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Prólogo. Las mujeres en la ópera ......................................................................................7 Nota de la traductora ......................................................................................................9 Presentación ....................................................................................................................13 I. La historia de las mujeres en la ópera ..........................................................21 II. Frente a las heroínas: Los héroes de la ópera............................................61 III. Tres heroínas: Carmen, Elektra, Ariadna ..............................................127 Carmen, la mujer libre ..........................................................................................127 Elektra, la mujer política ......................................................................................139 Ariadna, la realidad sentimental ............................................................................153 Carmen, Ariadna, Elektra: ¿Un modelo para las mujeres? ..................................167 IV. La ópera: Los compositores y la feminidad ............................................179 Epílogo ..........................................................................................................................231 Notas ..............................................................................................................................237 Bibliografía ....................................................................................................................243 Créditos fotográficos ....................................................................................................247 Índice

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Prólogo. Las mujeres en la ópera ......................................................................................7Nota de la traductora ......................................................................................................9

Presentación ....................................................................................................................13

I. La historia de las mujeres en la ópera ..........................................................21

II. Frente a las heroínas: Los héroes de la ópera............................................61

III. Tres heroínas: Carmen, Elektra, Ariadna ..............................................127Carmen, la mujer libre ..........................................................................................127Elektra, la mujer política ......................................................................................139Ariadna, la realidad sentimental............................................................................153Carmen, Ariadna, Elektra: ¿Un modelo para las mujeres? ..................................167

IV. La ópera: Los compositores y la feminidad ............................................179

Epílogo ..........................................................................................................................231Notas ..............................................................................................................................237Bibliografía....................................................................................................................243Créditos fotográficos ....................................................................................................247

Índice

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Si existe un mundo donde las mujeres hayansido rechazas, es el del canto en general, y elde la ópera en particular. Por lo cual, si hayun libro necesario es este, que valora y re-cuerda la aportación de las mujeres a este artetan particular.

El origen del canto se remonta a las oracionesque entonaban los monjes medievales para lamayor gloria de Dios. El centro del pensa-miento medieval era Dios, y el objetivo delarte era Su alabanza, lo que explica sus carac-terísticas fundamentales:

1) Era monódico (a una voz), para que pudieraentenderse el texto.

2) Era anónimo. Lo importante era la alabanzadel Señor, no del autor.

3) Era obra de aficionados. Los monjes noeran profesionales del canto.

4) Era cosa de hombres. En los oficios no par-ticipaban mujeres.

El Renacimiento cambió las cosas. El pensa-miento renacentista trasladó al hombre como

figura principal del pensamiento. La polifoníairrumpió en la casa de Dios construyendo edifi-cios sonoros, que por belleza y dimensión, po-dían competir con la magnificencia de las cate-drales góticas. Pero claro, cantar a ocho vocesya no era empresa de aficionados y el autor co-menzó a reclamar su parcela de notoriedad. Endefinitiva, los viejos esquemas fueron renova-dos, salvo la prohibición a las mujeres de actuaren la Capilla Sixtina y los espectáculos públicosde los Estados Pontificios.

A lo largo del barroco la confusión de sexossobre los escenarios de ópera era tan habitual,como carente de interés para un público muchomás atento al acto social que tenía lugar enlas plateas, de las que sólo apartaba los ojos yoídos puntualmente, para asistir al último pro-digio del castratti de moda. Estos hombres,mutilados en la pubertad, conservaban la pu-reza tímbrica de de un niño a la que sumabanla musculatura y la caja torácica de un hombre,lo que les permitía un virtuosismo excepcional.Pero algunos de ellos, los mejores, eran muchomás que máquinas de fuegos artificiales. Es-

PRÓLOGO

Las mujeres en la ópera

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condían en sus voces la intrínseca belleza delsonido, eran extraordinariamente plásticas yexpresivas, de emisión fácil y flexible, capacesde suscitar enorme emoción. Celletti nos narrael momento en que Sthendal, en 1817, visitóal gran castratto Gaspare Pacchierotti, que ala sazón contaba 73 años. Lo escuchó en al-gunos recitativos y lo encontró “sublime”, “unalma que habla a otra alma”. El compositorGiovanni Pacini lo visitó un año más tarde ycon otro recitativo le hizo exclamar “su elo-cuencia y expresividad eran tales que me mo-vieron a las lágrimas”. Es evidente que can-tantes así son mucho más que exhibicionistasdados al alarde y al fenómeno vocal.

En este difícil entorno es en el que las mujerespoco a poco empezaron a conquistar su puestosobre la escena operística. Uno de sus primerosy más poderosos aliados fue Mozart, que dejoespléndidas partituras para la voz de soprano.Junto a él, ese genio polifacético y divertidoque fue Lorenzo da Ponte, construyó el retratode dos mujeres sensuales, independientes y lle-nas de sentido del humor: Dorabella y Fiordiligique están encantadas de intercambiar sus aman-tes, con aquella alegría de vivir tan propia delaristocrático siglo XVIII, mucho más liberal decostumbres que el burgués XIX, dibujando ados damas modernas, audaces y sin complejosa la hora de tomar sus propias decisiones.

Rossini se encontró en una difícil encrucijada.Lo cierto es que ninguna es fácil. Los castrattiestaban desapareciendo y los tenores todavíano habían alcanzado su máximo desarrollo vo-cal. Celletti afirma que la voz con la que Rossinise identificaba era la de los evirados, pero en-frentado al problema la literatura rossiniana paralas voces femeninas no pudo ser más fecunda

ni brillante. Espléndidas partituras para con-traltos como Marietta Alboni o Rosamunda Pi-saroni, a su lado voces legendarias como la Ma-librán o la Pasta, han dejado una profundísimahuella femenina en los escenarios, allanando elcamino a sus sucesoras.

Durante el periodo romántico las sopranos seconformarán con ser buenas hijas y mejores es-posas. La pureza de sus sentimientos y de suscuerpos quedará perfectamente plasmada porsus timbres cristalinos, capaces de elevarse atesituras estratosféricas y de producir asombro-sos trinos y cadencias. Si una dama poseía uncurriculum amoroso más concurrido de lo con-veniente o una especial determinación, la con-clusión evidente era que, o bien su impureza leimpedía alternar con la buena sociedad o erauna bruja, pero en todo caso la voz más gravede mezzo la distinguía de la límpida soprano.

Carmen, una mezzo, hace que las cosas em-piecen a cambiar. Es una mujer independiente,libre, que no se vincula a ningún hombre sim-plemente porque no lo necesita y porque noquiere. Es amante de D. José y de Escamillo,pero no soporta la babosa dependencia del pri-mero. El ascenso a los escenarios de este per-sonaje marginal, que se relaciona, no con no-bles, sino con cabos y gitanos fue algo insolito,pero de una influencia capital en la ópera, so-bre todo en Italia.

Tras la estela abierta por Carmen aparecenLulú, Dalida (al servicio del Sumo Sacerdote),Electra, Tosca, Ariadna y otras…, que les estánaguardando en cuanto pasen la página.

Ricardo de Cala

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Antes de que el lector aborde la lectura deeste libro, quisiera explicar las razones queme hicieron decidir traducir al español la obrade mi sobrina Helena.

Mi madre, por lo tanto su abuela, nos inculcóel amor por la ópera y de ahí mi deseo de quesu legado perdure. Helena realizó un extensotrabajo y pienso que, donde quiera que se en-cuentre, se sentirá muy feliz de que los hispa-nohablantes conozcan sus ideas, las estudieny puedan disfrutar de su obra, en la que, a miparecer, encontrarán opiniones interesantes ynovedosas. Además, es una forma de demos-trar el cariño que le tenía.

La editorial Ramsay publicó la primera ediciónen francés en 1984. Cuando solicité la autori-zación de esta traducción para su posterior pu-blicación en español, los editores recordaronla obra, y como resultado decidieron haceruna segunda edición en noviembre de 2004,titulada Les femmes et l’opéra.

Quisiera agradecer a todos los amigos que meanimaron en el transcurso de este proyecto.En especial a Isabel, con quien discutí dudasdurante largas horas y pasamos momentosagradables que nunca olvidaremos.

Luisa Mercedes Anzola de Lara

Nota de la traductora

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En memoria de mi abuela, quien me transmitió su amor por la ópera…

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Tanto en verano como en invierno los amantesdel arte lírico persiguen la ópera por todo elmundo –desde la vieja Europa hasta América,de Asia a Australia–, para vivir momentos fas-cinantes y a menudo inesperados. Una vez mecontaron que un director de orquesta con unasensibilidad especial interrumpió una repre-sentación de ópera y permitió que un ruiseñor,que se creía en casa, arrullara la noche con sucanto. Esto sucedió una noche cálida del mesde julio, bajo el cielo estrellado de Aix-en-Provence. A algunos kilómetros de allí, losmiles de espectadores que ocupaban las gradasdel Teatro Antiguo de Orange debían sufrirlos ataques del Mistral, y agregaban a la cuentade los fenómenos naturales el silbido de untren que atravesaba la noche. En las arenas deVerona, la multitud hacía centellear 25.000antorchas; en ese ambiente entusiasta, el di-rector dirige la obertura de la obra. En Bay-reuth, el público salía a estirar las piernas encada intermedio y se paseaba por los jardinescercanos al teatro del Festival, concebidos por

el mismo Richard Wagner. De igual modo,comían salchichas y bebían cerveza.

A la indolencia del verano y las vacaciones lesigue la agitación ciudadana del otoño, perolos lugares en los que se representan las óperasno dejan de ofrecer una atmósfera muy parti-cular, lo que llena de encanto estas veladas lí-ricas. En Covent Garden, el público, como sifuera el invitado de algún Lord excéntrico ymillonario que en los intermedios le ofrecebocadillos y bebidas, espera sentado sobre lasescaleras que le conduce a sus asientos. Lasconversaciones son animadas, el olor a cafécon leche se mezcla con el perfume de lasmujeres y los ramos de flores que ya comien-zan a marchitarse. Todos los años, el 7 de di-ciembre, se festeja en Milán San Ambrosio,aunque la gente no va a la iglesia a celebrareste culto, sino a la Scala: es el solemne co-mienzo de la temporada. En este lugar, todocoincide para que sintamos que estamos enun santuario cargado de leyendas y recuerdos,

Presentación

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e incluso los acomodadores, elegantes y dig-nos, vestidos de negro con guantes blancos yuna cadena dorada, parecen verdaderos ujieresde nuestros paraísos líricos. En París, Londreso Nueva York, así como en Marsella o Estras-burgo, hombres y mujeres –usted y yo quizá–esperan con impaciencia el final del día paraabandonar sus ocupaciones, dejar sus oficinasu hogares y trasladarse a la ópera. Corriendopor los pasillos del Metro, aguardando angus-tiados en los semáforos en rojo, los minutospasan… Algunas veces los hombres cambiansus trajes por un esmoquin; las mujeres, másextravagantes, se ponen una flor en el pelo yse maquillan. Los cantantes se preparan en loscamerinos. Algunos, encerrados con su parti-tura desde el comienzo de la tarde, la tarareana media voz. Entre bastidores y en el escenario,reina una atmósfera enardecida, a la que losadministradores y técnicos de todo tipo se hanacostumbrado representación tras representa-ción. El director de la ópera resuelve el últimodrama, observa en una pantalla de vídeo a laorquesta, la escena y los bastidores. Envíaunas flores para la diva y cruza los dedos. Lasala se oscurece y sobre los atriles de la or-questa se proyecta una luz íntima. En pocosinstantes el director atacará la obertura, el pre-ludio y el prólogo… la Mariscala, Lulú o DonGiovanni estarán listos para entrar en escena.

¿Qué ha pasado para que, tres, cuatro y hastacinco horas después de haber presentado nuestraentrada en la puerta, cuando estábamos cansadosy tensos, el final de la representación nos hayadejado tal sensación de felicidad? La músicaconsigue borrar el tiempo y el espacio de la re-alidad cotidiana, nos sumerge en un mundo so-

noro que modifica nuestro ser, nos hace vivir ycompartir las pasiones, los tormentos y la feli-cidad de hombres y mujeres provenientes de unpasado lejano o mítico. Debajo de sus pelucas,de sus trajes de brocado o lana, de sus falsas jo-yas brillantes y con una voz poco habitual –cantada– aparecen estos personajes excesivos:los conflictos que los desgarran, el éxtasis quelos llena, son los nuestros.

Fue mi abuela materna quien me transmitió elgusto por la ópera. Venezolana, de origen vasco,como muchas sudamericanas, consiguió queun tío suyo le regalara por su 16 cumpleañosun viaje a París; un regalo magnífico y extra-vagante a la vuelta del siglo XX. Generoso,dejó que eligiera lo que quería hacer, a lo querespondió sin titubear: «Yo quiero ir a la ópera».¿Qué sería lo que en aquel país lejano le produjoel deseo de oír una ópera de Wagner –¡se tratabade La Valquiria!–, un universo tan alejado desu tierra asoleada? Mientras que su tío se abu-rrió muchísimo (aún se ríe de ello), a ella lefascinó la función. De mi infancia conservo elrecuerdo imborrable de las acaloradas discu-siones sobre los héroes, pero principalmentesobre las heroínas de las óperas, cuyos conflic-tos y dramas me parecían más reales –o en todocaso, mil veces más interesantes– que las an-danzas de los miembros de mi familia. Si lasextravagancias del tío E. o la melancolía deltío A. preocupaban a mi abuela, mi hermano omis tías rápidamente las dejaban de lado. Loshombres de la familia o los de fuera, tema pre-dilecto de las mujeres sudamericanas, para míno tenían comparación con Lady Macbeth oCarmen. Una nueva interpretación de Tosca enla que se criticaba sus insoportables celos, in-

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dignaba a mi abuela, porque para ella era inad-misible que la cantante, cuyo nombre no re-cuerdo, se arrastrara a los pies de Scarpia. Ellaafirmaba que Tosca no era mujer que se humi-llara. La furia de Isolda hacia Tristán en el pri-mer acto desencadenaba interminables polémi-cas, ya que nadie lograba explicar con claridadlo que había pasado entre ambos héroes antesde subir el telón. Las opiniones sobre la in-constancia de Dorabella y de Fiordiligi erancompartidas. Yo no tenía derecho de palabra –«¡los niños no hablan en la mesa!»– pero gra-cias a todas esas controversias de las que nome escondían ningún detalle, ya que no iba aencontrarme con esos personajes de ficción enmi vida real, puedo decir que era una jovenmuy avanzada para mi edad en lo que conciernea las pasiones, sobre todo amorosas, de loshombres y las mujeres.

Un día mi abuela atravesó el umbral que laseparaba del escenario e interpretó el papelde Tosca en la Salle d’Iéna en una gala de ca-ridad. Penetró el círculo mágico donde quienentra se vuelve mito y, sobretodo, conviviócon esos seres pertenecientes a una categoríadiferente: los cantantes de ópera. Durante mu-cho tiempo, nos habló de las clases que recibiócon George Wague, quien la puso en escena yfue el profesor de Colette. Mi abuela, mujerde conducta irreprochable, trató con persona-jes de una mentalidad muy diferente a la suya,cosa que nunca hizo que se contradijera a símisma. Al contrario, a través del prisma delarte, y por haberla acogido en su mundo porunos días, dichos personajes se convirtieronen sagrados para ella. Este período, fuente deencanto durante el que había vivido un mundo

diferente, quedó lleno de misterios. Teníamosla impresión de que al formar parte de los ini-ciados, ella no nos había revelado todo sobreel secreto al que se había acercado: incomu-nicable, inexplicable, inexpresable...

Más adelante, encontré en los escenarios dela ópera a las heroínas de mi infancia. Las dis-cusiones familiares no me habían inducido alerror: la ópera canta sobre un mundo dondelas mujeres son constantemente exaltadas ymagnificadas. Los héroes son en su mayoríaheroínas, ganadoras o perdedoras, y siempretienen el papel más bonito. Si es posible contarla historia de la ópera occidental a través desus grandes figuras femeninas y establecer unnexo de unión entre Almaviva y el mismo Fí-garo (Las bodas), Pollione (Norma), Don José(Carmen), Pinkerton (Madame Butterfly),Schön o Alwa (Lulú), esto pone a los hombresen desventaja en el teatro lírico.

En 1689, Dido y Eneas de Henry Purcell, creadaen un colegio de señoritas cercano a Londres,escenifica a una reina, su doncella y su amado.¿La historia? La que en la ópera occidental nodejará de reproducirse durante los próximosdos siglos. Con su perfección, su majestuosidad,su intensidad… ella configura lo que serán lasrepresentaciones y los repartos de los papelesmasculinos y femeninos en la ópera. Mozart,Verdi, Puccini podrán hacer de una doncellauna descarriada, de una japonesa sometida laprotagonista de una de sus obras; la reina Dido,cuya nobleza de sentimientos no se iguala sinoa la profundidad de su sufrimiento, será el ar-quetipo de la heroína de la ópera. Todas lasdoncellas del repertorio, todos los hombres

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amados ocuparán, entonces, los roles atribuidosa Belinda, su doncella y a Eneas, único perso-naje masculino de la obra. La elección del tema,el papel del destino, el desarrollo de la accióny la importancia de los coros están definitiva-mente cada uno en su lugar.

Este libro trata de descubrir por qué la ópera,más que cualquier otra forma de arte –litera-tura, cine o teatro–, da prioridad a las mujeres.Y no a cualquier mujer: los compositores ra-ramente han descrito a mujeres en su felicidadcotidiana, doméstica y burguesa. Por una Char-lotte, una Marguerite, una Eva (burguesas),cuántas Norma, Medea, Turandot, Elektra,Carmen, Popea, Salomé… Además, en lo querespecta a las cantantes, hoy mucho más queayer, se les ha concedido gran parte del espaciolírico, lo que les permite encarnar tanto per-sonajes femeninos como masculinos. Sus vo-ces cantan y nos encantan, en sus papeles dediosas, de reinas o sirvientas, pero también enlos de enamorados o caballeros del bel canto.

¿Quiénes son y cómo las heroínas de la ópera?¿Por qué a menudo los hombres se encuentrandesfavorecidos o reducidos a papeles sin im-portancia en comparación con las mujeres?¿Cómo es que, frente a tantas heroínas feme-ninas, se nos ofrece –aparte de los extraterres-tres wagnerianos o los personajes de la óperarusa (ésta es otra historia)– pocos héroes comoprotagonistas? Algunas personas afirman quecometo un error al intentar investigar sobreésto. El hecho de que las mujeres sean las queacaparan la mayoría de los papeles principalesen las óperas simplemente debe ser porquesus voces son más bellas, más agradables y

más voluptuosas que las masculinas y, porello, fuente de inspiración natural para loscompositores. Todas ellas pensarían y desea-rían una sola cosa: poner por delante al sexodébil (como se decía en el siglo XIX). Nadame parece más falso: ¿qué dicen mis interlo-cutores de voces soberbias del pasado recientecomo las de Léopold Simoneau, Georges Thill,Fritz Wunderlich, y Jon Vickers, hoy en díauna de las voces más emotivas que conozco?¿Por qué no asentir bajo esta misma posturaque los cuerpos y los rostros femeninos debe-rían convertir a la mujer en el tema único yprivilegiado de los pintores, escultores y ci-neastas? ¡Pero no ha sido así! En su conjunto,la pintura, la escultura, el teatro, el cine y laliteratura otorgan, tanto a mujeres como ahombres, el lugar que se merecen en el uni-verso, sin olvidar otras fuentes de inspiracióncomo las ciudades, el campo, los palacios, lasbuhardillas, los animales, los bosques y lasflores. Para otros, el dolor y la muerte estánconstantemente presentes y las mujeres sonlas víctimas inevitables. Por supuesto Norma,después de haber sido traicionada por suamante, sube a la hoguera; Violeta se apagaen una crisis de tos; Dido se suicida… peroTosca apuñala a Scarpia, Salomé pide y ob-tiene la cabeza de Iokanaan… En la ópera sa-ber quién es la víctima y quién el verdugo esmás complejo de lo que parece.

Este libro no es la tesis de un musicólogo(pues no lo soy), sino más bien las claras im-presiones y emociones que nacen en mícuando veo y escucho una ópera; una tentativapara explicar lo que los compositores parecendar de sí mismos, de los seres y las sociedades

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que han vivido, con sus sueños y deseos másíntimos que, a menudo, coinciden con losnuestros. Una representación de ópera es tam-bién una apuesta. Nos descubriremos a travésdel placer de la tragedia lírica, la comedia bufao el drama jocoso. Ninguna obra tendrá elmismo sentido para todos, pero debemos re-conocer que la ópera está llena, para los quela aman, de significados que llegan a lo más

profundo de nuestro ser y se nos presentanunidos a través de la música y la voz. ¿Si nofuera así, iríamos tan a menudo como nos esposible a ver puestas en escenas suntuosas omediocres, a Tosca hundir un cuchillo en elcorazón de Scarpia, a Susana a apartarse delas insinuaciones del Conde, o a Falstaff cor-tejar a Alicia Ford y Meg Page a la vez?

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La historia de las mujeres en la ópera

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Para el hombre civilizado, la asociación entremúsica y drama existe desde hace mucho tiempoen formas diversas. Los ejemplos más cercanosa nosotros son la tragedia griega (siempre acom-pañada por música), los misterios del medievoy las máscaras isabelinas. ¿De dónde sale laforma (ópera) como la conocemos? ¿De qué fe-cha será la primera ópera? Es necesario reunirdiferentes elementos para responder estas pre-guntas. Sabemos que en la corte de los príncipesde Italia o en la corte del Rey de Francia, en laprimera mitad del siglo XVI, se ofrecía a losinvitados toda clase de diversiones musicales,todas muy refinadas. Algunas veces se cantabanmadrigales, acompañados por músicos; luegovenían bailes, interrumpidos por intermedios enlos que se hacían declamaciones, pantomimasy se representaban algunos episodios que servíancomo pretexto para exaltar las virtudes del prín-cipe o el rey, ligados a los eventos políticos desu reino.

Fue en Florencia, en el año de gracia de 1600,durante la celebración de la boda por procu-

ración de María de Médicis con el buen reyEnrique IV, cuando tras diez días de bailes,banquetes y festejos se representaron Eurídice(una obra de Jacopo Peri con un estilo muynovedoso) y Dafne (basada en un texto delpoeta Rinuccini). Estas obras habían causadogran impresión en el carnaval de esa mismaciudad tres años antes. «Sin duda», escribíaPeri después de la primera representación deDafne, «nunca se habló cantando». Si bien eraconsciente de estar inaugurando una nuevaforma de arte, no cabe duda de que usabacomo referencia para sus escritos a los griegosy los romanos. Las pasiones cantadas en lasiglesias durante la Semana Santa, también serelacionan con el origen de la ópera: en 1600se representó en Roma la Representación delalma y el cuerpo de Cavalieri, cuyo tema «noes tan sagrado como el de un oratorio ni tanprofano como la mayoría de las óperas, peroen una palabra, es una fábula moralizadora»1.Esto fue de suma importancia, ya que en eltranscurso de la historia de la ópera, muchasobras fueron escritas con este estilo: La in-

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fancia de Cristo de Berlioz, Parsifal de Wag-ner, Edipo Rey de Stravinsky… Pero regrese-mos a Florencia y al matrimonio de la futuraReina de Francia; entre la brillante asistencia,un invitado de renombre, el duque de Mantua,quizá acompañado de su compositor titular,Claudio Monteverdi.

Con Monteverdi la ópera hace una entrada arro-lladora en la historia de la música. En La coro-nación de Popea (1642), nos cuenta una historiadigna del Hola: los amores entre Nerón y laambiciosa Popea. Ésta consigue, después de ha-ber seducido al emperador, que éste repudie asu esposa, la emperatriz Octavia, y exige a Sé-neca que se suicide. Esto, por supuesto, no fuefácil. Monteverdi no tuvo reparos: las escenasde seducción cargadas de erotismo están inme-diatamente seguidas por escenas de celos. Lasirvienta de Popea proclama que si tuviera quevolver a hacerlo (en otra vida), trataría de serpatrona, a la vez que pregunta a Popea si nocree que exagera un poco: ir tan lejos por unhombre, aunque sea el Emperador, es arriesgarsedemasiado. Ignoramos el impacto de esta óperaen los espectadores de 1642, pero es cierto quehoy nos impresiona lo moderno de esta obra ysu sentido revolucionario. Monteverdi no haceningún juicio, no saca ninguna moraleja de estaescandalosa historia. Los malos no son castiga-dos y la ópera termina con el magnífico dúoentre Nerón y Popea, en el que expresan el granplacer que tienen de encontrarse al fin solos, li-berados de todos los que les molestaban. En eltítulo, el nombre de una mujer: Popea.

Monteverdi permanece durante más de cienaños como una excepción. Sus sucesores no

siguen sus pasos de inmediato y domina laópera seria. Los personajes de la ópera seriano son hombres ni mujeres. La intención noera contar historias de individuos, sino poneren escena, para único beneficio de los reyes ylos príncipes, las virtudes que ellos supuesta-mente debían simbolizar. Dioses y diosas en-tablan discusión con personajes alegóricos: laVirtud, la Fortuna, el Amor. Cada vez que es-tán a punto de derrumbarse no lo hacen, lomejor de ellos triunfa. Los reyes, los príncipesy sus cortesanos aplaudían. Con este ejemplose demuestra hasta qué punto la ópera se con-vertía en algo convencional. De vez en cuando,el genio de un compositor sacaba a los espec-tadores del hastío y se acercaba a ellos conarias más humanas, que hablaban de lo que acada uno en realidad interesaba: la pena, eldolor, la alegría de un encuentro, etc. En Didoy Eneas de Purcell (1689), una hechiceraaparta a un príncipe troyano de su amor por latirana princesa Dido. Los personajes no for-man parte de los comunes mortales, pero Dido,que acepta resignarse, cantará un lamento in-tensamente humano mientras dice: «When Iam laid in earth… remember me…»2. Másadelante, en 1735, Alcina de Haendel, otra he-chicera, seducirá al caballero Ruggiero parasepararlo de su novia Bradamante. La malvadaserá vencida, el amor triunfará. «Bajo el dis-fraz de lo maravilloso, el músico describe laparte humana de sus personajes»3. Finalmenteen Orfeo de Gluck (1762) Orfeo no podrá re-sistir la tentación de contemplar el rostro deEurídice. En un canto sublime, él llora por elamor que va a perder. Su lamento no es el deun hombre que pierde a la mujer de su vida.Por cierto, Orfeo suele ser cantado por una

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voz de mujer, el lamento, un desgarrador«nunca más». Sin embargo, Gluck no se con-formó con este triste final, que no se corres-pondía con las reglas de la ópera de esa épocay le dio un cambio un poco artificial para quetodo terminara bien.

Detengámonos un momento para hacer unaobservación sobre la ópera seria: los perso-najes mundanos no son dueños de sus accio-nes. Si las mujeres son seducidas o abando-nadas, a los hombres no les va mucho mejor:los grandes y generosos son pocos. El motorde la acción se encuentra en la esfera superior.Allá arriba existen otro tipo de mujeres: lashechiceras. Las encontraremos en diferentesformas a lo largo de toda la historia de laópera. Cuando una mujer tiene poder o pode-res ajenos al poder político, será hechicera ola acusarán de serlo. ¿Puede una hechicera seralgo más que una mujer marginada? Es algoque veremos a menudo a lo largo de los siglos:en la sociedad, una mujer relegada será con-siderada loca o hechicera. En la ópera, seráacusada de hechicera. Aunque no deja de sercurioso, encontraremos muy pocos hombrescon atributos mágicos. Este poder extraordi-nario está reservado sólo a las mujeres.

Estas óperas eran el pretexto ideal para realizarextraordinarias puestas en escena: los dioses,acompañados de un cortejo de ninfas, sátiros,tritones, sirenas y otras criaturas prodigiosas,bajaban del cielo (en un gancho volador) antesde desaparecer para volver a su reino celestial.En el escenario se libraban batallas con caño-nazos y fuegos pirotécnicos. El público mara-villado aplaudía estos grandiosos espectáculos.

Gracias a este mundo mágico se distraía de suvida banal y cotidiana, pero lo que atraía prin-cipalmente era la voz, la majestuosa voz.

En sus principios, la ópera se convirtió en elreino indiscutible de los castrati. «Que las mu-jeres guarden silencio en las iglesias»4, escri-bió San Pablo a los Corintios. La Iglesia Ro-mana aplicó al pie de la letra esta consigna,que atravesó los muros de los recintos reli-giosos y apartó por completo a las mujeres delos escenarios públicos. En todo caso, que lasmujeres ejercieran la interpretación estabacompletamente prohibido en Roma. Este os-tracismo era perfectamente acorde a la moralde la época: ocurría lo mismo para los come-diantes en todas partes, y no olvidemos quedurante mucho tiempo no se representaron lastragedias griegas ni las piezas de Shakespeare,para citar uno de los ejemplos más ilustres.Durante toda la Edad Media se aceptó sin pro-blemas la ausencia de las voces femeninas enlas iglesias. Las voces de los jóvenes y de loshombres eran suficientes para cantar en losoficios religiosos, pero poco después, sobretodo a principios del siglo XVI con la llegadadel contrapunto, la música se volvió más sabiay refinada. Las voces de los jóvenes no eranlo suficientemente potentes como para soste-ner las notas agudas. Se trató de salvar esteinconveniente con las voces de los contrate-nores llegados de España, cuyo estilo proveníadel arte de los trovadores. La Capilla Sixtinatenía el monopolio de esta importación y suscantos maravillaban a quienes los oían. ¿Cuálera el secreto? Se empezó a murmurar que al-gunos estaban castrados… Esto nunca seaclaró y quedó en el dominio de la especula-

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ción. Lo que es cierto es que en 1599, doscastrati italianos, Paolo Folignato y GirolamoRossini, obtuvieron el derecho a cantar en laCapilla Sixtina, para así inaugurar lo que seconoce como la era de los castrati. La actitudde la Iglesia fue de una rara hipocresía: el quese hacía castrar, incluso el que era cómplicede una castración, merecía la pena de muerte,pero una vez realizada la operación era pro-bable que la Iglesia encontrara más necesariopara la salvación el placer estético mundanoque cualquier coherencia moral. Se hicieronla vista gorda y decidieron con magnanimidadque, ya que el mal estaba hecho, se podía per-mitir al castrado ejercer su arte. Ciertamentefue en la Capilla Sixtina, mucho tiempo des-pués de haber desaparecido de los escenariosde ópera, donde los castrati volvieron a oírseen 1913. La operación, o más bien la mutila-ción, tenía como meta fijar la voz en el mo-mento en que ésta es cristalina, es decir, justoantes de la pubertad. Al crecer el castrado, lacaja torácica se expande y desarrolla una tesi-tura increíblemente extensa, acompañada deuna extraordinaria virtuosidad vocal. El atrac-tivo de los beneficios y la esperanza de unavida material confortable llevaron a numerosasfamilias pobres a castrar o, lo que era peor,castraban ellas mismas a sus hijos, ya que, enteoría, los castrati que tenían éxito ganabanfortunas. Sin embargo, la mayoría de las vecesla realidad era amarga: no todos llegaban aser grandes cantantes, ni siquiera buenos can-tantes, pocos conocieron la riqueza y la cele-bridad. La verdad es que los convenios de laópera en esa época eran tales que, en realidad,las cantantes femeninas no eran necesarias.Sobre el escenario reinaba la confusión total

de los sexos: los hombres y, entre ellos, loscastrati, cantaban indiferentemente papeles dehombres o mujeres; lo mismo ocurría con lasmujeres. Porque sí que había mujeres en elescenario pues, por suerte, la mayoría no creyóindispensable doblegarse a una moral tan es-trecha. Sin embargo, su capacidad vocal eramuy inferior a la de los castrati, sobre la quese concentraba toda la atención del público,dejando en la sombra a las prima donna, lla-madas así porque los papeles eran distribuidossegún una jerarquía vocal muy precisa: primouomo, prima donna, tenor, luego segundouomo, segunda donna y, por último, bajo. Ha-bría que añadir un par de cosas sobre las con-diciones en las que se cantaban las óperasdesde finales del siglo XVII hasta la mitaddel siglo XVIII: se iba a la ópera como hoy seva a un cóctel. Era un sitio de distracción yreunión, se trataban negocios, se arreglabanmatrimonios y se servían refrigerios. Los queposeían un palco recibían a la gente allí. Lamúsica se oía sin prestarle mucha atención;tenía, hay que decirlo, poco interés y el can-tante era totalmente inadecuado para su papel.La ópera nunca fue sino «un concierto disfra-zado»5, escribe el compositor Benedetto Mar-cello en un texto de 1720, titulado Théâtre ala mode6: «Los cantantes, hombres o mujeres,deben preservar su dignidad ante todo [...]para que el público entienda bien que, él oella, no son el príncipe Zoroastro, sino Mon-sieur Forconi, o en vez de la emperatriz Filas-troca son Madame Giandussa Pelatutti [...] sila prima donna canta un papel de hombre, elladeberá divertirse al abotonar y desabotonaruno de sus guantes [...] la mayoría de las vecesal entrar al escenario se le olvidaba la espada,

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el casco, el abanico…». Curiosamente, estascosas son la fuente de la hazaña vocal: hayque ponerse en el puesto de los artistas quebuscaban llamar cada vez más la atención,sorprender y extrañar. Su canto también erauna hazaña o una proeza musical: trinos pro-longados, líneas vocales que alcanzaban lasnotas más altas, con lo que aseguraban la ten-sión y lo aplausos de un público distraído.

De este modo, nace y se instala en el mundode la ópera la rivalidad. Las mujeres tambiéndeciden imponerse como cantantes y, para ello,disponen de varias ventajas sobre los castrati,como por ejemplo, su apariencia física: por logeneral eran obesos, siempre imberbes, de ta-maño un poco anormal y se movían de formapoco hábil y hasta ridícula en el escenario, loque constituía «una ofensa para los ojos»7,como escribió un anónimo. En efecto, los re-tratos que tenemos del siglo XVIII muestranuna extraña sensación de malestar. Sin em-bargo, no debemos olvidar que había «arte ensu música y música en su arte»8. Algunos cas-trati, cuyos nombres hemos conservado, Por-pora, Farinelli, Caffarelli, y otros, fueron gran-des artistas y verdaderos creadores. Iban aescucharlos a ellos, más que al compositor oal poeta; gracias a ellos, una música monótonase volvía alegre y variada, y eran la imagina-ción, el gusto, la audacia y el refinamiento desu invención los que juzgaban a un intérprete.

Hay otro factor que interviene e impone a lasintérpretes de modo definitivo: los temas delas óperas serias, tan estériles como las de susintérpretes, empezaban a molestar a un públicoque, al ser más popular, crecía en número. Sur-

gió la idea de intercalar bufos en los interme-dios para mantener la atención del público. Al-gunas veces, los personajes de estos interme-dios comentaban la acción de la ópera seria.Lo que al principio era una simple manera deatraer al público, acabó por ser el estilo que seimpuso. Para la ópera bufa, no se contratabancantantes dignos de ese nombre, sino simple-mente actores que sabían cantar. Ningún cas-trati se hubiera rebajado a aparecer en un di-vertimento tan trivial. De este modo, lasactrices aprendieron a cantar, se convirtieronen intérpretes y empezaron a valorar los pape-les femeninos… pero no nos anticipemos. Aun-que las mujeres eran más agradables a la vistay mucho más creíbles como actrices, teníanmucho trabajo por delante para alcanzar vo-calmente a los castrati. Como hemos visto, susempleos en esta época eran los mismos queaquéllos de los castrati, es decir, tenían papelestanto de hombres como de mujeres. Por lotanto, ellas empezaron a imitar el arte vocal deéstos, de quienes también recibieron clases.

Dos cantantes lograron imponerse: FrancescaCuzoni y Faustina Bordoni. Los orígenes deFrancesca Cuzoni eran modestos, pero suscontemporáneos no se cansaban de elogiar labelleza de su voz, una voz de soprano «claray agradable, una tesitura extendida sobre dosoctavas. Su estilo era inocente y natural, susexpresiones tiernas y conmovedoras»9. Pordesgracia, su físico era más bien vulgar, «pe-queña, gruesa, las facciones de su rostro eranflácidas»10 y su carrera terminó sin gloria. Lade su rival Faustina Bordoni fue muy diferente,debutó en 1716, proveniente de una distin-guida familia veneciana. Era buena música,

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muy inteligente, bella y los músicos se la dis-putaban. Se casó con Johann Adolf Hasse, cé-lebre compositor alemán, el director de laÓpera de Dresde, con ella como su primadonna en la corte más brillante y suntuosa deEuropa. Su voz era la de una mezzosopranoque, con los años, se volvió más grave, y surostro pasaba «del furor a la ternura, era unacantante y una actriz nata»11. Después de laGuerra de los Siete Años, la pareja tuvo queabandonar Dresde y se marcharon a Viena.Terminaron sus días con una buena posicióneconómica y con el respeto de sus admiradoresen la ciudad natal de Faustina, Venecia. Pocoa poco, las cantantes fueron surgiendo de lasmismas familias de los músicos y del personalartístico en general tales como las familiasBach, Mozart, Weber, por citar las más céle-bres. La palabra personal puede parecer des-medida; sin embargo, es la adecuada para ca-lificar el estatus de los artistas y los artesanosde todas las clases que, hasta principios delsiglo XIX, se ganaban la vida al servicio delos privilegiados. Un músico era consideradoigual que un cocinero, un ebanista o un sir-viente. Así lo prueba la historia de la cantanteElizabeth Schmeling, hija de un fabricante deinstrumentos musicales de cuerda de Kassel,quien se convirtió en la célebre Mara (1749-1833); fue para ella muy difícil dejar a su amo.Pertenecía a la corte de Federico el Grande yquería abandonarla, pero su real empleadorno se lo permitió. Pensó que lo lograría al ca-sarse con el violonchelista Jean-Baptiste Mara.Por desgracia, Mara pertenecía a la orquestadel hermano de Federico, Enrique de Prusia,lo que generó que los esposos tuvieran quesoportar infinitas angustias por parte de ambos

príncipes. Les era imposible presentarse fuerade Berlín, pero no se dieron por vencidos; ellaempleó toda clase de estrategias, y un día enque Federico el Grande quería exhibirla de-lante de un grupo de invitados importantes,cantó de forma tal que no se escuchara. Fede-rico fingió no haber notado nada; acto seguido,ella le escribió varias notas de protesta, que elRey mandaba contestar diciendo que a ella le«pagaban para cantar y no para escribir»12. Fi-nalmente, Elizabeth aprovechó una pleuresíapara huir hasta Bohemia con su esposo en elcarruaje dispuesto para ella por el Rey, quedebía conducirla a Freinwalde a tomar aguastermales. A partir de ese momento, por finpudo empezar una carrera que la llevó a Viena,Munich, París o Londres.

Mientras tanto, el costo de la vida aumentabay era cada vez más difícil y penoso para losgrandes de este mundo encargar a sus músicospersonales que escribieran óperas. Éstos, porsu lado, se percataron de todo lo que se podíasacar de este espectáculo con música. ¿Porqué no ir más lejos? Por qué no utilizar esemedio extraordinario, que tanto gustaba a losreyes y, de vez en cuando, les producía suspi-ros de emoción. Esto podría animar a otrosespectadores a pagar por sus entradas. Los he-chos les dieron la razón: la apertura del teatroSan Cassiano en Venecia en 1637, donde sepresentó por primera vez Andrómeda, unaópera de Francesco Manelli, ante un públicoque compró su entrada, desencadenó un entu-siasmo tal que, con rapidez, otras ciudades deItalia se dotaron de uno o incluso de variosteatros en los que representar óperas. La óperase convirtió, al menos en Italia, en un espec-

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táculo muy popular. Los temas que los com-positores escogían tradicionalmente ya no in-teresaban a un público que no sabía qué hacercon los dioses y diosas de la mitología greco-latina. Estos temas fueron puestos en escenarepetidas veces para exaltar las virtudes de lospríncipes y de los nobles. En cambio, se dieroncuenta de que los episodios bufos llamabanmucho más la atención de los espectadores yque era en ese momento cuando se hacía unsilencio total en la sala. Si los temas eran me-nos nobles, el espectáculo era mucho más di-vertido. Los compositores finalmente descen-dieron a la tierra: en 1733, Pergolesi presentaLa criada patrona, la historia de la maliciosaSerpina, que logra hacer que la casen con suamo, el viejo Uberto. Esta intriga, utilizadapor muchos autores y con múltiples variantes,se volverá a su vez convencional y nos en-contraremos con una serie de mujeres queobrarán de igual manera para engatusar a vie-jos verdes. En este período de la historia de laópera, las mujeres son, ni más ni menos, ladi-nas y astutas.

Es entonces cuando surge el genio de Mozart,no reconocido como tal durante su corta vida,pero resarcido posteriormente por el desarrollode los acontecimientos y el gusto del público.Compositor de genio, hombre de teatro porexcelencia, Mozart quiso mucho a las mujeres,las puso en escena de un modo soberbio y lesdio preciosos papeles. Por supuesto, no el jo-ven Mozart, no el Mozart de las óperas serias,sino el Mozart de los 26 años, de El rapto enel Serrallo, Las bodas, Così fan tutte, DonGiovanni, maléfico y soberbio héroe de la his-toria de la ópera (de él hablaremos más ade-

lante; merece un capítulo para él solo). Encuanto a la Flauta Mágica, ópera didáctica ysimbólica, sobrepasa el marco de este libro.Regresemos a las heroínas mozartianas. Per-tenecen a dos categorías: las aristócratas –Constanza, la Condesa, Fiordiligi, Dorabella–y las plebeyas, las que se ganan la vida ellasmismas: Blonde, Susana, Despina. Mozartdescribió detalladamente a las primeras coninfinita ternura y comprensión, esas mujeresque él sabía atadas y aisladas en un sistemasocial injusto. La educación de la época lasobligaba a permanecer encerradas, a ser des-graciadas, a casarse sin amor con un desco-nocido, poco interesante y convencional. Aun-que parezca una suprema injusticia, ellostenían absoluto derecho sobre ellas y ellas de-bían resignarse. Debido a ésto, despiertan laternura de Mozart quien, en cambio, no sientelo mismo hacia sus maridos y sus amantes;sea el cruel y frío Almaviva, el pesado y vulgarGuglielmo, o el romántico y soso Ferrando.

En contraposición a éstos, surgen las donce-llas. Tienen una mentalidad totalmente dife-rente. No temen a los hombres y si todas nodicen como Despina, «un hombre vale lomismo que otro, porque ninguno vale nada»,lo piensan. Sigamos el orden correspondiente.En 1782, en El rapto en el Serrallo, conoce-mos a Blonde. La intriga es la de una óperaáspera, clásica, de la época. Dos parejas hansido apresadas por el Pachá Selim e intentanescapar y huir. Será Blonde quien llevará lasriendas de los acontecimientos e inducirá consu energía a su ama, a su novio y a su propioenamorado Pedrillo. Ella tiene «el modo mu-sical de la libertad misma, no de la libertad de

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nuestros sueños, pero la que uno defiende oconquista con la vida», y Brigitte y Jean Mas-sin13 agregarán: «Nunca encontraremos en lossiguientes dramas de Mozart una afirmacióntan triunfal de la mujer libre». El rapto en elSerrallo es «el canto de la liberación de Mo-zart»14: una mujer es su símbolo…

En 1786 aparecen Las bodas de Fígaro, basadaen la comedia de Beaumarchais. Una intrigacomplicada, con muchos personajes, entreellos dos mujeres: la Condesa y Susana. Ro-sina (la Condesa) «es una mujer ya dominaday, por su condición, desempeñará un papelmuy pasivo, destinada a permanecer víctimade su situación social»15. Sin embargo, Susana:«¡Sí es alguien!», dice Irmgard Sieefried, unade las grandes intérpretes de este papel, yafirma que este personaje es profundamentesano, vivo y libre. Se encuentra «en el centrode la lucha por la igualdad de condiciones,[…] por el derecho al amor y la felicidad»16.En esta ópera, tanto la Condesa como Susanase encuentran en una situación difícil, peromientras una habla de morir y se proclama«una triste víctima», la otra pelea: «Hay queponer las cartas sobre la mesa con un poco dehabilidad». Mozart traduce la diferencia deestos personajes: cuando la Condesa le pre-gunta a Susana cómo la seducirá su marido,Susana contesta de modo prosaico: «El señorconde no / se molesta / Por las mujeres de micondición […] / Él me propuso dinero».

Ahora queda claro. Susana es una mujer lúcida.La Condesa también, aunque muy triste. A suvez, ella le contestará a Susana que le extrañanlos celos del Conde, porque, después de todo,

ya no quiere a su mujer: [él está celoso] «Comoson los maridos hoy en día, infieles por princi-pio, caprichosos por naturaleza»…

Susana tampoco es de las que «prefieren comoamante a un señor prudente y serio». Basilio lerepite: «Así se portan todas las damas»; y Su-sana le contesta: «Las otras quizá, yo no y se loprobaré». También debemos notar que ella esmás fina que Fígaro y mucho más dueña de símisma durante esta loca jornada. Por cierto,aunque el título sea Las bodas de Fígaro, esSusana quien está constantemente en el esce-nario y es en ella en quien Mozart «parecehaber concentrado toda la música, por lo tantotoda la luminosidad»17. Sin embargo, Mozartno deja de hacer notar la diferencia de las clasessociales: aún cuando la sirvienta es la confidentede su ama y sus problemas sentimentales lascolocan, de alguna manera, en el mismo lugar,la Condesa no titubea en declarar: «¡A qué hu-milde estado fatal / he sido reducida por unconsorte cruel! […] / ¡Me obliga ahora a buscarla ayuda / de una criada!»

Mozart debe haber amado mucho a la Condesapara componerle arias cargadas de tal belleza,nostalgia y dolor. Allí nos describe a una mujerresignada, pero no carente de grandeza, ¡lejosde ello! Su sufrimiento, -su lucidez le impideser una víctima-, se intuye en la escena en laque perdona al Conde y, aunque la música deeste pasaje tiene una ternura exquisita, no nosesconde la amargura de una mujer que sabebien que todo es una fachada y que a la pri-mera ocasión su esposo, de quien ella sigueenamorada y que, aunque él lo niegue, ya nola ama, se burlará de ella y la engañará con la

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primera que aparezca. Entiende con claridadsu situación y, de alguna manera, la acepta asabiendas de que para una mujer de su condi-ción no hay nada mejor ni nada que esperar.No se encuentra en la posición de Susana,quien a pesar de su modesta condición, lascostumbres y la actitud de los hombres hacialas mujeres en el siglo XVII –precisamenteen esta ópera, el conde de Almaviva esperahacer uso de su derecho de pernada– se lanzavalientemente hacia una libertad que podráconquistar.

Terminemos con Così fan tutte (1790). Unacomedia cruel que Mozart acepta escribir demala gana: un encargo del emperador José II.La historia habría sucedido realmente enTrieste y se relataba en los salones vieneses:un viejo verde sin ilusiones inventa un juegocruel y cínico. Le demostrará a los dos prome-tidos que sus futuras esposas son como todaslas mujeres, infieles y coquetas. Ellos no locreen. «Apostemos», dice Alfonso. La apuestase hace y, por supuesto, gana el viejo. Sin em-bargo, anteriormente en esos cambios de si-tuaciones, que le gustaban mucho a Marivaux,cuántas lágrimas, sinceras o no, cuánto dolor(esta ópera trata ante todo sobre la sinceridad).Durante la acción, enteramente psicológica,los dos aristócratas procederán ayudados yaconsejados por la doncella Despina. Ella lesabrirá los ojos y les dará (¿sabios?) consejos:morir por un hombre, ¡qué tontería!, «ya pasa-ron los tiempos de vender estas fábulas a losniños», les dice: «En nosotras no aman sino supropio placer, / luego nos desprecian [...] / Pa-guemos, oh mujeres, con la misma moneda / aesa maléfica raza indiscreta».

Ella insiste: «Amemos por comodidad o porvanidad». «Pero tú», preguntan Fiordiligi y Do-rabella a Despina, «¿haces lo que dices?» «Yolo hago», contesta ella, «y quisiera que vosotrastambién por la gloria del sexo débil hagáis lomismo». «¡Qué Dios no lo permita! », contestanellas. «Estamos en la tierra y no en el cielo»,replica rápidamente Despina. Pero Fiordiligi yDorabella encuentran nuevos argumentos:«¿Crees que queremos convertirnos / en elhazme reír? / ¿Crees que quisiéramos causarleese tormento / a nuestros queridos novios?»

De este modo, indican que no lo hacen porellas, más bien son y se manejan de esa manerapor el qué dirán. Finalmente, aceptan las ra-zones de Despina que, de alguna forma, lesda una excusa moral: «Ella dice que no hace-mos nada malo». ¿No es malo jugar con sucorazón y sus sentimientos? Lo que ocurre acontinuación les prueba lo equivocadas queestán, porque al enamorarse del turco de ope-reta, sus verdaderos novios reaparecerán y,con el corazón en la mano, deberán casarsecon ellos, probablemente para ir a peor… ¡Al-fonso se frota las manos! Mozart, en Così fantutte, se muestra tan revolucionario como enLas bodas de Fígaro, coloca a hombres y mu-jeres, al aristócrata Alfonso y la plebeya Des-pina, al mismo nivel de igualdad. Alain Lom-bard considera que Despina es un personajefascinante, «que no es vulgar sino simplona.Que tiene una visión lógica y lúcida de lascosas [...] y es un tercer aspecto del alma fe-menina, tan verdadera y conmovedora comoFiordiligi y Dorabella». B. y J. Massin no ha-blan tan bien de Guglielmo y Ferrando a losque tratan de «desgraciados»18.

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¿Cómo no extrañarse de que durante la mayorparte del siglo XIX las óperas de Mozart jamásfueran representadas? Così fan tutte fue juzgadatan atrevida que se debió esperar a principiosdel siglo XX para oírla en su versión original yno censurada. Wagner mismo la encontraba in-moral. Mozart pone en boca de sus heroínas,réplicas que no oiremos de una mujer en laópera antes de Carmen de Bizet en 1875. «Élcomprendía con una sensibilidad lúcida las rei-vindicaciones y las humillaciones femeninas»19,escribían Brigitte y Jean Bassin. «Cuando noestamos obsesionadas por / nuestro propio in-terés, / las mujeres defendemos nuestro sexo /de los desagradecidos hombres / que sólo pien-san en oprimirnos», dice Marcelina en Las bo-das de Fígaro20. Sin embargo, si Mozart perci-bió y describió a la mujer con tanta precisión–«cada nota, cada impulso, expresan una fa-bulosa intuición del alma femenina», diceChristiane Eda-Pierre– y la dejó hablar libre-mente, no debemos olvidar el contexto de estasituación y la mentalidad de las mujeres a fi-nales del siglo XVII. El entorno que describeMozart, el de Las bodas y de Così, es el mundoaristocrático, la élite, cuyos más mínimos gestoseran envidiados y copiados por las demás mu-jeres de la sociedad, era raro que la mujer go-zara de tanta libertad en el plano moral y delas costumbres. Podía llevar su vida como ellaquisiera y disponer de su cuerpo libremente.«No sabríamos decir», escribe Rousseau en laJulia, o la nueva Eloísa21, «hasta qué punto eneste país tan galante las mujeres son tiranizadaspor las leyes, ¿cómo extrañarse de que ellastomen una venganza tan cruel contra sus cos-tumbres?» No sólo no las criticarán, sino quemás bien las admirarán y esta admiración so-

brepasará el marco de su época. ¡Basta conleer el libro de los hermanos Goncourt sobrela mujer en el siglo XVIII! Es cierto que existenmuchas razones que explican dicho comporta-miento. La más verosímil parece ser que, antesde la Revolución, la familia no se asemejaba ala idea que tenemos de ella en la actualidad,sin mencionar la relación entre marido y mujer.Las madres no sentían ninguna obligación haciasus hijos, ni siquiera la de educarlos, muchomenos la de quererlos (lo que no es, de ningunamanera una obligación, como explicó tambiénElisabeth Badinter22). El advenimiento de laburguesía en el siglo XIX impuso nuevas cos-tumbres, una moral muy diferente de la quesomos herederos, que nos impide ver con cla-ridad lo que podía ser el ambiente a finales delsiglo XVIII. En los famosos salones (reuniones)de la señora Genlis, de la señora de Boufflers,de la señora de Segur, las mujeres tuvieron unpapel mucho más importante que la de simplesninfas Egerias. Los intelectuales de la época y,entre ellos, los mejores, adoraban asistir a cenasen estos salones, pero también a las tertuliasporque estas mujeres eran más cultas que lamayoría de los hombres; D´Alembert, Dideroty Rousseau preferían su compañía a la de susesposos, que no lo eran sino de nombre. Entodo caso, la sociedad parisina, de alguna ma-nera, estaba dividida en dos: el clan de los re-finados, las mujeres y los filósofos, y el de loshombres que preferían otra clase de vida: lacasería, la vida del hidalgo o la vida militar.Por lo tanto, es gracias a la sociedad compuestapor mujeres como Julie de Lespinasse, tan que-rida por D’Alembert, que se extiende la filoso-fía de la Ilustración y se empieza la Enciclope-dia. Ellas eran lo suficientemente inteligentes

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y lúcidas para expresarse con toda libertad enla vida, al igual que lo hacen las heroínas deMozart en escena, para entender que no hacíannada con tener sabiduría, como lo escribe conamargura Madame du Châtelet en Discurso so-bre la felicidad: «Las mujeres están excluidasde toda clase de gloria y cuando, por casuali-dad, se encuentra alguna que nació con un almasuficientemente elevada, no le queda sino elestudio para consolarla de todas las exclusionesy de todas las dependencias a las que ella estácondenada por su condición de mujer»23. ¿Dequé sirve la sabiduría si no puede ponerse enpráctica? Porque no es muy satisfactorio con-formarse con abrir salones, favorecer la entradade grandes espíritus de la academia, nombrarministros y, en una palabra, ejercer el poder através de otros. La mundanalidad, aunque leencuentre algún encanto, algunas veces dejabala impresión de vacío en el corazón y fueronmuchas las que lo sintieron. Volvemos a en-contrar este profundo malestar en la corres-pondencia de Madame du Deffand, quien su-plicaba a sus íntimos hacerle olvidar «el horrordel vacío», y así hacer que ella no sintiera «eseintolerable aislamiento, ese vacío absurdo enel que la vida me ha hundido»24. Ella le escribíaa Voltaire, su confidente: «No hay, considerán-dolo bien, sino una sola desgracia en la vida,la de haber nacido»25. Sin embargo, él le con-testaba, ¿cómo se puede ser infeliz cuando «seestá más allá de los prejuicios arbitrarios queencadenan a la mayoría de los hombres y sobretodo a las mujeres»26, cuando uno no deshonra«su propio ser por unos temores y supersticio-nes indignas de un ser pensante»27?, pero sobretodo cuando se tiene la suerte «de tener una in-dependencia que la libera de la hipocresía»28.

También es la época en que las mujeres sufrenvaporones... y podemos preguntarnos si esemal, real o imaginario, no esconde un estadode salud moral más grave. Éste es el clima enel que Mozart desarrolló las ideas sobre loshombres y las mujeres que tanto le interesaban,y describió unos personajes femeninos de granbelleza, si no los más femeninos de toda la his-toria de la ópera.

Mientras que la mujer es símbolo de la claseascendente en Mozart, con Beethoven se con-vierte en liberadora. Mientras tanto, estalla laRevolución Francesa, los privilegios se aca-ban, y la sociedad se transforma poco a poco.Beethoven escribe Leonora en 1805. No tieneéxito. Rehace la obra en 1806 y le da por títuloFidelio. No consigue el éxito deseado y retirala obra de los carteles hasta 1814, para darnosla versión que escuchamos hoy en día. Sinembargo, la concepción inicial de la obra noha cambiado. Beethoven trabajó sobre todopara que tuviera eficacia dramática: una mujervestida de hombre se introduce en la prisióndonde se encuentra encerrado su marido y paratratar de salvarlo se convierte en la asistentede Rocco, el carcelero. Baja a la celda en laque yace Florestán, lo arranca del brazo ven-gador del horrible y tirano Pizarro, mientrasarriesga su vida. En ese momento oportuno,aparece el ministro Don Fernando y libera atodos los prisioneros políticos, entre los queha encontrado a su noble amigo Florestán, «aquien creía muerto».

En realidad, no son las palabras que pronunciaLeonora lo importante, de hecho no tienennada de inolvidables: «Mi fuerza se la debo al

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deber que me inspira / la constancia de los la-zos / del amor conyugal»; tampoco son las deFlorestán: «¡Mujer fiel! ¡Esposa incompara-ble! / ¡Qué nos has sufrido por mí»; muchomenos las de Pizarro extrañado: «¡Yo deberíatemblar ante una mujer!..».

Sin embargo, lo que sí es importante es quesea una mujer –«sublime, y el heroísmo y lavirtud hechos mujer»29– la única instancia dra-mática de esta ópera. Los otros personajes deesta intriga no hacen sino magnificar su per-sonalidad: Marcelina, la hija del carcelero, seenamora de ella (¡él!), canta su esperanza poruna felicidad doméstica plena: «Despertarécada mañana en la silenciosa paz de la vidahogareña, / y nos saludaremos tiernamente».Rocco, su padre, piensa que «el oro propor-ciona amor y poder»… No, lo esencial aquí,en la escena en la que Leonora le revela suidentidad al monstruoso Pizarro y a su marido,del que lo único que se sabe es que ha cum-plido con su deber, es que ella es quien se en-frenta al tirano: «La réplica de Florestán nodura sino tres compases y casi al mismotiempo es Leonora quien entra en acción»30.La trama teatral de Fidelio no tiene particula-ridades notables: toda la luminosidad, todo elresplandor de esta ópera se encuentra en sumúsica, que es un inmenso mensaje de espe-ranza, amor y heroísmo. Además, en él se con-sagra la llegada de una nueva mujer. Leonoraalcanza su meta gracias a su valor y perseve-rancia, sin ningún rasgo de coquetería, perocon una pistola colocada en el pecho de Piza-rro. Henry Barraud no teme declarar que Le-onora es la prueba de una resolución viril apesar de su desasosiego y angustia. Quizá ésto

demuestra que el personaje de Leonora es unnuevo personaje femenino gracias a su… vi-rilidad (¡en el sentido que Henry Barraud que-ría darle!). En todo caso, la conclusión de Be-ethoven, que termina con los siguientes versosde Schiller, es inequívoca : «El que haya con-quistado a una noble mujer / que una su alegríaa la nuestra». En este período de la historia dela ópera, es decir en los dos tercios de su exis-tencia, podemos constatar lo siguiente: si laópera bufa ha destituido casi de modo defini-tivo a la ópera seria, al mismo tiempo sevuelve… seria, o más bien dramática, pero lasmujeres conservan el lugar que ocupabandesde que la ópera se volvió un espectáculodemocratizado o popular: el primero. Además,es muy simbólico que al principio del sigloXIX la única ópera de Beethoven llevara nom-bre de mujer, que ésta fuera noble y su con-ducta, fuente de alegría; debemos darnoscuenta de que Leonora es radicalmente dife-rente a las mujeres que habíamos encontradohasta ahora. ¡Cuánto camino recorrido desdeLa criada Patrona! Por cierto, la única óperade Beethoven que se encuentra, extraordinariacoincidencia, en una época coyuntural de lacreación musical, el final de un estilo y el na-cimiento de una nueva era de la historia de lamúsica, inaugurada por el genial compositor,lo que es una brillante demostración: tenemosuna ópera que empieza con un estilo bufo,muy clásico y se transforma a lo largo de laacción hasta la apoteosis final en un dramamusical; lo que, desde una postura severa,rompe con la unidad de todo y anticipa a Wag-ner. Éste, admirador de Beethoven, no dudóen decir y escribir, con su ligereza habitual,que Fidelio era un ensayo fracasado de una