Mujeres de La Biblia 2 [Alef Guimel]

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MUJERES DE LA BIBLIA 2 ALEF GUIMEL María la hermana de Lázaro …Y la muerte volvió sobre sus pasos. Juan, capítulos 11 y 12 Ser testigo del triunfo de un feroz enemigo es algo humillante y doloroso. Pero, ver luego que alguien mas fuerte que el lo obliga a retroceder, lo despoja de su botín, y convierte su triunfo en un fracaso, es una de las emociones más intensas que pueden sacudir el corazón. Esa fue la experiencia de nuestra pequeña familia, y de toda la aldea de Betania. Mientras los tres tengamos vida, Lázaro, Marta y yo. Nuestra mente se solazará en los maravillosos recuerdos de la amistad que Jesús de Nazaret nos dispensó, y de los que aprendimos de su boca, donde burbujeaba la sabiduría celestial. Los tres lo amábamos profundamente, y lo expresábamos de distintas maneras. Para mí el deleite mas grande era escucharlo atentamente, sin que nada me distrajera. Para Marta, era un gozo preparar buenas comidas para agasajarlo. Para Lázaro, disfrutar la amistad de Jesús era el summun de todo algo así como concentrar en el trato de una sola persona, lo mejor que podía brindarle la vida. Jesús Venía a nuestra casa siempre que estaba cerca en sus giras de predicación. Se sentía cómodo con nosotros, como si estuviera en su propio hogar. Todo marchaba suave y normalmente en nuestra vida, hasta que llego aquella amarga experiencia de ver enfermar y morir a nuestro hermano, que era entonces nuestro apoyo. La idea de seguir viviendo solas, sin él, nos parecía insoportable. Siempre que sucede una desgracia así, uno queda como atontado, incapaz de 1

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MUJERES DE LA BIBLIA 2 ALEF GUIMEL

María la hermana de Lázaro

…Y la muerte volvió sobre sus pasos. Juan, capítulos 11 y 12

Ser testigo del triunfo de un feroz enemigo es algo humillante y doloroso. Pero, ver luego que alguien mas fuerte que el lo obliga a retroceder, lo despoja de su botín, y convierte su triunfo en un fracaso, es una de las emociones más intensas que pueden sacudir el corazón. Esa fue la experiencia de nuestra pequeña familia, y de toda la aldea de Betania.

Mientras los tres tengamos vida, Lázaro, Marta y yo. Nuestra mente se solazará en los maravillosos recuerdos de la amistad que Jesús de Nazaret nos dispensó, y de los que aprendimos de su boca, donde burbujeaba la sabiduría celestial. Los tres lo amábamos profundamente, y lo expresábamos de distintas maneras. Para mí el deleite mas grande era escucharlo atentamente, sin que nada me distrajera. Para Marta, era un gozo preparar buenas comidas para agasajarlo. Para Lázaro, disfrutar la amistad de Jesús era el summun de todo algo así como concentrar en el trato de una sola persona, lo mejor que podía brindarle la vida.

Jesús Venía a nuestra casa siempre que estaba cerca en sus giras de predicación. Se sentía cómodo con nosotros, como si estuviera en su propio hogar. Todo marchaba suave y normalmente en nuestra vida, hasta que llego aquella amarga experiencia de ver enfermar y morir a nuestro hermano, que era entonces nuestro apoyo. La idea de seguir viviendo solas, sin él, nos parecía insoportable. Siempre que sucede una desgracia así, uno queda como atontado, incapaz de reaccionar normalmente, o de ver las cosas con claridad. Algún tiempo después entendimos que Jehová lo había permitido para grabar en la mente de muchos la seguridad de que la resurrección no era un sueño vano, sino una realidad en que podíamos confiar.

Cuando murió nuestro hermano, le encargamos a un aldeano que iba hacia donde Jesús estaba en su campaña de predicación, que le hiciera llegar la triste noticia. No esperábamos que viniera a nuestro encuentro estando tan lejos, pero queríamos que lo supiera.

Cuando íbamos caminando hacia la cueva que serviría de sepulcro, Marta y yo íbamos juntas, escoltadas por los amables vecinos de la aldea que nos conocían de tanto tiempo. Habíamos frotado el cuerpo de Lázaro con perfumes y lo habíamos envuelto en bandas de telas, como era costumbre en Israel. Cuando los jóvenes que cargaban la camilla en que

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yacía, desaparecieron en la oscuridad de la cueva para dejarlo en ella, y luego hicieron rodar una piedra grande cubriendo la entrada, Marta y yo nos dijimos llorando: -“Ya nada más puede se puede hacer por él. No volveremos a verlo hasta que llegue la Resurrección en el último tiempo, como Jesús nos enseño.”

Toda la aldea estaba conmovida por la muerte de Lázaro, y no nos dejaron solas. Entraba y salía gente de nuestra casa a toda hora, acompañándonos, reconfortándonos, y haciéndonos sentir su cariño y amistad. Otros vinieron de lejos a visitarnos cuando lo supieron. Al cuarto día, alguien nos avisó que Jesús venia caminando hacia Betania. Marta salió a su encuentro, peor yo no tenía fuerzas para hacerlo. Me quedé sentada en casa, aplastada por la angustia.

Marta alcanzó al señor antes de que entrara a la aldea, y le dijo lo que las dos teníamos en mente en esos días: -“Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.” Jesús le contestó: -“Tu hermano se levantará.” Marta pensaba que Jesús hablaba del tiempo futuro en que se levantarán todos los muertos a quienes Dios guarda en su memoria. Pero Jesús hablaba de algo distinto.

Entonces, Marta volvió a la aldea y me pidió que fuera al lugar donde Jesús se había detenido, antes del caserío. Cuando nos vio llorar, tanto a Marta como a mí y a tantos del vecindario, su amado rostro también se cubrió de lágrimas. Preguntó dónde estaba la tumba. Lo acompañamos hasta el lugar y mandó quitar la piedra que cubría la entrada. Entonces alzó los ojos al cielo, y dijo algo sorprendente: -“Padre te doy gracias porque me has oído.” El veía lo que estaba sucediendo en la oscuridad de la cueva, y lo agradecía como cosa hecha. ¡El cuerpo de Lázaro estaba volviendo a la vida! Entonces, con voz potente clamó: -“¡Lázaro sal!”

Así, como lo habíamos dejado en la cueva, lo vimos salir. Envuelto en los vendajes, y con la cara envuelta con un paño, apareció en la abertura, caminando por si mismo. ¡Las palabras de todos los cánticos que se han escrito en el mundo, no parecían suficientes para expresar nuestra gratitud y felicidad!

Nuestro hermano fue causa de asombro y comentarios en toda la nación, pues fue el más sorprendente de los tres casos de resurrección que fueron obra de Jesús. Los casos anteriores, la hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naín no habían traspasado las puertas del sepulcro, sus cuerpos estaban intactos, pues apenas hacía unas horas que el espíritu de vida se había apagado en ellos. Pero, el caso de Lázaro hizo pensar a muchos y los despertó para la fe. Era un testimonio tan poderoso, que causó que se reuniera el Sanedrín, el tribunal judicial supremo de la nación, convocado por el sumo sacerdote Caifás, en sesión extraordinaria. Tenía miedo que la gran popularidad de Jesús causara que la gente lo proclamara rey, y eso los pusiera en conflicto con los romanos. Por eso, mas resueltos que nunca a matarlos, dijeron que era mejor que un solo hombre pereciera y toda una nación por causa de él. Como se hablaba tanto de la resurrección de Lázaro, los sacerdotes también se propusieron matarlo a él. Eso equivaldría a entrar en una atrevida porfía con Dios, que le había devuelto la vida. Evidentemente,

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hay personas a quienes ningún milagro las conmueve ni las convierte porque en sus corazones secos no hay lugar para la fe.

Nuestra vida de familia volvió a la normalidad. Era como si Lázaro hubiera hecho un viaje por pocos días y ya estuviera de vuelta con mejo salud que antes. El país en cambio, estaba lleno de agitación y malestar. Caifás, el sumo sacerdote, había dicho que era mejor que un solo hombre muriera por todos, y esas palabras escondían oscuros presagios. Como Betania estaba solo a tres kilómetros de Jerusalén, pasaban muchos viajeros conocidos, que nos traían novedades de otros lugares. Especialmente en ese momento, mucha gente viajaba hacia Jerusalén por causa de la Pascua.

Faltaban seis días para esa gran fiesta religiosa de la nación cuando Jesús volvió a Betania, el viernes 8 de Nisán. Simón un fiel discípulo de Jesús, decidió hacer una cena en su casa para él y los apóstoles que lo acompañaban, y también nos invitó a nosotros y a otros amigos. Esa fue la última reunión social que tuvimos con Jesús. Marta estaba atareada sirviendo la mesa. Yo entonces saqué de entre mis cosas un frasco de alabastro que contenía medio litro de aceite genuino de nardo, y ungí la cabeza de Jesús y derramé el resto en sus pies, secándolos con mis cabellos.

Ese perfume era una de mis valiosas posesiones, algo que podía conservarse interminablemente para venderlo muy bien en cualquier momento de apretura económica, pues equivalía en valor al salario de un año de cualquier trabajador común. Pero, ¿acaso Jesús no había hecho lo mas valioso que podía hacer por nuestra familia al darnos la verdad y devolvernos a nuestro hermano? ¡Ni con todo el aceite de nardo que hubiera en el mundo podríamos recompensarles sus favores! Sin embargo cuando el perfume se extendió por toda la casa, algunos mostraron resentimiento porque aquel producto tan costoso podía haberse vendido para aumentar el fondo para obras de beneficencia, en vez de derramarlo así, de una sola vez. Jesús me defendió diciendo que yo me había anticipado a prepararlo para el entierro.

Esa fue la triste verdad. A los pocos días, los enemigos de Dios estaban celebrando un triunfo pasajero al lograr su muerte. Al Server día la situación fue revertida. Como en el caso de Lázaro, Dios cambió el triunfo de ellos en humillante fracaso. La muerte una vez más fue vencida y despojada de su valioso botín. Ahora todos los seguidores de Jesús sabemos que un día será reducida a la nada, cuando el que le dio sus armas sea arrojado inconsciente en el abismo.

Álef Guímel

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María la madre de Marcos

La oración unida logra grandes cosas Hechos capítulo 12

¡Cuántos motivos tengo para agradecerle a Dios el gran honor de haber usado mi casa como centro de reuniones y actividades cristianas, en aquellos días en que el odio desenfrenado de Herodes Antipas contra la congregación de Dios, se hizo sentir de tantas maneras!

Gracias a Jehová, el espíritu fue más fuerte que el temor al hombre. Herodes Antipas había ordenado la muerte de Juan el bautizante porque éste había criticado duramente su matrimonio con Herodías, esposa de su propio hermano. Pero su conciencia culpable lo atormentaba, y cuando oyó hablar de los milagros de Jesús, tuvo temor de que el fuera en realidad Juan resucitado, que en cualquier momento le pidiera cuentas de lo que había hecho contra él.

Luego, cuando se vio comprometido por Pilato a decir la última palabra para condenar a Jesús, porque venía de Galilea y Herodes gobernaba en esa provincia, trató de eludir sus responsabilidades y dispuso que Pilato lo juzgara por ser una autoridad mas elevada que él, como representante del imperio romano. Este reconocimiento fue un halago para Pilato, y causó que la enemistad que había existido entre los dos se disipara.

Después de los significativos sucesos del Pentecostés, cuando la congregación cristiana fue señalada como la única aceptada por Dios, al haber desechado a Israel, que tercamente negó y asesinó al Mesías que Dios le enviaba como mensajero de reconciliación, el clero judío desató una implacable persecución contra los seguidores de Jesús. Cuando realizó el gigantesco bautismo del Pentecostés, cincuenta días después de la resurrección de Jesús, en el cual alrededor de tres mil fueron bautizados, los enemigos de la verdad comprobaron que el pueblo de Dios estaba en continuo crecimiento. Eso los llenó de furia asesina. Encarcelaron a muchos, y asesinaron a Esteban y a Santiago, el hermano de Juan el apóstol, lo cual fue visto con aprobación por los judíos. Esto causó que Herodes ordenara la encarcelación de Pedro, y se propusieron ejecutarlo mas tarde.

Se necesitaba valor para ofrecer uno su hogar como centro de reuniones secretas entre los hermanos. Pero ¡cuántas bendiciones estaban en reserva para los que hacíamos! En mi casa grande y bien equipada, pude hospedar a algunos hermanos cuando era necesario, aparte de ofrecer lugar para estudiar y orar juntos. Como yo ya no tenía la

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fortaleza para el trabajo como en años anteriores, tomé una empleada doméstica, Rode, que me ayudara a atender la casa y los huéspedes. Llegó a ser como de la familia, pues mostraba gran respeto por nuestra fe y participaba de nuestras reuniones bíblicas.Todos teníamos mucha preocupación por Pedro. El era una persona muy querida en nuestra casa, se había interesado cariñosamente en mi hijo Marcos, y tuvo mucho que ver con hacerlo fuerte en la fe. Por eso le llamaba “Marcos mi hijo” (1 Pedro 5:13)Un día inolvidable, un grupo de hermanos nos habíamos reunido para orar por Pedro. Estábamos convencidos de que el propósito de Herodes Antipas era terminar con el, como había hecho con otros siervos de Dios. Nos dolía el corazón al pensar que un hombre tan sincero, tan útil en el ministerio, fuera obligado a callar definitivamente.

Aquella noche mientras estábamos orando, alguien llamo a la puerta. Rode fue a atender el llamado, y no abrió inmediatamente a causa del temor que había despertado la persecución, especialmente en este caso, cuando un grupo estaba celebrando una reunión secreta, desde afuera, una voz muy familiar, le rogó que abriera la puerta. Ella conmovida, en vez de hacerlo pasar corrió al interior y nos dijo que era Pedro el que llamaba.

No podíamos creerle le dijimos que estaba loca, que no podía ser Pedro, pues estaba encarcelado, pero ella insistió en que era él. Los llamados se repitieron y al fin fuimos a ver. Al abrir la puerta nos quedamos mudos de asombro. ¡Era Pedro mismo, y con un dedo en los labios nos indicaba que calláramos y lo dejáramos entrar!Una vez dentro de la casa, Pedro nos dio su emocionante relato. Habían puesto dos soldados a cuidarlo, aparte de tenerlo encadenado, mientras otros dos guardaban la puerta principal de la prisión.

Cuando estos cuatro cumplían su turno, otros cuatro lo relevaban de modo que estaba continuamente vigilado, como si hubiera sido un criminal muy peligroso. A altas horas de la noche, una palmada en su costado los despertó. No podía creer lo que veía. Una luz resplandeciente iluminaba la celda, y las cadenas cayeron de sus manos. El ángel de Jehová, de pié, le ordenó que se calzara y se vistiera sin pérdida de tiempo. Los soldados dormían profundamente tanto los que estaban en la celda, como los que guardaban la puerta principal. Al llegar a la puerta de hierro de la entrada, ésta se abrió por sí misma. Pedro estaba anonadado por la emoción y no podía discernir si aquello era una visión o le estaba sucediendo realmente. Después de tomar cierta calle, el ángel se apartó y desapareció. Entonces Pedro, con plena conciencia de la situación, entendió claramente que Jehová había enviado un ángel a liberarlo de los designios asesinos de Herodes y los judíos que estaban con él.

En esas horas sombrías de la madrugada, el apóstol pensó en mi casa y se dirigió a ella sin sospechar que allí estábamos reunidos un buen número de sus amigos, orando por él. Su presencia fue una regocijante respuesta a nuestra oración.

Deseábamos agasajarlo y pasar algunas horas en su compañía pero él nos dijo que no sería prudente que se detuviera en nuestra casa: - Debo irme lo más lejos posible antes del amanecer, cuando descubran que no estoy en mi celda. Seguramente vendrán aquí y a la casa de los

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otros hermanos buscándome. Va ha ser para ellos una gran intriga, porque no verán las cadenas forzadas ni las cerraduras de la puerta principal rota. No encontraran señales de violencia y no podrán entender como salí. Son demasiado tercos para admitir que fue una liberación milagrosa, ni para ver la mano de Dios en todo esto. Par mí, es una experiencia muy significativa, una señal de que aún tengo que vivir en esta frágil tienda de carne por un tiempo, porque Dios todavía tiene trabajo para mí sobre la tierra.

Su emocionante vista fue muy breve, pero muy consoladora. Lo vimos perderse en la oscuridad de la noche y volvimos adentro para seguir orando por él, pidiéndole a Jehová que lo guardara y lo colmara de bendiciones en todo lugar donde pudiera ser usado para edificar a otros en la fe verdadera.

¡Qué maravilloso en comprobar el poder que tiene la oración unida a favor de aquellos que son merecedores de la bondad y el amor del Dios verdadero!

Álef Guímel

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La esposa de Pilato

Cuando la fama es una sombra amarga. Mateo capítulo 27

Cuando Arquelao, el cruel y sanguinario hijo de Herodes el grande, fue por fin depuesto y desterrado, el imperio Romano decidió no tener más gobernadores judíos en los más conflictivos territorios de Palestina, especialmente en la provincia de Judea, sino entregarlos al cuidado de los procuradores romanos. Hubo varios de estos antes que Tiberio César nombrara a mi esposo. Poncio Pilato, para esa difícil empresa, en la cual permaneció diez años.

Me sentí muy privilegiada cuando fuimos a vivir a la hermosa ciudad portuaria que Herodes el grande había planeado y edificado, llamándole Cesarea en honor de César Augusto, el cual lo había favorecido desmedidamente, entregándole varias ciudades.

Aparte de su importante puerto artificial, una verdadera joya de arquitectura, Cesarea se destaca por su estilo moderno y elegante, tiene un teatro, un templo y un anfiteatro.

Cesarea llegó a ser la residencia oficial de los gobernadores romanos, y el lugar donde viven los principales militares de Roma asignados a Palestina, que es el nombre que los romanos damos a la tierra de Israel. Allí están estacionadas las mayores concentraciones de tropas militares, por lo tanto, la población de Cesarea es mas gentil que judía… es una ciudad elegante, refinada y pacífica, porque a causa de la abundancia de efectivos militares, nunca se oye hablar de levantamientos o revueltas populares.

Las delegaciones de otras partes del país, llegan en paz y en orden, a exponer sus problemas para que se los considere, presentan ninguna amenaza.Tengo buenos y malos recuerdos de la tierra de Israel, a causa del tiempo turbulento en el que nos tocó vivir en ella, y a causa de los errores que mi esposo cometió, que nos llenaron a los dos de vergüenza y sufrimiento.

Los procuradores romanos tienen pleno control sobre Judea, hasta el punto de poder decretar la pena capital en ciertos casos. En cambio a los judíos se les negó el poder de actuar independientemente en este asunto, pues muchas veces piden la muerte de alguien por desavenencias religiosas, que en el imperio no se consideran importantes como para aplicar la sentencia máxima. Por eso cuando el Sanedrín, el

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tribunal supremo de los judíos, quiere aplicar la plena de muerte, necesita acudir al gobernador romano para validarla, a fin de llevarla a cabo. (Juan 18:31)

Durantes las grandes fiestas judías era costumbre que el gobernador romano se trasladara a Jerusalén con refuerzos militares listos para hacer frente a cualquier emergencia y permaneciera allí durante todos los festejos. En estas ocasiones, yo iba con Poncio a Jerusalén, donde había un clima de inquietud y de fanatismo religioso que me hacía desear mucho la tranquilidad de Cesarea.

Era un placer recorrer de vuelta los 87 kilómetros que separaban a Jerusalén de Cesarea, en nuestro pomposo coche de caballos, seguidos por los soldados que nos escoltaban.

Lamentablemente, Pilato cometió muchos errores desde el principio, que despertaron antagonismo entre los judíos. Ellos tenían un concepto inferior de nosotros, a causa de que adorábamos muchos dioses y no solamente un todopoderoso como les habían enseñado a adorar sus antepasados. Por esa razón, preferían morir, que obedecer leyes impuestas por los gentiles, cuando estaban en conflictos con la ley de Dios. Ni siquiera entraban en la casa de un gentil, o se sentaban a comer con el. Pilato tuvo que entender de la manera dura, que a los judíos no se les podía someter por el temor, como a otros pueblos conquistados por los romanos.

Los judíos rechazaban imágenes que hubiera que saludar o reverenciar. Pilato, astutamente envió soldados romanos con estandartes a Jerusalén, que exhibían la imagen del emperador, y los hizo entrar de noche, cuando el pueblo dormía.

Al día siguiente hubo furiosas manifestaciones que señalaban ese hecho, como una profanación de su ciudad santa. Una delegación judía se presentó en Cesarea para protestar. Pilato los amenazó de muerte. Hubo cinco días de agrias discusiones. Al fin fue Poncio quien tuvo de ceder y ordenó retirar los estandartes. Luego hizo otro intento, mandando colocar escudos de oro con su nombre y el de Tiberio César, en la casa que estaba reservada para que el gobernador romano se alojara cuando estaba en Jerusalén. Los judíos apelaron al mismo emperador de Roma, y Tiberio ordenó que fueran sacados de Jerusalén y llevados a Cesarea.

Yo pensé que por fin él había entendido los sentimientos de los judíos hacia su ciudad santa y no intentaría nada más que pudiera considerarse una profanación. Pero siguieron sucediendo cosas lamentables. Poncio tuvo la infeliz ocurrencia de exigir que los sacerdotes le dieran dinero de los tesoros del templo para edificar un acueducto con el fin de traer agua a Jerusalén desde una distancia de 40 kilómetros. El proyecto no era malo, pero el dinero del templo también se consideraba sagrado y u gobernador extranjero no debía planear obras públicas contando con ese tesoro. La próxima vez que Pilato apareció en Jerusalén después de eso, una multitud enardecida se presentó ante la residencia oficial para vociferarlo. El astutamente, envió soldados disfrazados y armados entre la multitud, que hicieron estragos entre la gente desapercibida. Hubo un buen número de muertos y heridos. Estos hechos hacían cada vez mas profunda la brecha entre los judíos y los romanos.

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Luego llegó el punto decisivo en que todos estuvimos a prueba delante del Dios de los judíos, el que ellos siempre señalan como único Creador del cielo y de la tierra, en tanto que, de los dioses de Roma solo podemos señalar que se han servido de todo lo que encontraron ya creado. Ese momento culminante fue cuando los judíos se levantaron contra el Mesías para rechazarlo y convencer a los romanos de que debían condenarlo a morir en un madero, a la manera romana, clavándolo vivo y conciente. Esta era una ejecución mucho más cruel que la que usaban los judíos, levantando en un madero el cuerpo muerto, como amonestación a otros, después de lapidarlo.

Cuando estaban tramando su muerte, yo tuve un sueño que me sacudió y me emocionó profundamente. Al analizarlo rescaté de el un mensaje significativo. Comprendí que lo peor que pudiera sucederle a uno sería hallarse culpable delante del Autor del cielo y de la tierra, por haber consentido o cooperado en la muerte del que afirmaba ser su Hijo.

Por esa razón llamé a un oficial, amigo de confianza para que le diera un mensaje confidencial a mi esposo. Yo no podía hacerlo, porque el tribunal estaba reunido, deliberando. Le rogaba que no tuviera nada que ver con condenar a ese hombre justo, porque yo había sufrido intensamente en un sueño, por causa de lo que le estaba sucediendo a Jesús.

No me atreví a asomarme a la ventana que daban a la calle, pero, entre las cortinas, podía ver a la multitud enloquecida, que alzaba los puños cerrados en actitud amenazante. Una y otra vez gritaban: “¡Al madero con él!”.

Poncio apareció varias veces en el balcón pidiendo silencio mediante señas. Ellos callaban esperando oír la condena definitiva. Pero, cuando el trataba de calmarlos, y hacerlos razonar, empezaban a vociferar nuevamente. Yo no podía creerle a mis oídos, cuando gritaban a coro: -“¡No tenemos mas rey que a César!”¡Cuánta falsedad! En toda ocasión posible daban a entender que odiaban el yugo romano y deseaban librarse de el, pero ahora, para lograr su propósito sucio, proclamaban al César como el único rey que podían aceptar.

Al fin llegó el momento, temido y aborrecido, en que Pilato dejó de luchar y lo entregó a ellos para ser ejecutado. Más tarde le pregunté porqué no había tomado en serio mi advertencia, pues lo que ese sueño me hizo sentir, y los acontecimientos que le siguieron, me demostraron que el sueño contenían un presagio y no era autosugestión. Poncio me confesó que había sentido una profunda repulsión al verse presionado para entregar a un inocente, sabiendo que lo iban a ejecutar con la muerte más dolorosa y humillante que se conocía. Pero el era un hombre calculador y comprendió que su reputación ante el Imperio estaba en juego. Su posición política era demasiado importante para él, y no estaba dispuesto a ponerla en peligro. Parecía muy valiente y enérgico, al oponerse a los judíos y sus autoridades religiosas, pero en el fondo era un cobarde, esclavo de sus ambiciones. Perder su puesto, le pareció un precio demasiado elevado que pagar por defender a un hombre justo y sabio que dio pruebas de ser enviado por el Dios que hizo la tierra y todo lo que hay en ella. No tuvo resistencia para oponerse al infame trueque que los judíos le propusieron a instancias de los

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sacerdotes: cambiar la vida de Jesús por la del delincuente llamado Barrabás.

Después de aquel reñido juicio, parecía que la cordura y la sabiduría de Pilato se habían escurrido por una grieta invisible. De allí en adelante, nada le salía bien. Un impostor engañó a un grupo de samaritanos y los hizo subir al monte Guerizin, asegurándoles que iban a encontrar unos tesoros sagrados que supuestamente había enterrado Moisés en ese lugar, Pilato, sin ninguna razón lógica, ordenó a un grupo de soldados que subieran al monte y los mataran. Esto levantó una ola de indignación entre los samaritanos, porque no eran gente dañina, sino ilusos que habían creído en un informe falso.

Una delegación de samaritanos viajó a Siria, donde gobernaba Vitelio, el superior a quien Pilato tenía que rendir cuentas de su actividad, para exponer sus quejas. Vitelio ordenó a Poncio que viajara a Roma, para responder ante el emperador Tiberio, acerca de ese crimen múltiple y sin sentido.

El viaje a Roma se nos hizo largo y tedioso, a causa de las muchas incertidumbres que había en nuestras mentes. Deseábamos llegar, y a la vez hubiéramos preferido no llegar nunca. Antes de nuestro arribo, el emperador Tiberio falleció, de modo que él tendría que comparecer ante su sucesor, Calígula.

En estas circunstancias, yo no pude estar junto a mi esposo más que en breves ocasiones, y no llegué a entender la maraña de acusaciones que lo envolvieron, y las intrincadas cuestiones de honor que se presentaron.

Al fin, despojado de toda autoridad, fue desterrado a la provincia de Galilea, donde al poco tiempo, se quitó la vida.

Allí, habrá pensado más de una vez en la advertencia que contenía aquel sueño que yo tuve, y que quise usar como instrumento para impedirle cometer el error más grave de su vida.

Quiso poner su puesto político y su nombre ante el Imperio, por encima de todo, y eso resultó en que fuera perdiendo poco a poco la cordura, la lucidez para hacer buenas decisiones, y finalmente hasta el ánimo para seguir viviendo.

Algunos de los que estaban más cerca de él en sus últimos días me dijeron: -“Lo acorralaron. Lo atacaron de todas partes, de modo que lo deprimieron y lo empujaron a buscar el suicidio como única salida.”

Si fue así, no les habrá costado mucho lograrlo. Su puesto y su renombre se habían convertido en su razón de vivir. Al perderlos, llegó a ser un hombre quebrantado, que no tenía en que apoyarse. Aunque nunca lo dijo, es posible que haya pensado alguna vez en el Dios de los judíos, que hizo el cielo y la tierra, y que haya comprendido, aunque tarde, que de nada sirve desafiarlo.

VER EN “PERSPICACIA” ARQUELAO – CESAREA – y PILATO

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La esposa de Cornelio

Un hombre contra un Imperio Hechos capítulo 10

Es media noche y estoy desvelada. Cornelio está en su escritorio, rodeado de tinteros y pergaminos, mientras la familia duerme. Quizás no se acueste hasta el amanecer.

Ha estado orándole a Jehová fervientemente, pidiendo ayuda para escribir la carta más difícil de su vida: su renuncia irrevocable como centurión del ejército romano.

De a ratos oigo sus pasos, entrando y saliendo, o caminando alrededor de la casa. Sé que no tiene dudas en cuanto a lo que debe hacer, pero le cuesta encontrar las palabras adecuadas para dirigirse a las personalidades encumbradas que le dieron su nombramiento, que a veces son usados como cónsules y embajadores. Ellos a su vez, si están en duda en cuanto a concederle su petición, seguramente harán llegar esta carta al emperador.

Desde que mi esposo, yo, y nuestra familia, junto con algunos amigos allegados, nos visitamos al culminar la visita del apóstol Pedro a Cesarea, Cornelio le ha estado comentando a algunos oficiales del ejército su nueva posición como cristiano y el cambio que tiene que hacer en su vida.

En estos últimos días, nuestra casa ha estado muy concurrida. Varios militares de rango han pensado que era su deber debilitar la conciencia de Cornelio y hacerlo cambiar de idea. Uno tras otro han usado los mismos argumentos con diferentes palabras: -Roma es el imperio más poderoso que jamás ha existido. Se ve, se palpa, el mundo entero está pendiente de lo que se aprueba y se condena en Roma. ¿Vas ha cambiar todo eso por una utopía, por un reino que no se ve ni se palpa, predicado por judíos renegados? ¿Dónde está la tierra de ese Reino? ¿Dónde están su ejército, su escudo, y sus estandartes?

Con el favor de Jehová, aunque somos tan nuevos en la fe verdadera, Cornelio pudo vencer sus objeciones con respuestas lógicas. Les ha dicho: -Ese Reino, no tiene una tierra restringida entre fronteras ahora, porque Dios le ha destinado toda tierra, para que la gobierne en el futuro y para siempre. No importa que en el presente ni vea ni se palpe. Lo visible y lo palpable es lo que un día derrumba ante nuestros ojos, como tantos imperios que cayeron en el pasado, que se creyeron

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invencibles. Lo eterno en cambio, lo que no se ve, ni está al alcance de la mano, es lo que permanece, porque procede de Dios.

Cornelio ha estado sujeto a muchas presiones agotadoras en estos días, pero su fortaleza espiritual lo ha sostenido. Hace cerca de una hora le llevé leche caliente con miel y estuvimos conversando de cosas que llegan al corazón.

Tomando mis manos, me dijo con una sonrisa picaresca: -¡Cuánto me alegro de haber prestado oídos sordos a las sugerencias del gobierno, desanimando a los soldados de casarse! En ese momento yo no te hubiera cambiado a ti por nada que este mundo me ofreciera, y no me equivoqué. Ellos deshumanizan a sus hombres, frustran sus mejores sentimientos, para convertirlos en máquinas de matar a otros, que a su vez fueron mecanizados para matar a su enemigo. Para que el soldado no disperse sus fuerzas atendiendo un hogar y preocupándose por los hijos que lo necesitan, ni cargue con el dolor y la nostalgia de esas campañas militares que lo obligan a estar lejos de ellos por largas temporadas, en algunos casos han ido al extremo de prohibir el matrimonio. ¡Que bueno hubiera sido si en aquel tiempo me hubieran dado de baja del el ejército por haberme casado, a pesar de toda la propaganda contraria! Hoy, no tendría este grave problema de tener que desasociarme. Espero que los tribunos al leer mi carta, no lo tomen como un desafío. ¡Que Dios les toque el corazón y entiendan que un hombre puede cambiar esos ídolos fríos del paganismo por el Dios verdadero que hizo el cielo y la tierra!

Escuchando a mi esposo, no pude menos que pensar que había motivos para que Jehová le concediera el privilegio de ser el primer gentil que aceptó la verdad y se bautizó como seguidor de Jesús, el Mesías.

Hay en Cornelio una ternura una sinceridad que se pusieron de manifiesto en muchas ocasiones. Recuerdo haberlo visto desvelado, paseando por la casa como hoy, cuando tenía que hacer de juez de algún soldado que debía ser condenado a muerte por desobediencia o cobardía. El, en su calidad de centurión, comandante de cien soldados, que es el grado militar mas elevado dentro del ejército, aborrecía ordenar la ejecución de un subalterno, excepto en casos de personas depravadas. Nunca estuvo completamente de acuerdo con la disciplina tan dura, que exige que los soldados se entrenen caminando hasta 32 kilómetros por día, cargando un paquete de 36 kilos. Esto es una prueba de suficiencia que algunos de los mayores no pueden rendirla con éxito y son despedidos. La edad de enrolamiento va de los 17 a los 46 años. Como el ejército romano acepta soldados de cualquier nacionalidad, el voto de lealtad que hacen al enrolarse, los hace sentir obligados a servir al imperio hasta la muerte. Cuando estos soldados auxiliares son despedidos en condición honorable, se les concede la ciudadanía romana como recompensa.

Cuando Cornelio fue trasladado a Cesarea, esta importante ciudad portuaria a orillas del Mar Mediterráneo, en la tierra de los judíos que los romanos llamamos Palestina, hubo algunas fiestas de despedida y muchas manifestaciones de aprecio de parte de los que habían hecho la carrera militar bajo la supervisión de mi esposo. Muchos reconocieron, con cuánta justicia él había reglamentado la conducta de su legión, cómo

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había sido siempre moderado al aplicar castigos y que bien había cuidado de que sus tropas tuvieran el alimento y el descanso adecuado.

Parece algo dispuesto por Jehová el que hayamos venido a Cesarea. Desde que llegamos hemos oído hablar constantemente de ese nazareno, lleno de enemigos enconados que lo trataban como un impostor, y aclamado por un número creciente de discípulos que ven en él al Mesías que viene a salvar a la humanidad.

Si hubiéramos estado viviendo en cualquier otra parte del imperio, las buenas nuevas de su Reino, habrían tardado muchos años en alcanzarnos. A medida que Jesús de Nazaret se fue convirtiendo en el centro de tantas controversias, nuestra atención también se fue centrando en él. Sentíamos un deseo ardiente de saber a ciencia cierta quien era él realmente, y qué valor histórico había tenido su presencia en Israel. Cuando lo condenaron a morir en un madero, la clase de muerte que recibían los criminales crasos, nuestro corazón sangraba por él y nuestra indignación desahogaba en palabras duras contra sus ejecutores. Nos parecía inaceptable que Pilato, con toda la autoridad que tenía, no hubiese hecho nada por defenderlo y lo hubiese entregado a los partidarios e su religión judía para que lo ejecutaran.

Por largo tiempo, parecía que no había otro tema de conversación entre la gente, tanto romanos como judíos. Unos estaban a favor de él, otros en contra, otros no sabían qué opinar. Cuando Cornelio defendía a Jesús y decía que la religión judía había cometido un crimen bárbaro al exigir su muerte, las opiniones contrarias se silenciaban, porque el pueblo respetaba a Cornelio por sus buenas obras y sus dones de misericordia para con los pobres.

Cornelio siempre fue profundamente creyente en un Dios, creador de todo lo que existe. En nuestra casa había lugar y tiempo apropiado para la oración. Mi esposo se dirigía a Dios en palabras sencillas, sin formulas escritas, para dar gracias de todo corazón por todo el bien recibido. Un día sucedió algo maravilloso.

Un ángel de Jehová se presentó ante Cornelio y lo llamó por su nombre. Le aseguró que sus oraciones y dones de misericordia estaban registrados ante Dios como recuerdos. Le dio instrucciones para que enviara a algunos de sus hombres a Jope, el hermosos puerto sur de Cesarea, donde un tal Simón, que tiene por sobrenombre Pedro, se hospedaba en casa de otro Simón un curtidor que tiene su casa a orillas del mar.

Después de esta emocionante visita sin perdida de tiempo mi esposo llamó a dos siervos de los que atienden nuestra casa y a un soldado de su confianza. Les contó lo que acababa de suceder y los envió a Jope en busca de Pedro.

Mientras tanto, preparamos la casa para una importante reunión de amigos y los invitamos a escuchar a Pedro, calculando que llegaría unos cuatro días después e salir nuestros hombres a buscarlo.

Fue un momento muy emocionante, cuando vimos que el grupo se acercaba. Varios hombres de la congregación de Jope acompañaban a Pedro. Cornelio, que tanto había esperado ese momento, corrió al encuentro del apóstol y cayó a sus pies, rindiéndole homenaje. Pero

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Pedro lo ayudó a incorporase, demostrándole que no podía aceptar esa manifestación.

-¡Levántate, -le dijo- yo mismo también soy hombre!”Los que estábamos reunidos adentro teníamos gran expectativa.

Sabíamos que para los hebreos, entrar en un hogar gentil es abominación. Si embargo, el ángel que acudió a responder a la oración de Cornelio, hasta había señalado a Pedro como el mensajero que debía venir.

Pedro estaba algo confundido en cuanto a la razón de acudir a Cesarea, una ciudad en que ahora vivían muy pocos judíos y que era el asiento y el punto obligado de encuentro militarismo romano y sus ejércitos.

Fue sorprendente para él escuchar el relato de Cornelio sobre la visita del ángel. Al mismo tiempo, Pedro había tenido una visión muy difícil de explicar, hasta que Dios mismo se la hizo entender. Mientras esperaba el almuerzo, en casa de Simón, había subido a la azotea buscando privacidad para orar. Allí le sobrevino un arrobamiento en el que Dios le mostró un lienzo grade que descendía del cielo, en el que había toda clase de animales que Dios prohíbe comer. Una voz le ordenó: -“Levántate Pedro, degüella y come.”

Pedro, de acuerdo a su conocimiento de la ley contestó:-“De ninguna manera, Señor, porque jamás he comido cosa alguna

contaminada e inmunda”La voz celestial volvió a oírse: -“Deja de llamar contaminadas las

cosas que Dios ha limpiado”. Después de esto, nos contó que la sábana de lino con todos los animales, se elevó de nuevo y desapareció. Le pareció una visión muy extraña No podía entender porqué desde el cielo se le ordenaba hacer cosas que Dios mismo había condenado anteriormente.

Mientras esto daba vueltas en mi mente, llegaron a la casa de Simón el curtidor, los tres hombres al servicio de Cornelio que lo buscaban.

Otra vez, la voz celestial intervino para instarlo a que fuera con estos hombres, a quienes Dios había hecho llegar hasta su puerta. Los invitó a hospedarse con él y descansar, para emprender nuevamente el viaje al día siguiente.

Ahora, en el punto culminante de su viaje, el apóstol estaba ante nosotros, arribando a una conmovedora conclusión, que expresó con estas palabras:

-“Con certeza percibo que Dios no es parcial, sino que, en toda nación, el que le teme y obra justicia le es acepto.”

Después de estas significativas palabras, Pedro nos dio una disertación muy consoladora sobre Jesús de Nazaret, sus credenciales de verdadero Mesías, y la comisión que se les había dado a ellos de todas esas cosas, de enseñarlas y hacer discípulos para Jesús.

Antes que Pedro terminara su discurso, todos los que estábamos reunidos nos sentimos embargados por una fuerza sobrehumana, que nos daba un convencimiento irrefutable, una seguridad inconfundible, de haber sido llamados a formar parte del pueblo de Dios, a pesar de haber sido en el pasado, extraños a todas sus promesas.

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Los que habían venido con el apóstol estaban asombrados al comprobar que a nosotros, los gentiles, también se nos concedía la dádiva del espíritu santo. En prueba de ello estábamos alabando al Dios verdadero en lenguas que jamás habíamos aprendido, como los que recibieron el espíritu santo en el Pentecostés. Esta manifestación milagrosa, les dio la seguridad de que debían bautizarse como nuevos adoradores, aceptos a El. Así, las cosas sucedieron a la inversa que en el Pentecostés; recibimos el espíritu antes del bautismo.

Todos deseábamos prolongar aquella experiencia única en nuestra vida, por eso le rogamos a Pedro y sus acompañantes que permanecieran algunos días mas con nosotros. Disfrutamos grandemente de la compañía de ellos, les hicimos muchísimas preguntas y recibimos una cantidad de respuestas fortalecedoras.

Cuando partieron, hace apenas unos días, nos sentimos resueltos, más allá de toda duda, a seguir fielmente en las pisadas de Cristo. Por eso esta noche, Cornelio me dijo:

-“No puedo dilatarlo más. No tendré paz conmigo mismo hasta que no aclare mi situación ante el Imperio Romano. Debo redactar una carta, renunciando a mi posición en el ejército, y enviarla a mis superiores, los tribunos. Será necesario pesar y medir cada palabra, para que mi solicitud suene como un ruego, no como un desafío. He estado orando a Dios fervientemente todos estos días, pidiéndole que abra los ojos de los tribunos para que vean mi sinceridad. Si ellos son benevolentes y me conceden el retiro, no tendré necesidad de apelar al emperador. Ora tu también por mí, para que Jehová me dé sabiduría al expresar mi petición.”

Y eso es justamente lo que estoy haciendo, apoyándome fuertemente en nuestra fe recién hallada y orando y saliendo de su escritorio, en esta noche señalada, cuando debe escribir la carta más difícil de su vida.

Álef Guímel

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María MagdalenaUna precursora del primer siglo

Cuando yo era joven, me costaba aceptar la idea de envejecer con un rostro ajado, cabellos grises y piernas vacilantes. No era posible para mí entonces, imaginar que la vejez podía ser un estado placentero, en el cual uno puede descansar, recostándose en el respaldo de valiosos recuerdos. Esto no es resignación ante lo inevitable, sino el gozo de haber hecho lo mejor que podía hacer con mi tiempo y energía, después de dejar atrás un pasado vano y vacío.

Hubo un tiempo en que no tenía paz, y la deseaba más que ninguna otra cosa en el mundo. Mi mente y mi corazón estaban en conflicto, como si no pertenecieran al mismo cuerpo. El deseo de matar y el deseo de morir se apoderaban de mí furiosamente. Muchas veces deploraba haber nacido. Miraba a la gente y deseaba que algún fenómeno natural los aniquilara en masa. Me molestaba que tuvieran una tranquilidad y una felicidad que yo tenía sólo en raros momentos pasajeros.

La belleza del cielo y de la tierra me producían dolor, porque no podía disfrutarlos con la mente en calma. Toda clase de deseos impuros y proyectos perjudiciales luchaban por apoderarse de mi cerebro. Nunca supe porqué empezó todo este conflicto interior, pero me sentía impotente para controlarlo.

Un día especialmente señalado en mi vida, me encontré frente a hombre diferente de todos los que había conocido. Su mirada me conmovió. No era la mirada de un hombre que quiere halagar a una mujer o hacerle sentir que le gusta. Había en aquellos ojos sinceros y profundos, una mezcla inefable de ternura y compasi6n, la más genuina expresión de amor a la humanidad que ha podido ver reflejada en un rostro.

Jesús de Nazaret no necesitó que le explicara nada. El entendió la lucha que había dentro de mí. Luego dijo unas palabras enérgicas que en aquel momento no pude entender. Sentí un sacudimiento terrible, como si una fuerza incontrolable fuera arrancada de mí y quedó temblando y sin habla, no sé por cuánto tiempo. Después de aquel momento de agonía, una paz maravillosa me inundó. El Maestro sonrió y me dijo:

— Mujer, estás liberada. (Lucas 8:l-3):

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-Liberada, de qué Señor?

— Has estado poseída por siete demonios. Lucha para que nunca más se apoderen de ti, porque lo intentarán; son muy tercos. Si tal cosa sucediera estarías en peores condiciones que antes.

— ¿Qué debo hacer señor, para que nunca vuelva a sucederme tal cosa?

El me aconsejó que sirviera al Dios verdadero, que estudiara su palabra revelada, y creyera en el Mesías, porque la salvación había llegado a Israel.

¡Cómo no creer que él era el Mesías, si estaba realizando obras maravillosas, como jamás las había hecho nadie! Yo me sentí muy feliz desde el momento de mi liberación, sirviendo a Jehová con un coraz6n libre de sentimientos que me avergonzaban, y una mente limpia y bien organizada. Cuando tomaba una decisión, era realmente mía, y no inspirada por una fuerza extraña. Ahora podía usar mi voluntad y someterla a la voluntad del Creador, sin sentirme impelida a caer en cosas que yo misma aborrecía.

Los casos de posesión por demonios estaban haciéndose cada vez frecuentes en Israel. Se veía que el propósito de ellos era convertir a los humanos en personas envilecidas y despreciables. Cuando conocí a los apóstoles y otros discípulos, les conté mi experiencia. Ellos hicieron algunos comentarios dignos de ser recordados. Les pregunté:

— ¿Por qué suceden estas cosas entre los hijos de Abraham? ¿No somos acaso el pueblo del Dios verdadero?

— Sí, María; somos un pueblo en pacto con Jehová, pero hemos permitido que las religiones paganas se infiltraran en Israel hasta el punto que han llegado a practicar cosas aborrecibles para Dios, y sólo algunos pocos entre el pueblo se han sentido perturbados por esto. La mayoría lo acepta sin protestar, y aun se han amoldado a sus prácticas. Como consecuencia lógica, los demonios han empezado a controlar la vida de los que les han dado entrada, de los que no guardaron celosamente la fe que él nos legó.

Mi conocimiento de los propósitos de Dios se fue fortaleciendo y dando fruto en buenas obras. Seguir a Jesús y verlo realizar sus milagros, restaurando la salud a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos y aún levantando a la vida a tres personas muertas, fueron experiencias muy edificantes que me afirmaron en mis creencias. Me encantaba hablar con la gente que rodeaba a Jesús después de realizar alguna de sus asombrosas obras y destacar el hecho de que en nuestra nación nunca nadie había realizado hechos semejantes. Por lo tanto, éste tenía que ser el profeta anunciado por Moisés.

Estas emocionantes vivencias nos prepararon, a todos sus discípulos, par soportar la más dura prueba de nuestra vida: ver a nuestro amado Maestro ejecutado como un criminal común. Esos fueron días de tremendo zarandeo. Como simples humanos llenos de fallas, nos mareamos y nos desorientamos igual que los pasajeros de un barco en medio de la tempestad.

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Después que pasó todo, los discípulos se preguntaban angustiados: — ¿Por qué lo dejamos solo cuando la nación y sus gobernantes se habían puesto contra él? ¿Cómo pudimos dormimos cuando él nos había pedido encarecidamente que oráramos y nos mantuviéramos despiertos?

Todos teníamos amargos reproches contra nosotros mismos, pero Jehová nos hizo entender que no podemos resistir pruebas duras en nuestras propias fuerzas, ni enfrentar el odio y los ataques del mundo sin su sabia dirección.

Entre las más hondas impresiones de mi vida, están los recuerdos de los últimos días de Jesús en la tierra. El sabía que su ministerio iba llegando a su fin y nos lo decía, pero estábamos como embotados, y no nos dábamos cuenta plenamente del significado de lo que estaba sucediendo. El odio y las intrigas de los diferentes grupos religiosos estaban llegando a un punto explosivo.

Llegó nisán, el primer mes del año, el mes de la Pascua, que iba a estar repleto de acontecimientos sorprendentes. El día 9 de nisán, sucedió algo que iba a tener gran repercusión. Jesús entró en Jerusalén cabalgando un asno que nunca había sido montado, como era la costumbre de los reyes de la antigüedad, antes de la coronación. La gente empezó a tender sus mantos por el camino y también ramas de palmas para que él los hollara. ¡Era una bienvenida delirante de entusiasmo! Coros de jóvenes y niños lo aclamaban diciendo: ‘ ¡Salve, hijo de David!¨

Aquella generación no había visto nunca algo igual. Jesús descendió del asno y esperó en uno de los atrios del templo, los sacerdotes no se acercaron a él para coronarlo como debía haber sido. En cambio, salieron enardecidos por la algarabía popular, a pedirle a Jesús que reprendiera a sus discípulos y los hiciera callar. Así mostraron que rechazaban al Mesías como rey. Inmediatamente, Jesús se apoderó de un látigo y empezó a dispersar los animales que estaban a la venta para ser ofrecidos en el altar. Dio vuelta las mesas en que apilaban el dinero, y ante el estupor de todos, les dijo que habían convertido la casa de Dios en una cueva de 1adrones. Gritaron enfurecidos, como si Jesús hubiera usado el látigo para herirlos a ellos mismos, lo cual hubiera sido una violación de la ley mosaica. Todo eso sucedió el 10 de nisán, era más de lo que los jerarcas de la religión judía estaban dispuestos a soportar. En este momento, Jesús abiertamente les estaba demostrando que quedaban rechazados por Dios como representantes suyos. Después de eso comenzaron las consultas secretas para matarlo.

En aquel momento no lo comprendimos, pero después, Jehová nos hizo ver que en las instrucciones dadas a Israel para celebrar la Pascua, se requería que el cordero que cada familia iba a sacrificar el 14 de nisán, fuera elegido cuatro días antes, el 10 de nisán. Aquel día, Jesús quedó definitivamente marcado para el sacrificio. Sus mensajes, sus ilustraciones, sus advertencias, eran tremendamente impactantes.

El mandó a sus discípulos que hicieran arreglos para celebrar la Pascua con él en aquel decisivo 14 de nisán, a la caída de la tarde. Esto

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sería algo nuevo diferente a lo que haría el resto de la gente en nuestra tierra.

La Pascua se celebraba por familias, pero aquella noche, cada uno de los que iban a reunirse con Jesús, faltaría a la celebración familiar. Esa noche, inauguró con ellos el Nuevo Pacto, lo cual significaba que el antiguo Pacto de la Ley caducaba, pues ya había cumplido su misión. Les encomendó que usaran el pan y el vino como símbolos de ese pacto hasta su vuelta. Después de aquella última cena, tuvieron lugar los acontecimientos dramáticos en el huerto de Getsemani. Judas que se había retirado antes de finalizar la cena, consumó su traición y Jesús fue apresado y llevado ante Pilato. Este no veía razón para condenarlo y lo envió a Herodes, el jerarca de Galilea, que estaba en Jerusalén para celebrar la Pascua, ya que Jesús era galileo. Herodes, el tradicional enemigo de Pilato, no quería tal responsabilidad, y se lo envió de vuelta. Al enfrentarse a un problema tan desconcertante, Pilato y Herodes volvieron a hacerse amigos, buscando la salida.

El juicio de Pilato fue una burla. Sabiendo que todo era una intriga religiosa y que los que estaban pidiendo a gritos la muerte de Jesús delante de su casa, eran manejados por los sacerdotes judíos, Pilato sacó una palangana al balcón de su casa, se lavó las manos como queriendo desligarse de toda responsabilidad, y lo entregó para ser ejecutado a la mañana siguiente, después de haber aguantado la insolencia de aquella multitud enardecida durante toda la noche. Su esposa le rogó que no tuviera nada que ver con Jesús porque había tenido un sueño angustiante acerca de él. Pilato estaba tratando de guardar el equilibrio para no perjudicar su posición y no quedar mal con los judíos ni con el César de Roma.

Los seguidores del Mesías nos manteníamos atentos observando los acontecimientos a cierta distancia, por temor a la turba fanática. Cuando se dijo que lo iban a ejecutar en el Monte Gólgota, lo seguimos. Apenas podíamos soportar el verlo cargar con el madero en que tendría que morir.

Las horas de la mañana pasaron y justamente al mediodía, una espesa oscuridad se extendió sobre el firmamento, la cual duró hasta las tres de la tarde, cuando Jesús expiró. En aquél momento, un fuerte terremoto hizo que grandes masas de roca se hundieran en la tierra. En Jerusalén, la cortina del templo, formada por varios paños entrecosidos que le daban un espesor de varios centímetros, algo que las manos humanas jamás podrían romper, se rasgó como si hubiera sido de papel.

El grupo de mujeres que habíamos venido de Galilea, nos manteníamos juntas observando los acontecimientos, pero lo suficientemente cerca como para oír las palabras que salían de la boca del Señor. Allí estábamos tres de las Marías que teníamos algo que ver con Jesús, la que lo había dado a luz como humano, la esposa de Cleopas y yo. Estaba también Salomé, la tía de Jesús, hermana de María. Algunos de los discípulos se acercaban de tanto en tanto y hablaban con nosotras. Juan el más joven de los apóstoles, el amigo entrañable de Jesús, se mantenía junto a nuestro grupo. En un gesto de amor y consideración

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hacia la mujer que lo había llevado en sus entrañas, antes de expirar Jesús le dijo a ella que le dejaba a Juan como hijo, y le encomendó a Juan que la cuidara como si fuera su madre.

José de Arimatea, un nuevo discípulo de Jesús, pidió su cuerpo para enterrarlo en una tumba aún sin estrenar, y le fue concedido. Lo seguimos para ver donde lo llevaban y luego nos volvimos a casa porque a las seis de la tarde comenzaba el sábado y debíamos descansar. Preparamos perfumes y ungüentos en casa y el primer día de la semana, María, la esposa de Cleopas y yo, llegamos a la tumba cuando aún no había amanecido. Sabíamos que los soldados judíos habían hecho rodar una gran piedra cubriendo la entrada de la cueva, por temor a que alguien hurtara el cuerpo y dijera que él había resucitado.

En camino hacia Gólgota, nos preguntábamos cómo moveríamos la piedra para entrar a ungir el cuerpo del Señor. Para nuestro asombro, la piedra estaba corrida hacia un lado, y la entrada descubierta. Sentimos gran temor de entrar en la cueva, pues aún estaba oscuro, y nos volvimos para decirle a Pedro y Juan lo que habíamos visto. Ellos vinieron apresuradamente a la tumba y entraron. Los lienzos en que habían envuelto el cuerpo estaban amontonados a un lado, y él no estaba allí.

Yo me quedé afuera, llorando amargamente. Estaba aclarando y ahora me animé a mirar hacia adentro de la cueva. Pude ver a dos ángeles en ropas resplandecientes, uno estaba sentado en el lugar donde había estado su cabeza, y otro donde habían estado sus pies. Tuve la impresión de que alguien detrás de mí me observaba y al volverme, me encontré frente a una figura varonil, de pie. Me preguntó por qué lloraba. Pensé que era el cuidador del huerto cercano, y le pregunte si sabía dónde estaba el Señor. Cuando él me dijo cariñosamente: ¡María! entendí que era él mismo resucitado. Me aferré a sus pies, a sus ropas, como tratando de que no se desvaneciera. El me dijo que no tratara de detenerlo, porque aún tenía que ascender a su Padre, que es nuestro Padre, y a su Dios, que es nuestro Dios. La otra María estaba contemplando la escena, emocionada como yo, y muda. El Señor nos dio una Comisión privilegiada. Debíamos informar a sus discípulos que él quería encontrarse con todos ellos en Galilea. ¡Qué gozo inefable me produjo el ser la primera en verlo resucitado, en oírlo, y en anunciarlo a los hermanos! Así toda la angustia se tornó en gozo en aquel inolvidable 16 de nisán. Durante 40 días, el Mesías resucitado estuvo apareciéndose a sus discípulos en distintas ocasiones y lugares. En su aparición final les aseguró que serían testigos de él hasta los últimos confines de la tierra, y les ordenó que no se retiraran de Jerusalén hasta que hubieran recibido el bautismo en espíritu santo.

Quedaba un interrogante: ¿Cómo podríamos cubrir la tierra habitada con el mensaje de Jesús, cuando éramos solamente unos pocos cientos agrupados alrededor de los apóstoles fieles? Llegó el Pentecostés con una gran sorpresa. Más de tres mil nuevos creyentes aceptaron la verdad y fueron bautizados ese día! Eran israelitas parte del pueblo en pacto con Dios, que vivían en otros países y habían viajado a Jerusalén para celebrar la Pascua y el Pentecostés. El haber hecho este

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gran esfuerzo y gasto demostraba que pera ellos la religión tenía sentido, sólo les faltaba hasta ese momento, encontrar le verdad del cristianismo.

Dios premió a los sinceros haciendo que oyeran su mensaje en el idioma en que podían entenderlo, al conceder el don de lenguas a los discípulos de Cristo.

Ahora, la congregación cristiana empezó a hacerse notar en su papel de madre de los hijos espirituales que corrían en grandes números a refugiarse en ella. A fin de instruirlos y fortalecerlos se decidió dar les un curso intensivo de enseñanza bíblica. Muchos no venían provistos de dinero como para extender por tanto tiempo su estadía. Por lo tanto, se nos sugirió que todos reuniéramos nuestros recursos materiales, según nuestras posibilidades, para proveer alimento a los que, iban a beneficiarse con la enseñanza.

Hubo mucho trabajo para las hermanas también, cocinando, sirviendo las mesas y hospedando a extranjeros. Después, fue conmovedor verlos partir tan animados, hacia distintos confines, donde más tarde se establecieron congregaciones.

Para sorpresa nuestra, Jehová empezó a llamar a los gentiles a su pueblo y esto trajo grandes aumentos. Cada tanto los apóstoles viajaban para visitar estas congregaciones recién formadas y para fortalecerlas en la fe y ayudarles a resolver los problemas que se presentaban. Se escribían largas cartas para animarlos y estas se pasaban de ciudad en ciudad a los grupos de adoradores. La oposición recrudeció. Algunos morían como mártires de su fe, pero el mensaje seguía extendiéndose por toda la tierra habitada, como Jesús había mandado.

Han pasado muchos años desde aquellos sucesos. A veces, nos reunimos las mujeres fieles de Galilea y repasamos con deleite nuestros mejores recuerdos, Juana la esposa de Cuza, el mayordomo de Herodes, Susana, y las otras Marías. Cuando éramos jóvenes, recorrimos junto a los discípulos muchos caminos y lugares lejanos prestándoles servicios y compartiendo nuestros recursos materiales con ellos, para ayudar en el adelanto de la obra del Reino.

Desde aquel día en que el hijo de Dios se detuvo junto a mí y me libró de la atadura de los espíritus inicuos, mi vida tuvo una nueva orientación. Valió la pena servir a Jehová y hacerles todo el bien posible a los que se esforzaban por recorrer los caminos áridos buscando las ovejas perdidas. Mis fuerzas ya no dan para andar con ellos como antes, caminando y descansando en carpas donde nos encontraba la noche. Pero me deleita hospedar a los predicadores viajeros y brindarles lo que tenga para compartir con ellos. Me gusta sentarme en un banco pequeño y lavarles los pies cuando llegan cansados de recorrer caminos pedregosos y polvorientos. Algunos protestan cariñosamente, pero les recuerdo que el Señor mismo brindó ese servicio a sus discípulos en la última cena. Al lavar esos pies doloridos, siempre recuerdo las palabras de Isaías: “Cuán hermosos son los pies de los que llevan buenas nuevas!”

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Cuando era joven, me dolía la idea de envejecer. Ahora puedo decir que es hermoso marchitarse sirviendo al Dios verdadero. La generación que vio pasar al Mesías por nuestra tierra, está desapareciendo. El mismo, si hubiera vivido hasta hoy, ya tendría más de 60 años. Jesús nos aseguró que no pasará esta generación sin ver el fin de Jerusalén, esta ciudad altanera, llena de pecados y conflictos, que rechazó y mató al hijo de Dios.

Por lo poco que falta, seguiremos con la mano en el arado, sin mirar atrás, como nos enseñó Jesús.

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Lidia

Una dama distinguida uniéndose a un grupo impopular

Hechos capítulo 16

¡Qué placer es repasar los recuerdos y verlos resbalar entre mis manos como un collar de perlas inalterable, a las cuales el tiempo no les puede quitar su valor!

Tuve el gozo de ser una de las primeras personas convertidas al cristianismo en Filipos, y ver el comienzo de una próspera congregación de seguidores de Jesús. Fui testigo de los grandes esfuerzos y las dolorosas experiencias con que el apóstol Pablo, y su compañero de viaje, Silas, establecieron la verdad entre nosotros.Yo no nací en Filipos, sino en Tiatira, Asia Menor, el lugar en que se producen tantas artesanías, famosa por sus tejidos por el arte de teñir. En Tiatira usábamos la raíz de la planta rubia o granza, para obtener el muy preciado color púrpura, por el cual los ricos pagan un precio elevado. En cambio, en Filipos hay otro recurso. El pequeño molusco que se obtiene del mar Mediterráneo, y que también llegó a llamarse “púrpura”, contiene en una glándula de su cuello, una sola gota de un fluido incoloro, que al ser expuesto al sol se torna púrpura. Es excelente para teñir lana, algodón, o lino. Es necesario salir al mar y pescar cientos de tales moluscos, y extraer del cuello esa única gota de fluido para obtener una buena medida de esa tinta. Por eso, él púrpura es el color de los ricos y de los personajes encumbrados. Aunque la prenda que se tiñe es bastante común, si ha sido teñida de púrpura, se sabe que su dueño ha pagado un alto precio por el color.

Si uno se especializa en producir esa tintura, o vende prendas ya teñidas en ella, tiene el negocio próspero entre las manos. Eso me deparó un buen pasar económico, una casa amplia, y servidumbre fiel. Tuve la gran satisfacción de ver a algunos de los que viven y trabajan conmigo aceptando el cristianismo, bautizándose al mismo tiempo que yo.

Siempre me han atraído los judíos como pueblo. Lo poco que conocía antes de sus libros sagrados tenía lógica y sonido auténtico. El concepto de un solo Dios verdadero, único creador del cielo y de la tierra, encajaba perfectamente con mi gran admiración por todo lo creado. Por eso, no fue difícil llegar a convertirme al judaísmo, y sentirme mejor ubicada en él que en paganismo en que me crié.

Los judíos en Filipos no tenían sinagoga. Era su costumbre reunirse a la orilla de un río, fuera de la ciudad para oír lecturas bíblicas y comentarios de los rollos de piel de cabrito, con prolijas escrituras en

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hebreo, que llevaban los más ancianos de la comunidad. Era un deleite para mí concurrir a esas reuniones con los de mi propia casa, que las apreciaban tanto como yo.

Un día nos enteramos que habían llegado a Filipos dos hombres, Pablo y Silas, que usaban los libros sagrados para explicarle a que se detenían a oírlos, que Jesús de Nazaret era el Mesías prometido desde la antigüedad, que había muerto como mártir y había resucitado al tercer día, y que en un tiempo señalado volvería para reinar sobre la humanidad.

Aún no habían pasado veinte años desde la muerte de Jesús en el madero. Todavía vivían muchos que los habían conocido y habían escuchado de su propia boca aquellas poderosas palabras que ahora se estaban divulgando en tantos caminos del mundo. Todavía había gente que podía describir su maravillosa personalidad, y el impacto que producía su presencia.

Al saber que estos dos viajeros recién llegados a Filipos eran discípulos de Cristo, se despertó en mí un deseo profundo de conocerlos escucharlos. Eso no tardó en suceder, porque ellos también tenían interés en hablar con todos los judíos y los conversos que había en la ciudad. Averiguaron donde nos reuníamos, y nos dieron la grata sorpresa de aparecerse en nuestro acostumbrado punto de encuentro junto al río. Al escucharlos, nuevos horizontes y nuevas perspectivas se abrieron en mi mente, y un profundo sentimiento de gratitud a Dios porque nos dio un Redentor, que ha pagado el más elevado precio por la vida de todos los que nos dispusiéramos a ser sus seguidores fieles y devotos.

Después de este primer encuentro, les rogué encarecidamente que vinieran a alojarse en mi casa. Este era un privilegio que no quería perder, porque al tenerlos como huéspedes, podría conocerlos mejor y escuchar más de su inapreciable mensaje.

Cuando Pablo y Silas estaban caminando hacia el río, buscando a los que concurríamos allí a escuchar la lectura de los libros sagrados, se presentó la primera dificultad que iba a nublar momentáneamente el gozo de predicar en Filipos. Una muchacha endemoniada, que era sirvienta de ciertos señores, los cuales la enviaban a adivinar por dinero, empezó a seguirlos gritando: - “Estos hombres son esclavos del Dios Altísimo, los cuales están publicano el camino de la salvación”

Esto se repitió durante varios días. Al fin Pablo, cansado de ella, reprendió al demonio, y la muchacha inmediatamente perdió el poder.

Ella no decía nada ofensivo, o que no fuese verdad, pero si ellos toleraban su conducta, la gente podía creer que todos estaban de acuerdo y representaban la misma fe. Era una sutileza satánica, para confundir la posición de Pablo y Silas como embajadores del Reino de Dios.

Cuando los que explotaban a la muchacha comprobaron que había perdido el poder, se enfurecieron porque había perdían una fuente de abundantes ganancias. En venganza llevaron a Pablo y Silas por la fuerza ante los gobiernos y los magistrados civiles y alborotaron al pueblo para ponerlo en contra de ellos acusando a los predicadores de haber ido a Filipos para cambiar las costumbres y judaizar a los romanos. Esto causó que los magistrados ordenaran que los dejaran solo con su ropa interior y los azotaran duramente. Después de esto, Pablo y Silas fueron entregados al carcelero, recomendándole que los guardara con la máxima

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seguridad, como se hacía con los criminales más peligrosos. Alrededor de medianoche, estando ellos encadenados y con los pies apresados en el cepo, oraban en voz alta, y cantaban alabanzas a Dios, mientras los otros presos escuchaban. Entonces, ocurrió un violento terremoto, que sacudió hasta los cimientos de la cárcel y causó que se abrieran todas las puertas y se soltaran las cadenas de todos los presos.

Cuando el carcelero vio esto, solo pensó en suicidarse, porque era su responsabilidad rendir cuentas por todos los que tenían que guardar, a los cuales suponía ahora prófugos ahora. Cuando él desenvainó su espada para quitarse la vida, Pablo le gritó:- “No te hagas ningún daño, porque todos estamos aquí.”

El carcelero consiguió una lámpara, pues todo estaba sucediendo en completa oscuridad. Temblando, embargado de temor y emoción prácticamente se desplomó ante Pablo y Silas, que los compensó por la golpiza y de las horas amargas de encarcelación, el peso de las cadenas y la torturante posición, con los pies en el cepo. Tuvieron una amena cena con el carcelero y su familia, mientras les explicaban el camino de la salvación y disfrutaban del gozo de verlos abrazar con sincero amor, la fe verdadera. Esa misma noche, toda la familia fue bautizada, de allí en adelante, fueron miembros fieles de la congregación.

Después del terremoto, los magistrados enviaron alguaciles a la cárcel, con la orden de liberar a Pablo y Silas. ¡Qué contrasentido! El día antes, estos siervos de Dios eran considerados tan peligrosos que se ordenaron medidas máximas de seguridad contra ellos. Veinticuatro horas después, ya podían estar libres.

Pablo, indignado por este proceder, rehusó la libertad ofrecida así, secretamente, y se amparó en el privilegio de estar registrados ambos como ciudadanos romanos. Por eso, solicitó que los mismos magistrados fueran a sacarlos de la prisión. Así lo hicieron, rogándoles que se fueran de la ciudad cuanto antes.

Ellos volvieron a mi casa, y de acuerdo a su costumbre, reunieron a los hermanos para fortalecerlos en el camino verdadero y despedirse de ellos.

La nueva congregación de Filipos guardó celosamente el recuerdo de estos siervos de Dios, sus enseñanzas y su ejemplo. Seguimos recibiendo con intenso interés cualquier noticia de sus viajes y de sus buenas obras en otros territorios. Dos veces se presentó la oportunidad de enviar dinero y regalos a Pablo y dimos gracias a Jehová por el gozo de poder hacerlo. La tercera vez, cuando Epafrodito pasó por Filipos, nos esforzamos más que nunca por enviarle regalos útiles y dinero, porque Pablo estaba preso en Roma. Un tiempo después, recibimos una maravillosa recompensa, una larga carta, dirigida a todos los filipenses, que nos trajo Epafrodito después de reponerse de una seria enfermedad. Además de consejos sabios, exhortaciones a la fidelidad y profundos razonamientos, Pablo enviaba sus más sinceras expresiones de aprecio a la congregación, porque desde el principio habíamos estado concientes de del privilegio de contribuir para sus viajes misionales y sus necesidades. Nos dice en su carta que, desde su visita a Macedonia, diez años antes, la nuestra había sido la única congregación que se había

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preocupado por cooperar materialmente con su ministerio. (Filipenses 4:15)

¡Cuánto bien nos hizo esa carta, del que fue el padre espiritual de nuestra congregación! ¡Cuánto estímulo recibimos de él al saber que no nos había olvidado y anhelaba venir a vernos una vez más, antes de que Jehová dispusiera que su carrera terrenal estaba completa. Esa maravillosa carrera, llena de fruto útil, había probado ser bendecida en muchas maneras, pues aun en cadenas, Pablo había convertido a algunos de sus guardianes al Cristianismo. Por eso, nos enviaba saludos de los de la casa de César, que ahora eran nuestros hermanos en la fe.

Ver en Perspicacia: FILIPOS- LIDIA- TEÑIR

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Dámaris

Transitando del paganismo al cristianismoHechos capítulo 17

          Hay días que se destacan en la corriente del tiempo, irradiando luz propia, y sosteniendo un mensaje que nadie les puede quitar. Son días que hablan con una voz muy clara en nuestra historia personal, porque nos trajeron horas decisivas; porque marcaron un punto de viraje y señalaron un nuevo derrotero, que no queremos cambiar.       -Así recuerdo aquel día en Atenas, Cuando algunos me dijeron:         -“Vamos al Areópago, a escuchar a un predicador judío, que ha llegado a Atenas con un mensaje diferente.” Conocemos la gran afición que tienen los griegos a analizar cualquier nueva idea que se presente, aunque no armonice con sus filosofías. Si se trata de religiones desconocidas, eso también les atrae, porque les gusta comparar las enseñanzas de su complicada mitología con la manera como otros adoran a dioses en diferentes partes de la tierra.        A los griegos les atrae la cultura tanto como el deporte; el entretenimiento mental, tanto como el corporal. Me siento bien con ellos y me gusta vivir en Atenas y tratar a sus habitantes, porque a mí también me atrae lo profundo, la investigación de los grandes misterios, y el hallar una explicación lógica a las muchas cosas que no comprendemos.        Por eso, en aquel día señalado de mi vida fui al Areópago, y tuve el placer de ver allí al juez Dionisio, y a otras importantes personalidades de la sociedad ateniense. En aquellas horas tan valiosas, y en otras oportunidades que luego se presentaron, de escuchar al apóstol Pablo, y a sus compañeros de viaje, Timoteo y Silas, aprendí las verdades maravillosas que cambiaron mi concepto de la Divinidad y mis formas de adoración.       Pude entender que fueron Adán y Eva los que abrieron; con su desobediencia, el envase maldito en que estaban encerradas la vejez, las enfermedades, y la muerte, para que recorrieran libremente la tierra, en vez de ser Pandora, la indiscreta muchacha de la leyenda, al abrir una caja prohibida.        Nuestro amoroso Dios, al aceptar el sacrificio de Cristo en rescate por los obedientes, es el único que puede apresar todos esos males fugitivos, no para volverlos a encerrar en una caja que alguien pudiera

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nuevamente abrir, sino para arrojarlos al lago de fuego y azufre de la destrucción, junto con Satanás, el que tiene los medios para producirlos.        A gran altura, en el más famoso de los montes Olimpos, se supone que está la morada de los dioses. Los habitantes del Olimpos son representados por los por los pintores y escultores con forma humana, gigantescos, pero de gran belleza. Según sus leyendas, comen, beben, se casan con mujeres humanas o deidades, de acuerdo a su gusto, ya que pueden bajar del Olimpo y mezclarse libremente con los humanos, visible o invisiblemente, según les convenga. Pueden traicionar a sus esposas y abandonar a sus hijos. Seducen mujeres que no les pertenecen y luchan por quitárselas entre ellos. Para lograr sus fines, son capaces de llevar a cabo cualquier engaño y de cometer cualquier crimen. El placer de la venganza no esta reñido con su condición de dioses. Al conocer sus historias, los hombres se sienten justificados en todas sus maldades.        Recién ahora, el dejar que la Biblia me aclare tantas cosas, me di cuenta de un hecho chocante, pero muy revelador: Jamás se supo de nadie que protestara o expresara repugnancia por la conducta relajada de esos dioses paganos, Satanás logró un objetivo con la mitología: ablandar la conciencia human y hacer que lo degradado y lo absurdo les parezca lógico y aceptable.       La fecunda imaginación de los griegos representó la vida del hombre en su condición actual, como un laberinto, donde la humanidad, va de acá para allá sin adelantar camino ni alcanzar sus metas, yendo y volviendo, sin salir del mismo lugar, simbolizada por el Minotauro que habita el laberinto. El Minotauro, era un monstruo híbrido, de cuerpo de toro y cabeza de hombre, que exigía el sacrificio de varios jóvenes atenienses cada año. La humanidad, extraviada en el laberinto de sus vanidades y sus logros imposibles, exige también el sacrificio de muchas vidas jóvenes en sus guerras. Se mueve con la energía de un cuerpo de bestia, pero razona pobremente con su cabeza de hombre, igual que el Minotauro, no para cambiar las cosas para bien, sino para continuar desgastándose día a día, prisionera de un laberinto sin sentido.        ¡Que alivio mental trae el entender que, mejor que el héroe Teseo, quien mato al Minotauro y terminó con su inútil ir y venir, Cristo salva a los que sirven a Dios de morir para siempre dentro del laberinto, y les señala un camino nuevo, hacia la vida eterna!        La mitología griega, es agua que satisface en el momento, pero uno siempre vuelve a tener sed. El mensaje de Dios es agua milagrosa, que una vez que la bebemos, nunca volvemos a sentir sed, como le dijo Jesús a la samaritana que le dio de beber del pozo de Jacob.          Fue muy apropiado que en el Areópago Pablo insistiera en que el Dios que él nos predicaba, era el Hacedor del cielo y de la tierra, y que todas las naciones habían venido de un solo hombre, creado por Él. Este fue un golpe fuerte para las ideas del famoso filósofo Aristóteles, quien afirmó en sus libros  que la vida había evolucionado desde las plantas hasta el hombre. El veía una escala ascendente en la naturaleza. Llegó a la conclusión de que las uñas de la mano humana eran un legado de las garras de los animales, la mano una nueva versión de la pinza del cangrejo, y la pluma e las aves, una delicada derivación de las escamas

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de un pez.           Pablo, que fue invitado al Areópago por muchos que pensaban que él iba a quedar en ridículo delante de los eruditos griegos, avergonzó con su conocimiento a los que lo habían calificado como un simple charlatán, un “espermalogos” palabra griega que aplicaban a los cuervos y a otras aves, que van recogiendo semillas que caen de los carros cargados que las transportan. Aplicaban este término despectivo a los oradores que componían discursos recogiendo pedacitos de información, a veces incoherentes y contradictorios, para dar la impresión de estar bien informados en temas que ni ellos mismos entendían del todo. Pablo les demostró que sabía muy bien de que hablaba. Su sagacidad se puso de manifiesto cuando menciono que, al recorrer Atenas, se había detenido para observar muchos altares y monumentos a los dioses mitológicos. Entre ellos había visto uno que tenía una inscripción: “A un Dios desconocido”. Los griegos, tan entregados a la religión, tenían temor de ofender a un Dios que hubieran olvidado incluir en sus homenajes, o que tal vez nunca se les hubiera dado a conocer. Pablo, con su innegable don de la oportunidad, después de mencionar ese monumento fuera de lo común, les dijo: …”ese es el que les estoy publicando”…         Mostró su erudición citando poetas griegos que no habían atribuido la existencia del hombre a una cadena evolutiva, sino a un Creador, y habían reconocido que somos “progenie de Él”, contrariamente a la intrincada filosofía de Aristóteles.          A fin de que no nos sintiéramos condenados por haber creído y propagado falsedades, nos aseguró que Dios había pasado por alto esos tiempos de ignorancia. No podríamos comprar su buena voluntad con oro ni plata, ni representándolo a Él con obras de arte, tan comunes en Atenas, sino siguiendo un proceder sabio de arrepentimiento, pues ya había un día señalado para juzgar la tierra habitada. Les habló de la resurrección de Jesús como garantía de que todo lo que Él había prometido llegaría a ser realidad, puesto que, aún en la tumba, su Padre celestial no lo había abandonado.          Algunos, sabios según la norma de este mundo, se burlaron de la resurrección. Otros, nos quedamos pensando en sus palabras, impresionados por aquel enfoque tan diferente de las perspectivas de la humanidad. Por primera vez en el curso de nuestra vida, entendimos que había una esperanza genuina, que no era una hazaña de imaginación extraída de alguna fábula mitológica, sino una promesa inalterable de Jehová, el Creador del hombre y de todo lo que existe.      

A medida que caminábamos saliendo del Areópago, comentábamos con el juez Dionisio y otros concurrentes, como nuestra mente había adquirido nuevas dimensiones en aquel día inolvidable, que seguirá irradiando luz propia en nuestros recuerdos y marcando un punto de viraje en la corriente del tiempo. Atenas había estado ante el tribunal de Dios en esos días, y también todos los que habíamos ascendido a la colina de Marte, para escuchar a un apóstol del cristianismo.

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Ver La Atalaya 1978 páginas 24-27.-

La hija de un carcelero de Patmos

Evocando a un prisionero inolvidable

Aquí donde los horizontes solo pueden ser acuáticos, donde el mar y el cielo se confunden en una línea azul en el último punto al cual pueden llegar los ojos, la vida no tiene mucho colorido ni variación. De tanto en tanto, llega un barco con nuevos prisioneros, y cartas oficiales decretando la libertad de otros. Uno vive el contraste entre la depresión de los que llegan y la euforia de los que se van.

La nuestra, así como otras islas del Mar Egeo, es usada como penal por su aislamiento, los prisioneros no necesitan estar encadenados o encerrados todo el tiempo, porque no tienen manera de huir.

Jamás hay una conspiración o amotinamiento entre ellos, como suele suceder en las cárceles de las ciudades importantes, porque esas cosas no pueden cambiar su situación, sino solo agravarla. Por las mismas razones, nunca intentan nada en contra de sus guardianes. Toman conciencia de lo irremediable; se sienten prisioneros del mar, al cual no pueden desafiar. Eso parece anonadarlos, vencerlos, y quitarles la capacidad de reaccionar en contra de sus circunstancias adversas.

Esas cosas nos explicó papá para hacernos entender que no todas eran desventajas al aceptar su nueva asignación como carcelero en Patmos. Además, no podía negarse, se sintió moralmente obligado, no solo por lealtad al imperio, sino para tener suficientes méritos para retirarse en su vejez.

Mamá, yo, y mis hermanos, aceptamos venir con él y apoyarlo en todo, aunque la idea de la soledad no nos atraía. Pero, de tanto en tanto viene un suplente, y podemos pasar unas vacaciones en Atenas o en alguna otra ciudad, para luego volver a nuestra austera vida entre horizontes acuáticos, esperando el barco que viene cada tanto con nuevos exiliados, y recorre las varias islas del Mar Egeo para aprovisionarlas de alimentos. Aquí, en Patmos, el suelo rocoso no produce nada, por eso dependemos del barco para sobrevivir.

Un día, llegó a la isla un hombre distinto. No había cometido ningún crimen, no usaba el lenguaje grosero, indecente, de los prisioneros comunes, y la bondad de su corazón resplandecía en su rostro. Era uno de los cristianos a quienes el emperador Domiciano, el sucesor de su hermano Tito, mandó perseguir severamente, porque no le rendían homenaje como a un dios.

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Después de conversar algunas veces con él, papá se sintió muy atraído por su personalidad. Siendo un anciano de más de noventa años, lleno de fe y espiritualidad, uno comprendía que no había nada que temer de él. Para conocerlo mejor, y disfrutar de sus instructivos relatos, papá lo invitaba a cenar con nosotros de tanto en tanto. Por él aprendimos muchas cosas acerca de Jesús, que había sido su primo en relación de familia, pero probó ser el Hijo del Dios verdadero. Juan, junto con su hermano carnal, Santiago, y otro discípulo llamado Pedro, habían tenido la prueba irrefutable de este hecho. Al subir con Jesús a una montaña muy alta, él se había transfigurado resplandeciendo en luz.

Luego la voz de su Padre celestial se había oído desde el cielo diciendo: -Este es mi hijo, a quien he aprobado; escúchenle.

Desde aquel día, según nos explicó Juan, no podía caber en ellos ni la sombra de duda acerca de Jesús, el Mesías.- Mateo 17:1-8, 2 Pedro 1:16-18

Juan era muy humilde y hablaba con naturalidad acerca de sus errores: Nos contó que, al principio de su ministerio él y su hermano eran jóvenes muy impulsivos. Cuando en una ciudad de samaritanos no los habían recibido bien, deseaban que bajara fuego del cielo y la aniquilara. –Lucas 9:52-56

Juan estaba escribiendo un libro que contenía revelaciones especiales de Dios sobre cosas que aún estaban en el futuro. A veces se le veía absorto y preocupado. Sin detenerse a aclarar detalles solía decir: -Sucederán cosas asombrosas cuando Dios juzgue a este mundo impío. Pero una gran muchedumbre de todos los pueblos y naciones, será salvada.

Tengo el recuerdo nítido de una mañana en que acompañé a papá a hacer su recorrido rutinario por la isla. Mamá me había dado un envoltorio con pan fresco, pasas de higo y pasas de uva para llevarle a Juan. Ese día, él tenía un rostro resplandeciente de felicidad. Como yo siempre le hacía pregunta sobre asuntos espirituales, no se extrañó que le preguntara porque se veía tan feliz. Complacido por mi deseo de saber respondió:

-Puedo decirte, muchacha, que este es uno de los días más hermosos de mi vida. Jehová me ha hecho ver una hermosa ciudad. Jamás ha existido algo igual sobre la tierra. Desde allí seremos gobernadores en el futuro. Todo en ella estaba hecho de oro y piedras preciosas. Su extensión y su altura no habían sido igualadas por ninguna ciudad hecha por los hombres. Por ser santa y exclusivamente dedicada a Jehová, se llama “Nueva Jerusalén”. No importa cuánto tuviera que sufrir como cristiano antes de recibir la recompensa de ser aprobado como súbdito de la Nueva Jerusalén; todo valdría la pena para obtener tales bendiciones.

Otro día, cuando estaba sentado a nuestra mesa, Juan comentó: -Pienso que mis días no terminaran en esta isla. Las revelaciones que Dios me ha mandado a escribir son de gran valor para los cristianos. Seguramente, un día saldré de aquí y podré entregar estos rollos a hombres fieles para que los copien y los hagan llegar a las congregaciones.

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Cierto día, cuando el barco llegó nuevamente con su carga de provisiones, corrimos a saludar a la tripulación a medida que iba bajando a tierra. El capitán nos dijo: -Ustedes que viven aquí tan tranquilos, con seguridad que no están enterados de toda la agitación que ha vivido el imperio últimamente. Tenemos un nuevo emperador, Nerva, porque Domiciano ha sido asesinado hace algo más de un mes, ahora la gente comenta que allí está la prueba de que no era un dios como pretendía. Nerva se está haciendo querer y respetar, porque es más tolerante y humano. Está aboliendo muchos decretos de Domiciano. Traemos una orden con el sello oficial para liberar a ese judío Juan, a quien muchos llaman apóstol, porque no hay razón para que esté aquí.

Por fin había dejado de existir el tirano aborrecido, el hermano de Tito, el que había conquistado Jerusalén. Domiciano había concentrado su odio en los cristianos, causándoles mucho daño, a la vez que había cometido grandes abusos de poder. Ahora era voz corrida que su propia esposa había planeado el asesinato y había ordenado gente leal de ella para que lo ejecutara. Así terminó el último de los doce Césares. Su sucesor, Nerva, estaba reconociendo el derecho de los cristianos de adorar a un dios que no estaba incluido en la mitología pagana.

El barco iba a permanecer en Patmos aquella noche, para descanso de la tripulación. Al día siguiente partiría con aquel anciano que había llegado a ser nuestro más querido y respetado amigo. Juan no tenía muchas cosas que llevar como equipaje. Había vivido apenas con lo imprescindible. Pero, llevaba un tesoro invalorable entre sus humildes pertenencias: aquellos rollos de las revelaciones de Dios que debían ser leídos por las siete congregaciones de Asia a quienes iban dirigidos sus mensajes especiales, y por todos los demás creyentes en toda la tierra habitada.

Sus expectativas se habían cumplido. Ahora, a pesar de tener casi cien años, todavía podría hacer algo más por las congregaciones cristianas. Juan se marchó de Patmos, pero no se llevó todo lo que nos había dado. Nos dejó con la esperanza preciosa de ser un día gobernados por la Nueva Jerusalén, inalterable, como el oro. Eso es algo que los filósofos griegos no podrían jamás habernos dado. Nos dejó además, un concepto más amplio de la vida, y de todo lo existente. Su recuerdo y sus palabras aparecen frecuentemente en nuestras conversaciones, porque Juan es y será nuestro prisionero inolvidable.

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Maria de Nazaret

Un privilegio único, sellado con lágrimas

Hubo una mujer que, sin saberlo, cargó un jirón del cielo en sus entrañas, y acuñó entre sus brazos a un representante de la eternidad.

Conoció los más intensos matices del gozo y del dolor, como no pudo conocerlos ninguna mujer, antes ni después de ella.

Simeón, un anciano que servía en el templo de Jerusalén, cuando tonó al niño en sus brazos, supo que ese era el salvador del mundo, que iba a morir en sacrificio. Por eso, anunció a María que una espada larga le atravesaría el alma.

No se amedrentó ante el peligro de que la consideraran una novia perjura, que había traicionado a su futuro esposo y merecía ser lapidada. No titubeó ni se detuvo a medir las consecuencias, ni a considerar sus propios intereses, como lo hubiera hecho una mujer sin fe, al aceptar la maternidad que se le anunciaba.

No se envaneció por haber sido señalada entre todas las mujeres de su generación, como depositaria de un papel exclusivo en un drama que jamás se repetiría.

Comprendió que su privilegio era único, porque Jesús no podía tener más que una madre humana, y no porque no hubiera otra muchacha virgen digna de recibirlo.

Sintió en carne viva el dolor de tantas jóvenes que tuvieron que entregar sus infantes a los soldados de Herodes para que los mataran, cuando buscaban al niño que ella había dado a luz.

Estuvo muy agradecida por estar bajo el amparo de un hombre bueno, genuino adorador del Dios verdadero, que le dio un estado legal como esposa, y luego fue el padre de sus otros hijos.

Aceptó humildemente la distancia enorme que había entre ella y Jesús, a medida que pudo entenderla, y admitió sin recriminaciones el hecho de que él nunca volviera a llamarla madre después de su bautismo, porque había llegado el tiempo de dirigir la atención de todos los vivientes a la organización celestial, madre de todos los ángeles.

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En aquella hora, cuando “los cielos le fueron abiertos”, él mismo entendió que era el Verbo de Dios, al recordar nítidamente su existencia prehumana. Ese fue el momento sublime en que su mente de hombre se fusionó con su mente de ángel y se identificó con los recuerdos de su vida celestial. Ahora, sus pensamientos tenían horizonte desconocido para los humanos. Ahora, María empezó a deducir que aquel Hijo era realmente su Señor.

Algún tiempo después, sólo el poder de Dios pudo darle la resistencia sobrehumana que necesitaba para contemplar a aquel ser tan hondamente amado, con el cuerpo sangrante, marcado por el látigo, fijado a un madero, con cuatro heridas de clavos que horadaban sus manos y sus pies. En esas pesadas horas, la espada larga y filosa de que le habló Simeón, se revolvió dentro de la herida. Jesús le demostró que, aún en su agonía, pensaba en el bien de ella, cuando se la encomendó a Juan diciéndole: “Ahí esta tu madre.”

Después del dolor inmedible, vino una felicidad inefable: Comprobar que él vivía nuevamente y que entraría en los más altos cielos para volver a la presencia de su Padre. Había traspasado su frágil envase de carne, tal como la mariposa rasga su cuerpo de oruga, para poder abarcar distancias con sus hermosas alas.

Sintió, más que ninguna persona que haya vivido, las elevadas emociones que escapan a cualquier comparación. El éxtasis, la alegría, la ansiedad, el sufrimiento, todo lo experimentó por él en sumo grado.

Ahora, ya tiene la maravillosa recompensa de ocupar un asiento, cerca del trono de su rey triunfante, como miembro del Reino que nunca dejará de ser.

Álef Guímel

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