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1 Monacato y cultura 1. - Introducción Después de la salmodia del coro, la palestra del benedictino es el archivo; después de la oración es el estudio”- afirmaba con énfasis un siglo atrás, un abad benedictino 1 empeñado en la investigación del rico archivo de su abadía. Por ello, no nos resultará extraño que tal vez alguien ante el título de esta ponencia se haya podido sentir movido casi connaturalmente a rememorar la prolífica historia de las aportaciones intelectuales y artísticas que desde el mundo monástico han enriquecido la cultura occidental. Y es que todavía está reciente para la memoria histórica el prototipo de monje erudito y el empeño cultural, sustantivado en trabajos de índole especializada, promovido desde los monasterios de las diversas familias monásticas colegiadas a la Regla benedictina durante toda su historia, pero especialmente durante los últimos siglos. Efectivamente, tras las violencias, dispersiones y supresiones monásticas de la revolución francesa y de las ocupaciones del periodo napoleónico se produjo en todos los países europeos, en el clima de la Restauración, una revalorización y recuperación de toda la tradición católica y también de las órdenes monásticas, ascendiendo de sus cenizas tanto en el plano institucional como en la general renovación cultural. En este intento restaurador de las instituciones tradicionales católicas, y en claro empalme con la gran tradición erudita de los maurinos de los siglos XVII y XVIII, se debe colocar la obra restauradora de dom Guéganger. Con ella se trataba de recuperar los valores e instituciones, rescatar modelos, recoger textos y tradiciones, es decir todos los elementos que constituyen lo que llamamos cultura, suprimidos de forma traumática en la época precedente. El fin principal de su establecimiento monástico era ciertamente “re-fundar” una casa religiosa de oración y recogimiento, pero sin desdeñar como fin secundario su deseo de dedicarse, junto con la comunidad por él constituida, a los estudios de las ciencias eclesiásticas en equilibrada distribución temporal orientando de este modo su servicio a la Iglesia. 1 Dom Silvano de Stefano, abad de Cava dei Tirreni, citado por G. PENCO, Spirito e caratteri degli studi monastici tra ottocento e novecento, en Benedictina 29 (1982), p. 152.

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Monacato y cultura

1. - Introducción

“Después de la salmodia del coro, la palestra del benedictino es el archivo; después

de la oración es el estudio”- afirmaba con énfasis un siglo atrás, un abad benedictino1

empeñado en la investigación del rico archivo de su abadía. Por ello, no nos resultará extraño

que tal vez alguien ante el título de esta ponencia se haya podido sentir movido casi

connaturalmente a rememorar la prolífica historia de las aportaciones intelectuales y artísticas

que desde el mundo monástico han enriquecido la cultura occidental. Y es que todavía está

reciente para la memoria histórica el prototipo de monje erudito y el empeño cultural,

sustantivado en trabajos de índole especializada, promovido desde los monasterios de las

diversas familias monásticas colegiadas a la Regla benedictina durante toda su historia, pero

especialmente durante los últimos siglos.

Efectivamente, tras las violencias, dispersiones y supresiones monásticas de la

revolución francesa y de las ocupaciones del periodo napoleónico se produjo en todos los

países europeos, en el clima de la Restauración, una revalorización y recuperación de toda la

tradición católica y también de las órdenes monásticas, ascendiendo de sus cenizas tanto en el

plano institucional como en la general renovación cultural. En este intento restaurador de las

instituciones tradicionales católicas, y en claro empalme con la gran tradición erudita de los

maurinos de los siglos XVII y XVIII, se debe colocar la obra restauradora de dom

Guéganger. Con ella se trataba de recuperar los valores e instituciones, rescatar modelos,

recoger textos y tradiciones, es decir todos los elementos que constituyen lo que llamamos

cultura, suprimidos de forma traumática en la época precedente. El fin principal de su

establecimiento monástico era ciertamente “re-fundar” una casa religiosa de oración y

recogimiento, pero sin desdeñar como fin secundario su deseo de dedicarse, junto con la

comunidad por él constituida, a los estudios de las ciencias eclesiásticas en equilibrada

distribución temporal orientando de este modo su servicio a la Iglesia.

1 Dom Silvano de Stefano, abad de Cava dei Tirreni, citado por G. PENCO, Spirito e caratteri degli studi

monastici tra ottocento e novecento, en Benedictina 29 (1982), p. 152.

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Siguiendo las huellas de la reforma monástico-cultural solesmense centros monásticos

tan destacados como Beuron, Maria Laach, Mont César, Maredsous, Montecasino o

Montserrat no serán sino ejemplos eminentes de lo que los demás monasterios benedictinos

trataban de plasmar según sus posibilidades en sus programas monásticos, compaginando

equilibradamente la disciplina claustral con la dedicación intelectual. A sus trabajos de

investigación, recopilación y publicación de textos bíblicos, patrísticos, litúrgicos y

espirituales, sobre todo en el campo del estudio y comentario de la Regla de san Benito y los

autores medievales, fueron más tarde incorporándose las demás órdenes2. Las publicaciones y

revistas de cada familia monástica contribuyeron en gran medida a crear el ambiente

renovador que desembocó en el Vaticano II y en su reforma litúrgica. Sin duda el empeño

cultural del monacato dio desde todos los puntos de vista frutos eclesiales de primera

magnitud3.

Sin embargo, se alzaban también voces discordantes con esta polarización intelectual y

erudita de la vida monástica. Algunos abades y algunos autores monásticos4, especialmente en

el periodo post-conciliar, se quejaban de que el intelectual ensombrecía al monje, la erudición

su dedicación a la contemplación. Se volvía a recordar función espiritual propia de la lectio

divina y se reclamaba una revalorización del trabajo manual largamente olvidado. Este

renovado interés por la espiritualidad de la vida monástica desembocó en la búsqueda de los

fundamentos teológicos de la misma. Surge entonces un renovado interés por la reflexión

teológica y doctrinal efectuada en los claustros monásticos medievales y adquieren carta de

naturaleza conceptos como “teología sapiencial” o “teología monástica” 5.

En este contexto dialéctico entre espiritualidad y cultura hay que enmarcar la obra

eminente de J. Leclercq que, a juicio de Penco, redimensiona en nueva perspectiva la relación

entre vida monástica y cultura. Según Penco, la aportación central de sus investigaciones

sobre los autores monásticos medievales fue “el descubrimiento de la síntesis perenne entre

cultura y espiritualidad. Lo que quedaba resaltado no era –como en la época romántica- el

2 Para los nombres propios de este periodo puede verse G. M. COLOMBAS, La tradición benedictina, t. IX, 1, Zamora 2001, pp. 319- 369. 3 Un despliegue exhaustivo de los logros de este periodo la encontramos en la monumental obra de A. LINAGE

CONDE, San Benito y los benedictinos, t. VI, Braga 1993, pp. 3177- 3718. 4 Cf. A. J. FESTUGIÈRE, Les Moines d’ Orient. I. Culture ou sainteté. Introduction au monachisme oriental, París 1961, pp. 83 ss. 5 Cf. G. PENCO, Iniziative culturali e fermenti spirituali nel monachesimo contemporaneo, en Cultura e

spiritualità, Roma 1990, p. 149.

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hecho de que el monacato hubiese promovido una cultura, sino el hecho de que él mismo

fuese una cultura y que esta cultura se afincaba en los fundamentos mismos de la vida

cristiana y monástica, la Biblia, los Padres, la liturgia”6. La cultura monástica se sustenta

sobre dos surgentes hontanales: la experiencia espiritual del creyente/monje y los textos

escritos (la Biblia, los Padres y los autores de la antigüedad clásica) que deben ser asimilados

por la lectio y el estudio. Las letras y el deseo de Dios7.

Si esto es así y por lo mismo, añadimos nosotros, la relación de la vida monástica con

la cultura ya no debe ser examinada sólo desde la perspectiva de su empeño intelectual, desde

las letras (la vida monástica como promotora y agente de cultura literaria), sino de manera

más integral, desde el sedimento formal en una cultura de los valores que le son propios.

Sentido de la vida, concepciones del hombre y la existencia, criterios y pautas de pensar,

juzgar, crear y vivir que median su experiencia espiritual y la configuran como monástica.

Abarcaría todo el dinamismo conceptual, formal y expresivo que media desde la experiencia

espiritual vivida y durada hasta llegar a fraguarse en cultura consentida, coexistida,

interpretada y proyectada.

2. - ¿Qué entendemos por cultura?

A.- Definición de cultura

Precedente al comienzo del pasado siglo el término cultura poseía una connotación

intelectual y estética ( humanística), se aplicaba a las personas llamadas cultas o cultivadas, y

designaba el refinamiento del espíritu, la erudición, la dedicación al pensamiento, al progreso

artístico y literario. A partir del desarrollo de la ciencia antropológica se va introduciendo un

nuevo concepto del termino cultura que es empleada ahora por los observadores de las

llamadas sociedades primitivas para analizar los hábitos, las costumbres y los

comportamientos de los diversos grupos étnicos.

6 Cf. G. PENCO, Iniziative culturali e fermenti spirituali nel mondo monastico contemporáneo, en Cultura e

spiritualità nella tradizione monastica, p. 194 7 Su obra más emblemática, L´amour des lettres et le désir de Dieu, París 1957, Firenze 19832.

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Marvin Harris en su Introducción a la antropología general compendia una evolución

posterior del término cuando señala que cuando los antropólogos hablan de una cultura

humana “se refieren al estilo de vida total, socialmente adquirido, de un grupo de personas,

que incluye los modos pautados y recurrentes de actuar, sentir y pensar”. Esta definición

aunque sigue el precedente descriptivo externo de las culturas sentado por Edward Burnett

Tylor, fundador de la antropología académica que ya en 1871 definía la cultura como “ese

todo complejo que comprende conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y

cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la

sociedad”8, conecta también con la llamada “escuela de la antropología cultura” que, desde

los años setenta, más que dar una simple descripción de las diversas culturas, trata de

comprenderlas como un complejo tanto interior como exterior, en el cual todas las

costumbres, prácticas e instituciones son la expresión de una finalidad, del sentido dado por

un grupo social a la existencia humana. Es en los elementos, gestos y símbolos exteriores de

la cultura como cada grupo humano manifiesta su concepto de la vida, de la existencia

humana, del mundo, de las relaciones interpersonales, de las relaciones con la autoridad9. Y

por lo mismo, lo que es esencial a una cultura no son sus prácticas exteriores (que pueden

cambiar), sino sus sistemas de referencia, su noción de la vida, el significado de la existencia

expresado mediante hábitos, conductas e instituciones. La cultura es comprendida como

realización existencial especifica de la identidad de una colectividad.

Este sentido integral de cultura ha ido adquiriendo carta de naturaleza en el análisis

social moderno hasta ser recogido en la Declaración de la UNESCO (México, 1982):

“La cultura puede considerarse hoy como el conjunto de rasgos distintivos espirituales y materiales,

intelectuales y afectivos que caracterizan un grupo social. Engloba, no solo las artes y las letras, sino

también los modos de vida, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias. La cultura hace de

los seres de nosotros seres específicamente humanos,... por ella es como el hombre se expresa... se

reconoce como proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente

nuevos significados y crea obras que lo trascienden”10.

La Iglesia, por su parte, ha hecho suyo manifiestamente este concepto moderno de

cultura sobre todo a partir del Concilio Vaticano II11. El documento Gaudium et Spes nº. 53

marca en este sentido el comienzo de una etapa nueva en la enseñanza de la Iglesia.

8 Cf. M. HARRIS, Introducción a la antropología general, Madrid 19904, p. 123. 9 Cf. T. TENTORI, Antropologia culturale, Roma 19703, p. 8. 10 Cf. Ecclesia 2090 (21 Agosto 1982), p. 1053. 11 Cf. H. CARRIER, Evangelio y culturas: De León XIII a Juan Pablo II, Madrid 1988. Su autor hace un exhaustivo recorrido histórico en el magisterio papal sobre la relación entre el evangelio y su inculturación en las diversas culturas humanas.

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Es propio de la persona humana - afirma el nº 53- que no alcance un nivel verdadera y plenamente

humano sino por medio de la cultura... Siempre que se trate de la vida humana naturaleza y cultura se

hallan ligadas estrechísimamente...“Cultura” indica todo aquello con lo que el hombre afina y

desarrolla innumerables cualidades espirituales y corporales... hace más humana la vida social,

mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, con el correr de los tiempos,

formula, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones, para que

sirvan de provecho... a todo el género humano12

.

Muchos textos posteriores del magisterio papal, particularmente del Papa actual, se

inscribirán en la misma perspectiva. Es de referir particularmente el discurso pronunciado por

Juan Pablo II ante la sede de la UNESCO en París el 2 de Junio de 1980 en el que se resume

acertadamente todo lo que se ha dicho en las últimas décadas a propósito del tema de la

cultura, con afirmaciones de enorme trascendencia por diáfanas y contundentes. Baste citar:

La significación esencial de la cultura consiste... en el hecho de que ella es una característica de la

vida humana como tal. El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida

humana es cultura en el sentido que el hombre se distingue y diferencia a través de ella de todo lo que

existe por otra parte en el mundo visible: el hombre no puede ser fuera de la cultura13.

En este concepto propio de cultura modernamente asumido podemos distinguir tres

niveles: 1) el horizonte de los valores que constituyen la médula antropológica de la cultura,

es su elemento primario y marca la identidad colectiva. 2) el de las instituciones que

corresponden a su escala de valores y que comprende las costumbres, conductas, ritos y

organizaciones. 3) el horizonte de los símbolos expresivos (lengua, literatura, ritos, música y

demás creaciones artísticas), es decir aquello que la tradición transmite de generación en

generación. Estos tres niveles se completan y compenetran entre sí: los valores se instituyen y

estructuran a través de las instituciones y las instituciones se despliegan sirviéndose de los

medios lingüísticos, literarios, folclóricos y artísticos. Por ello, la cultura resulta ser la clave

reveladora de la naturaleza profunda de un grupo humano y lo que permite comprenderlo.

Concluyendo, el término cultura no evoca ya sin más, simple ni primordialmente, el

horizonte del saber literario y del gusto artístico relacionado sobre todo con una elite

cultivada. Describe, más bien, la circunstancia concreta del hombre real, social e

históricamente situado14.

12 Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual: Gaudium et Spes, nº. 53, Mensajero- Sal Terrae 19654, p. 172. 13 Cf. JUAN PABLO II, Discurso en la UNESCO (2-6-1980), en Ecclesia 1986 (14 Junio 1980), p. 211. En la misma línea continua la declaración del CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, 1999. 14 Cf. L. CENCILLO, Los mitos: sus mundos y su verdad, Madrid 1998, pp. 77-80.

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B.- La mediación cultural de la fe cristiana

Sabemos que lo sagrado es paradójico: se desvela en la historia y la supera, forma

parte de la naturaleza y la cultura y las desborda. La religión como experiencia humana de lo

sagrado, expresión del encuentro gratuito y salvador del ser humano y Dios, pertenece por un

lado a la búsqueda categórica de lo humano y, sin embargo, surge de la revelación15. La fe

cristiana es ciertamente una actitud teologal, adhesión al Misterio de Dios en Cristo, a la

Buena Noticia revelada, reconocimiento de una Presencia originante, experiencia de Cristo

como revelación de Dios. Como revelación es iniciativa trinitaria, don gratuito, efusivo,

condescendiente, “dante”, que el hombre no merita ni por naturaleza, ni por historia. Ante la

cual solo cabe una respuesta en confianza absoluta frente a lo que se acepta como fundamento

del ser y salvación definitiva, como Misterio que envuelve y sostiene la realidad.

Sin embargo, la revelación si quiere ser acogida debe entrar local y concretamente en

la historia. La experiencia de la fe tiene un sujeto humano y como humano el creyente no

puede no estar inserto en el “horizonte experiencial”16 e interpretativo condensado en

imágenes, símbolos, matrices afectivas, cultos, doctrinas, categorías de pensamiento y

palabras, con las que configuramos nuestro mundo y nuestra propia condición y en las que se

inscriben nuestras experiencias. Cada sujeto al consentir al reconocimiento, al sometimiento

incondicional en que consiste la experiencia de la fe, se asienta en el caudal de experiencias

necesariamente mediadas de la propia tradición religiosa. El sujeto humano no podría asimilar

una experiencia tal sino contase de antemano con el armazón interpretativo de una cultura.

Experimentar es asentir e interpretar17. Por eso “la mediación cultural” de la fe no es una

mediación más, sino cuadro sistémico de vida y comprensión en el que se registra y mantiene

la experiencia espiritual18. Como cabalmente hace notar Congar “la iniciativa reveladora de

Dios, primero, y la fe que responde, después, existen sólo de un modo concreto y por tanto en

situaciones de tiempo y lugar, en un contexto social y expresivo. La respuesta de la fe no es la

respuesta de un sujeto, sino es vivida y expresada en la carne de una humanidad concreta” 19.

15 Cf. X. PIKAZA, El fenómeno religioso, Madrid 1999, pp. 76-81. También Experiencia religiosa y cristianismo, Salamanca 1981. 16 Cf. J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Madrid 19973, p. 43. 17 Cf. J. SERVAIS, Faire l’experience de Dieu, en Nouvelle Revue Théologique 105 (1983), pp. 413 s. 18 Cf. B. SECONDIN, Messaggio evangelico e cultura. Problemi e dinamiche della mediazione culturale, Roma 1982. 19 Cf. Y. M. CONGAR, Cristianesimo come fede e come cultura, en Il Regno – Documentazione, 21 (1976), p. 39.

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En efecto, Dios, ofreciendo a los hombres su alianza en el Hijo, hecho hombre por

obra del Espíritu Santo, cumple en la historia un acontecimiento concreto y singular, que tiene

sin embargo un valor universal y definitivo porque es fruto de su iniciativa soberana. El

hombre, acogiendo el mensaje traído por este propósito salvífico ya realizado pero que cada

uno debe asumir y reavivar personalmente, se adhiere a la fe e, insertado en Cristo, percibe en

los límites espacio-temporales y en las formas particulares de su entorno cultural un misterio

histórico y meta-histórico, trascendente y encarnado20. En esto la fe cristiana sigue el camino

elegido por el Logos divino, que se hizo carne y habitó en medio de nosotros (Jn 1,14)

asumiendo plenamente las condiciones y las consecuencias de su inserción en la historia.

Vivió con sus contemporáneos y como sus contemporáneos, habló su lengua, asumió sus usos

y costumbres, sus tradiciones, sus instituciones y su mentalidad específica judía.

Nos encontramos en el acontecimiento central del encuentro de Dios con los hombres,

la encarnación del Hijo de Dios en la humanidad concreta de Jesús, el fondo mismo del

estatuto cultural del lenguaje de la fe. La fe cristiana es cultural, inevitablemente cultural

desde su estatuto ontológico al existencial e interpretativo. Porque la revelación no elabora

una cultura nueva, sino que suscita en el interior de las culturas históricas una dimensión

renovadora de sentido salvífico para los hombres. La fe se asume y vive, se practica y se

expresa, en las costumbres y las mentalidades, en las formas de cultura y sociedad, en los

lenguajes y símbolos, en las aspiraciones e interrogaciones de las diversas colectividades y

épocas induciendo desde dentro una dimensión nueva de sentido21.

Pero una vez afirmado esto, tenemos que afirmar con la misma rotundidad la

distinción radical del mensaje evangélico con relación a toda cultura. La fe en Cristo no es

producto cultural y no puede sin menoscabo identificarse exclusivamente con una cultura. La

fe cristiana supera y trasciende toda cultura, porque se trata de la revelación del misterio de

Dios. Encarnado si, pero también crucificado. La independencia de la fe cristiana respecto a

toda cultura radica sobre el mismo misterio de la Encarnación que cumplido, comprende

también la Crucifixión y la Resurrección22. De este modo fe y cultura conservan cada una su

estatuto ontológico, pero viven en una relación de ósmosis, de fecundación recíproca, de

presencia contemporánea en el creyente.

20 Cf. A. MARRANZINI, Evangelizzazione e inculturazione, en Rassegna di Teologia 4 (1976), pp. 336-340. 21 Cf. J. GRITTI, L’expression de la foi dans les cultures humaines, Paris 1974, pp. 98-106. 22 Cf. H. CARRIER, Evangelio y culturas..., pp. 105-106.

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Consecuentemente podemos diferenciar en la mediación cultural de la fe cristiana tres

niveles que podemos relacionar con los tres niveles antes apuntados para toda cultura:

a) La experiencia espiritual fundante (de la fe propiamente dicha), se correspondería

en la cultura con el horizonte de los valores. Revelación

b) Memoria de la experiencia (nivel de la religión y la cultura); con el horizonte de

las instituciones culturales. Encarnación

c) Interpretación y expresión de la experiencia (nivel de la teología); con el horizonte

de los símbolos expresivos. La inspiración bíblica.

Según el esquema resulta obvio que cuando el ser humano ha tenido una experiencia

significativa de la presencia divina y de la participación en su vida de la vida de Dios, tiene

ciertamente el deseo de conservar y revivir el recuerdo de tal presencia. Este recuerdo se

convertirá en memorial actualizador de tal experiencia y una referencia espiritual y vital que

renovará y reiterará en el tiempo hasta convertirlo en tradición. Después, de esta experiencia

y de otras similares desarrollará una doctrina que interpretará y expresará dicha experiencia a

través del significado de la vida, de las relaciones con Dios y de sus exigencias morales.

Así pues, experiencia, memoria e interpretación son los módulos constitutivos de la

experiencia de la fe cristiana. La experiencia propiamente dicha es fundamentalmente la

misma para todo hombre, en la medida que es auténtica (aunque como hemos señalado no

escapa del todo a la cultura en la medida que el sujeto de tal experiencia está inevitablemente

inserto en una “tradición experiencial” interpretativa) Sin embargo, la expresión formal de

esta experiencia (memoria e interpretación) sí es legítimamente cultural y por lo mismo puede

ser múltiple en sus formas concretas. Por ello, aunque la fe cristiana sea en primer lugar una

experiencia propia e íntima, debe traducirse inevitablemente en gestos, en símbolos, en

palabras, en acciones, en doctrina, pero también en actitudes, sentimientos y

comportamientos, en un estilo de vida que reproduzca la forma de vivir que Jesús ha

instaurado como realización del Reino de Dios. Es a través de estas mediaciones positivas,

culturalmente fijadas, como la experiencia espiritual puede asimilarse, comunicarse y

transmitirse.

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3. - La irradiación cultural de la vida monástica

A.- La vida monástica subcultura de la cultura cristiana

La experiencia espiritual anhela enunciarse en la persistencia. Y cuando se trata de una

experiencia compartida por una colectividad, ambiciona con-formarse en el modo colectivo

de vivir y de exteriorizar su particular concepción de la vida. Se esculpe en cultura. Ahora

bien, cuando la cultura general dominante no permite ya, o no suficientemente, la búsqueda

de un tipo determinado de experiencia, emergen las llamadas “subculturas”23 constituidas

expresamente en función de esa búsqueda marginada.

El cristianismo nació en la cultura religiosa de Israel que contaba en su seno con un

poderoso movimiento ascético orientado hacia un encuentro contemplativo con Dios. Este

movimiento marcará profundamente tanto la experiencia espiritual como la vida concreta de

la primitiva Iglesia. Por ello, aquellos que entre las primeras generaciones cristianas se sentían

llamados a consagrarse más intensamente a la búsqueda de Dios, lo podían hacer dentro de las

estructuras de la misma Iglesia local bajo la dirección de sus pastores. Existía una adecuación

pertinente entre la experiencia religiosa y su expresión cultural colectiva. A medida que con la

paz constantiniana desaparece el horizonte martirial y la Iglesia prospera, se institucionaliza y

sus organizaciones se desarrollan, a ciertos cristianos se les fue haciendo cada vez más difícil

un ajuste suficiente entre esas estructuras y su experiencia personal. Es en esta disfunción

donde podemos situar en los ss. III-IV la aparición del fenómeno monástico cristiano

propiamente dicho. Aparece como una subcultura cristiana que pretende expresar y concretar

en un estilo de vida peculiar (en una politeia, una conversatio), y en perfecta adecuación, la

experiencia espiritual que lo sostiene.

Esta primera manifestación monástica evoluciona muy pronto en dos direcciones. Una

ingente masa de cristianos “huye hacia el desierto” para vivir en soledad sus experiencias

espirituales fuera de una cultura cristiana acomodaticia que ya no las favorece

suficientemente. Otros se reúnen en grupos donde, al margen de la gran comunidad eclesial,

aunque no necesariamente en ruptura con ella, elaboran una auténtica subcultura, destinada a

preparar el terreno de un tipo determinado de experiencia y de búsqueda espiritual. Nace el 23 “Modelos de cultura característicos de cierto tipo de grupos dentro de una sociedad” Cf. M. HARRIS, Introducción a la antropología general, p. 124.

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cenobitismo cuando alrededor del carisma de un gran monje, de un maestro, se establece una

regla común, una institución, que tiene por finalidad mantener viva y transmitir esa

experiencia espiritual propia y peculiar y formar a todos los miembros del grupo para vivir y

durar esa experiencia. En torno al carisma del fundador se instaura una forma estructurada de

vida en la que se encarna su experiencia espiritual y en la que el grupo de discípulos encuentra

un factor favorable al desarrollo personal y un factor de identidad personal y grupal24.

En Occidente será la vida benedictina, sostenida sobre su Regla, la expresión

privilegiada y genial de una específica cultura monástica en ajustada adecuación con su

experiencia espiritual fundante. En efecto, la Regla concibe la vida monástica como una

“formación” (schola domini servitii), un estilo de vida que se tiene que aprender y cultivar, y

cuyo núcleo espiritual originante es “la búsqueda de Dios... conducida por el Evangelio”

(Deum quaerit..., per ducatum Evangelii RB 58,7; Pról., 21) Este núcleo originario recibe, en

principio, la estructuración normativa y a la vez literaria de una regla monástica que

privilegia determinados valores, establece ciertas prácticas ascéticas, determina un equilibrio

entre los diversos elementos de la misma, etc. Hay, pues, en la RB al lado de una aspiración

espiritual fundamental, pura y evangélica, la expresión de lo que hoy denominamos una

cultura25.

Como mediación estructurante de un estilo de vida cristiana podemos aplicar sobre la

regla benedictina los 3 niveles arriba reseñados a la mediación cultural de la experiencia de fe.

En su origen y en su centro encontramos el dato específico de la experiencia espiritual

cristiana (la aspiración a Dios y el Evangelio); la memoria de esta experiencia se configurará

en un estilo de vida determinado por observancias regladas: Opus Dei, lectio divina, trabajo,

separación del mundo, vida celibataria; unos valores: la practica de las virtudes (fe, humildad,

obediencia, silencio, caridad), una ascesis, un principio de discretio; unos modelos (los Padres

del desierto) y unas instituciones (v.g. la abacial, los decanos); la interpretación y expresión

de dicha experiencia asumirá en la Regla, sobre todo, una expresión literaria (la misma Regla)

24 Cf. A. VEILLEUX, Le rôle de la sous-culture monastique dans la formation du moine, en Nouvelle Revue

Theologique 100 (1978), pp. 735- 738. 25 Cf. J. LECLERCQ, Evangile et culture dans la tradition bénédictine, en Nouvelle Revue Theologique 94 (1972) 171-182.

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Precisamente esta conexión de la experiencia espiritual con la expresión literaria se

va a revelar muy fecunda en la historia benedictina. No hay vida benedictina sin literatura.

Baste mencionar que la Regla para ser vivida en rigor necesita una literatura de base: se

requiere un mínimo de conocimiento literario para determinadas prácticas de la vida común

como el Opus Dei y la lectio divina, la cual incluye la meditación (aprender de memoria); se

menciona la existencia de una biblioteca (RB 48,15), la biblioteca presupone para su

incremento un “scriptorium”, así entre los utensilios que el Abad debe proporcionar a los

monjes se mencionan la pluma y tablillas para escribir (RB 55,19) Es, por tanto, necesario en

el monasterio tener libros, saber leerlos, saber escribirlos o aprender a hacerlo si se ignora. La

formación de “niños oblatos” reclama monjes docentes, grammaticus (que entienden los

textos) Ya hemos señalado la concepción del monasterio como una schola en la que se

dispensa una doctrina que debe aprenderse de los grandes maestros como son los autores

monásticos los mencionados en el cap. 73 (doctrinae sanctorum patrum), los clásicos de la

literatura cristiana antigua, y conocer los autores clásicos demanda un conocimiento de

nociones complejas no sólo ascético-doctrinales para valorar su doctrina26, sino también

conocimientos estilísticos y lingüísticos del latín que ya por entonces no era la lengua

hablada. El Abad es el padre y el maestro del monasterio “docto en la ley divina” que debe

conocer y enseñar la doctrina y adaptar su método a los diferentes temperamentos de sus

monjes (Cf. RB 2)

Por otra parte, encontramos en la Regla una terminología típicamente escolástica para

encuadrar la praxis monástica: schola, magíster, magisterium disciplina, doctrina, discipulus,

expresiones que apuntan a una vida monástica considerada como una “sapiencia”; separado

del mundo el monje debe inventar la propia cultura, la verdadera “filosofía” de la que hablan

los textos monásticos.

Por lo demás, hay en la RB una concepción del espacio y del tiempo expresada como

“el claustro del monasterio” y “año litúrgico” que en el sucesivo desarrollo de la cultura

monástica, en su aplicación fecunda a la teología, encuentran sus raíces precisamente en esta

concepción espacio-temporal de la RB.

26 Cf. G. PENCO, Lo studio presso i monaci occidentali nel secolo VI, en Los monjes y los estudios, IV Semana de Estudios Monásticos, Poblet 1963, pp- 41-60.

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Resumiendo, el mérito de S. Benito ha sido el de representar sus intuiciones

espirituales en una organización institucional que responde adecuadamente tanto a su

experiencia espiritual como a las exigencias de su momento histórico-cultural y de la

tradición monástica anterior a él. Alcanzar un equilibrio admirable entre las observancias

cardinales de toda vida cenobítica (armonía entre oración y trabajo, entre servicio litúrgico

coral y oración íntima con Dios, entre libre sumisión y humilde autoridad, entre autonomía

individual y mínimo significativo para que una comunidad se pueda desarrollar, entre ascesis

y moderación demandada por la debilidad), que aún siendo insertadas en un cuerpo

institucional, más o menos complejo y detallado, marcado inevitablemente por su propia

psicología, por las concepciones insoslayables de su tiempo y país, y por las propias

tradiciones monásticas, no se dejan encerrar en los propios límites culturales. Sino que

encierra en sí unas potencialidades tales que permiten, a personas y grupos de todas las

culturas, la identificación y la asunción, personal y grupal, de las intuiciones espirituales que

la sustentan. Una configuración cultural (memoria de la experiencia) en el que la ascesis

vehicula una antropología, la liturgia una teología y la organización de las relaciones

comunitarias interpersonales un proyecto socio-político cabal. Y en la que la expresión de la

experiencia en producto cultural (en literatura) no es algo paralelo, alternativo o competidor a

la experiencia espiritual, sino la floración necesaria de una vida monástica vivida en plenitud.

Ahí radica justamente el éxito histórico de la persistencia en el tiempo de la vida

benedictina: haber conseguido una simbiosis fecunda entre su núcleo espiritual, primordial y

axiomático, con la adecuación a unas determinadas observancias monásticas, contingentes y

culturales, que haciéndose significativas para el hombre concreto de cada momento histórico,

asumen el valor cultural renovado de símbolo de una disposición espiritual. Núcleo espiritual

inculturado significativamente en su entorno que se revela permanente y copioso promotor de

cultura.

B.- Los factores socioculturales incitación innovadora de la cultura monástica

Uno de los rasgos más singulares y permanentes de la cultura monástica ha sido su

extrañamiento del mundo. Pero paradójicamente, los grandes momentos de renovación en la

historia del monacato suelen coincidir con contextos de cambio cultural. Han sido aquellos en

los que las energías innovadoras y marginales de la vida monástica fueron capaces de enlazar

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con las nuevas sensibilidades, y reinventando una nueva configuración cultural monástica,

más conforme con la sensibilidad religiosa de su tiempo, dieron una respuesta significativa a

la nueva situación emergente. Han sido los factores y fermentos socioculturales los que,

paradójicamente, han provocado los ciclos de lo monástico.

Ocurrió así ya desde las primeras formas de su institucionalización, cuando la

anacoresis social de muchos campesinos egipcios que abandonaban su trabajo y sus pueblos

para huir al desierto escapando del gravamen impositivo de las tasas imperiales, favoreció la

anacoresis monástica para acrecentar en la soledad las tendencias ascéticas de ciertos grupos

eclesiales. Antonio y sus discípulos, no fueron un brote silvestre sin raíz cultural. Su función

de padre espiritual en el desierto debe ser observada en analogía con la del disdáskalos en la

Iglesia primitiva. Y no debemos olvidar, tampoco, que este tipo de formación era común tanto

en los centros filosóficos griegos, como en la tradición hermética egipcia, en la que el

encuentro personal con el maestro espiritual era considerado el medio esencial del progreso

espiritual. En realidad, cuando los primeros discípulos se adentraron en el desierto a la

búsqueda de un padre espiritual no hicieron sino trasladar al desierto la didaskalía origenista

en Alejandría. Consecuentemente su institucionalización monástica y la expresión e

interpretación de su experiencia espiritual, aunque marginales, eran culturalmente

significativas a su entorno.

Y lo mismo podemos decir de la institucionalización cenobítica pacomiana deudora

del ambiente político y social que la reforma administrativa del emperador Diocleciano

impuso en Egipto. Dicha reforma creó un nuevo orden administrativo combinando autonomía

local con la dependencia de la metrópoli. Estimuló una transformación agraria que permitió a

los campesinos crear cooperativas para colaborar en la producción y en el pago de las tasas.

Este desarrollo político fue la mediación ideal para que Pacomio pudiese modelar su

experiencia espiritual del amor cristiano como “servicio” concreto y material a los hombres,

en una organización monástica cenobítica centrada en el servicio mutuo en la caridad. Su

gusto por la federación de monasterios, su práctica de asentar los monasterios a los flancos del

Nilo, cerca de la actividad económica, civil y eclesial; su insistencia en la autonomía

económica de los mismos gracias a su trabajo, se explica muy bien en el contexto de la

reforma diocleciana. Pacomio concibió su organización cenobítica con la estructura de un

“pueblecito” (así llamaba a sus monasterios) copto de la época, en el que las relaciones

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humanas estuviesen ordenadas mediante unas reglas derivadas de los valores emanados de su

experiencia espiritual27. De ahí el éxito de su congregación monástica al sintonizar fácilmente

y potenciar la cultura del campesino copto de su tiempo.

Lo mismo podemos señalar de la reforma monástica de Benito de Aniano impulsada

desde la concepción política imperial de Carlomagno. Dos de sus iniciativas en materia

eclesiástica dieron como resultado un renacimiento literario: la reorganización de la liturgia y

la vida monástica. A esta llegó a prohibir dedicarse a la pastoral parroquial y misionera para

devolver a los monasterios al papel de grandes centros intelectuales y económicos. Con este

ideal imperial del monasterio centrado en el servicio divino y la conservación de la cultura

antigua se unirá, entusiasta, Benito de Aniano mediante la restauración del espíritu de la RB y

la institucionalización, un tanto canonista, de las observancias monásticas y los usos litúrgicos

en el cuadro de la unidad imperial. Llegó a fundar una especie de monasterio modelo al que

los funcionarios imperiales se remitían en la aplicación de los decretos reformadores.

La reforma monástica de Benito de Aniano, respondía en su expresión cultural al

renacimiento del periodo carolingio en el que se redescubre y asimila la herencia literaria de

la antigüedad clásica. Se trataba de re-cristianizar (ahora que la fe no estaba amenazada por

las herejías) el legado de la antigüedad. La cultura monástica tiende a asimilarla como medio

de formación humana y cristiana. Usa la lengua y la literatura clásica para servir a fines

religiosos. La fuente de la literatura clásica se une ahora con la fuente de la literatura patrística

para formar la cultura literaria monástica medieval 28, con ello no sólo salva los elementos

literarios clásicos, sino que se transmiten con vitalidad positiva y creadora.

Se ha visto a Benito de Aniano como el fundador de la “cultura benedictina”, y puede

que sea cierto. Fue él quien, frente al periodo anterior de las reglas mixtas, impuso la Regla

de San Benito como normativa exclusiva e institucional de las observancias de la vida

monástica. Y fue él quien impulsó que la expresión de la cultura monástica asumiera como

actitud intelectual la recuperación de la literatura antigua (los Padres y los clásicos) para

buscar la inteligencia de los misterios. Una cultura desarrollada en los monasterios orientada

sobre todo hacia la espiritualidad, con unas mismas constantes culturales: la liturgia, el culto

27 Cf. J. M. LOZANO, La cuminitá pacomiana dalla comuniones all’istituzione, en Claretianum 15 (1975) 237-267. 28 Cf. J. LECLERCQ, Cultura y vida cristiana, pp. 51-67.

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de la Biblia a través de la lectio divina que la confiere un cierto “estilo bíblico”; el sentido de

la tradición que induce a los monjes a recuperar el pasado de la Iglesia y los escritos de los

Padres, procurándole un cierto “estilo patrístico” y, por fin, un cierta tendencia ascético

espiritual que favorece una producción preferentemente religiosa, más sapiencial que

enciclopédica.

Sin embargo, será un siglo más tarde cuando la uniformidad y centralización

monástica pretendida por Carlomagno alcanzará su apogeo con el fenómeno cluniacense.

Dentro del cuadro jurídico institucional creado por Benito de Aniano, con Cluny (908) se

retornaba a las exigencias monásticas fundamentales: oración, trabajo, estabilidad, silencio,

retiro. La centralización de la “congregación” cluniacense y la dependencia papal perseguían,

en principio, evitar toda ingerencia secular y episcopal que ligaba a los monasterios con el

sistema feudal, pero acabó siendo uno de los soportes más importantes del mismo. El éxito de

Cluny fue parejo a la penetración del monasterio en la institución feudal. Cluny se extendía

esforzándose en ganar a los príncipes, por eso se encontró fuertemente implicada en la vida

política y social de toda Europa. Para los cluniacenses la Iglesia y el estado se debían mutua

ayuda. Por la misma fidelidad a la idea “imperial”, los monjes de Cluny optaron por entrar en

la clericatura. Se ordenaban sacerdotes con el consiguiente abandono del trabajo manual y una

mayor dedicación a la cultura intelectual. Nada era poco espléndido para la casa de Dios y

para el servicio de Dios: todo, en el culto (vestidos y ornamentos) era magnífico. Y toda

expresión artística, especialmente la música, tenía un lugar destacado en la vida de Cluny.

Los monasterios cluniacenses, sin embargo, a pesar de las fuertes implicaciones con la

sociedad profana, fueron centros de intensa vida de oración y de unión con Dios. De sus

contactos con el monacato celta y oriental, Cluny elaboró su propia espiritualidad afectiva.

Sus monjes buscaban a Dios más con el corazón que con la mente. En sus ejercicios ascéticos

y místicos trataban de producir actos de amor a Dios, sin especular sobre la naturaleza del

amor. Cluny representaba en su esplendor cultural la realización señera del espíritu de la

reforma carolingia29 y en su estructura institucional de tipo monárquico encontró solución a la

ingerencia de la autoridad civil y episcopal en los monasterios, pero ni era “benedictina”, ni

encerraba una visión para el futuro que apuntaba hacia una radical renovación.

29 Cf. J. LECLERCQ, Cluny una cumbre, en Espiritualidad occidental. Fuentes, Salamanca 1976, pp. 105- 176.

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La reforma cisterciense, por su parte, esta ligada a los profundos cambios culturales de

los siglos XI y XII30. En efecto, en una Europa totalmente cristianizada se produjo en la

población una efervescencia de reforma de las prácticas religiosas. Se manifestaba en el deseo

de una espiritualidad más simple, de un tipo de relación personal con un Cristo más humano,

en el deseo de una Iglesia separada de los asuntos mundanos. La piedad es más afectiva que

especulativa, la experiencia personal era considerada requisito indispensable a la certidumbre

religiosa. Los autores medievales se interesan por la theoría (contemplación) de las cosas

divinas y en consecuencia se incita a la fuga mundi, con un notable incremento de la corriente

eremítica. En este clima de hambre de Dios aparecen los Pauperes Christi, predicadores

itinerantes, muchos de ellos eremitas, que llamaban a las almas generosas a la pobreza

radical, a la interiorización de Dios, a la soledad.

El descubrimiento del individuo, que caracterizó esta época, tendía a hacer de la

salvación un asunto estrictamente personal. Esto propició que buen número de almas

generosas a retirarse en lugares solitarios. Fueron los años en que eremitas – personas y

grupos- de Constantinopla, Italia e Irlanda llegaron a Francia. La mística del eremitorio

propició la reaparición del interés por los escritos de los Padres del Desierto, Jerónimo,

Agustín y Casiano. Al mismo tiempo que crecía el convencimiento de que los monasterios no

ofrecían ya una atmósfera favorable para la contemplación y la paz. Eran demasiado ricos.

Sus monjes eran sacerdotes con demasiados empeños pastorales. Poseían sirvientes. Estaban

demasiado ligados con la jerarquía social y eclesial con funciones y responsabilidades

públicas que cumplir. El monacato tradicional entró en crisis31.

La Iglesia afrontó estos cambios culturales desde la llamada “reforma gregoriana” que

no sólo luchó contra la investidura laica, el matrimonio de los clérigos o la simonía, sino que

se esforzó en separar en la Iglesia el elemento laico del clerical, para delimitar bien la

jerarquía sacerdotal unida bajo un papado consciente de su primacía. El clero debía separarse

de los asuntos mundanos para vivir una vida más espiritual, la Iglesia debía redefinir su

relación con el estado.

30 La bibliografía sobre el tema es amplísima. Baste mencionar uno de los últimos libros aparecidos, M. CASEY, Cister. Orígenes, ideales, historia, en Espiritualidad monástica 38, Burgos 2000. 31 Cf. J. LECLERCQ, La crisi du monachisme aux XI et XII siecles, en Bulletino dell’Istituto storico italiano per il

Medievo e Archivio Muratoriano 70 (1958) 1-45. IDEM, La crisis del monachismo en los siglos XI y XII,

Espiritualidad occidental. Fuentes, pp. 176-228.

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El monacato, por su parte, afrontó el cambio cultural y eclesial, no desde una reforma

del monacato tradicional, pues nada era decadente en sus observancias, sino desde una

genuina renovación que respondía a una aspiración sentida de todo el pueblo cristiano.

Cuando nace Citeaux, en 1098, nace precedida de otras fundaciones que no tuvieron éxito,

pero que propiciaron un ambiente espiritual renovador. Sus raíces penetran profundamente en

la reforma gregoriana, por ello cuando se funda el “Nuevo Monasterio”, la espiritualidad

sobre la que se asienta, era históricamente perceptible y socialmente eficaz.

Cister era un retorno a la Regla original de S. Benito, que quería ser observada tal

como fue vivida por Benito en Montecasino en el s. VI con una jornada divida entre Opus

Dei, trabajo manual y lectio divina. Pero más allá de todo esto, era un retorno a la paupertas

Christi. Con Cister el monacato redescubría la simplicidad, la pobreza. En la liturgia no había

ornamentos, ni cálices de oro. Las iglesias fueron privadas de toda decoración,

desarrollándose en compensación una arquitectura de una gran belleza en la simplicidad y

belleza de líneas. Todo era pobre pero bello en su simplicidad. Y con ello respondía a las

aspiraciones espirituales del laico contemporáneo. La simplicidad y pobreza de Cister

sintonizaban con los deseos y las aspiraciones religiosas de todo el pueblo cristiano.

Cister conectaba también con el fuerte movimiento eremítico. En los primeros escritos

de la Orden, el Nuevo Monasterio es llamada un eremus32. Pero no en el sentido de vida

solitaria, porque desde el inicio la vida era cenobítica, sino de separación del mundo. En

Cister la vocación al desierto adquiere una dimensión colectiva que no tenía antes, con lo que

el individualismo salvífico es menos perceptible. Ciertamente la vida eremítica va ligada a

una experiencia individual de la vida espiritual y a un sentimiento más personal de la

salvación. El genio de Cister consistirá en recuperar para una vida común esta corriente

espiritual de todos los tiempos, más atenta a la nota individual, a la experiencia personal, a las

exigencias espirituales. En esto tuvo mucha relevancia el acontecimiento del advenimiento

cultural del descubrimiento de la singularidad del hombre, el hallazgo de su individualidad.

Lo que permitirá a los cistercienses interesarse por el “espacio interior” de la persona (el

claustrum animae) uniendo a las consideraciones objetivas en los temas monásticos, aquellas

subjetivas - al sacramentum el affectus, a la historia de la página sacra la pietas y la devotio -,

32 Exordium Parvum, IV, 5: “Se dirigieron a un eremum llamado Ciste”.

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llegando a desarrollar una mística nupcial en la que la relación con Dios asume un carácter

decididamente personal. El fruto maduro de las reflexiones sobre los misterios de la fe

operadas en este tiempo es lo se llamará “teología monástica”, es decir una teología

sapiencial dirigida a todo el hombre y no sólo a la razón como la teología escolástica. “La

teología monástica se dirigía al hombre en su totalidad, al que quería favorecer un

crecimiento armónico y una experiencia de Dios, no sólo el conocimiento abstracto,

conceptual, ni únicamente su utilización pastoral”33.

Con Cister, pues, se manifiesta un cambio importante en la institucionalización y

expresión del sentido de la vida monástica. Hasta 1020 la sociedad estaba dividida entre “los

que oran, los que combaten, los que trabajan”, el monacato aparecía como la vanguardia del

pueblo de Dios en marcha hacia la eternidad beata. El monje por medio de la plegaria entraba

en la vida celeste y con sus ruegos protegía de la ira divina al pueblo que aún continuaba

faltando a sus compromisos. La ascesis y el pecado no son ignorados, pero son secundarios.

En el s. XII, sin embargo, la concepción es diferente. El monasterio es la nueva representación

de la comunidad de Jerusalén, imagen de los primeros bautizados reunidos entorno a los

apóstoles. Como ellos los monjes deben vivir en el fervor, en la comunión de bienes y en la

espera de los últimos tiempos. La referencia pasa, pues, a la santidad humana. El combate por

la perfección de la santidad es el de hombres sometidos a la tentación luchando fieramente

contra los pecados del mundo. La imitación de los apóstoles será el criterio de la autenticidad

cristiana.

Y más sumariamente, ¿ cómo no vincular el florecimiento de místicas cistercienses en

los monasterios de los Países Bajos y Alemania con el movimiento cultural y místico de las

mujeres religiosas34? ¿ O la restauración monástica del XIX, antes mencionada, sin

envolverla en la recuperación de la “idea novelesca” de la Edad Media por parte del

movimiento romántico y en la recuperación de la “tradición” eclesial en la Iglesia contra el

modernismo?

Concluyendo. Hemos efectuado esta larga evocación de la historia del monacato con

un solo objetivo: manifestar cómo la cultura monástica, en su sus niveles institucional y

33 Cf. G. PENCO, Senso del’uomo e scoperta dell’individuo nel monachesimo dei secoli XI e XII, p. 313. 34 Cf. R. DE GANCK, El contexto religioso de las “mulieres religiosae”, en Cistercium 220 (2000) 705-723.

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expresivo, ha sido capaz de dejarse fecundar por sugestiones, instancias y valores culturales,

cambiantes y coyunturales, para después re-expresarlos en forma propia y original,

reconfigurando así una realidad monástica cultural nueva. Sólo así la vida monástica se ha

mantenido significativa. Con ello resulta indudable que su extrañamiento del mundo no es

extrañamiento de su cultura, sino de su mundanead.

4. - ¿ Y hoy? ¿Es posible una nueva cultura monástica?

El hoy es siempre el producto de la historia, pero también es el tiempo en el que se

cambia la historia. Por eso, ante pregunta tal, y consecuentes con lo arriba expuesto, tenemos

que responder que no puede ser de otro modo si la cultura monástica no quiere acabar en

reliquia cultural o en gueto fundamentalista. La cultura monástica tiene que estar

inexcusablemente abierta a la novedad cultural de cada tiempo para reconfigurarse y re-

expresarse significativamente. Si ambicionamos que permanezca lozana y fecunda es preciso

que cada generación monástica la descubra contemporánea y la reformule desde la novedad

que ella le participa.

Nuestro hoy no es ciertamente el de la Edad Media inmersa en la estructura cultural de

la antigüedad cuyo fundamento de cultura y vida era la religión. Ni tan siquiera la modernidad

de paradigma cartesiano-newtoniano en el que todo se conceptúa racional y distintamente con

lógica instrumental y en el que la autonomía de las realidades temporales es axioma central.

Modernidad finalmente aceptada por el Vaticano II y que propició el comienzo de la

renovación monástica en la que aún estamos inmersos35. Hoy nos encontramos en un

momento cultural surgente, en clara sensación de cierre de época y apertura a otra cosa que se

presiente naciendo, al que los pensadores contemporáneos denominan vagamente como

“postmoderno” 36 o “postcristiano” Y al que describen, en sus trazos más gruesos, como una

cultura de la inmanencia, afincada definitivamente en la finitud y en la cotidianidad, de

transcendencias “menores”,”horizontales” “laicas”37. Subjetiva hasta el solipsismo, funcional,

de lógica tecnocientífica económica y pragmática que objetiva todo en funcionalidad rentable.

35 Cf. M. TORCIVIA, Il Monachesimo benedettino italiano postconciliare. Lettura del cammino percorso e

proposizione di alcuni esempi di rinnovamento, en Claretianum 41 (20001) 129-179. 36 Cf. J. F. LYOTARD, La condition postmoderne, París 1979. 37 Cf. A. COMTE- SPONVILLE - L. FERRY, La sabiduría de los modernos. Diez preguntas para nuestro tiempo. Barcelona 1999, p. 231.

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Donde la complejidad se destaca como rasgo sustantivo de la percepción de lo real, en un

“depende” relativista que se opone a la idealización, que profesa imposible la utopía, los

“grandes relatos” como explicaciones centrales y únicas que den un sentido objetivo y total a

la vida y a la historia.

Una cultura de los individuos, de lo privado y de lo singular, aspirante al bienestar

presentista y hedonista, donde el cuerpo humano ha adquirido un centralidad abrumadora38.

En la que se ha visto el paso de la razón y la lógica al sentimiento y a lo estético, incluso hasta

la sensualidad directa y llana. Acompañado por el consiguiente paso de la interiorización a la

exteriorización, del contenido al formalismo subjetivista cada vez más explícito. Donde la

persona busca individualmente dentro de sí misma las soluciones a sus problemas sin

preocuparse de objetivarlos. Al contrario, todo queda al arbitrio del punto de vista personal,

del criterio subjetivo. El hombre actúa según su estado de ánimo, según cómo siente. Pasan a

primer plano el sentimentalismo, la irracionalidad, las pasiones, las fantasías. El lenguaje

creativo ya no pretende la comunicación sino la originalidad, la autoafirmación en códigos

privados que proyectan una forma de vivir y existir emancipada y distintiva.

Este antropocentrismo ansioso está produciendo un cambio en el paradigma religioso

al que algunos analistas denominan “metamorfosis de lo sagrado”39, y que consideran tan

decisivo como el que tuvo lugar en el “tiempo eje” alrededor del s. IV a. C., en el que la

trascendencia ya no remite a un Absoluto denominado Dios o Misterio; sino que remite a

pequeñas transcendencias horizontales, a dioses menores, que no traspasan el umbral de lo

humano, de lo valioso subjetivado de la condición humana. Formas religiosas que podrían

denominarse religiones sin Dios. Efusión de religiosidad indeterminada, neopagana y

politeísta, manifestación no estructurada del sentido de trascendencia; iconoclasta con la

idolatría de las fórmulas y ritos, de la identificación de lo divino con las instituciones

concretas. Inclinada hacia el momento místico y apofático. Religiosidad de la experiencia,

proclive a la expresión paradójica y a la valoración del sentimiento por encima del enunciado

38 Baste como ejemplo de la dimensión actual de este fenómeno la frase de F. Umbral en el periódico El Mundo: “lo que te pide el cuerpo es verdad, no lo traiciones nunca” 39 Cf. J. MARTÍN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Santander 1998.

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doctrinal. “Religión a la carta”, producto de materiales múltiples combinados a la medida de

las necesidades humanas40.

Resumiendo. Si una Edad Media cristianizada alcanzaba afirmar “mi reino no es de

este mundo”; la modernidad contra el cristianismo se atrevía a declarar “mi reino es este

mundo”. Mientras que una postmodernidad liberada del cristianismo canturrea lúdicamente

“mi mundo es este reino”.

Un cambio cultural de tal envergadura afectará, sin duda, grandemente a la cultura

monástica. Y la afectará en los 3 niveles que la configuran como cultura. En el núcleo

fundamental identificativo de su experiencia espiritual (la aspiración a Dios y el Evangelio),

la cultura monástica debe aparecer, por contraste frente a un mundo transcendencias chatas,

con nitidez iluminadora y provocativa. La esencia de la cultura monástica es la experiencia

espiritual, el anhelo de la trascendencia bajo la guía del Evangelio. Monje es aquel que ha

“experimentado”, el que ha sido beneficiado de la experiencia de la Presencia. Por lo mismo,

la cultura monástica tiene que tomar conciencia de que su núcleo fundante es fe y sólo fe, una

actitud teologal: búsqueda de Dios en docilidad al Espíritu.

Este núcleo espiritual, que no es otro que el mismo núcleo cristiano, no tiene “forma”.

Consiste más bien en el reconocimiento de la Presencia de la que se procede, a la que se

anhela y a la que se abandona confiadamente en amor descentrado de sí mismo. El núcleo

fundante de la cultura monástica es la referencia a Dios y sólo. “Buscar a Dios, solo a Dios.

Nada fuera de Dios” (S. Bernardo) Dios como unum necessarium. Conciencia de su presencia

en el espesor de lo cotidiano, en todas partes y en todas las personas.

De ello podemos concluir que la cultura monástica deberá ser experta de las cosas

esenciales. Se trata de estar afincados en la fe en un Dios vivo, personalmente conocido. De

representar lo esencial de toda vocación humana: ser creyente que sólo cree en Dios. Lo

demás, añadidura. Y esta experiencia adoradora de hombres de fe viva deberá abrir la cultura

monástica a todo ecumenismo: antropológico (se sabe inscrita en corazón del hombre en su

anhelo fundamental de Dios), intermonástico (adquiere conciencia de su dependencia de las

40 Los estudios más detallados sobre este fenómeno se deben a J. Mª. MARDONES, Para comprender las nuevas

formas de religiosidad, Estella 1994; Síntomas de un retorno. La religión en el pensamiento actual, Santander 1999; En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro, Madrid 2000.

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tradiciones e interpretaciones socioculturales), e interreligioso (como experiencia primordial

de religación en el centro de la persona con la divinidad)

Por último, una cultura monástica amarrada en la trascendencia, que se sabe fe como

opción, sin apoyos culturales humanistas, en una cultura de religiosidad subjetiva,

desestructurada, sentimental y narcisista, conocerá la irrelevancia social y la reducción

numérica, por ello deberá estar muy atenta a no caer en una espiritualización de la fe, en una

huída al culto, al refugio de la pseudo-mística de la contemplación intimista.

También en el nivel de la memoria de la experiencia la cultura monástica se verá

afectada por el momento cultural postmoderno. Deberá encontrar una nueva y fiel expresión

del mismo núcleo de fe y de la experiencia espiritual en una estructuración de las

circunstancias de su vida que transparenten y faciliten el ejercicio de esa experiencia. Por ello,

la cultura monástica deberá diferenciar claramente valores de estructuras. Este sería, a juicio

de la abadesa Sutto, el reto más importante que le toca vivir a la cultura monástica en estos

tiempos de incertidumbre: responder en modo adecuado a los tiempos nuevos manteniendo a

salvo los valores eternos de la vocación monástica, vistiéndolos, sin embargo, de formas tanto

nuevas, cuanto los tiempos nuevos lo requieran, aunando obra de delicado discernimiento a la

par con audacia creativa41. Esto demanda conocer tanto la propia cultura monástica, como

indagar la cultura contemporánea que nos envuelve, reconocer los “semina Verbi” que hay en

ella y escrutar también los elementos negativos que deben ser sanados.

Todas las observancias monásticas deben ser símbolos para la cultura contemporánea

de una concepción de la vida, de una experiencia espiritual, de unos valores. Ser marginal no

exime a la cultura monástica de ser significativa. Y para ser significativa tiene que poseer

significados compartidos con la cultura dominante. Observancias y tradiciones que sólo son

significativas al interno de la propia cultura monástica, o peor aún rutinarias, no cumplen su

misión primordial de transparentar y durar la experiencia espiritual, de vivenciar la fe frente el

mundo. Las observancias, tradiciones e instituciones tienen como misión ser transparencia de

la Presencia que las origina y las habita, configuración existencial de su voluntad y sus

valores, irradiación del amor que las motiva y las reclama, espacio existencial de la caridad.

41 Cf. I. SUTTO, Il futuro del monachesimo italiano, en AA. VV., Presenza del monachesimo italiano nella

Chiesa e nel mondo italiano, Parma 1993, pp. 108 s.

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Por ello, están llamadas a conectar con la cultura contemporánea, no ya de modo deductivo y

dominante como en la Edad Media, sino inductivo, crítico e indirecto, como fermentos

culturales de valores que favorecen el hallazgo por parte del hombre del anhelo espiritual.

Marginales y contraculturales, pero auténticos y significativos. Sirviendo a la misión que los

origina.

Nada de la tradición multisecular del monacato debe ser orillado, nada debe ser

sacrificado en aras de una adaptación cultural simple y llana. Pero si deberá ser reflexionado

en sus contenidos y reconfigurado en sus formas y lenguajes para ser significantes para el

hombre y la cultura de hoy. Esto nos debe poner en guardia ante un riesgo recurrente en los

tiempos de incertidumbre, el de las interpretaciones tradicionales de la tradición. Sobre todo

en este tiempo postconciliar, cuando a una ilusionada renovación parece haber seguido una

merma numérica de monjes y una ausencia sensible de vocaciones, suelo abonado donde

surgen necesidades de seguridad, de certezas y claridades, de vuelta a lo conocido. Se retorna

a las autoridades fuertes, a las ortodoxias, a los dogmatismos, a las “disciplinas” tradicionales

históricamente afirmadas. Se buscan aproximaciones a movimientos eclesiales que todavía no

se han perdido para la Iglesia y conservan el predominio de lo espiritual y de la obediencia

jerárquica sin fisuras.

Por el contrario, la cultura monástica en su vivencialización de la fe deberá recordar

que el pelagianismo (la salvación por el propio esfuerzo) y la gnosis (salvación para los

iniciados y espirituales) son una serpiente nunca del todo arrojada del paraíso monástico. La

vida monástica pertenece radical y nuclearmente a la Iglesia, pero su misión es para el mundo,

en el que debe incoar la primacía del Absoluto en permanente búsqueda de coherencia de

vida.

Y por ultimo, también en el nivel de la expresión e interpretación de la experiencia la

cultura monástica debe responder al nuevo momento cultural. Ya hemos señalado como en

toda la cultura monástica la relación entre la experiencia espiritual y el texto escrito no era

algo paralelo o competidor, sino hontanar y floración necesaria. Y hoy no puede ser de otro

modo. Frente a una cultura de pensamiento débil, que se conforma con verdades “para ir

tirando”, pequeñas y funcionales, que abomina de las certezas, que se proyecta en mera

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estética o retórica, la cultura monástica tiene que apostar por el contenido, tiene que apostar

por la Verdad.

Siempre ha sido así en la cultura monástica, porque buscar a Dios es buscar la Verdad,

la verdad de Dios y al Dios verdadero. Y deberá continuar siendo así. Buscará la Verdad de

Dios, en primer lugar, en la Sagrada Escritura y en la tradición patrística, su prolongación

natural. Para ello gestionará seguir implicada en la investigación y desarrollo de las ciencias

sagradas. Añadiendo al método científico el plus de reverencia al Misterio de Dios que aporta

la confesión de fe y la experiencia del amor. Se aplicará también a la búsqueda de la verdad

de la propia historia y tradición monástica, de la espiritualidad y de la Regla benedictina

mediante estudios y análisis serios y positivos, para proponer los valores y la realidad del

monacato en términos que puedan aguantar los desafíos de las corrientes actuales del

pensamiento.

Buscará y presentará también la verdad sobre el hombre. Una definición completa del

hombre como ser abierto y ávido del encuentro con Dios; como animal de largo alcance que

no puede ser arrojado a una vida sin trascendencia, a un mundo de “esclavos felices”

sincrético y frustrante. Para ello la cultura monástica deberá presentar sus observaciones sobre

la experiencia humana en el proceso del camino de la salvación. Investigará nuevas y fieles

“escalas del paraíso” que ayuden al hombre de hoy a descubrir su propia esencia e historia en

referencia a Dios, en itinerario a la salvación.

Reflexionará también sobre la verdad de la historia y el sentido de la vida. Hoy no es

el “fin de la historia” como pretenden algunos para acomodarse cansinamente a la finitud. La

cultura monástica deberá proponer, renovada, su secular “aspiración al cielo”, a la “Jerusalén

del cielo” como el fin más humano para la historia, ofertando así sentido de economía

salvífica a la vida humana. La vida es éxodo y camino, la vida tiene misión. Lo temporal

adquiere el valor desmedido de referencia a lo eterno. Recordar al hombre de hoy que siempre

hay más de lo que sucede, ayudar a recuperar la esperanza, deberá ser un aporte comprendido

como esencial en la cultura monástica actual.

Acabamos. La historia enseña que cuando las energías espirituales de la cultura

monástica han sabido dejarse solicitar por los cambios culturales de su entorno y darles una

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adecuada respuesta creativa, no ha perdido ni su vitalidad ni su mordiente en la Iglesia y en el

mundo. Incitémonos, pues, para la escucha, la reflexión, el dialogo y la creatividad, porque

hoy también serios desafíos nos solicitan a reencontrar, reconfigurar y reinterpretar la cultura

monástica en autenticidad.