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1 En las tardes de otoño los tristes salen a presumir de tristeza, los gatos les ceden la calzada y se ríen de sus pesares.

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Recuerdos de aquella infancia

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En las tardes de otoño los tristes salen a presumir de tristeza, los gatos les ceden la calzada y se ríen de sus pesares.

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FERIAS Y DÍAS DE VERANO

Hay cosas del ayer que nuestros niños de hoy no saben, y

otras que ningún niño debiera saber…

En los pueblos de la montaña leonesa las ferias eran capítulo importante de su historia desde lo medieval. Eran días para el encuentro, el comercio y la holganza. El montañés, muy mal comunicado y poco comunicador, esperaba con ilusión silenciada el encuentro con viejas amistades. Ya en la plaza curioseaba el ganado de otros pagos, tentando los animales y dándoselas de entendido; haciéndose ver de los conocidos, saludando a unos y a otros, y presumiendo un poco, porque llevaban cuarenta duros en la cartera. Luego, tras un primer vistazo a la mercancía simulando recelo y falta de interés, decidía la compra, a la que precedía un pequeño regateo. El trato se cerraba con un fuerte apretón de manos, que era tenido por más sagrado que cualquier acta notarial. Después lo celebraban compartiendo unos vinos en la cantina, con el regusto de haber hecho buen negocio. Aquellas eran ferias sin escaparate, donde se mostraba el género y la necesidad, sin doblez ni engaño, y cada cual se servía su ración a gusto y conveniencia. Cada una tenía su fecha en el santoral, su carácter y su mercancía.

Por Santa Catalina, cuando el otoño ya había puesto las temperaturas en su sitio y las heladas empezaban a asentar sus perlas de cristal sobre la alfombra del campo, en la feria del pueblo se compraba el gocho. Se le sacaba adelante embobándole con las sobras de la mesa, un caldero de gamones y bastante ilusión; hasta que ya, próximo a San Martín, se le engolosinaba con cuatro patatas y unos puñados

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de maíz, para que fuera poniendo kilos. Él no lo sabía, pero la mejora en la dieta anunciaba la proximidad del fin de sus días.

Por San Juan se vendía la lana en la capital, se empedraban los trillos, se compraban bieldos, horcas y otros menesteres para la era con el pensamiento puesto en la solana, donde la mies ya apuntaba maneras. Eran largos los días por San Juan y había tiempo para cavilaciones, cálculos y preparativos.

La mano de obra se ajustaba por San Pedro. Los pastores por un año, los veraneros hasta encerrar el grano y a los trilladores hasta la fiesta del pueblo, que ya estaba la paja en el pajar y comenzaba la escuela.

La soldada del pastor, por lo general, era en especie: Algunas cabezas de ganado, la comida de cada día…, y poco más. Como el pastor pasaba la mayor parte del tiempo en el monte y parecía un poco asilvestrado, no necesitaba dinero… El criado era diferente: vivía en la casa, comía a la mesa y dormía bajo el mismo techo. Si llegaba a ganarse la confianza de los amos y la situación lo requería, hasta podía ejercer de capataz en los asuntos del campo. Casos se dieron en que el criado emparentó con los amos tras muchos merecimientos. No era frecuente, pero algunos casos hubo.

El trabajo menudo de los niños pobres se contrataba para montar en el trillo, ir con las vacas y echar el agua a los prados. Los guajes ponían buena voluntad, se esforzaban en aprender, en hacer las cosas bien para merecer lo que comían y ganarse alguna palabra amable de la hija de los amos. Era una forma de disfrutar las vacaciones por los años cincuenta algunos menores. Sólo que por entonces aún no se llamaba explotación. Un palo era la principal herramienta de trabajo y defensa, un perro la compañía del niño en la soledad del monte…, a cambio, un plato en la mesa y unas migajas de cariño, si había suerte.

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Sentado sobre la corriente de la infancia, disfrutaba de su canto y lo tarareaba cuando el tiempo lo permitía.

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DESPERTAR

Las Ruedonas quedaron en lo alto como testigos mudos de la pelea de cada día entre las tinieblas y la luz del alba, de las carreras y miedos infantiles para consolarles, de tiempos idos en los que el Valle se las prometía prósperas porque por ellas se descolgaba el mineral.

Nadie, a no ser que fuera profeta, pudo aventurar que aquellas carreras infantiles, con las que quedaban destetados los niños de los 50, pudieran llegar algún día a ser el inicio de tanta fiesta popular y tanto folclore. Nadie pudo sospechar, a la sombra de aquellos menesteres, que de las carreras ruines de la infancia nacieran las fiestas del verano.

Lo suyo tenía más de obligación y castigo que de juerga y diversión, según el parecer de los protagonistas.

Cambiaban el libro de aprender sentados alrededor de la estufa los días de nieve y frío, por la vara de aprender a la carrera las mañanas de urgencia y prisa para que no se les hiciera tarde y les pillara la tormenta al descampado, sin refugio donde guarecerse.

Las lecciones comenzaban casi a oscuras, cuando aún el gallo dormía y los luceros vigilaban en lo alto para orientar la carrera. Los animales rumiaban sus pesares, con la cadena al cuello, soñando con otoñadas frescas en dehesas lejanas, con corrales abiertos a la libertad, sin yugo de sumisión, con ferias y encuentros en el pilar, sin temor a ser vendidas por 4 perras el próximo otoño…

Entre el sueño y las Ruedonas el despertar cansino, lento y oscuro como bocamina por la que se entierran hombres mineros cada día con un solo afán en el ánimo: sobrevivir para no abandonar a los suyos.

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Mientras, a la vera del camino, se derrama una estrella que alimenta el amanecer hasta que el sol rompe por las crestas de la peña…, así un día y otro día.

En la campera, cuando los misterios de las sombras se desvanecen, quedan atrás sueños y quimeras y cada cual viene a lo suyo: las vacas a acariciar el rocío de la mañana mientras con disimulo llenan la panza para seguir rumiando en silencio la próxima noche de establo; el sultán aventado lobos más allá de Pico Moro, que sólo aparecen en su ancestral enemistad; el vaquero, héroe de la nada, acariciando el despertar de otros niños, el beso de la mañana, el hacerse un hombre para no defraudar a quienes le encomendarán tareas de mayor responsabilidad …

Mientras, al otro lado de la vía, se abren las ventanas de la ilusión para que salga el vaho de la noche, se disipen las tinieblas, y florezca una sonrisa pintada de ilusión y de esperanza…, mientras, por las mejillas de una madre, se desliza una lágrima cargada de impotencia y de orgullo…

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TAPINAR LAS TOPERAS

Remendar los prados requiere sabiduría al cortar el tapín y sigilo para no despertar al bicho dormido en la galería… Por mor de los humos que trajo consigo la pelea, el paisaje enmudeció, quedó asustado, sin luz ni color, desconocido; como campera de otra galaxia. El andancio lo contagió todo. La montaña se vistió de luto y lloró el desatino, cada cual en su cocina para evitar males mayores. Las retamas de escobas, piornos, arándanos y urces perdieron la color con que se engalanaban cada primavera para recibir al cortejo de amantes que buscaban aposento en sus ramas. Hubo primaveras mudas: sin cantos ni nervios ni prisas de pájaros por edificar sus casas para formalizar el romance de amor. De aquello quedaron muñones y cándanos secos, que como brazos calcinados apuntan a lo alto en demanda de aliento, y un silencio tenso y prolongado… Hasta que un día la vecindad recobró el pulso y puso manos a la obra… Fue entonces cuando el topo se vistió de luto profundo, afiló sus zarpas y se echó a la galería en plan rebelde, ganándose la fama de pendenciero y poco sociable. Él prefiere la oscuridad soterrada, la vida con sabor a barro, comenta el abuelo para quien quiera escucharle, con la mente ensombrecida. El animal sigue su destino ciego, a la espera del momento oportuno para recuperar la campera. Algunas noches asoma el hocico con disimulo, levanta sus ojos perdidos y vuelve al fondo de la cueva para continuar en su tarea de zapador de la noche, abriendo caminos que los hombres no gobiernan. En su tumba de barro se siente cómodo y seguro, a salvo de malos aires que dificultan el caminar en libertad.

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Tal vez la querencia por lo oculto le viene del día de la traca final, cuando la población dejó la peña, tocó a hacendera y puso cerco al polvorín arremetiendo contra él para limpiar los rastrojos y purgar las praderas. … Razón demás para cortar los tapines con esmero, que desgracias ya hubo bastantes…y sonríe el viejo desde la pena y el recuerdo… Aquel día la talpa entornó sus ojos pequeños y los cosió con lágrimas, se zambulló bajo tierra y aún no le ha pasado el susto. Al paisanaje se le nubló el ceño y entornó la vista para disimular su ira. Desde entonces camina bajo el peso de vergüenza ajena y, de tanto mirar al suelo, va cargado de hombros y de preocupaciones. Hay quien dice que a sol puesto, a la entrada de la noche, se han visto luces mortecinas que emergen de lo que fue ladera frondosa y hoy es lámpara de aguzo que procesionan los fantasmas del monte.

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AL COBIJO DE LA PEÑA

El abuelo bajó del monte tocado. Vio arder el pueblo desde la distancia y cuando bajó ya no era el mismo. En el sueño le rondaban llamas y bocanadas de humo que envenenaron los pulmones, sin poderse defender… Por eso, esperaba cada amanecida en el balcón, mirando con la intención clavada en el “Viso”, alerta por si volvían. Así, con la vista perdida, se pasaba las horas muertas, mientras soportaba los fantasmas de luz y calor que arañaban su memoria y le subían al cerebro.

Luego, cuando respiraba aire nuevo sin divisar terror en el horizonte, se sentaba sobre la calma a echar las cuentas para el futuro, reposando en la silla de siempre con actitud cansina. Las cuentas nunca le salieron, por más que lo intentó. Habrá que sembrar cuando haya tempero, se decía con poca convicción, porque el otoño le quedaba lejos, la mente revuelta y las fuerzas escasas… Así, un día y otro día, con las pertenencias más urgentes preparadas por si había que volver a la peña…

Fue entonces cuando le dio por anotar en el libro de la memoria los acontecimientos que nunca entendió, por si poniéndoles letra llegaba a encontrar la razón oculta que explicara la sinrazón de la locura que sembró la montaña de luto y los montes de metralla…

Algo tarde es, padre, le reprochaban los suyos, para entretenerse en cultivar recuerdos que aunque algún día lleguen a florecer, nada remediarán…

Escuchaba, callaba y se decía para sus adentros: es ahora cuando uno tiene necesidad de recogerse y emborronar unas páginas con tinta de color amargo, con recuerdos que, si de nada sirven y a nadie interesan, como decís, ayudan a vigilar la locura que andan suelta, buscando acomodo... Es algo tarde, sí, porque sin escuela ni oficio, a estas alturas, se

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lamentaba, mal puede uno hilvanar pensamientos con tino y lógica, pero algo es algo…

Y continuó guardando garabatos deformes, palabras dormidas, costumbres abandonadas, para regalarlas algún día a los niños que no conocen los abedules ni los piornos, ni distinguen el arrullo de la tórtola del canto engañoso del cuco, porque no vivieron en la montaña…

Reunió para su colección imágenes de escuela y monte, de miedo y barro, de nieve y perros, de mina y llanto…, palabras huecas, sonoras, con eco hacia un infinito que se pierde en las cuevas de la peña donde una vez se refugió “Cardosa”, huyendo del lobo de la noche.

Fue entonces cuando el rostro del abuelo adoptó una mueca placentera, hija de la paz, que le liberó de quimeras y le invitó al descanso en brazos de otros días, en compañía de la ilusión en el futuro…, ellas trancaron las contraventanas y dispusieron la sala para la paz duradera.

El abuelo sobrevoló los acontecimientos de la peña en alas de su manía de recordar, de anotar, de no olvidar, para dormir aquella noche.

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AL ABRIGO DE LA LUMBRE

Cuando aún no había llegado la televisión, la vecindad,

reunida, echaba mano de la memoria, se daban compaña y se trasmitían leyendas

El pueblo nació inclinado, y así sigue, cuentan los que oyeron contar a quienes asistieron al parto . Como si una maldición hubiera caído sobre los pilares en que se asienta, o las aguas ocultas los hubieran roído. El sol hacía equilibrios arriesgados de alpinista para colarse por cualquier rendija y pintar las fachadas de luz y calor, tarea harto difícil en invierno. Las sombras extendían sus flecos mucho más de lo que les correspondía y se adueñaban de la situación. Apenas al medio día, en un arrumaco de ternura lograba el sol desvelar el ceño a la oscuridad, para que las gentes no perdieran la noción del tiempo, y pudieran seguir contando los días que faltaban para que los pueblos vecinos subieran pujando por los pendones a la ermita de San Froilán, que es el santo que los protege. Eran noches de aislamiento y soledad, propicias para el recuerdo, la tertulia, la nostalgia y la intimidad.

Mientras la luna se derramaba sobre el manto espeso de nieve y jugaba a deslumbrar sombras ocultas, dentro, en la cocina, al amor de la lumbre, se acompañaban los vecinos, se apoyaban y se daban ánimo a la espera de la luz nueva. Eran momentos propicios para el recuerdo y la memoria, para relatar cacerías y batidas de lobos que, aumentadas por la imaginación del narrador, creaban en los pequeños admiración por sus abuelos. Sucedía que entonces no era delito defender al rebaño de las alimañas, concluía el abuelo con nostalgia…

…Ocurrió la noche que el lobo se volvió loco y perdió el respeto a la vida y a la vecindad. Bajó del monte en tono desafiante y se dio arte y maña para entrar por la boquera de la

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tenada y escurrirse hasta la corte. Una vez allí, mató con saña y avaricia, como él sabe hacerlo. Luego, apiló reses muertas, sin ningún respeto, se encaramó sobre ellas, y escapó antes que el día llegase…

Era entonces cuando los mayores perdían el natural recelo a referir su memoria, y con ojos chispeantes y voz entrecortada, relataban hazañas y valentías de algunos muertos que ocupaban los capítulos más gloriosos de la leyenda montañesa…

Días hubo en que la manada se oía tan cercana que parecía pedir adentrarse en la reunión con sus aullidos, huyendo de los reflejos de la luna en el espejo de la noche. Eran momentos en los que el lector callaba, se hacía silencio para escuchar el mensaje producido en la distancia, por si alguien lograba descifrar el código de comunicación. Miedo, parecían aullar, decían unos; compañía, parecían pedir, interpretaban otros; hambre de muchos días de ayuno, sentenciaba el abuelo Isidoro, que casi nunca se pronunciaba.

Los niños se estremecían y se acurrucaban temblando contra el regazo cálido de la madre, y hasta los personajes de la historia se escondían en las páginas del libro que Balbino leía con voz alta y clara, para hacer más llevadera la velada a la vecindad.

Cuando el cansancio y el sueño lo aconsejaban, cada cual se recogía en su casa, con la puerta trancada, mientras los niños soñaban con perros mastines de dientes afilados, armados con fuertes y puntiagudas carlancas que ponían orden en el monte y ahuyentando al lobo que les asustaba en sueños.

A Balbino, que ya no lo puede leer como lo hacía en las veladas nocturnas de invierno, para que lo relate a los niños

que no conocen la nieve.

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QUE VIENE EL LOBO “Veíamos cada mañana marchar detrás del rebaño a

los mastines, con sus firmes y temibles carlancas. Se diría que iban no a guardar las ovejas, sino buscando al lobo, para sostener con él un nunca resuelto litigio entre hermanos (A. Trapiello, El Arca de las Palabras)

“Que viene el lobo, que viene el lobo”, voceaba Pedrín a los cuatro vientos para marcar territorio, para espantar el miedo, para ahuyentar la soledad, para jugar con el eco…

Aquellos lobos eran maestros en el arte de la simulación y de las dentelladas; hacían verdaderas maravillas para mantener el pellejo en pie, relataba el abuelo con un atisbo de admiración y nostalgia. Aullaban, eso sí, cuando el hambre les roía las tripas. Aullaban principalmente de noche, cuando su gemir helaba la sangre de los niños al escuchar su amenaza o, tal vez, su plegaria. Lanzaban gemidos lastimeros a las tinieblas, pregonando su necesidad, y aunque el eco retumbaba contra la peña y rompía el cristal del silencio nocturno, ni aún así alcanzaban compasión. El lobo era enemigo común de los ganaderos por aquellos días, y se le perseguía: su desgracia no conmovía, más bien causaba regocijo a la par que miedo…

El hambre de los días blancos y ayunos les había enseñado a sobrevivir de la nada, a arrastrarse sin levantar sospechas hasta los mismos corrales, a esperar pacientemente que algún animal desorientado perdiera el norte y se pusiera a su alcance. Noches hubo en las que se oyeron extraños movimientos desde la cuadra, zozobra y quejidos lastimeros en la corte. Y, ya con la luz del día, aparecían rastros de sangre, restos de la victima sacrificada en la impunidad de las tinieblas…

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Aquél día el perro de carea no acudía a la puerta por su ración de comida, no acompañaba al pastor a la tenada a cebar al ganado.

El lobo sabía cuál era la res más débil del rebaño, atacar en manada para derribar a la más fuerte, atraer al mastín para alejarlo del rebaño, mientras la manada hacía la lobada. Eran listos aquellos lobos, o tal vez eran muchas las dentelladas del hambre en los días blancos del invierno.

Aquella tarde se asomó a la collada, oteó el horizonte y divisó un manto blanco y nuevo cubriendo el valle. Cruzó “El Viso”, se deslizó por la falda de la peña dejándose caer sobre el ato y tiño del rojo púrpura la luz de la mañana…

Hubo señales de alerta que no supieron entender los niños pastores: los gritos del minero, los nervios de la tula, la nube que cubrió el sol…, señales de muerte y miedo que ni los corderos ni los pastores supieron interpretar. Él sacó partido de la inocencia. Por eso el lobo era enemigo público, todos en el valle le temían, nadie le tenía lástima.

Luego el miedo vestido de susto, la huida valle abajo, el temor al castigo... Atrás quedó parte del rebaño. Como el mal pastor del Evangelio huyeron ante el peligro. Corrieron a refugiarse al amparo de las casas, a confesar su cobardía, a contar que hoy vino el lobo, a buscar el castigo que no merecían, porque tampoco eran de verdad pastores. Eran niños, con cayado de pastores.

A todos los niños que aprendieron a amar la Naturaleza corriendo detrás de la vacas y mientras jugaban a trabajar.

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La corriente se encueva, con el aplauso de las burbujas, para seguir el camino del anonimato y del silencio.

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EL “RIACHO” VA POR SU CUENTA… Aguas humildes y duras, hijas de la peña y la nieve oculta

y fría… Al abrirse las entrañas de las rocas alumbraron un plano

inclinado, sobre el que se proyectó el pueblo con calles, casas y sombras. Al fondo, algo distante y cuesta abajo, fluyeron lágrimas de dolor y formaron un “Ríacho” de aguas menguadas, porque dieran auxilio a la nueva criatura…

El río nació ruin y ruines e inciertos fueron sus primeros pasos, amedrentados…, como si tuviera miedo a despeñarse en cada salto del camino tras su propia identidad, que no alcanza a divisar por mucho que estire el cuello. Desconoce su nombre poético: “Valcesar”, y no le da importancia a su vecindad con el Bosque de las Hadas…

Valdorria quedó encajada entre el Viso y la Peña, como cuña que se esfuerza por mantener en su sitio las costillas del coloso.

Para los curiosos visitantes que se acercan a contemplar tal maravilla, mantenerse en pie por las calles requiere un esfuerzo importante; no así para los nacidos en el pueblo que se acostumbran desde pequeños, y lo hacen con la misma soltura, y a la vez, que van aprendiendo a vocalizar la primeras palabras, y a distinguir tiempos verbales que, sin apenas darse cuenta que los saben, los usan con soltura.

Del río hay poco que decir. Su historia es pequeña e irrelevante. Tras un profundo suspiro brotó de las lágrimas del parto y, por ser hijo menor de la separación no le pusieron nombre al nacer…, los mozos, en tono de burla, le llamaron “Riacho”. Así empezó su andadura y por el mismo camino sigue: como un don nadie, dándose coscorrones en cada curva, estrechando su cintura cuando la garganta se hace angosta y profunda, lamiendo la falda de la roca que no le presta

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atención, y ensanchando sus orillas en el llano, que se muestra generoso y complaciente.

Los adultos del lugar lo han ignorado siempre y, tal vez por eso, no aparece en planos ni mapas. Los niños, abiertos a la vida nueva, teníamos una relación cálida con sus aguas, y él, a cambio, se detenía un poco jugando a los remolinos y empozándose de trecho en trecho para que nos bañásemos desnudos en los pozos. También los ciervos, los grajos, los lobos, y el ganado en general, bajaban a beber y mantenían buna relación con el “Riacho”.

Él, escuchando la canción del viento y el romance de la peña, intuyó intereses poco nobles en la gente mayor de la vecindad. Más de cuatro veces intentaron domesticar su caudal, encauzar sus impulsos, usar sus aguas en provecho propio. Alguna vez en concejo le tuvieron en cuenta y hablaron de poblarle de vida: truchas, ranas, zapateros, gusarapas y otros habitantes de las aguas, pero no hubo caso, no prosperó el intento. Le contaron que por lo escarpado de su cauce, por el hierro que reposa en sus entrañas, por lo profundas que son sus cascadas. Que son aguas ariscas, frías y poco afables. Que son hijas de “Forrán” y descienden del monte con ritmo montaraz y desenfadado...

El río es muy habilidoso y se descuelga por lianas entre sombras, medio oculto, agazapado en la maleza, renunciando a las caricias interesadas de la superficie que, a la postre, le recortarían la libertad. Él sigue su destino, renuncia a la gloria y al sueño de playas artificiales, a cambio de ser él mismo.

Al fin, esquivando zancadillas de raíces semiocultas, ignorado y sin dar el brazo a torcer, se despeña con violencia y valentía en forma de cascada de luz y color; se pierde en el Curueño, sin dejar tras de sí ni una sola lágrima… Es en la caída cuando, al desvanecerse, logra el aplauso de la espuma y el reconocimiento y admiración de los que pasan haciendo el

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camino y se refrescan con la brisa cálida en que se diluye su bravura.

“Que se junten las aguas de debajo del cielo en un solo sitio…, bullan las aguas con un bullir de vivientes…”Gn. 1,9

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BAJAR AL MOLINO

Hubo un tiempo en el que el mundo se descubría poco a poco, paso a paso, empezando por el pueblo más próximo…, al ayuntamiento se iba para tallarse, y a la capital para visitar al doctor.

Las gentes de la montaña cantaban coplas para hacerse oír y ahuyentar el silencio, mientras llevaban el grano a moler. Molino, maquila, muela y otras muchas…, eran palabras que lanzaban al viento como flechas picarescas no exentas de intención, y la corriente del río las llevaba, mientras la harina florecía y se dejaba caer en la quilma. Por eso los pueblos con río se sentían felices y los que colgaban de los riscos les tenían envidia.

Los habitantes del alto nunca tuvieron río con la corriente necesaria para mover la muela y moler el grano. Ni cuérnago, donde los cangrejos quedaban a la intemperie y asustados, cuando el molinero decidía vaciar la presa. Tenían, eso sí, miradores maravillosos desde donde las nubes acariciaban los rostros al pasar; aire puro que recetaban los médicos a los aquejados de tisis; inviernos que comenzaban allá por los santos y nunca se sabía cuando acababan. Tenían, también, nevadas intensas que trancaban las puertas del pueblo y les enseñaban a vivir en soledad y reciedumbre.

Desde los montes se dejaban caer algunos arroyos de caudal menor o, en el peor de los casos, un reguero que asomaba entre peñascos dando razón de los veneros de la nieve. Cuando el terreno lo permitía afloraba con la humildad del montañés, y discurría como lágrimas de miseria. Su caudal daba para cubrir la sed del vaquero y su ganado, el verdor de cuatro juncos que festejaban su paso, y poco más. Para mover la muela y moler el grano, nada de nada.

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Bajar al molino era tarea menor, cosa de chavales. Con 2 quilmas terciadas a lomos del burro, los guajes montañeses se asomaban a la vida por la ventana abierta en el costado de la peña, y los ojos se les llenaban de luz nueva que pintaba sombras alargadas de nogalonas desparramadas sobre el barro de otras calles.

Era el momento de romper el encanto al descubrir que más allá de los picos de la peña donde anidan las águilas, donde la línea del horizonte se da de bruces con la nada, florecían casas blancas, vacas de mirada lánguida y vidriosa, prados con niños vaqueros y un mastín, como ellos en el pueblo…

A veces se daban de bruces con la enfermedad, que paseaba su palidez envuelta en un batín a las órdenes del Doctor, mientras las aguas del Curueño y el aire de la montaña, de virtudes sanadoras, devolvían el color a la piel y la esperanza a la familia.

Eran hombres recios venidos a menos por la tisis y la escasez. Algunos, más animosos, espantaban el fantasma de la soledad haciendo un guiño al niño que bajaba al molino con ojos nuevos para descubrir el mundo. Le contaba que sus hijos, allá en el pueblo, iban a la escuela y eran muy listos, a decir de la maestra… Era entonces cuando los ojos se humedecían y con un gesto de niño débil le pedía que siguiera su camino, para poder enjugarse una lágrima sin ser visto…

Era cuando, sin entender muy bien porqué, el niño se sentía más cercano a su peña, a las cuestas de su pueblo, al ganado de su establo y a los suyos… Entonces, volviendo la cabeza, saludaba desde la distancia al nuevo amigo, prometiéndole que la próxima vez que baje al molino le traerá unos manojos de te de la peña, que cura todos los males, según supo por su abuela.

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SAN FROILÁN

Allá en lo alto, donde anidan las águilas, se encuentran los vecinos un día al año para contemplar la más maravillosa catedral y certificar su aguante. Por testigo, el santo patrón.

La primavera se hizo de rogar hasta bien entrado mayo.

Vino esquiva y melindrosa, haciendo mohines al buen tiempo, como queriendo continuar el letargo invernal refugiada en las cárcavas y en las cuevas de la peña. Con aire de despreocupación llegó una mañana, allá por cuando los vecinos del Curueño suben hasta San Froilán a orear los pendones y a dar fe de vida de los respectivos pueblos. Es una forma de apoyarse y darse ánimos, de resistir al paso de los días y a la soledad en que quedan, cuando los veraneantes vuelven a la ciudad y la estación invernal se pone rigurosa con los pueblos de la montaña. Así, reunidos, resisten para no dar la razón a los que se empeñan en que se eche la tranca a las puertas del pueblo…

Con la luz que se alarga al llegar la pascua reverdecen las ilusiones. Los senderos que suben hasta la peña, donde el Santo plantó su celda y construyó la ermita, silenciosos y solitarios desde la feria del Pilar, se abren al paso de los lugareños que esperaron la llegada del primer domingo de mayo para hacer la ascensión como romeros, y visitar al Patrón que vive en los riscos de Valdorria y les espera paciente cuidando de ellos a lo largo del año.

Arriba, en la cumbre donde el lobo depositó la piedra para construir la ermita tras comerse al burro que la acarreaba, se reúnen los vecinos de la comarca, y desde allí, trescientos sesenta y cinco peldaños por encima del nivel de sus labores y quebrantos de la rutina diaria se olvidan durante una jornada de la soledad y del abandono en que discurre su existencia.

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Mientras los pendones hondeando al viento puro de la peña, los paisanos, recostados en el suelo hablan de la vida y de la muerte. Comparten viandas, noticias, inquietudes y alguna que otra ilusión, pocas…Como si de una confesión pública se tratara, van dejando fluir sentimientos, pesares, recuerdos y añoranzas que dan cuerpo a las conversaciones silenciadas desde el último encuentro. Hablan de dolores, de reuma, de artrosis, de lo lejos que queda la farmacia para comprar los remedios. Con rostro tenso, ojos vidriosos y voz rota se recuerda al último fallecido, por el que nada se pudo hacer, y se magnifican sus virtudes de buen cristiano y mejor vecino. Se desahogan elucubrando quien guardará la memoria de los pueblos, derramada durante siglos por aquellos campos cuando ellos se hayan ido.

Luego vuelven a su mundo porque lo necesitan, porque quieren seguir sintiendo que están vivos. Hablan del ganado, de lo largo que fue el invierno, de lo escasa que resultó la ceba, del precio irrisorio de la leche, de los temores de asistir al cierre de las cuatro casas que aún quedan abiertas, no se sabe por cuanto tiempo…

Entornan los ojos y miran a la distancia para recordar a los suyos que tuvieron que marchar, muy a su pesar, y que les reclaman con frecuencia. Ellos se sienten mayores y algo cansados para emprender aventuras nuevas. Prefieren seguir en su puesto, pegados a la tierra que oculta sus vivencias, labrando el huerto, viendo anidar a los pájaros cada primavera y enjambrarse a las colmenas. Mantener la casa abierta, el patio de la iglesia barrido y arreglado para cuando lleguen los que se fueron, como cada año, a celebrar la fiesta.

A las mujeres de Valdorria que, con trabajo e ilusión,

mantienen accesible el camino de piedra que hace posible la subida hasta el santo.

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Hay mucha leyenda y misterio sobre su infancia…, pero la verdad, es que quedó encantada al saber que la grandeza de Dios reside en lo profundo del

hombre

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RUMORES DEL SOTO

A los gallos de pluma de la comarca de la Vecilla si se les saca de su medio, la pluma pierde el brillo, y ya no es lo mismo…

A pescar se aprendía sin escuela, por cercanía, por curiosidad, por matar el rato... Los días se nos iban tan cercanos a la orilla, que las paredes de las habitaciones rezumaban humedad, y los huesos se encharcaban, a decir de los mayores. Ocurría, principalmente, en las estaciones de otoño e invierno. Eso sí, aprendías los hábitos y costumbres de tus vecinos de sangre fría, y conocías los chopos que escoltaban el paso marcial de la corriente sólo por las sombras que derramaban sobre el agua.

Luego, cuando te echabas la caña al hombro y recorrías como un fantasma la orilla, con disimulo, sin hacer ruido para no levantar sospechas, empezabas a distinguir las especies, a acechar dónde se empozaban las piezas mejores y cuánta agua había que darle al corcho.

El diálogo con el río comenzaba a edad temprana, cuando la mente abierta y receptiva iba descubriendo espacios de vida que discurrían en paralelo por el soto de la infancia. Los niños, preparados para la sorpresa en cada curva del río, disfrutábamos la melodía que las aguas y su coro interpretaban para nosotros en cada nuevo amanecer. Era preciso madrugar para pillar las perlas de luz derramadas en las noche, antes que huyeran a esconderse asustadas por el ruido. Era edad de crecer, de escuchar, de admirar, de descubrir…

En ocasiones el diálogo terminaba en amistad, tocada de un mítico respeto. El agua, aunque cercana y clara, siempre causó recelo; tal vez por ser, sin saberlo nosotros, el elemento más importante de nuestro organismo.

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El primer paso estaba dado, se había roto la barrera del miedo y las hostilidades y comenzaba una amistad, que se alimentaba de sueños y confidencias. Con los primeros chapuzones confiábamos al agua nuestros cuerpos desnudos, a cambio de que nos dejase flotar, acercarnos a sus secretos, pasear torpemente por el fondo, como quien da los primeros pasos.

Sentado en la orilla oías el deslizarse suave de la banda de zapateros, que nerviosos e imprudentes, se asomaban al mundo vecino, haciendo guiños a la rana que les observaba desde su trono lejano con aire de reproche. Ella no participaba, silenciaba su croar monótono para no entrar en diálogo. Acercándote con prudencia y discreción podías tener el privilegio de contemplar el salto más bello ejecutado por la reina del río, que subía desde los fondos ocultos dando aparentes bocados al aire, simulando besos lanzados a los pescadores. Nosotros sabíamos que era el truco de la trucha para enamorar al mosquito de la tarde, que venía a participar de la fiesta.

Las bogas eran diferentes. Les gusta exhibir sus lomos plateados y no hacían ascos a los aplausos del público. Recorrían las aguas mansas de las tablas en bandadas, como si salieran de paseo en día de feria, o a representar su número circense.

La pesca de verdad era otra cosa. Requería, además de dominio del medio, que nos sobraba, paciencia y arte. El viento, la luna, la hora, el cebo y algún que otro capricho imponderable eran decisivos en el resultado. Los maestros los teníamos en casa, a nuestro lado. De ellos aprendíamos las artes menores e imprescindibles para sentirnos pescadores: a empatillar los anzuelos y distinguir el indio del pardo, a colocar la boya justa, a tirar a fondo con lombriz al comienzo de temporada, a montar la cuerda con la pluma adecuada…, lo

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que se puede aprender. Pero el arte, lo que se llama arte, nace de dentro y no se prodiga.

A mi hermano, que domina el arte de la mosca seca, y se divierte en el río jugando limpio y respetando las reglas.

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PERDIDOS EN EL ANDEN Los colegiales de mis días de internado no controlaban los

tiempos litúrgicos, ni sabían por qué en llegando Pascua Florida el rezo del Ángelus dejaba paso al Regina caeli. En aquellos tiempos de reglamento estricto se les escapaban los porqués de muchas cosas, que nunca llegaron a entender.

Sabían, eso sí, que pasada Pascua Florida, la vida, oculta en el silencio a los rigores del invierno, bullía en el bosque cercano en formas de sabia nueva, de nidadas jóvenes que saltaban por los aires estrenando trinos, que era tiempo de preparar la maleta con los trapos del año encallados por la ausencia de una madre durante muchas coladas. Había que colocar, también, los recuerdos de tardes de patio y paseo, poniendo a su lado la foto del amigo, al que tal vez no le dejasen volver…

Con la maleta cargada de dudas y temores, a la vera del andén, oía las despedidas de otros, lágrimas de novias y suspiros de madres, envueltos en el celofán del a dios, colgadas del aleteo de pañuelos… Y el tren se alejaba con la mejor mercancía, con el mozo más guapo del pueblo, con el hijo más obediente de la casa, con el colegial al que nadie despedía.

Mi tren pasó de largo, con gesto arrogante, dejando atrás al tío que esperaba la visita. Quedó saludando con gesto bobalicón, confuso, sin entender nada, mientras el colegial pasaba sin detenerse, paralizado por el miedo, como pasajero anónimo del correo…

Desde entonces el viaje cambió de color. Los ojos no veían paisajes nuevos de luz verde y casas curadas al humo del tren de cada día. Sólo miraban para dentro, llenos de rabia e impotencia…

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Cuando el sol ya era poniente el tren detuvo la marcha con malos humos; los vagones repartieron su carga de bultos revueltos con saludos, gritos y abrazos. Comenzó el paseo de la desorientación y del abandono.

La ciudad resultó en exceso grande, extraña y confusa. Nadie daba norte de nadie aquella tarde, todos eran desconocidos y ajenos, ninguno era sabedor de una dirección…, tal vez inexistente. Comenzó el caminar a la intemperie, al por si acaso…

Un grupo de señoras en actitud laboral, con cara de pueblo y ojos cansados de haber visto mucho, leyeron en nuestros pasos la desorientación y el cansancio. Con la delicadeza que visten las mujeres con talla de madres entendieron que era hora de actuar, y ejercieron de guías, de ayuda, de ángeles de la guarda.

Acaso les vino a la mente su llegada del pueblo donde eran alguien, donde quedaron sus raíces mantenidas vivas por los abuelos que esperan. Sabían de necesidades y salieron a nuestro paso para darnos cobijo para que la noche, que ya amenazaba, no se riera de nosotros.

La casa donde vive la caridad sin preguntas ni apellidos nos abrió sus puertas, nos arroparon al calor de la comunidad, bajo la mirada atenta de abuelos, que también tenían nietos a los que querían, y acaso algún día pudieran volver a ver, nos dijo el que nos acompañó hasta la estación a la mañana siguiente, mientras una lágrima le rodaba por la mejilla.

Hoy brilla en el recuerdo aquella lágrima rodando, los quejidos del carro sobre el que bailaban 2 maletas de cartón camino de la estación y la compañía del anciano de ojos luminosos y felices acompañando a 2 niños camino del pueblo, al encuentro de los suyos.

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NANA EN LA DISTANCIA Seres queridos para decirnos a dios no había ninguno. Nos

conformamos con las migajas de tristeza y lágrimas que a otros les sobraban y rodaban perdidas por entre los pies de los que iban y venían. Nos hacíamos la ilusión que eran las que correspondían a nuestra partida. Gente había mucha en la estación, pero toda desconocida. Aunque compartían caras serias, sonrisas puestas y apretadas, nervios a flor de piel sin motivo aparente…, pero las despedidas tienen eso…

Eran años de quietud y escasos posibles, razón demás para evitar los gastos de ir y venir, si no era una razón de fuerza mayor. Traspasar los límites del territorio, más allá de donde alcanzaba la vista y se realizaban las faenas era poco prudente y hasta peligroso. Para la clase trabajadora los viajes de placer entraban en el reino de las quimeras y los sueños, espacios donde a todos nos era permitido romper el círculo de lo imposible, subir al palo de las protestas contra el destino, y aspirar a otra cosa…, cada cual tuvo su historia y su porqué, y en eso no vamos a entrar.

Con dos silbidos cortos y uno largo anunció la máquina su partida. Eran muchos los años que tenía y ya se había vacunado contra lágrimas de despedida y pañuelos aventados por las ventanillas. Puso en marcha su enorme caparazón de metal con tal gruñido, que hirió el tímpano del chucho zalamero que acompañaba las partidas, uno de esos perros callejeros sin amo reconocido, de los que para nada sirven y siempre están donde no les llaman ni hacen ninguna falta.

Aquel monstruo de latón echó a rodar el cargamento de pesares, nostalgias y despedidas que cobijaba en sus interior, para desparramarlos y dejarlos esparcidos por el camino de hierro, entre traviesas ahumadas, zarzas y carbonilla.

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Los rostros se fueron recomponiendo poco a poco, se cruzaron las miradas e intentaron penetrar en el secreto de cada sentir. Cada cual se ajustó al espacio angosto de su pertenencia en el departamento y todos cayeron en la cuenta de la realidad de una cercanía desconocida hasta ese momento. Eran ventajas e inconvenientes del viaje.

Comenzó entonces el recuento de anotaciones y vivencias: quedaban a la intemperie los muros fríos de hormigón rezumando humedad y lágrimas, los campos amplios sembrados de soledad y morriña, las aulas vacías de preocupaciones y temores, el adíos a compañeros de pupitre, de soledad y juegos, la duda de volverles a encontrar… Jirones de infancia y repuntes de hombría nacidos en la distancia, a la sombra de la soledad, al arrullo de las olas que azotaban las orillas y ponían nervioso al Urumea removiendo lodos del fondo, donde reinaban las anguilas acunadas por el ir y venir de las mareas.

Después los sentidos se sacudieron la nostalgia, se acurrucaron en brazos del recuerdo y se taparon con la imaginación, para soñar con la vida nueva hecha niña de 4 meses que esperaba en la cuna sin saber que en un tren desalmado y sin sentimientos viajaba su hermano mayor. Los ojos se llenaron de luz y de emoción acariciando aquél regalo hecho de carne rosada e iluminado por dos azabaches que brillaban en su cara. Era el gozo del hermano, del apellido, de la familia que se prolongaba en la ternura de un nuevo ser.

Me despertó del sueño una voz que pedía que me apease: te esperan en casa, me dijo, vuelve desde la próxima estación…., pero no volví...

Desde la ventanilla, estirando todo mi ser, vi perderse la silueta del tío rico que salió a mi encuentro una tarde de julio para reconocerme como alguien suyo. Después se desvaneció en la distancia su figura de pequeño gran hombre, que subido

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al caballete de su apellido estiraba el cuello para convencerme, y pudo más el miedo. El tren siguió su camino ignorando sentimientos y pesares, porque ya se sabe, el corazón de los trenes es de chapa, no tiene alma y se ríe de los sentimientos de los viajeros.

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NORBERTA Al señor Nemesio, que fue un gran señor, y a Tali, su

hijo, que siguió los pasos de honradez y bondad de su padre, con quienes tuve la suerte de encontrarme de niño.

Eran días de verano, de mucha faena en el campo, metidos

como andábamos en la siega del pan. Teníamos el tajo por las tierras del molino y el aire rebosaba sones de júbilo y alegría, que brotaban de la voz del labrador al ver brillar en la era el jornal de sus desvelos.

Nos desperezamos y salimos temprano para ganar la partida al sol, que se levantó arrogante y se asomó a la corriente para peinar sus rizos de fuego. Ella quedó en casa, esperando que la luz asaltase su habitación y le brindase la caricia de su compañía.

Norberta era baja y de complexión fuerte. Vestía de negro triste de los pies a la cabeza, que se tocaba con pañuelo del mismo color del luto. Callaba y se afanaba en las tareas de la casa, mientras sentía la soledad a su alrededor. A veces se asomaba a la huerta para cerciorarse que estaba allí, que los árboles no le fallaban, que los manzanos, perales y ciruelos cargaban fruta para alimentar a los gochos. Hablaba con ellos, les contaba tristezas y preocupaciones para que no la quemasen por dentro. Así daba rienda suelta a los pensamientos en tono resignado y ausente; a veces bebía para ayudarse a soportar las tensiones.

No recuerdo el metal de su voz, oxidada de tanto callar; no pude disfrutar del color de una sonrisa suya. Las guardaba para dentro, para los momentos de soledad y silencio…

Aquella mañana de agosto, al despertar, como todos los días, debió mirar a su alrededor para comprobar, una vez más, que no había nadie; se debió sentir cargada de años, cansada, abrumada de ausencias, ahíta de aburrimiento y sin un buenos

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días te de Dios… Por eso, creo yo, tomó para olvidar, para sentirse algo mejor o, tal vez, para ausentarse por un tiempo, mientras nosotros volvíamos. ¿Quién sabe?

La trilla quedó esparcida y encomendada al sol, que es el mejor jornalero, para que se fuera dando, para que soltase correa, mientras reponíamos fuerzas tomando las diez.

La encontramos ausente, huída, recostada en el escaño, voluntariosa, vestida de luto… En el balde un gesto de complicidad con mi deseo de acudir a la fiesta del pueblo vecino, y un pantalón a remojo…

Aquel día en la era no hubo cantos de fiesta, la trilla estuvo apagada, triste y silenciosa. Las vacas de paso cansino y mira acuosa se contagiaron y arrastraron los trillos con lentitud y sopor. Las miradas se cruzaron, y nadie tuvo ánimo para exteriorizar los sentimientos que anudaban las tripas.

A la tarde, cuando la mies se había dado y el grano se ofrecía en la liturgia de la parva que los niños disfrutaban, marché a casa como adelantado a descubrir el misterio de ausencia y soledad. No estaba en la cocina; llamé, busqué en la huerta de sus paseos y diálogos, en la cuadra. Me asomé al pozo…, no estaba. No estaba para nadie, se había ido, cansada de esperar. La encontré en la cama, recostada sobre su luto, con una mueca de triunfo sobre la soledad, al otro lado de las preocupaciones y aburrimientos…

Aquella tarde de agosto me di de bruces con el rostro de la muerte. Descubrí en solitario su fealdad. Tomaron cuerpo la colección de frases sueltas, atrapadas a hurtadillas aquí y allá: en el tranco de la casa donde se lloraba a un difunto, o en la boca de la mina, cuando mujeres nerviosas esperaban y temían lo peor. Intuía su fatalismo por el tono de las palabras, envueltas en misterio y llanto. Imaginaba que era el golpe definitivo que rompía el cordaje que da firmeza a los huesos

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mientras van dando tumbos por la vida. Pero saber, de cierto, nada de nada.

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AMANECER EN CUBILLAS Como el eclipse confundió a las gallinas, así a nosotros… La noche se juntaba con el día allá por los altos, y nos

pillaba, casi siempre, con el paso ligero, la herramienta al hombro y la alegría de volver en el semblante... Con frecuencia se oían tonadas profundas, cantadas sin ton ni son, que rompían el aire y se mezclaban con el misterio que se hace presente cuando la luz se esconde. Era un concierto armónico interpretado por la naturaleza abierta a cada noche nueva. Era la canción del reencuentro con la casa al concluir la faena; cantada en clave dulce y ritmo lento, para degustar el descanso merecido.

Los caminos que nos traían al pueblo eran largos y oscuros, a veces cubiertos de misterio, otras se iluminaban cuando la luna se asomaba por entre los matorrales haciendo guiños a nuestro paso. Al menor descuido desafiaba con sus rayos a las hojas de las guadañas, que la devolvían el reto con sus destellos.

Los sapos campaneros cantaban coplas remedando al cantor lejano, hacían un largo calderón a nuestro paso para desorientarnos y mantener su integridad; la lechuza, ávida de oscuridad, comenzaba su aventura nocturna y, con vuelo rasante, asustaba al ratón atrevido que se descuidó en recogerse; todo un concierto al aire libre…

El hechizo del camino se deshacía al acercarnos al pueblo. Como si las luces de las casas ahuyentasen la vida nocturna y nos volvieran a la realidad de la tarea que esperaba para completar el día: ordeñar, hacer la cuadra, que era cosa del veranero...

De cenar casi no había ganas: el cansancio vencía al apetito, rendía a los cuerpos y era importante descansar de

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prisa, porque, “cada noche pare un día”, y pareciera que las tareas nunca acabaran.

Noche hubo en que tras el primer sueño, la luna traviesa nos jugó una mala pasada. Apenas su resplandor se encumbró sobre los tejados, logró penetrar por la rendija de la ventana y azotó a la Tía Alberta en la cara. El latigazo de luz sobre su rostro fue brutal para nuestro descanso. Ella era nuestro despertador y, aquella luz, aquél resplandor, aquél falso amanecer era señal cierta de que la noche estaba alumbrando un día nuevo con una faena larga, una tarea a comenzar…

Saltamos de la cama y marchamos. Marchamos convencidos de que el Sol nos iba ganando la partida, que llegábamos tarde a la cita con el centeno, que nuestros cuerpos no sabían lo que querían cuando reclamaban más descanso, que Alberta no se había equivocado, que había que terminar la siega y la finca aún quedaba lejos…

Hicimos el camino hacía la finca cuando los sapos no cantaban, porque aún dormían, cuando la lechuza no volaba, porque hacía la digestión de su caza, cuando los ratones soñaban con morenas de quesos y gatos enjaulados…, y ellos, no se equivocaban en el horario.

Llegamos con estrellas, adelantándonos a la aurora, prontos para recibir el amanecer, dispuestos a aprovechar mejor la jornada; tal vez pudiéramos adelantar faena; nos pusimos manos a la obra, afinamos las guadañas bien cabruñadas para segar la mies madura… Fueron ellas las que se negaron a secundar nuestras fantasías de segadores sacándonos del sueño con los destellos de las chispas al rozar contra las piedras. Nos advirtieron que la madrugada aún tardaba; que mejor descansar al cobijo de una retama, como el Profeta Elías, y esperar la voz de la luz que suavemente nos rozó el rostro a su llegada y comenzamos la siega.

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A la señora Alberta, señora donde las haya, que con su presencia y sabiduría puso luz en algunos de nuestros días.

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HORNERA

Me aficioné, de pronto, a los cachivaches y empecé a tenerlos querencia. En mis repetidas visitas a la hornera, por matar el rato, me encontré con huellas del pasado envueltas en penumbra y soledad, y como si me hubiera vuelto avaro de cosas sin importancia en las que nunca reparé antes, empecé a prestarles atención. No encuentro razón que justifique esta reciente inclinación, pero ahí está: como un impulso que me empuja a restaurar, encolar, lijar, pintar y traer de nuevo a la vida algo que ya no sirve.

La hornera es pieza clave para traer al presente tiempos idos, recuerdos y añoranzas… Hay huellas del pasado deambulando de acá para allá y recuerdos mustios por los rincones. Se almacenan sin ningún orden establecido restos y reliquias de cosas que fueron útiles, y que están fuera de circulación hace tiempo. Es lugar de encuentro de desechos arrumbados, por lástima unas veces, por apego al pasado, otras, o por si algún día hicieran falta…

Si entras con respeto y en sintonía percibirás confidencias que, debidamente ensartadas, revelan el paso de los años y marcan rumbo al futuro. Huellas que conducen hacia ocupaciones, tareas, afanes y aficiones; éstas últimas de época tardía y sin importancia: que de jóvenes no hubo tiempo para embobarse.

El parloteo atropellado de trapos viejos, arrugados, de colores desvaídos, con humedad de inviernos prendida de los tejidos se hace casi ininteligible, si bien, se nota que hablan de infancia. El rincón más animado está al fondo, en la penumbra. Lo componen artesas, la mesa con la máquina de picar carne para el embutido, la caldera de cocer morcillas y otros artilugios de la matanza. Los varales, colgados del techo y pintados de humo rancio, traen a la memoria las heladas de

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diciembre que calaban los huesos de los paisanos y fogatas de roble, que metían en sazón la matanza.

De la afición al río hablan restos de cañas, carretes, sacadera, reteles y botas de pescar, que aún se guardan como recuerdo de algunos buenos ratos a la orilla del Esla.

En el inventario de la hornera no faltan algunos muebles que formaron parte del mobiliario familiar y pasaron a engrosar el fantasma del pasado al que se le tiene apego.

Útiles de labranza hay pocos, porque escasa fue la dedicación a las labores del campo y mezquina la recompensa obtenida: un par de hoces o tres cuelgan de la pared o de algún clavo herrumbroso; alguna azada, rastrillos, pico, palas, y poco más…

Todo en pequeñas proporciones, porque nunca fuimos familia importante y hasta en los harapos nos conformamos con poco…

Un par de armarios desvencijados llenan gran parte del espacio y hacen de cofres, que guardan dentro no se sabe qué valiosos tesoros, a la vez que dan la sensación de lugar vivo. Allí el pasado se hace presente y cobra vida, como un fantasma que despertase al recibir cada visita, no queriendo ser descortés.

Creo que es por eso que me tira la hornera y allí me allí me siento bien. Es como estar en un pequeño museo familiar del que soy pieza integrante. En las paredes y rincones queda prendida una parte importante del pasado de los de la casa.

Últimamente subo con frecuencia. La soledad de la hornera se abre al día cada mañana desde este balcón, mirador privilegiado, e invita a la contemplación. Debería de constar en las guías de turismo de la zona, si las hubiera. Desde él se domina la inmensidad de Peña Corada, encapotada a veces, radiante otras, majestuosa siempre. Con un giro de cabeza se

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viene encima la ribera que todo lo inunda de verde al abrir sus puertas, y se ensancha más y más al alejarse de la peña.

La caída de la tarde invita a entrar en el misterio de la vida y de la muerte, de la luz y de las sombras. La batalla se libra cada tarde en el Poniente entre el sol y las tinieblas. Él se resiste a perder su poderío de luz y calor; ante los ojos extasiados se ofrece con sus galas de amarillos, rojos y grises; ella, tiende su manto de sombras, de grises y de negros, hasta que al fin la noche se adueña de los brillos y con paso lento se oculta monte a bajo.

Desde aquí se domina la pelea por sobrevivir. Se representan fotogramas del pasado, llenos de recuerdos, de gratitud y nostalgia. El presente te envuelve con lazos de cariño familiar y se asoma uno al futuro, que rompe cada nuevo día. El marco lo ponen la peña y la ribera que son regalo de Dios.

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LA CALLEJA La calleja se abre a la existencia entre la pared y el tajo

en la roca, como brecha que separa monte y civilización. De sus entrañas fluyen humores con sabor a altura y brotan ríos de piedra herida. Remanecen aguas que ocultan su existencia en tumba ruin, siguiendo su destino.

Arriba, más allá de la sebe, el pinar poner color a la falda de Peña Corada, aromatiza el pueblo y da frescor a la comarca en los rigores del verano. La vida bulle generosa en entre sus ramas cuando la naturaleza despierta del sueño invernal y las aves tienen prisas de amores…

Las ardillas se asoman curiosas y hacen recuento de la población, para saber si falta alguien de los que pasaban las veladas de otoño en el hogar del jubilado, al calor de la compaña, rumiando recuerdos sazonados con reuma y dolores.

La calleja no conduce a ninguna parte, se cierra sobre sí misma con un tapón de roca que acondiciona la cueva para cobijar al tanque y a la caldera. Resulta útil y confortable la calleja, particularmente cuando el clima se sacude los fríos y la primavera se deja caer por las laderas, hecha promesa de vida nueva.

Barridas las hojas que se refugiaron para pasar el invierno, despuntadas las zarzas presuntuosas que se esfuerzan por adueñarse del terreno, y abiertas las puertas para que huya la soledad y el olvido, la calleja se transforma en sala de estar, lugar favorito de lectura, cocina al aire libre, comedor familiar y rincón de tertulia.

Hablar de la calleja es ponerle letra y música a muchas

vivencias que flotan en el ambiente, a muchas horas de trabajo, a muchas ilusiones y a algunas gotas de sudor. Es un rincón muy trabajado. Si escuchas con atención puedes percibir el eco

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del martillo eléctrico rompiendo roca rizada, los golpes tímidos, de escasa fuerza para vencer la dureza a base de puntero y cincel, el ir y venir de carretillos y cestos, cargados con piedra molida a golpe de ilusión y maza, descargando en el remolque un puñado tras otro de calleja triturada por la constancia. Merodea en las memorias el recuerdo de un grito ronco de compresor, que un día que se negó a continuar la faena, porque la noche ya estaba en lo alto y era hora de descansar…

De agosto a agosto queda en el ambiente el eco de la conversación familiar, el recuerdo de ratos compartidos ante el aperitivo, los silencios elocuentes que te llevan a un hueco vacío, la morriña de cada despedida y los deseos de volver…, hay mucha vida en esta cicatriz abierta en la roca.

La calleja es el milagro de la ilusión por volver, No siempre fue así la calleja, la generosidad puesta en cada reencuentro, capaz de diluir las pequeñas diferencias y hacer prevalecer lo que importa: el amor que une, que hace olvidar malos momentos, que impulsa a la generosidad y a la entrega.

Es la rúbrica hecha en piedra con los rasgos del apellido que dice: aquí hay familia.

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DON TIEMPO “Hice un acuerdo de coexistencia pacífica con el tiempo: ni

el me persigue, ni yo huyo de él… Un día nos encontraremos”. (Mario Lago)

Guardé un reloj viejo en el fondo de un cajón hace mucho tiempo, y allí ha estado olvidado. Lo recogí del cubo de la basura, donde fue a parar en una limpieza general, sin saber muy bien porqué, supongo que por la afición a guardar cosas que tuvieron vida en la casa, porque siempre guardan algo…, y allí ha estado haciendo montón con otros muchos cacharros, sin clasificación ni valor aparente.

No supe la razón por la que estaba parado: si enfermedad, vejez, cansancio o, simplemente, falta de un porqué caminar, ya que a nadie le importaba su marcha desde que se fue su dueño que le acariciaba y le transmitía ganas y aliento.

Hace días, en esperando la llegada del 52 en C/ Príncipe de Vergara, oí la conversación de dos señoras de edad madura y aires despreocupado, hablaban de cosas, aparentemente, intrascendentes.

Parloteaban nerviosas, se atropellaban en su afición a contar. Ponían el grito en el cielo por los calores sofocantes del mes de mayo, y se lamentaban de lo rápido que se fue el invierno…

Me pareció que consumían los días de forma irreverente, con desenfado y sin valorarlo en su justo precio: Como quien tiene mucho y no le preocupa el despilfarro.

Me vino a la mente el reloj de mi mesita de noche. Pensé que tal vez si le doy cuerda se ponga en marcha, y me facilite caer en la cuenta que cada minuto que él apunta es un regalo del dueño de los días y de las noches…, que tal vez sea esa la función secreta que el relojero le ha confiado a las diminutas

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agujas que van dejando caer fracciones de eternidad, que son el mejor regalo.

Me acordé de mi reloj prisionero en el fondo del cajón, sin ver la luz en años. Casi me remordió la conciencia. Hice propósito de la enmienda y le pedí al relojero que lo despertase, que le asease y le diera ánimo…, él que sabía hacerlo. Él, que sintió latir el pulso en la muñeca huesuda mi padre y le sirvió para medir su tiempo, sus últimos días, dar medida a sus preocupaciones, para ayudarle en sus cálculos…

Hoy, me repite con su tic-tac que los días que pasan no vuelven; que el tiempo es el gran capital que se nos entrega, que cada fracción del mismo es de un valor incalculable… Yo que en su día le reproché sus prisas, le eché en cara que se precipitó, que aceleró el ritmo más de lo debido, que se adelantó y le marcó la hora antes de lo que hubiéramos deseado… Hoy caigo en la cuenta que él fue sólo un instrumento y que el Señor cuenta de manera diferente…

Ahora, con la edad, es más reflexivo y tranquilo y, tal vez, en su alma noble de acero y rubíes se siente culpable…, por si se adelantó en la llamada.

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LA CUESTA DE MI CALLE COLECCIÓNA SUSPIROS

Les vi pararse, mientras ascendían por la Cascada, como disimulando la debilidad, que les honraba…, pero ellos no lo sabían.

La calle Cantil tiene una colección particular de suspiros, ayes y jadeos, armonizada con toses roncas y resuellos de pulmones petrificados. Los ha ido atrapando a lo largo del tiempo y, como el que no quiere la cosa, ahí están, dando testimonio del sufrimiento acumulado a lo largo de los años en el subir y bajar de la vecindad. Si se le pregunta por el motivo de tan rara afición, te contesta con la mayor naturalidad que de rara, nada. Que es cosa de fijarse un poquito, de observar el caminar cansino de los vecinos subiendo la cuesta, de ir tomando nota…, y no le falta razón.

Tiempo atrás, se queja la calle, era fácil hacerte con cuatro o cinco piezas nuevas cada día; había movimiento, eran años de abundante población jubilada de la mina o de la capital, que buscaban su último asentamiento lo más próximo posible a la farmacia y al mercado, cerca del pueblo de su infancia para percibir su cercanía. Hoy es diferente, dice. Los jubilados por sí, o por sus deudos, han ido cerrando las casas, trancando las puertas, volviendo la espalda a la calle…, y como si hubieran tirado la llave a un pozo, ya no hay nadie que las abra para orearlas y renovar la vida. Cosas de los nuevos tiempos, de los muchos funerales, de las residencias para la tercera edad…

Bien mirado, cabría reprochar al Cantil su poca consideración con la salud de los vecinos, teniendo en cuenta la edad y condición de jubilados de una gran mayoría. Apenas a cien metros de la plaza, huye espantada y asciende con tal ímpetu y determinación que parece querer ocultarse en el regazo de la peña lo más pronto posible, y perder de vista al

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ayuntamiento, que queda abajo enzarzado en sus cosas, sin haberle prestado demasiada atención a la hora del reparto urbano, y dejándola vestida con los andrajos de cuatro cubiles, un caserón en ruinas, la estrechez de las aceras y un pavimento descarnado. Si fuéramos mal pensados, que no lo somos, lo atribuiríamos a desavenencias y mal entendidos entre enamorados. Pero no debe de ser eso…

Hoy la calle tiene pesares y nostalgia del ayer; en los ratos de soledad y silencio recuerda a los niños subiendo y bajando para reunirse en el Corralón, disfrutando los encuentros de verano; le viene a la mente la luz en los ojos de algunos abuelos que, contagiados por los gritos infantiles se arriesgaban a bajar para tomar un vino y compartir los recuerdos, sobre un banco de la plaza, en una postura de cansancio permanente.

Todo ha cambiado, ya nada es igual, y por eso tiene pena. Llevada de su sentir prende jirones de crespones negros por las ausencias de los que tosían y suspiraban mientras se esforzaban en superar la prueba del ascenso hasta la casa. Se sienta arrepentida y algo avergonzada por su altivez y, acaso, es la razón secreta por la que guarda registros idos, sollozos ahogados, esfuerzos silenciados…, y los embalsama para mostrarlos en un futuro, cuando el trasiego de bajar y subir sea solo un recuerdo, o una simple leyenda que se cuente en el tiempo venidero.

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CAZADOR DE SOMBRAS Creador de luces y sombras no hay más que uno, los

demás rastreamos sus huellas por si logramos retener algunas migajas.

La afición me viene de lejos. Comencé jugando a atrapar imágenes que se escapaban, gestos y casualidades que salían al paso, con los que la luz pintaba cuadros sobre lienzos de aire y hacía exposiciones itinerantes para quienes tuvieran ojos en la cara.

Mis recursos eran escasos e igualmente el equipo del que disponía, pero a veces el duende de la inspiración me sonreía con algo para guardar o compartir con otros aficionados en ratos de oscuridad y laboratorio, o en la galería de exposición anual.

Después caí en la cuenta que, como si tuviera rotos los bolsillos, se me iban perdiendo algunos instantes que ya no volvía a recuperar y me pareció interesante retenerlos, guardarlos para volver a ellos en otros momentos…

En principio casi todo era bueno. Empecé por descubrir que la luz era el demiurgo capaz de embrujar a personas y cosas, y de hacerlas cambiar de color con un simple guiño de su sombra. Me entretenía, por entonces, con planos largos y abiertos, con paisajes y colores que llenaban las pupilas de luz creadora, pero que decepcionaban cuando la envoltura de papel los ofrecía en escala de grises mortecinos, que recordaban los lutos permanentes de las viudas de entonces.

Quise hacer más cercana la realidad, asomarme al interior de la imagen, desnudarla de ropajes que la desfiguraban, por si me ayudaba a entender mejor lo que me rodeaba y, a la vez, guardar reliquias de encuentros y días. Descubrí a mi alrededor rostros con surcos profundos, por los que corrió el agua del dolor producido por el abandono y la ingratitud de

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los seres queridos; labios mudos y resecos de tanto callar, esbozando un rictus de indiferencia y desconfianza; ojos apagados, vidriosos, perdidos en el infinito, contemplando el más allá como realidad que se sospecha cercana…, Otros, sin expresión, ausentes, preocupados por dar la imagen, carentes de naturalidad, con un rictus nervioso. Como quien quiere ocultar una parte secreta de su alma, a la intemperie ante la cámara.

En el mismo escenario había manos nobles, diestras en el ejercicio de ganarse el pan de cada día, creadoras de bienestar y riqueza que repartieron con desprendimiento, sin reservarse nada. Eran suaves y tiernas, acostumbradas a acariciar a quienes les resultaba extraña la caricia por falta de costumbre.

En el campo de los estrenos había vida e ilusión. La actitud frente al objetivo era diferente: eran ellos los que miraban fijamente con el deseo de escudriñar el futuro con ojos de expectación y sorpresa…, toda una sinfonía en clave de luz y tensión. Llené el zoom de primeros planos, de cercanía y de texturas que volcaba sobre las cubetas con impaciencia de avaro por contemplar sus tesoros…

Luego me propuse modificar la realidad ajustándola a mi capricho. Eliminé lo que me estorbaba, resalté lo que me agradaba y le di color a mi antojo.

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HOJAS San Clemente primero papa les escribió a los corintios

sobre el orden y la sabiduría con que Dios creó el mundo, y les dijo que: “Las diversas estaciones, primavera, verano, otoño e invierno, van sucediéndose en orden, una tras otra. El ímpetu de los vientos irrumpe en su propio momento y realiza así su finalidad, sin desobedecer nunca…”

Las hojas en otoño lo pasan mal. Particularmente las hojas que vistieron los árboles de la ciudad. La suerte de las que han nacido y vivido en el bosque es diferente, creo yo. Ellas, tras una primavera de lujo, entre cantos de nidadas nuevas, flores silvestres y romances con el viento que las acaricia a su paso, van madurando felices, contentas y románticas; disfrutan de la vida que bulle a su alrededor, llenas de luz y color. En verano se suman a la fiesta de las chicharras cuando aprieta el calor, se refrescan con la tormenta que irrumpe, desconsiderada, en la paz del monte…y así, entre cantos, gorjeos, truenos y otras celebraciones de los moradores del bosque pasan los calores estivales, contentas y felices…

Al ir perdiendo su brillo, como tributo a los días que pasan y algún que otro rasguño de escaramuzas veraniegas, asumen, con relativa facilidad, su condición caduca y mortal, pero con la vista y la ilusión prendidas en la próxima primavera, en la que su árbol florecerá de nuevo.

Las hojas de las ciudades lo pasan peor, según yo creo. El ambiente en el que viven está enrarecido por elementos que no pueden controlar. Los vientos primaverales son ruines y enfermizos, o así se lo parece; el gorjeo de los pájaros se diluye entre la niebla urbana y no llega a percibirse por el ruido de las prisas. Es muy distinto… No hay ilusión ni esperanza en su caída. Si acaso, un descansar del ruido ensordecedor y alienante.

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Las he visto dar vueltas sobre sí mismas, en remolino, como náufragos, sin saber a quién acudir ni a qué tabla agarrarse. Buscando un escondite para refugiarse. Su fin no es de muerte natural. Algunas, aventadas por un viento artificial son arrinconadas, formando piras informes, sin vida, para después pasar a la condición de basura urbana, en una mezcla sin sentido con otros elementos y desechos de la sociedad.

Apenas cayeron las primeras gotas, me encontré con mi hoja “urbanícola”. Se refugió en un rincón del portal de la casa, en el más oscuro, huyendo de los malos modos del temporal; estaba tiritando, encogida y avergonzada de su caída repentina y brusca. No tuvo noticia de la carta del papa que sucedió a San Pedro en la cátedra, ni de la fuerza ciega y violenta del viento que la pilló desprevenida, ensimismada en su altura, despreocupada por el futuro, extasiada ante las luces de neón del escaparte de enfrente, sin capacidad de darle explicación ni sentido a su caída…

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Estaban allí, alineados, quietos, sin alma…, viendo pasar al viento y poniendo luto a la soledad de la tarde.

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AL OTRO LADO DE LA SEBE

El hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra, antaño hubo raído los negros encinares, talado los robustos robledos de la sierra (Machado, Campos de Castilla)

En las redacciones donde se cocinan los telediarios se han activado las alarmas del miedo a la destrucción del patrimonio forestal y desertización del suelo de nuestros montes. Cada día nos asustan con la crónica de sucesos luctuosos, violencia de género, y llamas que destruyen miles de hectáreas a lo largo y ancho de la geografía nacional. Son planos de cementerios vegetales, con tizones ahumando y árboles truncados en la flor de su vida, que enarbolan el luto en sus muñones retorcidos. Algo parecido a un campo de batalla sembrado de dolor y destrucción. Debe de ser para disuadir a los pirómanos…

Con la rabia por la impotencia y el miedo en el cuerpo, me viene a la mente un rincón maravilloso a las faldas de los Picos de Europa. Allí se asienta la casa familiar, y junto a ella el pinar, que como un gigante preside las estaciones del año y ve discurrir la vida de los vecinos.

Me da cierto miedo que dañen al pinar. Que algún desalmado quiera sentirse importante y entrar en las cocinas a través de las pantallas del telediario para ser noticia anónima por un día, destruyendo para ello la vida que otros generaron.

Es de ley reconocer que hicieron muy buen trabajo. Los pinos que plantaron cuadrillas anónimas, de las que formó parte mi padre, han crecido y modelado el paisaje; hoy conforman un entorno de tonos verdes que son la admiración del forastero, y relax para los ojos del que los disfruta todo el año.

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El tajo de la repoblación forestal estaba lejos, gran parte del camino se hacía a pie, las lluvias y los fríos pusieron a prueba la capacidad de sacrificio de más de cuatro que por un salario de miseria llenaron de vida laderas y lomas. Pero valió la pena. Dejaron tras de sí un cuadro tan maravilloso que ni el mejor artista sería capaz de reproducir en toda su belleza.

En el Tercer Inventario Forestal del Ministerio de Medio Ambiente, sitúa a la provincia de León a la cabecera de la comunidad autónoma con medio millón de hectáreas de arbolado, superando los 707 millones de ejemplares. Tal vez sea la riqueza de una tierra pobre, a la que se le ha escatimado el desarrollo industrial, se le han cerrado las bocas de la mina, y donde no se han creado otros medios de producción…

Dice el mencionado inventario que a cada leonés nos corresponden 1.425 árboles. En este reparto somos bastante afortunados, estamos muy por encima de la media nacional. Tocamos a más porque somos pocos, porque se han tenido que ir muchos dejando los árboles donde buscaron nidos, sobre los que escribieron el nombre de su niña a punta de navaja. Pero por favor, que detengan a los pirómanos hasta que pasen los calores del verano y se les refresquen las ideas. Que no anden por ahí sueltos, dando sustos y destrozando vida. Que no les permitan jugar a ser Nerón, para disfrutar del espectáculo, y quemar los árboles que plató mi padre entre fríos y barro.

Quiero continuar paseando cada tarde desde la huerta de casa, donde nace el pinar, hasta la Fuentona. Seguir disfrutando de la luz del sol poniente que llena las pupilas sin herirlas. Oír el cuchicheo de las copas de los pinos que se tratan con las nubes, y la risa nerviosa de las ardillas que juegan mientras se cuentas secretos entre risas nerviosas…, y saludar a los que como yo disfrutan del paseo.

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ENTRE LAS ZARZAS BUSCANDO

He dormido esta noche en el monte con el niño que cuida mis vacas. En el valle tendió para ambos el rapaz su raquítica manta, ¡y se quiso quitar –¡pobrecillo!- su blusilla y hacerme una almohada! (Mi vaquerillo, Gabriel y Galán).

Me gustan los caminos silenciosos que no llevan a ninguna parte, sólo al recuerdo, y si acaso, a la añoranza. Permiten perderse en el circuito de los días de antaño sin prisa ni rigores de agenda. La imaginación los patea poniendo una gota de nostalgia en cada paso, y como va sin prisa y a ninguna parte, se detiene a saborear cada curva, cada tronco con cicatrices de inviernos y corazones leñosos de enamorados, cada nido sin vida, que la tuvo en otras primaveras; allí sigue el resplandor de los brillos que ya bajaban al alba para peinarse en las corrientes del río en otros tiempo...

Según le dé. Hay días que busca jirones de infancia que no sabe dónde quedaron, por si estuvieran trabados en los dientes de las zarzas del camino, que están allí desde siempre, desde que el camino es camino, desde que uno era niño.

A veces, cansada de buscar por aquí y por allá al niño que pasó dando zancadas de adulto, se sienta a la orilla del sendero, entorna los ojos hacia dentro, y proyecta sobre el telón de los años otros niños que también pasaron deprisa, otros días que volaron, otros ecos que sonaron con voz ronca y se deslizaron valle abajo perdiéndose entre matorrales. Por allí tiene que andar la niñez perdida, pero se muestra huidiza, huraña, esquiva…, no se deja ver.

Los habitantes de la soledad y del silencio cuentan que la vieron pasar hace tiempo, disfrazada de vaquera; que seguramente alguien la robó la sonrisa y la tiene secuestrada; que la oyeron suspirar por volver a saludar a los amigos de

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escuela y revivir los encuentros infantiles que quedaron sin celebrar…, pero no la dejan.

Los pastores del páramo la recuerdan como una sombra que pasó, vestida de zagala, errante y perdida tras el hato que arreaba…, pero de esto hace tanto, que casi se ha borrado su figura del ambiente y del recuerdo.

Los cuervos parleros que vigilan desde lo alto las cárcavas, la espesura del piornal y las urces de la solana, esperando la caída del sol para adueñarse del robledal, tampoco son sabedores…

Sólo una oveja añosa y modorra se atrevió a abrir la boca y, con recelo y timidez, hablo de sus asuntos: contó que a sus antepasados les habían robado la libertad, que fueron las pedradas de los gañanes y los mordiscos de los careas los que marcaron los zancajos de sus antepasados con dentelladas. Después les adornaron con el collar al cuello y les marcaron con la muesca en la oreja. Nunca más tuvimos problemas, dijo con la vista en el suelo: seguimos el son que marcan los cencerros con su voz de metal. Pistas de la infancia pastoril no dio, pero tuvo la ocasión de abrir la boca, y lo hizo. Acaso entre la montaña y el llano le robaron aquellos años llenos de días, que ahora busca en cada revuelta del camino, pero ya se ha hecho tarde.

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PRIMERO FUE LA LUZ

A los hombres y mujeres que se mueven por las alturas, que

gobiernan naves y nos traen y llevan con decisión, pericia y mano firme.

Sobre las alas del viento remontamos vuelo cuando el sol iba ya de caída. En su agonía desprendió ríos de fuego y color que se vistieron de fiesta y se mezclaron con las sombras de la noche que querían entrar en escena. Ellas, cabalgaban sobre el horizonte, abriéndose paso a brazadas de naufrago, entre espejos de magia y ensueño. Avaras y celosas del ropaje de la tarde querían retener algunos mechones rubios, dominar la escena, adueñarse de las tablas de algodón y de las hebras de luz.

Entró en escena la brisa de poniente, y haciendo un guiño a las nubes se recreó en la suerte con formaciones espectrales, manejando a su gusto látigos de colores variados, y suavizando los golpes con el roce de briznas de algodón multicolor, que se desvanecían al sentir el leve roce de la brisa.

Reaparecían las sombras un poquito más allá, pintando un nuevo cuadro con tonos y formas inventadas para el caso y el momento. Hubo montes hechos con tintes fuertes y fúnebres, salpicaduras de luz agonizante que refulgían al desprenderse para desaparecer; algunos cúmulos se asentaron sobre pirámides de algodón blanco; aparecieron cerros con los pies en añil y la cabeza amarillo-naranja, cascadas azul violeta, que surgían de entre las tinieblas como relámpagos en la noche y se dejaron caer por las quebradas acariciando las orillas.

Aquella tarde en el aire fue un regalo del Señor de los días, que en un descuido voluntario dejó los pinceles a los

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elementos e hicieron locuras… Después todo volvió a su ser: aparecieron tonos grises, con mala intención creo yo, para borrar los restos de color que el sol venia derramando en el horizonte y, poco a poco, comidas de envidia, se apoderaron de la escena. Ahuyentaron la luz y la hicieron trasponer la línea que marca el día; se adueñaron de la situación y vistieron de luto el firmamento… La luna, que observaba desde una discreta distancia, cubierta de mantilla y presumiendo de señora, vino en ayuda de los últimos rayos, pero fue más su interés que el poderío, apenas estaba naciendo y aunque hizo un guiño a los viajeros, prometiendo claridad, de momento nada pudo…, la noche dominó la situación, hasta que los luceros de la Guaira resplandecieron en lontananza, pero ya había caído el telón y los altavoces anunciaron el fin de la obra…Los invitados recogían sus abrigos y con la mirada gacha se despidieron en silencio del auditorio haciendo mutis por el foro…, nadie recordaba el argumento.

Dijo Dios: “haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz día, y a la oscuridad la llamó noche. (Gn. 1, 3-5).

La representación ocurrió a 10.000 metros de altura, un día cualquiera de 2004, sobre una inmensa carpa, colgada a 10.000 m. de finos hilos de plata.

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A LA SOMBRA DEL OTOÑO

Me siento unos instantes a la sombra de estos días, antes de que se pierda el tempero de la vivencia, para recopilar recuerdos y rasguños que marcaron la piel mientras anduve en otras tareas, fuera del aula. Los acontecimientos ya sucedieron y no volverán…, me queda el recuerdo para volver a ellos y evocarlos, guardándolos para que no se pierdan del todo.

Seis años amontonan muchas horas, cantidad de encuentros, algunos proyectos y montañas de papeles que envolvieron planes e ilusiones, no todos felizmente resueltos. Antes que fracciones de tiempo son migajas de vida que cayeron de la mesa de trabajo aquí y allá.

A veces puede parecer que los aconteceres llegan a destiempo, fuera de plazo, de forma intempestiva; así me lo pareció aquella mañana calurosa del 19 de julio de 2000, pero llegan cuando es su hora, sin respetos humanos ni reparar en la fecha que marca el calendario.

La tarea docente a la que me aplicaron se interrumpió aquél día de forma brusca, inesperada, sorprendente, tras 30 años de laboreo entre adolescentes y números.

La entrega del sello oficial formó parte de un abrazo de felicitación, y un susurro de invitación a echar una mano en las tareas. Fue todo el protocolo oficial y confidencial que interrumpió la clase. Allí arrancó el nuevo destino…, lo demás vino después.

De mis mayores aprendí a no decir no cuando te piden que eches una mano, si te lo piden con sinceridad y nobleza, y menos, si la petición viene de un hermano. Así se abrió una página nueva en el pequeño libro de mi vida que duró 6 años, con sus días, alegrías y ocupaciones.

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Hubo de todo. Intenté aprender rápido para mejor servir, escuché lecciones magistrales impartidas en tono cálido, cariñoso, fraterno y amigable. Me aconsejaron prudencia y ejercicios de escucha.

Fue la oportunidad de acercarme a cada casa en su propio ambiente, a cada tarea con sus desvelos y sudores. Descubrí la gran talla humana y religiosa de compañeros que laboran en otros países, en otros paisajes, en otras culturas. Palpé inquietudes, aspiraciones, miserias y grandezas; todo ello repartido en abundantes dosis, formando el valioso patrimonio de los que nos precedieron y compartieron el nombre de familia.

Crecí, me sentí feliz, maduré un poco por el calor de otros soles…, ahora sentado a la sombra de los días, siento una ráfaga de nostalgia al dejar atrás personas, lugares y preocupaciones…, al encontrar viejos amigos un poco más cansados. Sé que su lucha es la mía y sospecho que su cansancio también me afecta.

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SOLEDAD EN LA HUERTA

A estas alturas del otoño mi huerta y todos sus habitantes están con el ánimo caído. Las ausencias prolongadas y la falta de atención han hecho mella, de sebes adentro. Es un sentir generalizado. La soledad de cuatro zancadas subió la cuesta y recorre los bancales, dejando un reguero de pesimismo que envenena la camaradería y tolerancia de siempre. Pasan los días sin una palabra de aliento, sin una presencia amiga, sin una atención que merezca la pena, cuchichea la nogal, siempre callado, a las ramas jóvenes de los cerezos vecinos, y el eco resuena y se extiende. Una ráfaga de desánimo asoma al rostro de los manzanos cada mañana, descolgándose por sus hojas rizadas, enfermizas, amarillentas; cada vez más pálidas, más cerradas en el recuerdo de otros aromas y otros brillos. En concejo lo trataron una mañana de noviembre; todos opinaron y se lamentaron. Los más antiguos apelaron al sentido común, a la gratitud y paciencia. Recordaron fechas pasadas que dejaron poso, trajeron a la memoria labores, días y acontecimientos…, pero no fue suficiente. En tono airado se alzaron voces disconformes, olvidadizas…, hubo lamentos compartidos, y algunos renegaron de su origen humilde… La tierra que cubre los 3.000 metros cuadrados es pobre, dijeron, está desparramada de forma irregular. Cada día afloran nuevos picos, dientes de la roca que muerden los raigones, la artrosis vegetal trepa por los tronco y las ramas se resecan sin remedio… Las zarzas se han crecido, dijo el ciruelo; su insolencia es intolerable, cubren la reguera, clavan los dientes como lobos

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y trepan muro arriba con soberbia. Con arrogancia amenazan taponar las venas por las que corre la vida. Los bancales se desmoronan, han perdido consistencia; el tempero es escaso aún en época de lluvias otoñales. Nació ruin y pobretona, y vuelve a su ser natural. El peral de la esquina, débil y retorcido por los años, habló en nombre de los más veteranos y recordó en tono agradecido la labor bien hecha. Sólo el trabajo y la ilusión dieron forma a nuestra vida. Consiguieron que un terreno sin pasado digno de tener en cuenta, fuera tomando forma y tuviera una presencia digna de tener en cuenta. Se fajó la tierra en bancales de lastras planas, el calor del abono no faltó; vinieron los árboles… La labor consiguió el milagro de plantar aquí un jardín, donde hondeaban banderas blancas al sol y frutales que pintaban de colores el aire de la peña. Eran días de ilusión, de mejorar, de asentar bases, de sembrar esperanza sobre el terreno… El amo dio a la tierra cuido y dedicación, hasta soñó que un aljibe daba frescor y vida a las plantas: en el sueño calculó posibles, consultó a técnicos, hizo sus cuentas y, como casi nunca le salían, cuando despertó dio por zanjada la empresa… Hoy se echa en falta el calor del amo, pesa mucho su ausencia… lo recordamos con gratitud y cariño y echamos de menos sus atenciones, concluyó el nogal estéril, con voz desgarrada y profunda, rompiendo su habitual silencio de árbol solitario.

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EL CORRALÓN

Hay rumores que van y vienen por el barrio, cargados de precaución y recelo. En el corralón se oyen ruidos, dicen algunos; en las noches de luna llena se mueven sombras buscando acomodo en los rincones más oscuros, comentan otros… Cada cual vende el comentario según su miedo y sus fobias, a su manera. Los vecinos coinciden en que algo extraño se mueve de puertas adentro, en las horas de silencio y quietud, desde que los guajes se reunían a celebrar sus encuentros rituales.

Las señoras cruzan la calle de puntillas, con una prisa nerviosa, cuando no tienen otro remedio; procurando no molestar ni hacer ruido, para no incomodar a las sombras. Hay noches que se oyen chirriar los goznes del portón y suenan a saludo como venido de lejos. Sucede, principalmente en noviembre, cuando cada alma busca su acomodo tras las calores de verano. Algunos aseguran haber visto colgadas de las vigas, como murciélagos que dormitan, historias de los que fueron niños, esperando que vuelvan a recogerlas, y mientras tanto allí permanecen acomodadas en su rincón, cambiando de postura cuando la oscuridad lo aconseja.

Fue lugar de encuentro de la pandilla en las tardes de verano, cuando la oscuridad daba la cara después del baño en la piscina. El corralón abría la puerta secreta y los integrantes del grupo se colaban con el sigilo que pedía la infancia para proteger del control de los mayores los secretos de muchos meses de ausencia, los inventos, las picardías y travesuras. De aquellos días vienen estos ruidos, dicen las abuelas del barrio, que nunca llegaron a entender el afán de los rapaces de esconderse de los vecinos que tomaban su ración de fresco comunal, sentados a la puerta para despedir al día.

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Pedrín no tiene miedo desde que se instaló en la inocencia, cuando de niño se le heló el pensamiento. Él sabe leer las estrellas y se trata con las sombras que hacen ruido por la noche. Contó al alguacil que los duendes del corralón son los guardianes de la niñez que quedaron atrapados por un rayo de felicidad desprendido de la última despedida de verano. Ahora, dice, reclaman el cumplimiento de las promesas pactadas. Después, cada cual puede retirarse con sus pertenencias, recuerdos e ilusiones, fantasmas y sombras.

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Se encaramaba de la ribera a la montaña como el eco de su cuerpo, gritando desatinos.

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ANDABA LIBRE, A SU AIRE… El título de loco oficial de la comarca le facilitaba las

cosas. Le permitía ir de pueblo en pueblo sin que nadie le incomodase, como no fueran los rapaces que de vez en cuando voceaban insultos, y proferían gritos que alborotaban su cerebro.

Cruzaba el puente mirando para la peña, disimulando su paso, queriendo ocultar su sombra, para que el barquero no tuviera en cuenta su presencia, ni le diera la voz de alto. Ya en la cuesta, con la sensación de libertad hábilmente conquistada, se le ponía risa bobalicona y aceleraba el paso recomponiendo su figura de hombre desgarbado y alto, encorvado por el peso de la enfermedad, del saco y de los caminos.

Era a la altura de las primeras casas cuando las risas estúpidas y nerviosas de la chiquillería que se asomaba a escondidas, por miedo al loco, le hacían daño en el sentido al resonar en su cerebro y le ponían furioso, especialmente los días que la niebla estaba agarrada a la peña y se descolgaba por lianas de viento, desparramándose por Vegabarrio.

Ya en el Barrio de Abajo anuncia su presencia con gestos descompuestos y “esparavanes”, a ritmo de inconsciencia, para advertir a la vecindad que Hipólito, el loco, había llegado, que le podían encargar los recados, que le preparasen las señoras un cazuelo de sopas de ajo, como las que le hacía su madre cuando era niño y no estaba loco…

Tras del saludo y la encomienda se hacía al monte, pasaba revista a sus amigos: árboles, pájaros y alimañas que se acercaban curiosas, para facilitarle la tarea.

Allí era feliz unas horas, en diálogo con helechos, hayas, abedules y retamas de toda especie, mientras tórtolas y urogallos parloteaban inquietos y los pájaros más menudos observaban desde la distancia al niño encerrado en aquel cuerpo de hombre, que lucía su debilidad sin recato ni temores.

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Él contaba a los habitantes del monte su retahíla de agravios e incomprensiones, vaciaba -en confesión- el saco de sus pesares y turbulencias, y a cambio, en tono de confidencia, les advertía del fuego que calcinó a sus antepasados y los dejó mutilados el verano de los grandes incendios, les recordaba que las lluvias torrenciales pueden dejar a la intemperie sus raíces si no estaban vigilantes, les susurraba que el ruido que le sonaba en la cabeza era obra del espíritu del mal que ronda el monte, y que a él le torturaba en las noches de insomnio…

Luego se despedía para siempre y, como todos los meses continuaba su camino con el carné de la libertad en el bolsillo, el coro de risas en los labios, los gritos y miedos en el corazón. Continuaba en busca de otros chiquillos, de otros pueblos, de otros amigos del bosque, dejando al ama de casa, como ofrenda de gratitud, el haz de ramas muertas que le regalaron viejos abedules para agradecer su visita.

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FILÓSOFO Él era un filósofo de la vida que poseía el saber popular de

la buena gente de entonces, y con ella gobernaba a los suyos y, en los ratos libres los asuntos del pueblo. La ciencia del tío era la justa para estar en armonía con Dios, al que trataba con cierta familiaridad, con la naturaleza que le rodeaba, y con la vecindad.

Sabia apreciar los momentos y disfrutar con los placeres sencillos que las faenas del campo deparaban. En los días de invierno aprovechaba el calor del rescoldo y la holganza de las labores, en verano refrescaba el gargüero con una jarra de vino de elaboración casera, a la sombra del carro, mientras recuperaba el resuello.

Era un hombre grande, parsimonioso, defensor de débiles, “desfacedor” de entuertos a su manera y rezador. No se arredraba ante un pleito, si entendía que la razón estaba de su parte.

Gobernó sin sueldo los conflictos de la pedanía, y defendió sus convicciones hasta más allá de lo prudente, cuando entendía que valía la pena ... No le asustaba un pleito y en más de 4 se vio envuelto, por entender que la razón no tiene más que un camino…, el suyo.

Conocía el campo y navegaba entre cebadas y avenas con la soltura del viento que roza las roblonas de la cota, al trasponer los tesos para ocultarse en el valle y perder bravura y fuerza. Pegas y cuervos le vieron pasar a ritmo reposado y tranquilo, según se fue cargando de días, testigos de sus idas y venidas camino de la labranza, sumido en reflexiones y novedades con las que no llegaba a comulgar.

El paso de los acontecimientos empezaron a pesar sobre sus inmensas espalda cuando el pueblo se vio afectado por la epidemia del abandono, que como ola se extendió por los

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pueblos de la comarca, afectando, con mayor virulencia a la juventud, que no aguantó y buscó en la ciudad otros modos, a otros oficios. No llegó a entender que abandonasen lo suyo, lo de toda la vida, lo conocido y querido, para labrar viña ajena…

Le descolocó saber que el pobre, que trabajó lo ajeno toda la vida, alcanzase cotas de bienestar, mientras el rico en tierras y trabajo se veía desasistido y forzado a continuar la pelea más allá de sus fuerzas, para seguir arrancando el pan a la tierra. Eran las cavilaciones que llenaban de preocupación el otoño de sus días…

Una mañana que rebuscó en el baúl de juventud, jugando a los recuerdos, se vio sorprendido con tardes de adobe y tapial para terminar la casa y cerrar el corral. Con días de fiesta y siega, con tardes de parva y gozo, con jornales de mina y procesión de San Juan Degollado. En el fondo se topó con el bloc de anotar cosas importantes y en él la liquidación de una deuda bajo el epígrafe que dictó como sentencia el hermano menor: “Una fanega de trigo te debo, ni te la pago, ni te la niego. Vaya por el barro que pisé en tardes de verano y adobes, sin ningún sueldo a cambio…”

Cuando desde la orilla incómoda del presente escuchó su pasado, recordó los días en que salía a encuentro del desafío y la dificultad y le pareció algo absurdo su afán por unificar voluntades, pareceres y sentencias… convino en que había otros puntos de vista… Decidió dejar al agua correr y al mundo rodar y fue cuando un manto muy blanco iluminó la senda y le cubrió con su resplandor.

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A PLENA LUZ Fuimos en grupo, haciendo ruido, avisando de que

llegábamos para plantar nuestra carpa en la “Fuente Los Potros”. Ni potros ni yeguas vimos; tal vez se escondieron a nuestros ojos para no compartir el ruido que nos acompaña, acaso se internan en los adentros del monte, donde la vida bulle con discreción y sin más sonidos que los necesarios para respirar en armonía y quietud.

Llegamos en autobús escolar, haciendo gala de nuestra condición de docentes, abiertos los ojos para aprender la lección del día, la lección del encuentro con la vida hecha luz que se derrama por la copa de cada árbol, por los poros de cada roca, por el brillo de cada espiga… Hecha canto en el pico de cada alondra, de cada cardelina, de cada totovía que lanza sus trinos en dirección engañosa para defender las crías…, todo un circo de maravillas que alegran la mañana y, con cierto recelo, nos dan la bienvenida.

Nidos no vimos ninguno a la vera del camino, sí algunas crías que estrenaban alas en vuelos cortos, de rama en rama, bajo la atenta mirada de la madre y se ocultaban a nuestro paso para no distraer el parloteo que nos entretenía.

Con respeto me adentré en un campo vestido de paño verde que se movía y jugaba con la brisa; quise saber si la espiga aún cobija en su interior el grano lechoso que madura con el paso de los días, con el arrullo del viento…, si aún se recuesta a la tarde con la nana del jilguero que anida en la cercanía..

Una fiesta, la mejor y más sencilla, la que te vuelve a las cosas que, cuando el resto falla, ellas permanecen fieles, inmutables, pacientes y señeras de otras idas al campo, de otras primaveras, de otros tesos y otros prados…Entonces sin autobús ni deportivas, cargados de niñez y de esperanza.

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EL MONTE Y SU INTIMIDAD

Dicen que los pastores huelen a sebo, Dicen que los pastores huelen a sebo,

Pastorcillo es el mío y huelo a romero… (Canción popular por tierras de León)

Hubo un tiempo en el que ir al campo era cosa laboral,

oficio de pastores que olían a sebo y de labradores recios que se hacían la barba una vez por semana. Las boinas les enjugaban el sudor de la frente, acumulando capa tras capa, sin apenas prestarle atención. Eran hombres tenidos por rudos y de necesidades primarias; de manos encallecidas y palabra corta; cumplidores y hacendosos; hombres buenos, cabales y caballeros.

Visitar la ciudad les incomodaba, les ocasionaba desazón y se sentían inseguros entre semáforos, por la falta de costumbre. Estaban más cómodos en el surco, tocando tierra, en la que a la par que la semilla enterraban los temores para ver si al pudrirse florecía en cosecha remozada…

No daban la menor importancia a su labor y ocultaban la timidez con una mueca de gratitud y admiración a los señores de la ciudad que se desenvolvían entre legajos y papeles. Las gentes del pueblo saludaban a los señores con admiración cuando, una vez al año, se dejaban caer por el coto para zurrar a las libres, o se asomaban al soto a vareas las corrientes donde las truchas se guarecían entre las balsas como reinas y señoras del río. Esos días la pesca se movía incómoda, asustadiza y desorientada.

Hoy la cosa es diferente, hay más posibles y al campo se va en coche, de prisa, haciendo ruido, cargados de bolsas, sin entrar en diálogo con él ni escuchar lo que quiere contarnos, los misterios que oculta entre sus ramas, las confidencias que

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le hicieron los hombres del monte… Como ladrones, que sin ningún respeto, asaltan y roban el silencio y la intimidad de sus escasos habitantes.

Ayer llegué al campo como los señores de ciudad de antes, aunque sin escopeta y buscando algunas huellas de identidad... No oí trinos de pájaros, ni canto de pastores, ni rebaños pastando. Sonaban gritos, rugían motores, había juegos infantiles como en el parque de la ciudad. Me dije que este era otro monte, que le habían domesticado, que nada tenía que ver con el mío. Me sorprendió la nueva fauna que habitaba en él.

Bajo las ramas frondosas de los pinos no sesteaban rebaños, ni arrullaban tórtolas libremente salvajes en las copas de los árboles, ni saltaban ardillas como en otro tiempo, no. A la sombra de los árboles había vehículos, contenedores, bolsas y latas, signos abundantes de que los invasores se han adueñado del solar de los pastores.

Las guedejas que colgaban de los carrascos y los nidos que perpetuaban el concierto antaño, se han desvanecido. Son otros los elementos que dan señales de los nuevos pobladores de los montes.

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TARDE DE DOMINGO -Hora de ánimas-

Lo que cayó no fue nada para lo que se necesita, a decir de

los hombres que entienden de cosechas y miran al horizonte entre plegarias y maldiciones. En la ciudad abrió la tarde y los paseantes domingueros se asomaron para airear aburrimiento y sacudir modorra… Cuando el día entornaba los cuarterones, me uní a la comitiva en busca de vecindad, compañía y distracción, harto de soledad y de silencio.

El sol se ocultaba molesto, decaído y triste, derramando rayos en la sima de la noche…, y es que las nubes le habían restado protagonismo en su recorrido, mientras él se entretenía curioseando formas y haciendo guiños al viento que se las arrebató de la vista dispersándolas por poniente.

Justo a la hora de ánimas, cuando los estorninos dejan de faenar en el campo para disputarse su trozo de rama en la ciudad, la plaza se llenó de trinos y algarabía que anunciaba el oscurecer.

La soledad del paseante se desvaneció por unos instantes para escuchar la vida que se acomodaba en la copa del árbol; luego se hizo silencio y los pájaros abrieron la puerta al sueño que les pintó paisajes de olivares cargados de aceitunas negras, de manadas de toros bravíos pastando entre alcornocales.

Cuando se apagó el alboroto y se encendieron las farolas, en la esquina, cara al viento descarado, una voz débil repetía el estribillo de su mercancía dulce, sabrosa y caliente, intentando abrirse paso entre la gente que mira, sonríe y no se detiene: un Euro la docena, calentitas, sabrosas, las mejores…

Avanza la tarde, sigue la gente en busca de su árbol para recostar el cansancio entre las cuatro paredes del nido, y poder

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soñar con otro nuevo fin de semana, con otro paseo, con más estorninos…

Mientras, se cierran balcones y la noche se adueña de la plaza. En la distancia una voz de metal rompe las tinieblas y recuerda a los rezagados que la comunidad se reúne y les espera en la intimidad del templo; que es el Señor de los estorninos, de los bosques pintados de alcornoques con manadas de toros negro, de las calles rotas y de la noche, el que anima su caminar en la penumbra de la tarde con la ilusión de un nuevo amanecer...

Al sueño le acuden calles rotas, aceras levantadas para tropezar, sembrado de vallas, señores que buscan tesoros escondidos y no saben donde están, ni cómo conseguirlos, ni cuándo aparecerán.

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FIESTA DE LA ESPERANZA

A ti se acogen todos los que duermen,

en tu descanso habitan, bajo tu piedra esperan.

(Himno de hora menor, día de difuntos) Los días se descuelga del calendario en cascada

despeñándose sin compasión, sin ningún pudor, como si tal cosa. Por muy atento que estés siempre te pillan descolocado, entretenido, mirando para fuera.

Fueron las floristas de traje negro, de luto largo, de mirada penetrante asomada al más allá, las que advirtieron a la población de su llegada. Desparramaron sus tiendas por las calles, cubrieron las aceras con manto de crisantemos, motearon de colores el pavimento y nos invitaron a echar una mirada al calendario de la vida…

En el recuento echamos de menos muchas hojas, alguna caras, fechas y amigos… y nos sentimos miembros de los que partieron, y herederos de su misma suerte, llamados a compartir su gozo, a alinearnos con el cortejo de los que testimoniaron su fe desde la orilla de acá.

Los Santos siempre llegan puntuales a la cita, aunque el otoño no ejerza y los calores se resistan. Ellos se hacen presentes en nuestras vidas, al menos por unos instantes, para invitarnos al recuerdo, a la gratitud, a la esperanza…, para animarnos a seguir la marcha con ritmo alegre y paso responsable y seguro.

En caravana salían los vivos de la ciudad de aquí hacia el campo del reposo, donde se alojan los recuerdo de ir muriendo un poco cada tramo del camino, las hoja que vuelan cada otoño, los instantes de cada día, las aguas desbordadas de cada río que arrastra vidas hasta la otra orilla…

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Arriba en el olivar, en las calles de la ciudad del silencio,

se oyen saludos entrecortados, órdenes a media voz, rezos para dentro…, y en el recuerdo se hacen presentes los ausentes con un nudo en la garganta y un pellizco en el pecho, con respeto, con reverencia y cierta incertidumbre ante las postrimerías, que le abren al ser humano hacia lo desconocido.

A la tarde, cuando la luz se niegue y las huellas del recuerdo se borren, continuarán dormidos a la espera del toque definitivo de luz y vida…, ya sin atardecer ni luto: viviendo, gozando, alabando.

Por un día cobran vida historias no concluidas, mientras, por la mejilla se desliza una perla de agua cálida que se transforma en flor hecha oración.

A mi padre y a tantos otros hombres buenos, a los que no les

salieron las cuentas mientras nos acompañaron, y nos esperan con los brazos abiertos en el reino de la luz y de la paz.

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La primavera cargó de alegría e ilusión y se pintó semblante para hacer frente a la despedida.

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SÁBADO EN EL OLIVAR

Aquí se siente a Dios. En el reposo

de este dulce aislamiento un fecundo sentido religioso

preside el pensamiento. (Gabriel y Galán, Canción)

El teléfono, con su ring…, ring…, me programó la

mañana de este sábado otoñal. Desde la distancia una voz pedía ayuda para enterrar muertos que esperaban en salas mortuorias la acogida de la madre tierra y el auxilio espiritual del oficiante. Es costumbre conceder a los que parten el último deseo, así pues subí, dispuesto a colaborar en la piadosa tarea de orar y compartir el dolor de la despedida, si me era permitido. Encontré la ciudad del a dios no muy diferente a la de los vivos, regida por la misma ley de la prisa…, y me pareció un contrasentido que cuando alguien se encamina a la eternidad le tasen el tiempo de estancia en su cajón.

La ciudad está bien situada, suspendida de un alto, entre el cielo y la tierra, como si de la antesala del paraíso se tratara y nos ofreciese un respiro para organizar el pasaporte, sellar los papeles y arreglar el equipaje, porque en cualquier momento nos llaman para el embarque.

Había hileras de coches con matrículas de aquí; pensé que los usuarios tenían prisa por llegar, por cumplir, por rellenar trámites e incorporarse al sábado de la ciudad de abajo, donde las ocupaciones y amigos seguían esperando.

Había, igual que en las calles con aceras rotas y baldosas levantadas, gorrillas que indicaban huecos por un Euro, floristas que vendían ramos tristes perfumados con lágrimas, cajero automático por si el funeral se alarga, cafetería donde aliviar una urgencia o compartir el comentario, que en

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ocasiones deriva en temas propios del fin de semana, y que tanto nos ocupan. Todo muy limpio y arregladito…

Muchos hombres en corrillos diseminados ahumaban a algunos malos espíritus, creo yo, que aún rondaban las cercanías del olivar a la espera de conjurar la partida y jugar su oportunidad. A la luz del día radiante se retiraron, porque entendieron que ya no eran horas de acechar vidas ajenas.

Del eco de uno de los corrillos llegó a mis oídos la noticia desalentadora que atribuía a la caída de la hoja el desenlace fatal. Otro, prefería abrir sus labios a la esperanza del resultado de los últimos análisis…, todo muy científico y acorde con el momento del encuentro.

Intenté concentrarme, aprovechar el espacio que el sábado me proporcionaba para reflexionar sobre las realidades últimas, darle sentido a la ceremonia y remontar el vuelo sobre el dolor y los rostros serios unos, de mejillas macilentas otros, de resignación los más y de prisa por terminara de unos pocos…, y me fue difícil sustraerme a la condición de nuestros pesares y sentimientos.

Sólo los protagonistas callaban con el rostro velado y gesto agradecido a la madre tierra, que les abre su regazo. A los suyos les dejan en silencio, sin un último dios, en la esperanza de haberles amado lo suficiente para que les recuerden con gratitud una vez superado el dolor del momento de la partida.

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DESPEDIDA Con la ciudad por testigo, en un paso de cebra, en presencia

de amigos y conocidos, entre prisas y despedidas, te los robé; fue un poco a traición, sin que lo esperases, por sorpresa… Deseé sacarle partido a los últimos segundos… No me di cuenta que tú estabas en otros menesteres y te robé 2 segundos, no más, pero fueron robados, lo reconozco. Discúlpame, una vez más, te prometo que no volverá a suceder. Por si te sirve, te digo:

Perdón por invadir tu recato, por atropellar tus prisas,

por ignorar tus ocupaciones.

No tenía más que unos segundos en el monedero de mis afectos y recuerdos y,

desde la admiración, respeto y cariño, quise gastarlos antes de marchar, para viajar más ligero, con otro aire…

No reparé que tenías prisa, Que llevabas un encargo,

Que te estaban esperando… Sólo vi que te ibas y quise decirte adíos.

Cuando los semáforos abrieron el camino y las prisas

despidieron al hermano, recompuse la escena y caí en la cuenta de mi torpeza, de mi ceguera, de mi osadía…, sentí que fue ridículo mi actuar y escribí sobre la carretera los garabatos que te cuento, a modo de desahogo, de explicación, de disculpa…

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El resto del camino, el que separa la gran ciudad del Sur, lo hice con pesar, con sentimiento de dolor por la partida, con los ojos puestos en el horizonte que no guarda rencor, que ofrecía brillos nuevos de gratitud en la distancia, por el llanto de la lluvia…, con un interrogante prendido en el sentimiento.

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DESCOLGÓ Y DIJO… Su voz me sonó cansada, apagada, sin brillo. Como si la

melancolía, que es la alegría de los tristes a decir de un autor castizo, hubiera acampado por sus fueros en su tarde de verano y la hubiera regalado el desaliento. Quiso mostrar el lado bueno de la jornada y revestirlo de normalidad. A modo de disimulo, e intentando hacerle un quiebro a la jornada, sacó fuerzas de flaqueza y mostró sorpresa por la llamada, que tardó más de lo deseado, dijo. Supe que era la disculpa fácil con la que intentaba dar un pase largo al día que se iba, mientras miraba la pantalla para sentir su compañía, y así ocultar los posos que le dejaba.

Se escudó en el tiempo, en el calor que rezuma el asfalto, en la ocupación monótona que desgasta la ilusión y pone plomo en las alas…, en mil y una razones que enmascaran la situación y le permiten renovar la ilusión al ver llegar la luz cada mañana y esperar que la tarde le regale otra quietud, otro descanso, nueva alegría… Fue en vano, conozco la excusa, se que es el maquillaje que se pone para no dejar traslucir el rostro de sentimientos y pesares que le hurgan por dentro.

Después llevó la lidia al albero de las ausencias, de las ingratitudes, de los olvidos incomprensibles al no recordar a quienes se fueron pronto. Preguntó el porqué de la prisa en la partida, de otros modos de hacer y entender, de cambios y falta de sensibilidad que se encubren en el olvido…, y vació parte de sus pesares como sin querer. El niño se fue, dijo, para darme una pista, por si no se me alcanzaba la verdadera razón..., yo también me iré cuando las tardes de agosto comiencen a poner cerco a la luz y las cigarras vean cercano de otoño…, hasta entonces voy a cuidarme, dijo con poca convicción. Terminó queriendo disipar dudas y añadiendo, en tono agradecido, que la llamada fue oportuna, que le sonó bien....

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Hay, desde el tejado, vista muy completa del panorama…, a veces se vela

por los humos, cada vez más escasos.

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SOBRE EL TEJADO…

La historia de los que no tienen escudo heráldico esculpido en la fachada de la casa se recorre fácilmente, se abarca de un solo golpe de vista. Desde cualquier teso se divisa el horizonte de su ir y venir en corto, sin grades pretensiones, nunca tan lejos como para que se diluya el eco del apellido.

Hurgando un poco entre cercanos y parientes se llega pronto al anclaje donde se asientan las fibras íntimas y se descubre el gozne sobre el que gira la vida de los tuyos, el canal por el que discurre la sabia del árbol al amparo del cual brotó la rama de la que cuelga tu persona, tu pertenencia…

Sentado a la sombra de su copa, con oído atento, a lo que estás, puedes escuchar el rumor de historias conocidas que crecieron en el mismo suelo y colgaron del mismo tronco, que fueron y vinieron por senderos paralelos, que sembraron afanes y recogieron lo justo para salir adelante… Una vez situado puedes mirarlas a la cara, hacer tuyas sus vidas, celebrar sus éxitos y compartir sus preocupaciones…, tal vez en ese momento resuenen en el torrente de tu historia acontecimientos soñados y acariciado, en los que no estuviste presente y hoy descubres su razón de ser…

Subido al tejado de la casa puedes darte de bruces con la sombra de los que por allí pasaron; escucha si dejaron algún recado para ti, algo que te oriente en tu carrera apresurada, algo que te evite tropiezos. Ellos pasaron antes que tú, te quieren bien y saben lo que dicen. Cuando te bajes siéntate a la mesa de los quehaceres, arrima tu consejo y comparte la ración mientras escuchas su relato…Abre los ojos al horizonte y veras que tu vista abarca los andares de los tuyos, los senderos que recorrieron, los menesteres en que se ocuparon…, reconócelos como algo tuyo, reten en tu memoria el rastro de sus huellas para no perderte…

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REGALO COMPARTIDO

Trotsqui es joven, juguetón y algo sinvergüenza. Tal vez fuera más exacto decir que es alegre, extrovertido, inteligente, zalamero y cariñoso. Su pelo es marrón canela y tiene ojos de azabache engastados en cara de pícaro inocente, con 2 agujeros por nariz abiertos sobre fondo negro. Mira tierno y gruñe para hacerse presente en medio de la conversación de los mayores… Es como un niño en versión perro, que a medida que va descubriendo el mundo que se alcanza desde la manta de su jaula, se afianza en su poderío e hinca el diente a todo lo que le rodea para dejar claro que es un perro macho, dispuesto a lo que sea.

De momento el nombre le viene grande, dado su peso y el escaso carácter revolucionario. No apunta intenciones de luchar contra e poder establecido, ni de resolver el problema de la propiedad de la tierra, aunque quién sabe, con el tiempo todo puede llegar.

Se considera un perro con suerte. Llegó a casa como regalo de cumpleaños y, a decir verdad, la acogida inicial produjo algunas escaramuzas que acabaron en acuerdo de paz, con demarcación de territorios y asignación de obligaciones, para mejor convivencia…, casi todo papel mojado. Pronto supo ganarse el terreno con 4 carantoñas y 2 aullidos zalameros, y pronto era dueño de los afectos desparramados por la galería y el jardín. Poco a poco fue tomando posiciones y hoy cuenta con sitio preferente al lado del radiador, atención veterinaria, control de peso y algunas golosinas de capricho. A ciertas horas de la mañana se cierra la puerta de la calle, y dentro, en la galería y el jardín comparten paseo y confidencias la abuela y Trotsqui. Se cuentan cosas: la abuela le habla del pueblo, de otros perros que se mueven entre el ganado y lo

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defienden, del Caín que asustaba a los hombres que se echaron al monte al terminar la contienda, del Turco, que acarreaba a los niños de la familia y jugaba con el gatito que le disputaba la comida… Trotsqui, calla, escucha y asiente con ladridos infantiles. Sueña que también él será un perro importante y le promete a la abuela compañía cuando los demás se vayan a sus cosas.

Algunos días se cruza una nube que secuestra las palabras y se hace silencio en el jardín; es como si los humores se revolvieran y no fuera día de amistad y confidencias. Son los momentos propicios en los que el cachorro aprovecha para soñar desde su manta mirando al futuro, rumiando las enseñanzas del Caín y del Turco… Es cuando la abuela recurre al rincón de la memoria y recoloca cada acontecimiento, cada pena, cada alegría en el bazar de otros tiempos.

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INDICE

Página Página Ferias y días de verano 2 Despertar 5 Tapinar las toperas 7 Al cobijo de la peña 9 Al abrigo de la lumbre 11 Que viene el lobo 13 El Riacho va por su cuenta 16 Bajar al molino 19 San Froilán 21 Rumores del soto 24 Piedras en el camino 27 Nana de la distancia 29 Norberto 32 Amanecer en Cubillas 35 Hornera 38 La calleja 41 Don tiempo 43 La cuesta de mi calle 45

Cazador de sombras 47 Hojas 49 Al otro lado de la sebe 52 Entre las zarzas buscando 54 Primero fue la luz 56 A la sombra del Otoño 58 Soledad en la huerta 60 El corralón 62 Andaba libre, a su aire 65 Filósofo 67 A plena luz 69 El monte y su intimidad 70 Tarde de domingo 72 Fiesta de la esperanza 74 Sábado en el olivar 77 Despedida 79 Descolgó y dijo 81 Sobre el tejado 83 Regalo compartido 84