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MÁS SABE EL DIABLO...: UNA NOVELA VALLECAUCANA Y SUS TENSIONES FAMILIARES PEDRO QUINTÍN QUÍLEZ 1 La norma no puede existir sin perversión, y sólo a través de la perversión puede la norma ser establecida. Judith Butler, El grito de Antígona, El RoureEditorial, Barcelona, 2001 [1ª ed. inglesa, 1998], p. 103. Ernest A. De Lima, precursor de una prominente familia en Cali, publicó en 1948 una novela titulada ‘The Devil is Wiser....’ (William Byrd Press, Richmond, Virginia; edición privada). Su trama, contrastada con algunos datos de la vida del autor, plantea ciertos temas que vale la pena retomar: además de hacer una peculiar descripción de la región vallecaucana de mediados del siglo XX tal y como era vista por un extranjero ya arraigado en ella, plantea un modelo de esa sociedad a partir de la oposición entre dos formas familiares que permite tanto apreciar el contexto socio-cultural de la época como su concepción de la familia. La trama Richard Entergarde, soltero de 48 años, es un alto y atlético caleño que, habiendo sido educado en los Estados Unidos, tiene influencia tanto entre los colombianos como entre los extranjeros de la ciudad. Heredero de un floreciente negocio ganadero, se dedica sin embargo a la investigación policial y actúa como agente especial para las autoridades de Cali en aquellos casos en que son valiosos su entrenamiento técnico y su larga experiencia (p. 4; todas las citas del libro son traducción mía). Regresando de un viaje a Estados Unidos se encuentra, en el tren de Buenaventura a Cali, con su amigo Tom Langley, un americano que reside en Cali desde hace más de 30 años y que se dedica a la ganadería; Tom está casado con María de Hidalgo, de una distinguida familia caucana, y tiene tres hijos: Elena, que ha permanecido durante más tiempo en Estados Unidos que en Colombia pese a la gran nostalgia que siente por Cali, Pablo, ingeniero químico, y Juan, abogado. Tom le cuenta que tiene problemas de salud, una afección cardíaca 1 Antropólogo, profesor del Departamento de Ciencias Sociales y miembro del Grupo de Investigaciones sobre Migración, Urbanización e Identidades de las Poblaciones Afrocolombianas del Cidse, Universidad del Valle. Este texto es un resultado parcial del proyecto de investigación Nociones de la conyugalidad en Cali (2001-2003).

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MÁS SABE EL DIABLO...: UNA NOVELA VALLECAUCANA

Y SUS TENSIONES FAMILIARES

PEDRO QUINTÍN QUÍLEZ1

La norma no puede existir sin perversión, y sólo a

través de la perversión puede la norma ser

establecida.

Judith Butler, El grito de Antígona, El

RoureEditorial, Barcelona, 2001 [1ª ed. inglesa,

1998], p. 103.

Ernest A. De Lima, precursor de una prominente familia en Cali, publicó en

1948 una novela titulada ‘The Devil is Wiser....’ (William Byrd Press, Richmond,

Virginia; edición privada). Su trama, contrastada con algunos datos de la vida del

autor, plantea ciertos temas que vale la pena retomar: además de hacer una peculiar

descripción de la región vallecaucana de mediados del siglo XX tal y como era vista

por un extranjero ya arraigado en ella, plantea un modelo de esa sociedad a partir de

la oposición entre dos formas familiares que permite tanto apreciar el contexto

socio-cultural de la época como su concepción de la familia.

La trama

Richard Entergarde, soltero de 48 años, es un alto y atlético caleño que,

habiendo sido educado en los Estados Unidos, tiene influencia tanto entre los

colombianos como entre los extranjeros de la ciudad. Heredero de un floreciente

negocio ganadero, se dedica sin embargo a la investigación policial y actúa como

agente especial para las autoridades de Cali en aquellos casos en que son valiosos su

entrenamiento técnico y su larga experiencia (p. 4; todas las citas del libro son

traducción mía). Regresando de un viaje a Estados Unidos se encuentra, en el tren de

Buenaventura a Cali, con su amigo Tom Langley, un americano que reside en Cali

desde hace más de 30 años y que se dedica a la ganadería; Tom está casado con

María de Hidalgo, de una distinguida familia caucana, y tiene tres hijos: Elena, que

ha permanecido durante más tiempo en Estados Unidos que en Colombia –pese a la

gran nostalgia que siente por Cali–, Pablo, ingeniero químico, y Juan, abogado.

Tom le cuenta que tiene problemas de salud, una afección cardíaca 1 Antropólogo, profesor del Departamento de Ciencias Sociales y miembro del Grupo de

Investigaciones sobre Migración, Urbanización e Identidades de las Poblaciones Afrocolombianas del

Cidse, Universidad del Valle. Este texto es un resultado parcial del proyecto de investigación

Nociones de la conyugalidad en Cali (2001-2003).

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agravada por las preocupaciones suscitadas a raíz de un enfrentamiento con su hijo

Pablo, quien manifiesta intereses ajenos al mundo de la ganadería en los que quiere

invertir una herencia recibida por el lado del abuelo materno: Pablo ha demandado

ante los tribunales una cláusula del testamento que limita su libre disposición del

dinero. Tras la cordial conversación, Entergarde aprovecha para ir a visitar al resto

de la familia que está en otro vagón y allí presencia una discusión entre los dos

hermanos sobre el tema de la demanda. Mientras tanto Tom, que se ha quedado sólo,

muere de lo que parece ser una angina de pecho.

Ciertos detalles hacen dudar a Entergarde de la causa real de la muerte y a

sospechar de Pablo. La autopsia muestra restos de curare en el cuerpo y las primeras

indagaciones apuntan a Pablo como al único de los pasajeros que tendría motivos

para desear su muerte, así como suficientes conocimientos técnicos para aplicar el

veneno. Poco después otro de los pasajeros, Gaspar Tobón, le hace saber que Juan,

el otro hijo, también había tenido tiempo atrás un enfrentamiento con su padre, quien

no aprobaba una relación amorosa de Juan; además, este había estado por un tiempo

en el Putumayo, donde pudo haber aprendido a usar el veneno.

Entergarde, como haría el protagonista principal de las novelas de Agatha

Christie o Arthur Conan Doyle, empieza sus pesquisas: viaja a Dagua para preguntar

en las tiendas de la zona cercana al lugar del asesinato e investigando a uno de los

pasajeros del tren, el campesino Talíco Rosales Guasacá, residente en Piendamó, a

quien conectará casualmente con el señor Tobón, su voluntarioso informante. Se

traslada a Piendamó, Popayán y El Tambo, donde estudia registros de propiedad,

transacciones de compra-venta de propiedades y litigios por tierras. En El Tambo

habla con Diego García Fonseca, un cafetero mestizo, sobre una compra de tierra en

que estuvo implicado, y quien queda muy preocupado al saber de la muerte de

Langley. Tras revisar el registro de extranjeros y pedir información por telegrama a

España, Entergarde viaja al Putumayo para completar la investigación.

Tras más de una veintena de días de ausencia, regresa a Cali y manda a

reunir en la comisaría de policía a todos los implicados en el caso. Estamos ante una

de esas escenas típicas de las novelas de detectives clásicas, aquella con la que

suelen culminar: todos los sospechosos están juntos, acusándose mutuamente,

mientras Entergarde empieza a desenredar la madeja dirigiendo la atención de los

presentes hacia puntos hasta entonces desconocidos o estableciendo relaciones entre

hechos aparentemente desconectados.

El contexto y su detallada descripción

Sobre esta sencilla (pero bien trabada) trama, De Lima construye otro texto

no menos importante: una descripción panorámica de Cali y sus cercanías e,

indirectamente, una aproximación a diferentes aspectos del país y de sus gentes:

cultura, historia, tradición, estilos de vida... y, sobre todo, ¡refranes!

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El ambiente recreado en la novela es el de la región a mediados del siglo XX. Como

reconoce explícitamente el prefacio, fechado en Cali en enero de 1947,

Los nombres y personajes que aparecen aquí son totalmente imaginarios;

cualquier semejanza con personas que puedan existir es pura coincidencia. Los

hechos narrados no han ocurrido jamás, que yo sepa. Los nombres de pueblos,

lugares, hoteles, etc. son, la mayor parte, de lugares y establecimientos que

existen actualmente. En mi opinión, ningún perjuicio se hace nombrándolos, y

puede servir para dar al lector una idea más clara de los alrededores en que esta

historia se supone ha tenido lugar. Sin embargo, las transacciones de tierras,

límites de esas tierras y nombres de los propietarios, así como los de sus

supuestos vecinos, son totalmente ficticios, así como lo es la ‘pensión’ sin

identificar en la calle 14. Los problemas legales son puramente hipotéticos.

Es decir, el autor reconoce el uso de espacios y eventos reconocibles para

ubicar su trama imaginaria. Y aún cuando la reiteración de la negación (que yo

sepa/se supone) pueda hacer pensar que incluso la trama policíaca puede tener

referentes en hechos conocidos de la época, lo destacable es cómo, sin embargo, más

que frente a un uso subordinado del contexto conocido por el autor, el ambiente se

mueve en una lógica propia y más o menos autónoma de la trama. En otras palabras,

si bien algunos aspectos de ese contexto pueden ser necesarios para la trama, la

mayor parte le son, sin embargo, insubstanciales.

En términos espaciales, por ejemplo, conocemos la ciudad y sus

transformaciones gracias al afanado tránsito diurno y al deambular de los paseos

nocturnos de Entergarde, a través de cuyos ojos vemos casi siempre todo;

igualmente, conocemos la región del norte del Valle del Cauca gracias al

desplazamiento de Entergarde a su finca –así por ejemplo, sabemos de la hacienda

El Paraíso, escenario de la bella e histórica novela “María”, que llena de lágrimas

los ojos de los colombianos y de inmortalidad la pluma de su autor, Jorge Isaacs–;

el viaje al Cauca lleva a una descripción del paisaje de la salida por el sur de la

ciudad, incluyendo la enunciación de los nombres de los principales propietarios de

tierras en esta zona; el inicial viaje en tren de Buenaventura a Cali y la ida posterior

hasta Dagua son una descripción de la vía al mar y de este pueblito (ni tan siquiera

se nos dice lo que ha ido a preguntar allí).

Pero también conocemos por la novela las costumbres e historia de sus

gentes: su asistencia al velorio de Tom es una buena excusa para explicar las

peculiaridades del duelo y del tratamiento de los muertos en Colombia; una noche de

vela en su habitación en el Hotel Alférez Real un buen motivo para explicar cómo en

Cali se celebran las serenatas a las enamoradas; su estadía en Piendamó, razón

suficiente para describir el mercado indígena. Así mismo, su paso por Popayán sirve

para explicar la historia de este centro cultural de Colombia, cuna de Presidentes y

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lugar de nacimiento de innumerables grandes hombres. Durmiendo apaciblemente

sobre su memoria, apegada con fuerza a su viejas tradiciones, Popayán

desgraciadamente ha permitido a otras ciudades hermanas sobrepasarla en tamaño

y supremacía comercial..., así como para dar cuenta de sus edificios más conocidos

y para informar de su afamada y visitada Semana Santa. La visita al campesino en El

Tambo un buen motivo para explicar el tipo de bebidas alcohólicas que la gente

rural usa y el tipo de alimentos que come, y, sobre todo, para mostrar su afectuosa

hospitalidad con el extraño. La vuelta de propietario por su finca en Palmira le sirve

para comparar las técnicas ganaderas colombianas y norteamericanas, así como para

presentar los nombres y apellidos de algunos personajes de la región o exponer las

características del orden racial colombiano. En no pocas ocasiones, el libro parece

más una guía turística que una novela.

¿Mero ‘efecto de realidad’, es decir, artificio literario para dar un tono

realista a la novela? Como muestra J.-C. Passeron (1992), el pacto de lectura en la

novela clásica se basa en una ilusión referencial para la que suele bastar un simple

‘efecto sociográfico’ basado en la metonimia o contigüidad (por ejemplo, mediante

la descripción detallada de algunos objetos, personajes o contextos). Sin embargo,

en este caso nos encontramos ante una novela que persigue también un ‘efecto de

conocimiento’ o ‘sociológico’. En este sentido, buena parte de las informaciones son

parásitas del desarrollo de la trama: ponen más realidad de la necesaria.

Así, el autor se permite hacer énfasis en algún que otro evento especialmente

distintivo de la región. Por ejemplo, la descripción de la ampliación de la Base

Aérea lleva a Entergarde a

pensar en los enormes pasos que han sido hechos por Colombia tanto en la

aviación civil como militar, y a recordar que este país fue el primero en todo el

mundo en establecer vuelos comerciales, tiempo atrás, cuando él aún era joven. La

habilidad de los pilotos colombianos para viajar seguros, de día o de noche, sobre

estas altas y traidoras montañas, a menudo ha inspirado comentarios de admiración

por parte de los pilotos de la American Army que han visitado el país en misiones

especiales. (p. 52).

Alabanza que, sin embargo, no excluye cierta ironía pues, poco más adelante,

observa desde el puente viejo sobre el río Cauca el paso de productos agrícolas sobre

balsas de guadua: “Esta es realmente una escena para una película”, pensó.

La gente del campo (conocida en Colombia como “campesinos”) cortan gruesos palos

de bambú en las ricas plantaciones que se encuentran a muchas millas de distancia río

arriba, los atan entre sí para formar una balsa y construyen encima un colgadizo, y

bajan por el río Cauca, cocinando, comiendo y durmiendo mientras tanto sobre esta casa

flotante improvisada. Antes de iniciar el viaje, llenan la balsa con grandes racimos de bananos

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y plátanos y entonces, al llegar a su destino, los venden, y al mismo tiempo

deshacen su balsa y venden el bambú.

“No hay problemas de alojamiento acá”, reflexionó sonriente, “¡quizás la

Administración de Vivienda de Estados Unidos pueda sacar alguna idea de

esto!”.

Podría decirse que, agradecido, el autor rinde así un homenaje a la tierra que

lo acogió. Tierra no sólo equiparable a la de origen, sino que incluso puede ofrecer

algo a aquella que se supone más desarrollada. A De Lima le es difícil evitar caer en

el populismo al referir aspectos de la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad o

de los campesinos: en este último caso, su vida es vista como más cercana a la

naturaleza y más auténtica que aquellas en que se desarrolla la vida norteamericana,

la cual nos es presentada como demasiado artificial y complicada. Descripción viva

y eficaz, hipotiposis al estilo de Zola (cf. Grignon, 1992: 257 y ss.), de aquellos

elementos más distintivos, como se observa en el relato de la entrevista de

Entergarde con Diego García Fonseca, quien tiene una gran casa, construida de

madera y rodeada de cafetales en flor en las afueras de El Tambo:

Entergarde aceptó con presteza y entró en la casa con su anfitrión, quien

procedió a servirle una porción generosa de la bebida nativa colombiana –hecha

del jugo del azúcar de caña.

“Esto es literalmente ‘agua ardiente’ –‘fiery water’”, pensó Entergarde–, “pero

es verdad que sienta de maravilla con este frío día.”

“¿Tuvo un buen viaje desde Popayán?”, le preguntó su anfitrión.

“Sí, muy bueno –el camino no está tan bien, pero llegué sin problemas–.” “Me di

cuenta de que lo están afirmando, creo”, añadió.

“Sí”, dijo su anfitrión, “el Gobierno está arreglando todos los caminos de los

alrededores. Se avanza despacio, puesto que hay mucho trabajo que hacer.”

Se interrumpió y miró pensativo a su huésped por un instante.

“Es muy tarde, señor,” dijo, “como para que piense en volver a Popayán esta

noche, y sólo podría llegar hasta El Tambo antes de anochecer si conduce sin

detenerse. ¿Por qué no se queda, come con nosotros y pasa la noche aquí?”

Entergarde aceptó gustoso.

“Por supuesto”, continuó su anfitrión con modestia, “nuestra comida campestre

es muy simple, y sólo podemos ofrecerle una cama hecha de tablas –con un

colchón de paja encima– no tenemos ningún colchón de plumas, como usted

sabrá.”

“Don Diego”, contesto Entergarde, “antes prefiero comer uno de sus

‘sancochos’ que la más fina comida en el mejor hotel, y en cuanto a colchones,

prefiero dormir sobre tablas –siempre los uso en mi hacienda.”

“Qué tan extraña es la naturaleza humana”, observó su anfitrión,

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“quienes sólo tenemos tablas preferiríamos tener colchones de plumas, y usted

que tiene colchones de plumas prefiere tablas.”

Entergarde sonrió. (pp. 77-78)

Tras conocer al resto de la familia, su esposa es india pura y los hijos mezcla

de sangre india y blanca, le sirven la comida –un plato lleno de ‘sancocho’, con

carne, arroz, papas y plátano, y un postre de ‘manjarblanco’ con una taza de café

negro para terminar– de la que Entergarde da buena cuenta. Pareciera el homenaje

del extranjero que se siente ya parte de esa tierra, siendo capaz de disfrutar sus cosas

sencillas mejor aún que los mismos lugareños. Pero capaz también de percibir

aquello que se esconde tras las primeras impresiones, poniéndose en el lugar de sus

habitantes y así describirlos en su autenticidad, aunque sin confundirse con ellos:

una especie de etnógrafo privilegiado que se mueve perfectamente en esa tierra de

nadie entre las dos culturas.

O quizás no tanto: mirando desde la ventana de su habitación, y tras imaginar

(describiéndola para el lector) la serenata cuyas canciones oye, se pone a tararear

uno de los boleros que escucha, primero en castellano y luego en una versión inglesa

que él había hecho unos años atrás: “No es muy buena”, pensó Entergarde, “se

pierde la cadencia de una canción cuando se trata de traducirla de una lengua a la

otra. Eso prueba que las dos culturas son complementarias entre sí y que no pueden

fundirse –cada una tiene algo que le falta a la otra y por tanto cada quien puede

encontrar algo de valor para sí en la otra.” (p. 49). Por eso, y aunque relativista,

Entergarde, como cualquier otro buen nativo, se acuesta al son de los acordes del

“Yo Soy colombiano” que los serenateros están cantando.

A sostener ese carácter de texto descriptivo para un público foráneo, texto

etnográfico si cabe, remite no tanto su publicación en inglés como las explicaciones

que se dan. Así, el prefacio, especie de ‘voz en off’ que pone en suspenso la ficción

novelada que va a ser leída, comienza: Colombia es tierra de belleza natural y

espiritual; de pathos y sentimiento, mezclados con una alegre viveza. En los

colombianos puedes encontrar respuesta inmediata a cualquier estado de ánimo –te

acompañarán cuando estés en problemas y se regocijarán contigo en tus triunfos–.

Te recibirán siempre con cortesía infalible, y esperarán lo mismo a cambio.

No tendría sentido explicarle a un colombiano cómo es su tierra ni cómo son

sus compatriotas. Aunque tampoco tendría sentido hacerlo a un extranjero, por lo

menos tratándose de una novela policíaca. Pero también lleva a esa conclusión cierto

tipo de obviedades, pudiendo incluso decirse que alguno de los personajes debe su

existencia a una función especial por fuera de la trama detectivesca: facilitar las

explicaciones y las descripciones del contexto social.

El ejemplo más recurrente lo constituye Philip Langley, el hermano del

asesinado, que llega con el objeto de arreglar asuntos familiares. Su única tarea parece ser la de un oidor de refranes a quien hay que traducírselos y explicárselos. Así, en la

escena final, cuando todos están reunidos, Entergarde le espeta a Philip, entrometido

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en los alegatos, un: Por favor, Philip, manténte apartado de esto, aquí eres un mero

espectador (p. 88). Avanzada la discusión, cuando Entergarde acusa a Tobón del

asesinato, éste revira furioso:

... “¿Quién me acusa ante usted?”, añadió.

“¡Usted mismo lo hizo!”

“¿Yo?”, dijo Tobón, estupefacto.

Las caras de los Langleys, Rosales y García eran una muestra de perplejidad.

“Sí, usted”, repitió Entergarde. “Ahora, señor Tobón”, prosiguió, “como usted

se anunció en este infeliz drama con un refrán, le daré otro a cambio:

‘Quien te hace fiesta, que no te suele hacer,

‘O te quiere engañar, o te ha menester’ [en castellano en el original]

“Esto significa, Philip”, añadió, volviéndose hacia Philip Langley,

‘He who entertains you when not accustomed so to do,

‘Either wishes to deceive, or has some need of you’ (p. 99 [énfasis en el

original]).

Además, esos refranes no son simples palabras de adorno o aditamentos para

dar colorido a la trama. Para De Lima son expresiones que informan del talante y

carácter de los colombianos, un índice fundamental. Como escribe en el prefacio:

[Colombia] es también tierra de proverbios, o “refránes” [sic., en castellano

en el original] como ellos son denominados. Permean las vidas y la filosofía de

todas las personas, y surgen constantemente en su conversación. Me parece que, en

ocasiones, los colombianos regulan sus vidas con refranes –con lo que obtienen así

una gran ventaja–. En este libro he incluido algunos de los más usados.

Por si fuera poco, y aunque no queda clara qué gran ventaja sea la que tienen

los refranes a la hora de que los colombianos regulen sus vidas, lo cierto es que la

resolución del caso debe mucho al refrán citado antes: el que Tobón lo invitara a un

opíparo almuerzo en uno de los mejores restaurantes para reencauzar la

investigación le hizo preguntarse “¿Por qué lo hacía?” Ese fue el pensamiento que

estuvo bailando en mi cabeza todo el tiempo en que estuvimos almorzando. ¿Porque

quería engañarme? –¿o porque me necesitaba?– Rápidamente llegué a la

conclusión de que era por ambos motivos (pp. 100-101).

Personaje local al fin y al cabo, y pese a su excelente formación en la

espléndida escuela de policía como investigador, Entergarde debe recurrir al más

‘común’, pero idiosincrásico, de los saberes... el de los refranes populares.

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La pugna entre dos modelos de familia en la novela

Un contraste básico a destacar es el de dos modelos de relaciones familiares,

encarnados respectivamente por los Langley y los Tobón, con sus respectivas

parentelas. Cabe aclarar, antes de pasar a verlos en detalle, que no sabemos nada, o

casi nada, de la familia de Entergarde, el personaje principal. Su origen es ambiguo,

puesto que no sólo su apellido, de resonancia extranjera, es más o menos ajeno al

contexto local, sino que incluso su nombre era Ricardo, pero lo cambió por el de

Richard tan sólo para distinguirse de un primo del mismo nombre (p. 4), con lo que

su origen se hace extraño también al ambiente anglosajón de la ciudad. Entergarde

es,

Un nativo colombiano, nacido en Cali, que ha vivido allí la mayor parte

de su vida, habiéndose educado primero en escuelas de Colombia y luego en los

Estados Unidos. Hablaba inglés fluidamente, y su alta y atlética figura era

familiar en las recepciones tanto de los colombianos como de los

norteamericanos. Era inmensamente popular, ya que era atento y cortés con todo

el mundo, además de ser un agradable compañero. Pese a sus 49 años, estaba

todavía soltero.

Un floreciente negocio ganadero, heredado de su padre, era atendido por

él de forma vicaria, para mayor desagrado de su ‘mayordomo’, quien

frecuentemente lo reprendía con el viejo proverbio ‘al ojo del amo engorda el

buey’... estaba sirviendo como agente especial para las autoridades policiales de

Cali,... (pp. 3-4).

Estas características personales se amplían en otros pasajes. Mantiene buenas

relaciones con todo el mundo, sin importar nacionalidad, género o condición social

(así, al llegar a su hacienda, cuando sus hombres lo vieron vinieron corriendo con

una feliz sorpresa. Él los saludó afectuosamente –todos ellos habían trabajado con

él por años, y los consideraba casi como parte de su familia). Es un caleño de pura

cepa que aprecia las comidas autóctonas, en especial el sancocho, y sus costumbres,

como la siesta (así, nada más desembarcar en Buenaventura, no puede dejar de sentir

ansia por llegar a casa: “Los suizos”, meditó, “dicen ‘conoce Suiza y muere’, mienta

que yo digo ‘conoce el Valle del Cauca y vive’”). Más adelante, observando el río y

la ciudad desde el comedor del hotel, “Tierra dichosa”, pensó, “paraíso”. “Sólo

Miami y La Habana, vistas desde el aire durante una noche clara son iguales a

ella”.

Pero Entergarde no juega en esta partida sobre la familia más que como

defensor final de la dignidad de los Langley. De origen desconocido, soltero pese a

estar por llegar a los cincuenta años (y aún cuando piense que ciertamente tenemos

algunas chicas adorables en Colombia) y residente en un prestigioso hotel de la

ciudad, es sin duda una buena figura para encarnar a un detective –respetando así las

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convenciones de este tipo de novelas–, pero no para ejemplificar a un tipo ‘familiar’.

Sin embargo, la fidelidad con los Langley que está en el origen de sus pesquisas

muestra de qué lado de la pelea está. Así, cuando el médico que lo acompaña en el

tren en el traslado del cadáver a Cali le hace saber que Pablo y su padre habían

peleado poco antes, insinuando una acusación, Entergarde replica: Doctor, ¿no está

pidiéndome que crea que usted piensa que Pablo causó intencionalmente la muerte

de su padre?. Y más adelante, mientras otea la ciudad desde su pieza, cavila sobre la

reciente muerte y concluye: Estoy seguro de que él [Pablo] no lo hizo, y voy a poner

todo el empeño en encontrar a quien lo hizo, incluso si eso supone que no tome esas

vacaciones que tanto he estado esperando. Por si acaso quedan dudas, el regaño a

Pablo, quien se cree culpable del ataque de corazón de su padre, deja bastante clara

su posición con respecto a la familia:

“No creo que quisieras matarlo, pero creo que actuaste de forma poco

correcta y con poca consideración por tu pobre padre –sin embargo, pobre

muchacho, vuelve y ve qué puedes hacer por tu madre y tu hermana–, Juan, ve tu

también –no pueden dejar a esas dos pobres mujeres solas” (p. 16).

LOS LANGLEY-DE HIDALGO

Tom Langley es un alto y rubicundo norteamericano entrado en los cincuenta

que se dedica al negocio de la ganadería en Cali desde hace más de 30 años,

y se casó con una colombiana de distinguida familia –doña María de Hidalgo–.

Además de Langley y su esposa, la familia se compone de tres hijos, dos niños y

una niña, todos ellos están aún creciendo y están solteros. Elena, la hija, ha

pasado más tiempo en los Estados Unidos que en Colombia, pero los dos

muchachos, Pablo y Juan, han preferido permanecer en Cali. Los tres son

ciudadanos colombianos. Pablo y Juan se han graduado como ingeniero químico

y como abogado, respectivamente; sin embargo, últimamente han dedicado parte

de su tiempo a la gestión del negocio ganadero de la familia, debido a la estadía

del padre en los Estados Unidos. (pp. 4-5)

Una muestra del alto grado de inserción de Tom Langley en los hábitos

locales es que, tras la conversación inicial con Entergarde, se zampa una porción de

arepa con manjarblanco. Además, durante esa misma charla expone el gran aprecio

de su familia por el país: “tu sabes cómo es María –nunca puede estar lejos de Cali

por más de unos pocos meses, así que la traje de vuelta– y Elena quería volver para

ver cómo estaba la vieja hacienda. En cuanto a los chicos, han estado aquí casi que

seguido desde su graduación...”. Pero sigamos. Tras informarle de sus problemas de salud y de la recomendación de

los médicos para que se tome las cosas con calma, Entergarde le sugiere entonces

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que deje a los chicos que se encarguen del negocio:

“Claro que me gustaría hacerlo, Richard, pero estoy bastante preocupado

acerca de eso ahora”.

Permaneció silencioso y Entergarde notó que su cara se entristecía.

“Lamento escucharlo, Tom –¿hay algo en lo que pueda ayudarte?”

“No Richard, es sólo un asunto de familia. Pablo ha estado tratando de

convencerme desde hace tiempo para que ponga una parte del capital en un

negocio de producción química que quiere iniciar aquí, pero no me atrevo a

hacerlo. Además, siempre hemos sido ganaderos, y ya conoces el viejo dicho –

‘zapatero a tu zapato’” [en castellano en el original].

“Sí –‘shoemaker stick to your last’, como ustedes dicen en inglés. Ese es un

muy buen lema; me pregunto por qué Pablo no entiende tu punto de vista al

respecto.”

“Pablo está muy convencido sobre esto, Richard, –se mantiene dale que

dale, e incluso lo ha llevado hasta los tribunales. Llámalo un intento de solución

amigable, aunque yo no lo veo de esa manera.”

Entergarde miró a su amigo con sorpresa.

“¿Lo ha llevado hasta la corte?”, requirió, “¿cómo diablos pudo hacerlo?”

“Bien, verás, más de la mitad del capital de la familia consiste de dinero que

había sido heredado por mi esposa de su padre, con la estipulación de que ella

debía invertirlo en nuestro negocio de ganado hasta que yo muriera, quedando

bajo mi gestión y dirección. Cuando yo muera, el control de esta herencia de

María habrá de pasar a mi hijo mayor, Pablo, que está autorizado, por un

período de cinco años, a usarlo de la forma en que él prefiera –no

necesariamente en la ganadería–. Esto es así porque mi suegro sentía que para

ese momento los chicos ya habrían obtenido sus títulos profesionales, Elena

probablemente se habría casado, y quizás conviniera a la familia liquidar la

ganadería e invertir el dinero de María en otras cosas. Él sabía que, mientras yo

estuviera vivo, el negocio ganadero continuaría, y como él mismo también era un

viejo ganadero estaba ansioso porque se mantuviera el negocio tanto tiempo

como fuera posible. Pero estaba gustoso de dejar el dinero a disposición del

juicio de Pablo, en el caso de mi muerte, por un período de cinco años, después

de los cuales sería devuelto a María, o si ella hubiera muerto, sería dividido en

partes iguales entre los tres hijos.”

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“Hasta ahí todo parece correcto”, dijo Entergarde. “¿Qué está pidiendo

Pablo en los tribunales?

“Reclama que la condición en el testamento que estipula que el dinero debe

ser invertido en la ganadería bajo mi gestión y dirección es ilegal, porque dice

que de acuerdo a la ley colombiana cada persona tiene derecho a que le sea

entregada su herencia libre y sin condiciones, sin ningún impedimento, siempre y

cuando esa persona tenga la mayoría de edad y esté en su sano juicio,

condiciones que se cumplen perfectamente en el caso de mi esposa.”

“¿Y está en lo cierto?” preguntó Entergarde

“Nadie parece creerlo, excepto él y sus abogados” replicó Langley, “las

disposiciones del Código Civil parecen justificar claramente las condiciones de

la herencia de mi suegro. Por supuesto, ninguno de nosotros imaginó que alguna

vez algún aspecto técnico legal se entrometería en nuestros asuntos, porque

siempre hemos sido una familia muy unida. Mi suegro lo sabía y nunca habría

sospechado que su testamento sería mirado por un abogado –se trata de un

simple documento firmado ante un notario.” (pp. 5-7)

La familia está atravesada por un conflicto: a diferencia de su padre, Pablo

no tiene interés en continuar con el negocio ganadero, pretendiendo cambiar la

orientación familiar hacia una inserción en una entonces novedosa industria. Se trata

de una contradicción generacional que no comprende Entergarde (me pregunto por

qué Pablo no entiende tu punto de vista), para quien el refrán del zapatero es

perfectamente justo. Tom, el norteamericano caleñizado, parece haber interiorizado

la forma de pensar de la elite tradicional (cf. Camacho, 1994), que comparte con su

suegro. Para Entergarde, sin embargo, él mismo un ganadero absentista metido a

detective, el problema parece estar más bien en la falta de respeto de Pablo por la

voluntad de su padre y de su abuelo materno. Pero lo que agrava evidentemente la

situación es el recurso a la demanda judicial; como dice Tom, ninguno de nosotros

imaginó que alguna vez algún aspecto técnico legal se entrometería en nuestros

asuntos, porque siempre hemos sido una familia muy unida. Doble traición de

Pablo: a la tradición productiva de la familia y a la más conveniente forma de

resolver ‘en familia’ las peleas. Herencias y testamentos han sido recursos

convenientes para las ficciones detectivescas: no por casualidad ponen en cuestión

los fundamentos mismos de esa unidad, la familia, cuya estabilidad es tenida por

fundamental en la sociedades modernas. En nuestro caso, la novela remite a

transformaciones de las bases económicas sobre las que los grupos dominantes de la

región asentaban su fuerza y el recurso a otras formas de resolver las

contradicciones.

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Pero a esa disputa económica se une otra que involucra los sentimientos de

los miembros de la familia. La conversación continúa con una pregunta de

Entergarde:

“... suponiendo que Pablo gane el juicio en los tribunales, de todas formas,

¿no pertenecería el dinero a su madre, y no podría hacer lo que ella quisiera con

él – dejarlo depositado en tus manos, invertido tal cual está ahora?”

“Claro que podría”, dijo Langley, “pero esa es otra cosa que me preocupa –

no estoy seguro sobre si María dejaría ese dinero en la ganadería–, ella dice que

si la gestión de ese dinero fuera a sus manos, y en tanto yo no tuviera objeción,

estaría deseosa de usar ese dinero en el proyecto de Pablo, pero yo tengo una

objeción definitiva. En primer lugar, no tengo ninguna fe en el futuro de ese

negocio químico, y, en segundo lugar, los intereses familiares quedarían

seriamente perjudicados sacando ahora demasiado dinero del negocio ganadero.

La ganadería está floja, y necesitaríamos vender por lo menos dos mil cabezas de

ganado para poder liquidar la inversión en dinero de su madre.”

Entergarde aspiró hondo su cigarro.

“Bien, pero dices que María le daría el dinero sólo si tu no tuvieras ninguna

objeción, y como tu tienes una, ¿no dejaría todo tal y como está?

Langley sonrió con una mueca.

“Ya sabes como son las madres, Richard”, dijo. “Una vez el control de esa

herencia pasara a las manos de María, Pablo ya no tendría que alegar más

conmigo, sino sólo con ella, y estoy seguro de que no demoraría en convencerla

de que está en lo correcto, y al final se saldría con la suya.” (pp. 7-8).

Conflicto generacional acerca de la orientación productiva familiar pero

también tensión entre los roles femeninos y masculinos en el seno de la familia. La

madre aparece cumpliendo el papel de sostén afectivo de la familia, y por tanto

como comprensiva con la voluntad del hijo; pero, reconociendo su desconocimiento

de la parte económica de la unidad doméstica, cuya responsabilidad y

administración está en manos del padre, gerente y director de la empresa familiar, le

delega la decisión final. El padre, por su parte, preocupado por el futuro de la

familia, duda de la fortaleza de la madre para sostener sus argumentos frente al hijo,

debilitada por el amor maternal.

Pero se suma un tercer elemento. El Juzgado de Primera Instancia ya ha

fallado contra Pablo y éste ha apelado al Tribunal del Circuito y amenaza con llegar

hasta el Tribunal Supremo, con lo que la disputa puede aún prolongarse. Tom le

recuerda que si él falleciera, Pablo tendría el control de la herencia por cinco años,

de acuerdo a la provisión del testamento. Tras asegurarle que no eso no va a suceder

tan pronto, Entergarde le pregunta si la noticia del litigio se ha conocido en Cali

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“Sí, desgraciadamente así es, Richard”, respondió Langley: “ha habido una

publicidad considerable al respecto en la prensa porque el asunto gira sobre la

discusión de una ley recién aprobada y que aún no ha sido estudiada por la

Corte Suprema. Así que ha sido muy comentado en los círculos empresariales e

incluso en los Clubs, según me ha dicho Juan. Muy vergonzoso, como puedes

imaginar, para nuestra familia.”

“Sí, por supuesto”, replicó Entergarde, “Lo lamento mucho, Tom...” (p. 8).

Una familia honorable se ve puesta en la boca de sus conciudadanos, y en

especial de sus compañeros de ocupación y miembros de su círculo social. El

trasladar el asunto a los tribunales lleva al conocimiento público de las

desavenencias familiares, algo muy vergonzoso en un grupo social para el que la

familia es un ideal y modelo de referencia (que comparte también Entergarde,

especie de opinión colectiva en este caso), y que deviene un agravante en la

evaluación del comportamiento deshonesto del hijo.

Un poco más adelante, Entergarde reencuentra al resto de la familia. Tras

afectuosos saludos, y recordar como Pablo cada vez se parece más a su padre y Juan

a su madre, se trenza una conversación que retrotrae a la disputa familiar.

Ante la mención de su padre, Entergarde vio como una sombra atravesaba el

rostro de Pablo, quien lo encaró con una abrupta pregunta:

“¿Qué piensas de la situación política –crees que el Gobierno será

favorable para los negocios?”

Entergarde lo miró sorprendido.

“No olvides que he estado fuera por un tiempo, Pablo, y quizás tú seas capaz

de juzgarlo mejor que yo, pero según todas las informaciones que he tenido

podría decir que el Gobierno es perfectamente estable –como siempre–. Y muy

favorable, como es usual, para todos los negocios legítimos. Aquí las cosas

prosperan siempre bajo cualquier tipo de Gobierno –ya sea Liberal o

Conservador.”

“Sí, estás en lo cierto”, respondió Pablo, “pero estoy un poco preocupado al

respecto porque Papá tiene la idea de que no se puede establecer nada nuevo

ahora, y parece creer que todo va a quebrar.”

“No, no creo que él piense eso, Pablo”, dijo Entergarde, “él tiene más

confianza en Colombia de la que nunca tuvo antes, pero quizás no esté a favor de

establecer ciertas nuevas líneas que el capital familiar no pueda sostener.”

“Oh, el capital familiar es suficiente, está bien”, reviró Pablo, “supongo que

Papá tiene suficiente confianza en Colombia, ¡lo

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que pasa es que no me tiene ninguna confianza!”

Juan se volvió hacia su hermano con una mirada de angustia en su cara.

“Mira Pablo”, dijo, “¿podrías dejar tranquilo por un rato a Papá? –

deberías tener un poco más de consideración por él, especialmente ahora que

está tan enfermo. Si hubieras actuado de forma algo distinta, quizás hubiera

tenido más confianza en ti– tu eres quien tiene la culpa –¡no lo acuses a él!”

Pablo respondió a Juan de forma sardónica.

“Juanito el consentido [en español en el original] –little pampered Johnny”,

se mofó,

“¡siempre corriendo a donde Mamá y Papá por cualquier pequeñez, ya que

no puede mantenerse sobre sus propios pies! ¿Por qué no montas tu propio

negocio tal y como yo estoy tratando de hacer?”

“Quizás lo haga algún día, pero no llevaré a mi familia a los tribunales para

lograrlo –de eso debes estar bien seguro, Pablo–”, replicó Juan con seriedad.

(pp. 12-13).

Pablo, al plantear su pregunta sobre la situación del Gobierno y su impacto

en los negocios a Entergarde, prosigue con su estrategia de buscar apoyo para su

causa por fuera de la familia. Entergarde, sin embargo, se constituye en defensor del

padre, para lo cual no puede dejar de constatar que, sea cual sea el Gobierno, los

negocios prosperan en el país. Se desata entonces la pelea entre los dos hermanos:

mientras Juan acusa a su hermano de ser precisamente él mismo la causa de la falta

de confianza del padre (básicamente por haber llevado el asunto a los tribunales),

Pablo le echa en cara el ser el preferido de la familia, el mimado incapaz de salir de

la protección paterna. La contradicción la plantea Pablo en términos de carácter

personal: el de Juan sería demasiado débil –y no sólo cada vez más parecido a su

madre en lo físico, como acaba de expresar Entergarde–, mientras el suyo sería más

activo y atrevido, seguramente más parecido al padre. Además, arrastrado por las

apreciaciones de Pablo, Juan incrimina en la pelea a un extraño al argumentar y

discutir frente a Entergarde. Sin embargo, y ante la oportuna y conciliadora

intervención de la madre (“¡Qué pena! [...] por favor, dejemos esta vergonzosa

discusión por ahora –los asuntos de la familia pueden esperar hasta más tarde–”),

rectifica:

“De acuerdo, Mamá”, dijo Juan alegremente, “excúsanos, Richard,

realmente no estamos hablando en serio –estamos teniendo algunos pequeños

problemas como ya debes haber escuchado, pero no es tan malo como parece.”

“Confío en que no lo sea”, replicó Entergarde, “son una familia lo

suficientemente agradable como para tener problemas serios entre ustedes. (p.

13).

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Reacción de Juan que, acompañada de la intempestiva salida del vagón de

Pablo, lo deja como hijo modélico y defensor de la unidad familiar.

Cuando poco después se descubre la muerte del padre todas las

circunstancias apuntan a Pablo. Las dudas sobre su responsabilidad se tienden sobre

el mal hijo: insubordinado ante la autoridad paterna, en ruptura con la tradición

familiar y divulgador de las tensiones existentes en una familia que se presenta como

ejemplar. Cuando, ante el cadáver del padre, Pablo se da cuenta de su complicada

situación, le dice a Entergarde: “¡Buen Dios!, se quejó, “Me siento responsable,

¡pero no puede –no debe– pensar que pretendía matarlo!”, cuya replica sirve, como

vimos antes, para colocar las cosas en su lugar: “No, Pablo, no creo que quisieras

matarlo...” y, poco después, le dice al médico: “... estoy seguro que Pablo, pese a

ser un poco arrebatado y egoísta, estaba de corazón muy cerca de su padre y no lo

habría atacado de ninguna forma.”

Es entonces cuando Entergarde descubre una de esas extrañas notas que

anuncian un buen caso de asesinato, confirmado luego por la autopsia. En una

primera indagación, ningún pasajero del tren pareciera tener motivos para matar a

Tom, ni se encuentran indicios que incriminen a nadie, aunque la técnica usada hace

suponer que se trata de un asesinato premeditado. El Comisario de policía, igual que

el Fiscal del Distrito, tiene un único sospechoso, Pablo: “Todo lo que sabemos es

que los hechos están contra él, y debemos proceder de acuerdo a ello”. Tras un

primer interrogatorio, y por respeto hacia su familia, se decide posponer su

detención hasta el día siguiente, tras el funeral. Sin embargo, como ya vimos,

Entergarde no está convencido de su culpabilidad y le cae como anillo al dedo su

asignación al caso: “Tenemos que trabajar rápido en este asunto de Pablo –ya sea

para probar su culpabilidad o para soltarlo, porque no podemos retenerlo durante

mucho tiempo como sospechoso. No sólo porque la ley no lo permite, sino porque la

familia de su madre es tan poderosa que podríamos meternos en un montón de

problemas”. Tras aceptar como inevitable la detención de Pablo –“... supongo que si

no lo arresta, mucha gente pensará que debería hacerlo...”–, Entergarde reitera

creer en su inocencia.

Pero la pita aún se enreda más. Tras desayunar leyendo en la prensa las

noticias del entierro el día anterior y la posterior detención de Pablo, Entergarde

recibe una llamada. Gaspar Tobón Almendáres, importador de muebles de Cali, a

quien conoce de vista, lo invita a almorzar para hablar sobre el caso y darle

“información puramente privada y creo que es mejor comunicársela a usted, dado

que sé que ha trabajado en casos de este estilo”. Una vez en la mesa, dice Gaspar

Tobón:

“Esta mañana he visto las noticias en la prensa sobre la detención de Pablo

Langley por el asesinato de su padre.”

“Sí, yo también lo vi –¿y qué pasa?”

“Bien, tienen al hombre equivocado, eso es todo.”

“Ese es un asunto que, creo, deben decidir el Comandante de Policía y el

Fiscal del Distrito,” replicó Entergarde secamente.

“Cuando escuchen lo que tengo que decir, lo soltarán.”

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Entergarde lo miró inquisitivamente.

“Sé quien mató al Señor Langley, Señor Entergarde.”

“¡Qué!”, exclamó Entergarde, saltando sorprendido, sin poder evitarlo.

“¿Quién lo mató?” preguntó, más calmado y sentándose en la silla.

“Fue su hijo Juan”, replicó Tobón, con sus ojos brillantes y golpeando la

mesa con su cuchillo mientras hablaba, para poner mayor énfasis a sus palabras.

“Y”, continuó, “me propongo no dejar sufrir a Pablo por el crimen si es que

puedo evitarlo.” (pp. 57-58).

Se insinúa con ello una nueva confrontación en la familia, en este caso al

lanzarse dudas sobre el segundo hijo. Sigue un breve debate sobre la gravedad de la

acusación, en la que se reafirma Tobón: Pablo no pudo cometer el crimen porque,

según el testamento, perdería el derecho a recibir el dinero si era declarado culpable.

Por su parte, Juan habría tenido motivos para desear la muerte de su padre. Por un

lado, “... quería casarse con una chica que su padre no aprobaba –él está

temerariamente enamorado de ella, pero su padre no quiere ni oír hablar del

matrimonio. [Mientras la madre] dice que no se opondrá a su hijo si él insiste, pero

al mismo tiempo ha hecho la promesa de que mientras su padre viva, respetará sus

deseos.” Esta información, dice, se la ha dado un amigo español. Surge así otro de

esos temas predilectos de estas tramas: los sentimientos, en este caso la pasión del

enamorado, llevan a algunos a cometer las mayores locuras, incluido el asesinato de

quien quiera que se interponga en su camino a la felicidad. Lo interesante es que

aunque no se especifica el por qué de la negativa –y de forma extraña ni tan siquiera

se le da un nombre a la muchacha–, se puede sospechar que el padre trata de evitar

un matrimonio desigual (¿en términos de clase, raza o calidad moral de la

persona?). Es cierto que finalmente se demostrará que Juan no es culpable, pero nos

muestra como el autor construye su trama sobre circunstancias creíbles: la negativa

de la familia a la elección matrimonial de un hijo es pensado como algo que, si no

común y quizás ya anticuado, por lo menos aún posible entre ciertas familias caleñas

de la época.

Por el otro lado, añade Tobón, si Pablo fuera declarado culpable el dinero

pasaría a manos de Juan y podría casarse sin trabas. No puede dejar de observarse

que se insinúa así otra de esas tensiones (no siempre expresadas) que subyacerían a

las estructuras familiares en que se aplica la herencia indivisa: en este caso entre los

dos hijos varones, ya que Elena parece quedar relegada tanto por ser la menor como

por ser mujer. Juan, que está segundo en la línea de sucesión, saldría doblemente

beneficiado con la muerte del padre pues, con el mismo movimiento, eliminaría al

hermano mayor.

“Demasiado atrevida la suposición... me parece que lo está convirtiendo en

un tipo de la peor calaña”, replica Entergarde sorprendido por toda la información

que tiene Tobón. Le pregunta si tiene algún tipo de amistad con Pablo o de problema

con Juan, lo que Tobón niega: una vez hizo una transacción ganadera

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con Pablo por cuenta de un amigo y “...el joven me impresionó de forma muy

favorable”, mientras que a Juan ni lo conoce. “Sólo estoy buscando que se haga

justicia”. Tras transmitirle la nueva información al Comandante de policía, este

ratifica las dudas de Entergarde sobre la culpabilidad de cualquiera de los dos

hermanos al exponer la forma como se produjo la detención de Pablo:

“No dijo nada”, replico el Comandante, “estaba muy huraño. Mis hombres

fueron a la casa a detenerlo.”

“¿Estaba su familia cerca?, preguntó Entergarde.

“Cuando nuestros hombres llegaron, su madre y su hermana estaban en sus

habitaciones, y Pablo estaba en la sala con Juan. Mandé a hombres en ropa de

calle, para que nadie supiera para qué estaban allí. Pablo pidió permiso para

hacer su equipaje, y cuando regresó le explicó a Juan que dijera a su madre y a

su hermana que había recibido un telegrama del mayordomo de la hacienda

diciéndole que se le necesitaba con urgencia allí por unos días. Juan y Pablo se

despidieron de forma muy afectuosa, según me comentaron mis hombres.

También dijeron que Juan estaba furioso por el arresto y que había mandado a

decirme que era impensable que su hermano hubiera cometido ese crimen.”

“Sí”, dijo Entergarde, “estos dos jóvenes siempre se han querido mucho”.

“Imagino”, añadió, “que habrá sido bastante duro para Juan mantener el secreto

frente a su madre y su hermana, sobre todo ahora que ha sido publicado en los

periódicos. Seguro que de todas formas lo deben haber escuchado.” (p. 68).

Los hermanos muestran en cada una de sus acciones una relación familiar

que desmiente cualquier acusación. Si Pablo se preocupa por inventar una mentira

piadosa para no preocupar a su madre y a su hermana, la parte débil de la familia,

¿quién puede creer que quisiera la muerte del padre? Juan, furioso, cuestiona los

cargos contra su hermano, ¿cómo se puede pensar que su mente organizara tan

perverso asesinato a fin de que las dudas recayeran sobre Pablo? Más adelante,

apenas iniciada la reunión final, Pablo sale en defensa de Juan, a quien se le acaba

de comunicar que se sospecha de él, y de la familia: “Primero soy yo el acusado, ¡y

ahora mi hermano! ¡Es una vergüenza, una absoluta vergüenza, que nuestra familia

se vea tratada de esta manera! Ya tenemos bastante con tener que asumir la muerte

de nuestro padre y la delicada condición en que ha quedado nuestra madre, como

para ser sometidos a esta tortura que nos está aplicando ahora la policía”.

Mientras los extraños pueden tener sus dudas, lo cierto es que aquellos que

conocen a los Langley y su evolución en la novela, como Entergarde (y, con él, los

lectores) pueden fácilmente dejar de dar crédito a las acusaciones.

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LOS TOBÓN-ROSALES

La descripción de esta red familiar pierde la vivacidad y extensión que De

Lima ha dedicado a los Langley. Hay una justificación clara: no forman parte del

ambiente en el que se mueve el protagonista, Entergarde. Además, a efectos del

desarrollo de la trama, la información va siendo ofrecida poco a poco, al tiempo que

aquél la va descubriendo.

La primera aparición de Gaspar Tobón es como pasajero del tren: Entergarde

apenas lo conoce de vista. Venimos a saber más cuando Tobón aparece para

entrevistarse con él para hablarle mal de Juan. Mirando por la ventana, Entergarde lo

había visto charlando con otro hombre en la calle y, mientras iba a su encuentro,

observó que

El Señor Tobón era un caballero bien parecido, de mediana edad, bien

afeitado, de mediana altura y el pelo negro pero encaneciendo sobre las sienes.

Su cuerpo era enjuto y su oscura complexión denotaba, pensó Entergarde, algún

ancestro árabe. Cuando vio a Entergarde, se encaminó hacia él con presteza y le

tendió la mano.

“Señor Entergarde, estoy encantado de verlo. Sé quién es usted y lo conozco

de vista, por supuesto, pero nunca había tenido el honor de encontrarlo. Gaspar

Tobón, a sus órdenes.” (p. 56 [la última frase en castellano en el original]).

A continuación Tobón lo invita a almorzar en lujoso Hotel Colón. De lo

hablado durante ese almuerzo, sabemos que Tobón se dice deseoso porque se haga

justicia y que se mueve en el ambiente de los españoles de Cali. No sabremos nada

más de él hasta el final de la novela, cuando se produzca la resolución del caso.

A Talíco Rosales, un campesino que aparece primero como pasajero del

vagón donde muere Tom, Entergarde no lo conoce. Reaparece poco después de la

entrevista con Tobón: yendo a la oficina de la Policía, Entergarde lo ve y lo sigue

hasta su entrada a una pensión. Entonces pide a un policía que lo vigile y averigüe

quién es y de dónde, respuesta que obtiene al cabo de unas horas (“es Talíco Rosales

Guasacá, y vive en Piendamó, en el Departamento del Cauca.”), originando otra de

esas típicas explicaciones de esta novela:

“Hum, suena como si el apellido fuera indio por el lado de la madre”,

remarcó Entergarde.

(Aquí debe explicarse, para beneficio de aquellos lectores que pueden no

estar familiarizados con el hecho, que, en América Latina, todas las personas

tienen dos apellidos –el primero es siempre el de su padre y el segundo es

siempre el de su madre–. En el caso presente, por ejemplo, “Talíco” es el

nombre propio, “Rosales” es el apellido del padre y “Guasacá” el de la madre.

Sin embargo, la persona es conocida siempre por el apellido paterno, y el

de la madre se usa sólo en la firma, en documentos,

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etc., como otro medio de identificación. El nombre del individuo de que

estamos hablando sería, para propósitos ordinarios, “Talíco Rosales”.

“Guasacá”, el nombre de familia de la madre, es claramente de origen indio,

como remarca Entergarde). (p. 65).

La descripción etnológica es muy discutible –el uso de los dos apellidos no

se da entre ‘todos’ los latinoamericanos–, sin embargo, nos pone frente a la

descripción de un campesino mestizo a partir del que, sin explicarnos bien por qué,

Entergarde va a iniciar su crucial investigación en el Cauca. En Piendamó se

entrevista con el Alcalde y pregunta por Rosales: “Sí, lo conozco un poco, señor

Entergarde –es un pequeño agricultor que vive aquí–. Tiene un muy valioso pedazo

de tierra en las afueras del pueblo. Tuvimos algunos problemas con él hace unos

años.” Y manda a Entergarde a entrevistarse con el fiscal del pueblo, quien le ofrece

información sobre el caso y le permite revisar ciertos títulos de propiedad en la

Oficina de Registros Públicos. Sin embargo, igual que en el caso de Tobón, el lector

no habrá de conocer sino al final los detalles de los problemas del Municipio con

Rosales, información que amplía mediante entrevistas con el Alcalde y el Fiscal de

Popayán, con nuevas revisiones de registros de propiedad y judiciales, así como

gracias a la medición de varias parcelas en El Tambo (lo que permite mostrar al

lector la habilidad de Entergarde como agrimensor). Es de anotar que toda esta parte

intermedia de la novela va desviando la sospecha de los hermanos Langley hacia

Rosales.

La información se completa en la sesión final. Estando reunidos el

Comandante de Policía, un oficial, el Fiscal del Distrito, los dos hermanos Langley,

su tío, y Gaspar Tobón (todos hombres, por cierto), Entergarde hace entrar en la sala

a Talíco Rosales. Tras confirmar que Juan y Rosales se conocen, les pide que le

expliquen cómo se conocieron:

“Yo era Fiscal Municipal en Piendamó”, dijo Juan. “Acababa de

graduarme de abogado en la universidad, y como la familia de mi madre viene

del Cauca, uno de mis tíos me dio un cargo en Piendamó como Fiscal Municipal,

para que cogiera experiencia. Tuve un problema de consideración con este

hombre. [...] él tenía un buen pedazo de terreno en las afueras del pueblo, en lo

que formaba parte del proyecto de desarrollo del pueblo. Queríamos hacer pasar

una calle sobre su tierra, así como atravesaba las tierras de otros propietarios, y

de acuerdo a las costumbres usuales de todos los pueblos, decretamos un

impuesto de mejora para todas las tierras que bordeaban la calle, así que por

supuesto le habría tocado pagar dicho impuesto al igual que a los demás. Pero él

trató de evitarlo. [...] cada propietario debía pagar de forma proporcional al

área de su tierra que lindaba con la calle, ¿y sabe que hizo este hombre? [...] Midió dos metros en línea recta y se la vendió a su hermana, así que, naturalmente,

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ya no lindaba con la calle; es decir, que ya no tenía que pagar impuesto

alguno. [...] el área [de su hermana] era tan pequeña con respecto al total de su

tierra, que el impuesto era sólo una centésima parte de lo que debería haber

pagado si no hubiera hecho esa trampa. [...] Bueno, sólo había una cosa que yo

pudiera hacer, tal y como lo vi después de estudiar el caso durante unos días.

Hice al Consejo Municipal declarar los dos metros poseídos por su hermana

como tierra necesaria para uso público –entonces se los expropiamos,

pagándoles el precio del mercado–. Después ampliamos la calle en esa parte y

esta fue la forma como su hermano, es decir este hombre Rosales, lindaba de

nuevo con la calle y tenía que pagar la tasa completa que se suponía debía

pagar” (p. 89).

Dejemos de lado la clara demostración de nepotismo en que cae la familia

Langley –y que sirve a De Lima para mostrar al lector la robustez de la familia–.

Rosales resulta ser un tramposo a quien Juan ha parado los pies. Entergarde asume

que a raíz de ello Rosales puede estar contra él: “Bueno, supongo,”, dijo Juan,

“pero nunca dio ninguna muestra de ello. Vio que no podía salirse con la suya, y

pagó el impuesto y no volvimos a oír de él”.

Entergarde tira entonces de otra punta para desenredar el nudo: llama a

escena a Diego García, el caficultor de El Tambo, y le pide que explique la historia

de una tierra que compró, pero “sin mencionar nombres”. García cuenta cómo le

enseñaron un terreno rectangular de 600,000 metros cuadrados y se lo ofrecieron en

venta; tras convenir el precio

“... el propietario me envió el título que mostraba que él había comprado esa

tierra, y se lo di a un abogado para que lo estudiara, quien me dijo que todo

estaba perfecto –registrado y todo eso–. Así que dije al propietario que podía

mandar a hacer la escritura y llevarla a una Notaría, y que cuando estuviera

lista para firmarse, me avisara que yo iría desde El Tambo, la firmaría y le

entregaría el dinero. (p. 91).

Así sucedió; sin embargo, García no tomó posesión inmediata del terreno

pues estaba muy ocupado y cuando después fue

“... a tomar posesión de la hacienda, me encontré con este hombre de

ahí...”, y al decirlo, señaló a Talíco Rosales Guasacá, “que me dijo que la

hacienda no me pertenecía a mi sino a él –que él se lo había comprado al

propietario el día después que me había sido vendido a mi–. [...] Fui

directamente a las autoridades, y presenté mi título, y ellas encontraron que,

finalmente, yo no tenía la posesión de la hacienda. [Ya que había comprado...]

una tira de dos metros de ancho que corre a lo largo de la propiedad, a todo lo

largo de la propiedad que yo pensé

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que estaba comprando. [...] Al hombre que me vendió la propiedad se la

había vendido hacía muchos años antes un vecino y, al día siguiente de haberla

comprado, compró del mismo vecino una tira de dos metros de ancho, de la

misma longitud, con el propósito, entiendo, de evitar algunos árboles y poder

colocar las cercas de forma más fácil. (p. 91-92).

El poseedor original de los dos terrenos era Tom Langley. Hacía diez años se

los había comprado, mediante dos escrituras diferentes, el mismo individuo que

después le vendería a García su larga e inútil franja de dos metros de ancho. Antes,

sin embargo, había cercado los dos terrenos como si fueran uno sólo, “y se sentó a

esperar a que cayera una víctima”. Sabiendo el estafador que García “era un

hombre de campo honesto y simple, muy confiado como es mucha de esta gente,

quien no conocía nada de escrituras ni de lenguaje legal, estuvo seguro de que no

notaría, cuando le fuera leída la escritura en la oficina del Notario, que las

referencias al número y la fecha del contrato original habían sido cambiadas...”

García era la víctima perfecta, como se demostró en la práctica, pero ¿quién era el

estafador? Más aún, ¿qué tiene que ver todo esto con la muerte de Tom Langley?

Empecemos por la última pregunta: su abogado recomendó a García que

buscara testigos que hubieran estado al tanto del negocio para poder así denunciar la

transacción fraudulenta. Tras varios intentos para obtener por las buenas la

propiedad por la que había pagado, interpuso la demanda: uno de los testigos iba a

ser Tom Langley.

Pasemos a la pregunta sobre la identidad del vendedor, que no es sino el hilo

que permite salir de este laberinto. Entergarde pregunta a Rosales si conoce a

Tobón:“Sí señor, es mi cuñado”; y lo mismo a García: “Sí señor –bastante bien; él

es el hombre que me vendió la hacienda”. Inmediatamente Entergarde acusa a

Tobón del asesinato y se desarrolla entonces la discusión ‘refranesca’ que

presentamos antes: Entergarde no tenía motivos para sospechar de él, sin embargo

fue su insistencia en la acusación contra Juan lo que despertó sus dudas. Se pone así

sobre la mesa la perfidia del asesino. A la que hay que sumarle el resentimiento: la

tierra de Piendamó que está a nombre de Rosales pertenece realmente a su cuñado,

por lo que este odiaba a Juan quien, siendo Fiscal, le obligó a pagar los impuestos.

Tobón es, por tanto, asesino, calumniador y estafador. Pero aún falta apuntar

el que puede considerado el peor cargo contra él. No sólo las tierras de Piendamó

estaban a nombre de su cuñado Rosales para que este pagara los impuestos, sino que

lo mismo sucede con las tierras que falsamente vendió a García:

“Esa era sólo otra venta ficticia”, replicó Rosales, “es decir, que es legal,

de acuerdo a la ley, pero existe un documento privado entre nosotros que dice

que debería devolvérsela cuando él quisiera, y si el ganaba el juicio que el señor

había interpuesto en su contra, entonces debería hacerlo”.

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“¿Y lo hubiera hecho?”

“Por supuesto”, replicó Rosales, “no es mía –le pertenece, así como la

tierra en Piendamó le pertenece–. ¿Por qué debería quedarme con ella si no es

mía?”

“Tiene un cuñado honesto, Tobón”, remarcó Entergarde, “y probablemente

lo sabía usted muy bien, pues si no hubiera hecho uso de él.” (p. 102 [énfasis en

el original])

A los ojos de Entergarde (y a los nuestros), Tobón es, además, un mal

pariente. A diferencia de los Langley, que se apoyan hasta en los peores momentos,

Tobón usa a su pariente político para delinquir.

Este debate final es, por tanto, no sólo entre dos personajes, Tobón y

Entergarde, sino entre dos formas de ser familia. Mientras que el asesino usa el

parentesco para salvaguardar sus pérfidos intereses sin importarle comprometer su

reputación ni la de los suyos, Entergarde trabaja en defensa de unos valores

superiores, representados por la fidelidad filial de los hijos de la familia Langley y

por la inocente honestidad de agricultor García.

Pero falta aún una parte de la información sobre Tobón con que se delinea un

último elemento del caso. En sus pesquisas, Entergarde ha revisado los registros de

extranjeros:

“... se percibe fácilmente por su acento que usted es español.”

“Por supuesto que soy español”, dijo Tobón, “¿acaso eso es algo de lo que

deba estar avergonzado?”

“De ninguna manera –al contrario, debería ser un motivo de orgullo–”,

contestó Entergarde. “Sin embargo, no estoy muy seguro”, añadió, “de que

España pueda estar muy orgullosa de usted.”

“Encontré su historial, y lo complementamos gracias a un telegrama

mandado a España el otro día. Usted nació en España de padres gitanos, y

siendo joven estudió farmacia. Después vino a Colombia. Hemos descubierto,

gracias a las investigaciones hechas en el Putumayo, que vivió por un tiempo en

esa región, y que sirvió como una especie de curandero entre los indígenas de

allá. Ello, naturalmente, le dio conocimiento y acceso a sus venenos. También

hizo algunas prácticas para aplicar inyecciones hipodérmicas. [...] Mientras

estaba en el Putumayo acumuló un substancioso capital, y entonces se vino a

establecer en el negocio ganadero en el Departamento de Cauca, residiendo en

Popayán. Sus negocios lo llevaban ocasionalmente a Piendamó, donde conoció y

se casó con la hermana de Talíco Rosales. Fue mientras estaba establecido en el

Departamento del Cauca que realizó las compras y ventas de tierra que han sido

descritas.”

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“Encontrándose en considerables dificultades con los acreedores, o quizás

deberíamos decir, con las personas a quienes había estafado, hizo esa venta

ficticia a su cuñado que acabamos de discutir, y se vino a Cali, donde se

estableció como importador de muebles, en lo que por el momento se ocupa.”

[...] “Cuando supo que el Señor Langley estaba de regreso en Colombia, y

siendo consciente de que él quería declarar en el juicio contra usted, lo preparó

todo para estar en Dagua a tiempo para subirse al tren en el que sabía que él

estaba viajando, llevando con usted un frasco lleno de ‘curare’ y una aguja...”

(pp. 102-104).

Entergarde ha resumido su biografía –de origen español, gitano, estudiante

de farmacia, aventurero en la selva colombiana, ganadero en Popayán e importador

de muebles en Cali– y mostrado los motivos que habría tenido para asesinar a Tom

Langley. Hay detalles curiosos: Entergarde no discute la honorabilidad de ser

español, antes al contrario vindica su valía al anunciar que su patria natal finalmente

no estará muy contenta de él. Pero, ¿cómo justificar entonces su maldad? ¿dónde

está la tacha de Tobón? ¿acaso no podría haber sido un español del común metido en

malos pasos? ¡Pues no! Resulta que además de español es gitano. Aunque los

imperativos de la trama llevan al autor a caer en incongruencias –por ejemplo, es

difícil imaginar que, en España, un gitano estudiase entonces farmacia–, se produce

aquí la traslación de estereotipos socio-raciales: recuérdese que en una primera

descripción nos había presentado a Tobón como de apariencia árabe, es decir, como

un español de categoría disminuida, y cuya perfidia pasa a continuación a ser

contrastada con la actuación de su cuñado mestizo: durante la discusión entre Tobón

y Entergarde, “La cara de Talíco Rosales Guasacá se había ido ensombreciendo al

tiempo que iba escuchando el trasfondo de toda esta historia, así como lanzaba una

mirada de disgusto sobre su cuñado.” Hasta que finalmente pide la palabra: “...este

señor está casado con mi hermana, y he tratado de ayudarlo de todas las formas

que he podido, incluso dejando que usara mi nombre para cosas que no me

parecían correctas –como esas transacciones de tierras–, pero cuando viene a ser

un asesino, ya la historia es diferente, y no podría estar de su lado...”

Reacción meritoria del mestizo, quien habría hecho todo lo que estaba en su

mano para ayudar a su pariente, rayando incluso la ilegalidad, que se contrapone

finalmente a las mentiras que Tobón se empeña en sostener, infructuosamente,

incluso en contra de su cuñado:

“¡Es una mentira!”, gritó Tobón, alzándose, “seguramente él mató a

Langley, y está tratando de acusarme a mi!”

Rosales corrió y lanzó un puñetazo a la cara de Tobón.

“¡Sinvergüenza!”, gritó. “Nos invitaste a mi y a mi esposa a Dagua en lo

que dijiste que era un paseo para descansar, ¿y

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ahora tratas de decir que yo maté a ese pobre señor?¡Que el diablo se lleve

tu alma! –eres un corrompido y miserable infeliz.” (p. 105).

Mientras Rosales ha mantenido una posición de colaboración con su cuñado,

este no tiene el menor escrúpulo en acusarlo del asesinato si con ello consigue salir

bien librado del trance. Rosales defiende a la familia y sus lazos, Tobón los usa.

Mientras parece excusable lo que se conoce como ‘familismo amoral’, es decir, que

Rosales haga cosas incorrectas para ayudar a su cuñado (así como que los Hidalgo

caucanos colocaran a Juan en Piendamó), no es de recibo que se abuse de la familia

o que no se la respete, como hace Tobón. En el fondo, resuena en esta escena la

imagen que a fines de la Colonia se hacía del contacto corruptor que ejercían los

españoles sobre la buena fe de los indígenas (por lo que los mestizos solían quedar

situados en una posición ambigua dentro del orden racial; cf. Pineda y Gutiérrez,

1999, I, cap. VI). En este caso, el descendiente de los indígenas muestra cierta

bondad y nobleza, mientras el español agitanado reincide en su malquerencia. No

extraña entonces que, tras aceptar ser culpable del asesinato pero negarse Tobón a

admitir que la venta del terreno fuera fraudulenta, vuelve a ser su cuñado quien le

saca las castañas del fuego: “De cualquier forma [...] yo le devolveré

inmediatamente esa tierra al señor García –¡no quiero parte alguna de la fortuna

de un asesino!”.

Después de que Entergarde le retira el tratamiento de ‘Don’ (“el prefijo que

siempre usamos en Colombia cuando nos dirigimos a personas honorables [...] no

creo que ahora lo merezca”), el Comandante de Policía lanza la sentencia final

contra Tobón:

“pasará algunos años en prisión por este detestable crimen. Pero usted ha

cometido otra ofensa –contra la hospitalidad de este país–. Colombia lo recibió

con los brazos abiertos hace muchos años; acá se casó, acumuló algunos bienes

y gozó de la protección de nuestras leyes. Y nos lo agradeció con mezquindad,

creo. Cuando el juicio termine, se inciarán los trámites contra usted para

asegurar su expulsión del país. Y así estaremos bien libres de usted –pese a que

dudo que la madre patria nos lo agradezca por mandarlo de regreso–. Eso es

todo.” (p. 108).

Expulsión del mal extranjero, desnaturalizado y abusivo con su familia, que

contrasta en primer lugar con la figura de Tom Langley, el extranjero bueno,

adaptado y con familia ‘normal’, y, en segundo lugar, con su heredero espiritual, ese

algo atípico nativo que es, al fin y al cabo, el detective Entergarde. Tan nativo que,

como ya vimos, no puede dejar de apelar a los refranes: la escena culmina con otro

refrán, precisamente aquel que da el título a la novela:

“¡Es usted un viejo diablo!”, le increpó [Tobón].

“Más sabe el diablo por viejo que por diablo [en castellano en

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el original]”, replicó Entergarde, y se llevaron a Tobón.

“Y bien, ¿qué truenos significa eso?”, preguntó Philip Langley, en inglés.

“Eso significa, Philip”, replicó Entergarde lentamente:

THE DEVIL IS WISER BECAUSE OF HIS AGE THAN BECAUSE OF

BEING THE DEVIL.

“Tengo 49 años de edad, ya sabes, y he tenido que resolver muchos casos

difíciles en todo este tiempo. Uno aprende con la experiencia.” (pp. 108-109).

Nuevo ejemplo del particular uso del personaje de Philip Langley que

permite renovar la afirmación sobre la bondad de la sabiduría popular cuando es

combinada con la experiencia (confirmándose así el valor del refrán), que el

Comandante de la Policía no puede dejar de aplicar a continuación a García

(“aprenda de la experiencia [...] a ser más cuidadoso con lo que firma”) y a Rosales

(“a ser más cuidadoso acerca de con quien se junta”).

Al desenmascarar al delincuente y dar cuenta de sus delitos, Entergarde

defiende no sólo la justicia en abstracto, sino los valores que se enmarcan en cierto

tipo de relaciones familiares (amor filial, preocupación por la subsistencia de la

unidad doméstica por parte del cabeza de familia y honra y defensa de la parentela)

encarnados por la familia de los Langley-de Hidalgo, colombo-norteamericanos, los

García, agricultores cafetaleros, y los Rosales Guasacá, mestizos finalmente buenos.

Richard Entergarde, los Langley-de Hidalgo y los De Lima caleños

¿Es posible establecer alguna filiación particular entre el autor y algunos de

sus personajes? Quizás el intento valga la pena y nos depare algunas pequeñas

sorpresas.

Sabemos, porque así se lo explican los De Lima a los periodistas de la revista

Jet Set (nº 27, 2000, pp. 230-232), que se trata de una familia cuyo linaje es de

origen español y habrían salido expulsados hacia Portugal, Brasil y Estados Unidos

por razones religiosas. Es de Estados Unidos de donde proceden los De Lima

caleños. Allí se habían dedicado a la banca, por lo que como recuerdo guardan con

recelo el facsímil de este billete de cinco dólares que firmó uno de sus ancestros

banqueros en 1903, como reza el pie de foto de un viejo billete.

Ernesto A. De Lima, nuestro autor, fue oficial de caballería del ejército

norteamericano y llegó al Valle en 1920 para cobrar deudas bancarias, por cuenta

del Battery Park Bank de Nueva York, a los importadores, afectados por las crisis

económica que sobrevino a la Primera Guerra Mundial. Pero se quedó aquí,

sorprendido y encantado con la belleza de La Sultana y el calor de sus habitantes,

adquiriendo unas tierras (en la zona de lo que hoy es la plaza de toros de

Cañaveralejo) puesto que le gustaban mucho los caballos. En 1928, y después de un

primer matrimonio fracasado con una sobrina de Santiago Éder, durante un viaje a

Costa Rica se casó con Olivia Le Franc. Informado durante su viaje de que en sus

tierras se había detectado una buena veta de carbón, regresó para explotarlas.

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Tras invertir la herencia que le adelantó su abuelo para comprar la maquinaria, la

mina se mantuvo activa durante varios años, logrando incluso detentar el monopolio

del suministro de carbón para los ferrocarriles. Posteriormente la mina se incendió y

quedaron en una difícil situación económica, mientras que su esposa perdió un bebé

al tratar de salvar a unos mineros atrapados por el incendio. Entonces Ernesto A.

decidió parcelar parte de los terrenos, construyó el alcantarillado de la zona, hizo

una calle que aún existe y sembró los samanes que hoy le dan sombra a la calle

quinta, en la ciudad.

Ernesto A. y Olivia tuvieron tres hijos: Norma, Ernesto y Eduardo. Ernesto

Jr. abandonó sus estudios de Ingeniería en Estados Unidos por el amor (porque le

pudo el amor por una novia, dice un encabezado de página):

Su padre, sabio, se lo permitió con la condición de que tenía que trabajar.

Y así fue como Ernesto De Lima Jr. después de mucho caminar y pasearse por el

Valle entero montó, con el apoyo infinito de su padre, su propio broker de

seguros, que no tardó en cobrar importancia nacional. [...] Ernesto De Lima Jr.

empezó a trabajar a los 17 años. En un jeep que le compró a su padre por tres

mil pesos vendía seguros en todo el Valle del Cauca.

La reseña periodística de los De Lima indica que Ernesto Jr. ha tenido ocho

hijos de tres matrimonios, su hermana Norma siete hijos y Eduardo, el menor, sólo

dos hijos: A ese paso, después de tres generaciones, no es una exageración decir

que los De Lima ya son una familia importante y numerosa en la capital del Valle.

Hay varias coincidencias o paralelos entre la novela y estas tan breves notas

familiares. Tanto los De Lima como los ficticios Langley son de origen

norteamericano y viven felices y aclimatados en Cali desde hace muchos años (27

años los De Lima, 30 los Langley); ambos tienen, respectivamente, tres hijos, dos

muchachos (Ernesto Jr. y Eduardo, Pablo y Juan) y una muchacha (Norma, Elena).

Ambas familias siguen manteniendo relaciones con el extranjero, en especial

Estados Unidos: Ernesto Jr. estudia allí por un tiempo y los matrimonios, en el caso

de los De Lima, se producen con extranjeras; por su parte, los Langley, al inicio de

la novela están regresando de un viaje a Estados Unidos.

Es cierto que la orientación productiva familiar es distinta en cada caso: la

banca y la minería (y finalmente los bienes raíces) por parte de los De Lima, la

ganadería por la de los Langley –recordemos, sin embargo, que la adquisición de

tierras fue elemento común entre aquellos que se asentaban en la región ya desde el

siglo XVIII, puesto que, junto a buenas uniones matrimoniales, otorgaba prestancia

y respeto social, e igualmente que desde esa época los terratenientes tuvieron que

asentar su fuerza económica en actividades comerciales y mineras, sin despreciar

nunca el desempeño en la burocracia colonial (Colmenares, 1975)–; además, de

forma paralela, la tradición productiva familiar es cuestionada en ambos casos por

uno de los hijos: Ernesto Jr, tras abandonar sus estudios de ingeniería por amor, se

dedica a la venta de seguros; Pablo, ingeniero químico, se quiere dedicar a la

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industria química.

Pero incluso la trama de la novela parece replicar eventos de la vida de los

De Lima. Puesto que no sólo Ernesto Jr. cambia la orientación productiva familiar,

como pretende también hacer Pablo, sino que el mismo Ernesto Jr. abandona sus

estudios por amor, quién sabe si contraviniendo las expectativas de su padre (que,

sabio al fin, lo acepta a condición de que se ponga a trabajar), de la misma forma en

que en la novela se plantea un enfrentamiento entre Tom y su hijo Juan a causa del

noviazgo de este.

Más allá de las semejanzas entre las dos familias, permanece la inquietud

sobre ese de todas formas extraño personaje local que es el detective Entergarde,

precisamente el valedor de los Langley. Sabemos pocas cosas de él, es cierto, pero,

¿no parece presentar algunas reminiscencias de su creador? Empecemos por el

nombre propio, Richard: sin mayores efectos para la trama, el autor nos explica que

el personaje extranjerizó su nombre de pila, Ricardo, para distinguirse de un primo

con idéntico nombre, un argumento poco convincente. Pero sabemos que el autor

firma el libro con su nombre original, en inglés (Ernest A.), mientras que en los

ambientes locales de Cali era conocido como Don Ernesto. Para qué hablar de las

similitudes fonéticas entre Richard/Ernest//Ricardo/Ernesto. Pero sigamos con el

apellido: Entergarde tiene resonancias extranjeras, como lo tiene De Lima. Un tercer

elemento es que Ernest A. fue oficial de caballería en Estados Unidos, mientras que

Entergarde es un agente especial que ha pasado también por academias

norteamericanas. Finalmente, y de forma quizás atrevida, no tenemos más datos

exactos del personaje Entergarde que su edad, 49 años, que podría perfectamente ser

la edad del autor. La mayor divergencia es que Entergarde nos es presentado como

un soltero empedernido que, por no tener amarres, vive en un hotel, lo que contrasta

con la vida matrimonial del autor, pero ¿acaso se puede usar a un divorciado como

defensor moral de la familia?

Entiéndase bien, no se trata de proponer que la novela refleje tal cual las

circunstancias particulares de la vida de la familia De Lima. Evidentemente, porque

por lo general la trama de la vida no se ajusta fácilmente a las necesidades

argumentativas de la ficción –por lo que debe ser sometida a una articulación,

imprescindible en la composición artística, destinada a unir elementos (eventos,

personajes, circunstancias) que por lo general están separados (Lévi-Strauss, 1994)–.

Este ajuste se da menos fácilmente en una trama detectivesca, con sus propios

principios y requerimientos narrativos. Y sin embargo, ¿por qué no habrían de

resonar en ella aspectos de la familia De Lima?

A todo ello se puede sumar el que, según se dice en la dedicatoria, Ernesto A.

escribiera la novela a solicitud de su hija Norma, a quien se la dedica. Norma debía

ser una joven a mediados de los años cuarenta (quizás de 22 años, como Elena

Langley en la ficción). ¿No sería factible que el padre, en tanto se trataba de un texto

para ser leído por familiares y quizás amigos, introdujera ciertos elementos

conocidos, cuando no cercanos a todos ellos, con el objeto de darle mayor vividez?

Acaso no fueron superadas, a la postre, todas las desavenencias familiares de los

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De Lima, como las de los Langley: si Ernesto Jr. se pudo casar y empezar su nueva

carrera de vendedor de seguros, es perfectamente comprensible que Pablo ponga en

marcha su negocio químico y que Juan se case con quien quiera. Tanto a una como a

otra familia parece que ha de llegarles una dichosa vida futura.

En conclusión, y aunque sea atrevido (pero siguiendo el consejo de

Entergarde/De Lima: como dice el refrán, ‘el infierno está empedrado de buenas

intenciones’), el conocimiento de la trayectoria familiar de los De Lima, cruzada con

el carácter descriptivo del texto y con hecho de que se trata de una edición privada

solicitada por su hija, junto a ciertas coincidencias entre los personajes de la novela

y las circunstancias de su familia, permiten dar un pequeño paso adelante: el

contexto familiar (tipo de familia, historia familiar y, sobre todo, concepciones de la

familia) y social (relaciones sociales entre nacionales y extranjeros, entre indígenas

y españoles, etc.) del que nace la novela podría dar cuenta de algunos de sus

principales aspectos. Es posible por tanto hacer una lectura alegórica de la novela –

así como Julio Ramos (1996) hace con el cuento Izur, del escritor argentino

Leopoldo Lugones, respecto a la incorporación del ‘otro’ monstruoso y bárbaro (el

inmigrante, el subalterno) a la lengua nacional a inicios del siglo XX–. Difícilmente

un texto escapa al momento de su escritura. No importa que sea una novela de

detectives. O quizás sí importa, puesto que, en este caso, se trata precisamente de

una novela de detectives con un final judicializado: cuando el malo es derrotado, no

hace sino afirmarse la ‘ley’ (como apunta Butler en la cita inicial).

De Lima nos ofrece no sólo una novela, sino una descripción de la sociedad

del suroccidente colombiano de mediados de los años cuarenta. Pero al hacerlo,

expresa su mirada sobre ella, una mirada llena de valoraciones, loas y críticas. Con

todo ello, lo que De Lima busca es quedar bien ubicado: el empresario-autor,

transfigurado en detective, ya no puede ser visto por los lectores sino como un

miembro destacado de la comunidad local, deshacedor de entuertos y defensor de su

virtud. Y eso es mucho más que un simple divertimento para entretener a la familia

y a los amigos.

Bibliografía

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