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Morante de la Puebla Tratado de armonía Fotografías de Andrés Lorrio Textos de Lorenzo Clemente La esfera de los libros

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Morante de la Puebla

Tratado de armonía

Fotografías de Andrés LorrioTextos de Lorenzo Clemente

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CAPÍTULO I

Pasión por Morante

EL toreo del siglo XXI, como probablemente el de cualquier otro tiempo, será emoción o no será.Y la emoción puede llegar del ruedo al tendido fundamentalmente por dos caminos. Uno es el del toro bravo, encastado, de presencia

imponente, al que el torero domina y al que, por momentos, puede dar muletazos largos y templados. El otro camino es el de los toreros que crean y transmiten una sensación de conjunción absoluta con la embestida del toro en un toreo encajado, artístico, hondo, bello.

Morante de la Puebla es el representante más genuino de esta segunda vía de transmisión de las emociones del toreo.De los toreros de hoy y de los de siempre. Porque son muy pocos los toreros que se recuerden que aúnen de igual modo conocimiento de

las suertes, dominio de los toros (cuando lo requieren y el torero así lo decide) y plenitud artística.Morante puede dar sentido a una tarde de toros con un solo lance, con un gesto, con una improvisación. Y eso es algo que únicamente

está al alcance de los elegidos. Por eso Morante arrebata a los aficionados de un modo que no lo hace en la actualidad ningún otro torero (solo José Tomás, y de forma menos visceral). Y acudir a cada una de las plazas en las que torea el de La Puebla constituye la peculiar temporada de algunos aficionados.

Porque Morante tiene partidarios que le siguen de forma ciega. Que indagan en cada gesto del torero, en sus gustos y excentricidades, en sus aficiones (a los habanos, al boxeo…). Y tratan de explicar con ellos su forma de estar delante del toro. Justifican cada uno de sus actos y buscan explicaciones profundas a gestos cotidianos o a simples manías. Estos seguidores le adoran incondicionalmente y le odian por momentos, pero no por lo que hace cuando se quita de en medio con brevedad a un toro del que no va a sacar faena, sino por lo que saben que han podido dejar de ver.La esfe

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Morante es un torero con una personalidad única. De torero antiguo. Un torero al que se reconoce como torero dentro y fuera de la plaza. Como ha sido siempre. Y como lo seguirá siendo mientras algunos sigan siendo tocados por la gracia.

El inclasificable Rafael de Paula fue durante un breve periodo de tiempo el apoderado de Morante. Durante aquellos meses Morante creció en hondura y en duende torero a la vez que, según cuentan, la gestión propia del apoderamiento era aún menos ordenada de lo poco que ya acostumbra a ser esta representación en el ámbito taurino.

Pero sin duda Paula potenció lo que de bohemio y singular había en Morante. Y dejó una definición para la historia. Decía que el duende son unas bolitas que Dios tira y que, de vez en cuando, le caen a algún artista. A Morante, cosas del azar, debieron darle varias de distintos colores.

Debe matizarse, en todo caso, que el duende en el toreo no es un don gratuito e innato. Es el resultado de añadir a las condiciones naturales del torero un esfuerzo constante y una búsqueda continua de la perfección. Sin un sentido personal de la armonía y de la belleza, sin una capacidad propia para llevarla a cabo, no habría toreo de arte posible. Pero esas condiciones no valdrían de nada sin una preparación intensa, física y mental, para poder desarrollarlas delante del toro. Se atribuye al genial Paco de Lucía un pensamiento sumamente ilustrativo, en su caso referido a la guitarra flamenca: «Llevo desde niño practicando todos los días una media de catorce horas y a eso, en mi tierra, lo llaman duende».

A veces se critica a Morante su falta de valor. Y se alude a las ocasiones en las que se quita pronto de en medio a algún oponente al que no ve faena. Lo primero es falso. Lo segundo solo demuestra una visión estajanovista del toreo que, afortunadamente, hay genios como Morante que han despreciado de forma absoluta.

Morante es un torero tremendamente valiente. Primero porque cualquier torero lo es. Y después porque no hay más que ver dónde se coloca, cómo cita a los toros, lo cerca que se los pasa y lo lento que lo hace, para comprobar que está mucho tiempo a su merced. Este valor no tiene nada que ver con la temeridad. Es el valor seco y profundo que siempre ha sido propio de los toreros. De los mejores toreros. Y prueba de ello son las cornadas que lleva en su cuerpo el de La Puebla. Porque cuando se torea con su pureza cualquier derrote del toro, cualquier reacción inesperada, supone una cornada. No hay defensa posible.

Más allá del valor está la decisión de no entretenerse y no hacer perder a nadie el tiempo con toros que no tienen faena. O con toros que, a su juicio, no tienen faena. Se trata, como no puede ser de otro modo, de una visión personal. Condicionada quizá por el estado anímico, por lo que haya hecho el toro en los primeros tercios y por miles de cosas. Al fin y al cabo, el torero es el que tiene que ver las opciones al toro y el que tiene que sacarle faena. Cuando Morante considera que no hay nada que hacer, abrevia y no se da coba. No se tapa. No sabe hacerlo. No está pretendiendo enseñar al tendido las dificultades del animal, su predisposi-ción y la imposibilidad de conseguir nada a pesar de su esfuerzo. Nada de eso tiene sentido. Si el toro no vale, si no le vale, se le mata y ya está.La esfe

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Pero eso no quiere decir que no lo intente o no se esfuerce. Morante ha dado pruebas suficientes de hacer faenas geniales a toros que no había visto nadie en la plaza más que él y donde solo una mente despejada y una técnica prodigiosa al comienzo de la lidia podían abrir la puerta a una fase posterior de arte sublime (valga por todos el toro de Bilbao de 2011). Pero lo suyo no puede ser estar delante de los toros al menos unos minutos para justificar el importe de la entrada que ha pagado el público de esa tarde. Como decía Curro Romero «el arte no es una fábrica» o «un artista no trabaja por encargo». El público queda avisado. Y el que paga su entrada debe saberlo.

Sin embargo, cuando la conjunción entre toro y torero se da, algo cada vez más frecuente en el caso de Morante, su capacidad de ilu-sionar y apasionar a los tendidos es infinita, porque el público reconoce un toreo único, lleno de pureza y de gracia, de sabor y de hondura.

En las tertulias taurinas actuales, tan diferentes de las de hace cincuenta o sesenta años, pero tan apasionadas como las de entonces, los aficionados discuten sobre lo que siempre ha preocupado a los que acuden a las plazas: la bravura del toro, las virtudes de los toreros y la «mala salud de hierro» de la Fiesta. Estos debates, antes en cafés llenos de tabaco e ironía, se han trasladado ahora en gran medida al twitendido (o twittendido, que para eso la ortografía no es aún muy precisa). Este invierno, en uno de esos debates que llenan el espacio entre dos temporadas, una aficionada y periodista algecireña, Gloria Sánchez-Grande, hablaba de cómo las figuras del toreo buscaban un «torete sumiso y de carretón». Para luego afirmar que Morante toreaba tan bien que hasta eso se le perdonaba. A lo que Carlos Crivell, médi-co y crítico taurino sevillano, añadía que se le perdonaba porque al toro sumiso no lo ha toreado nadie nunca como lo hace el de La Puebla.

Si indagáramos algo más en esa dirección deberíamos convenir que, a lo largo de la historia de la tauromaquia (al menos desde Jose-lito el Gallo), cada torero ha tratado de que salga al ruedo un tipo de toro que se acomode a su propio concepto del toreo. Y las figuras, en gran medida, han conseguido hacerlo y propiciar una determinada evolución del toro, potenciando ciertos encastes y condenando a otros a la extinción o a situaciones de franca dificultad. Obviamente han conseguido hacerlo hasta donde los públicos lo han admitido en cada momento. Y sin perjuicio de que ciertos ganaderos hayan seguido otras líneas que han evolucionado en direcciones diferentes y han al-canzado también lugares relevantes cuando han desembocado en un tipo de toros con transmisión, frente a los cuales ciertos toreros han conseguido demostrar su valentía y capacidad de dominio.

En la actualidad, a los toros se les exige mucho desde el comienzo de la faena. Se pretende un toro pronto y que siga el engaño con claridad desde el capote, con embestidas francas, largas y por abajo. En la dialéctica entre bravura y nobleza se apuesta más por esta última. Con el riesgo de que si la primera se ha reducido en exceso la sensación de peligro se atenúa notablemente y, en ocasiones, la falta de fuerzas acaba con cualquier posibilidad de lidia.

Y es que frente a estos toros nobles y repetidores, sobre todo si no transmiten una especial sensación de pujanza y peligro, solo cabe el arte en su máxima expresión. Y si no se da, el rito queda irremisiblemente herido.

Morante es probablemente el único torero que puede apasionar a los tendidos con un toro de embestida clara, con clase y que no esté sobrado de fuerza. Lo cual es un riesgo para las demás figuras y para el futuro de la tauromaquia. Porque su genio es único. Y el resto del La esfe

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escalafón necesita más acometividad y más fuerza del toro para emocionar. Un punto más de agresividad. Algo con lo que Morante puede, pero que no le hace falta. Y a los demás sí.

En Morante el toreo es una obra de arte que resulta más de la conjunción perfecta de su quehacer con la embestida del toro que del dominio en el combate.

Tiempo atrás, un buen amigo que acude de tanto en tanto a alguna plaza de toros me hizo una pregunta que me dejó desconcertado: «Lorenzo, tú, cuando miras una faena, ¿en quién fijas la mirada, en el toro o en el torero?». Creo que entonces le contesté que trataba de fijarla en ambos, no concentrar tanto la mirada sino tener una visión más panorámica. Pero lo cierto es que en el caso de Morante uno no tiene más remedio que mirar y fijarse prácticamente solo en el torero, dejando si acaso una parte menor de la escena para admirar cómo el toro sigue, hipnotizado, los engaños. Perderse cualquier movimiento de Morante, cualquier rasgo de su rostro, del encaje del cuerpo, el recorrido de los brazos, el giro de la cintura… sería despreciar la belleza por ser sublime.

Las fotografías de Andrés nos permiten ahora recordar muchos de esos gestos y apreciar muchos matices en los que no cabe detenerse durante la lidia. La belleza no tiene aquí la algarabía y el espíritu festivo de una tarde de toros, pero, a cambio, ha quedado fijada para siempre.

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