Palos de Ciego - Matute

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    Mario René Matute

    Palos de ciego

     ALFAGUARA

    PALOS DE CIEGO

    D. R. © Mario René Matute, 2001

    De esta edición:

    D. R. © Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V., 2001 Av.Universidad 767, Col. del Valle México, 03100, D.F. Teléfono 5688 8966

    www.alfaguara.com.mx 

    Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Calle 80 Núm. 10-23, Santafé de Bogotá, Colombia.

    Santillana S.A. Torrelaguna 60-28043, Madrid, España.

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    Editorial Santillana S. A. Av. Rómulo Gallegos, Edif. Zulia 1er. Piso Boleita Nte.,1071, Caracas, Venezuela.

    Editorial Santillana Inc. P.O. Box 19-5462 Hato Rey, 00919, San Juan, PuertoRico.

    Santillana Publishing Company Inc.

    2043 N. W. 87 th Avenue, 33172, Miami, FL E.U.A.

    Ediciones Santillana S.A. (ROU) Constitución 1889, 11800, Montevideo,Uruguay.

     Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Beazley 3860, 1437, Buenos Aires,

     Argentina. Aguilar Chilena de Ediciones Ltda. Dr. Aníbal Ariztía 1444, Providencia, Santiagode Chile.

    Santillana de Costa Rica, S.A. La Uruca, 100 mts. Oeste de Migración yExtranjería, San José, Costa Rica.

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    Primera edición: abril de 2001

    ISBN: 968-19-0812-0

    D. R. C Diseño: Proyecto de Enric Satué D. R. (D Diseño de cubierta:

    Fernando Ruiz Zaragoza

    Impreso en México

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, nien todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema derecuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, seamecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia ocualquier otro, sin el permiso por escrito, de la editorial.

    PRÓLOGO

    Lo que se puede ver cuando no se ve

    Entrampados en una maraña política, un grupo de ciegos se enfrenta a unaasociación de ciegos falsos que se ha consolidado como una mafia que domina

    las calles de la ciudad. Los protagonistas deambulan en un ambiente socialcargado de escollos y peligros, en el que no faltan sucesos irónicos, eróticos ylúdicos.

    Palos de ciego es una novela que a cada página nos entrega humor negro yfrescura; está divorciada de todo sentimentalismo y posee un pleno dominio deesa realidad que a muchos infunde terror, a otros piedad y conmiseración, y aalgunos odio contra el mítico poder destructivo de los ciegos.

    Mario Rene Matute, escritor invidente, logra que la audición, el olor, el tacto y elsabor sean parte sustancial de la narración.

    El lector es llevado de la mano hacia el mundo de las sombras.

    Mario Rene Matute nació en la Ciudad de Guatemala, Guatemala, el 20 deagosto de 1932. Quedó ciego a los 3 años. Estudió en la Escuela Normal Centralpara Varones de Guatemala, donde se tituló como Maestro de enseñanza

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    primaria. Ingresó a la Universidad de San Carlos de Guatemala, graduándose enla carrera de psicología. Ha recibido premios nacionales e internacionales encuento, poesía y novela. Ha publicado El problema psicosocial de la ceguera,Cuentos en carreta, Sueños cóncavos, Ciudad ausente, El nahual y otrassombras y Los alcatraces, esta última en sistema braille. En 1980 sale de su

    país para librarse de la persecución de Estado. Vive en México desde 1984.

    Inicio

    Palos de ciego

    Capítulo I

    ¡Ay, ay, ay! ¡Esto de los entierros siempre se me presenta en la conciencia con

    amenazas de cosquillas! Cualquier cosa podía darme risa, y de hecho, más deuna vez tuve que salirme de los funerales a causa de ataques incontenibles derisa, provocados por un chiste, por algo que no concordaba con el contexto, porlamentaciones hipócritas de algún intruso...

    Pero ahora no puedo reírme porque se trata de mi propio entierro y seríaestruendosamente absurdo que el protagonista de todo este aparato del másacá con el que se pretende trasuntar el ámbito del más allá desmadejara, sinprevia aquiescencia de los concurrentes, una carcajada estridente, sentándoseen el ataúd para secarse las lágrimas y los mocos y a esa hora, tal vez teniendoque sobarse los glúteos después de haber caído de un metro y medio al asfaltosobre su cajón abierto, gracias a la estampida de los despavoridos cargadores,

    que no se explicarían por qué el muerto se deshacía en estertores y sacudidasde risa.

    De modo que quietecito, silencioso, como todos los muertos de respeto, sentínada más cómo los cuatro cargadores te balancean tenuemente, como si setratara de la procesión de Santo Domingo, sólo que sin cucuruchos, aunque sícon borrachos, porque su suave hamaqueo no responde a ningún sentimientofúnebre, sino a inseguridad en las piernas de estos cuates que me llevan enhombros. Los oigo conversar en voz baja, arrastrar los pies en las esquinas -tantear con los bastones, sobre todo los que van adelante- y corregir el rumbo ala mitad de la calle, según las indicaciones de alguno de ellos que si miran,luego que, por el paso de algún carro o por derivaciones propias de sus pasos,se aproximan más de la cuenta a la banqueta.

    Pero qué cómodo es viajar en un ataúd de cedro (menos mal que lograronastuciarse al de la funeraria para que no me pusiera formol). En cambio, muyreverentes mis compañeros me colocaron un pañuelo perfumado en el pecho.

    Este es mi tercer entierro. Claro que los otros fueron de juego. Uno a los diezaños, el otro a los veinte, y ahora a los treinta y directamente al cementerio,

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    aunque tengo entendido que en pocas cuadras deberán doblar hacia la izquierdapara irme a rendir honores a la Asociación.

    ¡Qué bueno que todos estuvieron de acuerdo en desechar el carro fúnebre ytraerme lentamente a pie desde la casa! Otra puntada que siempre lesagradeceré es la de haber evitado la funeraria para el velorio. Fue mejor así,

    domésticamente, en casa.

    Prohibido abrir el cajón, por voluntad expresa del difunto. Igualmente vedadopara todos el rito estúpido de venir a verme la cara a través del cristal (menosmal que una gran parte de la concurrencia no puede hacerlo por carecer de lavista). Ello inhibe un poco al resto. Y es que debe ser muy desagradable ver lacarota compungida encima de la de uno y no poder establecer un diálogo desonrisas. Capaz que muchas viejas de esas que anduvieron haciendo a lallorona loca -o, más elegante, a las plañideras- saltarían hacia atrás gritando¡MILAGRO, MILAGRO!, al ver que yo les devolvía la picara sonrisa en secreto

    que depositaban sobre mi rostro pálido, hundido al otro lado del cristal, como alotro lado de la vida. Por eso, y porque al fin y al cabo yo tampoco detectaríaquién llega riéndose y quién llorando, la medida debe calificarse deacertadísima: nadie puede ver la del choco ya muerto por disposición expresa deél. Amén.

    La primera vez que se organizó un entierro para mí fue a lo largo de aquel sitiorepleto de árboles frutales y mi fosa estaba cavada al fondo, después del últimoaguacatal; era en realidad el hoyo donde se incineraba la basura, y mi ataúd, elmás humilde de todos, estuvo constituido por un cajón repleto de paja, donde lasgallinas ponían sus huevos diariamente. Mis hermanos, algunos amigos y unosprimos integraron el cortejo.

    Ya murió la cucaracha

    ya la llevan a enterrar

    entre cuatro zopilotes

    y un hermoso gavilán.

    Ése era el canto funeral que entonaban las voces de los ocho patojos que mecargaban alegremente en aquel festivo sepelio hasta depositarme en el hoyo dela basura, donde cayó mi cajón no sin un ligero susto por el descenso brusco demás de un metro adentro de la tierra, sobre un colchón de cenizas, papeles,cáscaras y otras blanduras que amortiguaron el zumpancazo.

    Después el muerto se levantó y comenzaron las carreras por entre los árboles,matas, rosales, arriates, barreras de alambre y regadíos que corrían con su lodo,sus mosquitos -por eso siempre los regaban con creolina y alguno que otrobarquito de papel encallado para siempre entre los ladrillos enmohecidos. Elmuerto era yo, y pese a mi ceguera debía atrapar a alguien, que pasabaentonces a formar parte de mi equipo. Así el juego se prolongaba hasta que caíael último de los vivos, que generalmente era una de las mujeres, a las que

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    costaba mucho más atrapar. Ese entierro fue el primero que se hizo así, hastacon candelas y todo, y el más alegre.

    El Negro Muñoz lloraba de verdad, sobre todo cuando depositaron el cajón en elhoyo de la basura y encendieron las cuatro candelas que mi hermana habíasustraído de la cocina.

    -No llorés, Carolo -le decían-. Es un muerto de juguete. El choquito está vivo.

    -Vos hablale -me decían mis hermanos y mis primos, tal vez temerosos de queyo no abriera la boca. Y en realidad no la abrí, haciéndome el muerto de verdad.

    -¡No jodás, habla! -me ordenaba mi primo, moviéndome la cabeza y despuéssacudiéndome angustiosamente.

    -Yo creo que se murió de veras, mucha -dijo, retirándose temeroso.

    Entonces comencé a incorporarme y todos huyeron despavoridos. Los corrídurante algún rato por entre los árboles de aquel sitio inmenso -por lo menosinmenso lo sentíamos en nuestra pequeña infancia- hasta que Carolo se dejó

    atrapar y me abrazó tiernamente volviendo a llorar, entonces de gratitud porqueyo no estaba muerto.

     Ahora viene cargando este féretro y es el único que mira de los cuatrocargadores. Adivino sus ojos grandes llenos de pesar pero aún sin lágrimas. Deseguro que cuando metan el cajón en el nicho, no se va a contener y volverá allorar como en aquella ocasión ya tan lejana. Lo peor es que ahora no podréincorporarme, ni correrlo, ni abrazarlo y reírme con él entre lágrimas ycarcajadas.

    Nunca volvimos a jugar a los entierros, porque el Negro y mi primo, el Chinito, sehabían impresionado mucho, por lo que, cuando se hablaba de eso, proponían

    otros juegos o simplemente se iban.En cambio mi segundo entierro fue espectacular, y el culpable de todo fue elNegro.

    La consigna había sido: presentarnos de riguroso luto a la Facultad y no entrar aexamen, quedarnos en la puerta del aula como protesta ante aquel profesorreaccionario que había sacado a Laura de la clase y no había querido darleexamen, simplemente porque se enteró que había sido dirigente de la Alianza deJuventud Democrática.

    El Negro Muñoz, Leonel y yo cumplimos con lo acordado, pero los otrosdieciocho compañeros, con más miedo que vergüenza, no sólo llegaron vestidos

    igual que siempre, sino que entraron al examen riéndose de nosotros.Burlados así, y además amenazados por el viejo que nos gritó en el corredor:“¡Comunistas desgraciados!”  “¡Como sepa que vuelven a presentarse a laFacultad, le voy a avisar al Comité de Defensa contra el Comunismo!” 

    Eran las doce del día cuando salimos con nuestros trajes negros prestados deaquella Facultad cada vez más reaccionaria. Casi una hora hablamos deliberadoen el corredor acerca de nuestra suerte. Sabíamos que sin haber ganado el

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    curso aquel era imposible que pudiéramos graduarnos algún día, aunque paraeso faltaba muchísimo, pero, de todas maneras, la preocupación comenzaba apesarnos hondamente. Además, el viejo ese cabrón había ganado la propiedaddel curso por oposición, de modo que tendríamos que esperar a que se murierao se jubilara para poder volver a recibirlo, ya con otro catedrático.

    Nuestro abatimiento se transformó en inusitado júbilo cuando, al pasar por elzaguán, donde se apilaban miles de libros marxistas destinados a serquemados, Leonel se apropió de El Capital y el Negro de las Obras Escogidasde Lenin. A mí me buscaron tres tomos de las Obras de Marx y Engels, queenvueltas en periódico -el Negro llevaba uno del día que utilizamos para eso- melas embutió bajo el brazo con gran satisfacción, sin saber que por esos libros ibaa comenzar, mucho tiempo después, el desencadenamiento de losacontecimientos que vinieron a parar en este tercer entierro.

    Pero aquella mañana de sábado, perfectamente enlutados y con nuestros librosocultos en hojas de periódico, no teniendo a dónde ir a desahogar nuestrafrustración de un examen de Filosofía Antigua, cuando pasamos frente al BarElizabeth, el Negro, que caminaba a la orilla de la acera, nos empujó a Leonel ya mi hacia adentro; los batientes de resortes se mecieron con nuestra violentairrupción y ya no salimos de allí sino hasta las tres de la tarde, hora fatal en laque se le ocurrió al Negro que pasáramos a saludar a los chafas muertos en unaccidente de aviación, a los funerales que estaban a dos cuadras del bar.

    Las cuatro capillas estaban atestadas de gente y flores. Nosotros, con nuestroluto y nuestros libros ya un poco descubiertos por las rupturas del papel, fuimosMuy serios a dar el pésame a la viuda y a las hijas del general don CrecencioMata y Villavicencio. Después salimos para pasar a la otra capilla, sofrenando larisa ante la teatralidad de Leonel, que, en nombre del Frente Estudiantil Social

    Cristiano -decía, ceremoniosamente- traemos a usted nuestra palabra deresignación y reconforta... reconforta... reconfort... bueno, usted me entiende quela queremos reconfortar ¿verdad? Y estornudó para disimular. “Venimos a deciradiós al gran militar anticomunista, héroe de la patria, cuyo concurso ha hechoposible que el país se encamine por derroteros de paz, tranquilidad y amor,después de haber expulsado, con el coronel Castillo Armas a la cabeza, a losinfames comunistas que solamente vinieron a destar.. desgraci... descompo...bueno, usted me entiende que ellos vinieron a desvaldizar la patria...”  Y asísiguió durante cinco minutos, frente a la viuda que lo veía con ojos entreagradecidos y llorosos, poniéndole las manos en los hombros. Mientras tanto, ya medida que se exaltaba más con su propio discurso, Leonel iba abrazándola

    hasta que ella paró gimiendo en su pecho, en tanto que la concurrencia se ibaponiendo de pie y rodeaba al orador, que finalizó soberbiamente sudemosteniana necrología diciendo: “Por todas estas virtudes, aunque yace aquí

     junto a nosotros su cadáver, debemos gritar ‘¡QUE VIVA EL GENERAL MATA YVILLAVICENCIO!”’ 

    Muchos concurrentes, ya emocionados también respondieron: ¡QUE VIVA! Yhasta la viuda dijo: “QUE VIVA” aunque con voz más amargada y triste.

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    Salimos de aquella capilla y pasamos a la del coronel Mancilla, pero unmomento antes de entrar, Leonel sentenció: “ Ahora le toca al Choco.” Eso mehizo dar un reparo y protestar; Leonel me empujaba y yo me agarraba del Negro.

     Así, forcejeando los tres nos metimos a un pequeño cuarto repleto de ataúdes yallí fue donde se le ocurrió al Negro que me enterraran junto con los chafas.

    Zambutámoslo aquí en éste --dijo, abriendo un sarcófago muy lujoso-. Memetieron por la fuerza con todo y mis libros y como no podían cargarme entre losdos, Leonel se asomó al pasillo desde donde llamó a dos soldados de los quehacían guardia en una de las capillas. Uno de ellos, quizá porque iban a cambiarla espada y el quepis del general, que lucían sobre su ataúd, traía en las manosotros iguales. El Negro los colocó inmediatamente sobre mi cajón y ya entre loscuatro me comenzaron a sacar de la funeraria. Los pobres soldados viéndolostan enlutados debieron tomarlos por parientes cercanos de algún muerto, yaunque seguramente no se explicaron por qué sacaban al muerto de aquelcuartito, obedecieron y marcharon al frente.

     Al llegar a la puerta un corneta alzó su instrumento y desde mi gran féretro

    escuché cómo me saludaban con largas notas de clarín. Escuché vocesmilitares, taconazos multiplicados, el pausado sonar de un redoblante que vino acolocarse tras el carro funerario donde me metieron, y luego escuché unamarcha fúnebre tocada por la banda militar que estaba a la puerta del recinto.

    El carro arrancó y marchamos lentamente hacia el cementerio.

    Unas cinco cuadras adelante escuché una discusión entre dos hombres quevenían corriendo por la banqueta y el chofer del carro funerario. El cortejo sedetuvo, a los cadetes que marchaban con paso de ganso atrás de mi entierro lesmarcaron el alto. Los dos hombres se encaramaron en el vehículo y leordenaron al piloto que doblara sobre un callejón próximo. Luego abrieron el

    ataúd y me ordenaron que saliera. Yo quería protestar, porque comenzaba adormirme en aquel blando y lento viaje al más allá. Pero ellos me tiraron de laropa y me advirtieron: ¿No ve que le puede costar muy caro esta broma?¡Lárguese! ¿No ve, estúpido, que el ejército puede cobrarse la burla?

    -No veo nada -les respondí. -Pues de veras que no ve nada -dijo uno alcomprobar mi ceguera.

    Me ayudaron a llegar a la acera y ya allí comencé a caminar para alejarme deaquel asunto, mientras el carro fúnebre retornaba por el muerto de verdad.

    No había caminado ni media cuadra cuando me alcanzaron el Negro y Leonel,que me saludaron cerca del oído y en voz baja: ¡Hola! Don muerto, ¿cómo

    dejaste el otro potrero?Yo, que ya comenzaba a tener despejado el testuz, les pedí que nos alejáramoscuanto antes de allí para evitar que nos capturaran y nos hicieran añicos porhaber suplantado al general en su último paseo. -Además llevamos los libros,muchá; si nos los encuentran capaz que nos dan agua estos chafasdesgraciados.

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    -Sí, y van a decir -reflexionaba Leonel sin dejar de apretar el paso- que se tratade un complot comunista para agraviar la memoria del general.

     Así, con un sol triste a las espaldas, casi como soñoliento, caminamos calleabajo, transcurriendo por aquella tarde de sábado urbano hasta tomar unacamioneta y volver a casa.

    Una tarde volvimos a reunirnos los tres, y entonces aproveché para preguntarlea Leonel qué significaba aquella palabra extraña que con tanta vehemenciaderramó como una mágica y prodigiosa expresión, encontrada a última horamientras acuchuchaba a la viuda del general Mata y Villavicencio.

    -Creo que dijiste desvaldizaron. ¿Podrías explicarme qué demonios significa esapalabra que impresionó tan bien a la concurrencia del velorio?

    -Yo ni me acordaba cómo era la palabrita. Se me ocurrió en ese momento y lasolté para demostrar que podía decir cosas raras -dijo, y desplegó su risa como

    de costumbre abriendo los brazos y balanceando el cuerpo al ritmo de lascarcajadas.

    Entonces fue cuando dispusimos enviarle una carta atestada de palabrasdesconocidas al viejo de Filosofía Antigua, de la cual el Negro Muñoz guardódurante mucho tiempo -quizá todavía la guarde- una copia a la que le puso unmarquito de madera con vidrio y la colgó a la cabecera de su cama.

    El nos contó que la primera vez que catearon su casa les dijo a los soldados quese trataba de un texto en esperanto que le acreditaba como profesor de laUniversidad de Río Cacoso en Nueva York, y se lo creyeron porque la cartaestaba sellada con un estampado igualmente extraño y firmada por tres sujetos

    cuyos nombres, absolutamente impronunciables por los soldados, no eran otrosque el del Negro Carlos Muñoz, el de Leonel y el mío, escritos al revés tal ycomo se la entregamos al maestro de Filosofía Antigua.

    Por fin ganamos el curso, pero para ello tuvimos que crear todas las condicionesobjetivas que permitieran alejar durante un semestre completo de la Facultad alrecalcitrante anticomunista que nos había expulsado de su clase aquel agitadosábado del examen final.

    Se fue con Platón, Sócrates y hasta Aristóteles, el karma y el Tao de susvacaciones forzadas; se llevó a los presocráticos, excepto, supongo, a Heráclito,a quien aborrecía porque, según decía casi a gritos, él era el culpable de que losmarxistas anduvieran ahora con esa cantaleta de la dialéctica, que ni siquieraentendían por qué uno si se baña dos veces y hasta diez en el mismo río, ya quelas aguas se vuelven a juntar en cualquier momento metafisico de la historia delcosmos y el mismo sujeto, después de un millón de años de haberse muerto,puede volver a reunir las mismas células y en una especie de desembocadurade miles de metempsicosis recupera la energía idéntica a la de su primer espírituy vuelve a ser el mismo...

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    Pero todo aquello ha sido cernido en la experiencia de días juveniles que seencendieron y se apagaron dejando su chispa inmortal anímica en nuestrosespíritus inquietos. Ahora hay que considerar, muy responsablemente, que yo hemuerto y que ya este cortejo de ciegos y videntes que acompaña a mi féretro desegunda se encamina hacia la Asociación de Ciegos (y similares), como decía el

    Negro cuando fue nombrado por aclamación secretario de Actas de la misma,porque siendo él vidente, alegaba con toda razón que el vocablo “ciegos”  eraexcluyente y que él resultaba así excluido, lo cual era injusto. Y qué bien jugaronsu papel nuestros secretarios videntes. Gracias a ellos existe todo un archivo deactas y otros documentos que ponen al descubierto el execrable papel de losanticiegos, por cuya culpa tuve que morirme un jueves del mes de junio de 1964,y hoy viernes me llevan a enterrar, no entre cuatro zopilotes y un hermosogavilán, sino entre un montón de -como se dice entre los chocos- faltos,carentes, ciegos, invidentes.

    Y ya siento que vamos entrando a la Asociación. Ahora me llevarán al cuarto delfondo -según expresa voluntad del muerto, para dejarme meditando- si es que

    los muertos meditan, aunque sea sólo los que expresan esa voluntad antes demorir. íngrimo y sin compañía durante media hora, los directivos efectuarán unbreve homenaje a mi persona en la sala delantera.

    Ya vamos por el corredorcito. Aquí me iba a matar hace diez años un oficial delllamado Ejército de Liberación cuando esta casa era un antro puteril alegre ytrasnochador. Las señoritas putas salieron en mi defensa porque el oficial habíasacado una escuadra 45, luego que yo lo maltraté por haberme querido hacerzancadilla al extender la pierna desde el pilar donde estaba recostado hasta lapared. (Ahora rezan todas las cieguitas y algunas lloran por mí.) Si supieran queaquella noche las ménades que las antecedieron en el uso de esta casa rezarontambién, pero para que no nos mataran al Negro, a Leonel y a mí, que salimoshuyendo luego de que ellas dejaron más que maltrecho al señor oficial al darlecon botellas, palos, ladrillos y macetas al grito de “¡Lo que hay con el choquitohay con nosotras!” 

    Pero después vino la confusión del barrio y se dio una discusión entre losvecinos que duró varios meses.

    Precisamente fue cuando tomamos esta casa, porque habiendo sido un lupanar,ninguna familia quería habitarla, lo que permitió que la Asociación, paupérrima yperseguida, tuviera por primera vez varios cuartos, dos baños, un patio repletode flores, una pila con dos lavaderos y hasta cocina por solamente veintequetzales. Así, los ciegos comenzaron a venir muy alegres a sus reuniones y

    fiestas, a jugar dominó y a leer sus libros en braille, mientras que allá afuera elvecindario se dividía en dos bandos: uno opinaba que ¡pobres las Se'ñoritasputas porque se habían vuelto cieguitas todas! El otro aseguraba que no, queeran las cieguitas las que se habían vuelto putas. Hasta que logramos que unpintor de anuncios comerciales nos hiciera el letrero en azul con caracteresamarillos ASOCIACIÓN CENTRAL DE CIEGOS. Eso evitó también lasimpertinencias de muchos beodos que siempre querían pasar adelante, muchasveces desde muy temprano de la noche.

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    Ya están depositando el ataúd sobre la mesa. Todos me dan toquiditos y se vanalejando. El Negro está solo, quizá quiera verme, ojalá que no abra la tapaporque me voy a reír en sus narices y se va a zurrar del susto, y yo voy a tenerque entiesarme de nuevo para que no hablen mal de la ejemplar conducta de unmuerto responsable, que por nada del mundo asustaría a sus amigos.

    Tengo verdaderamente ganas de llorar. Los recuerdos se van desprendiendo delas paredes como cuadros viejos que caen planeando hasta confundirse en losrumores que mecen en suave oleaje el ámbito encogido -sobrecogido es máscorrecto- de esta casa que ahora navega sobre la inmensa palabra MUERTE. Lapalabra vida es fulgurante, a veces iridiscente o flamígera, pero aunque seamultitudinaria y explosiva y se reparta en fragmentos que luego vuelven areproducirse y crezcan cada uno como globos independientes y poderosos, nodeja de manifestarse en su conjunto como un trazo portentoso si se quiere, peronada más que eso, un trazo en el universo. En tanto que la palabra muerte eselevada, profunda, amplia, abarca la eternidad, está antes y después de todoslos relojes. Hasta del reloj de Dios, como decía aquel viejito que sustituyó al

    carajo maestro reaccionario que nos negó el examen de Filosofía Antigua, sóloporque llegamos de luto y comenzamos a gritar que si no le daban examen aLaura (la compañera que él había expulsado días antes del aula) nopermitiríamos que siguiera dando clases en la Facultad. Y nos echó, porquenosotros no tuvimos ninguna fuerza al haber sido traicionados por los otrosdieciocho compañeros.

     Aquel viejito que lo sustituyó decía algo muy inteligente respecto al Poeta: “¡Ay,si supiera que ahora lo vamos a enterrar de verdad, no como en sus dosanteriores sepelios! Ojalá que todos nos quedásemos por lo menos unos tresmeses ciegos. Eso nos ayudaría a comprender mucho más correctamente almundo pero, sobre todo, a las grandes potencialidades del ser humano.”  Yvolvía a mencionar el reloj de Dios, que él identificaba con algo así como unaentelequia en la que se fundían tiempo, espacio, conciencia, sabiduría y materia,capaz de marchar hacia adelante y de revertir su transcurrir, apresurarlo enciertas condiciones y morigerarlo en otras.

    Es el gran hallazgo de Einstein, la relatividad en el tiempo y el espacio no puedeconcebirse como una mera percepción subjetiva; los fenómenos reales seextienden o se reducen, se dilatan y duran más o menos según la velocidad, larelación con otros fenómenos y otras circunstancias no enteramenteesclarecidas por la ciencia todavía.

    -Y mire, don Honofre -le preguntó una vez el Choco-, ¿qué pasaría si al reloj de

    Dios se le rompiera la cuerda?-Imposible, imposible. ¡El reloj de Dios no tiene cuerda! Es de baterías atómicascon energía de soles.

    No sé cómo puedo ponerme a dialogar con sonrisas con todos estos ciegos queme rodean si tengo tantas ganas de llorar.

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    Sin embargo, yo que los conozco tan bien, los observo conversando ydiscurriendo a lo largo de toda clase de pasajes de la vida del Poeta y veo cómomuchos de ellos, los más genuinamente ciegos (es decir, los que hanestructurado todo un sistema de hábitos naturales que les otorgan un sellodistintivo a su propia personalidad) me saludan sonriendo, o hasta haciendo

    gestos de condolencia sin complicaciones. Los ciegos problematizados, aquellosque no logran liberarse de un cierto escozor de conciencia causado por lasombra de su circunstancia, ofrecen un comportamiento frecuentemente torpe ydesadaptado y no llegan a incorporarse con fluidez y naturalidad al entorno enque se mueven. Casi siempre se tropiezan, protestan y no logran disimular sudisconformidad para con la situación en que les corresponde desempeñarse. Aéstos, los ciegos auténticos, los que no han logrado adaptarse sin reaccionesneuróticas a su situación, los llaman ciegos a medias.

    Entre los verdaderos ciegos, el Poeta logró desarrollar una sensibilidad tanpenetrante respecto a ciertas situaciones psíquicas y hasta orgánicas de losdemás que, según nos explicaba, era capaz de intuir -en el sentido de captación

    global y no de adivinación de esencias fenomenológicas- qué grado dereceptividad se presentaba en las mujeres en cuanto a sus requerimientosamorosos. De ahí que se lanzara con la primera caricia, avanzaba campante,soberano, sabiendo que no encontraría resistencia ni rechazo.

    El fue el que me enseñó la teoría de los olores. Decía que el olfato estabatotalmente atrofiado en el hombre moderno, sobre todo el urbano, pero que losverdaderos ciegos aprendían a utilizarlo no sólo en la captación de datosgruesos, como para localizar una farmacia, una peluquería o una cantina, sinopara encontrar estímulos a veces muy sutiles, pero suígéneris, como elespecialísimo olor que despiden las mujeres cuando comienzan a envolverse enesa mezcla de temor y deseo que les produce el hombre agradable, y las dulcesoleadas de fragancia que despiden desde su piel cuando las caricias les vanencendiendo el ánimo y las van haciendo más y más débiles ante cualquiercensura subjetiva. El decía que se trataba probablemente de alguna descargahormonal que modificaba el olor de la piel... y en eso sí que era ducho el jodido.

    También me enseñó la teoría de los verdaderos ciegos, acerca de los ciegos amedias, que no son los amblíopes, sino los que, sin ver nada, no aprenden acomportarse con soltura y naturalidad, que tienen que denunciarse ante losdemás como “cieguitos”  desde sus primeros movimientos o sus palabrasiniciales en cualquier conversación.

    -Son esos pendejos -me explicaba- que agachan la cabeza, arrastran las patas

    para encontrar una hipotética grada, que se agachan bruscamente cuando seles cae una moneda y se revientan la madre contra el filo de una mesa, en lugarde esperar que suene bien en el suelo para ubicarla con precisión; y hacenparejas a escondidas porque no se atreven a transcurrir con igualdad dereclamaciones que los videntes, por este mundo que no puede dividirse en unsector para ciegos, o si querés más amplio, para los minusválidos en general, yotro para videntes. En el mundo andamos todos encaramados, mano, dando lasmismas vueltas, con los mismos afanes, las mismas luchas, las mismas tristezas

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    y las mismas incertidumbres. Ahora, los anticiegos  –acotaba apostrofandovehementemente su intención- son esos hijos de puta que se consideran a símismos como llamados a producir lástima y a vivir de ella.

    Claro, la sociedad discriminatoria en la que se debate nuestra vida y muerteproduce más anticiegos que ciegos verdaderos, aunque en ello se desliza

    implícitamente una pulsión moral que toca la dignidad y la expectativa delhombre.

    Yo, Carolo Muñoz, el Negro, estoy aquí confundido entre este ciegal ycomportándome como cualquiera de ellos. También otros videntes repartidos endistintos puntos de la casa. Está Leonel Bravo, don Gabino, el clarinetista, quevenía a enseñarles música tres veces por semana, aunque creo que aprendiómás él con estos de la orquesta que lo que les ha transmitido como nuevo.Paquito, el que siempre se encarga de atender el bar cuando hay fiesta,Mariana, Julita, Gladys y como diez o quince más, todos con caras compungidasy vestidos oscuros, conversando mientras la Directiva de la Asociación preparael homenaje póstumo al Poeta.

    Observo que dos anticiegos se han colado en la casa y deambulan tratando deescuchar en todos los grupos, pero obviamente ya los verdaderos ciegos losolfatearon, porque han comenzado a rodearlos y les han empezado a interrogarsobre su presencia.

    Están un poco asustados, pero lo que hablan parece ser sincero.

    -Nosotros hemos venido porque queríamos mucho al Poeta. Nos enteramos porla radio y queremos acompañarlos.

    -Recuérdense que a nosotros nos obligaron a salirnos de esta Asociación. Yome fui llorando porque quería estar con ustedes, pero si no nos íbamos, nos

    quitaban nuestras ventas y nuestros billetes de lotería. Yo tengo once hijos yaquí don Chito tiene dieciséis.

    ¿Y será con la misma?, me pregunté, y luego me respondí con la voz interior delPoeta: “Con la misma pero con cuatro mujeres, pendejo.”  Se ve que estoscieguitos no ven lo que hacen, por eso se llenan de hijos, porque si no estánhaciendo mañas están hablando de hacerlas.

     A mí, estos ciegos me enseñaron a valorar de manera diferente el mundo, digo,los verdaderos ciegos, y tal vez por eso fue que cuando uno de los anticiegos,achichincle de Saturnino, soltó un discurso abyecto, rastrero, ante la prensa, nose me ocurrió sino exclamar con toda la fuerza de mi más absoluta sinceridad:

    “¡Este hijo de puta no merece ser ciego!” ¡Híjole!, estoy a punto de soltar una carcajada ahora que va a principiar el actopóstumo. Y si me río, voy a llorar, porque mi risa es gemela a la del Poeta queahora está allí en el cuartito del fondo por su santa voluntad. (Tal vez pidió quelo encerraran allí porque fue en ese lugar donde abrió los primeros pétalos detantos aromas secretos femeninos... tal vez así sea.)

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    Me había distraído pensando en tantas y diversas experiencias ocurridas en estamisma casa, pero el presidente de la Asociación ha llamado discretamente paraque nos apretemos en la sala, ya que principiará el acto póstumo dedicado alPoeta, y he reparado en que me estaba quedando solo en el patiecito lleno demacetas. Avanzo y me arrimo a la puerta, donde un grupo hace intentos por

    penetrar un poquito más en el ambiente, completamente colmado de gente. Algunos han preferido salir a la calle y situarse pegados a las ventanas abiertaspara escuchar desde allí. Yo trato de alargar el cuello y meter un poco la cabeza,pero hay demasiada concurrencia, es imposible, salgo por el zaguán y meencamino a la tercera ventana aún sin público, y me dispongo a presenciardesde allí todo lo que ocurre dentro.

     Algunos automóviles se han colocado en fila a lo largo de la cuadra, tras uncarro fúnebre que aguarda la salida del féretro. Desde el interior de la sala, elpresidente de la Asociación los señala con el índice, explicando que haysuficientes vehículos para trasladar a todos los asistentes hasta el cementerio, loque se hace indispensable puesto que la lluvia no tardará mucho en caer. El

    Poeta sentía casi siempre el preludio de cualquier aguacero. -Es como si el airese hiciera más pesado -afirmaba-, como si algo muy grande se situara alláarriba. Uno siente perfectamente cuando está bajo techo; la presencia de lalluvia antes de que caiga es igual que estar bajo techo, pero se trata de un techoenorme y lejano, sumamente alto.

    Un relámpago proveniente de adentro me indica que los reporteros han entradoen acción. El discurso de un joven ciego comienza a imantar la atención general.Se refiere a la trayectoria del Poeta, como líder, como estudiante, comocompañero. Pronto se hace como un rio cada vez más ancho y caudaloso alabrirse paso por entre las moles de silencio que se aquietan desde la sala alinfinito, al derramarse en alusiones profundas a la obra del difunto.

    Yo, Leonel Bravo, estoy a punto de precipitarme en la cima de un llantovoluptuoso y retrospectivo al evocar aquella noche de diciembre en que losversos que ahora escucho fueron leídos por el Negro Muñoz en casa de laPelirroja Mireya, hace ya unos ocho años. El Poeta se contenta para evitar queuna lágrima lo traicionara desparramándosele fuera de su angustia. Bebimos ronaquella noche y lo vi besando a la Pelirroja a escondidas.

     Ahora pasa en esta corriente de emociones que viene desde la voz del oradorhacia la incógnita de nuestras incertidumbres, pasando bajo el arco azulprofundo de la muerte, un episodio y otro y uno más, y una secuencia deepisodios que navegan tras las palabras, como a remolque de la vida, y siento

    que el tiempo se ha parado. Al reloj de Dios se le ha roto la cuerda, porque elPoeta vuelve a hablarme desde su poesía mínima y cadenciosa, cerrada comoun puño en el que se aprieta una verdad descomunal que sintetiza un pálpito deluniverso entero. Oigo al orador y camino por el aire tras sus vocablos recortadostaxonómicamente luego de cada concepto, de cada imagen.

    De mi muerte, masculina y dulce, se derramará la vida, se alzarán loshorizontes. Dejo un poco de mi muerte en cada beso; siembro un lirio de muerte

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    en tu vientre generoso, a través de la llama vital y femenina de tu sexo, para queemerja en sonrisa y esperanzas, el impulso vital de mis semillas. Permítememorir un poco en el hondo recorrido de tu cuerpo: quiero resucitar, con mimuerte masculina, colgando en la alborada.

    Había versos lanzados desesperadamente a la patria que sentía morirse en él,

    aunque envasados en sobre de sensualidad irremediable descargaba ladedicatoria a alguna imagen femenina que bien podía ser la de la Pelirroja ocualquier otra. ¡Vaya uno a saber con los poetas como el Choco!...

     Ahora el tiempo se pone de nuevo en movimiento. Los versos pasaron y sefueron, yo estuve anclado en una noche de diciembre y ahora recién retorno a

     junio de 1964.

    Todo se ha movido en el interior de la sala. Hubo sin duda algunas palabrasfinales y la develación de una fotografía del Poeta en la pared del fondo, desdedonde ahora mira con sus ojos ciegos a todos sus compañeros de la Asociacióny a sus amigos, incluyéndome a mi, con su cara complaciente como si se

    dispusiera a revelar una gran verdad o a contar un chiste nuevo. Algunos ciegos que vienen en el torrente humano comienzan a desplegar susbastones plegadizos, otros alargan los suyos telescópicos. No logro descubrir aninguno que use bastones fijos de una sola pieza. De todos modos, la mayoríano los extrae de sus bolsillos porque, al moverse despacio con toda la masa deconcurrentes, no les son necesarios.

    Partimos hacia el cementerio embutidos en carros de todos tamaños y coloresque han puesto a disposición de la Asociación muchos amigos del Poeta,además de los rigurosamente negros de la funeraria. Vamos un tanto apretadosporque la cantidad de los que desean estar presentes supera un poquitin la

    capacidad de los vehículos.La marcha silenciosa se desliza bajo una llovizna inquietante que mece suscortinajes de esquina a esquina, convirtiéndolos cada vez más en pesadostelones de agua que en breve habrán pasado a la categoría de verdaderoaguacero.

    Las coronas sobre los carros lucen empapadas. Dentro de poco, cuandoaguardemos en el momento final, cuando los enterradores suelden conargamasa el último ladrillo y todos pongan cara de interrogación, sabiendo quelo único que queda es marcharse, todos estaremos igualmente ensopados comozanates y ello será el pretexto de esta parvada de ciegos para irse a refugiar enEL ÚLTIMO ADIOS, o a cualquier otra cantina de las que abren sus puertasfrente al cementerio general.

    La tormenta retumba su voz de teponaxtles irredentos, convocando a las almasa esta suerte de aquelarre, en el que se dispone acabarse el agua del universopara impedir el entierro. Ángeles grises surcan los confines con su aleteoimperceptible; cerbatanas ocultas comienzan a descargar ráfagas de granizosobre las calles. El sepelio avanza lentamente por entre un acuario móvil en elque se van deslizando las imágenes sucesivas de las casas, las gentes que

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    pasan con sus paraguas, los agentes de tránsito escondidos en las puertas, losborrosos letreros que anuncian una fábrica de lápidas marmóreas, unalavandería en seco, en la esquina, una tienda donde se venden comidas típicas:tacos, enchiladas, chiles rellenos, revolcado, patitas a la vinagreta, guacamole,tostadas de frijoles volteados... y seguimos.

    Como llueve tanto, se dispone que ingresen todos los vehículos al camposanto.Cuando el carro fúnebre cruza el amplio pórtico, la campana cuentamuertos sequeja bajo el agua y eso le ahonda el sentido fúnebre al sonido, que al apagarseen el unísono parlamento del aguacero provoca una concavidad mayor en elsilencio que portamos sobre nosotros.

     Ahora veo cómo descienden de los autos todos los familiares, los amigos deldifunto. Todos se lanzan al chaparrón como si no sintiesen la agresión del agua.Se van apretando en un montón compacto y tenso frente al nicho que abre suboca comemuertos allá arriba, en la sexta fila del muro. Abrazo al Negro queestá con la cara mojada de lluvia pero con el ánimo a una micra del llanto.

    De pronto el diluvio se corta. El ataúd es llevado hasta un ascensor de una solatabla que comienza a subir con un chirrido impertinente. Los enterradores subenpor escaleras y se sitúan en el ascensor junto al féretro; lo ponen en posiciónadecuada y comienzan a empujarlo hacia adentro.

    En ese momento brilla el sol, como si no acabara de estar lloviendo bajo un cielogris. Comienzan a cerrar el boquete con movimientos tranquilos y seguros. Escomo si el Arca de Noé acabara de atracar y uno de los pasajeros, el más nobley tierno, fuese obligado a retornar hacia lo incógnito por un túnel misterioso.Solamente se escucha el ruido de la cuchara, luego el de la espátula queempareja la última capa de repello. Un movimiento común, espontáneo, sinpalabras, comienza a soltar las amarras que mantenían inmóvil a la multitud

    ensopada, ahora bajo el sol. Los albañiles fúnebres se ponen de pie y elascensor comienza su descenso. Un rayo en seco, allí nomás, en algún puntodel cementerio, a lo mejor sobre el muro mismo donde acaban de enterrar alPoeta, eleva su llamarada verdosa y suelta su estampido que se va retachandopor la rosa de los vientos, hasta apagarse poco a poco en los últimos rebotes,allá en las oquedades de las montañas.

    -Sólo el Poeta podía meternos un susto así después de muerto -reza en voz bajauno de los directivos. Quién sabe si no siga metiéndonos otros más fuertes -lereplica el muchacho del discurso fúnebre. Me uno a ellos y marchamos, comoera previsible, a EL ÚLTIMO ADIÓS.

    EL ÚLTIMO ADIÓS es una cantina decente -puede decirse- pero cantina al fin yeso no me agrada para convertirla en punto de reunión donde rematamos ladespedida del Poeta.

    Estoy abrazando al Negro, con todo y la cara de compungido que tiene, y sé quelo está. Me aprieta más de la cuenta y hasta me parece que trata de hacer unmasaje furtivo con sus pectorales derechos en mi chiche izquierda. Tal vez sonexageraciones mías, porque el pobre está a punto de estallar en lágrimas; sólo

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    porque le prometió al choquito que no lloraría por él en público, sé que no lohace, pero aquí lo tengo, tan cerca y tan calientito que me parece que del pesarse puede pasar insensiblemente al placer, como que la muerte llama a la vidainmediatamente.

    -Bueno, Negrito, dejá pasar al señor. No llores para afuera. En EL ÚLTIMO

     ADIÓS nos juntamos.-Y si no, aunque sea dónde el Chino pobre y de allí... ¿Y de allí adónde? -lepregunto, pensando que debe terminar de separarse y avanzar para que pase elotro que viene en la fila dándonos el pésame a nosotros, los que lo recibimosaquí, en la puerta del cementerio junto con los dos familiares que han venido. Loempujo suavemente para que se aparte y camine.

    -Hasta EL ÚLTIMO ADIÓS, hermosa. Tengo el espíritu del Choco y por eso mesiento con derecho absoluto a estrecharte hasta el horizonte de mis entrañas...

    Lo último lo dijo ya caminando en la cola pero con una cierta sonrisa de malicia.Yo no he entendido bien, pero eso del horizonte de mis entrañas me pareciópornográfico, no sé por qué. Y creo que de verdad la chiche me la apretaba másde la cuenta.

    De todos modos, yo ni fui nunca nada del Poeta, aunque todos lo creyeron así, yeste chavo no está tan desagradable. Además quería tanto al Poeta... y en esosí que éramos iguales. Sí, iguales --dice el señor viejito que me abraza ahora enlas últimas tentaciones del pésame (y me doy cuenta que he dicho algunaspalabras en voz alta). Mientras tanto, continúa él y agrega: -Igualitos, ustedparece su hermana. Permítame que le dé un beso respetuoso y triste en lamejilla.

    Y me lo zampó sin que me diera tiempo a decirle que no.

    Más que un beso fue ventosa, pero bueno, era el último de la fila y la hora demarcharse había llegado. Me despedí presurosamente de la madre y la hermanadel Poeta y fui con todo y mis dudas a reunirme con los más apesadumbrados aEL ÚLTIMO ADIÓS.

    No cabe duda que éstos ya tenían todo preparado Porque hasta mantel lesPusieron. Sobre la mesa -mejor dicho las tres mesas reunidas en fila hay variasbotellas de ron, “aguas negras del imperialismo” como le llaman a la mezcla esaque le añaden al trago), varios platos, azafates con boquitas: chicharrones -fresquitos del día , aguacate, chojín, tortillas con revolcado, tiras, longanizas...Esto va para largo, como que más andan celebrando el deceso del Poeta que

    lamentando su desaparición. Pero en fin, en momentos de persecución,cualquiera se aferra a la vida con cualquier ademán, aunque sea éste de deleiteen los brindis o como el que insinuó  –o no sé si sólo lo insinuó el abusivo delNegro cuando me apretujó- al darme el pésame en la puerta del cementerio.

    Como nos sintieron llegar a Gladys y a mí, estos ciegos han comenzado adesplazarse de tal manera que queden cerca o frente de cada una de nosotras.

     Ahora viene aquí el del discurso de despedida, que incluso recitó unos versos dememoria (¡y qué bien lo hizo!), se me sienta a la izquierda diciendo: “Con

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    permiso”, y yo no le contesto para ver si adivina quién soy. Entonces rodea elrespaldo de la silla con el brazo y me dice como en secreto:

    -Hola, Pelirroja. Tengo cosas importantes que comunicarle, pero no aquí en lamesa, no se me escape sin que hablemos.

    -¿Y por qué tan misterioso? -le pregunto-, ¿por qué no me las dice de una vez?Peor si son de amor -lo provoco.

    -Esas sí puedo decírselas aquí, pero prefiero hacerlas que decirlas. igual quetodos los chocos pienso. -Calma, calma. No sea mal pensada  –me adviertecomo si leyera mi pensamiento-. En realidad se trata de cosas importantes.Tenemos que trabajar muy duro en memoria del Poeta. A estas horas él estarápensando que estos tragos que nos vamos a tomar aquí no deben servir paraperder el tiempo, sino para acelerar un plan que dejó escrito y que debemosponer en práctica cuanto antes.

     Aquí enfrente, al otro lado de la mesa, se han sentado el Negro y Leonel. ¡Cómome gustaría que el Negro me volviera a estrechar como lo hizo en la puerta delcementerio, pero sin que hubiera gente alrededor!... Siento que me estoyponiendo colorada por pensar estas cosas, porque la verdad es que siempre meha gustado mucho y, pese al pesar, me emocionó el roce de su cuerpo.

    Pero ahora ni coco me pone; trato de que me vea, le sonrío con los ojos y élserio, discurriendo en voz muy queda con Leonel. Mejor le voy a tocar el pie bajola mesa. Estiro mi patita, la voy alejando poco a poco... ya está, aquí topé con suzapato (me gustaría que se lo sacara y me acariciara el pie con el suyo, aunquefuera con el calcetín). ¡Recondenado, lo ha retirado asustado!... Ah, pero esLeonel el que mira hacia acá y abre la boca: -Perdón, Mireya. ¿Te pateé? -NoLeo, fui yo que estiré mis pies porque estoy muy cansada. ¿Ustedes no se

    sienten así?-Yo por lo menos -es el Negro el que me responde- sí. Y es que toda la nocheen el velorio, luego del ajetreo para poner los telegramas a los familiares queviven fuera; traer amigos a la casa, moverse en todas las incidencias delentierro, total, muchas horas de tensión.

    -Además -tercia ahora Leonel-, como que en el momento en que comienza elrelajamiento todo el cuerpo se aguada. Es como si al soltar un gran peso losmúsculos se aflojaran y hasta entra un cierto deseo de dormir o de reírse. Conperdón del Poeta, pero esto me ha ocurrido muchas veces, y hasta me ocurrióalguna en compañía de él. Después de haber estado bajo el efecto de un dolor,cuando comienza el relajamiento, puede desatarse una risa incontenible. Si novean a aquellos cuates del extremo -y señala discretamente a tres ciegos queestán a la cabecera-, ya comenzaron a soltar la risa.

    Todos volvemos nuestra atención hacia aquel grupo. Ellos comunicanfragmentos de sus motivaciones hilarantes a los vecinos, la risa comienza acrecer. Hasta este lado no llegan todavía ni la lógica del chiste ni parte de sucontenido, apenas se insinúa que algo jocundamente retozón ha brincado en elámbito y las sonrisas no se contienen; luego una palabra cualquiera. Alguien

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    dice: “Sí, realmente el Poeta pesaba como una ballena, y otra carcajada, mássonora, se destapa aquí.

     Ahora ya desbocadas, otra serie de carcajadas le hacen eco un poco más allá;alguien intenta agregar algo: “Lo que pasa es que debe haber metido a algunamujer en el cajón para no dormir solo esta noche.” Y ya hay lágrimas de risa;

    salen algunos pañuelos. El muchacho del discurso que está a mi lado se ponede pie, se bebe de un trago el ron que tiene en el vaso y comienza a toser, seestá ahogando de ron y de risa, eso complica más aún el desparpajo. Ya no hayquien no se sacuda de espasmos y sonoras carcajadas. Tengo miedo deorinarme bajo la mesa, retiro la silla y quiero preguntar por el baño, la risa me loimpide. Entonces solamente atino a tocarme el bajo vientre y decirentrecortadamente a Leonel y al Negro:

    -Pshshssssh.

    Interrogo con las manos “¿dónde?”  Uno de los ciegos que está en el otroextremo de la mesa me grita: “ Al fondo a la derecha, como en todas partes”, y

    cae hacia atrás en el respaldo de la silla para seguirse sacudiendo de la risaluego del gran esfuerzo para responderme. “éste es de los verdaderos ciegos”,pienso, llevándome mi risa por entre mesas, sillas y parroquianos que tambiénhan comenzado a reírse de igual manera.

    Esta cantina no es, como quien dice, prohibida para ebrios de baja estofa, sinembargo no puedo contenerme cuando un momento antes de entrar a la puertaanhelada (una puertecita casi secreta y semicubierta por una cortinita sucia consu papelito roto que dice “Damiselas”) caigo en brazos de un beodo gordo quese contorsiona de la risa recostado contra la pared. Abrazados nos reímos hastaque me doy cuenta que ese lugar no es el más aconsejable para una dama quesolamente quiere ir a depositar decentemente, a un lugar fuera de la vista del

    público, una encomienda corporal líquida que está por escapársele. Me libro delos brazos que se quedan abrazando y soltando sucesivamente los ángelesinvisibles que pasan en el viento, tal vez huyendo de los miasmas de estecuartito oscuro y feo.

    He vuelto a la mesa. La marea ha bajado ligeramente, el Negro luce alborotadoy sudoroso, lagrimea copiosamente y se suena con estruendo. Pienso que laúnica que ha creído que él se ha apretado eróticamente contra mi, soy yo.Tengo ganas de aclararle que nunca fui novia, ni mucho menos amante delPoeta, debo hacerlo y hoy mismo.

    Capítulo II

    Saturnino era un indio terroso, hijo de brujos y criado en ámbito de hechiceros.

    Un hombre ladino metido de contrabando a chimán, sólo porque tenía el peloliso y los ojos achinados como los de los indios, mató a su tata con un bebedizode vuélveteloco para quedarse con su nana, que entonces era hermosa y hastaalgo coquetona.

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    El padrastro en potencia no quería que Saturnino lo vigilara cuando iba a rondara la madre; por eso, cuando le vino aquel milagroso mal de ojo, se aprestó acurarlo.

    Todo el día estuvo preparando el remedio. Iba y venía, cortaba algunas cosas enel patio y luego volvía a machacarlas en la cocina. Esperó a que el patojo se

    durmiera, y cuando estaba ya cansado de insistirle a la Tomasa, madre deSaturnino, sin obtener ningún triunfo en su lucha, que casi llegaba al forcejeo,viendo que ya la luna estaba agachándose sobre el otro lado del tapial, fue,tomó su menjurje, entró hasta la cama del patojo, sin despertarlo le abrió un ojoy le aplicó un hisopo previamente calentado a la llama de una candela. Saturninose sacudió y quiso librarse, algo más que un grito le salió de todo el cuerpo.Después lo acostó de un empujón y le abrió el otro ojo completamente pegadopor las lagañas, la conjuntivitis le daba la apariencia de tomate. Volvió a aplicarel hisopo y Saturnino cayó sin sentido retorciéndose sobre la cama hecha decañas y con un petate doble a manera de colchón.

    -Ya te va a pasar, patojo chillón. Te vas a curar de veras, no jodás. Te dueletantito porque te estás quedando choco, pero es lo único que te salva de esemal de ojo que tenés.

    La Tomasa al ver a su hijo en aquel estado le arrebató el frasco de las manos ycomenzó a examinarlo: ¡semillas de chiles distintos molidas en una pastaterrible! Iba a lanzárselo a la cara pero el desgraciado ya había saltado fuera delcuarto y se escapaba riendo.

    -De verdad Tomasita, eso lo compone. No ves que tienen espíritus las cosasque le puse: espíritu de salud, espíritu de la vista, espíritu de...

    El grito de Saturnino lo interrumpió. Los ojos le echaban sangre, se le habían

    reventado.Ni el agua del jarrón de barro, ni los lienzos de manzanilla, ni todas lasmedicinas que ensayó la Tomasa pudieron retornarle el brillo a los ojos.

    Se le fueron formando tristes calcinamientos que dejaron, en lugar de aquellosvivaces relámpagos brillantes, dos chibolitas muertas blanquecinas.

    Odió al asesino de su padre, odió a su madre a quien juzgó culpable por darlepuerta con algunas coqueterías; odió a todos y lentamente se fue haciendoamigo del diablo, hasta que una noche decidió hacer un pacto con él. Pero elcondenado diablo no venía, por más que lo invocaba clamoroso, suspirante,vehemente, transportado, todas las noches de los viernes, mientras fumaba un

    puro por entre los limoneros, al fondo de la casita. A los diez años le fundieron los ojos. A los doce se fugó de su casa rumbo a laciudad. Después de una semana sin qué comer, aceptó que una señora loencaminara a un asilo de inválidos, donde encontró a otros ciegos, algunosindios como él, y donde pudo comer y comenzar de nuevo a fumar sus puros delos viernes.

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    Comenzó a conquistar seguidores, de modo que su fama progresó hasta elpunto de que lo consideraban poseedor de poderes sobrenaturales.

    Su fama llegó hasta la dirección del plantel, pasando por los rosarios de lasHermanitas de la Caridad, de modo que un día sintió cómo lo rociaban antes deldesayuno, lo que le provocó risa, hasta que supo, por infidencia de un

    enfermero, que se trataba de agua bendita. Entonces montó en cólera ycomenzó a clamar con el demonio todas las noches.

    Un Viernes Santo no pudo levantarse porque amaneció enfiebrado y casiinconsciente. Las Hermanas de la Caridad aprovecharon para ponerle uncrucifijo junto a la almohada y rezarle a la orilla de la cama.

    Saturnino, en su isla de atontamiento febril, mascullaba con letanía blasfema ydemoníaca: “Ustedes mataron a la Anita, ustedes le cortaron la paloma a donRamón, ustedes se pajean con candela, a ustedes se las coge el Padre Rich,ustedes pedirán perdón a Lucifer.” 

    -¡SHO CIEGO HIJO DE PUTA! -gritó la Superiora-. ¡Fuera de aquí! ¿Quién tedijo que alguien había matado a la Anita? Maldito. Ya te vas de aquí, tenés eldemonio metido en la sangre, no te lo podemos sacar ni con un exorcista.

    Y le pegó con su bastoncito en las costillas. El golpe hizo brincar a Saturnino,quien sentándose en la cama comenzó a escupir en todas direcciones. Unesputo cayó sobre el crucifijo y eso hizo que varias hermanas se abalanzaransobre el escupidor; pero en ese momento una vela se desprendió de lahornacina a la cabecera de la cama y cayó sobre el tumulto. No hubo incendio,pero las seis hermanas, incluyendo a la Superiora, así como el mismo Saturnino,salieron del cuarto en un solo brinco.

    Para mayor susto de las Hermanas, Saturnino no usaba camisón, de modo que

    no tenía nada que lo cubriera por debajo de la camiseta, lo que daba mayoresrazones para creer que “este indio lamido”  tuviera pacto con el diablo. Lashermanas salieron corriendo y a Saturnino lo llevaron a la enfermería, de dondesalió al día siguiente a la calle sin ningún boleto de retorno.

    Lo peor resultó cuando la empleada encargada de arreglar aquel dormitorio,salió corriendo despavorida a las ocho de la mañana del Sábado de Gloria.

    -Satanás, Satanás -gritaba enloquecida-, ¡allí está la mano de Satanás! ¡Allí, enla almohada de Saturnino! -y lloraba como una Magdalena de verdad.

    Nadie la hizo entrar de nuevo, pero en la puerta del dormitorio, ahora vacíoporque los otros nueve ciegos que dormían allí habían ido a desayunar, se formóun corro espantado que no atinaba si entrar, rezar o llamar a alguien.

    El hecho es que medio entraban, medio rezaban y medio pedían auxilio. Por finvino el doctor que, sin hacer caso de nadie, ingresó de sopetón. Pero una vezfrente a la cama de Saturnino -mejor dicho la ex cama- retrocedió con carapálida y ojos redondos.

    -¡Agua bendita por piedad! -exclamó-. ¡Agua bendita! Aquí hay un maleficio.

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     Allí, a mitad de la sobrefunda blanca, una gran mano negra había estampado suamenazante figura diabólica.

    La almohada fue quemada a medio patio y en público el Domingo deResurrección, pero lo peor fue cuando el enfermero se apareció con una sábanaigualmente marcada por el diablo, sólo que con manos más horrorosas y

    algunas superpuestas.Nadie se explicó lo ocurrido, excepto los nueve ciegos del dormitorio quecomprendieron que todos los papeles que Saturnino quemaba casi todas lasnoches con una candelita en el vaso que estaba en la hornacina de su cabecerahabían dejado sus restos negruzcos, lo que con la calda de la candela se habíavenido abajo. Saturnino debió apretar el vasito mágico para salvarlo, pero sóloconsiguió llenarse de negro la mano.

    Las Hermanas no querían saber nada del vasito, porque Saturnino, en unadescomunal muestra de insolencia, había metido en él su pajarito para ocultarlode la mirada de las religiosas. Así que mano y pajarito se habían retratado en las

    sábanas de la enfermería, aunque nadie quería decir qué retrataban esas otrasmanchas negras que parecían las de un gusano gigante.

    Y lo que más asustaba a las religiosas es que Saturnino gritaba cuando guardóel asunto en el vasito: “¡Para que no me pase lo de don Ramón!” Y lo repetía conaflicción auténtica. Nunca supieron las Hermanas de qué modo Saturnino sehabía enterado del crimen de Anita y de lo ocurrido a don Ramón, aunque estoúltimo no era muy exacto como él lo decía...

    Mucho tiempo después, en una reunión de anticiegos, Saturnino volvió a hacermención de aquellos hechos, y entonces todos comentaron lo que sabían y loque no sabían, hasta llegar a conformar una historia completa de los hechos.

    Tras Saturnino tuvieron que salir del asilo varios ciegos más: San Pedro Shilot,que además de carecer de la vista, padecía de un grado de imbecilidad muyacentuado y de trabas en el habla -que no sólo era dislalia sino confusión depalabras y verborrea cíclica-; se fueron también Tomás y Mariano, los quecantaban acompañándose de guitarras; Maribel, que siendo hombre le habíanpuesto nombre de mujer, y tal vez por eso andaba por la otra banqueta -comodecía Saturnino-. Esos fueron los fundadores del primer brote de anticiegos delpaís. El cual nucleó a otro buen número de vagabundos, vendedores de billetesde lotería, merolicos, adivinadores de la suerte, predicadores de la Biblia queandaban de pueblo en pueblo haciéndose pasar por santos. Hasta que seconformó una organización bastante grande, la cual, por instancias del mismo

    Saturnino, pasó a depender económica y dizque filosóficamente del únicopatronato para ciegos de todo el reino.

    Son las seis y media de la tarde. El caserón colonial se hunde en un bostezo desombras; en el lubricán exterior, querubines desnudos saltan de uno a otrocampanario colgando de los bronces aéreos; dentro, en el inmenso salón derecepciones, la alfombra se traga los murmullos y el cortinaje apaña muecas

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    fantasmales; en el encierro parecen repetirse escenas que se fueron o que aúnno han ocupado su lugar en el desfile de sucesos cotidianos.

     Alguien le ha abierto la puerta al indio Saturnino, que ahora avanza de rodillascon un cirio en cada mano iluminándole la cara terrosa con su fulgor rojizo, quehace lucir más blancos los ojos muertos como de yeso.

     Arrastra con él un treno áspero y ronco, que en su voz de hojarasca y humo serevela sinuoso y tremante, como venido del averno.

    Trae en la cintura objetos de metal que al avanzar imponen una lúgubre armoníaal monótono cántico que gira en un círculo musical hipnótico de tan reiterativocon ese eco de campanas viejas que le sale de sus colgajos dorados alentrechocar en cada movimiento.

    Como todos los últimos viernes del mes, los empleados han tenido una hora dedescanso regalada. Desde las cinco se han fugado en pequeños grupos,solamente quedan en aquel ámbito silente y soñoliento la gran reina de lainstitución, doña Cleotilde, su secretaria particular y el jefe de personal, quien haabierto la puerta de la calle para que ingrese Saturnino. Ahora están los tres alfondo del salón. Se trata de un retablo pagano cuya quietud esotérica tensaocultos piolines misteriosos.

     Al centro Mamacló; en el rincón izquierdo, casi invisible, el flaquísimo jefe depersonal; en el derecho, asomando de la penumbra su cabellera blanca con unapeineta dorada que de vez en cuando, al moverse levemente, refracta traviesosrayitos brillantes, la anciana secretaria con un rosario en la mano.

    Varias ventanillas altas, casi a la altura del techo, permanecen, con sus vitralesazules y rojos, abiertas; por ellas, quebrando la armónica ringlera de colores,ingresa un hálito luminoso tenue, que poco a poco se ha ido tornando gris.

     Adorna un ventanal cuyas cortinas abiertas permitirían captar desde fuera todolo que ocurre dentro.

    La figura de Mamacló parece flotar en una nube vaporosa, inefable, distante;está sentada en su poltrona marrón sin el habitual escritorio al frente (ahora éstese ha empequeñecido en el otro extremo del salón); tiene el aire de una Madonacatedralicia, aumentado por el sugestivo encuadre que traza a su figura un arcodorado que asienta sus bases en ambos lados del sillón y pone sobre sumagnífica cabeza un rosetón en el que hierven los puntitos lumínicos de millaresde lentejuelas y brillantes -seguramente de cristal ordinario- que semejancírculos diamantinos.

    El indio ha llegado con su canto y sus candelas hasta la puerta del salón, seinclina hasta besar la alfombra apoyando ambas manos con los ciriosencendidos sobre el suelo, en una pirueta que no se sabe si imita malamente undescanso de karate o tiene el primario impulso de un salto de conejo. Pero ahorase incorpora y viene meciendo el cuerpo para que suenen más sus campanariosde latón. En el momento en que alcanza el frente del trono, las dos imágeneslaterales se aproximan lentamente. La de la izquierda tiende un velo blanco

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    sobre Mamacló, mientras que la de la derecha la unge con un óleo perfumado yle coloca una corona halada de dulce resplandor de oro.

    El indio desata de la cintura una palmatoria que pone frente a sí, colocando enella los cirios encendidos; con ambas manos levanta una pequeña cadena quedesde su cuello cae también hasta la cintura, donde sostiene un incensario

    repleto de brasas; la cabeza ha salido de la cadena y ahora el incensario sebalancea rítmicamente aumentando su fuego. De un morral de colores vivos quecae sobre su costado extrae una bolsa de cuyo contenido vierte un puñadosobre las brasas. El dulzón aroma del pom toca de catecúmenas evocacionesautóctonas la escena que ahora se difumina por instantes, entre las volutas dehumo fragante que se desprenden del incensario pendular que acompaña losrezos de Saturnino.

    -Virgen nuestra, Santa Cleotilde, madre de todos los cieguitos del mundo.Gracias a vos comemos, vestimos y tenemos nuestro pistillo -rezaba como losindios, improvisando sus invocaciones, quejas, jaculatorias; frente caída, como sibotara las oraciones contra el suelo para que de allí rebotaran santificadas por elpom o el copal a la nariz y el alma del santo.

    Sabía el simbolismo de las figuras hechas con candelas (una cruz, un triángulo,un círculo, una estrella ...), como las ponen en la iglesia de Chichicastenango.Sabía también de los rezos al Malo y las demandas de venganza o de muertevehementemente elevadas en rogatorios prohibidos, en las gradas exteriores deesa iglesia, y sabía del sacrificio de chompipes decapitados, oraciones ocultas yrosarios negros recitados en clamorosa brujería, siempre sin dar la cara al solpara lo que se cubren con una máscara de animal, basta regar la sangre del avedegollada al frente de la piedra santa Pascua¡ Abah. Por eso podía rezar consoltura y profundidad frente a su santa patrona, la presidenta del Patronato

    Cristiano de los Inválidos, para que ella se sintiera más diosa, más incorpórea,más iluminada y divina.

    Ella, gorda, sudorosa de tanta unción, transportada a su ser más beatífico alconjuro de las oraciones; él, de hinojos, cabeza gacha, suplicante y carismáticogracias a la proximidad de ella, en un diálogo convencional, primario y oscuro,casi instintivo y purificador. Por eso, en aquellos momentos en que Saturninovenía a rezarle los últimos viernes de cada mes, Mamacló se sentíaauténticamente santa; portadora del Don de Dios para todos los que hubieranperdido o que nunca hubieran tenido algún sentido o habilidad.

    Ella era Santa Vicenta de Paúl, Santa Juana Boscoy Santa Luisa Gonzaga, la

    Hermanita Petra. De seguro se reconfortaba internamente: “Que cuando muerame van a enterrar en la Antigua junto al Hermano Pedro y le voy a ganar enmilagros. ¿Qué no he hecho yo por los paralíticos, los mudos, los débilesmentales, los cieguitos y hasta por los mamplores.

    -Sí, Santa Cleotilde -murmuraba para sí-, tú eres más que una santa, eres laverdadera Diosa de los desvalidos de esta tierra. Si ya en este mundo teentiendes tan bien con el Padre Eterno, ¿qué será cuando mueras? Pero antesde entregar tus pecados a la infinita justicia, observa cómo aquí eres premiada

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    con creces. Tu fortuna se multiplica, tu fama corre por el mundo, tu poder es tangrande como el del general y a veces mayor aún, te aman todos los que túquieres que te amen y este siervo que ahora sintetiza ante mí el clamorfervoroso de todos sus congéneres, me trae en su místico candor el efluviomagnético de los milagros siempre presentes y reales que brotan de mis manos,

    de ahí el resplandor sin límites que acompaña tu imagen por doquiera quellegue, de ahi la veneración espontánea que se derrama hacia tu nombresiempre bendito, amantísima Cleotilde, Santa y divina Cleotilde.

    Y el indio le respondía ungido por haber tocado con un pulpejo la punta delzapato de la santa: “¡Oh madrecita nuestra, que estás en el patronato,santificado sea tu nombre...!

    Sí, porque ahora vengo a pedirte cosa grande, milagro gordo, vas a tener queponer toda tu fuerza para ayudarme en la concentración de poder; pero antes tevoy a presentar el informe terrenal, porque vos debes enterarte de todos losmales que quieren hacerte aquí en el mundo. Fíjate que don Ramón, el que ledicen Pipecuto, se pasó con los otros, los ateos, los hijos del Demonio. Dejó depedir limosna, y eso no importa, se huevió los mensajes que tenía queentregarle al coronel San José y supimos que los llevó a la Asociación de losComunistas; asimismo, cuando lo fueron a buscar los señores policías secretosse negó y no quiso abrirles la puerta, y ellos sólo iban a preguntarle por lospapeles. De seguro que a esta hora ese al que llaman El Poeta ya sabe más dela cuenta, pero aquí traigo una cosa muy importante que te la voy a entregarpara que vos juzgues, virgencita mía.” 

    Hablaba bien el castellano, pero no había olvidado su lengua.

    Comenzaba entonces a murmurar una larga plegaria en lengua quiché,aspirando primero hasta llenarse los pulmones, para luego soltar grandes

    salmodias hasta que el aire se le terminaba. Entonces retomaba oxígeno yreiniciaba aquella perorata ininteligible para la trinca que formaba su auditorioabsorto, aunque para ellos, mucho de aquello que decía el indio era un inventodel momento, con palabras que quizá no significaran nada, o a lo mejor queríadecir cosas malas pero Saturnino, concentrado como un yogui, iba soltando susandanadas de nigromante embelesado hasta que por fin, con la voz en un hilo,remataba en una última jaculatoria en castilla, apenas perceptible: “¡Todos lospoderes de estos espíritus con vos, así la felicidad conmigo!”  Y resollaba confuerza como un buey recién desenganchado, y enarbolando la testa greñudasoltaba un AMÉN que el coro de tres repetía: “ Amén”, con eco desvaído.

    -Vengo a pedirte algo grande, Virgencita de los tuertos, de los sin faroles, de loscieguitos como yo. Por eso te traigo este regalo -y metió la mano en el morralpara extraer nuevamente la bolsa del pom y algo más-. Regó la resina aromáticasobre las brasas y extendió a la mano de la gorda un paquete. Ella comenzó adesenvolverlo sobre sus rodillas hasta que quedó a su vista un libro: Obrasescogidas. Carlos Marx, Federico Engels, tomo 1.

    -¿Y de dónde sacaste esto Saturnino? A mi no me sirve para nada.

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    -Yo no lo saqué, lo encontraron en la Asociación de los Comunistas Ciegos, esuna prueba. Además tiene las huellas genitales del llamado Poeta.

    -Digitales, Saturnino, digitales. Pero sí... aquí, tal vez como señal para la lectura,hay también un poema de ese hombre con su nombre y todo. En realidad, simuestro esto a la policía y les digo de dónde salió...

    -Ya viste Virgencita querida que te traía algo bueno. Pero ahora te voy a pedir unmilagro grande. Resulta que yo ya quiero arrejuntarme con una mujerpermanente. A veces voy donde las niñas, allí por la línea, donde van loscuques, pero ya me han pegado ladillas y dos gonorreas. Y es mejor tener unaen la casa para todas las noches -y el indio se reía maliciosamente.

    -¿Y se puede saber a quién le has echado el ojo, Saturnino?

    -¡Ay Virgencita santa, vos me tenés que hacer el milagrote! Pero aquí, en elparquecito la he oído muchas veces, y de tanto en tanto le he podido platicar yhasta me ha comprado números de lotería y yo hubiera querido darle elpremiado, pero de dónde jodidos si tengo tan mala potra.

    -Pero decime, ¿quién es la niña? -Es la Pelanchita, hija de la Susana, la quevende melcochas en el portal, ya está en edad de merecer y a mí se me haantojado con todas las ganas de aquí adentro... y por más que todos los viernesle he echado sus santísimas oraciones a las doce de la noche, con puro y todo yhasta con alfileres en su retrato, nada de nada. Se rió de mí cuando le declaréque la quería para llevármela a mi casa -y al indio se le rodaron dos lagrimonessentidos que bajaron por su oscura piel como dos lamentaciones de fuegolíquido.

    -Sabés, Saturnino, ese milagro te será concedido. Poco a poco irásconsiguiendo que la Pelanchita te quiera. Eso te hará feliz, y más feliz te va a

    hacer el poderme ayudar en algo muy útil para los dos.Yo puedo avisarle a la policía, y creo que voy a hacerlo, pero es preferible queseamos nosotros los que... sea como sea hagamos que pague sus pecados esehombre. Quiero que a cambio del milagro de la Pelanchita, tú me hagas otro.

    -Los que me pidas, patrona de los cielos nublados, de los mediasluces, losdesfarolados y los chocos completos. Yo te sirvo en lo que querrás. Hablá quesoy todo orejas.

    -Necesito, Saturnino, que le des un bebedizo que lo vaya enfermando poco apoco hasta que... Hasta que petatee. Que le vayan saliendo gusanos verdes enla barriga, que se le aguade el espinazo, que le tiemblen las canillas, que se lepudra la perinola y que la sangre se le arrale como agua vieja.

    -Somato -dijo el jefe de personal saliendo de un décimo cabeceo, parado en surincón-. Somato, señora, con su permiso, la cortina para espantar una moscaque ha osado penetrar aqui...

    -Somatá a tu abuela si te da la gana, pero traé una botella que vamos a brindarcon Saturnino, los cuatro, ¡eh!, porque hemos encontrado una fórmula divinapara quitarnos los dolores de cabeza.

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    El Gringo Northon poseía una cámara de cine de 16 milímetros último modelo.Podía adaptarle un juego de lentes que le permitía realizar tomas de granamplitud, en close up, bajo el agua y, por supuesto, a distancia con unteleobjetivo.

     Allí estaba, apoyado en la barandilla de la terraza, procurando no reírse para no

    sacar de foco el tiro de la cámara; rodando uno de los más folclóricosdocumentales privados de su abundante colección de aficionado.

    En un tiro de media picada y con el teleobjetivo acondicionado para tomas a cieno ciento cincuenta metros, se esforzaba por recoger los movimientos de aquellasecuencia de escenas que estaban teniendo lugar allá, al otro lado delparquecito, adentro de la casa del Patronato para la protección de losminusválidos, precisamente en el salón de recepciones. Había realizado tomaspor no menos de veinte minutos en total, desde que hacía casi dos horas sehabía instalado con su cuate Luisito en aquel formidable mirador.

    La previsión de haber dejado corridas las cortinas le permitía ahora una

    captación global del escenario. Por otra parte, el haber colocado un micrófonooculto tras las cortinas del fondo, conectado a una grabadora de cintamagnetofónica que quedó bajo el escritorio en su modesta oficinita, constituía elcomplemento mayúsculo para poder añadir el sonido a las tomascinematográficas. Para aprovechar al máximo el tiempo, fingió trabajar hasta las5:45 horas, en que conectó la grabadora y salió del edificio.

     A ratos con el ojo pegado al objetivo, a ratos riéndose a carcajadas, ibadesexibiéndole a Luisito cada una de las acciones incomprensibles que teníanlugar en el salón de alfombra verde.

    -Lo que es cierto es que Saturnino le ha estado rezando; le ha echado incienso y

    le ha entregado algo que parece ser una caja o un libro. Esto estásuperínteresante. Ya te decía yo que esas visitas de los viernes encerrabanalgún misterio. Menos mal que la grabadora habrá tomado toda esta parte delasunto. Es una verdadera lástima que sólo dure dos horas en la velocidad máslenta. Mañana la vamos a oír y sabremos qué ocurrió allí.

    Luisito preguntaba detalles, hacía conjeturas, formulaba hipótesis y se reía consu cuate el Gringo de todo aquello. Entonces no sabía todavía que en elesotérico latido de aquel ritual se iba ensanchando una amenaza de muerte parasu querido amigo y maestro, El Poeta. Entonces el aceite venenoso sedesplazaba aún en las cavernas de una mentalidad perversa y aberrante, y sóloalgún tiempo después flotaría en la superficie de algunos acontecimientos que

    obligarían a tomar medidas radicales a la Directiva de la Asociación Central deCiegos.

    En aquel atardecer plácido y sereno, todo parecía reducirse a un caprichoridículo o a una excentricidad de Mamacló y de su adorador. Rarezas depersonajes extraños y nada más...

    El Gringo Northon había venido para prestar asesoría a un programa dedivulgación. Su contrato era de tres meses y ya estaba por finalizar, lo que él

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    celebraba a grandes voces mientras bebía cerveza en el pequeño Café Viena,situado precisamente en el primer piso del edificio desde donde ahora seocupaba en recoger clandestinamente escenas de la vida misteriosa deMamacló.

    En el Café Viena se había hecho amigo de Luisito y otros cuantos ciegos que

    frecuentaban aquel lugar. A ellos les comentaba el Gringo Northon que todo suproyecto se había vuelto agua entre las manos porque lo único que se deseabaen el Patronato era publicitar la figura de Mamacló.

    -YO deseaba enseñarle al público a conocer las causas principales de lasenfermedades que producen minusvalencias; yo quería -afirmaba enfático consu leve acento de anglófono- que la gente aprendiera a evitar esas causas;deseaba que aprendiera a tratar a los parapléjicos, hemipléjicos, a los débilesmentales, sobre todo a los niños; tenía el propósito de enseñar a todo el mundoa respetar a los ciegos, a los verdaderos ciegos como dicen ustedes, a no ver enellos seres extraños o ridículos, santos o incapaces, sino personas aptas,alegres, creativas; pero los programas de televisión ocuparon 90% con la figurade la gorda y 10% en solicitar ayuda económica al pueblo, y de mis propuestas,“naranjas agria?. Igual pasó con la divulgación por radio y por la prensa, y comoyo critiqué en una sesión de consejo técnico aquella política, me mandaron alúltimo patio de la casa. Cuando llegué me instalaron en una oficina grande,alfombrada, con escritorio ejecutivo, máquina eléctrica, dictáfono,intercomunicador, teléfono, archivos, cárdex... sólo un bar me hacia falta,aunque no del todo, porque generalmente los sábados al mediodía se formabael chonguengo. -Chonguengue -corregía Luisito. -¡Oh! Me equivoco por losgéneros. No entiendo por qué chonguengue si es masculino. Se dice elchonguengue, entonces me suena más lógico chonguengo. Pero en eso sevolvían alegrísimas bacanales con secretarias, trabajadoras sociales,enfermeras y amiguitas de las que venían a chonguenguear.

     Ahora estoy relegado a un cubículo en el último patio del caserón; pero ya sólome queda una semana. Entonces, como ya me dieron vacaciones en mi empleode Boston, me quedaré otro mes jodiendo aquí con ustedes porque quiero queme enseñen muchas cosas.

    Hacía mucho rato que en el salón de recepciones se habían encendido lasluces. Bajo el fulgor de una lámpara de almendrones colocada al centro, se veíaahora el escritorio que había sido movido hasta ese lugar, a cuyo alrededor seperfilaban las cuatro figuras de los personajes de aquella farándula silenciosa,con sendos vasos en la mano, que entrechocaban en alegres brindis. Una

    botella lucía su silueta al centro del mueble, de donde constantemente selevantaba en manos del jefe de personal, para agacharse sobre cada uno de losvasos, en un escanceo generoso y feliz.

    -Mientras seguís echando película, contame qué fue lo que pasó aquella vez queMamacló se puso bien a pichinga.

    -Fueron muchas veces que ella se emborrachó, pero vos querés  –habíaaprendido las formas de trato y las manejaba con soltura- que te refiera lo que

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    empecé a contarte ahora en el café, antes de que nos encaramáramos a estaterraza.

    -Eso, eso. Está muy interesante.

    -Mamacló quería volar. Tal vez había tomado guaro volador, porque queríaelevarse como un pájaro, cruzar el firmamento, entrar en una nube, escondersede la humanidad; seguir subiendo y llegar hasta el cielo, sentarse a la diestra deDios Padre Todopoderoso y allí seguir bebiendo.

    Se sentía ingrávida, volátil, etérea; empezaría por una levitación, luego sealzaría en un planeo grácil como el de los zopilotes, que pesan tan poco que lasnubecitas de aire caliente que se desplazan hacia arriba los empujan. Peroresulta que ella pesaba mucho y no conseguía despegar.

    Estábamos en el jardín de un chaletón allá por el obelisco. MamaCló seencaramó a una mesa en medio de la concurrencia. ¡ALAS DELTA!, gritó uninspirado. Pero esas alas les sirven a los deportistas o a los osados que se lasacomodan para planear desde un sitio encumbrado hacia abajo, y la mesa eramuy pequeña para una hazaña de una ícara gorda y más bebida que Baco.

    Otro inspirado más modesto propuso comprarle globos de hidrógeno, de los quevenden en la plazuela España; y allá fueron una bola de bolos. Volvieronencumbrando vejigas azules, rojas, amarillas, verdes, a cual más grandotas.

    Cien globos gigantes habían sido mercados, arrebatados, exigidos, requisados atodos los vendedores. El comando de bolos había cumplido con creces susagrada misión de darle posibilidades de vuelo a Mamacló.

    La gorda, aguada como un trapo, se balanceaba encaramada en la mesamientras le colocaban en la cintura, en las piernas, en las axilas y donde se

    pudiera las amarras de aquella feria de vejigas que henchían de colorestropicales el aire del jardín.

    Los globos formaban un racimo primoroso que simulaba una suerte deparacaídas fraccionado sobre la humanidad tambaleante de la gorda voladora oNueva Santos Dumont. Yo calculaba: cada globo gigante de estos levanta unkilo, la vieja es gorda pero bajita, debe pesar setenta y cinco kilos... Mas no seelevaba. Vino un vientecito un Poco esperanzador y brincó de la mesa: ¡oh,Mamacló volaba! Mamacló iba por el aire. Era como un zopilote verde con suvestido extendido. Pasó sobre nuestras cabezas enseñándonos su calzón rojo.Los aplausos y el griterío frenético convirtieron en un maremágnum aquel local.

     A los diez metros del espectacular vuelo, cuando iniciaba su travesía por sobre

    la piscina, el primer globo estalló, mezclando su explosión con las carcajadas delgentío. Inmediatamente se reventó el segundo, el tercero. Mamacló descendíavertiginosamente. “¡Amarizaje, es amfibio!” -gritó un bolito desde su galería, queél había fabricado colocando una silla sobre una mesa y sentándose allí parapresenciar el vuelo de Mamacló.

    Diez vejigas más explotaron y aquella vieja gorda que campeonizaba a loshermanos Wright tocó el agua con los pies, en décimas de segundo se habíahundido hasta la cintura y pronto estaba metida hasta el pescuezo en el

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    estanque. Las bombas de colores continuaban tronando en el aire. Vi entonceslos cañones de dos rifles de viento que se asomaban furtivamente en una azoteapróxima; un instante más tarde observé a dos patojos ocultar sus armas enaquel lugar.

    Mamacló flotaba beatificamente a media alberca, como una ninfa, en medio de

    su gran falda verde, que se había hecho una ventosa a su alrededor y evitabaque se hundiera completamente; parecía por momentos una medusa, y cuandola vi más cerca, con su cabeza alborotada y toda llena de pitas que le salían delas más diversas y hasta ocultas partes del cuerpo, me pareció una hiedra enagonía. “¡Se nos ahoga, nuestra señora voladora, se nos ahoga!”, -gritabandesesperados sus más obsecuentes servidores. Algunos, dando ejemplo sin parde heroísmo y fidelidad, se lanzaron vestidos al agua; otros, los más prudentes,lo hicieron en calzoncillos; algunas damas se arrancaron faldas, blusas y mallasy se unieron al equipo de rescate. Otros, los más borrachos, sin atinarle bien alasunto, confundiendo deporte de salvavidas con orgía acuática, se empelotarontotalmente y se revolvieron en la bola completamente encuerados. Una de las

    secretarias que dormitaba la mona bajo un árbol y que se despertó exactamentecuando Mamacló iniciaba su emulación de Lindbergh, se había arrimado alborde de la piscina y miraba con Ojos redondos el acontecimiento aéreo;después, con mayor sobresalto alcohólico, contempló el acuatizaje de suparadigmática jefa. (La admiraba tanto que en todo quería ser igual a ella. Sevestía de la misma manera, imitaba sus ademanes, las inflexiones de la voz, suforma de pararse, de moverse, de estornudar y de dar la mano.) Ella tambiénhubiera querido volar en aquella tarde borracha de sábado parrandero; pero esoera imposible ahora que su ama naufragaba como una rana en charco grande.

     Aquella secre era a los ojos de todos gorda como Mamácló, pero no tanto,aunque sí lucía un traspatio bastante voluminoso, como el de la jefa.

    En el paroxismo del rescate, se deshizo de su faldón -verde perico igual al deMamacló-, lanzó su blusa por los aires y así, en brasier y gran calzón de seda,se zambulló chapoteando en el extremo más profundo de la pileta. (Porsupuesto yo tengo tomas de todo aquello, por eso puedo repetírtelo con tantodetalle, puesto que lo he proyectado muchas veces ante mis amigos.)

    Pero la gorda, ‘segundo tomo’, es decir, la secretaria, no sabía sino chapotearcomo chuchito y pronto comenzó a dar de gritos pidiendo auxilio. Yo mismoestuve a punto de lanzarme al tumulto de salvamento para librarla de un ahogocasi seguro, puesto que nadie le prestaba atención a ella, ya que todosforcejeaban por sacar a la gorda número uno con la falda inflada y los tres

    globos que aún flotaban sobre su cabeza de aquel estanque revuelto de gentevestida, gente a medio vestir y gente totalmente chulona. La brigada de los másforzudos, o los más peleadores -va uno a saber-, consiguió transportar aMamacló hasta la orilla salvadora, aunque ella realmente no corría ningún riesgode ahogarse porque su falda inflada la sostenía. En cambio la secretariachapoteaba sin falda ni nada, tragaba un poco de agua y volvía a sacar lacabeza. Un señor con corbata que caminaba en el fondo del estanque porque nonecesitaba nadar, ya que la profundidad no era tanta, se aproximó a ella y

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    comenzó a detenerla para que pudiera respirar, pero la pobre en su desazón seabrazó al caballero y lo atrajo consigo al sube y baja de los sustos; vinoentonces otro señor, éste en calzoncillos y, tirando de una pierna de la segundagorda -que entonces pude percatarme no era tan gorda-, trató de colocársela enlos hombros, pero entonces fueron tres los que se enredaron en aquel nudo

    humano. Ya me estaba quitando mi camisa para unirme a aquel relajo desemiahogados y salvavidas, cuando otros tres señores, dos de ellos comofiguras del puro paraíso, vinieron corriendo, porque en ese lugar el agua lesllegaba arribita de los hombros nada más. Comenzaron a forcejear con laahogante y sus salvadores y por fin vi emerger de aquel revoltijo de cuerpos elde la secretaria, pero ya mucho más descubierto que al principio. Su calzónhabía resbalado y se le desprendía de los pies, mientras la transportaban casiexánime hasta el borde.

    Todos salieron, la alberca volvió a reflejar el cielo límpido y apacible con apenasalguna que otra pequeña arruga en sus aguas tranquilas. En medio de aquelcuadro de agua celeste, quedaron flotando un calzón y un par de nalgas

    postizas que le daban la apariencia de culona a la secretaria imitadora.Naturalmente, la juerga continuó hasta la madrugada y muchos otros quisieron ira mojar su humanidad al estanque, tal vez porque esas aguas habían tenidocontacto con la sacratísima humanidad de Mamacló, o tal vez porque en suborrac