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LA MUJER QUE CARGA EL CÁNTARO María Cristina Scattolin «...si algo quiero comunicar esta tarde es precisamente la idea de que el estudio científico de los objetos indignos produce ganancias científicas.» P. Bourdieu, 1974 Cuando en 1912 Max Uhle se refirió a los elementos que la alfarería prehispánica del noroeste argentino –por entonces conocida como “draconiana”– compartía con algunos ejemplos del Perú, incluyó, entre otros, la representación de “una mujer que carga un vaso” (Uhle 1912:520). Poco o nada se ha dicho desde entonces acerca de esta figura. ¿Qué ocurrió con el tema en todo este tiempo? ¿Es éste un motivo en verdad recurrente, como decía él, en los conjuntos cerámicos del área central del noroeste argentino? ¿En qué magnitud? ¿Adónde nos llevaría una indagación sobre este punto? En este trabajo me referiré al asunto del orden sexuado en ciertas sociedades aldeanas del primer milenio D. C. en los Andes del Sur, evocando esta figura, ignorada hasta hoy, justamente cuando en la actualidad la discusión acerca del género ha avanzado en una diversidad de ámbitos. Pero, más allá del interés por el rol de la mujer en el pasado, mi propósito apunta más bien a contribuir a una discusión de las relaciones de desigualdad y dominación que anidaban en estas sociedades aldeanas ya que las distinciones sexuales, organizadas según la división en géneros relacionales, podrían constituir uno de los principios en los cuales se fundaron los llamados “procesos de jerarquización” de dichas sociedades. En nuestras sociedades sabemos de instituciones que sostienen y aseguran la perpetuación del orden de los géneros: la familia, reconocida sobre todo como la principal reproductora de las relaciones de género en el estrecho espacio doméstico, la Escuela o la Iglesia en el espacio público. Incluso se han estudiado dentro del mismo ámbito académico los escenarios de la práctica profesional en los que se perpetúan los roles jerarquizados del sexo, como lo testimonian los trabajos de índole sociológica sobre la propia arqueología de la Argentina (Bellelli et al. 1993; Conca 1992; Gero 1996). Pero cuando quienes practicamos arqueología en Argentina nos remontamos en el tiempo para momentos en que sólo quedan escasos vestigios materiales y carecemos de datos históricos documentales, encontramos que las referencias a las relaciones entre los sexos casi no existen. Creo que más allá de la obvia carencia de documentos históricos –que en contadas excepciones (aztecas, incas, pueblos que contactaron los recién llegados europeos) es condición perpetua En: Género y etnicidad en la arqueología de Sudamérica. Editado por Williams, V. y B. Alberti. Serie Teórica No. 4:43-72. Ediciones INCUAPA, Olavarría.

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Cuando en 1912 Max Uhle se refirió a los elementos que la alfareríaprehispánica del noroeste argentino –por entonces conocida como “draconiana”–compartía con algunos ejemplos del Perú, incluyó, entre otros, la representación de“una mujer que carga un vaso” (Uhle 1912:520). Poco o nada se ha dicho desdeentonces acerca de esta figura. ¿Qué ocurrió con el tema en todo este tiempo? ¿Eséste un motivo en verdad recurrente, como decía él, en los conjuntos cerámicos delárea central del noroeste argentino? ¿En qué magnitud? ¿Adónde nos llevaría unaindagación sobre este punto? En este trabajo me referiré al asunto del orden sexuadoen ciertas sociedades aldeanas del primer milenio D. C. en los Andes del Sur,evocando esta figura, ignorada hasta hoy, justamente cuando en la actualidad ladiscusión acerca del género ha avanzado en una diversidad de ámbitos.

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LA MUJER QUE CARGA EL CÁNTARO

María Cristina Scattolin

«...si algo quiero comunicar esta tarde es precisamente la idea de que el estudio científico de los objetos indignos produce ganancias científicas.»

P. Bourdieu, 1974

Cuando en 1912 Max Uhle se refirió a los elementos que la alfarería prehispánica del noroeste argentino –por entonces conocida como “draconiana”– compartía con algunos ejemplos del Perú, incluyó, entre otros, la representación de “una mujer que carga un vaso” (Uhle 1912:520). Poco o nada se ha dicho desde entonces acerca de esta figura. ¿Qué ocurrió con el tema en todo este tiempo? ¿Es éste un motivo en verdad recurrente, como decía él, en los conjuntos cerámicos del área central del noroeste argentino? ¿En qué magnitud? ¿Adónde nos llevaría una indagación sobre este punto? En este trabajo me referiré al asunto del orden sexuado en ciertas sociedades aldeanas del primer milenio D. C. en los Andes del Sur, evocando esta figura, ignorada hasta hoy, justamente cuando en la actualidad la discusión acerca del género ha avanzado en una diversidad de ámbitos.

Pero, más allá del interés por el rol de la mujer en el pasado, mi propósito apunta más bien a contribuir a una discusión de las relaciones de desigualdad y dominación que anidaban en estas sociedades aldeanas ya que las distinciones sexuales, organizadas según la división en géneros relacionales, podrían constituir uno de los principios en los cuales se fundaron los llamados “procesos de jerarquización” de dichas sociedades.

En nuestras sociedades sabemos de instituciones que sostienen y aseguran la perpetuación del orden de los géneros: la familia, reconocida sobre todo como la principal reproductora de las relaciones de género en el estrecho espacio doméstico, la Escuela o la Iglesia en el espacio público. Incluso se han estudiado dentro del mismo ámbito académico los escenarios de la práctica profesional en los que se perpetúan los roles jerarquizados del sexo, como lo testimonian los trabajos de índole sociológica sobre la propia arqueología de la Argentina (Bellelli et al. 1993; Conca 1992; Gero 1996). Pero cuando quienes practicamos arqueología en Argentina nos remontamos en el tiempo para momentos en que sólo quedan escasos vestigios materiales y carecemos de datos históricos documentales, encontramos que las referencias a las relaciones entre los sexos casi no existen. Creo que más allá de la obvia carencia de documentos históricos –que en contadas excepciones (aztecas, incas, pueblos que contactaron los recién llegados europeos) es condición perpetua

En: Género y etnicidad en la arqueología de Sudamérica.

Editado por Williams, V. y B. Alberti.

Serie Teórica No. 4:43-72. Ediciones INCUAPA, Olavarría.

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de la arqueología y la prehistoria tal como se las practica en América– en realidad, es la perspectiva, la que incide en la dirección y el alcance de un estudio.

Y sucede que estas perspectivas sobre los sexos han variado a través del desarrollo de la arqueología como disciplina científica en América. Desde mi visión de arqueóloga del noroeste argentino, de manera general parece haber una mayor preocupación por los roles sexuales entre los arqueólogos de fines del siglo XIX que en quienes los siguieron. Es posible que, en América, la separación gradual de la arqueología de las disciplinas humanísticas y de los estudios clásicos y su acercamiento a las ciencias naturales y la antropología haya incidido en tal sentido. A lo largo del siglo XX, estas ciencias alentaron sobre todo un sano alejamiento de la especulación, un prurito de moderación hacia las conjeturas sin base empírica y un alerta sobre las concepciones etnocentristas. Tanto la arqueología social marxista latinoamericana de los ‘70 –poco representada en la Argentina (pero ver Núñez Regueiro 1974)– como el procesualismo positivista de los ‘80 –llegado aquí algo tarde– marcaron posturas de renuencia a tratar este tema. La antropología estructuralista de orientación francesa –que en la etnohistoria, etnografía y antropología del área andina se ha preocupado por el asunto– dejó pocas huellas en la arqueología de Argentina (v. g. Weber 1981). Sólo en los últimos tiempos la arqueología en Sudamérica parece volver a interesarse nuevamente por estas cuestiones, favorecida ya por las vertientes postprocesualistas y por los estudios feministas de los años ‘70 y ‘801.

En efecto, algunos de los arqueólogos del noroeste argentino de fines del siglo XIX y principios del siglo XX se han referido –más que los contemporáneos– a ciertos roles femeninos o masculinos a través de la iconografía, pero su avidez por rescatar del olvido a aquellas desconocidas sociedades se dió a veces de una manera temeraria (vista desde una perspectiva actual) como en el caso de Adán Quiroga en Calchaquí (1897) o Samuel Lafone Quevedo en El culto de Tonapa (1892).

De todas maneras, hay que atender a cada caso. Así, por ejemplo, cuando Uhle –y también Ambrosetti– ilustra el tema de “la mujer que carga el cántaro” (Figura 1a), da como referencia una pieza arqueológica que carece por completo de rasgos anatómicos sexuales, pero, aunque falte ese rasgo empírico, podríamos suponer que es la postura y la actividad representada en relación con las convenciones iconográficas andinas, las que, puestas en comparación con otros ejemplares, lo ha conducido a referirla al género femenino. Es decir, la habría contextualizado, de manera tal de acercar un significado; un procedimiento usual en la metodología iconográfica (Panofsky 1983).

Ahora bien, es posible que aun los arqueólogo(a)s contemporáneos no adviertan que la historia de las investigaciones en un área puede conducir a producir reconstrucciones del pasado que, sin saberlo ni quererlo, contribuyan a impulsar teorías implícitas sobre el orden sexuado en los procesos culturales del pasado y que tales teorías no explicitadas se revelen aun por las páginas no escritas, como por ejemplo las que tal vez habría merecido “la mujer del cántaro” y que escasamente se le dedicaron, en especial, para ponerla en relación con otros personajes más visibles. Porque lo que importa en verdad no es tanto una mención equitativa de figuras

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femeninas y masculinas, sino su puesta en relación: es decir, enfocar las implicancias que las diferencias de los sexos habrían tenido en la historia y procesos culturales del noroeste argentino.

Figura 1. Hidriáforas: (a) Andalgalá, altura 15 cm (tomado de Bregante 1926); (b) Quilmes, altura 10,5 cm (Colección Zavaleta-Chicago Nº 100.754).

Esto podría haber ocurrido, por ejemplo,

con el primer milenio D.C. en el área que nos ocupa. A pesar de que existen innumerables referencias y trabajos acerca de las representaciones, abstractas, de animales, y en este caso particular, de las figuras humanas –ya sea de hombres como de mujeres– es raro encontrar propuestas o planteos que pongan bajo estudio las relaciones entre los sexos a partir de su figuración. De hecho, la representación más afamada de la figura humana en el primer milenio D.C. es la de “el guerrero”, de cuyo sexo no se habla. De esta figura emblemática de la cerámica, pintura rupestre, metalurgia, cestería, escultura, etc., que invade todas las descripciones del reconocido “estilo Aguada”

se han estudiado sus variantes, patrones de diseño, motivos asociados, detalles de manufactura, relaciones con mitos, creencias religiosas y jerarquías sociales, y sin embargo, escasamente se ha tratado su papel en la construcción sexuada del mundo2.

Así que he pensado que quizá introduciendo lo que a mi entender podría ser su imagen antagonista (o al menos una), “la hidriáfora”, logremos iluminar en alguna medida la forma que podría haber tomado el trabajo de reproducir el orden de los sexos en las sociedades aldeanas del primer milenio D.C. Por otra parte, me parece que podría abrirse un abanico de posibilidades de pensamiento que enriquecerían nuestra visión no única o simplemente con la intención de esclarecer el papel de la mujer en aquellas antiguas sociedades, sino más bien para entender mejor la dimensión simbólica y política de la organización económica y del trabajo entre los sexos.

Pero, una vez abierta esta posibilidad y antes de poner tales figuras en relación, una no puede menos que preguntarse primero, cómo llegamos a reconocer de una manera tan evidente la imagen de “el guerrero” y cómo, desde los tiempos de Uhle, se fue desdibujando la imagen de “la mujer que lleva el cántaro” hasta su completa invisibilidad, o sea, qué hay detrás de esta construcción –impensadamente selectiva– de las figuras humanas, producida y reproducida a través de los estudios arqueológicos de este segmento del pasado prehispánico, es decir, de las

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representaciones que los mismos arqueólogo(a)s tienen de ellas. Trataré entonces en primer lugar este punto como una introducción necesaria para desbrozar el camino hacia un análisis que incorpore la perspectiva del sexo, de los sexos, en el estudio de las representaciones en la cultura material de estas sociedades aldeanas.

Pienso que solamente una vez esclarecido esto, luego será posible indagar si y en tal caso cómo las representaciones usadas en la cultura material contribuyeron a conformar la estructura de relaciones sociales del primer milenio D.C. particularmente en lo referente a la conformación de las diferencias sociales. Pero antes destinaré unos párrafos al nacimiento de mi interés en las mujeres-cántaro del valle de Santa María.

LA MUJER EN LA ICONOGRAFÍA DE LAS SOCIEDADES ALDEANAS DEL VALLE DE

YOCAVIL El valle de Santa María o Yocavil es bien conocido en la arqueología del

noroeste argentino (Figura 2) y sumamente célebre por la presencia de una clase particular de vasijas cerámicas, las famosas urnas funerarias de estilo santamariano y por los poblados fortificados del período Tardío que los españoles conocieron a su llegada. Pero se sabe poco de la etapa anterior y que corresponde al primer milenio después de Cristo, entre otras razones por la escasez de investigaciones de largo plazo, la falta de fechados radiocarbónicos y en gran medida porque no se han estudiado todavía grandes y buenas colecciones de objetos completos de este período Formativo3.

Para remontar este desconocimiento de ese lapso particular en este árido valle a 2.000 m snm, por mucho tiempo ha habido una tendencia a imaginarlo por referencia a elementos ya definidos con anterioridad en otro lugar; básicamente con las áreas más al sur como Hualfín y Alamito que han provisto, desde hace muchos años, las secuencias temporales principales y las descripciones de los estilos más populares en el núcleo árido del noroeste argentino. El primer milenio D.C. es bien identificado en Hualfín-Alamito, por la distribución temporo-espacial de estilos como Condorhuasi, Ciénaga y sobre todo del estilo Aguada, cuyos iconos más representados son “el guerrero” y “el jaguar” (éstas son las cerámicas que antiguamente se denominaban en conjunto y grosso modo “draconianas”). Mientras que al este de Santa María, en la más lluviosa vertiente andina oriental, los estilos corrientes del primer milenio son el de Candelaria, que tradicionalmente se ha atribuido al área sur de las Yungas, que en la Argentina incluye a las llamadas Selvas Occidentales, y el estilo común en el húmedo valle andino de Tafí, ambos con alfarerías y objetos menos estudiados desde el punto de vista iconográfico.

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Figura 2. El valle de Santa María, noroeste argentino, Andes del sur.

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A fin de contribuir al reconocimiento de la cultura material local, desde 1997 se

han reactivado los estudios sobre el período Formativo en el valle. Para superar un registro arqueológico diezmado y sesgado por saqueos y coleccionismo, y además para poner bajo análisis crítico las diferentes conclusiones acerca de los procesos culturales pre-tardíos de Yocavil, hemos intentado diferentes estrategias y particularmente una tarea que creímos primordial es el registro y estudio de las antiguas colecciones conformadas por los primeros viajeros y coleccionistas en el valle deYocavil4.

Como resultado de la investigación de estas colecciones poco conocidas vine a dar con una serie de objetos a los que se les había dedicado escasa atención. Durante el estudio de la colección Zavaleta-Chicago5 he hallado cierto número de representaciones femeninas, y entre ellas, una hidriáfora, esto es, una mujer que carga un cántaro, y por tanto la cita de Uhle cobraba ahora una relevancia especial. Aparte de este “hallazgo”, la observación de tales materiales y sobre todo del peculiar universo iconográfico que exhiben ha permitido plantear algunas consideraciones acerca de los recursos plásticos e iconográficos usados entre las poblaciones del primer milenio D.C. de Yocavil6.

De los 91 recipientes Formativos que registré, todos del sector centro-norte del valle, lo más notable es que un tercio de ellos comprende vasijas de tipo efigie, es decir son recipientes en cuya forma está involucrada la figuración del personaje representado; son, para llamarlas de alguna manera, vasijas prosopomorfas7. La imaginería representativa tiende mayoritariamente a la figuración de seres humanos y aves. La mitad de los vasos efigie son antropomorfos, y dos ejemplares pueden ser identificados como femeninos por sus caracteres sexuales secundarios. La variedad de motivos es amplia pero, aquí me concentraré en el conjunto antropomorfo y dejaré de lado las otras representaciones.

La pieza de la Figura 1b, con procedencia de Quilmes, representa lo que para Uhle habría sido “una mujer que carga un cántaro”. Este tema de la hidriáfora ha sido mencionado también en la literatura arqueológica para piezas como las mujeres –sentadas o arrodilladas– en el estilo Aguada-Ambato, que es el ejemplar señalado por Uhle (Figura 1a), en el estilo San Francisco (Figura 3a) y en el estilo Vaquerías (Figura 3b); hay también mujeres cargando tinajas en el estilo Candelaria (Figuras 3c y 3d) (Uhle 1912:520; González 1956:53, 1998:251, 270; Dougherty 1977:242; Serrano 1967:19, 68). En el caso de la pieza de Quilmes se trata de una cerámica gris lisa, con rostro modelado, piernas dobladas y la vulva muy notable. Ambrosetti considera que el ejemplar que obtuvo en Carahuasi, cerca de Guachipas (Figura 4a), confeccionado en una alfarería gris fina modelada e incisa, también representa el mismo motivo, a pesar de que no se observan rasgos anatómicos sexuales (1906:111). Es decir el tema está representado, si bien esporádicamente, en una variedad de estilos usados durante el primer milenio D.C.

El segundo ejemplar femenino (Figura 4b) de la colección Zavaleta, que procede de Yocavil –presenta un orificio entre las piernas y nalgas abultadas, que se ven de

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espaldas– es más bien una figura hueca sentada, con rasgos al pastillaje e incisiones puntuadas, no carga un cántaro, ella misma es la vasija.

Figura 3. (a) Mujer cargada, Selvas Occidentales, altura 18 cm (tomado de Dougherty 1977); (b) mujer cargada, valle de Hualfín, altura 15,5 cm (tomado de González 1956); (c) y (d) cargando un cántaro, La Candelaria (tomado de Serrano 1967).

Ambos ejemplos yocaviles de esta “mujer y receptáculo” señalan un recurso

iconográfico al que apelaron las sociedades aldeanas del área. Otro ejemplar es una

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pieza con procedencia de Tolombón con vulva marcada y piernas rechonchas (Figura 4d), aunque en un estilo diferente. Vasos similares hay también en la colección Hirsch, si bien son de procedencia desconocida8. Finalmente, no puede dejar de recordarse aquí la vasija (Figura 4c) que procede del interior de una urna excavada en las cercanías de la ciudad de Santa María:

“Su rasgo dominante es el de los volúmenes globulares que no llenan ninguna necesidad funcional, voluntariamente realzados, se manifiestan en los senos cónicos y en el cuerpo rechoncho donde se acentúan los repliegues adiposos. Las piernas están reducidas a pequeños muñones y los brazos se insinúan apenas en el arco de las asas. El modelado se concreta en el rostro, donde las cejas en pronunciado relieve, se unen para formar la nariz, enmarcando en conjunto un rostro con reminiscencia de ave. Sin embargo los labios abultados, voluntariosos, vuelven a definir el carácter humano de la imagen. Las líneas incisas en la cara y el pecho, nos indican pinturas o tatuajes. Los senos turgentes y la línea marcada del sexo definen, junto con las formas redondeadas del vientre, el carácter femenino del conjunto” (González 1977:141).

Figura 4. (a) Cargando un cántaro,

Guachipas (tomado de Ambrosetti 1906). Mujeres-vasija: (b) Cafayate, altura 14,5 cm (Colección Zavaleta-Chicago Nº 100.614); (c) Santa María, altura 11,5 cm (dibujo sobre foto de González 1977); (d) Tolombón, altura 18 cm (tomado de Imbelloni 1952).

Las representaciones femeninas

también están presentes en los objetos no cerámicos como figurinas de piedra (Figura 5a), y de manera similar esto se da también en la submuestra con procedencia del valle vecino de Tafí (Figura 5b) o del valle Calchaquí donde la única pieza Vaquerías de la colección (Figura 5c) que tiene procedencia de Molinos, también presenta rostro, cejas, ojos, trenzas (?), brazos en arco y pechos

confeccionados al pastillaje, aparte de la clásica decoración pintada en tres colores. Varias figuras femeninas son conocidas en otras colecciones pero es difícil dar aquí una estimación de su cantidad y distribución espacial. Rasgos corrientes de manera

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general en tales figuras son la representación de los brazos en arco sobre el pecho, cejas pronunciadas, trenzas, diseños en el rostro y también en menos casos la postura arrodillada, inclinada por la carga o sentada.

El resto de los ejemplares antropomorfos de la colección Zavaleta no pueden ser asignados por su anatomía a ningún sexo, pero mantienen las características de modelados e incisiones decorativos y aplicaciones al pastillaje para representar los rasgos humanos que se observan en las mujeres-vasijas. Usualmente es el rostro el que se presenta en la porción del cuello de los recipientes por medio de pastillajes e incisiones, acompañado a veces de indicaciones de peinados, tatuajes o lagrimones9 (Figura 5d). En las colecciones Schreiter de Göteborg y Viena también se hallan de estos recipientes (Scattolin 2000; Stenborg y Muñoz 1999:162, 192, 197). Hay personajes, también con brazos en arco sobre el pecho, tocando un instrumento de viento (?), portando algo entre sus manos, o sencillamente con la sola representación de un rostro10. Existe una considerable cantidad y gran variedad de estas personas-vasijas (sin indicación de genitales) o rostros-vasijas en otras colecciones, que merecerían también un estudio detallado de su distribución temporo-espacial11.

Figura 5. Mujeres: (a) San

Carlos, altura 7,5 cm (Colección Zavaleta-Chicago Nº 101.892); (b) Tafí del Valle, altura 11 cm (Colección Zavaleta-Chicago Nº 100.700); (c) Molinos, altura 9,5 cm (Colección Zavaleta-Chicago Nº 102.292), vasija antropomorfa sin indicación de sexo; (d) Amaicha, altura 9,5 cm (Colección Zavaleta-Chicago Nº 100.680).

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CONSTRUCCIÓN DEL CONOCIMIENTO DE LAS FIGURAS FEMENINAS Y MASCULINAS

EN EL NOROESTE ARGENTINO Muchas de las piezas de la colección Zavaleta procedentes de Yocavil presentan

atributos compartidos con ejemplares de las Yungas de La Candelaria y Tafí del Valle. Y tanto en Yocavil como en La Candelaria y Tafí del Valle se presentan cierto número de piezas con rasgos femeninos12. Pero las razones e implicaciones de su reiterada presencia en variados artefactos no ha sido objeto de indagación especial.

Así, el redescubrimiento de estas mujeres en las viejas colecciones me condujo a indagar la manera en que la iconografía ha sido usada para sostener argumentos que relacionan ciertas figuras humanas con las creencias, cosmovisiones antiguas, prácticas rituales y cotidianas y otras facetas de las sociedades aldeanas, entre ellas, ciertas interpretaciones sobre la relativa desigualdad socio-política de las comunidades de aldea del primer milenio después de Cristo.

Figura 6. (a)-(d) El guerrero y sus

atributos, (a), (b) y (d) valle de Hualfín; (c) Ambato (tomado de González y Baldini 1991); (e) representación de perfil con imagen humana (¿feto?) en el interior del vientre, Ambato (tomado de Aitchison 1990).

Como ya dije, uno de los

personajes más populares en el primer milenio del noroeste argentino, presente en la cerámica de estilo Aguada de los valles de Hualfín y Ambato, es el del “guerrero”, o más conocido en los últimos tiempos como “el sacrificador” (Figura 6a-d). El personaje del guerrero-sacrificador aparentemente podría tener múltiples aspectos manifestados con elocuencia

por sus posturas y atributos asociados. Entre sus atributos más característicos está el de presentarse erguido y con el cuerpo de frente, portar armas, hachas y cetros sostenidos en sus brazos elevados, llevar trofeos de cráneos humanos colgados de su

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costado o estar cubierto con una máscara de un felino de amenazantes fauces. Más raramente aparece con sus atributos sexuales fenotípicos, y en tales casos se representan genitales masculinos (Bedano et al. 1993; González 1998). Pocas veces se ve de espaldas. Como se sabe, este personaje se asocia a la idea de una figura, seguramente un hombre, un varón, cuyo poder se basa en la manipulación de prácticas y saberes shamánicos, por su relación con poderes sobrenaturales y por su agresividad, y podría estar representando quizá a un oficiante ritual o shamán-sacerdote, un líder de aspecto violento, el representante terrenal de una deidad solar andina, o más generalmente un individuo de mayor jerarquía13.

El guerrero se ha representado en una manufactura alfarera reconocida como la más lograda en toda la historia prehispánica del noroeste argentino. La manera más común de representarlo es bidimensionalmente, a través de paneles rectangulares circunsciptos, incisos o grabados sobre una superficie bruñida negra o pulida gris14. Los “guerreros” ejecutados en volumen son mucho menos comunes; pero hay esculpidos en piedra. Recientemente se ha comenzado a investigar de manera sistemática la posible producción especializada de esta cerámica (Laguens y Juez 2001). La misma porta otro de los protagonistas más reconocidos del noroeste argentino, el jaguar, o “uturunco”, imagen feroz que representaría una deidad de antigua raigambre andina (Pérez Gollán 2000). En cambio no parece haber muchas representaciones femeninas que se presenten en paneles planos incisos, aunque resalta la existencia de un motivo que parece figurar el vientre de una mujer embarazada en cuyo interior se ha representado el feto (Figura 6e). Además son bien conocidas las figurillas sólidas femeninas y masculinas modeladas en arcilla, que se atribuyen en general a la “cultura Aguada”, y también parejas de personajes, masculino y femenino (González 1964:30, 1998:219). Asimismo, en la zona de Ambato también aparecen vasijas prosopomorfas masculinas pintadas (Ambato tricolor; González 1998:211).

De más está decir que la figura del guerrero, muy masculina, contrasta con los personajes de Yocavil en donde se presenta la imagen de la mujer –y no tanto la del hombre– junto con las efigies de aves de pequeñas alas desplegadas. Ninguno de los recipientes de la colección Zavaleta de Yocavil se ha identificado como masculino. Ninguna pieza presentó la imagen de “el guerrero-sacrificador” o trofeos de cráneos y “el felino” es notable por su escasez y excepcionalidad.

Un rápido vistazo a la literatura arqueológica deja ver que a medida que fuimos conociendo más de cerca el guerrero-sacrificador se fue desdibujando desde la época de los antiguos arqueólogos la imagen de la mujer del cántaro, y de la mujer en general, de la cual ya se reconocía, en efecto, desde hace tiempo, su presencia asidua en el estilo Candelaria. Por otra parte, a medida que se conocía más del personaje principal del estilo Aguada, se ha venido sosteniendo que las poblaciones de Ambato-Hualfín habrían sido las promotoras del cambio principal desde las sociedades igualitarias hacia las jerárquicas en la historia prehispánica del noroeste argentino, y un foco de innovaciones desde el cual se habría difundido la ideología de la deidad felínica. Este proceso de conocimiento y el propio interés por la dinámica de jerarquización se ha dado sobre todo en los últimos años y es

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correlativo de una declinación de la intensidad de trabajo en el área de La Candelaria, que no convoca una atención sistemática desde los años ‘70. Quizá debido a ello ha habido una gradual ampliación de las fronteras tradicionalmente atribuidas al estilo Aguada (cf. mapas en González 1964: Figura 1; Núñez Regueiro y Tartusi 1993: Figura 1) mientras que el estilo Candelaria ha quedado confinado a la selva, donde originalmente fue estudiado15.

Por otra parte, quien fuera el estudioso de la cultura Candelaria, en los años ‘60, Osvaldo Heredia, casi no ha resaltado la importancia de la faceta femenina de este estilo (1974). En cambio sí lo ha hecho A. Rex González, quien ha descripto el prototipo del estilo sobre la base de la vasija de la Figura 4c, la cual, curiosamente, y aunque se resalte poco la dispersión del estilo por fuera de la zona de las Yungas, no procede de allí. Ello queda de manifiesto cuando González aclara que “(e)l vaso ... fue hallado en el valle de Santa María, fuera del ámbito geográfico de La Candelaria” (1977:141). González ha realizado también investigaciones en el área de Pampa Grande, cerca de La Candelaria, e incluso sobre la base de sus importantes hallazgos osteológicos se han efectuado estudios que revelan caracteres diferenciales en el crecimiento y desarrollo de los individuos masculinos y femeninos asociados a las poblaciones estudiadas (Baffi et al. 1996).

Así que, a pesar de que contamos inclusive con líneas de estudio biológicas sugerentes, tanto como muestras cerámicas sistemáticamente coleccionadas, a través de diferentes investigaciones, las implicancias procesuales, ideológicas o sociológicas de los personajes femeninos que se ven en la iconografía no se han abordado tal como se ha hecho para el caso de “el guerrero”.

Esta constricción de los estudios en la zona de La Candelaria ha sido incidentalmente paralela a la falta de investigación, desde los años ‘60, del registro arqueológico Formativo de Yocavil, donde por largo tiempo ha habido una ansiosa esperanza –usualmente decepcionada– de encontrar restos de estilo Aguada (Scattolin 2003) y donde ahora han “reaparecido” estas mujeres en la colección Zavaleta.

Es posible que la discontinuidad de estudios sobre la “cultura Candelaria” haya incidido en el desbalance que hoy se observa, pero además plantea un alerta acerca de la cristalización de conocimientos desigualmente profundos y elaborados con herramientas teóricas y metodológicas desarrolladas desigualmente a través de la historia de las investigaciones. Este proceso se comprueba con el siguiente hecho: todo el mundo aceptará que, en términos históricos, la tradición estilística Candelaria es contemporánea de la tradición Aguada y sin embargo en la práctica educativa y en la narrativa arqueológica, y en un sentido evolutivo-procesual, siempre se ha descripto a la “cultura Candelaria” (y también a la “cultura Tafí”), en primer lugar, junto con otras sociedades aldeanas antiguas, como un precedente de las sociedades jerárquicas y con antelación a la “cultura Aguada”16, aunque todavía no hay estudios que se hayan ocupado de explorar si hubo o no procesos de jerarquización social en los sitios que presentan cerámica de estilo Candelaria17.

Ello sugiere que habría que evitar la cristalización o rutinización de una serie de ideas y de asociaciones no explicitadas que se deslicen impensadamente y que se

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condensen como esencias para pintar un cuadro de las sociedades aldeanas, como la que quedaría expresada en el esquema siguiente:

masculino : Andes : innovación : jerárquico : complejo, evolucionado : Aguada

: período Medio : integración

femenino : Selvas : continuidad : igualitario : primigenio : Candelaria :

período Temprano : fragmentación

A mi entender estas categorías no quedan identificadas entre sí unívocamente y

de manera invariable y por tanto valdría la pena examinar cómo han sido usadas tales categorías y equivalencias en la descripción, análisis y clasificación de las poblaciones prehispánicas.

Así que la cuestión sería entonces ¿el personaje de la mujer, y sus implicancias procesuales, ideológicas o sociológicas, ha permanecido ignorado porque hay pocos ejemplos o por otras razones? Es evidente que la desigual información en áreas activas e inactivas puede afectar nuestra percepción de los procesos del noroeste argentino, no obstante, a la vez, señala objetos de estudio consagrados (y, hay que aclararlo, por el crédito del trabajo genuino de muchos investigadore/as) pero, impensadamente privilegiados, en detrimento de otros –como las relaciones entre figuras femeninas y masculinas– cuyo estudio puede, de la misma manera, contribuir a entender la historia y los procesos culturales del noroeste argentino. A mi ver, el desigual conocimiento de tales figuras se debe a que no se ha percibido todavía la significación que el orden sexuado tendría en la estructuración de las sociedades aldeanas. No sólo la dimensión sexual es un objeto adecuado de abordar sino que, en este caso particular de la arqueología de las sociedades aldeanas, parece una línea de investigación privilegiada para entender los procesos de institucionalización de desigualdades sociales, aún cuando los rasgos sexuados en los vestigios materiales sean poco numerosos y por tanto aparentemente insignificantes de estudiar.

De modo que, estando alerta acerca de esta situación, mi interés se volcó a indagar si y en tal caso cómo las representaciones sexuadas usadas en la cultura material, contribuyeron a conformar la estructura de relaciones sociales del primer milenio D.C. particularmente en lo referente a la conformación de las diferencias sociales. ¿Cómo pueden entonces esas representaciones ayudarnos en este sentido? Señalaré aquí, de manera sucinta, algunas líneas que podrían ser exploradas.

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REPRESENTACIONES SEXUADAS, DIVISIÓN SOCIAL DEL TRABAJO Y DIVISIÓN

DEL TRABAJO DE DOMINACIÓN Si el material iconográfico aquí tratado puede ser entendido como un sistema

estructurado de prácticas y expresiones de agentes históricos que ponen en juego diferentes principios de orden formal, “de diferencia [oposición] y equivalencia” en la producción de sus objetos y en el que estos objetos a su vez estructuran y categorizan el mundo (Miller 1985:201), no hay duda de que las imágenes bidimensionales del guerrero y el felino del estilo Aguada, representadas en una variedad de sus vasos más llamativos, encuentran en los vasos-efigies de Yocavil su perfecta contrapartida. Y pienso que uno de los fundamentos que rigen las diferencias que se observan a través de la dimensión sexual de la cultura material tal como se expresan a través del espacio considerado pueden haber sostenido a la vez relaciones de desigualdad y dominación social.

Los objetos arqueológicos que examiné parecen confirmar lo que han enseñado las ciencias sociales (y además aclamaron los estudios feministas de los ‘80): que el orden sexuado del mundo, esto es, la jerarquía de los sexos, es una construcción social. Según Bourdieu (1990:20) la definición de los cuerpos, para producir “ese artefacto social que es un hombre viril o una mujer femenina” es “el producto de todo un trabajo social de construcción”; dicha construcción depende de una continua y siempre renovada tarea que involucra todo el sistema de relaciones sociales de producción y reproducción y de un sistema de representaciones que, a través de equivalencias, analogías y oposiciones, “organiza la visión del mundo”. Los cuerpos se tornan así “soportes privilegiados de significaciones y de valores” (Bourdieu 1990:14) que están de acuerdo con esa visión y especialmente con la división sexuada del mundo.

Para poner en relieve, con un ejemplo, cómo los cuerpos –así como cualquier otro objeto del mundo– pueden ser tomados para efectuar categorizaciones, en particular sobre la base de equivalencias y/u oposiciones, he aquí un discurso que Rafael Karsten refiere para los jíbaros: “Los indios piensan que el vaso de arcilla es una mujer” (citado por Levi-Strauss 1986:29)18. Ahora bien, quiero aclarar que señalo esto, no para adherirme a los discursos “emic” de los informantes indígenas de los etnógrafos y trasladarlo ciegamente a las sociedades antiguas, sino simplemente como muestra de un discurso que pone en correlación (equivalencia, analogía) ciertos cuerpos con ciertos objetos materiales, arrastrando con ello una categorización, un principio de objetivación, de clasificación o distinción, es decir, a lo que Miller (1985) se refirió con “artefactos como categorías”.

Aparte de la falta de discursos míticos, justificadores, morales, legitimadores, etc., la arqueología no cuenta tampoco, a diferencia de la etnografía, con la visión de los “ritos de institución” que “buscan instaurar una separación sacralizante entre

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aquellos que son socialmente dignos de pasarlos y aquellos que son para siempre excluidos” (Bourdieu 1990:14), entre los cuales están las ceremonias de iniciación que marcan de manera inapelable la entrada de los púberes al mundo de los adultos19. Pero sabemos que gran parte del aprendizaje de los roles sexuales se realiza en el seno del mundo social “aprendiendo a vestirse”, “apropiándose insensiblemente de la forma correcta de portar el cuerpo” (ibid.:20), de moverse, de caminar, de presentarse ante los demás, de encargarse de ciertas tareas y trabajos, como transportar cántaros y lavar los platos, oficiar rituales y cortar cabezas, ir a pagar las cuentas y regatear, cobrar y firmar los cheques; actividades y tareas que tienen distinta significación o valor social. Se imprime así en los cuerpos “un verdadero programa de percepción, apreciación y acción ... en calidad de estructura fundamental del orden social” (ibid.:12). La mayoría de este aprendizaje puede “permanecer tácito”, y recurrir poco a admoniciones u órdenes explícitas (ibid.:20). Y es a través de este “formidable trabajo de socialización que las identidades distintivas” se incorporan bajo la forma de los gestos, posturas, maneras encarnadas en los cuerpos y en los hábitos que se diferencian claramente “según el principio de división dominante” (ibid.:13).

La socialización “tiende a inculcar maneras de llevar el cuerpo ... que son copias

de una ética ... y de una cosmología ... y al estar sexualmente diferenciadas ... expresan prácticamente las oposiciones fundamentales de la visión del mundo”, como la mujer arrodillada y el hombre erguido. Estas diferencias construidas también están fundadas en “diferencias económicas, particularmente a las que afectan al trabajo y que están en la base de la división del trabajo entre los sexos”. Todas esas formas de portar y usar el cuerpo constituyen en ultima instancia una moral, una política... “una política incorporada” (Bourdieu 1990: 20).

Una de las posibles estrategias aldeanas de inversión simbólica20 productora de diferenciación social ha sido la usual asignación de valor simbólico a las prácticas, trabajos y tareas cotidianas o rituales, distinguiéndolas y categorizándolas en relación con los sexos e instituyéndolas como principio de las diferencias jerárquicas entre géneros relacionales, mediante su expresión concreta en el mundo material, como las que se expresan en el conjunto aquí examinado.

De modo que si, como antes dijimos, se considera que la cultura material, objetos, espacio habitado, paisaje “natural”, están en el sistema viviente cargado de significaciones, están categorizados y son categorizantes, es dable diseñar observaciones y examinar estructuraciones de atributos arqueológicos (co-ocurrencias, divergencias, exclusiones mutuas) en relación con la dimensión sexual (como con cualquier otra) que se desplieguen a través de un espacio-tiempo particular en un estudio de las propiedades de esa cultura material. Aparte de la evidencia de los caracteres sexuales secundarios, cuando está presente –lo que no siempre es así, obviamente– los rasgos que indican la actividad y la posición del cuerpo son otros de los aspectos de las figuras humanas que más se distinguen. En el caso estudiado dichas posturas además aparecen también distinguiendo a los sexos21. Así que una mirada dirigida a las posturas del cuerpo, sus gestos, sus tareas, sus

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ocupaciones, puede ser también una vía de conocimiento adicional y potencial para entender como se objetivaron las desigualdades sexuales en las sociedades aldeanas.

En las figuras que he discutido llega a inscribirse en los objetos el principio de división en su dimensión sexual, a través de las representaciones de los cuerpos en las vasijas, y en pinturas, esculturas, etc. que nos han quedado. La diferentes formas de transporte y carga del agua y otros elementos livianos o pesados que parece haberse realizado de varias maneras –con carga sobre la espalda, sostenida por una banda sobre la frente o directamente sobre la cabeza– se asocian en el conjunto material presentado a rasgos anatómicos femeninos. La mujer con sus brazos en arco sobre el pecho o cargando un peso a la espalda, llevando cántaros, en cuclillas, representada en objetos efigie de diversas manufacturas; el hombre sosteniendo cetros, armas, oficiando rituales, de frente, erguido, sesgadamente representado en los objetos de la mayor calidad técnica. Esto señala que cada una de estas posturas, gestos y prácticas, quedaron objetivadas de esa manera a través de la representación en la cultura material22 y que se convivía con esas imágenes, las cuales sin duda acarreaban principios de distinción y clasificación. Esta producción de figuras en vasijas constituye sólo una parte de todo el trabajo social necesario para obtener de los hombres y las mujeres las disposiciones normalmente unidas a su comportamiento. Ahora bien ¿en qué medida esta “división social del trabajo” objetivada en las representaciones podría tener implicaciones en una división del trabajo de dominación o, dicho de otro modo, en la atribución de diferencias estatutarias en las poblaciones aldeanas?

Más allá de interrogar a las distribuciones de cultura material acerca de la existencia de una particular etapa de desarrollo más o menos estratificada (banda, tribu, señorío o estado) o averiguar si una determinada figura representa el estatuto jerarquizado de una cierta población parece apropiado preguntarse bajo qué condiciones y sobre qué fundamentos se habrían puesto en operación distinciones jerárquicas.

Aparte de las vasijas femeninas y masculinas, la expresión material de la asignación y manipulación estatutaria de distintas posiciones en el espacio social relacionadas con categorías sexuadas queda bien de manifiesto en el uso de tales distinciones en espacios abiertos a través de objetos de prominente instrumentalidad visual, es decir, aquellos que sirven para ser mirados.

Las figuras sexuadas en estelas o menhires de piedra del noroeste argentino como el extraordinario monolito esculpido en bajo relieve de la “mujer-saurio” (Figura 8a; González y Núñez Regueiro 1960:143), que habría estado erguido centralmente, en posición prominente, entre dos plataformas ceremoniales de un sitio de Alamito, o los varios menhires fálicos, felínicos y antropomorfos de Tafí del Valle (Figura 8b), que se ubicaban al frente de conjuntos residenciales y alrededor de montículos o en puntos de acceso a sectores productivos pastoriles (Aschero y Korstanje 1995; Bruch 1911; García Azcárate 1996), representan expresiones materiales objetivadas de tales estrategias de inversión simbólica convenientes para aumentar el capital de reconocimiento de una cierta categoría social en relación con un orden sexuado. Pero aquí se manifiestan –con fuerte impacto visual (Gosden

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2001)– no sobre la arcilla de una vasija sino en el espacio comunal colectivo de la unidad doméstica, familia, linaje, clan o grupo de parentesco, y así contribuyen a instituir los principios que fundan las diferencias estatutarias y a la vez sexuadas entre segmentos sociales; de un modo en el que espacio, política y sexo se imbrican uno en otro en la construcción jerarquizada de esos segmentos sociales.

Figura 8. (a) Monolito con figura de alter ego, la “mujer-saurio” entre dos plataformas de un sitio de Alamito, altura 100 cm (modificado de González y Núñez Regueiro 1960 y Núñez Regueiro 1998); (b) menhir fálico, Tafí del Valle, altura 190

cm (tomado de Bruch 1911).

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De manera similar la recurrente presencia de representaciones sexuadas en materiales de alta calidad, como podrían ser las de estilo Aguada, asociados a montículos ceremoniales y túmulos sugiere estrategias similares a nivel comunitario o supracomunitario. Sus posiciones en un espacio cargado de significaciones –arriba/abajo, hanan/hurin, superior/intermedio/inferior, oeste/este, urco/uma, alto/bajo, celeste/terrestre, recto/curvo, derecha/izquierda, o cualesquiera otras– recuerdan que desde el momento de su nacimiento cualquier persona caminará por “un mundo de objetos”, mudos pero elocuentes, que irán cargando su aprendizaje y su propio cuerpo de los mismos principios que rigen ese mundo.

Por eso se puede sostener que una de las dimensiones principales –junto con ordenaciones espaciales y temporales, diferencias por vinculaciones de parentesco, etc.– por las cuales se estructuraron las jerarquías sociales y políticas, en el primer milenio después de Cristo ha sido la dimensión sexual, que ha sido aprovechada como uno de los clivajes privilegiados para proyectar la estructura de relaciones sociales, económicas y simbólicas.

Y cuando se pregunta con desconcierto qué suerte de magia hizo que las personas abdicaran su autonomía en favor de otras, o menos dramáticamente, cómo pudo darse consentimiento a una dominación que condujo a la institucionalización de jerarquías sociales y estatus subordinados en el noroeste argentino, habría que reorientar la cuestión y plantearse más bien si éstos se establecieron en conformidad con –entre otras– unas estructuras sexuadas subyacentes y sobre la base de “habitus” sexuados incorporados que han sido la “condición escondida de la eficacia real de esa acción en apariencia mágica” (Bourdieu 1990:11).

PALABRAS FINALES De manera que, ya sea que tomemos uno u otro estilo, o cualquier conjunto

material, ellos expresan ese principio sexuado de división por relación, esto es, en la oposición, en el antagonismo, en la complementariedad, por equivalencia o por asimetría, y aun en la lucha por la primacía inseparablemente social y sexual, como se ve en figuras andróginas, hermafroditas u homosexuales (v. g. González 1998: Figura 48), o en la contrastación entre monolitos femeninos y masculinos al frente de plataformas ceremoniales. Y estas estructuras históricamente construidas, contenidas en acciones prácticas y en discursos, pueden ser usadas y desplegadas entrelazándose con otros vectores de diferencias como pueden ser raza, identidad étnica, creencias religiosas o filiaciones de parentesco, para producir y reproducir desigualdades perdurables (Tilly 1998:7).

Así que sería provechoso, como programa, estudiar cómo la relación de dominación entre los sexos se reprodujo y se transformó en el tiempo23, pasando desde estas sociedades aldeanas a los señoríos del período Tardío cuyas urnas santamarianas a veces están pintadas con guerreros, pero que también continúan

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siendo personajes que portan un pequeño vaso entre sus manos (Figura 9a), y donde la mujer se presenta además en un objeto a la vez singular y “mundano” como es ese peine de bronce en el que la figura lleva una mano cerca del pecho y la otra más cerca del triángulo de su sexo, en el que se ha moldeado el pequeño clítoris (Figura 9b) y que puede ponerse en relación con los muy visibles y estudiados escudos de bronce con cabezas-trofeos de los guerreros del período Tardío (González 1977:Figuras 255, 300). E indagar incluso, mil años después del período Formativo, la época de la conquista, instancia clave y escenario privilegiado del encuentro y presentación –casi oficial– entre dos mundos que se desconocen, escenario en el cual aparece allí, otra vez, “una mujer que carga un vaso”, del cual da testimonio el siguiente relato de un misionero jesuita que evangelizaba por aquel tiempo en los valles Calchaquíes:

“...cada pueblo con sus curacas en dias diferentes venian como

en processionlos yndios delante con los mejores aderecos q tenian ysuarco y yflechas detrás las yndias cargadas todasvnas con Hanca (que es maiz tostado) otras con arina de maiz otras con porotos (que es una buena legumbre de esta tierra) yotras con gallinas y guebos y otras con tinajuelas de chichas diferentes en la caueza...” (de Oñate 1929 [1609-19]:180).

Figura 9. (a) Urna santamariana con personaje portando una pequeña vasija entre

sus manos, altura 50 cm; (b) peine con representación de mujer, valle de Hualfín, altura 12 cm (dibujo sobre foto de González 1977).

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AGRADECIMIENTOS A las autoridades y curadores de los museos que me permitieron revisar

archivos, documentos, catálogos y objetos de las colecciones a su cargo: Jonathan Haas y Gary Feinman del Field Museum of Natural History de Chicago, José A. Pérez Gollán del Museo Etnográfico de Buenos Aires, Rodolfo Raffino del Departamento Arqueología del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A los asistentes y conservadores de los mismos museos. Al Departamento Antropología de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad de La Plata que me otorgó una beca FOMEC para estudiar la colección Zavaleta en Chicago. A Benjamin Alberti por su invitación a participar del simposio “Feminismo y Género en la arqueología de América del Sur” en la Segunda Reunión Internacional de Teoría Arqueológica en América del Sur. A Nora Flegenheimer y Cristina Bayón que me impulsaron a realizar este trabajo y me alentaron tanto con su confianza. A Joan Gero por las iluminadoras charlas sobre feminismo y género. A Laura Quiroga por la lectura paciente y la lúcida crítica de mis escritos y por su contribución de la cita final.

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1 Para Argentina, ver Bellelli et al. 1993, 1996; Conca 1992; Gero 1996; Medina 1999; Politis 2001. Sin embargo, aquí estamos lejos de experimentar la tendencia que en Norteamérica y otros países se ha englobado en los estudios llamados “de género” y aún más lejos de la que –conjuntamente con los estudios de minorías, “gay-lesbian studies”, etc.– siguiendo a una fase de lucha por un reconocimiento le ha sucedido una fase de instalación en ámbitos académicos institucionalizados (cursos estables sobre “género y arqueología” en las universidades, ediciones especializadas, comités en instituciones, etc.), lo que garantiza una audiencia más o menos permanente y consumidores potenciales, mercado editorial y cierta cantidad de fondos de investigación.

2 Un trabajo de historia del arte, alejado del campo de la arqueología argentina, alude sucintamente a las distinciones sexuales y la organización social (Aitchison 1990).

3 En la arqueología del noroeste argentino, el período Formativo (circa 600 a. C. al 900 d. C.) es la época de las comunidades aldeanas de base agraria y pastoril y en su transcurso se habrían desarrollado las desigualdades jerárquicas. También prosperaron las manufacturas cerámicas, textiles, metalúrgicas, etc., y se diversificaron modos arquitectónicos en viviendas, lugares ceremoniales y poblados. Hay cronologías detalladas en base a secuencias de estilos cerámicos para varias regiones, que subdividen el período. Pero, para Yocavil, hablo en ocasiones del “primer milenio d. C.” debido a la escasez de dataciones y falta de secuencias precisas (Scattolin 2000). Así que consideraré provisoriamente al período Formativo en un sentido amplio, que abarca las ocupaciones o componentes arqueológicos agroalfareros anteriores al período Tardío o de los Desarrollos Regionales (de los poblados aglomerados y jefaturas establecidas y luego confederadas contra los españoles, como los grupos calchaquíes, que incluían etnias como los yocaviles) cuyo comienzo se postula hacia “fines del siglo IX” y que presentan cerámica de estilo santamariano (Tarragó et al. 1997:224). En el otro extremo, el fechado más antiguo para un contexto presumiblemente formativo en el valle de Yocavil podría ser de unos 500 años a. C., datación referida por

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Muñoz y Stenborg, haciendo notar sus recaudos sobre el contexto datado (1999:200). De manera que en el marco macroregional esta amplia etapa local es parcialmente contemporánea del período Formativo, del Intermedio Temprano y del Horizonte Medio del área Centro-Sur Andina. Además, me he abstenido de utilizar el término “período de Integración Regional” (circa 500 al 900 d. C.), de uso bastante habitual al sur del área aquí tratada, particularmente los valles de Hualfín y Ambato, para referirse a procesos que se desarrollan al final del Formativo y que están asociados con la entidad cultural denominada “Aguada” (Núñez Regueiro y Tartusi 1990; Pérez Gollán 1991). Por otra parte, ambos términos –Formativo e Integración Regional– aluden aproximadamente a lo que González (1998) llamó períodos Temprano y Medio. Raffino los denominó Formativo Inferior y Superior, y también propuso el término de período Clásico para el estadio más avanzado del Formativo (Raffino et al. 1982:33).

4 Se han realizado también nuevas prospecciones, revisión de los conjuntos recuperados por los proyectos precedentes, sondeos y nuevas excavaciones (Scattolin 2000, 2003).

5 La colección Zavaleta compuesta por más de una decena de miles de objetos se halla hoy dividida entre tres países: Museo Etnográfico de Buenos Aires, Field Museum of Natural History de Chicago y Museum für Völkerkunde de Berlín. El estudio en Chicago fue efectuado durante noviembre y diciembre de 1999. El registro total abarcó más de 400 ejemplares. De ellos se determinaron 91 vasijas Formativas en base a características de forma, manufactura y decoración; para su descripción preliminar ver Scattolin 2003.

6 Los aún escasos fechados del valle de Santa María asociados con algunos materiales similares a los de la colección Zavaleta sustentan su posición cronológica presantamariana (Scattolin 2003).

7 Gombrich (1999) denomina genéricamente a esta clase de piezas “recipientes animados” y considera que de manera universal cumplen funciones apotropaicas o de protección, rescatando la faceta práctica que cumplirían también las representaciones.

8 Pero que comparten ciertos atributos con la hidriáfora de Yocavil (Col. Hirsch-Cancillería #57, 58, 222, 249, 324; Fundación Proa 2000).

9 Deben recordarse aquí las vasijas efigie recogidas en el sitio de Yutopian, valle del Cajón (Scattolin y Gero 1999:Figura 3), en Laguna Blanca y falda occidental del Aconquija. Vasijas efigie son también comunes en los cementerios de San Pedro de Atacama en Chile, y con frecuencia se refieren recipientes con una cara antropomorfa aplicada al pastillaje sobre la superficie del cuello (Tarragó 1989:50-53).

10 Es imposible dejar de señalar aquí la afinidad manifiesta entre este hábito de construir vasijas con forma humana y la confección de las tan conocidas urnas santamarianas con rostros sobre el cuello y brazos en arco sobre el pecho, muchas portando una pequeña vasija entre sus manos. La “fidelidad a fórmulas determinadas” del pasado local (en el sentido de Castelnuovo y Ginzburg 1981) se comprueba comparando dichas urnas con, por ejemplo, la vasija (¿una urna?) gris pulida de Cafayate (#6501/685/06 Col. Zavaleta-Berlín, Scattolin 2003:Figura 3).

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11 Hay que decir también que la cerámica de estilo Condorhuasi policromo, que no se toma aquí en consideración, presenta una buena cantidad de vasos efigie femeninos, y también masculinos. La cerámica del norte de Chile también presenta el motivo de la mujer llevando una vasija.

12 En Tafí del Valle también se presentan artefactos, con atributos masculinos y felínicos en menhires, morteros, u otros objetos.

13 Pérez Gollán 2000. El personaje jerárquico ocasionalmente se representa sentado sobre un trono señalando un estatuto privilegiado evidenciado por un tratamiento de reverencia (Disco Lafone Quevedo).

14 Hay también figuras sueltas sobre todo en la cerámica de Ambato. Necesariamente mi descripción de este estilo es por demás sintética, en particular si se considera la enorme cantidad de publicaciones que se le ha dedicado y que lamento no poder mencionar en su totalidad (v. g. Bedano et al. 1993, Gordillo, 1998, Kush citada en González 1998). Tanto “el guerrero” como “el felino” han sido unos objetos de estudio iconográfico privilegiados en la arqueología argentina. Además existen mesas redondas y simposios incluso binacionales (Chile-Argentina) que se reúnen periódicamente para tratar este tema canónico en la arqueología del noroeste argentino del “fenómeno Aguada”; sus resultados se hallan en diversas publicaciones y volúmenes. En la Argentina hay más de veinte investigadores contemporáneos y activos trabajando en el tema.

15 Sólo recientemente se ha reiniciado la investigación en el área de La Candelaria, a cargo de Adriana Muñoz del Världskulturmuseet de Gotemburgo.

16 Ver los varios volúmenes generales que tratan la historia cultural prehispánica del noroeste argentino y que se han publicado a través de los años; sólo por dar un ejemplo: González 1998:282-285. Por otra parte, respecto a la cronología, debe notarse que el conjunto de dataciones para la cerámica de estilo Aguada, en los últimos años ha experimentado modificaciones, correcciones y rectificaciones que suponen una extensión temporal mayor de la que inicialmente se había establecido, tanto hacia atrás en el tiempo como hacia delante, y también restablecimientos (Baldini et al. 2002, Bonnin y Laguens 1997, González 1998, Gordillo 1999 y 2004, Núñez Regueiro y Tartusi 1990:151, Pérez Gollán 2000:247).

17 Por otra parte, es notorio que los conjuntos artefactuales de La Candelaria y valle

de Tafí sean conocidos por compartir ciertos rasgos estilísticos comunes y por su cercanía geográfica aunque siempre hayan sido tratados como dos culturas diferenciadas. Este tratamiento contrasta con aquel que se ha hecho respecto a los conjuntos artefactuales de Hualfín, Ambato, valle de Catamarca, La Rioja, etc., que comparten también ciertos rasgos estilísticos pero que han sido considerados como pertenecientes a una única entidad cultural, “Aguada” (con variantes regionales). Hasta lo que conozco no hay estudios que hayan investigado si las diferencias entre los conjuntos materiales de La Candelaria y valle de Tafí son más acusadas que las diferencias que separan a los conjuntos materiales de Hualfín, Ambato, valle de Catamarca, etc., como para justificar tal dualidad en la consideración de los datos. Así que es difícil establecer cuál es la medida de integridad/fragmentación cultural que los arqueólogos del noroeste argentino toman en cuenta para determinar y creer, por ejemplo, que la “cultura Aguada” es una y que las “culturas Candelaria y Tafí” son dos. De manera que las razones de este tratamiento dual son inciertas, aunque podría ser un subproducto

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impensado de la historia de las investigaciones que merecería su propio estudio. Otra práctica es la de designar bajo el rótulo de “Aguada”, sitios que contienen cerámica de estilo Candelaria, como el de La Angostura en el valle Calchaquí (Núñez Regueiro y Tartusi 1993:25, Raffino et al. 1982).

18 Levi-Strauss ha recopilado los mitos americanos relativos al tema de la relación entre la mujer y la alfarería, o entre la mujer y las vasijas de barro de manera exhaustiva y da más ejemplos. Muchos de sus datos provienen de la zona del piedemonte oriental húmedo de los Andes y de las selvas.

19 Una escena pictográfica de la Cueva de la Salamanca en la Sierra de Ancasti representa la acción grupal de una quincena de varones alineados y de tamaño un poco menor que otros personajes más centrales, éstos con y sin indicación de sexos, otros sonando tambores, hay también animales, etc., pero es difícil establecer el significado de este “cuadro” en forma cierta (Figura 7; ver González 1998:177).

Figura 7. Escena pictográfica de la Cueva de la Salamanca en la Sierra de Ancasti

(tomado de González 1998).

20 “Las estrategias de inversión simbólica ... apuntan a conservar y aumentar el capital de reconocimiento ... favoreciendo los esquemas de percepción y apreciación más favorables a sus propiedades y produciendo las acciones susceptibles de ser apreciadas favorablemente según esas categorías”. Un caso particular son las estrategias de sociodicea que “se encaminan a legitimar la dominación y su fundamento (es decir la especie de capital sobre el cual reposa la dominación) naturalizándolos” (Bourdieu 1994: 6, énfasis en el original).

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21 El soporte de evidencia empírica se basa principalmente en el análisis y descripción cuantitativa de los atributos de las piezas de la colección de Chicago (ver Scattolin 2003, donde se señalan los alcances y límites del análisis) y los numerosos estudios de los conjuntos materiales de estilo Aguada (ver nota 14).

22 Hay que subrayar que aquí no se pretende demostrar que sólo las mujeres cargaban pesos y que los hombres no hacían tal tarea, lo cual sería obviamente absurdo, habida cuenta del tipo de material considerado.

23 Ver propuestas de Hobsbawm (1978) y Scott (1999) entre otros. La presencia de material iconográfico permite la aplicación a conjuntos arqueológicos (ver Gero 1999; Joyce 1993). Admito que esta es una ventaja respecto de otros conjuntos materiales que carecen de tales referentes, sin embargo, debo señalar las diferencias que también separan la aproximación que aquí se presenta de una de las pocas propuestas para el estudio del género en la arqueología de Argentina, la de Bellelli et al. 1996 (pero ver también Medina 1999). En el presente artículo (1) se examina la dimensión sexual como principio estructurante de la cultura material (o del registro arqueológico, en otro léxico) en un bloque espacio-temporal; no busca percibir el comportamiento individual. (2) No se preconiza una escala de trabajo ideal, como lo sugieren Bellelli et al., sea pequeña o grande. (3) No usa documentación histórica. Este trabajo además se ha efectuado sobre colecciones y material publicado. (4) No descarta la posibilidad, al menos teórica, de que una aproximación así se pueda efectuar en contextos de cazadores-recolectores prehistóricos.

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