PALABRA DE GUERRILLERO

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Francisco Núñez Roldán

PALABRA DE GUERRILLERO

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Primera edición: octubre de 2019

© Comunicación y Publicaciones Caudal, S.L.© Francisco Núñez Roldán

ISBN: 978-84-120799-4-4ISBN digital: 978-84-120799-5-1Depósito legal: M-30827-2019

Ediciones ÁlteraC/Marcenado 1428002 [email protected]

Impreso en España

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A todos los guerrilleros que pelearon, vivieron y murieron por su patria

durante la invasión francesa

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Ni siquiera fusilaban formando piquetes. Se disparaba ya sobre personas, animales, objetos, con la saña de querer destruir lo más posible y lo más a fondo posible. Las bayonetas tampoco estaban ociosas. Los franceses no eran desde luego expertos en guerrilla ni en lucha callejera. Quizá por eso su mayor rabia al comprobar que una patulea de campesinos mal armados y sin ningún entre-namiento militar les había detenido un tiempo considerable antes de tomar el pueblo, y les había causado un número inesperado de bajas. Ubrique pagaba ahora el precio de lo que unos llamarían valor y arrojo, y otros resistencia suicida. El pueblo ardía por los cuatro costados y en algunos lugares ni había habido tiempo para el saqueo. La rabia del ejército ocupante había resultado mayor que la no pequeña y conocida ansia de botín.

Al finalizar el día, las adelgazadas columnas de humo señalaban los lugares en los que el fuego aún continuaba su labor. Se escu-chaban ya disparos aislados y todos eran señal de que se remataba a alguien, se mataba a algún animal, se destrozaba algo. Desde lo alto de los tajos cercanos al lugar, los huidos contemplaban impo-tentes el desastre. Había quien lloraba, quien apenas gemía, quien solo aullaba, y quien ni para eso tenía fuerzas. Entre estos últimos estaba Remedios, la hija del Guindo, un acemilero que mucho se temía hubiera quedado cogido en el pueblo, junto a toda su familia, en el asedio del que la muchacha se había salvado por estar aquel día en el campo, a caballo, buena jinete ella, cuidando de la recua a la que había sacado para que los animales bajasen varias cargas de

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carboneo de la sierra. Rosario aún no sabía que ya era huérfana de padre y madre y que su casa, en las afueras del pueblo, había sido una de las asaltadas con más ensañamiento, toda vez que desde una de sus ventanas altas un trabucazo le había llevado la cara a un sargento de dragones imperiales.

***

Dos meses antes, el uno de febrero de 1810 Sevilla bullía en rumores, voces, carreras…. No era para menos. El ejército francés, numeroso y bien pertrechado, asomaba ya por el Camino Real de Carmona.

Por verlo mejor, gateando por viejos mechinales y ladrillos que-brados en cuyos huecos apoyar pies y manos, algunos se habían encaramado al venerable acueducto que llevaba el agua a la ciudad. Otros muchos lo veían entre las almenas de las desdentadas mu-rallas que habían resistido en su tiempo el cerco de san Fernando pero que ahora tenían todas sus puertas abiertas. Desde el otero de la Giralda, el cabildo catedralicio al completo veía venir la larguísi-ma e implacable caravana militar. El sol poniente del lado opuesto refulgía en los estandartes, en los cascos y petos de los coraceros, aún lejanos, cuyas columnas serpenteaban sin prisa en la distancia, con el sosiego de la fiera que tiene asegurada a la presa y no teme que escape.

Sevilla se había rendido sin que llegaran aún a ella las tropas invasoras, por más que estas pretendieran no llamarse así. La muy leal y heroica ciudad de cuando Alfonso X iba a serlo ahora un poco menos. Lo estaba siendo ya, al haber enviado a la vanguardia francesa emisarios que aseguraban la entrega pacífica de la gran urbe, sabida la escasa defensa de las viejas murallas de tapial ante la moderna artillería, la masa de la tropa que se avecinaba. Todo ello teniendo tan reciente en la memoria el saqueo de Córdoba, año y medio antes, previo a la derrota francesa en Bailén. Ahora las cosas habían cambiado. La llegada a España del Emperador en

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persona, al mando de un cuarto de millón de hombres era harina de otro costal. Y el rey José, hermano de Napoleón, bajaba impa-rable hacia el sur de su recuperado dominio, flanqueado por cerca de ochenta mil hombres, con un puñado de los mejores generales a la cabeza. Entre ellos, como supremo jefe militar, en teoría des-pués del rey, llegaba el duque de Dalmacia, Nicolás Jean de Dieu Soult, sin duda excelente estratega; culto pero implacable; descreí-do pero muy amante de la pintura religiosa; exquisito pero sobrio si era menester; educado pero grosero si se ponía a ello, pretendido soñador pero en verdad realista a fondo, dialogante en principio pero avasallador en cuanto lo veía más conveniente; hombre sin duda de su tiempo, ambicioso, con pocos escrúpulos y suficiente juventud para abrigar elevados proyectos que incluían la felicidad de los pueblos conquistados, sin olvidar nunca la suya propia. Un fruto típico, en fin, de la reciente Revolución francesa.

***

En una casa de la sevillana calle de la Calderería, no lejos del convento de Santa Clara, los moradores hablaban sobre la nueva situación que se preveía para la ciudad. Era un lugar de buen pa-sar. Casa de tres plantas, con la última en algorfa con arcadas a la calle para secar y orear viandas que lo precisaran, y un cuarto allí a su vez para Ana y Laura, las dos mujeres de servicio en el domi-cilio. Don Pedro Bustos, el señor del hogar, era dueño de una de las mejores fábricas de jabón de la ciudad. La almona, sita en el barrio de Triana, le venía de tradición familiar, y los envidiosos de su buena fortuna hablaban de sangre poco limpia en origen, cosa que don Pedro, conocedor de las habladurías, se había esforzado en demostrar, desempolvando viejas ejecutorias que en efecto ex-ponían limpieza de sangre, pero cuya mera existencia y esfuerzo en que se conociesen daba pábulo a los maledicentes, espoleados además por la boyante economía de quien tanto se molestaba en mostrar que era cristiano viejo. Y una de las letrillas que usaban en

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su contra los malsines eran los dos primeros versos de un romance perdido, pero muy significativo, de cuando los sevillanos, partida-rios de don Pedro el Cruel, derrotaron no se sabe ya a qué mesnada partidaria de su hermano Enrique. Por llamarles justo jaboneros a los de Triana, y a propósito de su victoria, los versos decían:

Nunca viera jabonerosvender tan bien su jabón…

Nadie sabía cómo seguía el poema, uno más de los silenciados por el bastardo vencedor, pero en aquellos dos versos, los murmu-radores contra don Pedro Bustos mostraban su inquina al tararear-lo al paso del industrial por la calle. Era sabido, y de ello se encar-gaban aquellas malas lenguas, que los judíos sevillanos estuvieron en defensa del rey llamado cruel contra su hermano.

Doña Brígida, la muy piadosa y antaño bella esposa de don Pedro, era quien peor llevaba las murmuraciones. Cristiana vieja, y muy vieja, según ella, había hecho un buen matrimonio con el maestro jabonero cuando los rumores de sangre judía eran más apagados, y que fueron luego creciendo en relación proporcional a la prosperidad del industrial.

Don Pedro no había querido vivir nunca en Triana. Jamás con-fesaría a nadie que aborrecía el olor de las almonas que tan buenos ingresos le proporcionaban. La excusa era que gustaba de pasar todos los días el río por el cimbreante puente de barcas, lo que por otra parte era cierto.

Habían tenido don Pedro y doña Brígida tres hijos, Cristóbal, Daniel y Rosario, con tan mala suerte que el mayor, Cristóbal, des-tinado a seguir la saga familiar, había encontrado la muerte hacía dos años al enloquecer súbitamente un caballo en la finca de unos amigos y haberse estrellado a galope contra un muro, pereciendo montura y jinete en el choque. El hecho acentuó la ya considerable piedad en doña Brígida y también el escepticismo en el ya poco devoto don Pedro. Por el contrario, Daniel, el segundo, estaba en el

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seminario hispalense, a punto de cantar misa. No pudo convencer-le su padre de que dejase la vocación para que tomase las riendas del negocio, cual hubiese sido la responsabilidad del mayorazgo. Daniel, estudioso, conforme con su destino, había encarrilado ya en exceso su vida, como él decía, para cambiar la sacristía por las beneficiosas tinajas, por mucho que estas produjeran. Hubo más de una discusión con el padre al respecto, pero al fin Daniel insis-tió en su vocación, aconsejando a su progenitor un administrador para cuando él faltase, o que fuese el hipotético marido de Rosario, la hermana menor, quien se hiciera cargo de la pequeña industria familiar. Don Pedro abominaba de ambas soluciones, pero carecía de medios para negarse a ellas, sobre todo a la segunda.

Don Pedro tenía buena planta; a sus setenta años conservaba una pasable dentadura, y el cabello cano, abundante, daba a su cabeza un atrayente aire patricio, sólo roto quizá por el rictus seco que de continuo estropeaba aquel rostro bien parecido donde unos ojos grises sabían mirar a su interlocutor como extrayéndole los pensamientos, más que escuchándole las palabras.

Doña Brígida, poco menor de don Pedro y aún con bastantes puntos de belleza en el rostro, los estropeaba con la inexpresividad que se diría cultivaba, y que desde la muerte de Cristóbal era aún mayor. Un rostro hierático que habría sido bastante más bonito de haberse sabido hacia dónde podían resolverse las líneas de la boca, los ojos, la cara en general, caso de haberse movido y transparen-tado emociones, de haber mostrado el mínimo de viveza que se negaba a tener.

Daniel, que estaba pasando unos días en la casa de sus padres en aquella jornada de la entrada de los franceses en Sevilla, era mucho más su padre que su madre en lo físico, y se diría que una mezcla en el carácter. Más de una muchacha de la calle había sus-pirado por él y se había apenado cuando entró en el seminario. Con veintiséis años recién cumplidos, algo más alto incluso que su padre, bien parecido, mismos ojos, boca más recia e igual de vivaz, pero con prontos de silencio y quizá melancolía como los de su

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madre, habría sin duda sido un excelente administrador de la almo-na. Pero tenaz en sus convicciones, veía con desinterés el destino en la industria familiar, y arropado por sus fuertes creencias, tenía claro desde hacía años que su reino no era de este mundo.

Rosario había salido no se sabía a quién. No era siquiera tan alta como su madre, pero las proporciones de su cuerpo y la lin-deza de su rostro la hacían una de las muchachas más bonitas y codiciadas de la calle, quizá del barrio. Había quien concluía en su cabello oscuro, su nariz aguileña y los ojos negros, la sangre judía que su padre había querido ocultar y ahora floraba más pujante y bella. Era además alegre y vivaz como pocas, con la confianza en sí misma que suelen tener quienes se encuentran en un buen lugar del mundo, con un físico envidiable, y adorados por quienes les rodean. Personas que a veces sólo prueban el lado mejor de la vida. A veces.

Las dos criadas de la casa, Ana y Laura, de mediana edad, sol-teras, desenvueltas, se encontraban abajo, en la bodega, apilando la leña y el cisco picón que una recua acababa de descargar aque-lla misma mañana. El invierno se presentaba duro y era menester aprovisionarse, con franceses o sin franceses por medio. Y encima, comentaba don Pedro, suerte de haber adquirido el combustible ahora. Con unos miles de soldados más de guarnición, todo subiría de precio. Jabón, por supuesto, pero la leña, también.

—¿Tú crees, Pedro? —preguntaba doña Brígida, no se sabe si con intención de saberlo o por inercia conversacional.

—No lo creo, mujer, lo sé… Anda, Rosario, tráenos un poco más de aguardiente, que tu hermano, por ahora, de eso sí toma.

—Por ahora y durante mucho tiempo espero, padre —reía Da-niel apurando la pequeña copa de grueso cristal.

—Bueno, bueno, si llegas a obispo, no te niego que no en-gullas exquisiteces, pero de cura de misa y olla te veo con pocos lujos, hijo. Y puesto a religiones, ya sabes, ¿Por qué no entraste en una orden? Hubiera yo podido darte una buena dote. Y se trabaja menos.

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—No, padre, os lo he dicho varias veces. No soy tan poco del mundo como para alejarme de él. Quiero estar junto al común, con los vasallos del único rey que nunca muere.

—Eso, no como el francés —dijo inexpresiva doña Brígida—. Ya ves, el pobre rey de allí, lo que le hicieron, y la que se ha for-mado después. Estos impíos son reos de esas muertes. Dios los castigará.

—Sí —alzó unos desganados hombros don Pedro—, pues a ver si llega el castigo pronto, que por ahora los tenemos aquí, bien vistosos, dicen, y más de ellos de lo que nos gustaría.

—Los caminos del Señor son inescrutables, padre. Él sabrá cuándo poner fin a esto. Y cómo —respondió su hijo.

—Bueno, bueno, pues que se apresure, que aparte de subir los precios, ese ganado viene a por todas. Ya veis, la Junta para Cádiz, las tropas retrocediendo… A ver si Dios se pone un poquito de nuestro lado.

—Pedro, no tientes a Dios ni uses su nombre en vano —dijo doña Brígida sin subir el tono de voz y como si hubiese indicado una tarea doméstica a una de las criadas.

Sonrió el aludido, pasándose la mano por el cabello.—No, no, si de tentar nada, sólo que a ver si se da un poco de

prisa…Miró al suelo Daniel, tras llenar las copitas con el aguardiente

que acababa de traer Rosario, que escuchaba en silencio.—Bueno, padre, estas cosas nos sobrepasan. Dios hará lo que

quiera cuando quiera, pero habrá que ayudar un poco. Ya se sabe que a Dios rogando…

—Pues me ha dicho Angelita —intervino Rosario— que son muy guapos, sobre todo los oficiales. Ella los vio cuando Bailén. Estaba por allí entonces con unos tíos suyos, ya sabéis.

—Niña, el enemigo nunca es guapo —cortó de inmediato, sin elevar la voz, doña Brígida—. Y si es ateo, menos.

—Bueno, bueno, madre —sonrió Daniel—. No es para tanto, que el tiempo que estuvo el rey José en Madrid redujo un poco el

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número de conventos, y es verdad que había muchos, pero a las parroquias las dejó en paz…

—Sí, pero —cortó don Pedro— mira en Córdoba. Saquearon la ciudad y desvalijaron iglesias y domicilios. El botín que les en-contraron en las mochilas a los prisioneros de Bailén fue una ver-güenza, una canallada.

—Sí, padre —quería contemporizar Daniel—, pero la ciudad tenía que haber dejado entrar a la tropa. Eran entonces, en teoría, nuestros aliados. No sé, la verdad, como disculparlos. Quizá ni deba.

De pronto, en la estrecha calle, resonaron sobre el empedrado cascos de caballerías al trote.

—Demasiado numerosos para ser civiles —dijo don Pedro.—Soldados, sin duda, —dijo Daniel, levantándose y yendo ha-

cia la ventana, para ver a través de las celosías.—Y franceses —añadió a poco.Corrió Rosario a la ventana.—La verdad es que son buenos mozos, y bien bonitos los uni-

formes que llevan —dijo. Hubo unos segundos de silencio mientras pasaba un escuadrón

de coraceros, sin duda para hacerse ver en la ciudad y dejar cons-tancia de su presencia.

—¿Y ahora? —doña Brígida había sido la primera en hablar, y su tono monocorde no restaba valor a su candente pregunta.

—Ahora —respondió su marido—, a ver dónde meten a la tropa y cómo se portan con una ciudad que no ha ofrecido resis-tencia. Esto, para bien y para mal, no ha sido Zaragoza.

Poco tardarían los habitantes de la casa en conocer más de cerca a los recién llegados. Aquella noche se cenó en una atmósfera de preo-cupación que ninguno quería exteriorizar por más que fuese evidente a todos. Sería al mañana siguiente, ido ya don Pedro a la fábrica de ja-bón, cuando unos golpes breves y recios en el portón de la calle anun-ciaban a Gaspar, uno de los asistentes municipales del barrio. Traía un gesto de preocupación, y quizá un poco de vergüenza, pensó Daniel, que fue quien estaba cercano a la entrada y había abierto.

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—Buenos días nos dé Dios. ¿Don Pedro está?—Buenos los tenga usted, Gaspar. Mi padre ha ido a la almona.—Entonces le doy a usted la notificación. Por las dimensiones

de su casa, parece que tienen ustedes que alojar a dos oficiales fran-ceses, el tiempo que permanezca aquí la tropa.

Daniel se apoyó sonriente en el quicio, mientras tomaba le hoja que le tendía el funcionario, y sin leerla siquiera le preguntó:

—¿Y eso, Gaspar? ¿No pueden alojarse con sus hombres?—Parece que no, señor Daniel. Son muchos los que dicen que

se van a quedar fijos aquí.—¿Se sabe cuántos?Gaspar sonrió, y por instinto miró a ambos lados de la calle

antes de contestar bajando la voz.—No se lo puedo decir, señor Daniel, pero sepa usted que se

quedan unos diez mil. El resto va, la mitad al reino de Granada, y la otra mitad a ocupar el de Sevilla.

—Ya. Y ¿dónde los van a alojar?—La tropa va a cuarteles y a varios conventos. Pero los oficiales

que se pueda, en casas particulares cercanas. Es la orden.—Imagino que no podemos negarnos.—Yo creo que no —en Gaspar había todo el tiempo un gesto

de disculpa—. Ya ve usted, que el rey ese, José, va a vivir en el Al-cázar. Y adivine donde va el jefe de la tropa, el mariscal Soult, ese que llaman.

—No se me ocurre.—Al palacio episcopal.—¿Y el obispo, entonces?—A uno de los conventos que no ocuparán los soldados… Así

están las cosas, señor Daniel, así están, por ahora. Bueno, les dejo el requerimiento, que me quedan unas cuantas casas. El barrio va a quedar sembrado de oficialidad extranjera, por ahora…

Y tras despedirse, Daniel pudo oír a Gaspar que se alejaba can-turreando con música de seguiriya:

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Pepe Botella,baja al despacho.No puedo ahoraque estoy borracho…

Ido el funcionario, Daniel cerró la puerta y leyó la notificación, en la que con letra apresurada se indicaba que el capitán Jean Charpentier y el teniente Bernard Plassy, del VIII regimiento de dragones imperiales, quedaban asignados en aquel domicilio, «…rogándose a los habitan-tes el trato más amable a cambio del exquisito buen comportamiento que sin duda tendrán los referidos oficiales». La requisitoria terminaba con advertencias sobre «…las rigurosas medidas que la superioridad tomará en caso de que por alguna de las dos partes se atentare míni-mamente contra las costumbres, los bienes o las personas».

Apenas terminada de leer la nota, llamaban de nuevo a la puer-ta, pero era un breve repique conocido. El de Julio, el herrero, vecino y amigo de la infancia de Daniel.

—¿Has visto, Daniel? Están metiendo oficiales en las casas. Nosotros nos hemos librado.

—Nosotros no. Nos colocan a dos.—A ver —le dio a su amigo una palmada en el hombro—,

desventajas de ganar muchos reales.—Si tú lo dices… —Bueno… y tus padres y Rosario, ¿qué dicen a eso?—No sé. Soy el primero que lee esta hoja. Y por Rosario espero

que no tengas que preocuparte… aunque le ha dicho una amiga que son muy guapos —bromeó Daniel.

—No la verán mis ojos con un francés —se puso serio Julio.Julio andaba enamoriscado de Rosario, por más que la diferen-

cia social dificultase la aproximación. El caso era que la chica tam-bién veía con buenos ojos a aquel fuerte y sencillo muchacho de pelo arrubiascado, buen cuerpo, guapo rostro, sonrisa fácil y con una piel muy blanca, excepto los antebrazos y manos, casi siempre tiznados por el oficio.

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—Que no, tonto, era broma… Aunque ya sabes que mis padres tienen para ella otras miras.

—El maldito dinero —miró Julio al suelo moviendo la cabeza.—Exacto, Julio, exacto y ya sabes que Rosario te tiene casi tanta

ley como yo. Pero mis padres son otra cosa, por ahora.Los pasos de doña Brígida sonaron en la escalera. Bajaba suave

y regular, con su eterno gesto impenetrable, incluso al ver a Julio hablando con su hijo. Pasados los saludos iniciales, fue sabedora de la orden de la superioridad francesa y, como si fuera lo más normal del mundo, sólo hizo dos comentarios, ambos en el mismo tono: uno, cuánto les pagarían por tener allí a aquellos hombres y el otro que había que hacer que Ana y Laura, las dos criadas, dispusiesen dos camas en la habitación de huéspedes, al fondo de la casa.

La ciudad se había inundado ya de uniformes forasteros, a la vez que se reclutaba a toda prisa personal para el nuevo cuerpo de Guardia Cívica, que haría los papeles de fiel policía al servicio de los recién llegados. Dos jóvenes del barrio, Ignacio Romero y Pablo Barca, conocidos aunque no amigos de Daniel y Julio, se habían alistado ya, incentivados por la buena paga, la escarapela, el uniforme y las armas y respondiendo a quien se lo echaba en cara con que si no lo hacían ellos lo harían otros. Era la excusa más común de quienes se integraban en el nuevo cuerpo, cuando no la fe en las nuevas ideas que traían los franceses. Por el momento, los altercados de los recién llegados con los sevillanos habían sido escasos y poco importantes, y el alto mando francés había hecho pública y rigurosa justicia en los casos en los que algún militar de los suyos había ofendido en algo a algún miembro de la población. Cualquiera diría que el rigor y la disciplina iban a reinar durante la permanencia de la tropa extranjera y que la convivencia sería moneda corriente.

Mientras, los flecos del ejército español en retirada estaban ya cerca del mar. Eran una larga columna irregular, del todo opuesta a la francesa que había entrado en Sevilla. Desmoralizados, dispare-jamente armados y con escasa disciplina, por donde pasaban iban

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goteando desertores quienes, con la excusa de integrarse en la gue-rrilla, a veces sólo lo hacían en partidas. Estas, en su desamparo y desesperación, resultarían casi más peligrosas para la población civil que los propios invasores, por más que constituyeran un avispero incómodo para los franceses, más cuanto más montaraz se hacía el paisaje. Pero la masa mayor del ejército en retirada, mal que bien, seguía su destino hacia Cádiz, con la esperanza de organizar allí la resistencia, sabido el dominio de las aguas por los ingleses y lo bien defendido de la ciudad, gracias a la geografía y a los hombres. Con ellos iba una pequeña compañía de civiles y cargos que no habían querido quedarse a colaborar con los invasores. Como cosa curiosa, en uno de los carros viajaban, bien enrollados y protegidos, todos los cuadros del convento trinitario sevillano que previsoramente su prior había dispuesto se guardasen en Cádiz, sabida la culta rapaci-dad del mariscal Soult hacia la pintura española, de Murillo en con-creto. Soult venía de hecho con más mando efectivo que el propio rey José, mucho más inexperto que el duque de Dalmacia en cues-tiones militares. Ya en Madrid, había mostrado el mariscal interés por la pintura española y ahora bajaba a Sevilla, donde se sabía que abundaba en sus numerosos conventos. De ahí las medidas tomadas por el prior respecto a las pinturas bajo su custodia. El tiempo daría toda la razón y más al precavido sacerdote.

Daniel quiso esperar a conocer a los huéspedes de su casa antes de volver al seminario. No tuvo que aguardar demasiado. Monta-dos en dos buenos y nerviosos corceles aparecieron aquella tarde los dos oficiales, acompañados de un empleado del ayuntamiento que tomó nota de la instalación. Los dos équidos pasaron a las cuadras, donde, por ser caballos enteros, hubieron de atarse en zona aparte de la mula, pero sobre todo de la burra de don Pedro, quien con toda razón temió por la doncellez de su jumento. Esa fue la primera aunque pequeña discusión con los recién llegados, que requerían mejor trato y más soltura para sus caballos.

El capitán Jean Charpentier era un treintañero alto, sereno, de ojos claros, espeso bigote con las guías muy bajas y escaso cabello

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rubio y rizado. Era, además, educado en el trato y con bastante conocimiento de la lengua española, tras dos años recorriendo la geografía. Al parecer gustaba de la lectura y decía haber sido cadete cuando la Revolución y que a él lo que le gustaba era la caballería. Que era, más que nada, francés y no tenía nada contra el pueblo español y sus tradiciones y que esperaba hubiese buenas relaciones con los habitantes de la casa. La cuota a pagar por ambos oficiales había parecido razonable a sus propietarios.

El teniente Bernard Plassy era algo más joven, hablaba español un poco peor, pero su expresividad y aparente simpatía compensa-ban esa carencia. Más menudo que su compañero, fuerte, moreno, no mal parecido aunque un poco ojijunto y de sonrisa quizá en exceso continua, habría pasado perfectamente por español de no habérsele sabido francés. Era del sur, hijo de campesinos, y confe-saba una admiración sin fisuras por el emperador y su bienhechora función de llevar la constitución y el bienestar adjunto a todos los rincones posibles de la tierra.

—Vamos, lo que se dice un verdadero apóstol de la Revolución —ironizó don Pedro al respecto, una vez que los oficiales se des-pidieron y salieron hasta la noche.

—Es su religión, su nueva religión, padre —respondía Daniel sentado junto a él en el salón, mientras en la chimenea crepitaba el fuego. Doña Brígida y Rosario apenas habían dicho nada aún.

—Bueno —comentó por fin la señora, como sin darle impor-tancia—, que vienen a hacernos más felices, queramos o no.

—Exacto, madre, —le respondió Daniel—. Es una cuestión de voluntades, de creencias en lucha. Lo malo es que lo imponen con las armas.

—Pues a mí me parecen los dos muy simpáticos —exclamó Rosario sin levantar los ojos de la costura en la que estaba.

—Como personas, puede que sí hija mía —le replicó don Pedro—, pero por la fuerza no debe imponerse nada contra los propios principios, por agradables que resulten las gentes que lo hagan.

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—¿Crees que tenemos mucha defensa militar, padre? —pre-guntó Daniel.

—Muy pesimista te veo.—Tú dirás si cabe mucho lugar para el optimismo, después de

haber visto a nuestra tropa ceder el terreno, con casi toda España ocupada. No es estar de su parte, es realismo ante lo inevitable. Al fin y al cabo, parece mentira que el rey José este no resulte peor que Carlos y su hijo, que encima le han entregado el país.

—El rey puede haber entregado el país a Napoleón, pero el país parece que no quiere entregarse del todo; este es el problema.

—Eso, las espadas en alto. Lo dicho: choque de voluntades con muerte y desolación por todas partes. Yo, la verdad, y ya ves que casi soy sacerdote, si este rey trae justicia, orden y buen gobierno y se deja en paz a la iglesia, como parece que está siendo de nuevo en Francia, pues la verdad, no le pondría muchos impedimentos. Al fin y al cabo, francés también, como los borbones de antes. Si ha de haber rey, ¿qué más da uno que otro?

Fue doña Brígida quien, en su sosegado tono habitual, respon-dió a su hijo:

—Daniel, mi abuela conoció la guerra aquella que metió a los Borbones en España y, ya muy viejecita, pero con buena cabeza, me hablaba de las miserias de aquellos años. Si va a ser eso otra vez, ¿qué necesidad hay de más desastres? Cambiar a un rey fran-cés por otro es una cosa que solo interesa a ellos dos. ¿No crees?

Daniel no contestó. Se quedó mirando al fuego y encendió el cigarro que le acababa de liar su padre. Fuera no fumaba nunca, pero dentro de casa se permitía aquella pequeña libertad. Dio va-rias caladas, fue a responder, pero no. Quedó callado un rato hasta que otro de los miembros familiares salió con otro tema más banal.

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Los españoles huidos del empuje francés habían llegado ya a Cádiz, con las avanzadillas del general Lefebvre pisándoles los ta-

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lones. Pero la superpoblada ciudad quedaba bien defendida desde que el único paso, el puente Suazo, antes de llegar a la Isla de León, había sido cortado y las lanchas cañoneras merodeaban por las aguas del caño de Sancti Petri, que hacía de foso, mientras las flotas española e inglesa, en especial esta última, mantenía varios navíos de hasta tres puentes con toda la artillería presta apuntando hacia la costa. Y en la bahía, bien anclados cerca de la ciudad y por tan-to inaccesibles desde la parte de tierra, varios pontones alineados servían de barcos prisión a numerosos franceses capturados desde Bailén y que languidecían hacinados en condiciones lamentables. Pero la fila de inmóviles monstruos marinos había sido colocada también con el fin de proteger a la ciudad por el lado este, el más vulnerable desde tierra. Bien habían cuidado los españoles de que supiesen los invasores el contenido de aquellas prisiones flotantes. Si disparaban desde los fuertes de Matagorda o san Luis del Tro-cadero, los primeros blancos serían los depósitos rebosantes de franceses. Eran viejos navíos sin timón, además de desarbolados y por ello sin capacidad de gobierno. Desde ellos, los desesperados prisioneros veían instalarse en la otra distante orilla a sus tropas, que nada podían hacer por liberarlos, careciendo de flota. A lo largo de la guerra fueron siempre desbaratados los intentos de ha-cerlo, aunque a los pocos meses de comenzado el asedio a la ciu-dad, en un par de aquellas grandes cárceles flotantes se produjeran exitosos motines y se cortaran las amarras, aprovechando la noche y fuertes vientos de poniente que empujaron los pontones llenos de prisioneros hacia la orilla ocupada por los suyos.

***

En Sevilla, mientras, como en todo el resto de la Andalucía ocu-pada, la situación comenzaba a torcerse. El campo abierto era cada vez más inseguro para grupos pequeños de militares franceses, por no hablar de individuos aislados. Los correos, vitales para comu-nicación de actividades entre las tropas acuarteladas en Andalucía,

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así como en toda España, eran lo más codiciado por la guerrilla, por los ingleses y por los restos aún activos del ejército regular. Por parte española, la comunicación había de hacerse en grupos nume-rosos bien armados o por el sistema de correos secretos: españoles o de cualquier nacionalidad simulando arriería o comercio por los caminos y llevando en realidad importante correspondencia mili-tar sin despertar sospechas por parte del enemigo. Y aunque en el campo era donde los franceses tenían más problemas, la aparente calma en Sevilla saltaba también de vez en cuando por algún acto esporádico de sabotaje o incluso la muerte de cualquier soldado, lo cual suponía inmediatas represalias que no ayudaban, precisa-mente, a la convivencia. Como en toda guerra de ocupación, los mundos entre quienes colaboraban con el invasor y quienes no, se iban deslindando y bajo la aparente y forzada convivencia entre los sevillanos estaban formándose facciones que a la larga se enfrenta-rían inevitables cuando cambiaran las tornas, cosa que por supues-to muchos imperiales pensaban que no ocurriría nunca.

—¿Nunca, nunca? —sonreía maliciosamente don Pedro mien-tras alzaba su copa frente al capitán Charpentier, a quien había invitado a que probase el vino nuevo, el que llamaban ojo de gallo, que al maestro jabonero le traían desde Cazalla.

—Yo creo que nunca, mon ami, el rey José será un buen rey, y cuando el país quede tranquilo nos retiraremos, dejando una Espa-ña constitucional y pacífica para muchos años.

Don Pedro movía la cabeza sonriendo y volvía a llenar la copa del capitán, quien apreciaba la etílica primicia y decía que le re-cordaba al beaujolais de su tierra. Con ello añadía un argumento al parecido entre España y Francia y justificaba así el futuro destino común de ambos países.

Daniel y Julio, por su parte, charlaban también a veces en la casa por la noche con los oficiales franceses, y cualquiera diría que aquel buen pasar iba a ser la tónica durante toda la ocupación.

Pero a los pocos días iba a ocurrir en la casa un hecho que cam-biaría por completo el destino de todos sus habitantes.