Misterio y Terror 13

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  • SUMARIO Pg. 6

    CALEIDOSCOPIO Pedro Montero

    Pg. 24 LA RELIGIOSA

    Nino Velasco

    Pg. 40 INSOLACION EN EL VALLE DE LA MUERTE

    Manolo Marinero

    Pg. 68 LA MANO VERDE Alfonso Alvarez Villar

    Pg. 82 EL. ENTERRAMIENTO PREMATURO

    Edgar Allan Poe

    Pg. 98 VIAJE AL MAS ALLA

    Daniel Tubau

    Pg. 110 LA VENGANZA DE ZANASETH

    Jos Len Cano

  • - Pedro ~Montero

    La luz de la lana y el parpadeo maligno de las estrellas se

    mzlltiplicaron infinitamente al estrellarse contra las aristas de los poliedros, llevando a su espirita

    infantil la fatalidad y la ceguera.

  • kw O vio todo al reves. '"h N o es que lo q u e debierii estar arriba estuviera abajo, ni io tic la izquierda a la derecha. Tampoco vea el envs de las cosas, ni si- quiera perciba la realidad como en un negativo fotogrfico, pero todo estaba al revs.

    Aunque tampoco hubiera po- dido explicarse as, si su hijo hu- biera sido su padre y su madre su hija, no nos habramos aproxi- mado una dcima de milmetro a su nueva forma d e percibir las cosas. Maana no era ayer, la msica no era lo contrario de s misma, la luna no era el sol, pero la vida era lo opuesto a la vida sin ser en absoluto la muerte. La llave no tena el mnimo paren- tesco con la cerradura y pensar que una pudiera ser comple- mento de la otra era caer en una

    profundsima alucinaciOn. Pero la profundidad ni si- quiera era lo contrario de la altura, y lo horrcndo tio era la anttesis de la belleza, si110 algo absolutamente dispar, una lnea divergente a ninguna otra lanzada e n flecha siempre hacia actelarite: una paralcla a ninguna otra paralela; un triiingiil(i sin tringulo; un polgono aut4nticamente desplegado e n todo su insospechado y fulgurante espicn~tor: uii polgono e n la absoluta

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    libertad de ser, aterrador en su poder ilimitado y vuelto hacia una expansin en continua expansin ya desde el principio concluida.

    Todos los polgonos estn plegados como geom- t r i c o ~ gatos vueltos hacia su centro-ombligo. Abani- cos cerrados en una sola lnea prestos a sorprender- nos en un desparramarse relampagueante. Todos los polgonos, an a simple vista, tienen algo de inquie- tantes caleidoscopios temblorosos que de un segundo a otro van a sufrir una angustiosa e irremediable transformacin metamorfsica. Todos los polgonos tienen su nido en esos caleidoscopios infantiles que yacen en cajones de buhardillas y solicitan angustio- samente ser agitados antes de usarse a fin de mos- trarse en todo su esplendor. Pero cuidado: si encon- tris en el stano o en algn mueble antiguo un ca- leidoscopio de cuando erais pequeos, un caleidos- copio que solicita vuestra atenta mirada con urgencia egoista, deteneos a reflexionar un instante, no sea que en el insondable fondo del mgico artilugio ha- yan hecho su nido los polgonos que como aves poli- facticas de presa o como multiaraas encogidas se encuentren al acecho para deslizarse vertiginosa- mente por el tubo y estrellarse contra vuestros ojos, y traspasarlos con velocidad prxima a la de la luz. Porque los polgonos, incluso replegados y sujetos bajo una gigantesca presin, son realmente aterrado- res, y es ocioso decir que el miedo es siempre miedo a los polgonos, aunque existan excusas como cadve- res andantes o monstruos semidescompuestos. El te- rror es simplemente el germen de un alucinante pol- gono que nos fascina y nos espanta a la vez; el primi- genio vulo de un polgono absurda e inverosmil- mente irregular que anida en el rincn ms secreto de nuestro cerebro o que se cuela a travs de nues- tros ojos y comienza a expandirse sin compasin hi- rindonos con mil nuevas aristas por minuto y multi- plicando el miedo que nos causa reflejndolo inmise- ricorde en la irisada superficie de sus caras. El miedo es un polgono, por tanto, que comienza a desarro-

  • llarse alimentado por nuestros pensamientos y que larvadamente se transforma en crislida para meta- morfosearse en un diablico poliedro. La locura es un poliedro absurdo de afiladas aristas que se aplica con- tra las paredes de nuestro cerebro y las oprime sin cesar. El miedo es miedo a los poliedros, miedo en ltima instancia a la locura, miedo a desear con fuerza inusitada contemplar cada una y a la vez todas las ca- ras de ese cristal creciente: imposibilidad que acaba desquiciando nuestra mente y sumindola en una a b surda realidad en la que una lnea paralela no lo es a ninguna otra, y lo contrario a la msica no es ni si- quiera lo opuesto de s mismo.

    Dos soldados de plomo, una linterna, una mueca de trapo sin cabeza, un juego de bolos inc~mple to ...

    Pachi continu revolviendo el arca y sacando a la luz tesoros de cuando su abuelo tena su misma edad. D e vez en cuando tena que hacer una pausa y acercarse al ventanuco de la buhardilla para respirar aire fresco libre de polvo. La abuela miraba algo en el horizonte sentada bajo el emparrado. Anita estaba haciendo las horrorosas multiplicaciones que eran parte de la tarea de vacaciones y su madre se encon- trara seguramente en la cocina preparando una sucu- lenta ensalada y alguna sorpresa que permanecera e n secreto hasta el momento de los postres.

    Pachi volvi junto a los trastos viejos y sigui in- vestigando en los baules procurando no hacer dema- siado ruido. La abuela le haba advertido seriamente que no quera que al final del verano toda la casa estuviera patas arriba. Era una abuela muy especial, cariosa, pero enrgica, amable con sus nietos, pero inflexible a la hora de tomar una decisin: una abuela de carcter singular, pensaba el nio que tena una idea muy clara de lo que deban ser las abuelas.

    Al llegar al fondo del arcn y levantar con cuidado una tapadera, Pachi descubri que, oculto entre los

  • pliegues d e un pauelo de seda, haba un tubo muy largo de color oscuro. Par uno d e sus extremos tena un cristal esmerilado y el o t ro estaba tapado con vi- drio transparente.

    Sin sacarlo del bal acerc su o jo al cilindro y trat d e mirar en su interior, pero la oscuridad era tal que no poda apreciarse si haba o no algo dentro del tubo. Lo agit levemente y escuch el entrechocar d e piedreciilas o cristales. Levantndose, se aproxim al ventanuco y elev ei cilindro hasra la altura cle sus ojos con curiosidad. En aquel preciso momento se oy la voz de la abuela que haba vuelto la cabeza hacia la buhardilla intuvendo la presencia de su nieto.

    -; Pachi! -llam-. iEsts ah? El nio se sinti sorprendido y reflexion unos ins-

    tantes antes d e responder. Si no contestaba mentira flagrantemente al ocultar su presencia e n aquel lugar, y si responda afirmativamente se expona a una re- primenda por haber entrado sin permiso en el des- vn.

    Urgido por una nueva llamada de la abuela se re- solvi a contestar de tal forma que e n su respuesta no estuviera incluido un s acusador.

    -;Ya bajo! -grit. Y despus d e depositar de nuevo en el bal todos los objetos que haba ido examinando, descendi por las escaleras como un torbellino apareciendo en el porche a los pocos se- gundos con aire de gran naturalidad.

    -iEstabas arriba, ; verdad? -pregunt la abuela mientras Anita suspenda momentneamente las en- gorrosas operaciones aritmticas para solazarse con la previsible reprimenda.

    -Ya bajaba -repuso el nio que no estaba dis- puesto a una confesin directa. Anita morda el lpiz sonriente a la espera del momento propicio para in- tervenir.

    -;Qu es lo que te ha dicho tu abuela muchas veces! -prcg~inti> la anciana. El nio hizo un gesto tle impaciencia torciendo la comisiira de los labios.

    -Que no revolvamos en los baules del desvn

  • -canturre Anita satisfecha d e encontrarse al mar- gen del asunto.

    -T calla, mocosa! -exclam la abuela-. Esto no va contigo.

    La nia, sintindose muy ofendida en su amor pro- pio, regres precipitadamente a las operaciones ma- temticas y hundi la nariz en t re las hojas del cua- derno.

    -iQub te dije? -volvi a preguntar la abuela per- tinaz.

    -Eso -repuso e l nio un tanto rebelde. -Que no rebusques en los baules que hay all

    arriba -declar la abuela comprendiendo que Pachi estaba dispuesto a no decir palabra-. Es eso, ;ver- dad?

    -Ser -respondi Pachi testarudo. -Hazte caso de tu abuela -pidi la anciana con

    un tonillo didctico que e l nieto odiaba especial- mente-. Obeciceme, hijo -continu modi'ficando bruscamente la inflexin de su voz y adoptando un tono d e splica-. T e lo pido por favor.

    Acto seguido la abuela camin con paso cansino hasta las escaleras de l porche e n donde se detuvo para decir una vez ms:

    -Hazme caso, hijo mo. Cuando los dos hermanos se quedaron solos, Anita

    dej a un lacio su carca y se aproxim a Pachi. -iHas encontrado algo? -le pregunt, fingiendo

    indiferencia. -A t que te importa, acusica -repuso el nio

    malhumorado-. ~ Q u b no revolvamos en los bales del desvn,, -reriiecl con voz meliflua-. ;Soplona! Seguro que t se lo has dicho.

    -;Yo? -exclam Anita poniendo los ojos eri blanco-. ;Yo? -minti d e nuevo.

    -;Toma! -dijo su hermano, y propinndole un sonoro bofetn ech a correr !. se perdi eje vista tras los rboles cie la huerra.

  • -
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    rendija y pudo ver que quien bajaba las escaleras provisto de un martillo era su padre.

    Cuando cruz frente a su puerta la cerr casi del todo para que no advirtiera su presencia, y una vez que calcul que su padre se encontraba ya en el se- gundo tramo de escaleras, sali al descansillo y se asom por el hueco. En la planta baja esperaba la abuela, que mantuvo con el padre una breve conver- sacin de la que el nio slo pudo captar una extraa palabra que no conoca: caleidoscopio.

    Madre e hijo se retiraron, y Pachi regres a su dormitorio. En aquel momento se abri la puerta del cuarto de Anita que tambin haba estado escu- chando y la nia, descalza y con paso sigiloso, co- menz a subir las escaleras que conducan al piso alto. Pachi decidi mantenerse a la expectativa toda la tarde si era preciso y arrim una silla a la rendija de su puerta para esperar confortablemente e! regreso de su hermana. Pero todos aquellos preparativos fue- ron innecesarios, porque al cabo de breves instantes Anita descendi y al pasar junto al cuarto de su her- mano, que se crea a salvo de miradas indiscretas, dio un empujn a la puerta que a su vez golpe la frente de Pachi, al tiempo que deca cuchicheando:

    -;Han puesto un candado, orejn! -Y echando a correr se refugi en su dormitorio.

    Aquella noche la odiaba con todas las fuerzas de su ser. Era soplona y acusica, antiptica, hipcrita, men- tirosa y saba fingir que estaba muy interesada en los consejos de la abuela sonriendo muy formalita, rnien- tras sus pensamientos volaban hacia la despensa y se cernan sobre la tarta como moscones golosos.

    Era la primera e n terminar las tareas de vacaciones y, apenas haba acabado, corra hacia su padre supli- cndole una nueva tanda de horrendas multiplicacio- nes por seis cifras como quien pide una suculenta go- losina. Saba ayudar a su mam a limpiar los cubiertos

  • y era capaz d e sacrificar una hora de juegos para or- denar el armario d e la cocina en compaa d e la ma- dre, q u e sonrea satisfecha ante la admirable disposi- cin y la generosidad d e su retoo. Jams era la pri- mera en pedir una segunda racin d e helado aunque la gula apareciera escrita e n sus ojos, y cuando se la ofrecan se haca d e rogar dos veces y terminaba aceptando con un si te empeas odioso.

    Saba engaar perfectamente a las personas mayo- res q u e se hacan lenguas d e su buena educacin. Era capaz de abalanzarse hacia un ciego para ayudarle a cruzar la calle y sonrer a la vuelta junto a su mam mostrando una humildad infrecuente e n una nia d e su edad. En las fiestas infantiles siempre permaneca junto a los ms pequeos fingiendo que cuidaba d e ellos, y no le importaba no participar en los juegos si la dejaban colaborar e n la tarea de poner la mesa o de servir las bebidas. Haba que verla escanciando deli- ciosa limonada fra e n el vaso de la abuela; espan- tando las moscas de las proximidades d e los bebs; escuchando arrobada la insoportable msica q u e ta Sofa arrancaba del piano a fuerza d e aporrearlo sin misericordia.

    Era capaz d e engaar a las personas mayores, pero los nios y los perros, que conocen muy bien los sen- timientos d e los seres humanos, la odiaban y saban que jams segua los consejos d e la abuela: que odiaba las tediosas multiplicaciones que finga realizar de mil amores; que ayudaba a su madre slo con la secreta esperanza de obtener una racin extra d e go- losinas; que de buena gana hubiera cegado a una per- sona sana, si no hubiera invidentes a mano, para obli- garla despus a cruzar una calle y abandonarla deso- rientada en la otra acera; que su deseo secreto era sofocar con una almohada a los bebs cuyas moscas oxeaba; que su sueo dorado sera mezclar matarratas e n la limonada de la abuela, y que lo que ms q u e nada deseaba era aplastar con un martillo los largui- r u c h o ~ dedos d e la ta Sofa hasta reducirlos a una pulpa sanguinolenta. Por eso los nios de su edad la

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    esquivaban, y los perros, especialmente cuando te- nan cachorros, le enseaban los dientes y gruan amenazadoramente si se acercaba a ellos.

    El ltimo escaln cruji lgubremente y Pachi con- tuvo la respiracin durante unos segundos. Despus se aproxim a la puerta y comprob que e l candado era d e regulares dimensiones. Asi la cadena con cuidado y la examin en toda su longitud visible por si algn eslabn mostraba un punto frgil, pero no haba nada que hacer, as q u e extendi el pao a la luz d e la luna que se colaba por un ventanuco y, como un ladrn experto, fue eligiendo los tiles que juzgaba ms apropiados para el caso.

    Igual que el cirujano solicita diversos instrumentos para cada fase d e la intervencin, d e igual modo Pa- chi escogi alambres y punzones, una navaja roma y un fragmento de cuerda. Actu sabiamente con ellos y, tras media hora d e delicada operacin, se escuch un chasquido y la argolla del candado cedi fran- quendole la entrada a la buhardilla.

    A la vez q u e la argolla del candado, algo se rompi tambin en el corazn del nio. Se senta un poco asaltante d e su propia casa y una voz interior le deca que obrando como lo haba hecho se aproximaba considerablemente a los procedimientos que em- pleaba Anita, pero su curiosidad era tan grande; la sbita clausura del desvn y la misteriosa conversa- cin entre padre y abuela haban despertado de tal modo sus ansias d e investigacin, que lo que antes haba sido un juego ms o menos secreto se haba transformaclo en un deseo imperioso de saber qu e s lo que era y para qu serva aquel intrigante objeto al ~ J C ,aban denominado caleidoscopio.

    Pachi era un nio despierto para su edad, suficien- temente inteligente para comprender las cosas, pero demasiado joven todava para saber que ciertos con- sejos no deben ser echados en saco roto. Si el nio

  • hubiera tenido dos o tres aos ms no le habra pa- sado desapercibido el tono de alarma con que la abuela se diriga a su padre en la parte baja de la escalera y, seguramente, no hubiera achacado a un mal humor pasajero la expresin de disgusto que aquel haba mantenido durante toda la jornada, pero nada de esto le pareci en absoluto significativo.

    Y aunque hubiera escuchado con toda claridad la conversacin mantenida entre la anciana y su hijo no habra atribuido ninguna importancia al hecho, mencionado sigilosamente por la abuela, de que el objeto tubular haba permanecido aos atrs toda una noche al raso, olvidado por alguien, en un banco del jardn. Una noche muy especial y que slo los inicia- dos en ciertos ritos que es mejor no mencionar pue- den ubicar en un punto determinado del calendario.

    Tampoco era consciente todava de que, indepen- dientemente de fechas sealadas, no es en absoluto aconsejable olvidar fuera de la casa objetos de cristal, sobre todo si la luna est en cuarto creciente o ha alcanzado ya su lnguida plenitud. Existe una miste- riosa relacin entre el vidrio y las estrellas, el cristal y la noche, y ha de ser creda a pies juntillas la historia del anciano que perdi la razn tras volver a usar las gafas que haban permanecido toda la noche bajo la claridad de las estrellas.

    Si es un hecho constatado y que no necesita de- mostracin que las noches favorecen la condensacin del vapor de agua que se deposita sobre las plantas, no es menos cierto que en determinadas ocasiones el roco puede ser venenoso y la escarcha mortal.

    Las lentes de cristal, que tienen de por s un atrac- tivo para los rayos de luz y otros rayos que por pre- caucin no deben nombrarse, no deben ser jams ol- vidadas de noche a la intemperie, porque misteriosas fuerzas deambulan errabundas entre las estrellas y no necesitan ms que un fragmento de vidrio para con- densarse y esperar pacientemente agazapadas que unos ojos se encuentren lo suficientemente cerca

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    para caer sobre ellos como un roco dursimo y enlo- quecedor.

    Ignorante de todas estas cosas, Pachi abri al fin el bal de la abuela y fue directamente al fondo. All, arropado con el pauelo de seda, se hallaba el curioso cilindro; aunque no estaba solo. Una mano piadosa, seguramente la de la abuela, haba depositado, ro- dendolo, un rosario de cuentas de cristal.

    El nio separc cl rosario y lo dejc sobre el suelo del desvn. Los pequeos polic~lros ~ i e cristal de roca que formaban las cuentas destellearon lanzando ala- ridos de advertencia al ser heridos por la luz de la luna, pero Pachi no supo comprender aquel caritativo mensaje ni se le ocurri pensar que los inofensivos y bendecidos cuerpos geomtricos le estuvieran ha- ciendo guios en claves cristalinas para disuadirle de lo que se dispona a realizar.

    Tomando el negro tubo por un telescopio, Pachi se acerc a la ventana y, levantando la mano hasta la altura de su rostro, aproxim un ojo al cristal trans- parente y dirigi el cilindro hacia la luna.

    Igual que en el preludio de un alud, se oy un ruido como si algunas piedrecillas se hubieran des- prendido y , a continuacin, simtricos diamantes y rubes partieron desde la periferia del campo visual y se precipitaron hacia el centro formando una bell- sima figura.

    Pachi, asustado y maravillado a la vez, retir el ca- leidoscopio de su ojo y vio enfrente la luna llena e n todo su esplendor. Nunca un disperso manojo de se- gundos fue tan definitivo como aquel durante el cual el nio fij su vista en el astro de la noche.

    Las cuentas de cristal redoblaron sus centelleantes advertencias; la luna le mir como lo hubiera hecho su hermana: un rostro del errante satlite mostraba compasin y tristeza, la otra faz de aquella prfida Jano, la que permaneca eternamente vuelta hacia las estrellas, se burlaba de la ignorancia del muchacho, y haca guios a los astros, pendientes tambin de lo que iba a ocurrir.

  • Definitivamente extraviado, Pachi volvi a mirar a travs del caleidoscopio y entonces se desencaden la cristalina tempestad.

    Lo vio todo al revs. N o es que lo que debiera estar arriba estuviera

    abajo, ni lo de la izquierda a la derecha. Tampoco vea el envs de las cosas, ni siquiera perciba la reali- dad como un negativo fotogrfico, pero todo estaba al revs. Aunque tampoco hubiera podido explicarse as, si su hijo hubiera sido su padre y su madre su hija, no nos habramos aproximado ni una dcima de milmetro a su nueva forma de percibir las cosas. Maana no era ayer, la msica no era lo contrario de s misma, la luna no era el sol, pero la vida era lo opuesto a la vida sin ser en absoluto la muerte. La llave no tena el mnimo parentesco con la cerradura, y pensar que una pudiera ser complementaria de la otra era caer en una profundsima alucinacin. Pero la profundidad ni siquiera era lo contrario de la al- tura, y lo horrendo no era la anttesis de la belleza, sino algo absolutamente dispar, una lnea divergente a ninguna otra lanzada en flecha siempre hacia ade- lante; una paralela a ninguna otra paralela; un trin- gulo sin tringulo; un polgono autnticamente des- plegado en todo su insospechado y fulgurante es- plendor: un polgono en la absoluta libertad de ser, aterrador en su monstruosidad ilimitada y vuelto ha- cia una expansin en continua expansin ya desde el principio concluida.

    Hubo un relmpago alucinante que dur una mil- sima de segundo, y desde el fondo del cilindro algo se lanz a velocidad de vrtigo hacia la pupila del muchacho. Miles de aristas afiladas hirieron la crnea de su ojo, algo infinitamente plegado penetr como una flecha por sus centros nerviosos y comenz, a tomar su verdadera forma de poliedro expanclibndose con la velocidad de la luz.

    Sucesivas oleadas luminosas resbalaron a lo largo del tubo c incidieron veloces en el cristalino destro- zndose en mil superficies transparentes que se mul-

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    tiplicaban sin cesar. La locura polidrica, el terror ms geomtrico e inevitable hizo presa en el cerebro del nio.

    U n hiriente roco condensado en molculas infini- tesimales, una fuerza maligna y transparente que ha- ba reposado desde aquella pretrita noche e n el fondo del tubo estall en una silenciosa pero lumino- ssima deflagracin abatindose sobre la infeliz cria- tura q u e fue presa en breves instantes de monstruo- sas energas errabundas.

    El terror que experiment el muchacho fue justa- mente eso: el sentir incrustado en s mismo el ger- men d e un alucinante polgono que le fascinaba y le espantaba a la vez; el primigenio vulo d e un pol- gono absurda e inverosmilmente irregular que anid d e repente e n el rincn ms secreto d e su cerebro colndose a travs d e sus ojos y que comenzaba a expandirse sin compasin, hirindole con mil nuevas aristas por minuto y multiplicando el miedo que le causaba al reflejarlo inmisericorde e n la irisada super- ficie d e sus caras. D e aquella forma se demostr que las precauciones d e la abuela tenan un fundamento cierto.

    Por las escaleras del desvn descenda una figura e n cuyo rostro se dibujaba la locura del miedo y el miedo a la locura.

    Lentamente, pero con firme decisin, Pachi lleg hasta el descansillo y en lugar de entrar en su dormi- torio se dirigi sigilosamente hacia el de su hermana Anita.

    Abriendo la puerta del cuarto avanz entre som- bras y se detuvo a los pies d e la cama d e la nia. Una respiracin acompasada era indicio del tranquilo sueo d e Anita. Pachi, rodeando el lecho, se apro- xim a la cabecera y palpancfo con sus manos asi uno d e los clos almohadones sobre los que reposaba la cabeza de su hermana. Sus ojos eran fuente de 1-

  • grimas de diminutas formas exagonales, pero no eran fuente de luz. Ciego definitivamente para el universo d e los dems mortales, Pachi continu tanteando hasta que sus dedos tropezaron con la cabellera de Anita y entonces, con un movimiento de violencia inusitada, tom el almohadn y lo aplic rabiosa- mente contra el rostro de la nia que se despert de pronto sin poder respirar.

    Los brazos de la muchacha se agitaron espasmdi- camente, y sus piernas se retorcieron con desespera- cin arrojando al suelo las mantas.

    En aquel momento una figura que previsoramente haba estado durmiendo en un silln prximo al le- cho de la nia se incorpor, y de una veloz carrera se aproxim por detrs a Pachi.

    La abuela forceje vehementemente con su nieto, pero la violencia del nio ciego era tal y su furia tan sobrehumana que, de no resolverse en unos segundos aquel singular combate, la vida de la muchacha corra serio peligro. Entonces la abuela, experimentando un profundsimo dolor en su corazn, abandon la lucha y aproximndose a la chimenea tom en sus manos un pesado atizador de hierro, lo levant sobre su cuerpo asindolo con las dos manos y descarg un golpe formidable sobre la cabeza de su nieto que se derrumb exnime.

    Sin perder ni un segundo, la anciana tom en bra- zos el cuerpo del nio y realizando un esfuerzo im- propio de sus aos comenz a subir las escaleras que conducan a la buhardilla.

    Una vez en el desvn se aproxim al bal, recogi el oscuro cilindro y, manteniendo a su nieto en bra- zos, abri una ventana y se precipit e n el vaco con su carga.

    Los dos cuerpos se estrellaron contra el suelo con un golpe sordo, y del caleidoscopio hecho aicos sur- gi algo, como una exhalacin, que se lanz hacia las estrellas con una velocidad semejante a la de la luz.

  • Nino Velasco

    De pronto estallaron dentro de l to- dos los sueos, las pasiones y los de- seos reprimidos dzlrarite cuurentu aos de soledad y se centraron en aqzlella mujer ttlrbudoru y deseable uzn bajo su severo hbito de reli-

    giosa.

  • URANTE los ltimos das me de- cid a llamar a una religiosa para que, turnndose conmigo, vel- semos las veinticuatro horas de la jornada junto a la cama de mi madre moribunda. Fueron das muy lluviosos, y las calles de nuestro barrio, de casas de dos pisos con jardn, se llenaron de charcos y de barro hacindose in- transitables. Nadie vino a visitar- nos en el transcurso de la enfer- medad; haca aos que mi madre y yo nos habamos aislado de todo contacto con familiares o amigos y nuestra existencia, e n el interior del chalet hmedo pro- visto de muebles antiguos y tris- tes, transcurra con esa atona sin esperanza que se abate sobre la vivienda de las gentes huraas.

    Yo nunca he trabajado; quizs tampoco hubiera sido posible,

    tan slo gracias a la azarosa fortuna de ser hijo de un hombre acomodado, he podido llegar a los cuarenta aos sin necesidad de realizar esfuerzos que hubieran sido demasiado onerosos para m. Cuando ella cay enferma, haca siglos que mi vida consista e n esa su- cesin de hechos estragantes que componen la exis- tencia de un hijo nico soltero que, desde muy jo- ven, se qued solo con su madre: lentos paseos por

  • 2 8 LA RELIGIOSA los ciescampados prximos a nuestra casa cogido del brazo de mi anciana progenitora, largas horas sentado en el desgastado silln de cuero que perteneci a mi padre leyendo sin gusto libros vetustos tomados de la estantera familiar, la contemplacin de las grietas que, poco a poco, se han ido abriendo en los muros L ~ C la casa, mcrecedoras tan slo de comentarios repe- tidos como esto se derrumban o ~ i p o r qu no ven- demos el chalet y nos compramos un apartamento nuevo?.; el cuidado de las macetas, la contemplacin de nuestro viejo canario enjaulado que, dado el si- lencio de la casa, lo umbro de los aposentos y el mu- tismo de sus moradores, tan slo hizo unos tmidos intentos de cantar una lejana primavera esplndida. Y unas cuantas manas inexcusables.

    Lleg con sus zapatos negros llenos de barro y el uniforme de religiosa mojado a causa de la lluvia. Llam discretamente una sola vez al timbre de la puerta y, al abrirla, experiment la emocin de quien hace mucho tiempo, o quizs nunca, ha tenido a esca- sos centmetros a una mujer hermosa. Bajo su toca se adverta el comienzo de un cabello rubio plido ex- tremadamente fino, y sus ojos grises, al fijarlos en los mos, me indujeron a pensar en antiguas lagunas des- critas en algn libro que hablaba de bosques y robin- sones. Al mirarme, tan slo como un relmpago, me pareci advertir e n sus pupilas una expresin de asombro o de sorpresa que desapareci en seguida. Tena la piel clara matizada por un ligero vello suave casi imperceptible. Sonri nada ms abrirle la puerta con un gesto de franqueza y disponibilidad que me dejaron anonadado. Porque, adems, sus labios lige- ramente prominentes, al realizar cualquier movi- miento, proporcionaban a su rostro, debido a una fa- tdica comisura lateral, a unos leves trazos que apare- can en su piel a ambos lados de la boca, una expre- sin extraamente provocativa. Era muy alta, y bajo el'uniforme severo se adivinaba esa clase de cuerpos ligeramente marchitos, cuya ambigua fragilidad susci- tan una rara fascinacin ertica.

  • -;Es aqu donclc han llamacio a una religiosa para cuidar a iin enfermo! -me dijo mirndome directa- mente a los ojos.

    -Si, s. Es una enferma; se trata de mi madre. Pase, pase usted ...

    La monja entr6 cieciciida, con un paso desembara- zado y airoso, sin apenas mirar al recibidor sombro, ni a ninguna de las habitaciones que tuvimos que atravesar hasta llegar a la alcoba d e mi madre. Estaba serniinconsciente y no hizo ningn gesto o movi- miento indicador d e que haba advertido la presencia d e la religiosa.

    -Esta e s la enferma -le dije nervioso. -Est bien -contest la monja mientras se cfespo-

    jaba del impermeable-; m e llamo sor Cristina y, si a usted le parece bien, ya puedo empezar.

    Mi madre an sobrevivi dos semanas ms, du- rante las cuales en ningn momento dej d e llover; un cielo color plomo se abata sobre la ciudad car- gando de melancola nuestro barrio y las estancias se llenaban d e sombras desde el amanecer. A veces te- namos que encender la luz apenas a las tres o las cuatro d e la tarde, pero estas circunstancias, que e n otras ocasiones me habran deprimido profunda- mente, obligndome a pasear desorientado por la casa, a detenerme e n silencio ante las ventanas para contemplar la lluvia cayendo sobre las acacias del jar- dn semiabandonado, ahora obraban sobre m en sen- tido contrario. Permaneca alegre y expectante du- rante todo el da, sintiendo el tiempo d e borrasca como una msica fresca q u e me deparaba todas las tardes la llegada d e la religiosa. Esperaba ansioso su aparicin a medioda, y cuando traspasaba el dintel d e la puerta la casa se poblaba de destellos.

    -Buenas tardes. i Puff! N o deja d e llover ... -de- ca poco ms o menos al llegar por la tarde, con su prfida expresin provocativa, a todas luces involun- taria, su cuerpo alto y flexible, movindose con esa elasticidad cargada d e insinuaciones q u e tan sabia- mente saben acentuar las muchachas q u e pasan moda.

  • 3 0 LA RELIGIOSA A mis cuarenta aos jams he tenido relaciones

    con mujeres; soy virgen, y desde mi pubertad el otro sexo no ha sido para m sino una dolorosa obsesin lejana, un sueo de papel clandestino en las revistas de chicas que guardo bajo llave en mi escritorio; n,o- ches de orgas inventadas, miradas equvocas al mis- terio del cuerpo de las adolescentes, de las nias, de nuestras antiguas sirvientas ... La turbacin casi petri- ficada ante el espectculo violento y hechizante del cuerpo de las actrices ms bellas y ms libres ...

    Su presencia comenz, pues, a desquiciarme. En ocasiones se sentaba a leer junto a la cama de mi ma- dre cuando no tena nada que hacer, y, desde el co- medor, situado en mi silln de cuero, oculto tras al- gn libro o el peridico, la observaba con delectacin a travs de la puerta abierta. Olvid por completo que se trataba de una religiosa y, con el paso de los das, una pasin irrefrenable y oculta hizo que cen- trase todos mis pensamientos, mis esperas, mis sue- os y deseos en aquella mujer turbadora.

    Me olvid de mi madre, que pas a ocupar un lu- gar ominosamente secundario en el universo de mis intereses y preocupaciones. Y as, un desazonante deseo fsico provocado por el cuerpo de Cristina, me impuls a realizar aquellos das actos temerarios, esa clase de aproximaciones tortuosas y con toda seguri- dad torpes, propias de hombres inexpertos, tortura- dos o extremadamente tmidos.

    El anochecer anterior a la muerte de mi madre, vi desde el comedor como ella se levantaba para ir a la cocina. Lievaba varios cacharros con la intencin de lavarlos en el fregadero. La segu hasta all despacio, dndole tiempo para que llegase antes que yo y se pusiese, diligente, a realizar su propsito. Estaba de espaldas, con el grifo del agua abierto y las mangas de su hbito subidas. Me aproxim completamente sofo- cado, notando que mi corazn era de pronto como una especie de animal turbulento apresado dentro de mi pecho que golpeaba intensamente a cada latido.

  • con toda la sangre agolpada e n la cabeza-.
  • motivo de un comentario o de una frase que pareca adecuada a tal gesto.

    -Entonces, est usted completamente solo, ais- lado -me dijo ella en cierto momento.

    -Solo, aburrido, casi desesperado ... Cuanclo mi madre muera no s si resistir la desolacin de este casern que se cae a pedazos.

    Ella me mir d e nuevo a los ojos, con los labios hmedos y sus pupilas lanzadas al fondo de mi cere- bro, como cuancio alguien, en medio de una conver- sacin, deja de or las palabras de su interlocutor y permanece por breves segundos calibrando con pre- cisin el sentido profundo de su discurso.

    Mi madre muri de madrugada, y al entierro, bajo la lluvia suave de la tarde siguiente, no vino absolu- tamente nadie. Tan solo sor Cristina me acompa al cementerio en un coche que puso a nuestra disposi- cin la sociedad aseguradora que se ocup de todos los detalles. D e regreso en un taxi, cuando a la altura de una cntrica avenida ella se iba a bajar separn- dose de m para siempre, al meter la mano en un bolsillo de su impermeable, dijo algo que me pro- dujo un sobresalto esperanzador:

    -Vaya! Tengo que ir de nuevo a su casa. Me dej olvidada la agenda en la mesa del telfono.

    Hicimos el resto del trayecto en silencio. Yo o b servaba la tarde gris cayendo sobre la ciudad, sobre los altos bloques oscuros de las zonas en prolonga- cin, palpitando de desolacin y deseo.

    Jams volvera a verla, jams. Y, sin embargo, no era posible que aquellas dos semanas junto a ella su- cumbieran de un modo tan inexorable. Su mirada ambigua, el gesto fascinante de su boca, su cuerpo alargado y sugerente haban penetrado de tal modo en los mbitos de mi universo, que perderlos de pronto, tan slo me conducira, estoy seguro, a una definitiva consumacin.

    Cogi la libreta de la mesa del telfono, dijo bueno, he tenido mucho gusto en conocerle; quiz nos veamos alguna vez ... Distrigase, busque compa-

  • an, y se dirigi decidida hacia la puerta para mar- charse. A veces se siente como si algo, concreta- mente localizado en la caja craneal, e l corazn y el estmago, estallase e n una sbita explosin sangunea que, si bien te ciega momentneamente, no por eso te impide llevar a cabo el acto que, sbitamente, has decidido ejecutar.

    Entonces, justo cuancio iba a salir, la cog de una mano con fuerza y tir de ella hacia m. Despus, trastornado, busqu su boca y la bes con desespera- cin. N o hizo ningn gesto d e rechazo; tampoco llev a cabo ningn movimiento que indicase alguna iniciativa por su parte. Permaneci inerte hasta que yo separ mis labios de los suyos.

    -No te vayas ... -le dije con un evidente tono de splica, procediendo de nuevo a besarla en seguida.

    Despus, inalterable, escrut mis pupilas cali- brando el fondo d e mis sentimientos, la desespera- cin d e mi soledad, mi historia, mi tragedia en suma.

    -Tengo que irme ... Djeme. Maana vendr a la misma hora de siempre.

    Y se separ de m, traspas la puerta y se alej a paso vivo del chalet.

    N o pude conciliar el sueo en toda la noche, y a las seis d e la maana ya estaba en pie iniciando una desazonante espera poblada d e temores: me tortu- raba la incertidumbre de que aquella frase, maana vendr a la misma hora de siempre, tan slo hubiese sido una piadosa mentira a modo de despedida, un recurso para evitar cualquier escena demasiado vio- lenta o desagradable en un momento crtico. Tena constancia, sin embargo, de su comportamiento es- crupuloso y exacto durante los quince das que aten- di a mi madre y d e la seriedad general d e su con- ducta, pistas que, en otros instantes, me permitan sostener la esperanza de que ella cumplira su pala- bra. Pas la maana dando paseos nerviosos por el oscuro pasillo del chalet, subiendo y bajando al piso alto, asomndome a las ventanas que daban al jardn y mirando al reloj d e pared cada cinco o diez minutos

  • 34 LA RELIGIOSA

    para comprobar todo lo lento que pasa e l t iempo en un da cie aguacero cuando se espera a una mujer abominablemente deseada y toclo confluye e n el he- cho d e aguareiar.

    U n impacto ardiente salt desde e l estmago hasta la garganta cuando, a las tres en punto, desde la ven- tana del comedor, la vi avanzar hacia el chalet con paso regular y una mirada incierta q u e pareca obser- var cie un modo neutro la panormica clel barrio em- papado.

    -Vengo a hacerle compaa un rato -me dijo nada ms entrar, y aunque este saludo resultaba de- cepcionante dada la magnitucl d e mis sueos, la in- creble realidad es que ahora, con ella dent ro cie la casa, mis desaprensivas esperanzas podran tal vez consumarse.

    Apenas Ileg6, se dispuso a preparar un caf, y du- rante todas sus evoluciones desde e l comeclor hasta la cocina y desde la cocina hasta el comedor, la segu continuamente, hablando cie nada, con el estmago contrado por la tensin d e un deseo que tena q u e sofocar cie alguna forma. Haba probado la humedad clida d e su boca perversa y va no era posible renun- ciar a ello.

    Durante el transcurso d e la tarde la atrap d e forma imprevista en las ocasiones ms intempestivas: al traspasar una puerta, al acercarse a encencler la lmpara cle pie, al cruzar por rincones sumidos en la penumbra. Ella no ofreca nunca ninguna resistencia; permaneca laxa e inmvil mientras duraban estas embestidas, y apenas la dejaba, prosegua con la ac- cin que tuviese cntre manos como si nada hubiese ocurrido, situando absurdamente en una especie de par.ritesis de lo inexistente, episodios q u e para m eran conmocionantes. En seguida pronunciaba alguna frase irrelevante con la que trataba d e iniciar una conversacin ajena a mis proytisitos o tendente a desviar mi atencin hacia temas balacies: .Tendra usted que tapizar los sillones)) o se le estn secando las begonias),, por ejemplo.

  • Aquel da y a la hora d e marcharse, junto a la puerta, se reprodujo la misma escena d e la tarde an- terior. La bes con desesperacin y, suplicante, la ro- gu q u e volviera.

    Slo al cabo de una semana, despus d e tomar caf y tras una conversacin e n la q u e narr puntualmente mi dramtico itinerario por diversos hospitales du- rante una penosa niez, cuando yo estallaba d e deseo y ella pareca sofocada por el bochorno de la estancia caldeada por la estufa, y probablemente anonadada a causa d e mis palabras, que haban descrito con preci- sin mis prolongados padecimientos, permiti que yo desbordase toclos mis deseos y mis oscuros instintos e n su cuerpo. Avanz con desgana al conducirla hacia mi dormitorio, y cuando consum torpemente todos mis podriclos sueos, ella permaneci mirando al te- cho y, alternativamente a mis ojos, quejndose a ve- ces, con una expresin inciefinida donde cualquier es- tado de nimo pocia inscribirse: la serenidad, la indi- ferencia, el dolor o el espanto. Cuando terminamos no dijimos ni una sola palabra sobre lo sucedido; tampoco cuando se repiti ms veces otros das, como si se tratara d e un hecho innombrable, que su- ceda, pero del que no quedaba constancia e n el re- cuerdo.

    A partir de entonces, con cierta regularidad, cuando despus de reiteradas excusas en das sucesi- vos, ella ya no tena ningn recurso para negarse, la encaminaba hacia mi vieja cama niquelada para con- ducirnos cada vez con mayor tranquilidad, con el so- siego que produce el aprendizaje paulatino d e una t-cnica compleja y variada.

    Y al comienzo del otoiio, ella se estabiliz e n una fase d e inercia que yo adjetivara de fatalista: apenas se opona a ningn genero de insinuaciones y acceda a mis tortuosos deseos con la tranquilidad d e quien afronta sucesos inevitables. Mi lascivia, contenida du- rante tantos aos, fiie as ganando terreno en el transcurso d e los meses, sin que ella dejara d e mos- trar por eso una singiilar atencin a mis gustos de

  • 3 6 LA RELIGIOSA ot ro tipo, detalles de carcter domstico, j3or ejem- plo, que trataba d e cuidar con amorosa delicadeza y diligencia durante las horas q u e permaneca en el cha- let. Y, sobre todo, me ofreca continuamente una presencia suave y tranquilizadora, y una sonrisa casi permanente que pareca dedicarme como un obse- quio precioso.

    Aquellas navidades mont e n un rincn del come- dor un beln pequeo que me produjo, en realidad, una intensa melancola, porque fue por esas fechas cuando empece a advertir un indeterminado distan- ciamiento en su conclucta o , por lo menos, me di cuenta entonces d e ciertas actitudes que quiz exis- tieron clesde el primer da. No es que ella se mos- trase menos amable conmigo o m e rechazase d e al- gn modo; jams lo hizo. Pero la percepcin d e una vaga rigidez cuando la tena entre mis brazos y, loco, recorra su cuerpo con mi boca; la ausencia d e gestos cariosos espontneos que partiesen d e ella y la apa- ricin inopinada cle una ambigua severidad e n su ex- presin, como si alguna preocupacin que trataba de disimular la atenazase, me indujeron a pensar q u e nuestras relaciones, lgicamente, haban iniciado su declive. Si le preguntaba i q u te pasa?, sonriendo invariablemente, me responda:

    -No me pasa nada. T e lo aseguro, no me pasa absolutamente nada. Ves cosas que no existen.

    Pero toclo continu lo mismo. Por eso el comienzo d e la primavera me sorprendi e n e l umbral d e cierto estado depresivo. Ella afirmaba reiteradamente que nada haba cambiado e n sus relaciones conmigo, pero yo apreciaba, de forma paulatinamente ms flagrante, sobre todo cuando m e aproximaba a ella, una tensin creciente en su cuerpo delgado y sinuoso, que yo de- seaba cada da ms. Comenc a sospechar, y estaba e n lo cierto como dolorosamente comprob despus, lo q u e ocurra. Pero aterrorizado por aquella sospecha, ni siquiera hice la menor alusin al tema por temor a recibir una declaracin que me hubiera, s, desinte- grado.

  • lncluso pensando que los mbitos sombros d e aquella casa fueran la causa dc su estado d e nimo, m e decid a vender el viejo chalet lleno d e humedad y grietas, para comprarme un apartamento nuevo e n el centro de la ciudad.

    El cla anterior al fijado para la mudanza, incluso cuando haba compracio muebles nuevos d e impeca- ble diseo para sustituir al vetusto mobiliario que languideca en el chalet desde que yo tena uso d e razn, se produjo la terrible revelacin que jams, nunca, hubiera deseado conocer, aunque mis relacio- nes con ella hubieran seguido funcionando sobre la falseclad .

    Haca un buen rato que Cristina se habia marchado aquel anochecer cuando advert que, en el borde d e una estantera de la biblioteca, se habia dejado olvi- dada una pequea agenda con las tapas negras. Al- guna vez me refiri que llevaba un diario donde con- signaba, sobre todo, sus experiencias ntimas, diga- mos sus avatares espirituales. La tom entre mis ma- nos y, sin poder mitigar la curiosidad, esperando en- contrar all la explicaciri a su ambigua actitud d e los ltimos meses, busqu entre distintos textos en los que yo no sala a relucir para nada, alguna declaracin reveladora. Y la encontr. El apunte perteneca al 24 d e abril, y transcribo textualmente una confesin que me dej, literalmente, al borde de la locura:

    [ [No puedo ms; las fuerzas me abandonan para proseguir este inhumano sacrificio. ;Dios mo, Dios mo! Dame valor para continuar o aclarar mi enten- dimiento a fin d e encontrar la forma d e romper esta situacin con el menor dao para Eugenio. Los actos de misericordia no son posibles cuando traspasan ciertos lmites, cuando se acta contra la naturaleza. H e pecado profundamente por entregarme a una ac- cin que preside los objetivos de mi orden: la Mise- ricordia, la Caridad. Pero, jcmo saldr d e esta situa- cin ahora que me resulta ya intolerable la repulsin infinita que l me ha producido desde el primer da? Seor, perdname y dame fuerzas.

  • 3 8 LA RELIGIOSA El hombre llamado Eugenio, con la agenda en la

    mano, permaneci inmvil, sentado en el sof, asu- miendo la cada de la noche sin apartar la vista de la pared de enfrente, completamente abstrado, durante un tiempo que es imposible precisar, quizs durante siempre. En su enorme cabeza crecan tan slo me- chones dispersos de cabello ralo que dejaban al des- cubierto un crneo monstruosamente dolicocfalo. Sus globos oculares saltones se vean impregnados continuamente de un lquido viscoso que, de vez en vez, se derramaba por sus mejillas llenas de berrugas y protuberancias. La boca, desmesuradamente grande, mostraba unos labios pegajosos por cuyas comisuras no poda impedir que, peridicamente, apareciesen finos hilillos de saliva turbia. Si hubiera sonredo, habra sido posible apreciar unos pocos dientes carcomidos y negruzcos que bailaban en unas encas blandas. Desde que naci, su cuerpo estuvo siempre cubierto de manchas tiernas y violceas que emanaban un olor hediondo.

  • Insolacin en el valle

    de la muerte

  • en el valle Manolo Marinero

    Sediento, con la piel resquebrajada por el implacable sol, persegzlido por zln fiinebre cortejo de coyotes,

    Lzlck Purnell trczn~ortaba su macabra caza a travs del

    desierto. El hedor qzle despedz'a el cadver del hombre qzle mat a szl hermano era insoportable, pero szl

    cabeza valz'a mil dlares oro en California.

  • de nubes se dispers una dimi- nuta cascada de plumas negras. Y el cuervo muerto cay a plomo hasta dar un pequeo rebote e n la arena rojiza, cien metros atrs de las grupas de los caba rante el ltimo trecho

    .los. Du- de reco-

    rrido, los graznidos del cuervo haban taladrado los odos de

    ' . o " [ ! . -]o1 Luck. Ya no lo haran. Pero se oy el aullido sostenido y lasti- mero de un coyote solitario. .

    Parnell se pas una mano su- dorosa por el polvo de sus labios agrietados. Con la otra enfund el winchester junto a la silla de Getulio. Luego, imponiendo la

    lgica a sus menguadas energas, pas a McAllister desde el lomo de la yegua pinta al del alazn. McA- llister pesaba ms que las anteriores veces. Pareca engordar despus de muerto.

    -No lo hago por t, hijo de la gran puta- le co- ment Luck a su presa-. Pero Nubecita te ha car- gado desde Los Yesos y merece descansar.

    Parnell puso la bota recalentada del pie izquierdo

  • 4 4 INSOLACION Eh' EL VALLE DE LA I\ll/Eh'?'E

    clelante de la del derecho. En seguida hizo al revs. Luego el otro movimiento. Y sigui avanzando. Sen- ta pinchazos e n los msculos d e los muslos. Ya no sudaba. Notaba las sienes ms delgadas que nunca, apretndole las cejas. Las cejas que le picaban, como si estuvieran salpicadas d e sal. La ropa, encogicia por el sudor ya seco, le colgaba floja sobre su delgadez.

    Los labios cortados le hicieron dao, al estirarse en una media sonrisa, cuando Luck descubri la estrecha franja de sombra a lo largo de la pared derecha del desfiladero.

    Al entrar en 61, se ciesvi y desvi a Getulio con un leve tirn d e las riendas, para guarecerse del sol. La yegua les sigui automticamente, empapada d e es- puma lechosa. La sombra fue una bendicin para el hombre d e Oklahoma y para los dos animales. El hombre cle Fresno no poda disfrutarla. 0 , iquin sabe? Quiz s. iQuin podra apostar con sensatez sobre la indiferencia o las preferencias d e los muer- tos? Pero, satisfecho o aptico, todo lo que haca apa- rentemente Cool McAllister era apestar. Segura- mente para vengarse, en el olfato, de aqul hombre que le haba rastreado durante tres meses en un radio de quinientas millas, hasta cazarle en Milford. Si el heno n o se hubiera metido por las ventanillas de la na- riz d e Cool, ste hubiera tenido su oportunidad frente a Luck Parnell. Pero el cazarrecompensas salt por la parte .

  • Luck empez
  • 46 INSOLACION EN EL VALLE DE LA M U E R T E sinti un golpe de odio intenso, pero pronto se reco- br con su caracterstico buen humor.

    -Te cac, cagn -le dijo. Y aadi: -La o a tu fulana dar berridos desde la calle prin-

    cipal. T e gustaban gordas, jeh? Jodais a gusto, jeh, malnacido? Pues me alegro; eso te perdi.

    Luck se dej caer despacio e n la arena. Qued sen- tado, con la espalda recostada contra la piedra lisa. Los ojos hmedos del alazn y de la yegua pinta le agradecieron el gesto. Habra un descanso.

    Luck pens en su cuada. Adoraba a su cuada, desde que ella le invit a frijoles colorados la primera vez. Era delgada, pecosa, callada y risuea, tal como le gustaban las mujeres a Luck. Se rasc la nariz des- pellejada. Estaba dispuesto a esperar, por decencia, dos y hasta tres meses a partir del da e n que le diera la mala noticia. Luck respetaba las formalidades, tal como le haba enseado su padre, el Dicono. Y el luto era una de las formalidades ms serias.

    Dick haba sido alcanzado en la cabeza por Cool McAllister en Tohatchi. Por el cochino Cool McA- llister. Pero Luck no abandon el cadver de su que- rido hermano, hasta que pudo enterrarlo junto a una iglesia baptista, tres das despus. La pecosa Ro- seanna se sentira orgullosa de l por esa accin. Luck se haba portado dignamente, sabedor de que e n el fondo Dick era algo religioso, y, sobre todo, de que su viuda era muy, muy religiosa. Adems, Luck haba conseguido vengar a Dick en el establo de Milford, como podra atestiguar aquella cerdita de piel rosada que delat a su hombre, metiendo ms ruido que toda una piara. El asesino de Dick estaba all, pa- gando sus pecados, descomponindose en aquella sartn de desierto. Su hedor era insoportable, pero la cabeza 'le Cool vala mil dlares oro en California.

  • Manolo Marinero 47

    Luck nc., tendra por qu contarle a la risuea Ro- seanna que el cuerpo de su marido, Dick Parnell, ya- cente en lugar sagrado, tena dos balas dentro. Una de entrada por delante, por el entrecejo, y otra de entrada por detrs, por la nuca. Es que Luck haba querido asegurarse de la eficacia del disparo de aqul canalla fugitivo llamado McAllister. Ningn tirador era de garanta para Luck, luego de la muerte del Dicono. Pero fue un repente. Un acto reflejo, igual que, a veces, si alguien tose tosemos, an sin querer. Es algo incontrolable. Si alguien silba al lado nuestra meloda favorita, se nos escapa tararearla. N o lo pen- samos, pero la estamos tarareando. As sucedi. Adems, si el perro de Cool no le hubiera acertado a Dick en medio de la cabeza, a Luck no se le hubiera pasado por la imaginacin rematar a su querido her- mano de un tiro en la nuca. A Dick Parnell, el Cue- Ilicorto, su compaero de juegos en la infancia y de caceras desde la juventud. Fue sobre todo para aho- rrarle dolores, pens Luck convencido, pues nunca pudo tolerar que alguien hiciera dao a su hermano mayor, y para evitar que el bueno de Dick quedara para siempre necio o mudo o paraltico o ciego, y Roseanna se tuviera que joder el resto de su vida, cuidando a un impedido. Dick era un hombre de ac- cin. N o le hubiera hecho maldita la gracia pasarse la vida en un silln, con la nica pierna buena parali-. zada, o cazar moscas escondido e n un cuarto aparte, l que haba cazado tantos hombres peligrosos. Pero el consuelo de la conciencia de Luck dej paso a un sbito ataque de ira. Se puso e n pie de un salto, dio tres pasos, y asest con todas sus fuerzas restantes un tremendo puetazo en la coronilla polvorienta y manchada de sangre seca del asesino de Dick.

    -;Por criminal! -rugi Luck. Dio un paso atrs. El alazn Getulio dio tres pasos

    atrs. Luck se pic y dio cuatro pasos adelante. Entre- laz los dedos de sus manos y propin otro terrible golpe sobre la cabeza del cadver.

    -Hijo de mofeta! -bram Parnell-. Tumbaste

  • 48 INSOLACION EN EL VALLE DE LA MUERTE

    a Dick. iA Dick, lo nico que me quedaba en esta vida!

    El alazn, asustado, sigui retrocediendo unos pa- sos, los hmedos ojos fijos en su dueo, cuyas reac- ciones escudriaba. A la vez pona, de fijo incons- cientemente, su pesada y maloliente carga fuera del alcance de los arrebatos de Luck.

    -Si Roseanna me rechaza, jcon quin voy a hablar los das que me quedan de vida? -se quej Luck, que se haba puesto triste por aguantar durante se- manas la temible soledad-. Mi hermano Dick era un buen tipo -asegur para nadie-. Un estupendo ha- blador. Muy buena compaa. Me gustaba charlar con l al regreso de cada cacera. El saba los chistes antes que nadie. Se enteraba de cada chiste nuevo, y los contaba de cojones, Cool McAllister.

    -Dick era mayor que yo -prosigui Luck sin que se interrumpiese su temible soledad-. Estuvo en muchos ms sitios que yo. Yo nunca he estado en ciudades con calles de piedras. Y l se acost gratis con ms de cinco mujeres. En Amarillo, en nuestra Oklahoma, todos le queran. Era el chico mejor pare- cido de Amarillo, Oklahoma. Eso, muchos aos antes de que aquellos cabrones de una maldita aldea le es- tropearan la pierna. En nuestro pueblo les enganch su cola a todas las chicas, menos a Peggy Finklea, mi novia, y a nuestra hermana Melba ...

    Luck daba vueltas a su sombrero, girando los dedos de su diestra dentro del hueco. - ... N o comprendo cmo pudiste acertarle, antes

    que l te atravesara, bandido piojoso, y no s cmo se me desvi el disparo desde tu cochina cabeza hasta la suya, mamn. Si hubiera estado en Tohatchi con nosotros padre te habras enterado, mierda. S, mierda, que hueles a mierda. T e aguanto la peste

  • porque me darn mil dlares por aguantarte la peste, iqu te creas, cabrn? iTe creas que me gusta viajar contigo? i T e creas que te hc estado enseando los montes Needle, y el Primavera India Valley, y los Amargosa, y que te estoy enseando el Valle de la Muerte, y que te voy a ensear el Desierto Mojave por gusto, lerdo?

    Luck se sacudi el polvo blanquecino de los zaho- nes con su sombrero. Y se acarici los tres mechones rojizos que le nacan sobre la oreja izquierda, y que resbalaban hasta encontrarse con un poquito de pelo ms sobre la oreja derecha. Luego los volvi a alisar, tras un intil gesto de cargar saliva con la palma dies- tra, sobre la prlida curva cie la cabeza pelacla. Desde tres dedos por encima de las cejas hasta debajo de la nuez tena la piel tostada como un indio, o levan- tada.

    -Y adems apestas, amigo -dijo, miraudo con una mueca de burla ai difunto-. Pero no te creas que vas a pudrirte antes cie que lleguemos a la Costa, so puerco. ; N O s ni me importa por qu vales mil dlares, pero los vales y me los voy a cobrar, te lo juro, jodeguarras! - ... Quinientos son para Roseanna ... correspon-

    den a la viuda de mi hermano, es la parte de Dick, ... mi Roseanna, jte enteras? ;Bah! ;Qu sabrs t de la honestidad! Yo jams he hecho trampas en cosas de dinero, desde que mi padre Cazaconejos me raj el culo con toda razn y ejemplaridad.

    Y Luck se rasc su culo derecho, satisfecho. -Yo no le voy a engaar a esa pobre viuda, a mi

    Roseanna, pero a t i eso no te importa. N i me ests escuchando. iBah! Qu sabrs t de los sentimientos generosos, del desprendimiento, apestoso bandido, cochino salteador de trenes!

    Luck estaba tan a lo suyo, que no lleg a escuchar el lamento o la risa de un coyote.

    -... Mi buen padre el Dicono me ense esas vir- tudes y otras, jsabes!, pero a buen seguro que t nunca conociste al tuyo.

  • Luck se ri, por esconder su tristeza, y en seguida se arranc cuidadosamente un pellejo que le moles- taba en el labio inferior. Cerca de all un coyote se rea tambin, o quizs se quejaba, de su suerte.

    -Igual fuiste t hermanastro mo! ;Lerdo y bas- tardo, qu compaero de viaje!

    El cuerpo entero del flaco Luck se sacudi en con- vulsiones, en una serie de carcajadas descontroladas, que en un lugar decente y ante testigos, hubieran re- sultado grotescas y escandalosas. Luego recompuso SU figura, estir un brazo, y, asiendo las riendas de Getulio, tir de l una, dos y tres veces, obligndole a reemprender la marcha. Nubecita obedeci el mo- vimiento. Se oa a uno y a dos, quizs a tres coyotes ladrndose como perros en celo.

    -T no me tengas nunca miedo, Getulio. Me co- noces bien, y sabes que soy un puma con los renega- dos, pero un bendito con los animaies ... - ... Y t, Cool, entrate de que Richard Ams Parnell jodi ms que el primero. A madre la amaba. La trataba como a una maceta con flores delicadas. Pero a las putas de diez centavos las haca dos caran- toas por la escalera, y las enchufaba el rabo mejor que yo y que nadie. Mejor incluso que mi hermano Dick, jcaramba! ... Y eso es lo que t vales de verdad, hijo de la grandsima puta. Diez centavos. i Pero afor- tunadamente, en la costa de California, piensan dis- tinto!

    Luck se rascaba la nariz despellejada y la plana ba- rriga al caminar, entrando en el sol, fuera del acoge- dor desfiladero. A veces rascaba tambin los hocicos casi secos de Getulio, y le acariciaba las crines. - ... Ya s que te he cargado de carroa malo-

    liente, Getulio, pero, iqu quieres? Es nuestro oficio, el tuyo y el mo. Mi pan y tu pienso y el de Nubecita.

    Seguramente eran tres los coyotes a los que se po- dra or aullar, si se les prestase la mnima atencin, a la altura, del desfiladero. Pero quiz fueran cuatro.

    -Getulio, cuando nos den la recompensa, le voy a regalar un reloj con retrato a la mujer d e Dick. A la

  • Manolo Marinero 5 1

    viuda de Dick, mejor dicho. Y me voy a comprar unas botas nuevas. Estas me muelen. Y estn hir- viendo, joder! ...

  • 52 I N S O L A C ~ O N E N EL VALLE DE LA M U E R T E

    curo de su sombrero, comindolo hasta reducirlo a un punto negro.

    -Maldito Getulio! -bram Luck a su caballo-. Cmo no me has avisado?

    Luego avanz de lado, en curva, acercndose al punto negro, buscando dar la espalda al sol del me- dioda. Se frotaba los prpados con la izquierda, con el brazo armado alargado, recto. Distingua perfecta- mente ahora el sombrero agujereado tras el que se esconda la serpiente de cascabel. Mir con aprensin la arena del derredor. Las serpientes saben avanzar enterradas. Y descarg el revolver sobre el som- brero, guardando dos balas de respeto. El sombrero estaba destrozado. Luck pens que si sera posible que hubiera ido volando de uno a otro lado por los disparos, pese a que l lo haba visto siempre quieto donde lo lanz. Le peg una patada con su bota ar- diente. Y abajo slo vio arena. Ningn rastro de pe- dazos de serpiente. Luck Parnell se maldijo.

    Silb a los caballos.

  • mente entre sus dientes el sanguinolento brazo iz- quierdo de McAllister y su ensangrentada pierna de- recha. Los cinco grandes coyotes casi peleaban, mien- tras descarnaban los miembros vorazmente. Los nueve coyotes ms pequeos les observaban con una paciencia forzosa, a la espera de devorar los huesos. Los cinco coyotes ms fuertes, sin estar saciados, abandonaron con prudencia los huesos al crculo de coyotes ms dbiles que les rodeaba expectante.

    -Diablos, Roseanna! -deca Luck-. Me gustas as como eres, delgada. N o me calientan las gorditas que le gustaban a este monstruo de Cool. Ya vers cmo te hago olvidar a Dick. Dick era pendenciero. T lo sabrs mejor que nadie. Seguro que te pegaba, cuando volva borracho. A m el whisky, sin em- bargo, me pone muy carioso. Yo soy muy afectuoso, que te lo diga Getulio. Ah lo ves, ms descansado, con menos kilos que soportar. ;Acaso miento, Getu- lio? Pues no creas que no me he esforzado 'por ali- viarte. Estoy muy, muy cansado.

    Los rayos de sol se clavaban ahora sobre la desnuda calvicie de Luck Parnell, sin obstculo alguno.

    Trescientos metros detrs, los coyotes contempla- ban con curiosidad cmo el cuerpo del coyote ms fuerte de todos se retorca y se revolcaba por la arena, aullando en agonas. Posiblemente la mejor parte de Cool haba sido demasiado bocado para su famlico estado. La sangre que sala d e las fauces del gran coyote poda ser tanto del animal como del pis- tolero. Los cuatro coyotes grandes estaban medio sa- tisfechos. Con indiferencia dieron e l rabo al espect- culo, y prosiguieron la direccin del hombre y los caballos, relamindose. Pero los nueve coyotes dbi- les no estaban nada satisfechos. Y decidieron seguir observando las convulsiones del gran coyote hasta el final.

    -Yo soy muy dispuesto, Roseanna -contaba Luck-. Soy capaz de los trabajos ms pesados. Puedo cortar lea todo un da con un hacha mellada. Y con un hacha que no encaja bien en el mango. Ser

  • un buen marido. Me gustan los nios y los animales. Cuando cobre la recompensa ... vas a saber lo que es ser feliz, ... luego de guardar el luto, naturalmente.

    Entonces Getulio dobl las manos, agotado. Luck Parnell tard unos pasos en descubrir que los caba- llos no le seguan. En seguida, regres hasta ellos.

    -Pobre Getulio. N o te voy a abandonar as, aqu. Ya vers, Nubecita te va a aliviar. Y yo voy a ayudar a Nubecita.

  • -limpi el filo del pual en los pantalones del cad- ver.

    -Los cojones, no, Parnell -exclam Cool con voz angustiada-. Te lo ruego, eso no -los ojos quietos del muerto estaban atentos a los de su verdugo, mientras el rostro ceniciento se haba paralizado en un espantoso rictus de sorpresa y de dolor. Quiz esos ojos acusaban de salvajismo a Luck, quiz escu- driaban sus intenciones. Pero eran unos ojos impo- tentes.

    Luck dio la espalda a la mirada acusadora e implo- rante, aquellos ojos casi salidos de sus rbitas, y em- pez a apualar con habilidad de carnicero, sin com- pasin, entre el coxa1 y el fmur, machacando, con la rabia d e un hombre cansado que debe hacer ms es- fuerzos, la carne muerta bajo el pantaln. Los aulli- dos de McAllister s aterrorizaban a la pinta y al ala- zn, que se removan en semicrculos, relinchando sin sosiego, impacientes de que su amo concluyera su trabajo. Pero dejaban fro a ste, pues, al fin y al cabo, McAllister fue el asesino de su hermano, y al fin y al cabo, estaba en el infierno. Y al fin y al cabo (mir con simpata a Nubecita y Getulio un segundo) l estaba realizando una accin piadosa, pues amaba a los animales, y jams abusaba de ellos.

    Mientras los cuatro coyotes fuertes avanzaban ha- cia ellas e n lnea de media luna, las figuras de Luck y Getulio y Nubecita se perdieron entre el polvo le- vantado, en lontananza. Empezaran a perderles el respeto los nueve coyotes chicos que ahora les se- guan a menor distancia que antes, alineados tambin en abanico? Haban podido or los aullidos del coyote mayor.

  • 5 6 INSOLACION EN EL VALE DE LA MUERTE

    y de su nmero, le estaban devorando? Un coyote chico dio un aullido seco y repetido, como una carca- jada. Y los otros ocho empezaron a aullar prolon- gada, quejumbrosa, montona, amenazadoramente en coro.

    Entonces uno de los coyotes de avanzadilla olfate algo interesante y sali como una flecha levantando un surco en la arena. Los otros coyotes le imitaron.

    -As, bien atado, no te vas a caer, descuida -de- ca Luck Parnell.

    El cuerpo mutilado del pistolero de Fresno iba bien sujeto con lazos cruzados sobre la silla de la ye- gua pinta. La cabeza se bamboleaba grotescamente sobre un flanco. Gotas de sangre resbalaban y salpi- caban sobre la arena que las absorba, ante los ojos saltones del difunto.

    -A esos hombres de California les basta una prueba fehaciente de que no cometers ms fecho- ras, Cool McAllister. N o les servira una mano, por ejemplo. Con eso les podra engaar cualquier caza- dor de recompensas poco escrupuloso. Pero claro, ellos no se dejaran engaar. N o soltaran los mil d- lares. Hay que proceder con seriedad, hay que llevar- les el cuerpo entero o la cabeza ...

    Los coyotes reanudaron la marcha tras el escaso festn. Seguan los surcos de hoyos en la arena, y en las manchas de piedra lisa se guiaban por el olfato. Uno de los ms grandes resbal sobre una laja. Se senta pesado. Pero se incorpor con un rpido mo- vimiento reflejo y continu la marcha. Unos metros delante, volvi a pesarle la panza y volvi a fallarle una pata. Mir instantneamente hacia atrs, hacia la escolta de los nueve pequeos, y se incorpor con aparente facilidad, y sigui la persecucin, acercn- dose imperceptiblemente a sus tres compaeros de lnea. Adelante surga una pequea cresta de dunas. Los coyctes grandes treparon, hincando sus patas en la arena con firmeza. Rebasaron la cresta arenosa y cenicienta. Pero al descender la pendiente, el coyote

  • Manolo Mar inero 5 7

    de panza prominente volc y cay dando vueltas en- tre una polvareda.

    Los tres coyotes ms fuertes proseguan el avance con paso regular, las orejas inclinadas hacia delante, mientras detrs la jaura de los nueve coyotes meno- res desmenuzaba sin excesiva aunque s encarnizada resistencia al glotn. Los ms sabios de estos arranca- ban su parte en dos o tres intentos y se separaban ladinamente del centro de la contienda por las partes mejores.

    -Dick jams te vio desnuda, Roseanna. Que por qu yo puedo afirmar tal cosa? -Luck, algo avergon- zado, solt una risita nerviosa-. El mismo me lo cont. Siempre hacais el amor a oscuras, y t con camisn.

    -Es verdad. N o lo niegues. N o dejes por embus- tero a un hombre muerto. -Aada Luck, que cami- naba haciendo de vez en cuando ligeras eses, segura- mente un poco tocado ya de insolacin.

    -Pero conmigo tiene que ser distinto, Roseanna, me lo tienes que jurar. A m, francamente, entre no- sotros dos, lo de hacer el amor a oscuras con una chica en camisn ... -La cabeza de Luck gir con ve- locidad del rayo, y sus ojos se clavaron en el cuerpo mutilado de Cool McAllister. Pero su expresin fe- roz se distendi en una sonrisa y l continu el ca- mino y la charla-. NO te preocupes Roseanna, no te pongas colorada! ; N o comprendes que este no puede ornos! ;NO comprendes, querida, que est muerto? S, s, es l, el asesino de Dick. Nunca ms podr hacer dao. Yo cerr su vida, all lejos, en Milford. Milford est en Utah, cario, junto a esos lagos sala- dos. S, hay muchos de ellos, y el ms grande es el Gran Lago Salado, algo tan malo como un desierto. Roseanna, amor mo, siempre fuiste mi amor, pero

  • 5 8 INSOLACION EN EL VALLE DE LA MUERTE

    yo soy un hombre formal, tal y como me supo adies- trar el Dicono Parnell, que e n paz descanse, y no iba a interponerme entre un sagrado matrimonio bap- tista. Yo saba que Dick era cuellicorto, y eso es peor que perder pelo antes de los treinta aos, lo s, pero por nada del mundo yo le tocara un pelo de una trenza a una seora casada, ni le hara dao a un ani- mal. Quiero decir a un animal domesticado, o a un pajarillo o a una cosa as naturalmente. A una fiera, o a un venado, o a un conejo es otra cosa. Me querrs, Roseanna, vas a verlo. Una vez prob un crecepelo, pero no funcionan. Esos mdicos de carromato son todos iguales ... Sobre todo, mantente delgada, cario, as es como ests hecha una preciosidad ... Vamos a tomar juntos grandes vasos de leche fra. N o hay nada como la leche fra; mucho, muchsimo ms sa- brosa que la recin ordeada; no, no, de eso estoy segursimo, prefiero la leche fra, jams volver a to- mar leche tibia. i Verdad que huele que apesta, ca- rio? S, es el puerco de Cool McAllister, que hiede como unas letrinas poco profundas, hechas a ms co- rrer, sin esmero. Qu buen pozo negro el que te hicimos Dick y yo para vuestra casa! Bueno! La que ser nuestra, por supuesto! ;Ese s que funciona como Dios manda! S, s, se dira que a este conde- nado, despus de muerto de mi mano, va y le da una diarrea. Si pudiera, dejara por aqu a este forajido, pero,

  • -
  • 60 ~NSOLACION EN E L VALLE DE LA M U E R T E

    Se dice que a los coyotes les gusta la carne podre, pero seguramente la carne podrida de Cool McAllis- ter estaba demasiado podrida. Al menos para uno de los tres coyotes de mayor tamao. Se le erizaron to- das las cerdas de la piel, antes de caer con las cuatro patas estiradas, escupiendo McCallister entre los colmillos separados en breves y consecutivos vmi- tos. Los coyotes chicos, cada vez ms sagaces, se ce- baron en todas sus partes excluyendo las entraas.

    Los dos coyotes mayores avanzaron a partir de en- tonces con la cola tiesa.

    Y Luck segua su penosa marcha, explicndole a su amada el carcter de su difunto esposo. - ... era muy seco, lacnico, aunque honesto, eso

    s, pero era poco divertido, nada expansivo, apenas se podan cruzar dos palabras con Dick. Me disgusta te- ner que confesarlo, pero, a veces, pareca un patn. Como si no fuera un Parnell! Como si no hubiera asistido a las clases del Dicono!

    Luck se rasc la barba de cinco das. -Oye, Roseanna, solo te pedir un favor en el

    resto de nuestras vidas. Cuando te refieras a mi di- funto padre, que surgirn ocasiones para ello, a solas y ante extraos, llmale siempre Richard Ams Par- nell, ... o , si lo prefieres, el padre de mi marido o el padre de Luck mejor, ... o, tambin, Parnell el Viejo, y hasta el Dicono. Eso no va a importar. Pero, por tu santa madre, s sensata y bien hablada, t que eres tan comedida y tan formal. Exprsate con correccin, te lo ruego: jams le menciones a padre como el Ca- zaconejos.

    La atencin de Luck se desvi del respeto que le conservaba a su progenitor, cuando oy un ruido flojo, y vio a Nubecita doblada de manos, moviendo el cuello suavemente al bies, hacia la arena.

    Luck sac el pual y cort las ligaduras de lo que quedaba del cuerpo de Cool McAllister. Luego puso

  • Manolo Marinero 6 1 este sobre la ceniza arenosa boca arriba. Los ojos de Cool miraban el pual espantados.

    -Fui un imbcil, no haciendo esto de principio, a la salida de Milford -se recrimin el cazador de bandidos.

    Los dos coyotes ms fuertes y los nueve pequeos quedaron paralizados al or en la lejana los atroces gritos de Cool, mientras Parnell le cortaba con gran- des dificultades la cabeza.

    Tambin all delante, la yegua y el alazn daban grupas y coceaban ante el horrible espectculo. Las manos cubiertas de sangre de Luck se movan en una espantosa amalgama de tendones, venas y vrtebras destrozadas. El perseguidor, para ayudarse, tiraba de la mata de cabello de Cool con la izquierda, con las dos rodillas hincadas sobre el pecho, mientras ase- rraba trabajosamente la unin de dos vrtebras cervi- cales. La cabeza de McAllister iba de un lado para otro, siguiendo los tirones de Luck, que la manejaba como a la palanca de una bomba de agua potable. La arena se encoga, oscurecindose por la sangre de- rramada.

    -Ahora te consiento que apestes -responda Luck a los pavorosos alaridos-. Al menos hoy ests ablandado. Como si el desierto te hubiera cocido. A la salida de Milford, justo despus de despacharte, cogindote con las carnes prietas y duras, en crudo, me hubiera costado sudar el doble trocearte, ladrn.

    Y con un ltimo y enrgico tirn de los pelos, acab de arrancar la cabeza del pistolero. Al advertir que Cool haba dejado de aullar instantneamente, y que sus prpados dieron un seco estirn, ocultando los ojos saltones, coment Luck:

    -Recuerdo que alguien me cont que solo est seguro uno de que un hombre ha muerto del todo, cuando este tiene la cabeza y el corazn separados ...

    Se puso en pie fatigosamente, se limpi las manos ensangrentadas en la culera de los pantalones (ras- cndose de paso la cicatriz de la nalga, recuerdo de la instructiva autoridad del Dicono), y at por los cabe-

  • 6 2 INSOLACION EN E L VALLE DE LA M(JERTE 110s la cabeza de Cool McAllister a la frontera de la silla del alazn.

    Hubiera ocurrido lo que hubiera ocurrido media milla delante, a partir de entonces y durante ms de tres horas, los coyotes aflojaron su avance. Aunque devoraron vorazmente el tronco de McAllister a su encuentro, se dira que no tenan ninguna prisa por atacar a un diablo. En el curso del seguimiento, uno de los coyotes grandes dej escapar unos extraos sonidos, semejantes a eructos humanos. Luego aban- don la formacin, desvindose hacia el norte. Este coyote acababa de dar una dentellada a uno de los chicos, arrebatndole una carnosa costilla de Cool. El pequeo tuvo que resignarse con apurar el sacro des- carnado y casi mondo. Ahora, rencoroso, opt por seguir osadamente al coyote desertor, que pareca necesitar una buena siesta para digerir su generosa racin de carne descompuesta. Por las recientes ex- periencias, este coyote pequeo ya saba que prefera la carne fresca de un cnido a la humana. Y record con buena memoria que tambin la prefera a la caba- llar. El trotecillo vacilante y pesado del desertor le alentaba a probar fortuna. El coyote grande miraba de trecho en trecho a su seguidor aprensivamente, pero se senta incapaz de acometer ninguna accin de escarmiento contra el gil importuno.

    Un coyote grande y ocho pequeos seguan a dis- tancia el inequvoco tufo d e la cabeza de quien fue temible pistolero, la valiosa cabeza de Cool McAllis- ter. Oscureca muy lentamente. La pequea comitiva caminaba de cara al poniente. Luck Parnell se haba echado sobre los hombros su cazadora de piel de ve- nado vuelta con cuello de oveja. Unos minutos antes, haba sentido un escalofro.

    -Te ests haciendo viejo, Lucas -se dijo a s mismo-. Ms te valdr liquidar a dos o tres buscados

  • de poca monta, sin demasiado peligro, ... y a descan- sar de una vez en la mecedora, junto al fogn. A Ro-. seanna tambin le gusta balancearse en las mecedo- ras ... Haris una buena pareja, Lucas.

    -Por otro lado -prosigui- te podras unir a la milicia de Wyoming. Es tu mismo trabajo, pero acompaado. En la milicia se puede sacar un buen dinero, y estando respaldado ... Pero no; eso te obli- gara a estar un ao o dos lejos de Roseanna. Dema- siado tiempo. Roseanna es muy atractiva. Cualquier mamn podra aprovecharse de tu ausencia. El luto deber ser muy estricto, pero no te descuides, Lucas. N o hay muchas mujeres solteras o viudas que coci- nen los frijoles colorados como ella. S prudente. Podras matar a Reno Gorch, que est buscado, y que tiene 51 aos, cinco ms que t, Lucas. Pero, bien pensado, le deberas dejar rendirse a Reno, y entregarlo vivo. Al Dicono le parecera Correcto. Reno tiene artrosis, o , al menos, eso es lo que se dice por ah. Hace tiempo que no comete ninguna fecho- ra. Quiz haga aos que no pueda manejar un arma de fuego. T ests en perfecta forma, como en tus mejores das, pero el pobre Reno Gorch est hecho una ruina. Adems, el tiene por lo menos diez hijos conocidos de dos mujeres blancas y de la india con la que est escondido ... Ahora que Roseanna y t vis a ser padres, deberas respetar eso. Aunque segura- mente ms de uno de los hijos de Gorch se caera al suelo de risa si le dieran la noticia de que su padre ha muerto. Pero, y las criaturas ms pequeas! Aunque sean mestizos sin alma, sera una jugarreta dejarles hurfanos. Recuerda, Luck, lo feo que est hacerle dao sin necesidad a un caballo o a un perro obe- diente o a un indio o a un pajarito.

    La luna menguante apenas iluminaba el liso de- sierto conocido como el Valle de la Muerte. Las are-

  • 64 INSOLACION EN EL VALLE DE LA MUERTE

    nas amarillas y cenicientas se confundan ahora, todas grises. La cabeza de Cool se bamboleaba como un pelele, rebotando constantemente contra un flanco d e Getulio, pringado d e sangre coagulada. Un metro atrs de los cascos traseros del alazn, casi se arras- traba por la arena el morro pinto de la desfalleciente Nubecita. Turbaba a los caballos, cuyos cuerpos ti- ritaban a intervalos, el impresionante silencio. Pero Luck y la hueste de coyotes que le segua a distancia, permanecan ajenos a aquel grandioso vaco de im- precisos horizontes.

    -La buena gente te sealar a la salida del oficio, Lucas. Ese pelirrojo que va con Roseanna, dirn, es el famoso Luck Parnell. Hasta el pasado ao fue el hombre ms temido del Mississippi al Pacfico. Pero tiene un gran corazn, como su padre, el Dicono Richard Ams Parnell. Hace poco perdon la vida al infeliz de Reno Gorch, al que captur sin desenfun- dar el revlver. Y lo hizo para proteger a las criaturas que el cuatrero tiene de una miserable apache. Los forajidos an tiemblan al or el hombre de Parnell, pero el bueno de Luck es incapaz de dar un pescozn a un nio travieso, Dios le proteja ... Roseanna ha conseguido al mejor de los maridos ...

    ... y los ancianos te invitarn a rondas en los bares. Hiciste muy bien, Luck. Ese ser su saludo, cuando entres a echar un trago. Le pudiste tumbar a Reno, pero, qu dao hace ahora, a la sombra! Un hombre verdadero debe respetar a un viejo enfermo, Luck, aunque este sea un sucio abigeo. Vamos, srvele otra a Luck. Estaramos ms seguros si siguieras en la lim- pieza de pistoleros, Luck Parnell. Pero ests en tu derecho. Todo hombre honrado merece retirarse a tiempo en paz. T ya hiciste lo tuyo.

    -Esos ojos -previno la voz de Cool McAllis- ter-. Esos ojos que se acercan en las tinieblas ...

    Los caballos relincharon. Luck sali de sus pensa- mientos y gir los talones. Ms d e una docena de ojos llameantes y dispersos echaban chispazos, cor- tando distancias en la oscuridacl. Luck pens que vea

  • Manolo Marinero 65 alucinaciones. Pero los gritos de advertencia del inde- fenso detenido no podan sonar ms autnticos.

    El coyote grande se acercaba en formidable ca- rrera, pero Parnell actu antes de que llegara a alcan- zar la grupa de la debilitada Nubecita. Sac el revl- ver y apret el gatillo una, dos veces. El animal se revolc en el aire, desplomndose hacia atrs, pero el arma corta ya estaba descargada. Al or los desespe- rados alaridos de Cool, Luck se abalanz sobre la cu- lata del rifle, en la silla de Getulio, al tiempo que otro coyote se lanzaba al flanco contrario. Loco de pnico, el alazn coceaba y se alzaba de manos, mien- tras el coyote colgaba de la cabeza de McAllister, dispuesto a no soltar los colmillos de la presa.

    Ciego de furia, Parnell descarg su winchester a dos pasos sobre el cuerpo del coyote. Este abri el hocico y salt hacia el otro lado, deshecho. Aquellas dos fieras ya no se removan, pero siete coyotes ms cayeron en crculo sobre hombres y animales. Sur- gan de la oscuridad, brincando como monstruos de pesadilla. Ahora se oa rer histricamente a la cabeza de Cool. Nubecita se debata entre tres rabiosos ata- cantes, apartndolos a coces. Luck disparaba su rifle en todas direcciones, a aquella enloquecida jaura del averno. Una bala perdida hiri una pata de la yegua, que cay de costado. Su amo lo advirti y, an sin- tiendo ya las mordeduras de aquellas fauces furiosas en sus carnes, dedic un segundo y una bala precio- sos para apuntar certeramente a la cabeza de Nube- cita, sobreponindose a los embates de las fieras. Le hubiera dado horror no poder terminar con los su- frimientos de su yegua. Esta qued inmvil cuando a Luck se le escap un grito agudo al sentir que un coyote le despedazaba el codo izquierdo. Le pareci entonces que las descompuestas carcajadas de Cool McAllister se mofaban de su terrible situacin. D e un culatazo entre los ojos, hizo desprenderse las afiladas sierras de las quijadas del coyote. En remolino, los coyotes deshacan las piernas de Luck a dentelladas cuando alcanz a ver al alazn rompiendo el cerco

  • 66 INSOLACION EN EL VALLE DE LA MUERTE con un galope desenfrenado. Luck senta que cien colmillos le desgarraban, le destrozaban irremedia- blemente el cuerpo, y oa alejarse al galope las burlo- nas carcajadas de Cool. D e todos modos, aquellos coyotes alcanzaran a Getulio en su huida febril. Luck cay al suelo. Los monstruos le estaban devorando. Oa el eco de las risas de su enemigo. Pese a los tiro- nes de las fieras, Luck, tendido sobre la arena, sos- tuvo el rifle y apunt. Desde luego, Luck Parnell fue un excelente tirador. El alazn hundi la testuz entre las patas delanteras y cay. La cabeza del pistolero no cesaba de rer, pero a Luck aquellas carcajadas lejanas ya no le parecan burlonas. Y pens que hubiera sido peor para Getulio sufrir la suerte que l mismo, ya con la garganta abierta, haba estado sufriendo aquel interminable minuto.

    Luck lleg a imaginar que all en lo alto unos bui- tres se rean de las risas de aquel desgraciado.

  • k La mano verdc -. I

  • - - Alfonso Alvarez Villar

    El horror de la guerra se mezclaba en el recuerdo con otro suceso misterioso y terrorifico.. .

    U n szlceso increiblemente real como lo atestiguaban la cicatriz que

    crzlzaba su mejilla y el ruido de los araazos con que aquello se

    hacia presente por las noches.

  • ODA guerra es terrible -senten- ci el joven profesor Diguez.

    Y su apotegma hizo (como por un conjuro diablico) que las chispas del hogar saltaran con ms fuerzas.

    Fuera, silbaba el viento, el viento otoal que haca girar las primeras hojas doradas. Sectores enteros del bosque cercano se

    nos es an ms terrible. Antonio Echevarra ech una

    mirada azul a las brasas, y, luego, agit los cubitos d e hielo de su vaso de whisky que espejaba los infiernos del hogar.

    Luisa, la esposa de Diguez, lanz un puado de astillas a la chimenea y las fue revolviendo una por una con el atizador hasta convertirlas en lquidas varillas

    La esposa de Echevarra, Carmen, se abri an ms de piernas sobre la alfombra de nudos, que represen- taba una eterna primavera, y el horno rojo dibuj venas cobrizas en sus muslos.

    Se oy un rasgueo como de unas uas en el intento de abrir una puerta.

    -Es vuestro gato? -pregunt Luisa.

  • 72 LA MANO V E R D E

    -NO, no tenemos gato. Antonio Echevarra palideci. Se vean los cubitos

    de hielo temblar en el vaso, con una musiquilla infer- nal.

    Se levant y cogi una negra Parabellum que yaca en una gaveta. Mont el arma. Luego sali a la noche ululante, dejando colarse en el saln una cabellera de hojas muertas.

    -Hoy es sbado -musit para s Carmen. Se oy un disparo y un alarido que pareca mitad

    humano, mitad animal. Antonio volvi a entrar sacudindose de encima

    una pelcula de polvo blanquecino. Pareca ahora ms tranquilo.

    -

  • Una chispa ms roja sali de una astilla voluminosa y se perdi en lnea recta por la chimenea. Antonio Echevarra mont en ella y la sigui por montes y valles. Carraspe durante unos segundos, tom un trago, e inici su relato.

    -Cuando nos retirbamos de las fuerzas naciona- les en Extremadura, se derretan los ltimos calores estivales. Las noches comenzaban a ser demasiado largas y ya no se escuchaba el pitido de la cigarra. Marchbamos en columnas de a cuatro por un ca- mino vecinal cercano a Guadalupe.

    D e repente omos el rugido de los motores de una escuadrilla de aviacin. Miramos hacia el cielo azul y vimos Las tres Maras de siempre, los tres

    Junkers de los nacionales. Debieron pensar que constituamos un grueso

    cuerpo del ejrcito porque se lanzaron a atacarnos. Todos nos dispersamos por las laderas, y algunos in- genuos intentaron instalar una ametralladora sobre las ramas bajas de un roble.

    Cayeron las primeras bombas. Vosotros creis, por lo que se suele presentar en las pelculas, que una bomba slo es un penacho de humo que mata a los que estn alrededor. O s equivocis: una bomba es un puetazo sobre una piel de tambor. Los hombres que han tenido la mala suerte de hallarse cerca de la ex- plosin quedan destrozados, pero an a varias dece- nas de metros notas que la tierra tiembla y t eres entonces una hormiga que bota al ritmo del suelo. Lo cierto es que entonces yo me vi levitado a varios centmetros para luego caer pesadamente. As, una y otra vez, hasta que no pude ms y sal corriendo por el camino vecinal que haba quedado vaco.

    Antes de poner los pies en el blanco polvo mor- dido por el sol, vi a los de la ametralladora espachu- rrados sobre el rbol como despojos de una carnice- ra. El tronco y parte de las ramas comenzaban a ar- der. Todo estaba impregnado de un olor a botica que te daba ganas de toser y de vomitar.

    Esper unos instantes oculto tras una roca. Los

  • 74 LA MANO VERDE

    Jllnkers se haban ido. Pero, tambin, mis compae- ros. Vi a uno de ellos arrstrndose con una sola pierna por el camino y caer yerto al cabo de unos pocos metros. Un caballo piaf y trot de estampida, sin que me fuera posible detenerlo.

    Me haba quedado slo. Dispar, en efecto, un tiro al aire y slo me contest, indignada, una abubi- lla.

    Tom un trago de mi cantimplora que haba car- gado de coac, me puse el fusil en banderola y segu el camino.

    Caa la tarde. Las cornejas comenzaban a planear sobre la colina. Los farallones de roca amenazaban con derrumbarse. Los robles, los cerezos y las encinas alargaban como espadas sus sombras querindome amedrentar. Una tarda pareja de mariposas brot de- lante de m, sobre el camino, como advirtindome que no avanzase un paso ms. Pero desde atrs me llegaba una confusa algabara de pjaros carroeros que se estaban cebando en aquellas horas, con los restos de lo que haba sido la Quinta Compaa.

    El camino se bifurcaba y yo no tena la menor idea de hacia donde se hallaba nuestro derrotado ejrcito. Opt, por eso, por el de la derecha, que se perda en un bosque de hayas. Por lo menos, les sera ms difcil a los nacionales el encontrarme, caso de que sus avanzadas hubieran llegado hasta all.

    El bosque respiraba como un inmenso animal he- rido. Los rboles se alzaban como muslos de un ciempis vegetal. Senta que aquellos rboles me odiaban. Pero no saba por qu.

    Debajo de las tupidas ramas se haba hecho la no- che. Slo brillaban los ojos de las ardillas y de un zorro asustado que atraves el camino barriendo el polvo con su hopo.

    La senda suba, revolvindose en espiral sobre s misma como un sacacorchos. Y yo empezaba a ja- dear.

    Sent el inconfundible sonido de una fuente. S, a pocos pasos corra un manantial. D e un cao sala un

  • chorro de agua helada. Me ardan las mejillas. Por eso, lo primero que hice fue refrescarme. El chorro cortaba como la cuchilla de una navaja barbera. Pare- ca brotar del mismo Polo Norte.

    Me inclin sobre el macuto y me puse a Jorniir. con el fusil recortado sobre mi pecho.

    Muy lejos sonaba, corno una tormenta que se ex- tingue, el duelo de la artillera. Leves chispazos viol- ceos o ambarinos saltaban sobre el escaso horizonte que se divisaba desde all.

    Pero no pude cerrar los ojos. Estaba tenso como las cuerdas de un violn. Tena presente, sobre todo, la imagen de mi compaero, con la pierna amputada y desangrndose sobre el camino, la de los intestinos, teidos de bilis, de los servidores de la ametralladora, y me dolan todos los huesos.

    O como una pluma que se arrastraba por el polvo. Eran los pasos de una mujer calzada, quiz, con sandalias o alpargatas.

    "Una campesina" -pens yo- y me puse en guardia. El cerrojo de mi Mauser rasg el aire noc- turno.

    Una sombra, an ms oscura que la del bosque, se detuvo ante m.

    -Cansado? -brot como un susurro de una gar- ganta femenina.

    -S -me limit a contestar y dirig subrepticia- mente el can del fusil hacia el bulto.

    -Venga entonces conmigo. Tenemos una casa ah arriba.

    Me levant y segu a la sombra, con el Mauser dispuesto a lanzar los cuatro proyectiles restantes del cargador.

    A unos cien metros de all, el camino daba un viraje de ciento ochenta grados y en el recodo se en- cendi una luz. Era una casa campesina o tal vez un refugio para cazadores. Dos de las ventanas de la planta baja parecan los ojos iracundos de un demo- nio. Y supuse que se trataba de las llamas de un ho- gar que calentaba e iluminaba el comedor de la casa.

  • 7 6 LA MANO VERDE Arriba, las tejas de las pizarras reflejaban las luces de las estrellas.

    La proximidad de una vivienda humana me hizo sentir ms seguro. Adems, ahora la sombra se haba convertido en una esplndida mujer cle unos cuarenta aos de edad, morena y vestida de negro, que me sonrea.

    Entramos en la casa. Los goznes de las puertas chirriaron aunque parecan nuevos.

    El comedor era una estancia pequea. El fuego de la chimenea destacaba el taraceado de la mesa y de las alcndaras. Las vigas se mostraban negras entre el blanco enjalbegado del techo y de las paredes. Una puertecilla se abra al fondo y desde el mismo comedor-sala tle estar despegaba una escalera empi- nada y con pasamanos de madera de roble que con- duca a las habitaciones del piso superior.

    -i Vive usted sola? -pregunt. -S, desde que fueron asesinados por los rojos,

    mi marido, mis hijos y mis dos he