Mis encuentros con Walter Benjamin - Prólogo a Contemporaneidad latinoamericana JMB
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w w w . m e d i a c i o n e s . n e t
Mis encuentros
con Walter Benjamin
Jesús Martín-Barbero
Prólogo
(Contemporaneidad latinoamericana y análisis cultural,
Iberoamericana/Vevuert, Madrid, 2000)
« Más que sus temas, lo que me aportó Benjamin fue la disolución del centro como método: “que la única trabazón está en la historia, en la redes de huellas que entrelazan unas revoluciones con otras, o al mito con las narraciones que cuentan las abuelas, en las ‘oscuras relaciones’, parentescos, entre la refinada escritura de Baudelaire y las turbadoras expresiones de la masa urbana, y de ésta con las figuras del montaje cinematográfico, entre los dialectos de clase y el tejido de los registros que marcan la ciudad”, escribí en otra parte. Un método en verdad tan arriesgado que de él dijo Brecht: “Pienso con terror qué pequeño es el número de los que están dispuestos por lo menos a no malentender algo así”. Tenía razón Adorno cuando le reprochaba que no era dialéctico, ni suficientemente marxista. ¿Cómo iba a serlo quien, según el mismo Adorno, influenciado por el surrealismo lo que intentaba era “capturar el retrato de la historia en las representaciones más insignificantes de la realidad, sus fragmentos por así decirlo”? Fragmentos, sí, porque no creía en la continuidad de la realidad ni de la historia, pero fragmentos conectados, articulados, por correlaciones “oscuras”, alegóricas, como las que hacen el alquimista o el coleccionista. »
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Primero fue en París, otoño del año 69, a medias entre el
entusiasmo y la resaca del mayo 68. Trabajador en Bruselas
y estudiante en Lovaina, me escapaba con frecuencia a
respirar el aire aun libertario de las avenidas con huecos que habían dejado las barricadas de adoquines construidas por
los estudiantes en su afán de cambiar al mismo tiempo el
mundo y la vida: –pues “la barricada cierra la calle pero abre el camino”, que se hace al andar, que es el vivir–. En
los sótanos de la librería Maspero, entre periódicos y boleti-
nes de todos los movimientos subversivos del mundo, desde
Angola a Cambodya pasando por Bilbao y San Francisco, encontré un pequeño libro “rojo” de un tal Walter Benja-
min, editado por la propia Maspero: Essais sur Bertolt Brecht.
Si hay amores a primera vista, o más a lo intelectual, “pa-rentescos espirituales”, eso fue lo que sentí a través de la lectura de ese libro, y en especial de uno de sus textos,
“L’auteur comme producteur”, una conferencia dictada en 1934 en París. Trabajaba yo entonces sobre las transforma-
ciones del marxismo que venían tanto del “oriente” como del “occidente” –Adam Schaff, Karel Kosic, Althusser, Lucien Goldmann– y en el texto de Benjamin des-cubrí otro marxismo, el más otro de todos. El primero que osó afirmar:
“en lugar de preguntarse cuál es el lugar de una obra frente a las relaciones de producción de una época (...) yo quiero proponeros otra pregunta: cuál es su lugar en esas relacio-
nes?”. El desplazamiento de la mirada crítica era de ciento ochenta grados, del afuera al adentro, de la posición a la
escritura, de lo que la obra dice acerca de las relaciones de producción a los procesos internos de construcción de la
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obra, y su específica función en la transformación de esas relaciones. ¡Y eso dicho en el año 34! Lo que ahí estaba en juego era “el derecho a la existencia del poeta” en el socia-
lismo, que era el derecho a su autonomía, ligada por
Benjamin… ¡Oh escándalo! no a la ideología sino a la técni-ca, como mediación capaz de superar la estéril oposición
entre fondo y forma. Pero la libertad de pensar de Benjamin
iba más, mucho más lejos: planteaba como tarea prioritaria
l revisar las “ideas hechas” sobre las formas y los géneros literarios a fin de dar con aquellas formas de expresión que
liberan las energías literarias de la época, pues “nos halla-
mos en el corazón de un enorme proceso de refundición de las formas de literatura, en el que numerosas oposiciones
desde las cuales estamos habituados a pensar pueden estar
perdiendo vigencia”. Cualquier parecido con el transtorno
que viven hoy las escrituras no es más que la experiencia extrema de lo que Benjamin ya avizoró.
Estoy siguiendo los nerviosos trazos del subrayado que marcan la huella de mi primera lectura de Benjamin, y me
topo con una anotación al margen que dice: “¡Cuánto tiem-
po antes que Barthes!”. La anotación se refiere a una de las
oposiciones que empezaban a quedar sin vigencia: la que opone autor y lector, ya que “el que lee está presto a conver-tirse en alguien que escribe”. Y ello en un movimiento de
desplazamiento desde el ámbito de la especialización profe-sional al de la “literalización de las condiciones de vida”,
que posibilitan “dar la palabra al trabajo mismo”, esto es, transformar el estatuto social del autor en el de productor, condición de posibilidad para replantear la oposición entre autor y lector. En el margen izquierdo de otro párrafo, unas
páginas más adelante, encuentro escrita la palabra “¡Cla-ve!”. Se trata de otra de las barreras a romper pues ella traba especialmente la producción de los intelectuales: “la barrera entre la escritura y la imagen”. ¡Nada menos! Benjamin a
mediados de los años treinta incitando a los escritores a
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hacer uso de la fotografía, a superar la concepción burguesa de las competencias como barreras entre esas dos fuerzas
productivas, pues “el progreso técnico es para el autor como
productor la base de su progreso político”. Y ello es igual-
mente pertinente en lo que concierne a las tecnologías de reproducción de la música –disco, radio, cine sonoro– en su
capacidad de transformar la función de la forma del con-
cierto, esto es, de suprimir la oposición entre productores y auditores.
Con la fotografía y la música, nos advierte Benjamin, es-
tamos ante “una masa en fusión de nuevas formas” cuya significación es contradictoria, pues de un lado, se prestan
al uso como “mero objeto de consumo” y, aún peor, en el
caso de la fotografía, a un uso capaz de hacer objeto de consumo a la lucha contra miseria, convirtiendo esas técnicas
en mero dispositivo de excitación. Pero, como lo había de-
mostrado ya Brecht, es posible suspender el efecto de exci-
tación para que esas técnicas se transformen en dispositivo de cuestionamiento y de estimulación social. La suspensión
de la excitación –o el “principio de interrupción”, de distan-ciamiento, en Brecha– es puesta en relación por Benjamin
con ese otro dispositivo nuevo que organiza la escritura del film, de la radio y la fotografía: el montaje. Es en el montaje
donde se anudan los cambios de los géneros y las formas literarias con las transformaciones de la técnica.
Lectura de otra lectura, lo que acabo de hacer no es otra cosa que recordar, y no hay recuerdo que pueda separar completamente memoria e imaginación. Cierto, el primer Benjamin que conocí hacía parte de la Escuela de Frankfurt
cuyo protagonista era, sin duda, Adorno. Y en ese sentido, más que las particulares y preciosas pistas abiertas por Ben-
jamin, lo que me dejó ese primer encuentro fue una apuesta formidable: la posibilidad de una lectura crítica de lo social no
sólo liberada del reduccionismo y el determinismo –aunque
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fuera en última instancia–, sino capaz de iluminar la expe-riencia misma del vivir social en su más honda trama: la de la creatividad. De otra parte, esa primera lectura dejó huellas imposibles de descifrar entonces pero que me marcaron
hasta hoy; hoy, cuando al revisitar ese pasado puedo redimir-lo: liberar el futuro que contenía, el “futuro olvidado en el
pasado” como diría el mismo Benjamin. Futuro que ilumi-
na nuestro presente por muy diversos y precisos ángulos. El
del trastorno y refundición de las escrituras que pone en crisis el acostumbrado orden, el legitimador canon de los
géneros y las oposiciones en que se sustentaban autorías y
jerarquías. El de la lectura como producción, que arranca al lector de la pasividad estructural a que lo condenaba su
estatuto social y cultural, pues al "dar la palabra al trabajo”
la lectura se vuelve incitación a la escritura, se evade de la
cartografía burguesa de los oficios especialistas y reencuen-tra el trabajo en el corazón mismo de la escritura (¡cuántos
años antes que Derrida!). El de la técnica como mediación
de fondo entre escritura y política, al liberar esa relación de la trampa ideologista que condicionaba el valor de la obra a
su sumisión doctrinaria a la “tendencia justa”. El de la muy
tenaz barrera que experimentan los intelectuales entre escri-
tura e imagen, convertida hoy en incapacidad de descifrar las nuevas sensibilidades y de potenciar los dispositivos tecnológicos por los que pasan los nuevos lenguajes y las
experimentaciones cognitivas y estéticas, y a cuya capaci-dad de excitación consumista es necesario oponer la incitación
al cuestionamiento y la creatividad social.
El segundo encuentro fue en Madrid, a inicios de los
ochenta, en un año sabático durante el que intentaba dos cosas: hacer mi experiencia post-franquista y adelantar una
investigación sobre “lo popular y lo masivo o las matrices culturales de la massmediación”. Fue entonces cuando la lectura de W. Benjamin se convirtió en parte de mi propia aventura personal. Desde el año 77 andaba yo indagando la
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historia de la estética popular, intuitivamente sospechando que la muy aceptada y maniquea oposición entre cultura popular y masiva era excesivamente facilona y tramposa, y
que sólo su puesta en historia podría permitirme desmontar
las falacias sobre las que se asentaba. Pero, como diría Mu-chembled, “al trasmitirse oralmente la cultura popular no
deja huellas escritas, haciendo necesario pedirle a la repre-
sión que nos cuente la historia de lo que reprime”. De ahí que encontrara mi mejor compañero de aventura en quien
había escrito: “no se nos ha dado la esperanza sino por los
desesperados”.
Con la lectura de las obras que había empezado a traducir
la editorial Taurus de Madrid –Iluminaciones l y ll, que con-
tenían algunos “pasajes” de París, capital del siglo XIX, Sobre algunos temas en Baudelaire, El París del segundo imperio en Baudelaire, entre otros; y Discursos interrumpidos, con cuatro
textos claves: El arte en la época de su reproductibilidad técnica, Pequeña historia de la fotografía, Experiencia y pobreza, Tesis de filosofía de la historia– y con la traducción en la Revista de
Occidente de El narrador, fui descubriendo que más que a la
Escuela de Frankfurt, Benjamin pertenecía a la diáspora, que es todo lo contrario de una escuela, es el mundo de los que
no piensan desde un lugar fijo, de los que viven en los már-
genes y hacen de ellos no sólo su objeto de estudio sino el secreto de su libertad y el lugar móvil de su pensamiento. Nómada a mi manera –a los cuarenta años ya había vivido en cuatro países y nueve ciudades– me dejé embarcar con él
en una búsqueda a la intemperie que me arrancó de las disciplinas y me enrumbó hacia las encrucijadas de época y
las sensibilidades de cambio: de la literatura de cordel urba-na en la España del siglo XVII, con sus ciegos editores, a la institución popular de la lectura en voz alta atestiguada por los regaños de los predicadores, a las iconografías milagro-
sas, y de allí al melodrama-teatro y el folletín. Pero ese recorrido pasaba por los saberes de las brujas, su percepción
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de un mundo otro al de los clérigos y los hombres ricos y cultos, un mundo descentrado, performativo, ambivalente, y un imaginario corporal a la vez traza del destino y el goce;
y pasaba también por la “cultura del motín”, las procesio-
nes bufas, las canciones obscenas, y la “economía moral” de la plebe en que se basaron los primeros movimientos
obreros; y por la reivindicación que de la religión y la estéti-
ca popular hicieron los anarquistas, su nietzscheana con-tinuidad entre arte y vida, entre cultura y sed de justicia, su
afirmación pionera de las máquinas y las tecnologías como
espacio del arte, su impresionismo ácrata a lo Seurat y su
expresionismo a lo Gorki. Más que sus temas, lo que me aportó Benjamin fue la disolución del centro como método:
“que la única trabazón está en la historia, en la redes de
huellas que entrelazan unas revoluciones con otras, o al mito con las narraciones que cuentan las abuelas, en las
‘oscuras relaciones’, parentescos, entre la refinada escritura
de Baudelaire y las turbadoras expresiones de la masa urba-
na, y de ésta con las figuras del montaje cinematográfico, entre los dialectos de clase y el tejido de los registros que
marcan la ciudad”, escribí en otra parte. Un método en
verdad tan arriesgado que de él dijo Brecht: “Pienso con terror qué pequeño es el número de los que están dispuestos por lo menos a no malentender algo así”. Tenía razón
Adorno cuando le reprochaba que no era dialéctico, ni sufi-
cientemente marxista. ¿Cómo iba a serlo quien, según el mismo Adorno, influenciado por el surrealismo lo que intentaba era “capturar el retrato de la historia en las repre-
sentaciones más insignificantes de la realidad, sus frag-mentos por así decirlo”? Fragmentos, sí, porque no creía en
la continuidad de la realidad ni de la historia, pero fragmen-tos conectados, articulados, por correlaciones “oscuras”, alegóricas, como las que hacen el alquimista o el coleccio-nista. Benjamin no tuvo reparo en confesar su pasión de
coleccionista, pero advirtiéndonos que “la verdadera, ma-linterpretada, pasión del coleccionista siempre es anarquis-
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ta, destructiva. Esta es su dialéctica: combinar con lealtad a un objeto, a puntos de vista individuales, a cosas puestas a su cuidado, una protesta subversiva contra lo típico, lo
clasificable”.
Desde ese móvil e incierto lugar que configuran las rela-
ciones entre memoria popular e imaginarios de masa, yo
seguí apasionadamente el esfuerzo sostenido de Benjamin por dar la vuelta a la historia para mirarla ya no desde los
Acontecimientos y las Obras, sino desde las modificaciones
de la percepción, desde los cambios en el sensorium que “lo
signan con un sentido para lo igual en el mundo que, inclu-so por medio de la reproducción, le gana terreno a lo
irrepetible”. Ahí estaban las claves para repensar la nueva
cultura, la de masa, pues lo ahí transformado es la función
íntegra del arte: “del aura no hay copia” como si la hay de
la fotografía y el cine, que ya no viven de la ejecución unita-
ria sino de su re-producción incesante, y transportable, pues
“la imagen del espejo puede ahora despegarse de él y trans-portarse” –que es el modo como el nuevo arte sale al
encuentro del sentir de la masa–. Frente a los Tocquevile,
Tarde y Le Bon, W. Benjamin va a ser el primero en elabo-
rar una concepción no conservadora de la masa. Pues “la masa es una matriz” de la nueva percepción: “el crecimien-to masivo del número de participantes ha modificado la
índole de su participación”. No importa si ante ese nuevo sensorium, que hace especialmente manifiesto el cine, “los
críticos” disparen toda la batería de su descalificación: disi-pación para iletrados, espectáculo que no requiere el menor
esfuerzo, que no plantea preguntas, que no aborda con seriedad ningún problema. ¡Qué sorpresa!, ¡la enumeración
de las críticas al cine que recoge Benjamin de G. Duhamel son exactamente las mismas que la mayoría de los intelec-tuales le hace hoy a la televisión! Y frente a ellas la toma de posición de Benjamin es aún hoy tan radicalmente escanda-
losa como lo fue en su tiempo: “Se trata de la antigua queja:
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las masas buscan disipación pero el arte reclama recogi-miento”. Queja anacrónica, pues unifica el arte en una época en la que para ver cine, como para caminar por las
grandes avenidas, la percepción necesita dispersarse y es
desde una atención distraída que el espectador se apropia del nuevo arte: “De retrógrada frente a un Picasso, la masa
se transforma en progresiva frente a un Chaplin”. La masa,
por otra parte, representa los lados inquietantes y amenaza-dores de la vida urbana, esos que la multitud representa en la
poesía de Baudelaire –el primer ciudadano moderno en
reconocer en esa masa “la multitud popular”–.
Eh ahí expuesto el nudo de cuestiones que me desvelaba:
el anclaje de lo masivo en lo popular. Que para Benjamin es
el lugar de los márgenes por antonomasia, aquel en que se encuentran “los miserables” de V. Hugo con “la bohemia”,
cuya figura política es la conspiración –“todos estaban en una
protesta más o menos sorda contra la sociedad”– y cuyo
lugar propio es la taberna, “su vaho”, en que se mezclan las
ilusiones y las rabias de los oprimidos. Y donde se cuece un
idioma hecho a partes iguales de grosería y poesía, de pala-
bra y de grito, del lenguaje del mitin obrero y la decla-
mación pública. Lo popular en Benjamin esta en el cruce de la cultura de la taberna con la experiencia de la multitud: esa nueva facultad de sentir que “le sacaba encanto a lo
deteriorado y lo prodrido”, pero cuya ebriedad no despoja-ba a la masa de su terrible realidad social. Haberse des-
ubicado tan profundamente –en lo metodológico y lo políti-co– del espacio hegemónico desde el que se pensaba, le
permitió a Benjamin avizorar las nuevas figuras de la resis-tencia desde las que construyen su identidad los oprimidos.
Páginas y páginas (más de cien) del diario de campo que
escribí durante mi año sabático en Madrid, dan cuenta de las iluminaciones y los laberintos por los que me hicieron
transitar los escritos de Benjamin, de su debate/combate
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con Adorno, y mi empatía con el hombre de los márgenes, de mi perderme y encontrarme al encontrarlo y también al perderlo. El libro que salió de ese largo y doloroso parto, De los medios a las mediaciones, lleva marcada con fuego la huella
de ese encuentro.
El tercer y último de mis encuentros (por ahora) con W.
Benjamin ha tenido “lugar” en los años noventa y , a dife-
rencia de los otros, no lleva la marca de una ciudad sino la
de un (sub)continente, Latinoamérica, y más que un en-cuentro “privado” es un encuentro colectivo, público. Me
refiero al “regreso de Benjamin” a América Latina en el
pensamiento que busca descifrar la orfandad del presente.
De esa comunidad de experiencia y pensamiento hace parte un encuentro que, más que de nuevas lecturas –aunque
haya sido en estos años que al fin pude leer Le livre des passa-ges-Paris, capitale du XIXe siècle, los Escritos autobiográficos o El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán– se alimen-
ta de las relecturas desde las que intentamos apropiarnos:
por un lado, de su “nostalgia cuesta arriba” para pensar
nuestros des-tiempos y nuestras des-memorias, y por otro, de su lectura de la modernidad para pensar nuestras expe-riencias urbanas, el estallido de nuestras ciudades y su
nuevo sensorium.
Mediado por lecturas colectivas1, este encuentro ha teni-do como guías y compañeras a dos pensadoras latinoame-
1 Por citar algunas, véanse: N. Casullo et al., (la lista completa es de veinte autores), Sobre Walter Benjamin. Vanguardias, historia, estética y literatura: una visión latinoamericana (Alianza, Buenos Aires, 1993); E.
Collingwood-Selbi, Walter Benjamin: La lengua del exilio (Arcis-Lom,
Santiago, 1997); N. Richard, “Roturas, memoria y discontinuidades. Homenaje a W. Benjamin, en La insubordinación de los signos (Ed. Cuarto
Propio, Santiago, 1994), de la misma autora: Residuos y metáforas, San-
tiago, 1998; P. Oyarzúm, “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad”, Introducción a: Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre historia (Arcis-Lom, Santiago, 1998); y también el
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ricanas –lo que no es de extrañar, pues algunas de las más lúcidas y fecundas lecturas de Benjamin han sido hechas por mujeres, como Hanna Arendt en Hombres en tiempos de oscuridad, y por Susan Sontag en Bajo el signo de Saturno–. Nelly Richard me ha ayudado a encontrar en Benjamin el descifrador de los des-tiempos, y Beatriz Sarlo a leer las
contradictorias señales de la presencia de Benjamin a la
hora de pensar nuestras experiencias de ciudad.
Mirando desde el Sur los des-tiempos se desdoblan: una es
la mirada que enfoca la tensión entre recuerdo y olvido, y
otra la que despliega los tiempos liberados por las nuevas
formas de tratar con el pasado. Especialmente la primera se
liga al pensamiento de Benjamin desde el afuera de la aca-demia y sus disciplinas, al margen de sus filiaciones teórico-
conceptuales, y fruto más bien de “conexiones situaciona-
les” suscitadas desde los violentos bordes del mapa urbano. La memoria es tensión irresuelta entre recuerdo y olvido,
que remite a los miles de rostros reclamados desde las fotos
que invocan a los desaparecidos, y a esa “otra escena” de los
insepultos, de los que no han acabado de morir porque a sus
familiares y amigos se les ha negado el derecho al duelo, a terminar de enterrarlos. Paradójicamente las contradiccio-
nes movilizadas en las postdictaduras del “cono sur” trastornan los sentidos del olvidar y el recordar: el olvido es
necesidad de sepultura, y el recuerdo exhumación de los cadáveres. Benjamin ilumina esa doble escena, de un lado, al proponernos una noción de tiempo, de temporalidad, inconclusa, no sellada”, correlato de una memoria activa,
activadora del pasado como reserva/semilla de futuro; incitándonos a desplegar los tiempos contenidos, amarrados
debate que tendrá lugar entre B. Sarlo, Olvidar a Benjamin y J. Omar
Acha, ¿Olvidar a Benjamin?. Historicidad e interpretación, además A. Ba-
llent, A. Gorelik, G. Silvestri, Las metrópolis de Benjamin, textos
publicados en los No 45, 53 y 55 de la revista Punto de vista (Buenos
Aires,1993, 1995, y 1996).
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por la memoria oficial y atisbar el estallido de la continui-dad temporal como pretendida totalidad de sentido –en especial esa que sutura el pasado como “depositario de los
valores de la identidad nacional”–. Frente a esa sutura el
Angelus novus des-ata el tiempo tornándolo reversible y des-
trabando las memorias, “sus nudos de temporalidades en
discordia” –que se me perdone la buscada con-fusión de las
citas–.
De otro lado, Benjamin ha introducido una “estética del
desecho” –estética de aquello de lo que la sociedad se des-
hace– que abarca desde su concepción de la sensibilidad –e incluso de la identidad– como montaje de fragmentos y
residuos, de arcaísmos y modernidad, hasta la refundición
de narraciones y tecnologías. Es desde ahí que N. Richard expande la lectura de Benjamin hasta esos otros bordes de
la historia y saca a flote la postmodernidad, entendida no
como sucesividad –lo que viene linealmente después de la
modernidad– sino todo lo contrario: como “combinatoria de tiempos y secuencias, alternación de pausas y vueltas
atrás, anticipación de finales y salto de comienzos”. Como
desorganización/ reorganización del tiempo que libera a las narraciones de su sumisión al progreso y posibilita nuevas,
inéditas, formas de relación con el pasado, o mejor, con los pasados. Se me ocurre que la benjaminiana figura del colec-cionista hace trasluz a la de la borgiana “enciclopedia china” iluminando la envergadura cultural y política de
nuestras latinoamericanas formas de resistencia y reapro-piación de la modernidad: simulaciones, disimulos y paro-dias que des-ordenan las secuencias de la historia oficial de los dominadores, y desencajan los mecanismos de continui-dad que hacen funcionar el centramiento estructural de la
autoridad autoritaria.
Si el regreso de Benjamin al tiempo del sur se produce des-
de los márgenes, desde el exterior de la academia, el que
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visita el espacio de nuestras ciudades parece más ligado al ace-lerado ritmo de las modas en la “internacional académica” y sus etiquetas de prestigio, como la de los “estudios cultu-
rales”. Beatriz Sarlo lee a Benjamin en un ejercicio desmiti-
ficador de las generalizaciones deformantes y hermeneuta de las peculiaridades de su pensamiento sobre la ciudad,
pues el París que interesó a Benjamin no fue el de moda,
sino “el escenario cultural indispensable para entender algo que no era París: la prehistoria del siglo XX en las formas de
la mercancía del XIX”, las claves culturales del movimiento
del arte y de las mercancías en la modernidad. Pero la for-
ma del pensamiento y la escritura de Benjamin, su lectura de la ciudad a través de fragmentos y el collage de citas, se
presta al más deformante de los malentendendidos postmo-
dernos: el de la desaparición de cualquier figura de tota-lidad. Lo que en Benjamin era conciencia de su crisis y por
lo tanto afirmación de su necesidad como horizonte, es
ahora celebración de su pérdida. La pregunta de Sarlo se
hace entonces indispensable: “Desde qué olvidos recorda-mos a Benjamin?”. En un esfuerzo de respuesta a esa
pregunta, Omar Acha plantea: “las imágenes de la memoria
son una zona de litigio”, y la inestabilidad de los significa-dos, en el trabajo mismo de Benjamin –la imposibilidad de recuperar la representación en los significantes– nos impide
cualquier apelación a una hermenéutica de la autenticidad. El derecho a la pluralidad de las lecturas, de lo recordado y lo olvidado en ellas, tendría así en Benjamin como horizon-te-límite, de un lado “el peso de los textos”, la tradición de
la que se alimentan, y el sentido emancipatorio de una crítica que desborda sus articulaciones internas para situarse
en su referencia, esto es, en su vinculación al mundo, a su
transformación social y cultural. Es lo que nos lega su mi-
rada sobre la ciudad. Al trazar el puente que va de Bretón a Le Corbusier haciendo de la arquitectura “la cámara de decantación de la vanguardia” (A. Ballent, A. Gorelik, G, Silvestri), Benjamin hace de la condición moderna algo no
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sólo ambivalente sino explosivo: el paso de lo destructivo a lo constructivo y viceversa. Esto es lo que confirma cuando ve en la experiencia de la metrópoli la disolución de toda
posibilidad de experiencia, pero ese momento es dialectiza-
do justamente en el texto por el que comenzamos el relato de nuestros encuentros: es en el espacio de la ciudad mo-
derna donde el arte se funde con la técnica y el autor se
torna productor; así como es en la ciudad donde el derecho colectivo a habitarla se torna derecho individual a perderse
en ella –como el flaneur– y condición de posibilidad de un
espacio público compartido.
Bogotá, marzo de 1999.