Mito y Religión

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final MITO Y RELIGIÓN INTRODUCCIÓN En el presente trabajo realizo un somero análisis comparado de las propuestas que, en torno a la noción de mito, han planteado los autores estudiados a lo largo del curso. Más en concreto, me centraré en la reflexión que aquéllos hacen sobre las relaciones entre mito y religión, en el sentido de creencia, o —más generalmente— fenómeno religioso. Partiré de la común distinción presente en estos análisis entre creencia y existencia de Dios o, en sentido más amplio, de la divinidad o de lo numinoso. Tal distinción revela ya un primer elemento de interés, porque la aceptación del sentido de lo sobrenatural equipararía en la práctica a Dios —o los dioses— con la esfera de lo mágico. Un recorrido conceptual por las connotaciones semánticas que el término “magia” ha ido adquiriendo a lo largo de las edades, será la columna vertebral del ensayo. Por tanto, queda ya señalada la importancia que va a desempeñar a lo largo de estas páginas la delimitación significativa de los términos. De hecho, al hablar de “creencia” todos estos autores constatan, siquiera de manera tácita, la necesidad que el ser humano siente, y que su razón requiere, de dar respuesta satisfactoria a la pregunta acerca del sentido. Es decir, el fenómeno religioso —la creencia— proclama el carácter esencialmente espiritual del hombre. Las circunstancias en que se realiza la religación con el núcleo de esa dimensión espiritual, es la que nos revelará los modos en que la Historia ha asistido a procesos de mayor vinculación apreciativa o, por el contrario, de desdén respecto de lo sobrenatural en sentido fuerte 1 . La época actual, en la que es 1 Me refiero con esta expresión a la creencia en la divinidad y a las repercusiones personales de la fe más allá de las normas morales que la creencia pueda llevar anejas. Cuando la fe significa creer a alguien o en alguien, el fenómeno religioso posee un calado existencial mucho más profundo que la mera obediencia a un ritual, a unos mandamientos o a un credo, que son siempre consecuencias y no fines en sí mismos. 1

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MITO Y RELIGIÓN Filosofia de la Religión. Trabajo final.

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final

MITO Y RELIGIÓN 

 

 

INTRODUCCIÓN 

En el presente trabajo realizo un somero análisis comparado de las propuestas 

que,  en  torno  a  la noción de mito, han planteado  los  autores  estudiados  a  lo 

largo del curso. Más en concreto, me centraré en la reflexión que aquéllos hacen 

sobre  las  relaciones  entre mito  y  religión,  en  el  sentido de  creencia,  o —más 

generalmente— fenómeno religioso. Partiré de la común distinción presente en 

estos análisis entre creencia y existencia de Dios o, en sentido más amplio, de  la 

divinidad  o de  lo numinoso. Tal distinción  revela ya un primer  elemento de 

interés, porque  la aceptación del  sentido de  lo  sobrenatural  equipararía  en  la 

práctica  a  Dios  —o  los  dioses—  con  la  esfera  de  lo  mágico.  Un  recorrido 

conceptual  por  las  connotaciones  semánticas  que  el  término  “magia”  ha  ido 

adquiriendo a lo largo de las edades, será la columna vertebral del ensayo. 

Por  tanto, queda ya  señalada  la  importancia que va a desempeñar a  lo 

largo de estas páginas la delimitación significativa de los términos. De hecho, al 

hablar de “creencia” todos estos autores constatan, siquiera de manera tácita, la 

necesidad que el ser humano siente, y que su razón requiere, de dar respuesta 

satisfactoria a la pregunta acerca del sentido. Es decir, el fenómeno religioso —la 

creencia—  proclama  el  carácter  esencialmente  espiritual  del  hombre.  Las 

circunstancias  en  que  se  realiza  la  religación  con  el  núcleo  de  esa  dimensión 

espiritual,  es  la  que  nos  revelará  los modos  en  que  la Historia  ha  asistido  a 

procesos  de  mayor  vinculación  apreciativa  o,  por  el  contrario,  de  desdén 

respecto  de  lo  sobrenatural  en  sentido  fuerte1.  La  época  actual,  en  la  que  es 

1 Me refiero con esta expresión a la creencia en la divinidad y a las repercusiones personales de la fe más allá de las normas morales que la creencia pueda llevar anejas. Cuando la fe significa creer  a  alguien  o  en  alguien,  el  fenómeno  religioso  posee  un  calado  existencial mucho más profundo  que  la mera  obediencia  a  un  ritual,  a  unos mandamientos  o  a  un  credo,  que  son siempre consecuencias y no fines en sí mismos. 

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patente  un  embrutecimiento  —en  sentido  etimológico—  de  la  dimensión 

espiritual, de manera especial en Occidente2, obedece entre otros factores a una 

cierta  atonía  interior,  conectada  de  manera  esencial  al  llamado  estado  del 

bienestar. Tal atonía ha conducido a la acedia que esclaviza exponencialmente a 

los países  ricos desde el  final de  la Gran Guerra. Esta apatía, hija natural del 

dualismo  que  ha  separado  alma  y  cuerpo,  espíritu  y materia,  como  esferas 

autónomas —cuando no antitéticas—, ha desembocado en un empobrecimiento, 

paradójico y revelador, de una y otra. La enfermiza atención a lo corpóreo como 

instancia desvinculada de  la dimensión personal  intrínsecamente unitaria, ha 

percutido  como un mazazo  en  la  exponencial  sed de  infinito  que  afecta  a  la 

persona  toda,  y  no  sólo  a  su  ámbito  interno.  Tal  es  la  realidad  última  del 

individuo. 

Dicho de otro modo,  cuando  las necesidades básicas —y  las que no  lo 

son en absoluto— están saciadas, parecería lógico deducir que la más básica de 

todas dejase de ser necesaria. Sin embargo, la paradoja se revela una y otra vez 

en  toda  su  crudeza  en  vidas  carentes  de  un  sentido  radical,  ex  radice,  que 

explique y otorgue relieve a la vivencia de los extremos en que la vida deja de 

ser  comprensible,  abarcable,  para  adentrarse  en  el  pantanoso  terreno  de  la 

insuficiencia  absoluta,  de  la  ignorancia  y  de  tantas  preguntas  difíciles,  en  el 

campo  de  la  antropología,  para  las  que  no  sirven  respuestas  fáciles.  Pues  la 

constatación  lato sensu de  lo  religioso como  fenómeno, subraya, a mi  juicio,  la 

dimensión racional en que se sitúa la creencia. De hecho, el fracaso de muchas 

religiones organizadas a lo largo de la Historia ha residido, siquiera en parte, en 

la inoperancia práctica que posee la razón en la realización concreta, existencial, 

de la fe. En el terreno de la creencia, el sentimiento es tan insuficiente como lo es 

2 El mal llamado Primer Mundo. Esta nomenclatura, al designar el objeto desde la perspectiva crematística, revela una carencia conceptual, pues da primacía al homo oeconomicus por encima del homo credens, o  incluso del homo sapiens. En este  sentido, el  llamado Primer Mundo es en realidad el Tercer Mundo en  la perspectiva espiritual, donde  la desnutrición ha producido un raquitismo  estético —entre otras  calamidades— que  revela  en  todo  su  abanico de matices  la altanería falaz del cretino. 

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la sola ratio. La sola fides exige dar razón de la propia esperanza que, si lo es en 

verdad, nunca se presenta como algo irracional, y mucho menos a‐racional. 

 

CREENCIA Y MAGIA 

Es quizá en esta aparente sinonimia entre lo sobrenatural y lo mágico donde se 

revela  de  modo  palmario  el  carácter  espiritual  del  hombre.  Resulta  muy 

significativo  que  el  triunfo  del  racionalismo  cientificista  arrojase  una  penosa 

carga  peyorativa  sobre  el  término  “magia”,  hasta  convertirlo  en  burdo 

sustitutivo  de mentira,  falacia  o  cuento.  Sin  embargo,  es  precisamente  en  el 

relato, en el mito, donde la entraña espiritual del ser humano revela la profunda 

vinculación  que  existe  entre  realidad  y  verdad, donde  la  verdad  adopta una 

forma  narrativa,  que  funde  y  asume  las  coordenadas  en  que  se desarrolla  la 

vida:  el  espacio y  el  tiempo. El mito  revela al hombre  la  temporalidad de  su 

carácter eterno, ya que no eviterno. 

Hemos visto de qué manera Eliade subraya la distinción de la creencia —

de la percepción radical del carácter sagrado del mundo— del ámbito de la ética 

o de la ideología y, en última instancia, de lo normativo. La religión deviene, así, 

un tipo particular de experiencia susceptible de posterior racionalización, como 

acabo  de  señalar.  Por  otro  lado,  la  distinción  que  el  autor  establece  entre  lo 

sagrado y lo profano a partir de la diferenciación entre espacio y vacío, remite 

directamente  a un planteamiento metafísico. La  religación del hombre  con  la 

divinidad parte, para Eliade, de  la conciencia del carácter sagrado del cosmos. 

De ahí que el templo del hombre religioso sea el mundo natural, dentro del cual 

existen  lugares u  objetos  cósmicos  que  revisten  y manifiestan  lo  sagrado:  las 

hierofanías. En otras palabras,  lo constitutivo de  lo humano, que  radica en su 

carácter esencialmente religioso, responde a la pregunta sobre el ser del mundo, 

sobre  todo  aquello  que  no  es  la  divinidad:  «La manifestación  de  lo  sagrado 

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fundamenta ontológicamente el Mundo»3. La cuestión básica es, pues, dual, y 

quedaría formulada desde el asombro ante el hecho de que haya algo que no es 

la divinidad, o bien desde la conclusión panteísta. A este respecto no ha habido 

término medio a lo largo de la historia de la Filosofía. 

En  esta  perspectiva  cabe  entender  la  progresiva  desacralización  del 

mundo, de la materia, que se ha enseñoreado paulatinamente de la civilización 

occidental,  y  que  cristaliza  de  modo  más  visible  a  partir  de  la  segunda 

revolución  industrial,  a  finales  del  siglo  XIX.  Coincidiendo  con  el  lamento 

romántico ante  la destrucción masiva e  imparable de  la naturaleza a partir de 

planteamientos maximalistas, que colocaban el progreso como motor imparable 

de  la  consecución  final  de  una  redención  intra‐terrena  —otra  constatación 

paradójicamente  reveladora  del  carácter  religioso  del  hombre:  el  mito  del 

paraíso en la tierra—, la vida en la naturaleza se ha ido convirtiendo en un lujo 

residual. El mundo  salvaje  es visto  como  el último  reducto de una  existencia 

idílica,  pero  estandarizada  según  los  cánones  dictados  por  el  mercado.  La 

desacralización  del  cosmos  avanza,  así,  de  la  mano  del  alejamiento  de  la 

contemplación. A medida que se ha  impuesto  lo pragmático y utilitario, se ha 

perdido la necesidad de la pregunta por lo esencial. Sin embargo, señala Eliade, 

resulta imposible una vivencia desacralizada de modo radical. Es decir, incluso 

la existencia más “profana” reconoce en la práctica la esencia —y la necesidad— 

del reencuentro íntimo con lo sagrado primordial. 

Asimismo,  esta progresiva  “profanación” de  la  vida  en Occidente  está 

radicalmente  vinculada  al  olvido  de  los  mitos  —que,  sin  embargo,  son 

sustituidos por otros nuevos, como las nuevas idolatrías del mundo del deporte 

o del espectáculo, con su cortejo de rituales y liturgias “laicos”4—, a la creciente 

3 M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1981, p. 26. 4 De  hecho,  cabe  hablar  de  la  existencia  de  una  auténtica  “religión  civil”  con  sus  propios mandamientos y  anatemas,  cuyo  lenguaje o  lógos peculiar  es  el de  la  corrección política.  Su hades consiste principalmente en el ostracismo y el silencio mediático. Imagino que el pecado irredimible será pensar por uno mismo. 

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dificultad que amenaza toda comunicación y, finalmente, al miedo a la Historia: 

a  la sensación de angustia y amenaza con que se vive el paso del  tiempo y el 

acercamiento del fin. La ausencia de sentido, que Victor Frankl señalaba como 

la dovela que sostiene el arco existencial, es subrayada también por Eliade como 

elemento  axial  en  la  pérdida  del  carácter  sagrado  cósmico  de  la  vida.  Las 

religiones ponen al ser humano en contacto con el absoluto a que aspira, con lo 

sacro, haciendo posible, de ese modo, vencer el miedo a la Historia, al olvido, a 

la aniquilación y, en definitiva, a la muerte. 

Así pues, en el planteamiento de Eliade el sentimiento religioso deviene 

clave explicativa del sentido escatológico de la vida: es principio motor y razón 

casi última, al proveer al hombre de respuestas a las preguntas radicales sobre 

el paso del tiempo —y su sentido— y sobre su lugar en el mundo, al subrayar la 

esencia sagrada del universo material. Pero, más radicalmente, Eliade afirma en 

realidad que no es posible  la vivencia desacralizada del mundo, pues hasta el 

hombre  profano  actúa  y  vive  a  partir  y  desde  lo  sagrado  primigenio  que 

manifiesta y desvela la realidad que le circunda. La magia es tan sólo —y nada 

menos—  otro  modo  de  decir  que  lo  que  llamamos  “sobrenatural”  es  sólo 

aceptable si tomamos el prefijo sobre‐ en su sentido superlativo. Y en ese sentido 

lo más natural es creer: la admiración ante el milagro que es el ser. La “magia” 

es la respuesta ante la maravilla del ser del mundo, del yo, de lo numinoso: la 

percepción  de  que  lo  más  radical  de  la  realidad  es  su  dimensión  infinita, 

inabarcable, milagrosa y, por ende, misteriosa. Lo “natural” es, pues, reconocer 

el carácter sobre‐natural de lo real, porque todo lo es5. 

  5 A  los  ojos  de  los  primeros  habitantes  del  planeta,  el mundo  aparecía  como  revelación  del misterio. De ahí su tendencia espontánea a mitificar —a velar—  la realidad. Veámoslo con un ejemplo. Pegaso desvela más plenamente  la esencia del  caballo  concreto, que  la manada que corre libre por la pradera. Para la mirada asombrada ante el milagro del ser, todo lo que es da cuenta  de  su  origen  como  don,  como  sobreabundancia  y  gratuidad.  Es  por  eso  tristemente revelador y  lógico que  el mundo  industrializado moderno haya des‐mitificado  la  realidad. El sentido de la gratuidad es ahora mera transacción, y apenas queda algo que cause asombro. El silencio contemplativo ha quedado ahogado en una vorágine de espectáculo vistoso y aturdidor. 

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CREENCIA Y SOCIEDAD 

Por  su  parte, Durkheim  sitúa  su  análisis  en  la  esfera  de  la  sociología  de  la 

religión. El fenómeno religioso aparece en su sistema íntimamente vinculado al 

asombro, a la pregunta radical sobre el ser del mundo. En este punto coinciden 

los corolarios de su planteamiento con lo que acabamos de decir al respecto de 

la idea nuclear de Eliade: el astonishment es la llave para cruzar el umbral de lo 

complejo, y acceder a lo esencial. En palabras de Durkheim, «es la ciencia, no la 

religión,  la  que  ha  enseñado  a  los  hombres  que  las  cosas  son  complejas  y 

difíciles  de  comprender»6.  La  categoría  de  lo  sobrenatural,  de  lo  numinoso, 

como  idea  opuesta  a  lo  natural,  o  la moderna  concepción  de  lo milagroso,  es 

extraña a los pueblos primitivos7. 

Por  tanto,  la  idea  de  lo  religioso  no  puede  definirse  únicamente  en 

función de la de divinidad, como tampoco se puede analizar meramente desde 

la  noción  de  lo  sobrenatural.  Como  ya  he  señalado,  lo  sobrenatural  es  una 

noción desconocida para las sociedades arcaicas. Dicho de otro modo, la idea de 

ciencia —o  de  método  de  verificación  científico‐experimental—  que  hemos 

heredado de la modernidad, establece una neta distinción entre el orden natural 

del  mundo,  y  el  sobrenatural.  De  acuerdo  con  esta  visión  parcial,  todo 

fenómeno reducible a explicación empírica estaría sujeto a leyes descriptibles y, 

por tanto, caería dentro de la categoría de “lo racional” —lo verdadero o real—. 

Por el contrario,  lo numinoso pertenecería a  la categoría de  lo mistérico y, en 

última instancia, de lo irracional: de lo que está en manos del azar, del destino. 

Este determinismo cientificista se muestra ciego (o cuando menos, miope) ante 

la evidencia de que  tal dualismo  reconoce ya  la existencia  real de  lo  sagrado,  6 E. DURKHEIM, Las formas elementales de la vida religiosa, p. 25. 7  Una  muestra  de  ello  es  el  modo  en  que  estas  civilizaciones  vivían  en  comunión  con  la naturaleza, atentos a sus ritmos. Las supersticiones que derivan de esa mentalidad no anulan el enorme  valor  de  una  vida  naturalmente  contemplativa,  sino  que  lo  subrayan.  Coincide Durkheim  con  Eliade  en  considerar  que  el  asombro —cfr  supra—  es  la  categoría  perceptiva básica  que  caracteriza  a  la  humanidad  en  estadios  que  llamamos  “primitivos”  desde  una perspectiva cronológica —y, por eso mismo, anacrónica—. Lo milagroso es el ser, que existamos, que el mundo sea y el proceso de reflexión que permite afirmar yo soy, el mundo es, Dios es. 

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aun cuando no sea posible el análisis de sus causas y efectos de acuerdo con un 

determinado método. Al establecer como categoría de verdad  la hipótesis que, 

una vez  contrastada, deviene  ley,  la  ciencia moderna  excluye  la  evidencia de 

que las leyes mismas que son fruto de la observación y la experimentación están 

sujetas a cambios y alteraciones, a imprevistos que no hacen sino manifestar el 

carácter  sagrado  del mundo:  la  naturalidad  de  su  carácter  sobre‐natural8.  Es 

decir,  lo que calificamos de “sobrenatural” no sería sino un grado superlativo 

en que se manifiesta el carácter natural del mundo9. 

Descartadas  las  ideas  de  lo  sobrenatural  y  la  de  divinidad  como 

categorías  esencialmente definitorias de  lo  religioso,  entramos  en  la hipótesis 

central de Durkheim: los fenómenos religiosos se clasifican según las creencias y 

los ritos; es decir, de acuerdo con el modo en que lo sagrado y lo profano llevan 

al  ser  humano  a  distinguir  el  carácter  peculiarmente  transformado  y 

transformante de algunas  realidades del mundo. Lo sagrado y  lo profano son 

dos géneros radicalmente diversos, mundos separados sin nada en común. Tal 

incomunicabilidad o inconmensurabilidad de ambos mundos no implica que no 

se  pueda  dar  un  trasvase,  siempre  que  aceptemos  la  evidencia  de  que  esos 

tránsitos  conllevan  la  transformación  del  objeto  en  su  intrínseca,  íntima 

sustancia: muestran un cambio en su modo de ser propio, que a partir de ese 

momento  pasa  a  ser  una  realidad  de  otro  género.  Ese  “cambio  sustancial” 

refleja, de hecho, una jerarquía en el orden del ser que remite a una gradación en 

el carácter sagrado o profano de las cosas, del mundo natural y del ser humano. 

Tal  jerarquía revela, para Durkheim, una heterogeneidad que se manifiesta en 

el  carácter  hostil  con  que  ambas  esferas  son  concebidas,  como  contrarios 

irreconciliables. El ascetismo y los excesos rigurosos de las formas de vida que 

8 Sobre este aspecto esencial, vid. E. DURKHEIM, op. cit., pp. 26ss, passim. 9 La  lluvia  es,  en  sí misma,  como  fenómeno,  un milagro,  aun  cuando  se  puedan describir  o predecir  sus  causas  y  efectos.  Como  dice  el  autor,  «la  idea  de  misterio  no  tiene  nada  de originaria. No  le  ha  sido dada  al  hombre  (…)»,  ibídem, p.  26. Cfr  también  la  nota  45 de  esa misma obra, donde el autor subraya las carencias y límites del método científico. 

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buscan  un  total  contemptus mundi,  son muestras  palpables —y  no  sólo  en  el 

cristianismo—  de  este  dualismo  real  que  atraviesa  la  historia  de  las 

concepciones  religiosas,  desde  el  misticismo  al  materialismo  de  inspiración 

gnóstica o maniquea. 

 

CREENCIA Y SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS 

«La  intensificación  de  la  creencia  no  implica  la  remodelación  del  espacio 

humano según el antiguo patrón de  lo sagrado»10. A partir de esta afirmación 

de Gauchet resulta fácil concluir —de modo tan patente en el Occidente de los 

últimos  dos  siglos—  que Dios  ha  devenido  una  instancia  cuya  existencia  se 

reconoce, sí, pero más bien como un referente  inerte o, al menos,  inmóvil —al 

estilo de  la concepción del Primer Motor aristotélico, o del Dios ordenador de 

Leibniz—. Sin embargo, el hombre de las modernas sociedades industrializadas 

muestra de facto una actitud —siquiera intelectual, ya que no práctica, al tratar a 

Dios  como  “problema”—,  según  la  cual  la divinidad  es,  simultáneamente,  lo 

infinitamente  incomunicable  y  lo  infinitamente  íntimo. Dicho  de  otro modo: 

Dios ha llegado a ser a la vez, y de modo a menudo traumático, infinitamente 

inmanente e infinitamente trascendente. Pero tal inefabilidad señala el itinerario 

del progresivo alejamiento de Dios:  la  radical alteridad del Otro conlleva una 

percepción de la trascendencia como un ámbito incognoscible que, en cualquier 

caso,  sólo  se  justifica desde  la  radical  subjetividad  con que  el  ser humano  se 

sitúa ante  la dinámica de  la  trascendencia. En esa dinámica, el actuar de Dios 

provoca  una    paradoja  que  Gauchet  no  deja  de  subrayar:  los  intentos  de 

emancipación del hombre respecto de la divinidad tan sólo acentúan la esencial 

dependencia  del  hombre  emancipado  respecto  de  lo  divino.  El 

desencantamiento del hombre implica y revela el desencantamiento del mundo. 

A  lo  largo  de  este  proceso  dialéctico  se  revela  plenamente  el  sentido  que  el 

autor otorga a  este des‐encantamiento: un proceso de progresiva proscripción  10 M. GAUCHET, en “Iglesia viva” 228, oct.‐dic. 2006. 

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final

de lo que podríamos llamar providencia, frente a la sublimación —característica 

de  las  sociedades  democráticas—  de  una  peculiar  noción  de  libertad  como 

indeterminación absoluta e  instancia última de  la vida, sobre  todo en el plano 

moral: la ausencia de normas o referentes según categorías o gradaciones en la 

escala del bien. En este contexto, el declive exponencial de la vivencia religiosa 

desde  el  plano  de  la  relación  personal  con  la  divinidad,  hasta  llegar  a  una 

especie de cosificación de  la  trascendencia, ha derivado en una moralización  (a 

menudo vacua) de la vida religiosa. La relación con la divinidad ha cristalizado 

con frecuencia en términos de mera dialéctica obediencia‐desobediencia a unos 

mandamientos  que  son  percibidos  como  simple  formalidad,  carentes  ya  de 

cualquier nexo con un ordenamiento sagrado del mundo. A la ausencia de una 

interiorización  de  la  vivencia  religiosa,  ha  seguido  una  profanación  de  la 

existencia  por  la  vía  de  los  hechos,  que  pone  de manifiesto  la  tensión  entre 

«impersonalidad inmanente/subjetivismo trascendente»11. 

Las dos posibilidades que, según esta lógica, se abren ante el hombre, son 

para  Gauchet  patentes:  la  personificación  del  infinito,  que  deviene 

absolutamente  otro  respecto  del mundo;  o  bien  la  conversión  progresiva  del 

mundo en instancia opuesta a la dimensión espiritual, a partir de la distinción 

entre lo uno y lo múltiple. En ese proceso histórico, paradójicamente —una vez 

más—,  «lo  visible  y  lo  invisible  se  ajustan  (…)  como  una  sola  e  idéntica 

realidad»12. Una de las consecuencias de esta dialéctica «entre registros del ser 

[que] se  refracta en división en el seno del deber‐ser»13, será  la percepción de 

una  tensión  fruto  de  la  doble  lealtad  que  divide  al  ciudadano  del  estado 

moderno: ¿obediencia a la ley humana positiva u obediencia a la ley divina? El 

escenario de esta pugna de lealtades legítimas, el saeculum, se ha transformado 

—incluso en el plano  semántico— en una oposición de  contrarios:  lo  secular‐

11 M. GAUCHET, El desencantamiento del mundo, Trotta, Madrid 2005, p. 71. 12 Ibídem, p. 70. 13 Ibíd., p. 71. 

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final

profano  confrontado  a  lo  que  llamaré  “clerical”‐sagrado.  Ambas  esferas 

jerarquizadas  han  de  reconocer  que,  en  definitiva,  «la  creencia  deviene 

socialmente incontrolable por cualquier instancia reguladora»14. Éstas son, a mi 

juicio,  las  coordenadas para  comprender  la  explicación que  el  autor hace del 

carácter comunicador e indescifrable a un tiempo de la divinidad: la «certeza de 

Dios y el misterio del mundo»15, un Dios que san Agustín llamaba intimior mihi; 

un Dios que era y es, a la vez, inaprensible. 

 

CREENCIA, INTERIORIDAD Y PSIQUE 

Por su parte, Jung concede a la religión un estatuto decisivo en la configuración 

de la personalidad humana y de sus trastornos. Es la suya, por tanto, una visión 

psicologista del  fenómeno  religioso. Todo  lo  relativo  al  religare  apunta,  en  el 

planteamiento  jungiano, a una vivencia  intensa enmarcada en el ámbito de  la 

psique,  que  abraza  lo  consciente  y  lo  inconsciente,  superando  así  ciertas 

carencias del sistema freudiano. Precisamente este territorio de lo inconsciente, 

que  para  Jung  posee  una  dimensión  tanto  individual  como  colectiva,  es  el 

escenario  donde  se  pueden  desatar  las  neurosis.  El  diálogo  con  esa  carga 

desconocida, más allá de la represión, de lo olvidado o de lo percibido de modo 

subliminal, es método adecuado para sanar  los  traumas psíquicos  internos. El 

psicoanálisis y una esmerada atención a los sueños se erigen, así, en medio de 

solución de tales conflictos a través de su radicalización. 

Por  otro  lado,  la  noción  jungiana  de  “inconsciente  colectivo”  vacía  de 

hecho  la  existencia  de  un  contenido  concreto  en  el  fenómeno  religioso.  Al 

subrayar el carácter arquetípico de la experiencia religiosa, Jung anula en última 

14 Ibíd., p. 73. De hecho, esa  tensión suele abocar a conflictos  irresolubles, como sucede en  los casos de desobediencia civil y objeción de conciencia. Porque es propio de  la dinámica de  los estados —desde  su  nacimiento  en  los  albores  de  la  Edad Moderna—  la  anulación  de  toda instancia que resista la aspiración de control omnímodo propia de los absolutismos de cualquier color político, y de  los modos en que éstos ejercen el poder,  toda vez que ninguno de ellos  lo entiende como ministerio, es decir, como servicio. 15 Ibíd., p. 77. 

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final

instancia la particularidad de esa experiencia y, así, su posible y real distinción, 

junto con las consecuencias prácticas de esa diversidad. El sincretismo religioso, 

al que  se  llega  en  esta visión desde  el  terreno de  la psicología,  es otra de  las 

obvias consecuencias del vaciamiento del contenido, digamos, dogmático de las 

religiones.  Estos  intentos  de  análisis  despersonalizador  de  la  religión, 

comparten  un  rasgo  fundamental:  puesto  que  la  creencia  no  es  sólo  —ni 

principalmente—  un  fenómeno  psicológico 16 ,  la  insistencia  en  su  carácter 

fenoménico  conlleva  la paradójica pérdida de vista del  sentido de  la  creencia 

concreta, especialmente cuando ésta es vivida como encuentro personal, como 

aspiración a una unión, obediencia o  entrega absolutos. Dicho de otro modo: 

toda vivencia auténticamente religiosa trasciende la mera transformación de la 

conciencia, para convertirse en una transformación de la vida toda17. El exceso 

de  subjetivismo  conduce  a  la  sublimación  de  la  creencia,  de modo  que Dios 

deviene  mera  creación  psíquica  en  la  que  el  sujeto  no  comparece  en  su 

complejidad  antropológica.  Las  particularidades  de  la  fe  concreta,  tan 

reveladoras en sí mismas, quedan relegadas a un papel meramente informativo 

—pero no performativo,  rasgo  al  que Habermas  concede  gran  importancia— 

que muestra y denota el carácter generalmente religioso del ser humano; a saber, 

su tendencia natural a la «observancia cuidadosa y concienzuda de aquello que 

Rudolf Otto acertadamente ha llamado lo “numinoso”»18. En otras palabras: lo 

nuclear del problema no es tanto en qué o quién crea el ser humano, cuanto éste: 

el ser humano cree,  lo cual muestra  la esencia de su humanidad de un modo 

intrínsecamente revelador. Al creer, su conciencia —su “energía psíquica”, dirá 

Jung—  queda  modificada,  y  se  manifiesta  una  tendencia  natural  hacia  la 

liberación  y  plenitud  de  algunos  aspectos  de  su  psique  no  ceñidos  o 

16 Al menos no se manifiesta sólo ni principalmente en y a través de la psique. 17 Sin embargo, para el autor «lo numinoso es, o la propiedad de un objeto visible, o el influjo de una presencia  invisible que producen una especial modificación de  la conciencia», C.G.  JUNG, Psicología y religión, Paidós, Buenos Aires 1955, p. 22. 18 Ibídem. 

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final

circunscritos  a  lo  que  normalmente  llamamos  “espiritual”  o  “anímico”  en  el 

lenguaje ordinario. 

Sin embargo, lo dicho parece contradecir la observación de la realidad de 

las  personas  “religiosas”  u  observantes  de  una  creencia.  Sólo  entre  quienes 

muestran  en  su  vida  una  creencia  dotada  de  contenido,  vinculada  a  la 

experiencia de un encuentro potencialmente personal con la divinidad —con lo 

numinoso, si se quiere—, se percibe una continuidad que se hace vida religiosa, 

re‐ligada en sentido pleno. Es decir, la creencia sola no basta, en el terreno de la 

vida como unidad temporal dotada y en busca de sentido, para la perseverancia 

en  la vida “devota”19. El  impulso  inicial del converso no es suficiente. Aun en 

las religiones que no tienen en cuenta la noción nuclear de gracia, la fidelidad, 

lealtad o pistis   no derivan sólo de un «cambio de conciencia»20. El proceso se 

revela,  de  hecho,  algo mucho más  complejo,  especialmente  a medida  que  la 

experiencia religiosa se dilata en el tiempo. La propia necesidad de rechazar la 

primacía de las pulsiones frente al mundo del espíritu, es muestra de que el ser 

humano  tiene  necesidades  espirituales  cuya  no  satisfacción  implica  radicales 

orfandad y vacío existencial. 

Jung acierta —como Frankl— al subrayar la importancia fundamental de 

recuperar  la  consideración  del  yo  irracional,  de  revalorizar  los  mitos,  de 

recuperar la visión prístina del niño bisexuado que recorre las etapas de la vida 

de  la humanidad a partir de  la  inocente —en  sentido pleno— percepción del 

mundo como universo esencialmente vivo. El camino de descubrimiento del self, 

de  iniciales  pán  órama  —incluyendo  las  imágenes  sensoriales  anteriores  al 

nacimiento—,  enmarca  lo  que  podríamos  catalogar  como  catarsis  existencial 

tanto más  necesaria  cuanto  que  se  ve  imposibilitada,  de manera  habitual  en 

Occidente,  por  la  consideración  social  peyorativa  hacia  todo  lo  que  no  es 

susceptible de una racionalización según el método canonizado por las ciencias 

19 En el sentido de dedicada. 20 Cfr C.G. JUNG, op. cit., p. 24. 

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Eduardo Segura Fernández Filosofía de la religión. Trabajo final

experimentales, desde  los  albores de  la modernidad. Dicho de  otro modo,  el 

sistema  jungiano  arroja una poderosa  luz desde  la  recuperación del misterio 

inherente al mundo y a la vida más allá de los símbolos. Es en este punto donde 

conecta y coincide con lo que dijimos al analizar los planteamientos de Eliade y 

Dukheim: lo mítico y lo religioso confluyen en la visión asombrada del mundo, 

de  la  que  surge  la  convicción  del  carácter  sagrado  del  kósmos.  El  silencio 

contemplativo sería, así, el preámbulo para la creencia, al erigirse en condición 

de posibilidad de una nueva mirada  sobre  la  realidad  capaz de  trascender  lo 

inmediato sensorial. 

 

CREENCIA Y DINÁMICA DEL DESEO MIMÉTICO 

Por  su parte, Girard  enmarca  su análisis  en una afirmación  contundente: «La 

producción de lo sagrado es inversamente proporcional a la comprensión de los 

mecanismos que lo producen»21. Si esto es así, en la raíz del fenómeno religioso 

opera  —como  señalan  todos  los  autores  que  han  sido  objeto  de  nuestro 

estudio— un elemento atávico, vinculado tanto al esencial mundo del espíritu, 

lato sensu, como al del inconsciente colectivo (Jung), el sentimiento (Eliade) o al 

del papel de  la  religión en el devenir  cultural  (Gauchet). Es decir,  la  creencia 

está  vinculada  a  fuerzas  internas  que  han  de  ser  liberadas,  como 

manifestaciones  que  son  del  deseo  mimético,  a  través  y  por  medio  de  actos 

sacrificiales  en  los  que  la  víctima —el  «chivo  expiatorio»—  es  elegido  para 

purgar los crímenes de toda una sociedad. El sacrificio tiene, así, una función no 

sólo  catártica  respecto  de  la  conciencia  colectiva,  sino  también  motriz,  por 

cuanto  libera  los  fracasos de  la  colectividad  al  orientar  la  violencia  social  en 

torno a una figura paradigmática. Esta víctima es elegida, de manera habitual y 

no menos paradójica que  ilustrativa, entre  las  filas de  los sujetos‐objeto que el 

propio grupo social ha seleccionado, elegido y alimentado como “mitos”22. 

21 R. GIRARD, El misterio de nuestro mundo, Sígueme, Salamanca 1982, p. 45. 22 Cfr ibídem, pp 50s. 

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Por  tanto,  cabe  situar  la  teoría de Girard  en un ámbito  interdisciplinar 

que abarcaría  lo que han sido sus  intereses  intelectuales desde  los años 40 del 

siglo pasado: la psicología; la antropología y el estudio teórico de las sociedades, 

o etnología; y, finalmente, la historia de las religiones. Tal y como se desprende 

de  las  afirmaciones  del  autor,  la  etnología  ha  de  quedar  superada  en  un 

contexto más amplio por un enfoque esencialmente filosófico del problema de 

las dinámicas sociales. De ese modo, las coordenadas hermenéuticas en que se 

sitúa Girard conformarían una horquilla que abraza la antropología filosófica y 

la filosofía política. En efecto, su descripción de los procesos de violencia social, 

así  como del papel de  los  ritos,  los mitos y  los entredichos en  la  fundación y 

evolución  de  las  sociedades,  recuerda  la  visión  de Hobbes  sobre  el  carácter 

depredador del  ser humano,  a  la vez que  establece  la  existencia de un pacto 

social tácito cuyo motor es un complejo mecanismo —a menudo inconsciente o, 

al menos,  no del  todo  racionalizado— de mímesis. Así,  el  autor  afirma:  «(…) 

nuestro  universo  se  caracteriza  (…)  por  un  alejamiento  de  perspectiva, 

históricamente  único,  de  la  influencia  de  la mímesis  sobre  los  individuos  e 

incluso sobre las colectividades»23. El hecho de que la influencia de los procesos 

miméticos no sea reconocida, se debe a un motivo obvio: el propio mimetismo 

anula la capacidad de reconocer el proceso de anulación del yo en el intento de 

emular al otro, y mucho menos la amenaza latente que introduce en la dinámica 

social  el  riesgo  de  eliminación  del  modelo.  La  tensión  dialéctica  que 

desencadenan  estos procesos de  imitación,  al  estar vinculados  a un deseo de 

posesión  del  imitado  —y  no  sólo  de  sus  posesiones‐objeto,  una  vez 

objetivadas—,  instaura un  auténtico darwinismo  social  en  el que  la violencia 

actúa a la vez como caldo de cultivo y como elemento unificador de la sociedad, 

toda vez que al elegir al chivo expiatorio se aúnan los esfuerzos colectivos para 

eliminarlo,  en  la  confianza  ciega  de  que  tal  eliminación  implicará 

necesariamente  la solución del conflicto social. Ahí opera  la  irracionalidad del  23 Ibídem, p. 47. 

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proceso: en  la no percepción de su carácter potencialmente  interminable, pues 

el verdugo de hoy fácilmente puede ser la víctima mañana. 

La  religión  actúa,  en  este  escenario,  en  dos  direcciones,  transfiriendo 

tanto  la agresividad como  la reconciliación24. Esta última es  la que sacraliza  la 

víctima,  y  se  produce  efectivamente  cuando  todo  el  proceso  sacrificial  se  ha 

consumado.  La  consecuencia  lógica  de  este  proceso  es  la  ambivalencia,  que 

«consiste primero en cargar sobre  las  figuras demasiado brillantes de  la época 

una  responsabilidad  excesiva» 25 ,  para  luego  constatar  la  incapacidad  del 

individuo o grupo sacralizado en la tarea de ser referente. Esto desencadena las 

“transferencias  maléficas”  que  desatan  la  violencia,  y  culminan  en  la 

humillación y eliminación del chivo expiatorio. 

En  consonancia  con  quienes  critican  el  planteamiento  de  Girard  por 

reductor, debo constatar aquí mi disconformidad con un análisis que deviene 

demasiado  fiel  a  su  método  y  visión  iniciales.  Considero  que  el  estudio 

(“científico”,  si  se  quiere,  como  subraya  el  autor)  de  las  peculiaridades  que 

revisten cada caso, es intrínsecamente revelador del modo en que el motor de la 

sociedad no opera sólo desde esta mitificación‐desmitificación de ciertos sujetos. 

Por el contrario, y aun aceptando que la violencia revela el carácter ideológico 

de las creencias que han perdido su carácter vinculante‐personal, no se debería 

obviar  el  hecho  de  que  no  alcanza  a  anular  el  influjo  real  de  aquellas  otras 

religiones en  las que el perdón y el servicio vivifican al grupo social desde su 

entraña. 

 

ALGUNAS CONCLUSIONES 

De todo lo dicho podemos deducir la idea nuclear que, a mi juicio, atraviesa la 

intrínseca relación entre mito y religión. Tal vinculación queda explicitada así: 

el mito puede  ser definido  como un modo de presentación de  la verdad que 

24 Cfr ibídem, pp. 48ss. 25 Ibíd., p. 49. 

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adopta una  forma  narrativa.  Su  fuerza performativa  se  inserta  en  el  carácter 

esencialmente  temporal  de  la  existencia  humana,  a  la  vez  que  aporta  una 

explicación plausible al misterio. El mito es, así, capaz de hablar al ser humano 

de lo más íntimo de sí mismo a partir y con categorías que devienen exempla26. 

Parece  entonces  fácil  deducir  que  el  valor  del  mito  en  el  ámbito  del 

redescubrimiento de lo religioso y, sobre todo, del carácter sagrado del mundo, 

procede de  la misma  realidad antropológica que permite afirmar que el homo 

sapiens es, a la vez y de modo constitutivo, homo credens. 

  Como ha puesto de manifiesto Gadamer27, una  filosofía del mito debe 

abordar  la  pregunta  sobre  el  papel  que  éste  desempeña  en  una  sociedad 

dominada por  la razón científica. El positivismo, que  lanzó el mito —como ya 

analicé—  al  cajón  de  la  falsedad  y  la mera  especulación,  sin  embargo  no  ha 

alcanzado  —no  puede  hacerlo—  a  dar  respuesta  cabal  sobre  la  riqueza  y 

credibilidad de  lo mítico y  lo ritual como caminos de acceso epistemológico a 

cierto tipo de verdad. A menudo esas vías de acceso proceden antes por la vía 

intuitiva  que  por  los  vericuetos  del  razonamiento  sistemático.  La  palabra,  el 

lenguaje, sitúan el mito en el centro de  la época ultra‐científica, de esta nueva 

era  prometeica  —otra  paradoja  más,  igualmente  reveladora—,  haciendo 

comprensible la complejidad del mundo contemporáneo. Es sintomático que en 

todos estos autores aparezca una concienzuda atención al problema conceptual 

y  fenomenológico  de  lo  mítico,  como  preámbulo  para  la  comprensión  del 

fenómeno religioso. 

  En última instancia, la atención a lo mítico como elemento esencial en la 

comprensión de  la creencia obedece, creo, a  la constatación de  la  finitud de  la 

existencia humana. La tríada en que se apoyaría toda esta hermenéutica estaría 

26 Al  decir  esto  no  afirmo  que  todo mito  sea  una  alegoría;  al  contrario.  El mito,  aun  siendo alegorizable, no pierde su potencialidad significativa  infinita en el orden de  la aplicabilidad a las circunstancias hic et nunc de cada hombre. Los buenos mitos —los clásicos, desde Homero hasta  Tolkien— muestran  el  carácter  perenne  de  la  dimensión  sapiencial  de  la  literatura  de tradición oral, vivificadas así desde su raíz antropológica. 27 Véase especialmente H.‐G. GADAMER, Mito y razón, Paidós, Barcelona 2002. 

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formada por la dimensión temporal de la existencia humana (los límites mucho 

más extensos que lo meramente cronológico entre la muerte y la inmortalidad), 

el  carácter mágico/sobrenatural  del  cosmos,  y  la  dimensión misteriosa  de  la 

esencia de  lo real. De ese modo, el conocimiento profundo de  los mecanismos 

por  los  que  el  hombre  puede  llegar  a  afirmar  “yo  creo”,  se  resuelve  en  una 

síntesis entre lo mítico y lo mágico: en la respuesta narrativa a la percepción del 

ser  como  milagro.  La  creencia  es,  así,  constatación  racional  y  también 

sentimental, afectiva y volitiva, de la veracidad del ámbito espiritual en que el 

ser íntimo de cada persona llega a su plenitud. 

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