Mitologías. LITERATURA. LINGUISTICA

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LITERATURA LINGUISTICA roland barthes 2003

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biblioteca clásica de siglo veintiuno

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Traducción de Héctor Schmucler

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roland barthesmitologías

edición revisada y corregida

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Barthes, RolandMitologías- 2a ed. - Buenos Aires : Siglo XXI Editores Argentina,2008 // 256 p. ; 21x14 cm. (Biblioteca Clásica de Siglo XXI)

Traducido por: Schmucler, Héctor

ISBN 978-987-629-048-7

1. Ensayo Francés. I. Schmucler, Héctor, trad. II. Títulocdd 844

Título original: Mythologies© 1957, Éditions du Seuil© 1980, Siglo xxi Editores, S. A. de C. V.© 2003, Siglo XXI Editores Argentina S. A.

Diseño de interior: tholön kunst

1º edición argentina: 20032º edición argentina, revisada: 2008ISBN 978-987-629-048-7

Impreso en Grafinor // Lamadrid 1576, Villa Ballesteren el mes de agosto de 2008.

Hecho el depósito que marca la ley 11.723Impreso en Argentina // Made in Argentina

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Índice

Prefacio a la edición de 1970 11Prefacio a la primera edición 13

1. Mitologías 15El mundo del catch 17El actor de d’Harcourt 28Los romanos en el cine 32El escritor en vacaciones 35El crucero de la sangre azul 38Crítica muda y ciega 40Sapónidos y detergentes 42El pobre y el proletario 44Marcianos 46La operación Astra 48Conyugales 50Dominici o el triunfo de la literatura 54Iconografía del abate Pierre 57Novelas y niños 60Juguetes 62París no se ha inundado 64Bichín entre los negros 68Un obrero simpático 71El rostro de la Garbo 73Poder y desenvoltura 75

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El vino y la leche 77El bistec y las papas fritas 81Nautilus y el barco ebrio 83Publicidad de la profundidad 86Algunas palabras del señor Poujade 88Adamov y el lenguaje 91El cerebro de Einstein 95El hombre-jet 97Racine es Racine 100Billy Graham en el Velódromo de Invierno 102El proceso Dupriez 106Fotos-impactos 108Dos mitos del joven teatro 111El Tour de Francia como epopeya 114La Guía Azul 125La que ve claro 129Cocina ornamental 132El crucero del Batory 134El usuario y la huelga 138Gramática africana 141La crítica ni-ni 149Strip-tease 151El nuevo Citroën 155La literatura a la manera de Minou Drouet 158Fotogenia electoral 166Continente perdido 168Astrología 171El arte vocal burgués 174El plástico 176La gran familia de los hombres 178En el music-hall 182La Dama de las Camelias 185Poujade y los intelectuales 187

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II. El mito, hoy 197El mito es un habla 199El mito como sistema semiológico 201La forma y el concepto 208La significación 213Lectura y desciframiento del mito 221El mito como lenguaje robado 225La burguesía como sociedad anónima 232El mito es un habla despolitizada 237El mito, en la izquierda 241El mito, en la derecha 245Necesidad y límites de la mitología 253

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Prefacio a la edición de 1970

Los textos de Mitologías fueron escritos entre 1954 y1956; el libro apareció en 1957.

Aquí se podrán encontrar dos decisiones: por una parte unacrítica ideológica dirigida al lenguaje de la llamada cultura demasa; por otra, un primer desmontaje semiológico de ese len-guaje. Acababa de leer a Saussure y, a partir de él, tuve la convic-ción de que si se consideraban las “representaciones colectivas”como sistemas de signos, podríamos alentar la esperanza de salirde la denuncia piadosa y dar cuenta en detalle de la mistificaciónque transforma la cultura pequeñoburguesa en naturaleza uni-versal.

Los dos gestos que se sitúan en el origen de este libro —evi-dentemente— ya no podrían trazarse de la misma manera en laactualidad (por esa razón renuncio a corregirlo). No es quehaya desaparecido la materia, sino que la crítica ideológica se hasutilizado o, al menos, requiere de sutilezas, al mismo tiempoque resurge brutalmente la exigencia de su utilización (mayo de1968); y el análisis semiológico, inaugurado, al menos en lo queme concierne, por el texto final de Mitologías, se ha desarrolla-do, precisado, complicado, dividido; se ha transformado en unlugar teórico donde puede desarrollarse en este siglo y en nues-tro Occidente, cierta liberación del significante. Yo no podríapor lo tanto, en su forma pasada (aquí presente), escribir nue-vas mitologías.

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Sin embargo, lo que permanece, además del enemigo capital(la Norma burguesa), es la necesaria conjunción de estos dosgestos: ni denuncia sin su instrumento fino de análisis, ni semio-logía que no se asuma, finalmente, como una semioclastia.

R.B.Febrero de 1970

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Prefacio a la primera edición

Estos textos fueron escritos mensualmente duranteunos dos años, de 1954 a 1956, al calor de la actualidad. Yo inten-taba entonces reflexionar regularmente sobre algunos mitos dela vida cotidiana francesa. El material de esa reflexión podía sermuy variado (un artículo de prensa, una fotografía de semana-rio, un filme, un espectáculo, una exposición) y el tema absolu-tamente arbitrario: se trataba indudablemente de mi propia ac-tualidad.

El punto de partida de esa reflexión era, con frecuencia, unsentimiento de impaciencia ante lo “natural” con que la prensa,el arte, el sentido común, encubren permanentemente una rea-lidad que no por ser la que vivimos deja de ser absolutamentehistórica: en una palabra, sufría al ver confundidas constante-mente naturaleza e historia en el relato de nuestra actualidad yquería poner de manifiesto el abuso ideológico que, en mi sen-tir, se encuentra oculto en la exposición decorativa de lo evidente-por-sí-mismo.

Desde el principio me pareció que la noción de mito da cuen-ta de esas falsas evidencias. En ese momento yo entendía la pala-bra en un sentido tradicional; pero ya estaba persuadido de algode lo que he intentado después extraer todas sus consecuencias:el mito es un lenguaje. Así, al ocuparme de hechos aparente-mente alejados de toda literatura (un combate de catch, un pla-to de cocina, una exposición de plástica), no pensaba salir de lasemiología general de nuestro mundo burgués, cuya vertiente li-

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teraria había abordado en ensayos precedentes. Sin embargo,sólo después de haber explorado cierto número de hechos deactualidad, he intentado definir de manera metódica el mitocontemporáneo; texto que he colocado al final de este volumenpuesto que no hace otra cosa que sistematizar los materiales an-teriores.

Escritos mes a mes, estos ensayos no aspiran a un desarrolloorgánico: su nexo es de insistencia, de repetición. Aunque no sési las cosas repetidas gustan —como dice el proverbio—, creoque, por lo menos, significan. Y lo que he buscado en todo estoson significaciones. ¿Son mis significaciones? Dicho de otra ma-nera, ¿existe una mitología del mitólogo? Sin duda, y el lectorverá claramente cuál es mi apuesta. Pero, en realidad, no creoque el problema se plantee exactamente de esta manera. La“desmitificación”, para emplear todavía una palabra que co-mienza a gastarse, no es una operación olímpica. Quiero decirque no puedo plegarme a la creencia tradicional que postula undivorcio entre la naturaleza de la objetividad del sabio y la subje-tividad del escritor, como si uno estuviera dotado de “libertad” yel otro de “vocación”, ambas adecuadas para escamotear o parasublimar los límites reales de su situación; reivindico vivir plena-mente la contradicción de mi tiempo, que puede hacer de unsarcasmo la condición de la verdad.

R. B.

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I. MITOLOGÍAS

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EL MUNDO DEL CATCH

...La verdad enfática del gesto en las grandes

circunstancias de la vida.

Baudelaire

La virtud del catch consiste en ser un espectáculo exce-sivo. En él encontramos un énfasis semejante al que tenían, se-guramente, los teatros antiguos. Además, el catch es un espectá-culo al aire libre, pues lo que constituye lo esencial del circo o dela arena no es el cielo (valor romántico reservado a las fiestasmundanas), sino el carácter compacto y vertical de la superficieluminosa; desde el fondo de las salas parisienses más turbias, elcatch participa de la naturaleza de los grandes espectáculos sola-res, teatro griego y corrida de toros: aquí y allá, una luz sin som-bra elabora una emoción sin repliegue.

Hay personas que creen que el catch es un deporte innoble.El catch no es un deporte, es un espectáculo; y no es más inno-ble asistir a una representación del dolor en el catch, que a lossufrimientos de Arnolfo o de Andrómaca. Por supuesto existeun falso catch que se representa costosamente con las aparien-cias inútiles de un deporte regular; esto no ofrece ningún inte-rés. El auténtico catch, llamado impropiamente catch de aficio-nados, se representa en salas de segunda categoría donde el

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público espontáneamente se pone de acuerdo con la naturalezaespectacular del combate, como el público de un cine de barrio.Aquellas personas se indignan porque el catch es un deporte fal-seado (cosa que, por otra parte, debería liberarlo de su ignomi-nia). Al público no le importa para nada saber si el combate esfalseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del es-pectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo queimporta no es lo que cree, sino lo que ve.

Ese público sabe distinguir muy bien el catch del boxeo; sabeque el boxeo es un deporte jansenista, fundado en la demostra-ción de una superioridad; se puede apostar por el resultado deun combate de boxeo; en el catch, no tendría ningún sentido. Elcombate de boxeo es una historia que se construye ante los ojosdel espectador: en el catch, por el contrario, lo inteligible escada momento y no la continuidad. El espectador no se interesapor el ascenso hacia el triunfo; espera la imagen momentánea dedeterminadas pasiones. El catch exige, pues, una lectura inme-diata de sentidos yuxtapuestos, sin que sea necesario vincularlos.El proceso racional del combate no interesa al aficionado delcatch; por el contrario, el boxeo siempre implica una ciencia delfuturo. Dicho de otra manera, el catch es una suma de espec-táculos, ninguno de los cuales está en función del otro: cada mo-mento impone el conocimiento total de una pasión que surge di-recta y sola, sin extenderse nunca hacia el coronamiento de unresultado.

La función del luchador de catch no consiste en ganar, sino,en realizar exactamente los gestos que se espera de él. Se diceque el judo contiene una parte secreta de simbolismo; aun den-tro de la eficiencia, se trata de gestos retenidos, precisos perocortos, dibujados con justeza pero con trazo sin volumen. Elcatch, por el contrario, propone gestos excesivos, explotadoshasta el paroxismo de su significación. En el judo, un hombreque cae trata de no permanecer en tierra, nada sobre sí mismo,se sustrae, evita la derrota o, si es evidente, sale inmediatamente

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del juego; en el catch, si un hombre cae se queda exageradamen-te ahí, llena hasta el extremo la vista de los espectadores con elespectáculo intolerable de su impotencia.

Esta función enfática es igual a la del teatro antiguo, en el cualla fuerza, la lengua y los accesorios (máscaras y coturnos) concu-rrían a la explicación exageradamente visible de una Necesidad.El gesto del luchador de catch vencido, al significar al mundouna derrota, que lejos de disimular, acentúa y sostiene a la manerade un calderón, corresponde a la máscara antigua encargada designificar el tono trágico del espectáculo. En el catch, como enlos antiguos teatros, no se tiene vergüenza del propio dolor, sesabe llorar, se tiene gusto por las lágrimas.

Cada signo del catch está dotado de una claridad total, ya quees necesario comprender todo sobre la marcha. No bien los ad-versarios están sobre el ring, el público es ganado por la eviden-cia de los papeles. Como en el teatro, cada tipo físico expresahasta el exceso el lugar asignado al combatiente. Thauvin, cin-cuentón, obeso y desvencijado, cuyo horrible aspecto asexuadosiempre inspira sobrenombres femeninos, ostenta en su carno-sidad los caracteres de lo innoble, pues su papel consiste enrepresentar lo que, en el concepto clásico del canalla (concep-to-clave de todo combate de catch), se presenta como orgánica-mente repugnante. La náusea inspirada en forma voluntariapor Thauvin va muy lejos dentro del orden de los signos: nosólo se sirve de la fealdad para significar la bajeza, sino que esafealdad está concentrada en una cualidad particularmente re-pulsiva de la materia: el agobio desvaído de una carne muerta(el público llama a Thauvin “el bofe”), de modo que la conde-na apasionada de la multitud no se desprende del juicio, sinoque se eleva de la zona más profunda de su sentimiento. Uno seimpregnará, frenéticamente, con una imagen posterior deThauvin totalmente acorde a su presencia física inicial: sus ac-tos responderán muy bien a la viscosidad esencial de su perso-naje.

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El cuerpo del luchador, pues, es la primera clave del combate.Desde el principio sé que todos los actos de Thauvin, sus tradi-ciones, sus crueldades y sus cobardías, no decepcionarán la pri-mera imagen que él ofrece de lo innoble; puedo confiar en quellevará a cabo inteligentemente y al máximo todos los gestos decierta bajeza informe y que de esta manera ofrecerá sin retaceosla imagen más repugnante de villano: el canalla insaciable. Losluchadores de catch tienen un físico tan concluyente como lospersonajes de la Comedia italiana, que pregonan de antemano,con su traje y sus actitudes, el contenido futuro de su papel. De lamisma manera que Pantalón nunca puede ser más que un cor-nudo ridículo, Arlequín un criado astuto y el Doctor un pedanteimbécil, Thauvin siempre será el traidor innoble, Reinières (ru-bio grande de cuerpo muelle y cabellos ensortijados), la imagenturbadora de la pasividad, Mazaud (gallito arrogante), la de la fa-tuidad grotesca y Orsano (petimetre afeminado que aparecedesde el primer instante con una bata azul y rosa), la doblemen-te picante de una puerca vengativa (porque no creo que el públi-co del Eliseo-Montmartre, siguiendo a Littré, tome la palabra ensu posibilidad masculina).*

El físico de los luchadores de catch, por lo tanto, instituye unsigno de base que contiene en germen todo el combate. Pero esegermen prolifera porque a cada momento del combate, en cadasituación nueva, el cuerpo del luchador lanza al público el diver-timiento maravilloso de un humor que, con toda naturalidad, seune al gesto. Las diferentes líneas de significación se esclarecenunas a otras y forman el más inteligible de los espectáculos. Elcatch es como una escritura diacrítica: por encima de la signifi-cación fundamental de su cuerpo, el luchador de catch disponede explicaciones episódicas pero siempre oportunas, que ayu-

* Se trata del término francés salope que algunos diccionarios dancomo femenino pero que el Littré lo admite en masculino. [T.]

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dan permanentemente a la lectura del combate por medio degestos, actitudes y mímicas, que llevan la intención al máximo deevidencia. A veces el luchador triunfa y muestra un rictus inno-ble mientras tiene al buen deportista bajo sus rodillas; otras, diri-ge a la multitud una sonrisa de suficiencia, anunciadora de lapróxima venganza; en algunas ocasiones, caído, descarga consus brazos fuertes golpes sobre el suelo para significar a todos lanaturaleza intolerable de su situación; en otras, por fin, arma unconjunto complicado de signos destinados a hacer comprenderque él encarna con legítimo derecho la imagen siempre diverti-da del personaje de mal genio que sin cesar inventa situacionesen torno a su descontento.

Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde losmatices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldadrefinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente,el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlostriunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, aesta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo queel público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma.Nadie le pide al catch más verdad que al teatro. En uno y en otrolo que se espera es la mostración inteligible de situaciones mora-les que normalmente se mantienen secretas. Este vaciamientode la interioridad en provecho de sus signos exteriores, este ago-tamiento del contenido por la forma, es el principio mismo delarte clásico triunfante. El catch es una pantomima inmediata, in-finitamente más eficaz que la pantomima teatral, pues el gestodel luchador de catch no precisa de ninguna imaginación, deningún decorado, de ninguna transferencia —dicho en una pa-labra— para parecer auténtico.

Cada momento del catch es, pues, como un álgebra que deve-la, instantáneamente, la conexión de una causa con su efectomanifiesto. Por cierto, entre los aficionados al catch existe unasuerte de placer intelectual en ver funcionar tan perfectamentela mecánica moral: ciertos luchadores, grandes comediantes, di-

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vierten igual que un personaje de Molière, porque logran impo-ner una lectura inmediata de su interioridad: un luchador de ca-rácter arrogante y ridículo (de la misma manera que se dice queHarpagón es un carácter), Armand siempre alegra a la sala conel rigor matemático de sus transcripciones cuando lleva el dibujode sus gestos al extremo de su significación y cuando da a sucombate el arrebato y la precisión de una gran disputa escolásti-ca, en la que está en juego, a la vez, el triunfo del orgullo y la in-quietud formal por la verdad.

Lo que se libra al público es el gran espectáculo del dolor, dela derrota y de la justicia. El catch presenta el dolor del hombrecon la amplificación de las máscaras trágicas: el luchador quesufre bajo el efecto de una toma considerada cruel (un brazotorcido, una pierna acuñada) ofrece la imagen desbordada delsufrimiento; como una Pietà primitiva, se deja mirar el rostroexageradamente deformado por una aflicción intolerable. Escomprensible que en el catch el pudor esté desplazado, pues esun sentimiento contrario a la ostentación voluntaria del espec-táculo, a esa exposición del dolor que es la finalidad misma delcombate. Todos los actos generadores de sufrimiento son parti-cularmente espectaculares, como el gesto de un prestidigitadorque muestra bien en alto sus cartas. No se comprendería un do-lor que apareciera sin causa inteligible; un gesto secreto marca-damente cruel transgrediría las leyes no escritas del catch y notendría ninguna eficacia sociológica, como un gesto loco o pa-rásito. Por el contrario, el sufrimiento aparece infligido con am-plitud y convicción, pues hace falta que todo el mundo no sóloverifique que el hombre sufre, sino también, y sobre todo, quecomprenda por qué sufre. Lo que los luchadores de catch lla-man una toma, es decir una figura cualquiera que permita in-movilizar indefinidamente al adversario y mantenerlo a su mer-ced, tiene por función, precisamente, preparar de maneraconvencional, y por lo tanto inteligible, el espectáculo del sufri-miento, instalar metódicamente las condiciones del sufrimien-

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to: la inercia del vencido permite al vencedor (momentáneo)establecerse en su crueldad y trasmitir al público esa pereza ate-rradora del torturador seguro de los gestos que seguirán: hacerhociquear brutalmente a un adversario impotente o lastimar sucolumna vertebral con golpes potentes y regulares, mostrar, almenos, la apariencia visual de estos gestos. El catch es el únicodeporte que ofrece una imagen tan exterior de la tortura. Peroaun en estas circunstancias, lo que está en el campo de juego essólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real delcombatiente, se complace en la perfección de una iconografía.El catch no es un espectáculo sádico: es, solamente, un espec-táculo inteligible.

Hay otra figura más espectacular aún que la toma: la mango-nada, esa gran cachetada con el antebrazo, ese puñetazo larvadocon que se deshace el pecho del adversario, en medio de un rui-do fláccido y del agobio exagerado del cuerpo vencido. En lamangonada, la catástrofe llega a su máxima evidencia, a tal pun-to que el gesto no aparece más que como un símbolo; se ha idodemasiado lejos, se han trasgredido las reglas morales del catch,donde todo signo debe resultar absolutamente claro, pero nodebe transparentar su intención de claridad; entonces el públicogrita “¡Tongo!”, no porque deplore la ausencia de un sufrimien-to real, sino porque condena el artificio: como en el teatro, sepuede salir del juego tanto por exceso de sinceridad como porexceso de afectación.

Ya hemos dicho todo lo que los luchadores de catch aprovechande un estilo físico, compuesto y explotado para desarrollar antelos ojos del público la imagen total de la derrota. La molicie delos grandes cuerpos blancos que se desmoronan de golpe o sedesploman entre las cuerdas dando brazadas, la inercia de los lu-chadores macizos devueltos lastimosamente por todas las super-ficies elásticas del ring, nada puede significar más clara y apasio-nadamente el abatimiento ejemplar del vencido. Sin posibilidad

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de reaccionar, la carne del luchador no es más que una masa in-munda desparramada por tierra y que provoca cualquier encar-nizamiento y todas las burlas, se produce un paroxismo de signi-ficación a la antigua, que recuerda el alarde de intenciones delos triunfos latinos. En otras ocasiones, también es una figura an-tigua la que surge del acoplamiento de los luchadores: la del su-plicante, del hombre rendido incondicionalmente, quebrado,de rodillas, los brazos alzados por encima de la cabeza y lenta-mente abatido por la tensión vertical del vencedor. En el catch,al revés del judo, la derrota no es un signo convencional que seabandona apenas adquirido; no es un resultado, sino, por locontrario, algo que permanece, que se expone; retoma los anti-guos mitos del sufrimiento y de la humillación públicas: la cruz yla picota. El luchador de catch está como crucificado a plena luz,a los ojos de todos. Escuché decir de un luchador extendido enla lona: “Está muerto en cruz, el pequeño Jesús, allí”, y esta ex-presión irónica descubría las raíces profundas de un espectáculoque lleva a cabo los gestos de las purificaciones más antiguas.

Pero el catch se ocupa, fundamentalmente, de escenificar unconcepto puramente moral: la justicia. En el catch es esencial laidea de “saldar cuentas”; el “Hazlo sufrir” de la multitud signifi-ca, ante todo, “Haz que las pague”. Se trata, por supuesto, de unajusticia inmanente. Cuanto más baja es la acción del “canalla”,más se alegra el público por el golpe que se aplica con justicia: siel traidor —un cobarde naturalmente— se refugia detrás de lascuerdas y subraya su falta con una mímica descarada, es despia-dadamente atrapado allí mismo y la multitud celebra al ver la re-gla violada en provecho de un castigo merecido. Los luchadoresde catch saben muy bien halagar el poder de indignación del pú-blico proponiéndole el límite del concepto de justicia, esa zonaextrema del enfrentamiento donde basta con salirse apenas de laregla para abrir las puertas de un mundo desenfrenado. Para unaficionado al catch, nada es más hermoso que el furor vengativode un combatiente traicionado que se lanza con pasión, no so-

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bre un adversario feliz sino sobre la imagen viva de la deslealtad.Naturalmente, lo que importa es el movimiento de la justicia,más que su contenido: el catch es, sobre todo, una serie cuantita-tiva de compensaciones (ojo por ojo, diente por diente). Esto ex-plica que los vuelcos de situaciones posean, a los ojos de losamantes del catch, una suerte de belleza moral: los cambiosbruscos son gozados como un acertado episodio novelesco ycuanto mayor es el contraste entre el éxito de un golpe y el cam-bio de la suerte, la caída de la fortuna de un combatiente estámás próxima y el minidrama es juzgado más satisfactoriamente.La justicia es el cuerpo de una transgresión posible; porque exis-te una ley, adquiere todo su valor el espectáculo de las pasionesque la desbordan.

Se comprende entonces por qué de cada cinco combates decatch, no más de uno es formal. En este caso, es preciso insistir,la formalidad es una manera o un género, como en el teatro: laregla no constituye de ningún modo una constricción real, sinola apariencia convencional de la formalidad. En la práctica uncombate formal es sólo un combate exageradamente cortés: loscombatientes ponen dedicación y no furia al enfrentarse, sabencontrolar sus pasiones, no se encarnizan con el vencido, cesande combatir no bien se les ordena y se saludan al rematar un epi-sodio particularmente arduo durante el cual, sin embargo, nodejaron de ser leales entre sí. Por supuesto, todas esas accionescorteses son señaladas al público con los gestos más convencio-nales de la lealtad: apretarse la mano, alzar los brazos, alejarse os-tensiblemente de una toma estéril que empañaría la perfeccióndel combate.

A la inversa, la deslealtad se muestra por sus signos excesivos:dar un violento puntapié al vencido, refugiarse detrás de lascuerdas invocando ostensiblemente un derecho puramente for-mal, rehusar apretar la mano a su contrincante antes y despuésdel combate, aprovechar la pausa oficial para volverse a traicióncontra la espalda del adversario, darle un golpe prohibido fuera

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de la mirada del árbitro (golpe que, evidentemente, tiene valor yutilidad porque la mitad de la sala lo puede ver e indignarse).Siendo el mal el clima natural del catch, el combate formal ad-quiere valor de excepción; el usuario se asombra y lo saluda alpasar como un retorno anacrónico y un poco sentimental a latradición deportiva (“¡qué sorprendentemente formales queson!”); de repente se siente conmovido ante la bondad generaldel mundo, pero se moriría de aburrimiento y de indiferencia silos luchadores no retornasen rápidamente a la orgía de los ma-los sentimientos, los únicos que constituyen al buen catch.

Extrapolado, el catch formal sólo podría conducir al boxeo oal judo; el catch verdadero, en cambio, sustenta su originalidaden todos los excesos que lo hacen un espectáculo y no un depor-te. El final de un combate de boxeo o de un encuentro de judoes seco como la conclusión de una demostración. El ritmo delcatch resulta totalmente diferente, pues su sentido natural es elde la amplificación retórica: el énfasis de las pasiones, la renova-ción de los paroxismos, la exasperación de las réplicas, no pue-den desembocar normalmente sino en la más barroca de lasconfusiones. Algunos combates, y de los más logrados, se coro-nan con un batifondo final, suerte de batahola desenfrenadadonde reglamentos, leyes del género, censura arbitral y límitesdel ring son abolidos, arrebatados en un desorden triunfanteque desborda la sala y arrastra en la confusión a los luchadores, alos segundos, al árbitro y a los espectadores.

Ya se ha señalado que en los Estados Unidos el catch representauna suerte de combate mitológico entre el bien y el mal (de na-turaleza parapolítica, dado que el mal luchador siempre se con-sidera que es un rojo). El catch engloba una heroización total-mente distinta, de orden ético y no político. Lo que busca elpúblico aquí es la construcción progresiva de una imagen emi-nentemente moral: la del canalla perfecto. Se va al catch paraasistir a las aventuras renovadas de una gran primera figura, per-

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sonaje único, permanente y multiforme como Guignol o Scapin,creador de imágenes inesperadas y a la vez, siempre fiel a su pa-pel. El canalla se muestra como un carácter de Molière o un re-trato de La Bruyère, es decir como una entidad clásica, comouna esencia, cuyos actos no son sino epifenómenos significativosdispuestos dentro del tiempo. Este carácter estilizado no perte-nece a ninguna nación ni a ningún partido, y si el luchador sellama Kuzchenko (apodado Bigote a causa de Stalin), Yerpazian,Gaspardi, Jo Vignola o Nollières, el usuario no le supone otra pa-tria que la de la “formalidad”.

¿Qué es, entonces, un canalla para ese público compuesto enparte, pareciera, de informales? Esencialmente un inestable quesólo admite las reglas cuando le son útiles y transgrede la conti-nuidad formal de las actitudes. Es un hombre imprevisible, porlo tanto asocial. Se refugia detrás de la ley cuando juzga que le espropicia y la traiciona cuando le es útil hacerlo; unas veces niegael límite formal del ring y continúa golpeando a un adversarioprotegido legalmente por las cuerdas, otras restablece ese límitey reclama la protección de lo que un instante antes no respetaba.Esta inconsecuencia, mucho más que la traición o la crueldad,pone al público fuera de sí: lastimado en su lógica más que en sumoral, considera la contradicción de los argumentos como lamás innoble de las faltas. El golpe prohibido se transforma enirregular cuando destruye un equilibrio cuantitativo y perturbala cuenta rigurosa de las compensaciones; lo que el público con-dena no es la transgresión de pálidas reglas oficiales, sino la faltade venganza, la falta de penalidad. Por eso, nada más excitantepara la multitud que el puntapié enfático dado a un canalla ven-cido; la alegría de castigar llega a la culminación cuando se apo-ya sobre una justificación matemática; el desprecio, entonces, notiene freno: ya no se trata de un “cochino” sino de “una puerca”,gesto oral de la última degradación.

Una finalidad tan precisa exige que el catch sea ni más ni me-nos lo que el público espera de él. Los luchadores, hombres de

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gran experiencia, saben dirigir perfectamente los episodios es-pontáneos del combate hacia la imagen que el público se formade los grandes temas maravillosos de su mitología. Un luchadorpuede irritar o disgustar, pero jamás decepciona, pues siemprerealiza hasta el final, por una consolidación progresiva de los sig-nos, lo que el público espera de él. En el catch nada existe si noes totalmente, no hay ningún símbolo, ninguna alusión, todo seofrece exhaustivamente; sin dejar nada en la sombra, el gesto eli-mina todos los sentidos parásitos y presenta ceremonialmente alpúblico una significación pura y plena, redonda, a la manera deuna naturaleza. Este énfasis es, justamente, la imagen popular yancestral de la inteligibilidad perfecta de lo real. El catch, pues,simula un conocimiento ideal de las cosas, la euforia de los hom-bres, elevados por un tiempo fuera de la ambigüedad de las si-tuaciones cotidianas e instalados en la visión panorámica de unanaturaleza unívoca, donde los signos, al fin, corresponderían alas causas, sin obstáculo, sin fuga y sin contradicción.

Cuando el héroe o el canalla del drama, el hombre que habíasido visto unos minutos antes poseído por un furor moral, agi-gantado hasta la talla de un signo metafísico, deja la sala decatch, impasible, anónimo, con una valijita en la mano y su mu-jer del brazo, nadie puede dudar de que el catch posee el poderde trasmutación propio del espectáculo y el culto. Sobre el ring yen el fondo de su ignominia voluntaria, los luchadores de catchsiguen siendo dioses, porque son, durante algunos instantes, lallave que abre la naturaleza, el gesto puro que separa al bien delmal y revela la figura de una justicia finalmente inteligible.

EL ACTOR DE D’HARCOURT

En Francia no se es actor si uno no ha sido fotografiado por losStudios d’Harcourt. El actor de d’Harcourt es un dios; nuncahace nada: se lo capta en descanso.

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Un eufemismo, tomado del lenguaje mundano, justifica esapostura: se supone al actor “en su vida ciudadana”. Claro que setrata de una ciudad ideal, esa ciudad de los comediantes dondesólo existen fiestas y amores, mientras que en la escena todo estrabajo, generoso y sacrificado. El cambio debe causar la másgrande sorpresa; debemos sobrecogernos de turbación al descu-brir suspendida en las escaleras del teatro, como una esfinge a laentrada del santuario, la imagen olímpica de un actor que ha de-jado la piel del monstruo agitado, demasiado humano y que re-encuentra por fin su esencia intemporal. Aquí el actor se desqui-ta: obligado, por su función sacerdotal, a representar a veces lavejez y la fealdad, en todo caso la desposesión de sí mismo, se lehace reencontrar un rostro ideal, limpiado (como en la tintore-ría) de las suciedades de la profesión. El paso de la “escena” a lo“ciudadano”, no implica que el actor de d’Harcourt abandone el“sueño” por la “realidad”. Es la contracara; en escena, bien cons-truido, óseo, carnal, de piel espesa bajo el afeite; en la ciudad,llano, sin aristas, el rostro pulido por la virtud, aireado por la dul-ce luz del estudio de d’Harcourt. En la escena, a veces viejo, o almenos mostrando una edad; en la ciudad, eternamente joven,detenido para siempre en la cima de la belleza. En la escena, trai-cionado por la materialidad de una voz demasiado musculosacomo las pantorrillas de una bailarina; en la ciudad, idealmentesilencioso, es decir misterioso, impregnado del secreto profundoque se supone en toda belleza que no habla. En la escena, por úl-timo, empeñado forzosamente en gestos triviales o heroicos,siempre eficaces; en la ciudad, reducido a un rostro depuradode todo movimiento.

Ese rostro puro se vuelve totalmente inútil —es decir lujoso—por el ángulo aberrante de la toma, como si el aparato de d’Har-court, autorizado por especial privilegio a captar esa belleza noterrestre, debiera ubicarse dentro de las zonas más improbablesde un espacio enrarecido; y como si ese rostro que flota entre elsuelo grosero del teatro y el cielo resplandeciente de la “ciudad”,

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sólo pudiese ser sorprendido, sustraído apenas un instante a suintemporalidad natural, para luego ser abandonado devotamen-te a su carrera solitaria y regia; ya sumergido maternalmente enla tierra que se aleja, ya elevado, estático, el rostro del actor pare-ce encontrar su morada celeste en una ascensión sin prisa y sinesfuerzos, al contrario de la humanidad espectadora que, porpertenecer a una clase zoológica diferente y sólo apta para elmovimiento por medio de las piernas (y no por medio del ros-tro), debe regresar caminando a su departamento. (Alguna vezsería necesario intentar un psicoanálisis histórico de las icono-grafías truncadas. Es posible que caminar sea mitológicamenteel gesto más trivial y por lo tanto el más humano. Todo ensueño,toda imagen ideal, toda promoción social, suprime en primer lu-gar las piernas; ya sea a través del retrato o del automóvil.)

Reducidas a un rostro, a hombros, a cabellos, las actrices tes-timonian la virtuosa irrealidad de su sexo de manera que en laintimidad son manifiestamente ángeles, después de haber sidoen escena amantes, madres, rameras y doncellas. Los hombres—con excepción de los galanes jóvenes que más bien pertene-cen al género angélico puesto que su rostro, como el de las mu-jeres, permanece en posición de evanescencia— pregonan suvirilidad mediante algún atributo ciudadano: una pipa, un pe-rro, anteojos, una chimenea con repisa; objetos triviales peronecesarios para expresar la masculinidad, audacia sólo permiti-da a los varones y a través de la cual el actor, en su vida cotidia-na y a la manera de los dioses y de los reyes alegres por el vino,manifiesta no temer ser, en ocasiones, un hombre como los de-más, poseedor de placeres (la pipa), de aficiones (el perro), deafecciones (los anteojos) e incluso de domicilio terrestre (lachimenea).

La iconografía de d’Harcourt sublima la materialidad del ac-tor y continúa una “escena” necesariamente trivial, puesto quefunciona en una “ciudad” inerte y por consiguiente ideal. Situa-ción paradójica: aquí la realidad es la escena; la ciudad es mito,

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ensueño, maravilla. El actor, liberado de la envoltura demasiadoencarnada del oficio, reencuentra su esencia ritual de héroe, dearquetipo, humano, ubicado en el límite de las normas físicas delos otros hombres. Aquí, el rostro es un objeto novelesco; su im-pasibilidad, su pasta divina, suspenden la verdad cotidiana y leconfieren la turbación, el deleite y, finalmente, la seguridad deuna verdad superior. Por una necesidad de ilusión, propia deuna época y de una clase social demasiado endebles para la ra-zón pura y el mito potente, la multitud concentrada en los entre-actos, que se aburre y se exhibe, declara que esos rostros irrealesson exactamente los de la intimidad y con esto se da la buenaconciencia racionalista de suponer a un hombre detrás del ac-tor; pero en el momento de despojar al mismo, el estudio ded’Harcourt, que llega en el instante preciso, hace surgir un dios;y todo, en ese público burgués harto de mentiras pero que lasnecesita para vivir, todo se satisface.

Como consecuencia, la fotografía de d’Harcourt es un rito deiniciación para el joven comediante, un diploma que lo instalaentre los importantes, su verdadera cédula de identidad profe-sional. Nadie puede considerarse auténticamente entronizadomientras no ha sido tocado por los santos óleos de d’Harcourt.Ese recuadro en el que se revela por primera vez su cabeza ideal,su aire inteligente, sensible o malicioso, según la imagen que seproponga para el resto de su vida, es el acto solemne por mediodel cual la sociedad acepta abstraerlo, de sus propias leyes físicasy le asegura el beneficio perpetuo de un rostro que recibe endon, en el momento de ese bautismo, todos los poderes ordina-riamente negados, al menos en forma simultánea, al común delos mortales: un esplendor inalterable, una seducción limpia detoda maldad, una potencia intelectual que no acompaña necesa-riamente al arte o a la belleza del comediante.

En cambio, las fotografías de Thérèse Le Prat o de Agnès Var-da, por ejemplo, son de vanguardia: siempre dejan al actor elrostro que encarnan y lo encierran francamente, con una humil-

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dad ejemplar, en su función social que consiste en “representar”y no en mentir. Para un mito tan alineado como el de los rostrosde actores, esta propuesta resulta revolucionaria: no suspenderde las escaleras a los d’Harcourt clásicos, empavonados, langui-decidos, angelizados o virilizados (según el sexo), es una audaciaa la que muy pocos teatros se atreven.

LOS ROMANOS EN EL CINE

En el Julio César de Mankiewicz, todos los personajes tienen flequi-llo sobre la frente. Unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros enjopo, otros aceitado, todos lo tienen bien peinado y no se admitenlos calvos, aunque la Historia romana los haya proporcionado enbuen número. Tampoco se salvaron quienes tienen poco cabello yel peluquero, artesano principal del filme, supo extraer en todoslos casos un último mechón que alcanzó el borde de la frente, deesas frentes romanas cuya exigüidad siempre ha indicado unamezcla específica de derecho, de virtud y de conquista.

¿Pero qué es lo que se atribuye a esos obstinados flequillos?Pues ni más ni menos que la muestra de la romanidad. Se ve ope-rar al descubierto el resorte fundamental del espectáculo: el sig-no. El mechón frontal inunda de evidencia, nadie puede dudarde que está en Roma, antaño. Y esta certidumbre es continua: losactores hablan, actúan, se torturan, debaten cuestiones “univer-sales”, sin perder nada de su verosimilitud histórica, gracias a eseemblema extendido sobre la frente: su generalidad puede dila-tarse con seguridad absoluta, atravesar el océano y los siglos, in-corporar el aspecto yanqui de los extras de Hollywood, poco im-porta, todo el mundo está instalado en la tranquila certidumbrede un universo sin duplicidad, donde los romanos son romanospor el más legible de los signos, el cabello sobre la frente.

Un francés, a cuyos ojos los rostros americanos aún conservanalgo de exótico, juzga cómica esa mezcla de morfologías: gángs-

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ters-sherifs y flequillo romano; en todo caso es un excelente chis-te de music-hall; para nosotros el signo funciona con exceso: aldejar que aparezca su finalidad, se desacredita. Pero el mismoflequillo, llevado por la única frente naturalmente latina del fil-me, la de Marlon Brando, se nos impone sin hacernos reír y nodebería excluirse la posibilidad de que parte del éxito europeode este actor se deba a la integración perfecta de la capilaridadromana en la morfología general del personaje. En contraste, Ju-lio César resulta increíble con ese aspecto de abogado anglosa-jón ya desgastado por mil segundos papeles policiales o cómicos,con ese cráneo bonachón rastrillado por un lamentable mechóntrabajado por el peluquero.

Dentro del orden de las significaciones capilares, encontra-mos un subsigno: el de las sorpresas nocturnas. Porcia y Calpur-nia, desveladas en plena noche, muestran los cabellos ostensible-mente desaliñados; la primera, más joven, tiene el desordenflotante, es decir que la ausencia de arreglo aparece de algúnmodo en su primer grado; la segunda, madura, presenta un pun-to flojo más trabajado: una trenza contornea su cuello y aparecepor delante del hombro derecho, imponiendo, de esta manera,el signo tradicional del desorden, que es la asimetría. Pero esossignos son a la vez excesivos e irrisorios: postulan una “naturali-dad” que ni siquiera tienen el coraje de sostener hasta el fin: noson “francos”.

Otro signo de este Julio César: todos los rostros sudan sin inte-rrupción: hombres del pueblo, soldados, conspiradores, todosbañan sus rasgos austeros y crispados con un chorrear abundan-te (de vaselina). Y los primeros planos son tan frecuentes que,sin lugar a dudas, el sudor resulta un atributo intencional. Comoel flequillo romano o la trenza nocturna, el sudor también es unsigno. ¿De qué?: de la moralidad. Todo el mundo suda porqueen todos algo se debate; estamos ubicados en el lugar de una vir-tud que se atormenta horriblemente, es decir en el lugar mismode la tragedia; y el sudor se encarga de manifestarlo. El pueblo,

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traumatizado por la muerte de César y luego por los argumentosde Marco Antonio, el pueblo suda, combinando económicamen-te, en ese único signo, la intensidad de su emoción y el caráctergrosero de su condición. Y los hombres virtuosos, Bruto, Casio,Casca, también traspiran sin cesar, testimoniando el enorme tor-mento fisiológico que en ellos opera la virtud que va a nacer deun crimen. Sudar es pensar (cosa que, evidentemente, descansasobre el postulado, propio de un pueblo de hombres de nego-cios, de que pensar es una operación violenta, cataclísmica, cuyosigno más pequeño es el sudor). En todo el filme, sólo un hom-bre no suda, permanece lánguido, imberbe, hermético: César.Evidentemente, César, objeto del crimen, permanece seco, pues élno sabe, no piensa, debe conservar el aspecto nítido, solitario ylimpio del cuerpo del delito.

También aquí el signo es ambiguo: permanece en la superfi-cie, pero no por ello renuncia a hacerse pasar como algo pro-fundo; quiere hacer comprender (lo cual es loable), pero almismo tiempo se finge espontáneo (lo cual es tramposo), se de-clara a la vez intencional e inevitable, artificial y natural, produ-cido y encontrado. Esto nos puede introducir a una moral delsigno. El signo debería darse bajo dos formas extremas: o fran-camente intelectual, reducido por su distancia a un álgebra,como en el teatro chino, donde una bandera significa todo unregimiento; o profundamente arraigado, inventado de algúnmodo cada vez, librando una faz interna y secreta, señal de unmomento y no de un concepto (el arte de Stanislavski, porejemplo). Pero el signo intermediario (el flequillo de la romani-dad o la transpiración del pensamiento) denuncia un espec-táculo degradado, que tanto teme a la verdad ingenua como alartificio total. Pues, si es deseable que un espectáculo esté he-cho para que el mundo se vuelva más claro, existe una duplici-dad culpable en confundir el signo y el significado. Es una du-plicidad propia del espectáculo burgués: entre el signointelectual y el signo visceral, este arte coloca hipócritamente

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un signo bastardo, a la vez elíptico y pretencioso, que bautizacon el nombre pomposo de “natural”.

EL ESCRITOR EN VACACIONES

Gide leía a Bossuet mientras bajaba por el Congo. Esa postura re-sume bastante bien el ideal de nuestros escritores “en vacacio-nes”, fotografiados por Le Figaro: juntar al placer banal el presti-gio de una vocación que nada puede detener ni degradar. Unabuena nota periodística, muy eficaz desde el punto de vista socio-lógico y que nos informa sin ocultamientos sobre la idea quenuestra burguesía se hace de sus escritores.

Lo que parece sorprender y encantar a esta burguesía, antetodo, es su propia amplitud de espíritu para reconocer que tam-bién los escritores son gentes que comúnmente se toman vaca-ciones. Las “vacaciones” son un hecho social reciente cuyo de-sarrollo mitológico, por otra parte, sería interesante indagar.Escolares en un comienzo, a partir de las licencias pagadas sehan vuelto un hecho proletario, o al menos laboral. Afirmar que,en adelante, ese hecho puede concernir a los escritores, quetambién los especialistas del alma humana están sometidos a lasituación general del trabajo contemporáneo, es una manera deconvencer a nuestros lectores burgueses de que están adecuadosa su tiempo: uno se enorgullece de reconocer la necesidad deciertos prosaísmos, uno se acomoda a las realidades “modernas”con las lecciones de Siegfried y de Fourastié.

Por supuesto, esa proletarización del escritor es acordada conparsimonia y para, posteriormente, destruirla mejor. No bien seprovee de un atributo social (las vacaciones constituyen un atri-buto y bien agradable, por cierto) el hombre de letras regresa alempíreo que comparte con los profesionales de la vocación. Y la“naturalidad” en la que se eterniza a nuestros novelistas, en reali-dad se instituye para traducir una contradicción sublime: una

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condición prosaica producida, desgraciadamente, por una épo-ca muy materialista, frente al lugar prestigioso que la sociedadburguesa concede con liberalidad a sus hombres de espíritu(siempre que sean inofensivos).

La prueba de la maravillosa singularidad del escritor es quedurante esas tan comentadas vacaciones, que comparte frater-nalmente con obreros y dependientes, no deja de trabajar, o almenos no deja de producir. Falso trabajador, también es un falsovacacionista. Uno escribe sus recuerdos, otro corrige pruebas, eltercero prepara su próximo libro. Y el que no hace nada lo con-fiesa como una conducta auténticamente paradójica, una haza-ña de vanguardia, que sólo un espíritu fuerte puede permitirsemostrar. Con esta última baladronada, se hace conocer que esabsolutamente “natural” que el escritor escriba siempre, en cual-quier situación. En primer lugar, esto reduce la producción lite-raria a una suerte de secreción involuntaria, por lo tanto tabú,pues escapa a los determinismos humanos; para hablar más no-blemente, el escritor es víctima de un dios interior que habla entodo momento sin inquietarse, tirano, por las vacaciones de sumédium. Los escritores están de vacaciones, pero su musa vela yda a luz sin interrupción.

La segunda ventaja de esta verborrea es que, por su carácterimperativo, aparece —con toda naturalidad— como la esenciamisma del escritor. Él acepta sin duda que está provisto de unaexistencia humana, de una vieja casa de campo, de una familia,de un short, de una hijita, etc., pero contrariamente a los otrostrabajadores que cambian de esencia y en la playa no son másque veraneantes, el escritor conserva en todas partes su naturale-za de escritor; al tener vacaciones, muestra el signo de su huma-nidad; pero el dios permanece, se es escritor como Luis XIV erarey, incluso en el inodoro. De este modo, la función del hombrede letras es a los trabajos humanos, casi lo que la ambrosía es alpan: una sustancia milagrosa, eterna, que condesciende a la for-ma social para que se lo capte mejor en su prestigiosa diferencia.

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Todo esto introduce a la idea de un escritor superhombre, deuna especie de ser diferente que la sociedad exhibe para gozarmejor de la singularidad ficticia que ella le concede.

La imagen sencilla de “el escritor en vacaciones”, pues, no esnada más que una de esas mistificaciones retorcidas que la bue-na sociedad opera para sojuzgar mejor a sus escritores: nadamuestra mejor la singularidad de una “vocación” que contrade-cirla —pero no negarla, ni mucho menos— con el prosaísmo desu encarnación: es un viejo recurso de todas las hagiografías.También se puede observar cómo el mito de las “vacaciones lite-rarias” se extiende muy lejos, mucho más allá del verano; las téc-nicas del periodismo contemporáneo se dedican cada vez más aofrecer un espectáculo prosaico del escritor. Pero sería un graveerror tomar este hecho como un esfuerzo de desmistificación.Es todo lo contrario. Sin duda, a mí, simple lector, puede pare-cerme conmovedor y hasta sentirme halagado por participar,gracias a la confidencia, de la vida cotidiana de una raza selec-cionada por el genio; sin duda sentiría deliciosamente fraternala una humanidad en la que sé, por los diarios, que un gran es-critor usa pijamas azules y que un joven novelista gusta de “laschicas bonitas, el queso reblochon y la miel de lavanda”. Pero estono impide que el saldo de la operación sea que el escritor sevuelva un poco más estrella, que abandone un poco más esta tie-rra por una morada celeste donde sus pijamas y sus quesos no leimpiden, de ninguna manera, retomar el uso de su noble pala-bra demiúrgica.

Proveer públicamente al escritor de un cuerpo bien carnal,revelar que le gusta el blanco seco y el bistec jugoso, es volverpara mí aún más milagrosos, de esencia más divina, los produc-tos de su arte. Los detalles de su vida cotidiana, en vez de hacermás próxima y más clara la naturaleza de su inspiración, confir-man la singularidad mítica de su condición: sólo puedo atribuira una superhumanidad la existencia de seres tan vastos comopara usar pijamas azules en el mismo momento en que se mani-

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fiestan como conciencia universal o, más aún, declarar el gustopor los reblochon con la misma voz con la que anuncian su próxi-ma Fenomenología del Ego. La alianza espectacular de tantanobleza y de tanta futilidad significa que aún creemos en la con-tradicción: milagrosa en su totalidad, también es milagrosocada uno de sus términos. Esa alianza perdería todo interés, sinduda, en un mundo donde el trabajo del escritor estuviese de-sacralizado hasta parecer tan natural como sus funciones vesti-mentarias o gustativas.

EL CRUCERO DE LA SANGRE AZUL

Desde la coronación, los franceses esperaban ansiosos un re-surgimiento de la actualidad monárquica, a la que son extre-madamente aficionados; el viaje de un centenar de príncipesen un yate griego, el Agamemnon, los ha entretenido muchísi-mo. La coronación de Isabel era un tema patético, sentimental;el Crucero de la Sangre Azul es un episodio excitante: los reyeshan jugado a ser hombres, como en una comedia de Flers yCaillavet; surgieron mil situaciones, divertidas por sus contra-dicciones, del tipo María-Antonieta-jugando-a-la-lechera. Lapatología de tal entretenimiento es grave: uno se divierte conuna contradicción, cuando se suponen muy alejados los térmi-nos de ésta; dicho de otro modo, los reyes son de una esenciasobrehumana y cuando temporariamente toman ciertas formasde vida democrática, sólo puede tratarse de una encarnacióncontra natura, posible, únicamente, por condescendencia.Mostrar que los reyes son capaces de prosaísmo es reconocerque esa situación les resulta tan natural como el angelismo alcomún de los mortales; es verificar que el rey sigue siéndolopor derecho divino.

Los gestos neutros de la vida cotidiana en el Agamemnon cobra-ron carácter de exorbitante audacia, como esas fantasías creati-

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vas donde la naturaleza transgrede sus reinos: ¡los reyes se afei-tan solos! Este rasgo fue comentado por nuestra gran prensacomo un acto de singularidad increíble, como si, con él, los reyesaceptaran arriesgar toda su realeza y en ese acto afirmaran su feen la naturaleza indestructible de la misma. El rey Pablo llevabauna camiseta de mangas cortas, la reina Federica un vestido es-tampado, es decir no exclusivo, cuyo dibujo puede encontrarsesobre el cuerpo de simples mortales. Antaño los reyes se disfraza-ban de pastores; hoy, vestirse durante quince días en un super-mercado es para ellos el signo del disfraz. Otra manifestación de-mocrática: levantarse a las seis de la mañana. Esto informa, porantífrasis, sobre un ideal de la vida cotidiana: llevar puños, ha-cerse afeitar por un siervo, levantarse tarde. Al renunciar a esosprivilegios, los reyes los elevan aún más en el cielo del sueño; susacrificio —estrictamente temporario— coloca en la eternidadesos signos de la dicha cotidiana.

Más curioso resulta el hecho de que ese carácter mítico denuestros reyes hoy se haya laicizado —pero de ningún modoconjurado— mediante cierto cientificismo. Los reyes se definenpor la pureza de su raza (sangre azul), como cachorros, y el na-vío, lugar privilegiado de cualquier clausura, es una suerte dearca moderna, donde se conservan las principales variedades dela especie monárquica. Tanto, que se calcula abiertamente lasposibilidades de algunos apareamientos; encerrados dentro desu potrero navegante, los pura-sangre están a cubierto de todaboda bastarda, todo la está (¿anualmente?) preparado para quepuedan reproducirse entre sí; tan pocos en la tierra como los pugdogs, el navío los fija y los congrega, constituye una “reserva” tem-poraria donde se los cuida y donde se ofrece la oportunidad deperpetuar una curiosidad etnográfica tan bien protegida comoun parque con Siux.

Los dos temas seculares se mezclan: el del rey-dios y el del rey-objeto. Sin embargo ese cielo mitológico no es tan inofensivopara la tierra. Las mistificaciones más etéreas, los divertidos deta-

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lles del crucero de la sangre azul, toda esa baratija anecdóticacon que la gran prensa atragantó a sus lectores, no se ofrece im-punemente. Afianzados en su divinidad reflotada, los príncipeshacen política democráticamente: el conde de París abandona elAgamemnon para ir a París a “fiscalizar” la suerte de la Comuni-dad Europea de Defensa, y se envía al joven Carlos de España enauxilio del fascismo español.

CRÍTICA MUDA Y CIEGA

Los críticos (literarios o teatrales) se valen a menudo de dos ar-gumentos bastantes singulares. El primero consiste en decretarbruscamente que el objeto de la crítica es inefable y, por consi-guiente, la crítica inútil. El otro argumento, que también rea-parece periódicamente, consiste en confesarse demasiado ton-to, demasiado torpe para comprender una obra reputadacomo filosófica: así, una pieza de Henri Lefebvre sobre Kierke-gaard ha provocado entre nuestros mejores críticos (y no hablode quienes abiertamente hacen profesión de tontería) un fingi-do pánico de imbecilidad (cuya meta, evidentemente, era des-acreditar a Lefebvre relegándolo al ridículo de la cerebralidadpura).

¿Por qué la crítica proclama periódicamente su impotencia osu incomprensión? No es por modestia ciertamente: para uno,nada más cómodo que confesar no comprender nada del exis-tencialismo; para otro, nada más irónico, y por lo tanto más segu-ro, que reconocer profundamente avergonzado que no tiene lasuerte de estar iniciado en la filosofía de lo Extraordinario; ynada más autoritario, en el caso de un tercero, que pleitear porla inefabilidad poética. Todo esto significa, en realidad, que unose cree de una inteligencia tan segura como para que al confesaruna incomprensión se ponga en duda la claridad del autor, y nola del propio cerebro: se finge bobería y se logra la protesta del

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público; así se lo arrastra ventajosamente de una complicidad deimpotencia a una complicidad de inteligencia. Operación am-pliamente conocida en los salones Verdurin: “Yo, que tengocomo oficio ser inteligente, no comprendo nada de eso; ustedestampoco lo comprenden; luego, ustedes son tan inteligentescomo yo”.

El verdadero rostro de estas estacionales profesiones de incul-tura es ese viejo mito oscurantista según el cual la idea resultanociva si no la controla el “sentido común” y el “sentimiento”: elSaber es el Mal, ambos brotaron en el mismo árbol. La cultura espermitida siempre que periódicamente se proclame la vanidadde sus fines y los límites de su potencia (ver también a este res-pecto las ideas de Graham Greene sobre los psicólogos y los psi-quiatras); la cultura ideal debería ser sólo una dulce efusión re-tórica, el arte de las palabras para testimoniar un estado pasajerodel alma. Pero esta vieja pareja romántica del corazón y de la ca-beza sólo tiene realidad en una imaginería de origen vagamentegnóstica, en esas filosofías opiáceas que siempre constituyeron,finalmente, el puntal de los regímenes fuertes, en los que se de-sembarazan de los intelectuales empujándolos a ocuparse de laemoción y de lo inefable. En realidad, toda reserva sobre la cul-tura es una posición terrorista. Oficiar de crítico y proclamarque nada se comprende del existencialismo o del marxismo (nocasualmente ésas son, sobre todo, las filosofías que se confiesano comprender) es erigir la ceguera o el mutismo propios comoregla universal de percepción, es arrojar del mundo al marxismoy al existencialismo: “No comprendo; luego, ustedes son idiotas”.

Pero si se teme o si se desprecia en tal medida los fundamen-tos filosóficos de una obra y si se reclama tan intensamente el de-recho de no comprenderla y de no hablar de ella, ¿por qué ha-cerse crítico? Comprender, esclarecer, es, justamente, el oficiode ustedes. Sin duda, pueden juzgar la filosofía en nombre delsentido común; lo molesto es que si el “sentido común” y el “sen-timiento” no comprenden la filosofía, la filosofía sí los compren-

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de perfectamente bien. Ustedes no explican a los filósofos, peroellos los explican a ustedes. Ustedes no quieren comprender lapieza del marxista Lefebvre, pero estén seguros de que el mar-xista Lefebvre comprende perfectamente bien la incomprensiónde ustedes y, sobre todo (pues los creo más retorcidos que incul-tos), la confesión deliciosamente “inofensiva” que ustedes hacende ella.

SAPÓNIDOS Y DETERGENTES

El Primer Congreso Mundial de la Detergencia (París, septiem-bre de 1954) ha autorizado al mundo a sucumbir a la euforia porOmo:* los productos detergentes no sólo no tienen ninguna ac-ción nociva sobre la piel, sino que es posible que puedan salvarde la silicosis a los mineros. Esos productos, desde hace algunosaños, son objeto de una publicidad tan masiva, que hoy formanparte de esa zona de la vida cotidiana de los franceses a la que lospsicoanalistas, si estuvieran al día, deberían sin duda tomar encuenta. En ese caso sería útil oponerle el psicoanálisis de los lí-quidos purificadores (lejía), al de los polvos saponizados (Lux,Persil) o detergentes (Rai, Paic, Crio, Omo). Las relaciones del re-medio y del mal, del producto y de la suciedad, son muy diferen-tes en uno u otro caso.

Por ejemplo, las lejías han sido consideradas siempre comouna suerte de fuego líquido cuya acción debe ser cuidadosamen-te controlada, en caso contrario el objeto resulta atacado, “que-mado”; la leyenda implícita de este género de productos descan-sa en la idea de una modificación violenta, abrasiva, de lamateria; las garantías son de orden químico o mutilante: el pro-

* Las marcas de productos corresponden a las utilizadas en Francia.En cada país pueden hacerse las sustituciones del caso. [T.]

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ducto “destruye” la suciedad. Por el contrario, los polvos son ele-mentos separadores; su papel ideal radica en liberar al objeto desu imperfección circunstancial: ahora se “expulsa” la suciedad,no se la destruye; en la imaginería Omo, la suciedad es un pobreenemigo maltrecho y negro, que huye presuroso de la hermosaropa pura, ante la sola amenaza del juicio de Omo. Los cloros ylos amoníacos, indudablemente, son los delegados de una suertede fuego total, salvador pero ciego; los polvos, en cambio, son se-lectivos, empujan, conducen la suciedad a través de la trama delobjeto, están en función de policía, no de guerra. Esta distincióntiene sus correspondencias etnográficas: el líquido químico pro-longa el gesto de la lavandera que friega su ropa; los polvos, rem-plazan al del ama de casa que aprieta y retuerce la ropa a lo largode la pileta.

Pero dentro del orden de los polvos, hace falta oponer, asimis-mo, la publicidad psicológica a la publicidad psicoanalítica (uti-lizo esta palabra sin asignarle una significación de escuela parti-cular). La Blancura Persil, por ejemplo, funda su prestigio en laevidencia de un resultado; se estimula la vanidad y la aparienciasocial mediante la comparación de dos objetos, uno de los cua-les es más blanco que el otro. La publicidad Omo también indicael efecto del producto (en forma superlativa, por supuesto),pero sobre todo descubre el proceso de su acción; de esta mane-ra vincula al consumidor a una especie de modus vivendi de la sus-tancia, lo vuelve cómplice de un logro y ya no solamente benefi-ciario de un resultado; aquí la materia está provista deestados-valores.

Omo utiliza dos de esos estados-valores, bastante nuevos dentrodel orden de los detergentes: lo profundo y lo espumoso. Decirque Omo limpia en profundidad (ver el cortometraje publicita-rio) es suponer que la ropa es profunda, cosa que jamás se habíapensado y equivale, sin duda, a magnificarla, a establecerla comoun objeto halagador para esos oscuros impulsos a ser cubiertos ya ser acariciados que existen en todo cuerpo humano. En cuanto

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a la espuma, es bien conocida la significación de lujo que se leasigna. Ante todo, aparenta inutilidad; después, su proliferaciónabundante, fácil, casi infinita, permite suponer en la sustanciade donde surge un germen vigoroso, una esencia sana y potente,una gran riqueza de elementos activos en el pequeño volumenoriginal; finalmente, estimula en el consumidor una imagen aé-rea de la materia, un modo de contacto a la vez ligero y vertical,perseguido como la felicidad tanto en el orden gustativo (foiesgras, entremeses, vinos) como en el de las vestimentas (museli-nas, tules) y en el de los jabones (estrella que toma su baño). Laespuma incluso puede ser signo de cierta espiritualidad en lamedida que se considera al espíritu capaz de sacar todo de nada,una gran superficie de efectos con pequeño volumen de causas(las cremas tienen un psicoanálisis totalmente distinto: quitanlas arrugas, el dolor, el ardor, etc.). Lo importante es haber sabi-do enmascarar la función del detergente bajo la imagen delicio-sa de una sustancia a la vez profunda y aérea que pueda regularel orden molecular del tejido sin atacarlo. Euforia que, por otraparte, no debe hacer olvidar que hay un plano donde Persil yOmo dan lo mismo; el plano del trust anglo-holandés Unilever.

EL POBRE Y EL PROLETARIO

El último chiste de Chaplin es haber hecho pasar la mitad de supremio soviético a las arcas del abate Pierre. En el fondo, estoequivale a establecer una igualdad de naturaleza entre el prole-tario y el pobre. Chaplin siempre ha visto al proletario bajo losrasgos del pobre: de allí surge la fuerza humana de sus represen-taciones, pero también su ambigüedad política. Esto resulta visi-ble con claridad en ese filme admirable que es Tiempos modernos.Ahí Carlitos roza sin cesar el tema proletario, pero jamás lo asu-me políticamente; nos ofrece un proletario aún ciego y mistifica-do, definido por la naturaleza inmediata de sus necesidades y su

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alienación total en manos de sus amos (patrones y policías). ParaChaplin, el proletario sigue siendo un hombre que tiene ham-bre. Y las representaciones del hambre siempre son épicas: gro-sor desmesurado de los sándwiches, ríos de leche, frutas que searrojan negligentemente apenas mordidas. Como una burla, lamáquina de alimentos (de esencia patronal) proporciona sóloalimentos en serie, pequeños y visiblemente desabridos. Sumer-gido en su hambruna, el hombre Carlitos se sitúa siempre justopor debajo de la toma de conciencia política; para él la huelga esuna catástrofe, porque amenaza a un hombre totalmente cegadopor su hambre; este hombre sólo alcanza la condición obreracuando el pobre y el proletario coinciden bajo la mirada (y losgolpes) de la policía. Históricamente, Carlitos representa, más omenos, al obrero de la restauración, al peón que se rebela contrala máquina, desamparado por la huelga, fascinado por el proble-ma del pan (en el sentido propio de la palabra), pero aún inca-paz de acceder al conocimiento de las causas políticas y a la exi-gencia de una estrategia colectiva.

Pero justamente, porque Carlitos aparece como una suertede proletario torpe, todavía exterior a la revolución, su fuerzarepresentativa es inmensa. Ninguna obra socialista ha llegadotodavía a expresar la condición humillada del trabajador contanta violencia y generosidad. Quizá sólo Brecht haya entrevistola necesidad, para el arte socialista, de tomar al hombre en vís-peras de la revolución, es decir, al hombre solo, aún ciego, apunto de abrirse a la luz revolucionaria por el exceso “natural”de sus desdichas. Al mostrar al obrero ya empeñado en un com-bate consciente, subsumido en la causa y el partido, las otrasobras dan cuenta de una realidad política necesaria, pero sinfuerza estética.

Chaplin, conforme a la idea de Brecht, muestra su ceguera alpúblico de modo tal que el público ve, en el mismo momento, alciego y su espectáculo; ver que alguien no ve, es la mejor manerade ver intensamente lo que él no ve: en las marionetas, los niños

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denuncian a Guignol lo que éste finge no ver. Por ejemplo, Carli-tos en su celda, mimado por sus guardianas, lleva la vida ideal delpequeñoburgués norteamericano: cruzado de piernas, lee sudiario bajo un retrato de Lincoln. Pero la suficiencia adorable dela postura la desacredita completamente, hace que en adelanteno sea posible refugiarse en ella sin observar la nueva alienaciónque contiene. Los más leves entusiasmos se vuelven vanos; al po-bre se lo separa siempre, bruscamente, de sus tentaciones. Endefinitiva, es por eso que el hombre Carlitos triunfa en todos loscasos: porque escapa de todo, rechaza toda comandita y jamásinviste en el hombre otra cosa que al hombre solo. Su anarquía,discutible políticamente, quizás represente en arte la forma máseficaz de la revolución.

MARCIANOS

El misterio de los platos voladores ha sido, ante todo, totalmen-te terrestre: se suponía que el plato venía de lo desconocido so-viético, de ese mundo con intenciones tan poco claras comootro planeta. Y ya esta forma del mito contenía en germen sudesarrollo planetario; si el plato, de artefacto soviético se volviótan fácilmente artefacto marciano, es porque, en realidad, lamitología occidental atribuye al mundo comunista la alteridadde un planeta: la URSS es un mundo intermedio entre la Tierray Marte.

Sólo que, en su devenir, lo maravilloso ha cambiado de senti-do, se ha pasado del mito del combate al del juicio. Efectivamen-te, Marte, hasta nueva orden, es imparcial: Marte se aposenta enTierra para juzgar a la Tierra, pero antes de condenar, Martequiere observar, entender. La gran disputa URSS-USA se siente,en adelante, como una culpa; el peligro, no es proporcionado ala razón. Entonces se recurre, míticamente, a una mirada celes-te, lo bastante poderosa como para intimidar a ambas partes. Los

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analistas del porvenir podrán explicar los elementos figurativosde esta potencia, los temas oníricos que la componen: la redon-dez del artefacto, la tersura de su metal, ese estado superlativodel mundo representado por una materia sin costura; a contrario,comprendemos mejor todo lo que dentro de nuestro campo per-ceptivo participa del tema del Mal: los ángulos, los planos irregu-lares, el ruido, la discontinuidad de las superficies. Todo esto yaha sido minuciosamente planteado en las novelas de ciencia-fic-ción, cuyas descripciones han sido retomadas literalmente por lapsicosis marciana.

Lo más significativo es que, implícitamente, Marte aparece do-tado de un determinismo histórico calcado sobre el de la Tierra.Si los platos son los vehículos de geógrafos marcianos llegadospara observar la configuración de la Tierra —como lo ha dicho deviva voz no sé qué sabio norteamericano y como, sin duda, mu-chos lo piensan en voz baja— es porque la historia de Marte hamadurado al mismo ritmo que la de nuestro mundo y producidogeógrafos en el mismo siglo en que hemos descubierto la geogra-fía y la fotografía aérea. El único avance lo constituye el vehículo.Marte aparece como una Tierra soñada, dotado de alas perfectas,como en cualquier sueño en que se idealiza. Es probable que sidesembarcásemos en Marte, tal cual lo hemos construido, allí en-contraríamos a la Tierra; y entre esos dos productos de una mismaHistoria, no sabríamos distinguir cuál es el nuestro. Pues para queMarte se dedique al conocimiento geográfico, hace falta, por cier-to, que también haya tenido su Estrabón, su Michelet, su Vidal deLa Blache y, progresivamente, las mismas naciones, las mismasguerras, los mismos sabios y los mismos hombres que nosotros.

La lógica obliga a que tenga también las mismas religiones yen especial la nuestra, por supuesto, la de los franceses. Los mar-cianos, ha dicho Le Progrès de Lyon, tuvieron necesariamente unCristo; por lo tanto, tienen un Papa (y además el cisma abierto);de no ser así, no habrían podido civilizarse hasta el punto de in-ventar el plato interplanetario. Para ese diario, la religión y el

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progreso técnico, bienes igualmente preciosos de la civilización,no pueden marchar separados. “Es inconcebible, escribe, que se-res que alcanzaron tal grado de civilización como para poder lle-gar hasta nosotros por sus propios medios, sean ‘paganos’. De-ben ser deístas, reconocer la existencia de un dios y tener supropia religión.”

Como se ve, esta psicosis está fundada sobre el mito de lo Idén-tico, es decir del Doble. Pero aquí, como siempre, el doble estáadelantado, el Doble es juez. El enfrentamiento del Este y delOeste ya no es más el puro combate del Bien y del Mal, sino unasuerte de conflicto maniqueo, lanzado bajo los ojos de una terce-ra Mirada; postula la existencia de una supernaturaleza en el ni-vel del cielo, porque en el cielo está el Terror. En adelante, el cie-lo es, sin metáfora, el campo donde aparece la muerte atómica.El juez nace en el mismo lugar donde el verdugo amenaza.

Pero ese juez —o más bien ese supervisor— lo acabamos dever cuidadosamente reinvestido por la espiritualidad común y,en consecuencia, diferir muy poco de una pura proyección te-rrestre. Porque uno de los rasgos constantes de toda mitologíapequeñoburguesa es esa impotencia para imaginar al otro. La al-teridad es el concepto más antipático para el “sentido común”.Todo mito, fatalmente, tiende a un antropomorfismo estrecho y,lo que es peor, a lo que podría llamarse un antropomorfismo declase. Marte no es solamente la Tierra, es la Tierra pequeñobur-guesa, el cantoncito de pensamiento cultivado (o expresado)por la gran prensa ilustrada. Apenas formado en el cielo, Martequeda, de esta manera, alienado por la identidad, la más fuertede las apropiaciones.

LA OPERACIÓN ASTRA

Sugerir el espectáculo complaciente de los defectos del orden,se ha vuelto un medio paradójico y a la vez perentorio de glorifi-

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carlo. He aquí el esquema de esta nueva demostración: tomar elvalor de orden que se quiere restaurar o impulsar, manifestarampliamente sus pequeñeces, las injusticias que produce, las ve-jaciones que suscita, sumergirlo en su imperfección natural; des-pués, a último momento, salvarlo a pesar de o más bien con la pe-sada fatalidad de sus taras. ¿Ejemplos? No faltan.

Tome un ejército; manifieste sin tapujos el militarismo de susjefes, el carácter limitado, injusto, de su disciplina y sumerja enesa tiranía tonta a un ser medio, falible pero simpático, arqueti-po del espectador. Luego, a último momento, dé vuelta el som-brero mágico y saque de él la imagen de un ejército triunfante,banderas al viento, adorable, al cual, aunque golpeado, sólo sepuede ser fiel, como a la mujer de Sganarelle (De aquí a la eterni-dad, Mientras haya hombres).

Tome otro ejército: muestre el fanatismo científico de sus in-genieros, su ceguera; señale todo lo que un rigor tan inhumanodestruye: hombres, parejas. Luego saque su propia bandera, sal-ve al ejército por el progreso, vincule la grandeza de uno al triun-fo del otro (Los ciclones de Jules Roy). Finalmente, la iglesia: digasu fariseísmo de una manera ardiente, la estrechez de espíritu desus beatos, indique que todo esto puede ser criminal, no oculteninguna de las miserias de la fe. Y luego, in extremis, deje enten-der que la letra, por ingrata que sea, es una vía de salvación parasus propias víctimas y justifique el rigor moral por la santidad deaquellos a quienes abruma (Living room de Graham Greene).

Es una suerte de homeopatía: se curan las dudas contra la igle-sia, contra el ejército, con la misma enfermedad de la iglesia ydel ejército. Se inocula una enfermedad banal para prevenir ocurar una esencial. Rebelarse contra la inhumanidad de los valo-res del orden, se piensa, es una enfermedad común, natural, ex-cusable; no hace falta enfrentarla, sino más bien exorcizarlacomo si fuera un caso de posesión. Se hace actuar al enfermo larepresentación de su mal, se lo conduce a conocer el rostro de surebelión; y desaparece la rebelión. Porque una vez distanciado,

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mirado, el orden sólo es mezcla maniquea y por lo tanto fatal; ga-nador en ambos tableros y por consiguiente benéfico. El mal in-manente de los defectos es recuperado por el bien trascendentede la religión, de la patria, de la iglesia, etc. Un poco de mal“confesado” evita reconocer mucho mal oculto.

Podemos reencontrar en la publicidad un esquema novelescoque da cuenta cabal de esta nueva vacuna. Se trata de la publici-dad Astra. La historieta siempre comienza con un grito de indig-nación dirigido a la margarina: “¿Un batido a la margarina? ¡Nipensarlo!” “¿Margarina? ¡Tu tío se pondrá furioso!” Y luego losojos se abren, la conciencia se amolda, la margarina es un deli-cioso alimento, agradable, digestivo, económico, útil en cual-quier circunstancia. Conocemos la moraleja: “¡Al fin se han libe-rado de un prejuicio que les costaba caro!”. De la misma manera,el orden los libera de sus prejuicios progresistas. El ejército ¿va-lor ideal? Ni pensarlo. Vean sus vejaciones, su militarismo, la ce-guera siempre posible de sus jefes. La iglesia ¿infalible?, lamenta-blemente, es muy dudoso que lo sea. Vean sus beatos, sussacerdotes sin poder, su conformismo criminal. Y luego el senti-do común realiza el balance: ¿qué son las pequeñas escorias delorden al lado de sus ventajas? Bien vale el precio de una vacuna.¿Qué importa, después de todo, que la margarina sea pura grasa, sisu rendimiento es superior al de la manteca? ¿Qué importa, des-pués de todo, que el orden sea un poco brutal o un poco ciego, sinos permite vivir fácilmente? Al final, también nosotros nos en-contramos libres de un prejuicio que nos costaba caro, demasia-do caro, que nos costaba demasiados escrúpulos, demasiadas re-beliones, demasiados combates y demasiada soledad.

CONYUGALES

Hay mucho casamiento en nuestra buena prensa ilustrada: gran-des matrimonios (el hijo del mariscal Juin y la hija de un inspec-

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tor de finanzas, la hija del duque de Castries y el barón de Vitro-lles), matrimonios por amor (Miss Europa 53 y su amigo de la in-fancia), matrimonios (futuros) de estrellas (Marlon Brando y Jo-siane Mariani, Raf Vallone y Michèle Morgan). Naturalmente,todos estos matrimonios no aparecen en el mismo momento,pues su virtud mitológica no es la misma.

El gran matrimonio (aristocrático o burgués) responde a lafunción ancestral y exótica de la boda: potlatch entre las dos fami-lias es, también, espectáculo de ese potlatch a los ojos de la multi-tud que rodea la consunción de las riquezas. La multitud es ne-cesaria; por eso el gran matrimonio siempre se realiza en la plazapública, delante de la iglesia; allí se quema el dinero y con él seenceguece a los que se reúnen en asamblea; se echa al braserolos uniformes y los trajes, el acero y las corbatas (de la Legión deHonor), el ejército y el gobierno, todos los grandes papeles delteatro burgués, los agregados militares (enternecidos), un capi-tán de la Legión (ciego) y la multitud parisiense (conmovida).La fuerza, la ley, el espíritu, el corazón, todos los valores del or-den son arrojados juntos en la boda, consumidos en el potlatch ya su vez instituidos más sólidamente que nunca, prevaricandogenerosamente la riqueza natural de toda unión. Un “gran ma-trimonio”, no hay que olvidarlo, es una operación fructífera decontabilidad, que consiste en hacer pasar al crédito de la natura-leza el gravoso débito del orden, en absorber dentro de la eufo-ria pública de la pareja “la triste y salvaje historia de los hom-bres”: el orden se alimenta a expensas del amor; la mentira, laexplotación, la codicia, todo el mal social burgués es reflotadopor la verdad de la pareja.

La unión de Sylviane Carpentier, Miss Europa 53, y de su ami-go de la infancia, el electricista Michel Warembourg, permitedesarrollar una imagen diferente, la de la choza feliz. Gracias asu título, Sylviane habría podido realizar la carrera brillante deuna estrella, viajar, hacer cine, ganar mucho dinero; sensata ymodesta, renunció a “la gloria efímera” y, fiel a su pasado, despo-

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só a un electricista de Palaiseau. Se nos presenta a los jóvenes es-posos en la fase posnupcial de su unión, estableciendo los hábi-tos de su felicidad instalándose en el anonimato de un discretoconfort: arreglar el departamentito, tomar el desayuno, ir alcine, hacer las compras.

En este caso, la operación consiste, sin duda, en poner al servi-cio del modelo pequeñoburgués toda la gloria natural de la pa-reja: que esa felicidad, mezquina por definición, pueda elegirse,salva a los millones de franceses que, por su condición, la com-parten. La pequeña burguesía puede enorgullecerse de la uniónde Sylviane Carpentier, como antaño la iglesia cobraba fuerza yprestigio cuando algún aristócrata tomaba los hábitos. El matri-monio modesto de Miss Europa, su conmovedora entrada, des-pués de tanta gloria, en el departamentito de Palaiseau, es el Sr.de Rancé que elige la Trapa, o Luisa de La Vallière la orden deMonte Carmelo: gran gloria para la Trapa, Monte Carmelo y Pa-laiseau.

El amor-más-fuerte-que-la-gloria refuerza la moral del statu quosocial; no es correcto salir de la propia condición, es glorioso vol-ver a ella. En recompensa, la condición por sí misma puede des-plegar sus ventajas que, esencialmente, son las ventajas de lafuga. La felicidad, en este universo, radica en jugar a una suertede encerramiento doméstico: cuestionarios “psicológicos”, habi-lidades, arreglos caseros, aparatos del hogar, horarios. Todo eseparaíso de utensilios propuesto por Elle o L’Express glorifica laclausura del hogar, la introversión de la vida casera, las ocupacio-nes de esa vida; lo infantiliza, declara su inocencia y lo segregade una responsabilidad social más amplia. “Dos corazones, unachoza.” Sin embargo, el mundo también existe. Pero el amor es-piritualiza la choza y la choza enmascara el tugurio: se exorciza lamiseria con su imagen ideal, la pobreza.

El casamiento de estrellas se presenta casi siempre bajo su as-pecto futuro. Desarrolla el mito casi puro de la Pareja (al menosen el caso Vallone-Morgan; en cuanto a Brando, aún dominan

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los elementos sociales, como veremos en seguida). El aspectoconyugal limita con lo superfluo, relegado sin ninguna precau-ción a un porvenir dudoso: Marlon Brando va a desposar a Josia-ne Mariani (pero después que haya rodado otras veinte pelícu-las); Michèle Morgan y Raf Vallone quizá formen una nuevapareja civil (pero primero será necesario que Michèle se divor-cie). En realidad, se trata de un azar dado como cierto en la mis-ma medida que su importancia es marginal, sometida a la tan ge-neralizada convención que impone que, públicamente, elmatrimonio resulte siempre la finalidad “natural” de la unión enpareja. Lo importante es tolerar la realidad carnal de la pareja,bajo la garantía de un matrimonio hipotético.

El (futuro) matrimonio de Marlon Brando está también car-gado de complejos sociales: es el matrimonio de la pastora y delseñor. Josiane, hija de un “modesto” pescador de Bandol, perfec-ta, sin embargo, pues tiene su cielo básico de bachillerato y hablacorrectamente inglés (tema de las “cualidades” de la chica casa-dera), Josiane ha conmovido al hombre más tenebroso del cine,rara mezcla de Hipólito y algún sultán solitario y salvaje. Peroeste rapto de una humilde francesa por el monstruo de Holly-wood se realiza totalmente en su movimiento de retorno: el hé-roe encadenado por el amor parece revertir todo su prestigio so-bre la pequeña ciudad francesa, la playa, el mercado, los cafés ylos almacenes de Bandol; en la práctica, Marlon es quien resultafecundado por el arquetipo pequeñoburgués de todas las lecto-ras de semanarios ilustrados. “Marlon, dice Une semaine du MondeMarlon, en compañía de su (futura) suegra y de su (futura) es-posa, como un pequeñoburgués francés, da un apacible paseoantes de comer.” La realidad impone al ensueño, su decorado ysus características; la pequeña burguesía francesa está hoy, mani-fiestamente, en una fase de imperialismo mítico. El prestigio deMarlon, en un primer nivel, es de orden muscular, venusino; enun segundo nivel, es de orden social: Marlon es consagrado porBandol, mucho más de lo que él la consagra.