Orden, Bien Público y Gobernanza:El Derecho de Gentes según Francisco de Vitoria

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1 Orden, Bien Público y Gobernanza: El Derecho de Gentes según Francisco de Vitoria Francisco Javier Porras Sánchez Biblioteca Rafael Preciado Hernández Esta obra se editó con el apoyo de la

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Orden, Bien Público y Gobernanza: El Derecho de Gentes según Francisco de Vitoria de Francisco Porras

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Orden, Bien Público y Gobernanza:

El Derecho de Gentes según Francisco de Vitoria

Francisco Javier Porras Sánchez

Biblioteca Rafael Preciado Hernández

Esta obra se editó con el apoyo de la

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Primera edición 2009

D.R © 2009Fundación Rafael Preciado Hernández, A.C.Fundación Konrad Adenauer, A.C.

Ángel Urraza 812, colonia del Valle, C.P. 03100, México, D.F.Tel. 5559.6300www.fundacionpreciado.org.mx

Río Guadiana 3, colonia CuauhtémocC.P. 06500, México, D.F.Tel.: 5566.4511www.kasmex.org.mx

ISBN: 968-7924-11-X

Diseño de Portada: José Luis Torres García

Impreso en México

Todos los derechos reservados. Esta publicación o sus partes no pueden ser reproducidos por ningún medio, sea mecánico, electrónico, magnético, elec-troóptico, fotoquímico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso escrito de la Fundación Rafael Preciado Hernández, A.C. y del Partido Acción Nacional.

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Índice

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Índice

Presentación 9

Prólogo 15

IntroducciónVitoria y la gobernanza 19

Capítulo IDerecho de Gentes y Gobernanza Global 27Derecho de Gentes y orden 33La gobernanza y la dispersión del poder 47La Gobernanza Global 51La necesidad de mejores referentes normativos 54

Capítulo IILos presupuestos del Derecho de Gentes 63La potestad civil 65La sociedad perfecta y la comunidad de naciones 72El derecho y la ley 74

Capítulo IIILa guerra y la conquista de América 81La guerra como instrumento del Ius Gentium 81Las condiciones de la guerra justa 85El problema de la presencia española en América 93Títulos ilegítimos 96Títulos legítimos 102

ConclusionesOrden y bien público en los tiempos de la gobernanza 113La comunidad de naturaleza y sus consecuencias 114Las limitaciones del siglo XVI 123Los aportes de Vitoria a la Gobernanza Global 128

Referencias 137

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Si hay un momento ideal para recordar las ideas de Francis-co de Vitoria y el Derecho de Gentes seguramente es este. La globalización en si y muchos conflictos actuales dejan pen-sar nuevamente cómo organizar la convivencia de los pue-blos y países; la actual crisis económica y de los mercados financieros muestran hasta al último escéptico qué influen-cia pueden tener decisiones hasta “privadas” dentro de un país para toda la humanidad. Acciones unilaterales, por otro lado, cada vez menos prometen éxito – y eso por parte de “superpotencias” cuya influencia cada vez más se encamina en dirección a una nueva multipolaridad.

Al mismo tiempo se mantienen preguntas que pre-ocupan desde mucho tiempo, hasta qué punto están validas la soberanía de un estado y el principio de no-intervención y cuándo –por ejemplo en momentos de genocidios como los vistos en países como Ruanda, el Sudan o en los Balcanes– existe una obligación moral de frenar estas acciones crimi-nales. Y que pasa si –una vez más– en la ONU, sus estados miembros y su Consejo de Seguridad –muchos de ellos lejos de poder ser descritos como democracias– no hay consen-so sobre una acción común. ¿Hay que mantenerse con los brazos cruzados en las filas de los que si estén dispuestos a defender el derecho a la vida aún fuera de sus fronteras? ¿Y que tal el derecho a la autodefensa cuando lo mas adecuado para ejercerlo sería una acción preventiva? Muchas pregun-tas antiguas, muchos escenarios actuales.

Frente a estos problemas y justo en este contexto compara Francisco Porras la idea de Francisco de Vitoria de un orden supranacional en forma de un sistema jerárqui-

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co –completamente entendible en sus tiempos- con el hoy favorecido –capaz la única solución sustentable– multilate-ralismo basado en la negociación y el compromiso. Y pone una condición clave para que este último funcione, “La auto-regulación y la gobernanza son ciertamente lo más adecuado a la naturaleza de las relaciones internacionales contempo-ráneas. No obstante, para que éstas funcionen, es necesario que los actores relevantes pertenezcan a las mismas comuni-dades cognitivas y epistémicos. Como esto no es posible en todos los casos, y dada la alta incidencia de la criminalidad internacional y la validez del principio de la legítima defensa, la intervención jerárquica puntual, incluso con la guerra, en defensa de las personas cuyos derechos fundamentales son lesionados sistemáticamente debe ser también parte de la Gobernanza Global.”

Las preguntas planeadas entonces, mucho tienen que ver con lo que el Fray Francisco de Vitoria analizaba desde hace casi 500 años en la Universidad de Salamanca, aún en un contexto diferente. Pero también en ese entonces él, re-conocido y así llamado por el autor como uno de “los padres del internacionalismo”, reflexionaba sobre el rol del estado, sus capacidades y sus límites. Partir de un acercamiento a un “bien público internacional” desde aspectos normativos y valóricos todavía no ha perdido nada de su actualidad. Igual una de las cuestiones claves en estos tiempos especialmente para España –la justificación de la conquista del nuevo mun-do mas allá de las bulas pontificias– puede para algunos te-ner paralelas a justificaciones de “guerras justas” en tiempos mucho menos lejanos.

La prohibición por parte del emperador Carlos a los dominicanos y entre ellos al Fray Francisco de Vitoria de tratar el tema de “Las Indias” en público además mostró que la incomodidad de las ideas de intelectuales para los poderes fácticos tampoco es algo nada nuevo. Muestra –y en esto se encuentren tal vez muchas comisiones de académicos

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calificados y no en pocos casos instalados para asesorar a la política– que no siempre es fácil disolver las contradicciones entre los dos mundos, el de la política práctica y el del pen-samiento intelectual.

Francisco Porras logra poner la obra de Francisco de Vitoria –en base de un minucioso estudio de los textos origi-nales– en conexión con el debate actual y muestra muy bien sus influencias en la literatura relevante sobre el Derecho de Gentes hoy en día. Obviamente también es un plus para los lectores que así –en base de una obra breve y muy entendible también para no-juristas, que no es poca cosa– logran una introducción muy completa en los debates actuales que por ejemplo se observan respecto a la influencia de organiza-ciones no-gubernamentales u organismos inter- y suprana-cionales, entidades cada vez más importantes e influyentes dentro de la búsqueda de soluciones a nivel mundial y del bien común de las gentes.

Así, queda solamente desear a este pequeño libro una buena acogida entre los círculos especializados en el tema y hasta en los no tan especializados.

Frank Priess Representante en México de la Konrad Adenauer StiftungOctubre de 2009

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Prólogo

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Prólogo

Toda obra, particularmente las que son frutos del ingenio humano, son perfectibles. Temas como los derechos humanos, la gobernabiliad democrática -por mencionar dos de los más importantes en las últi-mas décadas-, han ido perfeccionandose al paso del tiempo. Es en este sentido que debemos reconocer la semilla que plantó en el siglo XVI Francisco de Vitoria, verdadero visionario que anticipó la necesidad de que temas como el derecho de cada persona debe ser respetado, principalmente por su dignidad propia como ser humano.

La obra de Vitoria -de la cual ofrecemos en esta oportu-nidad un amplio panorama, gracias a la pluma de Francisco Javier Porras-, es un buen ejemplo de la trascendencia de las ideas en un ámbito que se ve expuesto a las más disímbolas miradas en nuestra época. El bien común, ese ideal a alcanzar desde posiciones de go-bierno, es planteado como un objetivo al se pretende llegar gracias a las capacidades de quienes han recibido el encargo de gobernar o han sido seleccionados para ese fin. Por eso, este texto resume gran parte de las consideraciones que Vitoria ideó para compartirlas con quien tienen en sus hombros tal resposabilidad. El lector juzgará que tanto son puestas en práctica en la actualidad.

No deseo desaprovechar la ocasión para comentar que con este texto, la Biblioteca Rafael Preciado Hernández reafirma su compro-miso con la difusión de las ideas que contribuyan a alcanzar una patria ordenada y generosa, meta que adquiere mayor relavancia en nuestros tiempos, a la vez que agradecemos a nuestra fundación hermana, la Konrad Adenauer, su invaluable apoyo para concretar este y otros proyectos.

Finalmente, queda en manos de nuestros lectores el juicio sobre la trascendencia de las ideas de un religioso que creía firma-mente en las capacidades de los entes gubernamentales para al-canzar el bien público.

Gerardo Aranda OrozcoDirector general de la Fundación Rafael Preciado HernándezOctubre de 2009

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Introducción

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Introducción

Vitoria y la gobernanza

Salamanca, a comienzos de enero, 1539. En el aula principal del Colegio de San Esteban se hallaban llenas todas las bancas: los sólidos caballetes sin espaldar, atestados de estudiantes en trajes variados –hábitos agustinos y franciscanos, sencillas túnicas negras, ropajes llamativos de los maestros visitantes- [...] todos los ojos levantados hacia la cátedra. El profesor más famoso de la Universidad de Salamanca subía la corta escalera del púlpito: Fray Francisco de Vitoria, pálido y distinguido, su osuda cara y cuerpo artrítico alargados por el sayo blanco y la capa negra que los dominicos usa-ban en ocasiones oficiales. Se apagó el murmullo de voces, y los estudiantes esperaron en silencio, listas las tabletas para tomar notas. Vitoria carraspeó y comenzó –en latín, naturalmente- la primera de sus grandes “relecciones” o conferencias públicas formales “Sobre los Indios”. A medida en que hablaba una corriente sacudía toda la sala. Esto era una novedad tremenda; ante un público académico el máximo teólogo de España aplicaba la Ley de las Naciones por primera vez en gran detalle al Nuevo Mundo descubierto por Colón. El entusiasmo sigue hasta hoy.

Así nos narran Parish y Weidman (1996: 40) cómo Fray Francisco de Vitoria iniciaba la primera de las dos relecciones que con el tema primordial de los indios dictaría en Salamanca en 1539. Como se sabe, las relecciones eran lecciones públicas en las que se trataban temas que eran objeto de los cursos regulares que, por falta de tiempo, no habían sido tratados a profundidad; lo usual era que se escogieran cuestiones que pudieran iluminar los problemas de la época que eran considerados especialmente importantes. Las relecciones de Vitoria cuyo contenido discutía el problema indiano habían iniciado en la navidad de 1528 con De Potestate Civili, continuada luego con De Potestate Ecclesiae Prior (fin de curso, 1532), De Temperantia (1537), además de las ya men-cionadas De Indis (hacia el 1 de enero de 1539), y De Iure Belli (18 de junio de 1539) (Urdánoz, 1960a: 82). Estas relecciones, junto con De Mare Liberum (1609) y De Iure Belli ac Pacis (1625) de Hugo Grocio (1583-1645), son consideradas como los documen-tos fundadores del derecho internacional moderno (Sepúlveda, 1997: 26-34). Ser uno de los padres del internacionalismo sería

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razón más que suficiente para estudiar los aportes de Francisco de Vitoria. Sin embargo, el interés que motivó este pequeño libro no se encuentra en la historia de las relaciones supranacionales ni en el derecho internacional, sino en el problema del orden so-ciopolítico y cómo éste se mantiene. Esto, en mi opinión, se en-cuentra en el centro del planteamiento de Vitoria, quien propone una sociedad de naciones que se parece a nuestras sociedades, caracterizadas por la presencia de un gran número de actores no-gubernamentales con recursos capaces de subordinar al Estado en algunos sectores de política pública. Desde este punto de vista, Vitoria concibe a la comunidad internacional como producto de la acumulación de decisiones individuales (auto-organizadas, di-ríamos ahora) informadas por principios normativos jerárquicos y de alcance universal.

En los últimos años, estos asuntos han sido reevaluados cada vez más insistentemente por la literatura de la gobernan-za (governance), producida sobre todo en los países anglosajones. Aunque no sin contradicciones, la literatura de la gobernanza se ha embarcado en examinar cuáles son las capacidades de los en-tes gubernamentales para alcanzar el bien público, sobre todo a través de la redefinición de las funciones de los actores guberna-mentales y no-gubernamentales (Rhodes, 2007). Mientras que el tipo ideal de gobierno supone órdenes jerárquicos en los que los actores privados participan sobre todo cumpliendo la ley (i.e. con dinámicas verticales), la gobernanza propone que nuestros con-textos con menor legitimidad y mayor necesidad de recursos han hecho que la participación privada se incremente en el diseño, la implementación y la evaluación de las políticas públicas. Ahora, a diferencia de hace algunas décadas, los actores e instituciones de la sociedad civil tienen una mayor influencia en la construcción de la agenda pública, lo que ha producido sistemas sociopolíticos donde las dinámicas de redes y de coordinación horizontal son mayores. Algunos han llegado a postular que estas condiciones modifican cualitativamente el significado de lo que es el gobierno (cf. Rhodes, 1997), redefiniéndolo como un Primus inter Pares con capacidades limitadas de timoneo social (Kooiman, 1993a).

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Las primeras interpretaciones de este fenómeno argumen-taron que el Estado se encontraba en retirada, abandonando sus responsabilidades en los gobiernos subnacionales y la sociedad civil, como resultado de las fuertes crisis políticas y financieras de las décadas de 1970 y 1980 (cf. Strange, 1996). Ahora sabemos que en realidad se trata de un proceso de redefinición de respon-sabilidades, en el que el Estado ha permitido la incorporación de la sociedad y el mercado en un mayor número de sectores de política pública a cambio de incrementar su legitimidad y sus recursos (Pierre y Peters, 2000). Es innegable, no obstante, que la redefinición de funciones estatales en algunas áreas ha dado por resultado una presencia gubernamental más ligera, con co-berturas focalizadas de servicios públicos, el uso de instrumentos suaves de timoneo y una mayor responsabilidad ciudadana, lo que conlleva una cierta reducción en la importancia de las jerarquías.

Esto es especialmente evidente en el nivel supranacional, donde nunca ha existido un verdadero Estado mundial; a diferen-cia de los contextos nacionales o subnacionales, los cuales han tenido la oportunidad de pasar por periodos de consolidación y centralización del poder gubernamental. La literatura de la Go-bernanza Global argumenta que de la misma manera que en los contextos locales es posible mantener órdenes sociopolíticos con una presencia ligera e indirecta de los Estados, en la arena mundial se pueden obtener muchos de los beneficios de los órdenes gu-bernamentales sin un Estado internacional. La hipótesis del orden sin gobierno presupone que las dinámicas de auto-regulación en-tre los actores producen tendencias que son, en última instancia, compatibles y sustentables (cf. Czempiel, 1992). Interesantemente, tanto el sistema Vitoriano del Derecho de Gentes como la litera-tura de la Gobernanza Global, suponen que es posible mantener órdenes que tiendan al bien público sin la presencia de gobiernos formales. Para Vitoria, el bien público internacional se mantiene a través de un sistema básico de rendición de cuentas ejercido me-diante la guerra punitiva y defensiva; para la Gobernanza Global se logra usando modelos políticos y económicos que son aceptados

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gradualmente por los diferentes entes soberanos. Sin embargo, a diferencia del esfuerzo Vitoriano, la Gobernanza Global carece de referentes normativos con la suficiente profundidad teórica.

Aquí se encuentra la principal utilidad de reconsiderar a Vitoria desde el punto de vista de la gobernanza. No sólo porque esto nos permite volver a plantear las preguntas fundamentales que dieron origen al Ius Gentium (Derecho de Gentes) y más tarde al derecho internacional, sino también porque, al fundamentar sus argumentos en el entendimiento de la naturaleza humana, Vitoria señala el camino para construir modelos normativos más sólidos. Es evidente que si se hace un ejercicio similar para nuestro tiem-po, algunos de los resultados serían considerablemente diferentes a los de Vitoria. Sin embargo, la integración del problema de lo que significa ser humano es indispensable para otorgar consisten-cia teórica a la gran dispersión de enfoques y estudios de caso empíricos que caracterizan a las relaciones internacionales. Cons-truir un modelo normativo que guíe las consideraciones causales y prescriptivas de la Gobernanza Global no sólo ofrecería un marco conceptual útil para explicar hacia dónde debe dirigirse la conver-gencia de políticas y recursos, sino también permitiría mejorar las posibilidades mismas de tal convergencia, siempre y cuando ésta se mantuviera sobre bases inmutables y comunes a todos los con-textos socioculturales. Para Vitoria, la naturaleza humana es el fun-damento de lo que es exigible (por justo) y defendible (por bueno) en cualquier sociedad; el Derecho de Gentes es quod Naturalis Ratio inter Omnes Gentes Constituit (Sepúlveda, 1997: 20). Diseñar un mo-delo normativo de esas características está fuera del alcance de este libro; pero en él se sugieren algunos posibles caminos a seguir.

Además de los potenciales beneficios del Ius Gentium Vito-riano para las teorías de la gobernanza contemporáneas, sus apor-tes son relevantes per se. Para el siglo XVI, los reyes españoles simplemente habían aceptado la legitimidad de sus acciones en América basados en las bulas pontificias. Los teóricos del derecho, sin embargo, se encontraban en apuros, tratando de encontrar ra-zones legales que legitimaran la conquista sin que por eso se apoya-

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Introducción

ran interpretaciones cesaropapistas del Dominium (Gelderen, 1993). Aunque ciertamente no fue la única, la postura Vitoriana terminó generando la escuela española más influyente del siglo XVI.

Fray Francisco de Vitoria nació en la ciudad española de Burgos en 1483; entró en la Orden de Predicadores y profesó en 1506. Después de una brillante estadía en la Universidad de París, donde obtuvo su doctorado en teología en 1522, regresó a ejercer la enseñanza en el colegio dominicano de San Gregorio, en Valla-dolid. En 1526 obtuvo la Cátedra de Prima Theologia en la Univer-sidad de Salamanca, en la cual realizó sus aportes más importan-tes al Derecho de Gentes a través de las relecciones mencionadas anteriormente y otros escritos. Después de una destacada carre-ra académica y de formación de discípulos que duró dos décadas, Francisco de Vitoria murió en 1546 (Beuchot, 1997: 20).

Sus argumentos principales son tratados aquí de la siguiente manera: en el primer capítulo se plantea el problema que tienen en común tanto el sistema Vitoriano como la Gobernanza Global. Ahí se argumenta que a pesar de los avances significativos realizados por la literatura de la gobernanza, los presupuestos normativos que ésta posee no posibilitan la sustentabilidad de la convergencia, ni conceptual ni empíricamente. El segundo capítulo presenta los pre-supuestos de Vitoria para proponer la necesidad de una autoridad mundial, el derecho a la legítima defensa y el bien público interna-cional. En ese capítulo se establecen las razones de nuestro autor para argumentar la igualdad entre naciones indígenas y europeas. El tercer capítulo trata sobre las condiciones de la guerra justa, en abs-tracto, para luego aplicarlas a los títulos (o justificaciones legales) que se usaban en el siglo XVI para fundamentar la conquista. Los títulos ilegítimos y legítimos para hacer la guerra a los indígenas son quizá los argumentos Vitorianos más conocidos. Finalmente, las conclusiones realizan una breve evaluación de los posibles aportes de Vitoria a la literatura de la Gobernanza Global.

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Capítulo I

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Capítulo I

Capítulo UnoDerecho de Gentes y Gobernanza Global

Alguien podría argumentar que comparar el Derecho de Gentes con la gobernanza es como comparar naranjas con manzanas: independientemente de la intención, los parecidos iniciales y los posibles beneficios de tal ejercicio, el resultado siempre señalará discrepancias cualitativas que evidencian una diferencia de natu-raleza. Esta diferencia se muestra en los distintos presupuestos teóricos que fueron usados para construir sus respectivos cuer-pos de literatura, en los niveles de análisis que son usuales en sus autores, y en los contextos sociopolíticos y temporales que los originaron.

El Derecho de Gentes es básicamente un conjunto de pre-ceptos normativos que, suponiéndose al alcance de la inteligencia de todos los seres humanos, proponen cómo deberían ser las inte-racciones y dependencias mutuas en la comunidad supranacional. Por otro lado, la literatura académica de la gobernanza (especial-mente la de la Gobernanza Global) aspira a establecer las relacio-nes causales que explican por qué la comunidad internacional es como es y por qué cambia, en un intento teórico por modificar los paradigmas tradicionales usados en el estudio de las relaciones internacionales1. El Derecho de Gentes pertenece a una prestigio-sa tradición jurídico-filosófica que inició en el imperio romano, la cual recibió algunas de sus mejores contribuciones en los siglos XVI y XVII, cuando la expansión de los imperios coloniales re-quería considerar los problemas resultantes y un discurso legiti-mador. El enfoque académico de la gobernanza, por otro lado, se originó apenas hace poco más de dos décadas, básicamente por-que las categorías habituales para explicar el orden internacional 1 Véase Stoker (1998b) para la distinción entre teorías normativas y causa-les.

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Capítulo I

de la Guerra Fría se vieron cuestionadas por las nuevas compleji-dades, patrones de interacción, lugares de decisión y actores que emergieron en la década de 1980. El Derecho de Gentes supone que los integrantes primordiales de la comunidad internacional son las naciones, legítimamente regidas y representadas por sus príncipes; pero la Gobernanza Global reconoce la importancia que tienen ciertos actores e instituciones no-gubernamentales en el escenario mundial, a pesar de que algunos de ellos tienen carácter subnacional. El Derecho de Gentes, además, presupone que en la so-ciedad de naciones el instrumento ordinario para construir un orden sociopolítico capaz de alcanzar el bien común es la au-toridad jerárquica. El príncipe, actuando de acuerdo al marco legal correspondiente, es el agente primordial de la concordia e intermediación entre los ciudadanos, y el centro de agregación de intereses que permite la acción colectiva. En contraste con esta posición, la gobernanza argumenta que es posible alcanzar algunos de los atributos del bien público sin la presencia de autoridades jerárquicas, sobre todo a través de mecanismos de negociación y convergencia fundamentados en dinámicas auto-organizadas. Para la gobernanza, la ausencia de un orden jerár-quico no equivale necesariamente a la anarquía.

A pesar de estas diferencias importantes, tanto el De-recho de Gentes como la gobernanza comparten la misma preocupación teórico-empírica: la relación que existe entre la dispersión del poder y las condiciones para alcanzar el bien pú-blico. Tanto en el siglo XVI como a finales del XX, la ausencia de un gobierno mundial efectivo, el aumento significativo de los actores internacionales (y los sectores de política pública en los que influyen), así como los conflictos resultantes de las interacciones de tales actores, plantean el problema de la frag-mentación. ¿Cómo lograr acciones colectivas que fomenten el bien de todos si la autoridad jerárquica, que limita la fragmen-tación de intereses, está ausente o seriamente limitada? Ante la falta de un gobierno mundial real, ¿es posible alcanzar los

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Capítulo I

beneficios de los órdenes gubernamentales eficaces, como el mantenimiento de instituciones democráticas, la protección de los derechos individuales y colectivos, o la convergencia de re-cursos? ¿Cómo resolver el problema de la multiplicidad de ac-tores soberanos e independientes, cuando para lograr el bien de la comunidad internacional se requieren la unión de intereses y la cooperación? En última instancia, ¿cómo lograr el orden mundial sin un gobierno mundial?

Las respuestas de Francisco de Vitoria presuponen que, ante la imposibilidad práctica de tener un gobierno del mundo, la solución se encuentra fundamentalmente en el actuar virtuo-so de los príncipes. La razón humana, que es la misma y que funciona bajo los mismos principios en todos los lugares, ha producido reglas de comportamiento muy similares en todas las naciones. No agredir injustificadamente, el derecho a la legíti-ma defensa, el libre tránsito, el respeto a la propiedad y a la vida de los ciudadanos, entre otras, son normas que de una u otra manera son referentes para el buen actuar en todos los países, pues la naturaleza humana es la misma siempre. Ciertamente, a nuestros ojos post-modernos este presupuesto inicial parece ingenuo, pues no examina la capacidad de la inteligencia misma para alcanzar su objeto de manera trascendental, ni tampoco pondera el etnocentrismo europeo, que generó discursos legi-timadores basados en una argumentada superioridad cultural, para no hablar de las complejidades de la práctica diplomática, la guerra y el comercio internacional en las que Vitoria no era especialista. Sin embargo, el sistema Vitoriano se destaca por proponer que la solución ante el problema de la dispersión del poder es principalmente de tipo normativo (de auto-regulación, diríamos ahora), acompañada por un sistema limitado de ren-dición de cuentas jerárquico y de pares. En este sentido, Fran-cisco de Vitoria se nos presenta como un autor en sintonía con algunas de las preocupaciones contemporáneas, que han cons-tatado el fracaso de los órdenes gubernamentales jerárquicos si los gobernados y gobernantes no trabajan consistentemente por el bien público.

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Capítulo I

La solución de la Gobernanza Global al problema de la dispersión ha sido doble: por un lado, ha disminuido la im-portancia asignada a la fragmentación del poder, argumentando que es posible tener interacciones horizontales auto-organizadas (i.e. autónomas del control jerárquico estatal) y aún así conver-ger en políticas y objetivos comunes. Este tipo de organización basada en el intercambio de redes y la interdependencia multi-nivel no existe en todas partes, sino solamente en los lugares y sectores de política pública donde la cooperación intersectorial es sustentable, y donde da por resultado patrones de regulación multi-céntrica (cf. Rosenau, 1992; 1997). Dicho de otra manera, los marcos teóricos de la Gobernanza Global presuponen que la comunidad internacional no existe per se, sino que se extiende geográfica y políticamente en la medida en que los entes sobera-nos (gubernamentales y no-gubernamentales) entran en arreglos de auto-regulación y de control mutuo. Éstos generan patrones de interacción y dependencia estructurales que dan forma a las decisiones de los actores, incluso si son muy poderosos. De esta manera, se argumenta, se pueden mantener ciertos controles indi-rectos que limitan y posibilitan decisiones colectivas (en este caso entre naciones soberanas), a pesar de que sobre ellas no existe un gobierno en estricto sentido (cf. Rhodes, 1997).

La segunda solución propuesta por la literatura de la go-bernanza ha sido cuestionar la capacidad gubernamental para producir órdenes jerárquicos consolidados. En efecto, existe evi-dencia que sugiere que algunos de los problemas que enfrentan los gobiernos actuales están relacionados con las limitaciones del paradigma mismo del gobierno, más que con los problemas de legitimidad y de recursos financieros que pueden ser vistos como “externos” al mismo. Esto se debe al cada vez más alto número de actores de la sociedad civil, los mercados y otros gobiernos quienes, en distintos ámbitos y niveles de acción, son relevantes para explicar los resultados de política pública, haciendo conside-rablemente más complejo el contexto de la acción estatal. Simple-mente no es factible que los gobiernos desarrollen las capacidades cognitivas y de adaptación necesarias para decidir cómo interve-

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Capítulo I

nir de manera efectiva en todos los sectores de interés público, por no hablar de la viabilidad de dirigir meticulosamente la con-ducta de miles de actores (Mayntz, 1993). Si los sistemas socio-políticos se mantienen es gracias a la combinación de tendencias auto-organizadas, fruto de la agregación de decisiones individua-les y locales, y el timoneo limitado de los gobiernos sobre ellas (Kooiman, 1993a). En consecuencia, es plausible argumen-tar que incluso ante la presencia de un gobierno mundial, capaz de aplicar la ley y sancionar su falta de cumplimiento, el orden resultante no asegura necesariamente el bien públi-co internacional. Al igual que en las sociedades nacionales y subnacionales, las políticas supranacionales que son más sustentables son aquellas que se basan en la convergencia de recursos de una gran cantidad de actores, tanto públicos como privados (World Bank, 1992); pero estas condiciones no se encuentran en todos los contextos.

Este capítulo es una introducción al planteamiento Vitoriano del Derecho de Gentes, visto desde la perspectiva de los principales aportes de la literatura académica de la gobernanza. Aquí se argumenta que la coincidencia del De-recho de Gentes y la Gobernanza Global (sobre el problema de la dispersión del poder y el bien público) permite abordar la cuestión de los principios filosófico-políticos que debe-rían guiar la consolidación de la comunidad internacional.

El planteamiento Vitoriano descansa en el presu-puesto de la existencia de una esencia humana que, cuan-do considerada como principio de operación, no sólo hace a los hombres fundamentalmente iguales, sino que también les permite actuar de manera similar. Este conocimiento es accesible a todos (o al menos a los más virtuosos) y de él se desprende la obligatoriedad de obedecer las normas que son comunes a todas las naciones. En este gran marco concep-tual, Vitoria supone normativamente la bondad inherente a la autoridad jerárquica y a la convergencia, ya que sin ellas no es posible alcanzar el bien común. Autoridad y convergencia

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Capítulo I

son los pilares estructurales de la comunidad internacional, que existe independientemente de las diferencias culturales y del poder particular de los países.

La literatura de la Gobernanza Global, por otra parte, no es primordialmente normativa, en el sentido de que no busca ar-gumentar (como primer propósito teórico) cómo debería ser la comunidad internacional. No obstante, esto no significa que no posea orientaciones y presupuestos normativos que, aunque no siempre explícitos, influyen en las conclusiones alcanzadas. A di-ferencia del Derecho de Gentes Vitoriano, que supone la bondad de la convergencia de acción en torno a una naturaleza común, la Gobernanza Global supone la bondad de la convergencia en tor-no a un modelo de desarrollo económico-político. La gobernanza se consolida y crece en la medida en que el modelo neoliberal, definido por el libre mercado, la apertura comercial, las institu-ciones democráticas y la seguridad alcanzada a través de acuerdos multilaterales, se extiende (Grugel, 2006).

Tanto el Derecho de Gentes como la Gobernanza Global proponen la conveniencia de la coherencia y la coincidencia de los actores supranacionales; el Derecho de Gentes, sin embargo, lo hace de manera más primordial, tratando de trascender modelos particulares. Como se argumenta en la conclusión del libro, la li-teratura de la Gobernanza Global tiene aquí un área de investiga-ción potencial importante pues, dado que se ha vinculado con las tesis ideológico-económicas del liberalismo occidental, siempre es posible preguntar si no existe un nivel de argumentación normati-vo más profundo que permita la convergencia, incluso fuera de la esfera de acción del neoliberalismo. Si en un par de siglos el mo-delo económico-político hegemónico no es el liberal, ¿cuál podría ser la base para establecer interacciones auto-reguladas, incluso entre actores que no compartan paradigmas de acción pública? Al igual que Vitoria en el siglo XVI, ahora es necesario plantearse la empresa de un sistema normativo a escala supranacional, que sea capaz de incorporar las complejidades contemporáneas anali-zadas por la Gobernanza Global. Por las limitaciones de espacio,

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y el objeto de este libro, no es posible abordar este asunto aquí; no obstante, el sistema Vitoriano sugiere que, de realizarse esta tarea, sería necesario anclarla en la naturaleza humana y en sus implicaciones en un mundo donde el orden jerárquico no es el único orden posible, sino una alternativa entre los mercados y las redes. De la misma manera en que Vitoria hizo un puente con-ceptual entre la naturaleza humana y el orden jerárquico, ahora es necesario hacerlo entre la naturaleza humana y el orden más des-centralizado, difuso y fragmentado que caracteriza la Gobernanza Global.

El capítulo inicia con una breve descripción de los desa-rrollos del Derecho de Gentes hasta antes de Vitoria, para con-tinuar con una discusión sobre el concepto de la gobernanza y la Gobernanza Global. Finalmente, se consideran los elementos normativos que hay en uno y otro cuerpo de literatura.

Derecho de Gentes y orden

Antes de considerar la cuestión de la carga normativa del Derecho de Gentes y de la Gobernanza Global, es necesario hacer un bre-ve repaso histórico sobre los problemas que originaron algunos de los aportes más importantes al Derecho de Gentes. Como se mencionará al final de esta sección, éstos parecen girar en torno al estatus legal y ontológico del Derecho de Gentes y al tipo de orden que se piensa es el óptimo para la comunidad internacional. Independientemente de los proyectos concretos, es evidente que el referente inmediato para el orden supranacional propuesto es la autoridad jerárquica y el arreglo piramidal de los sistemas polí-ticos nacionales.

El Derecho de Gentes, o Ius Gentium, es el resultado de un proceso de acumulación que inició en el último siglo antes de nuestra era con la aparición del imperio romano, y las com-plicaciones legales inherentes a tener súbditos de varias nacio-nalidades. Si bien los filósofos griegos antes de la era cristiana ya habían argumentado la universalidad de la razón humana, fue la

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necesidad romana la que impulsó la aparición de un cuerpo legal inter y supranacional. Desde los primeros días de la república, los ciudadanos de Roma fueron regulados por el Ius Civile, mientras que aquellos extranjeros viviendo en la ciudad estaban normados por el Ius Gentium. Este último consistía en principios jurídicos básicos que eran comunes a los pueblos que estaban en contacto con Roma, por lo que se componía de menos reglas (además de ser más simples) que el primero, regulando principalmente ac-ciones penales y el comercio (Scott, 1939: 111). El Ius Gentium era descrito como “la ley que usan todas las razas de hombres”, aquello que “la razón natural estableció entre todos los hombres y que es observado por todos los pueblos”; el que “usan todos los pueblos humanos” (Textor, 1916: 1 y ss.). El Ius Gentium debe en-tenderse como distinto al derecho natural porque éste es común a todos los animales y el de Gentes únicamente a los hombres entre sí (Justiniano, 1954: I, 2, 2); es el que “mantiene unida a toda la comunidad de los hombres” (Sancho y Hervada, 1980: 105), el que regula principalmente el comercio y los tratos diplomáticos, y el que tiene como fuentes los principios derivados de la recta razón y el uso entre naciones.

El Ius Gentium regía las relaciones entre los individuos de la urbe y los de las naciones cercanas, lo que continuó incluso cuan-do los pueblos extranjeros pasaron a formar parte del imperio de manera formal. En 212, el emperador Caracalla extendió a todos los hombres libres los derechos de la ciudadanía romana. Así, por un periodo, la ley de Roma fue ley para todos los pueblos cono-cidos de occidente, abarcándolos en un vasto “Estado mundial”. Como consecuencia de esto, dentro de los límites del imperio se redujo la disposición a la revuelta y se fomentó la aparición de procedimientos administrativos relativamente uniformes, los cua-les jugaron un papel importante en el control de los antagonismos raciales y culturales (Hill, 1905: 13-14). El imperio romano, sin embargo, no era en estricto sentido una comunidad internacional. Éste se componía de provincias subordinadas jerárquicamente al poder del emperador o el senado, y no por naciones autónomas. Esto se subrayaba por los esfuerzos constantes del imperio para

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borrar muchas de las diferencias locales, implantar la civilización greco-romana y fomentar el centralismo (Benkert, 1942: 9-16).

No fue sino hasta la aparición del cristianismo que de ma-nera sistemática se empezó a tratar el problema de la relación en-tre el derecho natural, el Derecho de Gentes y el derecho positivo que es, en el fondo, el problema del estatuto ontológico y jurídico del Ius Gentium. Las cartas de Pablo habían dejado en claro que la ley divina, escrita en las conciencias, muchas veces es contraria-da por los mandatos del príncipe. Autores cristianos revivieron planteamientos de juristas romanos que argumentaban que la ley, aunque consistente con el marco jurídico imperante, podía ser contraria a la razón. En este sentido escribió Justiniano en el siglo VI, introduciendo la distinción entre derecho natural y Derecho de Gentes con relación a la práctica de la esclavitud. “El Derecho de Gentes es común a todo el género humano”, declara, pero de-bido a las necesidades humanas, las naciones han constituido para sí prácticas que son contrarias al derecho natural, como las gue-rras injustas y la servidumbre de los vencidos. Por derecho natural todos los hombres nacen libres, pero por Derecho de Gentes se han introducido la esclavitud y los contratos que la regulan (Jus-tiniano, 1954: I, 2, 2). Esta distinción es importante en el sentido de que admite que el Ius Gentium no se identifica con la recta ra-zón de manera necesaria: el que haya una práctica universalmente aceptada no indica que deba tener un valor normativo.

Agustín de Hipona ya había argumentado en líneas simi-lares en el siglo IV, al definir el derecho natural como la manifes-tación personal y social de las relaciones divinas: si las prácticas extendidas universalmente son contrarias a la razón se debe al mal uso de la libertad del hombre (Coste, 1967: 105). La huma-nidad está regida por un derecho universal que se manifiesta en la conciencia y que es el fundamento de toda ley, incluido el Ius Gentium (Agustín, s.f.a: 2, 9, 32). Respetar el derecho universal es condición para la paz y la justicia, y si entre las naciones se han de solucionar las diferencias con la guerra, ésta sólo tiene razón de ser en el restablecimiento de la paz: “la injusticia del adversario es

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la que fuerza al sabio a emprender guerras justas” (Agustín, s.f.b: 19, 7).

Uno de los seguidores más importantes de la escuela agus-tiniana fue Isidoro de Sevilla (+636), quien nos habla ya de distin-ciones más elaboradas. Parece que es el primero en mencionar al Derecho de Gentes como derecho positivo internacional; también difunde ampliamente la famosa “división tripartita”. Aristóteles había clasificado al derecho en dos grandes grupos: el natural y el civil (división bipartita). En esta división, el Derecho de Gentes se encontraba incluido de alguna manera en el derecho natural, pues no era promulgado por alguna Polis en especial. Durante mucho tiempo el Ius Gentium fue considerado como el conjunto de prerrogativas personales a las que tenían derecho todos los extranjeros, por el solo hecho de serlo (Benkert, 1942: 9-16). No obstante, estos derechos se podían confundir con la naturaleza humana misma pues, al ser practicados y defendidos en todas las naciones, parecían indicar su valor superior a cualquier legislador humano.

El problema de las normas del Ius Gentium controver-siales, o evidentemente injustas, llevaron a Isidoro a introducir la división tripartita, en la cual el Derecho de Gentes ocupa un lugar intermedio entre el derecho natural y el derecho positivo. Isido-ro reconoció que muchas prácticas extendidas entre las naciones están basadas en la naturaleza humana, de la cual se desprenden, pero también que éstas deben sujetarse a una norma superior que se reconoce por su absoluta universalidad:

El derecho se clasifica en natural, civil y de gentes. El derecho natural es común a todas las naciones; es todo lo que, por instinto natural y no por constitución humana, se encuentra en todas partes, como la unión entre el hombre y la mujer, la sucesión y educación de los hijos, la posesión común de lo que es de todos, la libertad de todos, y el disfrute de lo que dan el cielo y la tierra. También [...] la restitución de lo robado, la repulsión de la violencia por la fuerza. Pues si algo

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es similar a esto y nunca es desigual, se tiene por justo natural-mente [...] Al Derecho de Gentes corresponden la ocupación de las sedes, la construcción, los trabajos de fortificación, las guerras, los cautivos, los esclavos [...] los arreglos de paz, las treguas, la norma del respeto a los embajadores y la prohibi-ción del casamiento entre extranjeros. De ahí el nombre de Derecho de Gentes, pues muchas veces las naciones lo usan (Isidoro, 1911: V, IV-VI).

El derecho natural es universal siempre, y nunca es injus-to, pues ha sido instituido en todas partes por la naturaleza. El Ius Gentium posee un tipo de obligatoriedad que no siempre logra la universalidad, y esto es lo distintivo del derecho positivo. Sin embargo, Isidoro no deja de señalar, como una de las fuentes del Derecho de Gentes, al derecho natural.

Después de la caída del imperio romano se fueron cons-tituyendo reinos independientes, pero con constantes referencias culturales a él como modelo de civilización occidental, al papado, reconocido como la suprema autoridad nominal, y a la unidad de occidente en torno al cristianismo. La cristiandad, Respubli-ca Christiana, o Imperium Christianum fue un ideal que dominó la edad media. Estos factores hicieron que el propósito de gestar un derecho que pudiera ser aplicado sin las restricciones de los límites nacionales, a través de algún tipo de unidad mundial, no se perdiera (Walsh, 1922: 73). La oportunidad de lograr esta forma concreta de unidad internacional vino en el 800, cuando el papa León III coronó emperador romano al rey de los Francos, Carlo Magno, que había logrado reunir bajo su mando a casi la totalidad del mundo cristiano (Benkert, 1942: 20). Parece, en base a lo que dice Dawson (1938: 5 y ss.), que este esfuerzo hubo de plantear cuestiones de Derecho de Gentes. En la opinión de este autor, existió una unión de dos principios contrapuestos: Carlo Magno era el rey de los Francos, quien había incrementado su territorio de dominio como cualquier soberano, y por otro lado debía con-ciliar esto con la universalidad cristiana y romana. A diferencia del antiguo imperio romano, Carlo Magno se habría de unir, a tra-

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vés de pactos y conquistas, a reinos constituidos, y muchas veces el poder efectivo que tendría estaría notablemente reducido por los señores feudales y nobles terratenientes, algunos de los cuales crecían en poder constantemente.

El segundo momento en el que se revivió el impulso de la unión universal bajo un emperador cristiano fue cuando el papa Juan XII coronó emperador a Otón I (962) rey de los Sajones, lo que marca el inicio del Sacro Imperio Romano Germánico. La zona del poder político imperial directo, no obstante, se limitaba prácticamente a los dominios donde el emperador ya ejercía su poder real (Benkert, 1942: 21). Para inicios del siglo XVI, los em-peradores gobernaban los territorios de lo que hoy es Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, los Países Bajos, Luxembur-go, la República Checa, Eslovenia, el Este de Francia, el Norte de Italia y el Oeste de Polonia, pero ejercían su poder a través de un complejo sistema de tratados y acuerdos, altamente dependiente de los poderes nacionales y subnacionales, el cual ha sido llamado por algunos “soberanía moral” (Ribes, 1979: 30). De hecho, esta relativamente alta dispersión del poder político ha sido mencio-nada como referente por los proponentes contemporáneos del neo-medievalismo, que ven en las condiciones modernas de go-bernanza una situación similar de dependencia de poder a la que se vivía en Europa a finales de la edad media (Le Gales, 2002).

Los hombres de la edad media estaban convencidos que el imperio era la iglesia viva, considerada en su aspecto secular, i.e. la sociedad católica organizada políticamente (Fábrega, 1962: 1-2). Defender a occidente y a la iglesia eran casi sinónimos, y el honor de encabezar la defensa debía ratificarse con la unción imperial por parte del papa. La unción hacía del emperador Tutor Romanae Ecclesiae, Advocatus Ecclesiae e instituido pro Ecclesiae Defensione. La función imperial, entonces, era una de protección secular en favor de la iglesia, definida de manera amplia. Esto obligaba al empera-dor a resguardar los valores europeos, incluidos los espirituales, dentro de su jurisdicción, así como defender los intereses ecle-siásticos. La delegación de esta función de protectorado sobre la

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cristiandad otorgaba al príncipe electo la autorización de la iglesia para velar por sus intereses, utilizando medios materiales donde fuera posible. Consecuentemente, era normal que el emperador organizara las Cruzadas (ibid.: 29-30).

Los reyes cristianos tenían obligación de obedecer al em-perador sólo en las cuestiones relativas a la protección de la fe. Es por esto que muchas veces se ha catalogado el poder del empe-rador medieval, en cuanto emperador, como un poder indirecto. Esta situación ocasionó ardientes disputas que afectaron el desa-rrollo del Ius Gentium, y que llegaron hasta las aulas de Salaman-ca cuando Vitoria daba clases ahí. La muy extendida confusión entre el Imperium y el Regnum, por la que algunos exigían a los príncipes una total sujeción política al emperador, fue tratada en algunas de las relecciones Vitorianas. Algunos, incluso, conside-raban que el papa mismo debía estar sujeto al emperador en las cuestiones temporales. En el otro extremo se encontraban los que pensaban que la verdadera fuente de la autoridad era el papa, a quien debían estar sujetos los príncipes: Papa Verus Imperator, et Imperator Vicarius eius (ibid.: 34-36). A los argumentos dados por unos y por otros acerca del origen del poder secular, y por tanto, a la relación del Derecho de Gentes con las guerras de conquista y otros tópicos, se habría de enfrentar Vitoria. La interacción entre los reyes, el emperador y el papa generaron un complejo sistema de pactos y reglas que se regulaba por el Ius Gentium (Ribes, 1979: 80).

Durante la edad media las naciones cristianas reconocían la autoridad del papa, y de ahí su grande influencia. Ésta fue de-terminante como una fuente del internacionalismo primitivo re-cuperado por la escuela salmantina:

Fue el papado quien, al tratar al mismo tiempo a cada na-ción como una unidad separada (expresado en un obispo prima-do con sus obispos sufragáneos) y al legislar idénticamente para todas las naciones en materias de fe y moral, expuso la doble tesis del nacionalismo y el internacionalismo. La iglesia católica fue por

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mucho la institución medieval característica más importante, y nunca cesó de insistir que las naciones eran individuos separados, aunque miembros de la hermandad cristiana; que eran personas morales, pero sujetas a una ley común de cristiandad (cf. Walsh, 1922: 73).

A pesar de esto, las acciones papales de sanción y regula-ción entre naciones no tuvieron como último fundamento el dere-cho internacional, entendido en sentido estricto, sino la suprema autoridad papal. Así, por ejemplo, cuando un papa excomulgaba a algún emperador o rey, lo hacía porque él podía llamar a juicio a cualquier bautizado en su razón de cristiano (Ribes, 1979: 98-99). En este contexto, el avance teórico del Ius Gentium se vio limitado por las decisiones concretas que buscaban asegurar la hegemonía del papado o el imperio sobre los príncipes y los demás actores supranacionales.

Fue Tomás de Aquino, en el siglo XIII, quien volvió a identificar el problema central del Derecho de Gentes; a saber, el de la naturaleza humana universal y la obligatoriedad de la ley. En este sentido, Tomás hizo dos contribuciones que serían de vital importancia para el sistema Vitoriano. La primera fue la afirma-ción del principio de la unidad de la humanidad que hace posible cierto orden mundial, no necesariamente político, resaltando el plano meramente racional:

Todos los hombres que nacen de Adán pueden ser consi-derados como un solo hombre, estando como están dotados de una naturaleza común recibida del primer padre, así como en el Estado todos los miembros de una misma comunidad son con-siderados como un solo cuerpo y su comunidad entera como un solo hombre (Aquino, 2006b: q 81, a 1).

Dado que “la intención última de la naturaleza es la es-pecie, no el individuo ni el género” (Aquino, 2006a: q 85, a 3, ad 4), la unidad humana conforma una comunidad, generando a la vez una convergencia universal en el fin de los hombres. Éste

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no se da gratuitamente; requiere del trabajo de cada uno de los miembros de esa comunidad (Aquino, 2006b: q 1, a 5). Además, el bien común no se logrará sin la obediencia al derecho natural, que requiere la participación conciente de todos (Benkert, 1942: 90-108).

El segundo aporte de Tomás se encuentra en la afirma-ción de la amistad como nexo de la comunidad humana. Entre todos los hombres reina cierta amistad natural, que se expresa en las señales, palabras o acciones que se dan incluso a extraños y desconocidos, y que muestran la aceptación de la existencia del otro como algo bueno (Coste, 1967: 106-112). La amistad se fun-da en la igualdad de la naturaleza, y la pérdida de este espontáneo sentimiento de unión entre todos los seres humanos, sin importar su nacionalidad, es prueba de enfermedad (Aquino, 2006c: q 157, a 3, ad 3). Unidad de origen y de fin, así como la amistad, man-tienen la comunidad de las naciones. Tomás no elabora acerca del tipo de organización que sería la óptima para proteger esa amis-tad (que implica dinámicas de convergencia que no pueden ser exigidas por ley), y para fomentar el fin común del hombre; pero se entiende que cualquier arreglo práctico, además de asegurar las cuestiones que se pueden demandar en justicia, debe también facilitar un ambiente de cooperación y de ayuda mutua.

Además de los postulados de Tomás, tres propuestas prácticas en la última parte de la edad media darían un impulso importante a las cuestiones teóricas del Derecho de Gentes. Las primeras dos, del siglo XIV, fueron realizadas por Dante Alighieri y Pierre Dubois. Dante propuso que para conseguir el fin común humano, era indispensable hacerlo colectivamente, como un solo pueblo. El único gobierno que podía asegurarlo era el de la mo-narquía, que iguala al imperio, en su connotación de poder políti-co de un solo gobernante sobre todas las naciones. La monarquía temporal o imperio es “una principalidad única extendida sobre todos los pueblos en el tiempo, en o acerca de las cosas que son medidas por el tiempo” (Alighieri, 1921: I, II). Esta forma de organización supranacional es la única que aseguraría la unidad

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política de todos los hombres y, en consecuencia, sería garante de la paz. En su planteamiento, la comunidad internacional requiere un gobierno jerárquico único, con una sola persona en la cúspide de un macro-sistema sociopolítico piramidal.

Las razones que da para proponer este orden mundial, en su obra Monarchia, son abundantes: a) cuando muchas cosas son ordenadas al mismo fin, uno debe ordenar y las otras cosas deben ser ordenadas; pero si hay muchas personas que ordenan, enton-ces la unidad de acción en torno al objetivo se pierde; b) la parte se debe ordenar al todo, pero los reinos son parte del imperio; por lo tanto, los reyes deben obedecer a un emperador del mundo; c) los hombres son hechos a imagen de Dios, que es uno. Luego, de la misma manera en que son gobernados en las cuestiones espiri-tuales por uno, así deben ser gobernados por una sola persona en las cuestiones temporales; d) cuando hay disputas entre príncipes, debe haber un tercer príncipe con amplia jurisdicción que pueda mediar y juzgar: ese es el emperador; e) la avaricia se origina del deseo. El emperador no desearía nada, pues sus reinos estarían limitados por los mares solamente. En consecuencia, el gobierno de un solo emperador es más justo porque evitaría las guerras de conquista; f) lo que puede ser realizado por un agente en vez de muchos es siempre mejor, y el imperio puede ser realizado por un único emperador; y finalmente, g) Cristo nació en el imperio de César Augusto, dando la aprobación divina a la idea de un sólo monarca universal (ibid.: I, VI-XVI).

Desde la perspectiva de Dante, el Derecho de Gentes ten-dría que asegurar que el orden internacional reprodujera las inte-racciones y patrones verticales de las monarquías nacionales. En este sentido, se presupone que el emperador podría desplegar un poder coercitivo prácticamente ilimitado, o al menos con limita-ciones de dependencia de poder claramente reguladas, además de ser capaz de ejercer acciones administrativas directas, y movilizar a las élites nacionales y regionales para forjar alianzas en todo el mundo (cf. Thompson, 2006). Sobra mencionar que incluso en el siglo XIV existían dudas serias acerca de la factibilidad de este

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proyecto; no obstante, destaca el papel esencial que los órdenes jerárquicos tienen en la propuesta, ya que Dante no considera otros órdenes alternativos basados en un timoneo más ligero, como la coordinación horizontal entre pares, o la ausencia de una autoridad formal (dejando todo en manos del mercado). Ante la colosal complejidad que implica mantener un orden mundial, la solución de Dante era la de proponer una jerarquía suprema, ca-paz de gobernar todas las demás jerarquías.

Una alternativa a esta visión, también del siglo XIV, fue la argumentada por Pierre Dubois en su obra De Recuperatione Terrae Sanctae (1306). En ella, Dubois presenta un plan concreto para unificar la cristiandad y hacer la guerra a los musulmanes, descri-biendo los elementos necesarios para el mantenimiento de una verdadera sociedad internacional: a) se requiere pactar entre las naciones cristianas para asegurar la paz en Europa; b) las nacio-nes soberanas e independientes deben formar una federación, en la forma de un Concilium, que guíe la acción colectiva contra las naciones musulmanas; c) la creación de una corte internacional de arbitraje, formada por miembros electos por la federación; d) la aplicación de sanciones (confiscación de bienes y el destierro a Tierra Santa, en caso de de individuos, y la guerra en caso de naciones); y e) la participación de la Santa Sede como tribunal de última apelación (Benkert, 1942: 33-39). Un siglo después de estas propuestas, George Podiebrad, Rey de Bohemia, formuló un plan similar como reacción a la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453. Esta tercera aportación de finales del medioe-vo al Derecho de Gentes requería el establecimiento de un pacto de no-agresión entre los príncipes cristianos, la creación de una federación entre ellos, y la aplicación de sanciones. Estas políti-cas se debían implementar a través de un Collegium, o asamblea general, un Speciale Concilium, y una corte internacional, o Judicium (ibid. 39-47).

A diferencia de Dante, Dubois y Podiebrad suponen que el Derecho de Gentes debe consolidar un orden mundial en la forma de un acuerdo multilateral europeo al que se subordinarían

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los intereses de los otros bloques regionales. Los participantes en la federación debían tener igualdad jurídica formal, y niveles simi-lares de recursos, para poder negociar de manera efectiva acuer-dos colectivos, y promover estándares de conducta individual que produjeran la convergencia de políticas (cf. Thompson, 2006). El patrón de interacciones supuesto aquí requiere dinámicas de cooperación horizontal, basadas en mayor medida en redes auto-reguladas y auto-organizadas. Sin embargo, tanto Dubois como Podiebrad dan por supuesto, en pleno acuerdo con la época, que los actores fundamentales de las relaciones internacionales son las naciones, representadas por los príncipes. Si la cooperación y la convergencia de políticas son posibles es gracias a que cada na-ción se puede considerar un individuo relativamente consolidado y compacto, regido por un tipo de régimen que asegura la vertica-lidad de las relaciones, y que las decisiones tomadas en la cúspide de la pirámide sociopolítica serán efectivamente implementadas.

No sería sino hasta las reformas borbónicas, en el siglo XVIII, que el proceso de formación de los Estados-nación produci-ría el modelo gubernamental que, un par de siglos después, genera-ría a su vez el Estado de Bienestar. No obstante esto, a finales de la edad media ya es posible identificar algunos de sus atributos básicos, dando forma al tipo de orden internacional que se tiene en mente cuando se habla de Derecho de Gentes en ese tiempo:

a) Todos los hombres son, fundamentalmente, iguales, por-que comparten una misma naturaleza (igualdad de orígenes y de fi-nes). Esto se manifiesta en la existencia de normas que de una u otra manera están presentes en todas las naciones y que, al ser comunes, son exigibles a todos. Dependiendo a qué clasificación se suscriba (la bipartita o la tripartita) el grado de exigibilidad variará. Para los que piensan que el Derecho de Gentes está más cerca del derecho natural, las prácticas supranacionales son inviolables de manera ab-soluta. Para los que piensan que el Ius Gentium también se compone de normas positivas que cambian con el tiempo, el orden suprana-cional se mantendría a través de una combinación de arreglos prácti-cos que buscan proteger valores que se consideran indispensables.

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b) Los arreglos concretos del orden supranacional, fruto de la convergencia de fines, deben producir patrones estables de inte-racción e intercambio. Aunque el Derecho de Gentes se aplique en gran medida de una manera auto-regulada, los autores mencionados no reconocen la posibilidad de un orden auto-organizado que fun-cione en lugar de una jerarquía mundial, o de una confederación de jerarquías.

c) Las reglas del Derecho de Gentes deben ser imperso-nales, y aplicadas de manera universal (i.e. deben ser racionales y al alcance del conocimiento de todos, independientemente del contexto cultural en el que se desenvuelvan). El gobernante no puede decidir por capricho en cuestiones de las que depende el bien de las comunidades nacionales y supranacionales.

d) Para ajustar su conducta a los principios del Ius Gentium, así como para definirlos, cambiarlos y aplicarlos, existe el príncipe o gobernante al frente de las naciones. Éste tiene a su disposición una burocracia que funciona bajo reglas definidas.

e) El sistema que sostiene a las unidades básicas de inte-racción (i.e. las comunidades políticas nacionales) consiste en una pirámide jerárquica: el príncipe exige sujeción a las autoridades subnacionales y locales para alcanzar el bien de la comunidad. A su vez, la comunidad internacional exige sujeción al príncipe y su nación.

Algunos de estos elementos, aplicados a los sistemas de gobierno centralizados, serían utilizados por Weber para construir el tipo ideal de la burocracia jerárquica racional, que no sólo es el poder hegemónico dentro del sistema, sino que también ejerce diversos monopolios (v.g. el del uso legítimo de la fuerza, el de la definición del criterio de lo que es bueno para una política pú-blica, el del arbitraje entre intereses privados que compiten entre sí, el de la determinación de lo que es lo público, entre otros) (cf. Weber 1978, 1983). Este modelo de “Estado substancial” impli-ca que la institución controladora puede ejercer tal control por

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medio de reglas formales, dirigiendo medularmente los patrones de distribución de recursos (i.e. quién obtiene qué, cómo y cuán-do lo hace), definiendo el comportamiento aceptable dentro del sistema, y manteniendo interacciones y dependencias verticales (Crouch, 2005: 3-5).

Este modelo referencial de orden, tanto nacional como internacional, sería la herencia intelectual que Vitoria recibiría en el siglo XVI y con la que tendría que abordar el problema del des-cubrimiento y conquista de América. El Derecho de Gentes visto desde esta noción de orden es paradójico, en el sentido de que a pesar que la jerarquía es prácticamente la única modalidad de go-bernabilidad conocida en la época, el Ius Gentium requiere de los actores supranacionales un alto grado y calidad de participación auto-organizada. En la práctica, el principal aporte del Derecho de Gentes al proceso de incipiente globalización del siglo XVI fue un marco discursivo común, en muchos casos verdaderamente su-pranacional, que fue la base para exigir moderación a los imperios europeos, y tratar de limitar su acción (Padgen 1998: 8). Es cierto: un derecho “universal” que confía su poder coercitivo en las ma-nos de naciones poderosas autónomas, quizá no cumpla con los criterios contemporáneos de la ley. Sin embargo, el Ius Gentium (especialmente el Vitoriano) estableció el lenguaje común nece-sario para construir una comunidad epistémica internacional. El mantenimiento de redes que usen categorías cognitivas similares es un requerimiento para la negociación y la sustentabilidad de los acuerdos.

Como se verá en los capítulos dos y tres, Vitoria desarrolló un sistema normativo que descansaba en los dos polos de la jerar-quía, como modelo referencial, y la necesidad de la acción virtuosa de las naciones. En esos capítulos se tratan los prerrequisitos de la sociedad de naciones, así como los criterios para determinar si la guerra y la conquista española de América pueden ser justas. En este primer capítulo, la siguiente sección trata acerca de los conceptos de gobernanza y Gobernanza Global, y cómo éstos cuestionaron el paradigma de acción jerárquica y el orden que éste produce.

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Capítulo I

La gobernanza y la dispersión del poder

El problema que plantea la gobernanza es, básicamente, uno de dispersión del poder. Justiniano, Agustín, Isidoro, Tomás, Dante, Dubois, Podiebrad y, más tarde, Vitoria escribieron to-mando como referente inmediato el tipo de orden jerárquico-vertical que ya existía en las naciones, y que se consolidaría has-ta llegar al Estado-nación. Este proceso puede ser visto como uno de concentración del poder en manos de los gobiernos centrales. Especialmente a partir del siglo XVIII, los Estados establecieron ejércitos, burocracias y sistemas fiscales, legales, jurídicos y educativos permanentes con el objeto de controlar más efectivamente su territorio, así como obtener los recursos que les posibilitarían mantenerse, invertir en mejoras de infra-estructura, y financiar gastos bélicos. Muchas veces, esto impli-caba combatir la dispersión del poder entre las autoridades sub-nacionales que poseían algunos de estos recursos. Concentrar en las autoridades nacionales la capacidad de cobrar impuestos, dirigir el desarrollo, el comercio y la gobernabilidad de las re-giones, se veía como una precondición para la acción política unificada, y la consolidación del capitalismo (Gellner, 1995). El proceso se aceleró grandemente durante el siglo XIX, cuando los Estados, además de vigilar sus respectivos territorios, in-virtieron considerables cantidades de recursos en el control de sus poblaciones, para luego incluso tratar de regular la forma de pensar de sus ciudadanos (Foucault, 2002). El proceso de afianzamiento de sistemas sociopolíticos con centros indiscuti-bles únicos, capaces de moldear todos los sectores substantivos de política pública, llegó a su cúspide durante la primera mitad del siglo XX, cuando los nacionalismos militantes detonaron dos guerras mundiales. Los problemas resultantes generaron un replanteamiento profundo de las funciones del Estado que dio por resultado, primero, el Estado de Bienestar y, más re-cientemente, el Estado Neoliberal. Ambos modelos, en mayor o menor medida, reformularon el problema de la relación entre las autoridades centrales y las locales y, en consecuencia, el mo-delo de la jerarquía.

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Después de las crisis financieras y de legitimidad de los Estados durante las décadas de 1970 y 1980, se incrementó la importancia de diversos procesos de dispersión del poder. Por un lado, las cargas político-administrativas se empezaron a des-centralizar hacia los gobiernos subnacionales, en un esfuerzo por incrementar la aceptación a los programas públicos y reducir el gasto estatal. Por otro lado, el deterioro de la credibilidad de las instituciones políticas también afectó entidades que en el pasado servían como instrumentos de agregación de intereses, como los partidos, los sindicatos y otras organizaciones. Como resultado de estas condiciones, el número e importancia de los actores no-gubernamentales involucrados en los procesos de política pública ha crecido. Ahora, más que hace tres o cuatro décadas, los actores de los mercados y de la sociedad organizada tienen un mayor peso en la conducción de los asuntos públicos y en el gobierno de las sociedades.

La literatura de la gobernanza parte del supuesto que los contextos contemporáneos son considerablemente más com-plejos que en el pasado reciente, debido a este incremento en el número y capacidades de los actores e instituciones no-estatales. Esto ha llevado a algunos autores a cuestionar el paradigma mis-mo del orden jerárquico, proponiendo alternativas más adecuadas a un mundo donde la fragmentación política, la ambigüedad entre las esferas de lo público y lo privado, y la autonomía de acto-res no-gubernamentales transnacionales son mayores. Kooiman (1993a) fue uno de los primeros en argumentar que los gobiernos tienen una capacidad más bien limitada para controlar los siste-mas sociopolíticos, dado que ahora hay actores privados con igua-les o mayores capacidades de intervención y dirección que ellos. El gobierno formal es sólo una parte del entramado global de las interacciones de los actores, el cual sólo tiene posibilidades de imprimir dirección a las sociedades en la medida en que fomente la convergencia y la comunicación de políticas. La coincidencia de recursos, resultado de la dependencia mutua y la unión de po-líticas, es lo que la literatura llama “gobernanza” (Stoker, 1998a). La gobernanza puede ser vista como el patrón o estructura que

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emerge en un sistema sociopolítico como resultado o producto de los esfuerzos de intervención inter-actuantes de todos los actores involucrados. [La gobernanza] es la interdependencia funcional entre actores políticos y sociales formalmente o relativamente autónomos, ordenados de una manera no jerárquica (Kooiman, 1993b: 258).

En estas circunstancias, “ningún actor individual puede ‘hacer el trabajo’ (resolver un problema o aprovechar una oportu-nidad) de manera unilateral. Ningún actor es tan dominante como para imponer una línea de acción única” (ibid.). La gobernanza es producto de las limitaciones de los Estados, ya sea porque no tienen la capacidad para hacer lo que se proponen, o porque te-niendo la capacidad legal y financiera, no tienen la legitimidad necesaria (Kooiman, 2000). En la gobernanza, el poder se dis-tribuye entre un número mayor de actores que tratan de intro-ducir orden en el sistema, esperando que sus recursos puedan ejercer influencia sobre el resultado final buscado. Los actores en ambientes fragmentados (como lo es el espacio internacio-nal) no esperan controlar a todos y cada uno de los otros ac-tores, sino sólo a los más importantes, los cuales son llamados “atractores” o “nodos” en la literatura (cf. Elliot y Kiel, 1997). Esto genera “paquetes” o “zonas” de orden con sus respecti-vos centros y dinámicas. La gobernanza no se caracteriza por la presencia de una jerarquía dominada por un centro de poder fuerte, sino por la multiplicidad de centros, muchas veces in-terconectados, con capacidad de decisión. Los centros crean una red de dependencia y control mutua, que en la literatura es llamada “heterarquía” (Kooiman y Eliassen, 1988). La heterar-quía presupone que las sociedades son básicamente capaces de gobernarse a sí mismas, aunque sea de una manera limitada y en base a una agenda relativamente simple (Kooiman, 1993b). Una heterarquía es, en última instancia, un equilibrio de po-der basado en códigos de control interno que, no obstante, es capaz de regular el intercambio de recursos. El diálogo, las interacciones horizontales, y el uso de medios indirectos para hacer cumplir las reglas también juegan un papel importante (Crouch, 2005: 3-8). En un contexto de gobernanza, el go-

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bierno se convierte en un coordinador o Primus inter Pares, en lugar de ser el único actor capaz de dar sentido a la acción pública; se vuelve un timonel con capacidades limitadas para controlar tendencias auto-organizadas que emergen de la acu-mulación de miles de acciones individuales (Jessop, 1998).

Como puede apreciarse, la intuición original de la litera-tura de la gobernanza se basa en los aportes de las teorías de la complejidad, las cuales postulan la existencia de sistemas socio-políticos auto-organizados y auto-sustentables. Para las teorías de la complejidad, las sociedades humanas no pueden explicarse de manera determinista a través de relaciones causales lineales (i.e. aquellas en las que las causas producen efectos graduales y proporcionales) (Mihata, 1997). En los sistemas complejos hay desproporcionalidad entre causa y efecto, ya que ellos se man-tienen por relaciones multi-causales interconectadas que son el resultado de la agregación de decisiones individuales (Elliot y Kiel, 1997). Estos órdenes se sostienen a través de la retroa-limentación positiva que refuerza las conductas espontáneas y auto-organizadas de los miembros. Éstos, sin embargo, no son capaces de controlar (o siquiera entender) el sistema total: actúan siguiendo reglas simples para tratar de influir en su contexto in-mediato, haciendo que sus decisiones acumuladas hagan emerger tendencias en el sistema entero. El ejemplo clásico es el compor-tamiento de los enjambres de abejas o las multitudes cruzando calles. Nadie realmente sirve como jefe, mandando al grupo qué hacer y cuándo; pero estos grupos se mueven con una dirección y tiempo definidos. Cuando un grupo de aves encuentra a un depredador, basta con que una de ellas lo vea y trate de huir para que toda la parvada se ponga en movimiento.

Battram (1998: 120 y ss.) argumenta que las aves que se empiezan a mover funcionan como centros atractores, disparando la reacción de sus compañeras que se encuen-tran inmediatamente al lado, y generando un patrón de conducta. Al agregarse la reacción de todos los atractores, se crea un movimiento generalizado. Sin embargo, el ave

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individual sólo está siguiendo tres reglas básicas: a) vue-la cuando las otras vuelen, b) no obstruyas a nadie, y c) sigue la dirección general de las demás. La presencia de atractores también se puede verificar en grupos humanos formados aleatoriamente cuando, funcionando sin seguir reglas predeterminadas, se generan liderazgos espontáneos que introducen un cierto orden. Esto permite contemplar las opciones disponibles al grupo, valorarlas, y reducir su número, hasta que, si no existe un impedimento grave, se llega a la decisión que es considerada la mejor. De la misma manera que en la parvada, la gran mayoría de los individuos actúan siguiendo micro-reglas que buscan optimizar su ga-nancia personal (Turner, 1997).

La Gobernanza Global

Los postulados de la gobernanza, de las teorías de la comple-jidad y del orden auto-organizado que emerge, aún cuando no hay jerarquías funcionales, son parte medular de la Gobernanza Global. Este cuerpo de literatura presupone que las condicio-nes de fragmentación y dispersión del poder, tan especialmente evidentes en el entorno internacional, son atributos generaliza-dos de las sociedades contemporáneas. Tanto geográficamente, como en relación a las funciones, los recursos, los intereses, los procesos de decisión y la implementación de políticas públicas, las dinámicas centrífugas han ganado importancia, incrementan-do los lugares de poder (i.e. los nodos donde se toman decisiones relevantes para el sistema) (Krahmann, 2003: 323). En este con-texto, la gobernanza se reconoce por la capacidad de hacer cosas que no pueden ser mandadas jerárquicamente, ya sea porque no existe el gobierno, o porque, existiendo, no tiene las facultades necesarias (Stoker, 1998a: 18). La gobernanza consiste en lograr que se hagan cosas sin tener la capacidad legal para ordenar que se hagan. Donde los gobiernos pueden distribuir valores de manera autoritativa, la gobernanza puede distribuirlos en una manera no autoritativa pero igual-mente efectiva. Los gobiernos ejercen el dominio; la gobernanza usa el poder (Czempiel, 1992: 250).

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Este orden auto-organizado, que logra la acción colectiva sin la presencia de autoridades jerárquicas, implica por definición la incorporación de los sectores no-gubernamentales, sobre todo a través de redes inter-organizacionales autónomas (Rhodes, 1997) o mediante redes semi-compactas de individuos (John, 2001). El ámbito internacional es el espacio de la gobernanza por exce-lencia, no sólo porque no existe un gobierno mundial real que mantenga jerarquías globales funcionales, sino también porque, al no existir suficientes instituciones judiciales internacionales ca-paces de aplicar sentencias de manera eficaz, mucho depende de arreglos y soluciones prácticas ad hoc. En lo fundamental, las relaciones internacionales continúan siendo un terreno anárquico y empírico (Wilkinson, 2006) que, al igual que en el siglo XVI, nos interpela sobre cómo lograr los beneficios de órdenes guber-namentales o cuasi-gubernamentales en la ausencia de jerarquías (Finkelstein, 1995: 368).

Para muchos autores, extender la Gobernanza Global es el mejor medio para obtener este orden sin gobierno. La Gobernanza Global consiste en “gobernar, sin una autoridad soberana, relaciones que trascienden las fronteras nacionales [...] es hacer internacionalmente lo que los gobiernos hacen en casa” (ibid.: 369). La Gobernanza Global se ha definido como un conjunto de regímenes desagregados, compuestos por una gran cantidad de actores en diversos sectores de po-lítica pública (Wilkinson y Hughes, 2002). Un régimen, se re-cordará, es una coalición de largo alcance entre los actores gubernamentales y otros intereses privados o del mercado, que es capaz de subordinar a otras redes de poder. Rosenau (1997: 147) argumenta que estos regímenes, en los cuales en-tran voluntariamente los actores internacionales, se pueden mantener “con un mínimo de regularidad” asegurando, no obstante, “formas de comportamiento recurrente que vincu-lan sistemáticamente los esfuerzos de los controladores con el acatamiento de los controlados”. En otras palabras, es posible generar relaciones de dependencia y restricción mutuas sin la presencia de una autoridad formal.

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La Gobernanza Global es el sistema de interdependen-cias transnacionales resultante de varios factores, entre los que se encuentran la internacionalización de la producción y de las transacciones financieras, la ley supranacional, las organizacio-nes internacionales, y el poder de los bloques regionales (Rhodes, 2000). La Gobernanza Global genera normas e instituciones de representación que tratan de resolver los conflictos y potenciar la cooperación (Le Gales, 2002: 86), entre las que se encuentran las redes de individuos o instituciones, las alianzas estratégicas, la construcción de agendas con intereses comunes, el manejo con-junto de recursos para conseguir objetivos colectivos, y la auto-regulación basada en estándares aceptados por la comunidad (Jes-sop, 1998: 33). Las dinámicas de auto-regulación y control mutuo son absolutamente necesarias, ya que en la Gobernanza Global “no hay un principio organizador único [...] alrededor del cual las comunidades y naciones converjan” (Rosenau, 1995: 16), sino un conjunto de “compartimientos de coherencia, operando en diver-sos niveles y partes del mundo” (ibid.: 18).

La gobernanza no se da de manera automática en la comuni-dad internacional, sino solamente en los asuntos y lugares en los que los actores están dispuestos a negociar o converger; i.e. donde existen intereses comunes y hábitos de cooperación (Rosenau, 1997; 2000). La Gobernanza Global no es un sistema de dominio ni una actividad, sino un proceso de participación, negociación y coordinación. Por lo mismo es dinámico, y no tiene una cobertura igualmente uniforme en todos los sectores de política pública (Smouts, 1998: 86). Este orden horizontal irregular se verifica en las estructuras que crean las capaci-dades materiales de los Estados, en ideas, y en instituciones. Nunca se trata de un orden planetario, sino algo que debe diferenciarse geográ-ficamente y por sector de política pública (Cox, 1996).

En este sentido, y a pesar de su nombre, la Gobernanza Global no es realmente global, ya que la convergencia y el acuer-do no son atributos permanentes de las relaciones entre todos los países y entidades soberanas. De hecho, hay regiones enteras que, identificando los proyectos de auto-regulación y estandarización

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que promueven las instituciones internacionales con los intereses de las potencias (típicamente los Estados Unidos), resisten de ma-nera sistemática cualquier intento de control externo. Actualmen-te hay paradigmas de acción supranacional que compiten entre sí, ofreciendo visiones conflictivas sobre cómo debe ser el orden internacional. Esto implica una gran variedad de concepciones de lo que es la gobernanza, lo que condiciona la utilidad real de este concepto para la toma decisiones (Hewitt de Alcántara, 1998); aunque hay que reconocer que la Gobernanza Global ha logrado construir una comunidad epistémica con impacto en la comu-nidad internacional (Higgott y Phillips, 1998). En la práctica, es innegable que los lugares de poder creados dentro del área de in-fluencia de la Gobernanza Global y fuera de ésta, como reacción a este proyecto homogeneizador, han producido subsistemas de control superpuestos que hacen de los entornos internacionales lugares más complejos; quizá más complejos que en los tiempos en que los países se alineaban en grandes bloques ideológicos siguiendo a las dos súper-potencias.

La necesidad de mejores referentes normativos

Para resumir, la Gobernanza Global es un proyecto unificador que, suponiendo la posibilidad de órdenes no-jerárquicos en medio de un entorno internacional fragmentado, propone la ex-tensión geográfica y temática de la convergencia entre entidades soberanas. Esto posibilitaría tener algunos de los beneficios de los órdenes gubernamentales a pesar de que no existen jerarquías globales efectivas. En este sentido, la Gobernanza Global se des-cribe mejor como un proyecto hegemónico que se construye so-bre tendencias auto-organizadas y centros atractores, los cuales generan áreas de influencia interconectadas en una heterarquía. Sin embargo, también presupone que dichos liderazgos y áreas de influencia son compatibles o complementarios entre sí, y que se establecen en base a valores o atributos comunes. Esto es lo único que posibilitaría organizar el consentimiento de entidades soberanas a través de la negociación y el compromiso, lo que es necesario para gestionar los bienes de la comunidad internacional

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(Thompson, 2006). El presupuesto normativo más importante de los proponentes de la Gobernanza Global es que la unión y estandarización son posibles; aunque la evidencia indica que en Latinoamérica, África y Asia no existen todas las condiciones es-tructurales requeridas para mantener tal convergencia (Higgott y Phillips, 1998).

La cuestión, entonces, es en base a qué valores o idea-objetivos se argumenta que la convergencia es posible. La mayoría de los analistas coinciden en que la Gobernanza Global supone que los miembros de su área de influencia aceptan el liberalis-mo occidental como norma de sus acciones nacionales e inter-nacionales. “La Gobernanza Global proclama la bondad del li-beralismo como un modelo de orden planetario; las estrategias de gobernanza intentan crear un mundo más ordenado y mejor siguiendo las líneas de los países industrializados de occidente” (Grugel, 2006: 2). En última instancia, el axioma normativo es que la apertura comercial, acompañada por la convergencia en políticas de democratización, combate a la corrupción, seguridad jurídica para las inversiones, un sistema efectivo de rendición de cuentas, y el respeto a los derechos humanos, producirá sistemas supranacionales sustentables y compatibles entre sí (Cammack, 2002). Los valores que sirven para definir qué es lo deseable para estos sistemas sociopolíticos son los de los países democráticos de occidente, que se piensan superiores a otros paradigmas de acción pública y representación (Grugel, 2006). De esta manera, todo lo que fomente las prácticas de la democracia liberal en la comunidad internacional se piensa como algo bueno per se.

El discurso democratizador de occidente aparece de una manera prominente en la literatura de la Gobernanza Global y en los documentos oficiales de los organismos internacionales. Sin embargo, éste no siempre se ha podido concretar en acciones y políticas compartidas, ya que vincular los centros de toma de decisión y los instrumentos de la Gobernanza Global con lo que quieren los ciudadanos sigue sin lograrse del todo. Incluso en la Unión Europea (UE), quizá el caso de Gobernanza Global más

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avanzado, es evidente que los miembros de su burocracia y las respectivas cabezas nacionales del poder ejecutivo mantienen una comunicación más efectiva que la que se ha podido lograr entre los votantes y los organismos de Bruselas. Esto ha generado pre-ocupaciones constantes acerca de la calidad democrática de la UE y sus instituciones (Lord, 2006).

En esta misma línea, Sewell y Salter (1995) han propuesto a la “panarquía”, un tipo ideal de democracia supranacional, como principio normativo de la Gobernanza Global. La panarquía es “el dominio de todos, por todos, para todos. Nadie permanece sin ser regulado más de lo necesario; los beneficios y las cargas de la go-bernanza abarcan a todos. En la medida en que unos son regulados y otros no, la panarquía no puede suceder” (ibid.: 373). Este orden horizontal de interconexiones de mutua dependencia supone que cada nación soberana debe tener, en medidas iguales, a) libertad para fundar y formar parte de organizaciones internacionales, b) liber-tad de expresión en el foro internacional, c) libertad para votar a sus representantes, d) el respeto a sus derechos de elegibilidad para ocupar un puesto en organismos supranacionales, e) el derecho de sus líderes para competir por votos y políticas, f) el derecho a la información de fuentes gubernamentales y otras fuentes alternas, g) elecciones libres y justas, y, por último, h) instituciones que hagan que lo que decidan los organismos internacionales dependa de la voluntad de la mayoría (ibid.: 574 y ss.). La panarquía no es más que una comunidad supranacional que sigue el tipo ideal de una democracia representativa nacional. Esto, claro está, requiere de la conformación de una verdadera comunidad epistémica que abarque a todas las naciones sin falta, en la cual se comparta la creencia de la igualdad (formal) de las naciones, y donde la norma última de acción sean los derechos humanos (ibid.: 9). La panarquía, como modelo normativo, es la utopía heterárquica por excelencia.

No obstante estas preocupaciones por el destino de la co-munidad internacional, y los criterios que deben normar su ac-ción, es claro que un modelo ideológico de crecimiento econó-mico (como lo es el neoliberalismo) o de agregación de intereses

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(como la democracia liberal) no siempre son suficientes para ge-nerar la convergencia. Esta limitación no sólo tiene que ver con las dificultades procedimentales y de categorías conceptuales que implica la diferencia cultural entre países, sino también con las restricciones de los modelos mismos. No se ha podido demostrar que el liberalismo y la democracia son paradigmas adecuados para resolver todos los problemas, en todos los niveles de análisis, en todos los contextos. Sólo por poner un ejemplo, existe evidencia que indica que la democracia deliberativa y la democracia partici-pativa son formas de acción colectiva muy efectivas para el nivel micro (comités de participación ciudadana, cooperativas, consejos público-privados, pequeñas y medianas empresas, et cetera). Esto se verifica especialmente en ciertos sectores de política pública, como los relacionados a la planeación local, la gestión de servicios públicos, y la provisión y mantenimiento de la infraestructura ur-bana básica. Sin embargo, si se tratan de aplicar modelos delibera-tivos o participativos para timonear la economía de un país, decidir las acciones urgentes ante un desastre natural, o implementar la política de seguridad nacional, seguramente se comprenderán las limitaciones de los modelos de gobernanza.

Tal como en el caso de las sociedades nacionales, en el nivel internacional no todo puede ser dejado en manos de las ten-dencias auto-organizadas que producen heterarquías, sino que se requiere también la presencia de las jerarquías y los mercados; el problema es determinar cuál es la mezcla adecuada. Cuánta jerar-quía, gobernanza y mercado se necesitan para cada problema a resolver es una cuestión que no sólo depende de asuntos técnicos, sino que también requiere de una guía normativa con un nivel de análisis más profundo que el que pueden ofrecer el liberalismo y la democracia liberal. En efecto, en el futuro es perfectamente facti-ble que el modelo normativo hegemónico no esté compuesto por estos dos paradigmas de acción pública, como de hecho ya sucede en la esfera de influencia árabe del Medio Oriente o en China.

En consecuencia, es necesario volver los ojos a los presu-puestos normativos del Derecho de Gentes, los cuales tratan de

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vincular la universalidad de la naturaleza humana con los proble-mas cotidianos de las relaciones internacionales. Vitoria, cierta-mente, no desarrolló un sistema teórico completo que explicara todas las implicaciones que tiene la unidad de la naturaleza huma-na en las acciones de la comunidad internacional. No obstante, fue capaz de introducir el problema filosófico del origen y fin de la humanidad en la política supranacional del siglo XVI. Este es uno de los retos que tienen ante sí los filósofos contemporáneos.Los siguientes dos capítulos desarrollan brevemente los princi-pales puntos del sistema Vitoriano del Derecho de Gentes. En el capítulo dos se sitúa la aportación de Francisco de Vitoria en su contexto inmediato, analizando cuáles son los presupuestos de la comunidad internacional. En el tercer capítulo se tratan las nor-mas del Ius Gentium sobre la licitud de la guerra y la valoración de la conquista de América. Las conclusiones del libro vuelven a comparar la Gobernanza Global con lo argumentado por Vitoria, señalando algunos puntos que merecen ser desarrollados en in-vestigaciones posteriores.

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Capítulo DosLos presupuestos del Derecho de Gentes

Una vez planteado, de manera general, el problema que tienen en común el Derecho de Gentes y la Gobernanza Global, es nece-sario abordar el sistema del Ius Gentium propuesto por Francisco de Vitoria. Este capítulo trata acerca de los requerimientos de la sociedad de naciones, y aborda cuestiones que Vitoria presupone para definir el Derecho de Gentes. Entre ellas se encuentran la legitimidad y su relación con el origen de la autoridad, la ciudad como sociedad perfecta, el estatuto de la sociedad de naciones, y la ley. Como se explicará más adelante, Vitoria argumenta la ab-soluta necesidad de las jerarquías para el logro del bien público. De este axioma normativo se desprenden los atributos del tipo de orden que plantea para la comunidad internacional. El capítulo inicia con una breve descripción del contexto en el que Vitoria escribía, para luego exponer los temas mencionados siguiendo básicamente lo que propone en su relección De Potestate Civili.

En tiempos de Vitoria, muchos de sus contemporáneos defendían sin más el derecho europeo de conquistar tierras ame-ricanas, ya sea por la supremacía que daba la mayor fuerza y ca-pacidad técnica, la donación papal o imperial de las tierras recién descubiertas, o la supuesta superioridad cultural. Basta recordar a Juan Ginés de Sepúlveda, quien argumentaba que las guerras de los pueblos cristianos contra los infieles tenían, por definición, la causa grave necesaria para hacerlas justas. Esta justificación se basaba en el derecho europeo de evangelizar en un entorno que asegurara la libertad a los misioneros. La conquista preventiva no sólo reduciría el peligro para los colonizadores, sino también ac-tualizaría la obligación de caridad de los cristianos, la cual, algunos pensaban, no excluía las conversiones obligadas ni la substitución de autoridades civiles infieles. Este último punto era relevante,

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ya que se argumentaba que después de la redención, la autoridad legítima (i.e. la realmente proveniente de Dios) se delegaba a tra-vés de su vicario, el papa. Los reyes cristianos gozaban de una potestad que combinaba la aprobación divina y civil; mientras que los reyes paganos sólo poseían una autoridad tolerada. Si un rey infiel no se convertía, no tenía razón legítima para exigir que los cristianos respetaran su autoridad (cf. Ginés de Sepúlveda, 1941). Adicionalmente, se mencionaban el castigar a los indios por sus crímenes y pecados, el defender a los inocentes sacrificados, y el rendir vasallaje al emperador como títulos o móviles lícitos para haber emprendido las guerras de conquista (Urdánoz, 1960a).

Vitoria acepta muy pocas de estas consideraciones como válidas aunque, en concordancia con el espíritu de la época, termi-na por justificar la ocupación española. Sin embargo, el problema de la justificación de la conquista es relevante para él, entre otras razones, porque evidencia que la unidad de interacción suprana-cional (y diríamos ahora, la unidad de análisis) es la nación misma. Ésta, al menos en Europa, se encontraba en un proceso de con-solidación acelerada. Ante la necesidad de asegurar el bien de la comunidad, y siguiendo el ejemplo de lo que hacían los príncipes en sus propias naciones, Vitoria se propuso construir un cuerpo de proposiciones normativas que guiaran la acción de las entida-des nacionales como un todo (Sepúlveda, 1997: 28). A diferencia de los tiempos de Agustín, Isidoro, y Tomás, en el siglo XVI ya era evidente la emergencia de las naciones como las entidades soberanas que guiarían la formación de la comunidad mundial; y como principio unificador, tanto Vitoria como (más tarde) Gro-cio defendieron el derecho natural (Gelderen, 1993: 216). El Ius Gentium Vitoriano supone una gran confianza en el poder de la razón, en su universalidad, y también en la clase de conclusiones que se pueden alcanzar usándola (Beuchot, 1997: 31). Para él, to-dos los hombres tenemos la capacidad para establecer relaciones causales e identificar patrones, tanto en la naturaleza como en nuestras personas y, como resultado, mantenemos y reproduci-mos órdenes diversos en las sociedades. Éstos se manifiestan en atributos comunes, como el lenguaje, la autoridad, y la búsqueda

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de parámetros para limitar y potenciar el actuar humano (Gelde-ren, 1993). De ahí que sus primeros argumentos se dedicaran al estatuto de la potestad civil, que él considera la base de la comu-nidad política nacional y supranacional.

La potestad civil

La potestad civil fue el tema con el cual Vitoria inició sus consi-deraciones acerca del Ius Gentium. En la navidad de 1528 dictó su famosa relección De Potestate Civili, que recogía y elaboraba algu-nas de las cuestiones que, por falta de tiempo, no había tratado a profundidad en su curso de Prima Theologia en el ciclo escolar 1527-1528 de Salamanca. La relección es básicamente un comen-tario a la cuestión 96 de la Prima Secundae de la Suma Teológica de Tomás de Aquino, que trata acerca de la naturaleza de la ley universal (Urdánoz, 1960b: 130 y ss.). En ella, Vitoria nos recuer-da las razones fundamentales por las que en la sociedad política no sólo es lícita, sino indispensable, la presencia de la autoridad, a la cual se refiere indistintamente con los términos Auctoritas y Potestas.

La relección inicia afirmando que “todo poder público o privado por el cual se administra la república secular, no sólo es justo y legítimo, sino que tiene a Dios por autor, de tal suerte que ni por el consentimiento de todo el mundo se puede suprimir” (Vitoria, 1960a: 151). Para poder decir esto, Vitoria considera el origen y objeto de la potestad pública, que en el lenguaje aris-totélico serían las causas eficiente y final. El enfoque basado en la causa final es de suma importancia para nuestro autor, ya que el fin, aunque último en conseguirse, es lo que guía e informa la operación. En el caso de la sociedad política, lo que motiva su conformación es la necesidad mutua que se manifiesta en la so-ciabilidad:

Para subvenir, pues, a [sus] necesidades fue necesario que los hom-bres no anduviesen vagos, errantes y asustados, a manera de fieras, en las selvas, sino que viviesen en sociedad y se ayudasen mutuamente. ¡Ay del solo!,

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dice el sabio, porque si se cayere, no encontrará quien le levante; pero si fuesen muchos, mutuamente se ayudarán (ibid. 155).

La comunidad es indispensable para el vivir, pero también para el bien vivir; “nada en la naturaleza ama lo solitario” (ibid.), pues la sociabilidad es la herramienta para asegurar los bienes de subsistencia y el desarrollo de las virtudes que hacen sostenibles a las sociedades. A diferencia de otras comunidades menores (como la familia), la sociedad civil es la más apta para la comunicación de bienes, tan conveniente a nuestras naturalezas (ibid.: 157), y la que puede repeler la fuerza y la injuria más fácilmente. Mantener-se, defender al inocente, asegurar la convivencia y el comercio, y fomentar un entorno de concordia son requerimientos de la naturaleza humana; luego, también por naturaleza debe haber un orden que nos posibilite alcanzarlos. El origen de la ciudad, pues, no se encuentra en la libre voluntad del hombre solamente, sino en las exigencias de su naturaleza1.

Sin embargo, aunque la sociedad civil es propia de la natu-raleza humana, el hombre no se ordena espontáneamente al bien público. La presencia de alguna autoridad efectiva es necesaria, ya que sin ella cada quien haría lo que quisiera, disolviendo la re-pública misma2. Sin autoridad es imposible lograr la comunidad política; la autoridad es el principio vital de la ciudad (es su causa formal), y posee la misma finalidad que el cuerpo político3. Desde 1 “Está, pues, claro que la fuente y origen de las ciudades y de las repú-blicas no fue una invención de los hombres, ni se ha de considerar como algo artificial, sino algo que procede de la naturaleza misma, que para defensa y con-servación sugirió este modo de vivir social a los mortales” (Vitoria, 1960a: 157).2 “Si todos fueran iguales y ninguno estuviera sujeto al poder, tendiendo cada uno por su privado parecer a cosas diversas, necesariamente se desharían los negocios públicos; y la ciudad se disolvería si no hubiera alguno que proveyese, cuidase de la comunidad y mirase por los intereses de todos” (ibid.). N.B.: para el uso del ibidem se sigue la división entre el cuerpo del texto y las notas al pie de página. En consecuencia, “ibid.” en el cuerpo del texto, hace referencia a la cita Harvard que le antecede en el cuerpo del texto. Un “ibid.” en la nota al pie, hace referencia a la última cita Harvard en las notas al pie de página.3 “Tenemos, pues, ya señalada la causa final y principalísima de la potestad civil y secular: la utilidad o más bien, la ingente necesidad, a la cual nadie contraría sino sólo los dioses” (ibid.: 158).

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esta perspectiva, tenemos idéntica necesidad de la sociedad orga-nizada para el bien público que de autoridad en ella, y tan natu-ral es una como la otra. De este principio deduciría Vitoria, más tarde, la exigencia de algún tipo de gobierno sobre la sociedad de naciones que, en analogía con la sociedad civil, busca lograr bienes públicos universales. La sociedad de naciones no puede decirse plena si carece de alguna potestad instituida.

La jerarquía, ya sea en la nación o en el orden internacio-nal, es algo deseable per se; si bien no se puede decir lo mismo de la justicia y calidad ética de todos los órdenes autoritativos que ésta genera. Sin embargo, para Vitoria el peor de los gobiernos es preferible a la anarquía dado que, mientras haya una autoridad operativa mínima, subsiste la capacidad de la defensa y procu-ración de los medios para sobrevivir. Como nadie puede renun-ciar al derecho a defenderse y a la vida, tampoco nadie puede renunciar a tener una autoridad en la sociedad, por muy mala que sea, o por muchos consensos que se logren para eliminarla absolutamente. Aplicando el axioma del mal menor, es preferible (al menos mientras se encuentra otra solución) sufrir la tiranía temporalmente, que exponerse a la ausencia absoluta de orden. La potestad pública, que es la Auctoritas sive Ius Gubernandi Rempu-blicam Civilem, es prácticamente el único medio que tiene la multi-tud para “dictar leyes, proponer edictos, dirimir pleitos y castigar a los transgresores”; es decir, defenderse y velar por sus intereses lícitos (ibid.: 165).

La autoridad, al ser algo natural, tiene su origen en Dios. Para Vitoria, la potestad civil también es parte del orden divino, dado que las decisiones de los príncipes tienen implicaciones es-pirituales. Las autoridades tienen el poder de ligar las conciencias de los súbditos, ya que la ley civil obliga en conciencia (a menos, claro está, que la ley se encuentre en contradicción con el derecho natural). Los príncipes pueden legítimamente castigar a los infrac-tores del bien común, incluso con la muerte, si las transgresiones ponen en grave riesgo la integridad y seguridad de la sociedad ci-vil. Siempre y cuando las leyes establecidas por los príncipes sean

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respetuosas del orden natural, la adhesión a ellas o su violación son medida de lo que es justo o injusto en una comunidad (Urdá-noz, 1960b). Por estas razones, la autoridad no sólo es convenien-te y necesaria, sino también debe ser considerada como ordenada por el creador, que es la fuente de todo lo que es perfecto4.

Esta posición no puede ser honradamente interpretada si se le iguala, sin más, a las teorías del derecho divino de los reyes. Ellas señalaban que el poder público supremo tiene un origen divino inmediato. Así, los métodos de designación del príncipe fungirían sólo como materia dispuesta a una forma (la autoridad) que se recibiría sin ningún intermediario, directamente de Dios. La doctrina Vitoriana no reconoce a esto como cierto, pues aun-que la necesidad de la autoridad viene de Dios, el derecho de la sociedad civil de ordenarse a través de tal o cual sistema de go-bierno siempre reside en ella. Dicho de otra manera, en circuns-tancias extremas, la sociedad puede destituir a su gobernante y cambiar de sistema de gobierno (incluso con el uso de la fuerza); a lo que nunca tendrá derecho una nación es a subsistir sin autori-dad. Esto es importante, pues le permitió a Vitoria argumentar la licitud de las autoridades de los indígenas americanos. La bondad de las distintas formas de potestad radica en el mandato expreso de las inclinaciones sociales y de las necesidades humanas. Por eso, en general, las autoridades (teocráticas, regias, aristocráticas o democráticas) son lícitas, pues las necesidades que hacen a la au-toridad indispensable no cambian substancialmente con la cultura o el contexto político5. Los príncipes de los paganos son también legítimos: poseen todas las prerrogativas de cualquier potestad cristiana, y sus respectivas naciones guardan posición de igualdad, en derechos y obligaciones, respecto a las demás naciones6.4 “Nosotros, mejor y más sabiamente, establecemos con todos los sabios que la monarquía o regia potestad no sólo es legítima y justa, sino que los reyes, por derecho divino y natural, tienen el poder y no lo reciben de la misma república ni absolutamente de los hombres” (ibid.: 161).5 “El corolario es: no hay menor libertad en el principado real que en el aristocrático y el democrático [...] Se prueba siendo el mismo poder, como queda dicho, ya esté en uno, ya esté en muchos” (ibid.:166).6 “No se puede poner en duda que entre los paganos haya legítimos prín-cipes y señores, cuando el apóstol en los lugares señalados nos manda obedecer

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Que la autoridad tenga un origen divino no significa que las potestades civiles tengan que estar subordinadas al papa, que en el siglo XVI era reconocido por los príncipes católicos como la suprema autoridad espiritual. En el tiempo en que Vitoria es-cribía, circulaban argumentos que trataban de justificar formas de teocracia pontificia, casi siempre en reacción a los intentos cesaropapistas de algunos emperadores. Entre ellos se encontra-ba que Pedro, al tener las llaves del reino de los cielos, también tendría las de los reinos terrenales, ya que lo superior incluye y domina a lo inferior. Esto, supuestamente, se habría confirmado por el juramento de fidelidad al papa hecho por Otón I, y por la deposición del rey de Francia realizada por el papa Zacarías, entre otros acontecimientos. El argumento fundamental que esgrime nuestro autor es la falta de pruebas de que el papa haya recibido el dominio temporal de manera ordinaria7. Potestas Temporalis erat ante Claves Ecclesiae (Vitoria, 1960b: 296); las potestades civiles no están sujetas a la potestad temporal del papa porque lo que pue-en todo tiempo a las potestades y príncipes, que ciertamente en aquel tiempo todos eran infieles” (ibid.:165).7 “Más aún: yo creo que Santo Tomás, cuando escribió la Tercera Parte de la Suma, tenía la opinión de que los emperadores eran vicarios de Cristo en cuanto a las cosas temporales, aunque defendiera esto otro en el opúsculo De Regimine Principum, en el que también dice que quienes no recibieron el imperio con el consentimiento de la iglesia romana fueron tiranos. La verdad de esto no se fundamenta, según creo, en una potestad temporal propiamente dicha, sino en que el pueblo cristiano no consintió en ello, o en que pertenece al papa, por razón de su autoridad espiritual, un dominio temporal extraordinariamente [...] Y de este modo tendrían un poder sobre reyes y emperadores; pero no creo que éstos tengan recibida del papa la mera potestad temporal” (ibid.: 177). “El papa no es el señor del orbe. Se prueba porque en San Mateo y en San Lucas dice Cristo: sabéis que los príncipes de las gentes los dominan y que los mayores ejercen potestad entre ellos. Y luego añade: el hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su alma por la redención de muchos” (Vitoria, 1960b: 293). “La potestad temporal no depende del sumo pontífice, como dependen otras autoridades es-pirituales inferiores, por ejemplo, el episcopado y el sacerdocio. Esta proposición se prueba por la anterior. El papa da potestad y autoridad en cierta manera a los obispos y dignatarios inferiores [...] pero a los reyes y príncipes no se las da, por-que nadie da lo que no tiene, ya que el papa no es señor del mundo como hemos probado ya. Luego, no puede conceder dominio y, por consiguiente, hacer reyes o príncipes, se entiende, por su autoridad temporal [...] La potestad temporal existía antes de las llaves de la iglesia. Antes de la venida de Cristo había ya verdaderos príncipes y señores temporales. (ibid.: 296).

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de operar sin una determinada sustancia o cualidad, no depende de ella para subsistir. Las autoridades civiles existían antes de la fundación de la iglesia; por lo tanto, no dependen del papa en cuestiones seculares. El papa no puede poner reyes ni confirmar-los, tampoco los puede quitar bajo la sola razón de su pretendido poder temporal universal. Tampoco es, por su propio derecho, árbitro entre las naciones; ni puede privar a los infieles de sus do-minios, porque no tiene autoridad sino sólo sobre los bautizados y, eso, en cuestiones espirituales únicamente (ibid.: 298-299).

La comunidad humana no creó la autoridad; pero es en ella que descansa primordialmente. La potestad (que se concreta a través de un proceso de elección o designación) es el receptá-culo de la propia autoridad de la sociedad para gobernarse. Esto se puede decir por dos razones: porque, por naturaleza, nadie tiene derecho a gobernar a los demás, a no ser que ellos mismos le transfieran su propia autoridad y consentimiento; y porque al primero que concierne el ordenarse a un fin es aquel que posee tal fin. El derecho a ordenarse para conseguir el bien público per-tenece, en primera instancia, a la sociedad misma. Uno mismo es el acto constitutivo de la comunidad política y el de la potestad civil, porque no puede haber Estado sin autoridad, ni autoridad sin Estado. No se trata de dos potestades, una en la comunidad y otra en el gobernante; sólo existe una, que se encuentra formal-mente en el príncipe, la cual permanece virtualmente en la repú-blica. Siempre y cuando no haya algún otro camino para liberar a la comunidad política de la tiranía, se puede deponer al príncipe, ya que la sociedad nunca pierde su derecho a conseguir el bien común8.

De la identificación entre la constitución de la autoridad y la comunidad política se deduce la primacía y representatividad de la primera. Según Vitoria, un pueblo puede ser castigado con

8 “Parece terminante, pues, que la potestad regia no viene de la república, sino del mismo Dios, como sienten los doctores católicos. Porque aunque el rey sea constituido por la misma república (ya que ella crea al rey), no se transfiere al rey la potestad, sino la propia autoridad; ni existen dos potestades, una del rey y otra de la comunidad” (Vitoria, 1960a: 164).

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la guerra a causa de las acciones realizadas por órdenes de un gobernante tirano; el gobernante es representante de la república, y sus acciones equivalen a las de la sociedad entera9. Una vez ele-gido el gobernante, se estabiliza y codifica la forma de la sociedad política. Por lo tanto, los únicos representantes autorizados para dirimir diferencias entre las naciones son los propios gobernantes o sus enviados, que comparten el mismo estatus de inviolabilidad en el Derecho de Gentes. A diferencia de lo que propone la lite-ratura de la Gobernanza Global, en este sistema de Ius Gentium los ciudadanos particulares no pueden tener estatuto de actor supranacional; de hecho, el príncipe, una vez constituido cabeza de la comunidad política, puede legítimamente tomar decisiones en contra de las cuales se manifieste la mayoría de sus súbditos. Esto que pareciera contradecir la cualidad de pacto que tiene la autoridad, la cual permanece siempre en la sociedad de manera virtual, se justifica por la primacía del derecho natural. En efecto, según Vitoria, los referentes normativos de la comunidad política no son definidos de manera absoluta por los miembros del pacto social, sino que están subordinados a los principios que se pueden deducir de la naturaleza. El príncipe lícitamente constituido por la comunidad política, tiene el derecho de obligar a sus súbditos a seguir los dictados de la recta razón.

Como puede verse, el tipo de orden que Vitoria tiene como primer referente para la comunidad de naciones es uno eminen-temente jerárquico; éste es irrenunciable, dado que se considera el único medio para conseguir el bien público, aunque sus formas concretas pueden variar. En la siguiente sección se elabora más sobre este punto, tratando la relación entre la llamada sociedad perfecta y la comunidad de naciones.9 “El segundo corolario que puede deducirse de lo anteriormente estable-cido es: toda la república puede ser lícitamente castigada por el pecado del rey. Por donde si el rey declarase guerra injusta a otro príncipe, puede el que recibió la injuria saquear y proseguir todos los otros derechos de guerra hasta dar muerte a los súbditos del rey, auque ellos sean inocentes; porque después de que el rey está instituido por la república, si alguna insolencia comete él, es imputable a la república. Razón por la cual ésta tiene obligación de no encomendar este poder sino al que justamente lo ejercite, pues de otra suerte se pone en peligro” (ibid.: 167).

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La sociedad perfecta y la comunidad de naciones

Tomás de Aquino ya había definido la ciudad como la “comuni-dad perfecta” (Aquino, 2006b: q 90, a 3, ad 3), y con “perfecta”, el pensamiento medieval designaba su suficiencia para conseguir la vida feliz y virtuosa10. La suficiencia de la que se habla es fac-tibilidad y facilidad de poseer lo propio. En el caso de la socie-dad civil se trata del bien público, puesto que ese es el fin de su constitución. El bien público, o común, no sólo es la suma total de los bienes particulares, sino su integración en un único y más alto bien (Benkert, 1942: 91) que, no obstante, debe reportar una mejoría real individual (Aquino, 2006d: q 47, a 10, ad 2). El bien público en este contexto puede identificarse con la paz, en su sen-tido más amplio; ésta no sólo incluye la ausencia de hostilidades y una cierta concordia de ánimo que se obtiene cuando hay consen-so de voluntades, sino también el amar la unión con el vecino, y trabajar por el mejoramiento de cada miembro de la comunidad. El bien público para Vitoria implica a la justicia, pues ésta remue-ve lo que imposibilita la paz; pero se trata de una empresa que es sustentable en la medida en que es una obra de caridad, que es la virtud de la sociabilidad (Urdánoz, 1960b). En vista que la finalidad de cada Estado es la misma, éstos poseen un estatuto de igualdad y guardan proporción de individuos respecto de la socie-dad de naciones, la cual está fundada en la búsqueda de la paz.

La coincidencia en el último fin da por resultado una ver-dadera comunidad, pues como hemos visto, ésta es necesaria para lograr el recto vivir. A la consecución del fin conviene una cierta unión que ordene a todos en la concordia, y ésta se actualiza en la sociabilidad. No se pueden poner límites a la búsqueda del bien, por lo que, en consecuencia, tampoco se puede limitar la sociabi-lidad, deteniendo en una comunidad determinada el influjo bené-fico de la comunicación de bienes. La existencia de las llamadas sociedades perfectas parece exigir la culminación de sus propios objetivos en una comunidad supranacional que incluya a todos 10 “La sociedad se constituye por muchas aldeas, las cuales llegan a tal fin y perfección para que sea, por sí misma, suficiente para vivir, y vivir rectamente (Bezzina, 1952: 199).

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los seres humanos (Bezzina, 1952: 125). Siguiendo estas consi-deraciones, Vitoria concluye que la sociedad de naciones debe constituirse como verdadera comunidad, incluyendo algún tipo de autoridad, incluso si esto acarrea oposición:

Así como la mayor parte de la república puede constituir un rey so-bre toda ella, aún contra la voluntad de la minoría, así la mayor parte de los cristianos, aún estorbándolo los otros, puede crear un monarca, al cual todos los príncipes y provincias deban obedecer (Vitoria, 1960a: 178-179).

Como puede verse, el paradigma del orden internacional es la constitución de la comunidad política nacional; los derechos y obligaciones de la sociedad de naciones son, en última instancia, extensión de las prerrogativas estatales. Así, de la misma manera en que es necesaria la aceptación de la mayoría de los súbditos potenciales para constituir una nación, de la misma manera se requiere el consenso de la mayoría de las naciones, lo que abre la puerta, al menos en teoría, a otras formas de autoridad suprana-cional no-jerárquicas. Sin embargo, Vitoria prefiere la convenien-cia del monarca universal, especialmente si esto facilita la defensa de los países cristianos11.

De constituirse, el monarca universal también debe guiar-se por los deberes de justicia y amistad que los príncipes tienen para con sus respectivas comunidades políticas. Aristóteles, antes que Vitoria, había ya señalado la necesidad de estas dos virtudes para hacer sustentable toda sociedad humana:

La amistad y la justicia [...] parecen referirse a las mismas cosas y radicar en los mismos sujetos. En toda asociación parece haber cier-ta justicia y también amistad; y así notamos darse el nombre de ami-gos los que juntos navegan y los que juntos combaten, así como los asociados en cualquier otra especie de compañía. En la medida en que

11 “Si el tener un monarca fuese conveniente para la defensa y propagación de la religión cristiana, no veo porqué no puedan aquellos a quienes corresponde disponer de lo espiritual obligar a los cristianos a erigir un monarca, así como, en beneficio de la fe, los príncipes eclesiásticos privan a los herejes de su principado, por otra parte legítimo” (Vitoria, 1960a: 180).

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están asociados, en esa misma existe la amistad, y también la justicia. Y el proverbio “todo es común entre los amigos” es correcto, puesto que la comunidad consiste en la amistad (Aristóteles, 1954: 498-499).

La justicia y la amistad son requerimientos objetivos del orden mundial, y sin ellos, ninguna jerarquía hegemónica puede sustentarse. El monarca universal debe tener como referente nor-mativo la satisfacción de las necesidades de las naciones indivi-duales y la búsqueda del bien común. Como se verá en la siguiente sección, el principal instrumento para lograr esto es la ley.

El derecho y la ley

Como orden de gobierno, y paradigma de acción pública y agre-gación de intereses, la jerarquía mantiene patrones de intercam-bio verticales subordinados a la institución que se encuentra en la cúspide de la pirámide sociopolítica, sobre todo a través del desarrollo de reglas, su aplicación, y la sanción de los subordina-dos que las desacatan. Vitoria también considera que los órdenes jerárquicos tienen como principal instrumento a la ley, pero al ser heredero de las tradiciones iusnaturalistas de la edad media, la examina desde el marco conceptual del derecho (Ius) que es más amplio, y que facilita los enfoques normativos, sobre todo cuando no existe una autoridad formal que pueda promulgar una ley de manera explícita.

Tradicionalmente, la palabra Ius se ha entendido de tres maneras: a) como el objeto de la justicia, i.e. lo justo o la cosa justa que se debe a alguien; esto lo señalaba la expresión en la cual el término Ius tiene su origen. Quod Iovis iubet no sólo se refiere al mandato omnipotente de Júpiter veleidoso, sino también al orden de la naturaleza, con el que se identificaba la voluntad divina. En esta acepción encuentra Aristóteles el basamento de su teoría del derecho. b) Como la ley o la colección de leyes, lo que implica una sistematización. Dentro de este sentido se encuentra la ley positivamente promulgada, y todo ordenamiento del cual se espe-ra el fomento de la justicia en la comunidad política; y c) como

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la facultad legítima o moral que tiene alguien para hacer o exigir (Cathrein, s.f.: 207). Así, aunque la Lex está implícita en el Ius, ella no agota la riqueza de sentidos de éste último. Esto es especial-mente evidente en la tercera acepción del término, que se refiere a lo justo que se debe a cada persona o institución en razón de su esencia. La Potestas Moralis in Rem suam (ibid.: 208) es la facultad lícita para hacer u obrar; Moralis se utiliza para dar a entender que esta capacidad de obrar debe suponer concordancia con la propia naturaleza, y Rem suam hace referencia a que la justicia es análoga, es decir, adecuada a la medida de los requerimientos y operacio-nes de cada quien según la cosa suya de la que se trate (ibid.). Vi-toria entiende que, ante la ausencia de entidades supranacionales legisladoras, lo más propio es hablar del Ius Gentium y no así de la Lex Gentium.

El objeto del Ius es la libertad y el bien de cada cual en lo suyo, tomando al derecho como facultad moral de exigir; pero también busca la salud de la sociedad perfecta, tomando al derecho como ley positiva. Vitoria piensa al derecho como un medio indispensable para lograr el bien público universal, ya que el Ius es la principal herramienta a disposición de los prínci-pes para obtener y defender los medios para alcanzar el fin de la comunidad política (ibid.: 211). La ley trata de unir voluntades, pero los hombres, por nuestros deseos desordenados, no nos disponemos espontáneamente a trabajar por el bien público. En consecuencia, por exigencia de la ley misma, se hace nece-sario su carácter coercitivo. Para aplicar la ley, la autoridad que la promulga puede y debe usar la fuerza cuando sea necesaria para mantener el bien público. No obstante, en el Ius Gentium Vitoriano, el poder político se impone a los hombres no tan-to por el uso de la fuerza física, sino más bien por “la fuerza motivadora y espiritual que sobre sus conciencias ejercen las normas jurídicas encarnadas en el mandato del gobernante” (Urdánoz, 1960c: 203). De esta manera, incluso en las comu-nidades políticas nacionales, el orden jerárquico se mantiene por la colaboración de los súbditos que se sienten obligados a obedecer en conciencia.

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Para el sistema Vitoriano, esto debe suceder tam-bién en la comunidad internacional. En el siglo XVI la ley internacional, i .e. la explícitamente promulgada y acepta-da por las naciones, no se encontraba muy extendida, casi siempre limitada a lo que ahora llamamos tratados bila-terales. En estas circunstancias, la coerción y la capaci-dad de sanción de los firmantes estaban definidas por las condiciones de los pactos mismos, por lo que aplicar estas normas a naciones no-firmantes era injusto. El Ius Gen-tium , sin embargo, al tratar acerca de lo que corresponde a cada quien según su naturaleza, y al estar ésta al alcance del conocimiento de todos los hombres, se mantiene fun-damentalmente por dinámicas de auto-regulación. La co-munidad de naciones se sostiene por la justicia y amistad entre ellas, mantenida y fomentada por los príncipes, que pueden ciertamente usar medidas coercitivas, pero sólo en caso de grave necesidad. Como se verá en el siguiente capítulo, la coercitividad de Ius Gentium se funda en la amenaza de la guerra. Ésta es la última de las opciones a disposición del príncipe, ya que es costosísima en vidas y recursos materiales; no obstante, en el Derecho de Gentes Vitoriano, la guerra sigue siendo un instrumento ordina-rio de las relaciones internacionales.

El carácter coercitivo del Ius Gentium emana, según Vitoria, de su obligatoriedad. El Derecho de Gentes es obli-gatorio porque, aunque sea de manera indirecta y derivada, éste tiene su origen en Dios, quien ha creado la naturaleza y la necesidad de la autoridad civil12. Por lo mismo, no seguir los lineamientos del Derecho de Gentes debe ser conside-rado una falta gravísima13, que puede ser castigada por el 12 “La ley humana procede de Dios; luego obliga del mismo modo que la divina [...] porque no sólo se llama obra de Dios lo que él solo por sí mismo produce, sino también lo que hace por medio de las causas segundas. Luego, no sólo debe llamarse ley divina lo que sancionó él mismo, sino también lo que con el poder de Dios dispusieron los hombres [...] Luego diciendo Dios: Por mí reinan los reyes y los legisladores determinan lo justo, ¿por qué los decretos de éstos no van a obligar en el fuero de la conciencia?” (ibid.: 185).13 “De todo lo dicho se infiere un corolario: que el Derecho de Gentes no

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príncipe injuriado. En el siguiente capítulo se elabora más acerca de la guerra y su carácter punitivo, así como los títu-los legítimos e ilegítimos de la conquista.

sólo tiene fuerza por el pacto y convenio de los hombres, sino que tiene verdadera fuerza de ley. Y es que el orbe todo, que en cierta manera forma una república, tiene el poder de dar leyes justas y a todos convenientes, como las del Derecho de Gentes. De donde se desprende que pecan mortalmente los que violan los Dere-chos de Gentes, sea de paz, sea tocante a la guerra, en los asuntos graves como la inviolabilidad de los legados. Y ninguna nación puede darse por no obligada ante el Derecho de Gentes, porque está dado por la autoridad de todo el orbe” (ibid.: 191).

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Capítulo TresLa guerra y la conquista de América

Como se ha expuesto en el capítulo anterior, Vitoria supone que el paradigma del orden jerárquico es el más adecuado para alcanzar el bien público de la comunidad política inter-nacional, la cual es el resultado del origen y fin comunes que da la naturaleza humana. Para asegurar la sustentabilidad de la comunidad política no sólo es necesaria la presencia de la autoridad, sino también que ésta ordene a los ciudadanos hacia el bien público a través del derecho y la ley. Estos dos tienen un carácter coercitivo que, en el caso de la sociedad de naciones, se manifiesta en la guerra. En este capítulo se elabora más extensamente acerca de la licitud de la guerra en el sistema Vitoriano, incluyendo su valor como instrumento del Ius Gentium y las restricciones a su uso. Las primeras sec-ciones tratan acerca de las condiciones de la llamada guerra justa, siguiendo de cerca los argumentos de la relección De Iure Belli. Las secciones que le siguen analizan las razones que Vitoria argumenta son válidas e inválidas para justificar la conquista americana, según lo que expone en la relección De Indis, la cual es considerada por muchos como el punto culminante de su sistema de Derecho de Gentes.

La guerra como instrumento del Ius Gentium

Vitoria es heredero de la doctrina medieval sobre la licitud de la guerra y de su uso como instrumento ordinario del De-recho de Gentes. En general, ésta se puede enmarcar en tres grandes puntos:

a) Los autores medievales tienen la convicción de que la guerra es un mal, que es algo irracional e indigno del hombre. El único camino ético y universal para solucionar las diferencias entre naciones es el pacífico.

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b) Sin embargo, la realidad humana se encuentra marcada por el mal. Aunque la guerra es algo irracional, no por considerar-la como tal ha desaparecido de las prácticas del Derecho de Gentes. Siempre habrá ocasión para entrar en un conflicto bélico, no porque se justifique todo tipo de guerra, sino porque en la práctica, las naciones se pueden y deben defender de cualquier ataque que lesione su integri-dad territorial o su capacidad para cumplir con el bien público. En determinadas circunstancias, la guerra puede ser el mal menor ante un ataque injustificado.

c) Además, sostienen el rechazo categórico de la fuerza como primer y más importante recurso del Ius Gentium. Ni siquiera el princi-pio de la legítima defensa es la última referencia normativa de la guerra. Como en todo lo que involucra a la comunidad internacional, el bien público universal define las normas de convivencia (Higuera, 1984: 6). En la práctica, se llegaron a establecer algunos pasos necesarios para asegurar la moralidad de la guerra, que buscaban garantizar que ésta fuera el último medio a la disposición del príncipe: 1) Antes de la gue-rra: entablar negociaciones con la nación con la que se tiene el conflicto, proponer soluciones posibles y, en caso del fracaso de éstas, advertir solemnemente de la ruptura y fin de las negociaciones. 2) Para iniciar la guerra: agotar todos los medios pacíficos y declarar la guerra formal-mente (i.e. se descartan los ataques sorpresa sin la declaración previa). La guerra debe estar sustentada por una causa justa y ser respuesta a una lesión actual o previsiblemente futura; el gobernante debe tener recta intención (i.e. realmente buscar proteger a su nación de la agresión, y no tomar a la guerra como un pretexto para aumentar sus dominios); de la guerra no se deben seguir mayores males que de soportar la injusticia que la causó; y también es necesaria la esperanza cierta de la victoria: una guerra declarada a un enemigo considerablemente más poderoso puede ser inmoral. 3) Durante el conflicto bélico: evitar devastaciones inútiles, así como el trato inhumano de los prisioneros de guerra; no prolongar la guerra más allá de lo estrictamente necesario, y respetar las prácticas del Derecho de Gentes. 4) Después de la guerra: organizar mecanismos para facilitar la restitución de bienes a quienes corresponda, así como la reparación de daños, el pago de las compensaciones y el castigo de los crímenes de guerra (ibid.: 8).

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En el fondo se encuentra la convicción de que no toda guerra es injusta, aunque en todo caso se trate de algo terrible. Muchos de los moralistas medievales situaron estas normas del Derecho de Gentes en el ámbito de la caridad, conceptualizándolas como recomendaciones prácticas para los príncipes cristianos. Vitoria, por otro lado, colocó el Ius Gentium de la guerra en la esfera de la justicia, proponien-do que la injuria, i.e. la privación de algo a lo que se tiene derecho en naturaleza, es lo que tienen en común todas las justificaciones moralmente válidas para la guerra (Urdánoz, 1960d: 735 y ss.). Vitoria habría de dar a la guerra un carác-ter vindicativo: si la guerra injusta, por ser un atentado al bien común universal, es la mayor de las injusticias, la guerra justa es la mayor de las justicias: el acto judicial supremo del orden jerárquico implícito en la comunidad supranacional. La guerra es la pena merecida por un crimen, es la fuerza coercitiva del Derecho de Gentes que debe usarse mientras la sociedad de naciones no supere el subdesarrollo en el que se encuentra, y logre mantener instituciones internacionales que puedan aplicar otro tipo de sanciones (ibid.).

La relección De Indis sive de Iure Belli Hispanorum in Barbaros, Relectio Posterior, usualmente conocida como De Iure Belli, fue dictada por Vitoria el 18 de junio de 1539 (Urdánoz, 1960a: 82). En ella, nuestro autor comienza des-cartando la posición de los pacifistas, que en el siglo XVI eran representados por la reforma Luterana. Lutero, en des-acuerdo con las cruzadas, argumentaba que era más digno de los cristianos dejarse sacrificar que causar el escándalo de matar. Vitoria reconoce que esta posición puede ser apro-piada para la acción personal, pero no es adecuada para la potestad civil, que tiene por objeto la defensa y ayuda mutua de los ciudadanos (ibid.). La guerra justa es, fundamental-mente, una guerra defensiva en la que “se toma satisfacción de las injurias, si es que el pueblo o la ciudad [contra la cual se hace la guerra] o bien no quiere restituir lo que los suyos han realizado de malo, o no desea regresar aquello que se ha

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quitado por la injuria” (cf. Vitoria, 1960c: 817). Si alguno se ve atacado en su vida o bienes injustamente, puede reclamar como suyo el defenderse; esto se extiende a la vida estatal, tomando a la comunidad política como individuo de la so-ciedad de naciones. Vitoria considera que este principio es tan importante que puede justificar el inicio de la guerra sin la autorización del gobernante nacional: en un tiempo don-de los correos eran lentos, el perder tiempo en ellos podía significar poner en peligro la integridad de la república1. No obstante, no se trata de un derecho absoluto, puesto que el Estado se encuentra en una comunidad; la legítima defensa ha de ser regulada también por otros principios: el bien co-mún universal2, la paz, las consecuencias del conflicto para otras naciones del globo, etcétera.

La guerra defensiva se muestra a veces insuficiente para lograr sus objetivos: usar la fuerza para restituir bienes y lograr una situación estable para la convivencia posterior. Por eso, para Vitoria la guerra defensiva debe ser comple-mentada con la ofensiva, aunque sea en última instancia por motivos de defensa. Si los enemigos que han realizado la in-juria no quedaran escarmentados, se volverían más audaces al no tener temor de recibir el castigo a sus crímenes. Esto se logra de mejor manera en la guerra ofensiva, por lo que ésta también puede ser lícita en ciertas circunstancias3. En 1 “Para lo cual asentamos esta primera proposición: cualquiera, aunque sea un simple particular, puede emprender y hacer la guerra defensiva. Esto es manifiesto porque es lícito repeler la fuerza con la fuerza [...] y por consiguiente, cualquiera puede hacer una guerra de este género sin necesidad de recurrir a la autoridad de otro, no sólo para defensa de su persona, sino también para la de sus cosas y bienes” (Vitoria, 1960c: 819).2 “Aún hay más: siendo una república parte de todo el orbe, y principal-mente una provincia cristiana parte de toda la república, si la guerra fuese útil a una provincia y aún a una república con daño del orbe o de la cristiandad, pienso que por eso mismo sería injusta” (Vitoria, 1960a: 168).3 “Se prueba a si mismo, en quinto lugar, de la guerra defensiva. Porque aún la misma guerra defensiva no puede hacerse convenientemente si no se in-fiere un escarmiento en los enemigos que hicieran la injuria o intentaron hacerla, pues de otro modo se harían cada vez más atrevidos para repetirla si no se les contuviese con el miedo del castigo” (Vitoria, 1960c: 817).

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cualquier caso, la guerra tiene como fin el bien de la comu-nidad internacional. La sociedad de naciones no puede vivir felizmente si los tiranos, ladrones o criminales pueden libre-mente actuar injustamente, oprimiendo a los inocentes. Por lo tanto, aunque la guerra la lleva a cabo un país particular, si se lleva a cabo bajo las condiciones adecuadas, puede for-talecer el bien público para todos (ibid.: 818).

Vitoria también se pregunta si es lícito huir de la agre-sión pudiendo defenderse, si de esta manera se evitan los males tan grandes que la guerra acarrea. Responde que esto sería lícito para los súbditos, especialmente los más débiles; pero si de la huida del príncipe se siguiera grave deshonra para el gobernante, éste tiene la obligación de exigir que se restituya el bien afectado, y si fuere el caso, incluso con la guerra (Urdánoz, 1960d: 750).

Las condiciones de la guerra justa La guerra es parte de las obligaciones potenciales del prín-cipe. No obstante esto, no todas las causas son suficientes para declarar una guerra de manera justa. Vitoria empieza por enunciar las razones insuficientes, tópico que desarrolla más ampliamente en el apartado de títulos ilegítimos en De Indis. En principio, no es lícito hacer guerras por la diversi-dad de religión. Cristo no mandó ejércitos para obligar a los pueblos a la conversión, sino que ha respetado la libertad de cada persona para aceptarlo (Vitoria, 1960c: 823). Tampoco es justa la guerra por el deseo de ampliar el propio territo-rio, pues en tal caso, se comete una grave injusticia contra la nación ocupada. Las guerras meramente de conquista son criminales. Por la misma razón, se deben evitar las guerras realizadas para acrecentar la buena fama o el beneficio parti-cular del príncipe, pues la razón de Estado siempre ha de ser el bien de la comunidad4.4 “Tercera proposición: tampoco es causa justa de guerra la gloria o el provecho particular del príncipe. Esto es también evidente. Porque el príncipe debe ordenar tanto la paz como la guerra al bien común de la república, y así

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En general, un ciudadano privado de su bien tiene el derecho a defenderse, pero no está autorizado para vindicar la injuria recibida. En primer lugar, porque si así fuera, no habría justicia para nadie, al estar todos sujetos a las pa-siones; y segundo, porque al ser juez y parte, la persona no podría con facilidad ver objetivamente el grado de injuria y la pena merecida. Es indispensable que esto lo realice al-guien que esté por encima de toda la comunidad, por lo que el gobierno es el único con derecho a aplicar castigos civi-les. Mientras que el individuo puede defenderse del peligro inmediato, la comunidad política puede no sólo defenderse, sino también perseguir a los infractores y castigarlos con la fuerza (ibid.: 820). El derecho a hacer la guerra es prerroga-tiva de quien o quienes hacen las veces de toda la república, por lo que una guerra que es iniciada por subalternos nunca es lícita5, a menos que, como se indicó arriba, ésta resulte de acciones de legítima defensa que requieran una acción inme-diata para la protección de la vida o los bienes.

Para Vitoria, la única causa que puede motivar una guerra es la injuria recibida (ibid.: 825). La injuria ha de ser real y no sólo percibida subjetivamente; es decir, ha de pro-ducir efectos verificables acompañados por el conocimiento del Estado agresor. Así, v.g., no sería legítima una guerra iniciada por el hundimiento accidental de una nave. La inju-ria, además, debe ser grave. Tradicionalmente se han clasi-ficado como graves las injurias que van contra los derechos fundamentales de las naciones, especialmente si se hacen de manera duradera y sistemática. Dentro de los derechos fun-damentales de toda nación constituida en comunidad políti-ca se encuentran: a) el derecho a la propia existencia y vida, b) al igual que a la defensa de la propia integridad territo-como no puede invertir en gloria o en provecho suyo los fondos públicos, mucho menos puede exponer a sus súbditos al peligro” (ibid.: 824).5 “De donde también se deduce claramente que los demás régulos o prín-cipes que no rigen una república perfecta, sino que forman parte de otra, no pue-den declarar ni hacer la guerra, como por ejemplo, el duque de Alba, o el conde de Benavente, pues son partes del reino de Castilla y, por consiguiente, no pueden ser repúblicas perfectas” (ibid.: 823).

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rial y sociopolítica, es decir, el derecho a poseer ejércitos e instituciones políticas nacionales; c) el derecho al propio desenvolvimiento y desarrollo (i.e. el derecho a promover los intereses nacionales con respeto al bien público); d) el derecho a la soberanía interna y al dominio sobre los propios territorios; e) el derecho a la independencia política; f) el de-recho a la igualdad jurídica respecto de las demás naciones; g) el derecho a la estima y al buen nombre; h) el derecho a recibir un trato justo en los pactos suscritos; e i) el dere-cho de comunicación de bienes con los demás integrantes de la comunidad de naciones, entre otros (Urdánoz, 1960e: 594-612). Los daños duraderos, graves y ciertos contra estos derechos fundamentales pueden ser causas justas para em-prender guerras.

De esta manera, en el sistema Vitoriano es legítimo hacer la guerra para recuperar territorios propios ocupados, si es la única manera de la que se dispone para hacerlo; tam-bién lo es la represión de los súbditos rebeldes, alzados in-justamente contra la autoridad legítima, ya sea en la propia nación o en alguna otra. Otra causa lícita para iniciar una guerra puede ser el castigar a los que prestaron auxilio al adversario durante una guerra injusta; la violación de algún pacto o alianza muy importante que cause grandes daños a la nación ofendida; o la falta de acatamiento a los principales preceptos del Derecho de Gentes, como sería la violación permanente de los fueros diplomáticos, la discriminación sistemática contra los nacionales, o las injurias graves contra la vida (v.g. el sacrificio de humanos inocentes) (ibid.). Dado que la naturaleza humana no varía en lo fundamental, la jus-ticia de estas causas no se modifica con las culturas; por lo tanto, las condiciones de la guerra justa son las mismas tanto para cristianos como para los indígenas americanos6. De la

6 “Cualquiera que sea el motivo por el cual se hace la guerra contra los bárbaros, nunca es lícito excederse en ella más que si se realizase contra cristianos. Es evidente, porque la justicia de la guerra no se fundamenta en que los enemigos sean infieles, como se ha dicho más arriba y consta por Santo Tomás en la II-II, q.10, a.8” (Vitoria, 1960d: 1053).

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misma manera, por muy lícito que sea el dominio cristiano sobre los infieles, éstos no pueden ser gravados con más impuestos que los cristianos, ni se les pueden poner más cargas, ni más límites a su libertad que a los demás súbditos. Con este punto, Vitoria causaba estupor en los círculos aca-démicos salmantinos, donde las teorías neo-aristotélicas de la servidumbre natural de los indios eran populares (ibid.).

Además de la causa grave, la guerra justa requiere la pro-porcionalidad de los efectos y la certeza. Iniciar un conflicto ar-mado del cual se seguirán más males que bienes, no sólo es irres-ponsable sino inmoral, por más que sobren causas justas para la guerra. El objetivo de la guerra siempre debe ser el mayor bien y utilidad para la república (Vitoria, 1960a: 167). La certeza, por otro lado, se refiere al convencimiento informado que, con base a evidencias irrefutables, debe tener el príncipe antes de iniciar una guerra. Esto, sin embargo, no asegura en todos los casos la justicia de las acciones de la potestad pública, ya que ésta puede errar culpablemente7. En la práctica, Vitoria reconoce la necesi-dad que tiene el príncipe de consultar a los sabios antes de deci-dir, de manera que si tuviese alguna duda acerca de la licitud de su causa, no podría, moralmente hablando, declarar la guerra.

Mientras que en algunas otras cosas menores es lí-cito actuar bajo duda, suponiendo que nuestra opción es la más apropiada, y teniendo en mente que una ley dudosa no obliga; en el caso de la causa bélica no se puede exponer a naciones enteras a realizar algo criminal, que además aca-rrearía innumerables males. En situaciones graves, el bien que pudiera obtenerse de la realización de un acto del cual se duda su moralidad, no compensa los grandes males a los 7 “Si para que una guerra sea justa basta que el príncipe crea tener justa causa. Para aclararla establezco la primera proposición: no siempre es suficiente que el príncipe crea justa la guerra. Se prueba, en primer lugar, porque en otras cuestiones de menor importancia no basta ni al príncipe, ni a los particulares creer que obran justamente. Lo cual es evidente, porque pueden errar vencible o afectadamente, y para que un acto sea bueno no basta el parecer de un cualquiera, sino que es preciso que se haga conforme al juicio de los sabios, según consta en el libro segundo de los Éticos” (Vitoria, 1960c: 830).

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que se expone la comunidad. El gobernante es el principal responsable de valorar las condiciones de la guerra, y sobre sus espaldas, fundamentalmente, descansa la gravísima res-ponsabilidad de declararla o evitarla8. Según Vitoria, no se puede esperar que los ciudadanos particulares tengan todo el conocimiento para hacer este tipo de complejas decisiones informadas. Es por eso que, tradicionalmente, las normas para la declaración de la guerra se han visto como reglas pro-pias de los príncipes, no de los súbditos (Lewis, 1993: 326).

Este punto es importante. Para el Ius Gentium Vito-riano el papel del ciudadano en la guerra es, en primera ins-tancia, el de subordinado. La responsabilidad de indagar la licitud del conflicto es del príncipe y de sus consejeros inme-diatos; sólo en la medida en que un ciudadano pueda efec-tivamente influir en las decisiones públicas se puede hablar de una responsabilidad social (i.e. colectiva). En cualquier caso, la última norma de la participación en la guerra es la propia conciencia. Si al súbdito “le consta la injusticia de la guerra, no puede ir a ella ni aún por mandato del príncipe. Lo cual es manifiesto porque en virtud de ninguna autoridad es lícito dar muerte a un inocente. Luego, si los enemigos son inocentes [...] no se les puede matar” (Vitoria, 1960c: 831). Esta norma aplica incluso si los súbditos se equivocan en la valoración de las circunstancias, ya que la conciencia es inviolable: “todo lo que no es según conciencia es peca-do” (ibid.). La posición oficial actual de la iglesia católica sobre la guerra defensiva, que ha sido moldeada por apor-tes de teólogos como Vitoria, propone el mismo principio ético para exigir el respeto y protección de los objetores de conciencia. Éstos, aunque no participan tomando las armas, siguen teniendo, sin embargo, la obligación de colaborar de algún modo en la defensa de la comunidad humana (Juan Pablo II, 2004: n. 2311).

8 “Parece que si uno está en legítima posesión, mientras dure la duda, no puede otro disputársela con las armas. Y, por el contrario, el rey de Francia tampo-co puede hacer lo mismo con Nápoles o Milán, si hay duda de a quién pertenece el derecho” (ibid.: 833).

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Puede también darse el caso de que el súbdito no ten-ga certeza ni de la licitud de la guerra, ni de su ilicitud. Según Vitoria, en casos de duda “el soldado [...] no está obligado a cerciorarse sobre la justicia de una guerra, sino que puede y debe seguir a sus príncipes, que son los obligados a informarse a fondo sobre la rectitud de su causa” (Urdánoz, 1960e: 517). El príncipe no tiene el deber de informar a los súbditos acerca de todas las razones de la guerra, algunas de las cuales pueden comprometer lo que ahora llamaríamos la “seguridad nacio-nal”. Si los súbitos sólo estuvieran obligados a obedecer un llamado a las armas cuando estuvieran completamente conven-cidos de su rectitud ética, la república correría un gran riesgo, lo que es mucho más grave que pelear contra los enemigos con dudas. En caso de duda, argumenta Vitoria, siempre es mejor seguir al príncipe9, pues si fuera indispensable que cada uno de los encargados de implementar una orden bélica se asegurara de la licitud moral de la guerra, quizá nadie tendría tranquilidad de conciencia al obedecer10. Esto, claro está, excluye a todas las órdenes que son evidentemente criminales, las que nadie debe acatar. Finalmente, aunque algún ciudadano particular se diera cuenta de la injusticia de una causa, no por esto podría prohibir la participación en la guerra de todos sus conciudadanos. En tal caso, su negación personal a participar en ella es suficiente (ibid.).

Como puede verse, el sistema Vitoriano del derecho bélico descansa sobre el presupuesto normativo de la exis-9 “Y si los súbditos no pudieran militar sino después de estar ciertos de la justicia de la guerra, se pondría la república en grave peligro y quedarían los puer-tos abiertos a la injuria de los enemigos [...] si los súbditos en tal caso no siguen a su príncipe en la guerra, se ponen en peligro de favorecer a los enemigos de su república, lo cual es mucho más grave que pelear contra ellos con duda. Luego, deben salir a la guerra” (ibid.: 836).10 “Los ciudadanos inferiores que no son admitidos ni tienen voz ni voto ante el rey o el consejo público, no están obligados a examinar la causa de la guerra [...] porque ni convendría ni sería posible comunicar con la plebe todos los negocios públicos. Luego, en balde examinarían las causas de la guerra. Asimismo, porque para tales hombres, mientras no conste lo contrario, debe ser argumento suficiente para creer en la justicia de la guerra que se haga por público consejo y autoridad. Luego, no tienen necesidad de más investigación” (ibid.: 832).

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tencia de jerarquías nacionales efectivas, a las cuales se tiene la obligación en conciencia de obedecer. Dado que no existe un gobierno mundial, el príncipe puede ejercer su derecho a la legítima defensa a través de la guerra, siguiendo una serie de condiciones rigurosas para cuidar que el resultado final beneficie a la comunidad de naciones. No obstante, el dere-cho a castigar con la acción bélica está subordinado, en últi-ma instancia, a la auto-regulación que ejercen las conciencias de los participantes. La valoración final que permite que se evite o inicie una guerra reside en la conciencia, rectamente informada y aconsejada, del príncipe. El ciudadano con du-das tiene la obligación de seguir a su rey, pero si después de un análisis cuidadoso encuentra que la guerra es injusta, no debe participar en ella. La comunidad de naciones posee, en-tonces, una estructura jerárquica acompañada por un cierto sistema de rendición de cuentas que tiene a los gobernantes en su centro: “hacia arriba” se es responsable ante Dios, que rige el foro interno de la conciencia; “horizontalmente” se es responsable ante los demás príncipes, que son pares, y que pueden ejercer su respectivo derecho de guerra defensiva si se abusa del poder coercitivo del Derecho de Gentes; “ha-cia abajo” se rinden cuentas, aunque de manera imperfecta e indirecta, a los ciudadanos, que en caso extremo pueden derrocar a los príncipes tiranos. De esta manera, a pesar del papel capital que juega el orden jerárquico en el plantea-miento Vitoriano, muchas de las dinámicas del Ius Gentium dependen del interactuar virtuoso de los miembros de la co-munidad de naciones. Sin la justicia, la amistad y otras virtu-des, la comunidad supranacional no es sustentable.

Por último, Vitoria analiza los principios que deben regir a las naciones en el conflicto bélico. Partiendo de que en la guerra se debe hacer todo lo necesario para la defen-sa del bien público, que implica en primer lugar la supervi-vencia de la república (Vitoria, 1960c: 826), nuestro autor argumenta que es lícito recuperar todas las cosas perdidas (o su costo) ocupando los bienes del adversario. El saqueo

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realizado por las tropas también es aceptado por Vitoria, así como la destrucción de la infraestructura militar del ene-migo (ibid.: 826-830). Sin embargo, nunca será lícito matar al inocente, que en este contexto es cualquier persona que no ha sido entrenada para la guerra, o cualquiera que no pertenece al ejército o milicia, especialmente las mujeres y los niños. Es legítimo, por otra parte, quitar a los inocentes artefactos, víveres y armas que pueden ser utilizados contra el propio ejército. También destruir plantíos y provisiones, y matar caballos, ya que así se acelera el fin de la guerra (ibid.: 840-858).

La guerra puede ser un instrumento de la defensa le-gítima de las naciones y, en este sentido, el planteamiento Vitoriano es vigente actualmente. El Catecismo de la Igle-sia Católica define explícitamente la obligación de todo ciu-dadano y gobernante de “empeñarse en evitar las guerras”; aunque también reconoce que “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados to-dos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa” (Juan Pablo II, 2004: n. 2308). Después del siglo XVI las guerras se han vuelto aún más mortíferas, con la presencia de sistemas de reclutamiento masivo, y el ataque indiscriminado a grandes centros de población usando armas de destrucción masiva. Estas condiciones sugieren que, aunque la guerra defensiva es y seguirá siendo lícita, una guerra defensiva que use ar-mamento nuclear, o con considerable poder de destrucción, traspasa los límites de proporcionalidad de los que nos habla Vitoria. El magisterio pontificio ha ido cambiando la termi-nología de guerra justa por la de justa defensa y, dadas las terribles consecuencias del uso de los actuales armamentos, parece que se acerca cada vez más a la condena del primer uso de las armas en guerras ofensivas, independientemente de las causas que las originen (Higuera, 1984). La posición de la iglesia católica se ha nutrido de la doctrina de la guerra

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justa, pero las condiciones para asegurar la legitimidad del conflicto son ahora más estrictas, reduciendo prácticamente la guerra justa a la legítima defensa, y eso bajo condiciones muy rigurosas (cf. Juan Pablo II, 2004: nn. 2302-2317). En cualquier caso, el uso de armas de destrucción masiva es siempre gravemente ilícita (ibid.: n. 2314).

El problema de la presencia española en América

Los principios del Ius Gentium analizados hasta aquí son el marco que Vitoria usa para valorar la ocupación española de América, la cual había iniciado cuatro décadas antes de que él dictara su famosa De Indis Recenter Inventis Relectio Prior, cerca del 1 de enero de 1539 (Urdánoz, 1960a: 82). En esta relección, nuestro autor analiza los títulos o causas que se argüían para justificar la colonización española del nuevo mundo, así como la legitimidad de la subordinación de los pueblos indígenas a las autoridades españolas. Vitoria no era ciertamente el primero en escribir acerca de estos temas, ya que para la década de 1530 existía una muy clara y consisten-te tradición teológica-jurídica que reconocía la libertad y el legítimo dominio de los indios, constituida por las constan-tes denuncias de los predicadores y las reformas realizadas por las Juntas de Burgos (1512) y las Ordenanzas de Vallado-lid (1513). Éstas últimas, como se recordará, habían recono-cido que “los indios son vasallos libres del rey de España (y) no esclavos” (Urdánoz, 1960e: 497). De Indis, junto con los escritos de otros autores como De las Casas y De Quiroga, sería especialmente influyente en las Leyes Nuevas de Indias de 1542, por las que se establecían el Consejo de Indias, dos nuevas audiencias, las condiciones para el asentamiento de los españoles en América, los tributos a pagar, así como la prohibición de la esclavitud de los indígenas (Hernández, 1978).

Respecto de las Indias y su conquista hubo dos gran-des problemáticas: primero la práctica, que implicaba el res-

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peto y el trato humanitario de los indígenas americanos (la cual fue abordada abundantemente por De las Casas y Mon-tesinos). En segundo lugar se encuentra el problema teóri-co: ¿cuáles son los fundamentos legales de aquel dominio político sobre los indios? ¿Qué razones pueden legitimar la conquista y posterior colonización? Ginés de Sepúlveda, como ya se ha mencionado, responde argumentando que la superioridad cultural europea, el que los indios no respeten la ley natural, la defensa de los inocentes sacrificados, y la existencia de bulas papales que aprueban e impulsan la labor española son razones suficientes para justificar la conquis-ta americana (García-Pelayo, 1941: 26-36). Vitoria, por otro lado, legitima la ocupación y conquista española para dar seguridad a los evangelizadores y a los nuevos conversos, y para defender a los pueblos indígenas oprimidos por las prácticas de los sacrificios humanos; no obstante, para él, el ejercicio del dominio español debe ser limitado por princi-pios normativos del Derecho de Gentes y verificarse en un periodo de tiempo determinado (Beuchot, 1997: 40).

Ya desde el principio, Vitoria describe el problema indiano como uno bastante complejo:

Ni el negocio de los bárbaros es tan evidentemente injusto que no podamos disentir de su justicia, ni tan evidentemente justo que no podamos dudar de su injusticia, sino que más bien parece, por distin-to lado, de una y otra cosa tiene especie. Porque primeramente como vemos que todo este negocio lo manejan hombres tan doctos y buenos, creíble es que todo se haga con rectitud y justicia. Pero como, por otra parte, oigamos hablar de tantas humanas matanzas, de tantas expoliaciones de hombres inofensivos, de tantos señores destituidos y privados de sus posesiones y riquezas, sobrada razón hay para dudar de si todo esto ha sido hecho con justicia o con injuria. Así pues, no parece que sea del todo inútil esta cuestión (Vitoria, 1960e: 648).

No obstante esto, la intención general de Vitoria no es realizar un juicio moral a los reyes de España y a sus con-

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sejeros por haber heredado las posesiones españolas. Si fue-se indispensable analizar y revisar las decisiones de los reyes antecesores a Carlos I para legitimar las políticas de él, sería casi imposible hacer los negocios más simples. La responsa-bilidad de la conquista descansó en primerísimo lugar en los reyes católicos, los que no duda, tuvieron que enfrentar el problema de la justicia de sus acciones (Urdánoz, 1960e: 516). Vitoria parte del presupuesto que sus relecciones no tienen un carácter deliberativo, sino demostrativo. La conquista, en principio, parece justa, pero no por las razones que usualmen-te se argumentaban en su tiempo, sino por motivos de huma-nidad. Nuestro autor argumenta que si hubiera razones graves para dudar de la justicia original de las guerras de conquista, la política a seguir (al menos por un periodo considerable) sería fundamentalmente la misma que se tenía en ese momen-to: una vez pacificados los territorios, sería una gran irres-ponsabilidad de Carlos I abandonar los reinos americanos a la anarquía. En cualquiera de los casos, los españoles debían cesar su dominio sobre América en cuanto dejaran de existir las razones que originaron la guerra, a saber, los sacrificios de humanos inocentes, y el peligro para los evangelizadores y conversos (ibid.). Esto, como es bien sabido, no sucedió. Las siguientes secciones del capítulo elaboran acerca de los títulos de conquista, tanto ilegítimos como legítimos, de acuerdo a los principales argumentos de De Indis.

Títulos ilegítimos

En tiempos de Vitoria, abundaban los tratados que justi-ficaban la conquista española y la sujeción de los señoríos indígenas. Casi todos utilizaban o implicaban variantes de un mismo presupuesto básico que suponía que los indígenas eran inferiores a los europeos. Vitoria se embarcaría en de-mostrar la igualdad, en dignidad y capacidades, de los indíge-nas y europeos, aunque también terminaría por justificar la conquista y la ocupación temporal de los españoles. La razón de fondo para hacer esto, sin embargo, introducía un cambio

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cualitativo en la manera en que hasta ese entonces se veía a los indios americanos: para Vitoria, los títulos legítimos de la conquista venían de injurias cometidas por los príncipes indígenas en contra de los derechos de la comunidad supra-nacional. Los mismos, por consiguiente, se podían aplicar a la guerra contra otros príncipes cristianos.

Uno de los primeros títulos ilegítimos criticados por Vitoria fue la infidelidad de los indios. Éste, como los demás argumentos analizados en esta sección, suponía la superio-ridad cultural y religiosa de los europeos, que en este caso se verificaba en la profesión de la fe verdadera. En el siglo XIV, Juan Wiclef había razonado que, puesto que todo do-minio viene de Dios, los paganos no pueden tener verdade-ro dominio, y si lo tienen es (en última instancia) un poder usurpado11. Como ésta era la situación de los señoríos ame-ricanos, algunos contemporáneos de Vitoria pensaban que los españoles hacían bien en deponerles, pues esos príncipes no eran capaces de constituirse en autoridades legítimas al vivir continuamente en pecado. Vitoria responde que si por la ofensa a Dios se perdiera el dominio civil, entonces tam-bién se perdería el dominio natural (porque el dominio civil es, básicamente, un derecho que en naturaleza posee toda comunidad política). Pero esto no es cierto porque los infie-les, a pesar de su infidelidad, poseen el dominio natural de sus actos, miembros, familias y otras instituciones sociales no-políticas. La imagen natural de Dios, en la que se funda-menta todo dominio, no se pierde con el pecado (Vitoria, 1960e: 654). La fe, nos explica, no elimina ni al derecho na-tural ni al derecho civil; la potestad pública se encuentra en el orden natural y civil, por lo que no se ve afectada cuando la fe no es profesada (ibid.). En consecuencia, no sólo las

11 “Es cierto que todo dominio proviene de la autoridad divina, pues Dios es el creador de todo, y nadie puede tener dominio, sino aquel a quien él se lo diere. Ahora bien, no es decoroso que ese dominio lo dé a los desobedientes y transgresores de sus preceptos, como tampoco los príncipes terrenos dan sus bienes [...] a los rebeldes; luego Dios no concede el dominio a los desobedientes” Vitoria (1960e: 652).

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Indias, sino todas las naciones no-cristianas guardan pro-porción de igualdad respecto de las cristianas. Sus señores son verdaderos señores, y han de ser tratados con justicia y equidad en los asuntos del Ius Gentium12. El haber invadido a América bajo el pretexto de que no eran cristianos sus prín-cipes, hubiera supuesto una gran injuria contra la comunidad de naciones.

En segundo lugar, muchos argüían la incompetencia de los indios para gobernarse, apoyados en descripciones de costumbres que se veían como rudimentarias, y en las teorías neo-aristotélicas sobre la servidumbre natural de los esclavos y de los nativos americanos. Al considerárseles in-capaces para el gobierno, los españoles no sólo tendrían el derecho, sino que estarían obligados en caridad cristiana a conquistarlos. Para Vitoria, los únicos que no poseen dere-chos naturales, incluido el de gobernarse, son los animales irracionales13; pero los indígenas americanos no son anima-les, y al igual que todos los hombres, tienen derecho a orde-narse al bien público. El que los indios parezcan dementes para algunos europeos no les quita la legitimidad a sus prín-cipes, pues los dementes y los niños tienen pertenencias y derechos y, por lo tanto, pueden sufrir injurias. El derecho a ser defendido por la potestad pública nunca se pierde, por lo que los indígenas tienen señoríos legítimos. En cualquier caso, los indígenas no son verdaderamente dementes, pues son capaces de mantener órdenes políticos y religiosos que son signos inequívocos del uso de la razón14.

12 “De todo esto se sigue esta conclusión: que ni el pecado de infidelidad ni otros pecados mortales impiden que los bárbaros sean verdaderos dueños o señores, tanto pública como privadamente, y no pueden los cristianos ocupar-les sus bienes por este título, como amplia y elegantemente enseña Cayetano” (ibid.:660).13 “Las criaturas irracionales no pueden tener dominio. Está claro, pues dominio es derecho, como confiesa Conrado; pero las criaturas irracionales no pueden tener derecho y en consecuencia tampoco dominio [...] porque quien im-pidiera al lobo o al león la presa, o al buey el pasto, no les hace ninguna injuria, ni se la hace al sol quien cierre la ventana para que no entre su luz” (ibid.: 661).14 “Parece que también pueden ser dueños los dementes, puesto que pue-

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Además de la infidelidad y la incapacidad natural para gobernarse, algunos contemporáneos de Vitoria argumen-taban las donaciones papal e imperial a los reyes españoles. Para Vitoria, responder a este argumento es fácil, dado que no hay pruebas que sustenten el dominio universal de cual-quiera de estas dos potestades. El emperador, en primer lu-gar, no es dueño de la tierra, pues el dominio existe gracias al derecho natural o divino; y el emperador no posee ninguna prerrogativa, ya sea natural o divina, sobre los hombres, que nacen libres. Una variante más sutil del mismo argumento reconocía la legitimidad de los reinos indígenas, pero exigía la subordinación al emperador. Sin embargo, el emperador sólo tiene la jurisdicción delegada del papa sobre cuestiones que se refieren a la defensa de la cristiandad. Los pueblos infieles no son cristianos, por lo que no tienen la obligación de obedecer al emperador (ibid.: 675-676).

Por otro lado, como ya se ha mencionado, el papa carece de potestad temporal, por lo que no puede otorgar ningún dominio terrenal a los reyes españoles15. Esto sugiere den padecer injuria; luego tienen derechos [...] Tampoco la demencia impide a los bárbaros ser verdaderos dueños. Se prueba, porque en realidad no son dementes, sino que a su modo ejercen el uso de la razón. Ello es manifiesto, porque tienen establecidas sus casas en cierto orden. Tienen, en efecto, ciudades, que requieren orden, y tienen instituidos matrimonios, magistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere el uso de razón. Además, tienen también una especie de religión, y no yerran tampoco en las cosas que para los demás son evidentes, lo que es un indicio de uso de razón. Por lo que creo que el que nos parezcan tan idiotas y romos proviene en su mayor parte de la mala y bárbara educación, pues tampoco entre nosotros escasean rústicos poco desemejantes de los animales” (ibid.: 664-665).15 “El papa no es el señor civil o temporal de todo el orbe, hablando de dominio y potestad civil en sentido propio” (ibid.: 678). “Dado que el sumo pon-tífice tuviera tal potestad secular en todo el orbe, no podría transmitirla a los príncipes seculares. Esto es manifiesto, porque sería ajeno al papado y no podría el papa separarla del cargo de sumo pontífice” (ibid.: 680). “El papa tiene potes-tad temporal en orden de las cosas espirituales, esto es, en cuanto sea necesario para administrar las cosas espirituales” (ibid.). “Ninguna potestad temporal tiene el papa sobre aquellos bárbaros ni sobre los demás infieles” (ibid.: 682). “Aunque los bárbaros no quieran reconocer ningún dominio al papa, no se puede por ello hacerles la guerra ni ocuparles sus bienes. Es evidente, porque tal dominio no

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que la donación, concesión y asignación perpetua de todas las tierras e islas de América “junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenen-cias” que hace Alejandro VI a los reyes católicos y sus su-cesores en la primera bula Inter Coetera, de 1493, deben ser interpretados como estando en el ámbito espiritual, no en el temporal (Urdánoz, 1960e). Ciertamente esta no fue la inter-pretación usual que se le dio a la mencionada bula, y Vitoria argumenta en contra de utilizarla como un documento legal que puede ser aplicado a los indígenas americanos quienes, al no ser cristianos, escapan a la jurisdicción del papa.

El descubrimiento de América por los europeos también fue propuesto como una razón que justificaba la conquista española. Como se sabe, la costumbre usual del Derecho de Gentes es la de reclamar la propiedad de terri-torios deshabitados pero, puesto que los reinos americanos ya tenían jurisdicción sobre las regiones que serían ocupadas por los españoles, entonces el argumento carece de valor16. Aún más, se pregunta Vitoria, si los indios hubieran tenido la capacidad militar y tecnológica para cruzar el Atlántico, ¿estarían dispuestos los españoles a aceptarlos como señores bajo este título? (ibid.).

Tampoco es aceptable realizar cualquier tipo de inter-vención internacional para obligar a los indios a aceptar la fe católica. Como se verá en la última sección de este capítulo, Vitoria piensa que sí es posible hacer la guerra para defender a los conversos y para asegurar el derecho al libre tránsito de los evangelizadores (siempre y cuando éstos no perjudiquen el bien público de las repúblicas indianas); lo que no es lo existe” (ibid.).16 “Por esto pudiera agregarse otro título: el derecho del descubrimiento. Al principio no se alegaba otro, y con sólo él navegó Colón el genovés. Parece que este título es suficiente, porque aquellos lugares que están abandonados son, por Derecho de Gentes y natural, del que los ocupa. Más en este título [...] no es preciso gastar muchas palabras, puesto que está ya probado antes que los bárbaros eran verdaderos dueños pública y privadamente” (ibid.: 684-685).

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mismo que obligar a los indios a convertirse por la amenaza de las armas. El Docete Omnes Gentes de Cristo no implica el derecho a castigar con la guerra a los pueblos que no quieran convertirse (Vitoria, 1960e: 685). Los indios, explica nues-tro autor, no pueden adherirse a verdades que no se les han predicado convincentemente. No pueden creer a la primera predicación sin pruebas fidedignas pues, bajo el mismo ar-gumento, se tendrían que convertir a la primera predicación de los musulmanes17. Hacer la guerra por la sola causa de la religión es algo criminal, ya que no practicar determina-do credo religioso no supone, per se, ninguna injuria. En la mayoría de los casos, la ignorancia invencible condiciona la capacidad de aceptación de los indígenas, además de que la conducta de muchos cristianos europeos en América dista mucho de ser ejemplar18.

Una variante de este argumento se presentaba en la forma de la defensa del derecho natural. Si los reyes, de-fensores del derecho natural, podían legítimamente obligar a sus súbditos y a cualquiera a respetar los derechos de los otros19, ¿no podrían entonces castigar a los bárbaros por sus pecados contra la naturaleza que son, en última instancia, transgresiones a la ley divina?

Nuestro autor desecha este título de igual manera, pues los indios no poseen la claridad de fe ni de educación para apartarse consistentemente de estas violaciones20. Los 17 “Los bárbaros no están obligados a creer en la fe de Cristo al primer anuncio que se les haga de ella, de modo que pequen mortalmente no creyendo por serles simplemente anunciado y propuesto que la verdadera religión es la cris-tiana y que Cristo es salvador y redentor del mundo, sin que acompañen milagros o cualquiera otra prueba o persuasión en confirmación de ello” (ibid.: 692).18 “No estoy muy persuadido de que la fe cristiana haya sido hasta el pre-sente de tal manera propuesta y anunciada a los bárbaros, que estén obligados a creerla bajo nuevo pecado” (ibid.: 695).19 “En segundo lugar, porque si los franceses no quieren obedecer a su rey, puede el rey de España obligarles a que le obedezcan. Luego, si no quieren obe-decer a Dios, que es verdadero y supremo señor, pueden los príncipes cristianos obligar a los bárbaros a que obedezcan” (ibid.: 686).20 “La razón es porque no pueden ser claramente convencidos de que

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reyes cristianos no pueden hacer la guerra a los indios para castigarles de sus pecados, ni siquiera con la potestad papal, porque el papa carece de jurisdicción sobre cualquier infiel. Además, existen dos clases de transgresiones del derecho natural que se derivan de los posibles sentidos o grados de éste: las primeras son cualquier desacato, como el homicidio, la fornicación o el robo; las segundas atentan contra el orden del derecho natural como la bestialidad o el “decúbito indife-rente con la madre, las hermanas o los varones” (ibid.: 697). Sin embargo, el homicidio es más grave que la bestialidad (ibid.: 698), y si se ha de castigar a una nación con la guerra porque en ella se practica la bestialidad o la homosexualidad, entonces también se debería hacer la guerra contra cualquier nación, las cristianas incluidas, donde hubiera adulterio o calumnia21. La autoridad civil no tiene jurisdicción sobre el fuero interno, y es deber primordial de los gobiernos nacio-nales, y no de la comunidad internacional, que se pongan los medios para vivir virtuosamente. El único caso que ameri-taría la intervención armada, y eso como solución extrema, sería una violación sistemática a los derechos naturales fun-damentales, especialmente el de la vida.

Por último, Vitoria considera el título ilegítimo de la elección voluntaria de los indígenas. Según éste, cuando los españoles entran en contacto con los indígenas americanos,

Les [pueden] dan a entender cómo son enviados por el rey de España para su propio bien y les exhortan a recibirlo y aceptarlo por rey y señor; ellos contestan que les place; y nada más natural que dar por válida la voluntad de un propietario que quiere transferir su dominio a otro dueño [...] Yo, en cambio establezco esta conclusión: tampoco este título es idóneo” (ibid.: 701).obran mal y, por tanto no pueden ser condenados jurídicamente; y como nadie, sin ser antes condenado, puede ser castigado, así tampoco se puede constreñir por medio de la guerra o de la persecución a los pueblos que cometen tales pecados” (Vitoria, 1960d: 1038).21 “Los príncipes cristianos no pueden hacer la guerra a los infieles a causa de los pecados contra naturaleza más que a causa de los otros pecados que no son contra naturaleza, es decir, por el pecado de sodomía más que por el pecado de fornicación” (ibid.: 1050).

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Aunque éste título puede tener una forma virtuosa, es muy difícil que en las circunstancias que se encontraban los indígenas ellos hubieran podido decidir al respecto sin ignorancia y sin miedo, vicios que producen la nulidad de los contratos22. En cualquiera de los casos, para que este título fuera suficiente se necesitaría la aclamación de los nuevos go-bernantes por parte del pueblo mismo, no sólo de sus señores (ibid.). Esto, sin embargo, no se verificó en la práctica.

Títulos legítimos

Los anteriores títulos descartaban el uso de la intervención arma-da por cualquier razón que no fuera el mantenimiento del bien co-mún universal. En la segunda parte de De Indis, Vitoria propone un listado de posibles causas graves que, en ciertas circunstancias, pueden motivar el recurso a la guerra de manera lícita.

El primer título legítimo que menciona Vitoria es el Titulus Naturalis Societatis et Communicationis (Vitoria, 1960e: 705), según el cual, todos los hombres tenemos derecho al acceso natural a los bienes de la comunidad, sobre todo a través de la sociabilidad, el libre tránsito, el comercio y la comunicación. Según el derecho natural se tiene por inhu-mano el negar el tránsito y la hospitalidad sin causa grave. En efecto, puesto que dentro de las necesidades de la persona se encuentra la pertenencia a una nación, i.e. el disponer de medios para resolver sus problemas de sustentación material y vivir virtuoso, no se puede negar la hospitalidad al extran-jero, a menos que su presencia traiga consecuencias negati-vas para el bien público23. Originalmente no había división 22 “Es bien patente, primero, porque debían andar ausentes el miedo y la ignorancia que vician toda elección. Pero esto es precisamente lo que más inter-viene en aquellas elecciones y aceptaciones, pues los bárbaros no saben lo que hacen, y aun quizá ni entienden lo que piden los españoles. Además, esto lo piden gentes armadas que rodean a una turba desarmada y medrosa. Además, teniendo ellas, según se dijo antes, sus propios señores y príncipes, no puede el pueblo sin causa razonable llamar a nuevos señores, porque sería con perjuicio de los prime-ros” (Vitoria, 1960e: 701).23 “Y acerca de esto sea así la primera conclusión: los españoles tienen de-

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de territorios según naciones y cada cual iba a donde quería. La posesión territorial se introdujo por derecho civil y de Gentes; por esta razón no se puede argumentar que algún territorio pertenezca por naturaleza a determinado Estado. La jurisdicción sobre tierra y mar está también subordinada al bien público, por lo que el derecho al libre tránsito es una prerrogativa que debe respetarse24, sobre todo cuando de él depende el bien de la comunidad supranacional.

De este planteamiento, Vitoria deduce que no se pue-de limitar el acceso a lo que es común y necesario para la supervivencia de la comunidad, como el aire, los mares y las costas; estas últimas para el aprovisionamiento (ibid.: 706). La amistad entre los hombres es de derecho natural, pues todos como una sola raza tenemos un fin común: ese es el fundamento de todo derecho de comunicación entre los hombres25. Vitoria argumenta que el derecho de comu-nicación es tan importante que puede ser defendido con la guerra (ibid.: 711). Si los españoles no hacen daño con su presencia (lo que es más que dudoso a la luz de lo que ahora recho de recorrer aquellas provincias y de permanecer allí, sin que puedan prohi-bírselo los bárbaros, pero sin daño alguno de ellos. Se prueba, en primer lugar, por el Derecho de Gentes, que es derecho natural o del derecho natural se deriva. Más en todas las naciones se tiene como inhumano el tratar y recibir mal a los huéspe-des y peregrinos sin motivo alguno especial; y, por el contrario, es de humanidad y cortesía comportarse bien con ellos, a no ser que los extranjeros reportaran daño a la nación” (ibid.: 706).24 “Todas las cosas que no están prohibidas o que no van en perjuicio e injuria de los otros son lícitas. Pero, como suponemos, la tal peregrinación de los españoles [a América] no injuria ni daña a los bárbaros; Luego es lícito [...] No se-ría lícito a los franceses prohibir a los españoles recorrer Francia ni establecerse en ella, o viceversa, si no redundase en su daño o se les hiciera injuria; luego tampoco a los bárbaros” (ibid.).25 “Todo animal ama a su semejante. Luego, la amistad entre los hombres parece ser de derecho natural y contra la naturaleza el impedir la compañía y el consorcio de los hombres que ningún daño causan [...] Por derecho natural co-munes a todos son las aguas corrientes y el mar; lo mismo los ríos y los puertos; y [a] las naves por Derecho de Gentes es lícito atracar en ellos, según se dice en las Instituciones. Y por la misma razón parecen públicas esas cosas, luego nadie puede prohibir el uso de ellas. De donde se sigue que harían injuria a los españoles los bárbaros, si se lo prohibieran en sus regiones” (ibid.: 707).

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sabemos sobre el proceso de la conquista) tienen el derecho a permanecer en América, y deben defenderse si son ataca-dos. El derecho de comunicación abarca también el derecho al comercio26, el cual debe ser regulado por el Estado y de-sarrollarse en igualdad de condiciones entre las naciones; y el derecho a la ciudadanía del lugar donde se nace27. Dentro del derecho de comunicación entran toda clase de bienes, incluida la fe, por lo que Vitoria también propone la licitud de la invasión para proteger a los conversos y los derechos de la predicación. No se trata de una invasión para asegurar la conversión, sino de la defensa del derecho a la corrección fraterna y el conocimiento de la religión28.

Además del derecho a la comunicación de bienes en-tre los hombres, Vitoria enuncia la defensa contra la tiranía como otro título legítimo para la guerra. Como se ha men-cionado ya, la comunidad política retiene virtualmente la po-testad ante el gobernante, y puede retirársela en caso de que éste se vuelva un tirano. Un tirano realiza injuria a sus pro-pios súbditos cuando impone leyes que lesionan gravemente sus derechos más fundamentales. Vitoria tiene en mente los sacrificios humanos y “carnicerías”, que bajo las órdenes de 26 “Es lícito a los españoles comerciar con ellos, pero sin perjuicio de su patria, importándoles los productos de que carecen y extrayendo de allí oro o plata u otras cosas en que ellos abundan; y ni sus príncipes pueden impedir a sus súbditos que comercien con los españoles ni, por el contrario, los príncipes de los españoles pueden prohibirles el comerciar con ellos” (ibid.: 708).27 “Porque siendo el hombre animal civil, el que ha nacido en una ciudad no es ciudadano de otra. Luego si no fuese ciudadano de la ciudad natal, no sería ciudadano de ninguna, por lo cual se le impediría el goce del derecho natural y de gentes” (ibid.: 711).28 “Otro título puede invocarse, a saber: la propagación de la religión cris-tiana. En favor de la cual se da la primera conclusión: los cristianos tienen derecho de predicar y de anunciar el evangelio en las provincias de los bárbaros, porque si tienen derecho de peregrinar por aquellos lugares y comerciar con sus gentes, pueden también enseñar la verdad a los que la quieran oír; mucho más tratándose de lo concerniente a la salvación y felicidad que de lo que atañe a cualquier otra humana disciplina. En cuarto lugar, porque la corrección fraterna es de derecho natural, como el amor. Y como ellos no sólo están en pecado, sino también fuera del estado de salvación, compete a los cristianos corregirlos y dirigirlos” (ibid.: 715).

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los legítimos señores indígenas se desarrollaban en algunas partes del nuevo mundo29. A esta causa grave, claro está, ten-dría que aplicársele el principio de la proporcionalidad, por lo que habría que asegurar que las muertes que se siguieran de la guerra fueran menores que las producidas por la opre-sión del tirano. Sin embargo, independientemente de esto, parece ser que pocas causas de guerra despertaban tanta re-pulsión entre los contemporáneos de Vitoria como la de los asesinatos y antropofagia rituales. El canibalismo, nos dice, ha sido reprobado históricamente30, y es contrario al dere-cho natural y a las costumbres rectas del Ius Gentium31 porque supone que a una persona se le trata como un alimento, im-plicando una subordinación antinatural entre iguales, yendo, además, en contra del derecho a la sepultura que todos te-nemos. Los príncipes cristianos pueden invadir a un pueblo que practica estos crímenes para defender a los inocentes, ya que la antropofagia es algo abominable32.29 “Otro título puede ser la tiranía de los mismos señores de los bárbaros o de las leyes inhumanas que perjudican a los inocentes, como el sacrificio de los hombres inocentes o el matar a hombres inculpables para comer sus carnes. Afirmo también que sin necesidad de la autoridad del pontífice, los españoles pueden prohibir a los bárbaros toda costumbre y rito nefasto. Y es porque pueden defender a los inocentes de una muerte injusta [...] No es obstáculo el que todos los bárbaros consientan en tales leyes y sacrificios y no quieran que los españoles los libren de semejantes costumbres” (ibid.: 720).30 “Contra esto está el Derecho de Gentes; según el cual, comer carne humana fue siempre cosa abominable. Además, Aristóteles en la Ética dice que es propio de las fieras comer carne humana [...] Comer carne humana es abominable en naciones civilizadas y humanas. Luego es injusto. Pues bien, todos los historia-dores y poetas cuentan esta costumbre como una fiereza e inhumanidad nefanda” (Vitoria, 1960d: 1005).31 “Además, como prueba Cayetano en el mismo lugar, el alimento es un bien ordenado al provecho del que lo toma y, por tanto, debe ser menos noble que el que lo come; luego el hombre no debe servir de alimento al hombre. Se prueba también a posteriori, por las consecuencias que traería, que serían matanzas y ho-micidios, como sucede entre los bárbaros que comen carne humana. Además, el derecho de sepultura es un derecho natural y cada uno puede ser sepultado donde quiera” (ibid.: 1027).32 “Los príncipes cristianos pueden hacer la guerra a los bárbaros porque se alimentan de carne humana y sacrifican hombres. Se prueba. En primer lugar, si comen o sacrifican inocentes, porque pueden defenderlos de esta injusticia, conforme a las palabras: salva a los que son conducidos a la muerte, etc. (Prov.

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En base al título de la defensa de los inocentes, tam-bién podría ser lícita una intervención armada para defender a los conversos si son víctimas de injurias que les impidan gozar de derechos básicos de su condición de cristianos33.

Además de la intervención por causas de la defen-sa del derecho a la comunicación de bienes y la protección de los inocentes, Vitoria argumenta que se puede hacer la guerra a los príncipes indígenas si sus respectivos pueblos, bajo criterios muy rigurosos y condiciones excepcionales, decidieran dar la soberanía a gobernantes españoles. Esta hipotética situación debe corresponder a una verdadera y voluntaria elección de todas las partes interesadas. En ella, los pueblos, reconociendo la conveniencia de someterse al rey de España, estarían buscando los beneficios de un mejor gobierno que sus actuales príncipes. Para Vitoria, este título plantea la posibilidad de la intervención internacional por petición expresa de una nación, porque ella misma no tiene los recursos para asegurar el bien público (ibid.: 721).

La defensa y auxilio de los aliados en la guerra tam-bién constituye una razón legítima para la conquista. Vitoria argumenta que otro título legítimo puede provenir por razón de amistad y alianza. Como, en efecto, los mismos bárbaros guerrean a

24,11). Se confirma: ellos mismos pueden defenderse, luego los príncipes pueden defenderles. Y no es válida la respuesta de quien diga que ellos ni piden ni quieren ese auxilio, pues es lícito defender al inocente, aunque él no lo pida; y aún más: aunque se resista, máxime cuando padece una injusticia en la cual él no puede ceder su derecho, como sucede en el caso presente. Los príncipes pueden perse-guirlos con la guerra, a fin de que cesen en semejante rito” (ibid.: 1050).33 “Puede haber otro título que se deriva de éste, y es: si algunos de los bárbaros se convierten al cristianismo, y sus príncipes quieren por la fuerza y el miedo volverlos a la idolatría, pueden por este capítulo también los españoles, si de otro modo no puede hacerse, declarar la guerra y obligar a los bárbaros a que desistan de semejante injuria y utilizar todos los derechos de guerra contra los obstinados hasta destituir en ocasiones a los señores, como en las demás guerras justas. Y éste pudiera señalarse como el tercer título, y no sólo como título de reli-gión, sino también de amistad y sociedad humana. Pues por lo mismo que algunos bárbaros se convirtieron a la religión cristiana, se han hecho amigos y aliados de los cristianos” (Vitoria, 1960e: 719).

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veces entre sí legítimamente, y la parte que padeció injuria tiene dere-cho a declarar la guerra, puede llamar en su auxilio a los españoles y repartir con ellos los frutos de la victoria, como se cuenta hicieron los tlascaltecas, los cuales concertaron con los españoles que les ayudaran a combatir a los mejicanos (ibid.: 722).

Los títulos antes mencionados y las condiciones del siglo XVI parecen justificar, al menos en principio y ante los ojos de Vitoria, la conquista de América. Sin embargo, es im-portante recordar que los títulos legítimos de la conquista no son más que causas graves para iniciar una guerra. A éstas, se deben añadir las otras condiciones generales para la guerra justa, tratadas al inicio de este capítulo. Para terminar esta sección, habría que señalar la relevancia de dos de ellas:

a) La legítima defensa. A pesar de la argumentación coherente de Vitoria, y con el conocimiento que dan casi 470 años de diferencia respecto del tiempo en el que él es-cribía, no es del todo evidente cómo las guerras de conquista americanas constituían una legítima defensa de la comunidad supranacional, llevada a cabo a través de la corona española. La defensa del derecho a la predicación, la protección de las víctimas de los sacrificios rituales, así como la ayuda debida a los tlaxcaltecas, aliados de los españoles, parecen cumplirse en el caso de la conquista de México. No obstante, al menos en teoría, tales títulos podrían haberse ejecutado a través de otros pueblos indígenas contemporáneos de los mexicas, quienes podían asegurar la posibilidad de victoria a través de alianzas. La comunidad de naciones podía ejercer su máximo poder coercitivo y punitivo a través de otras naciones ameri-canas, haciendo innecesaria la presencia española.

b) La proporcionalidad. Vitoria no sabía, ni tenía me-dios para hacerlo, que la proporcionalidad entre la causa y los efectos de la guerra, y entre el tiempo de la ocupación y la satisfacción bélica de España, no habrían de cumplir-se con los reinos indígenas americanos. Ahora sabemos que

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como resultado de la guerra, la dispersión de la población de los centros urbanos, la disminución drástica de la calidad de vida, y las enfermedades traídas por los españoles (especial-mente la viruela), la conquista produjo considerablemente más males y muertes que los sacrificios de ciudadanos ino-centes. Partiendo de una población indígena que se calcula en un máximo de 30 millones en 1519 (en la totalidad de lo que ahora es el territorio de México), se piensa que, para 1595, habría habido una disminución poblacional de entre el 22% y el 96%, dependiendo de la zona (McCaa, 1995). Para Cook y Borah (1996: 218), el centro del país pasó de tener una población cercana a los 11,000,000 de habitantes (mayoritariamente indígenas) a aproximadamente 2,500,000 en 1597. Al mismo tiempo, la población española creció con-sistentemente, pasando de 2,000 vecinos en 1550 a cerca de 40,000 en 1625 (ibid.: 224).

Adicionalmente, cuando se hubo pacificado el territo-rio y cesaron las injurias que habían motivado la guerra, los españoles debieron haber dejado sus dominios americanos. Vitoria se hubiera sorprendido de saber que la corona es-pañola se vio obligada a abandonar sus posesiones casi tres siglos después de que escribió De Indis. La explotación de los minerales preciosos y el comercio forzoso con la metrópoli seguramente dieron suficientes ganancias a la Corona como para cubrir sus gastos de guerra y ocupación en un periodo considerablemente menor de lo que duró la Colonia. A la luz de lo que sabemos ahora, quizá podamos aceptar la legiti-midad abstracta de la guerra por algunos de los títulos argu-mentados por Vitoria; sin embargo, es inadmisible aprobar la legitimidad de las guerras de conquista en América dado que no es del todo evidente su carácter defensivo, y sí lo es la falta de proporcionalidad entre las causas de la guerra y sus efectos.

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Conclusiones

ConclusionesOrden y bien público en los tiempos de la gobernanza

Después de casi cinco siglos de que Vitoria realizó sus apor-tes al Derecho de Gentes, algunas de sus afirmaciones son insostenibles si se analizan en los contextos de alta frag-mentación que caracterizan a la Gobernanza Global. Por un lado, su defensa de la conquista americana presupone no solamente la existencia de un principio gnoseológico, epis-témico y operativo único que permite la unidad de acción en base a una sola naturaleza humana, sino también que las líneas directrices de la comunidad de naciones tienen una interpretación unívoca; al tiempo de ser evidentes per se y, en consecuencia, ser cognoscibles por todos los hombres. En un entorno que no reconoce la existencia de principios únicos (gnoseológicos o de otro tipo), la argumentación de Vitoria parece irreprochablemente consistente y quizá inte-resante, pero en cualquier caso incapaz de generar la con-vergencia necesaria para construir una comunidad de nacio-nes operativa. Además, a pesar de su intención de establecer principios que, reconociendo la igualdad de los indígenas americanos y los europeos, moderaran la acción del imperio español, el sistema de Vitoria muchas veces es visto como un intento más de legitimación etnocéntrica. Para cualquier persona versada en derechos humanos, el proponer que los súbditos pueden ser castigados por los errores de sus prín-cipes con la intervención armada, o que la guerra es legítima cuando los indígenas impiden el paso a los evangelizadores (aún cuando no sea evidente el daño al bien público), es algo inaceptable.

En mi opinión, para valorar la contribución del Ius Gentium Vitoriano a la literatura de la Gobernanza Global es necesario considerar tres puntos interconectados: a) su

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Conclusiones

enfoque, basado en el presupuesto de que es posible vincular teórica y empíricamente la naturaleza humana con las rela-ciones supranacionales; b) los condicionamientos y limita-ciones del contexto europeo del siglo XVI, muchas veces in-superables; c) y el conjunto de postulados que, en principio, pueden ser útiles para conformar un referente normativo de la Gobernanza Global. En las siguientes secciones se elabora brevemente acerca de estos puntos, para terminar con algu-nas consideraciones sobre el orden y la gobernanza.

La comunidad de naturaleza y sus consecuencias

El primer punto es quizá el más importante y el que parecie-ra más alejado de los argumentos usuales de la Gobernanza Global. En general, tanto la literatura de las relaciones inter-nacionales, como la del derecho internacional, son renuentes a realizar generalizaciones, a no ser que éstas sean el resulta-do del consenso codificado en tratados, instituciones inter-nacionales o la ley. En parte, esto es resultado de la superfi-cialidad teórica que ha caracterizado a las ciencias políticas en los últimos años. Después de la hegemonía de las teorías de la decisión racional y la decisión pública, de la década de 1950, y la considerable influencia del marxismo y neo-mar-xismo de las décadas de 1960 y 1970, las ciencias políticas han abandonado, en gran medida, los intentos de diseñar sistemas conceptuales que expliquen comprehensivamente tanto lo micro como lo macro. Ahora, en la época de la frag-mentación conceptual-operativa, existen postulados teóricos que pueden diferenciarse cualitativamente de acuerdo al sec-tor de política pública, nivel y unidad de análisis, enfoque, y contexto sociopolítico. Dicho de otra manera, lo que puede ser considerado válido de acuerdo a alguna o algunas de es-tas dimensiones, puede no serlo de acuerdo a otras.

Así, v.g., la proposición “los actores racionales pre-fieren la colaboración al conflicto, cuando la primera les be-neficia más que el segundo” pareciera un axioma que descri-

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be adecuadamente el comportamiento de la mayoría de los individuos. A nivel micro, y en el reducido espectro de las decisiones individuales sobre asuntos individuales, la pro-posición teórica mencionada permite el análisis e incluso el pronóstico de la conducta. No obstante, si esta misma pro-posición se aplica en el nivel meso, en redes inter-organiza-cionales compuestas por individuos e instituciones; o en el nivel macro, para analizar la globalización o la política de la Unión Europea, entonces quizá no sea considerada del todo correcta. Cuando en las decisiones interviene más de un in-dividuo, las teorías de la decisión racional son substituidas por teorías de juegos, las cuales suponen que una decisión micro que es irracional puede ser en realidad parte de un sistema estratégico de decisión macro que busca obtener un objetivo superior. Algún actor supranacional podría preferir el conflicto, a pesar del alto costo para él, como una estrate-gia que buscara castigar a otro actor que le hubiera causado daño (cf. Camerer, 2003).

Tanto las teorías de la decisión racional como las teo-rías de juegos, sin embargo, no consideran como su universo aquellos actores que emplean otros marcos referenciales de acción, como los que existen en las políticas sociales, las decisiones basadas en valores no cuantificables, o los es-casos actores que prefieren tener costos sin beneficios. En efecto, el Estado debe implementar políticas que reduzcan la pobreza, y aumenten el número de años de escolaridad y la expectativa de vida, independientemente de los cálculos costo-beneficio. Una vida humana no tiene precio, así que el que un niño deje de morir por causas evitables justifica la implementación de cualquier programa de asistencia. El criterio que debe imperar aquí es el de la eficiencia: que por el mismo gasto se salve el mayor número posible de vidas. De la misma manera, alguien puede dejar de optimizar sus beneficios monetarios a cambio de vivir con menos estrés en un lugar con salarios más bajos, o algún otro puede dar todas sus posesiones a los pobres. Todas estas decisiones no

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se explican de acuerdo al criterio de racionalidad económica y, en consecuencia, hacen que el postulado teórico mencio-nado arriba no sea correcto para todos los casos.

Por si fuera poco, también pueden detectarse incon-gruencias con la realidad social si la proposición mencionada se aplica en contextos no-europeos, si el grupo social está compuesto mayoritariamente por mujeres o por hombres, o si el asunto de política pública a tratar es considerado rele-vante o no (ibid.). En este contexto de fragmentación y de énfasis en el análisis de los estudios de caso, las ciencias po-líticas han reducido las expectativas de lo que pueden expli-car satisfactoriamente. Las teorías que explican las relacio-nes internacionales, aunque con alcances considerables en ciertos asuntos, están en general limitadas por perspectivas pesimistas sobre la convergencia intelectual, y en consecuen-cia, sobre la convergencia en la acción. Como argumenta Guerra (2006), el escepticismo teórico produce el pragmatis-mo empírico, el cual considera a los sistemas sociopolíticos mismos como su último referente normativo.

A Vitoria quizá se le podría criticar de inexperto ante las complejidades de la política internacional, las cuales di-ficultan la convergencia teórica y práctica. No obstante, si después de cinco siglos seguimos leyéndolo es porque se propuso vincular los problemas fundamentales de la comu-nidad supranacional con un referente normativo que no fue-ra el equilibrio de poder efímero, sino la naturaleza humana según la entendía el consenso católico del siglo XVI. Cómo debe ser la comunidad de naciones no puede ser determi-nado por los patrones de interacción de la comunidad de naciones misma, sino por lo que favorece el crecimiento del bien público. Quizá uno no comparta todos los presupuestos del sistema del Ius Gentium Vitoriano, pero el politólogo con-temporáneo no puede sino admirarse de la claridad y la con-cisión de sus argumentos, así como de la consistencia de las soluciones prácticas que propone. Para Vitoria, el hecho que

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el hombre tenga un origen y fin comunes, que son superiores a lo que puede ofrecer cualquier príncipe, aporta un marco conceptual que permite detectar patrones de conducta don-de aparentemente no los hay, y aspirar a una idea-objetivo que, aunque parece inalcanzable, es el motor que ha genera-do muchas de las instituciones internacionales actuales.

Desde el siglo XVI ha habido avances, a veces no del todo consistentes entre sí, en la comprensión de lo que Vi-toria pensaba como la naturaleza humana. Es innegable que ahora sabemos mucho más acerca de las dimensiones bioló-gicas, psicológicas, sociológicas, económicas, políticas y tec-nológicas de lo que significa ser humano, colocándonos en un tiempo privilegiado para reconsiderar las preguntas plan-teadas por Vitoria. ¿Es posible el orden supranacional sin un gobierno mundial? ¿Qué tipo de orden debe ser? ¿Cuál es el referente normativo adecuado para guiar la construcción de los consensos en un entorno de alta fragmentación del po-der? Seguramente, algunas de nuestras respuestas serán dife-rentes a las que dio Vitoria en su tiempo. Esto, sin embargo, es de esperar de un sistema que partiendo de principios ge-nerales buscaba responder a necesidades prácticas y aplica-ciones concretas (Gelderen, 1993: 229). Como Lewis (1955) argumenta sobre un autor al que admiraba, si se quieren to-mar en serio los problemas planteados por él no hay que mirar a Chesterton: hay que mirar lo que Chesterton miraba. En nuestro caso, esto requiere considerar lo que significa el ser humano y sus implicaciones sobre nuestras condiciones actuales.

Afortunadamente, este camino ya ha empezado a ser transitado por la literatura de la persona y los derechos hu-manos. Como Guerra (2003) argumenta, el ser humano, que en última instancia es un ser personal, conlleva atributos irrenunciables a los que se deben subordinar las acciones y las estructuras sociopolíticas y económicas. La persona hu-mana posee una capacidad de auto-posesión, auto-concien-

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cia y participación que “revela al hombre como aquel que se posee y que es poseído simultáneamente por sí mismo con mediación y dominio de la conciencia y de la voluntad en un espacio interior de máximo grado” (ibid.: 87). Su carácter de fin en sí mismo hace del humano alguien independiente, con un estatuto ontológico que es incompartible, insustituible e intransferible (ibid.: 87-91). El hombre concreto es un abso-luto incondicionado y trascendente, con una dignidad que lo coloca como un valor supremo e irreductible (ibid.: 91-97).

En la práctica, estas cualidades parecen tener impli-caciones en el tipo de orden que se espera de la comunidad internacional. Para Vitoria existe una conexión causal entre la jerarquía, el orden y el bien público: la dependencia verti-cal, ejercida a través de la ley y su coercitividad, es la única que asegura el mantenimiento de patrones de interacción repetitivos que permiten la salvaguarda del bien público. No obstante, las aportaciones de las teorías de la complejidad y las teorías de la gobernanza han reformulado esta conexión causal, cuestionándola para ciertos contextos supranaciona-les. En primer lugar, se ha demostrado que no todos los órde-nes consisten en patrones repetitivos que se manifiestan en ciclos de comportamiento directamente identificables, sino que también es posible tener tendencias emergentes que son el resultado de la agregación de miles de decisiones que, sin embargo, no son caóticas. Los atractores del sistema generan áreas de coherencia potencialmente consistentes entre sí, las cuales, cuando interconectadas, producen heterarquías. Los mercados también crean tendencias auto-organizadas que no son mantenidas por las jerarquías de manera absoluta. Incluso dentro de órdenes jerárquicos consolidados, los pa-trones de comportamiento son conservados en gran medida por dinámicas de auto-regulación (Foucault, 2002).

La jerarquía es solamente uno de los modelos de ac-ción colectiva que están a la disposición de los actores para establecer y sostener órdenes sociopolíticos: los otros dos

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son las redes y los mercados (Thompson et al., 1991). De igual manera, la jerarquía (y el orden que produce) es sólo uno de los caminos posibles para alcanzar el bien público. Si el problema a resolver requiere de recursos que sólo posee la autoridad, quizá lo mejor será emplear instrumentos de control vertical. Pero si es necesaria la participación de los ciudadanos o las dinámicas de competencia bajo un criterio de optimización económica, lo mejor es emplear redes o de-jar el sector de política pública en manos del mercado. En la práctica, no obstante, estos paradigmas de agregación de intereses no se encuentran en estado puro: lo usual es que los sistemas sociopolíticos se hagan sustentables a través de combinaciones de jerarquías, redes y mercados, las cuales varían de acuerdo a las circunstancias (DESA-UN, 2005).

Si el hombre se posee a sí mismo, es un fin per se, y su dignidad proviene de tener conciencia de sus actos y libertad para realizarlos, el carácter personal del ser huma-no parece más compatible con la auto-regulación que con el control impuesto externamente. Esto no significa que la coercitividad de los órdenes jerárquicos sea incompatible con la dignidad humana, pero sí que para definir el orden supranacional, el énfasis debería ponerse en instrumentos de coordinación, negociación e interdependencia más que en mecanismos de control piramidal o en la guerra. En el fondo se trata de un problema de acentuación: para Vitoria, el ins-trumento primordial del orden es la jerarquía y sus poderes punitivos, pero dado que no existe un monarca universal, se debe recurrir a mecanismos de delegación y coordinación que permiten que las naciones defiendan el bien común a través de la guerra.

La Gobernanza Global, por otro lado, ha abandona-do el ideal de la monarquía universal, y propone que el or-den supranacional se mantendrá fundamentalmente a través de redes, ya sean de países, instituciones o ciudadanos que aceptan las mismas “reglas del juego”. En cualquier caso, el

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escenario internacional contemporáneo se parece más a las comunidades interconectadas a las que aspira la Gobernan-za Global, que a la propuesta Vitoriana de una comunidad universal de naciones ejerciendo su autoridad a través de países poderosos. En mi opinión, salvo algunos casos muy concretos, no es evidente que las guerras del siglo XX pro-movieran el bien público supranacional más que de manera indirecta: las leyes, los pactos, y los organismos y cortes in-ternacionales se han concebido para evitarlas. De la misma manera se podría argumentar que el VIH-SIDA “fomenta” el avance de la ciencia. A los estudiosos de los fenómenos de la gobernanza, en consecuencia, se nos ofrecen dos retos importantes:

a) Explorar qué implicaciones tiene la dignidad de la per-sona humana sobre las posibles combinaciones de jerarquías, redes y mercados. Como se mencionó anteriormente, existe evidencia que indica que los órdenes sociopolíticos se mantienen a través de la combinación de jerarquías, redes y mercados. Intentar controlar todo a través de mecanismos autoritativos no sólo es irrealizable, sino, de serlo, sería insostenible. Si toda interacción sociopolítica tuviera que ordenarse jerár-quicamente, las expresiones de riqueza individual y cultu-ral que se nutren de las dinámicas auto-organizadas de la sociedad se reducirían de manera substancial, afectando la calidad de vida de los ciudadanos. La “subjetividad social” y la “soberanía cultural de la nación” (cf. Guerra, 2006: 38-40) estarían en peligro en una sociedad que, al ser absolutamen-te jerárquica, sería totalitaria. Dejar todo en el timoneo de redes, por otro lado, aseguraría la preeminencia de la coor-dinación inter-organizacional y del intercambio horizontal, pero destruiría la capacidad de intervención gubernamental y, en consecuencia, la posibilidad de articular voluntades en objetivos comunes de una manera efectiva. Si se tuvieran que consensuar todas las decisiones de política pública, el bien común sería irrealizable tan sólo por el número inmenso de actores que se volverían relevantes y por la complejidad re-

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sultante. Por último, un sistema sociopolítico donde el mer-cado fuera el único mecanismo para la asignación de bienes no sólo impediría la meritocracia, sino que haría imposible la política social. La institucionalización generalizada de la optimización de los beneficios personales resultaría en una fragmentación extrema, en la que el axioma del egoísmo (i.e. el preferir ganar a perder, ganar más a ganar menos, y ganar yo a que ganen los demás) sería hegemónico.

La dignidad de la persona humana y el bien público exigen la combinación de los tres paradigmas, para que se moderen y potencien mutuamente. Un orden supranacional que se basara sólo en uno de los tres sería éticamente in-aceptable, ya que ninguno puede fomentar la consecución del bien público por sí solo. La pregunta que corresponde hacer, entonces, no es si el orden internacional debe ser una jerarquía, una red o un mercado, sino cuál es la combinación más apropiada para el sector de política pública del que se trate. La mezcla, sin embargo, debería obtener lo mejor de cada paradigma: la imparcialidad, eficacia y eficiencia de las burocracias jerárquicas; la capacidad de respuesta, rendición de cuentas, transparencia, solidaridad y subsidiariedad de la red; y la meritocracia de los mercados, que fomenta que los mejores programas sean los implementados (DESA-UN, 2005: 7-23).

Así, por ejemplo, a la persecución de los criminales de guerra conviene un énfasis jerárquico; pero para abordar problemas complejos que dependen de la conducta humana, como el calentamiento global o la deforestación, el compo-nente principal quizá sería el de la red. El crecimiento de una economía se podría basar en una estrategia de merca-do. No obstante, en los tres casos los otros dos paradigmas deben estar presentes, limitando los excesos autoritarios, la anarquía, y la despersonalización de la ley de la oferta y la demanda. Para Vitoria, el orden internacional debería tener forma de jerarquía, complementada con dinámicas de redes

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y de mercados que funcionen subsidiariamente mientras no sea posible tener un verdadero gobierno mundial. Para la Gobernanza Global, son las redes las que ocupan el lugar central, y los mercados y las jerarquías los que complemen-tan su crecimiento. Dada la enorme complejidad de los sis-temas interconectados que se encuentran en los regímenes internacionales, es prácticamente imposible dar una receta normativa, totalmente comprehensiva, que se pueda aplicar a todos los contextos. Sin embargo, tanto el caso del Ius Gen-tium Vitoriano como el de la Gobernanza Global sugieren que los referentes normativos no sólo son posibles, sino ne-cesarios. Éstos deben ser lo suficientemente amplios como para dar espacio a las variaciones de contexto, pero también lo suficientemente unificados como para permitir la conver-gencia.

b) Explorar cómo la conformación de comunidades epistémicas influye en las capacidades de convergencia su-pranacional. Vitoria escribe suponiendo que su argumenta-ción es correcta, independientemente de lo que piensen los indígenas americanos, y que, en consecuencia, la legitimidad de las acciones del imperio español está básicamente asegu-rada. Sin embargo, en un ambiente de alta fragmentación po-lítica, la sustentabilidad de la comunidad de naciones depen-de del consenso. En este sentido, algunos de los atributos de la Gobernanza Global son muy necesarios actualmente: sin la democracia representativa, el respeto a los derechos humanos fundamentales, la libertad, y la ley no existirá un marco de interacción que asegure el mínimo indispensable para alcanzar el bien público. El problema de la Gobernanza Global radica en suponer que en este paradigma liberal se agotan las expectativas normativas de la comunidad supra-nacional.

No obstante esto, los modelos políticos y económicos concretos pueden ser un medio para establecer un lenguaje común sin el cual no pueden existir la justicia y la colabora-

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ción solidaria. Un punto importante en la agenda de inves-tigación es indagar cómo las comunidades cognitivas y epis-témicas se forman, mantienen y extienden, posibilitando la consolidación operativa de la comunidad internacional. Esto es importante ya que, aunque la unidad de naturaleza hace de la humanidad una comunidad objetivamente hablando, el re-conocimiento de ésta siempre ha sido gradual, dependiente de diversos condicionamientos contextuales. El progreso, e incluso la evolución de la humanidad, deben continuar en el ámbito cognoscitivo, especialmente en una época en la cual mucho depende de la transmisión y posesión de informa-ción. La educación es cada vez más relevante en este contex-to fragmentado, pues la posesión de estándares y modelos de acción similares y compatibles dan factibilidad a las exigen-cias normativas de la comunidad supranacional (cf. Teilhard de Chardin, 1964: 25-36). Finalmente, una comunidad de in-dividuos que piensen de manera similar sobre el bien público y la dignidad de la persona facilita el timoneo de sistemas heterárquicos. En lugar de tener que asegurar un estándar para todo el sistema, impuesto de arriba a abajo a través de las dependencias jerárquicas y la ley, se promueve la compa-tibilidad de decisiones individuales tomadas independiente-mente. Así, cada actor “juega” en el sistema siguiendo reglas simples que cuando se agregan, crean tendencias positivas. Si, por ejemplo, cada individuo procurara no robar, la ne-cesidad y el costo de controlar el sistema entero (en lo que respecta al respeto y defensa de la propiedad) disminuirían.

Las limitaciones del siglo XVI

En la práctica, sin embargo, los estándares de comporta-miento individual tienen calidades muy variables, aunque es probable que ahora sean más influidos, limitados y potencia-dos por estructuras legales que en el siglo XVI. El proceso de consolidación de los poderes estatales, el cual llegó a su máximo desarrollo en el siglo XX, redujo considerablemente la autonomía de los actores e instituciones no-gubernamen-

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tales. Aunado a eso, la cultura de masas, los sistemas educati-vos nacionales, las comunidades epistémicas supranacionales y la globalización económica han estandarizado muchos de los intercambios en los que, en el pasado, se verificaban va-riaciones importantes. En ciertos sectores de interés y de política pública, los criterios que determinan qué es una de-cisión correcta tienen ya alcance planetario. Ciertamente, la literatura de la gobernanza postula que la autonomía de los actores no-gubernamentales ha aumentado, a la par de que la capacidad de control directo del Estado ha disminuido; pero esto se argumenta de manera relativa al alcance del pa-radigma del Estado de Bienestar. En efecto, en términos ab-solutos, la capacidad bruta de control directo e indirecto del Estado ha aumentado considerablemente desde el siglo XVI. En tiempos de Vitoria, era significativamente más complica-do mantener jerarquías y lograr el auto-control de los prín-cipes y de otros actores sub-nacionales no-gubernamentales. Tan sólo por la ausencia de sistemas de comunicación in-mediata, muchas de las decisiones que en teoría debían ser tomadas por los príncipes eran hechas por actores privados o gubernamentales de niveles subnacionales, si de esa manera se puede llamar a los Señores locales que mantenían alianzas de sujeción con los reyes o el emperador.

Muchos de los factores contextuales del siglo XVI, entre los que se encuentran los tecnológicos, condicionan de manera invencible algunos postulados del Ius Gentium Vito-riano. Si se revisan ciertas relaciones causales presupuestas por Vitoria, v.g. las que se describen para entablar negocia-ciones, declarar la guerra, pagar reparaciones o ejercer vigi-lancia sobre los criminales, se encontrará que la inmediatez de las comunicaciones, y la mejor calidad y cantidad de la información, las han modificado cualitativamente. Entre los factores que han de considerarse para situar a Vitoria en su justa medida, sin exigirle a sus planteamientos conocimien-tos y resultados que estaban fuera de su alcance, se encuen-tran:

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a) La influencia limitada y gradual de sus escritos. Al-gunas veces, quizá sobrevalorando la difusión de sus obras y su capacidad para moldear la política pública, se piensa a Vitoria como representante de la posición oficial del impe-rio español. En realidad, Vitoria nunca dejó de ser un fraile dominico que, aunque con cierta fama en algunos círculos, ejerció su mayor influencia dentro del claustro universitario de Salamanca. Cuando se menciona que el emperador Carlos asistió brevemente a una de sus conferencias en 1534, in-dicando el respeto que el monarca sentía por nuestro autor (Urdánoz, 1960a: 42), se olvida recordar que fue este mismo rey quien en 1539 ordenó someter las relecciones Vitoria-nas al examen de la Corona, prohibiéndoles a los domini-cos tratar el tema de las Indias en clases públicas (Parish y Weidman, 1996: 41). Vitoria tenía pocas posibilidades de intervenir en la política del imperio, ejerciendo su influjo sobre todo a través de los frailes dominicos formados por él, quienes evangelizarían algunas partes de América. Diversas crónicas señalan que los españoles acusaban a esos frailes de ser demasiado liberales con los indígenas, obstaculizando la actividad comercial. Vitoria mismo fue criticado por al-gunos de sus compatriotas, quienes veían en él a alguien de vanguardia, en el mejor de los casos (ibid.). La importancia capital de sus argumentos no se haría evidente para la mayo-ría sino hasta la consolidación de la escuela salmantina, años después de la muerte de Vitoria.

b) La falta de información significativa. Existe evi-dencia que sugiere que antes que dictara su relección De In-dis, Vitoria tuvo acceso (aunque quizá de manera indirecta) a los principales datos del primer tratado de Fray Bartolomé de las Casas, escrito en 1534, pero publicado en Sevilla hasta 1552 (Parish y Weidman, 1996: 40). La mencionada Brevísi-ma relación de la destrucción de las Indias desempeñaría un papel primordial, no sólo en el cambio del ambiente cultural que llevaría a los españoles a reformar algunas de sus insti-tuciones americanas de gobierno, sino también como fuente

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de información acerca de los excesos criminales de los colo-nizadores (Giménez, 1997: XXI-LXXXVII). Obras de evan-gelizadores como De las Casas ayudarían a la reevaluación de la empresa de conquista, la cual había sido legitimada por las primeras crónicas españolas que difundieron los sacrifi-cios humanos y la antropofagia de algunos pueblos indios. Es de notar, sin embargo, que entre una y otra literatura habrían de transcurrir por lo menos dos décadas.

Ese es el marco temporal de la difusión de cierta infor-mación en el siglo XVI. Las relatorías e informes en los cuales se basaban las decisiones de política pública podían tardar años en redactarse, y meses en cruzar el Atlántico. Por si fuera poco, los Estados no tenían todavía a su disposición los instrumen-tos necesarios para generar información de calidad que sirvie-ra para tomar decisiones efectivas. Algunas críticas a Vitoria presuponen que la Corona era capaz de plantear un problema, generar opciones, recabar la información relevante, decidir el criterio que determinaría el mejor de los caminos, implemen-tar la política y evaluarla, en tiempos que aseguraran resolver el problema planteado (cf. Bardach, 2001). Este modelo ideal de decisión pública, que incluso ahora no está al alcance de un número considerable de gobiernos y agencias estatales, era simplemente imposible en las relaciones transatlánticas del si-glo XVI. Vitoria considera obligatoria la consulta a los sabios, pero la decisión última descansa en la conciencia del príncipe que tiene que decidir. La obligación de proteger a la república exige definir el camino a seguir pues, para Vitoria, incluso el error es preferible a la inacción. Muchas de las guerras que en el pasado fueron declaradas justas, quizá no hubieran sido con-sideradas como tales si se hubiera conocido a detalle sobre sus consecuencias. En mi opinión, la información perfecta sobre los efectos de un conflicto armado reduciría las guerras justas a un número minúsculo, dado el principio de proporcionalidad.

c) La reducida pluralidad. Las sociedades europeas conocidas por Vitoria no habían pasado todavía por los pro-

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cesos de diversificación de las fuentes de legitimidad en el conocimiento y el poder que se darían en la Ilustración. El resultado extremo de estos procesos son las posturas rela-tivistas postmodernas, que defienden muy variados axiomas iniciales que producen conocimientos y criterios de acción contradictorios entre sí. Para la mayoría de las sociedades occidentales contemporáneas, la interpretación que Vitoria hace de la naturaleza humana (y de las reglas que de ella resultan) es inaceptable por su aparente univocidad. Sin em-bargo, dentro del contexto histórico y cultural del siglo XVI, el Ius Gentium Vitoriano se destaca por ser universalista en sentido estricto. A pesar de la postulación de principios pe-rennes, nuestro autor reconoce los condicionamientos que los diferentes contextos producen, dando espacio a la varia-ción legítima en favor de los indígenas. Así se deben enten-der las provisiones que favorecen a los indios cuando, v.g., siendo infieles, no tienen algunas de las responsabilidades y cargas que los europeos, pero sí los mismos derechos funda-mentales. Con todo, no se le puede pedir a Vitoria que defina la comunidad de naciones en los mismos términos que las Naciones Unidas lo haría hoy.

Estos tres factores restringieron en cierto grado los alcances del Ius Gentium Vitoriano. No obstante, lo mismo se puede decir de la literatura de la Gobernanza Global. Ambos son parte del proceso de descubrimiento gradual de las im-plicaciones que la naturaleza humana tiene en la comunidad de naciones. Como argumenta Guerra (2003: 194):

Los derechos de la persona los posee todo ser hu-mano concreto en cuanto sujeto con dignidad. La rea-lidad quoad se de los mismos no es mutable, sino que pertenece de la misma manera a todo ser que realice la perfección propia del ser personal [...] Sin embargo, la comprensión quoad nos del contenido de los derechos de la persona posee una dimensión histórica imposible de negar. Precisamente la progresividad de las “gene-

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raciones” de los derechos de la persona indica, entre otras cosas, que diversas situaciones, contextos y desa-fíos permiten que nuestro conocimiento sobre los dere-chos de la persona se afine, se amplíe y se profundice.

Dentro de este proceso de construcción conceptual de la comunidad supranacional, el aporte de Vitoria ha sido uno de los más significativos.

Los aportes de Vitoria a la Gobernanza Global

Por último, unas palabras acerca de los aportes que el Dere-cho de Gentes Vitoriano puede ofrecer a la literatura de la Gobernanza Global. Estos puntos constituyen una agenda de investigación que tiene en el centro la cuestión de la con-vergencia entre problemas iniciales y soluciones propuestas. Como se mencionó en el primer capítulo, tanto el Ius Gentium como la literatura de la Gobernanza Global suponen que el entorno supranacional se caracteriza por una alta fragmen-tación política que dispersa la capacidad de la acción colec-tiva. El problema del orden sin gobierno es común a los dos cuerpos de literatura, pero los enfoques desarrollados y las soluciones han sido diferentes.

El Derecho de Gentes, especialmente el Vitoriano, aborda el problema estableciendo relaciones causales nor-mativas, presuponiendo que la mejor configuración de la co-munidad internacional resultará de la presencia de la autori-dad jerárquica y, en su defecto, el ejercicio de su capacidad punitiva a través naciones auto-reguladas y un sistema ele-mental de rendición de cuentas. La Gobernanza Global, por otro lado, abandona la intención normativa como su pre-ocupación primaria, manteniendo, no obstante, presupues-tos normativos acerca de la bondad de la convergencia en torno al modelo de la democracia liberal en lo político, y el neo-liberalismo en lo económico. La Gobernanza Global ve a la comunidad de naciones como un orden auto-organizado

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que se extiende en la medida en que los actores suprana-cionales entran en arreglos de auto-limitación y rendición de cuentas. Sin embargo, y a pesar de intentos como los de la panarquía, la Gobernanza Global requiere de referentes normativos con una mayor profundidad teórica para ser sus-tentable. Ciertamente, la coincidencia en torno a modelos político-económicos crea las comunidades epistémicas ne-cesarias para desarrollar un lenguaje común; pero esto no asegura que en el futuro estos modelos permitan integrar a todos los actores, especialmente en un contexto que ofrece más de un paradigma de acción internacional en proceso de consolidación.

Vitoria construyó, de acuerdo a sus circunstancias particulares, un modelo que vinculaba la naturaleza huma-na con el orden internacional. No todos sus postulados son practicables hoy en día; pero un esfuerzo similar para la Go-bernanza Global es una necesidad teórica y empírica. La gran diversidad y riqueza de los estudios de caso en las relaciones internacionales requiere de un marco conceptual unificador que facilite entender y explicar el comportamiento de los ac-tores supranacionales, y compararlo con el estado deseable de la comunidad internacional. Este “estado deseable”, sin embargo, no es equivalente a la democracia liberal, que en muchos lugares se identifica con la hegemonía de los países industrializados, sino que debería ser universal en sentido estricto. Este marco ya ha empezado a ser desarrollado por la literatura de los derechos humanos, pero muchas de sus contribuciones permanecen sin ser tomadas en cuenta por la Gobernanza Global.

En mi opinión, son tres los aportes que Vitoria puede hacer a la literatura de la gobernanza:

a) La unidad de naturaleza. La literatura de la Gober-nanza Global estudia cómo se pueden obtener órdenes sin gobierno o, visto desde otra perspectiva, cómo fomentar el

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bien público internacional a través de la redefinición de las funciones tradicionales de los actores gubernamentales y no-gubernamentales. Lo que tienen en común la mayoría de sus autores es argumentar que esto se puede lograr a través del timoneo de redes inter-organizacionales auto-organizadas (Rhodes, 1997), realizado por gobiernos con capacidades de intervención reformuladas (Pierre y Peters, 2000). Lo que la literatura de la gobernanza no considera usualmente es que si en medio de la complejidad de la mayor fragmentación política, la ambigüedad entre las esferas de lo público y lo privado, y la autonomía de actores no-gubernamentales es posible mantener intercambios estables de redes, es gracias a un ejercicio de la razón que, sin ser economicista en todas las ocasiones, despliega relativamente pocas variaciones.

En efecto, en teoría existen literalmente cientos de posibles formas de acción pública, pero la evidencia sugiere que todas se pueden reducir a una docena de modalidades básicas, independientemente del sector de política pública, el nivel de análisis, el contexto, o si son formas puras o com-binadas (Kooiman, 2000; 2002). Lo que unifica las modali-dades de gobernanza, reduciendo la complejidad hasta nive-les manejables, es la naturaleza humana (i.e. la esencia del hombre funcionando como principio que posibilita y limita la operación). Es necesario hacer un esfuerzo por integrar los avances contemporáneos en las teorías de la decisión, las ciencias políticas y la Gobernanza Global con la antro-pología filosófica. El objetivo no es producir una teoría de todo lo social, pero sí generar marcos conceptuales que vin-culen lo micro con lo macro, las ciencias sociales con las humanidades. Como Guerra (2003: 197-198) argumenta, es indispensable llegar a “la mejor definición de ‘lo humano’”, aquella que “no se disuelve su especificidad en el mundo de las cosas, sino la que reconoce primariamente al ser humano como persona [...] Los modelos de racionalidad auto-funda-dos han demostrado su fracaso teórico y práctico durante el siglo XX”.

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Conclusiones

b) El bien público universal. La red, el principal instru-mento de la gobernanza, se ha visto como una modalidad público-privada de acción intermedia entre las jerarquías es-tatales y los mercados autónomos. Como tal, ha sido pre-sentada como la modalidad de acción público-privada ideal al combinar lo mejor de los otros dos paradigmas. Institu-ciones como el Banco Mundial proponen que esta conver-gencia de recursos gubernamentales y no-gubernamentales es especialmente adecuada para resolver problemas sociales multi-causales (World Bank, 1992). Sin embargo, al igual que las jerarquías y los mercados, la gobernanza puede fallar. Las redes se pueden convertir en verdaderos sub-gobiernos re-sistentes al timoneo, al rendir cuentas solamente a sus agre-miados y buscar primordialmente el beneficio de sus intere-ses en el sector de política pública en el que desarrollan su actividad. Si la red se empodera de forma extrema, cerrando el acceso a otros posibles miembros, se puede convertir en una comunidad de política pública aún menos transparente que las comunidades tradicionales; con la desventaja adicio-nal de que se piensa más democrática y participativa que los mecanismos usuales del gobierno, puesto que incorpora a algunos actores privados representativos de la sociedad civil. La capacidad de coordinación e intercambio horizontal, base de la red, se puede dificultar si los procedimientos de go-bernanza no son democráticos, son demasiado rígidos como para evitar el aprendizaje constructivo, o si los miembros de la red no establecen una visión común basada en valores compartidos (Jessop, 1998: 32-35).

La última referencia normativa para medir el éxito o fallo de la gran red inter-institucional y multi-nivel que es la Gobernanza Global es el bien público. Como argumenta Gelderen (1993: 216), “el orden mundial [es] la combinación armónica de los principios de soberanía estatal, auto-deter-minación, gobierno democrático y la protección universal de los derechos humanos”. En consecuencia, la red no debe ser un mecanismo auto-referenciado, sino dependiente de

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Conclusiones

las jerarquías y los mercados: lo único que facilitaría alcanzar el bien público definido de esta manera. La literatura de la Gobernanza Global debe acompañar su análisis del orden sin gobierno con consideraciones acerca del bien común, y las mejores maneras de colaborar con jerarquías y mercados. La red no es necesariamente el mejor mecanismo para man-tener el orden supranacional, ni para regular el ejercicio de la guerra, aunque ésta sea en legítima defensa.

c) La autoridad supranacional. Además de la im-portancia de la naturaleza humana y el bien público inter-nacional, el sistema del Ius Gentium Vitoriano argumenta la necesidad de una autoridad jerárquica. Al abandonar el enfoque normativo como aproximación primaria, la Go-bernanza Global también ha renunciado a la jerarquía y a la ley como las principales modalidades del orden su-pranacional. Así, lo usual es que se propongan formas de heterarquía (i.e. coordinación entre jerarquías sobera-nas), cuasi-jerarquías (en las cuales los Estados conservan la última palabra acerca de su participación en la aplica-ción de la ley), y otras formas de arreglos multilatera-les. El presupuesto es que es menos complicado timonear un número relativamente reducido de actores en áreas de política pública definidas de manera estrecha, que tratar de gobernar todo el sistema de interacciones mundiales. Según Thompson (2006), la Gobernanza Global propone que el orden supranacional debe seguir cualquiera de los siguientes tres paradigmas de acción colectiva, o alguna de sus combinaciones: i) el proyecto hegemónico (construido con el liderazgo de algunos países o bloques de países que organizan el consentimiento a través de la negociación y el compromiso); ii) el multilateralismo (dando igualdad formal a los miembros para hacer posible que entre ellos se establezcan arreglos auto-reguladores o de self-policing); y iii) el desorden durable (proyectos colectivos mínimos en base a intervenciones ad hoc, en jurisdicciones super-puestas).

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Conclusiones

Vitoria supone que el orden supranacional debería to-mar la forma de un sistema jerárquico, lo que implica el ejer-cicio del poder coercitivo y la acción administrativa directa (ibid.). La auto-regulación y la gobernanza son ciertamente lo más adecuado a la naturaleza de las relaciones interna-cionales contemporáneas. No obstante, para que éstas fun-cionen, es necesario que los actores relevantes pertenezcan a las mismas comunidades cognitivas y epistémicas. Como esto no es posible en todos los casos, y dada la alta inciden-cia de la criminalidad internacional y la validez del principio de la legítima defensa, la intervención jerárquica puntual en defensa de las personas cuyos derechos fundamentales son lesionados sistemáticamente debe ser también parte de la Gobernanza Global. Las condiciones para el ejercicio de la legítima defensa deben reevaluarse a la luz de cómo se ex-tiende la Gobernanza Global y el impacto de paradigmas de acción criminal, como los que emplea el terrorismo interna-cional.

La Gobernanza Global debe incorporar la discusión del empleo de las jerarquías como defensa de las víctimas de desastres naturales y ataques criminales, incluso cuando haya autoridades nacionales que se opongan a ello. Es decir, uno de los grandes retos de la literatura de la gobernanza es cómo conciliar la estricta necesidad de las jerarquías mun-diales con los proyectos hegemónicos, el multilateralismo y el desorden durable que caracterizan a la Gobernanza Glo-bal.

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Referencias

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Este libro se termino de imprimir en noviembre de 2009 en los talleres de Editores e Impresores FOC, S.A. de C.V., calle Los Re-yes 26, colonia Jardines de Churubusco, C.P. 09410, México, D.F.,

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Esta edición consta de mil ejemplares.

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