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143 Mestizaje culinario Color y poesía de la olla antillana LÁCYDES MORENO BLANCO P ara una elemental apreciación con- ceptual, aceptemos el universal nombre del Caribe; pero en reali- dad, por circunstancias históricas, expresiones culturales y la conformación de elementos étnicos, el entorno geográfico comprende diversos Caribes. Bajo la eufonía de muchos de sus nombres es fácil identifi- car la índole, la temeridad colonizadora y el trasunto de las costumbres sociales que allí se han formado. Martinica, Saint Kitts, Trinidad y Tobago, Grenada, Barbados, Santa Lucía o Bonaire, Dominica o Guadalupe, Antigua o Montserrat, San Vicente o Ma- ría Galante, dan la clave. Fue un Nuevo Mundo ese que se formó a través del tiempo como para completar el encantamiento de las islas con la vitalidad crepitante de otra hu- manidad. Y entre ese contor- no de miríadas de islas llamadas de Barloven- to, y el otro límite, conformado por la cuenca de Méxi- co hasta la península de Paria, en Venezuela, aflora el corazón del vigoroso Caribe: Cuba, Jamaica, Santo Domingo, Haití y Puerto Rico, conocidas como las gran- des Antillas de Sotavento. Y no olvidemos a nuestro San Andrés, ni a la vieja Providencia, tan cara a Morgan, el cruel pirata, ni el golfo de Yucatán. La pig- mentación de ese Caribe fue complementada, en lo que tenía de española e indígena, con la abigarrada simbiosis de múltiples razas, cuando los odios, las am- Aborígenes asando pescado, venado y otras especies. Grabado de Theodore de Bry del siglo XVII. www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia

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Mestizaje culinario

Color y poesíade la ollaantillana

LÁCYDES MORENO BLANCO

Para una elemental

apreciación con-

ceptual, aceptemos el

universal nombre del

Caribe; pero en reali-

dad, por circunstancias

históricas, expresiones

culturales y la conformación de elementos étnicos, el

entorno geográfico comprende diversos Caribes. Bajo

la eufonía de muchos de sus nombres es fácil identifi-

car la índole, la temeridad colonizadora y el trasunto

de las costumbres sociales que allí se han formado.

Martinica, Saint Kitts, Trinidad y Tobago, Grenada,

Barbados, Santa Lucía o Bonaire, Dominica o

Guadalupe, Antigua o Montserrat, San Vicente o Ma-

ría Galante, dan la clave. Fue un Nuevo Mundo ese

que se formó a través del tiempo como para completar

el encantamiento de las

islas con la vitalidad

crepitante de otra hu-

manidad.

Y entre ese contor-

no de miríadas de islas

llamadas de Barloven-

to, y el otro límite, conformado por la cuenca de Méxi-

co hasta la península de Paria, en Venezuela, aflora el

corazón del vigoroso Caribe: Cuba, Jamaica, Santo

Domingo, Haití y Puerto Rico, conocidas como las gran-

des Antillas de Sotavento. Y no olvidemos a nuestro

San Andrés, ni a la vieja Providencia, tan cara a

Morgan, el cruel pirata, ni el golfo de Yucatán. La pig-

mentación de ese Caribe fue complementada, en lo

que tenía de española e indígena, con la abigarrada

simbiosis de múltiples razas, cuando los odios, las am-

Aborígenes asandopescado, venadoy otras especies.Grabado deTheodore de Brydel siglo XVII.

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biciones de aventura y las miserias de la propia tierra

aventaron a sus naturales hasta estas latitudes: javaneses

y chinos; sufridos negros del Senegal, de Gambia o

Guinea; hindúes o libaneses; coreanos o malayos; ho-

landeses, ingleses o franceses, dieron, en fin, su aluci-

nante contribución.

Sin ese trasfondo de circunstancias sociales no po-

dríamos entender la expresión del Caribe ni la peculia-

ridad de sus comidas, ricas en sabores, en variedades,

en colores y armonía gustativa. Pero no obstante este

variado universo formado por el contraste de diversas

civilizaciones, pueden establecerse claras áreas

gastronómicas: la de tradición es-

pañola, a base del aceite de oliva,

ajos, embutidos y azafranes, cate-

górica en Santo Domingo, Cuba,

Puerto Rico y hasta en la costa co-

lombiana con vista al Caribe; la de

trasunto francés como en el caso

de Haití, Martinica y Guadalupe;

la de las numerosas islas Vírgenes,

incluidas las más grandes de San-

ta Cruz y Santo Tomás, con ciertos

acentos del gusto danés en mu-

chos de sus platos; la anglo-hindú,

que comprende Trinidad y Jamai-

ca; e inclusive, la estadounidense-

mulata, que corresponde al sur de

los Estados Unidos, especialmen-

te en el caso de Nueva Orleans,

donde es posible que radique el

más caracterizado fogón en aquella babilónica cocina

de Norteamérica, aunque por todas esas ollas pasa a

grandes trechos el emocionado acento de la sensibili-

dad negra.

El mestizaje culinario comenzó muy temprano en

el Caribe con la colonización, aunque el intercambio

entre elementos comestibles no fue en la mayoría de

los casos afortunado, pues, mientras a los europeos

les sorprendían los sabores primitivos de nuestras fru-

tas, tubérculos y animalejos, no aceptándolos sin cau-

tela, los indígenas que poblaban aquellas islas –sibone-

yes, taínos, caribes–, tenían también sus escrúpulos

con los nuevos sabores. Entre esas comunidades me-

rece mención especial la de los taínos, quienes según

se ha establecido provenían también de Suramérica,

amantes del tabaco, el cultivo del maíz, la yuca y el

uso de la hamaca para poner a navegar los sueños

con el rumor de los días apacibles frente a las lumino-

sas aguas que acariciaban sus islas.

Éstos desarrollaron una sabia agricultura, y como

lo ha establecido el erudito Frank Moya Pons,

eran hábiles en la pesca y en la caza. Su

principal legado fue un conjunto de plantas

domesticadas ya en Suramérica, que parecen

haber traído consigo desde las primeras

migraciones. La más importante de esas

plantas fue la yuca. De ella sacaban el cazabe,

que es el cazaba actual, gracias a un procedi-

miento que se conserva casi igual hasta

nuestros días. El nombre de las plantaciones

de yuca era en lenguaje taíno conuco.1

El cazabe era el equivalente del pan, que los espa-

ñoles trocaron en su parla “pan de las Indias”. Ellos lo

apreciaron en su sabor, convirtiéndose en alimento

muy útil, especialmente durante las largas navegacio-

nes, pues la harina de trigo a la que estaban acostum-

brados en sus bollos se deterioraba rápidamente, mien-

tras que aquel platillo aborigen duraba muchos días

sin dañarse. En observación del mismo Moya Pons,

entre los cultivos importantes estaba el maíz, voquible

que llegaría más tarde al continente. El maíz era comi-

do tierno, crudo o asado. Otros productos que confor-

maban la dieta vegetal de los taínos eran las batatas,

que consumían asadas o hervidas; los lerenes, que

comían igualmente asados o cocidos; el maní, el cual

apreciaban acompañado de casabe para obtener me-

jor sabor, los ajes y las yahutías. Además de estas plan-

tas, los indios apreciaban grandemente el axí, que ellos

comían cocido, asado o crudo.

Este entorno alimentario, con posibles o tenues

variantes, era sin duda el fundamento nutriente de los

habitantes del Caribe, que como puede apreciarse era

sencillo y sin grandes sazones, pues la especia más

usual era el ají, que lo había dulce, picante o Caribe,

amén de diversas variedades. Es voz indígena taína

Frutas del Nuevo Mundo, desconocidas para esos hombres de otras latitudes,resultaron el mamey y la guanábana, así como la guayaba, el coco,

originario quizá de la Polinesia, los higos mexicanos de las cactáceas, el hobo,el caimito, el anón o hanón y la chirimoya,

de pulpa más delicada que la del anón y piel femenina por su finura...

Negros de Surinamvendiendo fruta ypescado.Ilustración deJ. G. Stedman, 1792.

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de la cual proviene el término ajiaco con sus diversos

matices. Establecido se tiene, pues, que peces, algu-

nos animalillos de monte, inclusive alimañas, tubércu-

los y frutas constituían la constelación dietética de los

aborígenes. Conforme a López de Gómara,

… no había en esta isla [La Española] anima-

les de tierra con cuatro pies, sino de tres

maneras de conejo, o por mejor decir ratas,

que llamaban hutías, cori y mohuy; quemis,

que eran como liebres o gozquejos, de

muchos colores, que no gañían ni ladraban.

Esa misma simplicidad o frugalidad impuesta por

las circunstancias culturales, guardaba consonancia

con el ecologismo de la gente, tan unida a los influjos

de la naturaleza y sus maravillas, que asombró por lo

mismo a quienes ya conocían chanfainas más elabora-

das o platos altamente aliñados, fuertes casi siempre

en grasas animales, pimientas y azafranes, ajos y guin-

dillas, especias olorosas y otros ingredientes para la

conservación de los alimentos durante largas travesías

o por las costumbres derivadas de los fenómenos

climáticos, hijos en todo caso de cierto barroquismo

gastronómico, el que, desde ya, podemos suponer in-

digesto para quienes no estaban acostumbrados a tal

ejercicio manducario.

Las frutas también y otras viandas

Frutas del Nuevo Mundo, desconocidas para esos hom-

bres de otras latitudes, resultaron el mamey y la guaná-

bana, así como la guayaba, el coco, originario quizá de

la Polinesia, los higos mexicanos de las cactáceas, el

hobo, el caimito, el anón o hanón y la chirimoya, de

pulpa más delicada que la del anón y piel femenina por

su finura; la papaya (en Cuba fruta bomba, o lechosa en

Venezuela, para soslayar en ambos casos con algo de

picardía el término sicalíptico, en portugués mamao);el algarrobo, la guaba o guama, el caimito y la uvita de

playa, la piña o ananás, voz esta última guaraní; el zapote,

del género de las zapotáceas, tan hermoso en color

como delicioso en el sabor de su carne ocre. Mas el

prodigio de la vegetación tropical sigue en abundan-

cia: la granadilla y la badea, así como el níspero de fina

pulpa, que en ciertos países de Centroamérica llaman

chicozapote. Es así como las frutas constituyeron motivo

de especial complacencia e interés para el hombre del

Nuevo Mundo, y su cultivo entre los aborígenes fue no

sólo base de la alimentación cotidiana, sino forma pri-

mordial de lucha con los elementos. Pero no hay mal

que por bien no venga, pues por aquellas hambrunas

que los mordían continuamente, los españoles se vie-

ron en la necesidad de aclimatar acá muchos de sus

frutos, animales y especias.

Trajeron también las primeras especies vegetales

que hoy constituyen legado esencial dentro de la olla

criolla, tal el trigo, la cebada, el arroz y el centeno; el

ajo, las cebollas, el perejil; las habas, los garbanzos,

sarmientos de vid, las primeras plantas de caña dulce

tomadas de las Canarias.2 Animales de trabajo como

caballos, asnos, bueyes y mulos; y asimismo conoci-

mos por primera vez también los pollos, las gallinas,

los gallos, las cabras, las vacas, las ovejas, al mismo

tiempo que otros animales domesticados, como los

puercos, marranos, cochinos, cerdos, chanchos, marra-

nitos o gruñetes, que en todas esas formas léxicas se

los reconoce, que debieron haber sido tuncos –como

se los nombra en Centroamérica– de celta prosapia,

habitantes de las Galias y de carnes apretadas; anda-

riegos de bosques y caminos insospechados, de ne-

1 Frank Moya Pons, Manual dehistoria dominicana, Santia-go (República Dominicana),Universidad Católica Madrey Maestra, 1977, pág. 3.

2 José García Mercadal, Loque España llevó a América,Madrid, Taurus, 1959, pág.32.

Nativos cultivandola tierra.Ilustración deTheodore de Bry,1570.

Los Hemingway tenían un hábito curioso: consumían mucha sopa de tortuga, pero helada.Hacían la sopa y la congelaban. Podían conservarla así unos meses. Luego la ponían enuna batidora y la servían como si fuera un daiquiri. Sopa frapé de tortuga. Pero a veces laservían caliente. La descongelaban y la ponían al fuego.

NORBERTO FUENTES, Hemingway en Cuba

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grísima pelambre hirsuta y hermanados en piaras

desafiantes, que así los aprecié en Haití, con los que

preparan su grillot de porc, delirante de especias y de

un sabor particularmente sabroso. O para bien adoba-

dos perniles en Cubita la Bella, sazonados con naranja

agria, ajo, vino blanco seco, orégano y otras especias.

Igualmente debió ser de un impacto moral el con-

traste de los métodos de cocimiento, de salazón, del

empleo de ingredientes o especias utilizados por los

recién llegados en sus hábitos de preparar los alimen-

tos con lo que hallaron aquí y que los indígenas ofre-

cían generosamente, al principio, o que los coloniza-

dores intrépidos arrebataban luego bajo el delirio del

hambre, que no da espera. Más tarde, con la expan-

sión conquistadora por todo el continente y, por ende,

por las Antillas, se afianzó el sincretismo alimentario

entre lo indígena y lo peninsular, al llegar el culantro,

rábanos, mastuerzos y cáñamos; los almendros, los

morales y los guindos; los nogales, los castaños, los

nísperos y azofaifas; la alfalfa y los membrillos, manza-

nos, albaricoques, así como la mayoría de las frutas de

hueso; los naranjos, las limas, limones, cidras, toron-

jas, perales y ciruelos; el romero, la retama y otras di-

versas hierbas aromáticas. Además, aportó Europa

desde España para el delirante condumio criollo, al-

gunas especies de plátanos, y de Asia la cañafístula,

que no obstante su punzante aroma hicieron la felici-

dad de nuestra infancia, así como la de muchos

cartageneros; el tamarindo y ciertos naranjos de fruto

grande provenientes de Filipinas.3

Con la llegada de los esclavos africanos vinieron

también sus comidas rituales o de santería consagra-

das a la evocación de los dioses supremos, cuyas sazo-

nes es posible que hubiesen pasado luego al condu-

mio más generalizado. Don Fernando Ortiz llama la

atención acerca de que

… los africanos trajeron a Cuba la ya casi

olvidada ensalada de verdolaga y de bledo

blanco, y algunos dulces confeccionados

con los tallos de la fruta bomba, que cedie-

ron el paso hace ya tiempo a otros elabora-

dos con los frutos de esa misma planta,

desdeñando sus tallos. Advierte asímismo

don Fernando que la cocina africana, incluso

la heredada de los pueblos ganaderos, no

emplea ni leche ni huevos.

Tampoco la una ni los otros eran considerados por

nuestros antepasados de esa procedencia, como pro-

pios para el consumo humano. Y si alguno de ellos

entra contemporáneamente en la elaboración de un

plato de santería, es por la criollización de los ritos. El

guanajo, añade, no se come en santería porque no es

oriundo de África.4

Y desde los repliegues del alma por donde pasan

sin duda las nostalgias del África distante, las manos

negras fueron orquestando la gran sinfonía de los iné-

ditos sabores, de las viandas con detonantes colores y

lujuriosas sazones. La parla enciéndese también con

voces de extraño acento, mientras las despensas se en-

riquecen con nuevas vituallas para la sorprendente olla

del Caribe, que con el tiempo llegaría a tomar persona-

lidad de universal prestigio. O con léxicos peculiares

para determinar juntos, especias y las condiciones

alimentarias. Y vayan estas esquemáticas referencias:

biche (del bantú), cuando una fruta no está completa-

mente madura. Okra o quimbombó –que también se

conoce con ese nombre–, vegetal bien conocido y esen-

cial para hacer la pecaminosa sopa realzada en su gus-

to con la mojarra ahumada, posiblemente desapareci-

da entre nosotros, mientras en el francés antillano se la

lama gungambó, utilizada en otras áreas del Caribe en

guisos tonificantes; o el selele, sopón de abigarrado

acento integrado con cerdo, ñame –también de proce-

dencia africana–, así como el frijolito de cabecita negra

de la misma estirpe, carne salada, yuca y plátano verde,

como para coger hamaca aborigen y establecer desde

ya el perfil gastronómico caribeño.

Guandú o guandul, del kikongo wándu, que según

el erudito Nicolás del Castillo Mathieu –a quien sigo en

estas referencias– en Puerto Rico se conoce con la voz

de guandures o guandules, pero que en todo caso tie-

ne que ver con un guisante muy característico; malanga

(del kikongo), rizoma muy gustoso y muy conocido en

la olla del Caribe; mafufo (kikongo para algunos trata-

distas, mientras que otros la consideran bantú) compren-

de el guineo o platanito de cuatro filos, que a su vez

Con la llegada de los esclavos africanos vinieron también sus comidas ritualeso de santería consagradas a la evocación de los dioses supremos,

cuyas sazones es posible que hubiesen pasado luego al condumio más generalizado.

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deriva de Guinea. Por ahí sacan las orejas otras voces

atinentes a la manducatoria antillana, como afunchado,

que en Cartagena de Indias se dice cuando por exceso

de líquido el arroz queda demasiado húmedo. Posible-

mente derive de algunas viandas cubanas conocidas

como “comida hecha de maíz seco molido, sal, agua y

pimienta”, semejante al parecer a una poleada. Mien-

tras que en Puerto Rico, funche es la misma prepara-

ción, con la variante de que se hace con masa de maíz

blanda, leche y azúcar. Sigue por ahí bitute, con que se

nombran en Cartagena y en algunas otras partes de

nuestra costa las comidas.5

También volaban por los aires antillanos calalú, con

diversas variantes léxicas en otras áreas del Caribe,

pero que antiguamente era comida de esclavos y sus

descendientes criollos, compuesta de diversos vege-

tales picados, adobados con sal, vinagre y manteca; fufú,

antigua variante afronegroide a base de plátanos, cala-

baza, malanga o ñame hervidos y amasados luego;

marifinga, que así llamaban a una variante del funche;

mofongo, que no es otra cosa que la cabeza de gato,

cuando los cartageneros eran más radicales en el gusto

que les venía de los ancestros, elaborada con plátano

verde que se asa primero o fríe y luego se machuca o

maja, enriqueciendo su sabor con un tantillo de sal y

pequeños trozos de chicharrón, gustosa vianda que po-

siblemente acompañaban con un buen vaso de guarapo

–voz también africana– elaborado con el jugo de caña,

que luego en nuestra entrañable Cartagena hacían en el

antiguo mercado, en grandes toneles, a base de diversas

frutas y panela. Eso sí, bien helada. Venturosamente, por

esos perdidos años no estaban de moda las engañosas

dietas.

Y bajo las manos delirantes de las negras, todos los

elementos bárbaros o nobles de la tierra poco a poco

pasaron por la alquimia gozosa de los más hondos gus-

tos hasta elevarse a una original forma de arte, y dándole,

además, el mágico acento que le concede a través del

tiempo su particular expresividad. E inclusive con

africanismos desde muy temprano se fueron designando

otros productos alimentarios, tan característicos a través

de su historia de colonización dentro del fogón antillano,

como lo puntualizó por otra parte el investigador puerto-

rriqueño Manuel Álvarez Nazario. Es así como guineo,

abreviación de plátano guineo

o de Guinea, en las épocas ini-

ciales de la colonización espa-

ñola del Nuevo Mundo se refie-

re en forma general al plátano

propiamente dicho, como el

banano, aunque luego se esta-

blecieron las diferenciaciones

entre el de carne blanca y sua-

ve, y el de más volumen y textu-

ra rotunda. También encuentran

clasificaciones, según su catego-

ría, frutos como el plátano domi-

nico o el hartón, voces usuales

en Colombia y Puerto Rico. En

otros sitios de esta isla pregonan

forrongo, al hablar del guineo maduro, que asímismo per-

dura la variedad de plátano conocida por los afronegris-

mos mafofo y malango. Y por ahí van otros nombres rela-

cionados con este vernáculo producto como chamaluco,

maricongo. Además, como plantas de frutos comestibles

—siempre en la orientación de Álvarez Nazario y sobre la

base de sus investigaciones en Puerto Rico— son recono-

cidos los apelativos del guandul, la guinda, la malanga,

el ñame, el quingombó, aunque de igual manera se les

reconoce en varios sitios del Caribe, que ese es el caso

del ñame y el quimbombó, variante esta última sin duda

de guigombó.

3 García Mercadal, op. cit.,pág. 85.

4 Natalia Bolívar Arósteguiy Carmen González Díazde Villegas. Editorial deCiencias Sociales. La Ha-bana, 1993. Mitos y leyen-das de la cocina afrocu-bana, pág. 4.

5 Nicolás del Castillo, Es-clavos negros enCartagena y apartesléxicológicos. InstitutoCaro y Cuervo.

Nativos transportandoprovisiones.Ilustración deTheodore de Bry,1570.

Tengo elegido un tema calurosocon sangre, con palmeras, con silenciose trata de una isla rodeadapor muchas aguas e infinitas muertes.

PABLO NERUDA, sobre Cuba.

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En cuanto al ñame, cuya raíz

tuberosa tan familiar en nuestros

abigarrados sancochos o tortas

criollas está bien divulgado en to-

dos los países de América tropical:

en portugués, inhame; en papia-

mento, yam; en francés criollo,

igname o gname; en inglés del Ca-

ribe, yam también. Además, entre

los negros de la selva de la Guya-

na Británica, nyamisi.

Pero en Puerto Rico se dan

diversas variedades de la planta,

distinguiéndoselas con variados

nombres: ñame de agua o haba-

nero, ñame amarillo o de Guinea,

ñame de Guinea blanco, ñame

blanco, ñame gulembo o de India.

Que también en nuestra costa

Caribe tiene variedades diversas, pues a uno se lo lla-

ma ñame criollo, mientras que a otro ñame de espi-

nas. En todo caso, las principales variedades proce-

den en América de África Occidental, llegadas en los

barcos inmigratorios de esclavos, pero no excluye ello

la posibilidad de que hubiese algunas especies

autóctonas en el Nuevo Mundo.6

En el orden de los condimentos originarios de Áfri-

ca, cabe mencionar la malagueta, que en Cartagena

se la aprecia en suculentos guisos, sopas e inclusive

en deliciosos y aromáticos arroces o pasteles, con el

nombre de pimienta de olor. Según el ya citado profe-

sor Álvarez Nazario,

procede este vegetal de la costa de Malagueta

–de donde viene a su fruto la denominación

original de pimienta de Malagueta–, en la

llamada “Costa de los Granos o de las Espe-

cias”, tramo del litoral occidental africano

desde Liberia hasta la actual Ghana. Su

difusión por la América tropical, desde las

épocas tempranas de la colonización europea,

en los barcos que hacían la trata negrera, le

ganó los nombres adicionales de pimienta

inglesa, pimienta de Jamaica, de Tabasco, de

Chiapa. La denominación de Malagueta,

conocida en el español de las Antillas, la

América Central y costa norte de la América

del Sur, se repite en el portugués de Brasil; en

Haití, malaguette. Los ingleses, que tuvieron

aparentemente un papel de importancia en la

propagación fuera de Guinea de este produc-

to vegetal, lo llamaron también Paradise grainsy Guinea pepper.

A fines del siglo XVIII, fray Íñigo Abbad registra en

Puerto Rico el nombre de pimienta malagueta y obser-

va la abundancia de árboles de esta clase que hay

entonces en el país, especialmente en la costa sur (an-

tiguos partidos de Guayama, Ponce y Coamo). Hoy es

malagueta, término poco usual en el lenguaje corrien-

te de la isla.

Menú caribeño

Es hora, pues, de que nos detengamos paganamente,

gozosos y en guayabera en algunos de estos mágicos

fogones. Allí donde los franceses estuvieron por lar-

gos períodos, o hasta recientemente, se ha conforma-

do la llamada cuisine créole, en la que participan ar-

moniosamente, bajo la mano negra de esos antillanos,

la sensualidad vegetal del trópico con el equilibrio

lujuriante de las especias, especialmente de la nuez

moscada, el clavo de olor, el laurel y el tomillo, amén

del encendido ají. Menos compleja es esa cocina —sin

duda— en las islas donde pasó el inglés. Los elemen-

tos allí son más precarios, aunque saben aprovechar

los frutos del mar, dignificados por la sazón negra, con

tendencia al tono alto de los sabores y los vegetales

cosechados con desgano. En muchos de sus platos se

incluye el árbol del pan, con la textura del ñame.

Bajo este ámbito gastronómico, al visitar Santo Do-

mingo nos ha de sorprender la abundancia de sus her-

vidos. Así, tenemos el sancocho de gallina, el de longa-

niza y tocino, el de chivo fresco, el de siete carnes, el de

frijoles rojos o el de mondongo. Tienen pasión asimis-

mo, como en casi todo el Caribe, por el puerco. Les

viene esa predilección en la mesa sin duda desde la

colonización, cuando los cerdos emigraron a las monta-

ñas y se volvieron salvajes, utilizándolo en diversas pre-

6 Manuel Álvarez Nazario, Elelemento afronegroide enel español de Puerto Rico,Instituto de Cultura dePuerto Rico, 1961, págs.206 y siguientes.

Pero el cangrejo, de diferentes clases, es una constante en el Caribe.Famosos eran los de San Andrés y Providencia, de color rosado

y carne de exquisitez excepcional.

Proceso del cazabe.Grabado del siglo XVIII.

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paraciones, ya guisado con choyotes y otros vegetales,

ora asado en vara o relleno de moros (frijoles).

Al pasar raudos por Puerto Rico, seguro que nos

ofrecen como plato criollo uno de sus asopaos, a base

de arroz, aceite, tocino, jamón, cebolla, pimentón y

manteca con achiote, sin olvidar el complemento

gustativo de los ajos y el cilantro.Y nada de raro tiene

que con otras variantes, pues lo hacen también con

salchichas, camarones o guandules, que en nuestra

costa son una clase de frijolitos que se conocen bajo

el nombre de guandul.

Al tocar en Trinidad podemos maravillarnos con la

sopa de cangrejo, en las Bahamas con el fish chower,suculento y aconsejable para el guayabo, el ratón o la

resaca. En Dominica, con la okra soup (sopón con

candia). En este periplo lleno de golosas remem-

branzas, cabe volver a las nostalgias de Cubita la Be-

lla, de La Habana más precisamente, cuando nos fue

dado pasar unas horas en el restaurante Puerto de

Sagua, pues nos habían recomendado, con felices re-

sultados, el arroz a la marinera —que ni en España lo

hacen con tal esmero— auténtico en los pescados, en

los mariscos y vegetales frescos. En El Floridita, y cir-

cunstancialmente con Ernest Hemingway –tostado por

los yodados soles marinos y con pobladas barbas ber-

mejas–, gustamos otro día las exquisitas muelas de can-

grejo moro, precedidas del mejor daiquirí del mundo,

pues estaba preparado por su creador, el célebre

Constante. Y en La Zaragozana, otro sitio de prodigio

para los sibaritas, los moros y cristianos, el lechón con

tostones o el picadillo criollo.

La comida antillana, elevada a arte por el cromatis-

mo y gracia de sus sabores, tiene concomitancias sim-

bólicas con el calypso, el canto jíbaro del campesino

portorriqueño, el reggae de Jamaica, el bejuine de

Martinica, la soca de Monserrate y el nostálgico son

cubano. Por eso algún día, al tratar este tema tan suge-

rente, hablamos con sentida visión del color y la poesía

de la comida del Caribe. En Kingston recuerdo haber

gustado la pepperpot soup, sustanciosa y tradicional,

en la que se combinaban felizmente la carne fresca, el

cerdo salado, la candia y las espinacas. Allí, en cierta

tarde inolvidable, también los baked black crabs, a base

de cangrejos, y cuyas carnes sazonadas con mantequi-

lla, pimienta y nuez moscada concluían gratinadas en

sus conchas. Pero el cangrejo, de diferentes clases, es

una constante en el Caribe. Famosos eran los de San

Andrés y Providencia, de color rosado y carne de ex-

quisitez excepcional. De la misma familia los hay en las

Bahamas, donde elaboran el crab gumbo, mientras que

en Guadalupe, con cangrejos pequeños, pimientos ro-

jos y otras especias disponen el suculento crab creóle.El árbol de pan, de frondosas y vigorosas hojas,

fue traído a las Indias Occidentales en 1793 desde

Tahití por el capitán Bligh y sembrado en San Vicen-

te y Jamaica, cuando las contingencias alimentarias

apretaban el estómago de los colonos. Y desde en-

tonces ha sido nutriente tradicional en las que fue-

ron islas británicas, u ocupadas por ellos, pues vimos

este fruto por primera vez en la comida cotidiana de

los isleños de San Andrés y Providencia, donde los

ingleses dejaron no sólo el trasunto de su lengua, sino

muchas de sus costumbres. Elemento tan recursivo

para la olla, sobre todo si tiene que ver con la de los

pobres, es poco aprovechado entre nosotros, inclusi-

ve es casi desconocido en nuestra costa Caribe. No

obstante, sus posibilidades en el orden de la culina-

ria son muy versátiles, como en Trinidad, donde ela-

boran un excelente estofado con este fruto, combi-

nándolo con cerdo fresco, cerdo salado, lonjas de

jamón, margarina, cebolla, pimienta, mantequilla y

condimentos tonificantes.

Mientras la mayoría de las islas que encontraron

los primeros europeos en el Caribe estaban pobladas

de indígenas organizados socialmente a su manera,

las que más tarde conformarían el archipiélago de San

Andrés y Providencia aparecían abandonadas en su

propio encantamiento marino, aunque es posible que

fuesen visitadas de cuando en cuando por gentes ex-

trañas, e inclusive tocadas por aquellos navegantes de

las aguas ignotas, si aceptamos la afirmación de que

Colón las descubrió y bautizó en su primer viaje con

el nombre de Abacoa, en 1492. Ya para el siglo XVIII, los

nexos más directos de San Andrés y Providencia fue-

ron con las costas de Misquitos, la gente de Coney

Island, Bluesfield, Gracia, Gran Caimán y Jamaica, que

estaban bajo el dominio británico, intercambios que

fueron dejando en el archipiélago categóricos trasun-

149

Hay infinitas islas y abundanciaDe lagos dulces, campos espaciosos,Sierras de prolijísima distancia,Montes escelsos, bosques tenebrosos,Tierras para labrar de gran sustancia,Verdes florestas, prados deleitosos,De cristalinas aguas dulces fuentes,Diversidad de frutos escelentes.

JUAN DE CASTELLANOS

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150

tos culturales, sobre todo en cultivos y cría de anima-

les para alimentación.

Sirvan estas sucintas referencias para esclarecer

cómo la olla isleña se fue formando entre una y mil

peripecias, a grandes trechos, sin asentamientos for-

males, eventualidades que no permitieron darle en-

tonces un talante propio a este fogón, como sí sucedió

con la cocina de otras islas vecinas, donde la coloniza-

ción fue más estable e influyó en el estilo o expresión

de sabores particulares. ¿Cómo preparaban sus vian-

das, más bien sus ranchos, los bucaneros y piratas allí,

Morgan, François, el Olonés, o el viejo Mansveld? ¿De

qué elementos se valían para su subsistencia cotidiana?

Quizá con peces y deliciosos cangrejos, con animales

de carne delicada y de un gusto inolvidable; con la

carne de tortuga verde, abundante por aquellos ma-

res, en guisotes bárbaros o salada, cuya demanda au-

mentaba cada día más, mientras andaban encandila-

dos y la imaginación volaba cruel por el incipiente

aguardiente de caña. O alimentándose apenas en las

playas de infinitos silencios con trozos finos de anima-

les cimarrones cazados en los bosques y que cocina-

ban en el bucán –sistema indígena de asar y ahumar

las carnes en barbacoa, a fin de conservarla– mien-

tras los tahúres sacrificaban las horas nocturnas

jugándose en las partidas de azar hasta el mosquete, a

la taciturna luz de los mechones encendidos con la

grasa de lobos de mar. Entre las diversas aplicaciones

que tiene esta voz, derivada posiblemente del tahíno,

se aplica a una especie de parrilla para asar en un

hoyo que se abre en la tierra y se calienta como un

horno.

Recogían también de las aguas profundas caraco-

les de conchas rosadas y carnes suculentas. O pesca-

ban hábilmente el king fish, las barracudas y los atu-

nes, al tiempo que criaban las cabras y las vacas en las

dehesas, las gallinas que cacareaban en frondosos

patios, las pintadas y los inermes pavos, en familiari-

dad con los filosóficos cerdos que se refrescaban en

sus chiqueros cercanos. No obstante este prodigio de

elementos generosos para una regalada servida mesa,

los nativos se sustentaban con escasos alimentos. En la

mañana casi siempre tomaban una infusión de hierbas

de limón con azúcar y un pan; al medio día les bastaba

con un frugal almuerzo a base de pescado, cangrejos,

caracol o carne vacuna o de cerdo, yuca, plátano, ba-

tata y pastas de harina. Ya por la tarde, un refrigerio,

que en muchos casos era sólo una infusión de hierbas

de limón con azúcar que llaman té.

Tal vez este estilo de bucólica isleña les venga a

los sanandresanos de su tradición puritana, pues, como

lo hemos anotado antes, su presencia fue la más cate-

górica y determinante en la formación cultural del ar-

chipiélago. En todo caso, por su manifestación de sa-

bores propios, cabe mencionar las conchas de can-

grejos rellenas, sápidas con la sazón discreta de espe-

cias; el rondón de caracoles, suculento dentro de la

esfera de los sancochos o caldosos guisotes, en el que

participan el caracol de pala, el pescado (sierra o bo-

nito con sus cabezas), la yuca, el plátano verde, los

bananos verdes, el ñame y los dumpling, preparados

con la misma sustancia –en la leche de coco– en que

se cocinan las viandas y las carnes marinas. Como

puede observarse, es un plato simple, sin ninguna hier-

ba que altere su temperamento, sabio por la delicade-

za y el respeto a sus componentes.

Si el viajero toca otra vez en Jamaica, es posible

que aprecie el stew pumking, en el que se armonizan

la auyama, la leche y la mantequilla, con la canela y la

pimienta de Jamaica, de exótico color y olor. O el esto-

La cocina tradicional de Cartagena es indudablemente una de las máscaracterizadas de Colombia, no sólo por la suculenta gama de sus platos,sino por la sazón bien equilibrada, que obedece también a circunstancias

históricas, así como a la feliz congruencia de factores étnicos.

Mercado en Cartagena.Grabado del siglo XIX.

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fado de berenjena, ennoblecido con mantequilla, car-

ne molida, nueces picadas y especias.

Pero donde parece consumarse definitivamente

la que podríamos llamar la gran cocina del Caribe

es en la que se reconoce como créole. Ella es, desde

luego, consecuencia afortunada de muchas circuns-

tancias culturales, derivadas de lo indígena con la

presencia de lo francés y lo negro, esencialmente,

que por ahí, por los anchurosos mares y bajo la cons-

telación de todas las aventuras vinieron también gen-

tes de otras razas que dejaron sus huellas. La Espa-

ñola o Santo Domingo fue una sola, hasta que por

dramáticas peripecias históricas, entre otras la

despoblación, especialmente en sus costas para evi-

tar el contrabando a partir de 1607, España le cedió a

Francia casi la mitad de la isla a mediados del siglo

XVIII, parte que tomó el nombre primitivo de Haití, que

quiere decir “tierra alta”.

La historia de Haití desde sus orígenes ha estado

convulsionada como una caldera del diablo, por el

choque de clases e intereses económicos. Pero todo

ese subfondo social y humano ha servido para confor-

mar un pueblo de excepcional interés cultural, el cual

expresa su vitalidad mediante el arte naif o primitivo

de sus pinturas, sus esculturas en madera, su primoro-

sa artesanía y el ritual vudú. Y desde luego, del arte de

su comida, original, sustanciosa, llena siempre de cro-

matismo y perfumada por las especias tonificantes.

Original dentro del menú haitiano es el djon-djon,hongo silvestre que nace al pie de los añosos árboles

de Gonaives y Jeremie, así como en otras partes de la

isla. Al hervirse da una tintura negra, y con ella se ha-

cen arroces jubilosos de cangrejos, langostinos poácongó (guandul) y muchas otras especias, sin que fal-

te el toque del clavo de olor.

Los cerdos –así debieron ser los de las cavernas–,

son igualmente negros, de carnes magras, cabezas y

hocicos alargados como los de los osos hormigueros;

pero su carne es de un sabor excepcional y con él

preparan el grilló, adobado antes de freírlo en peque-

ños trozos. El lambi, que en nuestra costa llamamos

caracol de pala, pudiera decirse que es uno de los

platos nacionales de Haití, y es igualmente apreciado

en muchas de las islas del Caribe.

Sabor a la Carta… gena

La cocina tradicional de Cartagena es indudablemen-

te una de las más caracterizadas de Colombia, no sólo

por la suculenta gama de sus platos, sino por la sazón

bien equilibrada, que obedece también a circunstan-

cias históricas, así como a la feliz congruencia de fac-

tores étnicos. Lo indígena, lo peninsular y lo negro

hallaron también a través del tiempo una armonía en

la olla de esa parte de nuestra costa Caribe, que ha

hecho la felicidad de su gente y suscitado la sorpresa

de forasteros, de viajeros deslumbrados. No sabemos

hasta dónde la influencia negra enriqueció este fogón

con elementos comestibles predominantes o con re-

cetas del continente africano. Quizá con la variedad

de ñames, el guandú, la candia, quimbombó o baha-

mia; el frijolito blanco cabecita negra. O con el uso

del sofrito, salsa casi siempre elaborada a base de ce-

bolla, ajo, pimiento o ají dulce, tomate y manteca o

aceite. A veces le añadían achiote para otorgarle co-

lor, muy semejante en su conjunto a la salsa ata de la

cocina yoruba; pero donde radica su milagro sin duda

es en la mano y en el sentido de la sazón. E inclusive

en algunas técnicas, pues —según la nutricionista cu-

bana Nitza Villapol— en América y África se han en-

contrado métodos afines de cocción, hervido, asado a

fuego directo, frito y cocinado al vapor.

Este último sistema se ha empleado frecuentemen-

te en el aprovechamiento de las hojas de plátano para

envolver el alimento. La costumbre de remojar granos

secos o leguminosos para luego pelarlos y molerlos

crudos, adicionándoles ajos, ajíes picantes, etc., y frien-

do la masa en grasa para obtener pequeños bollos o

frituras, es común a diferentes países de África. Los

yorubas los denominan akara —concluye la acuciosa

investigadora—. En Cartagena se llaman buñuelos y los

hacen con frijolitos blancos cabecita negra, que pasa-

dos por la máquina de moler se baten lo suficiente

para que doren en la manteca caliente y queden tan

leves como copos de algodón al viento.

Como instrumento utilizado en la preparación de

granos se usaba el pilón, de origen indígena –otros

dirían pilau–, pero que era familiar hasta hace pocos

años en los alrededores de la ciudad e inclusive en

muchos patios cartageneros. Estaba labrado en un tron-

Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea yhecha espuma.

CRISTÓBAL COLÓN

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152

co grande de madera y alto, con un huevo cóncavo,

donde depositaban las negras los granos de maíz, las

espigas del arroz o del millo preferencialmente, mien-

tras de lado y lado, alzando las fuertes “manos” de

madera, los trabajaban al ritmo de sus dormidas can-

ciones ancestrales o diluían sus nostalgias fumándose,

bajo las cadencias del laboreo, una cachimbita de ta-

baco, con el fuego entre la boca, resignadas de pesa-

dumbres. La cocina cartagenera se diferencia de las

del resto del Caribe, tanto por la amplia gama de sus

platos y la originalidad de muchos de ellos –valga la

redundancia–, como por los matices de sus aliños, ten-

dientes a cierta delicadeza.

Creemos haber recorrido gran parte de las Antillas

interesándonos vivamente, golosamente, por sus condu-

mios y guisos, por arroces y hervidos, por su tono en

gustos, y hemos llegado a la conclusión de que es una

comida delirante de colores, de sabores y de paganos

efluvios. Pero en su mayoría hay que aceptarla con pru-

dencia por la afición de aquellas cocineras a los ajíes

picantes o al exceso de las especias, placer que era usual

también, por otro lado, entre los aborígenes de las Anti-

llas. Hasta en eso se observa un interesante contraste,

dado que la comida cartagenera es condimentada con

el ají dulce, y quienes son devotos del picante lo dosifican

en sus platos al gusto. El arroz de coco con pasas, la sopa

de mondongo, el sábalo con leche de coco, el sancocho

de sábalo, el ajiaco con cerdo y carne salada, el higadete

o la sopa de candia con mojarra ahumada, el enyucado,

los pasteles navideños de arroz, delirantes de achiote y

ricos en presas y vegetales, el arroz de coco con frijolitos

negros o de coco con cangrejo, proclaman la bondad

de una cocina depurada por el tiempo y por gustos po-

pulares, que encontró así formas originales y auténticas

de expresión. Otra característica de esta manducaria del

“Corralito de Piedra” es la de acompañar sus platos de

sal con aditamentos de dulce. Es así como aparecen en

su recetario las arepitas de dulce, la cariseca, el enyucado,

las hojaldres, el pastel de ñame, los plátanos guisados,

los plátanos maduros en tajada o en tortillas, e inclusive

el dulce en algunas viandas, como la lengua mechada,

enriquecida con panela y clavos de olor.

Con estas perspectivas y peripecias históricas,

cabe establecer entonces que en el Caribe prodigio-

samente se formó una de las cocinas más interesantes

y con más carácter del planeta. Tan evidente es esto,

que un goloso y entendido en la materia como lo fue

Xavier Domingo no tuvo escrúpulos en proclamar en

su momento y a los cuatro vientos:

En las Antillas se está elaborando la más

completa, la más suculenta, la más perfecta

cocina del mundo, y lo siento mucho por los

franceses y por los chinos, que están perdien-

do el monopolio de la fama del bien comer.

Y para abundar en sus gozosos comentarios agregó:

… y hay que subrayarlo mucho, que esa

creatividad es popular y no obra de cocine-

ros profesionales, de cordon bleus o de

distinguidos gastrónomos. En las Antillas se

come hoy como en ningún otro sitio del

mundo, porque al pueblo antillano le gusta

comer, comer bien y tiene arte para hacerlo

y productos básicos extraordinarios.

Como fondo de todo este pasado histórico, de sufri-

mientos y gozos humanos, se evidencia una historia ex-

traordinaria y mágica. Y parte de ese legado cultural

toma forma en una rica cocina, aunque bastante desco-

nocida, hecha de aromas maravillosos, de colores acor-

des con la luz y las pasiones del mundo de sus islas y

costas, armoniosa en la composición de sus elementos,

exótica tal vez para el gusto de muchos. Es, junto con su

música, a trechos con sus alucinantes ritos bajo el sonar

de los tambores o el requiebro de las gaitas, una de las

manifestaciones más bellas de la sensibilidad antillana.

Descubrirla, pues, elevarla a lo que es, a una sustantiva

expresión de arte, constituye un desafío para el espíritu

que busca nuevos placeres.

LÁCYDES MORENO BLANCO,escritor, diplomático e historiador.

Autor de varios libros sobre cocina. Miembro de laAcademia de Historia de Cartagena, Miembro

Correspondiente de la Academia Colombiana de laLengua y Presidente Honorario de la Academia

Colombiana de Gastronomía.

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