dos secciones: una para agricultura y la otra para potreros; y otro alambrado para la chacra lindera. Las demás chacras tenían las calles por medio como límite y un portón de madera en una esquina, generalmente a poca distancia de la casa.

Lo que más me sorprendió era la cantidad de pastos, por todos lados: paja colorada en los lugares bajos, paja brava en los húmedos. Ésta era empleada para techar los galpones. Es el elemento ideal para la gente del país pues con ella se hacen las paredes de sus moradas; los agricultores la emplean en quinchos para tapar las parvas, y resulta más segura que el cinc.

Al recorrer la chacra nos dimos cuenta de lo que significan cien hectáreas en comparación con los prados de Francia, donde todo está dividido y subdividido. Pero aquí, en la Argentina, cien hectáreas no significaba mucho, sobre todo en aquel tiempo. Creo que lo que cobraba el gobierno a los colonos era más bien la casa y los alambrados.

Poco a poco nos íbamos internando en el monte, armados con pistolas porque había michas clases de pájaros. Teníamos recelo también a los animales que podían morar allí, pero como nuestro vecino nos aseguró que no había ninguna bestia feroz en esta región, un día fuimos resueltamente a explorarlo.

Los montes ocultaban el arroyo. Había muchas especies de árboles y, salvo el sauce, no me recordaba la flora de los bosques de Francia. Lo que más me llamó la atención fue una enredadera con flores extrañas: el mburucuyá, llamada también pasionaria, pues recuerda la corona y clavos de Cristo. Es una flor magnífica; abierta en todo su esplendor de mañana, se cierra de tarde y tiene un fruto colorado de gusto dulzón.

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La fauna era muy limitada. En esa época observamos algunos carpinchos, muy tímidos; cuando se veían sorprendidos se arrojaban a las aguas del arroyo. También observamos algunas nutrias, y no faltaban gatos silvestres, comadrejas, zorros y zorrinos y. el tatú. Entre las aves, creo necesario citar la perdiz, la martineta, la gallineta, la garza, el pato, y un montón de pajarillos, algunos de muy vistosos colores.

Lo que me olvidaba mencionar es que, cuando llegamos a Yeruá, conocimos el ñandú, que abundaba en ese tiempo. Otro animal que ha desaparecido es el venado; sin embargo cuando nosotros llegamos pudimos ver varis parejas en los pajales cercanos al monte.

Como dije antes, observamos muchas vizcachas. Eh cambio, lo que antes no había y ahora son una plaga, son las liebres, a las que se les persigue encarnizadamente por los daños que causan. Lo extraño es que hace veinte años no había ni una liebre en Yeruá. Se oía hablar de ese roedor en otras provincias, como Córdoba y Tucumán, pero Entre Ríos estaba defendido de ellas por los ríos que la rodean. ¿Cómo han proliferado, entonces? Todo hace suponer que alguien las introdujo para ver si prosperaban en esta provincia. Y ha logrado bien en objeto.

Hay más. Algunos años antes que aparecieran las liebres en la provincia, encontré una, muerta en la chacra. Nadie se acordaba de ella todavía. En eso vinieron unos vecinos amigos que habían estado en la provincia de Buenos Aires y La Pampa y les conté lo de la liebre muerta. Me miraron y se rieron. “Usted ha confundido —me dijeron— una liebre con una vizcacha. Aquí no hay liebres”.

—Sin embargo —les repliqué—, yo no conozco vizcachas con orejas tan largas y pelaje tan suave.

Los invité a ver el animal y se quedaron sorprendidos cuando vieron los despojos de la liebre.

CAPITULO X

Situación de la Colonia Yeruá

La Colonia Yeruá había sido una estancia de cuarenta y seis mil hectáreas, comprada por el gobierno para formar una colonia nacional dividida en lotes de cien hectáreas. Fue mensurada y alambrada y en cada chacra se construyó una vivienda y se la dotó de un pozo. Cada lote, como dije anteriormente, estaba subdividido en dos partes: una para agricultura o dedicada a la labranza y otra para el pastoreo de los animales.

A los solicitantes de las chacras se les exigía un capital mínimo de 500 pesos, que debían presentar en la Oficina de Tierras y Colonias, como para sufragar los primeros gastos en útiles de labranza y mantenimiento hasta la primera cosecha. Aunque no era mucho, una buena parte de los colonos no tenían la suma necesaria. Claro que la pedían prestada a algún amigo pero hubo algunos que se arreglaron de otra manera: se la pedían a un conocido en la puerta de la oficina, con el objeto de enseñársela al director de dicha oficina. Al salir, devolvían el capital a la persona que estaba esperándola en la calle. Así obtuvieron la concesión.

Se comprende que, en esa forma, esos futuros colonos no las tendrían todas consigo e, indudablemente, el proceder les acarreaba no pocas molestias y hasta tribulaciones pues, como no había créditos, era necesario comprarlo todo para iniciar el trabajo: bueyes de labranza, arados, rastras, por lo menos un caballo y otros elementos indispensables para viajar de un lado a otro. Por separado, me ocuparé de detallar cómo se aprovechaban de los recién llegados los vendedores de animales. Por ahora, bastará decir que una yunta de bueyes costaba más de cien pesos; un caballo, veinte o veinticinco; un arado, veinticinco; las rastras, - muchos se ingeniaban y las hacían de madera, incluso los dientes del mismo material, y se ahorraban quince o veinte pesos; con ese dinero había que comprar semillas de maní y maíz, y el resto vivir hasta la próxima cosecha.

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Muchos de los primeros colonos nunca habían visto un arado; la mayoría no sabía qué clase de cereales se sembraban en esas tierras ni conocían la calidad de las mismas, porque la capa de humus variaba notablemente hasta en una misma chacra. Es cierto que, por la propaganda de los folletos distribuidos por el gobierno, se sabía que esas tierras eran aptas para toda clase de cereales, pero a mi entender se ha exagerado. Recuerdo haber visto, cuando las autoridades enviaban inspectores acompañados de ingenieros agrónomos, que sacaban muestras de la mejor tierra para llevarla a Buenos Aires y analizarla en los laboratorios.

Los colonos habían llegado llenos de entusiasmo y no entreveían las dificultades sin nombre que encontrarían. Pero había algo que, por lo menos, disminuía la crudeza de aquellos años para los pioneros: como la mayoría eran franceses, se consultaban, tomaban opiniones unos de otros. Aunque había algunos que decían una, cosa y hacían otra, pero eran los menos.

El colono tenía tres años de plazo para efectuar el primer pago de las chacras. Firmaban pagarés que, creo, llegaban hasta diez, y no recuerdo bien el monto total porque más tarde hubo que renovarlos varias veces por la imposibilidad de pagar durante varios años, como lo explicaré más adelante.

Pero las tierras, a pesar de que el gobierno sólo cobraba los alambrados y la edificación, más o menos a precio de costo, resultaba cara al colono; las cosechas venían mal, sea por la langosta, sequías u otras anormalidades; además, el rendimiento era pobre y el precio bajo. Todo ayudaba a malograr el esfuerzo del agricultor. Cuando empezamos a sembrar el segundo año, se compró maíz a razón de 10 a 15 pesos los cien kilos; maní a 20; lino a 30 y trigo a 20. Recuerdo que se vendió el maíz a 3,50 cien kilos, el maní a 11, el lino a 12 y el trigo a 4 pesos. Por tales motivos, ningún colono pudo pagar la primera cuota de las tierras. Había un revuelo entre los concesionarios de Yeruá cada vez que se sabía que venía el cobrador o inspector enviado por la Oficina de Tierras y Colonias, a fin de que los colonos deudores se pusieran al día.

Además, los almaceneros habían empezado a abrir crédito y resultaba que muchos debían totalmente la cosecha. -Entonces, el almacenero compraba la misma y cobraba sus cuentas y algunos todavía quedaban con débitos.

Así era que los colonos se reunían para consultarse sobre problema tan arduo, y se elevaba una solicitud de prórroga al gobierno. Pero el empleado cobrador, siempre -llegaba acompañado de un inspector que indagaba las verdaderas causas expuestas por los colonos.

¿Cuántas veces habrán ido -los cobradores? No lo recuerdo bien, pero sé que fueron -muchas. Hubo épocas en que se amenazó con caducar las concesiones por falta de pago y, llegado el momento, se hizo efectiva la medida. Hubo solicitudes, protestas y luego, un vicepresidente de la Nación, antes de emprender viaje a Europa, firmó un decreto levantando la caducidad mediante el pago de la décima parte de las deudas. La mayor parte lo hizo, paro el pago total se efectuó a los treinta años y algunos colonos no saldaron del todo sus cuentas hasta hace poco.

Tal es la historia de la Colonia Yeruá respecto del pago de las tierras. Esta colonia nacional dio mucho que hablar; hasta parecía mentira que una familia con cien hectáreas de -tierra apenas podía vivir. Pero, sin embargo, era cierto.

CAPITULO XI El primer capital

Llegados a la chacra, había que pensar en trabajar la tierra. Para iniciar el cultivo y sembrar se necesitaban animales y arados para la de esas tierras vírgenes, repletas de vegetación lujuriante.

Pronto se presentó un criollo alto y fornido —correntino— ofreciendo un caballito overo por 25 pesos. Tal vez lo hubiéramos comprado porque nos gustaba por el pelo: “Parece un caballo de esos que se emplean en el circo”, nos decíamos, “para hacer pruebas”. Pero nuestro vecino nos

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dijo que tuviéramos cuidado, porque el dueño era un gaucho ya conocido y tal vez lo había robado y, al comprarlo, también podía robárnoslo después y llevarlo a vender a otro lugar. Por eso hicimos la operación con el patrón de nuestro vecino amigo, por la suma dc 20 pesos y que, como se verá más tarde, fue una operación como la que nos ofrecía el correntino. El caballo resultó bastante bueno y manso y pudimos todos aprender un poco de equitación. El vendedor nos dio un certificado cualquiera y no pensamos más.

A los pocos días se presentó otro vendedor de ganado vacuno, un italiano, esta vez, que hablaba algo el francés. Nos ofreció bueyes mansos para el arado y convinimos en ir a verlos. Mi padre y mi hermano fueron a los pocos días a elegir una yunta. No fue muy fácil. Tenían en un potrero varias cabezas de ganado, entre ellas bueyes desparejos en tamaño y edad, algo flacos; algunos tenían cuernos descomunales que infundían pavor; otros eran muy viejos. Pero el traficante los ponderaba a todos. Era claro que lo que quería era vender su mercadería y a buen precio.

Por fin se eligió una yunta de bueyes, uno de pelo blanco y el compañero casi negro; uno nuevo y otro bastante viejo. Después de discutir un buen rato sobre el precio, quedamos que se lo compramos en ciento diez pesos, treinta o cuarenta pesos mas de lo que se pagaba en aquel tiempo, y lo trajeron a casa. Los animales se hundieron en las diez hectáreas de pasto. El vendedor nos dio el certificado de los dos bueyes con la marca pintada en el papel, lo que para nosotros era un jeroglífico pues no entendíamos el significado.

El arado lo compramos al mismo que nos vendió el caballo; era de hierro fundido, de mano, herramienta hecha en el país, rebelde para abrir surcos, sobre todo en tierra negra, donde sólo rasguñaba un poco la superficie. La vertedera no limpiaba nunca debido al material malo que la componía, y las rejas eran muy quebradizas.

Con ese triste capital íbamos a emprender la tarea de romper campo, el que nunca había conocido arado alguno. Respecto al arado, el que nos lo vendió se deshizo de él porque no le servía. ¡Cuántas veces he pensado después en la picardía humana! Todos hemos trabajado, uno tras otro, con este arado. Y había que apoyar todo el peso del cuerpo para hacerlo entrar en la tierra. Suerte que antes de dos años se compraron otros arados de acero, mucho mejores, pero al que le tocaba el arado aquel, tenía para rato para colgarse de las manseras.

Una vez que hicimos la compra de la yunta de bueyes y el arado, hubo que hacer un corral par encerrarlos y atarlos. Primero tratamos de hacerlo a pie, pero cuando estuvieron cerca, dispararon como ciervos, cada cual por su lado. Y la chacra era granda. Por fin, se encerraron a caballo, como era la costumbre. Pero el corral poco respondía y pasaban por los alambrados poco tirantes.

Por último, pasaba un hijo del país a caballo, quien nos ayudó para uncirlos. Primero los enlazó uno tras otro al flamante yugo que habíamos traído de Francia. Fue un trabajo laborioso, porque mi padre había confeccionado una especie de tejido de paja para colocar en la frente de los bueyes debajo de las coyundas para que no se lastimaran al tirar, lo que hizo sonreír al paisano. Además, el yugo estaba artísticamente confeccionado en madera de haya. Era un lujo, pues en el país se hace un yugo con un palo derecho, cavado un poco donde asienta sobre la nuca del buey, y otro poco donde envuelve alrededor de las guampas del animal.

Finalmente, empezó el trabajo.

CAPITULO XII

En plena tarea

Durante varios días vino a ayudarnos el vecino criollo porque la primera jornada resultó un desastre: o los bueyes no se estaban quietos y corrían, o se paraban y pateaban el arado y daban

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vueltas y más vueltas en círculo. Hubo que manejarlos a palos y gritos para lograr unos pocos surcos torcidos. Con el tiempo, los animales se acostumbraron al arado, porque anteriormente sólo habían tirado de las carretas.

Fuimos rompiendo campo de a poco. La estación estaba muy adelantada como para iniciar la siembra y los elementos con que contábamos no nos ayudaban. Recuerdo, sí, que en poco tiempo los bueyes engordaron como cerdos sin perder sus mañas. Esto se debía a la abundancia de pastos. Cuando no tiraban del arado, las bestias se pasaban las horas rumiando.

Hoy me cuesta creer, aunque lo he visto con mis propios ojos, que no haya quedado nada de aquellos inmensos pajonales donde se escondían las aves y las víboras y donde desaparecían los venados. Puedo comprobar, en cambio, el cultivo intensivo de esas tierras. El pasto ha sido talado, paulatinamente, por el ganado vacuno y caballar. Pero en algunos lugares llegó a ser tan alto que yo, parado sobre mi caballo, quedaba oculto de las miradas. Todos los años le prendíamos fuego y las llamas subían a una altura considerable, produciendo el ruido semejante a una tormenta: siniestro. El fuego avanzaba con rapidez y en pocos minutos quedaba —en su lugar— una enorme mancha negra. Mientras rugían las llamas, escapaban por todos lados los pequeños roedores, en tanto que muchas víboras y culebras eran víctimas del elemento. Pronto aparecían los chimangos y otras aves de rapiña, que caían sobre los aperiaces despavoridos. Pero todo esto e cosa del pasado. Ya no existen estos pajonales.

Se sembró un poco de maíz y algunas hortalizas traídas de Francia. Así obtuvimos chauchas de porotos y cebollas, que agregamos a nuestro menú, ya que hasta el momento sólo nos alimentábamos de carne y galleta. Al principio, los comestibles los traían día por medio desde Estancia Grande, distante 25 kilómetros. Pero pronto el repartidor no pudo venir más y hubo que ir a buscarlos. Es de imaginar los inconvenientes que esto provocaba, ya que la carne teníamos que ir a buscarla día por medio y el trayecto —unas diez leguas— se cumplía, sin demorarse, en algo así como medio día.

Pronto agregamos, a las compras efectuadas, varias gallinas y dos gallos Para iniciar el plantel. Nos costaron un peso cada una. Yo creo que en ese tiempo era el precio de una yunta. También compramos una vaca lechera al mismo individuo que nos había vendido los bueyes. Pero esta vez no pudo hacer su agosto pues ya estábamos prevenidos. Después de un buen rato de regateo —la vaca era rabona, y nosotros decíamos que eso la afeaba, aunque el italiano afirmaba que no tenía nada que ver con la leche; igual que los cuernos, que aquí se los limaba no porque fueran malos los animales sino para que no se lastimaran entre ellos— nos dejó la vaca y el ternero por veinticinco pesos. Y dijo que no ganaba nada, que la vendía porque si no tendría que volver con los animales hasta su campo, distante unos 20 kilómetros.

La vaca lechera daba tres litros de leche por día. Es lo que daban las lecheras de raza criolla en aquella época. Todavía no se conocía la mestización. Así mejoramos el menú. Es fácil comprender que, con tantas dificultades para proveemos los comestibles, muchas veces nos faltaron. Así transcurrió todo el primer año.

Cuando se empezó a arar, a menudo, al dar vuelta los surcos, aparecían alimañas. Encontrábamos así culebras, víboras de la cruz, serpientes de coral y de toda especie. También encontrábamos arañas, alacranes, ciempiés.

Al poco tiempo de llegar a la chacra tuvimos que construir algún abrigo fuera de la casa para colocar muchas cosas que molestaban en ésta, que estaba destinada a comedor y dormitorio.

Fuimos pues al monte en busca de madera, y nuestra elección recayó sobre dos o tres variedades de árboles, tales como el blanquillo, laurel y viraró, predominando el primero. También llevamos suficiente paja brava que serviría de techo.

Mi padre había empezado a edificar con piedras una pieza pegada a la casa. Lo hizo hasta una altura de metro y medio, más o menos, asegurada con postes en medio de las paredes, los que servirían de sostén al techo. Luego colocamos la paja, según nuestro conocimiento, tendida en

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una capa de poco espesor sujeta mediante varillas atadas con alambres. Por fin, al cabo de unos cuantos días, quedó terminada la obra. Como rústica, podía haber merecido algún premio, pero no se podía pedir más. El material no se prestaba y la madera era verde. La construcción tenía una sola abertura y, por lógica, el interior era bastante oscuro.

Un día empezó a llover. Al principio nos creíamos al abrigo del mal tiempo, pero cuando la lluvia arreció, como el techo tenía poca caída, el agua empezó a filtrar y llegó un momento en que caía como de una regadera. Tuvimos que buscar refugio en la casa grande.

Después lo mejoramos, obligados por las circunstancias, ya que más tarde un temporal nos llevó el techo de paja, El blanquillo, comido por la polilla, fue reemplazado por el sauce y el guayabo, y la paja brava por paja limpia, corno se usaba en el país.

Al momento de escribir estas notas, esa habitación es de ladrillo, con paredes de un espesor de casi cincuenta centímetros. Tiene techo de cinc, con paja debajo, y dos ventanas con vidrios. Lo hice yo con ayuda de mi hermano. Han pasado casi veinte años.

CAPITULO XIII Nuestro primer disgusto

Como lo dije antes, había que ir a buscar las provisiones hasta Estancia Grande. De esta tarea se encargaba mi hermano mayor dos veces por semana.

Un día fue mi hermano como de costumbre en busca de los comestibles y volvió al entrar la noche, como acontecía siempre, porque nuestra madre le recomendaba que no se demorara. Largó el caballo, bastante sudoroso, y nos fuimos a cenar.

Al día siguiente, mi hermano —también como de costumbre— temprano fue en busca de los bueyes, que siempre traía arreando a caballo.

Grande fue nuestra sorpresa al ver que, esta vez, lo hacía a pie. Pensamos que tal vez no había podido enlazar al caballo, a pesar de que era muy manso. Pero mi hermano nos sorprendió diciendo que el animal estaba muerto. Al principio pensamos que lo habría cansado mucho en el galope hasta Estancia Grande. Pero él contestó que no. Además nos mostró algo que había encontrado al lado del caballo muerto: dos libritos de papel de cigarrillo sin empezar.

Todos fuimos hasta el lugar donde estaba el animal,, distante unos quinientos metros, y lo encontramos ya rígido, con los ojos abiertos. Pensamos entonces en que alguien lo había envenenado, porque esos dos libritos de papel de cigarrillo era realmente un detalle sospechoso. Y de inmediato nos vino a la memoria aquel gaucho que nos había ofrecido un caballo en venta y que nos negamos a comprárselo en vista de que nuestro vecino nos había enterado de que el tipo era sospechoso. La muerte de nuestro caballo sería, presumimos, la venganza que se había tomado. Mi pobre madre lloraba —y con razón— pues con este contratiempo no tendríamos como ir a buscar las provisiones.

De inmediato avisamos a nuestro vecino español, a quien le contamos todo, hasta nuestras sospechas sobre el envenenamiento y el posible autor del hecho. También le mostramos los dos libritos de papel de cigarrillos, que miró y guardó —inmediatamente— en sus bolsillos, diciendo que eso era bastante extraño. Fue con nosotros a ver al animal y, como manifestamos la idea de cuerearlo, nos pidió que lo esperáramos hasta que volviera.

El hombre volvió de tarde y nos contó que había hablado con el patrón con respecto a la extraña muerte del caballo (el patrón era el que nos había vendido el animal), quien le había manifestado que, por la forma repentina de morir, el caballo tenía que haber sido atacado por el carbunclo y que, por eso mismo, nos recomendaba que no le quitáramos el cuero porque se trataba de un mal muy contagioso.

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Aunque aceptamos las explicaciones que nos habían dado, el papel de fumar seguía resultándonos muy sospechoso. Pero nada podíamos hacer, ya que la policía no se ocupaba de estas pequeñeces y, además, no podíamos probar nuestras sospechas.

De cualquier manera, otro detalle sospechoso vino a sumarse al que ya teníamos. Pocos días atrás, el que nos había vendido el caballo nos pidió que se lo lleváramos para ver como estaba. Así lo hicimos, sin malicia, y apenas lo tuvo en su presencia, poco se fijó en el estado aunque sí, mucho, en el lugar donde estaba la marca. El hombre tocaba el pelo y hasta llegó a juntar un poco de tierra y aplicarlo sobre la marca, tratando —después lo supimos— de ocultarla con este ingenuo proceder.

Aquello no nos llamó la atención entonces. Pero ahora me convenzo de la forma en que eran engañados los colonos, a quienes se les vendía animales robados. Ya existía la ley que castigaba estos delitos con cinco años de prisión, pero se hacía efectiva sólo a favor de los estancieros. Era difícil ir contra los poderosos, afiliados siempre a algún partido político.

Así pasó algo más de un año y nos habíamos olvidado casi por completo del asunto. El vecino español, que hablaba bien el francés, se hizo más amigo de nosotros y llegamos a simpatizar con él. Después se fue a Buenos Aires con su familia, pero en una oportunidad, la conversación recayó nuevamente sobre nuestro primer caballo. Supimos que sabía algo más y poco a poco fuimos haciéndolo hablar, hasta que nos contó todo lo que sabía.

Así nos enteramos que aquel caballo, que habíamos comprado al patrón —como le llamaba— era robado. Nuestro vecino no sabia si él lo había mandado a robar o si lo tenía su chacra porque lo había comprado. Lo cierto es que se enteró que nosotros necesitábamos un caballo y mandó al gaucho para que nos lo vendiera. Cuando nos pidió que le lleváramos el caballo para verlo, era porque el verdadero dueño se había enterado que el animal andaba por estos lados y quiso asegurarse que la marca se notaba todavía. Como podía tener problemas, mandó al gaucho para que eliminara la prueba por si el dueño 8U presentaba a reclamarlo.

El autor del hecho también se confesó con nuestro vecino en otra oportunidad. Había tenido no poco trabajo para llevar adelante la obra que le habían confiado. Debido a la oscuridad, erró con las boleadoras y las perdió. Pero al fin pudo acorralarlo y terminar con el pobre animal.

Esa fue la histeria de nuestro primer caballo. Pero debo completarla dando cuenta también de la historia del gaucho que nos mató el animal.

Por lo que supimos, era muy amigo de lo ajeno y a menudo era perseguido por la policía. En una oportunidad, quiso resistirse, pero fue apresado y fusilado y, además, enterrado cerca de la Cueva del Tigre, lugar distante algo así como un kilómetro de nuestra casa. Era un hombre de unos treinta años, correntino, musculoso y decidido. Cuando lo perseguían, se refugiaba en el monte, donde no entraba la autoridad. Y cuando se calmaban los ánimos, volvía a las andadas. Cuando fue capturado por última vez, fue sentenciado de inmediato y obligado a cavar su propia tumba. Cuando hubo terminado, un balazo certero lo tendió en la sepultura. Eso lo contó uno de los “milicos” que asistió como centinela del reo.

Para terminar mi relato diré que un día, encontrándose en casa el vendedor del caballo, y sabiendo ya mi hermano lo realmente acontecido, le dijo sin rodeos: “Usted debe saber quién mató nuestro caballo”.

El individuo seguramente no pensaba recibir semejante latigazo. Se dio cuenta, sin embargo, de que nosotros estábamos enterados y se limitó a responder: “No me mezcle con esa clase de gente”.

Fue lo único que pudo contestar.

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CAPITULO XIV La langosta

Corría el mes de noviembre. Mis dos hermanos y yo nos encontrábamos pescando en el arroyo Yeruá. Soplaba un poco de viento norte y, a ratos, se oía el grito del benteveo, aunque menos que de costumbre. De vez en cuando, al levantar la vista, veía caer algunas hojas de los árboles, como cuando el viento los descuaja en otoño, sin reparar que estábamos en primavera.

Cuando creímos que la pesca era suficiente salimos del monte para regresar a casa. Y recién entonces comprendí la causa de la caída de las hojas: por todas partes asomaban —semejante a copos que caían, volaban, se levantaban del suelo, produciendo un zumbido extraño y exhalando un olor acre— una multitud de insectos voladores. Quedamos maravillados ante semejante cuadro, ya que para nosotros aquello era un fenómeno desconocido. Era una invasión de langostas; era lo que nos había anunciado el pasajero del vapor “Venus” en una conversación dos meses antes. Y en aquella oportunidad nos había asegurado que ese año se esperaba la invasión.

Allí estaba el maldito acridio, aunque muy diferente a lo que nos habíamos imaginado. Habíamos oído hablar de él y sabíamos que devoraba las cosechas en el África del Norte, en Argelia, y reducían a los colonos a la miseria. Pero yo creía que la langosta era como las pequeñas tucuras que se ven en Francia, que pasa inadvertida. Lo que vimos de golpe era la terrible plaga de insectos voladores, del grosor de un dedo meñique, largo de seis a siete centímetros, provisto de cuatro alas y armados de patas con púas para aferrarse a las plantas. Los árboles estaban cargados, el suelo cubierto, y al caminar, hacíamos levantar una nube espesa de esos insectos. El horizonte aparecía con una lista sombría, semejante al humo de un incendio, o a la amenaza de una tormenta. Mirando hacia el cielo, se los observaba brillar al sol, como puntos luminosos semejantes a. pequeños diamantes. Algunos volaban a tal altura que se veían del tamaño de un mosquito. Era una manga inmensa.

Llegamos a casa. Ya habían desaparecido los tablones de porotos y otras hortalizas. La invasión había sido tan repentina que no hubo tiempo rara proteger absolutamente nada.

La invasi6n continuó todo el día, por momentos más tupida pero continuada, favorecida por el viento norte que la ayudaba en su vuelo hacia el sur.

El que no ha visto nunca una invasión de langosta, difícilmente pueda darse una idea de lo que significa. Yo he visto pasar mangas inmensas durante un día entero. Venían de la. República del Uruguay; empezaban a volar desde las ocho de la mañana y pasaban sin discontinuidad hasta una hora antes de entrar el sol. Su llegada se aprecia como una nube en el horizonte, que se mueve y oscurece el sol y que llega al lugar en que se encuentra el observador en quince minutos o menos, a veces. La primera ola es la vanguardia, que no invade en línea recta sino en semicírculo. El grueso del ejército viene detrás, ese sí derecho, en un núcleo tupido, de vuelo acelerado, produciendo un zumbido semejante al redoble de un tambor sin tregua oído a distancia. En invierno, las mangas vuelan a más baja altura que en verano, y parecen más aglomerados y hambrientos. Es cuándo hacen más estragos, como 1896, cuando devoró el lino y el trigo.

En menos de dos horas, nosotros perdimos treinta y cinco hectáreas de lino. Ninguna máquina podría efectuar el corte ni en varios días.

Para fomentar la destrucción de la langosta, en 1896 el gobierno pagaba cuarenta centavos por bolsa. La tarea se podía realizar cuando había heladas y el insecto estaba adormecido aún por el frío. Pero eso era un paliativo. ¿Cuantos hombres se necesitaban para eliminar una manga de langostas? ¿Y cómo llegar hasta las copas de los árboles?

Mujeres, niños y menesterosos se dedicaban a. esa tarea y con el producido podían vivir varias semanas. Pero no era una solución al grave problema. Fue entonces que se empezó a em-

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plear el sistema de barreras y zanjas para destruir la saltona. Y ahora, con los lanzallamas, se obtienen mejores resultados.

Primero se hacían zanjas largas y hondas, y de cada lado varios hombres arreaban la saltona de a poco hasta hacerlas caer en la zanja. Entonces se las tapaba con tierra. Pero además de engorroso, ese trabajo era poco práctico y sólo servía de algo en caso de que las mangas fueran chicas. Se empleó durante cuatro o cinco años, por iniciativa colectiva de colonos vecinos.

CAPITULO XV La lucha contra la langosta

Cuando el gobierno tomó cartas en el asunto, lo hizo nombrando empleados bajo la fiscalización de Defensa Agrícola. Esta gente visitaban las casas, de los colonos exhortándolos —en términos enérgicos— a destruir la langosta y luego la saltona. Recuerdo uno que decía: “Cada langosta que mata son veinticinco que destruye”. ¿Quién ignoraba eso? Pero no había elementos para combatirla. Como en todo proyecto improvisado.

Los empleados cobraban sueldos y los colonos perdían las cosechas. Aquellos pasaban y repasaban con caras de pocos amigos y llegaron a hacerse aborrecer por el vecindario. Para quemar la saltona se mandó cortar paja, que primero se pagó y luego fue obligación hacerlo gratis. Pero las cosechas seguían siendo devoradas.

Los mismos vecinos se empujaban, unos a otros, las mangas de saltona. Así se registraron altercados, llegando a observarse escenas de pugilato y no pocas veces salieron a relucir las armas. Sin embargo, la saltona terminaba con lo poco que quedaba de la cosecha.

Como sucede siempre, unos destruían la saltona y otros no. Algunos dejaban escapar sigilosamente una manga sobre el terreno del vecino de calle por medio, para que se las arreglara como pudiera. Pero éste denunciaba el hecho al empleado “langostero”. Y ahí se armaba el lío. Algunas veces se aplicaban multas pero en la mayoría de los casos, todo quedaba en una amenaza para la próxima vez. Aunque se le obligaba a ayudar al vecino a matar la manga que había dejado escapar, con o sin intención, la saltona dejaba a todos parejos. En resumen, lo que se destruía era una insignificancia en relación con lo que quedaba.

Después se empezó a utilizar la “barrera”, que el gobierno prestaba o alquilaba. Pero la cantidad era muy reducida: apenas 40 metros a cada colono, y no todos la tenían. Para mangas chicas era siempre una gran ayuda; pero en caso contrario, valía de poco, porque la saltona se desarrolla mucho en pocas semanas. Solamente cuando es recién nacida se podía llevar un ataque a fondo, como para exterminarla.

En el año 1896, por perturbaciones políticas en el Uruguay, quedó acantonado en Concordia el Regimiento 11 de Línea, con el fin de vigilar las costas. A poco, se solicitó su colaboración para destruir la langosta en Yeruá.. Fue enviado un batallón, que se limitó a cavar zanjas y a colocar un poco de barreras.

La tarea era demás aburrida: después de cavar las zanjas y colocar las bocazanjas para que las saltonas no volvieran a trepar, se colocaban las demás barreras a cada lado, para que la saltona fuera derecho a aquella. Cinco o seis hombres se colocaban a cada lado de las barreras para ayudar a que no escapara ninguna. Los soldados lo hacían, pero era una tarea ingrata para ellos; horas enteras parados, haciendo de espantajos.

Recuerdo que algunos nos preguntaban cómo podíamos vivir en un lugar como aquel, tan solitario y tan lleno de langostas. Eran soldados enganchados voluntariamente, pues el servicio militar obligatorio no había sido establecido todavía.

Después, en los años siguientes, hubo una tregua. La langosta no apareció por seis o siete años, hasta que —pasado ese período— aparecieron nuevamente los empleados langosteros

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junto con el acridio. A ellos les convenía la presencia de la plaga pues aseguraban su sueldo y más de uno de esos presupuestívoros levantaban la vista al cielo, al llegar la primavera, buscando la presencia de la langosta.

No quiero pecar de mordaz, porque es humano. Pero a veces algunos viven a expensas de la amargura de muchos. Yo recuerdo las penurias, disgustos y fatigas pasadas al rayo del sol, con un calor de 40 grados a la sombra, cavando zanjas antes que llegara la saltona a invadir las cosechas; y estar allí, cuando la invasión, gesticulando y corriendo de un lado a otro, sin dormir y muchas veces sin comer, para —al final— perder igualmente la cosecha; y era para sublevar el espíritu más constante recibir, más tarde, la visita del empleado langostero que venía a medir en metros cúbicos, la cantidad de saltonas encerradas en las zanjas. Y, además, observar su severidad —que derivaban en lo grotesco— pero que todos tomábamos a risa o con desprecio, pues ninguno más que el colono podría tener interés en destruir la langosta.

CAPITULO XVI Los últimos combates

Millones de pesos se invirtieron en sueldos, implementos de destrucción, pago de estudios de laboratorios, proyectos, etc. Y todos los años volvía la langosta.

Se cometieron abusos, es cierto, pero la campaña de destrucción llevada a cabo contra la langosta ha sido un drenaje incesante impuesto por el gobierno a las finanzas del país. Paga el pueblo y paga el agricultor doblemente porque no impide que la langosta le devore la cosecha, que alcanza cifras millonarias en pocos años.

Hace ya varios años que la Colonia Yeruá está invadida por la langosta. Como la Defensa Agrícola dispone de grandes cantidades de material de destrucción, especialmente barreras, se la ha combatido enérgicamente. Las hileras de barreras prácticamente rodean la colonia. De trecho en trecho se cavan zanjas de mucha profundidad, de manera que la saltona sigue la línea de barreras tendidas y va sola a las zanjas. Así se destruyen enormes cantidades y a los quince o veinte días no quedan más. Pero afluye de otras colonias o estancias en donde poco o nada se la combate.

Un empleado de la Defensa, conversando un día conmigo, se mostraba optimista respecto a la enorme destrucción que se estaba realizando. “Algo se ha hecho, es cierto”, le contesté. Pero yo tenía tantos años viendo llegar la langosta que podría haber opinado con conocimiento de causa. La verdad es que mucha gente se guiaba por las estadísticas. Pero el control era muy dudoso; sé muy bien que se anotaba mucho más de lo que se destruía. En las estadísticas aparecían cantidades apreciables. Y había que hacerlas figurar para enterar al país que realmente se trabajaba, que el dinero no se tiraba a la calle.

Hubo un momento en que fue tan grande el clamor popular que los poderes públicos tuvieron que preocuparse. La prensa señaló los terribles excesos de la langosta, que hacían disminuir al principal factor de riqueza del país. Así se votaron enormes sumas y se dispusieron de millones de metros de barreras. Alrededor de 1936 se compraron miles de aparatos lanzallamas, tan útiles que en pocas horas se pueden destruir mangas que con barreras necesitarían varios días.

El lanzallamas fue un factor decisivo en la limpieza de la Colonia Yeruá. Sin embargo, se debe soportar el ataque de mangas provenientes de otras zonas y a veces es tal la aglomeración de los insectos que suelen apagar el fuego. Como hay sequía, el incendio se propaga, a menudo, de un campo a otro, porque los pastos’ están resecos. En la lucha contra el acridio se estudiaba, también, los efectos de unos polvos arsenicales. Pero el proyecto presentaba varias dificultades. Una de ellas era que debía ser arrojado desde cierta altura y mezclado con afrecho. El otro, tal

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vez peor, era que podían envenenar también al ganado. El primer intento exitoso se llevó a cabo en 1939. Para esta fecha se había mejorado el veneno y ya era inofensivo para el ganado.

Para terminar este capítulo diré que en ciertos años aparece también la langosta indígena llamada tucura, que suele ocasionar perjuicios de consideración en los campos de pastoreo y hasta en los sembrados. Aparece en cantidades insignificantes y no es más que otro bichito a agregar a muchos más que vagan por los campos junto a ciertas langostas verdes de alas azuladas que se crían en los yuyales y no hacen ningún daño.

Hay temporadas en que la tucura aparece en manguitas regulares. El suelo negrea en partes, avanza y —como la saltona— tala los pastos de tal modo que el ganado no encuentra qué comer y debe ser trasladado a otros lugares que no estén infestados por la plaga para que no muera de hambre.

CAPITULO XVII Correrías

Hay veces en que me pierdo en los recuerdos de aquellos primeros años de nuestra vida en la Colonia Yeruá. Y no puedo olvidar nuestras correrías por las cien hectáreas, que eran nuestro dominio, las travesuras y las experiencias ganadas.

Mis hermanos y yo salíamos a recorrer, revisando las matas de pasto por si encontrábamos algún nido de perdiz o de algún otro pájaro. En la paja brava anidaban varias clases de avecillas; algunos nidos tenían huevos y era común que encontráramos pichones. Cuando los agarrábamos, piaban desesperados, lo que atraía a los padres, furiosos. Tras ellos, muchos compañeros que tendrían sus nidos cercanos, aparecían repentinamente. Su número llegaba a veces hasta cien, y hacían una batahola que tenía un solo fin: hacernos abandonar los pichones.

Resultaba interesante ver a estos pájaros que se nos acercaban amenazantes, con el pico abierto, rozándonos la cara, desafiantes y barulleros.

Para alejarlos, empleábamos unas varas largas: pero evitaban los golpes con mucha habilidad, se retiraban unos metros y volvían al ataque. La bandada nos atropellaba con furia, con desesperación.

El espectáculo nos llenaba de alegría porque en Francia no se veían tantos pajaritos juntos ni eran tan atropellados como estos. Pero nosotros no lo hacíamos por mal maldad ni matábamos a los pichones. Era una diversión y, por nuestra edad, no reparábamos en la desesperación de las aves.

Solíamos recorrer la chacra a la siesta, aún en pleno verano, con temperatura de 40 grados a la sombra. En esas condiciones podíamos observar ciertas tucuras., algo más grande que las comunes, que volaban brevemente ante nuestro paso. Al hacerlo, producían un tintineo característico

Una curiosidad insaciable guiaba nuestras recorridas. Revisábamos todo: pastizales, pajales colorados, cuevas, paja brava, árboles, etc. Las perdices levantaban vuelo casi debajo de nuestros pies, y se detenía allá lejos. Pero descubríamos su nido y nos llevábamos los huevitos, oscuros, casi negros, lisos y poco alargados. Un poco más allá, escapaba velozmente un pequeño ratonero, que también puede volar, a trechos. En su nido hallamos cuatro huevitos blancos como el mármol, muy pequeños y tan lindos que ni los tocamos. A poca distancia oímos el canto del pajarito —cuatro notas diferentes— como un saludo por haber respetado su nido. Un poco más lejos encontramos una cueva de lechuzas. El ave, parada sobre un poste de alambrado, nos mira fijamente con sus redondos ojos y lanza sus chillidos de protesta. Pero esta vez no podemos llegar hasta los huevos, porque la cueva es muy honda y nuestros brazos no alcanzan.

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En otra cueva similar, vuelvo a meter el brazo, siento un cosquilleo, lo retiro y miro, sorprendido, en su interior: una araña peluda parece observarme atentamente. Es una imprudencia de niños. Esa araño no era ponzoñosa. Pero podría haberlo sido y cara nos hubiera costado la aventura. Desde entonces, nos volvemos mas cautelosos.

Sin embargo, todavía nos esperaba otra desagradable sorpresa. En otra cueva, encontramos un animal que, desde afuera, parece un gato. Uno de nosotros corre hasta la casa y vuelve con una azada. Comenzamos a cavar. Un cierto olor desagradable no nos amilana y pronto aparece el animal, después de haberle destruído la cueva. Es un cuadrúpedo negro con dos rayas blancas desde la cabeza hasta la cola peluda. Mi hermano intenta agarrarlo con la mano, y como un vaporizador, un liquido nauseabundo nos salpica a todos. Un nuevo intento por nuestra parte recibe el mismo tratamiento y nos hace retroceder. El mayor, más decidido que nosotros, lo agarra por la nuca y el animalito le lanza el líquido a la cara. A pesar del olor horrendo, como es tan lindo el zorrino —pues de él se trata— lo llevamos hasta casa. Nuestros padres, alertados por el “aroma”, no nos dejan acercar. Tenemos que matar el animal antes para conservar la piel. Pero a la ropa tuvimos que lavarla muy bien y dejarla varias noches al sereno para que desapareciera el olor.

Por ese día terminó nuestro paseo por el campo con un terrible dolor de cabeza producido por el desagradable “perfume”.

CAPITULO XVIII Un crimen alevoso

Corría el mes de enero de 1891 y se cumplía el cuarto mes de nuestra llegada a la Colonia Yeruá, cuando todo el vecindario fue sacudido por una noticia que cayó como un rayo entre nosotros: una familia —compuesta por tres personas— había sido asesinada alevosamente en esos días. Los integrantes del núcleo familar eran un matrimonio y un muchacho de unos 16 años, hermano de la esposa.

Además de los detalles del hecho sanguinario, otro factor produjo inquietud entre nosotros y entre muchas otras familias. Es que las víctimas eran de nacionalidad francesa, recién llegados al país y sin ningún conocimiento de las costumbres de la gente del lugar, lo que nos ponía alertas ante la presencia de desconocidos.

Después supimos que el móvil del crimen había sido el robo, pero no había ninguna circunstancia atenuante pues, como dije, fue fríamente premeditado y cometido con un ensañamiento sin precedentes.

Pero vamos al grano. La familia asesinada tenía un peón —hijo del país— en quien, al parecer, depositaban mucha confianza y le confiaban todo lo de la casa, sus esperanzas y hasta ciertos secretos, como que hablaron en su presencia, de cierto dinero que esperaban de Francia de un momento a otro. Aunque hablaban un mal castellano, el peón escuchaba lo suficiente como para hacer nacer en él la codicia.

La cuestión es que el peón hizo saber a dos compañeros tan codiciosos como él que la familia estaba por recibir dinero. Y entre los tres resolvieron matar y robar. Y a los pocos días, creyendo seguramente que el pobre colono había recibido el dinero, se llegaron una noche a la casa. El peón present6 a sus amigos, y sus patronøs, confiados, no hicieron ningún reparo a esta visita que parecía amistosa, ni notaron nada anormal en sus siniestros visitantes. A la hora de la cena, el hospitalario colono los invitó a compartir la mesa. Al sentarse él, empezó la matanza. Uno de los individuos se avalanzó sobre el dueño de casa y le infirió varias puñaladas, sin darle tiempo a defenderse. El otro la emprendió con la mujer, apuñalándola también con encarnizamiento,

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aunque al parecer le fue mas difícil pues ésta se defendió con energía poco común y tuvo que intervenir el tercero para rematar la tarea de su compañero.

En ese momento regresaba el muchaoho, y, al ver la terrible escena, fue presa del pánico y emprendió la fuga. Pero los tres criminales le dieron alcance y lo ultimaron a puñaladas como a sus dos desgraciados parientes.

Los asesinos volvieron a la casa y, para no abundar en otros detalles macabros, diré solamente que degollaron a las dos primeras víctimas. Después procedieron a la búsqueda del dinero, sacando y revisando los efectos, ropa, muebles, cortando las sábanas, en fin, efectuando un registro completo. Nadie podía molestarlos en ese momento. La casa se encontraba en un sitio solitario, cerca de un arroyo, rodeada de matorrales, pajales muy altos y tupidos. Los pocos vecinos distaban por lo menos un kilómetro y medio.

Así pues, no hubo testigos y los asesinos procedieron sin ninguna cautela. Naturalmente, después de la hazaña, se retiraron a caballo y el peón tuvo buen cuidado de no volver por la casa.

Alguna persona descubrió el crimen al otro día y dió cuenta a la policía. Esta sospechó de inmediato del peón y se puso en su búsqueda.

Mientras tanto, al trascender el hecho, varios colonos se presentaron a las autoridades resueltos a matar a tiros al primer individuo que encontraran rondando alrededor de sus casas al anochecer. Es que se suponía, en los primeros momentos, que los asesinos habrían sido impulsados por odio a los extranjeros, Hasta el cónsul francés se dirigió al jefe de policía de Concordia destacando el mal efecto que habla causado el hecho entre los colonos y que el suceso podría repercutir en el exterior, ya que la mayoría de los colonos de Yeruá eran franceses.

La policía, sin embargo, proseguía la búsqueda de los criminales. Un día, uno de ellos estaba con algunos conocidos cerca de Concordia. Había comprado una sandía, la abrió con el cuchillo y partió una tajada. De repente, miró el arma y, como para que los presentes oyeran, dijo:

—¡Ahijuna! Si supieras hablar, de seguro que se sorprenderían más de cuatro con lo que has hecho......

Fue un exceso de vanidad y cinismo que lo perdió. Los oyentes sabían del crimen pero ignoraban que este individuo podía haber tenido participación. Algunos sospecharon y apenas se retiró del lugar, lo hicieron saber a la policía, la que siguió la pista del malhechor hasta dar con él. Como el criminal pretendió fugarse y luego resistir a la autoridad, fue muerto a tiros.

El segundo criminal fue apresado por un vigilante que se ofreció a hacerlo solo, porque lo conecía y sabía dónde encontrarlo. En un tiempo habían sido amigos y para no despertar sospechas se vistió de civil. Lo encontró en un monte del arroyo Yuquerí —no recuerdo si el Chico o el Grande— y conversaron amistosamente. El policía le contó que había dejado de ser agente y que estaba libre. Como hacía calor; al rato el asesino lo invitó a bañarse en el arroyo, que es lo que esperaba el policía. Dejó que se desnudara, simulando hacer otro tanto. Cuando vio el cuchillo del asesino en el suelo, y después de asegurarse que no tenía ninguna otra arma, de un puntapié lo arrojó al arroyo, encañonándolo después con el revolver.

El asesino se entregó mansamente al ver la resolución en la cara del agente, quien le colocó las esposas. Una vez acaballo, lo ató de manera que no pudiera escapar, En la comisaría, la confesión fue amplia. El había sido quien ultimara a la mujer y aseguró que si no le ayudaba su compañero, lo hubiera pasado mal.

El tercero huyó a la República Oriental aprovechando la confusión del momento y como no existía ley de extradición, vivió un tiempo en aquel país. según me ha referido un vecino uruguayo que llegó a conocerlo y saber quién era; parecía vivir una vida intranquila.

Para terminar este capitulo diré que a los pocos meses del crimen recibimos una carta de nuestro hermano de Francia, llena de inquietud por nuestra suerte. Todo se debía a una confusión originada por una persona que, según dijo, había abandonado la Argentina y vuelto a su país —Francia— porque una familia residente en laColonia Yeruá había sido salvajemente asesinada.

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Esto llegó a oídos de nuestros parientes quienes se pusieron en contacto con aquella persona que aseguraba haber estado en el lugar cuando aconteció el hecho. Al preguntársele el apellido de las víctimas dijo uno similar al nuestro. Nuestros familiares tuvieron la certeza, entonces, de que habíamos sido ultimados e iniciaron los trámites para asegurarse. Así fue que recibimos una carta —ya que un telegrama a la Argentina estaba fuera de sus posibilidades—. Hasta que no recibieron nuestra respuesta, no volvieron a estar tranquilos.

CAPITULO XIX Otro crimen

Otro suceso criminal aconteció allá por el año 1894 o1895, y como el relatado en el capítulo anterior, también conmovió al vecindario de la colonia. Pero esta vez, debo reconocer que no fueron hijos del país sus protagonistas, sino italianos ambos, y el móvil, la venganza.

La noche del crimen estábamos sentados todos fuera de la casa. Ya habíamos cenado; hacía calor y se escuchaba todo ese concierto propio de insectos y batracios de los alrededores. Las luciérnagas cruzaban luminosas y ya aparecían las primeras estrellas en el firmamento. Fue entonces cuando sonó un disparo, a lo lejos. Pensamos que alguien estaría cazando vizcachas, porque solían hacerlo los colonos recién llegados, para guisarlos como a los conejos. Y no pensamos más.

Al día siguiente, temprano, nos enteramos del hecho: un colono, cuando cenaba con su familia, había sido ultimado de un balazo, disparado desde afuera. Desde un primer momento se sospechó del medianero, con quien la víctima había tenido una discusión el mismo día del crimen.

Desgraciadamente, era la verdad. Y el disparo que habíamos oído la noche anterior, era el balazo fatal.

La policía acudió inmediatamente e interrogó a los miembros de la familia de la víctima y a una joven que estaba de visita desde hacía unos días. El comisario supo, entonces, que había existido una discusión áspera con el medianero. Los dos protagonistas eran personas de carácter un poco arrebatado. El motivo era una hectárea de tierra sembrada de lino y vendida por el dueño a una sociedad para una construcción dedicada a casa de comercio —que todavía existe y tiene almacén y carnicería—. Naturalmente el sembrado sufrió los inconvenientes del acarreo de ladrillos y demás materiales, y fue pisoteado por los caballos y carros. Eso irrité al medianero, a pesar de que el dueño le aseguró que el daño y perjuicio le sería indemnizado con el conjunto de la cosecha obtenida de otras hectáreas sembradas. Sin embargo, los dos hombres no pudieron entenderse y en la discusión llegaron hasta los insultos.

Al parecer, el medianero terminó la discusión asegurando que, como el otro no respetaba los sembrados, le ajustaría las cuentas. De allí, cada uno se fue para su casa. El epilogo fue el crimen.

La policía acudió dos veces al lugar del hecho. En la última, retiró el cadáver de la víctima, trasladándolo a Concordia para hacerle la autopsia. El nuevo interrogatorio a los deudos arrojó las mismas sospechas sobre el medianero. Parecía no haber dudas, pero el comisario buscaba las pruebas. Así fue como, recorriendo el lugar desde donde podía haberse hecho el disparo —favorecido por la luz del interior de la casa— encontró un pedazo de revista, arrollado y al parecer, utilizado para la carga de la escopeta. El hombre, perspicaz, lo guardó en su bolsillo y marchó a interrogar al medianero. La casa de éste distaba como un kilómetro.

El hombre dormía muy tranquilo y fue su esposa quien respondió primero al llamado de la autoridad. Al ser requerida la presencia del marido, éste se levantó. Al enfrentarse con el

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comisario, le manifestó su extrañeza por aquella visita y como para defenderse, se presentó armado con una barra de hierro.

—Vengo a advertirle que alguien mató a su patrón de un tiro —dijo el representante de la ley. —¿Y yo que tengo que ver con eso? —preguntó ásperamente el interrogado. —Pues se sospecha de usted. —¿Que yo lo maté? Busque en otra parte porque aquí pierde su tiempo. -

Sin embargo, el comisario había encontrado ya lo que buscaba. En una revista abandonada en el interior de la casa, halló una hoja a la que le faltaba un pedazo. Extrajo de su bolsillo el pedazo que había encontrado en el lugar del hecho y observó que coincidía perfectamente

El hombre, al verse descubierto, perdió su aplomo y se puso a llorar. Confesó su participación en el suceso y dijo que después de consumada su venganza, corrió hasta su casa y nada contó a su mujer.

Lo llevaron preso y atado y durante el proceso que siguió se hablaba de que lo iban a fusilar. Finalmente fue condenado a 20 años de prisión, cumplió íntegramente su condena y salió en libertad después. Yo no lo he visto más, aunque algunos dicen que lo vieron en Concordia.

Así culminó otro caso policial que, como el anterior, conmocionó al vecindario de Colonia Yeruá, allá cuando terminaba el siglo.

CAPITULO XX Algunas costumbres del paisano

Lo que todo extranjero llegado al país observa en la campaña es la habilidad del nativo para domar y manejar el caballo, otrora su compañero inseparable. Se dice que el gaucho argentino es el mejor jinete del mundo, pero también el uruguayo ambiciona ese título y el mejicano pasa por ser muy diestro en el oficio; sin olvidar al árabe que, a fuer de jinete consumado, es también muy sabio en la elección del pelo y la calidad del animal

Ahora, con la división de las tierras, los alambrados múltiples —de púas en muchas partes—, el progreso de la técnica, la instalación de cabañas, se ha restado mérito a los domadores de antaño. Pero en la época en que nosotros llegamos, todos los criollos, o casi todos, se dedicaban a domar yeguarizos, potros salvajes preferentemente. Unos eran más prácticos que otros pero todos corrían los mismos riesgos.

El domador de oficio trabajaba todos los días. El peón de estancia tenía que ser domador, so pena de perder mérito entre los compañeros de trabajo. Naturalmente, antes que aprender a domar había que saber manejar el lazo y las boleadoras. De noche, al calor del fuego y entre mate y mate, se hablaba de los redomones que saldrían más tarde, lo bravo que eran algunos de esos baguales —los que se reservaban para los jinetes más diestros del lugar—. Y llovían los comentarios sobre las mañas de los potros.

En las estancias siempre había corrales construidos con solidez, con palos de madera de ñandubay enterrados profundamente, sobresaliendo lo suficiente como para impedir cualquier salto. Tenían un portón de entrada y otro de salida.

Cuando la tropa de yeguarizos estaba encerrada, el domador elegía el potro que debía jinetear y lo enlazaba. Esto no era tan fácil, porque los animales estaban amontonados y, al sentir silbar al nudo corredizo, agachaban las cabezas y se apretujaban entre sí. Pero para el potro elegido ya era tarde: el lazo lo sujetaba del cuello y aunque trataba de escapar, ya estaba sujeto al palenque. Los desesperados esfuerzos —que más lo ahogaban— terminaban con su caída al suelo, donde el domador le colocaba el bozal y le aflojaba un poco el lazo para que pudiera respirar mejor y levantarse.

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Después de otros escarceos se acercaba la hora de la doma real. Ya le ha colocado el apero y el caballo se ha cansado un poco de tanto forcejear. Por fin, en un momento dado, monta el domador su cabalgadura y, con un fuerte rebencazo en el anca, y un salto prodigioso del bagual, comienza la función: saltos hacia adelante, de costado, corcovos al por mayor, todo lo prueba el animal para desembarazarse de la carga que soporta y que lo humilla. Pero todo es en vano. El domador se mantiene sobre el recado hasta que el potro, cansado, sudoroso, rendido y temblando, parece decir basta. El hombre ha superado a la bestia, la que conservará las heridas de las espuelas y las huellas de los rebencazos.

Es lo que pasa en la mayoría de los casos, cuando se doma potros salvajes. Pero a veces los baguales se lanzan en una carrera vertiginosa que apenas puede seguir el compañero del domador que tiene por misión cuidar los movimientos desenfrenados del potro. Es allí cuando una caída puede tener graves consecuencias. Muchos jinetes han quedado muertos o estropeados de por vida en estas circunstancias.

Una vez hablaba con un domador de oficio y le pregunté que sentían ellos en su tarea. “Mire —me contestó—; cuando uno es joven se entusiasma, un poco por amor propio y un poco para que lo aprecien. ¿Miedo? Tal vez al principio, pero después no, aunque el oficio es peligroso”. Me explicó algunas características del trabajo, que no consiste únicamente en domar sino también en amansar los animales. “Los correntinos —continuó— son excelentes jinetes, no le miran las arrugas al oficio y en ocho días le entregan un potro salvaje convertido en un caballo manso. Pero déjelo descansar unos días a ese animal y será tan bagual como antes. Además, hay ciertos animales indómitos. Es tal la potencia de los corcovos que cuando uno se apea le quedan las piernas acalambradas. Y se gana poca plata, nada más que lo justo para vivir”.

Para domar y amansar un caballo salvaje se pagaba cuatro o cinco pesos, en un tiempo.

CAPITULO XXI

El criollo

El gaucho o criollo de antaño quería y cuidaba a su caballo, y es fama decir que más quería a su caballo que a su china. Bien decía un escritor argentino —el coronel Mansilla—: “Nuestro gancho vive en peores condiciones que ciertos indios. Vive al día, con el caballo y el asado y el mate”. El indio solía tener choclos y platos de madera; el gaucho, nada de eso. El cuchillo lo era todo. Es cierto que hoy en día se ha ido adaptando a las exigencias de la época y muchos criollos trabajan como agricultores • Pero yo quiero hablar del antiguo poblador de los campos. Era un verdadero jinete y tan pegado al caballo que para hacer cien metros ensillaba el pingo con el mismo cuidado que si hubiera ido a una fiesta. Muchos criollos viejos añoran aquel tiempo, cuando cada uno era dueño de una punta de vacas y su tropillita. Pero las tenían porque en aquel tiempo no había exportación. Apenas empezó ésta, todos vendieron sus vacas. Siendo despreocupado como es el criollo, y poco económico, y gustándole bastante el juego y la bebida, pronto se encontr6 en la pobreza, atribuyendo al gringo su estado actual.

Varias veces he tenido conversaciones con esos viejos criollos, y todos recordaban el pasado, las tropillas, la punta de vacas, en fin, la vida fácil y barata. “Ahora —decían— no nos queda: más que un triste matungo, y eso cuando lo tenemos. Ni siquiera un pedacito de tierra para construir un rancho de paja”. Se comprendía que un sordo rencor se ocultaba tras los recuerdos. Señalaban la división de los campos, con alambrados, para formar las colonias y la invasi6n del pago por una multitud de gringos, venidos de quien sabe donde. “Ellos ahora ocupan la tierra —se lamentaban— y nosotros, los hijos del país, ocupamos la orilla de los pueblos”. Esto me decía uno de esos viejos muy hábiles en la confección de trabajos de cuero trenzado, crudo, que

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suavizaban con golpes de palo y sobaban para finalizar la obra. Por estos trabajos pagaban muy poco, en relaci6n con el esfuerzo y paciencia empleados, pero daba para vivir modestamente.

Otro día hablaba con una viejita criolla sobre lo que eran las ciudades, con todos sus adelantos; los trenes, el bullicio de las calles adoquinadas y lisas, los enormes edificios, la luz eléctrica que de noche iluminaba la Capital como en pleno día, la multitud que circulaba en las calles, los tranvías repletos de pasajeros, los trenes que llevaban la gente a todos los puntos del país, los vapores inmensos que transportaban a Europa cueros, lanas, carnes, cereales y traen máquinas de todas clases, géneros, comestibles. Se quedaba extasiada, aturdida, sin comprender bien lo que le quería enseñar sobre lo que es la vida moderna en las grandes ciudades.

—¿Pero de dónde sale tanta gente para construir tantas casas? ¿Y que hacen en las calles como hormigas? —me preguntó.

Se lo expliqué lo mejor que pude y ella hizo como que me entendía. Entonces traté de pintarle el movimiento de vapores de ultramar, que van y vienen cargados de pasajeros, ”a veces más de mil quinientos en cada barco”.

—¿Y son muchos los barcos que traen gente de allá? —volvió a interrogarme. —Sí —respondí—, más de cien en todo el año. Y traen más del doble de gente de la que se va

del país. —Ah —exclamó entonces la vieja criolla—, es por eso que hay tantos gringos. ¡Así está el

criollo..! Con estas crudas palabras quería significar que el criollo estaba sumergido y dominado,

aniquilado para siempre. No podía comprender que la gente del gobierno fueran criollos también, si llamaban a los gringos que lo invadían todo, que se apoderaba de los campos, que los dividían en chacras con alambrados. Y ellos, los dueños del país, se sentían despojados, rechazados y reducidos a la pobreza, teniendo que trabajar igual que los gringos si querían comer. Eso la sublevaba.

Esa era, en general, la forma de pensar de los criollos. Y eso creaba, por cierto, un sordo rencor hacia los inmigrantes; los gringos, como ellos los llamaban.

CAPITULO XXII El pago de las tierras

En el capítulo X me refería, brevemente, a las dificultades que tuvo el gobierno para cobrar las tierras que había entregado a los colonos, Claro que eso no sucedía porque no quisieran pagar, sino porque sufrieron todo tipo de reveses. Algunas veces fueron sequías, otras langostas, o cualquier otro factor que les hacía perder la cosecha.

Recuerdo haber ido a presentarme cuando venía el cobrador, que fijaba su residencia en el edificio de la Adnumstraci6n. Como ya podía reemplazar a mi padre, iba yo en su lugar cuando nos avisaban —de la policía— sobre la presencia del empleado. Así ahorraba a mi padre un galope de 25 kilómetros y otros tantos de vuelta. Naturalmente, iba pensando que podría decirle al cobrador ante su exhorto de pago. Pero siempre, cuando llegaba, escuchaba las conversaciones de los presentes y notaba que todos se encontraban en la misma situación que nosotros. No podían pagar porque la langosta les había devorado todo, o la sequía hahía malogrado la cosecha, y lo que se sacaba de ella se lo llevaba el almacenero, porque de lo contrario no fiaba más o procedía al embargo.

El cobrador me hacía sentar frente a él. Uno de ellos, después de prender un cigarrillo, me dijo:

—Usted adeuda dos letras.

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—Ya sé —le contesté— que usted vino para recordarnos esa deuda. Pero es el caso que no podemos pagar todavía en ninguna forma.

—¿Y por qué no puede pagar? —Por muchos motivos —repuse. Y me extendí en consideraciones que él ya harto sabía antes

de venir y luego por los colonos que babía recibido antes que a mí. —¡Ah! —suspiró—, siempre es la misma disculpa: la langostas, secas, isocas, y nadie paga. Ydespués de una pausa me miró sonriendo. Adiviné un poco de ironía en esa sonrisa. —¿Y cuándo podrán pagar? —volvió a interrogarme. Le contesté como pude en aquellas circunstancias, prometiéndolo hacerlo para la próxima

visita que efectuara. La cuestión era ganar tiempo. La visita inmediata se realizaría al año o a los dos años. Después, eso de cumplir, nadie sabía si podría hacerlo. Pero había que salir del paso. El Gobierno tenía el derecho de reclamar el pago, a pesar de que en esos años era sólo una rutina de la administración. El colono, imposibilitado de saldar sus pagarés, se sometía a firmar o renovar otros. Era una especie de paliativo.

—Bueno —me dijo el cobrador—, así que usted no puede pagar.... —y cerró el libro de cuentas. Como estaba solo en ese momento, empezamos a conversar un rato de Buenos Aires, sus edificios, sus adelantos, un poco de todo menos de los pagarés. El era un empleado y obedecía órdenes superiores y tenía su sueldo. Pero a los colonos poco les agradaba su visita, sabiendo que no podían pagar ni siquiera una parte.

La visita siguiente fue la de un inspector en gira por toda la Colonia Yeruá. El año anterior a su llegada se había decretado que cada colono debía cultivar 75 hectáreas en vez de las 50 designadas anteriormente. Esto era un serio inconveniente. Si bien es cierto que se había aumentado proporcionalmente el capital en bueyes y arados, era una tarea que exigía un esfuerzo casi imposible de realizar. Los bueyes son muy lentos y entonces nadie araba con caballos. ¿A qué obedecía esa nueva obligación? ¿Es que parecía poco el esfuerzo de los colonos? Lo que pasaba era que se pensaba que con mayor cultivo se obtendría mayor rendimiento y, por lo tanto, más facilidades para pagar. Pero ese cultivo extensivo tampoco debía dar mejores resultados por cuanto ese año la saltona devoró las cosechas y la situación del colono quedó bastante comprometida.

Vino pues un inspector. Visitó las chacras, dió un vistazo a las tierras labradas. Pero no midió las tierras aradas. En lo que a nosotros atañe, como teníamos más de las cincuenta hectáreas preparadas, se declaró satisfecho. Pero he sabido que en algunas chacras, los colonos, no teniendo las hectáreas requeridas, prendían fuego a un pedazo del potrero, y como quedaba el sitio quemado y negro, le hacían ver de lejos como tierra arada. Y dicen que el inspector quedaba conforme.

CAPITULO XXIII Los cobradores

Una tercera inspección en regla tuvo lugar en el año 1901. Estaba compuesta por un inspector, el cobrador y un ingeniero agrónomo. Venían, naturalmente, a inspeccionar y tratar de cobrar lo que podían. Por supuesto, tuve que ir otra vez hasta la Estancia Grande, y esperar mi turno porque éramos muchos.

Al fin, entré a una pieza donde me esperaba el sub-inspector que, según supe después, se trataba de Joaquín de Vedia, una personalidad. Yo no lo sabía entonces. Sólo pude observar —después del fuerte apretón de manos con que me recibió— que estaba vestido con un sobretodo (era en invierno) y que parecía un señor muy educado, muy pulido. Claro, pertenecía a una familia distinguida de escritores.

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Empezó por decirme que él había venido mandado por el gobierno con la tarea algo ingrata de recordar a los colonos las deudas que mantenían por las tierras que ocupaban; que ya habían vencido varios pagarés y que se conformaría con que se le abonara uno solo por el momento. “Vea —decía—, haga un esfuerzo para pagar. De aquí salió un hombre, en apariencia pobre, y sin embargo pagó una letra”. “Sí —contesté—, si pagó es porque tendría con qué hacerlo o habrá pedido prestado. Pero nosotros no estamos en condiciones de pagar. Hemos tenido demasiados reveses”. Y le conté la sempiterna historia de las malas cosechas, la langosta, socas, etc. Me preguntó entonces si no teníamos animales para vender, junto con un poco de cosecha. Quizá en esa forma podríamos juntar el dinero. Le expliqué que así no alcanzaríamos ni a la quinta parte de la deuda y que la cosecha, ese año, había sido casi nula. Él continuó exhortándome de distintas maneras, basta que al fin, cuando comprendió que no podríamos pagar, se allanó a la situación. “Está bien —dijo—; sigan trabajando tranquilos. Algún día llegará suerte mejor. Y se lo repito: estén tranquilos y vaya a su casa a tranquilizar a sus padres”.

Había muchos hombres presentes, pero no todos eran colonos. Algunos aspiraban a serlo y venían para solicitar chacras por si había algunas disponibles. Era voz corriente, entonces, que al colono que no pagara le caducarían la concesión y pensaban que podrían ser candidatos a ocupar esas parcelas. El inspector atendía a todos con deferencia; los escuchaba con interés y les prometía que les avisaría tan pronto tuviera novedades. Mientras tanto, podrían enviar una solicitud por escrito a la Oficina de Tierras y Colonias. Claro que debían contar con elementos de labranza y animales para las labores. Y aunque las cosechas iban mal, llovían las solicitudes. Parece que creían que los colonos no pagaban porque no querían o no sabían trabajar. Se solicitaban chacras como se solicita un empleo, con la única diferencia que para esto no era necesario gastar un peso de papel sellado. Yo me preguntaba dónde había chacras desocupadas en Colonia Yeruá. El inspector no era ciego, comprendía que la mayoría de los solicitantes no podían aspirar a transformarse en colonos porque no poseían nada para empezar a trabajar. Se hicieron algunas concesiones, pero creo yo que fueron casos excepcionales.

Cuando hubo que renovar los últimos pagarés fue otra vez el cobrador y se estableció como a 32 kilómetros de nuestra chacra. Nosotros teníamos que pagar 427 pesos para que no caducara nuestra concesión. Después de abonar esa suma, firmé los pagarés en nombre de mi padre, con un vecino como testigo. Después de hacerlo, el empleado —el mismo que me había hablado de Buenos Aires en una oportunidad anterior— empezó a decirnos que en esta Colonia Yeruá había varios colonos alemanes que habían solicitado las chacras de sus vecinos y todo se había vuelto un lío tremendo. “Es el colmo de la desfachatez”, dijo. “No pueden pagar la de ellos y piden otras”. Nos explicó que había una nube de solicitudes sobre todas las chacras —la nuestra la habían pedido en cuatro ocasiones cuatro personas distintas— y que se envidiaban y querían sacarse el pan unos a otros. “Creen que con sólo solicitar la del vecino, el gobierno se lo va a ceder enseguida”.

En el año 1909 vino el último cobrador que yo fui a ver. Este andaba sin contemplaciones, era bastante grosero y no admitía pretextos por falta de pagos ni quejas de ninguna naturaleza. Él era enviado del gobierno para cobrar las deudas de los colonos o por lo menos exigía como mínimo el saldo de la primera letra, cuyo monto era bastante crecido. A un colono que no podía pagar y que intentó explicarle los problemas lo cortó con palabras semejantes a latigazos: “Déjeme de historias con sus lamentos sobre las cosechas y sequías. No vengo a escuchar lo que ustedes, los colonos, vienen repitiendo todas las veces. Vengo para que paguen o, en caso contrario, el gobierno procederá sin contemplaciones. Está cansado de esperar y la mayoría de ustedes no pagan porque no quieren”.

Algo de razón tenía. He conocido a varios colonos que tenían algún dinero en el banco, y como se pagaba interés elevado en aquel tiempo, no se apuraban en pagar las chacras. Así que “pagaban el pato” los que menos culpa tenían.

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Como yo sabía algo respecto del cobrador, en cuanto estuve en su presencia fue derecho al grano, sin molestarse en darme la mano. Me preguntó si iba a pagar lo que debía de la chacra. “Ya sabe que el gobierno no espera más”, me dijo. “Es hora de que paguen de una vez por todas”

Esas palabras ásperas me dejaron helado, sin ánimo para responder. ¿Y que podía contestarle, si yo, además, era tan joven? ¿Cómo explicarle que no podíamos pagar?

Como yo no hablaba, me miré y dijo: “¿Y que dice a eso?”. Me armé de coraje y, sin más ni más le contesté:

—No podemos pagar. Y que el gobierno haga lo que le parezca... —Pues le vuelvo a repetir que el gobierno no espera más. ¿Que no puede pagar, dice? Tienen

los potreros llenos de animales. ¿Por que no los venden y con ese dinero pagan sus tierras? Así tendrán sus propiedades efectivamente. Van más de veinte años y casi nadie ha escriturado sus tierras.

Me despedí del cobrador con cara de pocos amigos como un escolar en falta, pensando en qué forma podríamos saldar la primera cuota. Con mi padre y mi hermano conversamos sobre la venta de los vacunos que teníamos, unos 70 entre vacas, novillos y terneros. Pero nos pagaban poco. Me ofrecieron a 22 pesos al barrer, y eso no alcanzaba. Fue entonces cuando decidimos vender las 50 hectáreas de potrero para pagar las otras 50 que nos quedaron de propiedad. Pero hubo que poner mil pesos más para terminar de pagar estas últimas.

CAPITULO XXIV Las cosechas perdidas

¿Qué sucedió después? Luego de tantas amenazas, de tantas severidades, sólo pagaron los timoratos como yo. Otros siguieron con sus chacras enteras y pagaron sólo cuando pudieron o cuando les pareció más fácil. Algunos colonos poseían varias chacras. Se dice que el cobrador les daba seis meses de plazo para ponerse al día, pero vencido el lapso, siguieron en posesión do las tierras aunque las habían adquirido a otros concesionarios por derecho de ocupación, por sumas insignificantes a veces.

Inútil decir que nosotros —aunque tranquilos con respecto al pago— tuvimos un invierno muy seco y nos quedamos con 70 vacunos en las cincuenta hectáreas que nos restaban, y como el pasto escaseaba en todas partes, se nos murieron más do la mitad y hubo que trabajar y luchar como antes o más aún.

En cuanto al famoso cobrador que tanto empeño tenía en obligar al colono a pagar bajo amenaza de caducidad de las chacras, se dice que estaba interesado en un tanto por ciento. Otros dicen que se guardó la plata y se mandó a mudar.

En los primeros años se sembraba mucho lino, porque a pesar del mediano rendimiento de este oleaginoso en el Yeruá, representaba casi la mejor cosecha del año, porque igual que el trigo, se lo siembra y no necesita carpidas, como el maní y el maíz. Se lo siguió haciendo durante un tiempo hasta que sucedió lo inevitable: el lino es un cultivo que esquilma la tierra. Aparecieron las manchas negras, de poca extensión al principio pero aumentando paulatinamente. Las plantas se secaban dejando en el lugar como un reguero, tal como si se le hubiese prendido fuego. Así, una buena parte de la cosecha estaba perdida. Pero como la mayoría de los colonos ignoraba el significado de todo esto, volvía a sembrar lino en la misma tierra, y el resultado era la pérdida total.

Recuerdo haber ido para esa época al sector oeste de la colonia, donde las tierras negras eran más aptas para este oleaginoso y donde se sembraban grandes extensiones. Recién entonces, observando las miles de hectáreas de lino completamente perdidas, comprendí la magnitud del desastre. Habían sido tierras en las que en otros años florecían los linares que, con sus hermosas

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flores azules, semejaban un mar celeste. Aquello era un desierto, la desolación materializada. Daba la sensación de estar observando un campo arrasado por un incendio.

Conversando con un conocido del lugar, recuerdo que mientras contemplábamos el desalentador panorama, me dijo: “Era el último recurso que les quedaba a esos colonos para salvar la precaria situación que ahora se ha vuelto desesperada”. Me contó que la gran mayoría tenía deudas con los almaceneros. Como no tenían ningún otro recurso, muchos habían abandonado las chacras por precios irrisorios y marchado hacia el sur.

Algunos años después, tras los sucesivos desastres soportados por los colonos, el gobierno suministró semillas en calidad de préstamo. Nosotros solicitamos las mismas —como el resto de los colonos— y fuimos a buscarla a Concordia, donde estaba el depósito. Pero se habían agotado las semillas de lino, y en cambio, nos dieron de trigo. Como nuestra parcela era poco apta para ese cereal, las cambiamos por las de lino y sembramos con escaso resultado: la cosecha no alcanzó ni para pagar las semillas. Es fácil imaginar lo que sucedió: vino un inspector y enterado de lo acontecido, asesoró a los colonos para que hicieran una solicitud explicando todo y pidiendo un plazo mayor para el pago. Por supuesto, tuve que ir como los demás a presentarme y responder por la semilla.

El empleado —en esta oportunidad— era un muchacho joven, alto, trigueño. Me explicó su misión de cobrador y yo le referí lo sucedido. Le anticipé lo del cambio de la semilla de trigo por lino y volví a repetir la historia de la sequía, de la langosta, etc.

—Bueno —dijo al final—, voy a hacerle la solicitud para que el gobierno le otorgue plazo para pagar esas semillas. Después tendrán que ir al Banco de la Nación para la renovación del pagaré.

Escribió una página entera y la firmó, aunque yo pensaba que el ministro de Agricultura, de un plumazo, podría haber eliminado todos esos trámites.

Por fin, terminó la solicitud y empezó a conversar. —Así como me ve, amigo —me dijo—, ya he hecho muchas leguas a caballo. ¿Qué diría mi

gente de la capital, mi familia, al ver a un sobrino del presidente de la República galopando leguas y leguas por los campos? ¿Que le parece?

—Está muy bien —repuse—, sobre todo cuando se tiene a mano un buen caballo. A mí también me gusta la equitación y hoy haré diez leguas justas cuando regrese a mi casa.

Como era hora de almorzar el empleado me dejó en el patio y como el vecino que me acompañaba no había sido atendido todavía, tuvimos que esperar que el señor —en compañía del juez y del administrador— terminara de comer, lo que le llevó algo así como hora y media. Por fin se levantaron de la mesa y nosotros, que aguardábamos en una galería, oímos una viva conversación.

—Sí —escuchamos—, hay que proceder con cierto rigor. Muchos colonos no han sembrado el trigo que les dio el gobierno porque se lo han comido...

Reconocimos la voz del sobrino del presidente; escuchamos con más interés aún. —...Y otros se lo vendieron al molino. Lo sé muy bien —prosiguió diciendo—. Pues los voy

a... Aquí empleó un término grosero que nos sorprendió. Pensamos que seguramente habría

levantado un poco más el codo durante el almuerzo paro a mí me chocó esa palabrota emitida por el sobrino del presidente de la Nación

Sin embargo, siguió atendiendo a los que esperaban sin que sus modales resultaran incorrectos.

Cuando retornábamos, la conversación giré sobre el sobrino del presidente —que, como averigüé mas tarde, lo era efectivamente— y mi vecino comentaba: “Sí, por ser un tipo de alta categoría no deja de ser extraño: o tiene un trago de más en la cabeza, o la educación en el c...”

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CAPITULO XXV Los colonos elegantes

El inspector de cualquier manera, estaba en lo cierto cuando se refirió a que había colonos que se habían comido el trigo y a otros que habían vendido la semilla, seguramente para comprar comestibles. Yo sé de un italiano que había aprontado la tierra y pasado la rastra como si efectivamente • hubiera sembrado y que a los quince días hizo correr el rumor que el trigo no nacía ni un grano porque enorme bandadas de palomas se lo habían devorado. Sin embargo, todos sabían que había vendido parte de la semilla y a la otra se la había Comido en forma de locro.

Una señora no tenía empacho en contarme que su familia se había alimentado varios meses con la semilla de trigo que habían solicitado. En otro caso, estando con un vecino que estaba por sacar el trigo del depósito, el carrero le preguntó: “¿Dónde hay que llevarlo? ¿Al molino?”, lo que hizo saltar a mi amigo, enojado.”¿Quién le ha dicho que tiene que llevarlo al molino, pedazo de bruto?”, recuerdo que dijo. Lo que da una idea de lo acostumbrado que se estaba con tal proceder. Si hubiera estado el encargado de distribuir la semilla, ¿qué hubiera pasado?

Porque hay que decir la verdad. Fueron muchísimos los que hicieron el cambio en el molino. Allí se negociaba el trigo por plata y harina; era un intercambio que convenía tanto al molinero como al colono. En aquellos momentos, lo importante era subsistir, conseguir algo para vivir. Eso prueba el estado precario en que se encontraban los colonos, sin recursos, sin créditos y sin cosecha. Y desacreditados por los empleados del gobierno, que creían que el colono no quería saldar sus cuentas con la Oficina de Tierras y Colonias.

Así llegó el segundo año de la deuda de la semilla. Algunos, como nosotros, pudieron pagar. Recuerdo que en nuestro caso tuvimos que pedir dinero prestado. El interés que cobraba el Banco de la Nación era del 9 por ciento. Todavía tengo el recibo como recuerdo. La mayoría de los colonos, sin embargo, renovaron los pagarés, y otros ni se movieron y a los 20 años recibieron una nota recordándoles la cuenta y solicitándoles el pago. Nadie contestó ni acudió al banco a pagar, y como sucede a menudo, sólo los timoratos pagaron. Y terminó el asunto de las semillas con solicitudes, firmas de pagarés y, al final, prescribió por los años transcurridos. Terminó como debía haber empezado, porque el colono estaba pasando penurias en aquella época y muchos tenían poca voluntad para reaccionar.

Cabe preguntarse cómo pudieron aguantar los colonos tantas peripecias, tantas sequías y tantas plagas durante tantos años. Pero es menester recalcar que los colonos más antiguos se marcharon, cansados de luchar, luego de vender por precios irrisorios el derecho de posesión de las chacras. A veces los tiempos permitieron algunos cambios. Por ejemplo, se empezó a vender leche para Concordia y los más próximos a la ciudad fueron los primeros beneficiados. Algunos que poseían muchas lecheras vendían por valor de diez pesos diarios, y a veces más. Sembraron, además, alfalfares. Otros colonos se resolvieron a vender quesos todo el año y producían de diez a veinte kilos por día que vendían a razón de 4 pesos los diez kilos. También se establecieron cremerías, pero la verdad es que no prosperaron. Así se fue tirando, como se dice.

Después vino la guerra europea, que enriqueció a tantos y se hicieron negocios espléndidos. El precio del ganado subió como nunca se había visto; cualquier ternero de año se pagaba 50 pesos; una vaca 100; un novillo, hasta 150; y se vendían al contado. Es cierto que después de la firma de la paz, todo eso se vino abajo. Pero la mayoría ya había hecho su agosto. Recuerdo que en aquella época los diarios estaban repletos de avisos de remates de ganado por miles, y todo se vendía a precios exhorbitantes. Los rematadores se enriquecieron. Y muchos colonos pudieron pagar sus chacras al gobierno durante esa época de especulación desenfrenada.

Pero antes de llegar a esa buena época, se había atravesado otra totalmente diferente. Y recuerdo que, al principio de la Colonia, hubo muchos porteños, hijos de buenas familias, que

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intentaron el oficio. Venían con cierto capital, se mandaban construir alguna casita decente, porque la que había no llenaba las condiciones, y mandaban arar y sembrar, porque ellos no entendían nada de eso. Pero entendían sacar cuentas y, como algunos de nuestros compañeros de travesía del vapor “Paraguay”, calculaban los beneficios venideros sobre el papel. Pero lo hacían en base a una cosecha igual a la semilla sembrada, que en aquella época era carísima. Y después venía lo que no esperaban: la langosta arrasaba con todo y adiós beneficios y esperanzas. Seguían otro año; sembraban un poco más, recibían alguna ayuda de la familia de la Capital, pero era en balde; la saltona terminaba con todo.

Esos colonos no eran más respetados que nosotros. Algunos, en son de burla, solían decir: “Ya se le ha rebajado el copete a esos magnates metidos a agricultores”.

Yo conocí uno que tuvo que mandarse a mudar, pobre, arruinado. Solamente la ciudad podía salvarle parte de su situación. Su familia, de cierta distinción, vino en carro hasta el puerto, para embarcarse. Pero no se podía elegir otro vehículo pues ya habían vendido el coche. Después no se supo más de él hasta que algunos años después apareció en los diarios una noticia sorprendente: un desfalco en las contribuciones directas por valor de cientos de miles de pesos. El principal acusado —que alcanzó a huir al extranjero— era aquel mozo que había estado en Yeruá. Fue apresado y devuelto al país para responder por su delito.

Ese fue uno entre mucho casos. Algunos perdieron tanto que ni siquiera tenían dinero para pagarse el pasaje hasta la Capital; hubo un doctor en medicina, muy instruido, emprendedor, que trajo bastante dinero y se dedicó a plantar viñas en una extensión considerable. Luchó algunos años con las plagas y viendo que no terminaban sus sinsabores y que se le iba el dinero, tuvo que abandonar y marcharse otra vez a la Capital para seguir ejerciendo su profesión. Recuerdo que fue distinguido, después, como uno de los mejores médicos de Buenos Aires. Después supe que era yerno del Presidente de la República de aquel tiempo, lo que probaría que la Colonia Yeruá tenía tanta fama en sus comienzos que atraía a esos hijos de familias pudientes.

CAPITULO XXVI De la agricultura al citrus

De todos esos casos típicos, me queda uno más por referir. Venido de la Capital Federal con bastante dinero, un joven tenía cuatro chacras con 400 hectáreas en total como concesión. En cada una colocó una familia para trabajar a sueldo y tomó un gerente para administrarlas. Además, hizo edificar varias casitas con bastantes comodidades. Pero, al cabo de pocos años, cansado, desengañado y fundido, abandonó todo y no se volvió a saber más de él. Las chacras fueron distribuidas a varias familias que las habían solicitado a la Oficina de Tierras y Colonias, y el inspector les puso las mismas condiciones que a nosotros al entregárselas. Pero el primer concesionario no dio señales de vida y así terminó la odisea de los colonos elegantes, como yo los llamo, aunque conviene aclarar que no lo hago en son de burla. Para mí, esos hijos de familia se equivocaron, porque no pensaban en las plagas que los esperaban. Hay que pensar también en el estado de pobreza a que habían quedado reducidos. Supongo que se curaron para siempre de ese oficio ingrato que es el de agricultor. También habrá servido para que el gobierno, después de tantos fracasos, comprendiera la real situación de los verdaderos colonos, que trabajaban con encarnizamiento, dotados de paciencia y tenacidad. Habrá comprendido, repito, que para pagar las chacras era menester otorgar plazos, lo que hizo a veces a regañadientes. Pero, en fin, esperó el pago con paciencia y algo de benevolencia. Es cierto que procedió a veces arbitrariamente, o, más bien, erróneamente. Pero es humano errar, por cuanto los informes a veces suelen ser equivocados, suministrados con ideas preconcebidas. Tales eran los motivos de algunas visitas de inspección. Pero, mirando fríamente el pasado, después de tantos años transcurridos, y

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reflexionando sobre la moralidad de la historia de la Colonia Yeruá, puede decirse que el gobierno argentino, a pesar de todo, procedió con mansedumbre.

Muchas veces he pensado que no basta tener condiciones de colonos. Es menester constancia en el trabajo, además de una racha de suerte que lo libre de ciertos inconvenientes. Se ha criticado hasta la saciedad a ciertos colonos que no salían de arar y sembrar. Pero ¿qué otra cosa podían hacer? La cosecha cuando da, es cuestión de esperar unos pocos meses.

Muchos plantaron paraísos al lado de los alambrados. Yo planté más de 1.500 álamos que, al cabo de 13 años, vendí en algo más de mil pesos. Pero para recibir otra suma igual hay que esperar otro lapso igual también. En el mismo terreno pueden criarse cinco o seis vacunos y se verá la diferencia de rendimiento al cabo de los 13 años de espera.

Ahora, una buena parte de la Colonia Yeruá está plantada con citrus. Hacia donde uno mira hay montes de naranjas y mandarinas. También se me preguntaba, hace diez años, porqué no lo hacía. Eran pocos, entonces, los que tenían la suerte de haber plantado y, naturalmente, ya hacían plata. Pero si en esa época la producción hubiera sido como la de hoy, tal vez no se hubiera podido vender porque el mercado de la Capital no lo hubiera podido absorber.

Pero así es como la Colonia Yeruá, fundada como colonia agrícola, se va transformando en zona frutícola, habiendo sufrido diferentes fases para terminar en lo que menos pensaban sus fundadores: quizá una pequeña California. Y veamos un ejemplo: hace pocos años, pasó un frutero por mi casa en busca de limones. Yo tenía dos plantas bastantes cargadas y me las compró a buen precio, diciendo: “Si usted tuviera solo cien plantas como éstas, se hacía un platal”. “Sí”, le contesté, “pero yo no soy adivino y hasta no hace mucho nadie compraba”. Desde entonces, injerté limones y alcancé a tener como cien plantas. Pero vino un invierno muy riguroso y los perdí a todos - Después llegó la langosta. Y este año, los pocos limones que había se vendían a 30 pesos el mil. Claro que si las mil plantas de mandarinas hubieran sido limoneros, a ese precio me hacía rico de golpe.

Pero dejemos eso: un árbol frutal no se hace en pocos días. Sólo a los siete años empieza el mandarino a dar frutos y, mientras tanto, hay que cuidarlo y tener paciencia y constancia, que son las dos virtudes requeridas para llevar a cabo cualquier empresa.

CAPITULO XXVII Contemplaciones

Estoy acostado en un catre, fuera de la casa, en una noche calurosa de verano, cubierto por la b6veda celeste donde titilan los astros y las estrellas. Y me pierdo en los recuerdos de aquellos años de lucha y de trabajo. No puedo olvidar cuando regresaba de Buenos Aires, el panorama de matorrales y monte, las pocas casas del pueblito, la gente tostada, de vestimenta indefinida. Todo me hacía pensar en un país extraño pero era cosa de pocos días volver a acostumbrarse.

¿Dónde está todo eso ahora? Ya no hay bueyes en la chacra; hoy se emplean caballos para el arado. Hoy día, Puerto Yeruá cuenta con un verdadero puerto, con un lujoso y moderno muelle flotante dotado de luz eléctrica y de todas las comodidades; antes había que desembarcar en botes. Los automóviles circulan por toda la colonia. Casi la mitad de los chacareros poseen alguno de estos vehículos, que ya no es un objeto de lujo. Existe un tránsito constante entre la colonia y Concordia. El Yeruá de hace 25 años no existe más que como recuerdo, aunque sólo los de mi edad pueden recordar el pasado. En aquel tiempo no se conocía ni el auto, ni la radio ni el aeroplano y, sin embargo, entonces se creía ya haber llegado a la cumbre de los descubrimientos.

“¿Adónde iremos a parar?” es lo que muchos se preguntaban. Lo mismo que decía la gente cuando se inauguró el primer ferrocarril. El primer tranvía a caballo que circuló en Buenos Aires

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era tan temido que se cuenta que un hombre a caballo iba delante, a mucha distancia del vehículo, a fin de avisar a los peatones la proximidad del tranvía. Lo mismo ocurrió con el primer automóvil que circuló en la Capital, sin considerar el pánico que producía a los caballos —a una cuadra de distancia— el ruido del motor en marcha.

La noche era propicia para los recuerdos. Creo que rehice toda nuestra vida en la Colonia Yeruá, desde nuestra llegada hasta este momento en que, mirando el firmamento, creí encontrar el significado de la vida, la continua renovación, el movimiento perpetuo y la razón de los filósofos que he podido leer.

Y así se me fue el tiempo. No sé si he soñado o si estaba despierto. Solo sé que cuando empezó a amanecer, estaba todavía embargado en el pensamiento de todo lo fantástico, de lo gigantesco del universo. Cuando apareció el sol me di cuenta que todavía pertenecía a la Tierra, estaba sujeto a ella, a pesar de que nuestro espíritu puede viajar por el espacio en alas de la fantasía. También la naturaleza me sacó de mis cavilaciones: primero el churrinche con su trino, el benteveo con su canto burlón, la tijereta —que semeja golpes de martillo—; luego las palomitas del monte con su arrullo suave, el grito del hornero juntando ya barro para su nido; y los gorriones, las tacuaritas; todo el mundo saludaba la aparición del astro rey.

También yo debo empezar mis tareas. Me esperan los bueyes para uncirlos y arar la tierra, removerla en todo sentido para hacerla producir y obtener nuestro sustento. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Yo no he de escapar a la inexorable sentencia del primer hombre después de su —también— primera falta.

Y esto me hace pensar que el agricultor, al fin y al cabo, es el proveedor de la humanidad a pesar de su aspecto rústico, su escasa instrucción y a veces su falta de educación. A pesar de ello, él es quien se encarga de mantener siempre los graneros de todos los países del mundo. Y si algunas veces falta el pan en ciertos lugares, o es muy caro, no siempre es culpa de él sino de los jefes de Estado que alimentan el odio y la desconfianza entre los pueblos que gobiernan en provecho propio.