Nada Es Imposible Para Dios_Libro Terminado

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 Nada es Imposible para Dios Kathryn Kuhlman En estas páginas...usted conocerá los maravillosos, auténticos e inmensamente conmovedores testimonios de los cultos de milagros con Kathryn Kuhlman. Escritos por los protagonistas, estos relatos son testimonios irrefutables de la increíble transformación que Dios puede producir en cualquier persona que lo busque. Dios es un especialista cuando se trata de lo imposible, ¡y puede hacer cualquier cosa, menos fallar!

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Nada es Imposible para

DiosKathryn Kuhlman

En estas páginas...usted conocerá los maravillosos, auténticos e inmensamente conmovedores

testimonios de los cultos de milagros con Kathryn Kuhlman. Escritos por los protagonistas, estos

relatos son testimonios irrefutables de la increíble transformación que Dios puede producir en

cualquier persona que lo busque. Dios es un especialista cuando se trata de lo imposible, ¡y puede

hacer cualquier cosa, menos fallar!

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Kathryn Kuhlman 

2 Nada es Imposible para Dios

Índice

Prologo………………………………………………………………………………… ... 3Capítulo 1 El que llego tarde………………………………………………………… .. 4

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Kathryn Kuhlman 

3 Nada es Imposible para Dios

Prólogo

Un tributo a Kathryn Kuhlman yo creería que a esta altura todos la conocen.

Durante casi un cuarto de siglo ella ha sido una vasija de Dios que ha hecho que

la sanidad y la restauración fluyeran en las vidas de miles de seres humanos.Es amada y admirada por millones de personas y difamada solo por aquellos queno creen en la sanidad divina o por quienes no han hecho ningún esfuerzo porcomprender a ella o a lo que ella representa. Pero yo la he visto entre bambalinas,antes de presentarse ante una multitud para expresar su ilimitada fe en Dios, y lahe observado cuidadosamente. Una y otra vez decía:"Querido Dios, a menos que tú me unjas y me toques, yo no soy nada. Cuando lacarne se interpone en el camino, yo no tengo ningún valor. Si tú no te llevas todala gloria, yo no puedo salir a ministrar".

Y de repente, sube a la plataforma. Es explosivo, casi increíble. No es tanto lo que

dice, porque siempre es tan claro y simple como el estilo de predicación queusaba el mismo Señor Jesús. No lo comprendo, y ella tampoco; pero cuando elEspíritu comienza a moverse sobre ella, (y se siente repentinamente movida adesafiar el poder del diablo en el nombre de Jesús), comienzan a suceder losmilagros. En todo lugar, todos, aun los más rígidos y dignos, caen postrados alsuelo. Católicos y protestantes alzan las manos y adoran a Dios unidos... tododecentemente y con orden. El poder del Espíritu Santo cae sobre la gente comolas olas del océano. Los representantes de los medios televisivos prontocomprendieron que ella no era falsa, ni una fanática. Conocían personas quehabían sido tocadas por su ministerio. Su sabiduría divina y su capacidad notenían igual. No es rica, ni está aferrada al materialismo. ¡Lo sé! Ella

personalmente reunió y entregó a Teen Challenge el dinero necesario paraconstruir en nuestra granja un lugar para la rehabilitación de adictos. Susoraciones han traído el dinero necesario para construir iglesias en paísessubdesarrollados de todo el mundo. Ha apoyado la educación de niños pococapacitados y también otros jóvenes superdotados han recibido su amor y sucuidado. Ha entrado conmigo a los guettos de Nueva York y ha impuesto susmanos cariñosas sobre sucios adictos. Nunca dudó ni se echó atrás: supreocupación era genuina. ¿Cuál es la razón por la que hago este tributo? ¡Porqueel Espíritu Santo me indicó que lo hiciera! Ella no me debe nada, y yo no le pidonada más que el mismo amor y respeto que me ha mostrado durante años.

Pero muchas veces damos tributo únicamente a los muertos. Ahora, pues, a unagran mujer de Dios que ha tocado tan profundamente mi vida y las vidas demillones de personas más, ¡te amamos en el nombre del Señor! La historia dirásobre Kathryn Kuhlman: Su vida y su muerte dieron gloria a Dios.DAVID WILKERSON, autor de La cruz y el puñal.

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Kathryn Kuhlman 

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CAPÍTULO 1EL QUE LLEGO TARDETom Lewis

Tom Lewis, coronel retirado del Ejército, es uno de los productores de películasmás conocidos de Hollywood. Su lista de créditos en Quién es quién en Américacubre tanto espacio como las medallas sobre su pecho. Fue el productor fundadordel Screen Guild Theatre; fundador del Servicio de Radio y Televisión de lasFuerzas Armadas Estadounidenses, del cual fue comandante durante toda laSegunda Guerra Mundial; y creador y productor ejecutivo de "El Show de LorettaYoung". Como regente de la Universidad Loyola ha recibido numerosos premiospor excelencia en producciones televisivas, tanto en el país como de las fuerzasarmadas estadounidenses establecidas en todo el mundo. Devoto católicoromano, se cuenta ahora entre el creciente grupo de quienes se llaman "católicoscarismáticos".

El invierno pasado, mi hijo (joven director de películas), y un productor de sumisma edad pensaban realizar un programa especial de TV sobre la "gente deJesús". Acepté escribir la presentación, pero a regañadientes. Dado que los"Niños de Jesús" eran jóvenes también, yo pensaba que mi hijo y su sociodeberían emplear para toda gente de similares edades.Mi investigación preliminar sobre los jóvenes acerca de los cuales deseaba sabermás, generó en mí gran interés y respeto por ellos. Muchos habían salido delinfierno de la drogadicción a través de una fe renacida en Jesucristo. En estemomento yo aún no había estudiado la motivación religiosa del movimiento. Sinembargo, desde el punto de vista humano, no pude menos que sentirme tan

impresionado por su sinceridad como asombrado y pasmado ante su manera tanfamiliar de hablar sobre Jesús, como si Él estuviera allí mismo con ellos.Siempre me había considerado un hombre razonablemente religioso, quedisfrutaba de la vida sacramental de la Iglesia Católica Romana. Yo no iba por ahírefiriéndome a Jesucristo como si me encontrara con Él personalmente confrecuencia. En realidad, muy rara vez lo mencionaba por su nombre. Pensaba queera mejor evitar el trato muy personal y prefería una referencia más reservada,como "mi Señor", o "el buen Señor".Como parte de mi tarea, se me pidió que estudiara el ministerio de KathrynKuhlman, una persona muy estimada por "la gente de Jesús". La señoritaKuhlman venía una vez por mes al auditorio Shrine de Los Ángeles para realizar

un culto de milagros. Pedí dos asientos, en la sección del centro, sobre el pasillo,cerca del frente. Sin embargo, aparentemente no era así como se obtenían lasentradas. Había que hacer una fila y arriesgarse a ver si se conseguía la ubicacióndeseada. La capacidad del auditorio era de 7.500 personas, y me dijeron quealgunas veces trataba de entrar el doble de esa cantidad de gente. Esto me dejópasmado, y me temo que esa sensación continuó durante cuatro o cinco meses,ya que fue ese el tiempo que tuve que esperar hasta poder llegar a formar la fila.

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Kathryn Kuhlman 

5 Nada es Imposible para Dios

El día que llegué a ese lugar era irrazonablemente cálido para el mes de marzo,aun en la soleada California. Salí de la autopista en la calle Hoover para evitar eltránsito de la zona cercana al auditorio. Normalmente esa zona del centro de laciudad estaría casi desierta un domingo. Pero mientras me aproximaba al estadio,todos los lugares destinados para estacionar y las calles estaban ocupadas. Los

autobuses llegaban uno tras otro a la entrada principal, donde descargaban suspasajeros. Algunos tenían carteles que decían "charter"; otros tenían el nombre desus puntos de origen. Recuerdo uno que decía "Santa Bárbara", y otro, "LasVegas". Para mi asombro, había uno, lleno de polvo, que tenía un cartel quedecía: "Portland, Oregon"... vaya viajecito que habían hecho solamente para asistira un culto de milagros de Kathryn Kuhlman. Me pregunté qué sería lo que laseñorita Kuhlman daría allí adentro. No podía ser comida; había demasiadaspersonas. Tampoco podía ser un bingo... ¿cómo manejar 7.500 tarjetas de bingo?

Una larga fila de personas en sillas de ruedas avanzaba por la calle Jeferson haciauna entrada lateral, por la cual eran inmediatamente admitidas. Algo similar

sucedía con un gran grupo de hombres y mujeres con himnarios en las manos;aparentemente eran los miembros del coro. También había muchos con cuellos desacerdotes y mujeres vestidas sobriamente. Me pregunté qué estarían haciendoallí todos esos sacerdotes y monjas.Encontré una estación de servicio donde estacioné mi auto, y luego me sumé a losmiles de personas que esperaban ante la entrada principal del estadio. Mi relojmarcaba las once en punto. Las puertas se abrieron a la una. Normalmente, yo nohubiera esperado tanto tiempo por nada, ni siquiera por la segunda venida. Peropronto comprendí que esa era una definición apresurada.Comenzó a reunirse una gran cantidad de gente detrás de mí, y me encontrécerca del centro de una gran multitud. Esto me dio una ligera sensación de

claustrofobia, por lo que me concentré en tomar notas mentales con las cualesconstruiría mi presentación: gran multitud, muy ordenada; varios jóvenes querespondían a las características de los "Niños de Jesús".Estos jóvenes tendían a formar grupos, como islas en un mar de cuerpos.Cantaban mientras esperaban, no muy fuerte, no necesariamente para que otroslos oyeran; ni siquiera actuaban como si tuvieran mucha conciencia de lapresencia de los demás. Cantaban en forma bastante quieta y meditativa. Esto mepareció extraño, inusual. Me recordaba a un grupo de cristianoscoptos que vi una vez en Roma, orando en forma audible pero no al unísono,independientemente de los demás, pero juntos.Ahora la cantidad de gente había aumentado mucho, verdaderamente, y alguienque estaba adentro se compadeció de nosotros. Las puertas se abrieron unosveinte minutos antes de la una. Las personas que estaban detrás de mí selanzaron hacia adelante, y me empujaron más allá de la entrada. Esto mesorprendió, porque tenía la mano en la billetera, listo para pagar mi boleto.Una señora que estaba justo detrás de mí lo vio, y rió. "Aquí, el dinero no lo llevaráa ninguna parte", dijo. "Pero si le quema en el bolsillo, habrá una ofrendavoluntaria más tarde."

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Kathryn Kuhlman 

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Así se comportaba toda la gente: en orden, no festiva, como la multitud queasistiría a un partido en el estadio, bastante quieta, no muy comunicativos unoscon otros, aunque amistosos, cuando se daba la ocasión para charlar.Encontré un asiento bastante atrás y hacia el costado.La plataforma, brillante y muy iluminada, estaba llena de actividad. Hombres y

mujeres con himnarios en las manos buscaban sus lugares en una especie degradas que ocupaban todo el espacio. A ambos lados había dos grandes pianos.Parecía que había cientos de personas en el coro, pero así como entre el resto dela gente, no había desorden ni confusión. A pesar del constante movimientodebido a los que llegaban tarde, el coro seguía cantando como si estuviera en unasilenciosa catedral. El director, un hombre delgado, blanco y de aspectoaristocrático, guiaba el ensayo con precisión e incuestionable autoridad.Una anciana de aspecto encantador se sentó a mi derecha. Por la atención queme prestó a mí o a los miles de personas que la rodeaban, era como si estuvierasola en la Capilla de Nuestra Señora de la Catedral de San Patricio. Tenía unaBiblia abierta sobre su regazo, y algunas veces la leía en silencio.

La Biblia parecía el equipamiento común de muchos de los presentes. Dos jóvenes sentados detrás de mí tenían Biblias, pero no las leían.Simplemente tarareaban o cantaban las letras de los himnos que el coro ensayabaen la plataforma. Eso no me gustó. Nunca me han gustado los teatros o conciertoso cines en los que participa la gente, sobre todo cuando no se les solicitaespecialmente que lo hagan. Pero iba a escuchar mucho más de estos jóvenes.Mientras tanto, las .luces brillantes sobre la plataforma bajaron un poco, y se lesañadió color. Los colores pastel de los vestidos de las mujeres del coro hacían unagradable contraste con el azul del telón curvo que rodeaba todo.Una vez terminado el ensayo, el coro comenzó a cantar según el programa. Lamayoría de los himnos eran conocidos y muy queridos: "Cuán grande es él",

"Sublime Gracia". Los cantantes eran excelentes; más tarde supe que proveníande iglesias de todas las denominaciones de la zona de Los Ángeles.Sin interrupción, el coro comenzó a cantar "Él me tocó". Sentí que una tensaexpectativa se apoderaba de la gente. La luz de un spot se concentró en un área ala derecha del público. Todos se pusieron de pie y aquí y allá algunas personasempezaron a aplaudir. La señorita Kuhlman, una figura frágil y delgada vestida conun encantador vestido blanco, subió a la plataforma, cantando con el coro. Seacercó a una pila de parlantes a la derecha del centro del escenario, tomó unmicrófono colgante que se colocó alrededor del cuello, y sin detenerse, dirigió alpúblico en el coro de "Él me tocó", enérgicamente, varias veces, y finalmente enforma decreciente. Luego, sin explicar ni una palabra, continuó con "Es el Salvadorde mi alma". El público y Kathryn Kuhlman parecían concordar en que estoshimnos eran especiales para ella. Sin explicaciones, una vez, más, comenzó aorar en voz alta. La gente se quedó de pie, con las cabezas inclinadas, siguiendosu oración en silencio.Supe entonces qué era lo que había sido distinto en el canto de esas "islas" de

 jóvenes que esperaban fuera del auditorio; qué era eso tan especial en el canto deese gran coro que estaba sobre la plataforma. Estaban cantando, sí, pero era másque cantar. No estaban actuando; estaban adorando. Y la gente del públicoreaccionaba de forma diferente. No eran públicos, eran una congregación.

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Kathryn Kuhlman 

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Cantaban a una voz con el coro, cuando se les indicaba. Oraban al unísono con laseñorita Kuhlman. Esto no era un show; era una reunión de oración. No sé cómome sentí en ese momento; probablemente impresionado, y complacido por haberhecho un descubrimiento interesante.Pronto descubrí otra cosa, sin embargo, que me sorprendió mucho. Una y otra

vez, los jóvenes que estaban sentados detrás de mí gritaban "Amén", y "Alabadosea Dios", aparentemente en respuesta a una oración o a una afirmación. Muchosotros en el lugar hacían lo mismo. Otros levantaban las manos en un gesto desúplica que relacioné con la posición de las figuras bíblicas que se representan enlos vitrales. "Ya me imagino adónde terminará todo esto", pensé, yautomáticamente empecé a buscar la salida más cercana.Una de las cosas que más me molestaba era un joven que estaba en una de lasfilas superiores del coro. Estuvo casi todo el culto con las manos en alto. Estedebe de ser "el" milagro del culto de milagros, pensé. Ningún sistema circulatoriopuede soportar la tensión de una postura como esa durante mucho tiempo.Seguramente sus brazos caerían a plomo en poco tiempo.

Pero después me olvidé de él; me olvidé de todos. Como la señora que estabasentada a mi lado, era como si estuviera en una capilla remota, excepto, tal vez,por una Presencia que normalmente no se siente en un auditorio tan grande.Sí, era eso. Había una Presencia allí, y era por eso que esta multitud de tantosmiles de personas se quedaba tan callada por momentos, que yo podía escucharel sonido de mi propia respiración. Era por eso que se perdía la noción del tiempo.Había algo diferente allí; había amor, específico y real. Sí, y más que amor, estabaesa Presencia. Recordé las palabras de una canción de los Niños de Jesús:"Sabrán que somos cristianos por nuestro amor, por nuestro amor. Sabrán quesomos cristianos por nuestro amor".Comenzaron las "sanidades": dos en la fila cerca de donde yo estaba. Los vi antes

de que la señorita Kuhlman los llamara. Vi la expresión maravillada de quieneseran sanados, después su incredulidad, la comprensión del hecho y su felicidad.Había muchas, muchas sanidades en la plataforma en ese momento. Algunos selevantaban de las sillas de ruedas. Una monja paralítica caminó; hacía años queno podía hacerlo. Vi gratitud en los que fueron sanados, un agradecimiento tanpalpable que casi podía tocarse. Los drogadictos eran liberados, y en la evidenciade sus rostros transformados, luminosos, vi renacimientos interiores yregeneraciones morales.Perdí la cuenta de lo que vi, porque en algún punto desconocido para mí, dejé dever y comencé a sentir. Sentí en lo más profundo de la conciencia que poseo.Comprendí que participaba de una conversación, la más asombrosa, desnuda,honesta conversación de mi vida. Estaba hablando con Dios. En algún lugar desdemi interior, estaba contándole a Dios cosas que nunca había sabido antes, o queno había podido o querido admitir.A pesar de toda la evidencia de mi carne, de los hechos visibles y aparentes de miajetreada vida, el amor y la compañía de mis hijos y sus amigos, mis propiosamigos, que eran muchos, mis intereses en el mundo, mis hobbies, a pesar detoda esa evidencia, le estaba diciendo a Dios que estaba inquieto y solo.Profunda, desesperadamente solo. No de gente, ni de cosas. Tenía mucho de

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eso. Le dije a Dios que estaba vacío. Entonces me invadió la emoción más fuerteque haya experimentado jamás: hambre. Un hambre salvaje, rudo, primitivo.Vi que la plataforma y los pasillos estaban llenos de gente. La señorita Kuhlmaninvitaba a aquellos que querían a Cristo en sus vidas a que pasaran adelante,reconocieran sus pecados, recibieran a Jesús como su Salvador personal, y se

entregaran completa e irrevocablemente a Él.Los seguí. Me metí entre ellos. Yo, el que no participaba, el que se había hechosolo, el sofisticado. Yo estaba tomando ese compromiso, y lo hacíasorprendentemente consciente de todo lo que significaba y de la responsabilidadque asumía. Le pedí a Dios que me librara de temer a esto. Lo ha hecho.Esa noche, mientras volvía en mi coche a mi pequeña ciudad de Ojai, lloré. Llorédurante todo el camino. No me sentía ni triste ni feliz; me sentía... limpio.Durante la noche me desperté y sentí que comprendía instantánea y plenamentelo que había sucedido. Me reconsagré a Cristo, observé que no dudaba ni temía aeste compromiso, y me dormí profundamente una vez más, sin soñar.Bien entrada la mañana siguiente, fui caminado desde mi hogar en el campo hasta

la pequeña ciudad de Ojai. Me sentía bien, descansado y en paz. Las emocionesdel día anterior ya habían quedado atrás. Pasé junto a la capilla a la que solíaasistir, una capillita de estilo colonial español ubicada en la calle principal. Era laépoca de Cuaresma. Eran aproximadamente las 11:30, y yo sabía que debía deestar celebrándose la misa.

Así era. Llegué a tiempo para la celebración eucarística a la que comúnmentellamamos Santa Comunión. Fui hacia el altar automáticamente, y dado que solohabía seis u ocho personas presentes, recibimos la Santa Eucaristía en ambasespecies, pan y vino. En vez de volver a la parte de atrás de la capilla, me arrodilléen el primer banco.

Fue bueno que lo hiciera. Lo que yo había tomado en mi cuerpo no era pan y vino,no era un símbolo, no era un recuerdo. Era el Cuerpo y la Sangre de Cristo, yresultado en mí fue el más profundo conocimiento de la real presencia de Cristo.Fue una experiencia de gran e inexpresable gozo, y mi cuerpo se estremecióviolentamente debido al esfuerzo que realizaba para contenerlo.Jesús, el Cristo, estaba allí conmigo, y cada célula de mi cuerpo era testigo de queÉl era real. Descansé mi cabeza en los hombros y por un momento el tiempoquedó en suspenso.Dios vive. Dios vive verdaderamente, y se mueve entre nosotros, y exhala suSanto Espíritu sobre nosotros. Y por mérito de la sangre derramada por nosotrospor su divino Hijo, Él nos prepara todo lo que nos espera en este mundo de dolor...y más allá.¡Alabado sea Dios!

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CAPÍTULO 2NO HAY ESCAZES EN EL DEPOSITO DE DIOSCapitán John LeVrierRecuerdo la primera vez que estuve cara a cara frente al capitán LeVrier. Todo un

policía, y todo un diácono bautista. Estaba en una situación crítica. Desesperado,había volado desde Houston hasta Los Ángeles. Pero dejemos que él mismocuente su historia.Soy policía desde que tenía veintiún años. En 1936 comencé en el Departamentode Policía de Houston, y llegué a ser capitán de la División Accidentes. En todosesos años jamás estuve enfermo. Pero en diciembre de 1968 me hice un examenfísico, y todo cambió.Yo conocía al doctor Bill Robbins desde que él era un interno y yo era un novatoen mi profesión. Cuando comencé mi carrera, él solía acompañarme en el auto dela patrulla. Luego de lo que yo pensaba que era un examen físico de rutina en suconsultorio en el Sanatorio Saint Joseph, el doctor Robbins se quitó los guantes de

goma y se sentó en el borde del escritorio. Sacudió la cabeza. "No me gusta loque encontré, John", dijo. "Quiero que veas a un especialista."Lo miré de reojo mientras terminaba de ajustar mi camisa en el pantalón yaseguraba mi cinturón con el arma. "LUn especialista? ¿Para qué? Me duele unpoco la espalda, pero a qué policía...?"Él no me escuchaba. "Voy a enviarte a ver al doctor McDonald, un urólogo delsanatorio."Yo sabía que era mejor no discutir. Dos horas después, luego de un examen aúnmás cuidadoso, escuchaba a otro médico, el doctor Newton McDonald. Él no tratóde suavizar las cosas. "¿Cuándo puede internarse, capitán?""¿Internarme?" Detecté un poco de temor en mi voz.

"No me gusta lo que encuentro", dijo deliberadamente. "Su próstata tendría queser del tamaño de una pequeña nuez, pero está grande como un limón. La únicaforma de averiguar qué es lo que anda mal es hacer una biopsia. No podemosesperar. Usted debería internarse, como máximo, mañana por la mañana."Fui directo a casa. Luego de la cena, Sara Ann mandó a los niños a la cama. Johntenía solo cinco años; Andrew, cinco, y Elizabeth, nueve. Entonces le di la noticia.Ella escuchó en silencio. Habíamos sido felices juntos. "No lo pospongas, John",dijo con voz calma. "Tenemos mucho porqué vivir."Apoyándome contra el borde de la mesada de la cocina, la miré. Era tan joven, tanbonita. Pensé en nuestros tres hermosos hijos. Ella tenía razón, yo tenía muchoporqué vivir. Esa noche llamé a mi hija Loraine, que está casada con un pastor

bautista en Springfield, Missouri. Me prometió que le pediría a su iglesia que orarapor mí.Tres noches después, luego de extensos exámenes (incluyendo la biopsia), yoestaba sentado en mi cama en el hospital, comiendo la cena, cuando la puerta dela habitación se abrió. Era el doctor McDonald con uno de los médicos delhospital. Cerraron la puerta y acercaron dos sillas a mi cama. Yo sabía que losmédicos generalmente están muy ocupados y no tienen tiempo para charlassociales, y comencé a sentir que mi pulso se aceleraba.

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Kathryn Kuhlman 

10 Nada es Imposible para Dios

El doctor McDonald no me dejó especular demasiado. "Capitán, me temo quetenemos malas noticias." Hizo una pausa. Era difícil para él pronunciar estaspalabras. Esperé, tratando de mantener los ojos fijos en sus labios. "Usted tienecáncer."Vi cómo sus labios se movían formando la palabra, pero mis oídos se negaron a

registrar el sonido. Una y otra vez, podía ver cómo se formaba la palabra en suslabios. Cáncer, así, simplemente. Un día soy fuerte como un buey, un veteranocon treinta y tres años de servicio en la Policía. Al otro día, tengo cáncer.Pareció que pasaba una eternidad hasta que pude contestar. "Bien, ¿quéhacemos? Supongo que tendrá que extirparlo.""No es tan simple", dijo el Dr. McDonald, aclarándose la garganta. "Es maligno, yestá demasiado avanzado para que podamos manejarlo aquí. Lo derivaremos alos médicos del Instituto del Cáncer M.D. Anderson. Ellos son famosos en todo elmundo por sus investigaciones en el tratamiento de esta enfermedad. Si alguienpuede ayudarlo, son ellos. Pero no se ve muy bien, capitán, y mentiríamos si lediéramos alguna esperanza sobre el futuro."

Ambos doctores fueron muy compasivos. Yo me daba cuenta de que estabanconmovidos, pero sabían que yo era un policía veterano, y querría conocer loshechos. Me los hicieron saber, francamente, pero con la mayor suavidad posible.Luego se fueron.Me senté, mirando la comida que se enfriaba en la bandeja. Todo parecía sin vida:el café, el bife a medio comer, la compota de manzanas. Aparté todo de mí y mesenté a un costado de la cama. Cáncer. Sin esperanzas.Caminé hacia la ventana y miré afuera, a la ciudad de Houston, que yo conocíacomo la palma de mi mano. Ella también tenía cáncer; estaba llena de delitos yenfermedades, como cualquier gran ciudad. Durante un tercio de siglo yo habíatrabajado, tratando de detener el avance de ese cáncer, pero era una tarea

interminable. El Sol se estaba ocultando, y sus rayos moribundos se reflejaban enlas torres de las iglesias por sobre los techos. Nunca lo había notado antes.Houston parecía estar llena de iglesias.Yo era miembro de una de ellas, la Primera Iglesia Bautista de Houston. Enrealidad, era un activo diácono de mi iglesia, aunque mi fe personal no era mucha.Algunos amigos míos bromeaban diciendo que yo era de la misma clase debautista que Harry Truman: de los que bebían, jugaban al póker y maldecían.Aunque yo había escuchado a mi pastor predicar poderosos sermones sobre lasalvación, nunca había tenido ninguna victoria en mi vida personal. Era diáconopor mi posición en la comunidad, más que por mi calidad espiritual. Aquí estaba yoahora, cara a cara con la muerte, desesperado por hallar algo a qué aferrarme.Pero al poner los pies en el agua, no había fondo. Sentía como si me estuvierahundiendo.Miré hacia abajo desde el noveno piso. Sería fácil saltar desde la ventana. Yohabía visto morir de cáncer a algunas personas, con sus cuerpos carcomidos porla enfermedad. Cuánto más fácil sería terminar con todo ahora. Pero algo queSara había dicho había quedado grabado en mi mente: "Tenemos mucho porquévivir..."

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Kathryn Kuhlman 

11 Nada es Imposible para Dios

Volví a la cama y me senté en el borde, mirando en lo profundo de esa gran nubegris y negra que parecía estar cerrándose sobre mí. ¿Cómo decirle a ella, y a losniños, que iba a morir?Al día siguiente vinieron los médicos del Instituto M. D. Anderson. Hubo másexámenes. El doctor Delclose, que estaba a cargo de mi caso, fue realmente

honesto conmigo. "Lo único que puedo decirle es que será mejor que se preparepara ver a muchísimos médicos", me dijo."¿Cuánto tiempo me queda?", pregunté."No puedo darle ninguna esperanza", dijo francamente. "Quizá un año, quizá unaño y medio. El cáncer está muy extendido en toda la zona baja del abdomen. Laúnica forma en que podemos tratarlo es con grandes dosis de radiación, lo cualsignifica que al mismo tiempo mataremos muchos tejidos sanos. Pero si queremosprolongar en algo su vida, debemos comenzar ya."Firmé la autorización, y comenzaron el tratamiento con cobalto ese mismo día.Yo creía en la oración. En la Primera Iglesia Bautista orábamos todos losmiércoles por los enfermos. Pero siempre iniciábamos nuestra oración por sanidad

con las palabras: "Si es tu voluntad, sánalo..." Así me habían enseñado. Yo nosabía nada sobre orar con autoridad, la clase de autoridad que tenían Jesús y losdiscípulos. Realmente yo creía que Dios podía curar a la gente, pero no creía queÉl hiciera milagros en la actualidad.Por lo tanto, cuando fui a que me hicieran el tratamiento con rayos, con el cuerporasurado y marcado con un lápiz azul como si fuera una res lista para el cuchillodel carnicero, la única oración que hice fue: "Señor, que esta máquina haga lo quedebe hacer".Ahora bien, esta no es una mala oración, ya que la máquina estaba hecha paramatar células cancerosas. Por supuesto, los médicos trataban de evitar que laradiación afectara otros órganos, así que yo estaba marcado al milímetro. El

cáncer estaba en la zona de la próstata y debía ser tratado desde todos losángulos, así que la gigantesca máquina que irradiaba cobalto rodeaba la mesa, yla radiación penetraba en mi cuerpo desde todos los ángulos.Los tratamientos diarios duraron seis semanas. Fui dado de alta en el hospital y seme permitió volver al trabajo, aunque debía volver todas las mañanas para recibirla dosis.Habían pasado cuatro meses desde que se había diagnosticado mi enfermedad.Se acercaba la Pascua, y Sara comentó que parecía que iba a ser mejor que laNavidad. Quizá el cobalto había logrado su objetivo. O, mejor aún, quizá losmédicos se habían equivocado. Entonces, ciento veinte días después del primerdiagnóstico, llegó el dolor.Era un viernes al mediodía. Yo le había prometido a Sara que nos encontraríamosen el pequeño restaurant donde solíamos reunirnos para almorzar. Ella ya habíallegado. Yo sonreí, apoyé mi gorra de policía en el alféizar de la ventana, y mesenté junto a ella. Mientras lo hacía, sentí como si hubiera sido apuñalado con unadaga al rojo vivo. El dolor atravesaba mi cadera derecha en terribles espasmos.No podía hablar, solo podía mirar a Sara en una muda agonía. Ella me tomó delbrazo."John", susurró. ".Qué sucede?"

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Kathryn Kuhlman 

12 Nada es Imposible para Dios

El dolor se disipó lentamente, dejándome tan débil que apenas podía hablar. Tratéde contarle; entonces, como la marea que retorna a la orilla, el dolor volvió. Eracomo fuego en los huesos. Mi rostro brillaba de transpiración y tiré del cuello paraaflojar mi corbata. La camarera que había venido a servirnos notó que algoandaba mal. "Capitán LeVrier," dijo, preocupada, ".está usted bien?"

"Estaré bien", dije finalmente. "Es que tuve un dolor repentino."Decidimos no comer. En cambio, fuimos directamente al hospital, y el doctorDelclose ordenó inmediatamente nuevas radiografías. Mientras me preparaban,puse la mano sobre la cadera derecha y sentí la hendidura. Era del tamaño de unamoneda grande y parecía un hueco bajo la piel. Los rayos X mostraron lo que era:el cáncer había hecho un hueco que atravesaba la cadera. Solo la piel cubría lacavidad."Lo siento, capitán", dijo el médico. "El cáncer se está extendiendo como loesperábamos."Luego, en un tono mesurado, concluyó: "Comenzaremos nuevamente lasaplicaciones de cobalto, y haremos todo lo posible para que el tiempo que le

queda sea lo menos doloroso posible."Los viajes diarios al hospital comenzaron otra vez. Sara trataba de mantenerse encalma. Ella había trabajado en el Departamento de Policía antes de que noscasáramos, y había estado expuesta a la muerte muchas veces. Pero esto eradiferente. Yo no lo sabía entonces, pero los médicos le habían dicho queprobablemente yo no tuviera más de seis meses de vida.Seguí trabajando, aunque cada vez estaba más débil. Era difícil saber si eradebido al cáncer o al cobalto. Una tarde Sara me recogió al salir del trabajo y medijo: "John, he estado pensando. Hace bastante que estoy fuera de circulación.¿Qué dirías si vuelvo a trabajar?""Ya tienes trabajo", le dije, en tono de broma, "solamente cuidando de los niños.

Yo ganaré el pan para esta casa. Todavía me quedan muchas millas por recorrer.""Sigues siendo el policía duro, ¿no?", dijo ella. "Bien, yo también soy dura. Voy ainscribirme en la facultad."Comencé a comprender lo que ella estaba haciendo: estaba poniendo las cosasen orden. Era hora de que yo hiciera lo mismo. Pero antes de que pudiera, hubouna novedad. Cirugía."Es la única forma de mantenerlo vivo", dijo la cirujana. "Este tipo de cáncer sealimenta de hormonas. Vamos a tener que redirigir el curso de las hormonas en sucuerpo por medio de la cirugía. Si no lo hacemos, realmente le quedará pocotiempo."Acepté la operación, pero antes de los ciento veinte días el cáncer apareciónuevamente en la superficie, esta vez en la columna.Me di cuenta por primera vez una tarde de domingo, en junio. Sara se habíallevado a los niños a un picnic de la Escuela Bíblica de Vacaciones, y yo estaba encasa, tratando de trasplantar una plantita a un cantero. Estaba tan débil que meresultaba difícil inclinarme, pero pensé que el ejercicio me haría bien. Habíacavado un pequeño hoyo en la tierra, y cuando me incliné para tomar la plantita,un dolor como si me hubieran aplicado un rayo de mil voltios me paralizó la regiónbaja de la espalda. Caí hacia adelante en la tierra.

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Kathryn Kuhlman 

13 Nada es Imposible para Dios

Nunca había imaginado que podía existir un dolor tan terrible. No había nadie a mialrededor para ayudarme, así que arrastrándome, un poco a gatas, un poco sobreel estómago, subí los escalones y entré en la casa. Entonces, por primera vez, merendí. Tirado allí en el piso, en la casa vacía, lloré y gemí sin control. Había estadoreprimiéndolo por Sara y los niños, pero esa tarde, con la casa vacía, me quedé

allí llorando y gimiendo hasta que el dolor finalmente se disipó.A esto le siguió una nueva serie de aplicaciones de cobalto y más miradasdesesperanzadas de los médicos. Había recibido mi sentencia de muerte.El cáncer lo destruye a uno desde adentro, y yo no era el único en la familia que lohabía sufrido. Los esposos de mis dos hermanas, que también vivían en Houston,habían muerto de cáncer. Ambos tenían aproximadamente cincuenta años, comoyo. Parecía que ahora era mi turno. Era hora de terminar de poner mis cosas enorden.Siempre había querido tener un gran auto antiguo. En un impulso de derroche,compré un Cadillac que solo tenía tres años de uso. Cuando terminó el verano,

metimos a toda la familia en el auto y partimos en lo que yo creí que serían misúltimas vacaciones. Quería que fuera especial para los niños. Años antes, habíaviajado por la costa noroeste del Pacífico, y ahora quería que Sara y los niñosconocieran esa parte del mundo que había significado tanto para mí: el recorridodel río Columbia, el monte Hood, la costa de Oregon, lago Louise, Yellowstone ylas Montañas Rocosas. Los niños no lo sabían, pero Sara y yo creíamos que seríanuestros últimos veranos juntos, como familia.Volví a Houston para tratar de atar algunos cabos sueltos. Pero cuando la vidaestá deshecha más allá de toda posibilidad de arreglo, es imposible recoger lostrozos. Lo único que puede hacerse es dejarlos sueltos y esperar el final.Un sábado por la mañana, a comienzos del otoño, entré a la casa y encendí la TV.

Nuestro pastor de la Primera Iglesia Bautista, John Bisango, tenía un programallamado "Tierras Altas". John había venido a Houston de Oklahoma, donde suiglesia había sido reconocida como la iglesia más evangelística de la ConvenciónBautista del Sur. Lo que había sucedido en Oklahoma estaba comenzando adarse también en Houston, mientras este dinámico y joven pastor daba vuelta laiglesia. Yo estaba muy entusiasmado con su ministerio.Demasiado débil para levantarme, me quedé echado en la silla mientras terminabaese programa y comenzaba otro. "Yo creo en milagros", dijo la voz de una mujer.Miré a la pantalla. No me impresionaba; muy pocos bautistas se sentiríanimpresionados por una mujer que predica. Pero a medida que avanzaba elprograma y esta mujer, Kathryn Kuhlman, hablaba de maravillosos milagros desanidad, algo dentro de mí se encendió. "¿Será real esto?", pensé.El programa terminó, y comenzaron a pasar los créditos en la pantalla. Derepente, vi un nombre conocido: Dick Ross, productor.Yo conocía a Dick; lo conocía desde 1952, cuando él estaba en Houstontrabajando con Billy Graham en la producción de "Oiltown, USA". En realidad, yohabía tenido un pequeño papel en esa película, y a partir de allí me convertí enamigo de Billy Graham y su equipo, y me hacía cargo de la seguridad cada vezque venían a Houston. Y ahora veía el nombre de Dick Ross relacionado con estapredicadora que hablaba de milagros de sanidad.

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Kathryn Kuhlman 

14 Nada es Imposible para Dios

Yo me había mantenido en contacto con Dick a través de los años. Toda vez queiba a California por razones de trabajo, lo buscaba. Lo había visitado en su hogar yhasta había asistido a su clase de escuela dominical en la iglesia presbiteriana.Tomé el teléfono y lo llamé."Dick, acabo de ver el programa de Kathryn Kuhlman. ¿Son verdaderas esas

sanidades?""Sí, John, son de verdad", respondió Dick. "Pero tendrías que asistir a una de esasreuniones en el auditorio Shrine para verlo por ti mismo. ¿Por qué lo preguntas?"Dudé por un momento, y luego hablé. "Dick, tengo cáncer. Ya ha aparecido en tresáreas de mi cuerpo, y temo que la próxima vez me matará. Sé que parece queestoy tratando de aferrarme a algo imposible, pero eso es lo que hace un hombreque va a morir.""Voy a hacer que la señorita Kuhlman te llame personalmente", dijo Dick."Oh, no", protesté. "Sé que ella está demasiado ocupada como para atender a unpolicía de Houston. Solo dime dónde puedo conseguir sus libros.""Yo te enviaré sus libros", dijo Dick. "Pero también le pediré que te llame, como un

favor personal para mí."En menos de una semana, ella llamó a mi casa. "Siento como si ya lo conociera",me dijo, y su voz sonaba exactamente igual que en el programa de TV. "Hemospuesto su nombre en la lista de oración, pero no deje de venir a alguna de lasreuniones."Aunque Sara y yo leímos sus libros y nos convertimos en ávidos espectadores desu programa de TV, en realidad yo posponía el momento de asistir a algunareunión de Kathryn Kuhlman. "¿Dónde hemos estado durante toda la vida?",preguntaba Sara. "Esta mujer es famosa en todo el mundo, pero nunca escuchéhablar de ella antes."Como tantos otros bautistas, simplemente no comprendíamos que había otras

cosas que sucedían en el Reino de Dios, aparte de la Convención Bautista delSur. Ahora nuestros ojos estaban siendo abiertos, no solo a otros ministerios, sinoa otros dones del Espíritu y al poder de Dios para sanar. Era todo tan nuevo, tandiferente. Pero yo comprendía que era bíblico. A pesar de mi ignorancia de losdones sobrenaturales de Dios, me habían enseñado a aceptar que la Biblia es laPalabra de Dios. Cuando comenzamos a ver todas esas referencias al poder delEspíritu Santo, referencias que nunca habíamos visto antes, nuestros corazonescomenzaron a sentir hambre, no solo de sanidad, sino de recibir la llenura delEspíritu Santo.En febrero supe que mi tiempo se estaba acabando. Sara y los chicos también losabían. "Papá", me dijo Elizabeth, "tú ve a California, y nosotros nos quedaremosen casa y oraremos. Creemos que Dios te sanará".Miré a Sara Ann. Con los ojos húmedos, asintió y dijo: "Creo que Dios te sanará."El viernes 19 de febrero volé desde Houston hasta Los Ángeles. Unos viejosamigos de Los Ángeles me prestaron su auto, y encontré un hotel dondequedarme en Santa Mónica. Como policía y como bautista, quería formarme unaidea sobre la señorita Kuhlman antes de asistir a la reunión el domingo.Supe que ella generalmente venía desde Pittsburgh el día antes del culto en elShrine. También hice algunas preguntas, usando mis técnicas de policía, yaverigüé dónde se alojaba. Pronto tuve toda la información que necesitaba.

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Kathryn Kuhlman 

15 Nada es Imposible para Dios

A la mañana siguiente, temprano, fui a su hotel. Como policía que era, me resultófácil conectarme con los oficiales de seguridad y sacarles información.Poco después me dijeron a la hora que generalmente llegaba la señorita Kuhlman.Me senté en el lobby del hotel y esperé. Una hora después se abrió la puerta y ella

apareció. Era exactamente como me la había imaginado. Sabía que era undescarado, pero la intercepté cuando iba hacia el elevador. "Señorita Kuhlman", ledije, "soy ese capitán de la policía de Texas."Ella me mostró una amplia sonrisa y exclamó: "¡Ah, sí! Usted vino para sersanado".Hablamos durante unos instantes. Luego le dije: "Señorita Kuhlman, soy uncreyente en Jesucristo nacido de nuevo. Sé que no tengo que ser sanado para sercreyente, porque ya lo soy. Pero usted habla de algo en sus libros que yo quierotanto como la sanidad física"."Qué es?", preguntó ella, escrutando mi rostro."Quiero ser lleno del Espíritu Santo."

"Oh," sonrió dulcemente, "le prometo que puede tenerlo.""Bueno, estoy gravemente enfermo, pero todavía estoy fuerte como para ir alauditorio y esperar en la fila. He leído sus libros y conozco la forma en que seconducen sus reuniones. Estaré levantado bien temprano para conseguir un buenasiento." Me despedí y comencé a retirarme."¡Espere!", dijo ella. "Estoy sintiendo algo, y tengo que ser obediente al EspírituSanto. Venga aquí por la mañana, e iremos juntos hasta el auditorio. Puedeseguirnos en su auto."Dudé por un instante. "Señorita Kuhlman, hace tanto tiempo que soy policía, y heaprovechado muchas veces las situaciones para lograr lo que quería másrápidamente... Esta vez no quiero hacer nada que pueda ser obstáculo para mi

sanidad. Simplemente iré y me pondré en la fila con los demás."Su voz sonó encolerizada, y sus ojos brillaron. "Ahora, déjeme decirle algo", dijomarcando cada palabra. "Dios no va a sanarlo porque usted se comporte bien. Élno va a sanarlo porque usted sea un capitán de la policía. Y seguramente no va asanarlo por la forma en que llegue a la reunión."No fue necesario que dijera nada más. A la mañana siguiente la seguí desde elhotel hasta el auditorio Shrine. Llegamos a las 9.30. Aunque la reunión nocomenzaría hasta la una de la tarde, la acera donde estaba la entrada al enormeauditorio estaba llena de personas, miles de personas.Entramos por la parte de la plataforma, y la señorita Kuhlman me dijo: "Ahora,siéntase en libertad de andar por este lugar hasta que vea que me reúno con losujieres. Cuando eso suceda, quiero que usted esté conmigo."Acepté, y anduve recorriendo el vasto auditorio. Cientos de ujieres, que habíanviajado muchos kilómetros para colaborar voluntariamente, estaban ocupadoscolocando las sillas para el coro de quinientas personas, preparando la seccióndonde estarían quienes venían en sillas de ruedas, acomodando a quienes habíanvenido en autobuses alquilados especialmente, y acondicionando el lugar para loque iba a ocurrir.

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Kathryn Kuhlman 

16 Nada es Imposible para Dios

Yo casi podía sentir la expectativa mientras recorría el salón. Era comoelectricidad. Todos susurraban en voz baja, como si el Espíritu Santo ya estuvierapresente. ¡Qué distinto de las experiencias que había tenido en los cultos de laiglesia! Yo también lo sentía, y repentinamente, ya no fui más un policía, ni undiácono de una iglesia bautista. Era solamente un hombre que sufría de cáncer,

que necesitaba un milagro para vivir. Si ese milagro sucedía alguna vez, sería eneste lugar.Uno de los hombres se presentó como Walter Bennett. Reconocí su nombreinmediatamente. Había leído su testimonio en Dios puede hacerlo otra vez. Suesposa Naurine había sido sanada de una horrible enfermedad. Él me llevó haciala puerta que daba a la plataforma, donde ella montaba guardia. El solo hecho deverla tan radiante, sabiendo que había estado a punto de morir, me dio nuevaesperanza y fe. Sentí ganas de llorar."John", me dijo Walter, "tenemos algo en común. Tú eres un diácono bautista, y yoera un diácono bautista, también. Vamos a tomar una taza de café."Salimos por una puerta lateral y encontramos un café por allí cerca.

"Después de que seas sanado," dijo Walter, "es posible que tus compañerosbautistas no quieran tener nada más que ver contigo." Sonrió como si supiera.Hablaba con tal fe, como si estuviera seguro de que yo iba a ser sanado."No me importa lo que piensen los demás sobre mí si soy sanado," dije, "mientrasDios toque mi cuerpo."Walter sonrió. Sentí mucho amor por este nuevo amigo."Bueno, hay algo de lo que podemos estar seguros", dijo suavemente. "Dios no teha traído de tan lejos hasta aquí para nada. Vas a volver a Houston siendo unhombre nuevo." El hecho de que este diácono bautista hablara con tal fe mellenaba de entusiasmo. Estaba ansioso porque empezara la reunión.Allí en el auditorio, la señorita Kuhlman se estaba reuniendo con los ujieres para

darles las últimas instrucciones antes de que se abrieran las puertas. Me uní aellos sobre la plataforma."Hoy tenemos aquí con nosotros a un hombre que es capitán de la policía deHouston", dijo Kathryn. "Él tiene cáncer en todo el cuerpo, y voy a orar por élahora. Quiero que cada uno de ustedes, hombres, se inclinen en oración mientrasruego al Señor por él."Me di cuenta de que esto era algo especial. Sabía que el ministerio de la señoritaKuhlman era simplemente decir lo que Dios hacía a medida que se desarrollabanlos grandes cultos de milagros; que ella no tenía ningún don de sanidad propio enparticular. Me hizo una seña para que me acercara y estiró sus manos sobre mí.Aunque este era el momento que yo había esperado, dudé. Recordé lo que habíaleído en sus libros, que muchas veces, cuando ella oraba por alguien, la personacaía al suelo. Yo pensaba que eso de caerse estaba muy bien para algunospentecostales, pero no era para un bautista, y mucho menos para un capitán de lapolicía. Pero no tenía opción. Di un paso al frente y dejé que orara por mí.Apoyando firmemente los pies en mi mejor postura de yudo, esperé mientras ellame tocaba y oraba por mi sanidad. No sucedió nada, y cuando comenzaba arelajarme, la escuché decir: "Y llénalo, bendito Jesús, con el Espíritu Santo".

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Kathryn Kuhlman 

17 Nada es Imposible para Dios

Sentí que me tambaleaba, y pensé: "¡No puede ser!" Me reafirmé sobre mis pies,colocándolos uno detrás del otro, y la escuché decir por segunda vez: "Y llénalocon tu Santo Espíritu".Sentí como si alguien hubiera puesto sus manos sobre mis hombros y meestuviera empujando hacia el piso. No pude resistirme, y me desplomé sobre la

plataforma. Luché por recobrar la posición vertical, justo cuando la escuchabadecir por tercera vez: "Llénalo con tu Espíritu Santo". Y caí de nuevo.Esta vez quedé en el suelo durante varios minutos. Sentía como si estuvierahundiéndome en una piscina llena de amor. Alguien me ayudó a levantarme, yescuché que ella me decía: "Ahora, búsquese un asiento. Vamos a abrir estelugar, y en unos pocos minutos todos los asientos estarán ocupados".Debería haberla escuchado, porque momentos después se abrieron las puertas yla gente entró corriendo por los pasillos como la lava de un volcán. Pude subir poruno de los pasillos, y me detuve a mirar una sección entera del auditorio llena degente en sillas de ruedas. No podía quitar mi mirada de sus rostros. Algunos erantan jóvenes y ya estaban tan deformados... sentí deseos de llorar nuevamente.

"Oh, Señor, Les que soy tan egoísta como para desear sanarme cuando haytantas personas aquí, algunas de ellas tan jóvenes?"Mientras estaba así parado, mirándolos, por primera vez en mi vida, escuché lavoz de Dios en mi interior, que decía: "No hay escasez en el depósito deDios".Con nuevas fuerzas volví a la parte de atrás, y lenta, dolorosamente, subí lasescaleras hasta encontrar un asiento en la primera fila de la planta alta.Faltaba aún un poco antes de que comenzara la reunión. El enorme coro habíatomado su lugar en la plataforma y hacía los últimos ensayos. Me entretuveobservando las distintas personas que estaban sentadas a mi alrededor, y mepresenté al hombre que estaba sentado junto a mí. "Soy el doctor Townsend", me

saludó."LEs usted médico?", le pregunté, asombrado de que un médico estuvieraasistiendo a un culto de sanidad."Sí", contestó, sacando su tarjeta. "Vengo porque soy muy bendecido. Me gustaver el enorme poder de Dios en acción." Luego me presentó a su familia. "Traje ami padre, que viene de otro Estado. Esta es la primera reunión a la que asiste."Sentado al otro lado del pasillo estaba uno de mis actores favoritos de TV. "Bueno,qué les parece", pensé. "¡Médicos y estrellas de TV que vienen y se sientan aquíarriba! No vinieron para ser reconocidos, sino para participar de la reunión."Estaba impresionado.El culto comenzó. Una hermosa joven, una modelo cuyo rostro yo había visto en latapa de las revistas femeninas que leía Sara, dio un breve testimonio sobre lo queJesucristo significaba en su vida.Yo había estado en muchas reuniones evangelísticas, pero esta era inusual. Quizáera la expectativa que había en el ambiente, quizá la sensación de maravilla.Fuera lo que fuere, era diferente de cualquier otra reunión a la que hubieraasistido.La señorita Kuhlman hablaba desde la plataforma. "Saben, me han pedido queaparte este domingo para los jóvenes, pero hay personas que han venido desde

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Kathryn Kuhlman 

18 Nada es Imposible para Dios

tan lejos, que no me atrevo a decir: `Solo para los jóvenes'. Sin embargo, dadoque hay tantos jóvenes aquí hoy, debo hablarles.Su mensaje fue breve y dirigido a los jóvenes. Habló del amor de Dios y luegopresentó uno de los llamados más desafiantes que he escuchado jamás. Ahorabien, si hay algo que impresiona a un bautista, son las cantidades y el movimiento.

Y cuando vi a casi mil jóvenes dejar sus asientos e ir hacia adelante para tomaruna decisión por Cristo, eso me impresionó. Al contrario de la mayoría de loscultos evangelísticos a los que había asistido, esta reunión no tenía fanfarrias, nitestimonios lacrimógenos. Solo una simple invitación de esta mujer alta que habíadicho: "Quieres nacer de nuevo?" Los jóvenes respondieron, muchos de ellosliteralmente corriendo por los pasillos para aceptar ese desafío.Ella parecía haber olvidado el paso del tiempo mientras los atendía sobre laplataforma, orando por muchos de ellos individualmente. Finalmente, volvieron asus asientos, pero la congregación estaba percibiendo que iba a suceder algomás."Padre", susurró la señorita Kuhlman, en voz tan baja que yo apenas podía oírla,

"creo en milagros. Creo que tú sanas en el día de hoy, como lo hacías cuandoJesucristo estaba aquí. Tú conoces las necesidades de las personas que estánaquí, en este inmenso auditorio. Te lo pido en el nombre de Jesús. Amén.'Luego hubo un silencio. Yo sentía a mi corazón golpeando dentro de mi pecho.Tenía conciencia de cada célula de mi cuerpo y casi podía sentir la batallaespiritual que estaba ocurriendo mientras las fuerzas del Espíritu Santo luchabancontra las fuerzas del mal en mi cuerpo. "Oh, Dios", oré, en adoración. "Oh,Dios."De repente, la señorita Kuhlman estaba hablando otra vez, y su voz hablabarápidamente a medida que recibía conocimiento de lo que sucedía en el auditorio."Hay un hombre en la parte alta del auditorio, en el extremo derecho desde donde

estoy, que acaba de ser sanado de cáncer. Levántese, señor, en el nombre deJesucristo, y reclame la sanidad."Miré. Ella señalaba al lado opuesto de donde yo estaba. Era extraordinario. Yosolamente podía observar, maravillado, mientras sentía un entusiasmo creciente.Esto era real. Lo sabía."No venga a la plataforma a menos que sepa que Dios le ha sanado", enfatizabaella.Miré a mí alrededor y vi a los consejeros caminando por los pasillos. Estabanhablando con personas que creían haber sido sanadas, asegurándose de que soloaquellos que verdaderamente habían recibido sanidad pasaran a dar testimonio.La mayoría de las personas sanadas que daban testimonio habían estadosentadas en la parte alta del auditorio. Iban de la derecha a la izquierda:"Dos personas están siendo sanadas de problemas en la vista."

"Una mujer está siendo sanada ahora mismo de artritis. Levántese y reclame susanidad.""Usted está sentado en la parte del medio de la plata alta."La señorita Kuhlman decía: "Usted vino hoy a recibir sanidad. Dios lo harestaurado.

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Kathryn Kuhlman 

19 Nada es Imposible para Dios

Quítese el audífono. Puede oír perfectamente."Miré. Una mujer de aproximadamente cuarenta años estaba poniéndose de pie,quitándose los audífonos de los dos oídos. Un consejero detrás de ella lesusurraba algo. Pensé que la mujer iba a gritar mientras levantaba las manossobre su cabeza, alabando a Dios. Podía oír. El doctor que estaba sentado a mi

lado lloraba, diciendo: "Gracias, Jesús".Las sanidades se producían en dirección a donde yo estaba sentado en la plantaalta. "Señor, que no se acaben", oré. Entonces recordé lo que Él me habíasusurrado cuando estaba en el pasillo, abajo: "No hay escasez en el depósito deDios".Repentinamente vi que la señorita Kuhlman estaba señalando hacia arriba y a laizquierda, donde yo estaba sentado. "Usted ha venido desde muy lejos para sersanado de cáncer", dijo. "Dios lo ha sanado. Póngase de pie en el nombre deJesús y reclámelo."¡Estaba tan lejos de la plataforma! Quizá ella ni se imaginaba que yo estaba allí.Pero su dedo, largo y delgado, apuntaba en dirección a mí.

"Oh, Señor," murmuré, "por supuesto que quiero ser sanado. Pero, ¿cómo sé queesto es para mí?"En ese mismo instante, la misma voz interior que había escuchado abajo, cuandomiraba a los que estaban en sillas de ruedas, me dijo: "¡Ponte de pie!"Me puse de pie. Sin sentir nada, simplemente lo hice en obediencia y fe.Entonces lo sentí. Era como ser bautizado en energía líquida. Nunca había sentidouna fuerza así recorriendo todo mi cuerpo. Sentí que podría tomar en mis manosla guía telefónica de Houston y partirla en pedazos.Una mujer se me acercó. "¿Ha sido usted sanado de algo?""Sí", declaré, con ganas de saltar y correr al mismo tiempo."¿Cómo lo sabe?"

"Nunca me he sentido tan gloriosamente bien. Apenas tuve fuerzas para llegarhasta este asiento, y ahora, ¡me siento tan bien!" Mientras tanto, yo me estiraba yme doblaba, haciendo cosas que no había podido hacer durante más de un año."Siento que podría correr más de un kilómetro.""Entonces corra hasta la plataforma y testifique", dijo ella.Me lancé a correr. Pero mientras lo hacía, comencé a preguntarme: "¿Qué pasaríasi hubiera aquí alguien de Houston? Voy a llegar corriendo a la plataforma, y laseñorita Kuhlman va a poner sus manos sobre mí y me voy a caer al suelo. ¿Quépensarán?"Entonces me di cuenta de que no me importaba. Momentos después estaba juntoa la señorita Kuhlman en la plataforma. Ella caminó hacia mí y dijo sencillamente:"Te agradecemos, bendito Padre, por sanar este cuerpo. Llénalo con tu EspírituSanto".¡Bam! Al piso otra vez. Pero esta vez, debido a la nueva energía sanadora quellenaba todo mi cuerpo, me levanté inmediatamente. La segunda vez ni siquierame tocó. Solo oró en mi dirección, y la escuché decir: "Oh, el poder..." Y caí denuevo al suelo.Esta vez me quedé allí, regocijándome nuevamente en esa marea de amorlíquido. Pero aún allí, Satanás me atacó. Vino como león rugiente. "¿Qué te hacecreer que has sido sanado?"

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Kathryn Kuhlman 

20 Nada es Imposible para Dios

La señorita Kuhlman ya había puesto su atención en otra persona. Rodé y mepuse de rodillas, con la cabeza en las manos, orando: "Oh, Padre, dame la fe paraaceptar lo que sinceramente creo que me has dado".Durante muchos años yo había tomado muchos estudios bíblicos bautistas. Mimente había sido verdaderamente expuesta a la Palabra de Dios, y en ese

momento un versículo vino a mi mente: "Probadme ahora, dice el Señor..."Pensé en todos esos cuerpos deformados que había visto. "Padre, muéstrameuna señal visible para que mi fe se fortalezca."Abrí los ojos, y vi a una niñita de nueve años que se acercaba a la plataforma.Nunca he visto a nadie más feliz. Estaba corriendo y saltando, descalza. Bailabade lado a lado frente a la plataforma, junto a la señorita Kuhlman, que se estirabapara tomarla de la mano, pero no pudo alcanzarla. Se dio vuelta y comenzó otravez. Nuevamente la señorita Kuhlman quiso tomarla, pero otra vez se le escapódanzando. Para este momento ya la madre de la niña estaba sobre la plataforma.En las manos tenía un par de zapatos con rígidas guías de metal.Sin poder alcanzar a la niñita, que seguía saltando y danzando, la señorita

Kuhlman se volvió hacia la madre: "¿Qué tenemos aquí?""Esa es mi hijita", sollozaba la madre. "Tuvo parálisis infantil cuando era bebé ynunca pudo volver a caminar sin estos zapatos especiales. ¡Pero mírela ahora!"Toda la congregación prorrumpió en estruendosos aplausos."¿Cómo sabe usted que Dios la ha sanado?", preguntó Kathryn Kuhlman."Oh, sentí el poder sanador de Dios recorriendo su cuerpo", casi gritó la madre."Le quité los zapatos ortopédicos, y ella comenzó a correr."Detrás de ella había otra madre, que tenía en brazos una niña de dos años. "¿Quépasó aquí?", preguntó la señorita Kuhlman."Dios acaba de sanar el piecito de mi hijita." La voz de la madre temblaba tantoque era difícil entender lo que decía.

La señorita Kuhlman tomó el piecito de la niña. "¿Era e ste el pie dañado?""Sí, sí, era ese", dijo la madre, sosteniendo en la mano un zapato especial. "Laniña nació con pie plano. Ha sufrido muchas operaciones. Si usted le hubieramasajeado el pie antes como lo está haciendo ahora, hubiera gritando de dolor.""Aquí en la plataforma hay varios médicos", dijo la señorita Kuhlman. "Ellos meconocen. ¿Hay algún médico entre el público que no me conozca y que noconozca a estas niñas? ¿Podría venir y examinarlas, por favor?"Un hombre se puso de pie."¿Es usted médico?", preguntó la señorita Kuhlman. "Sí", respondió él."¿Dónde ejerce?""En el Hospital St. Luke's, aquí, en Los Ángeles." "LPodría hacernos el favor devenir y examinar estas niñas?"El médico fue y subió a la plataforma. "Lo primero que puedo decir es que esaniñita que salta y corre allá, con esas piernecitas tan delgadas, es un milagro. Sino fuera por un milagro, no podría estar parada, y mucho menos saltar de gozo."Luego tomó los piececitos de la niña más pequeña. "Señorita Kuhlman". dijo convoz seria, "no veo ninguna diferencia entre los dos pies de esta criatura. Creo quesu madre puede tirar el zapato ortopédico."

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Kathryn Kuhlman 

21 Nada es Imposible para Dios

No necesité más pruebas. Tambaleándome, salí por la parte posterior de laplataforma, busqué un teléfono público y llamé a Sara en Houston. Estabaocupado. Pedí a la operadora que interviniera la llamada."No puedo hacerlo a menos que sea un asunto de vida o muerte", me dijo ella."Es exactamente eso, operadora. Y puede quedarse en línea a escucharlo, si

desea."Repentinamente, Sara estaba al teléfono. Traté de hablar, pero solo podíasollozar. Nunca he llorado más en mi vida que en ese momento, con el teléfono enla mano, detrás de la plataforma, en el auditorio Shrine. Sara me repetía: "John,John, ¿has sido sanado?"Finalmente pude darle el mensaje. Estaba sano. Entonces ella comenzó a llorar.Deseé que la operadora estuviera escuchando. Era un asunto de vida, no demuerte.Volví junto a la plataforma y observé. Cinco sacerdotes católicos, uno de ellos un"monseñor", estaban sentados en la primera fila sobre la plataforma. El monseñorestaba sentado en la punta de su silla, absorbiéndolo todo. Al pasar, la señorita

Kuhlman lo vio y vio la expresión de ansiedad en su rostro. "Le gustaríaexperimentar esto?", le preguntó.Él sabía perfectamente de qué le estaba hablando, ya que se puso en pie, con lospliegues de su sotana sacudiéndose en el aire, y dijo: "Sí".Ella le impuso las manos y dijo: "Llénalo con tu Espíritu Santo". Él cayó al piso.Ella se volvió hacia los otros sacerdotes y les dijo: "Vengan". Cada uno de elloscayó al suelo como el monseñor.Los hippies eran salvos. Las extremidades torcidas eran enderezadas. Mi propiocáncer había sido sanado. Los sacerdotes católicos eran llenos del Espíritu Santo.Salí como en una nube y volví al hotel. Era más de lo que podía comprender.En el hotel hice todo tipo de ejercicios: sentarme y levantarme, empujar, cosas que

no había podido hacer durante más de un año. Y las hice sin problemas. Aúncuando no me habían hecho un examen médico, yo sabía que estaba sano.Durante esa noche me desperté varias veces, no para tomar calmantes (habíadejado de tomar mi medicación esa mañana, antes de ir al culto), sino para poderdecir en voz alta en medio de la oscuridad: "¡Gracias, Jesús. Bendito sea elSeñor!"Entonces llegó el momento de reunirme con Sara y los niños. Cuando llegué alaeropuerto de Houston, me estaban esperando. Corrí hacia ellos, y abracé tanfuerte a Sara que literalmente la levanté del suelo. Mi fuerza la dejó sin aliento.Luego tomé a los niños, primero a Andrew, luego a John, levantándolos por sobremi cabeza. Abracé a Elizabeth. Todos hablábamos al mismo tiempo."Tu rostro, John", decía Sara. "Está lleno de color y vida.""Yo sabía que ibas a ser sanado", decía Elizabeth. "Oraba por ti todos los días alas nueve, a las doce, y a las seis.""Nosotros también, papá", se asomó el pequeño John. "Nosotros tus hijitostambién orábamos. Sabíamos que Dios te sanaría."Era demasiado, y este veterano capitán de la policía, parado en medio delaeropuerto de Houston, se echó a llorar.Poco después volví al Instituto M. D. Anderson para hacerme un examen físico.Tenía una cita con dos médicos en el mismo día.

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Kathryn Kuhlman 

22 Nada es Imposible para Dios

La primera que me revisó fue la que había recomendado la operación. Le di unejemplar del libro de Kathryn Kuhlman, Creo en milagros. Ella lo ojeó, escuchó elrelato de mi historia, y luego me miró como si yo estuviera loco."Déjeme decirle algo", dijo. "El único milagro que le ha sucedido es un milagromédico. Eso es todo. Lo único que lo está manteniendo vivo es su medicación.

Siga tomándola, y veremos cuánto tiempo vive." Yo sonreí. "Bueno, no he tomadoninguna medicación desde el veinte de febrero, ya hace más de un mes."Ella se mostró sorprendida y enojada. "Usted ha hecho una verdadera tontería,señor LeVrier", dijo. "No pasará mucho tiempo antes de que el cáncer aparezca enotra área de su cuerpo, y usted se irá."¡Qué actitud tan extraña, pensé, para una científica!Salí de allí y fui al consultorio del doctor Lowell Miller, jefe del Departamento deTerapia de Radiación del Hospital Herman. Esperaba que su reacción fuera máspositiva, pero después de la reciente experiencia, decidí no contarle nada sobre elmilagro. Que lo descubriera por sí solo.Su enfermera me pidió que pasara al cuarto contiguo y me preparara para el

examen físico. Entonces noté algo extraño. Como muchos policías veteranos, yohabía sufrido de várices en las piernas. En realidad, no usaba bermudas enpúblico, porque no me gustaba que vieran los nudos en mis piernas. Por supuesto,cuando se está muriendo de cáncer, uno no se preocupa demasiado por lasvárices, pero a la brillante luz del cuarto, miré mis piernas por primera vez desdeque volví de Los Ángeles. El Señor no solo me había sanado de cáncer, sino quetambién había hecho desaparecer mis várices. Mis piernas estaban lisas y suavescomo las de un adolescente. Cuando el Dr. Miller entró al cuarto, yo estabaregocijádome y alabando al Señor.Extrañado de ver un paciente de cáncer tan gozoso, el Dr. Miller retrocedió."¡Bueno! ¿Qué es lo que le ha sucedido?"

Eso fue todo lo que necesité para contarle toda la historia de cómo Jesucristohabía curado mi cáncer."Veamos", dijo el Dr. Miller. "Yo también soy cristiano, pero Dios nos ha dadosuficiente sentido común como para que nos cuidemos a nosotros mismos.""No voy a discutir eso", dije alegremente. "Esa es la razón por la que estoy aquípara someterme a este examen. Hágame todos los exámenes que desee. Pero ledigo que no encontrará nada mal.""Okey", dijo el médico. "Vamos a hacerlo." Y a continuación me sometió al examenfísico más completo que me hubieran hecho jamás.Al terminar, dijo: "Sabe, desearía que mi próstata estuviera tan bien como la suya."Luego examinó la columna, golpeando vértebra por vértebra. "Notable", repetía."Notable."Me envió a rayos X, y dijo después: "Lo llamaré dentro de uno o dos días, luego deque haya tenido tiempo de comparar estas radiografías con las anteriores. Peropor todas las indicaciones que tengo, usted ha sido sanado."Tres días después sonó el teléfono de mi escritorio en el segundo piso delDepartamento de Policía de Houston. Era el doctor Miller. "Capitán", dijo, "tengobuenas noticias. No encuentro absolutamente ningún rastro de cáncer. Ahora,quisiera hacerle una pregunta. ¿Suele usted dar charlas?""¿Charlas sobre mi trabajo como policía?", pregunté.

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Kathryn Kuhlman 

23 Nada es Imposible para Dios

"No", dijo él, "no sobre eso. Quiero que venga a mi iglesia y le cuente a lacongregación lo que Dios ha hecho por usted."Eso fue el comienzo. A partir de entonces viajo por todo el país, contándoles a laspersonas que no tienen esperanza sobre el Dios que no tiene escasez en sudepósito de milagros.

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Kathryn Kuhlman 

24 Nada es Imposible para Dios

CAPÍTULO 3CAMINANDO EN LAS SOMBRAS

Isabel Larios

La Navidad es una época de mucho gozo para mí. Recibo miles de tarjetas deamigos queridos de todo el mundo. Leo cada una de ellas. Pero las más preciosaspara mí son las que escriben los niños. Ellos son tan abiertos, tan sinceros.Cuando un niño me dice: "Te amo", nunca dudo que realmente lo siente. Por eso,cuando recibí una pequeña y sencilla tarjeta de una dulce niñita mexicanaamericana que vive en California, supe que realmente sentía lo que escribía.Escribió para agradecerme por hacerle posible vivir otra Navidad. Lisa meagradecía porque podía verme. Pero yo sabía lo que ella quería decir. Y, Dios losabe, no fue Kathryn Kuhlman; fue Jesús. Lisa Larios estaba muriendo de cánceróseo hasta que Jesús la sanó en el auditorio Shrine. La madre y el padre adoptivode Lisa, Isabel y Javier Larios, vivían en un modesto complejo de apartamentos en

Panorma City, California. Isabel nació en Los Ángeles, pero se crio enGuadalajara, México. Javier, que pasa gran parte de su tiempo trabajando con sucaballete de pintor en su apartamento, es un respetado camarero en Casa Vega,uno de los restaurantes más elegantes de Sherman Oaks. Además de Lisa, tienendos hijos más: Albert y Gina."Son solo los dolores del crecimiento, Lisa", dije mientras mi hija de 12 años sequejaba de dolor en la cadera derecha. Yo estaba sentada al borde de la cama, enla semioscuridad, frotándole la cadera y la espalda con linimento. Lisa crecíarápidamente. Ya tenía el cuerpo de una jovencita de quince años y parecía laimagen viva de la salud.Pero aquí, en la penumbra de la noche, mientras frotaba su suave piel, sentí que

este dolor en particular era algo más que esos dolores musculares normales quelas niñas experimentan cuando están creciendo. Lisa también lo sentía. El miedoentró en el cuarto junto con el dolor."Mamá, prende la luz del cuarto cuando te vayas", susurró Lisa. "No quiero estaraquí sola en la oscuridad."Javier se había ido a trabajar al restaurante. Los otros dos niños ya estabandurmiendo. Le di unas palmadas en la espalda y le arreglé el pijama. "No hay nadaque temer", dije."No me gustan las sombras", respondió ella, con su cabecita metida en laalmohada. "Me dan miedo."Prendí la luz del corredor y dejé la puerta de su habitación abierta. Por un

momento me detuve en la puerta, mirándola. ¿De dónde había venido eserepentino temor? Lisa nunca había tenido miedo antes. Ahora yo podía sentirlo entodo el cuarto, como una red que descendía desde el techo y cubría toda la cama.¿Era que Lisa sospechaba algo que yo no podía sentir?El día siguiente fue uno de esos extraños y hermosos que a veces se dan en lacuenca de Los Ángeles. Era el último día de marzo, y una fuerte lluvia justo antesdel amanecer había lavado el aire, dejándolo claro y limpio. El sol brillaba con todasu fuerza, el cielo era azul radiante, y se podía ver claramente las montañas

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25 Nada es Imposible para Dios

cubiertas de nieve sobre el horizonte, al este. Javier se había levantado paratomar el desayuno con los niños antes de que se fueran a la escuela. Después, ély yo fuimos a Van Nuys a hacer compras. Yo buscaba un suéter para Lisa, yJavier quería unas carbonillas para terminar un dibujo que estaba haciendo en sucaballete. Cuando volvimos, poco antes del mediodía, la puerta del apartamento

estaba entreabierta. Lisa estaba adentro, echada sobre el sofá, llorando.Alarmado, Javier se arrodilló junto a ella y suavemente le quitó el cabello de sobrelos ojos. "¿Qué pasa, Lisa?", preguntó con dulzura, y el sonido musical de su ricoacento mexicano sonó en los oídos de la niña."Es la cadera, papá", sollozó ella. "Empezó a dolerme mucho, así que un vecinome fue a buscar y me trajo de la escuela."

Lisa me alcanzó una nota arrugada de una de las hermanas de la escuela SantaIsabel. "Por favor, ocúpese de esto: Lisa tiene mucha dificultad para caminar.Creemos que debería consultar un médico."Javier asintió. "Llama al doctor Kovener", dijo. "No debemos esperar más."

El doctor Kovner era un amigo de la familia. Nos había atendido antes, y siempredecía que Lisa era su paciente favorita. Su secretaria nos citó para el día siguientepor la tarde.El doctor sacó algunas radiografías y realizó un examen preliminar. Luego mellamó a su oficina. "Señora Larios, esto puede ser una de varias cosas. Tenemosque comenzar con las más obvias y empezar a trabajar con eso. Voy a haceringresar a Lisa en el hospital, donde podremos hacerle otros estudios."En el Hospital Comunal Van Nuys se le hicieron nuevos exámenes. Lisa trataba deser valiente, pero estar constantemente dolorida, pasando la noche fuera de sucasa, en un lugar extraño, rodeada por gente que no conocía, no era fácil paraella. Todas las mañanas yo llevaba los niños a la escuela, y luego iba hacia el

hospital, llorando durante todo el camino, preguntándome si la gente que pasaba ami lado sabría del gran dolor que yo sentía. En el hospital, yo era toda sonrisas,pero sólo era una máscara. Por dentro, estaba destrozada."Es posible que el dolor sea causado por un apéndice agrandado que estépresionando un nervio", dijo el médico. "Vamos a extraer el apéndice y veremos sieso resuelve el problema."Pero el dolor continuó después de que Lisa volvió de la operación. Aparentementenadie sabía qué hacer ahora. El 12 de mayo volvió a casa. Se suponía que debíacaminar con muletas. Hubo más visitas al médico. "Esto me deja perplejo", dijo eldoctor Kovner al examinar las radiografías nuevamente. "Creo que debemosconsultar a un especialista."El doctor Gettleman, cirujano, era muy metódico. Ordenó tomar más radiografías yrealizó un nuevo estudio él mismo. "Que continúe usando las muletas durante unasemana más", dijo. "Tráigala otra vez el próximo jueves."A pesar de las muletas, el dolor era cada vez más fuerte. Dado que no podía ir a laescuela, Lisa vagaba por la casa con las muletas, llorando y tratando de parecervaliente. La mayor parte del tiempo la pasaba en cama. Al final de esa semanavolvió al hospital, esta vez al Saint Joseph, de Burbank."Tendremos que operar de nuevo", dijo el Dr. Gettleman. "Hemos visto algo en lasradiografías. Podría ser una bolsa de pus que causa presión. Pero también podría

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26 Nada es Imposible para Dios

ser un tumor. Hay dos tipos de tumores, benignos y malignos. Si es un tumorbenigno, no tendremos problemas. Si es maligno, podría llegar a ser muy serio."Aunque pertenecíamos a una iglesia católica romana, y nuestros hijos asistían auna escuela católica, ni Javier ni yo éramos muy religiosos. Rara vez íbamos amisa, y casi nunca nos confesábamos. Pero yo siempre me había sentido muy

cerca de Jesús, y las tarjetitas qué las compañeritas de escuela de Lisa leenviaban, diciendo que estaban rezando por ella, me ayudaron a mi también avolverme a Dios en oración.

La noche anterior a la operación yo estaba en casa, sola, con Albert y Gina. Ellosse fueron a la cama temprano, y yo fui a mi dormitorio y me eché sobre la cama enla oscuridad. Parecía que todo mi mundo se hacía pedazos. Había llevado a Lisaen mi cuerpo durante nueve meses. Hubiera deseado morir en el parto para queella pudiera vivir. La había cuidado, había estado con ella en las noches oscuras,había reído con ella, había corrido por el campo con ella, había llorado y orado porella. Y ahora los médicos me decían que quizá muriera. Ya había llorado hasta no

tener más lágrimas. Todo parecía tan inútil, tan fútil.Mientras estaba así en la cama, mirando las sombras en el techo, comencé a orar."Querido Señor, Lisa realmente no es mía, ¿no? Es tuya. Solo nos has dejadotenerla para criarla, alimentarla, educarla y amarla. Un día nos dejará, se casará ycriará a sus propios hijos. Si quieres llevártela antes de que eso pase, yo te ladevuelvo y te agradezco porque nos la has dejado este tiempo para bendecimos."Fue una oración simple, sin grandes emociones. Pero era sincera. Mientras seguíamirando las sombras, me adormecí.Soñé que estaba sentada en un pequeño cuarto oscuro. Javier estaba junto a mí,tomándome de la mano. Una puerta se abrió frente a nosotros, y por el pasillo seaproximaron dos hombres vestidos con batas de las que usan los cirujanos. Uno

de los médicos estaba llorando y no podía hablar. El otro se paró frente a nosotrosy dijo: "Su hija está muy enferma. Tiene cáncer".Me desperté, sobresaltada. Era pasada la medianoche, y yo todavía estabaechada en la cama sin acostarme. La casa estaba en silencio. Solo la luz delcorredor se filtraba en el dormitorio. Me levanté y fui a ver a los otros niños.Dormían tranquilamente. Fui hacia el living y me senté en el borde del sofá, enmedio de la oscuridad. Ese sueño, ¿era del diablo? ¿Estaba tratando deasustarme? ¿O era de Dios, para advertirme y prepararme? ¿Cómo saberlo?Cuando escuché los pasos de Javier en la escalera, me deslicé hacia nuestrahabitación y me metí en la cama antes de que él entrara al cuarto. No quería quesupiera cuán preocupada estaba. Lisa necesitaría encontrarnos fuertes a ambos alenfrentar la operación, a la mañana siguiente.Javier y yo nos sentamos, tomados de la mano, en la pequeña sala de espera

 junto a la sala de operaciones en el hospital. Era natural que ambos oráramos, y lohicimos en silencio. Los médicos entraban para informar a otras personas quetambién estaban esperando. "Su padre está muy bien. Ni siquiera tuvimos queoperarlo..." "No tiene de qué preocuparse, su esposa está perfectamente." "Puedellevarse a su hijo a casa esta tarde."A las dos de la tarde miré y vi que venían dos médicos por el largo pasillo. Uno deellos era el doctor Kovner. Su rostro estaba gris. El otro era el doctor Gettleman.

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27 Nada es Imposible para Dios

Javier se levantó de un salto y fue hacia ellos, pero yo me quedé sentada. Sabía loque pasaría, y mis piernas parecían de goma. Era la misma escena que habíavivido en mi sueño."Encontramos un tumor", dijo el doctor Gettleman. "Es inoperable. Si hubiéramoscortado, tendríamos que haber amputado toda la pierna."

".Es cáncer?", preguntó Javier."Temo que sí", respondió el médico. "Está muy, muy mal. El hueso de su caderaes como manteca. Si tuviera una cuchara, podría haberlo sacado todo. La carneque rodea al hueso es como queso gruyére, llena de agujeros. El laboratorio ya hahecho un análisis, y es el peor tipo de cáncer. Lo único que pudimos hacer fuecoserla otra vez."".No hubo nada que pudieran hacer?", clamó Javier, con el rostro demacrado yojeroso."Nada por ahora. Después de que se recupere de la operación, comenzaremos eltratamiento con cobalto. Hablaremos luego sobre eso."

".Pero se pondrá bien, no es cierto?", preguntó Javier.El doctor Gettleman sacudió la cabeza. "Lo único que puedo decir es quetrataremos de prolongarle la vida. No puedo prometer nada más."Miré al doctor Kovner. Aunque no decía nada, su rostro expresaba todo. Sus ojosestaban llenos de lágrimas. Lisa estaba muriendo, y ninguno de nosotros podíahacer nada al respecto. Yo se la había devuelto a Dios, y él había aceptado miofrecimiento.Los médicos acordaron que no deberíamos decirle nada a Lisa sobre su estado.Dos semanas después la trajimos nuevamente a casa en una silla de ruedas,decididos a darle el verano más feliz de su vida.El doctor Kovner no estuvo de acuerdo con nuestros planes de llevar a Lisa a unas

largas vacaciones. "Debemos comenzar el tratamiento de cobalto enseguida", dijo."Si firmamos la autorización y le permitimos hacer el tratamiento con radiación,"pregunté, ".qué puede prometernos?""No podemos prometerle nada", respondió él. "Pero nunca sabrá si ayudará, amenos que lo haga."".Qué pasará si no permitimos que le haga el tratamiento?""No me agrada contestar preguntas como esa", dijo el doctor Kovner. "Pero auncon el tratamiento, lo más que podemos ofrecerles es seis meses. Y estará muy,muy, muy mal cuando muera."Prometí conversar del tema con Javier. Ambos sentíamos que sería cruel que Lisadebiera pasar sus últimos meses de vida sujeta a ese tratamiento de radiación.El 9 de junio Lisa ingresó al Hospital Pediátrico de Los Ángeles. Era el tercerhospital al que entraba en tres meses. La doctora Higgins, que estaba a cargo desu caso, dijo que había tres áreas en que podía extenderse el cáncer: al hígado, alpecho o al cerebro. Cualquiera podría ser fatal. Aparentemente, el cáncer seextiende rápidamente en los niños en edad de crecimiento, y la única forma desalvar su vida era por medio del tratamiento con cobalto y quimioterapia.Finalmente dimos nuestra autorización para que se le realizara el tratamientopreliminar, y comenzaron a colocarle una serie de inyecciones. Lisa reaccionó

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28 Nada es Imposible para Dios

violentamente. Yo me sentaba con ella durante toda la noche, mientras ellavomitaba y preguntaba: "Mamá, ¿qué me pasa? .Por qué estoy tan enferma?"Era más de lo que yo podía soportar. Javier y yo conversamos nuevamente ydecidimos que sus últimos días transcurrirían en nuestro hogar, con nosotros, envez de en el hospital. La llevaríamos a casa.

El capellán de la escuela a la que Lisa asistía se había enterado de suenfermedad y la visitaba todas las noches, llevándole la comunión. Lecomentamos nuestra decisión de interrumpir el tratamiento de cobalto. Él estuvode acuerdo. "Si ella está muriendo, debería pasar los últimos días de su vida lomás feliz que sea posible.""Lisa no tiene absolutamente ninguna posibilidad de recuperación sin la terapia deradiación", objetó la doctora Higgins cuando le comunicamos nuestra decisión.Los otros médicos opinaban igual. "Si se queda en el hospital, quizá podamosaprender algo que pueda ayudar a otra niñita dentro de cinco o diez años.""No me interesa que mi hija se convierta en un experimento médico", les dije contotal honestidad. "Solo quiero que se sane. ¿Pueden ustedes prometérmelo?"

"Lo siento, señora Larios", dijeron los médicos. "La medicina no puede prometerlenada."Al día siguiente nos llevamos a Lisa para que muriera en nuestro hogar.Pasamos el resto del verano tratando de hacerla feliz. Nos endeudamos muchopara llevarla de paseo por la costa, comprarle las cosas que quería, comograbadoras y otros objetos materiales. Pero todo parecía tan patéticamente vacío.No era bueno que estuviéramos sentados a su alrededor cubriéndola de regalos,esperando su muerte.Una tarde, a mediados de julio, alguien golpeó a la puerta de nuestro apartamento.La abrí y vi a nuestro vecino, un joven soltero llamado Bill Truett, parado en elcorredor.

"Cómo está Lisa?", preguntó Bill."No está bien", contesté. "Ha empeorado desde que la sacamos del hospital."Bill sonrió débilmente y me miró fijo a los ojos. "Se pondrá bien", dijo con vozconfiada.Me encogí de hombros. "Espero que sí.""No, usted no me ha comprendido", dijo seriamente. "Ella se va a poner bien.¿Alguna vez oyó usted hablar de Kathryn Kuhlman?""Bueno, la he visto un par de veces en la TV, pero nunca le presté muchaatención.""Este próximo domingo ella va a estar en el auditorio Shrine de Los Ángeles", dijoBill. "Quisiera llevar a Lisa a la reunión."Dudé por un momento. Realmente no conocía muy bien a Bill, y había oído decirque las reuniones en el Shrine eran muy prolongadas. Pero él insistió tanto quefinalmente accedí a ir junto con Lisa y él, solo para sacármelo de encima.Después de decirle que iríamos, cerré la puerta y me recosté contra la mesa de lacocina. Javier estaba trabajando en un dibujo junto a la ventana, mirando al patio.Varios de sus dibujos estaban colgados en las paredes de nuestra casa. Yo sabíaque él estaba interesado en desarrollar su talento, pero también sabía que lapintura era una forma de escape para él. Cuando estaba ocupado con sus dibujosno tenía tiempo para pensar en Lisa. Observé su rostro, como tallado en piedra,

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Kathryn Kuhlman 

29 Nada es Imposible para Dios

concentrado en sus carbonillas. Sentí que las uñas se me clavaban en la mano alcerrar el puño tratando de detener las lágrimas. Javier estaba perdido en su arte.Bill sugería cosas extrañas. Pero yo era la madre de Lisa, y tenía que enfrentar larealidad. No podía aferrarme al arte para escapar, ni dejarme llevar por las

tonterías que decía Bill sobre milagros. Yo tenía que enfrentar las cosas comoeran. Lisa iba a morir.Bill volvió a la mañana siguiente y me recordó mi promesa de ir con él y Lisa alauditorio. "Bill, no quiero apagar tu entusiasmo", dije, "pero los médicos me handicho que Lisa no puede curarse. Nadie puede hacer nada.""Entonces veamos qué puede hacer Dios", dijo él sencillamente.Quise retroceder. Sentía que Bill me estaba presionando. Además, detestabatener que levantarme temprano un domingo por la mañana y conducir por toda laciudad solo para esperar en fila durante horas.Bill se negaba a desalentarse. "Sé que ella será sanada. Mi madre está muy cercade este ministerio. Conoce a muchas personas que fueron sanadas."Yo no tenía

nada de fe. Solo agradecía que Lisa no supiera lo serio que era su estado.Aunque yo no lo sabía, Lisa sospechaba algo. Al menos sabía que su pierna nopodía soportar su peso. Pocos días antes había visitado a una amiga en unapartamento cercano, al otro lado del pasillo, y trató de andar sin las muletas. Sucadera se dobló como una esponja mojada y cayó al piso. Aunque no sabía quéera, podía darse cuenta de que tenía algo muy mal en la cadera.El sábado por la tarde Bill volvió a golpear a la puerta. "Recuerde, mañana es eldía. Lisa recibirá un milagro.""Muy bien, Bill", dije, cerrando la puerta. Pero por dentro sabía que no había formade que sucediera. Ya no se producían milagros, al menos no para quienes erancomo nosotros. Si había milagros, eran para los ricos, los piadosos, los santos de

la iglesia. Nosotros éramos solamente unos pobres mexicanos católicos que nisiquiera íbamos muy seguido a misa. ¿Cómo podíamos esperar un milagro?Al día siguiente, 16 de julio, muy temprano por la mañana, Bill tocó a la puerta."Déjame terminar el café", grité. Por dentro, deseaba que se fuera sin nosotras.Bill y su novia Cindy nos estaban esperando con una silla de ruedas. Ayudaron aLisa a bajar las escaleras, luego rodearon la piscina, recorrieron la acera angostay la metieron en el auto. Poco después salimos de la carretera Harbor hacia el sur,hacia Los Ángeles y el auditorio Shrine.Lisa estaba en la silla de ruedas, mientras yo esperaba apoyada sobre una viejafrazada contra la pared del auditorio Shrine, preguntándome cuándo abrirían laspuertas. Todo esto parecía tan estúpido: pasar toda la mañana sentada en laacera, calcinándome bajo el Sol, esperando por nada.Finalmente abrieron las puertas. Bill empujó la silla de Lisa hacia la secciónreservada para sillas de ruedas y yo me senté junto a ella. Él y Cindy fueron asentarse en otra parte del auditorio. Yo estaba maravillada por la cantidad degente y la calidez, la amistad y el amor que sentía en ese lugar.

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Kathryn Kuhlman 

30 Nada es Imposible para Dios

La reunión comenzó con el coro cantando "Él me tocó". Kathryn Kuhlman, con unvestido blanco vaporoso, apareció en la plataforma. Lisa me tocó el brazo. "Mamá,si entrecierras los ojos al mirarla, verás un halo a su alrededor." Me encogí dehombros y no hice ningún intento por descubrir el halo.Entonces la señorita Kuhlman predicó un breve sermón al que ni siquiera presté

atención. Yo sacudía la cabeza. Todo esto era muy lindo, pero, ¿por quéestábamos perdiendo el tiempo aquí?Entonces, sin aviso previo, comenzaron a suceder cosas. La señorita Kuhlmanseñalaba hacia el balcón. "Hay un hombre que está siendo sanado de cáncerahora. Póngase de pie, señor, y acepte su sanidad."Me di vuelta y traté de mirar hacia arriba. Pero estaba muy lejos. Lo único quepodía ver eran rostros que se perdían hacia atrás en la oscuridad.Pero al mismo tiempo parecía haber luz; no la clase de luz que puede verse, sinola que se siente. Estaba en todo el edificio. Luz y energía, como si hubierapequeñas llamitas de fuego que danzaran de una cabeza a otra. Me sentíelectrizada. La señorita Kuhlman seguía señalando otros lugares en el auditorio

donde se estaban produciendo sanidades.Luego señaló al área donde estaban las sillas de ruedas, justo donde nosotrasestábamos sentadas. "Hay un cáncer allí", dijo suavemente. "Párate y acepta tusanidad."Miré a Lisa, pero ella no se movió. Por supuesto. ¿Cómo sabría que tenía cáncer?Nosotros no se lo habíamos dicho. Si yo le decía que la señorita Kuhlman lehablaba a ella, y si se ponía en pie, su cadera y su pierna podrían torcerse. ¿Quédebería hacer?

La señorita Kuhlman sacudió la cabeza y se dirigió a otra sección, señalandonuevas sanidades en otras partes del auditorio. Mi corazón se detuvo. ¿Había

pasado ya el tiempo de Lisa? ¿Sería demasiado tarde?Entonces la señorita Kuhlman volvió a mirar hacia nuestra sección, dondeestábamos, señalando el lugar donde estábamos. "No puedo olvidarme de esto",dijo. "Alguien allí está siendo sanado de cáncer. Debes levantarte y aceptar tusanidad.""Mamá," dijo Lisa, "siento caliente el estómago."No habíamos comido desde la mañana temprano, y comencé a buscar algunagolosina en mi bolso."No, no es ese tipo de calor", dijo Lisa, rechazando la golosina.La señorita Kuhlman seguía señalando en dirección a nosotras. Miré a mialrededor.No había nadie más de pie en nuestra área. Yo sabía que Lisa debía ser quienestaba siendo sanada, pero tenía miedo. ¿Qué sucedería si no era para ella?¿Qué sucedería si se ponía de pie y caía? O, lo peor... ¿qué sucedería si eraLisa... y no se ponía en pie?Cuando pensaba que moriría de incertidumbre, de duda, Lisa se inclinó y mesusurró: "Mamá, creo que voy a subir a la plataforma. Creo que estoy siendosanada.""Haz lo que quieras", le dije, sintiéndome aliviada de que ella hubiera decidido pormí. Pero temía por ella cuando intentara caminar sin las muletas.

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Kathryn Kuhlman 

31 Nada es Imposible para Dios

Uno de los consejeros sintió que algo le estaba sucediendo a Lisa y se acercó anosotras. "Creo que me siento mejor", le dijo Lisa. "Quiero subir a la plataforma."

Él la ayudó a salir de la silla de ruedas. Contuve la respiración mientras ella separaba. En un momento pensé que se desplomaría, pero repentinamente

comprendí algo. Ese mismo fuego que yo había sentido que danzaba de una aotra cabeza, estaba ahora descansando en Lisa. Casi podía ver una nuevafortaleza fluyendo en su cuerpo.El consejero la ayudó a que se apoyara en él, y comenzaron a bajar por el pasillo.Lentamente al principio, luego con más seguridad, llegaron junto a la plataformadonde una mujer intercambió unas palabras con ellos. Bill Truett se unió a ellosallí, y luego de una breve conversación, subieron a Lisa a la plataforma.La señorita Kuhlman escuchó mientras la mujer le daba algunos detalles. Luegose aproximó a Lisa. Lisa retrocedió un paso, y luego cayó al suelo. Contuve larespiración, pensando que su pierna había cedido. Pero Lisa se puso de pienuevamente.

"Dedico esta niña al Señor Jesucristo", dijo la señorita Kuhlman, mientras Lisapermanecía de pie frente a ella, con el rostro bañado en lágrimas. "Ahora, veamoscómo caminas." Lisa comenzó a correr de un lado a otro del escenario, y todosempezaron a aplaudir, alabando a Dios. Entonces, como si los ángeles cantaran,el coro comenzó a entonar suavemente "Aleluya, aleluya"."Quiero que esta sanidad sea verificada", dijo la señorita Kuhlman. "Quiero quevuelvas a ver a tu médico y le pidas que te haga un examen completo. Luegovuelve a la próxima reunión y testifica de lo que Dios ha hecho por ti."Miré de reojo a Bill. Estaba exultante, como si fuera su propia hermana la quehubiera sido sanada. Luego, yo aprendería que en la familia de Dios somosverdaderamente hermanos y hermanas. Pero en ese momento solo podía pensar

en Lisa. Ella seguía corriendo de un lado a otro de la plataforma, aún rengueandoun poco, pero pisando fuerte. Me mordí el labio. Sabía que su cadera era comomanteca y cedería ante la más mínima presión... pero no sucedió. ¿Podría ser?¿Había sido sanada?Tenía miedo de creer. Había sufrido una vez, y tanto, cuando el doctor nos habíadicho que no había esperanza. Creer ahora, solo para descubrir después que erauna falsa esperanza, sería más de lo que podría resistir. Era más seguro no creernada.Javier salía para su trabajo cuando volvimos a casa. Le dijimos lo que habíaocurrido. "Entonces comenzaremos a tener esperanzas", dijo. "Eso es algo que notuvimos antes. Hemos tenido tanto amor por nuestra niñita. Ahora tenemosesperanzas. Tarde o temprano, quizá Dios nos dará la fe para aceptar estomaravilloso que está haciendo." Fueron las sabias palabras de mi maravillosoesposo.Bill y Cindy entraron con nosotras al apartamento. "Quítele las muletas", dijo Bill,cuando yo trataba de dárselas otra vez a Lisa. "¿Es que no comprende? Ella fuesanada."Durante el resto de la noche Lisa anduvo cojeando por el apartamento. Yoobservaba cada uno de sus pasos, temiendo que pudiera caer. Pero no cayó.

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Kathryn Kuhlman 

32 Nada es Imposible para Dios

En realidad, parecía que se estaba poniendo cada vez más fuerte ante mis propiosojos.

Al día siguiente lo primero que Javier preguntó fue: "¿Dónde está Lisa? ¿Cómoestá?"

Yo me había levantado más temprano, así que llevé a Javier hacia la ventana."Mira", le dije, señalando hacia el patio. Allí estaba Lisa, andando en su bicicletaalrededor de la piscina, jugando con los demás niños del edificio.Cuando Javier se apartó de la ventana, su rostro estaba surcado por las lágrimas.Creyera yo o no, era lo mismo. Él sí creía.A la semana siguiente llevé a Lisa al Hospital de Niños. Luego de una serie deanálisis de sangre y varias radiografías de la cadera y el pecho, el radiólogo dijo:"La llamaremos por teléfono cuando tengamos algo".Los ojos de Javier danzaban cuando me abrió la puerta del apartamento. "Bien,¿qué dijeron?"Le expliqué la situación y le dije que tendríamos que esperar. Él insistió en que

llamara a la doctora Higgins."Estaba a punto de llamarla", me dijo la doctora cuando finalmente logrécomunicarme con ella. "Pero he estado en consulta con otros siete médicos sobreel caso de Lisa. No sé qué decirle."Tragué saliva. "¿Quiere decir que algo anda mal?" ¿Podría ser que esto fuera soloun cruel truco, que mis esperanzas hubieran surgido solo para ser hechaspedazos ahora?"No sé cómo pudo haber sucedido", continuó la doctora, como si no me hubieraoído. "Todos vemos lo mismo en las radiografías. El tumor se ha reducidomuchísimo en vez de extenderse. Hay evidencias de curación."Por supuesto, ella no sabía nada sobre la reunión de Kathryn Kuhlman, pero había

dicho "evidencias de curación". ¿Cuánto más sería necesario para que yo meconvenciera de que Dios había tocado la vida de Lisa?"Doctora, ¿tiene usted un minuto?", le dije. "Quiero contarle algo. Sé que leresultará extraño, pero llevamos a Lisa a una reunión de Kathryn Kuhlman. Desdeentonces ella camina sin muletas, corre, anda en bicicleta, nada y se comportanormalmente. Creemos que Dios la ha sanado."Hubo un largo silencio del otro lado de la línea."Quiero comprender bien esto", dijo finalmente la doctora. "Usted no le ha estadodando ninguna medicación, ¿verdad?""Ninguna", contesté."Usted se negó a que hiciera el tratamiento con cobalto y quimioterapia, ¿verdad?""Sí", respondí.Nuevamente hubo un largo silencio. "Bueno, puede ser que su cuerpo estéarmando un cierto tipo de resistencia y echando fuera esto, lo cual no parecenatural. O podría ser su Kathryn Kuhlman. Sea lo que fuere, el tumor estádesapareciendo. Y hasta donde yo sé, es el primer caso en la historia de lamedicina en que esto sucede."Yo estaba llorando. Recordaba haber leído, hacía ya tiempo, la historia de Tomás,en la Biblia. Él creyó que Jesús había sido levantado de los muertos cuando

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Kathryn Kuhlman 

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finalmente vio las marcas de los clavos en sus manos. Cómo me parecía a él...Pero aun así, Dios había permitido que yo viera este milagro en mi hija.

"Le diré algo más", dijo la doctora Higgins suavemente. "Todos se alegraránmucho en hospital por lo que le ha sucedido a Lisa, porque este es un caso en el

que habíamos perdido toda esperanza."Lisa ingresó nuevamente a la escuela en el otoño, sin muletas. Un mes después lallevé al médico. El tumor continuaba reduciéndose. Se estaba retirando. Lisaestaba casi normal."Cómo se explica esto?", preguntaba yo."No tenemos explicación", dijo el médico. "Nunca ha habido un caso de curacióncomo este antes. Si le hubiéramos dado tratamiento con cobalto, y el tumorhubiera retrocedido, lo hubiéramos considerado un milagro de la medicina. Perosin tratamiento alguno... bien, ¿qué podemos decir?"Nuestro sacerdote, sin embargo, podía decir algo: "Dios tiene muchas formas dehacer las cosas. Seguramente esto viene de Él."

Ahora que Lisa está completamente sana, muchos de nuestros amigos preguntan:"¿Por qué sucedió todo esto?"Creo que Dios permitió esta enfermedad en nuestras vidas para acercarnos másentre nosotros y acercarnos más a Él. En la Biblia encontré un relato que explicatodo. Cierto día Jesús estaba caminando por una calle y vio a un hombre que eraciego de nacimiento. Sus seguidores le preguntaron: "Maestro, ¿por qué es ciegoeste hombre? ¿Es porque él pecó, o porque pecaron sus padres?"El Maestro respondió: "No, ninguna de las dos cosas. Él es ciego para que Diospueda ser glorificado por medio de su sanidad." Entonces lo tocó, y el ciego pudover.

Creo que Lisa llegó a estar tan enferma para que Dios pudiera glorificarse en susanidad.Darle la gloria a Dios no es algo que se aprenda a través de los libros. Tiene queser aprendido al caminar con Él por el valle de sombras. Si uno vive en la cima dela montaña todo el tiempo, se vuelve duro e insensible, sin reaccionar ante lascosas más delicadas de la vida. Solo en la sombra del valle crecen estos tiernospastos.He estado muchas veces observando a Javier cuando dibuja. Le encanta usarcarbonillas y mezclar sombras. "El brillo del sol resalta los detalles", dice, "pero lassombras son las que hacen resaltar el carácter."Solo cuando caminamos en sombras aprendimos a alabar a Dios por laspequeñas cosas. Fue entonces que aprendimos que Lisa no era realmentenuestra, sino de Dios. En los momentos más oscuros, la devolvimos al PadreCelestial. Allí, en el valle, descubrimos el secreto del renunciamiento. Pero cuandose la dimos, Él tuvo la misericordia de devolvérnosla... sanada.Lisa ya no teme a las sombras. Como nosotros, ha comprendido que aun en elvalle, Dios está con nosotros. Su vara y su cayado nos confortan, haciendo quenuestra copa rebose de su bondad y su misericordia.

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Kathryn Kuhlman 

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CAPÍTULO 4EL DIA QUE LA MISERICORDIA DE DIOS SE HIZO

CARGORichard Owellen, Ph.D., M.D.

El doctor Richard Owellen es un viejo amigo. Lo conocí cuando cantaba ennuestro coro en Pittsburgh, mientras trabajaba para lograr su doctorado enquímica orgánica en Carnegie. Luego de dos años de estudios postdoctorado enla Universidad de Stanford, pasó a la Universidad Johns Hopkins en Baltimore,donde completó su doctorado en medicina en tres años. Después de un año comointerno y dos de residencia en medicina interna, fue contratado por estauniversidad como profesor ayudante de medicina, por lo cual debió repartir sutiempo entre la investigación del cáncer, la atención de sus pacientes y laenseñanza.

Mientras trabajaba para lograr el doctorado en química en Carnegie, comencé aasistir a las reuniones de Kathryn Kuhlman, que se realizaban todos los viernes enel viejo auditorio Carnegie, al norte de Pittsburgh. Allí, por primera vez en mi vida,sentí el poder de Dios obrando mientras la gente se reunía para adorar. Pocodespués me ofrecí como voluntario para cantar en el coro, y allí conocí a Rose,que había crecido literalmente dentro del ministerio de la señorita Kuhlman.Rose y yo comenzamos a salir, nos enamoramos, y en abril de 1959 la señoritaKuhlman celebró nuestro matrimonio.Un año después nació la pequeña Joann. Rose tuvo un embarazo y un partonormal, pero cuando llevamos la niña a casa, notamos una gran magulladura en

una de las nalgas. Le pregunté al doctor qué era eso, pero nos aseguró que nohabía nada que indicara que algo anduviera mal.Pero tanto mis padres como la hermana de Rose notaron algo extraño en elcomportamiento de la beba. Era extremadamente nerviosa; demasiado, decía mimadre. Lloraba y gemía constantemente y no quería alimentarse, rechazaba lamamadera, vomitaba y gritaba si la movíamos mientras se la alimentaba. Además,notamos que una pierna estaba siempre doblada hacia el cuerpo, con la rodilla y elpiecito girados hacia afuera, algunas veces en un ángulo de hasta noventa grados.Era imposible hacerle estirar las dos piernecitas al mismo tiempo para ponerlasderechas.Cuando la llevamos nuevamente al médico de la familia, revisó sus piernas y

caderas. "Sí, verdaderamente hay algo que anda mal en la pierna derecha", dijo."No estoy seguro de qué es en este momento, pero esperemos un tiempo.Algunas veces estas cosas se arreglan solas."Esperamos varios meses, pero nada se arregló. En cambio, se puso peor. Joanncontinuaba siendo muy nerviosa, y muchas veces lloraba cuando la tocábamos.Cuando tomaba su mamadera, frecuentemente paraba para llorar. Estos síntomasnos comunicaban que sufría fuertes dolores. Pero, ¿qué era? ¿Y dónde?

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Kathryn Kuhlman 

35 Nada es Imposible para Dios

Después de los tres meses Joann ya debería haber sido capaz de levantar sucabecita del colchón, pero no lo hacía. Cada vez más preocupados, la llevamosnuevamente al médico.Esta vez, luego de examinarla, el doctor me hizo señas de que me acercara a él.La pequeña Joann estaba de espaldas sobre la camilla. El doctor tomó su piecito

derecho en una mano y puso la otra bajo su rodilla. Luego comenzó a doblarlentamente el piecito hacia adentro. La niña gritó de dolor. "La pierna no gira en lomás mínimo", dijo el doctor. "Ahora mire esto." Suavemente comenzó a rotar lapiernecita hacia afuera. Quedé boquiabierto y luego contuve la respiraciónmientras la piernita de mi hija giraba en su mano, no sólo de arriba abajo, sino enlo que fue casi una rotación completa de 360 grados. Solo cuando habíaterminado la rotación la beba comenzó a gemir de dolor.El doctor colocó cuidadosamente la piernecita en su posición original. Después meseñaló los pliegues en la piel a lo largo de su muslo. "Esta es una de las cosas queobserva un médico", me dijo. "Fíjese que hay dos pliegues de este lado, pero solouno en la otra pierna. Una criatura normal tendría los mismos pliegues en ambas

piernas. Una diferencia como esta señala algún tipo de alternación interna, esdecir, que hay algún defecto en la estructura de la cadera, la columna o la pierna.En este caso, estoy seguro de que se trata de la cadera."Rose tomó a la niña y la apretó contra sí. ".Qué está tratando de decirnos,doctor?", preguntó, con los ojos llenos de lágrimas.El doctor puso su mano sobre el hombro de Rose. "No puedo decirlo con totalseguridad", contestó, "por eso quisiera que la examine un cirujano ortopédico. Élpodrá darnos un diagnóstico definitivo. Parece una cadera dislocada."Rose se sentó en la silla que estaba junto a la camilla, sosteniendo aún a la beba

 junto a su pecho. El médico siguió hablando, y en forma muy suave y amable, nosdijo qué era lo que podíamos esperar. Joann posiblemente necesitara aparatos

ortopédicos, quizá, incluso, un corsé. El tratamiento llevaría un largo tiempo, y aunasí, no había un ciento por ciento de probabilidades de que se curara totalmente.Existía la posibilidad concreta de que fuera una lisiada durante toda su vida, ycaminara siempre con impedimentos. Podría tener una pierna más corta que laotra, u otra clase de anormalidad."No deben esperar", dijo el médico. "Llévenla a un cirujano ortopédico."Hicimos una cita con el cirujano para el lunes siguiente, y llevamos a Joann acasa.Esa noche, en casa, Rose y yo nos sentamos a hablar. Ambos estábamosdestrozados, y no solo por la idea de tener una niña lisiada. Todo parecía muyinjusto."No comprendo", le dije a Rose. Los dos estábamos molestos, sentados ennuestro pequeño living. "Aquí estamos, tratando de servir al Señor, y él deja queesto nos suceda."Rose estaba callada; su bello rostro estaba tenso, los labios le temblaban un poco.Yo quería pararme, cruzar el cuarto, tomarla en mis brazos y consolarla. Peroestaba demasiado molesto en mi interior. No tenía nada para dar."Hemos estado diciéndoles a otras personas que creemos en la sanidad," exploté,"y ahora tenemos una hija deforme."

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"Si Dios permitió que tuviéramos una hija deforme," dijo finalmente Rose,"seguramente espera que nos ocupemos de ella y la cuidemos.""No discuto eso", dije amargamente. "Amo a esta niña y haré todo lo posible paraque sea sanada. Si no se sana, la criaremos y la amaremos toda la vida. Es queno parece justo. El mundo está lleno de gente que no ama a Dios, que ni siquiera

lo conoce. Muchas de estas personas odian a Dios, pero tienen hijos normales..Por qué tenemos nosotros que tener una hija deforme?"Era una pregunta injusta. Yo sabía que Rose no tenía la respuesta, así como yono la tenía. También sabía que la gente que cuestiona a Dios está mostrando sufalta de fe. Estaba dándome cuenta de que no tenía ninguna fe, al menos no laclase de fe que creía que era necesaria para que nuestra hija se curara.A la mañana siguiente, mientras me vestía para ir a dictar clase, Rose se sentó alcostado de la cama. Había estado despierta la mayor parte de la noche, cuidandoa la beba, y su rostro mostraba las huellas de la falta de sueño. "Dick", dijo,dubitativa, "hemos visto al Espíritu Santo hacer tantas cosas maravillosas en loscultos de la señorita Kuhlman. ¿No crees que tendríamos que llevar a Joann y

tener fe en que Dios la sanará?"Rose se había retirado del coro de la señorita Kuhlman justo antes de que la bebanaciera, y aunque habíamos vuelto a ir a algunas de las reuniones, tanto enPittsburgh como en Youngstown, Ohio, la vergüenza había hecho que no lecontáramos a nadie sobre el estado de la niña. Solo mis padres y la hermana deRose lo sabían.Con la pregunta de Rose dándome vueltas en la cabeza, me detuve frente alespejo durante largo tiempo, jugando con el nudo de mi corbata. ¿Fe? Acababa dedarme cuenta de que no tenía ninguna fe, al menos, no la que se requería paraque Joann fuera sanada. Pero recordaba algo que había escuchado decir a laseñorita Kuhlman una y otra vez: "Haz todo lo que puedas. Entonces, cuando

hayas llegado al fin de tus recursos, deja que Dios se haga cargo".Habíamos ido al médico. Los únicos recursos posibles eran los aparatosortopédicos y una posible cirugía, sin garantía de que la niña se sanara. Rosetenía razón. Ahora era el momento de confiar por completo en Dios.El viernes por la mañana salimos del apartamento para llevar a la niña al culto demilagros en el auditorio Carnegie. Sentados en el auto, inclinamos nuestrascabezas para orar. "Señor Jesús, tú has escrito en tu Palabra que tenemos elprivilegio de venir ante ti y pedirte que, en tu misericordia, toques el cuerpo denuestra hijita.Pero no lo demandamos de ti, Señor. Ni siquiera lo reclamamos, porque aunqueya nos ha sido dado, sabemos que aún depende de tu misericordia. Simplementete pedimos, Señor Jesús, que sanes a nuestra pequeña hija."Fue una oración muy sencilla, no de la clase que yo me había imaginado muchasveces que diría. En mi imaginación yo irrumpía ante el trono de gracia y le tiraba aDios sus promesas a la cara, demandándole que las cumpliera. Pero ahora, cara acara con un problema que era más grande que nosotros, mayor que la cienciamédica, Rose y yo comprendíamos que lo único en que podíamos descansar eraen la misericordia de Dios.

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Kathryn Kuhlman 

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El culto fue similar a los cientos de reuniones a las que ya habíamos asistidoantes, solo que esta vez no estábamos simplemente como espectadores.Veníamos a esperar un milagro.Parecía que era uno de esos días en que la pequeña Joann estaba especialmenteincómoda. Varias veces gimió y gritó de dolor. No queríamos que molestara en el

culto, por lo que nos quedamos en la parte de atrás del auditorio, mientras Rose latenía en brazos. Cuando Joann lloraba, Rose la llevaba al hall, y volvía cuando laniña se calmaba. Le habíamos dado nuestros asientos a otras personas yestábamos apoyados contra la pared del fondo del gran auditorio mientras sedesarrollaba el culto de milagros.Joann estaba envuelta en una manta, y de a ratos Rose levantaba un poco elborde y miraba. Creía que cuando Dios comenzara a obrar, ella vería algo.Casi al final del culto, algo sucedió. Desde que Joann nació, los deditos de su piederecho habían estado doblados firmemente hacia abajo. Ahora, mientrasestábamos apoyados contra la pared, esos pequeños deditos rosadoscomenzaron a relajarse, hasta parecerse a los de cualquier niña sana de cuatro

meses de vida.Rose me codeó. Su rostro estaba radiante. "Dios ha comenzado a obrar", dijo. "Supresencia está sobre la niña. Voy a la plataforma." Estaba decidida, y vi que seríainútil tratar de detenerla.Comenzamos a avanzar por el pasillo. Yo esperaba que en cualquier momentoalgún ujier nos detuviera, ya que tenían estrictas órdenes de evitar que cualquerpersona bajara, a menos que algún consejero hubiera hablado con ella antes.Pero no había ningún ujier cerca. Seguimos bajando por el pasillo. Mientrascaminábamos, la señorita Kuhlman bajó de la plataforma y se aproximó anosotros. Nos encontramos en el centro del auditorio."Rose", dijo, mirando sorprendida a mi esposa. "¿Le pasa algo malo a la niña?"

Rose trató de hablar, se atragantó, y trató nuevamente. "Sssí, señorita Kuhlman.Tiene una cadera dislocada desde que nació."La señorita Kuhlman sacudió la cabeza, asombrada. "¿Por qué no me dijiste...?"Se interrumpió y volviéndose al auditorio atestado de gente, dijo: "Quiero quetodos se pongan de pie y comiencen a orar. Dios va a sanar a esta preciosacriatura."Rose le quitó la manta a Joann y la extendió hacia la señorita Kuhlman. En todo ellugar la gente estaba de pie, con los ojos cerrados, orando. Yo tambié oraba, perotenía los ojos abiertos. Quería ver lo que sucedía.Observé cuidadosamente. La señorita Kuhlman extendió sus dedos sensibles ytocó los deditos de Joann muy suavemente. No tiró. Ni siquiera cerró los dedos.Solo la tocó ligeramente y comenzó a orar. "Maravilloso Jesús, toca a estapreciosa beba..."¡Lo vi! ¡Lo vi con mis propios ojos! Esa piernita, torcida en forma tan grotescahacia la derecha, comenzó a enderezarse. Giró lentamente hasta que los deditosquedaron apuntando hacia arriba, como los del otro pie. Todo parecíaperfectamente natural. Pero yo sabía que lo que estaba viendo era imposible.Alguna fuerza exterior estaba moviendo esa pierna. Pero la señorita Kuhlman nolo había hecho. Rose, con los ojos cerrados y el rostro elevado hacia el cielo, no lo

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Kathryn Kuhlman 

38 Nada es Imposible para Dios

había hecho. Y por supuesto, la pequeña Joann no lo había hecho. ¡Quién podíahaberlo hecho, entonces, sino Dios!Mantuve los ojos fijos en la piernita que descansaba en posición natural, y supeque la sanidad era total. "Gracias, Señor", repetí una y otra vez en silencio."Gracias."

La señorita Kuhlman dejó de orar, y todos se sentaron. Rose envolvió a la niña enla manta, y comenzamos a volver a la parte de atrás del auditorio."¿Lo viste?", le susurré cuando llegamos atrás."¿Ver qué?", preguntó Rose. "Estaba orando. ¿Tú no?""Yo también estaba orando, pero con los ojos abiertos. ¿No lo sentiste?""¿Sentir qué?" Rose me miraba intrigada."La pierna de Joann, su pie. Vi cómo se movía su pierna. Se enderezó. ¡Vi cuandofue sanada!" Estaba tan entusiasmado que apenas podía controlarme para nogritar.

Rose abrió mucho los ojos, y el gozo se reflejó en su rostro. "¡Jesús!", susurró.

"Oh, Jesús, gracias."Empujamos la puerta vaivén y casi corrimos al hall. Allí quitamos la manta yobservamos las piernecitas de Joann. Estaban perfectas. La piernita derecha yano estaba doblada hacia adentro como antes. El piecito derecho ya no estabadoblado hacia afuera. Ambas piernas estaban derechas, y los pies estaban biencolocados."Vamos a casa", dije. "Quiero pasar el resto del día alabando a Dios."No solo pasamos el resto del día alabando al Señor, sino también la mayor partede la noche. Después de la cena, que la beba tomó sin problemas, la acostamosboca abajo en la cuna. Nos quedamos tomados de la mano junto a la cuna y laobservamos. Por primera vez en su vida Joann levantó la cabeza del colchón y

miró a su alrededor. Nos quedamos despiertos hasta las tres de la madrugada,observándola. Se dormía, luego despertaba, hacía gorgoritos, gorjeaba y volvía adormirse. Era como si estuviera compensando el tiempo perdido en que su vida nohabía estado llena de gozo.A la mañana siguiente aún podíamos ver la perfecta sanidad obrada en suspiernas. Yo podía manipularlas sin problemas. La única ocasión en que lloró fuecuando quise torcérsela hacia afuera, como había podido hacer el día anterior.Nuestra Joann era perfectamente normal. La única diferencia entre sus piernitasera que una tenía un pliegue en la piel, y la otra dos... un recordatorio de quehabía tenido algo mal en su estructura.Al lunes siguiente fuimos a la cita con el cirujano ortopédico. Él miró a la niña yleyó lo que había anotado nuestro médico de familia. ¿Para qué los envió sumédico aquí?", preguntó mientras tiraba de las piernas de Joann."El creía que la cadera derecha estaba dislocada", dije.El médico la examinó cuidadosamente una vez más, y sacudió la cabeza. "No loentiendo. Esta niña no tiene nada mal. Su pierna izquierda se tuerce un poco, peroeso no es anormal. Ustedes no me necesitan. Para mí, esta niña estáperfectamente bien."Nosotros estábamos encantados de escuchar la confirmación de su sanidad enboca de un médico. Y ahora Joann comía normalmente; ya no paraba para llorar.

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Kathryn Kuhlman 

39 Nada es Imposible para Dios

El viernes, justo una semana después de que Joann fuera sanada, volvimos a veral médico de la familia. Nos preguntó qué había sucedido y por qué habíamosvuelto tan pronto. Le contamos toda la historia, sin omitir detalle.Durante todo el relato el doctor ni siquiera parpadeó, sino que siguió examinandoa Joann y tomando notas. Le dijimos lo que había dicho el otro médico. El trataba

de hacerle girar la pierna, para adelante y atrás, para un lado y para el otro, elmismo examen que le había hecho la semana anterior.Con una seña le indicó a Rose que su examen había concluido y que podía vestira Joann. Luego se sentó y se echó hacia atrás. "Bueno, los niños cambian", dijo. Yluego agregó: "Pero no tan rápido. Esto tuvo que ser de Dios."Nosotros estábamos extasiados de gozo. La sanidad era completa, y hasta elmédico le daba la gloria a Dios.Ahora, años más tarde, formo parte del staff de uno de los centros médicos másimportantes del mundo. Y como tal, no veo ningún conflicto entre la medicina y lacuración espiritual. El médico no sana. Puede prescribir un medicamento, pero esemedicamento no cambia los órganos; solo mejor la forma en que estos funcionan.

Toda sanidad viene de Dios. Los cirujanos pueden cortar los tejidos o las célulasenfermas, lo cual algunas veces permite que el organismo se cure másrápidamente. Pero ningún cirujano puede entrar al cuerpo y sanar. Él solo cose elcuerpo después de terminar su trabajo. Es Dios el que sana.Dios nos ha provisto de una gran cantidad de maravillosos medicamentos,técnicas quirúrgicas, ortopédicas, la capacidad de cuidar a los enfermos... y elcristiano tiene el beneficio adicional de poder mirar más allá de lo que puede hacerel médico, y ver lo que Dios puede hacer.Algunos de mis colegas médicos sinceramente creen que esto no es así. Otros,igualmente sinceros, van más allá y niegan la existencia de Dios. Pero cuandoenfrentan el hecho de que algunos de sus pacientes "incurables" son sanados

cuando se vuelven a Dios, se quedan desconcertados.Para algunos puede parecer extraño que un hombre de ciencia, dedicado a serintelectualmente honesto, pueda ignorar esta manera de curar. Pero las cosas delespíritu no son como las de la mente natural. En realidad, la mente natural esenemiga de la espiritual. Cualquier persona, aun un científico muy capacitado, queno quiere enfrentar el hecho de que está en rebeldía contra Dios y necesita aJesucristo, hará cualquier cosa por anular el mensaje de salvación de Dios. Lomismo sucede con el re conocimiento del poder de Dios para sanar. Sin embargo,aquellos que sinceramente desean llegar al conocimiento de toda la verdad,finalmente llegarán a Jesucristo, "en quien", dice Pablo, "están escondidos todoslos tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Colosenses 2:3).No fue sino en los últimos años, después de unirme al cuerpo de profesores de laUniversidad Johns Hopkins como ayudante de cátedra en medicina, que comencéa apreciar plenamente la magnitud de la gracia de Dios al sanar a la pequeñaJoann. No fue mi fe, ni la de Rose, la que hizo que esto sucediera. Ninguno denosotros tenía la clase de fe necesaria para "reclamar" la sanidad. Fue lamisericordia de Dios; su favor inmerecido.Cuando fuimos a esa reunión teníamos razones para esperar un milagro.Habíamos visto a muchos otros que fueron sanados y, por supuesto, sabíamosque Dios ama a los niños. Pero aun así, no teníamos la fe que creíamos que era

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necesaria para que un milagro así se produjera. Pero sentimos que teníamos quedarle a Dios la oportunidad de tocar a nuestra hija dejándosela a Él. Y cuando sela dejamos, la alcanzó, la tomó y la sanó.Por medio de este milagro aprendí la diferencia entre la fe en Dios, que la mayoríade nosotros tenemos, y la fe de Dios (la misma clase de fe que Dios tiene), que es

un don del Espíritu Santo. La fe en Dios nos permite creer que Dios hará algomaravilloso. Pero a menos que tengamos la fe de Dios, debemos hacer todo lohumanamente posible primero, creyendo que quizá Dios quiera obrar por mediode la ciencia médica, y dejar el resto en sus misericordiosas manos.Muchas personas tratan de obligar a Dios a que haga algo, viniendo a supresencia y casi demandando que actúe. Algunas veces Dios honra talesdemandas, no porque tenga que hacerlo, sino porque lo conmovemos. Pero yo mesiento mucho más seguro dependiendo de su gracia y su misericordia parasatisfacer todas mis necesidades.Muchas veces me pregunté si muchas de las sanidades que había visto no seríanpsicosomáticas. A partir de un estudio básico de la naturaleza humana, sabía que

algunas probablemente lo fueran. Pero una beba de cuatro meses de vida no sabelo suficiente como para tener una sanidad psicosomática. Lo que vimos ese día enel pasillo del auditorio Carnegie no fue un proceso mental; fue puramente físico. Yfue instantáneo. No hay términos médicos que puedan describirlo, a excepción dela palabra "milagro".Constantemente me preguntan: "¿Por qué tiene esta imperfección? ¿Estadeformidad? ¿Por qué Dios permite la enfermedad en las personas,especialmente en los cristianos? ¿Por qué tuvo Joann esa imperfección?" Sonpreguntas inquietantes, sobre todo para un médico. Realmente, no tengo larespuesta. Pero, en lo que a Joann concierne, estoy absolutamente convencidoahora, aunque no lo estuviera entonces, de que Dios permitió que sufriera esta

deformidad en particular para que su sanidad fuera un testimonio de Él. Sentimosque si Dios podía confiarnos una niña lisiada, tenía algo más grande que queríaconfiarnos: el testimonio de su poder para sanar.

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Kathryn Kuhlman 

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CAPÍTULO 5CUANDO EL CIELO BAJA A LA TIERRA

Gilbert StrackbeinGilbert y Arlene Strackbein viven en una cómoda casa ubicada entre los pinos deLittle Rock, Arkansas. Gilbert es un exitoso vendedor de una empresa de artículos

para oficinas. Tienen tres hijas hermosas y participan activamente del movimientodel Espíritu Santo que está barriendo la nación. Pero no siempre fue así. Esta esla historia de Gil.Cierta vez, cuando yo solicitaba un puesto como vendedor, el psicólogo de lacompañía me preguntó: "¿Por qué quiere usted este puesto de vendedor?""Bueno," contesté, "vender es lo que sé hacer, lo que siempre hice."

"Eso es difícil de creer, señor Strackbein", dijo el psicólogo, frunciendo el ceño."Normalmente, a un vendedor tiene que gustarle la gente; pero según su testpsicológico, usted ni siquiera se gusta a sí mismo."Él tenía razón, por supuesto. Realmente no me interesaba si me gustaba o no la

gente. Como vendedor, solo estaba interesado en dos cosas: conseguir un pedidoy salir de ahí enseguida.Siempre me había apartado de la gente. Mis padres eran alemanes, luteranos,muy estrictos, en el sur de Texas. Aprendí a hablar inglés solo cuando entré a laescuela. Orgulloso de mi herencia, encontraba una gran satisfacción en creer quemi mente alemana podía aventajar a cualquiera en todo lo que fuera mecánica,electrónica o lógica. Con el correr de los años llegué a creer que podría hacercualquier cosa con tan solo proponérmelo. Aunque me ganaba la vida comovendedor, pasaba mi tiempo libre en el taller, haciendo cosas como armarcomputadoras.Arlene tenía diecinueve años cuando nos casamos. Después de que nos

mudamos a Nueva Orleans, ella comenzó a sufrir ataques de desmayos y perdiógran parte de su energía. Pero yo simplemente me negué a creer que estuvieraenferma.La enfermedad, para mí, era señal de debilidad. Cuando nuestra pequeña hija,Denise, tenía tres años, decidí que Arlene necesitaba tener otro hijo. Esto le haríasacar la cabeza de lo que ella llamaba sus problemas, pensaba yo, y le daría algoconstructivo en qué pensar.Pero el embarazo de Arlene no fue tan sencillo. Desde el comienzo surgieroncomplicaciones que requirieron mucha atención médica. Sus riñones presentabanproblemas que la amenazaban a ella y también al bebé. Sufría horribles espasmosen las piernas, y para evitar el riesgo de un aborto espontáneo, el médico hizo queguardara cama... durante siete meses. Irritado por esta muestra de debilidad de suparte, me aparté aún más, tratando de tener el menor contacto posible con ella.Aunque Arlene estaba en la primera etapa de una terrible enfermedad, yo no teníani la menor idea de que mi enfermedad espiritual era aún peor.Arlene había asistido a una Iglesia Metodista en Nueva Orleans. Las señoras desu iglesia, sabiendo que ella tenía que enfrentar su problema sola, comenzaron apasar por casa para preparar el almuerzo, ya que el médico le había prohibido ami esposa que se levantara, a menos que fuera para ir al baño. Si alguien lavisitaba cuando yo estaba en casa, yo abría la puerta y desaparecía por la parte

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de atrás. Aunque detestaba que Arlene estuviera en cama, mucho más memolestaba que la gente de afuera interfiriera en nuestras vidas tratando de ayudar.El problemático embarazo fue solo el comienzo. Durante los años siguientes sucondición empeoró: debilidad, espasmos musculares, infecciones en los riñones,mareos, visión borrosa. Mejoraba y luego empeoraba. Algunas veces tenía épocas

en que sufría de mala coordinación muscular, después de lo cual quedaba aúncon menos energía que antes. Los médicos no podían descubrir qué era lo queandaba mal, y yo seguía negándome tercamente a reconocer que hubiera algoque funcionara mal.Una noche vine a casa a la hora de cenar y encontré la mesa ya preparada.Algunas señoras de la iglesia habían traído una comida completa, habían tendidola mesa y se habían ido. Sabiendo cómo me sentía yo, Arlene se levantó parasentarse a la mesa conmigo. Llegó a la puerta de la cocina y cayó al suelo. Noestaba inconsciente, pero era como si todos los músculos de su cuerpo hubierandejado de funcionar al mismo tiempo.Yo estaba asustado. Quería huir, pero sabía que no podía dejarla allí sola, tirada

en el suelo. La levanté, llamé a una vecina para que cuidara a nuestros dos hijos,y la llevé rápidamente al hospital.En la sala de emergencias, la enfermera que había trabajado con Arlene comenzóa gritar: "¡Doctor, perdí su presión sanguínea!"Los médicos vinieron inmediatamente a su lado. Fue necesario un tratamiento deemergencia para que su corazón volviera a latir. Entonces comprendí que midemostración de fortaleza era solo una máscara. Al enfrentar una situaciónrealmente imposible, no tenía respuestas. Odié a Arlene por su debilidad, pero meodié más a mí mismo por ser incapaz de soportar la situación.Una noche volví tarde a casa y encontré a Arlene semi erguida en la cama,dormitando. Tenía un libro abierto sobre el regazo: Creo en milagros, de Kathryn

Kuhlman.Refunfuñando, tomé el libro, miré la cubierta y vi una nota escrita en la primerapágina por Tom y Judy Kent.Yo conocía a este matrimonio: Judy había trabajado en la misma oficina queArlene mientras Tom estudiaba medicina en Tulane. Ahora él trabajaba comomédico en California.Arlene se despertó y me vio de pie junto a la cama. "Tom me lo envió", dijosonriendo, indicando el libro con un gesto. "Dijo que él y Judy estaban orando paraque el Señor hiciera un milagro de sanidad en mí."Sacudí la cabeza y le devolví el libro. "LCómo es posible que un médico crea unabasura como esta?""Por favor, Gil", dijo Arlene, con los ojos llenos de lágrimas. "No me quites mi fe enun Dios que hace milagros solo porque tú no lo crees. Tengo que creer en algo.""Cree en ti misma", le dije. "Es todo lo que tienes que hacer para salir de esacama."Pero aunque Arlene podía levantarse, no lograba mantenerse en pie. Trataba.Hacía valientes esfuerzos por seguir adelante, pero parecía que siempreterminaba en el hospital.Nos mudamos a Little Rock, Arkansas, donde empecé a trabajar para unaempresa que vende artículos de oficina. En mi tiempo libre yo hacía todo lo posible

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por no pensar en la situación de Arlene, que se deterioraba rápidamente. Memolestaba que aunque no podían diagnosticar cuál era su problema, los médicosla hicieran volver al hospital cada varios meses para hacerle nuevos exámenes ytratamientos.Después de que nació nuestra tercera hija, Lisa, Arlene comenzó a asistir a un

culto de los jueves por la noche en la Iglesia Anglicana de Cristo. Wanda Russel,su maestra de la escuela dominical en la Iglesia Metodista, venía todos los juevesa buscarla después de la cena y se la llevaba a las reuniones. Yo creía que erauna tontería, pero pensaba que Arlene necesitaba pasar algún tiempo fuera decasa. Así que no me negué a que fuera... hasta una noche en que volvió mástarde de lo acostumbrado.

"Arlene, ¿para qué quieres ir a la reunión de una Iglesia Anglicana? Tenemos laIglesia Metodista más cerca."Arlene caminó débilmente hasta el sofá y se sentó. "Esa Iglesia Metodista no creeen la sanidad", dijo.

"¿Estás diciéndome que has estado asistiendo a cultos de sanidad?"Arlene simplemente asintió."Ninguna persona inteligente cree en esas cosas", dije firmemente. "Es todosuperstición. Y no quiero que mi esposa sea vista con esos charlatanes."Arlene intentó ponerse de pie, pero sus piernas se negaron a moverse. "Por favor,Gil. Lo necesito. No me lo quites.""Escucha", dije con determinación. "Sé todo sobre estas cosas. Cuando yo era unniño, en Texas, había una Iglesia Pentecostal cerca de mi casa. Íbamos allídespués de que oscurecía, y espiábamos por las ventanas. Tenían cultos desanidad, y gritaban en idiomas extraños, rodaban por el suelo, gritaban, corríanpor el templo y se caían en la plataforma como si fueran animales heridos. No voy

a dejar que mi esposa se meta en tonterías como esas.""Oh, Gil", dijo Arlene, con labios temblorosos. "No es así. El pastor Womble diceque él cree que Dios va a sanarme.""Me niego a creer todo eso de Dios", dije. Estaba comenzando a enojarme. "Estetema de las sanidades no esmás que una tontería y te prohíbo que vuelvas a irallí."

Arlene se recostó hacia atrás en el sofá y cerró los ojos. Pequeñas lágrimascomenzaron a caer sobre sus mejillas. "Tú conociste a mi padre después de queJesús entró a su corazón. Pero lo que yo recuerdo de él cuando era una niñita noes nada agradable; él era alcohólico. Se volvía loco cuando estaba alcoholizado.No había suficiente comida en la casa porque el alcohol era más importante paraél que mi madre o yo. Mamá trató de continuar con él, pero finalmente se dio porvencida. Cuando yo cumplí seis años nos mudamos al otro lado de la ciudad, y enun ataque de ira provocado por el alcohol, mi padre trató de tirar abajo la puerta yllevarme con él. Mamá y yo nos abrazamos dentro de la casa y nos quedamosorando y llorando hasta que él se fue.""Cuando crecí, pensaba que lo más maravilloso en el mundo sería tener unesposo que amara tanto a Dios como a mí. Para mí, tener una familia cristiana

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sería el cielo. Pensé que lo había encontrado cuando te encontré a ti, Gil. Pero tefuiste a hacer el servicio, y cuando volviste, odiabas a Dios. No sé qué te sucedió."Yo estaba paralizado. "Tienes todo lo que necesitas", exclamé. "Vivimos en unahermosa casa en un buen vecindario. Tengo un buen sueldo y jamás te he negadonada, ni siquiera atención médica. No me importa que vayas a la iglesia los

domingos. Ni siquiera te prohibo que dirijas el coro de niños.""Realmente no te necesito, ¿sabes?", me dijo Arlene, mirándome directamente ala cara. "Cuando yo era pequeña, siempre oraba para que los ángeles del Señorme protegieran, y sé que lo hacían. Puedes prohibirme que asista a los cultos desanidad, pero no puedes quitarme mi relación con Dios. Él es todo lo quenecesito."Ardiendo de ira, salí de la casa y me dirigí al taller. Cuando finalmente volví paraacostarme, era pasada la medianoche. Aunque Arlene tenía la cara metida en laalmohada; yo podía oír sus sollozos ahogados. Quise acariciarla, tomarla en misbrazos. Pero ser tierno, dulce, llorar... todas eran señales de debilidad, y yo habíasido criado para ser fuerte. A la mañana siguiente me levanté, preparé mi

desayuno y salí de la casa sin siquiera despedirme de las niñas. Me odié a mímismo por ello, pero no sabía hacerlo de otra forma.Aunque estaba ganando mucho dinero y había recibido muchos ascensos, pordentro me estaba deteriorando aún más rápidamente de lo que Arlene sedeterioraba físicamente. Arreglaba viajes "de negocios" que duraban varios días.Arlene sospechaba de mis infidelidades, pero yo racionalizaba mi conductapermisiva pensando que ella no era capaz de satisfacer mis necesidades. Elalcohol tranquilizaba mi conciencia, y gradualmente fue convirtiéndose en uncompañero constante.La salud de Arlene empeoró después de que nació Lisa. Había estado internadaen el hospital más de veinte veces, con cosas como problemas urológicos, pero

esto era diferente. Su presión sanguínea subió a más de veinte, y su brazoizquierdo quedó parcialmente paralizado; no podía cerrar la mano en un puño. Elmédico que la atendía llamó a un neurólogo para realizar una interconsulta. Sehabló algo de que podría tener un tumor cerebral.Tres días después, en el hall, fuera de su cuarto en el hospital, el doctor me dijo loque sucedía. "Sospechamos que puede haber un tumor en el cerebro, señorStrackbein. Quisiéramos hacer un arteriograma, pero Arlene muestra una reacciónalérgica a todas las tintas que usamos en radiología. La prueba misma podríamatarla. No me gusta esto, pero tendremos que esperar para ver qué aparece."Tragué saliva y me di cuenta de que no podía mirarlo a la cara."Haremos lo mejor que podamos y le haremos saber si es necesario operar."No era un tumor cerebral. El diagnóstico final reveló que era una enfermedad delsistema nervioso central; podía ser miastenia gravis, esclerosis múltiple, oambas... y la sufría desde hacía ya varios años.Le permitieron volver a casa, pero le recomendaron quedarse en cama la mayorparte posible del tiempo. Una noche, mientras yo miraba TV en el living, ellaapareció tambaleando desde el dormitorio. Su rostro estaba demacrado."Por favor, ven", me dijo. "Me tiembla todo el cuerpo."

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Cuando apoyé mi mano en su espalda, sentí los músculos sacudiéndose enespasmos bajo la piel. "Acuéstate y relájate", le dije. "Te sentirás mejor dentro deun rato."Ella me miró y volvió al cuarto. Quince minutos después la escuché levantarse,caminar hacia el baño... y gritar. Cuando llegué hasta ella, estaba tirada en el

suelo, inconsciente y sin firmeza alguna en el cuerpo. Cuando la levanté, sentí losmúsculos retorciéndose debajo de la piel.Entonces tuvo la convulsión. Su columna se puso rígida, y la cabeza se fueviolentamente hacia atrás. Al mismo tiempo todo el cuerpo se puso rígido y losojos le quedaron en blanco. La lengua se había dado vuelta para atrás,obstruyéndole la garganta.

Logré levantarla del suelo y repentinamente perdió fuerza una vez más, quedandocomo un peso muerto en mis brazos. La llevé al dormitorio y llamé a nuestrovecina, Edna Williamson, para que cuidara a las niñas mientras yo llevaba aArlene al Hospital St. Vincent. Para cuando terminé de hacer la llamada la

hospital, el cuerpo inconsciente de Arlene estaba sufriendo una nueva convulsión.El espasmo duró aproximadamente un minuto y luego se calmó. Momentosdespués comenzó otra vez.Edna llegó cuando yo ya había puesto a Arlene en el auto. La hicieron ingresar enel servicio de guardia del hospital; dos días después tuvimos el diagnósticodefinitivo. Era, sin lugar a dudas, esclerosis múltiple, con la posibilidad de que secomplicara con miastenia gravis.Hacía mucho tiempo yo le había dicho a Arlene: "Un día encontraré algo que nopueda superar yo solo, y cuando ese momento llegue, me convertiré en unapersona mejor." Este era el momento. Siempre había podido hacer todo lo quequería. Si necesitaba más dinero, podía salir y trabajar seis horas extras por día,

pero el simple hecho de ser fuerte no curaría a Arlene de su esclerosis múltiple.Había llegado al límite.La traje nuevamente a casa y contraté a una enfermera profesional que pasabaocho horas diarias con ella. Durante dos años nos mantuvimos con gran esfuerzo,pagando US$ 137,50 por semana a la enfermera, más los medicamentos quecostaban aproximadamente igual suma, más los viajes adicionales al hospital.Finalmente, recibí una llamada de la compañía de seguros, diciendo queestimaban que su obligación para con nosotros había concluido; de ahora enadelante tendríamos que costear todo nosotros solos.Al mismo tiempo yo me había encerrado en mí mismo por completo. Arlene habíapedido el divorcio y yo, con mi típica lógica alemana, no quise otorgárselo. Durantemuchas noches deseé poder salir de mí mismo y darle el apoyo que ellanecesitaba tan desesperadamente. Cómo deseaba poder abrazar a mis hijas ytraerlas cerca de mí. Pero no podía. Era fuerte, obstinado, y la muralla que habíaconstruido a mi alrededor era tan fuerte que tampoco podía escapar de eseencierro.Al salir de la oficina, un día, Dick Cross, que trabajaba en otra sección, me detuvoen el ascensor. Dick trabajaba para la división de Servicios Diversos paraInversores y dijo que hacía tiempo que quería hablarme sobre la inversión defondos mutuos. Yo no tuve valor para decirle que en este momento eso era lo que

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menos me interesaba, así que terminé comprometiéndome a recibirlo en casa ellunes a las 19:00. Sabía que Arlene iría a fisioterapia esa tarde, y pensaba recibira Dick, escuchar su perorata de ventas, y mandarlo de vuelta a su casa.Cuando Dick llegó, le expliqué brevemente cuál era nuestra situación. Él estabapor irse cuando Arlene volvió. Luego de algunos breves comentarios, Dick dijo en

forma bastante directa: "Supongo que sabes que la esclerosis múltiple esincurable"."Lo sé", dijo Arlene. "Pero creo que Dios puede sanarme.""Yo también lo creo", dijo Dick.Dick y Arlene se sentaron a hablar sobre el poder de Dios para sanar, durantecuatro horas. "Este hombre está completamente loco", pensé. "No se puede hablarde cosas como estas, por lo menos entre personas inteligentes." Pero Dick no eraningún tonto. Era un exitoso agente de inversiones que, además, creía en el podersobrenatural de un Dios personal. Era mi invitado, y aunque yo tenía deseos deecharlo a la calle, no pude hacer otra cosa sino sentarme y escuchar.Arlene le preguntó a Dick sobre su experiencia personal, y su historia fue casi más

de lo que yo podía comprender: Dick había sido muy similar a mí, tan inmerso ensus negocios que no tomaba conciencia de que su hogar se estabadesmoronando. Entonces, su pequeño hijo, David, había sufrido un serioaccidente mientras andaba en su bicicleta, que lo dejó en un estado muy grave,con un coágulo de sangre en el cerebro. Hubo que llamar a un neurocirujano paraatenderlo y operarlo en caso de que fuera necesaria una cirugía de emergencia.Luego de que se le tomaran algunas radiografías, David sufrió una serie deconvulsiones y entró en coma."Sé que tú no lo entenderás", dijo Virginia, la esposa de Dick, "pero he llamado aalgunos amigos y estamos orando. Hemos entregado a David en manos delSeñor."

Dick dijo que él no sabía de qué estaba hablando su esposa. Entonces recordóque muchos años antes, Virginia había confesado que había estado a punto desuicidarse, pero comenzó a asistir a los cultos de sanidad en la Iglesia Anglicana yhabía sido liberada espiritualmente.Minutos después de que Virginia dijera esas palabras a su esposo, el médicoapareció en el hall y dijo que aunque David había recobrado la conciencia, aún eranecesario operar. Sin embargo, su mejoría era franca y constante. Cuarenta yocho horas después, la crisis había sido superada. David había sido sanado.Desde ese momento Dick se convirtió en creyente. Su fe en Dios había crecidorápidamente, al ver muchas otras personas sanadas por el mismo poder de laoración.Si no hubiera invitado personalmente a Dick a venir a mi casa, habría creído queesta conversación había sido preparada especialmente para que yo la escuchara.Allí, sentado, escuchando hablar a Dick y Arlene, comencé a darme cuenta de queuno de mis problemas durante todos esos años había sido que yo siempre había"sufrido" de lógica: quería explicar las cosas científicamente. Dick, por otra parte,operaba sobre una base totalmente distinta: una base de fe. Él aceptaba las cosasen fe, como las decían las Escrituras. Algo le había sucedido a Dick Cross. Habíasido como yo, pero ahora era libre. En realidad, hasta amaba a personas quenunca había visto antes, como nosotros.

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Mientras la conversación entre Dick y Arlene continuaba animadamente, mi mentetrabajaba en otras áreas. Estaba tratando de definir, lógicamente, por supuesto,cuáles eran mis opciones. Había llegado al límite. O admitía que no había nadaque yo pudiera hacer, y me resignaba a que Arlene muriera, o ponía mi confianzaen los médicos, o admitía que había un Dios que estaba interesado en esta

situación. No podía aceptar lo primero; había comprobado que lo segundo no erasuficiente, lo cual me dejaba solamente con la tercera opción. .Qué haría con ella?Dick Cross era diferente de la mayoría de las personas que conocía. Ni siquierahabía mencionado a qué iglesia asistía. No trataba de lograr que nos uniéramos auna organización. Solamente hablaba sobre Jesús y sobre el poder del EspírituSanto. Cuando se fue, yo ya había decidido iniciar una honesta investigaciónsobre el poder de Dios.Comencé a la noche siguiente, después de la cena, leyendo la Biblia. La únicaBiblia que había leído hasta entonces era la versión King James. Pero alguien lehabía dado a Arlene una versión en paráfrasis. Mucho después que ella se fuera ala cama, yo seguía leyendo sus páginas, tratando de comprobar las cosas que

había escuchado decir a Dick.Al principio pensaba solamente en la sanidad de Arlene. Pero cuanto más leía laBiblia, más me daba cuenta de que también contenía la solución para misnecesidades personales... esas que nunca había contado a nadie.Dick y Virginia comenzaron a venir a casa regularmente. Aunque Dick se habíaconvertido hacía poco tiempo, se esforzaba por responder a todas mis preguntas.Finalmente sugirió que fuésemos con ellos a la clase que dictarían en la IglesiaCentral de la Asamblea de Dios.Entonces retrocedí. Las escenas que había visto en aquella iglesia en mi niñezaún estaban vívidas en mi mente. Pero Arlene quería ir, y finalmente acepté. Sinembargo, le dije que si ella caía al suelo como yo había visto que les sucedí a

otros en la iglesia, yo simplemente la dejaría ahí. El orgullo seguía ocupando eltrono en mi vida.La iglesia de la Asamblea de Dios era muy diferente de lo que yo esperaba. Elmaestro que enseñó esa noche dijo cosas que tenían sentido para mí. Dibujó unpequeño círculo en un pizarrón, que según dijo, representaba la vida de uncristiano. Rodeándonos, señaló, estaba el poder de Satanás. A medida quecrecemos en Cristo, nuestro círculo se agranda, empujando a los poderes de laoscuridad, extendiendo nuestra superficie y permitiendo que conquistemos elterreno que Satanás había dominado por largo tiempo. Este terreno, dijo elmaestro, contenía muchas cosas maravillosas, como una comunicación personalcon Dios, salud para el cuerpo físico y limpieza para el alma.Siempre había pensado que era nuestra responsabilidad sentarnos dentro denuestro pequeño círculo y "guardar la fortaleza". Ahora veía que Satanás estaba ala defensiva y que era nuestro privilegio ir afuera y poseer la tierra. Lógicamente,tenía sentido. Ni siquiera las puertas del infierno podrían prevalecer contra elpoder creciente, en expansión, del círculo.Al final del culto el ministro hizo un llamado a recibir a Cristo. Antes de que yosupiera qué pasaba, Arlene y Virginia caminaban hacia adelante. Virginia ayudabaa caminar a Arlene, para evitar que cayera. Comencé a sentirme incómodo. Envez de orar para que Arlene fuera sanada, el pastor puso su mano sobre la cabeza

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de mi esposa y oró para que ella fuera llena del Espíritu Santo. Empecé a ir haciaadelante, pero Arlene parecía estar en otro mundo. Virginia la sostenía (mepregunté si Arlene le había comentado lo que yo había dicho sobre dejarla en elsuelo si caía), y de la boca de mi esposa salían palabras pronunciadas en unextraño y melodioso idioma. Mi lógica ganó una vez más y me negué a aceptar lo

que oía. Esperé, y luego ayudé a Arlene a volver a su asiento. El orgullo impidióque le preguntara sobre la experiencia que había vivido. Dios aún tenía quequebrantarme antes de que pudiera escucharlo a Él por mí mismo.Dick y Virginia comenzaron a traernos libros "carismáticos", es decir, libros quehablaban de sanidades, el bautismo en el Espíritu Santo, los dones del Espíritu yla salvación. Uno de ellos fue el libro de Kathryn Kuhlman, Creo en milagros.Arlene no tuvo el valor de admitir que lo había leído hacía algunos años. Dado queella no veía bien, tuve que leérselo en voz alta. Dios tenía una hermosa manera deromper mi dura caparazón.Una noche, después de que Arlene se fuera a la cama, yo estaba sentado en elliving leyendo la Biblia. Era a principios de julio, aproximadamente un mes

después de la primera visita de Dick a nuestra casa. El aire acondicionado nofuncionaba y el calor se sentía en toda la casa... un calor como solo puede haceren Arkansas. Pero no me importaba el calor, solo la desesperación que había enmi corazón. Fianalmente, dejé de leer y puse el libro sobre mis rodillas. "Señor,"oré en voz alta, "necesito ayuda." Fue así de simple, pero era la primera vez queoraba pidiendo ayuda en toda mi vida. Desde ese momento las cosas comenzarona cambiar.Dos ataques más casi hicieron que Arlene quedara completamente fuera decirculación. El primero fue un bloqueo del corazón que casi la mató; luego unainsuficiencia coronaria la mandó otra vez al hospital por segunda vez en menos deun mes. Sin embargo, ya las cosas habían comenzado a cambiar.

Yo estaba con Arlene en el hospital, un domingo por la tarde, a mediados deagosto. Dick y Virginia llegaron, trayendo con ellos a una amiga, Leanne Payne,que había sido profesora de literatura en el Wheaton College, de Wheaton, Illinois,y ahora estudiaba otra carrera. Yo no lo sabía en ese momento, pero ellos habíanvenido a imponerle las manos a Arlene y a orar por ella. Dado que no estabaseguro sobre cómo reaccionaría yo ante una reunión de oración en el cuarto delhospital, Dick me invitó a tomar una taza de café mientras las mujeres sequedaban con Arlene, "charlando".Encontramos una mesa en la cafetería y casi inmediatamente Dick me contó quehabía sido "bautizado en el Espíritu Santo". Me dijo que le había sucedido en unsueño, y después, nuevamente, al día siguiente, mientras estaba despierto. Desdeentonces, me confesó, su vida rebosaba de gozo.Realmente no entendí lo que me decía. Lo único en que podía pensar en esemomento era que Arlene estaba allí en ese cuarto del hospital en el quinto piso, yque pronto terminaría la hora de visita.Tomamos el ascensor para ir al quinto piso. La puerta de la habitación de Arleneestaba cerrada. Me detuve un instante antes de entrar. Había una extraña quietud.Los sonidos normales del hospital, los tonos suaves de las voces femeninas en lasala de enfermeras, el sonido de los zapatos de goma sobre el piso de cerámica,el chirrido de los carritos que llevaban las asistentes, los

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altavoces que llamaban a los médicos y enfermeras, los sonidos de las radios ytelevisiones en otros cuartos, todos habían sido absorbidos por un gran vacío desilencio. Supe que Dios estaba detrás de esa puerta.La empujé y abrí. Arlene, vestida con su bata blanca del hospital, estaba acostada

en la cama. Los cables del monitor del corazón estaban pegados a su cuerpo.Virginia, de pie a la izquierda de la cama, y Leanne a la derecha. Habían puestosus manos sobre el cuerpo de Arlene y las tres oraban suavemente en un idiomaque no pude entender.Instantáneamente todos los cabellos de mi cuerpo se erizaron. Miré mis brazos; elvello estaba erizado como las púas de un puercoespín. Era como si hubierapisado un cable de alto voltaje, solo que no sentía shock ni dolor alguno; solo unapoderosa corriente de poder que recorría mi cuerpo.Las dos mujeres dejaron de orar y yo las acompañé abajo, al auto, donde Dick lasesperaba. Aún sentía esa fuente de poder dentro de mí, y seguí sintiéndola aundespués de llegar a casa.

Mi primer pensamiento fue que me había contagiado alguna extraña enfermedaden el hospital. Busqué en todos los diccionarios médicos que pude encontrar,esperando descubrir qué era lo que causaba ese hormigueo, lo que hacía que micabello se erizara. No encontré nada. Para el miércoles, ya el asunto no meimportaba, porque comprendía que durante estos últimos días me había sentidomás feliz que nunca antes en mi vida. Esa noche, sentado otra vez en el livingleyendo la Biblia, dejé a un lado el libro y dije en voz alta: "Señor, ¿es que tratasde decirme algo? Si es así, tendrás que hacerlo de forma que pueda entenderlo".Dick me había contado experiencias de personas que habían "probado" a Dios.Esto era algo nuevo para mí, pero necesitaba saberlo. "Señor," dije, "sabes quehace dos años que tengo estos dolores de nuca. Si es que tratas de decirme algo,

¿podrías quitármelos?"Fui a la cama y al despertar a la mañana siguiente, lo primero que hice fue ponerla mano en la nuca. Ya no tenía dolor alguno. Estaba sano. Por primera vez en mivida, supe, realmente supe, que Dios era real, y que yo le importaba.Mientras me afeitaba, mirándome al espejo, también se me ocurrió que si Diospodía curar el dolor de mi nuca, también podría curar a mi esposa. Tan repentinofue este descubrimiento que casi me corté la barbilla.Esa tarde, sin embargo, mientras estacionaba mi auto frente al hospital, loscabellos de mi cuerpo volvieron a su posición normal. También desapareció elhormigueo. Esto me aterrorizó, y pensé que seguramente había hecho algo que lehabía desagradado a Dios, pero al terminar de estacionar, sentí algo nuevo, aúnmás fuerte que lo anterior. Fue como si me hubieran echado encima un balde deaire cálido. No hubo truenos ni relámpagos, y no escuché nada con mis oídos.Pero dentro, muy dentro de mí, donde solo el espíritu puede oír, escuché una vozque decía: "Arlene se pondrá bien".Fue entonces que lo supe. No hubo ni un instante de duda. Lo supe con tantacerteza como si un ángel hubiera aparecido y se hubiera sentado en el capot demi auto. Arlene sería sanada.

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Aunque Arlene había sido muy fuerte hasta este momento, cuando llegué al cuartola encontré con el peor estado de depresión que jamás hubiera visto. El médicohabía dado el informe final. El patrón anormal de su electroencefalograma y lainsuficiencia coronaria no eran causados por la esclerosis múltiple. Volvió a surgirla fuerte impresión de que podría estar complicado con miastenia gravis. Arlene

estaba más débil, veía menos, y le era imposible pararse sin ayuda. Pero enmedio de toda esta situación, yo tenía una fe que no desaparecería. Sabía queella sería sanada.Arlene volvió a casa más enferma que nunca; ya casi no podía abandonar lacama, ni siquiera para ir al baño. Aun sus amigas, que habían sido muy optimistas,parecían deprimidas. Su estado empeoraba cada vez más.Un mes después yo estaba en la oficina y sonó el teléfono. Era Arlene. "Gil,Katrhyn Kuhlman estará en St. Louis el martes que viene. Quisiera ir."La lógica me dominó rápidamente y comencé a enumerar las razones por las queera imposible que ella fuera a St. Louis. Estaba a 650 km de distancia. No habíaninguna ciudad grande entre Little Rock y St. Louis, en caso de que se necesitara

ir a un hospital. Arlene debía estar cerca de los especialistas que la atendían aquíen Little Rock. Y si tuviéramos problemas con el auto y necesitáramos detenernosa un costado de la ruta...?Cuando terminé, lo único que escuché del otro lado de la línea fue el suave sollozode Arlene. "Por favor, Gil, es mi vida..."Sentí que volvía a entrar en mi caparazón. En vez de airarme, dije simplemente:"Hablaremos sobre esto cuando llegue a casa."Esa noche, Arlene en la cama y yo sentado en una silla a su lado, ella me contóque a principios de esa semana Edna Williamson había pasado a visitarla. Al verel ejemplar de Creo en milagros que Arlene tenía, Edna dijo: "Sabes, tengo otrolibro de Kathryn Kuhlman, Dios puede hacerlo otra vez. Me gustaría cambiártelo

por este."Avergonzada de decirle que ella ya no podía leer, Arlene aceptó el intercambio. Ala mañana siguiente Edna volvió. Ella y Arlene comenzaron a hablar sobremilagros, y por qué estos no sucedían en Little Rock. Arlene dijo que pensaba queel hecho de tener un ambiente de fe alrededor ayudaba mucho. Ni siquiera Jesúspudo realizar milagros en su pueblo natal, porque las personas decían: "No, no".Mi esposa agregó también que ella creía que jamás podría estar en un culto enque todas las personas estuvieran en un mismo espíritu, esperando, creyendo queDios la tocaría y la sanaría.Esa mañana Virginia Cross entró y tiró la noticia como una bomba: "KathrynKuhlman va a realizar un culto de milagros el próximo martes en St. Louis."Arlene jamás había estado en una de esas reuniones, así que no tenía la menoridea de lo difícil que sería entrar. Estaba decidida a ir. "Creo que Dios me estádiciendo que vaya a St. Louis", afirmó."Quizá Dios te haya dicho que vayas," dije, "pero no me dijo a mí que te llevara."Apenas pronuncié estas palabras, todos los cabellos de mi cuerpo se erizaron otravez. Traté de hablar, pero mi lengua se negó a moverse. Finalmente, con la boca ylos ojos muy abiertos, me aclaré la garganta y en una voz que parecía venir delotro extremo de la casa, dije: "Está bien, iremos".

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Kathryn Kuhlman 

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El rostro de Arlene reflejaba una mezcla de gozo y sorpresa. "Oh, Gil..." Pero yoya estaba de pie, y salía tambaleándome de la habitación.Ya sabía que lo mejor sería no discutir más. ¡Estaba en la presencia del Señor!Salimos el siguiente domingo por la noche, después de que volví a casa deltrabajo. Arlene iba echada en el asiento posterior del auto. Pasamos la noche en

Poplar Bluff, Missouri, y llegamos a St. Louis aproximadamente al mediodía delmartes. Yo no conocía la ciudad en absoluto, por lo que seguimos la carreterahasta el centro de la ciudad. Salimos en Market Street, y repentinamente nosencontramos frente al auditorio. La reunión no comenzaría hasta las 19:00, peroya había una gran cantidad de gente esperando ante las puertas cerradas.Comencé a temer que nos hubiéramos lanzado a hacer más de lo que podíamos.Pero Dios había ido delante de nosotros. El Holiday Inn de Market Street nos diosu última habitación libre. Minutos después, Arlene descansaba cómodamente, yel gerente del hotel había prometido llevarnos en su auto al auditorio, a las 16:30.Era un día húmedo y tremendamente caluroso en St. Louis, con una temperaturade aproximadamente 40°. Yo había traído un par de sillas de jardín, pero no fueron

de gran ayuda. Arlene había estado en cama desde que tuviera sus primerosproblemas de corazón, en julio, y estábamos a 19 de setiembre. En los últimosdías ni siquiera salía de la cama para comer, pero aquí estaba, a más de 600 kmde casa, sentada en una sillita de jardín en la acera, bajo el sol ardiente. Yo temíaque no llegara a entrar al auditorio.La gente que esperaba junto a nosotros se dio cuenta del estado de Arlene. Alcontrario de lo que suele suceder cuando la gente se amontona a la entrada de unestadio de fútbol, se turnaban para apantallar a Arlene y traerle bebidas frías. Laspuertas laterales donde se alineaban las sillas de ruedas se abrieron a las 18:00.Fui hacia el ujier que estaba a cargo de la entrada y le rogué que dejara entrartambién a Arlene. "Lo lamento, amigo, tengo órdenes estrictas. Solo quienes están

en sillas de ruedas pueden entrar ahora." Y cerró la puerta con firmeza. Ladesesperación y la frustración de antaño comenzaron a crecer dentro de mí unavez más. El estado de Arlene naturalmente requería del uso de una silla deruedas, pero su temor de volverse demasiado dependiente de ella había evitadoque le comprara una. Quise huir. No podía soportar la visión de todas estaspersonas que sufrían. Eran como los enfermos que seguramente se agolpaban

  junto al estanque de Betesda. Pero, enfermos como estaban, cantaban y seayudaban mutuamente, llenos de gozo. Volví junto a Arlene, decidido a noapartarme de su lado.Diez minutos después las puertas se abrieron, y la marea humana que corríahacia el interior nos arrastró. Yo nunca había visto nada como esto. Momentosdespués estábamos sentados exactamente en el centro del enorme auditorio. Uninmenso coro ya estaba sobre la plataforma, practicando, y hasta los asientosparecían hervir de expectativa y poder. La señorita Kuhlman, con un vestidoblanco y vaporoso de mangas largas, estaba parada en el centro de la plataforma."El Espíritu Santo está aquí", susurró, en voz tan baja que tuve que esforzarmepara escucharla. Mientras esperábamos, sucedió otra vez: ese silencio que habíaexperimentado en el corredor, cuando esperaba fuera del cuarto de Arlene en elhospital, pareció asentarse sobre el inmenso auditorio. En la masa de gente queocupaba el lugar debe de haber habido toses, pies que se arrastraban, ruidos de

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Kathryn Kuhlman 

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papeles... pero yo no escuché nada de eso. Estaba envuelto en un suave mantode silencio.La señorita Kuhlman estaba de pie en el centro de la plataforma, con la manoizquierda en alto, su índice señalando al cielo. Su mano derecha descansabasuavemente sobre una vieja y gastada Biblia apoyada sobre el púlpito. Y había

silencio, un silencio como el que seguramente habrá en el cielo después de que seabra el séptimo sello.La señorita Kuhlman no era en absoluto lo que yo había esperado. Era cálida yamigable, informal. Recibió a la gente y los hizo sentir como en casa. Después sevolvió hacia los costados y movió los brazos mientras presentaba a su concertistade piano, Dino."¿Sabes quién es?", preguntó Arlene mientras el apuesto joven de cabellososcuros tomaba asiento frente al piano. "Cierta vez quise escuchar buena músicade piano y telefoneé a la librería bautista. Ellos me enviaron algunas grabacionesde Dino. Todo este tiempo he escuchado su música, y ni siquiera sabía queacompañaba a Kathryn Kuhlman."

La señorita Kuhlman comenzó a predicar, pero no era como ninguna otrapredicación que yo hubiera escuchado antes. Hablaba sobre el Espíritu Santocomo si fuera una persona real. Mientras escuchaba, comencé a comprender queella no solo lo conocía personalmente, sino que caminaba con El día a día. No eraextraño que fuera tan real para ella; lo conocía mejor que a cualquier hombre en elmundo.Repentinamente, se detuvo, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando.¿Lo estaría escuchando? Me esforcé para ver si yo también podía oírlo. Entoncesella levantó el brazo y señaló hacia arriba, a la izquierda."Hay alguien allí arriba, en esta sección que acaba de ser curado de cáncer en elhígado."

Me di vuelta en mi asiento y traté de mirar hacia arriba. ¿Era verdaderamente elEspíritu Santo quien le había dicho eso? ¿Le habla Él a la gente de forma quepuedan saber cosas como esas?Todo esto de las enfermedades y las sanidades sucedía tan rápidamente que micabeza bailaba. Las personas comenzaban a bajar por los pasillos, yendo hacia laplataforma para testificar de lo que habían sido sanados. Cuando recibió al primerhombre que pasó a testificar, Kathryn Kuhlman actuó como si hubiera sido elprimer milagro que había visto en su vida. Seguramente, pensé, esta mujer havisto cientos de miles de personas sanadas, pero está tan entusiasmada como sifuera la primera vez. ¿Es este el secreto de su ministerio, que no ha perdido lacapacidad de maravillarse?La señorita Kuhlman habló con el hombre por un momento y luego comenzó a orarpor él. "Padre Santo...", dijo, y el hombre cayó al suelo. Lo mismo sucedió con lasegunda persona que pasó a la plataforma. Y la siguiente, y otra más. Traté decomprenderlo lógicamente, pero lo que sucedía desafiaba toda la lógica. Era comosi Dios estuviera diciéndome: "Hay algunas cosas que no puedes comprender, y elpoder de mi Espíritu Santo es una de ellas."A medida que el culto se desarrollaba, algo sucedía en mi interior. Estabasuavizándome. Como una dura esponja a la que se la coloca debajo del agua,sentí que me volvía muy blando y suave. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y

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Kathryn Kuhlman 

53 Nada es Imposible para Dios

comencé a orar por otras personas, que yo no conocía, en el culto. Mientrasoraba, sentí que fluía el amor. Era una experiencia nueva y magnífica.Mis oraciones se concentraron luego en Arlene, que estaba sentada junto a mí, yle rogué a Dios que la sanara. En todos estos años de matrimonio, era la primeravez que quería orar por ella. Había creído que ella sería sanada; sabía que Dios

nos había guiado. Pero nunca mi corazón se había ablandado lo suficiente comopara salir de mí y pedirle al Señor que la tocara y la sanara.Casi instantáneamente Arlene se apoyó en mí. "Sientes la brisa?""Siento una brisa", susurró ella, "una brisa suave y acariciante en todo mi cuerpo."Miré a mi alrededor, pero no había lugar alguno de donde pudiera provenir labrisa. Dejé de prestarle atención y miré nuevamente hacia la plataforma. Una

 joven sentada aproximadamente cinco filas de asientos más adelante estaba dadavuelta hacia nosotros, tratando de hablar con Arlene. "¿Está el Señor obrando enusted?", le preguntó, en voz tan alta que todos la escuchaban claramente.Un poco avergonzada, Arlene respondió en un susurro: "No lo sé".La joven, totalmente desconocida para nosotros, preguntó: "¿Cuál es su

problema?""Dígale que tengo esclerosis múltiple y problemas de corazón", le susurró Arlene ala señora que estaba sentada junto a ella.La joven no se quedó satisfecha con eso. Siguió enviando mensajes. "Pregúntelecómo se sentía cuando entró.""Apenas tuve fuerzas para entrar", dijo Arlene. "Pregúntele cómo se siente ahora",dijo la joven, casi gritando.Estas interrupciones ya estaban comenzando a molestarme, y me volví parapedirle a Arlene que se callara. Ella miraba sus manos, atónita. "Los temblores",murmuró con voz temblorosa. "Desaparecieron. Ya no estoy inflamada. Veo bien.Mis ojos están bien otra vez."

La joven estaba a medio incorporarse ya, inclinándose sobre las personas de laotra fila, muy entusiasmada. "Tiene que ir al frente," gritó, "y aceptar su sanidad."En ese mismo momento Arlene se puso de pie, pasó por encima de mí, pisandolos pies de los que estaban en el camino, saliendo de la hilera de asientos hacia elpasillo. Apenas capaz de respirar, yo también comprendí que ella había sidosanada.La seguí con los ojos mientras bajaba por el pasillo hacia el frente. Un ujier ladetuvo por un instante, y luego le hizo señas de que continuara. Arlene subió lasescaleras hasta la plataforma como una mujer normal. Los espasmos, lostemblores, las convulsiones habían desaparecido. Como el hombre junto alestanque de Betesda, había esperado que un ángel removiera las aguas para queella pudiera entrar... hasta que finalmente comprendió que no necesitaba elestanque; al único que necesitaba era a Jesús. Había sido sanada por su mano.La plataforma estaba llena de gente y el culto estaba por concluir. Arlene no logróllegar al púlpito para testificar de su sanidad. Pero no importaba. Mientras elmajestuoso coro comenzaba a cantar, Arlene se paró en el otro extremo delescenario, apoyada contra el piano, y con el rostro luminoso, su voz se unió a lasdel coro cantando las palabras del viejo himno:"Aunque Satanás me sacuda y vengan las pruebas, esta bendita confianza tendré,que Cristo ha visto mi estado de angustia y su sangre vertió por mi alma."

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El culto había terminado, Kathryn Kuhlman ya salía de la plataforma, pero al pasar  junto a Arlene se volvió ligeramente y estiró la mano en un gesto de oración.Instantáneamente Arlene cayó al suelo. Pero esta vez yo sabía que no era por laesclerosis múltiple, sino por el poder de Dios.El auditorio estaba lleno de música. Miles de personas entonaban una y otra vez

"Aleluya", con las manos levantadas. Nunca había visto a nadie alzar así lasmanos, pero antes de que pudiera entenderlo, mis manos también estaban enalto, haciendo lo mismo que ellos hacían: alabar al Señor.Finalmente Arlene logró volver a su asiento. Parecía que nadie quisiera irse. Laspocas veces que yo había ido a la iglesia, apenas el pastor decía "Amén", la gentesalía corriendo hacia la puerta. Pero esta gente no se quería ir. Querían quedarse,abrazarse y cantar. Gente que yo no conocía en absoluto venía y me abrazaba.Todos decían: "¡Alabado sea el Señor!", y "¡Aleluya!"Estábamos a siete calles de distancia del hotel, y el gerente había prometido venira buscarnos si lo llamábamos por teléfono. Arlene sonrió. "Caminemos", dijo. Yeso hicimos.

Al volver a la habitación le recordé que debía tomar su medicina anti convulsiones.Si no lo hacía, podría sufrir convulsiones que la matarían antes de que fuera denoche."Creo que Dios me ha sanado verdaderamente", dijo mirando los frascos demedicinas, "y no necesito más esto.""Eso es entre tú y el Señor, querida", le dije. No tomó la medicina... y no ha vueltoa tomarla desde entonces.Una semana después Arlene literalmente irrumpió en el consultorio de suneurólogo. La semana anterior casi habíamos tenido que entrarla en camilla. Elmédico la miró y exclamó: "¡Algo le ha sucedido! elQué fue?""He sido sanada, doctor", dijo ella. "Fui a un culto de milagros en St. Louis. Sabía

que usted me lo prohibiría, así que fui al Jefe Máximo, y le pregunté a Él."El médico prácticamente se tragó su pipa, pero debió reconocer que habíasucedido algo maravilloso.Controló los reflejos de Arlene, su visión, hasta la hizo saltar por el consultoriopara observar su coordinación. Finalmente volvió a sus papeles sacudiendo lacabeza.

"En mis veinticinco años de práctica de la medicina, he visto sólo tres casos queno tenían explicación médica. Sé que hay posibilidad de remisión en la esclerosismúltiple, pero esto es otra cosa. Tiene que ser de Dios."Juntos rieron gozosamente. "No sé qué hizo usted, o qué está haciendo", agregóél. "Pero sea lo que fuere, continúe haciéndolo. Y no olvide agradecer a Dios todaslas noches."Parecería que la sanidad de Arlene sería el clímax de nuestras vidas. Pero solofue el comienzo. Tres meses después entré en la plena dimensión del poder delEspíritu Santo. Estaba en una pequeña reunión hogareña de oración, y el maestrohabló sobre la ocasión en que Pedro, impulsado por el Señor, caminó sobre lasaguas. Luego dijo: "Todos tenemos dos opciones. O nos quedamos tranquilos ennuestro bote, o saltamos al agua y vamos hacia Jesús. Si no lo has hecho antes,este es el momento de saltar."

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55 Nada es Imposible para Dios

Y yo salté. ¡Literalmente! Salté de mi asiento, y aterricé con ambos pies en elcentro de la habitación. "Yo lo quiero", dije. "Lo quiero ahora." Y lo decía en serio.Alguien trajo una silla. Me senté, y luego todos se pusieron a mi alrededor eimpusieron sus manos sobre mí. Un pastor bautista, de voz suave y cabellosblancos, comenzó a orar, y en ese momento mi vida dio un vuelco total. Al

contrario de esas primeras experiencias en que el Espíritu Santo vino sobre mí,haciendo que todos los cabellos de mi cuerpo se erizaran, esta vez Él vino dentrode mí... y el cambio ha sido permanente.La otra noche, sentados a la mesa antes de la cena, en familia, tuvimos nuestrotiempo de oración acostumbrado. Cada uno leyó un versículo de la Biblia, nostomamos de la mano, y luego, uno por vez, oramos en forma individual. Alterminar, vi que Arlene tenía lágrimas en los ojos."Hace mucho tiempo, Gil," me dijo suavemente, mientras nuestras hijasescuchaban, "te dije que para mí, tener una familia cristiana, con el padre comosacerdote del hogar, sería el cielo. Aunque no hubiera sido sanada, solo ser partede esta maravillosa familia habría valido la pena. Realmente el cielo ha bajado a la

Tierra."Arlene tiene razón. El cielo bajó a la Tierra. Cada reunión de la familia se convierteen un culto de adoración. Arlene y yo nos turnamos para enseñar en una clasebíblica en nuestra Iglesia Metodista, y cada vez asiste más gente. Creo que estáncomo estábamos nosotros, deseosos de oír hablar sobre el poder del EspírituSanto, que no solo cura cuerpos enfermos, sino también maridos enfermos.

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CAPÍTULO 6DILE A LAS MONTAÑAS

Linda Forrester

Linda y John (Woody) Forres ter viven en Milpitas, una zona residencial al sudestede la Bahía de San Francisco, en California, al pie de Monument Peak. Woody esprogramador de computadoras en la vecina ciudad de San José. Tienen dos hijas,Teresa y Nanci.

La montaña siempre ha estado ahí. Se yergue como un monumento solitario,ochocientos metros por encima de la cuenca de la Bahía de San Francisco. En elinvierno, a veces está cubierta de nieve; en verano, un césped amarronado lacubre por sectores. Está a menos de 16 km de nuestra casa, en terreno llano, ymuchas veces las nubes o el smog la cubren parcialmente. Pero siempre está ahí,perfilándose amenazadora ante nosotros.

Los que han nacido en la zona del sur de la bahía aparentemente no le danimportancia. La lluvia la erosiona. El Sol hace brillar sus perfiles desnudos.Algunas pocas almas valerosas suben a su cima. Pero es como que simplementeestá allí, y siempre estará. Nada puede quitarla. Es como la enfermedad. Desdeque Adán pecó, la enfermedad ha estado siempre con nosotros. El hombre haaprendido a vivir con ella. Algunos tratan de esconderla en las nubes, simulandoque no está allí, enseñando que la enfermedad no existe. Otros la ignoran, con laesperanza de que no tocará su casa. Muchos han tratado de conquistarla pormedio de la medicina y las investigaciones. Casi todos la aceptan, sin embargo,como aceptan la montaña que domina el paisaje de la vida y que desafía a

quienes tratan de echarla al medio del mar.Yo era uno de esos que temían a la enfermedad y trataba de ignorarla. La gentede nuestra familia no se enfermaba con frecuencia. Si alguien se enfermaba,encontrábamos alguna inyección o una pastilla que lo curaba. Hasta que Nanci seenfermó. Esta vez, las cosas fueron distintas.Nanci, nuestra hijita de quince meses, había sido muy activa desde que comenzóa caminar. En realidad, nunca caminaba; corría. Pero últimamente habíacomenzado a actuar en forma extraña. Se caía con frecuencia, y de cada caída lequedaban feos hematomas. Llegó a estar cubierta de hematomas, como si lahubieran golpeado mucho.Un lunes por la mañana, en 1970, Nanci despertó con una altísima fiebre.

Comencé a darle aspirinas para bebés, pero al segundo día la temperatura habíasubido a más de 40° y no bajaba. Llamé a Woody a su oficina en San Jose, y medijo que la llevara al servicio de guardia del Hospital Kaiser, en Santa Clara. Nancihabía nacido allí, y conocíamos a varios médicos y enfermeras.Un joven médico la examinó en la sala de emergencias. Encontró una infección ensus oídos y en su garganta, por lo cual prescribió algunos medicamentos y nosenvió de vuelta a casa. Dos días después la fiebre no había bajado y la llevénuevamente al hospital. Siempre antes habíamos podido superar las

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57 Nada es Imposible para Dios

enfermedades tomando medicamentos. Pero esta vez la enfermedad parecíaerguirse ante nosotros, inconquistable.Durante la semana noté algo más. Nancy tenía una pequeña ampolla de sangreen la ingle. El primer día que la vi, tenía el tamaño de una cabeza de alfiler. Ahorahabía crecido hasta ser del tamaño de la uña de mi dedo meñique. El médico la

observó, dijo que era probablemente un furúnculo que luego maduraría, nos diomás medicamentos y nos envió nuevamente a casa.El sábado por la mañana yo estaba al borde del pánico. A pesar de toda lamedicación, Nanci estaba peor que nunca. "Tenemos que llevarla otra vez alhospital", dijo Woody.Teresa se sentó en el asiento trasero y yo llevé a Nanci en mis brazos hasta quellegamos a Santa Clara.Ella siempre había sido inquieta y movediza. Esta vez se quedó en mis brazoscasi sin moverse, demasiado débil incluso para lloriquear. Su cuerpo ardía defiebre.El doctor Feldman la examinó brevemente con mi rada preocupada. "Este

medicamento tendría que haber hecho desaparecer la fiebre. No me gusta elaspecto de ese furúnculo, tampoco. Llévela arriba, haga que le tomen este análisisde sangre, y luego baje y espere aquí."Después de recibir el resultado de los análisis, el doctor Feldman apareciónuevamente. Noté en su rostro que estaba preocupado. "Nanci tiene una anemiaaguda", dijo. "Quiero que la internen en el hospital."Eso me alivió. Había temido que le dieran otra cantidad de píldoras y jarabes y lamandaran de vuelta a casa. La anemia no me parecía muy grave, y yo estabacontenta de que la cuidaran en el hospital. La responsabilidad de velar por unacriatura muy enferma yo sola, me atemorizaba.La médica de guardia en la sala de pediatría era la doctora Cathleen O'Brien, que

había atendido a Nanci desde que la pequeña nació. "Esta tarde le haremos unexamen físico completo", dijo. "No quiero que se queden aquí. Pueden volver a lasseis de la tarde y entonces la verán."Dejamos a Teresa con una vecina y volvimos al hospital al atardecer. Al entrar enel cuarto de Nanci, sufrí un shock. Estaba acostada de espaldas en su cuna, contubos inyectados en ambos brazos. Tenía los ojos cerrados.La doctora O'Brien apareció en la puerta. "Linda, quisiera verlos a usted y aWoody en mi consultorio. Tenemos algunos resultados de los exámenes."Sentí que el corazón me golpeaba el pecho mientras la seguíamos por el corredor.La doctora O'Brien nos indicó dos sillas con un gesto. Cuando la miré y vi lágrimasen sus ojos, mi propio temor casi se convirtió en un grito."Esta tarde, después de que ustedes se fueron, Nanci perdió sangre por la nariz, yluego evacuó dos veces con sangre. Aún no hemos detectado el problema, peropuede ser una de dos cosas: o un tumor canceroso tan expandido que esintratable, o tiene leucemia."Escuché a Woody contener la respiración apretando los dientes. Le tomé la manoy sentí que comenzaba a temblar. "Oh, no", tartamudeó. "Oh, por favor, no." Quisellorar, pero Woody ya se había desmoronado. Yo sabía que uno de nosotros teníaque conservar algo de fortaleza. Miré a la doctora O'Brien.

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58 Nada es Imposible para Dios

"Todas las señales apuntan a la leucemia", dijo. "Vamos a hacer un examen demédula en unos minutos, pero si lo desean, pueden ir y verla primero."Me volví hacia Woody. "Por favor, llama al pastor Langhoff. Pregúntale si puedevenir." Es extraño cómo la gente vive como lo habíamos hecho nosotros, como siDios no existiera. Pero cuando estamos frente a frente con la muerte, buscamos

ayuda espiritual.Yo había sido criada como católica romana. Cuando conocí a Woody, después dedivorciarme, acordamos llegar a un punto medio entre mi fe católica y su feevangélica, y nos unirmos a una Iglesia Luterana en Milpitas. Pero rara vezasistíamos a los cultos. No sabíamos casi nada de Dios. Nunca leíamos la Biblia niorábamos. Pero al enfrentar la muerte, llamábamos a la única persona queconocíamos que supuestamente conocía a Dios: el pastor Langhoff, de la IglesiaLuterana Reformada.El pastor Langhoff, que ya era anciano, había estado muy enfermo. En realidad,salió de la cama para venir al hospital esa noche. Nos ministró como un padreministraría a sus hijos, y se quedó con nosotros cuando la enfermera vino para

llevarse a Nanci para hacerle el examen de los huesos de la médula.Yo sabía lo que iban a hacer. Había visto la larga aguja que insertarían en elhueco de su cadera para extraer un poco de médula. Me quedé en el cuarto,estremeciéndome al oír sus gritos de dolor.Woody y el pastor habían salido al hall para hablar. Yo estaba sola en el cuarto.De repente, tuve conciencia de una presencia espiritual por primera vez en mivida, una sensación de que el Hijo de Dios estaba allí. Yo no conocía a Jesucristo.Solo había escuchado hablar de él, y no mucho. Pero por un momento Jesúsestuvo en ese cuarto conmigo.Media hora después la doctora O'Brien volvió. "Lo siento", dijo. "Definitivamente,es leucemia."

Rompí a llorar, pero cuando noté la agonía que estaba viviendo Woody, merecompuse. No tenía nadie a quien aferrarme. La doctora O'Brien dijo quepodríamos quedarnos todo el tiempo que quisiéramos, pero yo tenía la horriblesensación de que Nanci moriría esa noche, y no quería estar allí cuandosucediera. Quería huir. Pero, ¿adónde huir cuando la montaña me rodeaba portodas partes?Salimos del hospital y fuimos a casa. La Luna estaba saliendo por encima deMonument Peak, que se levanta sobre nuestra casa, al este. La enfermedad deNanci era como esa sólida montaña. Podíamos gritarle, patearla, cavarla, ponerledinamita. Pero allí estaba ella, inamovible.Nuestra vecina nos llamó apenas llegamos. "¿Cómo está Nanci?", preguntóalegremente. "Espero que todo ande bien.""¡No!" grité por el tubo del teléfono. "Tiene leucemia."Hubo una larga pausa, y luego, una suave voz del otro lado de la línea mepreguntó: "¿Quieres que vaya a verte?""No", dije, recobrando el control. "Necesitamos estar solos. Si puedes quedartecon Teresa esta noche, te veremos en la mañana."Pasamos la noche en casa, junta pero solos. Queríamos acercarnos el uno al otropero, despojados de todo lo superficial, descubrimos que no nos conocíamos.

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Kathryn Kuhlman 

59 Nada es Imposible para Dios

Éramos dos mortales solitarios enfrentados a una situación imposible,deslizándonos lentamente por el sumidero.Caminé de cuarto en cuarto por la casa en semipenumbras. Durante largosmomentos me detuve en la puerta del dormitorio de Teresa, mirando su camitablanca apoyada contra las paredes color lavanda. ¿Era que Dios me castigaba por

haberme divorciado? Teresa era hija de mi primer matrimonio. ¿Se iba a llevarDios a Nanci para castigarme? "¿Por qué, Dios? ¿Por qué?", lloré. "¿Por qué lehiciste esto a mi hijita? Ella es tan pequeña, tan indefensa. ¿Por qué eres tan cruely nos torturas de esta forma?"Me volví y fui hacia el cuarto de Nanci. La Luna se reflejaba por detrás de la cimade la montaña en el cuarto de brillante color amarillo, ahora tan quieto y desolado.La cama todavía estaba sin hacer desde la mañana. Me agaché y recogí un patitode goma del suelo. Lo apreté, y silbó. Mentalmente, recordé los cientos de vecesque Nanci lo había apretado mientras yo la bañaba, y el patito hacía burbujasdebajo del agua. Suavemente, coloqué el patito de goma en un estante y tomé elcerdito rosa de piel. Le di cuerda y comenzaron a sonar unas sencillas notas:

"Cuando la rama se rompa, la cuna caerá... vendrá, nena..."Empecé a gritar a las paredes y salí del cuarto hacia la cocina. Woody estabasentado a la mesa, con la mirada perdida en la oscuridad. Eran casi las tres de lamadrugada, y era imposible dormir."Tenemos que armar un plan de acción", dijo Woody. Sus palabras sonabanhuecas y mecánicas. "Tenemos que ser positivos. No podemos dejar que nuestraactitud mental afecte a Nanci. Aunque por dentro estemos destrozados, tenemosque sonreír ante ella."Qué vacío, pensé. Qué falso. Pero no teníamos nada más. Acordamos que esosería lo que haríamos.A la mañana siguiente (era domingo), volvimos al hospital.

"Está muy mal", admitió la doctora O'Brien. "Pero es pequeña, y eso juega a sufavor. Deberíamos lograr que la enfermedad retroceda pronto. Aun así, no esconveniente que abriguen esperanzas.""Cuánto le queda?", quise saber. La pregunta sonó melodramática como en unamala película."Si podemos hacer que la enfermedad retroceda inmediatamente, podría durar dosaños", dijo, esperanzada, la doctora O'Brien. "Pero estos niños duran un año conla enfermedad contenida y después decaen rápidamente."Fuimos a ver a Nanci. Le estaban dando una transfusión de sangre. Unhematólogo vendría desde Stanford para ayudar a dar un diagnóstico final. Nosdijeron lo que podíamos esperar: más exámenes de médula, muchas mástransfusiones de sangre."Cómo mueren?", susurré. Mientras formulaba la pregunta, me di cuenta de quementalmente ya había convertido a Nanci en un objeto, una tercera persona queestaba preparándose para desaparecer.La doctora O'Brien fue muy suave: "Generalmente, cuando una criatura pequeñamuere de leucemia, es debido a un ataque. Podría ser que sufra un poco, pero noserá por mucho tiempo."Woody y yo habíamos asistido a sesiones de Encuentro Matrimonial en nuestrovecindario. Nuestro matrimonio había sido difícil, y habíamos llegado a este

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particular nivel de humanismo para tratar de encontrar ayuda. Una de las parejasde Encuentro se enteró de lo que le sucedía a Nancy y nos llamaron. Su pequeñahijita acababa de morir de leucemia, y querían venir para contarnos susexperiencias.Fue horrible, pero nos dijimos que necesitábamos saberlo para estar preparados

cuando llegara la muerte. Nos contaron todos los detalles: cómo las drogas habíanhecho que su hijita se hinchara, cómo había perdido el cabello, su intensa agonía,su muerte. Nos contaron lo que podíamos esperar de nuestras relaciones mutuasy con nuestra familia. En ningún momento dijeron algo que pudiera proyectaralguna esperanza.Los médicos habían logrado controlar la leucemia en Nanci. Para la segundasemana, estaba en estado de remisión temporaria, y las drogas la mantendrían asíhasta que se produjera el ataque final, fatal, furioso. Pero la ampolla de sangre,que ahora llamaban úlcera de sangre, había crecido hasta cubrir todo un lado dela ingle de la niña. Los médicos decían que era un "efecto secundario" de laleucemia, y que contenía un germen que podría matarla. Irónicamente, el único

medicamento que podría curarlo era fatal para la mayoría de quienes sufrían deleucemia.Una noche, después de que Teresa fuera a dormir, Woody y yo nos sentamos a lamesa de la cocina. Habíamos llorado hasta quedar sin lágrimas. Finalmente, dije:"Woody, probemos con Dios"."zQuieres decir que la llevemos a uno de esos que curan por fe?", dijo condesaprobación en su voz."Claro que no", exclamé. "Esa gente son un montón de charlatanes."Woody estaba perplejo. "Pensé que habías dicho que querías probar con Dios.""Quiero decir que oremos", dije."Pero yo no sé cómo orar."

"Yo tampoco", dije, "pero tenemos que hacer algo."Él asintió. Yo tomé su mano y murmuré unas pocas palabras. "Dios, por favor, queencuentren algo con qué tratarla."Fue un comienzo tan débil... como tirar piedras a la montaña, con la esperanza deque se levantara y huyera. Pero era un comienzo, y a la mañana siguiente, cuandollegamos al hospital, la doctora O'Brien sonreía por primera vez."Buenas noticias", dijo. "En Stanford descubrieron una droga para tratar la úlcera.Es un pequeño milagro."El cirujano de Kaiser abrió la úlcera, y a esto le siguieron meses de dolorosostratamiento. Sin embargo, Nanci mejoraba.El primer encuentro con la oración me convenció de que había más poder a mialcance del que había imaginado. Comencé a orar cada día antes de ir a ver aNanci.Entonces sucedió algo. Una de nuestras vecinas estaba en la misma asociaciónde padres y maestros que yo. Una tarde, después de hablar de los asuntos de laasociación, me dijo: "Sabes, Linda, Dios te ama, y ama a Nanci".Eso me tocó. Nadie me había dicho eso de mí jamás, ni tampoco de Nanci. Era unconcepto nuevo y maravilloso. Dios me amaba, como persona. Y amaba a Nanci."La Biblia está llena de relatos de Jesús sanando gente", siguió diciendo ella. "Laiglesia a la que voy no cree que Jesús sigue sanando, pero yo sí. Creo que si Dios

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Kathryn Kuhlman 

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te ama, también puede sanarte." Sus palabras fueron como una luz en un cuartooscuro. Entonces comencé a abrirme camino hacia esa luz.Muchos años antes, cuando estaba tramitando mi divorcio, había pedido unaBiblia en Sears Roebuck. En ese momento pensaba que me daría suerte teneruna Biblia en la casa. Ahora comprendía que la Biblia era mucho más que un

amuleto de buena suerte. Fui y abrí el cajón de mi armario, la encontré, y meprometí a mí misma que leería un capítulo por día, comenzando con el evangeliode Lucas.Casi inmediatamente, de mi subconsciente, saltó un versículo del pasado a mimente. No sabía dónde buscarlo, ni siquiera si estaba en la Biblia. Pero una y otravez, día tras día, resonaba en mi mente: "Al que a mí viene, no le echo fuera".Empecé a pasar más tiempo en oración. Visitaba a Nanci en el hospital todas lasmañanas, y luego, después de almorzar, leía el capítulo de la Biblia y oraba antesde que Teresa volviera de la escuela. Este tiempo se convirtió en una parte del díamuy importante para mí.

Una tarde mi vecina me preguntó si alguna vez había oído hablar de KathrynKuhlman. "Ella cree en milagros", me dijo.La miré. "No me digas que crees en la sanidad por fe", le dije con voz llena desarcasmo.Sonrió dulcemente. "Antes de juzgar, ¿por qué no sintonizas tu radio en KFAX?"Confié en ella, y al día siguiente volví del hospital con tiempo suficiente como paraescuchar la emisión de las 11:00. Me gustó lo que escuché. La señorita Kuhlmanhablaba de una experiencia que ella llamó "nuevo nacimiento". Aunque yo no teníaidea de qué sería eso de lo que hablaba, de alguna forma sonaba cierto. Me gustóespecialmente su manera positiva y feliz de hablar. Muchos de mis amigos erannegativos. Un pastor con el que habíamos hablado en el hospital hasta nos había

sugerido que "la muerte es la mejor cura de todas". Yo necesitaba oír una vozpositiva, que apuntara a la luz en vez de las tinieblas.Un día, después de escuchar la transmisión, que duraba media hora, abrí la Bibliapara leer un capítulo de Lucas. Casualmente, era el relato de la crucifixión deJesucristo. Mientras leía, me inundó la comprensión profunda de la verdad. Jesúshabía muerto por mí. Eran mis pecados los que lo habían llevado a la cruz. Élhabía muerto porque me amaba. Comencé a sollozar. "Oh, Dios, lamento quehayas tenido que morir por mí."Pero al mismo tiempo que lo decía, un gozo y una sensación de bienestar meinundaban interiormente. Era la sensación de haber tomado un buen vino, pero noestaba en mi estómago, sino en mi espíritu. Entonces supe qué era. Yo habíanacido de nuevo. Sentadaen el sillón verde del living, gritando, llorando y riendo al mismo tiempo, dije:"Gracias, Dios, por salvarme. ¡Te amo! Durante años supe que habías muerto pormis pecados. Ahora sé que moriste por mí."En ese momento volví a la vida. Era una nueva criatura. Todo en mí habíacambiado. Al mismo tiempo, la sanidad de Nanci se convirtió en algo más que unalucecita en un cuarto oscuro; ahora era como el Sol, una gigantesca bola de luzque inundaba mi ser. Era posible. Dios podía sanarla.

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Kathryn Kuhlman 

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En los días siguientes leí el evangelio de Lucas y empecé Juan. Un mediodía,después de escuchar el programa de la señorita Kuhlman en radio y de orar, toméla Biblia y leí el sexto capítulo de Juan. Aquí estaba... ese versículo: "...al que a míviene, no le echo fuera."Junto con esta, vino otra revelación, tan asombrosa que yo estaba segura de que

nadie lo había comprendido antes. En ningún lugar del Nuevo Testamento sedecía que un enfermo hubiera venido a Jesús y Él lo hubiera rechazado. ¡Élsanaba a todos!Parecía tan imposible... todos: los médicos especialistas, mis amigos que habíanperdido a su hijito, decían que Nanci moriría. No había esperanza. Pero dentro demí había una fe que surgía como una fuente en el desolador desierto de mi vida.Era pequeña como un grano de mostaza, pero allí estaba. Yo sabía que era tanimposible para mí creer que Nanci sanaría, como hablarle a la montaña yordenarle que se echara a la Bahía de San Francisco. Pero, ¿no decía la Bibliaque todas las cosas son posibles para Dios? Me aferré a eso.Tomé la decisión de confiar en Él, aunque no lo entendiera, aunque no tuviera

sentido. Dios tendría que darle nueva sangre y una nueva médula para sushuesos. Pero decidí confiar en su Palabra, sin importar lo que los demás dijeran."Padre," oré, "tú has prometido que al que viene a ti, no le echarás fuera. Vengo ati con esta necesidad. Creo que serás fiel a tu Palabra." Fue así de simple. Ahora,lo único que debía hacer era esperar.Después de cinco semanas los médicos nos dejaron llevarnos a Nanci a casa."Ella no está bien", nos advirtieron. "Y no mejorará. Si tienen muchísima suerte,quizá llegue a vivir un año y medio más. Pero después de eso, la leucemia serámás fuerte que las drogas."Los primeros días de Nanci fuera del hospital fueron terribles. Dos días despuésde traerla a casa le salieron úlceras sangrantes en los labios, que pronto se

extendieron a toda la boca, las encías y la garganta. Los médicos diagnosticaronescarlatina, complicada por las drogas que le estábamos dando, que podíancausar síntomas similares. La úlcera (del tamaño de una mano) en la ingle deNanci estaba secándose, pero teníamos que limpiarla tres veces por día con aguaoxigenada. Luego de la limpieza, debíamos atarla de manos y pies a los bordes dela cuna, y colocar una bombilla eléctrica encendida a corta distancia de la úlcera,para secarla.Una enfermera venía dos veces por semana para ayudar. Las cosas comenzarona mejorar. Después de seis semanas Nanci pudo moverse un poco en forma másindependiente, pero seguía siendo una niñita enferma.Para Woody la situación era muy difícil de soportar. No podía evitar ver el grancambio que se había producido en mí, y no lo comprendía. "Querida, tienes quecontrolar esto", me advertía. "No podemos engañarnos todos de esta forma.Cuando Nanci muera, vas a quedar verdaderamente destrozada.""No lo entiendes", le decía yo. "Por primera vez sé que podré aceptar su muerte, sies que sucede. Sé que Dios está con ella, y conmigo. Aún más, creo que Diosla sanará.""Desearía poder creer eso", decía Woody, con los ojos llenos de lágrimas."Desearía poder creerlo."

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Una tarde mi vecina me llamó por teléfono para contarme que Kathryn Kuhlmanestaría en Los Ángeles para realizar un culto de milagros. También me dio unnúmero telefónico donde podría pedir información.La mujer que hacía las reservas de viajes nos informó que el boleto de avión ida yvuelta a Los Ángeles costaría setenta dólares. Yo no tenía ese dinero, pero ella

dijo que nos incluiría en la lista de junio, el mes siguiente, en caso de quelográramos reunir el dinero.Janet, una adolescente que vivía cerca, había sido la niñera de Nanci desde queella era una bebita. Un grupo de adolescentes llamado Vida Joven se reunía en elhogar de Janet los martes por la noche. Cuando supieron que llevaríamos a Nancial culto con Kathryn Kuhlman, quisieron apoyarnos en oración. El martes siguientellevé a Nanci a la casa de Janet, donde se habían reunido más de cien jóvenespara participar del estudio bíblico. Acordaron que el domingo en que nosotrosiríamos a Los Ángeles, se reunirían en la casa de Janet para orar y ayunar. Ellostambién creían que Dios la sanaría.La semana previa a nuestra partida hacia Los Ángeles, fui a una librería cristiana

en Fremont. Una amiga me había mencionado varios libros que quería que leyera,incluyendo dos de Kathryn Kuhlman:

Creo en milagros y Dios puede hacerlo otra vez. Mientras estaba allí miré algunosmarcadores plásticos buscando uno para señalar las páginas en mi Biblia. Una yotra vez vi el mismo marcador, hasta que lo compré, sin fijarme en el versículobíblico que estaba impreso en la parte de atrás.Camino a casa, yendo por la autopista Nimitz hacia el sur, repentinamente meinvadió una sensación descorazonadora. ¿Qué clase de tonta era yo? Todosdecían que Nanci era incurable, pero aquí estaba su madre, comprando libros,reuniendo dinero para comprar boletos de avión, pensando en llevarla hasta Los

Ángeles para asistir a un culto de milagros de una mujer que yo jamás había visto.Me puse a llorar.Salí de la autopista en Dixon Landing, y miré hacia arriba. Allí estaba la montaña,irguiéndose amenazadora ante mí. Era más de lo que podía soportar. Salí de lacalle, llorando.Cuando finalmente logré controlar el llanto, estiré la mano hacia el otro asientodelantero, buscando un pañuelo de papel. Al hacerlo, el cordón del marcador quehabía comprado se enredó en mi mano. Entonces leí el versículo que llevabaescrito. No pude creer lo que veía. "Si tuviereis fe como un grano de mostaza,diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará, y nada os será imposible."(Mateo 17:20).Miré hacia la montaña y sonreí en medio de las lágrimas. "Sal de mi camino,montaña. Nanci va a ser sanada."Apenas podía yo abarcar la inmensidad de la multitud que esperaba en el auditorioShrine. Nos guiaron hasta unos asientos en la planta baja. Hacía calor cuandollegamos, así que le quité los zapatitos a Nanci y le pedí a Woody que los tuviera.Nanci había estado muy inquieta en el avión. No había dormido ni un minuto y sedoblaba y se retorcía mientras ocupábamos nuestros asientos. Woody tambiénestaba incómodo.

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Kathryn Kuhlman 

64 Nada es Imposible para Dios

"Tú estarás muy bien", dijo él, "pero no creo poder soportar quedarme sentado enun culto que dure cuatro horas."La reunión comenzó, y el magnífico coro comenzó a cantar. Entonces la señoritaKuhlman presentó a Dino. Me encanta la música, y este apuesto joven griego queacariciaba el piano como si fuera un ángel acariciando un arpa, me fascinó.

Pero a Nanci nada de esto le interesaba. Siguió retorciéndose y gimiendo. Durantelos momentos más quietos, cuando Dino acariciaba las teclas del piano como conuna pluma, Nanci se echó a llorar. Inmediatamente vi a un ujier parado en elpasillo, que se inclinaba hacia nosotros. "Señora, tendrá que llevar a la niñaafuera. Está incomodando a las demás personas.""¿Sacarla afuera?" exclamé indignada. "Hemos estado ahorrando dinero durantedos meses para venir hasta aquí, ¡y usted me dice que salga!"Miré a Woody. Él asintió. "¿Por qué no la sacas a caminar un poco?", sugirió."Luego puedes traerla otra vez."A punto de gritar de ira, me mordí los labios y salí tambaleándome entre la genteque estaba sentada junto a nosotros, hasta llegar al pasillo. Con una mezcla de

vergüenza y enojo, salí hacia el hall.Nanci tenía ya casi dos años de edad y era bastante pesada para cargarla, perocaminé de un lado a otro con ella en brazos hasta que se calmó. Entonces volví ami asiento. Minutos después comenzó a lloriquear de nuevo. El ujier apareciónuevamente. Esta vez no fue muy amistoso. "Señora," dijo, "muchas de estaspersonas han hecho muchos sacrificios y han venido de muy lejos para llegar aesta reunión. Tendrá que sacar a la niña afuera."Bueno, yo también había venido desde muy lejos. Estuve a punto de discutir, peroel ujier me hizo un gesto directo con su índice, como diciendo: "¡Afuera!" No quisecausar un escándalo, así que tomé a Nanci, salí pisando pies y chocando con lasrodillas de las demás personas, y me dirigí nuevamente hacia el hall. Estaba

furiosa."Esta es una reunión cristiana", refunfuñé ante un hombre que estaba parado juntoa la puerta. "Ni siquiera se puede asistir a un culto de sanidad con una niñaenferma sin que a una la echen. ¡Linda reunión!"Caminé por el hall con Nanci en los brazos. Woody tenía sus zapatitos, y yo noquería que mi niña pisara el piso sucio. Fui hacia el baño de damas. Seguícaminando de un lado a otro del hall. Cuanto más andaba, más furiosa estaba ymás gritaba y se retorcía Nanci. No era justo. Nosotros habíamos ahorrado dinero.Pero yo era la que quería ver a Kathryn Kuhlman. Y Woody, que ni siquieradeseaba estar aquí, estaba sentado cómodamente en la reunión, mientras yoestaba aquí afuera.Finalmente me senté en los escalones. "Bien, Dios". Murmuré entre dientes, "si lasanas, seguramente será otro día, porque estando aquí en el hall, ni siquierapodrás vernos." Y me di por vencida.Por los movimientos que se percibían desde el auditorio me daba cuenta de queseguramente había empezado la parte de las sanidades en el culto. En esemomento una señora de mediana edad cruzó el hall. Estaba radiante de gozo."¿Qué necesita?", me preguntó.

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Hice un gesto señalando a Nanci, que se retorcía y chillaba en mis brazos. "Ellatiene leucemia", le dije. "Y no puedo entrar a la reunión porque grita y molesta alos demás."El rostro de la mujer se iluminó. "Querido Jesús, reclamamos la sanidad de estacriatura." Luego comenzó a agradecer a Dios. "Gracias, Señor, por sanar a esta

niña. Te alabo por curarla. Te doy toda la gloria."Oh, Señor, pensé, este lugar está lleno de locos. Pero no podía negar el gozo y elamor que brotaban de esa mujer. Ella tenía la suficiente fe como para creer queNanci sanaría. Lentamente mi amargura y resentimiento comenzaron a disiparse,y mientras ella estaba allí, con sus manos en alto, alabando a Dios, mi propiasemilla de mostaza de fe comenzó a surgir otra vez."Sabe, hay mucha actividad allá adentro", dijo ella. "¿Por qué no viene y se queda

 junto a esta puerta? De esa forma podrá ver, y si la niña comienza a quejarse otravez, puede volver al hall.Yo apenas podía creer lo que veía. Había una larga fila de gente que subía porambos costados de la plataforma. Todos testificaban que habían sido sanados.

Nanci, que había estado luchando y revolviéndose en mis brazos, se aquietó.Comenzó a decir una y otra vez: "¡Aleluya!"¿Aleluya? ¿De dónde había sacado esa palabra? De nuestra casa, seguramenteno. Y yo no le había oído decir a nadie esa palabra en la reunión. Hasta entonces,el vocabulario de Nanci había estado limitado a "mami", "papi", "quema", y "no"."Voy a volver a mi asiento", le dije a la mujer que estaba a mi lado. Me dolía laespalda de sostener a Nanci, y estaba cansada de que toda montaña que seinterponía en mi camino me sacudiera a su antojo. Una vez más pasé por sobrepies y rodillas y aterricé junto a Woody.Minutos después Nanci estaba dormida en mi regazo. Escuché mientras laseñorita Kuhlman anunciaba las sanidades que se producían en todas partes del

auditorio."Una cadera. Alguien está siendo sanado de una seria afección en la cadera.""Alguien en la parte alta del auditorio está siendo sanado de un problema decolumna.""Leucemia..."¡Leucemia! Las distracciones casi me habían hecho olvidar el motivo principal porel que estábamos allí."Leucemia. Alguien está siendo sanado de leucemia en este momento", repetía laseñorita Kuhlman.Entonces lo supe. Era Nanci. Empecé a llorar.No quería llorar. Me había prometido a mí misma que no tendría reaccionesemocionales, aunque Nanci fuera sanada. Pero no podía evitarlo. Miré a Woody.Estaba con la mirada fija hacia adelante, pero por debajo de sus lentes se veíanlas lágrimas.Repentinamente, sin aviso previo, Nanci me dio un puntapié en el estómago. Muyfuerte. Tenía la cabeza colocada en el hueco de mi codo izquierdo y su cuerpoestaba pegado al mío. Estiré la mano y le sujeté los pies para que no me pegarade nuevo, pero entonces lo sentí otra vez. Esta vez noté que sus pies no sehabían movido. El golpe había partido del interior de su cuerpo. Fue un poderosogolpe desde dentro de ella que había sentido contra mi estómago.

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Miré su cara, generalmente muy pálida. Estaba roja, afiebrada, cubierta detranspiración. Algo sucedía muy dentro de su cuerpo. Al mismo tiempo, sentí unacalidez y un cosquilleo que me recorrían por entero. Ya no pude contenerme más:"Oh, gracias, Jesús. Gracias."En el camino de regreso al aeropuerto, lo único que podíamos hacer era llorar.

Woody me advirtió que no me entusiasmara demasiado. "Si ella es sanada, eltiempo lo dirá", dijo sabiamente. Yo sabía que tenía razón, pero no había forma dedetener mis lágrimas de gozo.El martes siguiente fuimos a ver a la doctora O'Brien para que examinara a Nancicomo lo había estado haciendo con regularidad. Le conté todo. Ella escuchópacientemente, y luego noté que sus ojos se llenaban de lágrimas."LQué sucede?", pregunté."Bueno", dijo ella con voz dubitat, "el lugar que usted me describe, de dóndeprovino el golpe, es el lugar donde está ubicado el bazo, un órgano vital que juegaun papel importantísimo en su enfermedad.""zCree usted que ha sido sanada?", quise saber.

"Oh", dijo ella, tomándome del brazo, "quisiera creerlo de todo corazón.""Por qué no lo cree, entonces?", dije."Porque nunca lo he visto suceder", respondió. "Es tan difícil creer algo cuandonunca antes lo hemos visto. Usted lo entiende, ¿no es así?"

Por supuesto que lo entendía. Pero ahora yo tenía ojos para ver lo que no habíavisto antes. Al ponerme de pie para salir, le dije: "Sin embargo, ha sucedido. Elhecho de que usted nunca haya visto moverse a una montaña no significa que nopueda ocurrir."

La doctora O'Brien palmeó a Nanci en la espalda. "No hay examen que pueda

comprobarlo ahora. Solo el tiempo dirá si la sanidad es real o no."El tiempo ha probado que era real. Día tras día el color de Nanci mejoró. Recobróla vitalidad y el apetito. Dejamos de administrarle las drogas. Todos los exámenesrealizados en los últimos cuatro años han resultado negativos. No hay rastros dela enfermedad en su cuerpo.Aunque la sanidad de Nanci ha sido maravillosa, la sanidad operada en nuestrohogar y en nuestras vidas ha sido aún más milagrosa. Hablando de montañas quedebían moverse del camino... La situación en nuestro hogar era como una cadenamontañosa; dura, rocosa. Pero desde que Nanci fue sanada, Woody recibió aCristo como su Salvador personal y ambos hemos sido bautizados en el EspírituSanto. Nuestro hogar, que alguna vez estuvo a punto de ser destrozado por eldivorcio, ahora ha recuperado el orden divino.

¡Una montaña de milagros! Y todo comenzó con una fe tan pequeña como unasemilla de mostaza.

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67 Nada es Imposible para Dios

CAPÍTULO 7¿ES ESTE UN AUTOBUS PROTESTANTE?

Marguerite Bergeron

No pude contener las lágrimas al contemplar el precioso bordado que esta mujerde Canadá me había entregado. Cada puntada era un acto de amor, porque habíasido dada por manos que alguna vez estuvieron doblados y deformados por laartritis. La señora Bergeron, que vive en Ottawa, Canadá, era una católica romanade sesenta y ocho años de edad que nunca había entrado a una iglesiaprotestante. Durante veintidós años había sufrido de artritis paralizante, tan graveque no podía mantenerse en pie durante más de diez minutos. Su esposo,discapacitado por una afección cardíaca, es el orgulloso poseedor de una medallaque le fuera entregada por el Primer Ministro de Canadá en ocasión de su retirodespués de servir durante cincuenta y un años en el servicio postal de su país.Marguerite y su esposo tienen cinco hijos y veintitrés nietos.

En nuestro pequeño departamento en los suburbios de Ottawa sonaba el teléfono."Querida María, Madre de Dios," oré, "que no deje de sonar antes de que yollegue."Hice un esfuerzo por salir de la mecedora y me apoyé en la pared para lograrequilibrio, caminando con dificultad hasta la mesita del teléfono. Cada paso meprovocaba espasmos de dolor en las rodillas y las caderas. Hacía veintidós añosque sufría de artritis paralizante, y este invierno había sido el peor de todos. Nohabía podido salir de la casa. El intenso frío canadiense había endurecido misarticulaciones de tal forma, que apenas podía caminar. Aún el simple hecho decruzar el living para contestar el teléfono era más de lo que podía soportar.

Tomé el rosario y finalmente llegué al teléfono. Mi hijo Guy, que vivía en Brockville,Ontario, dijo: "Mamá, ¿conoces a Roma Moss?"Yo conocía bien al señor Moss. Estaba muy enfermo de artritis, como yo. Losmédicos habían soldado varios discos de su columna. No podía agacharse, asíque tampoco podía sentarse. "¿Pasó algo malo?", le pregunté, temiendo lo peor.Hasta lo dije en voz alta: "¿Está muerto?"Es extraño, ahora que lo pienso. Nunca pensé que pudieran ser buenas noticias.Yo siempre esperaba malas noticias. Después de años de escuchar decir almédico: "Usted no mejorará; solo se pondrá peor", creía que todos los enfermosempeoraban automáticamente cada vez más, hasta morir."No, mamá", dijo entusiasmado Guy. "El señor Moss no murió. ¡Fue sanado!¡Puede caminar! ¡Puede agacharse! ¡Ya no sufre más de artritis!""¿Cómo es eso?", pregunté secamente. En vez de alegrarme, me sentíaamenazada. ¿Por qué él se sanaba cuando el resto de nosotros tenía que seguirviviendo en el dolor?"Fue a Pittsburgh, mamá", la voz de Guy resonó feliz en el tubo. "Fue a un culto deKathryn Kuhiman. Mientras estaba allí, fue sanado. ¿Por qué no vas a Pittsburghtú también? Quizá te sanes."Yo había oído hablar de Kathryn Kuhlman y hasta había visto su programa de TV,pero siempre había pensado que la sanidad era para los demás, no para mí. "Oh,

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Kathryn Kuhlman 

68 Nada es Imposible para Dios

yo estoy demasiado enferma como para salir de la casa", dije. "¿Cómo podríahacer ese viaje tan largo hasta Pittsburgh?"Guy me contó sobre un autobús contratado especialmente que hacía el viaje entreBrockville y Pittsburgh todas las semanas. "Déjame que llame y te reserve unlugar", rogó.

Yo no me sentía bien. El solo hecho de estar de pie junto al teléfono hablando conGuy me hacía sentir débil. Mi cuerpo estaba deformado e hinchado por la artritisdesde hacía mucho tiempo.Recordaba que, hacía algunos años , había jugado con mis nietos durante elcumpleaños de uno de ellos. Habían atado un pañuelo alrededor de los ojos de unniñito, que tenía que ir por todo el cuarto tocando las manos de la gente yadivinando quién era cada uno. Él me identificó a mí inmediatamente porque misnudillos estaban terriblemente hinchados y los dedos, doblados como garras.¿Qué era todo eso que dicía de la sanidad? ¿Acaso Guy creía que sabía más quelos médicos que habían dicho que yo no tenía posibilidad de curación? Sacudí lacabeza, sin esperanzas. "No, Guy, no hagas ninguna reserva", suspiré. "Hablaré

con tu padre y te contestaré mañana por la noche."Colgué y volví trabajosamente hasta mi silla. Durante un largo rato estuve allí,sentada en la semipenumbra del cuarto, llorando, porque era anciana y el dolorera muy fuerte. Traté de recordar los tiempos en que mi cuerpo era joven y ágil, yhermoso. Recordaba cuando Paul y yo nos enamoramos. Eramos tan correctos;él, criado en un ambiente católico francés y yo, con mi familia católica escocesa.Una noche, él tocó tímidamente el dorso de mi mano, y lentamente entrelazó susdedos con los míos. Le gustaba acariciar mis manos suavemente, con dulzura, deuna forma que me llegaba al corazón.Ahora yo no soportaba que Paul me tocara las manos. Dolía demasiado. Estabavieja y llena de nudos, como un viejo roble en la cima de una montaña rocosa. Ya

no recordaba ningún momento en que no hubiera sufrido dolor. Ese dolor hacíacasi imposible que alguien me llegara al corazón.Esa noche le conté a Paul sobre la llamada de Guy. Desde que mi esposo sehabía retirado del servicio postal, su corazón había quedado rodeado de fluido.Esto le afectaba las piernas, así que estaba parcialmente paralizado. Pero Paulme alentó para que fuera a Pittsburgh, y hasta dijo que quería ir conmigo. "Nopodemos perdernos ninguna oportunidad’, dijo."Pero son casi mil kilómetros", protesté. "No sé si podré soportar todos los bachesy problemas del camino.” Paul asintió. Era tan comprensivo... Pero algo en él siguió insistiendo. Finalmenteaccedí a ir, y al día siguiente llamé a Guy."Tu padre irá conmigo", dije. "Pero antes de que nos reserves lugar, quiero ver alseñor Moss. Quiero ver con mis propios ojos que está sano."Guy estaba feliz, y dijo que arreglaría todo para que yo pudiera hablar con el señorMoss, que vivía cerca.Al día siguiente, mientras escuchaba al señor Moss, apenas podía creer lo queoía. Era la historia más fantástica que me hubieran contado jamás. Una señorallamada Maudie Phillips le había reservado un lugar para que él pudiera viajar deBrockville a Pittsburgh. Allí había asistido al culto de Kathryn Kuhlman en laPrimera Iglesia Presbiteriana, y había sido sanado. Para probarlo, se paró en

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Kathryn Kuhlman 

69 Nada es Imposible para Dios

medio del cuarto, se inclinó y tocó el suelo. Corrió, saltó y giró la espalda en todasdirecciones para mostrarme que sus huesos y articulaciones estaban comonuevos.Para mí, lo más increíble era que había sido sanado en una iglesia protestante. Yohabía sido católica durante toda mi vida. En Canadá, cuando yo era niña, las

relaciones entre católicos y protestantes eran tan tensas que a veces parecía queiban a entrar en guerra. Desde que yo era pequeña se me había enseñado queentrar a una iglesia protestante podía hacerme perder la salvación, y siempre quepasaba frente a una, contenía la respiración.En mis sesenta y ocho años de vida, nunca había entrado a uno de esos lugares.Ahora el señor Moss me decía que había sido sanado en una iglesia presbiteriana.El solo pensarlo era casi más de lo que yo podía soportar."Querida María, ¿podrá esto ser así? ¿Ama Dios a los protestantes, también?" Lasola idea me hacía estremecer. Pero no había forma de negar lo que le habíasucedido al señor Moss. Antes, había estado obviamente enfermo; pero ahoraestaba perfectamente sano. Tragué saliva, apreté los dientes y asentí ante mi

esposo. Iríamos a Pittsburgh.Guy hizo las reservas. El autobús partiría el jueves por la mañana."¿Crees que debemos contarle al sacerdote?", me preguntó Paul."Oh, no", protesté decididamente. "Ya bastante malo es que Dios sepa queestamos yendo a una iglesia protestante, como para que también el sacerdote losepa."Esto pesaba mucho en mi conciencia. ¿Qué pasaría cuando nuestros amigoscatólicos supieran lo que habíamos hecho? Pero aun así, estaba convencida deque debíamos ir.El jueves por la mañana Paul se levantó temprano. Pero cuando traté delevantarme, grité de dolor. Generalmente el dolor de la artritis se hacía sentir en un

lado u otro. Pero esta mañana, el dolor era intenso en todo el cuerpo. Cadaarticulación ardía. Lo único que pude hacer fue recostarme nuevamente en lacama y llorar.Paul salió del baño y se acercó a la cama, sin saber qué hacer. Cuando me dolíael pie o la rodilla, a veces me hacía masajes para disipar el dolor. Pero esamañana, cualquier movimiento, cualquier contacto, hacía que sintiera como fuegolíquido corriendo por mis huesos. Nunca el dolor había sido tan extremo. Con mislágrimas mojé la almohada, y ni siquiera podía enjugármelas, por la intensidad deldolor en las ma nos. Mis manos estaban dobladas y rí das sobre el montón depañuelos de papel que h la tomado la noche anterior, tratando de que no ecerraran por completo. Ninguna oración podría hacer que se abrieran. En esemomento deseé morir."No puedo ir", sollocé. "Dios no quiere que vaya a esa iglesia. Este es su castigopor haber pensado en hacerlo.""No es así, mamá", dijo Paul, casi con firmeza. "Dios quiere que te sanes. Él no teharía algo así. Tienes que levantarte.""No puedo ir. No puedo caminar. Ni siquiera puedo salir de la cama. No puedohacer nada. Hasta vivir me duele.""Debes levantarte, mamá", rogó Paul. "Dios no quiere que te dejes morir aquí.Inténtalo. Por favor, inténtalo."

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Kathryn Kuhlman 

70 Nada es Imposible para Dios

Mover cada articulación era como romper hielo en una corriente. Cada movimientohacía crujir algo que estaba suelto. El dolor era insoportable, pero moví lasarticulaciones de un lado a otro hasta que finalmente logré sacar las piernas de lacama. Con la ayuda de Paul, me puse en pie. Luego luchamos por abrir mismanos.

"Ahora ponte el vestido, mamá", dijo Paul. "No debemos llegar tarde para tomar elautobús."Vestirme fue terriblemente difícil... y ponerme la faja, casi imposible. Empecé allorar otra vez."Sigue tratando, mamá", decía Paul. "Sigue tratando. Esta puede ser tu últimaoportunidad de ser sanada.""¿Crees que me iré sin mi faja?", lloré. "Sería indecente."Pero Paul siguió alentándome, y finalmente estuve lista para salir... sin ponerme lafaja. Llegamos al auto y fuimos hacia el lugar desde donde saldría el autobús.En el estacionamiento la esposa de Guy nos presentó a la señora Maudie Phillips,representante de Kathryn Kuhlman en Ottawa. La señora Phillips era cálida,

amistosa, extrovertida, y me extendió la mano. "Lo siento", dije, retrocediendo,"pero no puedo darle la mano a nadie. Si me tocan, el dolor me haría desmayar."Ella sonrió, y sentí que me entendía. Eso me ayudó mucho. Pero el temor demezclarme con los protestantes estaba volviendo a apoderarse de mí.Me volví hacia Paul. "Tendría que haber ido a la iglesia primero. Tendría quehaberle confesado este gran pecado al sacerdote. Así no me sentiría tan mal."Guy me escuchó y dijo: "Mamá, aunque tenga que llevarte en brazos, vas a subir aese autobús."Finalmente cedí, y la señora Phillips, junto con el conductor del autobús, meayudaron a subir. Cada paso, cada contacto, me hacía llorar de dolor, pero lleguéhasta el asiento junto a Paul. Nos quedaba un viaje de casi mil kilómetros por

delante.Cuando el autobús partió, la señora Phillips comenzó a ir de un extremo a otro delpasillo, hablando, respondiendo preguntas, ministrando a las personas, como unpastor que cuida a sus ovejas. Cada vez que pasaba junto a mí, yo la hacíadetener. Tenía muchas preguntas.Muchas de las personas que estaban en el autobús ya lo habían hecho antes.Pronto comenzaron a cantar. Yo nunca había escuchado cantar así. Era como unaiglesia con ruedas recorriendo el campo, pero una iglesia diferente de cualquierade las que yo conocía. Me preocupé, y la siguiente vez que la señora Phillips pasó

 junto a mí, la tomé del brazo."¿Es este un autobús protestante?", susurré."No", rió ella. "Es un autobús de Jesús. Solemos llevar a algunos sacerdotescatólicos. A veces hasta nos dirigen en el canto.""¿Sacerdotes católicos en un autobús protestante?", pregunté. "¿Cómo puedeser?"La señora Phillips sonrió. "Al autobús no le importa si usted es protestante ocatólica. A Jesús tampoco.""Pero estamos yendo a una iglesia protestante en Pittsburgh", protesté. ¿Cómorezará? ¿Cómo debo rezar yo? ¿Puedo rezar como en mi iglesia?"

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Kathryn Kuhlman 

71 Nada es Imposible para Dios

La señora Phillips era tan dulce, tan paciente, tan comprensiva. Después dellamarla seis o siete veces para preguntarle cosas como estas, se arrodilló junto amí. "Señora Bergeron," dijo, "¿cree usted que hay un solo Dios para todos?"Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. No quería deshonrar a mi fe, a miiglesia, a mis sacerdotes. Todos ellos habían significado mucho para mí. Pero,

¿cómo explicárselo a esta mujer que transmitía tanto amor? "Oh, sí", respondí."Creo que hay un solo Dios para todos nosotros. Yo le rezo a María, pero amo aDios. Sé que solo Dios puede sanarme.""Entonces simplemente confíe en Él", dijo ella. "Dios la ama, pero Él no puedehacer mucho por usted si usted sigue haciendo tantas preguntas. ¿Por qué no serecuesta en su asiento y deja que el Espíritu Santo le ministre?"Comencé a relajarme un poco, aunque no estaba segura de quién era el EspírituSanto. Después de cruzar el límite y entrar a los Estados Unidos, me dormí.No sé por cuánto tiempo dormí. Todavía estaba a medio despertar cuando almoverme vi mis pies. De alguna forma, mientras dormía, había puesto un pieencima del otro. ¡No podía ser! Hacía años que no podía cruzar las piernas.

Parpadeé y miré otra vez. Tenía los tobillos cruzados. Y lo más notable... no sentíaningún dolor. "¿Qué está sucediendo?", exclamé.Paul me miró, con una extraña expresión en el rostro. Yo estaba demasiadoentusiasmada como para notar que a él también le ocurría algo. "¿Qué dijiste?",tartamudeó.Entonces miré mis manos. Los dedos, que habían estado rígidos y doblados, seestaban enderezando. Ya no sentía dolor allí tampoco. "¿Qué está pasando?",repetí."¿Algo anda mal, mamá?", preguntó Paul. "Escucha", susurré. "Pero no le digas anadie. Pensarán que lo estoy imaginando.""¿Imaginando qué?", dijo Paul.

"Mira mis pies", susurré. "Ves, tengo los tobillos cruzados. Y no me duele. Y miramis dedos. Ya no me duelen las manos, y los dedos se están enderezando comolos de una niña. ¡Me estoy sanando antes de llegar a Pittsburgh! ¡Me estoysanando en este autobús protestante!"Paul se quitó las gafas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Al principio pensé quelloraba por mí, pero después noté que había algo más. "¿Qué te pasa?", pregunté."Algo me pasa", dijo, atropellándose al hablar. "Mientras tú dormías, yo estabasomnoliento. Cuando desperté, sentí algo cálido, como una ola de calor, querecorría mi pecho y llegaba hasta las piernas. Fue tan fuerte que durante unminuto no pude ver nada. Estaba ciego. Entonces te despertaste. Recobré la vista.Y creo que estoy sanando."En ese mismo momento el autobús salió de la carretera para detenerse en unlugar de refrigerio. La señora Phillips volvió a vernos. "Vamos a detenernos paratomar un café", dijo. "Déjeme ayudarla con sus pies.""No necesito ayuda", le dije, riendo gozosa y sin preocuparme porque me oyeran."¡Puedo caminar! Puedo subir y bajar sola esos escalones."Me levanté y bajé por el pasillo, con mi esposo detrás de mí. Bajé los escalones ysalí al estacionamiento.

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Kathryn Kuhlman 

72 Nada es Imposible para Dios

Todos se arremolinaron a mi alrededor. "Señora Bergeron", preguntaban, "qué lesucedió?""No sé qué ocurrió", dije, sintiéndome rebosar de alegría. "Pero hace veintidósaños que no me siento tan bien."Pasamos la noche del jueves en un hotel en Pittsburgh. El mes anterior yo había

ido a ver a mi médico, rogándole que me diera algún calmante para el dolor. "Miremis rodillas", le había dicho. "Mire mis dedos. Duelen tanto que no puedo dormirde noche."

Él había sido amable pero firme. "Señora Bergeron, no hay nada que podamoshacer. Mi propia madre murió de esta enfermedad. Los médicos no podemoshacer nada más que darle pastillas que alivien el dolor." Y me había dado pastillas.Pastillas para tomar a la mañana, pastillas para tomar después de las comidas,pastillas para tomar a la noche. Y cada vez que tragaba una pastilla, tragaba oncecentavos.Esa noche, en Pittsburgh, dejé las pastillas en mi bolso. No tomé ni una sola, y en

el mismo instante en que apoyé mi cabeza sobre la almohada, me dormí. Nuncahabía dormido tan bien. Durante más de veinte años había podido dormir solo deespaldas o boca abajo, pero esa noche dormí de costado, doblada como un bebé.A las cuatro de la mañana estaba completamente despierta. El cuarto del hotelestaba a oscuras aún cuando salí de la cama, sintiéndome más joven y sana de loque había estado en muchos años. No veía la hora de ir al culto de milagros...aunque fuera en una iglesia protestante.La noche anterior la señora Phillips me había dicho que sentía que yo había sidosanada en el autobús cuando dije: "Amo a Dios y sé que solo él puede sanarme."Ella me citó un versículo de la Biblia: "Y ellos le han vencido por medio de lasangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos" (Apocalipsis 12:11).

Pero no importaba cuándo había ocurrido. Lo único que sabía era que, como elseñor Moss, yo no era la persona que había sido hasta entonces. Y Paul tampoco.Sus dolores de corazón habían desaparecido y se sentía como nuevo. Estábamosmuy bien.Nos habían dicho que la gente esperaba horas fuera de la iglesia hasta que seabrieran las puertas. Yo había temido que mis piernas no resistirían si tenía queestar de pie tanto tiempo, por lo que me había traído un banquito para sentarme.Pero finalmente no lo necesité. Estuve de pie durante tres horas y media a laspuertas de la Primera Iglesia Presbiteriana de Pittsburgh, deseando encontrar aalguien a quien poder darle el banquito. Hacía años que no podía estar de pie másde diez minutos; ahora estaba parada durante horas, disfrutando cada momento,con el banquito en la mano.Finalmente las puertas se abrieron y la gente se abalanzó a la entrada. La señoritaKuhlman subió a la plataforma y el culto comenzó a desarrollarse en medio de unamúsica gloriosa. Pocos minutos después ella detuvo los cantos y dijo: "Entiendoque hay aquí una señora que viene de Ottawa y que fue sanada en el autobús".Estaba hablando de mí. Paul y yo aceptamos su invitación a subir a la plataforma.Yo olvidé que estaba

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Kathryn Kuhlman 

73 Nada es Imposible para Dios

en una iglesia protestante. Olvidé que estaba frente a dos mil quinientas personas.Sentí ese amor especial de Kathryn Kuhlman por toda la gente, gente como yo, yantes de que me diera cuenta, le respondía, saltando, aplaudiendo y doblándomepara tocar el suelo... delante de todas esas personas.Dado que yo fui la primera que subió a la plataforma, no sabía lo que pasaba

algunas veces cuando Kathryn Kuhlman ora por alguien. Ella estiró su mano y metocó el hombro, y repentinamente sentí que me caía. "Oh, no", pensé. "¿Qué haceuna mujer grande como yo aquí, cayéndose al suelo delante de toda esta gente?"Pero no pude evitarlo. Era como si los cielos se hubieran abierto y Dios mismo meestuviera tocando. Me alegré de que hubiera un hombre fuerte que me sostuvoantes de que me desplomara sobre el suelo... si él no hubiera estado ahí, creo quehabría atravesado la plataforma hasta acabar en el subsuelo. Luego me colocósuavemente sobre el piso.Me puse de pie, sorprendida de no sentir ningún dolor. "Gracias", le dije a laseñorita Kuhlman, entre lágrimas. "Gracias, muchas gracias.""No me lo agradezca a mí", rió ella. "Yo no tuve nada que ver con su sanidad. Ni

siquiera la conozco. Usted fue sanada aun antes de venir aquí. Yo no tengo poder.Solo Dios lo tiene. Agradézcale a Él."Volví a mi asiento y comencé a agradecerle a Dios. La gente cantaba, como en elautobús. Pero esta vez no me importaba que fueran protestantes. Yo tambiénquería cantar. Como no conocía la letra de las canciones, me puse a escuchar a lamujer que cantaba junto a mí y a repetir lo que ella decía. Sé que sonaba horrible,porque estaba atrasada un verso con respecto de todos los demás, pero no podíaevitarlo... ¡y no me importaba! Estaba tan feliz... Cuando los que me rodeabanlevantaban las manos para alabar a Dios, yo también lo hacía. Por primera vez enveintidós años podía levantar los brazos, y lo hacía en adoración. Así que seguícantando, (un verso después que todos los demás), levantando las manos,

llorando y alabando a Dios por mi sanidad.Eran las dos de la mañana cuando llegamos de vuelta a Brockville. Guy estaba ala puerta de su casa cuando doblamos para tomar nuestra calle. "Mamá, ¿estásbien?", preguntó, cuando salí del auto que nos había traído desde el lugar dondenos dejó el autobús.Todos sus amigos, que estaban esperando en su casa, se arremolinaron a sualrededor. "No le preguntes, ¡solo mírala!", gritaron. "¡Mírala! ¡Está sana! ¡Dios lasanó!" A esa hora de la noche me puse a danzar en medio del living. "¡Oh,mamá!", dijo Guy, tomándome en sus brazos. Estaba llorando. Todos lloraban,menos yo, que seguía danzando de un lado a otro.Tan pronto como llegué a casa, aunque creo que eran las tres de la madrugada,llamé a mi hija Jeanne. "¡Estoy sana!", grité por el tubo del teléfono. "¡Fui sanada!""¿Mamá?", contestó Jeanne, con voz somnolienta. "¿Qué dices?""Ya no sufro más de artritis", le dije, riendo. "Llama a todos y cuéntales. Ya noestoy más enferma."Cuando finalmente me acosté, eran las cinco de la mañana. Había estado en piedurante veinticuatro

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Kathryn Kuhlman 

74 Nada es Imposible para Dios

horas, pero me sentía llena de vitalidad y fuerza. Y Paul también. Al día siguientemi esposo fue al campo de golf con Guy y lo acompañó a hacer un recorrido decinco hoyos. ¡Oh, Dios! El Señor ha sido tan bueno con nosotros.El domingo por la tarde, Pierre, otro de nuestros hijos, vino con su esposa y sustres hijos a la casa de Guy, para ver si yo había sido sanada realmente. El rostro

de Pierre reflejaba una enorme sonrisa mientras caminaba a mi alrededor,observándome desde todos los ángulos. "Mamá, estás sana. Ahora llegarás a seranciana, a menos que un camión te pase por encima. Y aunque fuera así, creoque temería más por el camión que por ti."Una de mis nietas, la pequeña Michelle, se asomó: "Mamá, cuando estuviste enPittsburgh, yo fui a la escuela católica, levanté las manos y dije: Jesús, sana a miabuelita'. Y Él lo hizo."Entonces apareció mi nietito de siete años. "Ahora, abuela, ya no tendrás quecaminar como un pingüino."Dios estaba haciendo algo más. No solo había sanado mi cuerpo, sino queademás, estaba obrando en mis actitudes. Como muchas otras personas que

viven constantemente bajo un intenso dolor, yo me había vuelto gruñona y difícilde soportar. No lo supe hasta que oí a mi nuera hablando con Jeanne porteléfono. "Ha habido otro milagro", decía. "No sólo fue sanada de la artritis. Ya nomolesta más. Algo maravilloso ha sucedido en su interior."El domingo siguiente hice que toda mi familia fuera conmigo, caminando, hasta laIglesia del SagradoCorazón. Cuando llegué allí, le dije al sacerdote: "Padre, Dios me ha sanado de miartritis."Yo quería que él comprendiera realmente lo que había pasado, así que el domingosiguiente les llevé a todos los sacerdotes un ejemplar de los libros de KathrynKuhlman.

Dos semanas después fui a ver a mi médico. Cuando entré caminando alconsultorio, la enfermera me dijo: "Señora Bergeron, ¿qué sucedió? Se ve muybien."Minutos después el médico entró a la sala de espera. "Hey, doctor," le dije, "notengo más artritis. Mire mis manos. Mire las rodillas. ¡Mire! Estoy caminando."El médico se paró en medio del cuarto, mirándome caminar por todos lados.Luego me tomó las manos y examinó las muñecas y los dedos. "Sé lo que estápensando", le dije. "Seguro que está pensando: `Bueno, la señora Bergeron ya nosufre de artritis... ahora está loca."Rió y me hizo señas de que entrara otra vez al consultorio. "No, no creo que estéloca", dijo con voz seria. "Su estado era irreversible, incurable. Ahora usted estásana. No lo entiendo."Tomé mi cartera y le alcancé uno de los libros de Kathryn Kuhlman. "Lea esto,doctor", le dije. "Tendrá que enviar a todos sus pacientes a Pittsburgh... y despuésdeberá buscar un nuevo empleo."Rió otra vez, tomó el libro y me rodeó con su brazo. "Eso me convertiría en elhombre más feliz del mundo... ver a todos mis pacientes tan bien como usted."

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Kathryn Kuhlman 

75 Nada es Imposible para Dios

CAPÍTULO 8LA SANIDAD ES SOLO EL COMIENZO

Dorothy Day Otis

Entre las personas que vienen invitadas a mi programa semanal de televisión,"Creo en milagros", se encuentran médicos y barmans, famosos educadores yniños, modelos y amas de casa. Todos han sido tocados por Jesús en una formaespecial y testifican del cambio producido en sus vidas. Sin embargo, pocosinvitados me emocionan tanto como los representantes del mundo delespectáculo, tanto televisivo como teatral, que dejan de lado toda su capacidad deactuación y, con sinceras lágrimas de agradecimiento, cuentan al mundo lo queJesús ha hecho por ellos. Este fue el caso de Dorothy y Don Otis, que aparecieronen el programa que yo grababa en los estudios de la CBS en Los Ángeles.Dorothy Day Otis dirige una de las agencias de representantes de estrellas más

exitosas. Representa a artistas importantísimos de la TV, el cine y el teatro. Dontiene una floreciente agencia de publicidad. Ambos son bien conocidos y muyrespetados por todos los artistas de Hollywood. "Hace años que Don y yo estamosen la TV", dijo Dorothy, `pero la única aparición verdaderamente importante fue laque hicimos en el programa de Kathryn Kuhlman." Dice eso porque esa apariciónfue completamente dedicada a Jesús..Yo pensaba que era natural sentirse mal. Nunca me sentí realmente bien, y hacíaaños que sabía que mi salud se estaba deteriorando. Me cansaba fácilmente ytenía constantes dolores de espalda, que trataba de ignorar. Pero no podía ignorara mi estómago, que reaccionaba violentamente ante casi todo lo que comía. Vivía

alimentándome con grandes cantidades de queso cottage, flanes y jaleas, y el solohecho de mirar la comida común me causaba repulsión.Cuando el dolor se volvió insoportable, fui a ver a los médicos. Varios médicosclínicos me observaron y dieron el mismo diagnóstico: "un grave problemaestomacal", enfermedad que parece ser compañera constante de muchos de losque se dejan atrapar por el remolino de Hollywood. Los médicos prescribieronpastillas, que comencé a tomar tal como lo habían indicado, pero no mejoré.Durante años arrastré dolores de espalda, una nuca rígida, una falta total deenergía y apetito. Pasaba la mayoría de los fines de semana en cama. Algunasveces me preguntaba en voz alta si mis problemas estomacales estaríanrelacionados con mis dolores de espalda, mi forma extraña de caminar y el hecho

de que mis zapatos se gastaban en forma despareja. Pero los médicossimplemente me miraban, sacudían la cabeza... y me mandaban a la farmacia acomprar más pastillas.Yo me había graduado en teatro en la universidad, y después de eso inicié micarrera en la moda y la televisión. Viví durante dos años en San Francisco,conduciendo mi propio programa de entrevistas y de cocina en TV y actuandocomo presentadora de películas los sábados por la tarde. Después me mudé aLos Ángeles, donde continué mi carrera como modelo y actuando en TV.

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Kathryn Kuhlman 

76 Nada es Imposible para Dios

Todas las mañanas me levantaba a las 05:30 para llegar a tiempo para lamaquilladora y la peinadora. Todo el día estaba bajo las luces, frente a unacámara o trabajando con gente. Por las noches, muy tarde, literalmente mederrumbaba sobre la cama. Con mi exigente agenda, no creía que fuera raro quesufriera dolores constantes y me sintiera completamente exhausta todo el tiempo.

Después de todo, aparentemente, todos los demás que me rodeaban se sentíanigual.Seis meses después de llegar a Los Ángeles, conocí a Don Otis. Su historia erasimilar a la mía: actuaba en TV y radio, era disc jockey, director de programas, yahora era dueño de una agencia de publicidad.Yo había ido a la oficina de Don por una entrevista para un comercial de TV.Cuando salí, él le dijo a un colaborador suyo: "Esa es la chica con la que voy acasarme.” 

"Oh, ¿en serio?", preguntó su amigo. "Z Cómo se llama?"Don no lo sabía, y tuvo que ir a otra oficina para preguntárselo a una secretaria. Al

volver, sonrió. "Su nombre es Dorothy Day, y sigo pensando en casarme con ella."Un año más tarde yo seguía enferma, como de costumbre... pero ya estábamoscasados. Don tuvo que hacer todos los arreglos, incluso conseguir el permiso parautilizar la bellísima Mission Inn de Riverside para nuestra ceremonia decasamiento.En ese momento yo era presbiteriana, y asistía a la iglesia solo ocasionalmente.Don era metodista, pero nunca iba a la iglesia. "Cristianos nominales" es laexpresión que yo usaba para describirnos. Don, que es más franco, mira atrás ydice que éramos "cristianos pésimos".A pesar de mi mala salud y nuestra falta total de espiritualidad, ambos teníamosmucho éxito en las carreras que habíamos elegido. La agencia de Don crecía a

pasos agigantados, y yo aparecía con mucha frecuencia en TV. Entonces, justocuando pensaba que estaba aprendiendo a convivir con mis problemas físicos, lasalud de Don comenzó a decaer.Mi esposo fumaba mucho desde que tenía quince años. Repentinamente, despuésde todos esos años, comenzó a tener problemas en la respiración. Solo podíarespirar en forma entrecortada, y poco a poco debió ir resignando toda suactividad física. Ni siquiera podía subir la colina que estaba detrás de nuestracasa.Un examen físico nos permitió descubrir una enfermedad temible: enfisema. Nohabía cura. Don estaba tan desanimado que ni siquiera pensó en dejar de fumar.Dado que no tenía remedio, dejar de fumar no cambiaría nada.En 1966, Harold Chiles, un importante representante de Hollywood, me ofreciótrabajo como representante de niños para actuaciones y comerciales de TV. Él yDon creían que los años que yo había pasado en la TV me capacitaban para latarea. Significaba entrar en un campo completamente nuevo en mi profesión, y laidea me fascinó. Cuando Chiles murió, compré su agencia a la sucesión, yrepentinamente me vi dentro del negocio, comandando una de las agencias derepresentantes más exitosas de Hollywood.Entonces mi propia salud empezó a empeorar. Yo medía 1,75, por lo que mi pesonormal rondaba los 65 kilos. Pero comencé a perder peso. Comencé a evitar todas

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Kathryn Kuhlman 

77 Nada es Imposible para Dios

las comidas, aún el queso cottage, y rápidamente bajé a 55 kilos. Parecía unesqueleto, y otra vez volví a visitar los consultorios de los médicos. Ninguno podíaayudarme. Yo me obligaba a ir a trabajar, aunque me sintiera muy mal. Solo miamor por el trabajo me mantenía en pie.Una amiga cercana de Don y mía había estado asistiendo a los cultos de Kathryn

Kuhlman. Ella nos animó a ir, segura de que si lo hacíamos, seríamos sanados. Laidea de Dios no me interesaba mucho, pero sí compré los libros de KathrynKuhlman y los leí. Don también los leyó. Eran enormemente interesantes, y hastame hicieron llorar. Pero cuando se acercaban los fines de semana, me resultabamás fácil caer en cama que asistir a las reuniones.

"Uno de estos días iremos al Shrine", le repetía yo a mi entusiasta amiga. Peropasaron tres años antes de que cumpliéramos esa promesa.Don y yo asistimos al primer culto de milagros en enero de 1971. Aún ahora meresulta difícil describir lo que sentía mientras esperaba que las puertas delauditorio se abrieran. Varios miles de personas rodeaban las puertas, pero yo no

los sentía como extraños, sino como amigos que no había conocido antes. Eracomo una gran reunión familiar. Había tal amor mutuo, tal compasión por losenfermos... Todos hablaban y compartían con gozo mientras esperaban lo quesucedería. Aun antes de que se abrieran las puertas, Don y yo ya sabíamos queDios estaba ahí.Volvimos al mes siguiente. Allí, sentada en el auditorio, lloré al ver las sanidades,orando por los enfermos que me rodeaban. Por primera vez en mi vida sentí lapresencia de un Dios de amor que se preocupaba tanto que quería tocar a esaspersonas inmersas en una terrible situación y sanarlas por completo.Pero yo no era sanada. Mis dolores de espalda se volvieron más fuertes. Y aúnpeor; la nuca estaba tan rígida que no podía dar vuelta la cabeza sin girar con todo

el torso. Miraba y caminaba como las momias de las películas de terror.En marzo de 1971 fui a consultar a un médico traumatólogo, el doctor LarryHirsch. El me hizo un examen preliminar y luego sugirió que me hiciera tomarradiografías de la columna.Cuando volví a verlo, varios días después, me mostró la radiografía. "Mire esto",me dijo. Aun para mi ojo inexperto, era obvio que mi columna no llegaba hastaarriba de la espalda. El doctor Hirsch descubrió que los grandes depósitos decalcio en cada vértebra eran indicadores de una artritis en desarrollo. Como si estofuera poco, mi pelvis estaba torcida, por lo cual la pierna derecha quedaba doscentímetros y medio más arriba que la izquierda.Esto explicaba el motivo de algunos de mis problemas: por qué mis zapatos segastaban en forma despareja, porqué tenía rígida la nuca, y por qué siempre medolía la parte baja de la columna. El doctor Hirsch también me dijo que misproblemas estomacales podían deberse a presión sobre los nervios.Recordé que cuando estudiaba en la Universidad de Iowa, cierta vez había caídopesadamente sobre el hielo. La enfermera de la universidad me había vendado laespalda, pero el dolor había continuado durante mucho tiempo después. El doctorHirsch dijo que quizá ese fuera el origen de mi problema."Debería estar en cama", me dijo. "La mayoría de las personas que están en susituación ni siquiera pueden caminar."

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Kathryn Kuhlman 

78 Nada es Imposible para Dios

Luego midió mis piernas e insertó una cuña en mi zapato derecho. "Si no hayalguna mejora notable para la semana próxima", dijo, "será mejor que vea a unespecialista."Eso fue un viernes. Dejé el consultorio muy desanimada, con la promesa de volverel lunes para que me hiciera otro examen.

El domingo, Don y yo fuimos a Los Ángeles para asistir al culto en el auditorioShrine. Después de estar de pie frente a la puerta durante más de dos horas,tratamos de movernos rápidamente para conseguir asientos. Entre la respiración

 jadeante de Don y mi andar lento, solo conseguimos dos asientos en la parte dearriba, a cinco filas de la pared. "Lo que tiene de bueno estar aquí arriba" dijo Don,respirando entrecortadamente, "es que estamos más cerca del cielo."Desde el comienzo del culto comencé a contarle a Dios todas las cosas queandaban mal en mí, como si Él no lo supiera. De a ratos, mientras KathrynKuhlman predicaba, yo volvía a orar. Entonces escuché que ella decía: "Alguienen la parte superior del auditorio fue sanado de un malestar estomacal. Usted nocome desde hace mucho tiempo."

Sentí que mi respiración se volvía agitada, como si me faltara el aire. "Además,alguien está siendo sanado de una afección en la columna", agregó la señoritaKuhlman.Mi respiración se aceleró a tal punto que ya no podía controlarla. Estaba sinaliento, y al mismo tiempo comencé a llorar con todas mis fuerzas. Sabía queestaba atrayendo la atención de todos, pero no podía evitarlo. En medio de todo,una gran calidez se apoderó de mí, como una manta en un día frío.Mis violentos sollozos sobresaltaron a Don. Trató de ayudarme, pero yo no podíahablar. No podía contarle qué era lo que andaba mal. Él me alcanzó un pañuelo, ycuando me di vuelta para tomarlo, casi gritó: "¡Diste vuelta la cabeza! ¡Mírame,Dorothy! ¡Giraste la cabeza!"

Era cierto. Sin darme cuenta, la nuca se había destrabado y se movía libremente.Aún respirando entrecortadamente y sollozando, comencé a girar la cabeza de unlado a otro, de adelante atrás. No había dolor. Salí tambaleando y me acerqué auna consejera."Fui sanada", le dije sollozando.La mujer me miró con gran calma. "¿Cómo lo sabe?"Yo estaba casi histérica, sacudiendo la cabeza y tratando desesperadamente deconseguir aire. "Puedo girar el cuello", dije con dificultad. "Y mi estómago tambiénfue sanado."".Su estómago?", preguntó. "iCómo puede saber si se sanó del estómago?"No lo sabía. Ni siquiera lo había pensado. Las palabras salieron a borbotones. "Losé", insistí. "Si puedo mover la cabeza, sé que Dios me sanó del estómagotambién."La mujer sonrió, convencida. Me tomó del brazo y me ayudó a bajar. Había unalarga fila de gente en la plataforma, esperaban para testificar sobre sus sanidades.Me quedé en la fila, aún sollozando."iDónde está Don?", me pregunté, repentinamente. Miré al mar de rostros,tratando de descubrirlo. Entonces lo vi, bajando junto con un consejero. Él tambiénlloraba. Al verme, comenzó a reír al mismo tiempo. Nos abrazamos.

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Kathryn Kuhlman 

79 Nada es Imposible para Dios

"Yo también fui sanado, Dorothy", me dijo. "Cuando te fuiste, una sensación decalidez me envolvió. Me puse a llorar. Entonces noté que podía respirarnormalmente. ¡Mira!", continuó. "Por primera vez en ocho años no tengo querespirar de a poco." Reía y lloraba al mismo tiempo... pero respiraba bien.Entonces Kathryn Kuhlman nos llamó a mí y a Don para que subiéramos a la

plataforma. Algo había sucedido en el interior de mi esposo. No solo en suspulmones, sino en su alma. Me di cuenta al verlo frente al micrófono, respirandoprofundamente, con el gozo inundándole el rostro. La señorita Kuhlman queríahacerle preguntas, pero lo único que él decía era: "¡Miren! Puedo respirar".Comprendiendo que no podría obtener mucha información de ninguno de nosotrosen nuestro estado de histeria, ella puso las manos sobre nuestros hombros ycomenzó a orar. Sentí que Don me tomaba de la mano, y lo siguiente que supefue que estábamos ambos en el piso. Yo no escuchaba nada. No sentía nadadefinido, solo una maravillosa calidez y una paz que nos envolvía. Recuerdovagamente la voz de Kathryn Kuhlman diciendo: "Esto es solo el comienzo. Susvidas cambiarán por completo a partir de ahora".

¡Oh, cuánta razón tenía!Comprendo ahora, cuando miro hacia atrás, que la mano de Dios hizo mucho másque sanar mi cuerpo. Pero como la sanidad física había sido tan sensacional,tomó algún tiempo hasta que pude comprender el cambio, más profundo, que sehabía producido en mi interior, al mismo tiempo.Para cuando llegamos a casa, esa noche, todo el dolor de mi espalda habíadesaparecido. Lo primero que hice fue quitar la cuña de mi zapato. Don estaba tanfeliz con sus "nuevos" pulmones, que salió corriendo a subir la colina que estabadetrás de nuestra casa. Después salimos a cenar afuera. Cenamos bifes. Eran losprimeros que yo comía desde hacía mucho tiempo.A la mañana siguiente asistí a mi cita con el doctor Hirsch. Apenas me vio,

preguntó: "Qué ha sucedido?"Yo no conocía muy bien al médico y dudaba si debía decirle todo. "Quiero queusted me lo diga", respondí.Fue fácil para él darse cuenta de que los músculos de mi estómago estabanrelajados, pero cuando examinó mi columna realmente supo que había sucedidoalgo. "Esta no es la misma columna que yo revisé el viernes", dijo."¿Tiene usted un minuto, doctor?", pregunté, más animada para contarle todo. Élasintió, y me lancé a relatar con todo detalle lo sucedido en la reunión de KathrynKuhlman, el día anterior."Si hay algún cambio, Dorothy," dijo él, "las radiografías lo revelarán."Tomó una serie de placas y me dijo que volviera en un par de días. Esa noche, sinembargo, recordé que no le había dicho que había sacado la cuña de mi zapato, ylo llamé a su casa para decírselo."Oh, no", protestó el doctor. "Vuelva a ponerla. Si no lo hace, perderá todo lobueno que ha ganado. Aunque Dios haya sanado su estómago, su pierna derechasiempre será más corta que la izquierda." Pero cuando ponía la cuña en el zapato,me sentía desequilibrada. Sabía que ahora, ambas piernas tenían el mismo largo.Dos días más tarde volví al consultorio. Don fue conmigo. Lo primero que el doctorHirsch hizo, fue medir mis piernas. Luego volvió a medirlas. Tenía una miradaextraña cuando finalmente dijo: "Tienen el mismo largo".

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Kathryn Kuhlman 

80 Nada es Imposible para Dios

Comencé a llorar. "Yo lo sabía", dije. "Solo quería que usted también lo supiera."El doctor Hirsch no había tenido tiempo de examinar las placas, así que lasexaminamos los tres juntos. El médico se quedó mudo. Mi columna estabaperfectamente derecha. La curvatura en "L" de mi última vértebra habíadesaparecido. Todos los depósitos de calcio habían desaparecido. Mi nuca estaba

perfectamente alineada con la columna y el cráneo. Lo más sorprendente era quela pelvis había girado notablemente y se había colocado en la posición correcta.El médico exclamó: "Yo diría que usted ha tenido un trasplante completo decolumna, si eso fuera posible".Luego me dio los dos juegos de radiografías, tomados con una semana dediferencia. Los guardo en mi oficina y se los muestro a toda persona que me visita.Son más preciosos para mí que un Picasso.Don estaba menos preocupado que yo por obtener una prueba de su sanidad. Elsimple hecho de que podía respirar era evidencia suficiente para él. En realidad,inmediatamente fue a anotarse en el gimnasio de Beverly Hills, y comenzó a hacercuatro horas por vez. También dejó de fumar, como forma de agradecimiento al

Señor. También había cambiado por dentro.Nueve meses más tarde volvió a ver a su médico. Después de un examen físicocompleto, el doctor empezó a decirle en qué buen estado se encontraba. Donpensó que estaba tratando de evadir el tema, así que le preguntó directamente:"Bien, doctor, ¿qué pasa con mi enfisema?"El médico se aclaró la garganta: "Bueno, Don, tú sabes que el enfisema no escurable. Una mejoría del uno por ciento sería algo verdaderamente llamativo.""Bueno, ¿tengo una mejora del uno por ciento, o no?""No tienes ningún problema en los pulmones", dijo el médico. "Es lo único quepuedo decirte."El mayor milagro, sin embargo, va mucho más allá que la sanidad de la columna o

los pulmones. Kathryn Kuhlman tenía razón. Cuando el Espíritu Santo entró ennuestras vidas, todo cambió. Don y yo asistimos ahora a una iglesia dinámica,donde se enseña la Biblia, en Burbank. Don se hizo miembro de la FraternidadCristiana de Hombres de Negocios, y ambos damos muchas veces nuestrostestimonios frente a grandes audiencias. Sabemos que Jesús está vivo, no soloporque sanó nuestros cuerpos, sino porque también cambió nuestra forma de verla vida. Aunque estamos más ocupados que nunca en nuestros respectivostrabajos, ambos sentimos que somos misioneros que testifican del SeñorJesucristo y la gloriosa experiencia de nacer de nuevo... y ser llenos del EspírituSanto.Mis colaboradores y mis clientes dicen que mi lugar de trabajo es "la oficina feliz".Sé que eso no se debe al brillante papel amarillo que cubre las paredes, sino aque el Espíritu Santo llena esa oficina con su gozo y me guía en la tarea. Oro pormis clientes y veo que suceden cosas, en su profesión y en sus vidas, cosas quesolo Dios puede hacer. Es maravilloso.Pero lo más maravilloso es esto: sabemos que éste es sólo el comienzo de lo queDios tiene reservado para nosotros:"Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son lasque Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotrospor el Espíritu;" (1 Corintios 2:910).

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Kathryn Kuhlman 

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14 de abril de 1972A QUIEN CORRESPONDA:El 3 de marzo de 1971 la señora Dorothy Otis se presentó en este consultorio conquejas de dolores en múltiples zonas de la columna vertebral, por lo cual se le

tomó una extensa serie de radiografías (desde la primera hasta la última vértebrade su columna). Estas radiografías mostraron una doble escoliosis con unacortamiento de la pierna derecha de aproximadamente 2,54 cm, y unacompresión de nervios a lo largo de los intestinos.La señora Otis comenzó un tratamiento al cual respondía con lentos progresos.Cinco días más tarde asistió al culto de milagros de Katrhyn Kuhlman. Al díasiguiente, al someterse a un nuevo examen, era como si se le hubiera implantadouna nueva columna y una nueva pelvis, en remplazo de las anteriores, y la piernaderecha tenía el largo normal. También el tracto intestinal estaba completamenterelajado y había vuelto a funcionar normalmente.Tomamos nuevas placas radiográficas de la columna de la señora Otis esa misma

semana y de esta forma confirmamos que la curvatura había sido eliminada porcompleto. La columna está derecha y no hay zonas de presión.En mis veinte años de práctica profesional, nunca he encontrado este tipo deresultados de no mediar un extenso tratamiento. Ha habido un milagroso cambiode estructuras.Respetuosamente,DR. LARRY HIRSCHMÉDICO TRAUMATÓLOGO

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Kathryn Kuhlman 

82 Nada es Imposible para Dios

CAPÍTULO 9UN VARADO CON FORMA DE DIOS

Elaine SaintGermaine

Eliza Elaine SaintGermaine, cuyo nombre artístico en Holywood era ElaineEdwards, fue una vez proclamada una de las más brillantes estrellas jóvenes de laindustria de la TV y el cine. Pero Elaine, como muchas atrapadas en elenloquecedor remolino de la fama y la fortuna, sin darse cuenta, comenzó abuscar la felicidad en Satanás, en lugar de buscarla en Cristo.San Agustín dijo cierta vez que dentro de cada persona hay un vacío con forma deDios. Un joven drogadicto lo describió como un "hueco de soledad" en lo másprofundo del alma de cada criatura. Podemos tratar de llenarlo con todas clasesde amores pervertidos, pero ese hueco, ese vacío, está hecho para el amor deCristo. Ninguna otra cosa puede cubrirlo verdaderamente.

Cuando miro hacia atrás y veo mi infancia, creo que mis padres trataban deagradar a Dios. Siempre estaban en la iglesia. Yo empecé a caminar entre losbancos de una Iglesia Bautista del sur en Dearbon, Michigan. Pero todo eso erasolamente una "religión de domingos". Mis padres no tenían ninguna fuente depoder personal que los ayudara a transportar los principios que aprendían en laiglesia a sus vidas o a su hogar. Papá tenía problemas con la bebida, y mamásiempre pensaba en forma negativa. Crecí pensando que Dios era igual ainfelicidad.En mi hogar el amor se demostraba muy poco en forma física, y mi corazónclamaba por ser lleno de amor. Dado que en mi hogar me lo negaban, lo busquéen otras partes, y a la edad de quince años me casé con un marinero y fui con él a

California. Después de que mi joven esposo partiera en un viaje por el océano,descubrí que estaba embarazada. Yo no deseaba tener que sufrir el proceso deasentarme en un nuevo lugar y de criar un hijo al mismo tiempo, así que fui aMichigan nuevamente y me hice un aborto.Al volver a San Francisco conocí a otro hombre, un atractivo capitán de corbeta dela Armada que estaba a bordo de un submarino fuera de funciones. Aún buscandodesesperadamente amor, me dejé arrastrar... y me casé con él, aunque ya teníaun esposo.La Segunda Guerra Mundial estaba en pleno desarrollo, y poco después misegundo esposo fue llamado a embarcarse. Poco después volvió mi primeresposo. Me encontré con él y le dije que quería divorciarme. Él se sintió

profundamente herido, pero viendo que yo estaba totalmente decidida, accedió.Pasó casi un año hasta que mi segundo esposo volvió de su viaje por el océano.Me encontré con él en Nueva York, y en nuestra primera noche juntos decidíconfesarle toda la verdad, esperando que pudiéramos empezar todo de nuevo,limpiamente. En vez de escuchar mi confesión y mostrarme que me amaba, merechazó. Enloquecido, hizo anular nuestro matrimonio.Yo continuaba en mi desesperada búsqueda de amor. Lo seguí a Washington,D.C., y le rogué que volviera. Él se negó a recibirme. En Washington conocí a un

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Kathryn Kuhlman 

83 Nada es Imposible para Dios

hombre diez años mayor que yo. Hubo otro tórrido romance, y seis mesesdespués estaba casada por tercera vez.A los diecisiete años ya había vivido una vida entera. Había cometido bigamia, mehabía hecho un aborto, me había divorciado dos veces y estaba casada otra vez.Mi tercer esposo estaba interesado en la actuación. Yo había trabajado como

modelo y me ofrecí a ayudar a mantenernos si él quería estudiar. Nos mudamos aLos Ángeles, donde él comenzó a tomar clases de actuación en Pasadena.Él era actor por naturaleza, y pronto fue contratado como protagonista de unaexitosa serie de TV. Nuestro matrimonio comenzó a tener problemas casiinmediatamente, porque él comenzó a hacer giras por todo el país, haciendoshows personales. Yo seguía necesitando amor... y aceptación. Dado que élestaba fuera la mayoría de él tiempo, la soledad me superaba. Esta vez traté debuscar satisfacción en una carrera. Yo también me inscribí para estudiar teatro enPasadena.Tal como mi esposo, yo era actriz por naturaleza. Al terminar los estudios enPasadena seguí mi carrera en el teatro. Desde el comienzo fui una estrella.

Finalmente creí que había encontrado lo que me daría satisfacción, aquello quellenaría el vacío que había en mi interior.Durante un tiempo todo pareció encaminarse. En 1954 tuve el protagónico de laobra Bernardine en su estreno en la costa oeste. La noche del estreno actué frentea más de dos mil personas que se habían agolpado en el hermoso teatro. Fue unsuceso arrollador. Cuando yo salía al escenario, la gente no podía quitar sus ojosde mí. Patterson Greene, el renombrado crítico, hizo una crítica de la obradiciendo que era "increíble".Yo representaba el rol de Bernardine a la perfección. Pero Bernardine, como yomisma, no era más que una ilusión. No existía. De pie sobre el escenario,escuchando el rugir de la multitud que me aplaudía y vivaba mi actuación, me

sentía irreal, como si no estuviera allí. Pero de todas maneras eso me gustaba, yme bebía los aplausos, los halagos, el reconocimiento y la aceptación que misfans me brindaban. Lo disfrutaba, lo absorbía todo. Para mí, ser amada yadmirada por fans de todo el país era lo máximo que podía desear.Pronto pasé a otro estado de ilusiones. Firmé contrato con Edward Small paraprotagonizar películas. Él me dijo que me estaba preparando para ser la máximaestrella de Hollywood. Fui protagonista de algunos filmes de Allied Artists, yalgunos para TV. Actué en Playhouse 90 y El millonario, y fui coprotagonista deChuck Conners, en algunos de sus primeros shows. Para mí no era problematrabajar en el set de filmación todo el día y luego tomar un avión para ir a trabajaren algún escenario esa noche. Estaba en la cresta de una increíble ola de éxito.Pero las olas finalmente se deshacían en espuma y burbujas... y siempre volvíanal mar. Yo seguía vacía.Una mañana de octubre salí temprano de casa. Ed y yo habíamos comprado unahermosa mansión al pie de las colinas, en LaCrescenta. Mientras manejaba mipropio Cadillac, camino al estudio en Hollywood, comencé a preguntarme: "¿Paraqué sirve todo esto? ¿Por qué lo hago?" Estas preguntas existenciales proveníandel profundo vacío que había en mi vida. Tenía todo: fama, dinero, un hermosohogar, un esposo atractivo y famoso... Pero me sentía muy infeliz. Entoncesrecordé unas palabras de "Tam O'Shanter", de Robert Burn:

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Kathryn Kuhlman 

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"Pero los placeres son como un campo de amapolas; tomas la flor, su belleza sedesvanece; o como la nieve que cae en el río, un momento blanca, antes defundirse para siempre".Yo me había rodeado de todos los placeres que podían captar mis sentidos. Habíaconvertido la búsqueda de la felicidad en un negocio. Ese día, mientras iba en mi

coche hacia el estudio, decidí trazar una línea debajo de todo lo que tenía, ysumarlo. El resultado era cero. Recordé un versículo de mis días de escueladominical, en la niñez: "Todo es vanidad, como atrapar el viento". Desde ese díaen adelante comencé a buscar verdades espirituales. Pero yo no sabía que haydos fuentes diferentes de energía y poder espiritual. En mi ignorancia, fui endirección a la oscuridad.Comencé a asistir a un grupo de oración que se reunía todas las semanas en unacasa cercana. Pero allí nunca pasaba nada. Era tan falto de poder como lo habíasido la religión de mi niñez. Como yo, todos los demás estaban buscando, peroninguno había encontrado nada. Pasábamos las noches analizandointelectualmente la oración. Cuando nos poníamos a orar, no era real, y nunca

hubo respuestas. Todo era vacío, sin significado alguno.Entonces probé con la Ciencia Cristiana, y de ahí pasé a un pequeño grupo queestudiaba las religiones orientales. El sur de California está lleno de personasvacías que corren tras cualquier cosa que les ofrezca esperanza. Un vacío,aunque tenga forma de Dios, atrae cualquier cosa que no esté atada...especialmente los espíritus malignos.Ed se iba de casa durante días enteros, y yo caí en una profunda depresión. Nisiquiera quería salir de la cama. Estaba perdiendo el interés en mi carrera, ypronto me encontré farfullando hasta cuando estaba en el set."Algo anda mal", le dije a mi psiquiatra cierto día de setiembre de 1959. "Mi carreraya no me hace feliz. Mi matrimonio no me satisface. Me siento culpable porque

tengo todas estas cosas que deberían hacerme feliz y, sin embargo estoy tanmal."Ella me escuchó con atención y luego me comentó sobre un nuevo método depsicoanálisis con drogas que el doctor Sidney Cohen había experimentado en laUCLA. Se trataba de una nueva droga, bastante controversial, que tomada enforma controlada, aparentemente aceleraba el proceso de análisis: cinco sesionescon la droga eran equivalentes a una terapia completa, que generalmente llevabaaños. Accedí inmediatamente a probar esta nueva terapia, en la cual deberíatomar una dosis por semana. El nombre de la droga era ácido lisérgico: LSD.Yo acababa de protagonizar, junto a Agnes Moorehead y Vincent Price, el film Elvampiro, inspirado en un libro de Agatha Cristhie. Aunque en ese momento nocreía en espíritus malignos, ahora comprendía que mi rol en ese film no habíahecho más que prepararme para los "viajes" de LSD que estaba por emprender.El 19 de setiembre ingresé a una institución privada como paciente ambulatoria.Mi psiquiatra, entuasiasmada con el proyecto, me aseguró que la droga haría quemi mente se expandiera, profundizaría mi estado consciente y sería la respuesta atodos mis problemas. También me aseguró que vendría con frecuencia a verme,para tomar notas y hacer preguntas, mientras yo estuviera bajo la influencia de ladroga.

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Kathryn Kuhlman 

85 Nada es Imposible para Dios

Naturalmente, le creí. Pero fue un error terrible y trágico. En vez de libertad,encontré una esclavitud peor que todas las que había conocido hasta entonces.En vez de cinco sesiones con LSD, tuve 65: una por semana durante un año ymedio. La única forma de liberarme del LSD era tomar otras drogas, o beberalcohol. Empecé a tomar mezcalina (otro alucinógeno), y pronto comencé a

desmoronarme.Pronto nos "graduamos", pasando de viajes individuales con LSD a terapias degrupo. Bajo la supervisión de los psiquiatras de la UCLA, aproximadamente docepacientes nos reuníamos los sábados por la mañana temprano y pasábamos eldía, hasta tarde en la noche, `viajando" con LSD. Nos psicoanalizábamos unos aotros, sacábamos a relucir nuestros odios y nos infectábamos mutuamente connuestros problemas. En poco tiempo adopté todos los síntomas de los demáspacientes del grupo, para deleite de los psiquiatras, que cada vez estaban másconvencidos de que finalmente habíamos encontrado la realidad.

Durante uno de esos viajes con LSD reviví un accidente automovilístico muy

traumático que había sufrido cuando tenía tres años de edad. Todo el terror quehabía sentido entonces volvió a mí. Mi psiquiatra estaba encantada: "Oh, por finestás llegando a la última pieza de tu rompecabezas. Por fin terminarás dearreglar tu vida".Pero en vez de arreglarse, mi vida se estaba atando en un nudo de confusión queno podía desatarse. Durante un año y medio de puro terror, las drogas desatarontodas las fuerzas malignas y demoníacas que alguna vez hubieran entrado a mimente. Mi cerebro no paraba de funcionar a alta velocidad, y cada día sufríavisiones como efectos de la droga. Comencé a tragar toda clase de narcóticos quepudieran hacerme "bajar" de los "picos" que me producía el LSD. Pronto estuveatrapada en una adicción que duraría doce largos años.

Apenas podía funcionar bien en el set de filmación: tenía inexplicables ataques deira, me resistía a obedecer órdenes y aparecía tan drogada que ni siquiera podíaleer mis parlamentos. "Elaine," me dijo Edward Small, "podrías llegar a ser una delas más grandes actrices de la escena, pero estás arruinando tu vida. ¡Sal de eso!"Yo ya no tenía control sobre mí misma. Fuerzas externas, mucho más poderosasque mi propia voluntad, se habían instalado en mi interior. Ya no era dueña de mí.En 1961 estuve a punto de coprotagonizar junto con Mickey Rooney la serietelevisiva The Seven Little Foys. Pero apenas podía arrastrarme por el set yfinalmente me desplomé sobre el piso. Entonces supe queMi experiencia final con la actuación tuvo extraños toques sobrenaturales. Unadirectora con la que había trabajado anteriormente me llamó desde Albuquerque,Nueva México. "Elaine, tenemos un problema", me dijo. "Faltan solo dos días parael estreno de Dulcie, y Jean Cagney, que hace el papel principal, se enfermó.¿Puedes tomar su lugar?""No hay problema", dije. "Puedo hacerlo. Partiré esta noche en avión."Después de colgar, comencé a preguntarme por qué había aceptado. Yo nuncahabía hecho comedias. Tardaba mucho en aprender los papeles, generalmentesemanas. Dulcie está en el escenario durante toda la obra, y yo ni siquiera habíaleído el libreto. Esto era ridículo.

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Kathryn Kuhlman 

86 Nada es Imposible para Dios

Tenía una sesión de LSD programada para esa tarde, a la que asistí, como estabaconvenido. Cuando tomé la droga, tuve una visión. Vi un tremendo rayo de luz, yen medio de esa luz había un hombre que me decía que saliera de las sombras yfuera hacia él. Me daba miedo, pero siempre había pensado que la luz no podíaser algo malo. Cuando salí de la sombra y entré a la luz, sentí una gran corriente

de poder y energía. Era como si pudiera hacer cualquier cosa, casi como si fueraDios mismo.Salí del lugar de tratamiento aún sintiendo esa gran energía nueva para mí. Pasépor la oficina de la directora en Los Ángeles, tomé una copia del libreto de Dulcie,y lo leí de punta a punta durante el vuelo a Albuquerque. Sabía que lo teníadominado.En el aeropuerto me estaban esperando para llevarme al teatro para ensayar. Ladirectora caminaba de aquí para allá, meditando nuevamente en el tema. «Nopodrás hacerlo Elaine". Me dijo. "Es imposible.

Tienes que estar en el escenario durante dos horas y media." Pero yo tenía una

confianza sobrehumana. Comenzamos el ensayo."No estás anotando tus bloques", me decía la directora. Los "bloques" incluyentodos los movimientos sobre el escenario, y generalmente, para una obra comoesta, tardaría al menos tres semanas en aprenderlos."No necesito anotarlos", sonreí misteriosamente.Nunca había sentido una energía y un poder tan fuertes en toda mi vida.Esa noche fui al hotel y estudié mis parlamentos durante unas dos horas. Al díasiguiente, en el ensayo con vestuario, tenía todo perfectamente aprendido.Era la obra más importante que se hubiera interpretado en Albuquerque. Loscríticos se volvieron locos. "Es como una luz cuando ella está en escena", escribióuno de ellos. "Literalmente, toma al resto del elenco y hace que la sigan."

La obra se representó durante dos semanas y atrajo más gente que cualquier otraque se hubiera representado allí. Durante este tiempo hice cosas que jamáshubiera soñado hacer, como dictar varias clases de actuación en la Universidad deNueva México. Me parecía estar flotando en el poder de esta tremenda energía...sin imaginar ni por un segundo que podría provenir de Satanás.Mi esposo vino a verme en la última función, y luego de terminada esta, se desatóel infierno. Me destrozó. Yo nunca había visto tanto odio y tanta ira en un serhumano. Aunque yo ya sospechaba que él estaba celoso de mi éxito, no pudesoportar la violencia de su ataque. Perdí todo mi coraje, y cuandovolvimos a Los Ángeles, todo el poder y la energía que había sentido, habíandesaparecido por completo. Me sentía como Cenicienta al llegar la medianoche.Volví a caer en una profunda depresión. La oscuridad se instaló una vez más enmí, tan espesa que no podía romperla. Supe que nunca volvería a actuar.Volví al LSD. Drogas por la mañana, drogas por la tarde, drogas por la noche.Cada vez caía más bajo.El productor de mi esposo lo convenció de que fuera a Nueva York paraprotagonizar una novela. No solo tomó allí el rol principal, sino que tambiéncomenzó una relación sentimental con la protagonista femenina. Nuestromatrimonio, que había durado diecinueve años, estaba condenado a morir. Él

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Kathryn Kuhlman 

87 Nada es Imposible para Dios

pidió y obtuvo el divorcio y se casó con su protagonista. Yo me quedé enCalifornia, abandonada emocionalmente y con el espíritu destrozado.Comencé a visitar a un psicólogo que estaba experimentando con el ocultismo. Élcreía que se podían activar ciertas energías del "exterior" que formarían"triángulos protectores de luz" a mi alrededor. Los llamaba "vértices de energía",

que entrarían en mi cuerpo y abrirían mi mente a nuevos y más elevados nivelesde conocimiento. Todo estaba relacionado con Shakti, la energía femenina deldios hindú Siva.Comencé a asistir dos veces por semana a sus sesiones, en un intentodesesperado por encontrar la verdad para mi vida destrozada. Sin embargo, loúnico que hacía era hundirme cada vez más en la oscuridad. Esto me llevó aclases de astrología, espiritismo, y cursos de ondas alfa de energía cerebral. Yotodavía no había pensado que la energía y el poder podían venir de fuentes queno fueran buenas.En nuestra terapia de grupo, mi psicólogo nos hacía invocar a ciertos "maestrosascendidos", espíritus que vendrían a impartirnos conocimiento. A mí me insistía

especialmente para que invocara a uno llamado "el Tibetano", que podría darmeuna gran sabiduría. Para esta época yo ya estaba tan metida en el mundo delocultismo, que parecía que nunca podría desenredar la maraña retorcida que erami vida.La antigua búsqueda del amor reapareció. Me relacioné con un actor y directordivorciado, con el que viví durante dos años. Este hombre abusaba de mí y variasveces trató de matarme. Era una pesadilla. En un loco intento por escapar de él,huí en medio de la noche. Dos semanas más tarde me encontró. Si no hubieraconsentido en volver a vivir con él, me habría matado.Meses después enfermó gravemente. Entonces pude escapar y fui a vivir a unviejo apartamento en Havenhurst, a la salida de Sunset Boulevard. Era el mismo

apartamento en que Carole Lombard vivió antes de ser asesinada. JohnBarrymore había vivido justo enfrente. Mis amigos ocultistas estabanentusiasmadísimos con el lugar, y decían que podían sentir toda clase de espíritusque vivían allí. Me insistían para que me pusiera en contacto con ellos, pero yotenía miedo. Volví a refugiarme en mi mundo de drogas y soledad.Uno de mis amigos era un famoso astrólogo judío, amigo personal de uncolumnista de un periódico de Toronto, Canadá, que había preparado las sesionesdel Obispo Pike. Este columnista había entrevistado a Kathryn Kuhlman, y miamigo judío me leyó los relatos de su ministerio. Por primera vez sentí un atisbode esperanza. ¿Sería posible que a pesar del mundo enloquecedor de losdemonios y de la oscuridad, hubiera una verdadera luz, no contaminada por lospoderes del mundo subterráneo? Fascinada por esta esperanza, comencé a asistira las reuniones mensuales de Kathryn Kuhlman en el auditorio Shrine de LosÁngeles.Varias veces escuché que ella hablaba en contra de las cosas de las que yo habíaestado participando: astrología, espiritismo, ocultismo. Parecía que sabía de quéestaba hablando. Hablaba con autoridad, no como los psiquiatras, psicólogos ypsicoanalistas que yo había consultado. En vez de hacer preguntas, ella dabarespuestas. Y cuando oraba, tenía resultados. Decidí que me esforzaría porliberarme de todas esas ataduras.

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Kathryn Kuhlman 

88 Nada es Imposible para Dios

Comencé orando por sanidad, pidiéndole a Dios que me quitara la necesidad dedrogarme. Y decidí exorcizar mi apartamento, limpiarlo de todos los espíritusmalignos. No sabía nada sobre las técnicas de exorcismo, así que les pregunté amis amigos espiritistas. "Quiero hacerlo como dice en la Biblia", les dije.Ellos me dieron toda clase de sugerencias, y una de ellas fue quemar incienso y

mirra (eso sí estaba en la Biblia). Parecía una buena idea para echar fuera losespíritus malignos. Decidí agregarle "polvo de sangre de dragón" a la mezcla, parahacerla más potente.Una noche, llené el apartamento de incienso y caminé por todas las habitacionesrepitiendo el salmo 91 para tener buena suerte y ganar coraje. Después queméincienso y mirra, los puse en un plato, espolvoreé el "polvo de sangre de dragón"sobre él, y puse el plato cerca de mi cama, sobre el piso.

Apenas me di vuelta, escuché un golpe y sentí el olor de otro humo. Me volví y vique el plato estaba dado vuelta sobre el piso. ¡La parte inferior de mi cama estabaen llamas!

Corrí hacia el baño, tomé un vaso, lo llené de agua y fui hacia la cama. Mearrodillé y levanté el colchón para tirar el agua al fuego.Repentinamente, sentí una fuerza sobrehumana que tiraba el colchón hacia abajo,aplastando mi mano entre el elástico y el colchón. En ese momento, el fuegoexplotó literalmente desde la cama.Traté de liberar la mano. Estaba atrapada. Estaba como clavada a la cama que seincendiaba. Las llamas se extendieron por el cuarto, encendiendo la cortina y lasparedes. "Dios, ayúdame!", grité. Entonces di un último tirón, pude liberar mimano, y salí tambaleando del cuarto hacia el pasillo.Para cuando llegaron los bomberos, el apartamento estaba totalmente destruido.Después que se enfriaron las cenizas, entré. El dormitorio era un montón de

carbones, como el interior de un crematorio. Yo había perdido todo, excepto lavida.En febrero de 1972 volví al auditorio Shrine. Desde que había estado tan cerca dela muerte, esperaba ansiosa el momento de volver allí para estar en presencia delEspíritu Santo. Esa tarde de domingo, sentada en la parte de atrás de la plantabaja, comencé a orar por quienes me rodeaban. Repentinamente tomé concienciade la oscuridad en que tantas personas andaban. ¿Cuántos otros, miles, millones,estarían tropezando en el camino, como yo, tratando de liberarse de las garras delmaligno?Mientras oraba, sentí una Presencia a mi alrededor y sobre mí. Supeinmediatamente quién era. Nunca lo había conocido, pero no necesitábamos quenos presentaran. Yo lo había estado buscando toda mi vida, y de repente, estabaallí. Jesús estaba allí.Sentí una gran calidez en todo el cuerpo, y comencé a llorar. Algunas veces meacompañaba alguien cuando iba a estos cultos, pero esta vez estaba sola. Mealegré de no tener que explicarle a nadie lo que me sucedía. Jesús estaba allí,envolviéndome en su amor. Y en ese momento supe que era amada, con un amormucho más grande que el que cualquier hombre podría darme jamás. Estaba enlos brazos del mismísimo Padre. Era como si todos estos años hubiera habido unhueco vacante en mi corazón, con un cartel que dijera: "Reservado para

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89 Nada es Imposible para Dios

Jesucristo". Ahora Él había llegado, y todas mis necesidades de amor estabansatisfechas.Supe que nunca más volvería a necesitar las drogas. Fue así: simple, definitivo,absoluto. Estaba sana.Después de que terminó el culto, me abrí paso entre la multitud. Esperaba

ansiosamente el momento de estar sola. Antes, siempre había necesitado gente ami alrededor, multitudes de personas que me admiraran. Ahora ya no quería ninecesitaba a nadie más. Era suficiente estar con El.Cené tranquila en un pequeño restaurante fuera de la zona más ajetreada, y volvía mi pequeño apartamento de un ambiente. Fui al baño y vacié el contenido detodos los frascos y las cajas de medicamentos en el toilet. Nunca volvería a seresclava de las drogas. Saqué mi cama del diván y la abrí. Fue tan naturalarrodillarme para orar, para agradecerle a Dios por lo que había hecho.

Esa noche, por primera vez en años, dormí pacíficamente. Sin drogas, sinpesadillas, sin insomnio. Comprendí entonces el significado del versículo: "En paz

me acostaré, y asimismo dormiré; porque sólo tú, oh Jehová, me haces vivirconfiado" (Salmo 4:8).Mis problemas no se acabaron por completo con la experiencia de esa noche. Hahabido momentos de desaliento y soledad. La mayoría de mis antiguos "amigos"se alejaron de mí, y tengo que crear nuevas amistades con creyentes. Todavíahay momentos de tristeza y tentación, pero ahora sé que no estoy sola. Jesús meama. Y estoy aprendiendo a dejar que Él luche en mi lugar.Algunas veces, por la noche, después de apagar la luz, siento fuerzas malignas ami alrededor. Ya no repito ritos de exorcismo, ni siquiera les hablo a los espíritus.Simplemente oro: "Jesús, necesito tu ayuda. Han vuelto. ¿Puedes venir y echarlosafuera?" Y Él siempre contesta mi oración.

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90 Nada es Imposible para Dios

CAPÍTULO 10LA ESCEPTICA DEL SOMBRERO DE PIEL

Jo Gummelt

La señora Jo Gummelt, esposa de un ex pastor bautista, era reconocida como unade las colaboradoras más importantes del Congreso, en Capitol Hill (WashingtonD.C.). Nació en Mobile, Alabama, estudió en la Universidad Baylor y luego semudó a Fort Worth, Texas, junto con su esposo Walter, quien cursó estudios deposgrado en el Seminario Teológico Bautista de esa ciudad. Desde 1958 losGummelt viven en District Heights, Maryland, donde Walter ha ocupado varioscargos importantes dentro de su denominación.

Como la mayoría de los bautistas, yo creía que la Biblia es el registro inspirado dela revelación de Dios a la humanidad, y le agradecía a Dios por la manera en quehabía hablado a los profetas y los apóstoles. Creía que cuando Jesús tocaba a

alguien, esa persona era sanada. Creía que luego de ascender al cielo, aquellosciento veinte creyentes que estaban en el aposento alto durante la celebración dePentecostés, y muchos otros en la iglesia primitiva, recibieron el poder del EspírituSanto. Creía que esos hombres y mujeres habían hablado en lenguas, realizadomilagros y habían visto recuperarse a los enfermos luego de imponer las manossobre ellos. Pero por alguna razón, no comprendía que Dios podía derramar suEspíritu en mí, hoy, de la misma manera.No es que no quisiera recibir su Espíritu, sentir su poder o manifestar los donesdel Espíritu. Sí, deseaba todo esto. En realidad, había estado dirigiendo un estudiobíblico para mujeres sobre el Espíritu Santo. Es que pensaba que Pentecostés eraalgo que había sucedido en un tiempo muy lejano. Tuve que llegar a estar cerca

de la muerte para recibir la verdad de que podía recibir la vida de Dios hoy.En 1949, después de graduarme de la escuela secundaria en Mobile, Alabama, mipadre me regaló un viaje a Washington D.C. A pesar de haber estado enfermodurante casi tantos años como los que yo tenía de vida, papá había ahorrado losuficiente para comprar dos boletos de autobús y poder visitar a mi hermanomayor, que trabajaba en la biblioteca de la Suprema Corte.Mi hermano conocía a Truman Ward, un importante funcionario de la Cámara deDiputados. El señor Ward me ofreció un empleo, y así me convertí en laestenógrafa más joven de Capitol Hill. Tres días después, el senador SpessardHolland, de Florida, me ofreció emplearme como su secretaria por tres mil dólarespor año. Eso era más de lo que mi padre jamás había ganado en Mobile. Entonces

supe que me quedaría en Washington.Pronto me encontré sumergida en el fascinante mundo de la política, y pasé atrabajar para otro congresista, con un sueldo aún mayor. En ese momento elmatrimonio no me atraía. Mi constante esfuerzo por lograr la eficiencia y laperfección me convertían en la colaboradora ideal... y a mí me encantaba serlo.Dormía tres horas por noche, y una siesta de quince minutos después de comeruna salchicha de quince centavos. Eso era lo único que necesitaba. Pero ya

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estaba creando patrones de vida y de trabajo que me llevarían casi a ladestrucción antes de cumplir los cuarenta años.Durante estos primeros años en Washington conocí a un grupo de jóvenes de laIglesia Bautista Metropolitana que eran diferentes de todo lo que yo habíaconocido antes. En su gozo y su testimonio constante, podía ver que tenían algo

que a mí me faltaba. Estos jóvenes de Washington me motivaron a tener una sednueva: la de ser como Jesús, y entregarle toda mi vida a Él para servirle de tiempocompleto. El empleo de tiempo "más completo" que yo podía concebir en esemomento era ser médica misionera. Quizá era porque papá estaba continuamenteenfermo; quizá era lo que había leído sobre Jesús que ponía sus manos sobre losenfermos y los sanaba. Fuera lo que fuere, yo quería ver sana a la gente, y sermédica misionera era la única forma de lograrlo que yo conocía.

Me inscribí en la Universidad Baylor, en Waco, Texas. Mi jefe, el diputado PrincePreston, de Georgia, me ayudó económicamente, y me dijo que cuando mequedara corta de dinero, podría volver a Washington, y que mi empleo siempre

estaría esperándome. Aproveché su ofrecimiento y, alternando entre Washington yWaco, finalmente terminé mis estudios luego de seis años.Mientras estaba en Baylor, conocí a Walter Gummelt, un joven muy atractivo,rubio, de cabello ondulado y físico atlético. Walter se graduó antes que yo y luegose mudó a Fort Worth, donde se inscribió en el Seminario Bautista. Nos casamosinmediatamente después de que yo terminara mis estudios. Mi deseo deconvertirme en médica misionera había sido reemplazado por otro: el de seresposa de un pastor. Después de que Walter se graduó en el seminario, volvimosa Washington. Volví a trabajar, y Walter aceptó la invitación para ser pastor de laIglesia Bautista Parkway, una congregación nueva de District Heights, Maryland.Inmediatamente volví a mi antiguo estilo de vida: trabajaba hasta horas increíbles,

comía mal, y todo lo que emprendía lo llevaba a cabo con precisión perfecta. Pudeconservar mi buena salud durante los primeros años. Pero luego, gradualmente,las presiones de ser esposa de pastor, además de las increíbles presiones detrabajar en el Congreso, comenzaron a hacerse sentir. Perdí peso.Algunas mañanas me levantaba más exhausta que al acostarme. Perdí variosbebés, y cuando finalmente logré llegar al final de un embarazo, trabajé hasta quenació el pequeño Gordon. Luego de un breve receso, volví a trabajar. Me habíavuelto adicta al trabajo.Cuando mi jefe perdió la reelección, Walter sugirió que podría ser una señal deDios para que yo dejara de trabajar. Pero antes de tener tiempo de considerar suconsejo, me ofrecieron uno de los puestos más importantes: un congresista deTexas me pidió que fuera su asistente administrativa, el cargo más importantedentro de la oficina de un congresista.El empleo exigía una perfeccionista, y yo había ganado reputación de serprecisamente eso: motivada, eficiente, leal. Acepté el puesto y comencé con untrabajo que me desgastaba sin misericordia, administrando la oficina, dirigiendo alpersonal, escribiendo discursos y quedándome a hacer investigación sobre leyeshasta mucho después del horario de cierre de la oficina. Noche tras noche, mearrastraba a casa, mucho después de oscurecer, y me sentaba en el banco delpiano, con papeles a mi alrededor: trabajaba hasta la madrugada.

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Seguí perdiendo peso. Sufrí otros tres abortos espontáneos, y me aparecieron tresúlceras sangrantes, características de quienes trabajan en el Congreso,consecuencias inevitables de los conflictos internos de la oficina y del acoso demis empleados varones, que envidiaban mi posición. Yo trabajaba setenta horaspor semana, dormía menos de cuatro horas por noche y seguía tratando de estar

presente en la iglesia junto a Walter.Entonces comenzaron nuevamente los dolores de cabeza. Las migrañasempezaban como un dolor sordo en la parte de atrás y en un costado de lacabeza. A la hora de comenzar, el dolor era como un fuego que me encendía elcerebro. Era como tener el cráneo en una prensa gigante que lo apretaba tanfuerte que pensaba que la cabeza me explotaría. Junto con el dolor venían lasnáuseas, en oleadas, mientras mi cuerpo se convulsionaba como en agonía.El médico había dicho que yo sufría de una "clásica migraña de personalidad", yme recetó drogas. Comencé a tomar grandes dosis de Darvon compuesto. Medijeron que no causaba adicción, pero pronto me di cuenta de quepsicológicamente ya me había atrapado. A medida que las migrañas se hacían

más y más intensas y frecuentes, fui aumentando la dosis. Entonces, como siestuviera en una comedia de pesadilla, comenzó a caérseme el cabello. Le echéla culpa a los abortos espontáneos y al hecho de que estaba por comenzar aenvejecer, pero la perspectiva de volverme calva no era nada divertida. Compréuna peluca.Un día de primavera, muy ventoso, salí temprano de mi trabajo. Nuestras oficinasestaban en el edificio Sam Rayburn, y al salir por la puerta principal, vi,estacionadas en la calle circular, las grandes limosinas negras de los miembrosdel Gabinete. Cada una, con su chofer parado al lado de la puerta. Yo sabía quese estaba llevando a cabo una audiencia especial, y no pensé mucho más en elasunto, hasta que salí del área protegida. Entonces, el viento me arrancó la peluca

y la hizo volar hasta un espacio abierto, en medio de todos esos choferesuniformados.Grité pidiendo ayuda, pero nadie se movió. Los guardas y los choferes sequedaron parados, con la boca abierta, mirando cómo mi peluca daba vueltas porel pasto hasta "aterrizar" sobre una planta de tulipanes. Entonces prorrumpieronen carcajadas. Yo me imaginé a los congresistas, corriendo a las ventanas yviéndome correr detrás de mi peluca. Finalmente la levanté, la calcéapresuradamente en mi cabeza, y me dirigí al estacionamiento. Para los hombresera muy gracioso, pero yo tenía deseos de llorar. ¿Por qué tenía que usar unapeluca? ¿Por qué no podía ser normal? Sentada en el auto, me largué a llorar.Cierta mañana, varios meses después, me levanté de la cama, débil ytambaleante, para prepararle el desayuno a Walter. Allí, inclinada sobre la cocina,comencé a llorar. Mis lágrimas caían sobre el aceite de la sartén y provocabanpequeños conatos de humo. "Ya no tengo un hogar", pensé. "Y Walter no tieneesposa, porque yo estoy casada con mi trabajo. Pero nunca se queja. Él es comoel peñón de Gibraltar, mientras que yo me estoy partiendo desde la base." El solopensamiento de enfrentar otro día en la oficina me hacía temblar.Sentí el brazo de Walter rodeándome la cintura desde atrás, su rostro contra micuello, y el perfume de su loción para después de afeitarse. ¿Cuánto hacía que no

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me quedaba mirándolo afeitarse? Antes, cuando luchábamos juntos, en la épocaen que estudiábamos en el seminario, tenía tiempo para eso.Recordé esos primeros años de matrimonio. Nuestro pequeño dúplex en la calleStanley, cerca de Seminary Hill, el cruce a Wichita Falls, donde Walter predicabalos fines de semana. No teníamos dinero, pero caminábamos por las calles

desiertas del centro de Fort Worth, muy tarde en la noche, y mirábamos lasvidrieras. Algunas noches, para distraerme, iba con él a la biblioteca del seminarioy lo miraba buscar y rebuscar en los libros, preparándose para un examen. Osimplemente caminábamos alrededor del hall central, tomados de la mano,mirando los retratos de los anteriores rectores del seminario. Ahora no teníatiempo para cosas así, para sentarme y mirarlo. No tenía tiempo para caminar conél tomada de su mano. No tenía tiempo para echarle colonia después de afeitarsey sonreír, haciéndole cosquillas en la nariz. Seguí llorando."No vale la pena, Jo", me dijo Walter, suavemente. Él siempre fue tan gentil, tanamable. "Déjalo. No necesitamos dinero extra. Déjalo antes de que te mate."Él tenía razón, pero era demasiado tarde. Fui al médico. Me miró y sacudió la

cabeza. ¡Ulceras sangrantes y migrañas! Me anotó como discapacitada totalpermanente. "Descanse mucho", me advirtió, "o le sucederá algo drástico." Él nolo sabía, y yo tampoco, pero ya había comenzado a suceder algo drástico. Yohabía comenzado a morir.Walter pensó que sería bueno tomar el tráiler e ir por una semana de vacaciones alas montañas Allegheny. Yo no tenía ganas de hacer camping. Gordon tenía seisaños y muchísima energía. Pero fui, decidida a aprovechar lo más posible.Dejamos el tráiler en un camping en el Parque Estatal Allegheny, al sur del Estadode Nueva York, y seguimos en auto hasta la frontera con Canadá, para visitar lascataratas del Niágara. Fue un día cansador.Caminamos por las sendas de concreto, subimos las escaleras y tomamos el bote

hasta la base de las cataratas. En el camino de vuelta, cuando ya volvíamos altráiler, mientras Gordon dormía en el asiento posterior, comencé a sentirme malcomo nunca antes. Sentía una tremenda presión a ambos lados de la parte bajade la columna, como si tuviera toda el agua del río Niágara haciendo presióncontra un dique. Cuando traté de girar el cuerpo en el asiento, el dolor aumentó.La ruta por la que íbamos estaba en reparación, y con cada salto, un espasmoagónico recorría mi cuerpo.Entonces, lentamente, noté otra cosa más: una parálisis que se extendía por micolumna. Jadeando, me aferré a Walter, clavándole las uñas en el brazo."Qué pasa, Jo?", preguntó él, alarmado. "Estás blanca como el papel.""No lo sé", respondí con dificultad. "Pero tengo miedo. Estoy perdiendo lasensibilidad en la espalda." Esto no era una simple úlcera o un dolor de cabeza. Eldolor se extendía por toda la espalda y llenaba el estómago. Las oleadas denáuseas me hacían tener deseos de vomitar. Por primera vez en mi vida, supe loque era sentir las garras de la muerte sobre mí.Para cuando llegamos al tráiler, ya había oscurecido. Me tiré sobre la camamientras Walter salía a buscar un hospital, llevándose a Gordon. Cuando volvió,me dijo que el más próximo estaba a kilómetros de distancia. Me mordí los labios."Quizás, si descanso, me sentiré mejor." Walter estaba preocupado, pero yo insistíen esperar hasta la mañana.

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94 Nada es Imposible para Dios

Pero a medida que la noche avanzaba, yo me sentía peor. Sentía que mi cuerpose estaba destrozando por dentro.A la mañana, temprano, me levanté para ir al baño. Pude eliminar algo de miorganismo, y me sentí un poco mejor. Tambaleándome, volví a la cama, ymientras el Sol salía sobre los árboles, me adormecí.

Cuando me desperté, la mañana ya estaba avanzada. Oía las voces de Walter yGordon afuera. Cuando intenté levantarme, me di cuenta de que estaba en mediode un charco de sangre.Walter quería llevarme al hospital, pero una vez más traté de calmarlo y loconvencí de no hacerlo. "Solo llévame a casa. Si puedo acostarme en mi cama,estaré bien."Pero no mejoré, y Walter me llevó, finalmente, a un médico. Apenas describí missíntomas, pude ver la mirada de alarma en el rostro del profesional. "No se puedeignorar esta clase de hemorragia, señora Gummelt", dijo. Después de tomaralgunas radiografías, me dijo con voz severa: "La espero esta tarde en el hospital".Me di cuenta de que algo andaba terriblemente mal. "Qué pasa?", pregunté.

"Lo sabremos mejor en unos pocos días. Pero en este momento, parece como siliteralmente estuviera expulsando trozos de sus riñones."El diagnosis: una variedad de necrosis papilar renal, una enfermedad muy rara ygrave, que causa el deterioro del interior del riñón. El urólogo me explicó que misriñones eran como dos esponjas podridas, a las que cualquier bacteriainsignificante que entrara a mi sistema podría atacar, causando aún más deterioro.Casi la mitad de ambos riñones ya se había desprendido y había sido eliminadade mi sistema. Estaba muriéndome.Walter envió una carta a la congregación, pidiéndoles que oraran por mí. Aunquela oración por los enfermos (la oración de fe, con autoridad), era algo extraño parala mayoría de ellos, hubo un grupo de mujeres que comprendieron que Dios las

había preparado para este momento y este lugar, para orar por mi sanidad.Aproximadamente un año antes, algunas jóvenes amas de casa de la iglesia,habían venido a pedirme que les enseñara. Ellas querían una relación másprofunda con el Señor, pero no sabían cómo lograrla. Aparentemente sentían quea pesar de mis nervios destrozados y mi cuerpo enfermo, yo podía indicarles ladirección correcta.Muchos años antes, cuando estudiaba en Baylor, me había sucedido algo. Unatarde, mientras caminaba por la calle Ocho, en Waco, repentinamente quedépasmada ante el descubrimiento de que el Espíritu Santo vivía en mí. Los ojos seme llenaron de lágrimas, y apenas pude llegar al otro lado de la acera. "¡Quéescalofriante, pero qué maravilloso a la vez!", musité. "¡Lo llevo a todo lugar quevoy!"A partir de ese momento el Espíritu Santo se había convertido en una personapara mí, alguien que escuchaba todas mis palabras, conocía todos mispensamientos, veía todo lo que yo hacía. Durante semanas, caminé por losedificios de la universidad completamente ajena a cualquier problema, sumergidaen el Espíritu Santo, enamorada del Señor. Comencé a dar el diezmo, no solo demi dinero, sino de mi tiempo, en estudio bíblico y oración. Al final de este períodopasaba aproximadamente cinco horas por día en comunión con el Señor. Pero nohabía durado mucho. Fue una relación pasajera, no algo para toda la vida. Pero

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aunque mi "enamoramiento" del Espíritu Santo se había desvanecido, yo seguíasiendo consciente de su poder.Por lo tanto, cuando estas jóvenes vinieron a pedirme que les enseñara a andarmás cerca del Señor, era natural que comenzara por enseñarles lo que la Bibliadecía sobre el Espíritu Santo. Sabía que yo misma era una aprendiz. Y

sospechaba que aunque decía todas las palabras correctas, no comprendíarealmente lo que estaba diciendo."Pentecostés no es tiempo pasado", había dicho."Si la Biblia es cierta, entonces, ¿por qué no podemos tomarla literalmente?",habían preguntado mis alumnas. "¿Por qué no podemos esperar milagros ysanidades, ahora?"Como bautistas que éramos, creíamos que la Biblia era la Palabra inspirada deDios, y hacer ese tipo de preguntas siempre provocaba grandes frustraciones. Yoquería ser intelectualmente honesta, pero dado que nunca había visto un milagro,nunca había visto una demostración física del poder de Dios, me costaba creer.Profundizamos más nuestro estudio de la Palabra, tratando de encontrar

respuestas. De alguna forma, sabíamos que este caminar más cerca de Dios teníaque ver directamente con la doctrina del Espíritu Santo. Pero lo que esperábamosy necesitábamos desesperadamente era una demostración del poder de Dios, nosolo palabras sobre Él. Esa demostración se produciría el sábado por la mañana,una semana después de que yo entré al hospital.Ese día yo cumplía treinta y siete años. Las mujeres del grupo de estudio bíblicohabían venido al hospital a visitarme y estaban rodeando mi cama. Al mirarlas,supe que algo había cambiado."¿Cómo te sientes?", preguntó Pat Vandeventer. El esposo de Pat era de laMarina, y ellos habían comenzado a asistir a nuestra iglesia, no porque fueranbautistas tradicionalistas, sino porque el Señor les había indicado que lo hicieran.

Muy pocas personas se acercaban a nuestra iglesia porque el Señor se losindicaba, pero Pat y su esposo sí.Yo estaba débil, muy débil y muy sedada, pero me esforcé por contestar con unaligera sonrisa: "Un poco mejor. No tengo tanta hemorragia"."¡Alabado sea el Señor!", dijo suavemente Pat, y le guiñó un ojo a una de lasmujeres que estaba del otro lado de la cama. Esta, a su vez, sonrió y le guiñó elojo a otra. Enseguida, todas empezaron a asentir con la cabeza y sonreír, como sisupieran algo que yo no sabía. Y así era... solo que me enteré varias semanasdespués.Entonces, una tarde, cuando estaba sola en el cuarto del hospital, Pat vino avisitarme y me contó lo que había sucedido ese sábado por la mañana. "Cuandorecibimos la carta del pastor", me dijo, "todas las del grupo de oración supimosque estabas muriendo. También sabíamos que este era el momento de probar silo que habíamos estudiado contigo era verdad. O Dios sana, o no sana. Es así desimple."

"Parece como que van a poner a prueba a Dios", dije."No, no es eso", dijo Pat, acercando su silla a mi cama. "Simplemente decidimosreunirnos y confiar en Él para tu sanidad. Quizá sea que Dios nos está poniendo anosotras a prueba, para ver si creemos lo que Él dice en su Palabra. Las ocho

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integrantes del grupo nos reunimos ese sábado para tener una reunión de oraciónal amanecer, en un rincón del parque municipal."Esperé en silencio mientras Pat hacía una pausa. Sus ojos comenzaron ahumedecerse. "Fue un momento muy precioso y sagrado para cada una denosotras. Mientras esperábamos en Dios, cada una, en forma personal, recibió

una demostración del poder del Señor. Todas supimos que serías sanadamilagrosamente.""No entiendo", la interrumpí. "Sé que estoy mejor, pero eso es porque estoy en elhospital, y me están llenando de medicamentos. Pero el doctor dice que misriñones desaparecieron.""Ya lo sabemos", dijo Pat, sonriendo una vez más. "Pero también sabemos queDios ha demostrado su poder, el poder del que hemos leído en la Biblia. Sabemosque serás sanada.""¿Dices que demostró su poder? ¿Cómo?" Pat se puso en pie y fue hacia laventana. Hablaba con suavidad, como si estuviera reviviendo esos momentos enel parque, al amanecer. "Cada una lo sintió al mismo tiempo, pero en diferentes

formas. Yo estaba sentada en el banco, con la cabeza apoyada en mis manos, yrepentinamente sentí como si se me partiera el corazón. Todas comenzamos asentir un amor por ti, tan profundo como nunca lo habíamos sentido antes. Ahoraparecía que íbamos a perderte. Comenzamos a orar por ti, pero justo cuando elsol empezaba a dar luz, nos quedamos sin palabras. Ya no podíamos orar más, ynos quedamos sentadas, llorando en silencio. Entonces, de lo profundo de micorazón surgió como un manto de paz, como la nieve fresca que cae sobre elpaisaje gris y lo cubre de blanco puro. Y supe, Jo. Supe que Dios te había sanado.No hubo fuegos artificiales, ni terremotos; solo la profunda seguridad interior deque estabas siendo sanada... y cuando Dios lo disponga, lo sabrás." Pat se volviódesde la ventana y me miró. "Levanté la vista, y todas las otras mujeres del grupo

estaban sonriendo a través de las lágrimas. Ellas habían recibido el mismomensaje que yo, al mismo tiempo. Nos fuimos del parque con esa seguridad, ydesde entonces todas las dudas se disiparon.""Pero no estoy sana", dije."Oh, sí. Claro que sí", dijo Pat con firmeza. Sus ojos chispeaban, llenos dedecisión y fe. "Sabemos que los médicos le han dicho al pastor Gummelt que tuenfermedad es incurable; pero recuerda, nuestro Dios es el Dios de lo imposible."Yo sabía que estaba enferma de muerte. Pero... ¿incurable? Olvidé todo lo demásque Pat había dicho. Esa palabra siguió resonando en mi mente.Muchos, muchos especialistas vinieron a observarme durante las siguientessemanas. En la zona de Washington, yo era la única, hasta entonces, a la que sele había diagnosticado con seguridad esa clase particular de enfermedad delriñón. Uno de los urólogos me comentó que en Suecia se había llevado a cabo unestudio con ciento veinticinco personas que tenían síntomas similares a los míos yestaban en iguales condiciones. Pero cuando le pregunté sobre los resultados delestudio, comenzó con evasivas. Lo único que pude deducir fue que todas ellashabían muerto. El único aliento que recibí de los médicos fue la esperanza de quepudieran estabilizar mis riñones y quizá detener el proceso de deterioro. Yo sabíaque no había medicina capaz de curarme.

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97 Nada es Imposible para Dios

Finalmente, me dieron el alta del hospital, recomendándome que pasara de doce acatorce horas por día en cama. La advertencia no era necesaria. Yo estabacompletamente falta de fuerzas. Antes siempre había podido escarbar en algúnlugarcito dentro de mí, y extraer un poco más de energía o fuerza para completaruna tarea. Pero esta vez, cuando busqué en mi interior, solo encontré vacío.

La segunda mañana que me quedé en casa, esperé hasta que Walter se fuera atrabajar. Entonces me levanté para abrir la ventana del dormitorio. La simple tareade caminar hasta el otro extremo del cuarto y tirar para abrir la ventana consumiótoda mi energía, como si hubiera corrido más de tres kilómetros en la ciudad. Medesplomé nuevamente sobre la cama, jadeando de cansancio, sin haber podidoabrir la ventana. Podía sentir mis riñones hinchados, aplastándose contra miespalda.Mis energías de reserva, ese pequeño "extra" que evita que una persona mueracuando llega al fin de sus fuerzas, se habían agotado. El médico había dicho: "Unapequeña bacteria, que pueda tomar, por ejemplo, de agua no muy limpia, lapondrá en peligro inminente de muerte".

Había otras presiones acumulándose al mismo tiempo. El médico me había dichoque cuando me sintiera bien, podría volver a la iglesia, pero no más de una vezpor semana. Antes de entrar al hospital yo pesaba aproximadamente cincuentakilos. Pero cuando me dieron el alta, me cuerpo comenzó a retener líquidos, yquedé muy hinchada. No quería que me vieran así.Pasé el siguiente año entrando y saliendo del hospital. Constantemente debía ir almédico para que me hiciera análisis, exámenes y cultivos. A medida que micuerpo se auto inmunizaba contra una droga, el médico me daba otra, y con elcambio venía toda una serie de exámenes para comprobar si esta droga memataría en vez de hacerme bien. Parecía que estaba todo el tiempo en elconsultorio del médico, haciéndome radiografía tras radiografía. Para combatir las

infecciones internas que siempre surgían, constantemente debía tomar distintosantibióticos. Los gastos en medicinas subían sin parar.Prepararse para la muerte es una experiencia psicológica aterradora. Todo miestilo de vida comenzó a cambiar. Yo sabía que moriría, y era muy difíciladaptarse a ese hecho mientras aún estaba viva. El médico de la familia mesugirió consultar a un psiquiatra. "Quizá él pueda ayudarla un poco con esasmigrañas", dijo. Eso era lo que esperaba. Mi oración era que pudiera yacer en pazy acabar con ese proceso de morir.Ya no podía funcionar como esposa o madre. No podía hacer ninguna tareahogareña. Escuchaba a Gordon volver de la escuela y pasar en puntas de pie porel pasillo sin entrar a mi habitación, para no molestarme. Me hacía recordarcuando yo era niña y mi papá estaba siempre enfermo. Los niños debíamoscaminar siempre en puntas de pie cuando estábamos en casa, para nodespertarlo. Ahora todo eso volvía a suceder. Me sentía terriblemente culpable.Eso es lo único que mi hijo recordará de su madre, pensaba. Enferma, en cama,detrás de una puerta cerrada. ¿Es que este horror va a continuar de generaciónen generación?Entonces comenzaron a suceder cosas. Todo empezó con una carta de mihermana menor, que supo que mi enfermedad era terminal y me sugirió que leyerael libro de Kathryn Kuhlman, Creo en milagros. Dos días después yo estaba en

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Kathryn Kuhlman 

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cama, escuchando un programa en una radio local, y escuché el anuncio de unaconvención de la Fraternidad Internacional de Hombres de Negocios del EvangelioCompleto, que se llevaría a cabo en el Hotel Hilton de Washington. El anuncio notuvo gran importancia para mí, hasta que escuché el nombre de Kathryn Kuhlman.Ella hablaría en una reunión vespertina de la convención. Era extraño que

escuchara ese nombre dos veces seguidas en una semana.Dios aún no había terminado. A la mañana siguiente Pat Vandeventer vino averme. "Jo, vamos a la Convención de Hombres de Negocios del EvangelioCompleto. Kathryn Kuhlman va a hablar allí el jueves por la tarde."Tres veces seguidas en una semana no podían ser coincidencia. Sin embargo, meresistí. "Lo siento, Pat, pero no me convence el tema de que una mujer predique",respondí."Pensé que eras más abierta", sonrió Pat, con los ojos brillantes. "No eres abierta,eres bautista."Ella me había golpeado en mi punto débil, y supe que tenía razón. Yo estaba

  juzgando a esta mujer basándome en que no había visto su nombre impreso en

ninguna publicación de nuestra Convención Bautista del Sur. Yo las leía todas, y nisiquiera una vez había visto su nombre. Hasta dudaba si sería del Señor, ya quelos bautistas del Sur no parecían reconocerla.Miré a Pat. "Está bien, tienes razón. Mi corazón tiene tanto hambre de lo profundodel Espíritu como el tuyo. Y si podemos aprender algo acerca de Dios de alguienque no sea bautista del Sur, estoy lista."Pat fue a buscarme el miércoles por la noche y cruzamos la ciudad hasta llegar alHilton en la noche de apertura de la convención. Yo había estado en muchas,muchas reuniones bautistas, desde reuniones de asociaciones hasta las inmensasconvenciones anuales. Pero esto no era como ninguna otra reunión a la quehubiera asistido. La nota clave era el gozo y la libertad. Más de tres mil personas

estaban sentadas allí, en el lujoso salón, y todas parecían estallar de gozo. Jamáshabía visto tantas caras sonrientes.Inmediatamente sospeché algo. En las reuniones bautistas a las que yo habíaasistido, nadie sonreía así. En realidad, ni siquiera sonreían así en nuestra iglesia.Yo había traído un grabador para poder captar todo lo que pudiera decir el orador,pero no tenía sentido. El hombre que estaba sentado delante de mí estaba tanfeliz que estuvo todo el tiempo hablando al mismo tiempo que el orador. A cadafrase, este hombre contestaba gritando: "¡Alabado sea el Señor!" o "Gracias,Jesús".Yo había escuchado algunos "Amén" en Baylor, y en los cultos del seminario, peronunca nada como esto. Estaba irritada. "¿Por qué no se calla?", protestéinternamente.Salí de la reunión muy confundida. ¿Sería real todo esto?¿Era genuinamente feliz toda esta gente, o eran simplemente desequilibradosmentales? En cuanto a mí, sentía que se estaba acercando una migraña, y le pedía Pat que fuera más rápido.Al despertarme al día siguiente, la migraña seguía molestándome. El psiquiatrame había prescripto una serie de drogas, una pastilla cada treinta minutos durantetres horas. Las drogas me revolvían terriblemente el estómago, pero calmaban eldolor de cabeza. Cuando tomaba la quinta pastilla, el dolor ya se estaba

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Kathryn Kuhlman 

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calmando, pero tenía que estar en cama a causa de mi estómago. Sabía que Pattendría que ir sola a la reunión de Kathryn Kuhlman.Pero esta vez fue distinto. Era extraño, pero el dolor de cabeza desapareció, y micuerpo parecía más fuerte que antes. Después de todo, podría ir al culto demilagros.

Ese año Walter era presidente de la Conferencia de Pastores Bautistas deWashington D.C. Ese día tendrían un almuerzo. Poco antes de mediodía Walterme llamó para saber cómo estaba. Le dije que Pat y yo iríamos al culto de KatrhynKuhlman.Walter sonrió maliciosamente. "Varios pastores de la ciudad están pensando enir", dijo. "La mayoría son curiosos, y posiblemente se levanten las solapas de susabrigos para taparse la cara y que nadie los reconozca." Yo no tuve valor decontarle que acababa de tomar mi gran sombrero de piel, que podía bajar hastataparme las orejas, y que pensaba ponérmelo para que nadie me reconociera a mítampoco.Fue una tarde verdaderamente extraña. Llegamos al hotel una hora y media tarde,

pero encontramos un lugar para estacionar justo enfrente... sin darnos cuenta deque todos los lugares para estacionar estaban llenos en un radio de cuatro callesalrededor.Nos abrimos paso hacia el salón, que estaba atestado de gente, esperandoencontrar asientos cerca de la salida, donde pudiéramos sentarnos y observar.Cuando ya pensábamos que tendríamos que quedarnos de pie junto a la puerta,dos señoras que estaban cerca de la primera fila se levantaron y dejaron susasientos vacíos. Pat y yo nos sentamos casi inmediatamente. Mi sombrero estabapuesto lo más bajo posible. Apenas podía espiar algo debajo del ala.Kathryn Kuhlman estaba hablando. Había una quietud tan dinámica en la sala queyo casi podía escuchar los latidos de mi corazón. Su voz era suave, tan suave que

algunas veces no podía distinguir lo que decía. Tenía que esforzarme paraescuchar cada palabra. No estaba diciendo nada nuevo ni diferente. Todo lo queella decía, yo ya se lo había escuchado decir a Walter cien veces desde el púlpitode nuestra iglesia. Pero había un espíritu diferente en ella y en este lugar. Lagente había venido esperando algo, y ella hablaba con autoridad. Aunque estoconmovió profundamente, yo seguía siendo escéptica.Había una niñita ciega sentada detrás de mí, y comencé a orar por ella. "Señor,toca a esta niñita." Sentí que mis ojos cerrados se llenaban de lágrimas.Repentinamente todos nos pusimos de pie y Kathryn Kuhlman comenzó a cantar:Señor, yo recibo,Señor, yo recibo.Todas las cosas son posibles;Señor, yo recibo."Levante sus brazos", decía ella. "Levante sus brazos y reciba al Espíritu Santo."¿Levantar mis brazos? Repentinamente volví a ser una esposa de pastor bautistade Sur, muy decorosa. ¿Qué pasaría si alguien me veía? ¿Si me veía algún pastorbautista amigo de Walter? ¿Algún miembro de nuestra iglesia? Pero no pudeevitarlo. Mis manos ya estaban levantadas, y era como si estuvieran atadas conhilos hacia arriba. Arriba, arriba... yo no podía controlarlas. Sentía como si meestuvieran estirando el cuerpo hasta que tuviera que ponerme en puntas de pie.

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Kathryn Kuhlman 

100 Nada es Imposible para Dios

Nunca me había estirado tanto ni había llegado tan alto. Cuando mis manos yaestaban completamente levantadas, sentí que las palmas se daban vuelta haciaarriba y al mismo tiempo, mi cabeza caía. Nunca había sentido tal humildad entoda mi vida. Me olvidé por completo de mí misma, de quién era, de dónde estaba,y solo supe que Dios estaba tocándome literalmente, físicamente. Sentí como si

me estuvieran vertiendo agua tibia de la cabeza a los pies.Entonces escuché una voz que venía desde el pasillo. "Oh, Dios, tu gloria sobreesta." Era Kathryn Kuhlman. Yo ni siquiera sabía que había bajado de laplataforma.Ella tocó mi muñeca muy suavemente. Me sentí absolutamente sin peso. Parecíaque hubiera flotado al espacio y estuviera dando vueltas alrededor del techo enbrazos de Jesús. Un hombre situado detrás de mí me decía: "Déjeme ayudarla alevantarse".Pero yo lo ignoré, al tiempo que me preguntaba qué estaba haciendo ese hombreen el techo, conmigo. Yo solo quería quedarme donde estaba, pero él no queríairse. Su voz resonaba en mis oídos. "Déjeme ayudarla a levantarse. Déjeme

ayudarla a levantarse."Pensé: "¿Qué quiere decir con `levantarse'? Ya no puedo estar más arriba de loque estoy, aquí en el techo. Finalmente abrí los ojos. Estaba tendida de espaldasen el pasillo, con las manos estiradas hacia arriba. Mis labios repetían una y otravez: "¡Alabado sea el Señor! ¡Alabado sea el Señor!" No me importaba quién meviera o me escuchara.Camino a casa, Pat y yo revivimos cada momento de la reunión. En ningúnmomento se me ocurrió que pudiera haber sido sanada. De todos modos, nohabía ido por eso. Lo único que sabía era que Dios me había tocado y que en lomás profundo de mí yo era diferente ahora."No les contemos a nuestros esposos." dijo Pat. "No creo que lo comprendan."

Estuve de acuerdo. Pero yo sabía que en el momento en que Dios lo dispusiera,Walter estaría dispuesto a escuchar y comprender.El momento llegó una semana después. Walter se había levantado temprano paraasistir a un desayuno de pastores con un evangelista bautista, el doctor PaulRader. También asistiría el doctor George Schuler, autor de Overshadowed.Walter, como presidente de la Conferencia de Pastores, sería el moderador.Ese sábado dormí casi hasta el mediodía y me despertó el timbre del teléfono.Cuando Walter llegó, yo estaba sentada a un costado de la cama, hablando. Miréhacia arriba cuando él entró al cuarto. Él hizo una pausa y salió. Pero siguióentrando y saliendo, hasta que finalmente me interrumpió. "Cuando termines dehablar por teléfono, tengo algo que contarte."Walter nunca me interrumpía así, por lo que comprendí que necesitabahablarme... y pronto. De modo que corté la comunicación y casi lo llevé aempujones a la cocina. Nos sentamos a la mesa de desayuno y esperé,impaciente, que él empezara a hablar. "Necesito compartir algo contigo", dijo."Esta mañana sucedió algo."Trataba de hablar, pero yo me daba cuenta de que estaba explotando por dentro.Nunca lo había visto así. Walter era sólido, estable, muy confiable. Rara vezmostraba alguna emoción. Pero ahora, cada vez que abría la boca para hablar,sus ojos se llenaban de lágrimas. Finalmente extendió el brazo, tomó mi mano, y

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Kathryn Kuhlman 

101 Nada es Imposible para Dios

se quedó allí sentado, mirando a través de la ventana de la cocina, esperando quese calmaran sus emociones. Finalmente, cuando pudo hablar, comenzó a hacerlolentamente, haciendo largas pausas entre frases, luchando por controlar su voz."El salón estaba lleno de pastores", dijo suavemente, "y estaba hablando elpresidente del comité de planificación de la campaña. Entonces entró este hombre

alto, de cabello blanco, el doctor Schuler. Tenía el cabello como crines, muydesordenado, rodeándole la cabeza como un halo. Pero había algo más en él...como un aura, un halo. Todos los pastores dejaron de hablar cuando él entró. Seprodujo un silencio absoluto. Todos y cada uno de nosotros supimos que elEspíritu Santo había entrado con ese hombre. Finalmente, yo levanté la voz y dije:`Por qué no nos arrodillamos y oramos?'"Inmediatamente, todos los presentes caímos de rodillas. No sé qué era lo quesucedía. Fue como si algo en el aire de ese cuarto nos obligara a adorar. Nuncahe sentido la presencia de Dios con un poder tan avasallador."Walter dejó de hablar. Era obvio que aún estaba profundamente conmovido por laexperiencia. Era mi turno. Con la mayor suavidad posible, le conté lo que me

había sucedido una semana antes. Él se quedó sentado, escuchándomesolemnemente y en silencio. Yo seguí hablando, contándole cómo habían oradolas mujeres del grupo, contándole sobre la reunión, y finalmente lo que habíavivido en el Hilton, cuando Kathryn Kuhlman me tocó la muñeca.Él simplemente me escuchaba, asintiendo, como si supiera todo de antemano. Yopodía ver que Dios lo había preparado esa mañana al visitar a esos ministros conuna experiencia tan conmovedora, y que dijera yo lo que dijese, Walter estaba listopara recibirlo como del Señor.

"¿Fuiste sanada?", preguntó."No lo sé", contesté, sonriendo. "No he pensado mucho en eso. Lo único que sé

es que ya no sufro depresión. La necesidad de ser perfecta también desapareció.La incapacidad de aceptarme a mí misma como imperfecta en cuerpo y en alma,también desapareció. Soy libre.""Pero, ¿cómo te sientes físicamente?", insistió Walter. "Maravillosamente", dije."He dejado de tomar las drogas y los antibióticos. Por primera vez en años, tengofuerza y energía.""Creo que has sido sanada", dijo Walter, con los ojos nuevamente llenos delágrimas. "Creo que tendrías que volver al médico y hacer que te examine paraasegurarte."La semana siguiente volví al consultorio del médico, que me tomó radiografías ehizo otros exámenes.Dos días después volví a sentarme frente a él en el consultorio."¿Qué le ha sucedido, señora Gummelt?", me preguntó."Estaba esperando que me lo preguntara", sonreí. Y le conté, con lujo de detalles,exactamente lo que había sucedido.El doctor se quedó mirando la pared donde estaban sus diplomas durante un largorato. Finalmente tomó la carpeta que contenía mi historia clínica. "Voy a cerrar sucaso", me dijo. "Usted está completamente sana. No hay evidencias de ningúnproblema renal; solo tejidos con lesiones leves por daños anteriores. Si alguna veztiene problemas con los riñones, será algo completamente distinto."

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Kathryn Kuhlman 

102 Nada es Imposible para Dios

Yo quería danzar de gozo, y pude hacerlo más tarde. ¡Basta de drogas, dehinchazones, de hemorragias, de debilidad! Ahora podía vivir una vida sana ynormal como madre y como esposa. Entonces supe cómo se había sentido Lázaroal salir de la tumba al sol, pestañeando. Mi vida había sido restaurada. ¡ Gloria aDios !

En los tres meses siguientes, mi peso subió de cincuenta a casi ochenta kilos. Porprimera vez en mi vida tuve que hacer dieta.Pero sucedió algo más. Al aceptar al Espíritu Santo en mi vida, pude aceptarmetambién a mí misma, tal como era. La tensión fue remplazada por alabanza. Lasmigrañas desaparecieron. No solo mi cuerpo había sido restaurado, sino tambiénmi mente había sido renovada. ¡Aleluya!Seis meses después pude volver a trabajar. La Jo Gummelt que entró al edificioSam Rayburn ese día no era la misma de antes. Yo había prometido al Señor quesi me dejaba volver a trabajar, le daría la mayor parte de lo que hiciera. Fui atrabajar con un congresista de Kentucky, libre de la compulsión de ser la númerouno, de ser perfecta. Poco después todas las jovencitas que trabajaban en la

oficina habían aceptado a Jesús como su Salvador, y la mitad habían sidobautizadas en el Espíritu Santo. Yo nunca había estado tan consciente del poderdel Espíritu Santo para testificar de Jesús.Poco tiempo después de que yo volviera a trabajar, Walter, Gordon y yo tomamosunas cortas vacaciones. La primera noche que estuvimos afuera, fui al baño paralavarme el cabello. Walter y Gordon se quedaron en el cuarto, mirando la TV.Mientras pasaba la mano por mis cabellos, noté una textura diferente. Levanté lacabeza, me quité el jabón de los ojos, y pude ver que los cabellos que nacíanalrededor de mi rostro eran nuevos, fuertes. Podría guardar la peluca.Comenzaron a acercárseme personas para que las aconsejara. Antes yo siempreestaba demasiado débil para ayudarlas. Pero ahora podía compartirles mi

experiencia personal con un Dios que demuestra su poder y su amor. Comencé apasar varias horas de rodillas, orando y con la Biblia abierta frente a mí. En ellugar donde me arrodillaba para orar, literalmente se hicieron huecos en laalfombra. El Señor me enseñaba y me daba un nuevo lenguaje, maravilloso, paraorar. En la primavera, aproximadamente un año después de haber sido sanada,tuve una ligera infección urinaria. Yo sabía que cuando Dios sana, la sanidadpermanece. Pero el viejo temor volvió, rugiendo, y corrí a ver al médico.Él me examinó y luego se paró con las manos en la cintura, mirándomeseriamente. "Usted tiene una ligera infección en la vejiga", dijo. "La última vez queestuvo aquí, le dije que si tenía algún problema renal, sería algo totalmentedistinto. Usted ha sido sanada."Salí del consultorio, agradecida a pesar de la reprimenda. Washington nunca mepareció tan hermosa. Los cerezos alrededor de la fuente estaban en flor. Elcésped del parque era lujuriosamente verde. Hasta los tulipanes habían vuelto aflorecer en el edificio Sam Rayburn. La cúpula blanca del Capitolio brillaba contrael cielo azul, La gente corría a sus oficinas.Sonaban las bocinas. El transito era terrible. Era igual que siempre. Pero yo eradiferente ¡pentecostés a llegado a mi vida!