Mitologia Nicaraguense

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MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

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EDUARDO ZEPEDA-HENRÍQUEZ

MITOLOGÍA .. NICARAGUENSE

Managua Academia de Geografía e Historia de Nicaragua

Octubre, 2003

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N 860 Z57 Zepeda Henríquez, Eduardo

Mitología nicaragüense / Eduardo Zepeda-Enrí­quez. -la. ed.- Managua: Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, 2003.

216p.,Il.

ISBN: 99924-846-0-8

l. ZEPEDA HENRÍQUEZ, EDUARDO-ENSAYOS 2. NICARAGUA-VIDA SOCIAL Y COSTUMBRES 3. MITOLOGÍA INDÍGENA 4. LITERATURA NICARA­GÜENSE-CRÍTICA E INTERPRETACIÓN.

Mitología nicaragüense

Segunda edición

18 • ed.: Managua, Editorial Manolo Morales, 1989.

Autor: Eduardo Zepeda-Henriquez

Ilustraciones: Carlos Sánchez Arias

Diseño computarizado: Fernando Solís B.

Impresión: Litografía Nicaragüense

Hecho el depósito legal: Mag-0157, 2003

© Eduardo Zepeda-Henríquez

® Academia de Geografía e Historia de Nicaragua

® Todos los derechos reservados

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a la memoria de María de la Concepción; a mis hijas Enriqueta y Esperanza

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Eduardo Zepeda-Henríquez.Retrato a plumilla del pintor guatemalteco Ramón Banús, 1964.

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ÍNDICE

Obra pionera ... (A manera de prólogo) por Álvaro Urtecho ................................. 9

Nota preliminar .................................. 13

l. Mitos puros o escatológicos

1. Tamagastad, "Padre y maestro mágico" de la mitología nicaragüense ...................... 19

2. Una carreta de leyenda .......................... 29 3. El cadejo, mito del psicopompo ................... 41 4. Tres mitos femeninos, entre el odio y el desamor ...... 53 5. Una nostalgia mítica: el cacaste ................... 63

11. Mitos de la historia

6. El mito mercurial y afortunado del Canal por Nicaragua .. 77 7. León Viejo, ciudad fantasma ...................... 89 8. Dos familias carismáticas ....................... 101 9. "Siete Pañuelos" ¿mito de Bemabé Somoza? ........ 113 10. Sandino en vida y su mito ...................... 125

111. Mitos Literarios

11. El Güegüense, folklore y mestizaje ............... 139 12. El mito dariano de la infanta, las doncellas y

los mancebos ................................ 151 13. El hombre-símbolo, pájaro del dulce encanto ....... 161 14. Tola y la novia de los nicaragüenses .............. 173 15. El Cifar de los cantos .......................... 185

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Epílogo para una genealogía de la vocación nicaragüense .................................... 197

Bibliografía ..................................... 207 Nota sobre el autor ............................... 216 Índice de nombres citados ......................... 217 Índice de obras citadas ............................ 222

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OBRA PIONERA ...

(A manera de prólogo)

Por Á/varo Urtecho

SOMOS absolutamente conscientes de que nuestra cultura -pese a toda su riqueza en el campo de la poesía, la pintura

y la música popular- carece, debido fundamentalmente a la no existencia de una tradición filosófica y a la crisis de nuestras descoyuntadas universidades, de una crítica y de una ensayísti­ca, de un pensamiento crítico que vaya a la par de nuestras crea­ciones artísticas y nuestro quehacer político.

De ahí que ahora más que nunca, la valoración de Zepeda­Henríquez se nos impone para auscultar nuestras carencias, las fallas y fisuras de nuestra cultura. Personalmente soy de los que pienso que su presencia y residencia entre nosotros contribuiría a desarrollar una hermenéutica de pensamiento más moderno, más crítico, más acorde con los nuevos enfoques y perspectivas de la filosofía y la teoría cultural y antropológica contemporá­nea.

Al respecto, su libro Mitología Nicaragüense, publicado casi clandestinamente en 1987, por la Editorial Manolo Mora­les, con el concurso siempre afectuoso y entusiasta de Jorge Eduardo Arellano, es simplemente contundente en el sentido de establecer las bases de una interpretación auténticamente mo­derna de nuestros mitos y nuestra identidad como pueblo, una lectura crítica del pasado y del presente para definir el futuro. Mitología Nicaragüense no es, como su título podría indicar, un

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so científico de raíz positivista. Lejos, pues, de la mitografía puramente erudita, esta obra admirable es nada menos que el primer intento riguroso de fundamentar una filosofía del mito en nuestro país. Un trabajo pionero de interpretación y reflexión sostenida en una profusa y profunda erudición (no la fácil erudi­ción del coleccionista de datos empíricos que no rebasa la sim­ple información, sino la del crítico que piensa, la del analista que produce pensamiento a partir de la captación de las fuentes, asistido a la vez por la sensibilidad y la gracia poética), un traba­jo pionero no sólo en Nicaragua sino en América Latina.

Zepeda, provisto de un riguroso aparato conceptual (filosó­fico, antropológico, histórico y psicológico), intenta desentra­ñar las claves de nuestra identidad nacional a partir de una inter­pretación actualizada del pensamiento mítico. De ahí que su obra se inscriba dentro de ese tipo de reflexión ontológica (bús­queda del ser, en este caso, el ser nacional) inaugurado por Samuel Ramos y Octavio Paz en México (Perfil del hombre y la cultura en México, 1934; El laberinto de la soledad, 1950) y desarrollado entre nosotros por P AC. No es exagerado afirmar que Zepeda desarrolla su interpretación del mito con una mayor precisión y una más afinada hermenéutica que la de los autores anteriormente citados. En este sentido, se trata de un trabajo que abre un camino para la elaboración de una moderna teoría cultu­ral hispanoamericana a partir de la confrontación entre el mito y la historia. Zepeda, siguiendo a Eliade, Uscatescu, Cassirer, Ricoeur, Levi-Strauss, Barthes, Caro Baroja, Jesi y otros repre­sentativos filósofos y teóricos del mito, consideran que las estructuras del pensamiento mítico subyacen en las estructuras del pensamiento racional. O sea, que el mito, lo mítico, lo mito­lógico, está presente no sólo en las manifestaciones simbólicas del arte y la religión, sino en el mismo cuerpo conceptual de la filosofía y de la mismísima ciencia experimental. De ahí que la historia, y en nuestro caso la historia nacional (no la de nuestros historiógrafos tradicionales, en cuyos apolillados mamotretos prima el vicio de la anécdota y la narrativa lineal) sea interpreta­da a la luz ancestral de la memoria mítica, es decir, a la luz del eterno retomo de lo mismo: la luz del pensamiento circular

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OBRA PIONERA ... 11

mantenido siempre en tensión por la presencia totalizadora y vital del mito. Un ejemplo de esta interpretación lo tenemos en el espléndido ensayo "Sandino en vida y su mito".

"Sandino es un centauro nicaragüense: un personaje his­tórico cabalgando en el mito. Y la pronta "mitificación" del guerrillero se creó madura ---con ese acabado de las obras perdurables-, durante la guerrilla de los años 1927-1932. Porque es el mito de Sandino vivo lo único que explica su ver­dadera supervivencia. Incluso el sandinismo de hoy no es el de la historia sino el mítico. La vida pública de aquel hombre se dio, pues, en dos planos: el correspondiente al guerrillero histórico y el plano del mítico guerrillero. En efecto, el Sandi­no de la historia ha sido objeto de discusiones sin medida, como desmedidos fueron, hacia él, la adhesión o el odio de los nicaragüenses enfrentados en aquella guerra de guerrillas. De ahí que su condición de rebelde y su causa se echaran a cara o cruz: héroe o bandido, patriotismo o protagonismo. No obs­tante, puede afirmarse que el mito de Sandino ha seducido a nuestro pueblo" (pág. 119).

Zepeda es concreto en cuanto a la validez del mito como interpretación del mundo. Su prólogo es especialmente rico en formulaciones teóricas plenas de actualidad y sugerencias vita­les. Así, refiriéndose acertadamente a la poesía, como principal expresión del pueblo nicaragüense, nos dice:

"El único pensamiento original del hombre nicaragüense es el pensamiento mítico, lo cual puede explicar la pródiga cosecha de la imaginación entre nosotros. Con ello quiere decirse que sólo hemos expresado nuestra idea del universo a través de la imagen, y que allí la realidad no se concibe sin las formas simbólicas. Por eso la filosofía propia de Nicaragua es la poesía, si vale sustituir una por otra. Y lo cierto es que sólo llegaremos a la primera por la vía de los mitos, porque éstos un modo elemental de indagación sobre el principio del mun­do" (pág. 7).

Con esta precisión filosófica, encamada en una prosa digna e impecable, llena de resonancias culturales y pródiga en erudi­ción viva y razonada, Zepeda nos lleva de la mano por las diver­sas vertientes del mito: mitos puros o escatológicos (Tamagas-

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tad, La Carretanagua, El Cadejo, La Mocuana, El Cacaste), mitos de la historia (el Canal por Nicaragua, León Viejo, Saca­sas y Chamorros, Siete Pañuelos, Sandino) y mitos literarios (El Güegüense, los mitos darianos de la infanta, las doncellas y los mancebos, el hombre-símbolo, la novia de Tola y el Cifar de los Cantos). Un libro importante no sólo por su profundidad analíti­ca, sino por su intento de ordenar y alumbrar los oscuros labe­rintos del ser y la historia nacional.

En realidad, la profundidad analítica y la vigorosa exposi­ción de temas y obsesiones demostrada en este ensayo-tratado no extraña al conocedor de la ya vasta obra zepediana.

Managua, 1988

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NOTA PRELIMINAR

EL ÚNICO pensamiento original del hombre nicaragüense es el pensamiento mítico, lo cual puede explicar la pródiga

cosecha de la imaginación entre nosotros. Con ello quiere decir­se que sólo hemos expresado nuestra idea del universo a través de la imagen, y que allí la realidad no se concibe sin las formas simbólicas. Por eso la filosofía propia de Nicaragua es la poesía, si vale sustituir una por otra. Y lo cierto es que sólo llegaremos a la primera por la vía de los mitos, porque éstos representan un modo elemental de indagación sobre el principio del mundo. En alguna medida, todos los mitos son cosmogónicos y, por 10 tan­to, supuestos de una visión cosmológica. Pero, además, por su carácter básico, universal y de síntesis, la mitología debe consi­derarse como una concepción arcaica -pero viva- del propio ser de las cosas. Y este estado germinal es lo que hace, precisa­mente, que no sea una concepción clara y distinta, sino un modo de pensamiento en lo que predomina lo afectivo. De ahí que el "logos" y el "mithos" no se excluyan entre sí, como quería el racionalismo. Se trata, en definitiva, de manifestaciones com­plementarias del espíritu del hombre, y por ello es preciso tomar en serio el estudio de los mitos, como si fuese una verdadera teo­ría del conocimiento.

La paradójica verdad de los mitos responde a la verdad uni­versal de la fe mítica, que entre nosotros tiene la categoría de una vivencia totalizadora. Porque nadie puede negar que la "conciencia mágica" es el lado en penumbra de la conciencia. Y así se entiende que el nicaragüense no sepa de sí mismo sino lo que aparenta. Conoce, pues, su imagen a fuerza de reflejarla en un tiempo de utopía o, si se quiere, a destiempo, y de ahí que desconozca su ser entero. Por lo mismo, en nuestro país se hace la historia deshaciéndola. Y es posible que el terremoto político más reciente sepulte los mitos tradicionales, sustituyéndolos

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por otros, y convirtiendo las presentes páginas en un testamento de lo más genuino de la cultura nicaragüense: de ese embrión de un pensamiento filosófico en el que, al fin, lograríamos recono­cemos. Sin embargo, lo que allí nunca podrá desaparecer es la capacidad mítica de aquel pueblo, esto es, su potencia creadora de arquetipos, de símbolos de lo real, de toda una "metafísica popular", que diría Martín Sagrera, en el capítulo noveno de sus Mitos y Sociedad.

Hay una obra de mitología salida de las manos de un poeta nicaragüense. Se trata ciertamente de un libro de saberes mito­lógicos y de una "evocación" del universo griego. Es claro que aludimos a la Ilustre Familia, de Salomón de la Selva; una "familia" sin antepasados en Nicaragua, y que tampoco allí ten­drá descendientes. Por otra parte, no resulta nada casual el hecho de que Grecia, paisaje filosófico por excelencia, sea la patria de los grandes mitos de la cultura occidental. Por algo la "caverna" mítica de Platónles el eterno modelo de túnel o pasa­dizo entre el mundo de las ideas y el mundo de lo sensible. La verdad es que el mito aparece entretejido en el curso de todo el pensamiento científico, como acaba de confirmarlo José Luis Abellán, contemplando los mitos sobre el Cid o Santiago dentro de una capital Historia Crítica del Pensamiento Español. ¿Aca­so las hipótesis mismas de que se sirve la ciencia, no son criatu­ras de naturaleza mítica? En Nicaragua es un mito -y muy her­moso, por cierto- la teoría vulcanológica que, en 1843, dio prestigio científico a D. Miguel Larreynaga, y según la cual el estado de ignición de los volcanes sería un efecto de la refrac­ción y la convergencia de los rayos solares en las aguas marinas; ya "que la superficie esférica del mar es una verdadera lente ustoria que quiebra y reúne los rayos del sol del mismo modo que lo hace una lente común de las que usamos ... " (Memoria sobre el Fuego de los Volcanes, p. 24). Y hasta en la propia filo­sofía política de nuestro tiempo, ¿qué son, sino mitos eficacísi­mos, ese gobierno de los gobernados, o aquel "reino de la liber­tad" de una futura sociedad sin clases, e incluso el "redentoris­mo" o "mesianismo" del proletariado?

Tres son aquí las familias de mitos analizadas. La del mito

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NOTA PRELIMINAR 15

"en el origen", que es el propiamente dicho, y que hemos llama­do "puro o escatológico", porque no tiene asidero histórico, y sólo simboliza el "más allá". Por el contrario, la clase mítica denominada "de la historia" es aquella de los mitos por exten­sión, vale decir, de los que participan sólo a medias en la escato­logía, y que, en vez de remontarse, simplemente se montan en los hechos, que son el lomo de la realidad. En efecto, se trata de algo histórico que, no obstante, ha ganado altura mítica. Y, por último, los mitos como puras creaciones literarias son justa­mente los menos puros, en sentido original; o sea, los que no nacen del pueblo mismo, aunque en el pueblo renazcan, porque siempre superan la obra que les dio vida. Son seres poéticos que gritan su independencia: síntesis poderosas que surgen "al con­juro" de intuiciones personales, y que suelen representar lo que resulta posible en la medida de lo arquetípico, pero no en la de lo real. Estos mitos encaman, pues, la "esencia" de lo humano. "El hecho de que los personajes ficticios y el mundo imaginario -observaba Maeztu-sean menos complejos que los reales no amengua, sino que subraya su esencialidad" (Don Quijote, Don Juan y la Celestina, p. 17). A ello se debe también su tras­cendencia mitológica; ya que, en tales personajes, lo ficticio puede creerse, no por ser solamente verosímil, sino porque su propia verosimilitud se da asimismo en el grado de "materia de fe".

Igualmente, son tres los espacios en que se mueven estos ensayos, porque de "ensayos" se trata, desde luego. En princi­pio, nos sedujo el "aire libre" de una teoría del mito, consistente en la búsqueda de un equilibrio entre el rigor epistemológico y la suma libertad de la "oculta filosofia", entendida en buena par­te, como en el título de Nieremberg. Y este vuelo, por añadidu­ra, ha sido hecho en escalas de aprovisionamiento, que van des­de los amables tratados mitológicos, hasta los que interpretan la materia como una verdadera ontología rústica; desde aquellos que versan sobre lo que podría designarse como "simbólica" del psicoanálisis, hasta los dedicados a la semiología o la semiótica. Fuimos tentados luego por ese ámbito "de interiores" que es la creación mágica de nuestro pueblo, como un ejemplar vivo de

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mito cuyo estudio apenas comienza ahora. De ahí la dimensión experimental-la más propia y entrañable- de estos ensayos. Porque estamos ante una experiencia vital y, asimismo, ante la observación de la propia "virtud" de los mitos nicaragüenses, contrastados por supuesto con los clásicos. Pero el producto de la conciencia mítica de aquel pueblo nos ha situado en el borde de las operaciones de esa misma conciencia colectiva. De igual modo, nuestros mitos, por dar una proyección "ab-origen" del mundo, facilitan el tránsito al mundillo de relaciones de la vida nicaragüense. Y todo ello completa la figura de nuestro ser nacional: una figura dinámica y en grupo, sobre fondo socioló­gico, y, al mismo tiempo, calada por la psicología.

Por lo demás, una albor de ensayos de "antropología cultu­ral" necesita pedir auxilio a la historia y a la etnología, a las ciencias del lenguaje y al folklore (con "k", de "kirie", señor teclista, porque lo de "fo1clor" me sabe a "güisqui"); pero siem­pre bajando ese volumen propio de la amplificación didáctica, como pedía Ortega para este género literario, al decir que "el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita" (Meditaciones del Quijote, O. e., t. 1, p. 318). He aquí, pues, el otro ambiente, el estilístico, que debe ser el medio natural de la energía poética de los mitos. Porque las tentaciones de nuestra obra, precisa­mente, se cierran con el ritual de un ejercicio de estilo.

E. Z.- H.

En Burgos de Osma, septiembre, 1978 - Madrid, marzo, 1981

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1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS

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1. TAMAGASTAD, "PADRE y MAESTRO MÁGICO" DE LA MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

N o CAEREMOS en la tentación de empezar con la fórmula genesíaca: "En el principio ... "; pero sí entraremos en los

misterios de Tamagastad -mito supremo de nuestros aoríge­nes- a través de aquella advertencia de Plutarco, al comenzar sus Vidas Paralelas: "de aquí arriba no hay más que sucesos prodigiosos y trágicos, materia propia de poetas y mitólogos, en la que no se encuentra garantía ni claridad". Se trata, pues, de hacer pie en el origen fabuloso del pueblo nicaragüense, en esa falla sísmica de la historia que es la leyenda, y donde vale más la nesciencia que la ciencia, como diría Carlyle. Porque hoy Tamagastad, entre nosotros, es el dios desconocido y el héroe remotísimo. Habrá que recurrir, por lo tanto, más que al saber riguroso, a su punto de partida, que es la "docta ignorantia" o el "ars nesciendi". La verdad es que las señales enigmáticas de este mito son una cura de humildad para el intelecto. Y eso que tales presagios no nos han llegado en vivo, por tradición popu­lar, sino por el "medio" y el "canal" de la crónica de Indias; con­ductor y conducto de aquella historia, sin más, y de una historia sagrada, al mismo tiempo.

Tamagastad (¿"benefactor"?) es el mito del "saber y go­bierno"; es el hombre hecho dios, con la sabiduría y el poder de una divinidad, pero conservando los límites del poder y la sabi­duría del héroe. Y ya se sabe que, en las lenguas clásicas, "héroe" vale tanto como "semidiós". Estamos, en efecto, ante un claro varón o un varón fuerte; ante el arquetipo de los nica­raos. Porque aquellos primitivos lo sentían como su máximo representante. Es dificil pensar que aquel hombre existiese alguna vez; pero resulta más dificil aún entender que su forma divina correspondiera, exactamente, a todos los caracteres ra­ciales de aquel pueblo. Y no queremos decir que el personaje

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mítico estaba hecho a la medida de los primeros nicaragüenses, sino que éstos se veían en él como en un espejo de esos que alar­gan y ensanchan las figuras. Nuestros aborígenes, con asombro, se miraban engrandecidos en la imagen de Tamagastad; pero lo que hacían, al fin de cuentas, era mirarse a sí mismos. Además, reflejados en este mito, los nicaraos o niquiranos se aclaraban, clarificando su propio ser y, a la vez, quedando claros en que los problemas de su existencia eran asunto del arquetipo. De ahí que ellos comiesen lo mismo que los dioses, y que los alimentos tuviesen origen divino.

No perdamos de vista, sin embargo, la faceta humana de Tamagastad: en él se rendía culto a la organización tribal, por­que él había combatido por la unidad de su pueblo; había orde­nado el abandono del solar mítico (Tic omega y Maguatega) y elegido la patria de adopción; fue quien rehizo a la comunidad después de la gran catástrofe, y enseñó a los suyos las artes y los oficios: la adivinación, la magia, la guerra, la artesanía, el comercio, la agricultura y la caza. Era, por consiguiente, un héroe espiritual y épico; maestro y campeador. Él estaba huma­namente en el secreto de esta vida y la otra, porque en las dos podía vivir como hombre. Los primitivos nicaragüenses fueron, según eso, antropomorfistas y, en tal sentido, parece que tuvie­ron una visión antropocéntrica del universo; sólo que ese "anth­ropas" era un superhombre, o sea, un dechado humano y, por ende, un ejemplo digno de reverencia "a lo divino". Por algo aquí resultan evidentes los pasos intermedios que iban de una admiración a una adoración. Pero ese antropomorfismo no cerraba la salida a la ultratumba; antes bien, hacía familiar la vida escatológica. Y adviértase, además, que nuestros nicaraos concibieron la "salvación" asociada al heroísmo y al recuerdo dejado entre los vivos, a la manera que lo hizo la mente clásica.

Como persona divina, Tamagastad era el padre del olimpo niquirano, y sin él no se explicaban las otras figuras de aquella poblada mitología, como Mixcoa (dios del comercio), Quiateot (dios del agua, la lluvia o el aguacero), Chiquinaut o Herat (dios del aire, el viento y la borrasca), Masat o Marat (dios de los cuer­vos o de la caza del venado), Toste o Tost (dios de la caza de los

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l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 21

conejos y las liebres), Bisteot o Vitzeot (dios del hambre) ... Y así hasta completar una deslumbrante jerarquía de dioses mayo­res o "teotes" y de divinidades menores. Pero Tamagastad no se mostraba solo, sino formando pareja con Cipattonal, la diosa madre. Ambos, a dos, eran los creadores y las manos providen­ciales, auxiliados por Oxomogo, Calchitgüegüe y Chicociagat. Los atributos de Cipattonal eran los mismos de Tamagastad, hasta el grado de hacer probable la idea de un solo mito que se representaba como en doble frente, varonil y femenino. Se diría que el papel desempeñado por la gran madre de los nicaraos era apenas explicativo: el de hacer entender la creación como reproducción bisexual. Y conste que no se indica una "duplici­dad", sino una precisa "duplicación", la cual no puede reducirse fácilmente al consabido dualismo, como en el probable caso de Omeyateite y Omeyatecigoat, padres de Quiateot. Es cuestión, por lo tanto, de analogía, que también libra de pensar en una concepción andrógina de la divinidad niquirana. En Cipatonal, la magia del nombre creó al personaje acompañante, porque el acompañado, sin duda, era Tamagastad, y lo más probable es que tal circunstancia determinara el cambio de sexo; pero no hasta el punto de definir una personalidad divina con mito propio. Según los nahualistas, en la etimología misma del nombre de la diosa está contenida su doble naturaleza terrestre y celeste (lo heroico y lo divino): "cipactli" (caimán o lagarto de Indias) es el elemento que da idea del reptil o el monstruo que se arrastra por la tierra; "tonalli", en cambio, es algo así como una disposición "ardente spiritu", por intensidad divina o por influencia astral. En efecto, la diosa resulta igual a Tamagastad, por las perfecciones que se le atribuyen, aunque no sea idéntica a él, sino su par, por correspon­dencia con la natural pareja humana. Y aquí vale recordar 10 que Frazer llamó "creencia teórica en la influencia simpatética de los sexos en la vegetación", precisamente al hablar de nuestros ritos indígenas, en los que tanto se relacionaba la condición sexual con el auxilio sagrado: "Los indios de Nicaragua, desde el momento mismo en que sembraban el maíz hasta el de recolectarlo vivían castamente, manteniéndose apartados de sus mujeres y durmien­do en lugar separado" (La rama dorada, p. 174).

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Ahora bien, la señalada reiteración no se daba únicamente en los atributos de esos dioses mayores, sino también en sus obras, hechas como al alimón. El caso es que dicho mito conte­nía una creación del mundo repetida: la inmemorial o primige­nia, y aquella otra que siguió a una calamitosa desaparición -por agua o fuego, o por causa ignorada- de toda vida sobre la tierra. Y la redundancia del génesis, en la religión primitiva de Nicaragua, revela esa característica vuelta al origen que encierra todo mito, o tal vez una forma del "mito del eterno retomo". En la misma línea habría que situar el frecuente "epi­demiai" de héroe-dios en los primeros tiempos, esto es, la reite­rada visita a su pueblo antes del total desastre; así como el regre­so a la vida y a la casa paterna de los niños muertos antes de comer maíz o al ser destetados. Por añadidura, los niquiranos hacían memoria póstuma de los buenos, entre los que se halla­ban los caídos en combate, y cuyas almas o "yulios" iban "arri­ba", que era el oriente y la morada de los "teotes"; mientras que a la tierra que está bajo tierra la llamaban "miktanteot", y era el lugar del olvido y la aniquilación de las almas de quienes no se habían acordado de lo divino. Tamagastad era, pues, una divini­dad que habitaba en donde nace el sol, vale decir, un dios solar. Y, no obstante, nuestros aborígenes no lo imaginaron con el cabello encendido o la tez rojiza, sino moreno y con el mismo color de piel que ellos tenían. Eso sí, se lo figuraban siempre joven, con la perenne juventud del héroe, con el heroico y juve­nil empuje del sol que se renueva. Pero el renacimiento solar ya es una repetición, y ello mismo simboliza la "imago" del dios que retoma y se duplica. Tamagastad era, de algún modo, el "eterno masculino" o la inmortalizada virilidad de un pueblo. Por eso los nicaraos guardaban la fama de sus guerreros muertos en batalla. De tal modo, aquel pueblo primitivo parecía emerger de su propio fondo oscuro, como buscando salida en la salida del sol, y lleno de "ese anhelo insaciado y raras veces saciable de luz de la conciencia", de que nos habla Jung, en sus Símbolos de Transformación.

En un canto solar, Rubén Darío celebra a Helios como doble símbolo del poder y del saber. Allí nuestro poeta lo llama

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"dominador", casando esa fuerza vivificante con aquel viejo emblema del poder político que es el águila:

"Giran muchedumbres de águilas bajo el vuelo de tu poder fecundo ... "

y asimismo Rubén lo canta como el despertar de la con­ciencia y el ojo de la sabiduría:

..... pueblas de amor y de virtud las humanas conciencias, riegas todas las artes, brindas todas las ciencias ... "

Pues bien, la coincidencia de tal simbolismo griego con el mito de Tamagastad se vuelve natural. Podría imaginarse que los versos darianos están dedicados al héroe-dios, si en verdad no fuera así. Pero sucede que los significados míticos del sol se hallan entre los más universales. De ahí que Darío, al invocar a Helios, llamara a la puerta de los misterios de Tamagastad, como lo hizo expresamente en otro poema:

"hay jóvenes robustos de fieros aires regios, ancianos centenarios que saben sortilegios, brujos que invocar osan al gran Tamagastad. "

("Tutecotzimí")

y esta divinidad solar había sido el caudillo que encabezó la marcha de los antepasados del pueblo niquirano hacia nuestro país, y él era igualmente el capitán divino que auxiliaba a los suyos en la guerra, para defender aquel territorio como una "patria" definitiva.

Aun a riesgo de simplificar en demasía, puede vislumbrar­se ya en Tamagastad un símbolo del poder del caudillaje que aspira a legitimarse -digámoslo asÍ- por la sacralización. Pero esa especie germinal del "dominador" por derecho divino, cuando es llevada hasta sus últimas consecuencias, resulta una consagración del "derecho de la fuerza". Y tal "identificación del poder con el derecho" (Cassirer) tiende a proyectarse-de algún modo, también en su estado más primitivo- en unajusti-

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ficación de dominio por el linaje sagrado o "la ilustre familia", para darle el nombre de un tratado de mitología del nicaragüen­se Salomón de la Selva. Originariamente, pues, la religión de los nicaraos estaba religada, a su vez, con el poder del caudilla­je. y ese lazo político de origen respondía a un"sentido étnico sacralizado, e incluso a un ideal de "casta". Los nicaraos creye­ron en una relación mágica entre el pueblo y el caudillo, en vir­tud de la "magia personal" de éste, precisamente porque se tra­taba del arquetipo de sus caracteres raciales, cuya divinización hizo, a la inversa, que ellos se sintiesen del linaje del dios. Por lo demás, no se olvide que los predecesores de los niquiranos habían emigrado a causa de la discriminación de que fueron objeto, como pueblo abatido por el hambre, la peste y las gue­rras pero sin resignarse a ser esclavos de sus enemigos; todo lo cual debió fomentar en ellos un sentimiento defensivo de "cas­ta". Y no en vano es una realidad el carácter familiar o "totémi­ca" de la historia nicaragüense; la endogamia de su "clase polí­tica", y, por supuesto, el hecho de ser el caudillaje una verdadera institución en Nicaragua; un fenómeno constante y decisivo que no tiene paralelo en los demás países de Hispanoamérica.

Se ofreCÍan a Tamagastad sacrificios humanos, seguidos de prácticas ancestrales de canibalismo. Pero estas últimas no tenían carácter ritual propiamente dicho, sino más bien "gastro­nómico", puesto que se condimentaba y cocinaba la carne humana; salvo en el caso de la sangre -por lo general, sangre enemiga-, que bebía el hechicero o "tamagast" y con la cual también rociaba los ídolos de piedra, aunque nadie estuviese muy seguro de que el dios la tomara. La verdadera excepción, al respecto, era el corazón, especialmente de adolescentes, que los caciques -y no siempre el "tamagast"- compartían con la divinidad, como los otros alimentos. Comer corazones jóvenes --conforme la interpretación de Jung- era un modo de apro­piarse de la vitalidad juvenil, o acaso, de vivir el mito de la eter­na juventud del héroe hecho dios; pero, a la vez, el compartir esa comida con la deidad, era como afirmar la propia filiación divi­na. Tamagastad, por lo tanto, no exigía imperiosamente vícti­mas humanas, porque no era un dios al estilo de sanguinario

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Huitzilopochtli de los aztecas. Pero aquí nos interesa, sobre todo, la naturaleza mítica del padre de los dioses niquiranos, más que el ritual en honor suyo. Sugestionados por el credo de aquellos aborígenes nicaragüenses, hemos tentado, en lo posi­ble, el misterio del mito; es decir, su dintorno significativo, antes que su continente ceremonial y expresivo, ya delineado por Lothrop, en Pottery o/Costa Rica and Nicaragua. El mismo autor, aunque su verdadero propósito era modelar el conoci­miento de nuestra cerámica precolombina, incursionó en la semántica de aquella mitología. En este campo, su rotunda afir­mación "de divinis nominibus" del panteón mexicano, es casi un homenaje a las peculiaridades del dios mayor de los nica­raos: "Entre los nombres de los dioses mexicanos, no hay nin­guno que se parezca a Tamagastad, a pesar de que hay mucho parecido en los términos religiosos aztecas." Y Lothrop, en este punto, iba más allá de un puro "nominalismo", al oponerse a la tesis de Eduard Seler, según la cual la pareja celestial niquirana corresponde a divinidades creadoras de los aztecas: "Las deida­des creadoras -argumenta Lothrop-- en las religiones primi­tivas, son usualmente diferentes de los dioses que se ocupan de los negocios humanos, y tal era el caso entre los aztecas. Empe­ro, en Nicaragua, lo que sucedía era todo lo contrario, ya que se hacían sacrificios humanos en honor a Tamagastad y Cippato­na!. "

No es ocioso buscar parentescos entre las deidades de Nicaragua y las mexicanas, siempre que se advierta que la semejanza entre los nombres no basta para identificar unos mitos con otros. El arqueólogo nicaragüense César A. Sáenz, en su estudio Quetzalcóatl en Centroamérica (1961), ha creído hallar en nuestro Tamagastad una versión niquirana de aquel dios de México, aunque tomando más en cuenta las variantes lingüísticas que el fenómeno de la metamorfosis de los mitos en sí, al que ya alude, sin embargo, el mismo arqueólogo. Y no es suficiente señalar que ambas deidades fueron héroes culturales. Porque Tamagastad era, sobre todo, un dios prístino o creador del mundo y, en cambio, nunca fue divinidad del viento; mien­tras que, Quetzalcóatl, en una de sus principales advocaciones,

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era el dios del viento, pero en ninguna, el creador. En lo que no parece haber duda es que el dios niquirano del aire Chiquinaut o Hecat tenía tanto de Chicnahui-Echecatl ("nueve-viento") co­mo de Quetza1cóatl-Echécatl. Por lo demás, César A. Sáenz aduce, a favor de las innegables correspondencias de nombres sagrados primitivos en Nicaragua y México, el testimonio de un elocuente y sagaz religioso franciscano del siglo XVII: "Para reafirmar lo anterior tenemos los informes que nos suministra Fray N. de la Concepción Zapata, en su libro Los Caciques Heroicos ... "Pero la verdad es que el inexistente padre Nemesio de la Concepción no pudo escribir ningún libro con ese título, sino una crónica apócrifa llamada "Vida del Guerrero Bárbaro Nicaroguán", la cual, según los editores, se conservaba inédita en la Biblioteca Nacional de Madrid, hasta que la Editorial América, dirigida por Blanco F ombona, la incluyó al final de una recopilación de tres supuestos manuscritos del también mítico Maestre Juan de Ocampo, bajo el título común de Los Caciques Heroicos (Madrid, Biblioteca Americana de Historia Colonial, 1918). Un procedimiento parecido -de mitología comparada en base a una comparación nominal, aunque viendo a Tamagastad en Tláloc-Tlamacazqui, dios mexicano de la llu­via, y no en Quetza1cóatl- es el que se ha empleado en la obra Religión de los Nicaraos, de Miguel León-Portilla, cuya indis­cutible autoridad de nahualista le llevó principalmente a cotejar por etimologías los mitos de nuestros indios con los de los nahuas del altiplano de México; ya que su "análisis de los testi­monios" es más bien una síntesis de lo que se halla en Oviedo. Quizás lo más seguro sería pensar que en Tamagastad se unie­ron armónicamente diversos símbolos de la fe indígena de los mexicanos, y que, por consiguiente, se trataba de una quintae­sencia, de un mito nuevo y singular.

Por otra parte, el magisterio solar de Tamagastad fecunda­ba la mente de su pueblo; una mente a presión de fantasía y des­pierta como el oriente. El gran cacique Nicaragua "era agudo y sabio en sus dichos y antigüedades"; expresado con palabras de Gómara, quien refiere mejor que nadie la entrevista de Nicara­gua y Gil González, en la cual el conquistador se llenó de asom-

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bro ante la sutileza de nuestro cacique, cuyas preguntas giraron en tomo al problema de la inmortalidad, en su pura vertiente escatológica del destino de las almas, y en el sentido de la super­vivencia temporal de los hombres poderosos y ejemplares, a los que Nicaragua veía como divinizados. Pero el pueblo, que había producido aquel jefe y pensador, era igualmente heredero de la sabiduría de Tamagastad. El falso padre Zapata, en su ya men­cionado apócrifo, elogia sí las artes y las dotes intelectuales de los nicaraos: "Estos indios habitadores de tales regiones eran extre­mosamente discurridores y despejados de entendimiento; veía­seles en todo su artificio, su industria, su trabajo de sabiduría, un grande modo de hacer" (Edic. cit., p. 229. Dicho texto fue repro­ducido en el número 57 de la Revista Conservadora del Pensa­miento Centroamericano, de Managua, julio de 1965).

No es seguro que nuestros aborígenes conociesen la escri­tura; pero ese otro "árbol de la ciencia", que es la tradición oral, estaba fieramente arraigado en su espíritu, debido tal vez a su fe, su buena fe en los misterios; a su respeto por los antepasados, y a su cerrado sentimiento de pueblo. En cierto modo, esa tradición podía suplir a la dicción escrita, y el "diccionario" niquirano sería, pues, la palabra de los padres; así como su "biblia" era una traducción de la voz de Tamagastad en los labios del adivino. Re aquí, en fin, algo de lo que dice el interrogatorio que, por mandato de Pedrarias Dávila, hizo Fray Francisco de Bobadilla, mercedario, agente principal de los primitivos nicaragüenses; verdadera encuesta de estilo periodístico, que reproduce Ovie­do:

"F. ¿Cómo sabéis eso?

1. Porque así lo tenemos por cierto entre nosotros, e así nos lo dijeron nuestros padres.

F. ¿ Tenéis libros donde eso esté por memoria como este que te muestro? (que era una Biblia).

1. No.

F. Pues que no tenéis libros ¿ cómo os acordáis de lo que has dicho?

1. Nuestros antepasados lo dijeron, e de unos en otros dis-

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curriendo, se platica, como he dicho; e así nos acordamos de ello.

F. ¿Hazlo dicho tú a tus hijos así?

l Sí, dicho se lo he, e mandádoles tengo que así lo tengan ellos en la memoria para que lo digan a sus hijos, cuando los tengan, e aquellos lo digan después a mis nietos; por manera que no se pierda la memoria. E así lo supe yo e los que son vivos de nosotros los indios" (Historia General y Natural de las Indias, XLII, 2).

Y en ese informe de Bobadilla -preguntas y respuestas a palo seco-, que hemos usado en estas páginas como carta de navegación en los misterios de Tamagastad, hay todavía un dato significativo: el de una "revelación" interrumpida. Porque la divinidad, que en otro tiempo revelaba sus designios al "tama­gast" y a los "teites" o caciques, había enmudecido desde la muerte, ya remota, del cacique Xostoval, padre de Cuylomegil­te: "Mucho tiempo ha de que nuestros dioses no vienen ni les hablan; pero antes lo solían hacer, según nuestros antepasados nos dijeron ... ". Dicha precisión es importante, porque un corto circuito en los hilos conductores de aquella voluntad divina suponía la soledad, cercada por las fuerzas naturales ocultas, y suponía el "ensimismamiento" de aquel pueblo, ya refugiado en la sola tradición. Sin los dictados del dios en cada circunstancia adversa, nuestros aborígenes debían sentirse un tanto descon­certados. Pero, además, habían perdido la fascinación ante lo revelado y, por lo mismo, el don adivinatorio de la vida inmortal -las vidas paralelas de los dioses-, para quedarse sólo con las visiones en la muerte: "Cuando se quiere morir, ven visiones, e personas, e culebras e lagartos, e otras cosas temerosas de que se espantan e han mucho miedo, yen aquello ven que se quieren morir; e aquello que ven, no hablan ni les dicen nada más que espantarlos ... "

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2. UNA CARRETA DE LEYENDA

LA CARRETA nicaragüense representa la edad antigua en la formación de nuestra nacionalidad mestiza, o acaso, la

mayor antigüedad del progreso en aquella tierra. Porque la vida agrícola de Nicaragua comenzó a rodar, esto es, a progresar por medio de las ruedas de la carreta. La carreta dice, cuando menos, "acarreo" y camino "carretero". Suponía, pues, un auténtico adelanto en el transporte de los productos de nuestro campo, y también una vía, por supuesto, más expedita que el sendero --camino propio de la "fila india"- e, incluso, que la cañada. Se dijera que la carreta "descargó" a nuestros indígenas y les hizo, a la vez, comerciantes "agresivos"; vocablo hoy tan en boga, cuya raíz latina es "gradi", que significa "andar", y la cual, curiosamente, se halla asimismo en el término "progreso", como que "gradación" y "progresión" dan, al unísono, la idea de avanzar de grado en grado. Y nuestra carreta es todavía fiel al progreso que en un tiempo significara o, si se quiere, fiel a su primitivismo, como diría Pablo Antonio Cuadra. De ahí que siga siendo un medio rústico, en el doble sentido de tosco y cam­pesino; pero cuya fidelidad a su origen progresista se revela allí, sobre todo, en la persistencia de su utilidad, que ha resistido a la ofensiva del vehículo de motor.

En vista de ello, ¿sería lícito describir a nuestro pueblo como "acarreado?" Lo cierto es que tal denominación resulta, en sí, demasiado descriptiva. Mejor dígase que, al parecer, los nicaragüenses hablamos o "cantamos" al ritmo de la carreta, seguramente por aquello que dice nuestro refrán: "Lo que no canta el carro, lo canta la carreta" o, lo que es igual, el carretero. y no es aventurado pensar que el "tempo" de nuestra historia es marcado también por la carreta. Ahí está, para demostrarlo, ese ritmo provinciano de nuestra vida nacional, que reiteradamente nos hace partir de cero; así como está el hecho de que nosotros

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entendemos la palabra "carretada" como medida de capacidad, usándola comúnmente, por ejemplo, en el comercio de leña o de arena. El propio Darío cuenta, en su Autobiografia, lo que sigue: "A veces los tíos disponían viajes al campo, a la hacien­da. Íbamos en pesadas carretas, tiradas por bueyes, cubiertas con toldo de cuero crudo. En el viaje se cantaban canciones ... Otras veces eran los viajes a la orilla del mar, en la costa de Poneloya, en donde estaba la fabulosa Peña del Tigre. Íbamos en las mismas carretas de ruedas rechinantes ... " (cap. 5). Todo lo cual indica que, en Nicaragua, la carreta no ha sido solamente un medio de trabajo, sino también un vehículo para el ocio. Val­ga, pues, la expresión de que aquel pueblo se ha divertido "a carretadas", porque, además, las carretas suelen estar presentes en nuestras fiestas folklóricas.

La carreta nicaragüense es un vehículo descapotable o "convertible": con toldo de quita y pon. Vestida, por lo tanto, da la impresión de ser una cuna; ya que asimismo tiene, a cada lado, una hilera de estacas verticales, a modo de barandas, y, por añadidura, se acompaña con cantos monocorde s y se mece. Pues bien, ese inequívoco aspecto de cuna es todo un símbolo, precisamente, del origen de nuestra carreta y, desde luego, de su constante imagen originaria. Así, ante nuestros ojos, la carreta pasea el principio de nacionalidad de los nicaragüenses y, a la vez, el arquetipo de un primario "desarrollo" de la genuina con­dición rural que ha definido nuestra vida, acaso por contraste con el subdesarrollo posterior. En cierto modo, pues, el toldo de la carreta es --como ahora se dice- el "techo" del esfuerzo de nuestro pueblo por la propia subsistencia o, mejor, el nivel de lo contingente, que por algo es todo aquello que está "de tejas aba­jo". En efecto, es posible adivinar en el pueblo nicaragüense una especie de centauro, como hecho de trascendencia y de tragedia cotidiana, vale decir, mitad ideales y mitad carreta.

Las dos ruedas de aquel vehículo nacional no son aros con radios, sino discos macizos. Y es curiosa la coincidencia de que a una cultura solar, como la niquirana, se le diera una carreta -semejante a la gallega- cuyas ruedas sugieren el símbolo del sol, es decir, aquel disco que se halla en el costado de un ído-

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lo con cuerpo de varón en cuclillas; pero con poderosa cabeza de felino, y que Carlos Bovallius, por cierto, dibujó en nuestra isla de Zapatera (Nicaraguan Antiquities, lám. 23). Ahora bien, si el disco alado representa, desde tiempos remotos, la purifica­ción y ascensión del mundo material, y de ahí que aparezca tam­bién como emblema del aire o del cielo; todo disco que rueda en la tierra puede simbolizar, como en nuestra carreta, la utilidad de la materia o su naturaleza práctica misma, además del domi­nio de la tierra por el hombre y su índole de hacedor.

Se trata, incluso, de un medio de "transporte pesado", como queriendo sembrarse en la tierra, y, por ello, lentísimo, con esa lentitud del tiempo que se pierde, o quizá del terreno ganado a nuestra historia por tantas ilusiones. Porque si aquel vehículo, con sus ruedas herradas, hace profundos surcos en nuestra vida histórica; pareciera que los sueños del hombre de Nicaragua se empeñasen en borrarlos. La verdad es que somos un pueblo fronterizo entre las realidades y los mitos. Por eso, de seguro, nos inventamos la Carretanagua; una carreta fantasma, que es como la sombra de nuestra carreta. "Nagual" o "nahualli" quie­re decir "brujo". De ahí que esa carreta mitológica sea, substan­cialmente, una carreta embrujada que salía por las noches, haciendo un ruido infernal, antes de que llegaran a nuestras calles el asfalto y los nuevos adoquines. Y adviértase que el mito de la Carretanagua es, sobre todo, auditivo, como que los vecinos de nuestras ciudades, ya asustados por el estruendo, casi no se atrevían a contemplar el paso de aquel espectro. En realidad, las calles nicaragüenses eran entonces empedradas, con unbs cantos tan irregulares, que se llegó a decir que la Carretanagua tenía, al parecer, las ruedas cuadradas. Pero el caso es que sólo la fe mítica pudo dar, en Nicaragua, con esa ver­dadera cuadratura del círculo.

Aquel pueblo es muy poco marinero, como puede indicarlo el eterno, abandono de nuestros viejos puertos en dos océanos. Pero sería más exacto decir únicamente que sí somos, en cam­bio, marineros de agua dulce. Y la prueba es que el mito de Cifar, navegante del Gran Lago -en los versos de Cuadra-, es nuestro único mito literario embarcado. Allí, en ese poema, sur-

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ge un barco fantasma; imagen nada corriente en la credulidad de nuestro pueblo, por lo cual dicho barco resulta, entre nosotros, doblemente "fantasma". Y así cabe pensar que la Carretanagua, inédito fantasma de carreta, puede ser la versión popular nicara­güense de ese barco espectral -y ya clásico en tantas latitu­des-, a falta de un soporte marino auténtico en las vivencias de aquel pueblo o, mejor, en el fondo milagrero donde nacen las imágenes. Además, la ecuación carreta-barco no es nada nuevo, pues se sabe que, en principio, las carrozas de carnaval eran carretas engalanadas que, justamente, fingían formas de nave. Podría objetarse, sin embargo, que el contenido simbólico de la nave reside en una pura "conexión de aguas" con el seno mater­no; mientras que la carreta de Nicaragua es, por definición, un resumen telúrico y terrestre, unos ejes que chirrían y un madera­men que cruje. Pero ya vimos cómo nuestra carreta da testimo­nio permanente de los orígenes de un pueblo, reclamando con fuerza los signos y los símbolos de la maternidad, porque, al fin y al, cabo, es la madre-carreta de los nicaragüenses. Decid si en Nicaragua no está viva, al respecto, esa mítica historia de que Rubén Darío -sin duda el más despierto de nosotros- nació en una carreta, cuando Rosa Sarmiento, llena de gracia poética, iba precisamente siguiendo el Norte: hacia tierras de Honduras. y fue, en verdad, entonces que el poeta vino a los suyos; pero no propiamente en aquella carreta, sino en la casa de Metapa, en una simple casa del camino.

Por otra parte, la Carretanagua es un fantasma que rueda; lo cual no debe olvidarse, porque la rotación genera siempre pode­res mágicos. "Guirnalda del Año" -o sea, rueda del tiempo­llamó Pablo Antonio Cuadra a una colección de sus poemas, usando un simbolismo zodiacal y, por tanto, de origen esotéri­co. En este sentido --que es, en rigor, el sentido de la supersti­ción-, nuestro fantasma rodante se asocia a la fortuna, es decir, a la "rueda de la vida", cuyo equilibrio consiste en una corres­pondencia de los términos del binomio vida-muerte. Las rue­das, pues, de aquella carreta bruja serían nuestras ruletas; ya que por algo la suerte o la "tuerce" -la mala fortuna- no se le caen de los labios al pueblo nicaragüense. Los bueyes mismos que

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tiran de la carreta son animales fundacionales, como lo fueron en Roma. Y todo ello nos remite a esa otra Edad Media de la conquista y la colonización americanas. Por eso puede hablarse, de algún modo, hasta del "goticismo" de la carreta, como que en realidad se trata de un vestigio noble -"estilo" popular ni cara­güense-; verdadero vestigio de la construcción artesana de espíritu medieval y, por 10 mismo, simplificada y comunitaria. Pero Dios nos libre de aducir aquello de que la arquitectura góti­ca parece inspirada en la arquitectura naval, o que en las cate­drales de la Edad Media se ha visto la forma de un casco de navío vuelto hacia abajo. Porque aquí sólo estamos ante los res­tos de un naufragio histórico y, en consecuencia, nos movemos en el terreno del mito, en una tierra de señales mágicas, como la nuestra. ¿Hasta qué punto, pues, se pisa en firme cuando se dis­cute la legitimidad de cualquier simbolismo? Y, según eso, ¿habría que relacionar con signos ancestrales incluso el hecho de colgar, a veces, en la pared las ruedas de carreta, como si fue­sen rosetones góticos?

El hecho mágico nace del instinto de conservación. Es una forma de defender la vida en su secreto, por las buenas o las malas. Yen el secreto de la vida juega un principio binario, solar y lunar, diurno y nocturno, que es el principio de disyunción, cuyo símbolo, además, es la inicial de nuestro "yugo". El yugo de la carreta indica, por supuesto, sacrificio o cruz -la cruz entrecerrada de la "Y" griega-; pero también disciplina de los contrarios o armonía de fuerzas. De ahí que los dos bueyes, bajó el yugo, desempeñen en la carreta una sola función, como si se tratara de animales siameses. Es la misma función que cumplen las dos ruedas, y éstas igualmente participan del impulso vital simbolizado por los bueyes. Pero la fuerza de la vida tiene signo solar, ante todo. Por eso la carreta embrujada, nuestra Carreta­nagua, se distingue primero por su nocturnidad. Es, en efecto, el polo negativo del sistema binario; es el revés de la carreta que trabaja de sol a sol en el campo nicaragüense; es, en definitiva, una carreta que conduce la Muerte. Nuestro pueblo dice tam­bién que la pareja de bueyes de la Carretanagua es una yunta de esqueletos. Y esta conversión del buey en una fuerza lunar y

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pasiva puede explicarse por la clásica "paciencia" del animal, en el mundo de las realidades, y, desde luego, en virtud de su género neutro. Porque, en verdad, el buey tiene una imagen con­servadora, y sólo el mito lo levanta a la categoría simbólica del progreso, o acaso lo eleve también la "yunta" misma, que repre­senta lo opuesto a la "disyunción", esto es, el desequilibrio de la muerte. La yunta es, por lo tanto, correspondencia, integración de la vida agrícola del hombre nicaragüense; una vida turbada, en la noche, por los mitos de la muerte, pero ilusionada en el tra­bajo por los mitos de la vida.

¿No es acaso revelador que la poesía de Nicaragua celebre al buey asociándolo con el sol, como si la virtud poética realiza­ra la asunción de las formas vitales inferiores a un destino más alto? He aquí el famoso ejemplo de Rubén Darlo, predicando solares evocaciones en la plenitud de su vida:

"Buey que vi en mi niñez echando vaho un día bajo el nicaragüense sol de encendidos oros, en la hacienda fecunda, plena de la armonía del trópico ... "

("Allá Lejos")

Y, unos versos después, como quien se da cuenta de haber dado en el clavo, el poeta remacha la imagen luminosa, esta vez con el sol naciente:

"Pesado buey, tú evocas la dulce madrugada que llamaba a la ordeña de la vaca lechera ... "

Pero también Pablo Antonio Cuadra ha cantado al sol nues­tro de cada día o al buey nicaragüense con nuestro sol al fondo:

" ... este sol corpulento y anciano amigo de nuestros muertos, agricultor desde la edad

{ de nuestros padres, propietario de la primavera y de sus grandes bueyes

{mansos.

("Introducción a la Tierra Prometida")

Por consiguiente, el buey de nuestra poesía es el diurno y

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laboral; no el de la Carretanagua, que es un buey de la noche y la superstición. Sin embargo, en la mente de aquel pueblo, uno y otro forman con la carreta una sola pieza. Alfonso Cortés llega incluso a imaginar a nuestro buey como astilla de tal palo, o sea, de la misma madera que la carreta:

"¿Es de cocido barro o de maderas toscas este buey que en la calle he visto más de un día arrastrar la carreta y espantarse las moscas con el cansancio inútil de la monotonía?"

("El Buey")

y en el propio Darío aparece también el buey uncido a la carreta y, encima, diciendo -o maldiciendo- tenebrosos au­gurios para el hombre, a manera de miedos nocturnos. Habla el buey:

"Mi testuz sabe resistir, y llevo sobre los pedregales la carreta cuyas ruedas rechinan, y en cuya alta carga de pasto crujidor, a veces cantan versos los fuertes campesinos.

El azul es en veces negro. El astro se oculta, desaparece, muere. El hombre es aquí el poderoso traicionero. Para él, temor. "

("Gesta del Coso")

Ahora sólo queda por contrastar este análisis con la presen­tación de la Carretanagua que ha hecho el profesor Enrique Peña Hernández, en su utilísimo Folklore de Nicaragua. Ya de entrada, él nos cuenta que aquella aparición lunar o pasi va y, por ende, femenina-verdadera "dama duende" de los nicaragüen­ses- "sale como a la una de la mañana, en las noches oscuras y tenebrosas" (p. 129). Aquí conviene observar, que esa noche cerrada no se contradice con el carácter lunar, pues la luna tiene "fases", precisamente, y de ahí que se la considere voluble, cambiante o huidiza, como se dice de la mujer, hasta el grado de

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hacerse invisible por etapas; pese a lo cual no deja de asociarse a la oscuridad de la noche. Es, por esencia, un astro "ocultante" y, además, no tiene luz propia. Por ello se habla, rigurosamente, de su pasividad, que, en determinado sentido, equivale a la muerte. La luna es lo mudable, lo perecedero, lo mortal, y así lo ha con­firmado la astronáutica. Es, al mismo tiempo, Selene, arriba, y Hécate -la hechicera, la maga-, en las regiones inferiores. La luna representa, pues, el inconsciente, que es la patria de los mitos. Pero también ella, en su arisca forma terrestre de Diana o Artemisa -como personificación de la caza-, fue quien dio muerte a Búfago, cuyo nombre significa "devorador de bue­yes", y quizá por esa razón algunas de las estatuas de la diosa, en la parte inferior del cuerpo, tenían esculpido ese animal, junto con otros; así como, en honor suyo, se sacrificaban igualmente bueyes. Por 10 demás, Peña Hernández habla, sintomáticamen­te, de la una de la "mañana" y, desde luego, emplea el verbo "salir", que 10 mismo puede aplicarse a la luna que a los espec­tros. No resulta, por 10 visto, muy aventurado pensar que acaso nuestro fantasma sea, una carreta tirada "por los cuernos de la luna".

A continuación, el citado folklorista señala que nuestra carreta bruja "al caminar hace un gran ruidaje; pareciera que rueda sobre un empedrado y que va recibiendo golpes y sacudi­das violentas a cada paso. También pareciera que las ruedas tuvieran chateaduras." Pues bien, el expresivo nicaragüeñismo "ruidaje", como ruido ensordecedor y sostenido, describe exac­tamente -aunque tal vez le sobre el adjetivo "gran"-la tradi­ción de catástrofes naturales recibida por nuestro pueblo, en for­ma de memoria auditiva, y expresa, por supuesto, la clásica voz de la furia de poderes superiores, o sea, la voz de la conciencia mítica, cuyo arquetipo es el trueno. Y debe añadirse que, según se ha visto, Rubén mismo da a entender que allí los típicos cami­nos de carreta son verdaderos "pedregales"; amén de que nues­tras vías urbanas, hasta muy entrado este siglo, cuando no eran empedradas de modo desigual, exhibían los baches de las calles "de aluvión".

y Peña Hernández sigue en estos térnlinos su minuciosa

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pintura: "es una carreta desvencijada y floja, más grande que las corrientes, cubierta con una sábana blanca a manera de tolda. Va conducida por una Muerte Quirina (véase nuestro capítulo sobre el Cadejo), envuelta en un sudario blanco, con una guada­ña sobre el hombro izquierdo." Hay que destacar, en principio, la frase: "más grande que las corrientes", porque encierra el carácter insólito del hecho mágico y, a la vez, su gigantismo o desmesura, como imagen característica del miedo y de la propia imaginación suelta. Por lo que respecta a la figura de la muerte, con el oficio de conductora, acaso pueda vincularse a un atavis­mo sacrifical, que implicaba la inmolación hasta del destino indígena; ya que el resto de los pom1enores de la descripción responde al simbolismo universal, pues la "guadaña" peculiar de nuestro pueblo es el machete, y no aquella consabida de las viejas estampas de la muerte. Por añadidura, en las ilustraciones del Tarot -popularizadas en Nicaragua a través del juego de naipes que llamamos "chalupa"-, la Muerte, que pertenece al arcano decimotercero, lleva asimismo la guadaña al lado iz­quierdo, tal como corresponde a una "siniestra" guadaña. Pero, en los pintorescos detalles de la cita, llama también nuestra atención la insistencia en el color blanco, que, sin duda, es el plata heráldico y lunar.

Un paso más, y Peña Hemández se refiere al tiro de la Carretanagua y a ciertas particularidades de su ruta macabra: "Va tirada por dos bueyes encanijados y flacos, con las costi­llas casi defuera; uno color negro y el otro overo ... No da vuel­tas en las esquinas. Pues si al llegara una tiene que doblar, desaparece; y luego se la oye caminando sobre la otra calle." Empecemos, pues, por el aspecto de la yunta de bueyes. El texto que reproducimos coincide casi con la versión adoptada por Pablo Antonio Cuadra, en El Nicaragüense, al precisar que estamos ante una carreta "conducida por esqueletos de bueyes" (p. 36). Sin embargo, Peña Hemández hace luego una curiosa advertencia, a saber: "No son pocos los indios que aseguran que la Carretanagua no va tirada por bueyes, ni por ningún otro ani­mal. Dicen que camina sola, es decir, por su propia virtud." Esta última frase, subrayada por el mismo autor, nos da la medi-

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da de la conciencia mágica de nuestro pueblo. Y, en tal sentido, interesa más la especificación del color de cada uno de aquellos animales. Hagamos gracia del negro, que, como se sabe, simbo­liza generalmente la negación, las tinieblas, el maleficio y, ade­más, el estado de putrefacción. Pero sí importa mucho fijarse en el buey "overo" y, concretamente, en las manchas de su piel. Porque "overear" significa, entre nosotros, producirle por vida manchas blancas a una persona, mediante prácticas de brujería. Y, debido a ello, existe la creencia popular de que la enfermedad que allí conocemos como "bienteveo" -por semejanza con las hojas de una planta del mismo nombre y acaso también por irri­sión- se presenta a causa de un bebedizo o del simple mal de ojo. "¿Qué me mirás vos?", pregunta con demasiada frecuencia nuestro pueblo desconfiado. El caso es que el "overo" --o el "manchado"- no sólo es mal visto en Nicaragua, sino alguien, sobre todo, a quien "se ha mirado mal". En cuanto al hecho de que la Carretanagua no dobla en las esquinas, se trata segura­mente de un indicio de su embrujamiento y, por lo mismo, de su filiación diabólica. Nuestra carreta bruja, en efecto, sólo se mueve en línea recta, porque dar la vuelta en un cruce de calles sería, justamente, "cruzar" a otra calle y, en cierto modo, hacer la señal de la cruz.

Y, una vez más, Peña Hernández escribe: "No saben los indios a ciencia cierta qué objetivo tengan las andanzas de la Carretanagua. Creen algunos que pasa anunciando la próxima muerte de alguien; pues ya se ha visto que al siguiente día de haber pasado, alguna persona enferma, se pone mala y muere. De ésa dice la gente que se la llevó la Carretanagua -por el hecho de que habiendo estado sana, enfermó y murió por el pase de la mortífera carreta. " Por supuesto que nuestro pueblo no puede saber "a ciencia cierta" el móvil de aquella carreta; ya que inclusive las llamadas "ciencias ocultas" se sitúan al mar­gen de la verdadera ciencia. Alfonso Valle refiere, por su parte, "que la imaginación popular suponía que vagaba por las no­ches" (Diccionario del Habla Nicaragüense); lo cual quiere decir que la Carretanagua no tenía rumbo fijo. Sea de ello lo que fuere, la verdad es que la interpretación de la misma como

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"coche fúnebre" está generalizada en Nicaragua, como lo esta­ba entre los etruscos el carro tirado por caballos con alas, pareci­do al que Hades usara para llevar a Perséfone al país de los muertos. Pero la imagen más difundida universalmente, como vehículo de la muerte, es la de una barca. Vale decir, por consi­guiente, que no anda descaminada nuestra fantasmagórica na­ve-carreta. Y debemos hacer una precisión final. Peña Hernán­dez recuerda, con relación a la persona que muere, aquel dicho nicaragüense: "se la llevó la Carretanagua"; frase que, en un cli­ma todavía de magia negra, puede tener algo de "se la llevó el diablo". Por lo menos, en razón .de los "demonios de la muer­te", que dice van Franz, o quizá por aquello de que desearle la muerte a alguien se entiende, a todas luces, como desearle el mal.

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3. EL CADEJO, MITO DEL PSICOPOMPO

EL PUEBLO de Nicaragua es "todo oídos" porque aún "se deja llevar de la corriente" de la oralidad. Su genuina cultu­

ra sigue siendo mitología, ficciones que se cuentan de padres a hijos. Yesos cuentos "de nunca acabar" estimulan la inventiva de los nicaragüenses, hasta ser habitual entre nosotros "salir con un cuento", en el sentido de justificarnos con fábulas ante los demás. Culturalmente, pues, aquel pueblo suele "tocar de oído", y, desde luego, sólo por culpa, por la máxima culpa de quienes no le enseñaron a leer. Pero aquí se alude --con tristeza, por cierto-­a lo que dice nuestro refranero: "No tiene la culpa el loro, sino quien le enseñó a hablar. " Y, justamente, el loro o la lora -en femenino, como nosotros la nombramos, acaso para galantear­la-podría ser nuestro animal heráldico, símbolo vivo de la tra­dición oral nicaragüense; ya que también la lora es el animal doméstico por excelencia en Nicaragua. ¿No es lícito, además, relacionar un especial cultivo de ese sentido estético que es el oído con la invencible vocación poética de nuestra gente? i Si hasta por paradoja, la mejor defensa de aquel pueblo está en "hacerse el sordo", parapetándose, como otro Minotauro, en el laberinto del oído! "No, tatifa, serán los oídos que le chillan" le contestan los hijos, en son de reproche, a nuestro Güegüense -máscara de comedieta folklórica, pero criatura primigenia del ser nicaragüense-, cuya fingida sordera es más que un medio para complicar la trama o atar el "enredo" y, por supues­to, bastante más que un truco para desatar el humor. Vale añadir, entre paréntesis, que el Güegüense es el peor sordo, o sea, "el que no quiere oír". Se trata, por ello, de una voluntad de conser­vación y no de un instinto; de una salvación consciente de la propia personalidad, que no debe asociarse a la del "gracioso" de la comedia clásica española, mero contrapunto del personaje central. Porque la sordera de aquel mito de nuestra nacionalidad

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es todo un carácter, un protagonismo y un modo de ser; nunca un hábil recurso destinado sólo al entretenimiento.

Estábamos, sin embargo, en eso de que el nicaragüense necesita aparentar que no oye, porque se halla condenado a escuchar como nadie. En efecto, una de las muletillas más características de nuestro lenguaje es el "te cuento", y así no queda más remedio que aprender a escuchar. Pero el colmo de quien sabe escuchar es fingirse "duro de oído", para que le repi­tan el cuento. Y no se olvide que la tradición oral es, por esencia, repetitiva. De ahí que al nicaragüense lo que le entra por un oído, "no" le sale por el otro, sino por la boca. Diríase que el des¡.. tino de aquel pueblo, constantemente amenazado en su identi­dad histórica, es permanecer atento; ser un pueblo que "se fija", como allí decimos de la lora. El nicaragüense, por otra parte, no suele ser locuaz. Como hombre que vive escuchando, no es de los que hablan sin parar; pero sí puede reconocérse1e como dichero o dicharachero. Porque el dicharacho y el dicho tien­den, precisamente, a volver a decirse. En este sentido, nuestro pueblo se repite a sí mismo, con la monotonía de aquella Natu­raleza de dos estaciones. Y así se explica el abuso que hay en Nicaragua de la partícula "re", que hasta cuando lleva intención ponderativa equivale a mencionar algo dos o más veces. Allí también usamos, como en España, "requemado" o "rebueno"; pero, además, se dice "remaduro" o "retemp1ado" (por "alenta­do", "confortado" ... ), e incluso la palabrota nacional, que entre nosotros tiene únicamente la significación de "fastidiado", se convierte con frecuencia en "rejodido"

Todo ello viene a cuento de que no debe resultar extraño que muchos de los mitos nicaragüenses que llamaremos "esca­talógicos" sean mitos típicamente auditivos. Ahí están, por vía de ejemplo, la Llorona, con sus quejidos de "quijongo" -el contrabajo nativo de nuestra música popular-, o bien la Cegua, con sus "chirridos infernales", "voces y maullidos", "horrendas carcajadas" y "silbidos", de los cuales habló Rubén Darío en el poema que tiene el nombre de este fantasma de mujer. Es cierto que en todos los países hay espantajos que se oyen, además de verse; pero es raro que asimismo se den, como sucede en Nica-

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ragua, "aparecidos" que no aparecen por ninguna parte; "fantas­mas" que no son tales, conforme la etimología griega, que sólo significa "visión" fantástica, "imagen" o "espectro". Es el caso de nuestro Cadejo, "que todos hablan de él, pero nadie 10 ha vis­to", según el refrán nicaragüense.

El hecho mismo de que el Cadejo ande en Nicaragua de boca en boca o "de dicho en dicho", corrobora su carácter de mito puro, como verdad existencial comunitaria y permanente. y esto a pesar de su "naturaleza" escatológica, es decir, aquella que pertenece al "plus ultra" de la condición humana, a la ultra­tumba; la "naturaleza", en fin, de todo mito originario y no de aquéllos por extensión. El Cadejo es un mito de la muerte nica­ragüense y, por lo tanto, vinculado a una realidad concreta, por-o que nuestra muerte "está ahí"; esa "muerte-quirina" con que nuestro pueblo expresa su mestizaje, sin darse cuenta de la redundancia. Pero tal mito responde también a un impulso metafisico ancestral, seguramente el mismo que había movido al cacique Nicaragua a preguntar a Gil González esto que trans­cribe Gómara: "Dónde habían de estar las almas, y qué habían de hacer una vez fuera del cuerpo, pues vivían tan poco, siendo inmortales" (Historia General de las Indias, la parte). Y, por añadidura, se trata de un mito arraigado en la moral de nuestra sociedad provinciana. Porque el Cadejo -escribe Alfonso Val1e, en su Diccionario del Habla Nicaragüense- "salía a asustar a los trasnochadores callejeros." Su presencia, pues, parece una forma de escarmiento ejemplar para la "gente de mala vida".

Ahora bien: así como las cargas eléctricas de distinto signo, se atraen; esas verdaderas cargas de profundidad que son la vida y la muerte, también "se tocan". Por e110, nuestro mito de la muerte resulta, de algún modo, un mito vital, en la medida de la creación, de 10 ab-origen. A decir verdad, el Cadejo, para los nicaragüenses, es un pecado de originalidad o un remordimien­to de conciencia histórica. Ese mito es el pasado hecho presente, y vale la pena vivirlo, en tiempos de furiosa desmitificación, puesto que su presencia casi genética condiciona nuestras cos­tumbres. Más aún: modifica nuestra cultura, que tiene mucho de

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"misterios", de habladurías y de consejas. "Para no cansarte el cuento", es una frase habitual del nicaragüense, que vive "cuen­teando" y que, por lo mismo, teme aburrir a su interlocutor. Nuestra cultura es ritual, en el sentido de la costumbre. Es, sobre todo, un "culto" a la fabla y la fábula, que están, precisamente, en la raíz etimológica del mito. Por algo, "mito" y "rito" se dife­rencian sólo en una letra. Así, en aquellos relatos, los hechos tie­nen apariencia de hechizos, de diabólica ceremonia. No se sabe si el Cadejo puede presentarse en forma de hombre, bestia o demonio, por la sencilla razón de que "nadie lo ha visto". Sin embargo, en una versión de esta leyenda, nuestro mito adopta casi la figura de un animal híbrido del macho cabrío que preside los aquelarres y del can Cerbero, guardián de los Infiernos, del imperio de Hades. Fernando Buitrago Morales, en sus Pasadas --o relatos de 10 que él ha visto al pasar y, a la vez, imagina-, 10 llama indistintamente "perro del Malo", "cabro malo" o "ani­mal desconocido", el cual se anuncia con "el ruido sordo y arrastrante de su trote cabruno". Y el mismo autor nicaragüense llega a describirlo como "ofreciendo la brillantez de una piel netamente negra con el capricho de una barriga y de un pecho nítidamente blancos y un par de carbunclos, vastas brasas, por ojos ". Pero Buitrago Morales tiene buen cuidado de advertimos que "por 10 menos ese parecido le encontró" y que "sólo poquí­simas personas alcanzan a conocerlo". Y, al respecto, conviene asimismo citar lo que nos recuerda Alexander Eliot: "La fun­ción de guía de almas (psicopompos) fue también asumida por animales como el perro o el lobo; del mismo modo, Anubis cum­plió una tarea similar en la mitología egipcia y los demonios buenos y malos, que acompañaban al hombre a través de su vida, defendían el alma ante el juez de los muertos" (Mitos).

A su vez, Pablo Antonio Cuadra, en un ensayo titulado "Los Toros en el Arte Popular Nicaragüense" (Cuaderno del Taller San Lucas, No. 4), vio en el Cadejo un caso de licantro­pía, asociándolo a una variante del mito de Licaón, el sanguina­rio rey de Arcadia que Zeus convirtió en lobo. Homero no habla de esa metamorfosis, pero pone en labios del personaje una fra­se terrible: "Debo ser odioso al padre Zeus". (11., XXI, 74-96).

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Ovidio, en cambio, sí nos cuenta la leyenda del hombre-lobo, del cual dice que "sigue siendo la imagen de la ferocidad" (Met., 1, 230-239). Pero es en la mitología nórdica, en el lobo Fenris, donde se halla relacionada esa bestia con lo demoníaco, como símbolo del desorden y del espíritu del mal. Y si hubiese que buscarle figura corporal a nuestro Cadejo, no sería exacta­mente la del lobo, sino la de un perro, ya mencionado por Ovie­do, cuando refiere las prácticas' de brujería en Nicaragua: "e tie­nen por averiguado entre los indios, que estos TEXOXES se transforman en lagarto o perro o tigre, o en lá forma del animal que quieren" (Hist. Gral. y Nat. de las Ind., XLII, 12). El cronis­ta añade que, al interrogar a un indio sobre el rapto de un niño español, "dijo que sí, que TEXOXES eran; porque ... los había visto, que eran dos animales grandes, el uno blanco y el otro negro ... e halló el rastro de las pisadas de los dichos animales, como de perros grandes ... " (ídem). Por supuesto, esos "perros grandes" no se parecían a los "perros mudos" indígenas (nues­tros "xulos", es decir, "xúlot" o "xólot") que tanto interesaron a Oviedo, aunque sí a los temidos perros de presa de Pedrarias Dávila, probablemente lebreles y mastines. La imaginación del pueblo haría con facilidad lo demás, pasando del mastín o "perro lobo" al lobo de "hocico diabólico" -que dice Darío-, de éste al hombre-lobo, dado el precedente de los primitivos "texoxes". Un nuevo paso, y se caería en la confusión entre el Cadejo y el "infame lobo del demonio". ¿Y por qué no mejor el coyote, que es el lobo americano? Así tendríamos un coyote fantasmagórico, además de un Tío Coyote, que es también el personaje tradicional de muchos cuentos de los indios de Esta­dos Unidos; personaje hispanizado por Coronel Urtecho, como "el animal-Quijote". Pero el caso es que ya tenemos en Nicara­gua un coyote "aparecido" y, por añadidura, vinculado a ritos infernales, en la leyenda de la Teodora Coyota, muy distinta de la del Cadejo. Nos la relata Nicolás Buitrago Matus, en su obra León, la Sombra de Pedrarias. Se trata de un curioso mito, según el cual una vecina de León de Nicaragua, Teodora Mora­ga, se descamaba -literalmente- de sus formas femeninas, en la embrujada noche, quedándose en puro esqueleto, para luego

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vestir la carne, la piel y los instintos del coyote. En cierta oca­sión, sin embargo, el agua bendita y unas reliquias colocadas sobre aquellos verdaderos despojos de su imagen de mujer, la dejaron para siempre transformada en coyote mitológico:

"Dormite, niñito, cabeza de ayate, si no te dormís te come el coyote. "

Todas estas leyendas son mestizas, y se remontan, cuando más, a mediados del siglo XVIII o al despertar del XIX, como señala Buitrago Matus. La contemporaneidad entre las mismas hace, pues, que tiendan a barajarse. Es lo natural y, por tanto, ello no debe desnaturalizar unos mitos que, como el del Cadejo, nos conducen al manantial común de la muerte y la vida. N o tra­temos de ver en nuestro Cadejo una reproducción de los anima­les totémicos, a no ser que se tome el sustantivo "animal" por su revés etimológico de "ánima". Dijérase que el Cadejo es un "alma en pena", con esa entidad platónica, incorpórea, de un más allá de "aquí no más". Porque el mito puro es pura poesía, nombre en el origen, conjuro y ensalmo. El mito se clarea y se recita como un exorcismo. Cuando nuestro pueblo dice "Cade­jo", sube el nivel de su credulidad, de su fe mítica, donde se hacen presentes el maleficio y el beneficio. Por consiguiente, la palabra "Cadejo" (con mayúscula) está conectada, al menos, a una realidad moral. Pero, antes que nada, el Cadejo opera como una realidad lingüística en Nicaragua, con fuerza de evocación coral o comunitaria, que ha influido, sin duda, en el comporta­miento histórico de los nicaragüenses y que sigue creando ver­dades objetivas en el orden de la sabiduría de la vida, lo mismo que en el artístico. Aún más: "El proceso mediante el cual las imágenes míticas afloran del inconsciente a la conciencia --como indica Furio J esi- constituye, cuando se trata de mitos genuinos, también una determinante de equilibrio humanista entre inconsciente y conciencia" (Literatura y Mito).

Por lo demás, al Cadejo se le atribuye igualmente el poder estar en varios sitios a un tiempo, como para aseguramos de que

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no aparece en ninguno. Y acaso por ello se inventó la palabra "encadejado", la cual designa, literalmente, al poseído por el Cadejo, al que lo lleva consigo, como en el caso del "endemo­niado", En cambio, si se hubiese querido dar la idea de una "visión" quimérica, podríamos haber usado la expresión '1uga­do de Cadejo" -o algo por el estilo--, así como decimos "juga­do de Cegua", y no "enceguado", para referirnos a la persona a quien "le ha salido" este otro personaje mítico de largos dientes y de cabellera larguísima de vieja. Y el ser invisible del Cadejo o su propio estar dentro del "encadejado", adquieren pleno senti­do en el hecho de que al general Emiliano Chamarra se le cono­ciera en Nicaragua por "El Cadejo", no a manera de un simple apodo, sino porque, en cierta época, la gente rústica de nuestro pueblo creyó de veras que ese caudillo de guerras civiles y Pre­sidente de aquella República tenía poderes mágicos, los cuales le permitían no ser localizado por quienes iban con la orden de capturarle; hallarse de modo simultáneo en varios frentes de batalla, o estar en primera línea de combate sin ser alcanzado por el fuego del enemigo. "A tal señor, tal honor". Al burlador de la muerte, un mito de la muerte, que produjo, paradójicamen­te, aquel grito popular que más ha surcado los aires nicaragüen­ses: " ¡Viva Chamorro!" Porque allí se abusa del grito callejero como para compensar nuestros "oídos sordos". Y recuérdese que pronunciar un mito en voz alta es una forma ceremonial de reclamar su existencia misma; de crearlo de nuevo en su verdad de origen, y de que tenga vida en lo más íntimo del hombre o que se manifieste. De cualquier forma, se trata de desentrañar el mundo y de apropiárselo: "El hombre de las sociedades en que el mito es algo vivo -escribe Mircea Eliade- vive en un mun­do abierto, aunque cifrado y misterioso. El mundo habla al hombre y, para comprender este lenguaje, basta conocer los mitos y descifrar los símbolos" (Mito y Realidad).

El lenguaje y el mito funcionan iluminándose mutuamente, por ser los dos --como ha precisado Cassirer- "formas idea­doras" u "órganos de la realidad" que nos imponen el esfuerzo "de comprenderlos en su interacción, de entenderlos en su dependencia y en su independencia, ambas relativas" (Mito y

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Lenguaje). Por eso, no es ocioso contrastar cualquier "icono­grafia" del Cadejo en el propio signo lingüístico, que es tal sig­no, precisamente, por tener en propiedad y asociar en nuestro espíritu una significación y un "significante"; en este caso, el sentido de la voz "cadejo" y la imagen sonora de la misma, las cuales, a su vez, se asocian por atracción recíproca, aunque se distingan entre si rotundamente. Pues bien, Corominas sospe­cha que el término "cadejo" --de 'dudosa etimología- se deri­va de "cadarzo" ("seda basta de los capullos enredados"), en virtud de un cruce de éste con la palabra "madeja". Sea de ello lo que fuere, la verdad es que "cadejo" significa en lengua españo­la "parte del cabello muy enredada", "madeja pequeña" y "con­junto de muchos hilos para hacer borlas". Está claro que esas acepciones no pueden emparentarse ni remotamente con la car­ga semántica del Cadejo de la mitología nicaragüense. Allí el Cadejo se ha caracterizado como un ser invisible y extrahuma­no, o se le ha confundido con el perro negro (los "sobos de man­teca de perro negro") de nuestra brujería.

y aquí conviene apuntar que las dicciones terminadas en "ejo" -sean rigurosamente diminutivos o no-- resultan típicas del lenguaje vulgar nicaragüense. Basta saber que abusamos del término "pendejo", hasta volverlo palabrota corriente, confor­me las acepciones 2a. y 3a, que trae el Diccionario de la Acade­mia ("El que va para viejo va para pendejo"); que al muchacho inquieto o travieso le llamamos con el diminutivo mestizo "pil­guanejo"; que allí decimos "berrejo", aplicando tal vocablo a la persona de aspecto débil y de mal color o verdosa, y que empleamos "alicrejo" a manera del despectivo peninsular "bi­chejo", referido asimismo a la persona de mala índole. Otro ejemplo sería el adjetivo castellano "parejo", al que nosotros recurrimos con inusitada frecuencia, y que abunda en nuestros dichos: "Duro, tieso y parejo" (modo de referirse a una forma de proceder enérgica) o "No hay que dar brincos estando el suelo parejo" (para advertir que no existe motivo de alarma).

En cuanto a la versión del Cadejo con figura de cánido, hay que observar que es producto de un error fonético. Como del latín "catellus" ("cachorro") se derivó el arcaísmo "cadiello",

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que el Diccionario de Autoridades, en 1726, había definido como "perro", y que, en su forma "cadillo", tiene en la última edición del léxico oficial el significado de "perro de poco tiem­po"; se cometió la equivocación de creer que "cadejo" también procedía, como una variante, de aquel término latino. Con dicho antecedente, incluso es posible que en Nicaragua se haya parti­do de otra falsa etimología popular: un imaginario cambio de "caNejo" en "caDejo". Pero resultaría demasiado caprichosa la transformación de esa "n" intervocálica y simple en una "d" fri­cativa ---{fe suyo vacilante-, porque ya se sabe que suelen per­manecer intactas las consonantes nasales y líquidas, como en el caso del hipotético "caNejo". Por lo demás, el propio Lazare Sainéan supuso que la palabra "cadejo" (en portugués, con el sufijo "exo") provenía de "catellus", aunque sin explicar ~o­mo apunta certeramente Corominas- la transformación de "ellus" en "ejo".

Pese a lo dicho, nuestro Cadejo sigue siendo un misterio, una maraña, como de "muerte-quirina" que asusta, sin dejarse ver. "Cadaverejo" y Cadejo, a un tiempo. Y permítaseme la bro­ma de ese vocablo despectivo y de la arbitraria síncopa o "fuga" de sonidos, que se ha quedado en aliteración. Al fin de cuentas, lo de "cadaverejo" se inspira en la intencionalidad con que Rubén usara -en su Autobiografía- el latinismo "cadaveri­na". Mas también responde a la quintaesencia del Cadejo que nos da el refranero de Nicaragua, como si se tratara de una ceñi­da definición. Según eso, el Cadejo tiene el rostro de la muerte: un inconfundible rostro en hueco. Y por algo le acompaña el perro de la muerte, ése que Jung dice haber visto en una pesadi­lla, y que es apenas la sombra que proyecta la misma muerte, un aullido apenas, como en el verso dariano:

"una ilusión que aullaba como un perro a la Muerte. "

("Marina")

He aquí, pues, un mito y su sombra. Porque a los dominios de la muerte se les llama, precisamente, "el reino de las som­bras"; reino del cual el hombre de Nicaragua sólo ha podido regresar a medias: como un ser inmaterial o adoptando una terri-

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ble forma, tanto más espantosa cuanto más deshumanizada. Así se han multiplicado, entre nosotros, las versiones del mito del Cadejo, pues cada campesino cuenta su "historia de encadeja­dos". Aquel pueblo se desvive por relatar leyendas de ultratum­ba, y en esa paradoja del "desvivirse" está la vida de nuestra muerte, la de llevarla con nosotros, pero exhibiéndola a diario, como impúdico "vademecum". Ello equivale casi a vivir doble­mente sentenciados a muerte, a destrucción y muerte. ¿Será acaso el Cadejo quien desata nuestras catástrofes? Lo cierto es que tal mito puede ser el vencedor de sí mismo -por mucho que nos ronde y nos aceche con puntualidad-, siempre que sea verdadero mito, creación poética, vale decir, "canto de esperan­za". Puesto que no somos nicaragüenses por estar expresados en esos mitos, sino por haberlos creado.

Pero, en el estudio de las huidizas formas culturales que son los aritos -aunque resulte más adecuada una morfología co­rrespondiente a la metamorfosis de los mismos, como si se tra­tara de seres vivos-, conviene fijar también los aspectos pro­piamente fisonómicos; y, en tal sentido, el mito del Cadejo no debe quedarse sólo en una genérica imagen mortuoria, sino en la ya concreta del "acompañante", o sea, del psicopompo, cuya figura más universal es la de un perro, según anota José María Blázquez: "La presencia del perro en escenas de indudable sig­nificaciónfuneraria ( ... ) indicaría que los etruscos, al igual que los griegos y los romanos, creían que estos animales, tan liga­dos a las personas en vida, las acompañaban más allá de la muerte en su viaje a los infiernos, donde seguirían prestándoles su compañía" (Imagen y Mito, c. 7 p. 123). ¿Y, por ventura, no es fama que nuestro Cadejo, las más de las veces, se limita a seguir al viajero nocturno y solitario? ¿No decimos, además, que hay un Cadejo bueno y otro malo, como relacionados con los méritos o deméritos de la conducta personal? ¿Qué son, si no, aquellos "texoxes" -de que habla Oviedo--, reveladora­mente transformados en un animal blanco y otro negro? En esencia, por lo tanto, es cuestión de vida o muerte. Yeso pone de manifiesto el calado de la poesía que alienta en nuestro mito, como si éste hubiera salido de las propias Mitologías del poeta

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Yeats: "una noche vi con enceguecedora nitidez, y en estado de duermevela, a un animal negro, medio perro, que se deslizaba al borde de un muro de piedra. Y de pronto el negro animal se desvaneció y del otro extremo del muro se puso a avanzar un perro mezclado con tejón de color blanco, la piel rosa lustrosa a través de su pelo blanco y todo él sumido como en un fulgor de luz, y recordé la experiencia de una campesina sobre un par de perros encantados que van por ahí de continuo simbolizando el día y la noche, el bien y el mal, y me sentí reconfortado por el excelente presagio" (c. 33, p. 155). Y nada cabe añadir, como no sea el asombro nicaragüense.

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Pablo Antonio Cuadra: liLa vieja del volcán de Masaya".

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4. TRES MITOS FEMENINOS, ENTRE EL ODIO Y EL DESAMOR

EL VERDADERO mito del Amor es el amor mentido: esa moneda falsa de la lujuria, o acaso, el desamor con antifaz

de amor. La lujuria "está en su charco" en un ámbito de indife­renciación entre el espíritu y la materia, el cual es su medio pro­pio y, en general, el medio ambiente mítico. El amor, por el con­trario, nace, crece y se reproduce en una conciencia personal ingenua o, mejor, "aniñada"; pero conciencia, al cabo, que no se encadena al orden material. De ahí el balbuceo del enamorado y su frecuente uso de los diminutivos. En este sentido, el amor es un "artículo de fe" y, por lo tanto, de primera necesidad; mien­tras que la lujuria es, literalmente, un artículo de lujo, como lo fantasmagórico. Y no debe confundirse la "fe mítica" que es pura superstición, con la buena fe del amor. Esta tiene un senti­do tectónico, porque crea un sentimiento de armonía o concier­to; aquélla, en cambio, se muestra desmedida, desorbitada, como en ese caos de las bajas pasiones que llamamos "orgía" o "bacanal", cuya primitiva significación de ceremonia religiosa se convirtió en algo opuesto, precisamente debido a los excesos de las bacantes. Pero si la lujuria es caótica, el amor es un "mun­do", aunque parecido al mundo infantil, que, no obstante ser un "país de las maravillas", tiene una estructura de signo ético, todo lo elemental que se quiera, pero una estructura innegable, y en la cual se distinguen rotundamente las encamaciones del bien y del mal. Porque las creaciones de la niñez, en tal aspecto, resultan insobornables; a diferencia de la vena mítica, de suyo confusa entre el beneficio y el maleficio, y, desde luego, difumi­nada psíquicamente por el influjo de la realidad objetiva o por el "ahuizote", como llama nuestro pueblo al mal agüero.

El frenesí de la lujuria es estéril, lo mismo que el caos, por contraposición al amor, que se define por sus obras o sus frutos.

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Se trata, además, de un orden, porque el amor es fecundo más allá de la pura fecundidad, es decir, como creación en sentido cosmológico, ya que procrear es casi crear. Por eso toda crea­ción comienza en el amor, y en la semántica del amor está la fer­tilidad. El amor tiene, pues, vocación de "universo", pero no sólo en su dimensión cosmológica, sino también en la psicoló­gica. En esta última, el amor aparece como el triunfo de la con­cordia. Es el acompañamiento musical de la vida humana; no "la soledad sonora" --cantada por el poeta-, sino la rítmica compañía de ese verdadero compás del "dos en uno". Y tal corriente unificadora es, sobre todo, una vía de perfección, entendida estéticamente, porque ya se sabe que lo bien formado es, en rigor, lo "fermoso". Pero esta idea platónica sólo se expli­ca por entero en comparación -o contraste- con los mitos del amor, e incluso con el odio, que también abre un abismo, es decir, un caos. Y el caos indica, antes que desorden y confusión, una carencia o un defecto, como ocurre en todas esas falsifica­ciones del amor que puso a flote el psicoanálisis. Porque Freud y sus parciales enfocaron la privación, no tanto aquello de que adolecen las dolencias amorosas, cuanto la propia falta, que dis­tingue a las formas enfermizas de la realidad erótica, y dejando casi intacto el centro del amor, esto es, el amor centrado, como gravitación universal.

Ya en las teogonías arcaicas, el mito clásico del Amor pro­cedía del Caos y, con valiente imagen expresionista, se le repre­sentaba como una piedra en bruto, la cual resulta una especie -y valga el término-- de "microcaos". En otra versión, ese mito del Amor aparecía como ciego, más que para no ver los defectos de lo amado, por ser acaso el defecto mismo. Pero los griegos distinguían entre Eros y Anteros, aunque éste no era siempre el "anti-amor", sino también -por contraposición­un estímulo del amor en primera persona, o un competidor que servía de acicate al desarrollo del dios conciliador por excelen­cia. En cambio, el deseo violento (en griega "imeros") fue divi­nizado por la suntuaria mitología de los latinos, en la ingenua y, a un tiempo, maliciosa figurilla de Cupido, que, si bien era el símbolo del Amor --como sentimiento y medida de capacidad

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humana-, se veía sobre todo como encamación de los apetitos, las pasiones excéntricas y desbordadas, los placeres venusinos y, en suma, lo que cae en las "cupiditas", que decía Spinoza.

¿Y no es significado que Maeztu, al manejar los "mitos lite­rarios" españoles, pusiera a Don Quijote -sin dudas el menos mítico de ellos- en el cuadrante del Amor, y no a Don Juan o a la Celestina? Lo cierto es que Don Juan ha resultado un persona­je equívoco o, más exactamente, "híbrido"; pero, antes que por ser un caso patológico, por constituir el mito de sí mismo, la fal­sificación del propio ser. Don Juan no es Don Amor, sino todo lo demás: la demasía o la "hybris". Se trata, cuando menos, de un derrochador o un amador frustrado, que sabe únicamente de las sobras del amor, porque desperdicia la plenitud de éste como realización del ser. A su vez, la Celestina simboliza el amor uti­litario, que es el colmo del desamor, y asimismo las malas artes, que justamente se oponen a las llamadas bellas. De ahí que la Celestina -"madre por irrisión"- sea, en definitiva, la imagen de la esterilidad. Ramiro de Maeztu la presentó como mito del Saber, y es verdad que "se las sabe todas". Pero ese saber suyo no tiene nada de la sabiduría del amor, como la más perfecta for­ma de conocimiento. Es apenas unjuego de astucia, movido por el interés o la "codicia"; término que por algo se encuentra en el origen de la "concupiscencia". En efecto, el "don de consejo" de la Celestina no supone un espíritu de "conciliación", sino de "confabulación", y por eso se alimenta de la fábula o el engaño. El saber celestinesco, pues, también es lo contrario del amor intelectual., que sólo se entiende como amor a la verdad.

Ahora, bien, existe un mito nicaragüense indígena que, como la Celestina, participa de esa endiablada sabiduría tan próxima al desamor. Se trata del "numen loco" del volcán de Masaya, que no era un genio celeste, por razón de habitar en la más alta geografia, sino un personaje infernal, como si hablara por la "boca del infierno" del cráter de aquel volcán. Era una fuerza primaria, con horrible figura de bruja de cuento, mezcla de erinia y pitonisa. Y adviértase que, ya en la mitología medite­rránea, los genios de las profundidades solían estar familiariza­dos con el poder de la adivinación. Además, hay que situar a la

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vieja del volcán de Masaya entre el odio y el desamor. Su ima­gen, hecha "de bulto" por Oviedo, revela indudablemente la esterilidad misma: "que bien vieja era e arrugada, e las tetas hasta el ombligo, y el cabello poco e alzado hacia arriba ... " Pero la vieja también "enseña los dientes", cobrando el aspecto de una furia: "e los dientes luengos e agudos, como perro, e la color más escura e negra que los indios, e los ojos hundidos y encendidos ... " Y, como el cronista pone "en cristiano" lo que al respecto le había referido el cacique Lenderí, cierra la descrip­ción de esta manera: "yen fin él la pintaba en sus palabras como debe ser el diablo" (1. XLII, c. V).

A nuestros aborígenes no les bastó con adular a la espanto­sa vieja, como hacían los griegos con las Erinias o "vengado­ras", llamándolas "benévolas" (Euménides); sino que intenta­ban aplacar la cólera de aquélla arrojando vidas humanas a la fragua del volcán. Y este inhumano rito se halla tan vivo en el doble fondo de la memoria nacional, que en nuestra propia épo­ca, tuvo lugar en Nicaragua un sonado juicio en cual se dio la presunción, al no aparecer el cuerpo de la víctima, de que éste pudiera haber sido echado en el mismo volcán de Masaya; ver­dadero "sacromonte" nicaragüense, cuya negrísima leyenda se hizo luego "dorada", precisamente asociándose a la "codicia", pues hasta el, dominico Fray BIas del Castillo llegó a creer que había oro fundido en las entrañas de aquella cima. Oviedo, en cambio, supo que pisaban en falso -en una tierra mítica­quienes veían toda la riqueza del mundo en la masa ígnea de nuestro volcán, lo mismo que los indios embrujados por la vieja de marras. De ahí que calificara tales relatos de "fábulas" y "vanidades". Sin embargo, se nota que el cronista iba despierto incluso al encarar aquellos mitos. Porque no sólo se fijó en el rostro volcánico --de furia- de la vieja de Masaya, sino tam­bién en las luces de su oráculo; luces de claroscuro, donde la sombra de la venganza -que vindica siempre el odio y no la honra- rebajarla sabiduría a una pura sagacidad. Y tal vez haya sido esa claridad engañosa -verdadera penumbra- lo que pudo sugestionar a mitólogos como Guiraud, que identifica a nuestra vengadora como "diosa de los volcanes", deteniéndose

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en el personaje: en su cara y su cruz. "Se acudía a ella a través de sus oráculos, a los que se concedía gran valor", escribe el mismo Guiraud, en lo que atañe al saber o al vaticinio. Y ha aquí, finalmente, el reverso de tapiz de este mito nicaragüense: "Cuando había terremotos, era aplacada con sacrificios huma­nos, en los cuales las víctimas eran arrojadas a los cráteres" (Mitología. General, p. 595).

La sabiduría de nuestra vieja del volcán estaba arraigada en lo escatológico, o sea, en los misterios de aquella religión primi­tiva; pero tenía, a la vez, una proyección civil y hasta política, en el plano institucional. El caso es que la vieja presidía los "mone­xicos", que, en el cuestionario del padre Bobadilla, se definen como "concejos o ayuntamientos secretos", hablándose inclusi­ve de "casas de cabildo" (o "galpones"). Oviedo cuenta, ade­más, que nuestros indios consultaban con ese demonio femeni­no "si harían guerra o la excusarían, o si otorgarían treguas a sus enemigos; e que ninguna cosa de importancia hacían ni obraban sin su parescer e mandado; e que ella les decía si habían de vencer o ser vencidos, o si había de llover e cogerse mucho maíz, e qué tales habían de ser los temporales e subcesos del tiempo que estaba por venir ... " (Id.). Pero, a decir verdad, dichos concilios tenían mucho de conciliábulos o aquelarres, seguramente con todas las connotaciones orgiásticas de ese últi­mo vocablo. Los decires de la vieja no serían, pues, "razones" en sentido estricto, sino también dictados de la embriaguez o la enajenación. Y estar fuera de sí, precisamente, es el estado pro­pio del que maldice, así como la maldición y hasta las buenas razones están emparentadas con el desamor, al menos por aque­llo de que "obras son amores ... "

Pero en la polisemía del amor --que dijo Ortega- halla­mos, además, un sentimiento indeciso y como falto de sentido, que es más bien un resentimiento. Se trata de ese amor que falla o se resiente en el sentido de la confianza, es decir, un amor hecho "duda metódica". Es el amor del recelo y, por tanto, de los celos; el que sólo se guía por las apariencias, al no saberse ver­dadero amor; el que si no "las usa, se las imagina, y, por supues­to, un amor mitológico. Porque los celos no viven de la verdad,

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sino de visos de la misma; pero también de un amor enajenado, presuntamente enajenado por alguien. De ahí que se hable de "locura" con relación a los celos, porque éstos, más que formas del amor, son ya deformaciones amorosas, que Calderón llama­ba "el mayor monstruo", como apuntando a un sentido mítico. Lo cierto es que los celos conducen, por pasiva, al desamor, y al odio, por activa. Pues cuando, en Nicaragua, las mujeres celo­sas recurren a las prácticas de brujería, ya -por el mismo hecho-- están deseando el mal a quienes así intentan retener a su lado. El maleficio es, en efecto, un modo de malquerer, y toda malquerencia cabe en el odio.

Tal es, pues, el origen de la Cegua, como de otros fantas­mas nicaragüenses. Son las "apariciones" de los celos o los mitos del odio, en figura de mujer. La Cegua es una vieja de aspecto horrible, precisamente para lograr su fin, que es el de aleccionar al enamoradizo, o sea, de espantar a los hombres que buscan diversiones en la noche. Pretende ser un remedio de la lujuria, mostrándose ella misma lujuriosa. Es, por tanto, una vieja "encelada", en el doble sentido de ser celosa y estar "en celo". Porque lo que hace es "jugar" -en términos de amor­con el hombre asustado por se presencia. Sucede, sin embargo, que es peor el remedio que la enfermedad, pues el 'jugado de Cegua" no queda convidado a tener amoríos, pero también se vuelve un mentecato. Y por eso, a cualquier atontado le decimos allí, simplemente, "jugado". Buitrago Morales describe ese jue­go de amor de la Cegua como un sádico ritual: "La cegua se le aproximó, le pasó el brazo por el hombro, lo estrechó contra su cuerpo, sacó una enorme lengua y se la metió en la boca, lo jugó, le zampó una danteada, lo echó al suelo, lo arrastró en el pantano hasta que los peteras perdieron el color ... " (Pasadas, p.14).

Suele silbar la Cegua junto al oído de su víctima, y dicen que el "enceguado" pierde el sentido, por aquellos silbidos estridentes. Pero aquí no se trata del consabido vértigo de quien se queda sordo; se trata de quedarse sin ese otro sentido que es la sensatez. El insensato, en rigor, es el que dice contrasentidos, porque está lejos de tener razón -está "ido", decimos en Nica-

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ragua-, O porque ha entregado su mente a alguien, que es el caso del "enceguado". Y es que los celos exigen, para ser apla­cados, vender el alma a la Cegua, ser su cautivo en mente y cora­zón, así como aquella Vieja del Volcán ordenaba la entrega de vidas a su infierno. Por lo tanto, el "jugado de Cegua" no es, pro­piamente, un hombre cautivado, sino el que tiene la mente cauti­va, o sea, el mentecato. Y así nuestra Cegua es heredera de aquella furia de la Vieja; pero padece, por añadidura, la peor de todas las furias, que es la del sexo.

La imagen más tradicional de la Cegua nicaragüense es la que ha transmitido Rubén Darío, en un poema de juventud. Allí el poeta le llama "monstruo horrendo", "que por andar va volan­do", y, asimismo, Rubén nos habla de carcajadas y silbidos. Por otra parte, la figura de la Cegua que da Buitrago Morales corro­bora esa imagen rubeniana. Y él nos la pinta como "una estanti­gua enorme con dientes vastos" "una cara tan larga que rayaba en un triángulo desmesurado y horripilante" y "una cabellera blanca, lacia y gruesa que le cobijaba casi todo el cuerpo hasta rozar el suelo ... " (idem). En cambio, una Cegua en forma de mujer joven -descrita así por Peña Hernández-, más bien coincidiría con la versión hondureña de Pompeyo del Valle. En Honduras la nombran Siguanaba (corruptela de "cihuanahua­lli": mujer hechicera) o, sencillamente, la Sucia; y allí se conci­be como "una hermosa muchacha", pero el caso es que, si un hombre "acierta a verla y osa acercársele, creyéndola una de las mozas del pueblo, ésta se transforma en una horrible vie­ja ... " (Alabanza de Honduras. Antología, p. 214).

Ahora bien, si esa Cegua joven se convierte en vieja, nues­tra vieja Cegua, a su vez, puede volverse una mujer joven, como la ha presentado Peña Hernández. Pero, en verdad, este último no describe una cara, sino una máscara: "Sus vestidos -dice­son de hojas de guarumo; sus cabelleras, que les llegan hasta la cintura, de cabuya; y sus dientes están recubiertos de cáscaras de plátano verde, de manera que, cuando hablan se les oye la voz cavernosa y hueca" (Folklore de Nicaragua, p. 121). Por lo demás, este disfraz de Cegua también se diferencia de la propia Siguanaba, que no lleva ninguno, por no llevar nada, como que

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es una muchacha "que se baña a la luz, de la luna o lava sus ropas ... " (del Valle). De ahí que la Siguanaba sea considerada, en Honduras, como un "fantasma ribereño" o un "mito fluvial". Mientras que la Cegua nicaragüense parece un mito de los vien­tos, "que por andar va volando", como expresivamente señala­ba Darío. Es una vieja, por lo tanto, de pies ligeros o alados; sím­bolo que sugiere, no la sola capacidad de desplazamiento en el espacio, sino también el poder de transformarse en el tiempo, como indudable mito cosmológico, por aquello de la cambiante naturaleza del mundo. Pero esos pies alados -las conocidas "alas de la imaginación"- revelan igualmente, por su nocturni­dad, la diabólica fantasía que engendra nuestros fantasmas. Los pies alados, además, se mueven en virtud de un principio mas­culino, por contraposición a la pasividad, y por eso la Cegua es lo menos femenino que puede imaginarse en figura de mujer.

Muchas veces, el mito de la Cegua se conjuga en plural, por existir la creencia de que suele atacar en grupo, como nuestro coyote. Las varias Ceguas, entonces, van cercando a su víctima, con el clásico "cerco de hechicero", que sólo puede romperse por la virtud de granos de mostaza arrojados al suelo. Rubén dijo que se trataba de granos bendecidos al efecto; Peña Hemán­dez, por el contrario, cita una expresión del pueblo en la cual se asegura que la mostaza es bendita, vale decir, en si misma. Lo cierto es que los granos de mostaza parecen tener aún la propie­dad evangélica de multiplicarse. Y sólo así comprendemos que la Ce gua se distraiga en recogerlos hasta ser aniquilada por la luz del amanecer. He ahí, pues, una curiosa forma de engañar a la Cegua, haciéndola "ir al grano", que es, precisamente, lo que se opone a los rodeos de quien pretende ocultar algo. Se diría, mejor, que la Cegua, cuando recoge la mostaza, se ha "jugado" a sí misma o que, en definitiva, "se la ha jugado". Y todo ello demuestra que la Cegua no tiene ni un grano de aquella sagaci­dad característica de la Vieja del Volcán. Por eso, de seguro, se han dado en Nicaragua cazadores de ceguas, que ciertamente exhiben su valor; paro cuyas hazañas siempre van a parar al caso proverbial del cazador cazado, que suele ir asimismo "a la caza de brujas".

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Pero, si nuestra Ce gua es la vengadora -la que vindica la venganza misma-; la Mocuana es, en cambio, un mito supli­cante. Porque la Cegua es desalmada -y hasta se dice que vomita el alma-; mientras que la Mocuana -valga la frase­es una enamorada del desamor. Aquélla sólo es engaño, y de ahí su perversa risotada; ésta, por el contrario, si no representara la busca del desamor, sería un símbolo del desengaño. En efecto, la Cegua tiene el rostro de una furia y, a un tiempo, resulta des­carada, como que el pueblo cree que si se la apresara moriría de vergüenza. A su vez, la Mocuana es apenas descarada en senti­do literal, porque no da la cara, y quizá hasta pudiera morirse de vergüenza; pero nunca por ser descubierta en la perfidia, sino, sencillamente, por "amor propio". La una no quiere ni puede querer; la otra, sin embargo, quiere pero no puede, por ser la abandonada o el abandono mismo de la locura. Y a eso se debe que la Mocuana convierta el amor en delirio, y en excentricidad, la búsqueda. Se trata, pues, de un fantasma de mujer doliente, y no de un espantajo maligno, como la Cegua, que se define por sus maquinaciones. Por su parte, la Mocuana es toda instinto, con la espontaneidad de lo caótico, pero también con esa sinra­zón que fecunda, y que denominamos amor perdido.

La Mocuana nos da la espalda, no por hacerse la loca, al estilo de la Cegua, ni sólo por el misterio que personifica, ya que la espalda es el revés de la expresión o incluso el dorso de lo revelado; sino porque su cara oculta de "lunática" es un rostro burlado; acaso el verdadero rostro de lo dificil, y que, sin duda, se opone a 10 que fácilmente puede alcanzarse: al amor como triunfo del placer; a la codicia, al interés, a la ambición de este mundo, y, en suma, a la corrupción; puesto que, por la espalda de la Mocuana, se adivina una joven y hermosa mujer, siempre idéntica a su hermosura, celosa únicamente de su tesoro enaje­nado, y soñando recuperarlo cuando recobre su amor. Porque el tesoro de la Mocuana es el oro solar y no el utilitario; es la razón y la conciencia, que, si son fáciles de perder, no resultan nada fáciles de ganar. Ella fue depositaria del oro como cualidad, como propiedad de la luz del sol; no del oro cuantitativo, que es el contante y sonante.

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No se le busque, pues, el patrón oro al tesoro de la Mocua­na, sino el patrón verdadero que es el principio rector, simboli­zado por el padre. Porque, fue el padre de la Mocuana quien depositó en ella el secreto de ese tesoro. Pero, además, estamos ante un cacique de la antigua Villa de Sébaco, es decir, ante un arquetipo de lo nicaragüense. Su propia situación de predomi­nio es solar, y entre sus atributos está el juicio, en el sentido de impartir justicia y asimismo de tener más luces o, si se quiere, mayor lucidez. Y el cacique no sólo es un rey, sino igualmente el as de oros; el príncipe cuya elección es una auténtica selec­ción, y el que representa, desde luego, la leyenda dorada de su pueblo y la coronación de la obra de muchas generaciones. Por consiguiente, el tesoro de esa princesa india que es la Mocuana tenía que ser áureo, y el amor que le fue prometido, una triste equivocación, como que solamente respondía al afán de rique­zas materiales.

y este mito es mestizo por excelencia, porque nuestra Mocuana fue encerrada, por su amante español, en una cueva: la cueva típica de los tesoros, la misma Cueva de la Mocuana que está en la toponimia nicaragüense, tal como existe en Honduras el Paso de la Siguanaba. La cueva, para el psicoanálisis, repre­senta la introversión, y acaso también por ello nos esconda su rostro la Mocuana, como queriendo ampararse en los propios orígenes. Porque, en rigor, la cueva es lo aborigen y, además, la introversión tiene mucho de regresión. Al fin, pudo la prisione­ra escapar de aquella cueva, a modo de un renacimiento en las entrañas maternas, para vagar por los caminos, invitando a los caminantes a seguirla hasta su refugio: La Mocuana es, por lo tanto, una visión renacida constantemente, como su propia bús­queda de un amor que no vuelve; ese amor de "conquista" al que, siglos atrás, ella misma le confiara la clave del tesoro, para ya perder éste definitivamente. Pero también nuestra Mocuana es la mujer que escapa de su conciencia, al escapar de la razón paterna, tras un amor que la aleja de las "virtudes del indio" --como decía Palafox- y de las tradiciones caudales de su pueblo, o sea, del tesoro de sí misma.

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5. UNA NOSTALGIA MÍTICA: EL CACASTE

No JUEGA el nicaragüense a vida o muerte, sino sólo a muerte. No se plantea, pues, aquella alternativa -la más

radical de todas-, porque allí se trata de sobrevivir, antes que de vivir. Nuestro pueblo, en efecto, concibe la vida en términos de muerte, o sea, casi como un "no morir". Y hay mucho de fata-1idad en esa opción anticipada; pero hay más todavía de irrealis­mo. De ahí que el hombre de Nicaragua se sitúe ante la vida -lo que él cree que es la vida- encristalado en su conciencia mítica o tal vez fuera de si; pero siempre asomándose detrás de unos cristales que, rigurosamente, no son prejuicios, sino presenti­mientos y, a veces, augurios. Lo cierto es que unos y otros son auténticas formas del instinto de conservación, y por ello aquel pueblo ve la vida como si fuese una postrimería, vale decir, en vecindad con lo que hay después de la muerte.

Parecemos agresivos y, en realidad, lo que hacemos es derrochar defensa propia. De igual manera se explica nuestra apariencia de ser indiferentes a las señales del "nivel de vida", dando una imagen de sobrios, y hasta quizá de llevar una exis­tencia descuidada. Lo que ocurre, de veras, es que el "nivel de vida" nos importa en lo que se refiere a mantenemos a flote. Así el nicaragüense vive pendiente del oráculo de la "güija" ("oui" -"ja"), del "zajurín (o zahorí) y del "ahuizote" (o mal augurio); lo cual, precisamente, es uno de los modos más expresivos de vivir muriendo. No estamos, por lo tanto, frente al clásico dilema de ser o no ser, sino ante una paradoja que consiste, a la vez, en ese decidido ser a la defensiva y esa no ser aún lo que se defiende. Tal es, en definitiva, el destino de nuestro pueblo, que ha prote­gido su vida, sobreviviendo -es decir, sin vivirla de veras-; que se' ha librado de ser otro, pero no de perder lo que era suyo, y que, además, ha defendido su libertad, sin conocerla del todo.

Como el hombre nicaragüense vive en peligro de muerte,

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no se propone escoger entre la dilogía muerte-vida, ni se pone delante de los cuernos de "la suerte o la muerte". Y así se com­prende su vaga nostalgia del arte taurino; arte en el cual se arriesga la propia vida, pero siempre en el grado de poder asi­mismo burlar a la muerte. Nuestro pueblo, al contrario, tiene el presentimiento de que el toro le cogería, y por eso, sin duda, cuando se halla ante un grave problema sólo ve la salida forzosa de la muerte: " ¡Qué me cornee el toro!", es la expresión-nada estoica, pero sí temeraria- del hombre de aquel pueblo tan familiarizado con la tragedia. El caso es que el lenguaje nicara­güense, por ser básicamente campesino, está plagado de refe­rencias a las suertes del toreo y, sin embargo, allí no han arraiga­do las corridas de toros. Es un hecho que en Nicaragua "se ven los toros de largo", o en plazas improvisadas para espectáculos bufos. Todo ello, pues, indica que los nicaragüenses entende­mos apenas a manera de juego la lidia de toros, lo cual es sim­plemente no entenderla. Y no es otro el motivo de aquella imprecisa nostalgia taurina; verdadera nostalgia de poder deci­dirse ante una dualidad trascendental, y que por boca del indio de Joaquín Pasos -un indio poético, desde luego- se muestra ya consciente de sí misma:

"Y no te estés preocupando, no llorés, Juana Carey, que aprendí a sortear cantando en tiempos de mi amo el Rey.

Ahí viene el buey, el buey, el buey ... "

("Corrido de la Corrida")

Y, en el asunto de la tauromaquia, la poesía nicaragüense llega incluso a la heterodoxia con el propio Darío, imaginando en el toro bravo la aspiración de ser buey, cuando aquél le dice al manso:

"i Y bien! Para ti el fresco pasto, tranquila vida, agua en el cubo, esperada vejez ... A mí, la roja capa del diestro, reto y burla ...

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¡Oh, nada más amargo! A mí, los labios del arma fría que me da la muerte; tras el escarnio, el crudo sacrificio, el horrible estertor de la agonía ... "

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("Gesta del Coso")

Pues bien, al "sorteador" de nuestro pueblo le da 10 mismo, como a Joaquín Pasos, que el "toro moro" sea "ternero fiero" o "vaca flaca" o solamente buey, como ese descastado toro de lidia en los endecasílabos darianos. Por eso aquella frase fami­liar de "echarle a uno el toro" o "soltarle el toro", en Nicaragua se convierte en "echarle la vaca"; pero no en el sentido de expre­sarle bruscamente algo desagradable a una persona, sino en el nuestro de actuar en grupo con el propósito de fastidiarla. Por otra parte, el toro lúdico de la mentalidad nicaragüense es el mismo del juego con un dado que nosotros llamamos "toro-ra­bón", o del "Torito bravo, vení corneame ... " de nuestros juegos infantiles, y hasta de aquel "hacer toritos", que decimos del niño cuando sólo anda a gatas. Allí el toro se vuelve, pues, un gastar pólvora en salvas o un "toro-encuetado" (de "cohete" como nosotros llamamos a un armazón peculiar de fuegos artificiales. De ahí que sea corriente la representación taurina y "táurica" en bailes populares de Nicaragua, al estilo del "Toro-guaco", de la ciudad de Diriamba, o en desfiles carnavalescos, como el "Torovenado", de Masaya, y cuyo nombre armoniza con el vivo acompañamiento de sus sones toreros o "de cacho".

Nuestro primer Gobernador, Pedrarias Dávila, fue el pri­mer ganadero en Nicaragua. Es verdad que perdimos entonces, por orden suya, la cabeza de Hernández de Córdoba, fundador por antonomasia de las ciudades nicaragüenses. Pero acaso Pedrarias pensaba que se fuera 10 uno por 10 otro; ya que, en cambio, recibíamos cabezas de ganado. El caso es que los toros nos llegaron con aquella Gobernación, y que han sido la base de nuestra economía agropecuaria. Además, es posible que bajo el mandato del yerno de Pedrarias, Rodrigo de Contreras, nos lle­gase también la carreta de bueyes, con 10 que ya se establecían

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definitivamente las haciendas nicaragüenses, en las cuales se prolongó nuestra vida ciudadana, a través de la casa-hacienda, de aquella institución civilizadora en el medio campesino. Y, por añadidura, los llamados "hijos de casa" -verdaderos aprendices de urbanidad- procedían generalmente de las mismas hacien­das.

El toro, pues, entraba en nuestra vida con prestigio de minotauro o, si se quiere, de animal totémico, y, por lo mismo, con su carga mágica y todo su cortejo de mitología. Pero no hay que olvidar que el toro nicaragüense no es el "toro bravo", sino el salvaje o bien el casi doméstico; no el animal del sacrificio, sino el del solo poder, aunque uno y otro representen la misma fecundación. El toro constituye, literalmente, una fuerza de la naturaleza, Y de ahí que aparezca en el centro de aquellas dan­zas folklóricas, que son vestigios, sin duda, de un ritual ya mes­tizo, pero de inconfundible sello agrícola, como que, en nuestro baile del Toro-guaco, el corifeo se denomina "mandador", lo mismo que el capataz de las haciendas nicaragüenses. Y convie­ne advertir que el símbolo del toro posee una virtud indiferen­ciada entre el agua y el fuego, lo celeste y lo terrestre, lo creador y lo creado, lo genérico y lo específico, o la vida y la muerte. Quiere decirse que el toro viene a ser un intermediario entre el agua del cielo y los frutos de la tierra. Por algo, pues, el toro corresponde al segundo de los signos zodiacales, o sea, a la dua­lidad y, por si fuera poco, aparece colocado entre Aries, que es la agresión: el impulso creador mismo, y Géminis, que simboli­za la concepción y la objetivación. Por consiguiente, el toro par­ticipa de un doble dinamismo hacia arriba y hacia abajo, que es, en último término, ese ascenso y descenso de entendimiento de que habla Ramón Llull.

Ya se sabe, por lo demás que la "bravura" del toro es cues­tión de naturaleza y no de modo de crianza; así como que los toros de lidia mansurrones, no lo son por amansamiento, sino por falta de casta. Es evidente, pues, la diferencia que hay entre ese toro de la tauromaquia, sometido a los máximos cuidados -desde su ya lejana desacralización-, y el toro que en Nicara­gua conocemos como salvaje o "juidor". Suponiendo que este

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último llegara a tener mansedumbre, sería por haberlo amansa­do; el toro bravo, en cambio, si sale manso, es simplemente un toro descastado. Y hacemos tal distinción -que no debe ser obvia en donde sólo nos embiste el toro más o menos salvaje-, porque Darío habló, precisamente, de los "toros salvajes" de nuestro campo, asociándolos a la imposible primavera nicara­güense:

" .. . paloma de los bosques sonoros del viento, de las hachas, de pájaros y toros salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía. "

("Allá Lejos")

Al final del poema, Darío evoca, en efecto, "la divina Pri­mavera", acaso como un simple motivo culturalista; puesto que el toro ocupa en el zodíaco, la primera de las cuatro divisiones ternarias, correspondientes a las estaciones, las cuales dan comienzo, por supuesto, con la embestida de la primavera.

Pero Rubén Darío también alude, en los citados versos, a la señal sonora de ese animal en nuestros bosques, a esa verdadera imagen auditiva del poderío y la amenaza, como que en la fe mítica se vinculan el mugido y el trueno. Ello explica, asimis­mo, la costumbre mimética de hacer sonar el cuerno o el "cacho", que en aquel pueblo de campesinos adquiere un espe­cial valor simbólico, no sólo como remedo del mugido del toro, sino con relación a todo lo cotidiano, como faltarle a uno el tiempo ("ir contra el cacho"), pertenecer al conservatismo ("ser cacho o cachureco"), llevarse un chasco ("coger cacho"), tomar aguardiente ("echarle al cacho") o arriesgarlo todo ("irse a enderezar cachos": a intentar lo imposible), puesto que ya se dijo que allí nos jugamos siempre el todo por el todo. Y en esa misma línea de imitaciones "taúricas", se halla el disfraz del baile del Toro-guaco, hecho de un esqueleto de cañas o de tallos de bejuco y con cabeza de toro o, mejor dicho, con la calavera de ese mismo animal. Pues bien, ese armazón en forma de disfraz, más que un puro tejido vegetal, parece el esqueleto de un toro verdadero. Porque, en nuestro país, todo hay que referirlo a un mundo de fantasmas, de muertos aparecidos, hombres o bestias.

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Ahí está, por ejemplo, esa nostalgia mítica que los nicaragüen­ses llaman "cacaste".

El Cacaste de la leyenda, sin duda alguna, es mucho más que una leyenda negra del nombre mismo: se trata de un esque­leto de toro o vaca, pero de un esqueleto redivivo que embiste por las noches a nuestros campesinos, pues ya su propio nombre dice "esqueleto", y también lo aplicamos, por extensión, a toda persona o cosa con aspecto de tal. En la mente de aquel pueblo, la palabra "cacaste" tiene, por tanto, estrecha conexión con los mitos de la muerte, y así, en Nicaragua, "dejar el cacaste" signi­fica morir. Ese Cacaste mítico, en una sociedad sin tauroma­quia, es la nostalgia nuestra del ruedo ibérico, del arte de esco­ger o, mejor dicho, de alternar en la suerte, porque "tomar la alternativa", precisamente, se llama la iniciación del torero en la plaza. Y el Cacaste, además, es la propia armadura de la razón de la fuerza que nunca hemos tenido, o al revés, el hueco mismo de esa nostalgia que seguimos siendo. Pues los mitos de anima­les son recíprocamente atributivos, esto es, que los hombres traspasan a los mismos sus maneras de ser y, a la vez, toman de ellos los caracteres míticos: esos poderes extraordinarios de la imaginación en que consisten las criaturas simbólicas con vida. Hay, pues, en el Cacaste, como hubiese apuntado Lévy-Bruhl, una indudable "base de antropomorfismo"; ya que los animales de los mitos y también aquellos otros de los cuentos folklóricos --que por algo se conocen como "fábulas"- no son del todo animales, porque son hombres a medias. De ahí que el antropó­logo francés haya observado lo siguiente: "Esos gamos, esos leones, esos buitres, etcétera, cuya naturaleza es originalmente doble, al mismo tiempo humana y animal, nunca han sido ani­males puros y simples, tales como nosotros los concebimos, a los que se les pudiera haber vestido con unos atributos huma­nos. Su naturaleza propia, muy distinta de lo que nosotros denominamos animalidad, no tenía ninguna necesidad de ser recubierta por un barniz de humanidad" (La Mitología Primiti­va, c. VIII-9, p. 267).

Hay quienes todavía, sin embargo, ponen en duda el mesti­zaje de la cultura hispánica en los pueblos de América; un mes-

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tizaje que, en Nicaragua, se muestra claramente en el Cacaste, que no es en puridad el esqueleto de los toros de lidia de la Península, sino el de una nostalgia del hombre indígena. Por consiguiente, ese esqueleto mítico es sólo "colonial" por parti­cipación y, desde luego, aborigen en la medida en que el nicara­güense no conoce de veras el toro propio de la tauromaquia. Nuestro Cacaste, en resumen, es la muerte del auténtico animal del toreo y, a la vez, la fabulosa resurrección de un sentimiento primitivo y mágico ante el poder colonial. Porque, si el símbolo de la Conquista puede ser el caballo, el toro simboliza la Coloni­zación. Y resulta curioso que quien hizo llegar el toro a Nicara­gua, Pedrarias Dávila, fuese conquistador en el Perú y coloniza­dor entre nosotros. El Cacaste vale, pues, como mito existencial de la nostalgia de una disyuntiva que implica la libertad -por aquello de elegir-, y como mito histórico de ese poder paternal que supone la patria. Por eso, en realidad, la libertad y la patria son valores unitarios -en sí mismos y entre sí-, lo cual sólo significa que no tienen alternativa; en cambio, en el orden míti­co, hacen el Juego a la muerte, que es, en rigor, la disyunción. En esencia, los mitos nicaragüenses resultan añoranzas o, si se prefiere, realidades en hueco que alternan con la muerte y que, al fin, son imágenes de la propia muerte. Y así lo prueban inclu­so nuestros mitos menos puros -los menos escatológicos-, como en el caso de Sandino, entre la historia y la leyenda; ya que esta última, reveladoramente, se restauró delante de los cuernos de una nostalgia dual, contenida en la nueva dilogía de "Patria Libre o Morir", grito de guerra y ensalmo del hombre nicara­güense.

Pero ya es tiempo de que todas las paradojas desaparezcan, como por arte de magia, con una sola reflexión: en la historia, nuestro pueblo no da la cara a lo dual y, en consecuencia, lo año­ra; en la mitología, por el contrario, parece enfrentarse a ello. Lo que ocurre, sin embargo, es que tal añoranza se transforma, con­virtiéndose entonces en fe mítica. Y esa creencia lleva a nues­tros campesinos a sentirse condenados, literalmente, pues el Cacaste nunca se levanta por su propia virtud, sino por una intervención diabólica. Estamos, por lo mismo, ante un hecho

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de brujería que requiere también la presencia. del hechicero, como el bailante que, en el Toro-guaco, levanta el armazón de aquel disfraz en forma de cacaste, metiéndose debajo. Pues bien, esa diabólica ceremonia, manejada por el brujo, resulta pavorosa en la conciencia mágica, hasta el punto de contarse que el terror campesino termina de modo sucio, como la fábula nicaragüense del Pájaro del Dulce Encanto. Y, aunque siempre hay un valiente que torea al Cacaste, lo cierto es que quienes sufren la embestida fantasma se suelen ensuciar ridículamente. Porque es característica de nuestro pueblo buscar el lado ridícu­lo de su propio temor. De ahí que aquel poema de Joaquín Pasos, "Corrido de la Corrida", haya que interpretarlo, desde su título, como imagen de la vergüenza del torero avergonzado, y tal vez hasta como una reminiscencia del mito del Cacaste, pues tiene un resultado semejante al de la fúnebre corrida y,además, la "vaca flaca" que aparece en los versos, según nuestro lengua­je popular, es un puro "cacaste":

"No es por eso la llorona! Vergüenza es lo que me estaca, es que tenés la cotona todita llena de caca! La vaca flaca, la vaca flaca, la vacaflaca!"

También F emando Buitrago, en su versión del Cacaste, nos habla de los restos de una vaca y, no obstante, señala que "están en el toro" los campesinos amenazados con la aparición del Cacaste: "-No es tan chiche la cosa, pero estamos en el toro y no hay más remedio que agarrarse del pretal..." (Pasadas, p. 21). Allí se alude, en efecto, a la dificultad de la monta de toros; diversión al estilo del rodeo, y que en nuestro país, curiosamen­te, se ha llamado "corrida" Pero Buitrago Morales, en su leyen­da, sitúa la salida del Cacaste en la noche de San Juan, una noche embrujada universalmente, con la particularidad nicaragüense de ser noche de primeros aguaceros, lo cual quiere decir que allí el ambiente lluvioso hace aún más propicio el escenario para cualquier fenómeno de ultratumba. El mismo autor describe al brujo -"que había hecho promesa de levantar el cacaste que

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estaba en la quebrada del pueblo"- como "cegüero" y "cade­jero" (metido en el comercio de Ceguas, de Cadejos y demás espantajos), "con fama de ser intimo del Diablo" y "que con sólo rezar oraciones al revés abria las puertas de cualquier casa ... " Y, a la media noche, el hechicero, desafiante, sorprende en el camino a los peones de la hacienda con una pintoresca imprecación. En resumidas cuentas, se trata de un reto: el de que esos campistos toreen al Cacaste ("allí está el cacaste parado, sortéyenlo o los desquebraja"). Por fin, uno de los mozos se atreve a entrar en suerte, mientras que los otros, enfermos de pánico, han huido al galope de sus cabalgaduras.

La descripción que hace Buitrago del Cacaste puesto de pie, tiene todo el gracejo del habla popular nuestra: "Mallorquin con el curtido en la mano jugándose el todo por el todo frente a la cuerazón huesamentosa (sic) del cacaste bien parado, espu­mareado de gusanos yen actitud de embestir ... se oyó un hondo mugido, temblaron los paredones del cauce, un viento helado y fragoso batió los ramajes de las veras, en el ranchito maltrecho de El Copel, aullaron los perros y las aves de corral cacara­quearon, un tufo a azufre inundó la cañada y una rara y nunca vista fosforescencia de infierno, de olla mayor en fritanga, a todo fuI, dio transparencia de penumbra a la oscurana ... " pp. 22 Y 23). La leyenda se cierra, naturalmente, con la triste reali­dad de que a la pobre ña Anselma le costará lo suyo lavar los "peleros" (trapos que se ponen sobre el lomo de las bestias, en el sitio de la albarda) de todos los campesinos que habían hecho el ridículo en aquella "taurina sorteadera insospechada", que dice el autor.

Aquí no vamos a exprimir los deliciosos nicaragüensismos de la cita --donde también se cuela algún pecado, que no es exactamente del narrador-; pero sí nos seduce el acercamos a ciertas expresiones de ese texto, con el sólo propósito de pasar­les la mano y dar fe de sus puros relieves. Se habla allí de que, "jugándose el todo por el todo", el macabro torero improvisado lidiaba el hecho mágico. Pero realmente no es en ocasiones como ésa que nuestro pueblo se las juega todas, sino cuando peligra su ser histórico. Porque en la perspectiva imaginaria, el

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hechicero mismo le ofrece la disyuntiva de sortear el Cacaste o ser "desquebrajado", como suele decirse en nuestra tierra, seguramente por "descalabrado". Y la verdad es que esto ya resulta otra cosa, pues consiste enjugarse la parte por el todo. Asimismo se expresa que el Cacaste estaba "bien parado" (o "levantado" bien), lo cual se halla más cerca del sentido de mantenerse o de tenerse firme ("tenir bon"), que del castizo "bien plantado". El caso es que parece, por lo visto, que el Cacaste puede a veces "pararse bien" y, en otras ocasiones, estar "mal parado"; distinción que recuerda aquella tan pere­grina que hizo el autor de cierta "Crotalogía", al indicar que las castañuelas se podían tocar bien, así como podían tocarse mal. Y, en fin, igualmente se lee aquello de que "aullaron los perros y las aves de corral cacaraquearon ... ". El subrayado es nues­tro; pero, en realidad, lo más interesante no es ese abuso de la onomatopeya, sino el dato concreto de que los animales del entorno contribuyen a darle vida al clima de embrujamiento, denunciando por anticipado la presencia del mal; como que los animales, en las catástrofes de verdad, suelen ser los primeros en librarse del peligro o en "'salvar el cacaste", que diríamos en Nicaragua, lo cual es, por supuesto, algo menos superficial que "salvar el pellejo".

Y todavía queda por apuntar esto: nuestro Cacaste se apro­xima a una encamación del demonio o el brujo; pero es, riguro­samente, una "descarnadura", que, por lo tanto, se aleja de toda idea de reencarnación. Sin embargo, allí se da comúnmente la fe supersticiosa en esta última; ya que no sólo tenemos el prece­dente de los "naguales" y los "texoxes" indios -formas las más antiguas del "alter ego" nicaragüense-, sino que también con­tamos con leyendas en que la brujería se presenta como una especie de reencarnación "táurica", al estilo de aquella de Chico Largo de Ometepe, que ha mencionado Pablo Antonio Cuadra, en "Los Toros en el Arte Popular Nicaragüense", y según la cual dicho personaje se convertía en toro para atacar a sus enemigos. Con Rubén, además, nuestra poesía misma tomó en propiedad el tema de la reencarnación:

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"Yo, fui coral primero, después hermosa piedra, después fui de los bosques verde y colgante hiedra ... "

("Reencarnaciones")

Pero el colmo, al respecto, es que en "La Muerte del Hom­bre-Símbolo", noveleta de José Coronel Urtecho, no bastan, como en Darío, las reencarnaciones literarias, sino que éstas, a su vez, resultan "reencarnaciones" de la propia literatura, usa­das a manera de motivo o situación recurrente:

"Te dije que he dejado los clásicos antiguos en que se for­mó mi juventud y se regocijó mi madurez por las novelas poli­cíacas en que se entretiene mi edad senil. Pásame, a ver, la obra de Marco Tulio Cicerón ...

"Hice como me dijo, bajando varios volúmenes del más alto anaquel de uno de los estantes, para descubrir que bajo la encuadernación ciceroniana se hallaban las Aventuras de Sherlock Holmes por Conan Doyle.

"Había infinidad de interesantes reencarnaciones litera­rias, pero la que me pareció más peregrina fue la de Platón convertido en Tarzán de los Monos."

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II. MITOS DE LA HISTORIA

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6. EL MITO MERCURIAL Y AFORTUNADO DEL CANAL POR NICARAGUA

EN UN nivel popular, la significación del mito se identifica con su interpretación. Todo mito es una forma simbólica, y

el símbolo es un signo que opera "en virtud de una ley ---con palabras de Peirce-, usualmente una asociación de ideas generales" (La Ciencia de la Semiótica). De ahí que, según dicho autor, el símbolo sea, "en sí mismo, un tipo general o ley, esto es, un legisigno." Y es, además, un "plurisigno", en el que suelen jugar las leyes de semejanza y de contigüidad, las cuales se prestan por igual a la sinonimia que a la homonimia, en ese punto en que el símbolo mítico y el lenguaje se dan la mano. En efecto, la pluralidad del mito suele ser de doble vía: dos o más arquetipos para el mismo significado, o bien, varios significa­dos para un solo arquetipo. Pero, en ambos casos, diríase que la significación es siempre "convencional", puesto que responde a una convención, a modo de convenio popular; o sea, a una inter­pretación colectiva, que puede variar de una región a otra y según las épocas históricas. Añádase a ello la inseguridad de la transmisión oral de los mitos, y se llegará al resultado de que no es dificil que una forma mitológica pierda la pureza de su conte­nido originario, a saber: el sentido de la emoción que lo creó; así como es posible que no mantenga la sola imagen que, en un principio, había expresado tal sentimiento. El mito persiste, sin embargo. Lo que sucede es que enriquece su figuración y su mar de fondo. Eso ha pasado con el mito nicaragüense del Cadejo, por ejemplo. Abundan los relatos sobre el mismo; se multipli­can las figuras que lo representan, y nuestro pueblo "no lo ve", o ve en él al demonio o -acaso con más acierto-- al "psicopom­po", al nocturno y puntual acompañante de quien va por cami­nos donde no hay ni un alma, y que se limita a guiar o a seguir al viajero, conforme la tradición mítica universal y más genuina,

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que no es otra cosa sino una verdadera sabiduría "a muerte" y, más explícitamente, un arte que, en definitiva, puede reducirse a interpretar el misterio de la muerte.

Distinto sería si el intérprete fuese un escritor que transfor­mara el mito original en personaje y tema literarios, con todas las variaciones que se quiera, como ha ocurrido entre nosotros con la Novia de Tola, en la obra teatral del mismo nombre. Un caso similar es el de las minorías intelectuales de una genera­ción que busca nuevas perspectivas y, por lo mismo, otro alcan­ce de los mitos, como hicieron nuestros poetas de vanguardia con su explicación del legendario Canal Interocéanico por Nicaragua. Pero, tanto aquella versión dramática como el resul­tado de esta exégesis, también pueden arraigar algún día en el pensamiento mítico del pueblo nicaragüense, como una renova­da forma de mito literario, la primera, y la segunda como una variante del mito con base histórica. El Canal es un mito nuestro que substituye -por aquello de "Omne symbolum, symbo-10"-a dos mitos españoles de la época del Descubrimiento y la Conquista; mitos "desmitificados" que también se vincularon entre si por una relación de reemplazo: el Estrecho Dudoso y el Desaguadero de la Mar Dulce. Del uno sólo queda en Nicaragua el nombre, evocado en un poema de Ernesto Cardenal; del otro, en cambio, tenemos el soporte objetivo, la verdad geográfica de nuestro río San Juan. El mito del Estrecho comenzó a tomar cuerpo ya en la fantasía de Cristóbal Colón. Dice Las Casas que éste pensaba que por Veragua podía llegarse a la tierra del Gran Khan, "cuasi entendiendo que la una estuviese a una mar y la otra a la otra,· y así parece que imaginaba el Almirante haber otra mar, que agora llamamos del Sur, en lo cual no se engaña­ba, puesto que en todo lo demás sí" (Historia de las Indias, 11, 20).

Con estilo más preciso, viene a declarar lo mismo un huma­nista de raza, Pedro Mártir de Anglería: "El propio Almirante, que exploró antes que nadie las cimas de Veragua, afirma que se levantan más de cincuenta millas; dice además que al pie de esas montañas hay camino abierto para el océano austral ... " (Década Segunda, IV, 4). Pero adviértase que el prestigio de

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Veragua, entre indios y españoles, era el de "ser rica de oro", porque su fama "de riqueza volaba más que la de Ura1á"; amén de que estaba por medio, antes que lo "dudoso" del Estrecho, lo que Gómara denomina "empeño de la especiería" o "pleito y negocio de la especiería caliente". Se trata, pues, de un mito que tuvo desde el principio una fisonomía comercial, como la de Mercurio. Y, justamente, de ese carácter mercurial se contagia­ría el mito de relevo que fue el Desaguadero. Por lo demás, no era otra cosa la que podía remover la zona mítica de la concien­cia del Emperador, y hasta encandilar a los mejores capitanes, como Hemán Cortés, que escribía en su Cuarta Carta de Rela­ción: "más como yo sea informado del deseo que vuestra majes­tad tiene de saber el secreto des te estrecho, y el gran servicio que en le descubrir su real corona recibiría, dejo atrás todos los otros provechos e intereses que por acá me estaban muy noto­rios, por seguir este otro camino ... " Y conste que esa disposi­ción de renunciar a "otros provechos e intereses" la hizo Cortés el15 de octubre de 1524, es decir, cuando ya el mito del Estre­cho iba dejando de ser "dudoso", para dar paso al emotivo dina­mismo del Desaguadero. Porque, un año antes, Gil Gonzá1ez Dávi1a había descubierto la Mar Dulce o Gran Lago de Nicara­gua, tomando posesión de esas aguas del bautismo nicaragüen­se e112 de abril de 1523. Los hombres de Gil Gonzá1ez se aden­traron apenas media legua, en una canoa, sin poder hallar indi­cios de que aquello fuese un río; pero los pilotos de la expedi­ción dieron por seguro que el secreto del Desagüadero en el Atlántico estaba en esa "tercera e dubdosa laguna", que dice Oviedo; puesto que la realidad de nuestro Lago tuvo asimismo un origen mítico. Lo cierto es que Gil González había empren­dido aquel viaje de exploración y conquista ya con los ojos fijos en el fantasma del Estrecho. Así lo afirma Gómara: "costeó la tierra que digo, y aún algo más, buscando estrecho por allí que viniese a este otro mar del Norte, pues llevaba instrucción y mandato para ello del Consejo de Indias" (Historia General de las Indias, Ira. parte).

Una decisiva peripecia "desmitificadora" -también ante­rior a los referidos propósitos de Cortés- fue la que salió de las

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manos de Hernández de Córdoba, el poblador por excelencia en Nicaragua quien entonces no buscaba precisamente el Estre­cho, sino el Desaguadero de la Mar Dulce. A tal efecto, había llevado "un Vergantín en pieyas", en el que envió lago adentro a Ruiz Díaz y otros hombres bajo su mando, los cuales estuvieron a punto de disipar del todo hasta el propio misterio del Desagua­dero. Nos lo cuenta Antonio de Herrera, en su Historia General de los Hechos de los Castellanos: " ... hizo descubrir, y bajar toda la Laguna, y hallóse salida a un Río por donde sangra, y no pudo navegar adelante el Vergantín, por haber muchas pie­dras, y dos Raudales, o Saltos muy grandes; pero confirmáron­se en que salía a la Mar del Norte" (lV-285). No obstante, la consistencia mitológica de nuestro Desaguadero siguió inquie­tando a lo largo de una generación más, seguramente por culpa de Fray Bartolomé, quien amenazaba penas infernales a los que participasen en la exploración íntegra de aquella vía de agua, sólo porque el gobernador Rodrigo de Contreras no accedió a la pretensión del fraile dominico de ir en solitario al frente de esa empresa. Por fin, el 6 de abril de 1539, fue desvelado lo que aun quedaba oculto del mito del Desaguadero, cuando los capitanes Calero y Machuca, uno navegando y el otro por tierra, alcanza­ron con la, vista, como quien despierta de un dilatado sueño, la desembocadura -verdaderamente atlántica, en todo sentido-­de aquel río San Juan del destino nicaragüense. "Esto está ya averiguado ... ", afirmaba dos años después Gonzalo Fernández de Oviedo. Y el mismo cronista añadía: "E por tierra, ese capi­tán Diego Machuca, con hasta doscientos hombres siguió su camino, e la fusta e bergantín e algunas canoas por el agua hicieron lo mesmo; e salieron los de los navíos a esta nuestra mar del Norte, donde paresce que las dichas lagunas desa­guan" (Historia General y Natural de las Indias, XLII, 4).

Pero las aguas de aquel río no sólo llevan nuestro destino, sino también el desatino de una criatura mítica, la cual -por expresar esa vida oscura, se hace ilógica, como si fuese un dis­parate de raíz emocional-o Efectivamente, el mito del Canal Interoceánico, vivido en un medio subdesarrollado, parece un contrasentido. Y sin embargo, aquel arquetipo de la prosperidad

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es la viva imagen de una carencia. Diríase que nuestro pueblo ha transferido al dechado o ejemplar soberano su afán de aparen­tar, su necesidad de progreso, su ilusión de bienestar y hasta su apetito de lucro; es decir, los sentimientos más simples de una sociedad agraria y con la fe del símbolo. Porque la credulidad es la simplicidad por excelencia. De ahí que las potencias extranje­ras, interesadas en adquirir una situación de "privilegios exclu­sivos" ante todo proyecto de Canal por Nicaragua, intentaran aprovecharse de nuestra resistencia al desengaño. En este senti­do, es muy revelador el texto de las instrucciones que llevaron a Centroamérica los representantes diplomáticos de Estados Uni­dos, Rise y Squier, a raíz del segundo desembarco de tropas, inglesas en nuestro puerto de San Juan del Norte. Allí se habla de que se nos desea "prosperidad" y "bienestar", como si tales palabras fuesen conjuros, llegando inclusive a decir que el enviado oficial norteamericano "no omitirá ocasión para im­presionarlos (a los hombres de Estado del Istmo) con nuestro ejemplo ... ": Se pretendía, pues, usar con nosotros una política "impresionista", según el principio del arquetipo. Y conste que en ese documento (citado extensamente por Octavio Aguilar, en su estudio "Centroamérica bajo el Impacto del Imperialismo Británico en el Siglo XIX") se denuncia a Gran Bretaña en Tér­minos de "usurpaciones" y de "máscara", Pero, como en el fon­do era cuestión de substituir una supremacía por otra, lo mismo los norteamericanos que los ingleses apuntaron a nuestra imagi­nación mítica, que tenía en propiedad la quimera del Canal.

y a en 1739, por parte de Inglaterra, "Nicaragua fue objeto de plan de conquista por separado", dicho con palabras del referido Octavio Aguilar. Menudearon, desde entonces, las incursiones británicas en suelo nicaragüense. Pero el más furio­so ataque de los invasores en la centuria décimoctava, fue el segundo que hicieron al Castillo de la Inmaculada Concepción (1780), precisamente bajando por el viejo Desaguadero, y con la idea de consolidar posiciones en ese Gran Lago que Gómara llamaba "cosa notable", porque "crece y mengua" y "por la grandeza, poblaciones e islas que tiene". Y es evidente que todo aquello se encauzaba en la aspiración británica de controlar lo

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relacionado con una comunicación interoceánica por la Provin­cia de Nicaragua; aspiración que se agigantó a mediados del siglo XIX, manifestándose en lo que Vega Bolaños denominara "los atentados del Superintendente de Belice", en los cuales los indios mosquitos o moscos "iban a desempeñar papel de im­portancia en el escabroso campo de lasfabulaciones ... " (Agui­lar). Así, pues, en tomo al mito del Canal, los propios ingleses urdieron unos legendarios derechos, invocando un pacto -no menos ilusorio- "de protección celebrado por él, o los jefes de las tribus nómadas de la Costa de los Mosquitos y la corona bri­tánica, doscientos años antes ... " (Vega Bolaños). De tal manera y como por arte de magna, la figura mítica de ese pacto o "per­fecta alianza" se convirtió en un bochornoso "protectorado" británico en "el litoral izquierdo de la boca del San Juan"-pro­tectorado que siguió "de hecho", a pesar de la convención anglo-nicaragüense de 1860, como explicó Pedro J. Cuadra Ch., en su libro La Reincorporación de la Mosquitia- hasta el verdadero restablecimiento de la soberanía de Nicaragua, ya en 1894 y después de amenazas y humillaciones sin cuento, con el posterior reconocimiento de Gran Bretaña (1905).

Por lo demás, la imagen misma del Canal encierra el signi­ficado de una "alianza" de rutas o destinos; auténtica unión vital que tiende a proyectarse en un nacimiento o renacimiento, es decir, en un proyecto de vida nueva. Por ello, los nicaragüenses hemos visto en el nivel de las aguas mitológicas de ese Canal una subida de nuestro propio "nivel de vida". Y tal simbolismo de la prosperidad y la abundancia es la nota común entre el anti­guo sueño del Estrecho Dudoso y el mito del Canal por Nicara­gua. La diferencia, en cambio, reside en que sólo éste tiene "fun­damentum in re", que se halla, curiosamente, en la "desmitifica­ción" de nuestro río Desaguadero. Porque nada más que así pue­den explicarse las siguientes frases de López de Gómara, donde se traza el primer boceto de aquel Canal fantasmagórico, ya conectándolo con la realidad de dicho río nicaragüense: "Es tan dificultosa y larga la navegación a las molucas de España por el Estrecho de Magallanes, que ... hemos oído un buen paso, aunque costoso, el cual no solamente sería provechoso, sino

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honroso para el ejecutor si se hiciese. Este paso se habría de hacer en tierra firme de Indias, abriendo de un mar a otro por una de sus cuatro partes ... o por el desaguadero de la laguna de Nicaragua, por donde suben y bajan grandes barcas, y la lagu­na no está del mar sino a tres o cuatro leguas: por cualquiera de estos dos ríos (el otro a que el cronista se refiere es el Chagre o Lagartos, en Panamá) está guiado y medio hecho el paso" (Id.).

Toda creación mítica es producto de un esfuerzo de objeti­vación. Nótese, al respecto, la distancia de grados de condensa­ción simbólica que hay del mito del Estrecho al de nuestro Canal, yeso que uno y otro han sido considerados, a su tiempo, más como realidades probables que como símbolos. Sigmund Freud, al descubrir en la formación de los mitos los mecanismos psíquicos del sueño, señaló en primer término "la condensa­ción", agregando que él concebía los mitos "como los residuos deformados de fantasías optativas de naciones enteras ... " (La Interpretación de los Sueños). El mismo autor, citando a Stu­cken, opinaba que los mitos son, en definitiva, "mitos de crea­ción". Ahora bien, no debe olvidarse que, dentro del pensa­miento mítico, para nacer hay que morir, porque allí la muerte se confunde con la reencarnación o cambio de vida en "esta vida". Y la opción que nos presentaban las potencias extranjeras era, exactamente, mejorar de vida o morir, casi como una ver­sión de aquello de "la bolsa o la vida". Por eso Estados Unidos se nos mostró como "salvavidas" frente a la Gran Bretaña y, además, como ejemplo vital o modelo de progreso. Pero, a decir verdad, desde que el2 de diciembre de 1823 se ponía en marcha la Doctrina de Momoe, la suerte de Hispanoamérica estaba echada. Y, específicamente, cuando en 1845 se llevó a cabo la incorporación de Texas, el Istmo de Centroamérica quedaba a la intemperie de las ambiciones norteamericanas. No es una mera casualidad el hecho de que sólo cuatro años después (agosto de 1849) Nicaragua firmara con una compañía de Norteamérica el primer contrato canalero, y celebrara también, con el propio Gobierno de Washington, el tratado "de protección" Selva-Hi­se. Ese tratado y ese contrato hicieron rebosar más que nunca la figura mítica de nuestro Canal; Verdadera cornucopia Nicara-

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güense, que, como la de la fortuna, es también un conducto de la abundancia. Porque el cuerno acanalado de los latinos está, lo mismo que el nuestro, en las manos de una diosa ciega, junto con el timón que, a su vez, simboliza una ruta por agua, a través de la cual se conduce una vida humana. Pero el mito del Canal por Nicaragua tiene muchas "historias" o relatos fabulosos; a diferencia del personaje de Fortuna y su cuerno de la abundan­cia que, más que mítico, es puramente simbólico. Pareciera, pues, que nuestro mito completa y desarrolla aquel símbolo clá­sico o, mejor aún, que éste se hizo verdadero mito en el Canal nicaragüense.

Desde entonces, nuestro pueblo dividió su conciencia míti­ca, que había adoptado la forma del Canal, en dos orillas enfren­tadas: la de los que anhelaban la realización del mito, y la de quienes preferían el mito de la realización. Los primeros quisie­ron "hacer conciencia" --como ahora se dice-, hasta el colmo de fundar un periódico, El Correo del Istmo; como si no les bas­tara aquella conciencia popular que, a un lado y al otro, partici­paba de un sólo fantasma. Pero la emoción canalera de los nica­ragüenses tiene una serie de esclusas o, si se quiere, una cadena de volcanes: 1884, fecha en que Nicaragua y Estados Unidos concertaron un nuevo tratado --que no llegó a ratificarse-, con el estimulo de la concesión hecha a Lesseps para construir el Canal de Panamá, en beneficio de una compañía francesa; 1897, año en que una misión oficial de ingenieros norteamerica­nos llegó a estudiar sobre el terreno la legendaria ruta; 1900, en que Norteamérica y Gran Bretaña firmaron el tratado Hay­Pauncefote, que consagró la hegemonía de aquélla en la región, como que al año siguiente nuestro Gobierno otorgaba otra con­cesión canalera, por medio del convenio Sánchez-Merry; 1907, fecha de las gestiones de Nicaragua ante Inglaterra y Japón -precedidas de alguna en Alemania-, para la construcción de la vía interoceánica, y todo a causa de una decepción por los hechos consumados del Canal de Panamá, y -abreviando esta reseña- 1914, año en que se firmó en Washington el tratado Chamorro-Bryan, por el que se concedían "a perpetuidad" los derechos a manejar aquel mito; cesión que no se justifica ni ape-

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lando a "los antecedentes históricos y las circunstancias que le dieron fundamento", sin las cuales -según Álvarez Lejarza­"no se podría apreciar este convenio" (Constituciones de Nica­ragua).

Estando ya nuestro símbolo mítico de la prosperidad y abundancia en las solas manos de Estados Unidos, éstos conta­ron con el mismo como incorporado a la política general norte­americana para los pueblos de habla española. Norteamérica lo había alimentado cuanto le fue posible, a lo largo de más de sesenta años, y ella siguió moviéndolo ante nuestra vista según lo que, en cada circunstancia, le parecía conveniente para su sis­tema de penetración. Se pretendió, pues, transformar aquel mito en un instrumento de dominación pacífica. Pero lo cierto es que en Nicaragua no siempre ha podido funcionar el "indirect Rule", literalmente, el mando indirecto, o sea, una especie de control remoto. Y ello, seguramente, por la probada resistencia de los nicaragüenses a todo lo que pueda poner en peligro la autenticidad de nuestra vida mítica, cuya adulteración implica una pérdida de la propia identidad y, por tanto, de lo que somos. Para nosotros era harto dificil reconocemos en aquella manipu­lación que hicieron de nuestro mito, precisamente quienes no tenían idea-porque en Nicaragua las ideas "se tienen", en sen­tido piatónico- de que la metamorfosis de los mitos resulta efi­caz sólo a escala del pensamiento mítico; pero nunca de un método de pensamiento, encaminado a realizar, en este caso, una política de intervención. Georg StadmüIler, en su obraPen­samiento Jurídico en la Historia de Estados Unidos de Nortea­mérica, señala que, entre los medios de que se ha valido el siste­ma norteamericano de penetración pacífica en nuestros países, figuran "las intervenciones en calidad de árbitro", en las cuales ve dicho autor una aplicación original de aquella tradición anglosajona de una "particular estima de la jurisdicción arbi­tral" .

En Nicaragua, sin embargo, las intervenciones arbitrales de Estados Unidos fueron acompañadas siempre de la acción armada, que nos colocó, más tarde o más temprano, en situación de país vencido. Aunque, desde las conferencias centroameri-

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canas de 1923, en Washington, "Nicaragua --como observaba Carlos Cuadra Pasos- no era una república vencida sino sim­plemente intervenida", conforme la doctrina Tobar, que predi­caba una forma de intervención pacífica, a favor de la legitimi­dad constitucional (Vide C. Cuadra Pasos y F. Rodríguez Serra­no: La Intervención). Por lo demás, la mejor prueba de que, la administración extranjera del mito del Canal era un problema de identidad nicaragüense, es que todos reclamamos, a coro, la abrogación del tratado Chamorro-Bryan -incluso el propio general Chamorro, firmante del mismo-, hasta conseguirla el 14 de julio de 1971, durante el primer período presidencial del general Somoza Debayle. Y esa muestra de identificación nacional en el mito, se reveló de nuevo en el de Sandino creado al filo, justamente, de una intervención armada, en son de arbi­traje, en la cual Norteamérica también hacía una maniobra canalera, como se advierte por un suelto publicado en broma en esos años de ocupación, y que se cita en el Ensayo Preliminar de la antología Nueva Poesía Nicaragüense: INVITACIÓN / Se invita a todos los vanguardistas para reunirse a las dos de la tarde del domingo 18 en la torre de la Merced, para celebrar la noticia traída por cable de que ya no se construirá el Canal por Nicaragua.

Resulta curioso que los mismos poetas de vanguardia que habían insertado en la prensa esa invitación irónica, con el pro­pósito de irritar "a la burguesía capitalista" (Cardenal), después interpretaran de distinta manera aquel sueño del Canal por Nicaragua, viéndolo como signo de nuestra universalidad o, al menos, enmarcándolo en una "teoría del universalismo nicara­güense". Pero ya Rubén Darío, al distinguir entre el sentido uni­versalista de la influencia europea y el apetito de lucro que nos amenazaba desde Norteamérica con motivo del Canal, le dio a éste la significación que siempre ha tenido en la mente mítica de nuestro pueblo: "de Europa, del universo -precisaba Ru­bén-, nos llega un vasto soplo cosmopolita que ayudará a vigorizar la selva propia. Mas he ahí que del Norte parten ten­táculos de ferrocarriles, brazos de hierro, bocas absorbentes. Esas pobres repúblicas de la América Central no será con el

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II. MITOS DE LA HISTORIA 87

bucanero Walker con quien tendrán que luchar, sino con los canalizadores yankees de Nicaragua ... " ("El Triunfo de Cali­bán"). Estamos, pues, dentro de una dinámica de la ambición comercial.

El Comercio, con mayúscula, pertenece al mundo psíqui­co, y tiene un objeto propio que es la mercancía, la cual da razón de todas sus características. Por eso el Comercio se ha objetiva­do "fisicamente" en tantos símbolos que le son habituales, como la bolsa (de las ganancias) de Mercurio o el propio cadu­ceo, a modo de varita mágica que convierte en oro lo que toca Y tampoco es dificil adjudicarle símbolos como las pesas de la balanza, como la vía férrea o como el Estrecho Dudoso. Ade­más, están asociados al Comercio otros objetos generales del tipo de la Abundancia y la Prosperidad, con sus respectivas series simbólicas, como serían la cornucopia o nuestro mito del Canal; mito que parece también inspirado en el clásico de la Edad de Oro o "tempus aureum", que dice Horacio, en su Epodo XVI, siguiendo la tradición hesiodea del mito de las razas, en Los Trabajos y los Días: "Fue de oro la primera raza de hom­bres perecederos ... Tenian a su alrededor todos los bienes ... ". (Vv. 105-119). Sólo que el mito nicaragüense de la prosperidad y la abundancia no se conjuga en pretérito, como en Hesíodo, o en la Poesía 64 de Catulo ("Presentes namque ante domos inui­sere castas ... "), o en el libro 1 de las Metamorfosis, de Ovidio ("Aurea prima sata est aetas ... "); sino que aguardamos esos tiempos felices como un futuro próximo, al estilo de Virgilio, en la Egloga 1 V ("magnus ab integro saeclorum nascitur ordo"), y acaso como el "dulce retorno" horaciano ("haec et quae pote­runt reditus abscindere dulcis ... "). Prueba de ello es que en nuestras modernas Constituciones Políticas, a partir de la de 1939, se contempla la apertura de un Canal por Nicaragua, con éstas o parecidas palabras: "podrán celebrarse tratados ... que tengan por objeto la construcción, saneamiento, operación y defensa de un canal interoceánico a través del territorio nacio­nal" (Arto. 4°).

La Universalidad, por el contrario, es, uno de los objetos morales menos "objetivos" y más "irrepresentables", porque da

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la impresión de que esconde sus notas diferenciales. En efecto, cualquier símbolo en tomo suyo tendría que prescindir de las "claves" metodológicas para el fenómeno de la representación. El grado de abstracción de la Universalidad o el Universalismo es casi como el de lo perfecto, y valga la comparación, en un intento de acotar un problema de peculiaridades. La verdad es que todo símbolo obedece a un presentimiento o adivinación que, por lo mismo, se concreta en un presagio, esto es, en un sig­no. y tal presentimiento es una experiencia social que antecede a la concreción del signo. En el proceso general de la simboliza­ción, se da por supuesto un vínculo primario, ''un rudimento de lazo natural" (Saussure) entre lo simbolizado y el símbolo; ''pero --como escribe Jeanne Marinet- también hay análisis de los objetos puestos en correspondencia, y sobre la base de las características puestas de relieve se basa la, corresponden­cia" (Claves para la Semiología). La primera fase está reserva­da a la "iniciación" en los misterios; mientras que la segunda se presta al empleo de un verdadero método de interpretación, que necesita partir de notas distintivas. Las formas simbólicas tie­nen, según eso, dos maneras de llamar la atención, como dando señales de vida: la que emite información sobre una coinciden­cia por "sympathia", que atañe a la fe mítica, y aquella que comunica un nexo de particularidades, capaz de despertar la curiosidad intelectual. Por consiguiente, y ya que "Sólo la indi­viduación produce diferencias" (Jung), la universalidad del mito no es, ni por asomo, el mito de la universalidad, aunque ello tenga la apariencia de un malabarismo de lenguaje.

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7. LEÓN VIEJO, CIUDAD FANTASMA

M UCHOS FACTORES -que son legión y que se enfilan en varios órdenes- condicionan los arquetipos de una

cultura popular. Pero "condicionar" no significa alterar subs­tancialmente las facultades humanas --o, si se quiere, el espíri­tu creador-, hasta diferenciar en absoluto las creaciones ejem­plares de un pueblo determinado, con respecto a los otros que en el mundo han sido. Esto debía pasarse por alto, en virtud de su evidencia; pero acaso convenga partir de una certeza cuando se aborda lo incierto, vale decir, lo que es esencialmente proble­mático. El caso es que en el mapa cultural no existen islas, ni siquiera tratándose de pueblos primitivos; puesto que solamen­te la condición humana -única condición decisiva en la "con­sistencia" de las obras del espíritu- interviene en las leyes uni­versales que determinan, en substancia, el hecho cultural. Ahí está, para muestra, la ley de semejanza, por la cual generalmen­te la creación primigenia ha sido asociada a la reproducción bisexual, dando vida a la imagen mitológica de una pareja divi­na, que lo mismo aparece entre los griegos antiguos que en las figuraciones de los nicaraos.

Hasta aquí, hemos hablado de una pura relación. Pero el asunto, además, hay que plantearlo como una relación por transmisión. Y es entonces cuando surgen los problemas inson­dables. ¿Qué rasgos en un mito corresponden a la sola naturale­za de las operaciones "poéticas" del hombre, por lo que éstas resultan virtualmente universales? O al revés, ¿cuáles son los caracteres mitológicos recibidos a través del espacio y el tiem­po, en razón de que la cultura tiene horror al vacío? ¿Cómo esos elementos transmitidos se adaptan a la índole de un pueblo, en un medio social y geográfico diferente del suyo originario? ¿Por qué una comunidad acepta como en Nicaragua, el mito de Tío Coyote, de los indios norteamericanos, y deja pasar otros

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más sugestivos o, acaso, más afines a su visión del mundo? ¿Dónde empiezan y tenninan, la creación mitológica o su adop­ción? ¿Dónde las realidades que se toman por mitos? Por el con­trario, el mito en estado puro es, en principio, una fábula tomada por realidad, porque precisamente no ha nacido en la historia, sino en la prehistoria de los pueblos, o sea, en esa vida colectiva donde nada es seguro y todo se difumina. Por tanto, nuestros mitos coloniales son más persistentes que los indígenas, a cam­bio de ser menos puros, en el sentido de lo escatológico.

La originalidad pertenece a la definición de los mitos; pero no como "brecha cultural" o vana desconexión con la mitología del mundo, sino como principio de universalidad, sin el cual ningún mito se habría "originado". Porque el mito dice origen y, con ello, validez universal. En Nicaragua, es comprobable el hecho de que mitos mestizos de nacimiento han ido ajustando su fisonomía a las viejas leyendas aborígenes, y, en consecuencia, es presumible que éstas, en las crónicas de Indias, hayan segui­do, a su vez, el proceso inverso; no ciertamente por retoques intencionados, sino atendiendo a un fenómeno de comprensión, de natural acercamiento a la mente española de la época. Este es, en suma, el problema de los mitos en tránsito, es decir, de las transmisiones de "hechos culturales", a cuya explicación -se­gún Caro Baroja- "no puede aplicarse un fonnalismo rígido desde el punto de vista ideológico"; ya que existe "la posibili­dad de formular unas teorías estructurales que se apoyen don­de menos se piensa hoy que pueden apoyarse: en la investiga­ción histórica precisamente" (Ritos y Mitos Equívocos, pp. 24 Y 28). Es claro que dicho autor abre una perspectiva de profesio­nal de la historia, quedando desenfocada la poesía de los mitos y, desde luego, su consistencia como visión del universo o cor­no verdadera "ontología arcaica", que dice Mircea Eliade. Sin embargo, ese método propuesto por Caro Baroja es utilísimo en el estudio de los mitos con base histórica, siempre que vaya asistido por la sensibilidad estética y, además, por un sentido de trascendencia; puesto que los mitos representan una escatología y, en especial, una interrogación sobre el principio de las cosas.

¿Cómo no recurrir al "simbolismo de nivel" cuando se habla,

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por ejemplo, de una ciudad sumergida? Y así nos encontramos con el fantasma de León Viejo. En realidad, era aquélla una ciudad construida junto al agua y, asimismo, a la sombra del volcán Momotombo, que nuestro poeta veía "Como una vasta tienda" cuya fom1a "se duplica en el am1onioso espejo". Pues bien, la doble imagen de esa cúpula a orillas del lago Xolotlán y en el fondo del mismo, ya es casi nuestro mito de una ciudad sumergida o cubierta por las aguas. Y, además, precisamente al Momotombo se culpó de la catástrofe que había hecho desaparecer del "mundo de los vivos" a la ciudad que luego sería sólo un fantasma. He aquí lo que escribe Jaime Incer, explicando el fenómeno en su verdad científica; pero, a la vez, sugiriendo su dimensión mitológica: "El terremoto que destruyó León Viejo, en 1610, fue atribuido a la actividad -especie de divina venganza- del Momotombo. Las ruinas de este primer asiento han sido excavadas de las arenas de posteriores erupciones, no reportadas durante la época colonial, durante las cuales el antiguo volcán de Pedrarias y de Oviedo ajustó su perfil a la presente forma" (Imágenes de Occidente, p. 24). Como vemos, el mismo naturalista nicaragüense alude tam­bién a la "desmitificación" de León Viejo, hace apenas quince años. Sin embargo, en Nicaragua, seguiremos hablando de León, el "viejo", como algo que sabemos estropeado o perdido sin reme­dio, y no del "antiguo" León, como una ciudad clásica detenida en el tiempo, al estilo de la Antigua Guatemala, salvando la distancia "Monumental". Y, por si sola, ya la diferencia de matiz lingüístico resulta interesante, considerando el fatalismo indígena o nuestra posterior manera desdeñosa de ver lo propio. Pero importa, sobre todo, en razón de que el mito se vuelve más puro en la medida en que decrece su apoyo real, o sea, que el mito de ese León exigía lo viejo como decrépito, como historia menguante, y, sin duda, por­que lo viejo es también lo muy sabido, lo que es ya canto rodado en la corriente de la tradición.

El viejo León fue destruido para la historia, defmitivamente, y hasta sus propias ruinas, desenterradas, resultan dolorosas y como empobrecidas en contraste con. el mito de una hermosa ciudad en lo profundo de aquellas aguas. "¿León Viejo dónde está?", se pre­guntaba Ernesto Cardenal en 1966, esto es, al año siguiente de que

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empezaran las excavaciones en la costa nor-occidental de dicho lago. Y la respuesta de Cardenal, como respuesta de la poesía, se daba naturalmente al hilo de nuestro mito:

"Hay ladrillos, ruinas rojas, en la orilla. Los pescadores dicen que han visto torres bajo el agua en las tardes serenas.

y han oído campanas. Campanas tocando solas movidas por las olas. La capital de Nicaragua está allí espectral bajo el agua. Un borroso sueño ... ".

(El Estrecho Dudoso, pp. 111 Y 112)

Por lo demás, el mito de la ciudad sumergida se halla en las tradiciones de varios pueblos, con variantes curiosas, y está lo mismo en la "Historia del Joven Encantado y de los Peces" de Las Mil y una Noches, que en la leyenda céltica de la Dama del Lago, contenida en la Historia del Cavallero Cifar. Así, en el cuento de origen persa, se trata del embrujo que padecen cuatro islas de un reino y los habitantes de la ciudad, al convertirse aquéllas en montañas, con un lago en el centro, y los hombres, en peces: "Esos peces del lago, los habitantes de la antigua ciu­dad y de las cuatro islas no cesan de sacar la cabeza del agua y lanzar imprecaciones ... " Pero, al fin, se deshace el maleficio: "Los Peces comenzaron a agitarse, irguiendo la cabeza, y en aquella hora y punto se desató la rnagia que pesaba sobre los habitantes de la ciudad. Y la ciudad se convirtió en una pobla­ciónfloreciente ... " (Ob. cit., t. 1, pp. 62-73). Por otra parte, en el referido libro de caballerías se describe morosamente una ciu­dad en el fondo de un lago y sometida al hechizo de una Dama: "e entraron en la cibdat e fueronse a los palacios do moraba aquella dueña, que eran muy grandes e muy fermosos; ca asy le parescieron aquel cavallero atan noblemente obrados, que bien le semejava que en todo el mundo non podrien ser mejores palacios nin mas nobles, nin mejormente obrados que aquellos; ca encima de las coberturas de las casas parescie que avie rru­bies e esmeraldas e f;afires, todos fechas a un talle atan grandes coman la cabeza de un amen; en manera que de noche asy

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alumbravan todas las casas, que non avie camara nin logar por apartado que fuese, que tan lumbroso non fuese, comon sy esto­viese lleno de candelas" (Historia del Cavallero Cifar, la. par­te, cap. CXIl, p. 160). Sin embargo, es la leyenda nórdica de Staverne -ciudad hundida en el mar y supuestamente localiza­da en la región de Frisia-la que, en detalle, se asemeja más a la versión que ha dado Cardenal del mito de León Viejo. Porque en el Mar del Norte, cuando se hace la calma, se escuchan asimis­mo las campanas de la ciudad fantasmagórica; pero tales cam­panas no suenan en virtud del vaivén de las olas, sino que son tocadas por quienes aún pueblan esa misma ciudad, transforma­dos en peces.

León Viejo es casi mítico de nacimiento. El más autorizado y reciente estudio sobre su fundación, debido al costarricense Carlos Meléndez, deja aún nebulosa la fecha en que Hernández de Córdoba fundó aquella ciudad: "De ser cierta esta afirma­ción (la de que Granada de Nicaragua se fundó, a su vez, el8 de diciembre de 1524), tendríamos necesariamente que conside­rar ya a León como fundada y establecida, por el hecho de haber sido la primera. El argumento nos lleva forzosamente a una sola conclusión, la de que en el mes de noviembre responde a las mayores posibilidades para que haya correspondido al mes del año de 1524 en que sefundó la ciudad de León." Y el historiador añade, como deteniéndose peligrosamente al borde del mito: "Hasta aquí debemos llegar en nuestras considera­ciones; la documentación que hasta ahora nos es conocida, no nos permite sobrepasar esta línea, de modo que debemos resig­narnos a la idea de que, sin otros elementos de juicio, resultará imposible una mayor determinación cronológica que la que hemos intentado aquz'" (Hernández de Córdoba, Capitán de Conquista en Nicaragua, c. IV, pp. 137 y 138).

Pero no es sólo cuestión de fechas --o es eso también-, sino un problema, igualmente, de lugares nada comunes o, mejor dicho, de localización. Se sabe documentalmente que Pedrarias Dávila, primer Gobernador y Capitán General, de la Provincia de Nicaragua, habiendo fallecido el 6 de marzo de 1531, fue enterrado en la iglesia de La Merced de aquella primi-

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tiva ciudad de León. Sin embargo, esa misma sepultura parece participar del mito de la ciudad y, sin duda alguna, del propio mito de Pedrarias. Lo cierto es que hasta hoy ha sido infructuoso el esfuerzo de los excavadores en busca de la tumba de aquel Gobernador, como lo confesaba en su oportunidad uno de los jefes de tal operación. Y aquí se alude, por supuesto, a lo que dijo Alfonso Argüello, en su Historia de León Viejo, como resultado de sus exploraciones en el sitio donde estuvo, proba­blemente, la Capilla Mayor de La Merced: "En conclusión podemos decir que hasta que se haya explorado toda la Ciudad y estén plenamente identificadas las construcciones principa­les sobre todo las iglesias y de entre ellas la de la Merced y ésta a su vez haya sido totalmente explorada en su interior es que se podrá tener una mayor seguridad en lo que respecta al sitio que ocupa la tumba del tantas veces mencionado Gobernador" (c. v. pp. 62 Y 63).

De cualquier modo, Pedrarias, no obstante ser el hombre de hierro, el forjador del sentido nacional de nuestra historia, para­dójicamente se escapa de la historia misma. Ya su Gobernación, además de unipersonal, era "absoluta", como la ha calificado Carlos Molina Argüello, y, precisamente, porque Pedrarias Dávila hizo del Poder -o quizá de una peculiar "razón de Esta­do"- un auténtico mito. Y su propia persona había llegado a Nicaragua "mitificada", desde su mercurial gobernación de Castilla del Oro. Era incansable, ambicioso, sagaz, emprende­dor, temerario y temido, rencoroso, desconfiado, decidido, dominante y hasta cruel. Molina Argüello, hablando del perío­do que él llama "segoviano" "por estar fundamentalmente ocu­pado por los Gobiernos de Pedrarias y Rodrigo de Contreras", anota con razón que éstos "imprimieron en este periodo un sello caracteristico y único en la vida de la Provincia. Con lo que Pedrarias y Contreras se colocan en la Historia de ella, pese a sus detractores, como los legitimas fundadores de la nacionali­dad nicaragüense" (El Gobernador de Nicaragua en el Siglo XVI, p. 17, n. 5). El hecho es que allí el nombre de Pedrarias sigue viéndose a través de una luz espectral. Se repite que, en vida, nuestro Gobernador solía ensayar su muerte en un ataúd

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de hierro; que su tumba, llena de joyas, fue profanada y saquea­da, y que, por añadidura, los indios se estremecían de verdadero pánico a la sola mención de los perros de Pedrarias, que así cobraban el aspecto de animales mitológicos. Y es significativo que Nicolás Buitrago Matus haya escrito una obra titualada León, la Sombra de Pedrarias, en la cual se expresa lo que sigue, al consignar el hecho del segundo establecimiento de nuestra ciudad de León: "la nueva ciudad que se inyectaba de ideales y respiraba esperanzas en una risueña visión al porve­nir, surgía en sí misma, emergía por su propio designio, huma­nizada y vivida la trágica sombra de Pedrarias Dávila, ejem­plar humano que proyectaba desde suféretro de hierro hundido en las aguas del lago hacia ella, su espíritu que como el blasón de los Arias es águila, castillo y cruz" (c. l, p. 8).

Pero también es revelador que Buitrago Matus aproveche, justamente en el párrafo citado, los símbolos heráldicos de Pedra­rías -al fin y al cabo, "símbolos"-, pensando de seguro en esa cruz del ajusticiamiento de Hernández de Córdoba -verdadera cruz sin cabeza o de San Antonio-, quien fue degollado por orden del Gobernador, en 1526, y exactamente en aquella plaza en tomo a la cual él mismo había fundado la ciudad de León Viejo, dos años antes. Cardenal ha sintetizado, con la síntesis propia de la poesía, las circunstancias de la ejecución, que, en su injusticia monda y lironda, adquiere visos de irrealidad:

"Le dijeron a Córdoba que huyera. Que se acordara de Balboa. Pero él no quiso huir. Dijo soy inocente.

Espero a Pedrarias. Pedrarias lo puso preso en su fortaleza de León. Hernández de Córdoba atravezó (sic) tristemente la plaza que él habla trazado; miró por última vez su lago (el lago de León) y fue degollado. "

(El Estrecho Dudoso, pp. 105 Y 106).

Y el caso es que la poesía no tiene sólo el poder de convertir lo imaginario en real, sino también el de transfigurar el hecho histórico en mito. Por ello, cuando el mismo Cardenal, en ese

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poema, sugiere un paralelismo ~e vidas y haciendas parale­las- entre el ya mítico Pedrarias Dávila y un Presidente de nuestra República, en cierto modo está mitificando al último.

Veinticuatro años después de la crudelísima muerte del fundador de aquella ciudad, yen la misma plaza donde se alzó el patíbulo, un nieto de Pedrarias, Remando de Contreras, era pro­clamado "Príncipe del Cuzco" por una pandilla de rebeldes a la autoridad de la Corona, quienes, encabezados por el propio Fer­nando, acababan de asesinar al Obispo de Nicaragua, el domini­co Fray Antonio Valdivieso. Ese crimen sacrílego está rodeado de leyenda, igual que todo lo que se refiere a nuestra ciudad fan­tasma, y la rebelión misma de los hermanos Contreras tiene ras­gos tan fabulosos como el título principesco inventado para F er­nando. El obispo Valdivieso era un lascasiano de raíz y, en varias ocasiones, se había enfrentado a funcionarios poderosos y a personas pudientes, en especial a Rodrigo de Contreras, que había sido Gobernador de la Provincia y era padre deljefe de los conjurados. La razón principal de tales pugnas se hallaba en la aplicación de las Leyes Nuevas, de 1542, cuya defensa asumía el obispo contra los propietarios de Encomiendas, los cuales se quejaban, como Remando de Contreras, de que "a los vecinos les quitaban los repartimientos de indios que habían conquista­do y ganado con su propia sangre" (Cfr. Marqués de Lozoya, Vida del Segoviano Rodrigo de Contreras, p. 114). Y aquel ase­sinato, a cuchilladas, seguido de saqueo de la casa del obispo, estimuló tanto la conciencia mítica del pueblo nicaragüense que, todavía en nuestro siglo, Arturo Aguilar ha descrito así la muerte del mismo prelado: "Según declaración muy antigua puso su mano en la charca de sangre que manchaba el suelo y dicha señal se veía aún muchos años después, habiéndose con­servado la sangre tan fresca como en el momento de la muerte" (Reseña Histórica de la Diócesis de Nicaragua, p. 65).

Remando y Pedro de Contreras, con sus secuaces "piza­rristas", embarcaron por asalto en El Realejo, después de que algunos de ellos prendieron fuego a unos cuantos navíos, en ese puerto y en el de Granada, como un rito cargado de simbolismo primitivo. Porque, a veces, quemar las naves propias significa

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tomar una decisión extrema; pero quemar las ajenas es siempre un acto de fe vandálica o, si se prefiere, de pura barbarie. Pero aquÍ no vamos a seguir el hilo de los hechos ni de las fechorías de los dos Contreras fuera de Nicaragua. Nos bastará anotar los signos mágicos de esa triste aventura, como el de que los navíos "Espíritu Santo" y "El Chile", capitaneados por Pedro -al que, también ilusoriamente, habían nombrado "Almirante"- se volvieron entonces casi míticos, como lo cuenta Alfonso Ar­güello: "Fue enviada una pequeña escuadra al mando de Nico­lás Zamorano en persecución de los dos navíos fantasmales que frecuentemente eran vistos por los aterrorizados vecinos de la costa a corta distancia de las mismas" (ob. cit., c. XIII, p. 152). O bien, la propia desaparición de ambos fugitivos, como traga­dos por la tierra, literalmente; desaparición sobre la cual se die­ron distintas versiones, en un intento vano de explicar la magia del hecho misterioso, como es el de "esfumarse". Así se ha dicho que Remando se ahogó en una ciénaga (Aguilar) o que fue devorado por un cocodrilo (Argüello).

El mismo Arturo Aguilar refiere que Remando de Contreras, ya cometido el crimen en la persona del obispo, le envió de inme­diato a Pedro, que aún se hallaba en Granada, el puñal ensangrenta­do; detalle simbólico a todas luces, puesto que el puñal --como advierte Cirlot- es un arma propicia para ser ocultada y, por lo tanto, para la traición, o sea, un arma vergonzante; por lo cual ese gesto de exhibirla es una forma de mitificarla. Y no digamos nada del rojo de la sangre derramada; color que simboliza las pasiones -las bajas y las nobles-, con todo su cortejo sangriento y sacrifi­cal. De ahí que el envío del puñal homicida sea un signo de falso triunfo, que es sólo un triunfo del mito, para aplacar la ira de los demonios familiares o acaso disimular el abatido orgullo de una familia. Por lo demás, con el asesinato de Fray Antonio Valdivieso se redondea el mito, de León Viejo, porque la furia volcánica del Momotombo ----que, según los vecinos de la ciudad, había causado la destrucción de la misma- fue interpretada como castigo divino por aquel crimen; con lo que nuestro León tomaba forma de ciudad fantasma, pero sólo en virtud de ser primero una ciudad maldita. De ese modo, asociando en un verso la muerte del obispo y el final

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de León Viejo, resume el poeta el abandono histórico de aquella capital de Nicaragua y, por consiguiente, su incorporación al mito:

"Pedrarias enterrado con todas sus banderas. Después un Asesinato y un terremoto ... "

(Cardenal: El Estrecho Dudoso, p. 112)

Y por algo también Buitrago Matus ha presentado unidos los dos hechos ---que, en realidad, están separados por un lapso de sesenta años-, expresando la mítica vinculación de los mismos en estos términos: "un hondo terror de miedo y espanto martirizaba sin descanso el corazón de los leoneses, cual si vieran constante­mente acercarse a ellos la figura ensangrentada del Obispo Valdi­vieso exigiendo el cumplimiento de las Leyes que hicieron clavar en su pecho el puñal del asesino. De ahí que, cuando cayeron sobre los leoneses múltiples calamidades, y sobre todo, cuando el Momotombo, volcán rebelde a la bendición divina levantaba columnas de fuego y hacía temblar el suelo con sus retumbos pavorosos; y las aguas del Xolotlán en grandes oleajes amenaza­ban hundir en su seno a la ciudad, lo atribuían al sacrílego asesi­nato del 16 de Febrero de 1550, y quisieron dejar el lugar ... " (León, La Sombra de Pedrarias, c. 1, p. 6). En efecto, el traslado de la ciudad se hizo apenas a nueve leguas hacia el oeste. Los docu­mentos oficiales y los testimonios de la época -sobre el éxodo mismo o el actual emplazamiento-- sólo refieren, a simple vista, que aquellos leoneses llevaron de un sitio a otro "el santísimo sacramento e ynsignias e canpanas", así como "materiales para la nueva ciudad"; pero también es cierto que nos dicen, sin proponér­selo, que igualmente se trasladaron los mitos de León Viejo. Y con éstos, recibían los venideros un estilo de ver la vida como dejándo­se ver por la misma muerte; una tradición mágico-religiosa y, por 10 tanto, para ser vivida, pero vivida frente a lo que muere, y una forma de muerte en común, que, paradójicamente, es un ejemplo de cultura vital.

Pero no hay que olvidar que aquellos mitos fueron edifica­dos en la ceniza, es decir, que son mitos con base histórica, la cual siempre rebaja la consistencia mítica. Y, en este sentido, el propio mito arquitectónico de una ciudad con "torres bajo el

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agua", tienen un punto de apoyo en el bajo nivel de vida nicara­güense, y hasta en la misma sobriedad rural de nuestros núcleos urbanos. Ya Ernesto La Orden observó lúcidamente "que León de Nicaragua en el primer siglo de su existencia fue una ciudad modestísima, construida solamente de ladrillo y de tierra, sin ningún lujo arquitectónico, pero sus edificios tanto civiles como eclesiásticos marcaron un modelo para las construccio­nes posteriores de Nicaragua ... " (Catálogo Provisional del Patrimonio Histórico-Artístico de Nicaragua, p. 79). Por eso, en este mito de ciudad reconocernos 10 que ahora somos; ya que, en alguna medida, la realidad de nuestro presente es asimismo el mito de nuestro pasado. Y por eso también importa restaurar, en su mayor pureza mitológica, nuestro fantasma de ciudad, recitando corno un ensalmo los versos postrimeros de El Estre­choDudoso:

"Allá lejos junto al lago de Momotombo de cuando en cuando seguía bramando. El agua seguía subiendo

y la ciudad maldita con la mano de sangre en el muro todavía pintada se iba hundiendo

y hundiendo en el agua"

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8. DOS FAMILIAS CARISMÁTICAS

SIEMPRE SE ha dicho que nuestro pueblo hace gracia de su desgracia. Pareciera, en efecto, que los nicaragüenses inver­

timos los términos de la gracia, como si antes nos ocupásemos de concederla que de recibirla. ¿Acaso no preferimos "caer en gracia" --o hacerla-, que "estar en gracia" y ser de verdad gra­ciosos? De ahí que el hombre de Nicaragua, no obstante su con­dición de agricultor, casi nunca se fije en el mal tiempo, sino en la buena cara. Porque seguramente nos importa, más que la rea­lidad de las cosas, el aspecto de las mismas. Lo cierto es que confundimos el cariz con el carisma. Y ya resulta sintomático el hecho de que, precisamente, nuestras minorías selectas se ha­yan alucinado con ese discutible movimiento inter-cristiano y, desde luego, primitivista de los llamados "carismáticos".

La raíz griega de "carisma" se hinca solamente en la teolo­gía, con la significación de gracia divina, de don extraordinario del Espíritu, que abundaba en la Iglesia primitiva "para común utilidad", como enseña la Epístola 1 a los fieles de Corinto (12, 7). Pero el mismo término, en su trasplante latino, adquiere ade­más una extensión de sentido profano. Y en este ámbito natural se hallarían las virtudes del caudillo, especialmente su "don de mando", que, más que un "don de gentes", viene a ser una "magia personal". Ello, desde luego, es un decir; pero, en el pensamiento mítico, tal fuerza gravitatoria de la voluntad se interpreta como una moción de origen sobrehumano. Es lo que Max Weber, en sus Estructuras de Poder llamaba "carisma político", esto es, un carisma adjetivado, al que se le atribuye, sólo por relación, el concepto originario. Y el mismo autor habló de otros tipos de carisma, como el "artístico", advirtiendo al respecto: "Aquí emplearnos con sentido valorativo entera­mente neutral el concepto de "carisma" (id., p. 79); lo cual equi­vale a no reconocer la propiedad teológica del término, y a situar

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el carisma rigurosamente sustantivo --que, casi con redundan­cia, Weber llamó "religioso"- a la par de esos otros carismas por ampliación de significado. Así, pues, con el calificativo de "neutral", el pensador alemán no quiso decir "indiferente" cor­no debería entenderse, sino todo lo contrario: "plurivalente". Porque él también aplicó dicho adjetivo a la disciplina, añadien­do que ésta, sin embargo, "está al servicio de cualquier poder que la requiera y sepa cómo promoverla" (p. 86). Por consi­guiente, todo carisma -concebido únicamente como "'neu­tral"- pertenecía, en la mente de Max Weber a una sola "cate­goría de estructura de poder". Aquí y ahora, en cambio, distin­guimos categóricamente los carismas que suelen tomarse por tales, de aquellas genuinas inspiraciones, a cuyo carácter sagra­do conviene el vocablo con la mayor exactitud.

Haciendo gracia -literalmente-del carisma que es mate­ria de fe cristiana, hay que precisar que también el de naturaleza mítica se presenta como un depósito personal. Es posible, sin embargo, que este carisma llegue a sucederse a sí mismo, es decir, a establecerse con raíces de verdadera institución, siem­pre que exista un caldo social donde los estados, las clases o los estamentos sean más o menos impermeables, propiciando así la sacralización de familias o de- castas. Un ejemplo de familias míticas dominantes aparece en la epopeya narta, cuyo manan­tial se remonta a los osetos, específicamente los septentrionales; pueblo del linaje de los escitas, arraigado en el corazón del Cáu­caso y lingüísticamente comprendido en el grupo iranio del indoeuropeo. Georges Dumézil nos aclara, en su Mito y Epope­ya, que el apelativo genérico de "narto", a pesar de sus oscila­ciones etimológicas, puede traducirse como "héroe". De ese modo, los nartos de la leyenda serían "Héroes fabulosos, gue­rreros de tiempos muy antiguos, en los que el análisis interpre­tativo ha revelado más de un rasgo mitológico" (ob. cit., t. 1, p. 432). Pues bien, en la epopeya referida emergen tres familias; número que responde a la "ideología tripartita", cuya marca de fuego se halla también en el mito de los orígenes de muchos pueblos indoeuropeos. Y esas familias nartas "funcionales" --que dice Dumézil- son la de los Boratae, caracterizada por

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su riqueza; la de los Aexsaetaegkatae, encamación del heroÍs­mo por antonomasia, que es el de la guerra, y la de los Alaega­tae, cuyo poder estaba cimentado en el don de sabiduría.

Sirva ese precedente mitológico y épico para iniciamos en los misterios del poder político de signo familiar que se ha dado en Nicaragua. Porque, francamente, lo único que no es misterio para nadie es que los nudos de nuestra historia no son los de un tapiz, cuyo revés queda oculto a la contemplación admirativa, sino los evidentes nudos de la madera de dos árboles genealógi­cos. Sabemos que es un riesgo simplificar la realidad nicara­güense; pero, en un estado de alerta intelectual, los nudos sólo existen para ser desatados, que es, lógicamente, el paso de lo complejo a lo simple. El hecho es que, entre nosotros, dos fami­lias carismáticas han marcado el itinerario vital de la política posterior a nuestra Independencia. Está claro que se alude a los Sacasas y los Chamorros, cuyos linajes pueden reconocerse, al estilo romano, como la familia Crisanta y la familia Pedrojoa­quina; pero no por razón de los nombres de sus santos patronos familiares, ni por los de sus primeros antepasados con raíces en Nicaragua -don Francisco Sacasa o don Diego Chamarra-, sino en virtud de los nombres más constantes entre los principa­les dirigentes de aquellas dinastías de políticos. Los Chamorros llegan a nuestra "tierra de promisión" entre 1729 y 1731; los Sacasas; algo después. Aquéllos cimentan su fortuna en la agri­cultura, y éstos, en el comercio. Los unos se distinguen por ser inflexibles; los otros, en cambio, por su ductilidad. Los prime­ros son granadinos y conservadores a machamartillo; mientras que los segundos, originariamente conservadores y granadinos, han sido luego los "patriarcas" de nuestro liberalismo leonés. El caso es que ambas familias dan la imagen histórica por antono­masia del paralelismo existencial de nuestro pueblo. Porque la historia de Nicaragua es, en definitiva, una síntesis, como triun­fo del mestizaje Es la armonía del angustioso ser o no ser nacio­nal; la unificada proyección de dos ciudades rivales -León y Granada-, el sólo reguero de pólvora de un tradicional biparti­dismo político, y hasta una vía de agua para salvar la incomuni­cación entre nuestros litorales atlántico y pacífico.

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Pero las vidas paralelas de aquellas dos familias tienen, además, una quinta dimensión, que es la del mito. Y, ante la galería de nuestros Presidentes de la República, resulta inevita­ble pensar en un fenómeno de magnetismo familiar; ya que, en la danza ritual de la política nicaragüense los electos suelen ser, precisamente, los "elegidos", los miembros de las mismas fami­lias carismáticas. ¿No es harto revelador el hecho de que, a par­tir de Fruto Chamorro, primer presidente de Nicaragua en 1853, cada una de nuestras generaciones históricas -salvo la del nacimiento de Rubén Darío de 1867- haya visto gobernar a hombres pertenecientes a esos linajes? Así, en el grupo genera­cional de 1882, ocupa la Jefatura del Estado Pedro Joaquín Cha­morro: en el de 1897, es electo Roberto Sacasa, después de desempeñar las funciones ejecutivas como senador designado; en la siguiente generación, que es la de 1912, sube al poder Emi­liano Chamorro; luego, en la de 1927, gobierna por segunda vez Emiliano, pero también Diego Manuel Chamorro y Juan Bau­tista Sacasa, aunque el período de mando de éste se interne igualmente en el grupo generacional de 1942, que es asimismo testigo del efímero ejercicio presidencial de Benjamín Lacayo Sacasa, por designación legislativa, y ya en las dos últimas generaciones, las de 1957 y 1972, ejercen la presidencia de aquella República, respectivamente, Luis y Anastasio Somoza, que son Debayle Sacasa por línea materna.

Los propios Somozas acentuaron su "sacasismo" -tal vez deliberadamente- por virtud de la endogamia, al casarse la hermana mayor con Guillermo Sevilla Sacasa, y Anastasio, el menor, con su prima hermana por la rama Debayle Sacasa; con la excepción de Luis, que no precisaba reforzar su imagen natu­ral de hombre moderado, cordial y, por lo mismo, de concordia, de buen "ojo político", diestro en lo que aún entonces se llamaba "trato social" y, a la vez, desconcertante y convincente, pero, sobre todo, convencido de que la política no era un saber puro, sino aplicado. Los Sacasas, pues, se definen por su pragmatis­mo y sus muchos recursos políticos, que, paradójicamente, tie­nen algo de prestidigitación.

¿Será casual, por ventura -por la buenaventura-, el

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hablar en español de "artes" mágicas y de "prácticas" de bruje­ría? Y es aquí, en este "punto muerto" de la razón que es el mis­terio, donde aquellas paralelas familiares dejan de serlo, para integrarse en una misma figura mítica. En 10 que atañe al clan de los Sacasas, ahí están las Reflexiones sobre la Historia de Nica­ragua, de José Coronel Urtecho, en las cuales el autor, frente al realismo historiográfico de José Dolores Gámez y de Chester Zelaya Goodman, dedica cientos de páginas a la urbanidad y, especialmente, "ocultismo" político de don Crisanto Sacasa Parodi; a su tacto social y su táctica de "cortina de humo". Según eso, el primer don Crisanto parecía fomentar el misterio en tomo a los acontecimientos de los que él era protagonista, como la proclamación granadina del Imperio de Iturbide; y, de ese modo, también alimentaba su propio carisma, que habría de culminar con un destino de sangre. La verdad es que don Crisan­to, como casi todos los de su estirpe, tenía de "El Discreto", de Gracián, aquella mágica virtud "de dorar el no, de suerte que se estime más que un sí desazonado". Una notable excepción, al respecto, era la de su hijo Don José Sacasa, "El Pepe", quien no tuvo esa vocación de alquimista del modo de hablar, porque tampoco la tenía del modo de ser. Supo crearse, por el contrario, un halo de "enfant terrible" de las Cortes de Cádiz. y no diga­mos nada del cariz mitológico que le dio algún historiador cen­troamericano, presentándole como artífice de una "independen­cia moral" de Centroamérica, la cual se había anticipado siete meses a nuestra verdadera Independencia.

Por su parte, los Chamorros son hombres de pasión; pero apasionados por los principios, y no por aquellos fines que justi­fican los medios. Su arquetipo del estadista puede reflejarse en esta frase radical de don Pedro Joaquín Chamorro Alfaro, citada por Esteban Escobar: "en política no debe tomarse en cuenta la calidad de las personas, sino que debe atenderse al manda­miento de los principios" (Biografía ... , p. 318). Y ese hombre de principios llevados a rajatabla, que fue don Pedro Joaquín, apa­recía a los ojos de sus contemporáneos como "un profesor de Energía"; de energía y, por supuesto, de patriotismo, que, en el orden humano, era el más inamovible -si cabe- de sus princi-

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pios. La viva imagen, pues, que de él nos transmitieron Ansel­mo H. Rivas o Jerónimo Pérez es la de un hombre enérgico "en grado heroico", hasta en el tono de su voz y en sus ademanes, según las circunstancias. Pero "el brujo" de la familia Chamorro ha sido Emiliano; verdadero "hombre invisible", como nuestro Cadejo mitológico. La voz del pueblo llegó a decir que el gene­ral Emiliano Chamorro -y valga la tradición de nuestra familia materna, emparentada con él a través del matrimonio- regre­saba de la línea de fuego con la ropa agujereada y la carne ilesa, porque había la creencia de que las balas se enfriaban antes de tocar su cuerpo, quedando el plomo, "hecho tortilla", alojado en los bolsillos de su chaqueta. ¿Estimulaba esas leyendas el pro­pio Emiliano, sacándose de la manga proyectiles machacados? Nadie podría asegurarlo; pero es indudable que el aire silencio­so de aquel caudillo ~uyos ojos entrecerrados le espesaban el misterio-, su estela de hombre que "se las sabía todas" y, desde luego, su ruralismo de vocación, no eran ajenos a la conciencia mítica de los nicaragüenses.

Todo carisma es una carga de legitimidad. Porque el poder carismático se legitima a sí mismo, en virtud -digámoslo así­de su naturaleza sobrenatural. Se trata, por consiguiente, de una legitimidad de origen; pero también de destino, por aquello de la predestinación. Y el carisma tiene, además, otra forma de legitimarse, que es la de los signos. Un poder carismático que carece de signos, no posee ninguna significación. De ahí que el poder político, que, literalmente, "vive pendiente" de la legiti­midad, se halle tentado con frecuencia por el carisma y, sobre todo, por sus signos o señales. Pues bien, el santo y seña de don Fruto Chamorro era, precisamente, "Legitimidad o Muerte". Ante la amenaza de la anarquía, don Fruto identificaba la legiti­midad política con la vida. No es extraño, por tanto, que la muerte de otro Chamorro haya sido la espoleta de una revolu­ción. Y sólo así cobra pleno significado el destino del hombre carismático, o sea, por la magia de los signos. En realidad, las circunstancias del asesinato de Pedro Joaquín Chamorro Carde­nal han quedado nebulosas; sin embargo, la voz coral de nuestro pueblo afirma rotundamente que fue un crimen político. El caso

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es que la fe mítica necesita el heroísmo, cuya revelación más ejemplar es una muerte heroica. Y, por lo visto, cabe sospechar que la revolución nicaragüense de 1979 no ha hecho desapare­cer el esquema histórico de un paralelismo familiar que, al pare­cer, sale reforzado en su dimensión carismática. Lo verdadera­mente peculiar, en Nicaragua, es esa condición hereditaria del carisma. Una "señal" de historia sagrada se ha vuelto, allí, de historia genética, y al revés. De cualquier modo, se trata de la historia que tenemos o, al menos, de la más característica, por la sencilla razón de que el carisma "imprime carácter". En los Chamorros, la "marca" hereditaria se remonta al mismo don Fruto, primer Presidente nicaragüense. Y no es una invención nuestra, sino algo que declara su propia familia. He aquí el testi­monio del historiador Pedro Joaquín Chamorro Zelaya, en su obra Fruto Chamarra: "En el desarrollo de los estados siempre hay transformaciones iniciadas o llevadas a cabo por persona­jes que traen desde la cuna los caracteres necesarios de su misión ... Fruto Chamarra fue el hombre escogido por la Provi­dencia para oponerse a esos males ... " (1, 1). Y el prologuista del libro, Carlos Cuadra Pasos -cuya autoridad no sufre mengua por el hecho de ser pariente político del autor-, abunda en las mismas apreciaciones: "ha sido dibujada lafigura de don Fruto como uno de esos predestinados históricos por designios de la Providencia, para caracterizar una época en los anales de una nación." Cuadra Pasos añade que, al personaje biografiado, "de una manera impalpable le tira el hilo mágico de la sangre", que aquí resulta un hilo, precisamente, "mágico". A decir verdad, la política se ha tomado entre nosotros, por arte de magia, como si fuese una cosa familiar. Y así, en el citado prólogo, se hace notar que el historiador "Explica cómo desde la administración de unafamilia va penetrando (Fruto Chamarra) en el caos políti­co y social de Nicaragua. "

En todas las llamadas "familias principales" nicaragüen­ses, el peso específico es la tradicional "conciencia de criollo" o de hijo de españoles nacido en aquella tierra cuando aún se ges­taba nuestra nacionalidad. Y conste que, al hablar de "concien­cia", nos referimos a un criollo "de espíritu" o, más concreta-

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mente, a una manera de entender la vida. De ahí el prestigio que tiene entre nosotros el europeo, en general, quien fácilmente se incorpora a ese grupo social o "sociedad" por excelencia, a tra­vés del matrimonio, sobre todo, De ahí también la costumbre de llamar "indio" --{), si se prefiere, "indito"- a nuestro campesi­no, a pesar del mestizaje característico del pueblo de Nicaragua; lo cual indica, a su vez, que, en la actualidad, la condición social del nicaragüense no obedece propiamente a un principio racial, sino, más bien, a modos de ser. Por lo demás, en aquellas fami­lias relevantes se dan también los rasgos del mestizo, y es fre­cuente, en las mismas, el reconocimiento de bastardos, que en más de una ocasión han tenido en sus manos el poder familiar y hasta la Presidencia de la República.

Tampoco resulta determinante, en nuestra jerarquía de valores sociales, el grado de cultura -si exceptuamos el pavo­roso analfabetismo, que no es, exactamente, un "grado", sino el cero absoluto-; ya que, hasta muy entrado el presente siglo, sólo pocos miembros de dichas "familias principales" hacían estudios superiores. Pero hay aún más: en nuestra historia inde­pendiente, casi todos los generales ilustres no han sido militares de profesión, sino que obtuvieron tal rango por sus hazañas en guerras civiles. Significativamente, allí se conoce por "culto" al que sólo es "educado" respondiendo seguramente al mismo principio que hemos denominado "conciencia de criollo", y que supone una típica forma de convivencia. Por algo, asimismo, suele llamarse popularmente "doctor" a cualquier nicaragüense de aspecto distinguido; en cambio, de quien pierde el respeto social se dice que "busca el monte" ("La que se ha de perder, desde chiquita busca el monte"), no obstante el hecho de ser Nicaragua, por definición, un país rural, donde el círculo de "notables" alterna la vida urbana con las actividades agrícolas. A causa de ello, precisamente, surgió nuestra "casa-hacienda", como una prolongación de la casa hogareña y ciudadana. En efecto, la "casa-hacienda" nicaragüense es una verdadera insti­tución civilizadora.

Pero estábamos en eso de que el nivel de cultura no ha influido decisivamente en la distribución jerárquica de la socie-

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dad de Nicaragua; sociedad todavía provinciana, en la que incluso el profesionalismo "liberal" de las últimas décadas sólo ha propiciado el "acomodo" de personas o grupos familiares modestos, pero no su ascenso a otra "posición" social, en el sen­tido clásico de las clases. Y esto, sin duda, se ilumina en la siguiente declaración del personaje Narciso -biznieto de ita­liano e impenitente "clubman"-, que modeló Coronel Urtecho en una "noveleta" del mismo nombre: "¡Doctor, doctor! ¡Qué horrible! ¿De dónde saca Fonteclara que un título semejante pueda manchar la pureza de mi nombre? ¿No sospecha qué el profesionalismo mercenario repugna a mi independencia de amateur, a mi elegancia de diletante?". Se pensará que esa men­talidad es quizá la del propio narrador y, por ende, la de muchos escritores y artistas; pero el pueblo nicaragüense obedece a un atavismo comercial, como que nuestros reducidos núcleos ur­banos gravitan en la plaza del mercado. Y ello resulta admisible, siempre que el análisis de aquella sociedad no se adapte a figu­ras socio-económicas preconcebidas, sino todo lo contrario. Lo cual quiere decir que, ante una sociedad casi pre-industrial, como la nicaragüense --donde no se habla para nada de "facto­rías" y poco, de "fábricas", pero sí mucho aún de "beneficios" y de "ingenios"-, no puede ser primordial un esquema ideológi­co lanzado a modo de máquina de guerra contra el Capitalismo, con mayúscula.

No se crea, pues, que los grupos sociales de Nicaragua están "determinados principal pero no exclusivamente por su lugar en el proceso de producción, es decir, en la esfera econó­mica"; dicho con palabras de Nicos Pulantzas, al definir las "clases" (Las Clases Sociales en el Capitalismo Actual, pp. 12 Y 13). Hay que reconocer, desde luego, que el factor eeanómico interviene, más que el racial o el estrictamenté cultural, en la definición de las categorías de aquella comunidad nacional; pero nunca en primer término, ni en igual medida que la viven­cia histórica -hecha de ejemplos, estilos, costumbres y hasta prejuicios-; verdadero ángulo de nuestra perspectiva existen­cial, cuya mayor o menor apertura, en un país de acusada orali­dad, se tiene, antes que nada, por tradición familiar. Lleva

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razón, pues, Julián Marias cuando observa que "los hombres se instalan en figuras o estilos de vida, sólo en parte condiciona­dos por la riqueza, y la sociedad se articula funcionalmente en vista de esos estilos ... " (La Estructura Social, p. 242). Y basta recordar la pasión de los Chamarras por los "principios" o la "urbanidad" de los Sacasas, para saber que se trata de "criollos de espíritu", que han servido de punto de referencia -si no de metro o unidad- en nuestra organización social; puesto que allí jamás tuvimos una "nobleza criolla", como en Guatemala, ni hubo en rigor una sensibilidad de "clase media" sino hasta los años cuarenta de nuestro siglo.

Ya hemos visto, en relación con los Sacasas y los Chama­rras, cómo el propio factor mágico-religioso determina, mejor que la situación económica, el grupo social al que ellos pertene­cen. Además, todas nuestras "familias principales" tienen ra­mas que no son "pudientes", en el sentido de la economía, pero sí con poder de "notables". Hay, sin embargo, un refrán nicara­güense que parece dar primacía al dinero en el reparto de la con­dición social y, por supuesto, en la definición de los órdenes de aquella sociedad. Pues bien, cuando nuestro pueblo dice: "El que tiene plata, platica", no cabe duda de que usa el verbo "plati­car" en su matiz económico de estar "en pláticas" (o "en tratos") para realizar un negocio. Lo cual significa que, en Nicaragua, también al simplemente "enriquecido" se le da la palabra -voz y voto-- en cualquier operación lucrativa de "criollos a con­ciencia"; pero eso no implica que se le acepte como contertulio de club. Es admitido, por tanto, en el negocio, y no en el ocio de "los ricos", que curiosamente son, en muchos casos, asalaria­dos. Se trata, en fin de cuentas, de una "relación diferencial" de expresiones colectivas del ser nicaragüense o, si se quiere, de farolas vitales de la tradición nacional.

Así se explica que, en Nicaragua, los estamentos políticos coincidan con los estamentos sociales, y de ahí la índole patriar­cal de nuestro Estado, que ha sido apenas "padrazo", cuando no "padrastro", o sea, una estructura política siempre vulnerable por su parcialidad, entendida ésta como nepotismo. Pero lo que se opone de veras a lo "parcial" no es la imparcialidad, sino lo

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"totalitario". Y, por todos los indicios, sólo el resultado de ese forcejeo decidirá el futuro de la nueva revolución nicaragüense. Por ahora, 10 cierto es que "lafuerza del grupo social-según escribe Jacques Heers- compensa la debilidad del Estado" (El Clan Familiar en la Edad Media, p. 14). Pero, además, entre nosotros es posible la paradoja de que la fuerza mítica del Esta­do --como diría Cassirer- sirva para compensar, a su vez, la división política de nuestro grupo social prominente. Porque allí la lucha por el poder político se ha dado, más que como un bipartidismo de güelfos y gibelinos, como trágica rivalidad de Montescos y Capuletos.

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9. "SIETE PAÑUELOS", ¿MITO DE BERNABÉ SOMOZA?

EL SOLO nombre de "Siete Pañuelos" está cargado de reso­nancias míticas, porque el número siete, como se sabe, es el

modelo espacio-temporal, vale decir, las tres dimensiones y sus contrarios, más el centro; los cuales corresponden a su vez, a los días de la semana. Siete eran, asimismo, los antiguos planetas mitológicos, que regían el curso de las vidas humanas. El septe­nario simboliza, pues, la conjunción de cielo y tierra; pero, ade­más, la transformación, por la cuenta periódica de las fases lunares, y conforme la misma idea astrobiológica. En efecto, el apodo del bandolero nicaragüense "Siete Pañuelos" tenía que calar hondo en la fe mágica de nuestro pueblo, que aún lo escu­cha como si oyese mencionar al demonio, o al mismísimo dra­gón de las siete cabezas; de igual manera que suena en los oídos chinos el zorro de siete colas.

La verdad es que todas las fechorías de nuestro legendario forajido, acaso ya desde fines de 1845, se volvieron pañuelos o sea, verdaderos "paños de lágrimas" para los habitantes del nor­te de Nicaragua. El malhechor, en cambio, agitaba sus pañuelos como banderas de victoria, hasta que ellO de marzo del año siguiente las tropas del Directorio derrotaron, al parecer defini­tivamente, al propio "Siete Pañuelos" y a sus secuaces. El caso es que bastaron unos meses de vandalismo para que tal indivi­duo quedase en la conciencia popular como la sola encamación de los siete pecados capitales. Y no puede asegurarse que el ban­dido muriese en aquella ocasión. Es claro que oficialmente se le dio por muerto; pero su mito maléfico seguiría viviendo en el medio social nicaragüense, donde los mitos tienen siete vidas, como los gatos. De ahí que todos los bandidos de la época, cuyos nombres han sido casi olvidados, como los de Juan Gón­gora y el Chato Lara, se resumieran en "Siete Pañuelos", a quien

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se le achacaban los crímenes ajenos, como si los suyos propios no eran ya suficientes. Por eso aquel forajido es el símbolo triste de los quince años de anarquía que vivió nuestro pueblo entre 1838 y 1851.

"Siete Pañuelos" efectuaba sus tropelías, sobre todo, en la región montañosa de Las Segovias. Estaba, pues, "enmontaña­do", literalmente, y había decidido hacer la guerra por su cuenta -la guerra sucia del bandolerismo--, puesto que en un princi­pio formaba parte de movimientos revolucionarios de signo liberal y agrarista, cuyos caudillos fueron el coronel José María Valle, alias "El Chelón", y Bemabé Somoza Martínez, "liberal de grande importancia para el partido", según Ortega Aranci­bia, historiador coetáneo de los hechos. Fuera de toda ley huma­na o divina, el bandolero resultaba escurridizo en aquella zona de Nicaragua, como que sus pañuelos parecían de ilusionista; pero, cuando bajaba de la montaña para saquear las poblacio­nes, eran "los siete contra Tebas", cometiendo verdaderos "atropellos --como escribe Chamorro Zelaya-;fríos asesina­tos, aún de tiernos niños, robos de toda clase de intereses, sin exceptuar los bienes del culto, violación de doncellas ... " (Fruto Chamorro, c. VI, p.91).

No se trataba por consiguiente, de un bandolero romántico, sino de un desalmado, o de una mala hierba que se oculta, como trágico sino, en el alma de nuestra historia. De ese modo se explican los brotes de anarquía posteriores, tan frecuentes en la vida de. Nicaragua; así como se explica la leyenda del mismo malhechor. Porque "Siete Pañuelos" se escapa de la historia, hasta casi volverse invisible, o sea, un puro sobrenombre míti­co. y es así cómo el verdadero nombre de aquel bandido se escurre de los puntos de la pluma de los historiadores nicara­güenses; ya que Orlando Cuadra Downing, siguiendo a Tomás Ayón, le llama Trinidad Gallardo, mientras que Pedro Joaquín Chamorro Zelaya nos habló de Natividad, como alguna vez le nombra el Registro Oficial, citado por el propio Pedro Joaquín. La realidad histórica, ciertamente, se rompe en Nicaragua por este mito de "Siete pañuelos", y no exactamente a causa de que las roturas mismas sean ''un siete", sino porque la imagen del

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bandolero -imagen proverbial entre nosotros- se ha refugia­do en la magia de 10 desconocido, en esa "guaca" funeraria de la que salen los fantasmas, por aquello de los "siete pies de tierra" (o "siete cuartas"); ya que por algo la "guaca", de origen que­chua, es voz corriente en Nicaragua, con el significado de lugar oculto, es decir, de escondrijo bajo tierra o vaso de ultratumba. Ahí está nuestra danza del esquelético Toro-guaco, al que el pueblo nicaragüense, llamándolo "Toro-guaco", ha dado un aire ocultista y, por ello, relacionado con los mitos de la muerte. Por 10 demás, resulta significativo que en las pirámides de Mocha, precisamente en la guaca (o "huaca") del sol indígena peruano, se cuenten siete gradas, siete peldaños rituales.

Pero el mote cabalístico de aquel forajido no sólo encubrió los crímenes de otros malvados que, aprovechando el mito de "Siete Pañuelos", lograron la impunidad a la sombra de éste; sino que el mismo serviría también de máquina de guerra o de arma arrojadiza en la lucha política de Timbucos y Calandracas, como se conocía entonces a nuestros partidos de filiación con­servadora y de tinte liberal, respectivamente. El caso es .que las historias partidistas "le echaron el muerto" de las correrías de "Siete Pañuelos" al jefe revolucionario Bernabé Somoza, libe­ral centroamericanista o morazánico, y "verdadero enemigo del gobierno existente", dicho con palabras de José Dolores Gá­mezo De ahí que tales atribuciones tendenciosas --que deben calificarse, al menos, de falsificación histórica- arraigaran en la conciencia mítica de nuestro pueblo en forma de confusión entre aquellos dos personajes, hasta el punto de fundirlos en uno solo. Así Bernabé Somoza participó de un mito que era el más alejado, en realidad, de su estampa "caballeresca". El mito, pues, de un facineroso nos hizo perder de vista quizá la única imagen nicaragüense que la verdad histórica presenta como tocada por la fantasía de la épica medieval. Pero aquí no se trata de refutar los mitos -empeño parecido al de la caza de bru­jas-, sino de perfilarlos, en 10 posible, deslindando su verdad poética de la veracidad prosaica de nuestra historia. Y sólo por eso hay que hacer notar que trece días después - j exactamente 13!- de que el Director Supremo, don José León Sandoval,

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comunicara al país la aniquilación de "Siete Pañuelos" y su ban­da, Bemabé Somoza tomaba sin resistencia la ciudad de El Vie­jo, iniciando así, el 23 de marzo de 1846, su principal ofensiva revolucionaria.

Dos son los trabajos monográficos dedicados a fijar históri­camente la figura de Bemabé Somoza, aunque el primero de los mismos, de Hildebrando A. Castellón, sólo pueda considerarse como intento, en lo que no tiene de panegírico. El más reciente, en cambio, de Orlando Cuadra Downing, es notable por su ecuanimidad y por su cauteloso manejo de las fuentes. El autor lo subtitula "Vida y Muerte de un Hombre de Acción", con lo cual nos indica que va derechamente al curso de los hechos, y a atar los cabos mismos del desborde vital de un "hombre históri­co", de ese nicaragüense de acción y de pasión que era Bernabé Somoza. Cuadra Downing recorta al personaje sobre un fondo de historia; nosotros, al revés, lo destacamos en un contorno mítico. El Bernabé de aquél, por consiguiente, es una auténtica resurrección; el nuestro, por su parte, una recreación en el ori­gen: aquélla en que consiste todo mito. Porque Somoza tuvo su mito propio, genuino y original; no el que se le endosó de "Siete Pañuelos", el cual le sienta como un disfraz y no como la sola encamación de un símbolo. Pero, además, tenía que venirle pequeño, porque a Somoza, en vida, le llamaban "El Somozón", debido a su corpulencia y también, seguramente, a su estatura mítica; ya que toda realidad mitificada comienza por parecer de tamaño "heroico".

El Bernabé Somoza histórico fue, por línea paterna, nieto de españoles, hijo de la ciudad de Jinotepe y hermano de padre del poeta granadino Juan Iribarren. El Somoza mítico, a su vez, era hijo de su coraje, su fuerza fisica y su destreza en el manejo de las armas del caballero: la lanza y la espada. Era un hombre de duelos y torneos, cantor y galanteador, jinete consumado que, cabalgando en un "Relámpago" -así era el nombre de una de sus cabalgaduras-, cazaba tigres y se ganaba la admiración de todos. Arancibia nos dice que, en Jinotepe, los Somoza, como los Mora, "eran esgrimistas notables", y que Bernabé, concretamente, "tenía una fuerza muscular prodigiosa, adqui-

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rida en ejercicios gimnásticos y al que ponía encima su pujante brazo, quedaba fuera de combate" (Nicaragua. Cuarenta Años, pp. 61 Y 62). El mismo historiador, testigo de la época, describe a Somoza, ya de oficial en el ejército morazanista, en 1844, como si se tratara del héroe de un libro de caballerías (Id., p. 64). Por eso el propio Cuadra Downing, que no pretende hacer mito­logía, no duda en oonfesas que así "se fue forjando la leyenda del héroe y del hombre de acción, aureola de leyenda que exal­taba su valor temerario, puesto mil veces a prueba ... " (Bernabé Somoza, p. 24).

He allí, pues, la sola figura "gótica" de toda nuestra vida independiente, porque el mito de Somoza, antes que olor a pól­vora, tiene brillo de acero. Y esa figura evoca -como apunta Squier- al caballero de la Conquista, que era, sin duda, medie­val a ultranza. Pero, en el orden mítico, es fácil remontarse de lo caballeresco a lo típicamente heroico, en sentido greco-latino. Lo cierto es que en Bemabé no se daban ni por asomo, aquellos siete pañuelos de nuestro Romanticismo, y sí los doce trabajos del heroísmo clásico. Estamos, en efecto, ante una imagen míti­ca de la caballería, pero también con rasgos mitológicos del mundo antiguo. Ya los seis años de vida pública de nuestro per­sonaje --que terminaron con su ejecución cuando él apenas tenía treinta y cuatro de edad-, por sí solos dibujan la estampa ideal de quienes mueren jóvenes: esa envidiable estampa que celebró Menandro. Y no digamos nada del hecho mágico -no obstante su absoluto rigor histórico-- que refiere Cuadra Dow­ning, hablándonos de aquel fusilamiento y como una prueba más de lo que él mismo llama "tintes de mártir" de Bemabé: "Su cadáver con un dogal al cuello fue colgado en la plaza de Rivas, en la esquina del predio de la casa, que es hoy de la viuda de Don Joaquín Reina, esquina en la que nadie, aún en nuestros días, construyó habitación alguna por considerar que el sitio había sido execrado por un acto de lesa humanidad" (Id., p. 112).

Pero a Bemabé Somoza, más que la injusticia, le había con­denado a muerte su carisma, el mesianismo suyo que ponía en pie de guerra a los barrios indígenas, despertando incontables

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adhesiones a la causa liberal, unionista y agraria. Y el carácter popular de su rebelión se pone de manifiesto en un testimonio del general Isidro Urtecho, que reproduce integro Chamorro Zelaya, con distinto propósito, en su obra citada (p. 152): "Aquella ráfaga de tempestad no puede llamarse propiamente revolución ... Aquello fue un alzamiento repentino de masas, un desbordamiento de barrios contra centros de poblaciones, localizado solamente en Granada y Rivas ... " Pues bien, ¿qué entendería por "revolución" el general Urtecho? Lo cierto es que Bernabé, en las jornadas de 1"849, había establecido su cuar­tel general en San Jorge, con lo cual podía tener en jaque al pro­pio corazón de la oligarquía granadina. Todo ello afectaba la hegemonía y los intereses conservadores; y de ahí que surgiera la leyenda negra de Bernabé Somoza y, con ésta, la substitución de su mito auténtico por el más estrecho de "Siete Pañuelos". En efecto, los primeros nubarrones de esa leyenda salieron de las proclamas y los comunicados oficiales. "El Boletín Oficial informaba -dice el mismo Chamorro- que Somoza había matado a todos los heridos, saqueando hasta los templos que privó de sus vasos sagrados; que estaba a punto de acabar por el incendio con el resto de la ciudad; que había exhumado el cadá­ver del Capitán Martínez, y 10 había arrastrado desnudo por las calles, luego lo colgó de un poste y finalmente lo quemó en la plaza" (Ob. cit., p. 153). ¿Acaso no resultan intercambiables esta descripción de horrores y aquella otra del autor relativa a "Siete Pañuelos", en la que hablaba de "robos de toda clase de intereses, sin exceptuar los bienes del culto"?

Pero aquí no deslindamos dos historias, sino dos mitos, y, por lo tanto, no se trata de argumentar en favor de los pecados mortales de Bernabé Somoza --que los tuvo, naturalmente­ni, mucho menos, de abultar la culpa de los "timbucos" --que, desde luego, la hubo- en la invención de la referida leyenda negra. Porque, si pretendiéramos otra cosa, tendríamos que hacer notar, por ejemplo, que, en lo que atañe a los asesinatos alevosos de don Bernardo V enerio y don Sebastián Saborlo -en El Viejo y en Chinandega, respectivamente-, quienes se los atribuyen a Bernabé suelen aducir una "proclama" del

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Director Supremo señor Sandoval, o sea, un documento político --que comúnmente supone intencionalidad del mismo género y hasta connotación persuasiva-; mientras que los que acusan al Chato Lara, aquel malhechor ya mencionado, han recurrido a lo que testifica Ortega Arancibia, en la página 121 de sus Cuaren­ta Años, es decir, a la autoridad de un historiador que vivió los acontecimientos. Y cabría, por supuesto, añadir que no vale como prueba contra Somoza lo que dice Squier, porque éste lle­gó a Nicaragua tres años después de ocurridos, aquellos críme­nes.

Además, la historia nos revela que Bernabé Somoza fue hombre de singular sensibilidad no sólo para la música, sino también para las letras. Uno de sus autores predilectos era Rousseau, y en él fortalecía su credo liberal. Se sabe igualmente que Bernabé, cuando residía en León en 1844 y principios del año siguiente, era contertulio --con José María Valle y otros centroamericanistas- de doña Bernarda Sarmiento Darío, la tía abuela de Rubén, en su casa de Las Cuatro Esquinas, en la Calle Real. Muchos años después, el propio poeta describiría esas tradicionales reuniones presididas por doña Bernarda, yen las que Somoza había lucido su buen trato y su amena conversa­ción: "Por las noches -escribe Darío- había tertulia en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y pun­tiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conver­sación y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el vendedor de arena ... Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo" (Autobiografia, c. 2). Ortega Arancibia, por su parte, luego de mencionar a Bernabé y demás concurrentes, destaca la categoría de aquellas veladas: "La casa en que había esta tertulia, no sólo servía de recreo, sino también de centro político. La dueña era señora de talento y estaba en contacto con el pueblo y con las personas del mundo político" (ob. cit., pp. 69 y 70).

La leyenda negra, sin embargo, nos habla del "bárbaro Ber­nabé Sornoza", como se le llamaba en la Gaceta del Gobierno, en un documento fechado el19 de junio de 1849, y que transcri-

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be Squier (Nicaragua, sus Gentes y Paisajes; c. V. pp. 114-117). Esa misma leyenda nos dice que el rebelde se había puesto al servicio del imperialismo británico. Ahora bien, Pedro Joa­quín Chamorro hace, al respecto, una pura insinuación que no llega a ser argumento: "Por lo menos estaba patente la sospe­chosa coincidencia de que su terrible facción debilitaba a Nica­ragua en el preciso momento en que los ingleses le usurpaban parte de su territorio" (Ob. cit., e. VIII, p. 150). Pero Squier, el diplomático, nos cuenta algo que él tenía por qué saber, y que contradice tal conjetura. Y estas son sus palabras que se ajustan al hecho, sin que puedan distraemos los comentarios que dedica el mismo: "desde el comienzo de sus operaciones envió (Somo­za) un mensajero a nuestro cónsul con una carta plena de mani­festaciones de buena voluntad, y expresando además en ella que, después de regular el gobierno marcharía sobre San Juan del Norte a expulsar de allí a los ladrones ingleses" (p. 112).

A decir verdad, lo objetivo en Squier no tiene precio; ya que muestra una excelente memoria "fotográfica". Sin embar­go, entre sus juicios -especialmente en el asunto de Somoza­hay para todos los gustos. Ello quizá pueda explicarse por su condición de diplomático norteamericano, o bien porque conta­ba apenas veintiocho años cuando llegó a Nicaragua, aunque su libro saliera a la luz algo más tarde. El caso es que él confiesa, con entusiasmo juvenil: "Al igual que las riendas de mi fantasía iban sueltas las de mi caballo que, siendo el de más rápido paso, me había alejado un poco de mis compañeros. De pronto, al quebrar un recodo, topé con un grupo de hombres armados ... El que parecía jefe salió al frente cerrándonos el paso al tiempo que gritaba: "¿Quién vive?" Tratábase de un oficial de las fuerzas del gobierno ... Yo, ilusionado, me había olido ya una aventura, y hasta abrigué la esperanza de que su jefe no fuese otro que el propio Somoza. Aquello fue, pues, un desencanto ... " (pp. 108 Y 109). En otra parte, Squier se refiere a su primera noche granadina, revelando hasta qué punto le había impresio­nado la imagen de Bemabé, a través de la imaginación de nues­tro pueblo. "Cuarenta noches en camarotes cerrados y estre­chos, en hamacas, y sobre cajones y baúles, nos autorizaban a

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gozar al fin de las deliciosamente frescas y, nítidamente limpias camas que esa noche nos invitaron a conciliar el sueño. Me apropié de una sin ninguna ceremonia, y en menos de lo que canta un gallo me eché a dormir soñando con Somoza ... " (c. IV, p.92).

Las citas anteriores son sabrosas y, sobre todo, necesarias para dejar muy clara la buena fe de su autor y, además, entender cómo, en su obra, es posible encontrar una buena dosis de la mitología nicaragüense o, más concretamente, el modo en que ese libro ha servido para ilustrar, a un tiempo, la leyenda dorada y la leyenda negra de Bemabé Somoza. Incluso podría decirse que la leyenda negra, en Squier, es consciente de si misma. Así, hablando del asalto de Somoza a la ciudad de Rivas, aquel viaje­ro escribe: "Según los relatos que de su acción oímos, la ciudad entera fue incendiada y sus habitantes asesinados inmisericor­demente, sin respeto a edad ni sexo. Tales noticias sin embargo, así como las referentes al número de sus secuaces, resultaron ser burdas exageraciones ... " (p. 84). La leyenda dorada, por el contrario, parece contar con el auxilio del arrebato y la fantasía del escritor, inspirado por el demonio de la aventura, en benefi­cio de su estilo literario. Porque el mito genuino de Bemabé Somoza tampoco sirve de alegato histórico en pro de aquel rebelde; pero sí como contraste del espíritu creador de nuestro pueblo y, desde luego, del valor de aquello que no ha enriqueci­do dicho mito, y que se usó para despoetizarlo, atribuyéndole los caracteres de un mito en absoluto negativo. Esto equivale a traicionar la obra de la conciencia mágica popular, es decir, a burlar por sistema esa misma conciencia, con el mero artificio ("deus ex machina") de aquella propaganda que maneja las imágenes públicas o los códigos propios del inconsciente colec­tivo. Pero el estudio de tal fenómeno nos situaría en la frontera donde se tocan los mitos y lo que ahora se conoce como produc­to publicitario. De ahí que nos limitemos, en la leyenda de Ber­nabé, a subrayar el hecho de que una tradición manipulada se vuelve una traición: una traición a la cria.tura mítica, que, para­dójicamente, requiere ser traicionada en su destino mismo, lo cual tiene Guiraud por "uno de los temas mayores de toda la lite-

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ratura épica" (La Semiología, p. 128). ¿Será, pues, la vieja cam­paña desmitificadora contra Somoza nada más que una habilísi­ma falsificación de su mito, o asimismo el acompañamiento de una traición histórica que hizo posible ese mito, y que sólo se mueve por inercia, como un remordimiento?

Squier sigue, en cambio, otro camino: el de arrimar el de Somoza -aunque tiznado, a veces, de leyenda negra- a las míticas y románticas estampas caballerescas del español uni­versal, según las cuales lo mismo el bandolero que el mendigo tienen porte de señor. Pero dejemos que el viajero nos presente a Somoza con esa imagen de guardarropía: "Por lo que llegara a nuestros oídos, pues, me lo figuraba algo así como uno de esos galantes salteadores de los Apeninos o de Sierra Morena, o un gentil bandolero español, y casi me consideraba un hombre afortunado ante la posibilidad de verme envuelto en un lance personal con él apenas llegado al interior del país" (p. 86). Más adelante narra extensamente el encuentro que tuvo con un com­patriota suyo, quien estaba poseído por el mito: "No esperó a que le preguntásemos nada; allí no más soltó la lengua: "i Vi a Somoza, lo vi, lo vi! ". Le había vuelto la voz y supimos toda la historia, relatada con tal candor y buena fe que, sólo ello, aparte de las peripecias pasadas, era para morirse de risa." El norte­americano del cuento viajaba en un bongo, que Bemabé y sus hombres habían abordado desde una lancha. Y Squier continúa: "De pie, junto al mástil del bongo, un hombre alto y garboso con una pluma en el sombrero. De uno de sus hombros colgaba una roja capa española, un par de pistolas sin funda en la cintu­ra, y en su mano tenía la espada desnuda clavada la punta en el banco de un remero. El hombre interrogaba al trémulo patrón, y lo hacia frunciendo el ceño y clavándole los ojos aquilinos ... ... Somoza dio ciertas órdenes a sus hombres y se dirigió a la chapa. Nuestro pobre paisano creyó de veras que le había sonado su última hora se incorporó, ante lo cual Somoza dejó caer la espada, y echándosele encima le dio un caluroso abrazo "a la española ", pero tan fuerte que al sólo recordarlo le volvía a doler la espalda. Y eso se repitió una y otra vez, hasta que el dolor, superando en mucho el susto, le hizo implorar entre ago-

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nías: "¡No más, señor, no más!" Pero ese tormento acabó sólo para dar comienzo a otro nuevo, pues ahora, agarrándolo por las manos con la fuerza de un titán, se las guiñó tan reciamente que estuvo a punto de desgajarle el hombro. Somoza, entre tan­to, entonaba un fogoso discurso, ininteligible por demás para su oyente, quien sólo se atrevía a decir, silabeando: " ¡Sí, señor, sí, sí, señor!" Terminada su alocución, quitóse Somoza del dedo un rico anillo, insistiendo en dejárselo a nuestro ami­go ... (que, por supuesto, no lo aceptó). Vio a Somoza por última vez en la popa de su barco, destacándose entre sus semidesnu­dos hombres por su capa y su pluma al viento llevadas a la manera de aquellos legendarios conquistadores de yelmo y cota de malla" (pp. 110-112).

Lo cierto es que Bemabé Somoza era cortés en la vida real, y hasta en el campo de batalla mismo. Así lo afirma Ortega Arancibia, sin temor de que sus frases adquieran brillos míticos: "Su fuerte era la lanza; y montado, fascinaba a la tropa por su apuesto continente y lo bien manejado de su armafavorita. Era bondadoso y sagaz con el soldado; se captó las simpatías de todos y lo seguían con entusiasmo cuando iba a batirse saliendo siempre ileso de los combates, por lo cual lo creía el vulgo un hombre sobrehumano. Iban con él al peligro porque peleando a su lado se creían los hombres inmortales" (Ob. cit., c. VIII, pp. 96 Y 97). Según ese texto, el mito de buena ley de nuestro perso­naje hacía reconocible, en alguna medida, su propia figura his­tórica. Pero si ahora se preguntase al típico nicaragüense qué opina acerca de Bemabé Somoza, empezaría respondiendo con esta inevitable exclamación: ¡Ah, "Siete Pañuelos"!

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10. SANDINO EN VIDA Y SU MITO

S ANDINO ES un centauro nicaragüense: un personaje histó­rico cabalgando en el mito. Y la pronta "mitificación" del

guerrillero se creó madura ---con ese acabado de las obras per­durables-, durante la guerrilla de los años 1927-1932. Porque es el mito de Sandino vivo lo único que explica su verdadera supervivencia. Incluso el sandinismo de hoy -digámoslo de una vez- no es el de la historia, sino el mítico. La vida pública de aquel hombre se dio, pues, en dos planos: el correspondiente al guerrillero histórico y el plano del mítico guerrillero. En efec­to, el Sandino de la historia ha sido objeto de discusiones sin medida, como desmedidos fueron, hacia él, la adhesión o el odio de los nicaragüenses enfrentados también en aquella gue­rra de guerrillas. De ahí que su condición de rebelde y su causa se echaran a cara o cruz: héroe o bandido, patriotismo o protago­nismo. No obstante, puede afirmarse que el mito de Sandino ha seducido a nuestro pueblo. Y, en este sentido, su gesto resulta indiscutible. Es una fuerza oculta (la "occulta vis" de la filosofia medieval), un golpe de pasión y un revulsivo de nuestro "yo­quepierdismo"; ese "ismo" nicaragüense que es como el tercero de nuestros partidos históricos. Lo cierto es que aquel pueblo se ha emparentado siempre con el mito sandinista, identificándolo con sus propias virtudes o justificando en el mismo los defectos nacionales. Si, ingenuamente, .allí se dijo durante muchas déca­das que "todos" éramos sandinistas, ¿no será lícito pensar que ese mito constituye, de algún modo, un principio de identidad?

Nunca Sandino dio la impresión de un personaje pirande­liano en busca de autor, sino la de un autor que, a veces, buscaba ser el personaje de sí mismo: "No es posible manifestar, por escrito, los trascendentales proyectos que en mi imaginación llevo, para garantizar el futuro de nuestra gran América Lati­na" (Carta al Presidente interino de México Lcdo. Portes Gil, 6-

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1-1929). Él era, sin duda, el típico nicaragüense que graciosa­mente dice: "Ninguno me ningunea"; el mismo nicaragüense engallado que ha querido retratarse, precisamente, en el gallo de nuestra paremiología: "Amarrá tus pollos, que mi gallo anda suelto". Y tal vez lo que tenemos de pendencieros se excuse en el coraje de Augusto C. Sandino. Pero si acaso es verdad que somos "creídos", será porque somos crédulos. En Nicaragua no se habla de "meigas", y, sin embargo, seguimos edificando nuestra realidad --como el que más- en el suelo volcánico de la conciencia mítica:

"Cuando el tecolote canta, el indio muere; esto no será verdad, pero sucede"

(Copla nicaragüense de origen mexicano)

S andino, por su parte, asumía con aires espiritistas las supersticiones de aquel pueblo, que tienen cabal sentido en el mesianismo del guerrillero: "Tenga Ud. presente y los demás hermanos que se encuentran en esta lucha, de (sic) que yo soy simplemente, nada más, que (sic) un instrumento de la justicia divina para redimir a este pueblo ... " (Carta a su lugarteniente Pedro Altamirano, 2-1-1930).

Ahora bien: en contraposición a las fonnirs del pensamien­to lógico, "el mito --como escribe Cassirer- sólo sabe de lo inmediatamente existente y operante" (Filosofa de las Formas Simbólicas 11) Por eso en el mito cuenta, sobre todo, lo sensible, la "aparición'" o la apariencia. "El plumaje hace al gallo''', diría nuestro pueblo, invirtiendo el sentido de otro refrán español. Así resulta importante considerar "la imagen" del jefe rebelde, como un hombre a caballo, con lo mucho que ello tiene de esta­tua ecuestre, y hasta con el prestigio que se le da en el habla nicaragüense al buen jinete: "No es para todos chiflar a caba-110". Y esa figura de Sandino se redondea con el aire vaquero del sombrero "Stetson" o acaso el de estilo "bóer" de la Constabula­ria nicaragüense -fuerza amlada .que organizaron oficiales norteamericanos y germen de la extinta Guardia Nacional-, y

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también con las cananas en bandolera, al modo de Pancho Villa. La verdad es que a Sandino le preocupó bastante la propia ima­gen, pues ordenaba a su gente: "Desvanecer la idea de los que creen que somos bandoleros y no hombres de ideales" (Mensa­je del 17 de julio de 1927). Incluso es posible que dicha preocu­pación tuviera que ver algo con la conocida metamorfosis del nombre del guerrillero (Augusto Calderón - Augusto C. -Augusto César), cuya eufonía quedó, al fin, consagrada como un octosílabo (Augusto César Sandino), que es, justamente, el ritmo básico de nuestro idioma. Pero no era difícil que en la ima­ginación popular se confundiesen los límites entre "caudillo" y "cabecilla" --como términos que vienen de la misma raíz lati­na-, fundiéndose definitivamente en una sola figura de héroe primitivo y bandolero romántico. Y ese carácter anárquico y, a la vez,justiciero del mito de Sandino, tiene algún punto de apo­yo en la realidad histórica, como en el caso paradójico de las siguientes instrucciones: "nuestras fuerzas estarán en la obli­gación de decomisar cualquier cargamento, sea de quien sea, y distribuir todo lo decomisado entre los vecinos más cercanos .... La tropa tomará solamente lo necesario para su consumo del momento ... " (Circular a los jefes, 16-X-1930).

A pesar de que aquella guerrilla se presentara lo mismo como anti-norteamericana que como agraria y obrerista, no puede hablarse con rigor de su "contenido", por la simple razón de que el verdadero continente de Sandino era el de un auténtico personaje del campo nicaragüense, el de unjefe rústico que tras­lucía vagos ideales, aunque su porte legendario fuese el del hombre de acción épica levantado sobre un pedestal de ideas universales. Por lo demás, está claro que el pensamiento mítico no sabe de ideologías, y, sin embargo, también Sandino "es san­to de la devoción" marxista, con lo cual se invalidan su ser histó­rico de "sandinista" convencido, su aventura de independencia, su espiritualismo mestizo de fe rural y nebulosas "teosofías", y hasta su mito originario, hecho palabra poética nicaragüense, o contagioso y elemental nacionalismo. Y es la poesía la que pri­mero ha careado a nuestro personaje con su propia figura míti­ca, y la que igualmente ha revelado a ese nicaragüense anónimo

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que Sandino llevaba consigo, como en estos versos de Carde­nal:

"Había dos rostros superpuestos en su rostro: una fisonomía sombría y a la vez iluminada; tristes como un amanecer en la montaña"

("Un Nica de Niquinohomo")

Pablo Antonio Cuadra, por su parte, ha visto al guerrillero surgir de sí mismo, en compañía de los suyos, y como regresan­do de la muerte, en un doble salto "mortal": del anonimato, a la historia, y de la historia, al mito:

"¡Cuántos tuvieron nombre -sarmientos de su vid espesa duraron-por el caliente cañón de su revólver, por su mano poderosa llamando al fuego, o su grito que llenó el calendario de batallas! "

("Noviembre")

Pero ha sido ese poeta desconocido que es nuestro pueblo, el que de veras forjó la leyenda sandinista como tenía que ser forjada, esto es, cantándola; una leyenda, de la soberanía nacio­nal, que también ha servido de estímulo a nuestra peculiar alta­nería:

"Y cantando este corrido, hemos pasado un buen rato; en Nicaragua, señores, le pega el ratón al gato. "

("Somos los Libertadores", versión cit. por Belausteguigoitia)

Se trata del nicaragüense que, aun reconociendo su peque­ñez como pueblo, proclama su osadía personal, su individualis­mo de origen hispánico, pero caldeado por el trópico; su visión

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egocéntrica del mundo, que riñe con la tutela extranjera y, por supuesto, con el colectivismo. Porque la igualdad, entre noso­tros, sólo se concibe en función de la libertad individual: "Cada uno es cada uno, y ninguno es más que naide", dice el refrán nicaragüense, con sobrada claridad. Y eso aclara el hecho de que el mortal problema de aquella intervención norteamericana se convirtiera en otro mayor, si cabe: el de una verdadera guerra civil, que -aunque localizada- es el colmo de la anarquía, o sea, que la campaña sandinista "hizo de un clavo un machete", como cumpliendo -y hasta literalmente- esa locución popu­lar de Nicaragua. Entre paréntesis, cabe advertir que el machete es la herramienta habitual y, además, el arma de nuestros cam­pesinos ("Machete caído, indio muerto"); un arma especial­mente sangrienta, como que propicia la mutilación.

Así nacieron las mutuas y odiosas acusaciones entre los nicaragüenses que luchaban "contra Sandino en la montaña" ---que dijo Manolo Cuadra- y los nicaragüenses partidarios del mismo, que, como es evidente, hablaban sobre todo de "trai­ción":

"Somos los libertadores que con sangre y no con flores venimos a conquistar la segunda independencia que traidores sin conciencia han querido profanar."

(Id., versión recogida por Ildo Sol y cit. por Mejía Sánchez)

"Sandino se ha defendido con un puñado de gente, y dicen que él morirá pero que nunca se vende ".

("A Cantarles Voy, Señores", cit. por Belausteguigoitia)

Lo que más salta a la vista, en los dos últimos versos trans­critos, es que al general Sandino casi se le da por muerto ("y dicen que él morirá"). Pero allí está el secreto, precisamente, de su "mito en vida", que consistió en ver al personaje vivo como

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situado en un "más allá" de su presente o, mejor, en un destino anticipado y, por tanto, ya inmutable. Estamos, pues, ante un presagio de muerte que produjo su efecto inmediato de ejempla­ridad. Y nótese que tenemos entre manos un caso contrario al del "muerto en vida". Porque, en el orden de las creencias popu­lares, este mito era más vivo que la vitalidad personal que le ser­vía de punto de partida. Queremos decir, sencillamente, que "vivía Sandino su vida", pero además vivía en las vidas de todos los suyos, con esa actualidad operante del mito. Y sabemos de sobra que con las palabras no se juega. Por eso abordamos el tema desde la realidad del lenguaje de nuestro pueblo; lenguaje que no sólo alimenta los mitos propios, sino que salva la objeti­vidad de la historia nicaragüense. Amén de que no debe olvidar­se, al respecto, lo que nos advierte Jesi, refiriéndose a las varias acepciones de "mito": "Ceñirse al estudio del mito presupone que uno o más de esos significados, o todos ellos, separadamen­te o en conjunto, están en relación con una verdad objetiva, aun cuando sólo fuere quizá, para negarla" (Mito).

Otra perspectiva de la alusión a la muerte en aquel "corri­do", vale decir, a la muerte en la conciencia mítica de los hom­bres de Sandino, se ilumina en dos nuevas estrofas de "Somos los Libertadores":

"Tenemos armas potentes para seguir el destino que Augusto César Sandino nos enseñó a defender. Debemos de proceder como soldados valientes ¡Preferir mejor la muerte y no dejarnos vencer!"

(Versión de Ildo Sol)

Se trata, pues, de seguir y defender "el destino" marcado por el jefe guerrillero y, asimismo, de preferir "la muerte" a la derrota. Sucede, sin embargo, que ese destino es bicorne, por­que equivale tanto a la independencia de la patria como a la muerte por la misma. No queda, por consiguiente, más elección

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que triunfar en el empeño o morir. Pero hasta aquí todo resulta terreno conocido. Lo verdaderamente curioso reside en esa "previsión" del destino ---que se ha conjugado siempre en futu­ro-- yen no considerar la muerte como un "darse por vencido", puesto que expresamente allí se distingue una idea de la otra. Y así la muerte deja de ser alternativa de la victoria, para confun­dirse con ésta, como una salida única. Morir no es, por lo tanto, una mera victoria futura, sino también actual, en la medida en que ya se sabe de esa victoria, porque el destino está ordenado de antemano por los poderes míticos, conforme una típica men­talidad agraria; en este caso, por la magia del jefe, cuya paradó­jica "muerte viva" es, definitivamente, una forma de vivir el triunfo y, desde luego, de conocerlo. Si la clásica "mors triun­phalis" era una victoria del pasado ilustre (la "ilustre familia" evocada por Salomón de la Selva, ferviente partidario de aquel­la causa sandinista), y si la muerte cristiana es un triunfo de "la Vida Futura"; para los hombres de S andino -en quienes el pre­térito se identificaba con el anonimato, y el porvenir, con "la suerte" fatalista-, la muerte no podía ser sino una victoria del presente o, tal vez, un modo de "cantar victoria":

HA cantarles voy, señores, un verso de actualidad, haciéndole los honores a un valiente general. "

Aún queda por ilustrar el verso final de aquella estrofa per­teneciente a este mismo romance y citada más arriba; verso que allí se empareja con el relativo a una premonición de la muerte de Sandino, ya comentada. Nos referimos al que reza de este modo, tan familiar para nosotros:

"pero que nunca se vende."

En efecto, el verbo "vender" o "venderse" es uno de los más usuales en el habla de nuestro pueblo, no tanto por los ancestros mercantiles de los nicaragüenses, cuanto por "estar vendidos" en la vecindad de los comerciantes por antonomasia. Curiosamente, hace más de cuarenta años, nuestro poeta -ya clásico-- Joaquín Pasos escribió, en la revista Opera Bufa, de

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Managua, un ingenioso y erizado artículo, donde las expresio­nes "se comercia" y "se vende" iban repitiéndose en cadena, como unjuego anafórico, el cual se remataba con este "más difí­cil todavía": "Y mientras todo se vende y se comercia, Nicara­gua está en quiebra. " Pero adviértase que lo peculiar no es que el nicaragüense "se venda caro" --o barato-, sino que viva acusando a sus compatriotas de "venderse". De ahí que la pala­bra "vendepatria" haya sido el arma arroj adiza más contundente en las luchas políticas de Nicaragua. Y si acaso no fuimos noso­tros los que acuñamos dicho vocablo; somos, sin lugar a dudas, los que más lo han empleado. "Vendepatria", llamaron los san­dinistas a los compatriotas suyos que les combatieron como a "bandidos". Pero esa clase de oposiciones encarnizadas -posi­ciones del momento, al fin de cuentas- siempre terminan encauzándose en ese sólo cauce de la historia de un pueblo. En nuestra vida nacional, hoy nos queda de Sandino la fuerza gra­vitatoria del símbolo; el deslumbramiento ante el carácter "sa­cra" de su mito, que es, necesariamente, mito con nosotros --con los nicaragüenses todos-, y nos queda, en, definitiva, su, gesto de independencia, ya también independiente de la actuación histórica del propio Sandino; es decir, el gesto y su misterio, como "soplos agrarios de primaverales retornos", según el vflrso de Rubén Darío.

Su~ repetirse, en Nicaragua, lo de que son el poeta y el guerrilÍero nuestros paisanos más universales. Asimismo, aso­ciarnos fácilmente la rebeldía en armas del general Sandino y el gesto rubeniano de la oda "A Roosevelt"; puesto que aquella rebeldía, sin duda, tenía más de gesto que de gesta. Pero Darío, sobre todo, es el nicaragüense que tiene la palabra, el que habla por nosotros. De ahí que en Nicaragua no sea familiar la frase "Como dijo el otro" y, en cambio, es corriente usar ésta: "Ya lo dijo Rubén" (o el "maitro"). Porque allí el maestro no es "otro" sino el mismo pueblo que le cita. Y la prueba es que los nicara­güenses vamos teniendo, cada vez más, conciencia de ello. Pablo Antonio Cuadra ha confesado, al respecto: "descubrí que Rubén decía a Nicaragua". Pues bien, esa confesión equivale a reconocer que Darío, como quien no dice nada, ha dicho todo lo

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II. MITOS DE LA HISTORIA 133

nuestro, y que para nosotros, de alguna ma.nera, con eso está dicho todo. No obstante, seguimos sin acostumbramos al vatici­nio rubeniano, lo mismo como adivinanza de inspiración divi­na, que como canto de encantador. Y, precisamente, Rubén es el "optimista", el profeta que únicamente no predice nuestro desencanto. Pero si él es la voz entera, Sandino es, por su parte, la expresión primaria; no el silencio de Nicaragua, sino su gesto. Hemán Robleto (citado por Somoza García) habló de las "fra­ses cansadas" del joven guerrillero, y Belausteguigoitia, de sus "términos irreales". Por lo visto, parece que en Sandino el "ideal" se confundía con lo "irreal", como en los niños. Y así se explica el paso lógico -y no sólo míticcr- de reducir su acción a un gesto, porque hasta las "gestiones" de Sandino en el extran­jero tenían algo de infantiles; adjetivo que se atribuye, con pro­piedad de origen, al que no sabe hablar. El hecho es que nuestro personaje se dejó explotar, incluso en la pura significación monetaria del término. Su desprendimiento daba, pues, la ima­gen del que no sabe administrarse. Pero esa personal carencia de sentido de los valores económicos se sumaba al comportamien­to nada burocrático del pueblo nicaragüense, que suele ver la administración de la cosa pública como un asunto privado. De ahí que nuestro vocabulario cuente con el despectivo "remetáli­cas", para designar todos aquellos trámites o formalidades que nos fastidian. Y, entre paréntesis, no es extraño que en un país de legendaria explotación aurífera, como Nicaragua, se hable casi "De Re Metállica", que es el título de la obra de Bernal Pérez de Vargas, el más célebre y antiguo de los metalurgistas que han publicado en castellano.

Ahora cabe observar que entre los nombres de Darío y de Sandino hay asonancia, lo cual quiere decir -al menos, para oídos nicaragüenses- que mutuamente se reclaman. Y tal evo­cación a través del oído, que es el mejor conducto de la populari­dad, parece sugerir que la muerte de Rubén -la cual era ''un vacío" nacional aún once años después- acaso propiciara, entre nosotros, la "mitificación" en vida de Augusto C. Sandi­no. Pero la verdad es que no hay que olvidar, al respecto, el ori­gen campesino del rebelde, su condición de "hombre del pue-

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blo"; como tampoco el hecho de que, después de 1912 -fecha negrísima de la primera intervención de los marines norteame­ricanos en Nicaragua-, él fuese la encarnadura o, más bien lo contrario, la "carne viva" de nuestro sentimiento nacionalista. y el guerrillero no se detuvo en una fe nacional, sino que vis­lumbró en su causa algo así como el destino de aquella "raza" del Día de la Raza. Lo confesaba en una carta recogida por Sel­ser: "nuestra lucha es nacional y racial. .. " (a Henry Barbusse, 31-VII -1928). Dicha aspiración, además, fue compartida por escritores hispanoamericanos que, paradójicamente, creían que nuestro mestizaje era una piedra de toque, en vez de un crisol. Por eso, en un artículo de Gabriela Mistral, del 14 de abril del mismo año, la acción de Sandino se presentaba -muy siglo XIX- como "un choque de razas" (en Repertorio Americano, de San José de Costa Rica, referencia que trae Macaulay). Así el mito de la Raza mezclaba su sangre con el mito sandinista, como en un soneto del Ordóñez Argüello que menciona el cerro El Chipote, donde se ubicaba el cuartel general de Sandino; ver­dadera "fortaleza del misterio", como lo llama el citado Macau­lay, quien asimismo cuenta que sólo el teniente O'Shea, frente a lo creído por la oficialidad norteamericana, "no podía asegurar ( ... ) que El Chipote fuese un mito. " Y he aquí uno de los tercetos de Alberto Ordóñez:

"Alta en El Chipote, su figura habrá de perpetuar en escultura el espíritu antiguo de la raza. "

("A Augusto César Sandino")

También Darío se inspiró en la "Raza". Pero, mientras la pasión del poeta había sido "Vida y Esperanza", la acción del guerrillero se amparó bajo el lema de "Patria y Libertad", cuyos términos armonizaban la tradición y la independencia. Sin embargo, no consta que Sandino entendiese la patria como un "patrimonio", ni que, por tanto, la vinculara a un sentido conser­vador, como el de toda etimología; vale decir, al "patriciado" y a lo "patriarcal", que imprimieron carácter a nuestra vida nicara­güense. Sabemos, en cambio, que el general Sandino procedía

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de las filas de la revolución "constitucionalista" liberal, aunque su agreste liberalismo era, sobre todo, antiimperialismo o sim­ple voluntad de liberación. El caso es que la divisa "Patria y Libertad" podía convocar a hombres de esos polos de la política de Nicaragua que son nuestros partidos históricos: liberal y con­servador. Pero todo ello a costa de enrojecer la vida y la Espe­ranza, cantadas por el poeta. Y el propio Darío, ya a tiro de muerte, hizo esta profecía estremecedora, donde el "grito de guerra" de Sandino se vuelve, anticipadamente, grito de paz:

"No busquéis las tinieblas, no persigáis el caos, y no reguéis con sangre nuestra tierra feraz.

Ya luch(lron bastante los antiguos abuelos por Patria [ y Libertad. .. "

("Pax")

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Roberto de la Selva: "Sandino" (cabeza en bronce).

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III. MITOS LITERARIOS

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"Don Forsico", personaje de El GÜegüense. [Tintachina de Carlos Montenegro, 1983].

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11. EL GÜEGÜENSE, FOLKLORE y MESTIZAJE

CON LENGUAJE hiperbólico y mordaz; con lenguaje pica­resco hasta lo soez y apoyado en el equívoco, como en un

bastón-estoque, recorre, "burla burlando", los caminos del fol­klore nicaragüense ese viejo mestizo, embustero, jactancioso y de picante ingenio que se llama el GÜegüense. Estamos ante el más ''vivo'' -en el sentido biológico y en el de "pasarse de lis­to"- de todos los personajes de la mitología de mi país. Porque el Güegüense, protagonista de la comedieta bailada que lleva su nombre o el de Macho-ratón, es también un antagonista de sí mismo y, por ello, agonista y agónico a la vez. Pero, además, nuestro personaje es el símbolo -y como tal, desmesurado-­del modo de ser del pueblo de Nicaragua; el pueblo del más per­fecto mestizaje entre los de Hispanoamérica, y que parece esca­pado de nuestra literatura oral. Es cierto que al nicaragüense le gusta hacerse el gracioso, a imagen y semejanza del héroe sin heroísmo de esa comedieta indohispánica -teatro callejero y drama íntimo, al mismo tiempo--; pero con ello se abre una sola perspectiva al observador. Porque también es verdad que tenemos mucho del gracioso en desgracia. Ahí están las tradi­cionales andanzas de Tío Coyote, cuyos hurtos y glotonería aca­ban siempre en paliza, en chamusquina o en la trampa definitiva de la muerte. Y otro ejemplo similar-aunque éste sea propio, y el anterior, apropiado--- se halla en nuestro popularísimo cuen­to "El Pájaro del Dulce Encanto", llamado así por irrisión, pues­to que trata, precisamente, del más cruel de los desencantos: de que ese pájaro de la ilusión, al ser atrapado, se transforma en estiércol.

Nicaragua es cruce de caminos de los "cuentos de camino" del folklore hispanoamericano, así como su historia más remota está signada por el encuentro de los toltecas y aztecas, que baja­ron del norte, con los chibchas llegados del sur. Y ese "mestiza-

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je" primitivo se da igualmente en nuestra geografia, donde -según las observaciones de Standley y de Bates-la fauna y la flora septentrionales y meridionales de América se unen en dramática mixtura. En la raíz nicaragüense hay, pues, una ago­nía vernácula que, al recibir el ingrediente hispánico, se hizo lucha universal y, especialmente, mezcla por excelencia. De aquí que Nicaragua sea una angustiosa, pero completa asimila­ción de distintas fuerzas telúricas y una asimilación completa de lo español, no menos angustiosa. Y no pongo el acento, como Pablo Antonio Cuadra, en una "dualidad", que, al fin, es lo uni­forme de todo mestizaje. Insisto, por el contrario, en la "unidad" verdadera que distingue al nuestro; en un cruzamiento doloroso, pero de una sola cruz: la del ser nicaragüense; en una total inte­gración y, por lo mismo, íntegra y como sin doblez.

El propio Güegüense, maestro de altanería, no es una cria­tura dual, como Hamlet, sino que muestra una sola cara: el ser descarado. Su personalidad resulta lineal, porque es la de un contestatario que se resigna cuando le conviene. Es realmente pretencioso y no sólo en apariencia, aunque le guste "aparen­tar". Su irrespeto a la autoridad, que le echa a él la culpa de la situación, es un modo de ser inconforme o, mejor, un desenten­derse de lo establecido en lo que esto tiene de convencionalis­mos. De aquí que se haga el sordo, el desentendido ("pues, háblame recio, que, como soy viejo y sordo, no oigo lo que me dicen ... "). Pero adviértase que ese recurso en él es constante y, por ello, le imprime al personaje un carácter definido. Porque el equívoco, paradójicamente, se vuelve unitario cuando sólo da opción a equivocarse. El doble sentido es el único sentido del Güegüense, como significación y corno dirección. Su ironía misma consiste en el equívoco sistemático y voluntario, tam­bién acaso como una válvula de escape a su tragedia existencial. A nuestro personaje "se le ve venir" el chiste. Es un dicharache­ro, un "charlatán" de oficio. Y obsérvese que, en la obra, nadie celebra sus dichos. Por el contrario, los demás personajes se encocoran con las ocurrencias suyas, lo cual es una forma de tomarle en serio. El Güegüense es más trágico que risible. Es un marido burlado o complaciente, un "consentidor" --como dice

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el texto-- a quien encima, le dan palos ("Después que te he pagado me has azotado").

El viejo mestizo es siempre un rebelde, incluso contra la lógica; un rebelde sin ideales, pero con una causa muy concreta: la de "ir a lo suyo". Porque se trata, además, de un personaje que "vive del cuento", es decir, de su astucia ("tráigame a ese inútil GÜegüense ... "). Es un vividor, que utiliza a los demás en benefi­cio de sus propios intereses; un vividor más que sagaz, puesto que sólo confia en sí mismo. Es el típico "mañoso", también con la acepción nicaragüense de autor de raterías ("¿ Y pues no es verdad que usted enseña a malas mañas a su hijo?"). Y el éxito de su ingenio reside en su voluntad de ser él mismo: un cínico chistoso e impenitente ("Y como soy un hombre de tan grace­jo ... "). No hay, pues, hipocresía en el Güegüense, salvo en el sentido etimológico griego, por ser un personaje de comedia; pero un personaje que nunca disimula su insolencia, puesto que son insolentes hasta sus aires de modestia ("¿Cómo quiere que corra y vuele un pobre viejo ... ?") Y no debe olvidarse que esta­mos ante un mito de la prehistoria de nuestra literatura nacional. Sus rasgos son, por lo tanto, primitivos. Tienen más de caricatu­ra que de arquetipo. Sin embargo, allí está --desfigurado o "desfavorecido" en extremo-- el pueblo nicaragüense, por lo menos en su inclinación a "pasarlo bien", aunque le culpen de todo ("¡Pues nosotros, a la gorra, muchachos!").

El Güegüense no es mal hablado, en ningún sentido. Es cierto que maldice, pero nunca dice mal ni suelta palabrotas. Sus dicharachos son simplemente eso: dichos vulgares, con car­ga de malicia. No emplea, pues, palabras detonantes, y, sin embargo, su lenguaje tiene connotación sexual. Exactamente, nuestro personaje es un "mal pensado" y, desde luego, soez por la intención. Diríase que sabe dar el rodeo justo para no ensu­ciarse la lengua. Pero no usa circunloquios, precisamente, sino eufemismos, que tienen la ventaja de ser un disfraz más ceñido a las ideas. Conforme la etimología, el eufemismo es un quiebro a las "malas palabras" y, antes que nada, un modo de hablar bien. y el Güegüense habla, sin duda, estupendamente. Su lengua, sin ser directa, es rica en matices y de fuerte expresividad. Los

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propios eufemismos sirven para realzar la intencionalidad del hablante, como en una técnica de claroscuro. El Güegüense aporta al lenguaje de Nicaragua una raza de eufemismos que nada tiene que ver con la imagen de una expresión desleída y ñoña. Pero hay todavía más en este admirable decir mestizo: el personaje salta, con limpieza de acróbata, del habla popular a una suerte de lengua imitativa de aquella afectada y formularia de los ambientes oficiales de la época. Y parece que no sólo se pretende ridiculizar el convencionalismo de aquel lenguaje ceremonioso; trátase también, por lo visto, de contrastar con el habla viva del pueblo la eficacia de una lengua que nació muerta ("si éstos son mis lenguajes, debo yo obtener un libro de roman-ce ... ")

Nuestro Güegüense no llega a ser soberbio, pero sí vanido­so. Es "un creído", que intenta jugar con ventaja ("Don Forsico dará un verdadero informe al Cabildo Real sobre mis riquezas y tesoros abundantes"). Su pecado es venial, a pesar de ser un pecado de la inteligencia. Porque le resta gravedad la gracia--o el "gracejo""-y sobre todo, su casi irresponsable atrevimiento ("Válgame Dios, señor Gobernador Tastuanes, pues qué, ¿es menester licencia?"). Yen esto último se halla, definitivamen­te, la unicidad del personaje, que no admite duda en cuanto a que viene a "salirse con la suya". Es un ser dramático porque es teatral, en toda la extensión del término; pero su dramatismo no resulta bifronte, sino que se da, lo mismo que su mestizaje, como una violenta fusión o un enlace con sacudida ferroviaria. El drama esencial del personaje se resuelve, pues, en la unidad de un ser angustioso, que produce la impresión de distraer esa angustia a costa del prójimo. Es la rebelión del mestizaje, que también se rebela contra el mismo GÜegüense.

Yen ese punto crucial, precisamente, es cuando se define el folklore de Nicaragua como sabiduría popular: como un saber hacer y un saber decir. Allí en nuestra agonía original, surge el Güegüense, como el corifeo de una teoría de fantasmas (la Carreta-nagua, la Ce gua, el Mosmo, el Cadejo y la Mocuana), de personajes de bestiario medieval (Tío Coyote, Tío Conejo, Tío Tigre) y de jerarquías demonológicas (Diablo Mayor, Dia-

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blo Común, Mantudos, Diablitos y Diablesas). Porque Nicara­gua hace participar a Satanás en las fiestas de sus santos patro­nos y le pone a bailar en medio del pueblo:

"A la pobre mama Ramona la gran vaina le pasó, por andar de chinvarona el diablo se la llevó. "

("La Mama Ramona")

Los nicaragüenses somos eminentemente fabuladores ("Margarita, te voy a contar / un cuento", dijo el mejor de nosotros), y no se olvide que el diablo es la mentira misma, la fábula por antonomasia. Pero, además, Satán significa adver­sario, es decir, antagonista, en este caso, el folklórico antagonis­ta de ese protagonista que es nuestro pueblo, tan crédulo como creyente. Es también entonces cuando los sones rústicos del ata­bal, el pito de barro o caña, eljuco, la sonaja y el quijongo armo­nizan con los de la marimba, de incierta procedencia, y los del tacto de amor de la guitarra española de nuestras serenatas y "amanesqueras". Y ése es el momento, asimismo, en que el romance español, de temática universal, engendra el corrido autóctono, que canta especialmente los animales de aquellas latitudes, el zopilote, la iguana o el garrobo:

"Iguana, si te corrés no te vayás al icaco, no vaya a ser que te saquen los huevos por el sobaco. "

("La Canción del Garrobo")

De ese tenso alumbramiento saldrían luego tantos persona­jes híbridos de hombre y bestia en aquel folklore nacional, como el Toro-venado, el Toro-guaco y el Macho-ratón; verda­deros minotauros o centauros, que acreditan la casta de la gana­dería poética de mi país agropecuario.

A Menéndez Pidal se debe el rastreo del romance tradicio­nal español en América, que, con naturales variantes, arraigó en

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aquellas tierras y legítimamente pertenece también el folklore hispanoamericano. Pero mi propósito es llamar la atención, no tanto sobre ese trasplante, como sobre el fruto mestizo que, ya en "El Güegüense", se denomina "corrido". Se trata, en suma, de tentar vuestra curiosidad, más que hacia una trans-posición, hacia una composición. Porque nuestro corrido, como el ro­mance tradicional, es una "composición" poética popular, que suele cantarse; pero es, además, un "compuesto" de ingredien­tes españoles y nativos. Resultan comunes al romance y al corri­do los hemistiquios octosilábicos con rima en los pares, la fre­cuente forma narrativa, la oralidad y el anonimato. Sin embar­go, son notas peculiares del corrido el lenguaje procaz, los nica­ragüensismos morfológicos, sintácticos y fonológicos, la ma­yor intencionalidad y el tema local, especialmente animalístico:

"-Muchacho, ¿ qué hacés allí, orillado a ese chiquero? -Componiendo mi calzón, que me lo rompió el ternero. "

("El Temerito")

y acaso sea este protagonismo zoológico su elemento "capital", su más característico elemento aborigen. De aquí que nuestro corrido parezca un romance con máscara de animal, como las de esos nicaragüenses que "bailan al santo" patrono. Todo ello induce a pensar en el "alter ego" de la escultura choro­tega, en la cual el ídolo antropomórfico aparece coronado por una cabeza de águila o de serpiente, dando la impresión de una estatuaria a la que "se le sube el indio".

Aquí cabe recordar que la estructura musical de nuestro corrido es la misma del romance hispánico, y consiste --con­forme las precisiones del maestro mejicano Vicente T. Mendo­za- en "treinta y dos sonidos esenciales", que constan de dos semiperíodos de dieciséis sonidos cada uno, "con el carácter de antecedente y consecuente", los cuales, a su vez, están "dividi­dos en incisos de ocho sonidos". La palabra "corrido" parece referirse al ritmo musical. Pero, aunque también aludiese, con el significado de "seguido", a una tirada de versos sin sucesión

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estrófica, como es por definición el romance; de hecho, los octosílabos del corrido se agrupan de cuatro en cuatro, a veces con intermitentes estribillos, que repiten, al menos, las ocho últimas notas de la frase musical o tienen música aparte. Así es, en definitiva, el corrido que anda en labios de nuestro pueblo y también en los pies de sus "bailantes":

"Ya el zopilote murió, ya lo llevan a enterrar, échenle bastante tierra no vaya a resucitar. "

("El Zopilote")

Los instrumentos básicos de nuestros bailes populares son los de percusión, porque éstos, ante todo, marcan el ritmo en que se fundamenta el arte de la danza, en especial tratándose de bailes más o menos primitivos. Por ello, Serge Lifar escribió lo que sigue: "El ritmo es inseparable de la danza. Es la danza en su más remoto instante, toda vez que el hombre ha bailado antes, incluso, de aprender a servirse de la palabra ... El ritmo musical nace del rit­mo danzante" (La Danza, c. 1, p. 19). Ahí están los bailesintrodu­cidos en "El Güegüense", como el de "Macho-ratón", ejecutado -según dice Brinton, en su edición de aquella comedieta- por doce o más personajes disfrazados de Machos, que responden más que nada al compás de la marimba, del tambor y de las sonajas que llevan en las manos los propios danzantes, De ahí que resulte curioso que la partitura de "Melodies from Güegüence" (sic) que reproduce Brinton, escrita en Sol Mayor, no lo haya sido en Do Mayor, que sería lo más apropiado para nuestra marimba, la cual sólo tiene tres octavas sin escala cromática como explicaba autori­zadamente Salvador Cardenal, respecto de otra música f01klórica nicaragüense: "Como las marimbas en que se ejecuta esta clase de música, se construyen solamente en diatónica, todas las piezas las tocan en Do Mayor' ("Música indígena para Marimba", en Cua­dernos del Taller San Lucas No. 3). Por 10 demás, la misma música ejemplificada por Brinton tiene un movimiento moderadamente vivo ("alegro moderato"), y está compuesta en compás de 6/8, que es más complejo que el binario de nuestras danzas más rústicas.

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Pero quédese para nuestros musicólogos el privilegio de ir más adelante en esta materia que, indudablemente, "tiene muchos bemoles".

Cuando el Gobernador Tastuanes pregunta al Güegüense si los hijos de éste pueden bailar el "Macho-ratón", nuestro personaje principal responde que saben toda clase de movimientos: mudan­zas, zapatetas, remates y "corcobios". El texto original mestizo dice así: "tin mudanzas, tin zapatetas, tin remates, tin corcobios semula macho-ratón." Por tanto, los sustantivos de esa enumera­ción son perfectamente cervantinos, salvo la forma acanallada de "corcobios", por "corcovos", a semejanza de los saltos caracterís­ticos del caballo; ya que el Diccionario de Autoridades define dicho término, por extensión, de este modo: "Dícese también así el movimiento que se hace encorvando el cuerpo, saltando o andando violenta o apresuradamente". Sin embargo, los autores de dos ver­siones de "El Güegüense" decidieron ingenuamente "traducir" tales palabras. De esa manera, "mudanzas" (que se refiere a la variedad de pasos o, lo que es igual, a cierto número de movimien­tos que se hacen a compás en las danzas) se convierte en "bailes" y en "danzas"; cuando ya Cervantes había distinguido meridiana­mente el significado de las primeras: "Comenzaba la danza de Cupido, y habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flecha­ba el arco contra una doncella ... " (El Quijote, parte 2a, c. XX) Igualmente, el clásico, vocablo "zapatetas" (cuya primera acep­ción es, la de golpes o palmadas que se dan en el pie, saltando al mismo tiempo) puede incluso tomarse por "zapateos"; pero según los traductores aludidos equivale asimismo a "zapateados", que es el nombre, en plural, de un baile español ejecutado en compás temario, a pesar de que ahora en Nicaragua se aplique ese nombre exclusivamente a los golpes rítmicos dados en el suelo con los pies y, por supuesto, sin distinguir que no todas las "zapatetas" son meros "zapateados", como lo vemos en El Quijote, donde aquéllas aparecen con su significación más rigurosa: ''y luego, sin más ni más, dió dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto ... " (parte la c. XXV). En cuanto a la voz "remates", uno de los intérpretes nicaragüenses la entiende sólo como ''toques finales", aunque también debía haberle dado el sentido de "ador-

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no" que corona la obra artística o, en nuestro caso, las figuras y los pasos de la danza. A su vez, el otro intérprete dejó intactos los "remates", pero también el barbarismo "corcobios", que el prime­ro, en cambio, puso en cristiano ("corcovos").

El no traducir oportunamente y, sobre todo, el hacerlo con ocasión o sin ella puede ser la causa de que algún nahualista nues­tro, haya querido ver indigenismos en el subtítulo de "Macho-ra­tón" que ostenta la comedieta de "El GÜegüense". Y, aunque reco­nozcamos que los andamios etimológicos al respecto resultan admirables por su ingenio, el hecho en sí de buscar origen náhuatl a dos palabras españolísimas como "macho-ratón" es, desde luego, una simpleza. Porque, en este caso, "macho" es una metáfora de origen ladino aplicada al indio o, si se prefiere, un disfraz del mis­mo; pues no debe olvidarse que, para ese ladino en todo sentido que es el Güegüense, el indio tenía que ser un "macho de carga", conforme lo que apunta Alfonso Valle. Así se explican los grose­ros menosprecios y burlas que hace el Güegüense a costa de los Machos. Precisamente, es característica la idea despectiva que el nicaragüense se ha formado de ese animal híbrido, como lo prueba hasta la saciedad nuestro refranero. Por su parte, "ratón" es otro insulto, ya que, en germanía, significa "ladrón cobarde"; lo cual es natural en boca del Güegüense, por aquello de que "el que las usa, se las imagina". Y tal acepción casi coincide con la que había dado Juan Hidalgo, en su Vocabulario Latino, a saber: "furunculus seg­nes" (literalmente, "ladronzuelo perezoso o cansado"). Además, el Güegüense dice con claridad que sus machos "están algo mata­dos", "desde la cruz hasta el rabo", como consecuencia de mis energías ... " Pero, casualmente, uno de los mismos tiene una espe­cie de "furúnculo" -que "furta" la savia vital-, una tumoración "muy hinchada" ("Reviéntala, muchacho.") y producida por la "baticola", o sea, en el tronco del rabo. Pues bien, en Nicaragua lla­mamos "ratonera" a la enfermedad que consiste en un tumor en la cruz de las bestias caballares y, analógicamente, conocemos como "ratón" al bíceps contraído o abultado. De ahí que, si imitásemos a los referidos traductores, "macho-ratón" sería también "mulo enfermo" o "tumefacto" de la cruz al rabo.

En una ocasión hablé de la danza como "rito del ritmo", y

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ambos términos, al referirlos ahora a los bailes típicos de Nicara­gua, adquieren su máxima expresividad. Porque las danzas de nuestro folklore están asociadas a ceremonias devotas, como las de San Jerónimo, en la ciudad de Masaya, o las de San Sebastián, en Diriamba. Pero esto no significa que hoy se tengan por bailes de contenido religioso, equivalentes a los llamados "míticos", de la época precolombina, que figuran en los Anales de los Cakchique­les. Los nuestros, pues, son "rituales" en el sentido de no haberse desarrollado a la sombra de celebraciones de carácter civil. Y, en cuanto a lo del ritmo, los bailes nicaragüenses, en general, se dis­tinguen por su cadencia regular y no por sus cambios rítmicos. Son casi danzas sin mudanzas, que, consideradas respecto de los dos puntos de apoyo de la música: repetición y variación, tienen más del primero que del último. Pero hay también una gracia de la monotonía, cuando nace de esa verdadera originalidad en que con­siste lo primitivo. Y, precisamente, nuestros bailes, que suelen mezclarse con el canto y hasta con la recitación de diálogos, tienen sabor de corea griega; son salvaciones en el tiempo o ecos de aquel estado originario anterior a la separación de las artes musicales. Los solos nombres de esos bailes de Nicaragua ("La Y egüita", "La Vaca", "El Zanatillo", "El Garañón" ... ), revelan el espíritu indíge­na que los anima. Y recuérdese que nombres semejantes tienen las danzas quichés de que habla el Popal Vuh: danza de la comadreja, del búho, del armadillo y del ciempiés; danzas de inspiración mágica o suertes de sortilegio, que vincularon al indio con los ani­males místicos y misteriosos de un culto fatalista a la naturaleza. De allí brotó, asimismo, la creencia de los primitivos nicaragüen­ses en los ''texoxes'', es decir, los hombres que se encarnaban en animales; típico hecho de hechicería, que tiene el embrujo de una fe de infancia y el encanto de todo encantamiento.

Ello no quiere decir que nuestros bailes folklóricos sean los mismos que ejecutaban los indios nicaragüenses. Porque las danzas populares que hoy tenemos resultan hijas de la normal evolución de la música. Son expresiones mestizas en la mímica o el gesto; pero acaso conserven bastante pura la emoción indí­gena, como una atmósfera del inconsciente en la que aflorasen las fuerzas elementales. En aquellos bailes primitivos, con

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acompañamiento monocorde, se identificaban el ritmo corporal y el ritmo vital. Así se explican las danzas propiciatorias moti­vadas por la fertilidad, en la recolección del cacao, de que nos habla Gonzalo Femández de Oviedo, o aquellas otras de inicia­ción guerrera, que eran todo un "ars moriendi", en el cual nues­tro viejo cacique Agateyte ponía a prueba el valor de los dan­zantes. En los bailes del folklore nicaragüense destacan, en cambio, el carácter, estético sobre el totémico, la coreografia sobre el ceremonial supersticioso, el arte sobre la naturaleza. Pero no se trata de la pasión o el sentido que puedan separar a nuestras danzas primitivas de las propiamente folklóricas. Por­que cualquier distancia se vuelve más, visible en la dimensión plástica: en la vibración de las imágenes, en los movimientos y en las figuras. Los bailes de nuestro folklore son ya, sin duda, muy evolucionados respecto de aquellos "areitos" o "mitotes", descritos en la Historia General y Natural de las Indias. N o hay que buscarle tres pies al baile de nuestros aborígenes. Así el "contrapás", que dice Oviedo, debe entenderse literalmente, tal como lo entendió Girolamo Benzoni, al expresar que el corifeo de nuestras borrosas danzas arcaicas "va siempre caminando de espaldas, dándose vueltas de vez en cuando, y lo mismo hacen todos los otros, en grupos de tres o y cuatro con un orden regu­lar". Aquel contrapaso está lejos de ese paso cruzado que mar­ca, por ejemplo, el compás de base binaria de "El Zanatillo". Oviedo también da testimonio de que, en las danzas precolom­binas de Nicaragua, existía el ritual en el que dos muchachos, colgados de cuerdas, giraban en tomo a un mástil, al estilo de los voladores mejicanos. Pero lo más curioso es que el mismo cro­nista refiere con precisión que nuestros indígenas bailaban indi­vidualmente' como en los citados bailes de prueba militar, o que otros danzantes, en número de sesenta, eran "hombres todos, y entre ellos ciertos hechos mujeres", o bien, que danzaban en corros, en diferente ocasión, yendo "las mujeres asidas de las manos, e otras de los brazos, e los hombres en torno de ellas, más afuera, así asidos ... " Todo lo cual parece indicar que la pre­sencia habitual de la pareja de ambos sexos en nuestros bailes folklóricos fue una innovación mestiza, aunque se diera en otras

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culturas prehispánicas, eso sí, con más frecuencia entre los incas que entre los aztecas. De aquí que las parejas de bailarines en el folklore nicaragüense no sólo tengan aires de iniciación amorosa, como en todos los tiempos y lugares, sino que tal vez sugieran, no obstante su naturaleza popular, ciertas maneras de las danzas trovadorescas y mediterráneas; danzas "corteses", en el doble sentido de la cortesía y del cortejar.

Pero el pueblo nicaragüense baila con traje de faena, que es, en parte, el mismo atuendo de los aldeanos más austeros de Castilla, adaptado a las exigencias del clima tropical y hasta de la botánica, como en nuestro sombrero de palma, trasunto del de esparto o "sombrero de segador" de los españoles. Y debe exceptuarse la creación nativa del güipil, como blusa femenina estilizada, y los caites, de origen nicarao, que calzan él y ella. Ese traje de diario -y ningún otro-- es el verdaderamente típi­co de Nicaragua, si por tipismo se entiende un estilo y no, con ligereza, lo vistoso. El modo de vestir de nuestros campesinos es,justamente, la imagen de su lucha con el medio y, sobre todo, consigo mismos. Por eso, en las fiestas mayores, como disimu­lando su agónico mestizaje, suelen ellos también vestirse, lite­ralmente, "de máscaras": máscaras de ojos azules y trajes corte­sanos de época y sombreros de plumas y abanicos de encaje. Nuestro pueblo no tiene, pues, un traje nacional de fiesta; pero sí un uniforme cotidiano y sudoroso, vinculado a la tierra y al dra­mático nacimiento de la nacionalidad.

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12. EL MITO DARIANO DE LA INFANTA, LAS DONCELLAS Y LOS MANCEBOS

L A GRAN paradoja del ser nicaragüense es que su identidad reside en su ambivalencia, porque las paralelas de nuestro

mestizaje se encuentran en un punto: el de una agonía que signi­fica la salvación o la pérdida de la existencia nacional. De algu­na manera, pues, la historia de Nicaragua es el resultado de una rara y peculiar superación de ese paralelismo genérico, ante el peligro de dejar de ser. Todo mestizaje implica una especie de dilema, y el nuestro se traduce en un constante juego de la con­ciencia y el inconsciente, cuya puerta de escape se da siempre en el segundo, como una forma casi voluntariosa del "instinto de conservación". Pero tal carácter nicaragüense no consiste, ni remotamente, en una "duda metódica", sino en un "qué me importa", frente a cualquier alternativa que no sea la del propio existir o no existir. Y, desde luego, se trata de un desdén, más que de una indiferencia. De ahí que aquel pueblo, tentado simul­táneamente por la realidad y el irrealismo, se haga con frecuen­cia el desentendido, como quien no pierde nada, lo cual equiva­le, en último término, a salirse por lo irreal.

La verdad es que las perspectivas de nuestra gente suelen ser irreales, porque se deben sobre todo a una conciencia mítica. O sea que, no obstante la despótica realidad de nuestro paisaje natural-y quizá por ello mismo--, el nicaragüense destaca en un contorno de irrealismo, casi de tapicería, como los fondos de Botticelli. Por añadidura, nuestro universo está cruzado por aires sibilinos, y hasta podría hablarse del "hechizo" de Nicara­gua, en un sentido más literal que el de aquello del "embrujo de Sevilla". Pero adviértase que, en Nicaragua, la fiebre de la superstición no convierte lo verdadero en fantasía, como en el caso de aquel cristiano Caballero; sino que, al revés, hace de lo imaginario una verdad de bulto. Y "bultos" llamamos precisa-

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mente, a nuestros fantasmas callejeros y nocturnos: "El que no quiere ver bultos, que no salga a la calle". Tan obsesionantes fueron, por otra parte, los ancestrales ritos demoníacos, que los nicaragüenses tienen la festiva costumbre de disfrazarse de demonios, masculinos y femeninos, como los satanes de Verlai­ne; que usan el nombre del diablo en apodos muy tradicionales, y que recitan coplas "endiabladas" en las cuales admiten haber pecado contra la Ley de Dios, y acaso también contra las más típicas tradiciones, al abandonar sus artes populares:

"En diablo me he convertido desde que era artesano, por hablar muy escondido con la mujer de mi hermano. "

(Cít. por Peña Hemández)

Diríase, pues, que allí "muchos son lo diablos y poca el agua bendita" -como predica un refrán-, si ello no fuese un recurso fácil para escuchar lo inaudito.

Hay algo de balbuceo en el alma de aquel pueblo, como alma que es sorprendida con las manos en el misterio. Y ya se sabe que el vocablo "misterio" tiene una proyección religiosa o mística, pero también otra de mistificación, es decir, de engaño o equívoco. La propia deidad creadora de los viejos nicaraguas se presenta, en superficie, como una duplicidad, como una pare­ja celestial, varón y hembra (Tamagastad y Cipattonal), dentro de la unidad de sus atributos de dioses mayores y héroes cultura­les. Sin embargo, no se piense en un maniqueísmo, sino, al con­trario, en un sólo principio como cantado a dúo. Todavía el espí­ritu nicaragüense está sumido en aquel "misterio indio" de que habló nuestro Joaquín Pasos, o en una perplejidad que recuerda la infancia y, por supuesto, a la Infanta de "El Reino Interior", de Darío. Nos hallamos, por fin, en el plano de la conducta, que, entre nosotros, no es corriente que sea un plano inclinado resueltamente hacia el beneficio o hacia el maleficio. Damos la impresión de ser "irresolutos" ante virtudes y pecados, lo cual no es sinónimo de ser "indiferentes". Pero ese mismo hombre nicaragüense que, por lo general, no se compromete moralmen-

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te con facilidad, quiere ser el primero en jugarse la vida cuando se trata de sobrevivir en la historia, y hasta de hacer valer aquel­la incertidumbre como hombría, en una sintomática exaltación de la identidad personal. Por eso nuestro pueblo ha pretendido dividirse, antes que nada, en "gallos" y "pendejos", o sea, en nicaragüenses genuinos, camorristas o rebeldes hasta la subver­sión y, por otro lado, en "entreguistas", pusilánimes o "servi­les"; calificativo que incluso fue aplicado, ya a raíz de la Inde­pendencia, a una de las banderías de nuestro bipartidismo.

De las siete Virtudes, las que faltan más en Nicaragua son, sin duda, las cardinales, esto es, las que atañen directamente a nuestra relación con el prójimo. Ahí está el hecho de que segui­mos midiendo nuestro tiempo histórico por guerras civiles y guerrillas. Y está el subdesarrollo, con máscaras y disfraces como de carnaval --o "camal", que decía el Arcipreste de Hita-, en todas nuestras fiestas folklóricas. Por algo, pues, el nicaragüense Rubén Darío tiene en propiedad ese mito de la Carne que Y caza Tigerino llamó "carnalismo". Pero hay otro mito rubeniano que, específicamente, encama la perplejidad ética de nuestro pueblo y, a la vez, aquel mundo de duermevela, hermoso y terrible, donde las "figuraciones" andan sueltas, y donde la figura humana y su sombra tienden a unificarse en una sola paradoja existencial-la del mestizaje-, que, como toda paradoja, es solamente una apariencia de contradicción. Aludi­mos al mito de la Infanta misteriosa, las blancas Doncellas y los Mancebos de escarlata, en el ya mencionado poema "El Reino Interior", de Rubén. Es claro que no se trata de un mito puro, sino por extensión. Nos hallamos ante un gran mito literario, ante un desarrollo más que alegórico del "mito de la metáfora" -que dijera Turbayne-, y posiblemente ante el más cegador y enterizo de todos los mitos creados por Darío. Esta raza mítica es definida por el mismo Turbayne como "la pretensión de que algo es lo que en realidad no es" (El Mito de la Metáfora); defi­nición que, a simple vista, parece idéntica a esta precisión de Jesi, referida al mito en sentido estricto: "lo que paradójicamen­te es porque no es" (Mito). La verdad, sin embargo, es que hay una diferencia radical entre ambas fórmulas. En el primer caso,

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el querer que el mito sea, es la razón de su no ser; en el segundo, por el contrario, el no ser es -justamente- la razón de ser del mito. El llamado "mito de la metáfora" es, en principio, una pura realidad lingüística; pero, en su "personificación" de mito literario, se nos vuelve una realidad cultural en toda la extensión del término, como la de los "mitos vivos" -de que hablan Huizinga y Eliade-, los cuales tienen, evidentemente, vida propia en nosotros. Porque el verdadero mito responde a esa realidad humana que es la experiencia de una necesidad. De ahí que el mito nos afecte en lo más hondo, y que Furio Jesi conside­re su estudio como una rigurosa ciencia de lo que él ha denomi­nado "las formas en hueco". Pero, además, aquí cabe recordar que la primera nota distintiva del mito auténtico es su vincula­ción a la génesis de una sociedad concreta; distinción que resul­ta insalvable para otra clase de mitos.

Estábamos, sin embargo, en aquella creación que personi­fica la incertidumbre del alma nicaragüense, característicamen­te rubeniana (la Infanta), al presenciar el desfile de las siete vir­tudes (las Doncellas) y de otros tantos vicios (los Mancebos). Marasso vio únicamente la decoración de dicho mito, y no su arraigo en el ser de nuestro pueblo. Por eso el crítico argentino lo atribuía a una mera inspiración culturalista, y ni siquiera logró palpar el mito, sino apenas una suerte de alegorías. El pro­pio Marasso ha señalado como principales fuentes de la misma el "Crimen Amoris", de Paul Verlaine, y la "Alegoría de la Pri­mavera", de Sandro Botticelli (Rubén Daría y su Creación Poé­tica). Pero, como veremos enseguida, entre el mito literario de Rubén y el poema verlainiano o ese cuadro renacentista, conser­vado en los Uffizzi, hay todo lo que va de una realización a una fabulación. En efecto, el mito dariano es una fábula que el hom­bre de Nicaragua vive "realizando". El poema de Verlaine, en cambio, es una versión metafórica de aquel drama bíblico del orgullo y la caída de los ángeles rebeldes. O sea que el autor de "Jadis et Naguere" sitúa su "Crimen Amoris" en una perspecti­va teológica -valga la expresión-; mientras que "El Reino Interior" del poeta nicaragüense se da en un plano ético. Aquél es el poema de la trascendencia, y éste, de la vida interior, como

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un poema hecho, exactamente, "a conciencia". El primero fue concebido sin el hombre; el segundo, con él. Y podría decirse que, en cierto modo, uno termina donde el otro comienza. Por­que la clave de "Crimen Amoris" está en el castigo divino a los espíritus del mal, cuando un espantoso trueno enmudece la fies­ta satánica:

"Quand retendit un affreux coup de tonnerre, Et c'est lafin de l'allégresse et du chant. "

y es entonces cuando el palacio del orgullo se hunde ose desvanece ("Et du palais aux cena tours aucun vestige ... "), por fa mano fuerte y justa del Único que pone en evidencia el enga­ño:

"Quelqu 'un de fort et juste assurément Sans peine avait su déméler la malice ... "

Por su parte, el mito rubeniano gira en torno de aquella estrofa en que la "pobre infanta misteriosa" no se decide, al ser interrogada por el poeta sobre "la blanca teoría" de doncellas y la de "brillantes mancebos":

"Ella no me responde. Pensativa se aleja de la oscura ventana -pensativa y risueña, de la Bella-durmiente-del-Bosque tierna hermana­y se adormece en donde hace treinta años sueña. "

Pues bien, esos versos de Dario revelan nuestra típica osci­lación entre la conciencia y el inconsciente. Se dijera que aquel pueblo nunca está despierto del todo -ni, mucho menos, total­mente dormido--, sino más bien en un estado "proconsciente", asimilable al que define Freud en La Interpretación de los Sue­ños. Y ese permanente juego psíquico hace pensar en un modo de ser especialmente lúdico del hombre nicaragüense, con sus mitos a cuestas, hasta el punto de que parecen escritas para él las siguientes palabras de Huizinga: "En cada una de esas capri­chosas fantasías con que el mito reviste lo existente juega un espíritu inventivo, al borde de la seriedad y de la broma"

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(Homo Ludens). ¿Qué otra cosa declara Rubén de su Infanta "pensativa y risueña", sino que "se adonnece" -precisamen­te-, es decir, que prefiere sumirse en ensoñaciones a responder con claridad? Pero conste que esa vida de crisálida de la infanta dariana no aparece aislada en el poema, sino con el contrapunto de la realidad, con ese verdadero testimonio de la conciencia de haberse entrado en la plenitud vital; vital y poética, a la vez, si se conjuga en singular por referencia al alma del propio Darío:

"y se adormece en donde hace treinta años sueña. "

No hay duda, pues, de que aquella metáfora lingüística de Verlaine se muestra distinta y, además, alejada de esta "metáfo­ra mítica" del poeta nicaragüense. Pero debemos insistir ahora en que el mito rubeniano aparece como un trípode, pues no podría tenerse en pie con la sola imagen de la infanta. De ahí que la carga mítica de "El Reino Interior" no consista en la tradicio­nal representación del alma como prisionera del cuerpo, sino en la recreación de un alma perpleja que sólo puede concebirse res­pecto de una dilogía: las virtudes y los vicios. Doncellas y Man­cebos son, por lo tanto, los otros puntos de sustentación de este mito del alma nicaragüense, ebria de tantas "adorables visio­nes", como en el poema dariano. Allí habitamos, con Rubén, una "terra incognita", un misterioso y encantado país, donde posan las Doncellas el pie breve sobre un "rosado suelo", con insólitas flores "de la flora gloriosa de los cuentos azules", y donde los Mancebos llenan el aire "de hechiceros veneficios", con sus "dos carbunclos mágicos de fulgor sibilino". ¿Qué más da que el propio Darío indicara en su poema las fuentes cultura­les del mismo, si la mayoría son de carácter ilustrativo, y si nin­guna prefigura en plenitud el mito dariano? Es cierto que Fra Domenico Cavalca le evocó "la libertad de la inocencia", que dice nuestro poeta en Los Raros; así como "The Blessed Damo­zel" ("La Doncella Bienaventurada"), de Dante Gabriel Ro­ssetti, le pudo estimular la visión onírica, la entonación interro­gativa y el sentido plástico de un arte de la vida interior, todo sinceridad y profunda sencillez. Pero lo curioso sería que, en

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dicha ocasión, el poeta nicaragüense no hubiese pedido auxilio al primitivismo de Cava1ca o al medievalismo de Rossetti. Por­que uno y otro eran guías seguros en ese mundo en que la irreali­dad se vuelve normal.

Pues bien, aunque ya Rodó hacia notar que allí el alma es "igualmente sensible a los halagos de la Virtud y a los halagos del Pecado" y "que los sigue desde su soledad", ni Marasso, ni Salinas, ni López Estrada insistieron en la trinidad estructural de este mito, como tampoco en la evidencia de que la Infanta rubeniana no se queda en una simple indecisión, sino que final­mente parece como si le diera igual la teoría de Doncellas que la de Mancebos. Salinas escribe que "Rubén acertó magistralmen­te con un símbolo de objetivación del dualismo espiritual" (La Poesía de Rubén Daría); pero no se fija en que la. Infanta acaba desentendiéndose de la dualidad como talo, al menos, hace que se desentiende:

"-¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos! -¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!"

López Estrada, a su vez, apuntó lo que sigue: "El poema está dispuesto a la manera de una Sicomaquia (o lucha entre el Bien y el Mal en el alma), sólo que en este caso las dos potencias no se enfrentan en combate, sino que quedan paralelas, a un lado y al otro del camino" (Rubén Daría y la Edad Media). Lo subs­tancial, sin embargo, del mito dariano no está en un alma escin­dida que, como en el "Responso" a Verlaine -traído a cuento por el mismo López Estrada- da una faz a las virtudes y la otra, a los, vicios, "paralelamente". Porque lo esencial del mito nica­ragüense consiste en la unidad o la persistencia de una conduc­ta, cuya vacilación resulta un modo de expresar que a la con­ciencia rubemana personal-y colectiva-le tiene sin cuidado la posibilidad de escoger uno de los términos de la doble opción, como si se tratara de superar el paralelismo con una conducta que tiene mucho de irreal. ¿Acaso no es revelador que, en Histo­ria de mis Libros, Darío --como la Infanta del mito- no diga nada del contenido o la significación del simbolismo de su poe­ma, limitándose a dar pistas de algunas influencias literarias

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generales y de una alusión de importancia mínima? En este mito, pues, las paralelas de Doncellas y Mancebos, como ele­mentos de composición, deben completarse con el personaje de la Infanta, en una definitiva forma triangular, sin más ejemplos culturales conocidos.

Por 10 demás, es lógico que nuestro poeta recordara entonces los satanes de ambos sexos de Verlaine, seguramente asociándolos a los Diablitos y Diablesas del folklore de Nicaragua. Lo que ya no parece tan acertado es afirmar, como hace Marasso, que Rubén transformó en pecado al Mercurio (o Hermes) de "La Primavera" -botticeliana -figura semi desnuda y con un corto y encamado manto--; sobre todo, teniendo en cuenta el precedente de los Man­tudos nicaragüenses, bailantes callejeros que fingen la imagen dia­bólica de la desesperanza, y que suele vestir de rojo encendido y de otros colores detonantes. Pero si los Mancebos, "ambiguos prínci­pes decadentes", sugieren "máscaras"; las Doncellas también, a su manera, son personajes sin rostro. Aquéllos muestran la máscara v éstas no dan la cara:

"Y los cuellos se inclinan, imparciales, en una manera que lo excelso pregonan de su origen. "

Darío las concibió deslumbradoras, como siete "manchas" de un blanco hiriente o, si se prefiere, como la propia luz, sin mancha:

"¡Alabastros celestes habitados por astros: Dios se refleja en esos dulces alabastros! "

Y es natural que el poeta haya situado sus huidizas apari­ciones --como "bultos" nicaragüenses que parecen escurrir el bulto-- en un escenario de irrealidad, y que asimismo pensara en el "desnaturalizado" tratamiento del paisaje en las obras de Botticelli. Por eso, las reminiscencias del pintor florentino en "El Reino Interior" hay que buscarlas en el irrealismo de los fondos y en el motivo de la danza; motivo que al arte alegórico de Botticelli le venía, precisamente, de su inspiración en los mitos, pues "aunque la danza no pretenda o no sea capaz a veces de lograr la expresión de un mito -según advierte Luis

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Bonilla-, su contenido es siempre simbólico ... o constituirá un simbolo inconsciente de ritual ancestral tantas veces sentido por generaciones pasadas" (La Danza en el Mito y en la Histo­ria).

Todo ello, sin embargo, no justifica el deseo de ver en las Doncellas darianas un trasunto de esas Gracias de la "Alegoría de la Primavera", como unas Gracias en Gracia Divina, paro­diando a Letamendi. Y la objeción se impone no por razón de la anécdota de que las figuras de Botticelli danzan en corro, mien­tras que las de Darío desfilan danzando, como formadas en "fila india"; sino porque, en las referidas Gracias, la intensidad fiso­nómica, la nitidez de los desnudos, como cincelados bajo las gasas que flotan, y su presencia misma de formas plenas, tienen poco o nada que ver con las "visiones" femeninas de nuestro poeta, tan inasibles, tan etéreas en su luminosidad. Que Rubén evocara los "graciosos gestos" o la actitud de baile del trío botti­celiano que se toma las manos, no resulta nada extraño; lo ver­daderamente raro es que Marasso, sabiendo que la representa­ción doncellil de las virtudes se remonta muy lejos dentro de la propia tradición cristiana, tuviera que apelar a una metamorfo­sis de las Gracias de Botticelli,. Y hay todavía, en el mito daria­no, un cuarto tipo de personajes, las Tentaciones, que se distin­guen rotundamente de los Mancebos, y que "de sus liras meli­fluas arrancan vagos sones". Se trata, pues, de un tipo marginal, que se limita a ser una imagen de las Tentaciones como pura música, y que, por lo mismo, no interfiere en el equilibrio de la construcción mítica, de base ternaria. Las Tentaciones son, en definitiva, la "música ambiental" del mito, y, en cuanto a perso­nificación, ocupan el grado de mayor enrarecimiento, en esa escala que va de ellas a los Mancebos, donde la presencia de éstos resulta la más detallada y corpórea entre todas:

La geografia poética de "El Reino Interior" es una "selva suntuosa", tan diferente de aquella "selva oscura" en la que Dante se extraviara, como de la "campiña evangélica" que se extiende al final del "Crimen Amoris", de Verlaine. En cambio, la suntuosidad característica de aquella selva dariana es tan mítica y encantada como el paisaje de la alegoría del "divino

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Sandro"; sólo que el último no parece propiamente una selva, sino un bosque, con árboles dispuestos de manera geométrica y cuyas ramas incluso forman un arco sobre la cabeza de la Prima­vera. Tendremos que acogemos, por consiguiente, a la sospecha de que lo de la "selva", en Rubén, se corresponde con una voca­ción estética que abrió los ojos en la Naturaleza del trópico, lo cual no invalida la irrealidad del ambiente descrito por el poeta, ya que en todo mito -y, por ende, en el literario- hay un soporte de verdad. Y aquí lo verdadero es la densidad de sortile­gio de la vida nicaragüense, que nos hace pisar una tierra nada firme o dejar en suspenso el presente. Pero si el hoy se queda para después, es porque la suerte se ha disfrazado de voluntad cotidiana, y se muestra como dispensadora de los bienes y los males que a nuestro pueblo le llegan vivos. De tal modo, cre­emos estar viviendo de cara al futuro, cuando ese futuro sólo es un fantasma de nuestro pensamiento mítico. A ello se debe que gran parte de la historia de Nicaragua gire en tomo a un Canal Interoceánico por nuestro territorio o, mejor, a un Canal siem­pre en futuro, tan espectral y tentador como el más poderoso mito clásico de la prosperidad o la "edad de oro" de un pueblo. El caso es que los mitos se presentan como soluciones de lo venidero; pero su auténtica eficacia responde a una fuerza de recuperación del pasado. Y ésta se hace necesaria para vivir la propia actualidad, porque así como el pretérito de la historia no es recuperable en sus "funciones vitales" -y, por lo mismo, decisivas-; el mitológico se vive, sin duda, como una verdade­ra "presencia de espíritu", que los nicaragüenses no deberíamos confundir con todo el presente ni, muchísimo menos, con nues­tro porvenir.

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13. EL HOMBRE-SÍMBOLO, PÁJARO DEL DULCE ENCANTO

SIMULACIÓN y desencanto son los polos del mito. Porque, de un lado, la criatura mítica ---que, esencialmente, es fingi­

da- llega a ser el supremo· encantamiento. Por otro lado, en cambio, el mito corre el peligro de todo simulacro, que es des­mitificarse, lo cual siempre equivale al desengaño. Pero el col­mo del mito es que se mitifique, como sucede en Nicaragua, la propia desilusión. Ahí está nuestro "cuento de camino" del pájaro que disimula su tristísima realidad, y al que nosotros lla­mamos, con amarga ironía, Pájaro del Dulce Encanto, porque desaparece entre las manos y de forma brutal, convertido en excremento. Ese pájaro encantado es, pues, el mito del desen­canto, es decir, de la rota ilusión nicaragüense, y acaso también la figura de nuestro peculiar simbolismo político. Así parece haberlo visto José Coronel Urtecho, en su relato "La Muerte del Hombre-Símbolo" (1938), que es como un mito del mito nacio­nal por excelencia y, además, consciente de su ser mítico, por su propio carácter literario.

El Hombre-Símbolo, de Coronel, es en el fondo un pájaro de cuenta, que vive el dulce encanto de la política, y cuya muer­te representa la desmitificación. Pero esto no significa que mue­re con él su mito, porque se trata de la muerte de la ilusión ajena, del desengaño en los otros, y porque, en definitiva, el Pájaro del Dulce Encanto renace de su estiércol, que sólo es atrapado en apariencia. Y, el Hombre-Símbolo tiene el encanto de un verda­dero encantador de serpientes: "el disimulo -dice- es, la pie­dra angular de la civilización y la cultura." Él da la imagen nicaragüense del político civilista que se finge civilizado; pero cuya conciencia, en realidad, es la pura conciencia mítica, como él mismo nos enseña: "el licor es uno de los consuelos del hom­bre civilizado. Pero esta verdad hay que ocultarla al pueblo,

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pues constituye uno de los grandes secretos de la civilización. No olvides que toda cultura se basa en pensamientos esotéri-coso "

Este Hombre-Símbolo, no obstante, es sólo un mito litera­rio, y, por ello, se da cuenta de lo que es. En efecto, no desea pasar a la posteridad como producto del inconsciente colectivo, o por su magia personal de "ocultista", sino que aspira a la inmortalidad entre su pueblo, pero dejando de ser mito, o sea, que él entiende como una paradoja el mito de su propia "desmi­tificación": "Deseo que la juventud y las generaciones futuras no me tengan como una estantigua. Quiero que sepan que he sido un ser humano." Lo que en verdad pretende el Hombre­Símbolo es no ser hombre a medias, y, sin embargo, la mitad simbólica que le confiere su valor de mito es lo que ya perdura, entre nosotros, después de muerto el hombre.

Todo lo que predica nuestro personaje va dirigido a su ahi­jado --que, sin duda, es el pueblo nicaragüense-, a quien aquél intenta formar a su imagen, únicamente a su imagen, por­que, en substancia, el arquetipo no tiene semejanza. De ahí que en nuestra política no exista el "otro yo", pues el yo paternalista es sólo uno. Coronel nos habla, precisamente, de la "paternal vigilancia" de su Hombre-Símbolo, que actúa como un dómine rousseauniano: "Considero mi obligación sagrada velar por el desarrollo de su inteligencia y ocuparme de la formación moral de su corazón." Y adviértase que dice "obligación sagrada" o, lo que para el caso da lo mismo, mágico-religiosa. Se explica, pues, que el personaje mítico sea también "padrino" y, por lo tanto, "patricio", como que en él "se reflejaban las inflexibles tradiciones de la virtud republicana"; así como es "patriarca" ("A sus años que eran setenticinco ... ") y hasta "patrón" de su hacienda "Las Limas" o del Partido Moderado o del Poder en la sombra: "Tres veces me ofrecieron la Presidencia en condicio­nes inaceptables, pero ahora comprendo que no debí haberla rechado." La verdad es que el Hombre-Símbolo resulta más eminente que una "eminencia gris"; pero se halla, eso si, "a la sombra" del Poder. Se trata, más bien, de un hombre blanquea­do, como los sepulcros; hombre de "manos blancas", que apare-

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III. MITOS LITERARIOS 163

ce como fundador del "partido de la gente honrada", y que por dentro es apenas un "viejo verde": "Creo que tú serás un marido correcto. Yo en cambio si me casara ahora sucumbiría a las tentaciones del adulterio".

Para sus partidarios, es un genuino conservador; para los otros, algo más: un político en conserva. La prensa de oposición dice de él que, "aunque contrario a los avances de la evolución social y apegado a costumbres arcaicas, ha sido un hombre hon­rado de verdad. .. "De ahí que tenga validez el mito también entre los miembros del Partido Avanzado. El personaje, pues, no se hace sospechoso para unos, como Tartufo, y tampoco simboliza el dul­ce encanto de la hipocresía, sino, por el contrario, el desencanto que trae la caída de una máscara. El Hombre-Símbolo, como hom­bre -si cabe tal distinción-, personifica igualmente nuestro bipartidismo; en cambio, como símbolo es la sola desilusión de que avanzados y moderados forman, en realidad, una y la misma clase de "guatuceros", que dice nuestro pueblo, con expresión hiperbólica sin duda. Porque aquella "guatuza" que atribuye el nicaragüense a los políticos de oficio es algo más que un signo de burla o desprecio: es la higa que se hace en el bolsillo para engañar al pueblo, falsificando su desgracia.

Pero el caso es que ese símbolo del Hombre-Símbolo no tiene piezas de recambio, y si alguna vez, en público, diera su brazo a torcer, éste se rompería sin remedio. Por ello, únicamen­te se confiesa con su ahij ado, que es agente comercial y paciente simbólico. Pues ocurre que el ahijado va influyendo, a su vez, en el padrino, hasta casi cambiarse los papeles, apareciendo al final el Hombre-Símbolo como un dómine dominado, o atrapa­do en apariencia como aquel Pájaro del Dulce Encanto. A la hora de la muerte, el Hombre-Símbolo revela su "ars moriendi" al oído del joven confidente: "Deseo hacer mi confesión al dia­blo." Y no es que el padrino sea precisamente un escéptico, puesto que nos hallamos ante un monumento vivo, o ante ese muerto en vida que pone su fe en la vida; que cree, por 10 tanto, "en el amor a las cosas bellas" y en el amor, en general, empe­zando desde luego por el amor a sí mismo.

Sin embargo, parece que el Hombre-Símbolo teme hablar

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del más allá, como si fuese tabú. Ese silencio se debe, probable­mente, a su conciencia mágica, que así, con el pretexto del puro más acá, pretende disimular hasta su propia agonía: "Sólo te he hablado del mundo que vaya deja. Del otro mundo te hablaré cuando llegues acompañarme." No dijo más el Hombre-Sím­bolo. Pero su testamento -oral, como la sola tradición- es una burla sucia, con riesgo de su símbolo; una burla semejante a la del pájaro del cuento. Porque aquel Hombre-Símbolo, agoni­zante, había hecho prometer a su ahijado que éste divulgaría el secreto del mito del padrino, es decir, la verdad de su engaño: "No creo una palabra de todas mis doctrinas políticas y socia­les. No creo en el Partido de la Gente Honrada, que es un parti­do de fariseos. No creo en la honradez de los que se hacen lla­mar la gente honrada. No creo en la virtud republicana que he predicado, porque no es más que un traje de ceremonias. No creo en la democracia que he difundido porque es la peor de las opresiones: la opresión de las masas ignorantes. No creo en las campañas moralizadoras ... Enfin, hijo mío, no creo en nada de lo que he defendido."

Pero el mito sigue en pie -fénix o pájaro que resucita de su asqueroso juego-, en perjuicio del ahijado, que resulta ser la víctima de esa burla sangrienta del padrino: "Y d. puede caer a la cárcel por calumniar la sagrada memoria del Prócer", le amena­zan los dirigentes del partido. El miserable cae en desgracia, obligado a retractarse en aras del hombre mítico. Y las mismas letras suyas de rectificación traslucen el espíritu de un pueblo que se escuda en la burla cuando ha sido burlado: "Por broma únicamente me permití atribuirle ciertas frases absurdas, in­compatibles con su carácter, en la seguridad de que no serían tomadas en serio por los que conocieron a aquel grande hom­bre." No basta, sin embargo la sola humillación del sacrificio, sino que se le impone también el exilio, que es como el sacrifi­cio de a humillación. Y menos mal que el nicaragüense suele ver el exilio como una forma creadora de aislarse o la pura de ensi­mismarse y hasta de cultivar su típico narcisismo: "En mis ratos de ocio, leo los clásicos -más no los clásicos de mi padrino sino los verdaderos."

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III. MITOS LITERARIOS 165

El narcisismo, lógicamente, es propiedad privada; pero está claro que opera en función de la colectividad, y hasta puede considerarse, por extensión, como nota distintiva de la idiosin­crasia de un determinado pueblo. Concretamente, entre noso­tros es posible referirse a un narcisismo familiar y también del nicaragüense en general. Sucede algo semejante con la literatu­ra, que es una fe de vida personal y, además, social. Pero aquí no tratamos de nuestra "fe" -la del nicaragüense en el propio "yo"-, sino del "símbolo de la fe" nuestra, del narcisismo por pasiva, que propicia el fenómeno del Hombre-Símbolo en el caudillaje o en ese narcisismo del Estado que son los regímenes dictatoriales. Eso explica el caso de verdadera supervivencia de Sandino, así como el hecho de que el general Emiliano Chamo­rro fuese en Nicaragua "el Caudillo" por antonomasia durante más de medio siglo, sin que se haya dado algo parecido en los demás países de Centroamérica. Por si fuera poco, nuestro pue­blo suele llamar "el hombre" al gobernante o al líder, y así no resulta extraño que José Coronel escribiera la noveleta del Hombre-Símbolo.

El dinamismo peculiar de cualquier símbolo no sólo llega a transmitirse en Nicaragua por vía familiar, sino que también logra una vigencia especial, de tipo contagioso o extensivo, en la familia a que pertenece el Hombre-Símbolo. El más antiguo hombre-símbolo entre los Chamorros -no el arquetípico de Coronel, por supuesto- fue don Fruto, primer Presidente de aquella República, caudillo legitimista y hombre de carácter enérgico, esto es, el típico "hombre de una sola pieza". Por ello, Jerónimo Pérez, su contemporáneo, comienza describiéndole de este modo: "Tenía un valor extralimitado, y cuando adopta­ba una determinación, era tan resuelto y firme, que nada podía hacerle ceder cualquiera que fuese el éxito que se le presenta­se ... " (Memoria para la Historia de la Revolución de Nicara­gua, la parte, c. 1, p. 4). Significativamente, la divisa blanca del Partido Legitimista -la "divisa", que es ya un símbolo y que parece aquí también una prolongación del Hombre-Símbolo­ostentaba este rotundo, lema: "Legitimidad o Muerte", el cual es aún más radical que el del Escudo N acional de Chile: "Por la

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Razón o la Fuerza". La inflexibilidad -a veces con rasgos de heroísmo-- que ha sido frecuente en los Chamorros, contrasta con la elegante ductilidad de la familia Sacasa.

Interesa ahora precisar que el Hombre-Símbolo se mueve en esa frontera cosmo-psicológica que, a un tiempo, separa y une la realidad de la vida y la vida de lo misterioso, abierta a la pura idealización. A ello se debe que se conociese igualmente a Emiliano Chamorro por "el Cadejo", personaje fantasmal de la mitología nicaragüense. Porque todo símbolo es "plurisigno" (Caudillo y Cadejo), y, además, "vive" en nosotros por partici­pación: participando de nuestra vida. El símbolo no es de este mundo de los "quanta", sino del "otro" cualitativo y axiológico. De aquí que el Hombre-Símbolo no sea un símbolo "química­mente puro", sino una especie de centauro, que tiene la existen­cia verdadera -acompañada de eficacia- y, a la vez, esa ver­dad eficacísima del "mito", el cual, etimológicamente, significa "mentira"; pero "una mentira sin mácula, / hecha verdad a fuer­za de pureza", según escribió Martínez Rivas, definiendo la poesía. No estamos, pues, ante lo "ex(s)istente", sino ante lo poco que ya puede sugerir el vocablo "in-sistente", en su senti­do original de permanecer o tenerse una cosa en otra. Porque el símbolo, como la poesía, es símbolo con nosotros. Y dígase si no es revelador el hecho de que el Simbolismo, en literatura, adquiriera la ciudadanía castellana por obra y gracia del nicara­güense Rubén Darío.

El símbolo es una imagen, todo lo arquetípica que se quie­ra, pero "imagen", al cabo. Una imagen que, aunque esté en nosotros, "se mete por los ojos". Ello supone una auténtica borrachera de la vista (¿no se han empeñado en hablar allí de "exteriorismo"?), y quizá por eso nuestro pueblo dice de conti­nuo "Yo lo vide" (siempre el "yo" de Narciso), como si fuese un permanente "testigo de vista". Sin embargo, lo más importante, al respecto, es que en Nicaragua confundimos el "ver" con el "mirar", y así solemos decir "Volvé a ver", por el imperativo "Mira", o viceversa: "He mirado a Nicasio", por "He visto a Nicasio". Y el nicaragüense, que tiene la "fe del símbolo" -"fe del ciego", al revés- "se muere por sus propios ojos" (Ovid.,

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III. MITOS LITERARIOS

III, 440), como Narciso o como Rubén:

"Ay, triste del que un dia en su esfinge interior pone los ojos e interroga! Está perdido. "

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(Cantos de Vida y Esperanza, XXII)

Dicho de otro modo: el nicaragüense -prácticamente, sin historia escrita- se va muriendo para la historia, ¿o será que todavía no ha llegado a la misma, por hallarse a medio camino, en donde están los símbolos? Efectivamente, todo simbolismo tiene algo de primitivismo y, por supuesto, de ocultismo y magia. Sólo así es posible entender lo de la "magia personal" o el "magnetismo" del Hombre-Símbolo. Y también -por refe­rencia a los misterios de Deméter, entre cuyos atributos figura­ba el narciso, o acaso a los del Tamagastad de los nicaraos­pueden explicarse títulos de libros como Poemas Eleusinos, de Alfonso Cortés; Ensalmos y Conjuros, de Mejía Sánchez; Enig­ma y Esfinge, de Octavio Robleto, o bien, Oráculo sobre Mana­gua, de Ernesto Cardenal. El mismo Cardenal, refiriéndose a un grupo de poemas neo-surrealistas de José Coronel, llegó al extremo de dar entre paréntesis la explicación siguiente. como una prueba más de misticismo primitivo -¿y por qué no hasta de oráculo y pitonisa?-: "Coronel ha llamado LENGUAS a esta nueva poesía, nombre que daban los primitivos cristianos a ciertos discursos ininteligibles ... " (Nueva Poesía Nicaragüense -Antología-). Ese terreno es también el de los "augurios" (así se llama un poema de Cantos de Vida y Esperanza), que igual­mente pisó Diego Manuel Sequeira, al asociar el nacimiento de Darío en Metapa con la noticia periodística de que entonces había aparecido un águila real en aquella región (Rubén Daría Criollo). Y hasta Carlos Martínez, tan poco crédulo, tiene unos versos titulados "Dichos de Augur". Pero los símbolos no subs­tituyen a la historia y, en cambio, sí pueden, como imágenes que son, ocupar el sitio de las ideas o, más, exactamente, disfrazarse de las mismas. El símbolo antecede a la historia; no "hace las veces" de ésta, pero "le cede la vez" e, incluso, puede sucederla, como en las culturas decadentes.

Nicaragua es el reino del símbolo, aquel "reino interior" de

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Darío, con sus doncellas de blanco y sus mancebos de escarlata: hombres-símbolo: banderas-banderías-de los partidos polí­ticos (verde o colorada), por cuyos colores murieron tantos nicaragüenses hasta el primer tercio de nuestro siglo; "flor nacional" (el sacuanjoche); "árbol nacional" (el madroño, co­mo el del escudo de Madrid); "Musa y Gracias de Rubén Darío", en la celebración anual de la Semana Dariana; legión de mitos folklóricos (desde la Cegua y el Mosmo, hasta el Cadejo y la Mocuana; desde los Mantudos y el Macho-ratón, hasta Tío Coyote, Tío Conejo y el propio Güegüense), y también libros como verdaderos emblemas o divisas: Entre la Cruz y la Espa­da, El Jaguar y la Luna, ambos de Pablo Antonio Cuadra; Terrestre y Celeste, de Ernesto Gutiérrez; De Tierra y Agua, de Fernando Silva; La Libertad y el Amor, de Juan Francisco Gutiérrez; La Soledad y el Desierto, de Horacio Peña; De Tro­peles y Tropelías, de Sergio Ramírez ... inclusive la revista El Pez y la Serpiente, que dirige Pablo Antonio. Pero hay aún más: el Hombre-Símbolo, al ser un repertorio de valores ideales, posee una "in-sistencia" que trasciende a lo universal, pues no debe olvidarse que lo cósmico juega un papel importante en lo simbólico, como apuntó Cirlot (Diccionario de Símbolos). Es el caso del "Patriarca", de García Márquez. Lo peculiar, en cam­bio, de nuestro Hombre-Símbolo es que, además de darse con­fornle esa versión que nos integra en el universo, lo tenemos en otra familiar -como "para andar por casa" o para integrarnos en la propia familia-, que es la del "Patrón" (recordemos la biografia de Justo Rufino Barrios, por Pedro Joaquín Chamorro Zelaya) y, sobre todo, la paternalísima del "Comandante", de Fernando Silva, sin contar la de Coronel, cuyo Hombre-Símbo­lo, al mismo tiempo, es padrino, patricio, patriarca y patrón.

Téngase en cuenta, por añadidura, que el símbolo se produ­ce en el inconsciente colectivo, por medio de una asociación elemental de índole analógica, en base a una función óptica, e, incluso, auditiva. Y tampoco debe prescindirse de la comunidad de origen del propio término "símbolo" con cierto vocabulario de connotación fálica, a través de las voces griegas "émblema" y "émbolos". Pues bien, a la vista de todo eso, tal vez tenga sen-

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tido el que la palabra "simbólico" sea clave en un chiste popular y sucio, con juego de palabras, que se cuenta en Nicaragua. De igual modo cabe interpretar lo de la "jeringuita de oro" de nues­tro Güegüense, que Carlos Mántica entiende como jeringa de lavativa, y que Cuadra pone como ejemplo de "burlona procaci­dad", ya que ese símbolo se apoya en la ecuación "jeringa-ém­bolo". Porque el lenguaje eufemístico del Güegüense tiene un fundamento simbólico; queremos decir, el lenguaje de los nica­ragüenses. Pareciera que nuestro pueblo, al hablar con imáge­nes, camufla las ideas. Y téngase presente que los símbolos son imágenes de ideas paradigmáticas. En la misma línea -si­guiendo el "hilo azul" del Güegüense o de Rubén- estaría el centenar de "voces de connotación sexual" que Peña Hemández e y caza Tigerino incluyeron en su ponencia de ese nombre, pre­sentada ante el VI Congreso de Academias de la Lengua (Cara­cas, 1972). En efecto, allí aparecen los vocablos "pringadora" y "aceitera", que, como es evidente, equivalen a la "jeringuita" contenida en El GÜegüense. Pero ya Clemente Hemando Bal­mori había subrayado el "carácter fálico original" de esta come­dieta bailada.

En Nicaragua, la tradición literaria; desde Rubén Daría, no ha restado fuerza de creación a la oralidad, acaso por el alto índi­ce de analfabetismo -índice acusatorio- que padecemos. Sin embargo, esa tradición nicaragüense por vía oral se halla en estado fragmentario, entre otras causas, por nuestra pesada cadena de guerras civiles, a partir de la Independencia. "Sangre de Abel. Clarín de las batallas", cantó Rubén. Sangre en el Tró­pico y Sangre Santa, dirían, respectivamente, Hemán Robleto y Calero Orozco, haciendo bueno el principio de que el drama de nuestro pueblo, sin teatro apenas, se demuestra novelando. Estamos ante un pueblo fecundo y creador; pero que rompe la mayoría de sus producciones. Dijérase un caso colectivo de lo que el psico-análisis pudo haber llamado, por alusión al titán devorador de sus hijos, "complejo de Crono" y cuyo personaje no debe confundirse con el Tiempo, pero, en esta ocasión, tal vez sí con el "destiempo". Todo indica que también se trata de un pueblo insolidario, salvo en los círculos familiares; o sea, un

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pueblo radicalmente insolidario como pueblo. De ahí que pueda hablarse más de "tradición familiar" -la de cada familia-, que de una tradición nacional. Nuestros mitos poéticos más populares, como el Güegüense, han ido perdiendo vigencia y ya casi no "salen a la calle". Somos celulares, pero no orgánicos ni nacionalmente organizados, y por algo ha sido constante en nosotros el sufrir la amenaza del despojo de nuestra nacionali­dad.

Nuestras obras, lo mismo en el nivel del gobierno que en el plano popular, y hasta en el literario, parecen creaciones "ex nihilo", como si cada vez que hacemos algo partiéramos de cero. Así, una de las primeras disposiciones del Gobierno del doctor Juan Bautista Sacasa, en 1933, fue la de "que ninguna deuda ni compromiso contraído por el Estado durante el Go­bierno de Moneada obligaba al nuevo." ¡Yeso que se trataba de dos gobiernos del mismo partido político! Por su lado, el Güe­güense -arquetipo de nuestro pueblo- llega incluso a no ser solidario con sus propios compromisos ni con los de sus hijos, prometiendo primero casarse con doña Suche-Malinche ("Pues, señor gobernador Tastuanes, ¿ haremos un trato y un contrato entre este tuno sin tunal y doña Suche-Malinche?"), y olvidan­do luego su promesa ("Yo no he hecho trato ni contrato con el señor gobernador Tastuanes; sólo, que sea mi muchacho.") Y nuestro refranero está plagado de referencias al "mata-mama" -típica expresión que nos retrata en eso de ir contra lo nues­tro-, o al desagradecido ("Indio comido, puesto en camino"), que es un modo de ser insolidario, o al nicaragüense para quien sus compatriotas mismos son únicamente "paisanos inevita­bIes", como en la "Oda a Rubén Darío", del mismo Coronel Urtecho:

"En fin, Rubén, paisano inevitable, te saludo con mi bombín, que se comieron los ratones en mil novecientos veinte y cinco. Amén. "

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Jorge Eduardo Arellano hizo notar (Panorama de la Lite­ratura Nicaragüense) que la novela Trágame Tierra, de Lizan­dro Chávez Alfaro, se presentó en portada, como expresión de que "la muerte de los hijos salda cuentas con el pasado y abre una nueva etapa de la vida nacional." Vivimos, pues, "entre dos filos" -como diría el doctor Chamorro Zelaya-: entre liqui­dar el pasado, es decir, la tradición, e improvisar "cantos de vida y esperanza". Y la cita que hace Arellano suena a frase coral, sin duda por resumir el modo de ser nuestro y, por ende, nuestro paradójico "ser y no ser". Porque, así como el narcisismo con­duce a la muerte, ésta, a su vez, puede llevar al narcisismo; CÍr­culo vicioso o CÍrculo familiar de nuestro destino. ¿Sería dema­siado sugerir que el "ser nicaragüense" -o su verdad- ha con­sistido en resistir en el enfrentamiento con los otros, y que, antes que un ser "vital", es un "ser ante el peligro"? Nuestra historia está sembrada de ejemplos de lo que pudiera llamarse "patrio­tismo instintivo", que nos parecería instinto de conservación si no fuese nuestro. Cuando se da entre nosotros el patriotismo, a secas, llegamos hasta verlo como contrario y, por ello, se ha vuelto tantas veces motivo de diferencias. El Hombre-Símbolo nuestro también es símbolo, aunque adverso, para sus adversa­rios. Lo cierto es que, nunca somos indiferentes, y así nuestra consistencia --en el sentido de "ser en la patria"- es resisten­cia a la idea del "no ser" de Nicaragua; pero no a la de "ser dife­rentes", en lo individual, de los nicaragüenses como tales. Por lo demás, ya dimos a entender que el Hombre-Símbolo no tiene sustitutos; puesto que nace del narcisismo, aunque, a la vez, necesite de un clima simbólico, semejante al nuestro. Pero cabría decir, por paradoja, que el Hombre-Símbolo ha sido, en Nicaragua, acaso el único signo de solidaridad. La verdad es que, a falta de sustitutos, allí tiene sucesores. Porque el hecho mágico surge por contraposición a la amenaza de muerte en común. Y el Hombre-Símbolo, en efecto, siempre es un caso de mesianismo, estimulado entre nosotros por una tradición fami­liar exclusiva y por un natural simbolismo socio-político.

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14. TOLA Y LA NOVIA DE LOS NICARAGÜENSES

L A VILLA de Tola y las comarcas del municipio de ese nom­bre, en el departamento nicaragüense de Rivas, poseen por

si mismas un "aura" de leyenda. Por lo pronto, hemos sido cau­tivados por la magia del nombre, que asociamos al prestigio universal de la clásica Thule, a través de la Tula mexicana. He aquí lo que dice al respecto el arqueólogo nicaragüense César A. Sáenz: "en el actual Departamento de Rivas, lugar habitado por los nicaraos, se encuentra el pueblecito de Tola -a veinte kilómetros de la costa del Pacifico-, atravesado por un río que lleva ese mismo nombre. Lo que nos muestra una gran semejan­za con la Tallan [TulaJ histórica del Estado de Hidalgo, y pare­ce probar que estos toltecas quisieron perpetuar el nombre de su gran ciudad en la semejanza que encontraron con ésta de Nicaragua y con el nombre del río que pasa por ella" (Quetzal­cóatl en Centroamérica, 1961). Está claro que el autor de las frases anteriores ha tenido el cuidado de apuntar solamente el carácter histórico de la ciudad de Tula, como si dependiera la universalidad del mito de su particular ubicación en el plano de lo real, o acaso de prestarle muletas geográficas, las cuales siempre serían una versión de aquello que el ser mítico no es, y jamás un apoyo de su existencia poética. Pero el caso es que la Tula mexicana seguirá siendo una ciudad ideal, hecha a imagen de Quetzalcóatl, y la misma que recrea López Portillo: "El pue­blo estaba admirado y trabajaba con gusto en levantar la gran mansión de Quetzalcóatl, que se alzaba sobre una loma, de modo que podía verse y era vista desde cualquier punto de Tula" (Quetzalcóatl, c. IIl, p. 41). Porque la Tula de hoyes asi­mismo una añoranza de aquella otra ciudad por excelencia, que es todavía tierra de promisión y santuario del dios.

También Pablo Antonio Cuadra -esta vez un poeta nues­tro-- se ha referido a Tola, pero sin salirse de la esfera mitológi-

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ca; o sea, sin desorbitarla: "La ciudad mítica de la nostalgia del paraíso, por otra coincidencia, tenía el mismo nombre para el mundo latino que para el mundo nahuatl de Mesoamérica: Thule o Tula (Tola para los nicaragüenses)" ("América o El Purgatorio", 1965-66). Yesos tres lugares, en efecto, resultan uno sólo: la ciudad "eminente", la acrópolis que se alza sobre todo 10 inferior, la pura permanencia que nos salva; esa ciudad de los dioses y los padres que es, por 10 tanto, la ciudad del sol, habitada por la propia claridad, es decir, por las ideas. Se trata, pues, de una comarca ideal, de la sola república ejemplar, como una patria del espíritu que cada día más se echa de menos. De ahí, que suenen las palabras a cosas muy sabidas, porque el mito consiste en una paradoja por medio de la cual el único lugar del mundo que todos añoramos es un "lugar común": el país de uto­pía que cada hombre quisiera que fuese el suyo real. Y así tiene sentido, por ejemplo, la identificación de Tule con la Atlántida, que, como cuenta Platón, tenía "una llanura situada no lejos del mar, hacia el medio de la isla, la más bella, según se dice, y la más fértil de las llanuras. A cincuenta estadios, poco más o menos de esta llanura, también en medio de la isla, había una montaña muy poco elevada. Allí habitaba uno de estos hom­bres, que en el origen de las cosas nacieron de la tierra ... " (Cri­tias o La Atlántida). Dígase si allí Platón no describe, a la vez, la Tola nicaragüense. Y es asunto de considerar que aquella pobla­ción nuestra tiene más de utopía que de verdad histórica y geo­gráfica; pero no 10 es, en cambio, de empeñarse en localizar concretamente la misma utopía. Tola es, en realidad, una peque­ña villa que no ha crecido mucho desde que la viera don Pedro Agustín More1 de Santa Cruz, esto es, al año siguiente de tomar él posesión del Obispado de Nicaragua el 11 de septiembre de 1751. Por consiguiente, es Tola, de algún modo, un pueblo "ais­lado" de la vida actual nicaragüense, y por ello participa, en medio del oleaje de nuestro mundo, de la inmunidad de aquella isla platónica.

Pero sigamos adelante en este delicado análisis cualitativo, pues 10 dificil es contrastar la mitología de lo histórico; no limi­tarse a escudriñar en ese lado flaco de los mitos que es su impu-

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reza o su dosis de realidad. Y es ya revelador que Tola asimismo tenga un valle mítico junto al mar, y tan fértil y bello como la celebrada llanura de la Atlántida. Lo cierto es que se cree que tal valle, de casi dos kilómetros de largo, fue en el origen una gran bahía, que hoy se ha quedado realmente en las modestas dimen­siones de la bahía de Brito. Por 10 demás, lo mismo que en el pai­saje platónico, en la demarcación municipal de Tola hay monta­ñas de poca altura, cuyos nombres jugosos de simbolismo místi­co' como La Estrella o El Cielo, evocan sin duda alguna los tiempos originales, cuando el oriente mitológico o la región solar, morada de los dioses, se hallaba más abajo, más cerca de la tierra, y la línea del horizonte no era "barrera", sino peldaño. Pero el mito geográfico de Tola desemboca en ese otro del Canal Interoceánico en suelo nicaragüense, que es nuestro mito de la abundancia y, a la vez, de la prosperidad. El hecho es que, en el proyecto de Mr. O'Childs, el trazado de dicha ruta incluye en su terminal la desembocadura del río Tola y la citada bahía de Brito. Con 10 cual la riqueza de aquel valle resultó doblemente mitificada y reforzada la buenaventura del destino insular de nuestra, villa, que nos lleva a la imagen de los fértiles campos o de las islas bienaventuradas que buscaba también Horacio ("arva, beata / petamus arva, divites et insulas ... ").

Ahora bien, a la apariencia o representación de isla llena de gracia y "afortunada", en Tola se ha sumado la idea de creación, porque 10 cierto es que en las mismas tierras de aquel istmo de Rivas empezó la aventura nicaragüense: ''podemos afirmar -escribe León-Portilla-que la migración de los nicaraos y su establecimiento en el istmo de Rivas, tenían, al tiempo de la conquista, una muy considerable antigüedad." "Si tal cosa ocu­rrió desde fines del siglo VIIIo tal vez hacia el siglo XI d. c., es asunto que, por el momento, no creemos poder dilucidar en definitiva. " "De cualquier modo la estancia de los nicaraos en esa región centroamericana -alejados casi dos mil kilómetros del altiplano central de Méxiccr- había tenido ya larga dura­ción cuando ocurrieron sus primeros contactos con los españo­les" (Religión de los Nicaraos, c. 1, p. 34). Samuel K. Lothrop, a su vez, había conjeturado que el "génesis" de Nicaragua era

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menos remoto: ''podemos aceptar como verdad que vinieron de la meseta mexicana, probablemente en la época de la disper­sión tradicional del imperio tolteca, que parece haber sido seguido de grandes desórdenes étnicos. De Soconusco partie­ron a Nicaragua como un siglo antes que llegaran los españo­les" (Pottery o/Costa Rica and Nicaragua, la parte). El caso es que ambos autores nos hablan de aquella época sencillamente por aproximación, dejándola nebulosa, lo cual quiere decir que el principio se supone en un tiempo indefinido, "in illo tempo­re", que es nota característica de los pueblos arcaicos -por su

-"ser" o por su "estado"-, como indica Mircea Eliade. y esa época primigenia o tiempos áureos, en los cuales se

dio la creación, aparecen conectados al lugar paradisíaco, o sea, la isla mítica, que, por supuesto, se ha concebido como el centro del mundo. "La nostalgia del Paraíso --explica George Usca­tescu-, del estado primordial es, al mismo tiempo, una nostal­gia de eternidad. Por ello, la naturaleza del simbolismo del Centro es esencialmente religiosa" (Utopía y Plenitud Históri­ca, p. 197). Eso aclara, seguramente, el hecho de que a los tolte­cas de Tula se les conociese como los Constructores o los Arquitectos, porque siempre "construir" está a un paso de "crear". "Las nobles ruinas de los edificios religiosos o públi­cos que hoy se han hallado en diferentes partes de Nueva Espa­ña --decía Prescott- se atribuyen a este pueblo, cuyo apelati­vo, tolteca, se ha convertido en sinónimo de arquitecto. Su his­toria, envuelta en tinieblas, nos recuerda a aquellas razas pri­mitivas que precedieron a los egipcios en el camino de la civili­zación ... " (El Mundo de los Aztecas, c. 1, p. 10). A eso mismo se debe que los caudillos prístinos, los cuatro primeros padres del pueblo quiché fueran a Tulán (o Tula), la ciudad legendaria de los Constructores, en busca de sus lares y sus símbolos religio­sos; lo cual equivalía a retomar al origen sagrado, a fin de purifi­carse en la propia fe. Así lo ha relatado esa verdadera cosmolo­gía mística y épica que es el Popol Vuh: "Y habiendo llegado a sus oídos la noticia de una ciudad, se fueron allá." "Ahora bien, el nombre del lugar a donde se dirigieron ... era Tulán-Zuivá, Vucub-Pec (siete cuevas), Vucub-Ziván (siete barrancos). Este

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era el nombre de la ciudad a donde fueron a recibir a sus dioses." "Así pues, llegaron todos a Tulán. No era posible contar los hombres que llegaron; eran muchísimos y caminaban ordena­damente" (3a parte, c. IV, pp. 196 Y 197).

Y, por fin, de tal modo se explica que en nuestra Tola se haya vertido la primera sangre nicaragüense en ese intento de esclavizamos que fue la intervención filibustera de William Walker; hecho que Jerónimo Pérez, en su narración de los suce­sos de 1855, simplifica demasiado: "Unos espías dieron parte de haber divisado un buque aproximándose a la costa: enton­ces mandaron un piquete de caballería a situarse en Brito, el cual pernoctaba el 28 dejunio en Tola, tres leguas distante de Rivas, cuando fue dispersado por la columna de Walker que lo sorprendió" (Memorias para la Historia de la Revolución de Nicaragua, c. x, p. 138). Y es oportuno señalar que ese episodio sacrifical de Tola insinúa la figura, de cruz o encrucijada del ser nicaragüense y, asimismo, de punto de creación de la vida nacional, de nacimiento o renacimiento de nuestra soberanía, y hasta de "umbilicus mundi" o de centro místico. Porque, ade­más de que el simbolismo asocia a 1 a salud el sacrificio y la san­gría, los misterios de la sangre derramada nos sugieren el vino de la embriaguez, entendida como un don o un estado de acerca­miento a lo divino. Y de ahí que la vendimia simbolice el sacrifi­cio, pero también la fertilidad y la creación. ¿No es acaso reve­lador, por añadidura, que en esas ricas tierras del departamento de Rivas, nuestro cacique Nicaragua y el conquistador Gil Gon­zález, al encontrarse, hablasen precisamente de la Creación y la Epifanía, y que allí mismo, en la linde occidental de Tola, exis­tan un municipio y una villa con el nombre de Belén?

Aquel gran valle de Tola -el valle mítico--, como imagen del centro cosmológico, da por supuesto un eje imaginario que, conforme la idea polar, une el cenit y el nadir o, para nuestro caso, las regiones más altas y las inferiores -aquéllas "hiper­bóreas" de la mente clásica-o Se trata, en último término, de una sencilla aplicación del simbolismo de nivel, que, por su par­te, obedece a la ley de contrariedad. Por eso nuestro valle nos trae a la memoria la "llanura uniforme" o campo de la verdad

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que aparece en el mito de Crono; llanura que era un cruce de caminos, desde la cual se podía, según el juicio de Hadas, ir a los Campos Elíseos o ir al Tártaro, situado --como precisa Mario Menieur- "muy debajo de los más hondos abismos del mar", como que constituía "una región húmeda y desolada, llena de espesos vapores y envuelta en noche eterna" (La Leyenda Dorada de los Dioses y de los Héroes, p. 44). Pero la misma "simbólica" del centro induce a concebir también dichos con­trarios a manera de límites, y a ello se debe que Hesíodo se refie­ra a la condena de los Titanes como a un verdadero "confina­miento", pues coloca el lugar del castigo "junto a los confines de la anchurosa tierra" (Teogonía, vv. 725-729). Por contraposi­ción, la nueva tierra, la del renacimiento de la "edad de oro", donde serían presente puro el vaticinio y la nostalgia, es igual­mente una región extrema: la "última Thule" cantada a coro en la "Medea" hispanorromana ("Tetis revelará un nuevo mundo y Tule ya no será la postrera de las tierras"), o acaso la última Tola, ubicada, ciertamente, en los confines geográficos e histó­ricos de Nicaragua, y hecha drama por un poeta nicaragüense, o tal vez sólo voces en acción, es decir, literatura que parece orali­dad, como si fuese destinada al auditorio fronterizo de la misma Tola nuestra.

Aludimos, es claro, a La Novia de Tola, de Alberto Or­dóñez Argüello, cuyo lenguaje vernáculo dificulta su comuni­cación literaria en el ámbito de nuestro idioma, hasta el punto de parecer un lenguaje cifrado en labios de los personajes de condi­ción más popular. Sin embargo, esa misma nota críptica sirve para sellar el mundo secreto y misterioso de la pieza de teatro en cuestión; lo cual, precisamente, constituye su carácter más dra­mático, soslayado o no estudiado debidamente por la crítica. Porque el asunto y el personaje que da nombre a este drama par­ticipan del manoseo del dicho popular, germen del mismo: "Se quedó como la novia de Tola", esto es, "compuesta y sin novio", que dicen los españoles. Y si es verdad que nuestro dicho ha convertido a la Novia de Tola en la novia del pueblo nicara­güense, en virtud de lo que se llama "el mito de la metáfora"; también lo es que, en la obra, no tiene el personaje envergadura

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de protagonista. Por lo demás, el tema y el hilo de la acción resultan triviales, a menos que todo ello sea visto desde la pers­pectiva de la conciencia mágica de Nicaragua, como que 10 más valioso, dramáticamente, se halla en las dos escenas del cuadro tercero, con su clima de aquelarre, la tensión psicológica de la Trigueña y los ensalmos ceremoniales de la bruja:

"Oy lo es viernes y reviernes, la medianoche así creyo. Ya cantó la cocoroca y anda que te anda el cadejo. La luna saldrá en la punta del cerrito 'e las Maderas, pa hacerse leche en las vacas y polvillo en la calera. El diablo monta una cegua con ajos en las orejas. Yo le llamo mi compadre y viene todos los viernes. "

El propio desenlace de la obra sólo puede valorarse plena­mente en una pura dimensión mítica, porque lo peculiar del mis­mo no reside en la burla corriente de quedarse la Novia "vestida y alborotada" --como allí también decimos-, sino en el hecho de que los conjuros surten efecto, en el sentido de que el don Juan nicaragüense no se casa con la Novia --que es hija del A1calde- para fugarse con la Trigueña, su amante campesina. De ahí que sea raro que Jorge Eduardo Arellano mismo escriba al respecto: "Pero no se sabe exactamente si lo hace (nuestro don Juan) por haber dudado de la virginidad de su novia o por haberse conmovido por el sufrimiento de la Trigueña, por la efectividad de los poderes de la bruja o por una reflexión a últi­ma hora de sus actitudes" (Panorama de la Literatura Nicara­güense, p. 133). Lo cierto es que ese drama no se resuelve por la compasión, ni por las dudas o las reflexiones de un personaje, como aquel don Juan, que teatralmente no se tiene en pie, sino por obra y desgracia de un maleficio de categoría. Sin duda, la equivocación de Ordóñez Argüello es haber bautizado como

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don Juan a su personaje masculino; ya que éste no resiste la comparación -que pudo evitarse- con el gran mito literario español. Porque la obra de Ordóñez Argüello es el triunfo del amor como rapto sobre el amor como burla. El don Juan nicara­güense, pues, tiene más de raptor que de "burlador" propiamen­te dicho. En efecto, no estamos ante el clásico caballero de la "deshonra", sino ante un hijo de comerciante "hechizado" por la aventura de la unión ilícita, que es el sustrato familiar de nuestro pueblo.

El caso es que en esta obra, como en la realidad nicaragüen­se, el embrujado es don Juan, y no la dama o la humilde mujer de su conquista. Porque los hechizos de nuestra bruja resultan más eficaces y, desde luego, más "teatrales" que los famosos polvos de la madre Celestina. En el drama de Ordóñez Argüello, el papel de alcahueta no le corresponde a esa "encantadora" sin encantos que es la hechicera, sino a la Moza, la amiga de la Tri­gueña que contrata los servicios de la bruja. Pero ocurre que el cometido celestinesco de la Moza es apenas ocasional y se con­funde con un propósito de vengar los desengaños ajenos: el de una hermana de leche suya, seducida por don Juan, y, antes del desenlace de la obra, el desencanto de la Trigueña. Por lo visto, la Moza está en el secreto del resultado fatal de las artes mági­cas, que habrá de ser el abandono de la Novia en beneficio de la Trigueña ("dirnos ni me digás, que va a complirse el imbrujo e ña Serapia ... "), y, sin embargo, en principio se opone violenta­mente a los amores de don Juan con la misma (¡Dejate de don Juan ... ! ¡ Ya te lo advertí que es un bandido, un perro, un repe-rro! ... ¡Pensá en el desquite). Se trata, por lo tanto, de una ven-gadora "oficiosa" y no de una celestina de oficio, aunque su intervención sea, en definitiva, de una clara eficacia celestines­ca. A decir verdad, la Moza representa, cuando menos, una figu­ra paradójica, esfumándose después de la escena primera del último cuadro, ya con "un vestido de zaraza negra", para luego volverse sólo una sombra que, "disimuladamente, sale por la próxima puerta", como indica el autor.

Por otra parte, el mito de la Novia de Tola, en su versión literaria, no se concibe sin la Trigueña, pues el amor invencible

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de ésta da testimonio del desengaño de la primera. Y es preciso seguir hablando de la obra de Ordóñez Argüello en términos de victoria y derrota, porque también debemos interpretarla como un triunfo del mestizaje. No se olvide que "Chinta, la Novia, es blanca", en un pueblo de mestizos, ni que por algo la Trigueña, lleva tal nombre: ".Ágora deseyo una ebra (sic) e pelo e la more­na", dice la bruja, imperativamente, en pleno rito diabólico y en la atadura misma de aquel drama. El amor entre don Juan y la Trigueña simboliza, pues, la continuidad del mestizaje, al modo "conquistador" e ilegítimo del rapto, que es el mismo con el cual empezó a formarse la nacionalidad nicaragüense. La N 0-

via, a su vez, encama el desencanto, es decir, la desmitificación. Ella sería, como la Mocuana, un mito de la búsqueda del desa­mor, si no representara el puro desengaño. Porque es ella la que nunca verá la Tola mítica, el valle del encanto, la isla de la eterna primavera, a la cual el esposo invita a ir a su amada, como en el "Cántico" de la Escritura (2, 12 Y 13):

"Ya se muestran en la tierra los brotesfloridos, /ya ha lle­gado el tiempo de la poda / y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.

"Ya ha echado la higuera sus brotes, / ya las viñas en flor esparcen su aroma. / Levántate, amada mía, /hermosa mía, y ven! "

Por lo tanto, la Novia del drama es una imagen del amor frustrado, del fracaso del juramento al borde mismo del altar, y una figura insular que va desvaneciéndose ante la sola victoria del amor como "hechizo", como hecho mitológico genuino y también como regreso a la tierra paradisíaca. No cabe otra explicación, y así se entiende que la Novia literaria sea inferior a su mito, que es la Novia popular; ya que ésta solamente es, la arquetípica, la que no tiene rival, la que "se quedó" como ella misma, sin ninguna Trigueña que le hiciera mala sombra o la desdibujase.

y el autor, por supuesto, lo ha visto de ese modo, hasta hacerlo acto de fe en el epílogo de la obra, con el "teatro a oscu­ras"; con aquellos personajes de don Juan y la Trigueña ya con-

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vertidos en puras voces, esto es, en lo que son de veras, y con la convicción de que la magia ha coronado la obra, a pesar de que la Trigueña reniegue, al fin, de esas prácticas o, sin duda, por ello mismo:

"¡Pero yo le quiero a usté y este imbrujo me sonroja! De malas no quiero nada, por mala dejame sola ... "

Ya pesar, igualmente, de-que don Juan procure convencer­la de que las malas artes son un mito sin validez y que el único mito valioso es el embrujo del amor:

"que hay solamente un embrujo con una flecha famosa: el puro hechizo de amor que tiene labios por copa y maleficio en el ser que al sólo verlo enamora ... "

La verdad es que ese encanto del amor no se rompe por el lado del mito, y sí, en cambio, por su intento de verosimilitud; ya que pretende ser el verdadero encanto. Pero el triunfo, segu­ramente, es del mítico maleficio, porqué don Juan acaba en soledad -solo ante 10 fatal-, aunque siga hechizado por el amor de la Trigueña o, mejor dicho, por la nostalgia de su amor brujo:

"Era Trigueña su nombre y su natural graciosa, y yo le cantaba en veces lo que ahora canto a solas, lo que siempre le ha cantado mi corazón, amoroso!"

Pues bien, ese amor prohibido es el mito del amor nicara­güense y el que hace universal a nuestra Tola:

"pues nadie puede en el mundo poner o quitar amores;

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sólo el amor que lo puede desde Tola al mismo Roma ... "

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He allí cómo todos los caminos de este mito llevan a Roma, es decir; al centro del mundo o a la tierra de promisión, que tam­bién se describe en el epílogo del drama, y a la cual, si no fuese la propia Tola, siempre sería posible llegar desde ésta:

"Del otro lado del lago la tierra es ancha, es hermosa; y la casa de nosotros será entre campos y montes, más que nido de paloma, más merecida que rosa. "

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15. EL CIFAR DE LOS CANTOS

EN LA tradición de los nicaraos destacan tres imágenes, como regidas por un principio de vasos comunicantes: el

exilio original o mito de la liberación de aquél pueblo, el gran desastre de un diluvio o mito del viejo y el nuevo mundo, y la no definitiva muerte de los lactantes o mito del renacimiento. Está claro que el exilio, verdadero "discurso del éxodo", es un cami­no, una "salida" quijotesca; pero, sobre todo, el peregrinaje es la suprema aventura de quien "vive su vida", o sea, del hombre libre, que resulta, a su vez, el viajero por antonomasia y la pro­pia figura del caballero andante. Por otro lado, el diluvio partici­pa, universalmente, de la "simbólica" del agua, que regenera, y más en una "tierra de lagos", como la nuestra, donde llueve, por añadidura, seis meses al año. Esa virtud salutífera del agua ---o de las aguas- era lo que pedían con más insistencia aquellos primitivos de Nicaragua, como buenos agricultores, en el tiem­po de sequía. Yeso, constituyó, en efecto, el motivo principal de sus sacrificios rituales. Pero el diluvio supone, además, inunda­ción, que es la catástrofe del abismo; a la cual se ha sumado, paradójicamente, el poder bautismal de las aguas. Porque el diluvio produce la destrucción de las formas de un mundo ya caduco, pero también el medio preciso para navegar hacia la renovación de ese mundo. Así el viaje, aventura de la libertad, se complementa con la ruta de agua, que es purificación o resur­gimiento de la patria, Y, por último, el niño de pecho que muere y vuelve a nacer de sus mismos padres significa, sin duda, el ser humano restaurado para una tierra que ha reverdecido. Y debe advertirse que tal renacimiento del hombre sólo es posible cuando éste no abandona sus orígenes o, más concretamente, al retornar a ellos.

Se diría que nuestros niquiranos entendieron la marcha de la vida ---con la visibilidad que les permitía la luz entre la niebla

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de los mitos- como un periplo de navegante o, mejor, un "período", que por algo tiene parentesco etimológico con el "éxodo" y, a la vez, la imagen circular de aquello que regresa al punto de partida. Por consiguiente, se trata de ese período en que consiste la travesía biográfica -y hasta biológica- del hombre, en singular, cuyo arquetipo está en "La Odisea", y no exactamente del "mito del eterno retomo", por la razón sufi­ciente de que nuestros aborígenes creían en la inmortalidad del alma, es decir, en la trascendencia. Pero hay un modo íntimo y creador de hacer que incluso la historia llegue a morderse la cola; ya que, en realidad, "la historia se repite" sólo en el dicho popular. Y ese modo se da, ciertamente, en la evocación o la nostalgia, que son la espalda de la profecía, y no su esencial anticipación, como Nietzsche quería que fuese aquel círculo vicioso de su "eterno retomo". Pese, pues, a la simbología del movimiento cíclico, no tiene nada de "eterno" el circuito que establecen la nostalgia o la evocación, porque la eternidad, jus­tamente, no necesita de la memoria.

Ahora bien, al decir de Eliade, existe en el hombre actual una especie de memoria de solidaridad con lo aborigen: "La desacra!ización ininterrumpida del hombre moderno -son palabras del autor rumano-- ha alterado el contenido de su vida espiritual, pero no ha roto las matrices de su imaginación: un inmenso residuo mitológico perdura en zonas mal controla­das." (Imágenesy Símbolos, p. 18). Y tal vez así pueda explicar­se la creación del mito literario del Cifar nicaragüense, cantor y navegante de agua dulce, en el que Pablo Antonio Cuadra ha unificado -deliberadamente o no-- aquella trinidad de mitos indígenas: el de la liberación del pueblo nicarao, el de una vieja y una nueva tierra de los padres, y el del renacimiento del hom­bre desde su misma originalidad. Todo ello, por supuesto, conectado al universo, empezando por el nombre del personaje, que, inevitablemente, reclama al caballero andante de la prime­ra novela del género en español, y siguiendo por la estela de su lancha de ida y vuelta, con las reminiscencias -también inevi­tablemente- de esa auténtica navegación de imágenes que es la de Ulises, cuya aventura de un hombre cercado por el misterio

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tentó, de una vez -y hasta la seducción-, al poeta nicaragüen­se de los Cantos de CiJar. y nótese, desde ahora, que la circun­navegación de Ulises representa para Cuadra, antes que la per­fecta unidad interior de lo clásico, un abrazo cristiano del hom­bre con su más acendrada humanidad.

El Cifar mestizo del poema se halla situado frente a sí mis­mo o, lo que es igual, ante el espejo del Gran Lago de Nicaragua; el lago de nuestra infancia -la de la historia nicaragüense y la mía-; aquel Lago que Onésimo y Elíseo Reclús describieron, hace un siglo, como una realidad geográfica de puros contras­tes, la cual hace y deshace constantemente su imagen, definién­dose, al estilo de los mitos primitivos, por su indefinición. Y los citados geógrafos destacaron "los animales de origen marino que lo pueblan aún"; animales -como el tiburón- que, fuera de su medio propio y original, parecen mitológicos. También pusieron de relieve que, hacia el oriente, las aguas de nuestro lago se muestran apacibles, y que, por el contrario, "rompen incesantemente las olas", en la parte occidental; que el nivel de las mismas aguas cambia notablemente del día a la noche, pre­sentando un fenómeno "que los escritores españoles confundie­ron en otro tiempo con el flujo y el reflujo", y que hasta los riba­zos dan un "completo contraste", pues "los que bate la resaca son una playa de arena y de guijarros, mientras que la playa oriental es baja y pantanosa" (Novísima Geografía Universal, t. V, pp. 94 y 95).

Pero el lago Cocibolca -llamado así en lengua indígena­es, además, un hervidero de islas y, acaso por ello, el punto de condensación de la soledad humana, o bien, el clásico lugar de los refugios, puesto que siempre "asilarse" es, de algún modo, "aislarse". De ahí que el nombre de Calipso, la ninfa de la isla Ogigia, signifique, literalmente, "la que oculta" (Odisea, V. 13-281), y aquella muchedumbre de islas tiene también el sentido tradicional de arquetipos o muestras de la creación genesíaca, porque el Espíritu, precisamente, "empollaba sobre las aguas". Nuestras islas, en efecto, pueden simbolizar el nacimiento nica­ragüense, como surgidas de aquellas aguas dulces; pero, asimis­mo, el riesgo de perder la propia identidad, que equivaldría a la

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muerte. Como es sabido, la hechicera Circe, habitante de la isla Ea, convirtió en animales a los hombres de Ulises. Las islas lle­gan a confundirse, pues, con los mitos femeninos y hasta con las mujeres de tales mitos:

"Las mujeres de la islas cruzan de noche las aguas, De lejos sus hombres -los jugados de cegua- ven arder la isla del Encanto por sus cuatro costados. "

(Cantos de Cifar, "La isla del Encanto")

El caso es que, en Nicaragua, el amor de la mujer sigue siendo, popularmente, "hechizo" o "embrujo". Y por eso hay que saber distinguir "la isla del Encanto" --que dice nuestro poeta-, o sea, la ínsula maldita, entre las islas bienaventuradas.

No parece casual que en la Historia del Cavallero de Dios que avía por nombre Cifar, la cual data del siglo XIV, salte a la vista la leyenda céltica de la Dama del Lago, "una dueña muy fermosa" que "llama a los que están de fuera por los engañar, así comon acontescio a un cavallero que fue a ver estas maravi­llas ... " (la. parte, cap. XIX) El anónimo autor añade que la dama del sortilegio "lo fue tomar (al "Cavallero atrevido") por la mano, e dio con el dentro en aquel lago, e fuelo a levar por el agua, fasta que lo abaxo ayuso, e metiolo en una tierra muy entraña" (id., c. CX). Nos enfrentamos, pues, a la típica ciudad sumergida, semejante a la del mito nicaragüense de León Viejo, antes de su desmitificación por los excavadores en 1965. Yes preciso caer en la cuenta de que el misterio de toda ciudad en el fondo de las aguas hace sugerencia directa al de las islas, por la correspondencia simbólica que existe entre el nivel de la super­ficie y el nivel de profundidad de las mismas aguas. La ciudad bajo el lago es, por lo tanto, equivalente a la isla de los encanta­mientos, aunque la primera acentúe su relación con las zonas más oscuras de la conciencia mítica, por aludir seguramente a la puesta del sol, "que por la noche se hundía en el Océano para efectuar, en una barquilla, otro viaje -invisible para noso­tros- de Occidente a Oriente" (Zielinski).

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Por otra parte, no debe olvidarse que el Cifar de ese libro de caballerías resulta, en cierto modo, un caballero descabalgado, por aquella fatalidad de morírsele, sucesivamente, todas sus cabalgaduras. Y una impresión análoga nos da Cifar Guevara, el del mito nicaragüense, pues parece que en él se ha desmonta­do al jinete campesino de los versos de juventud de Pablo Anto­nio Cuadra, para "embarcarlo" en el negocio de vida o muerte del Gran Lago de Nicaragua. Así la conexión entre Cifar, el caballero, y Cifar, el navegante, no es nada caprichosa, y ya el propio Pablo Antonio aludía- a la misma, en su "Códice de Abril", genealogía poética de nuestra independencia:

"". el hijo de Septiembre a quien engendró Amadís, el Caballero a quien engendró Cifar el Navegante. "

Pero hay aún más: en el poema del mito nicaragüense, se canta a los caballos de tiro que bajan a bañase, contra la amane­cida, en nuestro lago. Y el cantor nos dice que esos caballos sue­ñan con tiempos hazañosos, escenarios de fábula y combates caballerescos:

"se remontan a los días heroicos cuando el hierro devolvía al sol sus lanzas potros blancos escuadrones de plata ... "

Ce. de e., "Caballos en el Lago")

Sin duda, el arquetipo del caballero es una versiónjerárqui­ca del mito del centauro, así como el navegante -esa razón que gobierna el vehículo del cuerpo-- desarrolla, a su vez, el simbo­lismo del caballero. Sin embargo, la barca de nuestro Cifar no se queda solamente en un medio de transporte para la odisea vital, sino que agota la magia de la representación, asumiendo, igual­mente, el papel consabido de cuna o tal vez el de seno materno. Porque ya se apuntó que este Cifar de Cuadra es el nicaragüense según naturaleza, pero que evoluciona en humanidad, con el

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soplo del espíritu en las velas de su lancha, y, por supuesto, sin renunciar a la identidad de sus orígenes, esto es, a reconocerse. El es el navegante que se crea a sí mismo, renovándose en la aventura, y que, no obstante, jamás pierde de vista el puerto de salida. Es el aborigen que se libera por la gracia del agua; pero el agua, precisamente, no le hace libre del origen -ya que, por algo, suele hablarse de "fuente" o "manantial"-, sino, al con­trario, de todo aquello que le aleja de sí mismo. Y es, Cifar, el nuevo nicaragüense que continúa siendo, por su propia univer­salidad de mito, hombre de esa Nicaragua que él lleva siempre consigo. O como escribe el poeta:

"Dijo la madre a Cifar -¡Deja las aguas! Sonó Cifar el caracol y riéndose exclamó: -El lago es aventura.

Otra vez un niño salía del vientre de su madre al mundo ... "

(c. de c., "La Partida")

Se diría que la madre, para nuestro navegante, es la nostal­gia de la patria, la "pasión de la tierra", la madre-tierra. De ahí que Cifar no sea el navegante absoluto, ese que entiende su nave como la pura acción de "navegar", sino aquel que la ve como una auténtica proyección de su casa. También la madre encarna el más genuino saber nicaragüense: nuestro secreto a voces, que es la superstición. Es ella -la madre- la oralidad de nuestro pueblo y la lengua materna y la propia tradición. Por lo tanto, volver a la madre significa, en este mito, avanzar en ella. Porque si alguna compañera de viaje tiene Cifar, no es otra que su madre, que, al menos, sigue siendo la fuente de su vida. Ella es la que rescata el ser del navegante, anticipándose a la muerte. Y es la mujer que Cifar, en vano, intenta prolongar en las demás mujeres: en Ubaldina, la esposa, que fue doncella a la boda; en Fidelia, la del rapto, que le había dado un hijo "que ya remaba en

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las islas"; en Eufemia, la de los engaños, con el furor en sus ojos; en Angelina, la agradecida, "descalza en las hirientes rocas del acantilado"; en aquella fascinante muchacha vestida de rojo, "que aparecía y desaparecía", y que "no llega con las mazor­cas"; en Rosa Reyes, "hennosa y alunada"; en Inés ("Siempre hablo de Inés"), que "su desnudo ardor baña en las aguas", o en "la pobre Mima", la prostituta. Cifar es "débil con las hembras", como su hijo Rugel, porque el nicaragüense suele ser "ojo-ale­gre" --dicho así, en singular, como nosotros lo decimos-o Y aquellas mujeres son, precisamente, quienes "le comprometen" en pleitos de cantina, cuando se halla inspirado por la "Cususa", ese aguardiente clandestino que le hace "caer preso", en el abu­rrimientode los sábados:

"Es en la celda, amigos, donde nacen los tangos! Ahora mis queridos Compañeros se avergüenzan. Eufemia no quiere ni saber cómo me llamo Fidelia está muy lejos y mi madre muerta. Sólo Mirna se escapa del burdel y me trae comida. "

(e de c., "La Desgracia")

Por lo visto, Cifar no conoció a su padre. Es un hijo del pue­blo, de ese pueblo que entiende todavía el amor como rapto. Pero Cifar es un hombre a ciencia y conciencia. Pprque, si la madre es quien le transmite la oculta sabiduría, quien le ha ini­ciado en los viejos misterios; la "luz de la conciencia" le viene del Maestro de Tarea, que le enseña la práctica de navegar y también la experiencia de vivir. El Maestro de Tarca, en efecto, hace las veces de padre, poniendo, en los impulsos de nuestro héroe, el "dominio" de sí mismo, y en sus fantasías, los "dicta­dos" de la conciencia. El Maestro de Tarca es la imagen -la

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viva imagen paterna- del orden moral; es el control y la caute­la, anta toda irreflexión, y, desde luego, el principio masculino del gobierno de la nave. "Maestro en nubes", le llama el poeta, rigurosamente, porque aquí se trata, en serio, de un "hombre del tiempo". Sus entradas, verdaderos "episodios", dan la réplica, sin antagonismo, a la humanidad de Cifar, y son, además, el contrapunto en la música de sus "Cantos". Y el Maestro de Tar­ca hubiera podido decir a su discípulo, parodiando la conocida frase latina que se atribuye a Pompeyo el Grande: -Sólo nave­gando se vive, porque vivir es trascender-o Yeso es, en fin de cuentas, 10 que viene a decirle en el poema de Cuadra:

"Maestro, dijo Cifar, seguí tu consejo y crucé el Lago buscando la isla desconocida.

Sonrió el maestro y dijo: Lo conocido es lo desconocido. "

(C de e, "El Maestro de Tarea", III)

o bien esto otro:

"En el verano la tierra es seca y el agua está en su reino: toda aventura te permite el espejeante lago todo alimento te ofrece benévolo (aunque teme siempre su inmotivada furia). "

(C de e, "El M de T.", VI)

El poeta tiene la clave, pero, a los ojos de la gente, sólo ordena los signos del misterio, sin dar el misterio mismo. Yese "estar en el secreto" es lo que hace que el poema sea el auténtico estado de perfección de los mitos. Porque el mito es un enigma que va dejando pistas, como para que luego la poesía pueda

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armar el sutil rompecabezas. He aquí, pues, los signos organiza­dos del "culto oculto" de nuestros indígenas, y están aquí por obra y gracia -por gracia únicamente- de los "Cantos" de Cuadra, es decir, de Cifar, "El Arpero", que deja el arpa en la proa, antes de levar el ancla:

"Los dedos en el arpa y ya me empieza el mal de lontananza. "

(c. de c., "El Mal")

Porque en el canto de Cifar se contrasta la profecía de Alfa­quí a los nicaragüenses primitivos; aquella verdadera "profecía del agua" que Pablo Antonio puso de epígrafe a su mito. Nació Cifar en una isla pequeña, "como la mano de un dios indígena". Es, por naturaleza, un navegante y, en consecuencia, jamás un "marinero en tierra". Malinowski describía, irónicamente, a los melanesios de la provincia de Tilataula, en el archipiélago de las Trobriand, con una expresión indígena que significa "verdade­ros marineros de agua dulce", por el hecho de que aquella pro­vincia "no practicaba ninguna clase de pesca", ya que se hallaba situada en el centro de la zona más amplia de Bayowa, la mayor de dichas islas de Oceanía (El Cultivo de la Tierra y los Ritos Agrícolas en las Islas Trobriand, pp. 34 y 35). Cifar, en cambio, es la síntesis de una marinería de agua dulce que es "verdadera" en verdad, y no por paradoja. Cifar canta desde el fondo, lo mis­mo que nuestro Lago. Y Cifar es el poeta en la patria de los poe­tas. Cifar podría, sin duda, llamarse Rubén.

Esas son las primeras señales del misterio aborigen. Pero también en la dedicatoria misma de los Cantos aparece otro sig­no: el del apodo como institución tradicional, como nota socio­lógica. Pareciera que la índole poética de aquel pueblo no se conformase con los nombres recibidos y necesitara, por tanto, inventar sobrenombres. Porque muchos de esos motes resultan puras creaciones léxicas. Ello implica, a la vez, una técnica de "transformismo", una especie de ocultaci6n de la personalidad, como que allí tales apodos proceden comúnmente de las propias familias de quienes los llevan. Suelen, por lo demás, estar aso-

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ciados a fisonomías de animales, 10 cual no es nada extraño, dado el antecedente de los "texoxes", que eran aquellos indios que tomaban la figura de cualquier animal; contagiosas imáge­nes que, aún hoy, aletean en nuestra fe campesina. ¿Acaso las historias coloniales del Cadejo no se han adaptado a la leyenda indígena de dos grandes animales embrujados, blanco y negro, en aquellas versiones que hablan de un Cadejo bueno y otro malo? Pues bien, el alias de Cifar es un nicaragüensismo de ori­gen ilegítimo: "El Cacho", que labra y pule cachos o cuernos, o bien, el que "se aprovecha", el que utiliza a los demás, el nicara­güense de la ocasión utilitaria, pese a su dominante vocación poética. Cachero, además, puede ser el "vivo" que vive de su lancha y que comercia con ella, aunque no con su canto.

Una seña más, y llegamos a la encrucijada del propio ser nicaragüense, del niño superviviente que es nuestro pueblo. Y aquel pueblo elemental-en tantas acepciones-, que nunca ha renunciado al corazón, ni a los sentidos, ni a la fantasía, aún aguarda -mientras canta- la amnistía de amor comunitario que le descargue de la muerte en vida o de la compañía a solas de la muerte:

"En este puerto desvencijado soportando la soledad y la lluvia. En este puerto muerto esperando mi liberación. "

(e. de e., "La Noche")

Por eso, tal vez, se refugia en el canto --que siempre es una forma de libertad-, se acoge a su medio original -a la, aguas maternas-, donde la cárcel, al menos, es "cárcel de amor", y donde las primarias condiciones de vida no son miseria, sino esperanza. y no se trata de retroceder, ni de esconder la cabeza bajo la vela, como un pariente pobre del mundo del consumo, sino de consumar el propio destino de originalidad, de recrea­ción humana, por la vía más cordial:

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III. MITOS LITERARIOS

"El niño que yo fui no ha muerto queda en elpecho toma el corazón como suyo y navega dentro ... "

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(c. de c., "El Niño")

De ahí que Cifar sea un rebelde, pero rebelde a su mane­ra. Porque no es que se tome las cosas a pecho; es que se las toma a juego, es decir, a la suerte. El cumple su destino a 10 que salga, sintiendo como el que más; a corazón abierto; pero rondando la fatalidad de vivir en la mera supervivencia de la aventura:

"Cifar espera la señal en las lejanas serranías. Antes del alba encenderán sus fogatas los rebeldes.

Les lleva peces y armas. "

(c. de c., "El Rebelde")

Es el suyo un destino lúdico y trágico, al mismo tiempo, que le hace ver fantasmas, como dando la cara a la muerte: islas encantadas, que "son tumbas de mujeres"; viejas sirenas; An­selmos aparecidos, que se le meten en su propio lecho; cantos ciegos de Marcela, con ojos devorados por las sardinas, y hasta una mendiga solitaria -símbolo del hambre en común- que puede ser lo mismo una "figura desgreñada y trémula", que una alucinación que toma cuerpo en la "hermosa muchacha de ojos dorados". Son los fantasmas de la sangre, porque, a Cifar, el mestizaje mismo se le vuelve un espectro, un "barco negro", que hace siglos navega, sin hallar tierra firme, por el sueño de nuestro pueblo:

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"-Si la luna ilumina sus rostros cenizas y barbudos. Si te dicen -Marinero dónde vamos? Si te imploran: -¡Marinero, enséñanos el puerto! dobla el timón y huye!"

(c. de c., "El Barco Negro")

Al ordenar el caos del misterio, el poeta crea un silencio misterioso, entre vivencial y legendario, que es el caldo de culti­vo de nuestro mito. "Todo parece griego", declara el mismo poeta; pero la realidad es que aquellos signos resultan familia­res a los nicaragüenses, o sea, que Cifar está en su elemento, porque no se decide a ser del todo cotidiano, ni a ser heroico del todo. Es, sin embargo, "todo un hombre" y, por lo mismo, nunca un semidiós helénico. El es el típico nicaragüense --o, si se quiere, arquetípico-, que saca hombría de la superstición; epo­peya, de su fondo sentimental y su voz lírica; trascendencia, del "vivir al día"; riesgo, de la añoranza, y fuerzas, de flaquezas. Que nadie se quede, pues, en las vinculaciones universales o en las alusiones culturalistas del mito de Cifar de Nicaragua. Por­que lo peculiar de este mito literario no es la clásica aventura de liberación de un hombre, ni su retomo a los orígenes, sino el arraigo en el antiguo mito que ha protagonizado todo un pueblo: el de nuestra independencia en la originalidad y por renovación del entrañable solar nicaragüense.

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EPÍLOGO PARA UNA GENEALOGÍA DE LA VOCACIÓN NICARAGÜENSE

(N arcisismo Literario)

LA PALABRA "teoría", no obstante su carga especulativa o de pura intelección, es una de las más plásticas en nuestro

idioma, acaso por sus reminiscencias griegas de procesión reli­giosa, o simplemente por la idea de serie que sugiere, con todas sus referencias temporales y espaciales. Valga, pues, el uso del término "teoría" como más eficaz que el de "interpretación" para precisar ciertas leyes de la literatura nicaragüense como fenómeno sociológico o, mejor, como manifestación de aquel medio social concreto, Nicaragua es principalmente un país agropecuario y, por tanto, su vida urbana ha estado condiciona­da por la vida rústica. De aquí que el campo sea nuestra verdade­ra originalidad. Rubén Darío, el nicaragüense por antonomasia, empieza por ser exclusivamente un poeta "civil", en sus años de imitación y de asimilación; pero luego su descubrimiento de la tierra, "bajo el nicaragüense sol de encendidos oros" ("Allá Lejos"), coincide con el punto más alto de su originalidad.

Sin embargo, nuestra poesía telúrica propiamente dicha apareció casi treinta años después de la publicación de Cantos de Vida y Esperanza, ya con la generación conocida entre noso­tros como de Vanguardia. Ello significa que la conquista poéti­ca -no el descubrimiento- del campo nicaragüense ha sido tardía en la historia de aquella literatura, no porque el ambiente rural y el paisaje de Nicaragua fuesen una vivencia estética poco arraigada en el hombre culto de nuestras ciudades, sino porque nuestras "generaciones literarias" posteriores al Modernismo surgieron con retraso respecto de sus correspondientes en el mundo. Y así como la "Beat Generation", que pertenece a los años cincuenta, fue imitada por un grupo de poetas de Nicara­gua en la década siguiente; tampoco hubo sincronía entre la ver-

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tiente neo-popularista del movimiento de vanguardia español y la del nicaragüense, corno que el futuro autor del libro que inau­guró nuestra poesía vernácula (Poemas Nicaragüenses) tenía ap~nas doce años de edad cuando García Lorca terminaba sus Canciones y comenzaba el Romancero Gitano. Era duro, para el gusto literario de los nicaragüenses, pasar de una poesía "civilizada" -de tantas civilizaciones-, corno el Modernis­mo, a otra de exaltación nacional y campesina. Necesitábamos el estímulo de una corriente popular en la poesía universal de la época, para que en Nicaragua se hiciese palabra poética todo el acervo vital de una sociedad nutrida de experiencias rurales y de sabiduría folklórica. Pero había que adaptar la sensibilidad nicaragüense a una diferente visión de la poesía, yeso se realizó gracias a quienes han sido, casi por tradición familiar, los árbi­tros de la cultura en Nicaragua.

Porque, entre las familias históricamente influyentes en la configuración de nuestra nacionalidad, es fácil ejemplificar determinados linajes con predominio intelectual, y otros que tienden a la acción. Concretamente, en las ciudades nicaragüen­ses más antiguas, León y Granada, esas familias han destacado por el cultivo de las letras o bien por el ejercicio de la política, aunque algunos de sus miembros se hayan dedicado a ambos menesteres, o incluso a ocupaciones ancestrales de índole dis­tinta, corno el comercio. Lo curioso es que observarnos constan­tes familiares en una u otra de las direcciones señaladas; el pro­pio Rubén Darío podría encabezar la genealogía intelectual de los Mayorga, pues no se olvide que el Darlo es un patronímico proveniente de don Darío Mayorga, antepasado del poeta. Si, en cambio, dijésemos que las familias próceres de Nicaragua se han inclinado a la agricultura, ello no tendría especial significa­ción, considerando que es 10 natural en un país de naturaleza semejante a la nuestra y, sobre todo, en un tipo de sociedad, corno la nicaragüense.

Cuando alguien perteneciente a una de nuestras "castas" intelectuales no resulta un puro hombre de letras, suele consa­grarse a la variante de letrado, que, además, escribe por afición. y sería inapreciable saber en qué proporción han intervenido

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las leyes genéticas y la tradición familiar para que allí se produ­jeran esas verdaderas dinastías de escritores o de políticos. Pero el hechos es que, así como los Sacasas y los Chamorros -in­cluidos sus respectivos parientes consanguíneos- han dado la tercera parte de los Presidentes de aquella República, y hay ape­llidos que aparecen con frecuencia -a veces como segundos apellidos- en el curso de nuestra literatura, aunque, en ciertos casos, a quienes han llevado esos nombres familiares no se les reconozca vinculación con las familias tradicionales de los mis­mos apellidos. Pero también conviene advertir que la mayoría de la población nicaragüense no ha estado condicionada, desde sus orígenes, por un fenómeno de bastardía, común en Hispa­noamérica.

Precisando aún más, habría que señalar que la vocación intelectual y la actividad política corresponden a dos psicolo­gías familiares perfectamente diferenciados entre nosotros. De­cir Sacasa en nuestro país equivale, popularmente, a definir una mentalidad conciliadora y práctica, con mezcla de persuasión y habilidad en el campo de las relaciones humanas. Por el contra­rio, los miembros de linajes literarios que han actuado en la política nacional lo hicieron con una concepción idealista del Poder, el cual se les volvió, unas veces, algo soñado y, por lo mismo, inalcanzable, y otras desengaño y pobreza, cuando tuvieron alguna ocasión de gobernar. Yeso tal vez haya hecho que sea proverbial la honradez del único Presidente Cuadra que hubo en Nicaragua.

Puede hablarse pues del carácter dinástico de la literatura nicaragüense -verdadera "familia de cuentos", como el título de un libro de Mario Cajina- en la cual ha sido posible que dos autores firmasen añadiendo a su nombre de Rubén Darío las identificaciones de "hijo" y de "nieto" o III. Por que es raro que esto se diese en lo literario hasta la tercera generación, al modo de lo que ocurre en Estados Unidos por razones sociales o eco­nómicas. Todo ello ha propiciado una suerte de nepotismo inte­lectual, así como en nuestra historia política es corriente ese vicio del Poder. Pero debe reconocerse que aquí llamado nepo­tismo intelectual o literario también ha tenido una vertiente

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positiva fomentando una conciencia de equipo o "taller" de escritores; estimulando, a un tiempo, el trabajo de creación de los mismos, en un clima de promoción personal mutua, y, sobre todo, facilitando a difusión internacional de buena parte de lite­ratura nicaragüense. Baste el ejemplo -para escogerlo entra nuestros poetas más conocidos- de que Joaquín Pasos era pariente de Pablo Antonio Cuadra; que éste, a su vez, es primo hermano de Ernesto Cardenal, y que Cardenal asimismo es sobrino en segundo grado de José Coronel Urtecho.

Por otra parte, es sabido que la "vocación" esencialmente, es de orden personal. Pero podemos considerar una forma de vocación colectiva, que se presenta como vocación de servicio. Y, en Nicaragua, esta vocación suele entenderse más en el ámbito de la familia, que como "servicio social" propiamente dicho. Concretamente, en nuestra legislación orgánica y ordina­riano se ha contemplado (hasta julio de 1979) este tipo de servi­cio como obligatorio para todos los ciudadanos. Vale señalar, pues, que la vocación de nuestro pueblo es, sobre todo, un lla­mado genealógico, que acaso tenga, en cuanto servicio de espí­ritu familiar, un sentido originario en el propio término "fami­lia", que por algo está vinculado a "fámula". Y ya no se diga de las profesiones liberales, donde la vocación nicaragüense sigue dándose a modo de sucesión hereditaria o sea, a la antigua usan­za artesanal, paradójicamente. Pero el caso es que, de algún modo, en nuestra historia misma se toma, como "lugar de los hechos", la familia por la sociedad en general. Pareciera que nuestra "base de operaciones" históricas fuese la veta de los antepasados, el linaje, y no el destino común de nuestro pueblo. Si nos atuviéramos al Diccionario del Habla Nicaragüense, de Alfonso Valle, el propio "voseo" nacional sería un uso lingüísti­co nacido como un fenómeno de discriminación, de parte de los miembros de familia linajudas, los cuales daban el tratamiento de "vos" a quienes no tenían su misma condición social (¿y no es el nicaragüense Salomón de la Selva autor de una recreación de la mitología clásica titulada, curiosamente Ilustre Familia?). Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que actualmente el "vos", entre nosotros, denota "familiaridad", precisamente; a diferen-

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cia del "usted" y, por supuesto, de la connotación respetuosa de aquél en su empleo clásico, Y no es lógico esperar otra cosa en una sociedad todavía provinciana como la nicaragüense, donde hasta la función pública se hace familiar. Pero lo importante es que ese provincialismo, con sus virtudes y sus defectos, ha dado el resultado paradójico de ensanchar nuestro universo literario, que es la única universalidad nuestra.

Es cierto que las dos principales ramas de la vocación nica­ragüense, ya señaladas, son a manera de vasos comunicantes, o sea, que se influyen recíprocamente, en virtud de su instalación en un mismo substrato nacional. Pero conviene, ante exigencias de método, poner el acento en el aspecto literario, que es el obje­tivo propio de este análisis; el "objetivo", precisamente, porque aquí procuramos que la teoría misma, devanándose casi por si sola de la naturaleza y la consistencia de los hechos o los datos, enfoque con exactitud las realizaciones -la concreción- del genio de nuestro país.

En su libro El Nicaragüense, Pablo Antonio Cuadra, tra­tando de o que él llama la "singular dualidad" nuestra, y que no es sino la genérica del mestizaje, da como ejemplo a Darío, transcribiendo íntegro el soneto "En las Constelaciones", al que pertenecen estos versos:

"Pero qué vaya hacer, si estoy atado al potro en que, ganado el premio, siempre quiero ser otro, y en que, dos en mi mismo, triunfa uno de los dos? "

Cuadra se queda en la dualidad ("dos en mi mismo"), sin advertir que, a continuación, el propio Rubén nos pone en la pis­ta para interpretar plenamente el sentido de ese poema ("triunfa uno de los dos"). Lo cual quiere decir que, además de la duali­dad general y como superándola, hay, un principio, específico, que al fin la resuelve. Se trata, en efecto, de la expresión de una forma del principio de identidad, que Coronel Urtecho tampoco vio en su "Oda a Rubén Darío", citada asimismo por Pablo Antonio:

"Tú que dijiste tantas veces "Ecce Hamo" frente al espejo

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¡no sabías cuál de los dos era el verdadero, si acaso era alguno. "

Pero el espejo no sólo duplica nuestra imagen, sino que también la hace idéntica a nosotros: la identifica. Por eso bario sabe -y lo dice en el mismo poema- que en él se funden o se confunden ("se han confundido dentro del alma mía") los tér­minos de toda dualidad. Y esto no es una interpretación capri­chosa, ya que el poeta, rotundamente, declara saberlo ("Sé que soy ... "); él, precisamente, que sufría por "no saber adónde vamos, / ni de dónde venimos", sí está seguro de saber quién es o, más exactamente, cree saberlo: De ahí que el poema no sea dubitativo en el propio "ser", sino en el "hacer" ("Pero qué voy

h ?") a acer.... . Siempre nos impresionó esa seguridad "onto-psicológica"

de Rubén acerca de su conocimiento del "yo". Y siempre hemos pensado que los nicaragüenses caemos habitualmente en la ten­tación de afirmar nuestro "ego" o, al menos, creemos conocer­nos bien. Prueba de ello es el título de la misma obra El Nicara­güense, así como aquella expresión, tan grosera y tan gráfica, de "Ya escupe en rueda", para dar a entender que alguien ya mere­ce ser tomado en cuenta en una reunión. Y adviértase que "escu­pir en rueda" no sería la medida, sino el colmo de la afirmación del "yo". Por lo demás, al "autorretrato" ("auto-soneto", diría Pablo Antonio) ha sido una de las tendencias predilectas de nuestra literatura. Pero aquí no se habla de superficialidades o de honduras, de "exteriorismos" o de intimidades, sino de un característico exceso de confianza en el "sí mismo", traducido a lo literario; grado de confianza que, a fin de cuentas, no es más que "desconfianza" respecto de los otros. Suele repetirse que el nicaragüense es "confianzudo", esto es, que en su trato abusa de la confianza de los demás, y seguramente porque él no la tiene. Así se explica que nuestro pueblo use corrientemente la frase exclamativa "¡Esta, dijo Mena!", aludiendo a un general a quien se le frustraron sus aspiraciones presidenciales, y lo dijo hacien­do, a la vez, la higa (la "guatuza" nicaragüense), en señal de des­confianza o desprecio. "Quien anda con indio, anda solo", dice

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un refrán citado por Y caza Tigerino con diferente propósito (Sociología de la Política Hispanoamericana), y Cuadra, en su referido libro, incluye el ser "desconfiado" entre los caracteres del Güegüense, el más antiguo protagonista de la Literatura de Nicaragua. El Güegüense es también "un creído", justamente porque sólo cree en él mismo. ¿Y acaso no responde a esa línea el hecho de que las Reflexiones sobre la Historia de Nicaragua, de Coronel Urtecho, sean "reflexiones" --o espejos de una sub­jetividad- y no "historia" -es decir, 10 objetivo-- del aconte­cer nicaragüense? El caso es que aún no hemos escrito nuestra historia, sin duda porque la entendemos como "autobiografia".

Hay en Rubén, sobre todo, un comienzo verdaderamente sinfónico, y es cuando el poeta, nada menos que en los versos que abren Cantos de Vida y Esperanza, nos introduce en un autorretrato interior con las siguientes palabras: "Yo soy aqueL .. " Pues bien, ese pronombre personal destacado (y ya se sabe que "Las desinencias personales de la conjugación española son tan claras y vivaces, que casi siempre hacen innecesario y redundante el empleo del pronombre sujeto"); ese pronombre -repetimos- antepuesto a la afirmación de "ser aquel" y no otro, sólo puede recordar el "Iste ego sum!" del verso 463, libro III, de las Metamorfosis, de Ovidio. Pero sucede que esa exclamación, en Ovidio, es el triunfo del nar­cisismo, ya que el poeta latino la puso, precisamente, j en labios de Narciso! Y el empleo casi redundante e innecesario del "yo", a veces disimulado en formas posesivas o demos­trativas, ha sido usual en los títulos de obras nicaragüenses, como La Juventud que Yo Busco y La Vida en Mí (de Santiago Argüello), Yo Con ocia Algo Hace Tiempo (de Ernesto Gutié­rrez), Este que Habla (de Iván Uriarte) y hasta Nicaragua Canta en Mí (del P. Ángel Martínez, nicaragüense por dere­cho doble de conquista y adopción); sin contar los nombres de poemas, al estilo de "Sum", también de Darío. Entre paréntesis, sólo Alfonso Cortés tiene, por lo menos, "Mi Pro­pio Yo", "La Canción de mi Yo Propio" y dos sonetos titula­dos "Yo". Rubén, por otra parte, nos orienta con claridad sobre la dirección que seguía en el referido "Yo Soy Aquel":

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"quise encerrarme dentro de mí mismo ... "

Igualmente en su "Epístola a la Señora de Leopoldo Lugo­nes", de tono casi confidencial, como por paradoja:

"confiando sólo en mí y resguardando el yo. "

¿Y quizá no se manifiesta asimismo, el sentido egocéntrico de nuestra literatura en el título La insurrección Solitaria, de Martínez Rivas, quien antes ya había sido el edénico poeta de El Paraíso Recobrado? Pero ~onste que no se apunta a un espíritu "centrical" ni "concentrador", sino "egocéntrico". De todos modos, por algo el autor de El Nicaragüense ha insistido en la idea de Nicaragua como "un país de agitación mediterránea" y "ombligo y centro nervioso" de la voz "amerhispánica" -valga el término-- de Rubén Darío. Porque allí donde hay un nicara­güense solitario, está el "centro" del mundo. ¿Qué significa si no, el que Azarías H. Pallais firmase en Nicaragua sus escritos con la coletilla de "vive en Brujas de Flandes ... "; que Coronel Urtecho se haya retirado a su hacienda en la frontera con Costa Rica, o que Cardenal se "aislara" -literalmente- en el archi­piélago de Solentiname?

No se diga que aquellos títulos de libros indican poco; puesto que, por definición, todo título tiene por objeto anunciar y dar a conocer nada menos que el contenido o el motivo de la obra. Y no es casual, por ejemplo, que José Coronel Urtecho, transmisor y traductor de la poesía de Estados Unidos, para titu­lar su libro de vivencias y lecturas norteamericanas, haya tradu­cido, como Rápido Tránsito, el "rapid transit" del "subway". Ahora bien, cuando Pierre Grimal, en su insuperable Dicciona­rio de la Mitología Griega y Romana, habla de un "joven que despreciaba el amor", pareciera aludir a nuestro Joaquín Pasos, que pensaba ordenar una parte de su obra bajo este título: "Poe­mas de un Joven que no Ha amado Nunca". Joaquín fue, sin embargo, un "amador"de veras, y tal vez era un "espejo" el que le volvía del revés su imagen. Naturalmente, a quien describe Grimal es a Narciso, que "a la sombra del agua" --como hubiera dicho el P. Pallais- contempla y ama su propia y her­mosa imagen. En el País de los Lagos no sería rara cualquier for-

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ma de narcisismo literario. Por eso allí se cultiva con insistencia el epigrama, el cual, por su estructura lapidaria y por definirse como resultado de una pugna de la individualidad del poeta con el mundo en tomo, resulta ser la forma más individualista de la lírica. Y vale la pena pensar seriamente en que nuestro pueblo substituyó el pronombre de segunda persona "tú", por la arcai­zante forma del plural, "vos", y, en cambio, dejó intacto el "yo", cuando éste podía haber seguido, por natural correspondencia, idéntico proceso de conversión hacia el "nos", al estilo de anti­cuados usos regios y episcopales. Y lo último no hubiese resul­tado tan raro considerando que nuestro lenguaje popular, como en la totalidad de Hispanoamérica, está sembrado de arcaísmos. Por algo allí lo "extraordinario" se vuelve "normal" --o tal vez sólo se vea de ese modo---, como lo ha revelado para siempre la novelística del colombiano García Márquez.

Ovidio nos cuenta que el sabio Tiresias, al ser consultado sobre si Narciso alcanzaría la vejez, respondió: "Si no llega a conocerse a sí mismo." Los nicaragüenses no nos conocemos en realidad, porque somos "desmemoriados" para la historia pa­tria. De aquí, nuestras continuas improvisaciones. Y, a pesar de ello, creemos conocemos:

"El conocerme a mí mismo, ya me va costando muchos momentos de abismo y el cómo y el cuándo ... "

(Darío, "Eheu!")

Porque Narciso "cree que es cuerpo lo que es agua", como precisa Ovidio. "Lo que ansío lo tengo en mi; la abundancia me ha hecho indigente", se queja el propio Narciso, amado de lejos por la ninfa Eco. Y Rubén, en "La Fuente":

"Guíete el misterioso eco de su murmullo, asciende por los riscos ásperos del orgullo; baja por la constancia y desciende al abismo ...

Llena la copa y bebe: la fuente está en ti mismo. "

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y Narciso es el mito por excelencia de aquel problema del "otro yo"; pero, como en Rubén Darío, también en él "triunfa uno de los dos": "¡Oh, ojalá pudiera yo separarme de mi propio cuer­po!" Narciso moría, pues, por haberse dado cuenta de que se ama­ba en su identidad, y "por ninguna parte aparecía su cuerpo!" -concluye el poeta de las "Metamorfosis"-; En vez de su cuerpo encuentran una flor ... "; Curiosamente, el autor del presente ensayo escribió en Nicagua al comienzo de los años cincuenta:

"Como Narciso, de quien, sabemos, predijo el adivino Tiresias que viviría mientras no se viese, así tú has nacido con la prohibición de mirarte ... "

("Salmo de tus Cinco Sentidos", en Mástiles)

Antes, en la década de los cuarenta, había cantado Joaquín Pasos:

"con el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo del resentimiento y el narciso ... "

("Canto de Guerra de las Cosas")

y de 1938 data la noveleta "Narciso", de José Coronel Urtecho: "Sólo soy yo en mí mismo. Mis actos me traicionan, me falsifican. El deseo, la emoción, el sentimiento, tampoco son al yo, sino reflejos provocados por la realidad exterior, por el no­yo" Se debe, pues, reconocer a Narciso como un personaje-sím­bolo de aquella literatura nacional, como una especie de Güe­güense culto y, si se quiere, hasta helenizado, o como definición de la poesía misma en Nicaragua, porque así entendió la poesía también nuestro Salomón de la Selva, en su "Evocación de Horacio":

"Reflejo de un espejo Que el verso enmarca y delimita. Misterio de Narciso. Sacramento de la ninfa Eco. "

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NOTA SOBRE EL AUTOR

Eduardo Zepeda-Henríquez (Granada, Nicaragua, 6 de marzo, 1930) es uno de los grandes poetas e intelectuales nicaragüenses a quien no se le ha reconocido en su tierra como merece, pese a ser declarado Hijo Predilecto de su ciudad natal y recibir la Medalla Pre­sidencial en julio de 1998. Reside en Madrid a raíz del terremoto de Managua en 1972. Sin embargo, sus once años de experiencia en su patria (1961-1972), como catedrático y funcionario, más su forma­ción con los jesuitas y sus inicios dentro de la llamada "Generación de 1950", determinaron su carrera literaria.

Ésta ha sido marcada por un equilibrio que articula en su lengua­je totalizador un máximo rigor mental y una deslumbrante capacidad de intuición. Entre ambos polos oscila su obra, especialmente su poe­sía iniciada con El principio del canto (1951), poema inaugurador del tono conversacional, que se intensifica en Mástiles (Santiago de Chi­le, 1952), Poema campal del prójimo (Madrid, 1956), Como llanuras (1958) y A mano alzada (dos ediciones: 1964 y 1970), Premio Inter­nacional "Juan Boscán" de Barcelona.

Durante su segunda y ya definitiva etapa española, su poesía trascendió a una madurez orgánica. En 1987 obtuvo el Premio "Angaro" de Sevilla. Y ha editado los libros En el nombre del mundo (1980), Horizonte que nunca cicatriza (1988), Mejores poemas (1988),AI aire de la vida y otras señales de tránsito (1992), Responso por el siglo vigésimo (1996), Concierto nacional de la gesta de San­dino (2000) y Amor del tiempo venidero (2001).

Como dariísta, es autor de numerosos análisis dispersos y coau­tor de Estudio de la poética de Rubén Daría (1967); como crítico, se le debe un libro capital: Linaje de la poesía nicaragüense (1996). Pero su obra modelo en el género del ensayo es su Mitología nicara­güense (1997), hoy reeditada. Zepeda-Henríquez es el único nicara­güense miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Len­gua, correspondiente de la Real Academia de la Historia en Madrid y honorario de la Academia de Geografia e Historia de Nicaragua.

Jorge Eduardo Arel/ano

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ÍNDICE DE NOMBRES CITADOS

ABELLÁN, José Luis: 14,207 ACOST A, Osear: 207 AGUILAR, Arturo: 97, 207 ALEMÁN BOLAÑOS, Gustavo: 207 ÁL V AREZ DE MIRANDA, Ángel: 207 ÁLV AREZ LEJARZA: Emilio: 85 ALTAMIRANO, Pedro: 126 ANGLERÍA, Pedro Mártir de: 78 ARCIPRESTE DE HITA: 153 ARELLANO, Jorge Eduardo: 9, 171, 179,207 ARGÜELLO, Alfonso: 94, 97, 207 A YÓN, Alfonso: 207 AYÓN, Tomás: 114,207 BALMORI, Clemente Hernando: 169 BARBUSSE, Henry: 134 BA TRES, Roland: 10, 207 BLANCO FOMBONA, Rufino: 26 BLAZQUEZ, José María: 50, 207 BELAUSTEGUIGOITIA,Ramón de: 207 BENZONI, Girolamo: 149 BOBADILLA, Francisco de: 27 BONILLA, Luis: 158,207 BONILLA Y SAN MARTÍN, Adolfo: 207 BOV ALLIUS, Carl: 31, 207 BRINTON, Daniel G.: 145 BUITRAGO MATUS, Nicolás: 45, 70,95,98,207 BUITRAGO MORALES, Fernando: 44,46,58,70,71,208 CAJINA VEGA, Mario: 149, 199 CALERO OROZCO, Adolfo: 169 CARDENAL, Ernesto: 78, 86, 92, 95, 96, 98, 167,200,204,208 CARDENAL, Salvador: 145,208 CARL YLE, Tomás: 19,208 CARO BAROJA, Julio: 10, 90 CASAS, Fray Bartolomé de las: 78, 211 CASSIRER, Ernesto: 10,23, 111, 116 CASTELLÓN, Hildebrando A.: 208

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218 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

CASTILLO, Fray BIas del: 56 CAVALCA, Domenico: 156 CHAMORRO ALFARO, Pedro Joaquín: 105,106 CHAMORRO, Diego: 103 CHAMORRO, Emiliano: 47, 106 CHAMORRO, Fruto: 104,106,165 CHAMORRO ZELAYA, Pedro Joaquín: 107,114,118,168,171,

209 CHÁVEZ ALFARO, Lizandro: 171 COLÓN, Cristóbal: 78 CONTRERAS, Hemando de: 97 COROMINAS, Joan: 208 CORONEL URTECHO, José: 45, 105, 109, 161, 165,203,209 CORTÉS, Alfonso: 79 CORTÉS, Hemán: 209 CUADRA CH., Pedro Joaquín: 82 CUADRA DOWNING, Orlando: 114,209 CUADRA, Manolo: 129 CUADRA, Pablo Antonio: 29, 31, 37,44,72, 128, 132, 140, 186,

187,189,193,200,209 CUADRA PASOS, Carlos: 86,209 DARÍO, Rubén: 22,23,30,34,35,42,45,49,60,64,67,86, 104,

132,135,155,156,159,160,166,167,173,186,189,192, 193,199,200,201,205,209

DUZEMIL, Georges: 102, 209 DÁ VILA, Pedrarias: 27, 65, 69, 91, 93, 94, 197, 199,202 ECO, Humberto: 209 ELIADE, Mircea: 10,47,90, 186,209 ELIOT, Alexander: 44, 210 ESCOBAR, Esteban: 105,210 FRAZER, James George: 21,23,210 FREUD, Sigmund: 54 GÁMEZ, José Dolores: 115 GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel: 168, 205 GIROLAMO, Benzoni: 149 GUIRAUD, Pierre: 56,57, 121,210 HEERS, Jacques: 111,211 HERNÁNDEZ DE CÓRDOBA, Francisco: 65, 95 HESÍODO: 211 HIDALGO, Juan: 147

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ÍNDICE DE NOMBRES CITADOS

HIZE: 81,83 HUIZINGA: Johan: 155 INCER, Jaime: 91,211 JESI, Furio: 10,46,53, 164,211 JUNG, Carl Gustav: 24,49,211 LACAYO SACASA, Benjamín: 104 LA ORDEN MlRACLE, Ernesto: 99,211 LARREYNAGA, Miguel: 14,211 LEÓN-PORTILLA, Miguel: 25, 175,211 LIFAR, Sergio: 145 _ LEVI-STRAUSS, Claude: 10,211 LÓPEZ DE GÓMARA, Francisco: 26, 43, 79, 81, 82, 211 LÓPEZ ESTRADA, Francisco: 157,212 LÓPEZ PORTILLO, José: 173 LOTHROPH, Samuel Kirtland: 25, 175,212 LOZOY A, Marqués de: 96 LLULL, Ramón: 66 MACAULAY, Neill: 134,212 MAETZU, Ramiro de: 15,55,212 MALINOWSKY, Bronistán: 212 MARASSO, Arturo: 154, 158 MARÍAS, Julián: 110,212 MARlNET, Jeanne: 88,212 MARTÍNEZ RlVAS, Carlos: 166,204 MEJÍA SÁNCHEZ, Ernesto: 129, 167,212 MELÉNDEZ, Carlos: 93,212 MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: 144 MENIER, Mario: 178,212 MENDOZA, Vicente T.: 144 MOLINA ARGÜELLO, Carlos: 212 MOREL DE SANTA CRUZ, Pedro Agustín: 174 MOREL, Héctor: 212 OCAMPO, Maestre Juan de: 26 ORDÓÑEZ ARGÜELLO, Alberto: 134, 178, 180, 181,212 ORTEGA ARANCIBIA, Francisco: 114, 116, 123,212 ORTEGA Y GASSET, José: 16,57,212 OVIDIO: 203,213

219

OVIEDO, Gonzalo Fernández de: 26,27,50,56,57,80,91, 149 PAC [Pablo Antonio Cuadra]: 10 P ALAFOX Y MENDOZA, Juan de: 62, 213

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220 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

P ALLAIS, Azarías H.: 204 PASOS, Joaquín: 64,65, 70, 131,200,204 PAZ,Octavio: 10 PÉREZ ESTRADA, Francisco: 213 PÉREZ, Jerónimo: 165, 177,213 PEÑA HERNÁNDEZ, Enrique: 35, 36, 37, 38, 39, 59, 60, 152, 169,

213 PLUTARCO: 19,213 PORTER, Thomas E.: 213 POULANTZAS, Nico: 109,213 RAMOS,Samuel: 10 RECLÚS, Elíseo: 187, 213 RECLÚS,Onésimo: 187,213 RICOEUR: 10 ROBLETO, Hernán: 133 ROBLETO,Octavio: 167 RODRÍGUEZ SERRANO, Felipe: 86 SACAS A, Crisanto: 105 SACASA, José: 105 SACASA, Juan Bautista: 104, 170 SÁENZ, César: 26, 173,213 SAGRERA, Martín: 14,213 SAINÉAN, Lazare: 49 SALINAS, Pedro: 157 SÁNCHEZ DRAGO, femando: 213 SANDINO, Augusto c.: 11, 12, 125, 126, 127, 128, 130, 132, 133,

134, 165,213 SANDOVAL, José León: 115 SAUSSURE, Ferdinand de: 88 SELER, Eduard: 25 SELVA, Salomón de la: 14, 24, 131, 200, 206, 214 SEVILLA SACASA, Guillermo: 104 SEQUEIRA, Diego Manuel: 167,214 SOL, Ildo: 129, 130 SOMOZA, Bemabé: 114, 115, llG, 118, 119, 120, 121, 122, 123 SOMOZA DEBAYLE, Anastasio: 104 SOMOZA DEBA YLE, Luis: 104 SOMOZA GARCÍA, Anastasio: 133,214 SQUIER, Ephraim George: 81, 120, 121, 122,214 TURBA YNE,Golier Murray: 153,214

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ÍNDICE DE OBRAS CITADAS

URTECHO, Álvaro: 9 URTECHO, Isidro: 118 USCATESCU, George: 10,214 Valdivieso, Antonio de: 96, 97 Valle, Alfonso: 38,43, 147,200,214 VALLE, Alfonso: 38,43,147,200,214 VALLE, José María: 114, 119 VALLE, Pompeyo del: 59 VILLEGAS, Juan: 214 W ALKER, William: 87, 177 WEBER, Max: 101, 102,214 YEA TS, William Butler: 215 YCAZA TIGERINO, Julio: 169,203,213,214 ZAP ATA, Fray Nemesio de la Concepción: 26, 27 ZEPEDA-HENRÍQUEZ, Eduardo: 9, 10, 11, 125 ZIELINSKY, Th.: 215

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ÍNDICE DE OBRAS CITADAS

Alabanza de Honduras: 59 Autobiografía: 119 Bernabé Somoza: 117 Biografía del general Pedro Joaquín Chamorro: 105 Cantos de vida y esperanza: 167, 197, 203 Claves para la mitología: 88 Catálogo provisional del patrimonio histórico-artístico de Nicara-

gua: 99 Claves para la mitología: 88 Constituciones de Nicaragua: 85 Críticas a la Atlántida: 174 De tierra yagua: 186 Diccionario del habla nicaragüense: 43, 202 Diccionario de símbolos y mitos: 168, 213 Diccionario de autoridades: 213 Don Quijote, don Juan y la Celestina: 15 El clan familiar en la Edad Media: 111 El cultivo de la tierra y los ritos agrícolas en las islas Trobriand: 193 El estrecho dudoso: 92,95,98,99 El mito de la metáfora: 153 El mundo de los aztecas: 176,213 El nicaragüense: 37, 201, 202, 204 Enigma y esfínge: 167 Ensalmos y conjuros: 167 El pez y la serpiente: 168 Este que habla: 203 Estructuras del poder: 101 Folklore de Nicaragua: 35,213 Filosofía de las formas simbólicas: 126 Fruto Chamorro: 114 Hernández de Córdoba, Capitán de conquista de Nicaragua: 93 Historia crítica del pensamiento español: 14 Historia de las Indias: 77 Historia del cavallero Cifar: 92, 188 Historia de León Viejo: 94, 207 Historia general de las Indias: 79

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ÍNDICE DE OBRAS CITADAS

Historia general de los hechos de los castellanos: 80 Historia general y natural de las Indias: 80, 149 Ilustrefamilia: 14,200 Imagen y mito: 50 Interpretación de los sueños: 155 Imágenes y símbolos: 186 La ciencia de la semiótica: 77 La danza en el mito y en la historia: 159 La estructura social: 110 La intervención: 86 La interpretación de los sueños: 83, 155 La leyenda dorada de los dioses y de los héroes: 178 La metamorfosis: 87, 203 La mitología primitiva: 68 La rama dorada: 22 La reincorporación de la Mosquitia: 82 Las clases sociales en el capitalismo actual: 109 La semiología: 121 La vida en mí: 203 León, la sombra de Pedrarias: 46, 95, 98 Meditaciones del Quijote: 16 Memoria sobre elfuego de los volcanes: 14

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Memorias para la historia de la Revolución de Nicaragua y de la Guerra Nacional: 165, 177

Metamorfosis: 87 Mito: 153 Mitología general: 67 Mitología griega: 213 Mitología nicaragüense: 9 Mito y cultura: 207 Mito y epopeya: 102 Mito y realidad: 47, 47-48 Mitos y sociedad: 14 Nicaragua canta en mí: 203 Nicaragua. Cuarenta años de historia ... : 117 Novísima geografía universal: 187,213 Nueva poesía nicaragüense: 167 Oráculo sobre Managua: 167 Panorama de la literatura nicaragüense: 171, 179,207 Pasadas: 44,58, 70

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Pensamiento jurídico en la historia de los Estados Unidos: 85 Poemas eleusinos: 167 Poemas nicaragüenses: 198 Popol Vuh: 176 Pottery of Costa Rica and Nicaragua: 25 Quetzalcóatl en Centroamérica: 25, 173 Reflexiones sobre la historia de Nicaragua: 105,203 Refranero zoológico popular: 213 Religión de los nicaraos: 26, 175 Reseña histórica de la diócesis de Nicaragua: 96 Ritos y mitos equívocos: 90 Romancero gitano: 198 Rubén Darío criollo: 167 Rubén Darío y la Edad Media: 213 Rubén Darío y su creación poética: 154 Sangre en el trópico: 169 Símbolos de transformación: 22 Sociología de la política latinoamericana: 203 Teogonía: 203 Terrestre y celeste: 168 Vida del segoviano Rodrigo de Contreras: 96 Vidas paralelas: 19 Virtudes del indio: 213 Vocabulario latino: 147 Yo conocía algo hace tiempo: 203

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Secretario !. A GHN,