Parques naturales paso a paso

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Red de Parques Naturales de la Diputación de Barcelona Texto de Xavier Moret Fotografías de Andoni Canela Parques naturales paso a paso

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Red de Parques Naturalesde la Diputación de Barcelona

Texto de Xavier Moret Fotografías de Andoni Canela

Parques naturales paso a paso

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Presentación

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Doce parques, doce mundos por descubrir

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Parque del Garraf: lapiaces, simas y masías cerca del mar

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Parque de Olèrdola: una montaña llena de historia

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Parque del Foix: de castillo a castillo

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Parque Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac: desde la Mola

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Parque Agrario del Baix Llobregat: campos de Alcachofa Prat cerca de Barcelona

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Parque Natural de la Sierra de Collserola: un lujo tocando a Barcelona

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Parque de la Serralada de Marina: mar y montaña

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Parque de la Serralada Litoral: bosques y castillosjunto al mar

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Parque del Montnegre i el Corredor: ermitas, casas solariegas y alcornoques

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Parque Natural del Montseny: un templo de naturalezay civilización

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Espacio Natural de las Guilleries–Savassona: el paisaje de Verdaguer

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El Parque del castell de Montesquiu:de Wifredo el Velloso a Emili Juncadella

Índice

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PresentaciónRiqueza medioambiental e histórica, actividad agrícola y de ocio, espacios saludables y para el disfrute artístico. Literatura y leyenda junto a una ocu-pación humana actual y patente. Son muchos los motivos y los aspectos que hacen de la Red de Parques Naturales uno de los emblemas de la acción pú-blica de la Diputación de Barcelona al servicio de los municipios y de la ciu-dadanía. Una red de doce parques que vinculan mar y montaña, que conec-tan la costa y el interior, el área metropolitana y la Barcelona más fragmen-tada municipalmente y menos poblada. Doce parques que son un pulmón verde que permite dar aire a una región que trabaja para mantenerse como plaza fuerte en el liderazgo social y económico de la región mediterránea.

Los parques de la Red de la Diputación son el escenario cotidiano de la vida y el trabajo de muchas personas, y también una salida y un refugio de paz y de belleza para los numerosos visitantes que reciben los fines de semana. Se trata, en definitiva, de un patrimonio colectivo de primer orden, del que todas las personas se benefician, y que exige una labor firme de con-servación y de respeto que nos compromete a todos. Su modelo de gestión, en el que participan 110 municipios y que lidera la Diputación de Barcelona, busca compaginar la protección medioambiental, el uso de los parques por parte de las personas que viven en ellos y el disfrute de las que visitan este patrimonio de 100.000 hectáreas de superficie, si sumamos los doce parques.

Con este volumen, que recoge doce rutas a pie por los doce parques de la Red, queremos difundir el valor inmensurable de estos espacios tan especia-les y, además, aportar una mirada sugestiva y diferente, la de dos paseantes libres y experimentados, en busca de matices nuevos o no tan nuevos, pero sin duda iluminados por una mirada muy personal. El escritor Xavier Moret y el fotógrafo Andoni Canela han seguido en los últimos años varios itine-rarios por todo el mundo, de los que han dejado posteriormente atractivos testimonios impresos. Esta pareja de viajeros ha demostrado ser capaz de atrapar el latido de la humanidad y de la naturaleza allí donde va, tanto si se trata de lugares lejanos y pintorescos como de otros más cercanos, como es el caso de las doce rutas que nos presentan en este libro, con el que la Dipu-tación de Barcelona quiere hacer una nueva contribución al conocimiento de su Red de Parques Naturales.

¡Bienvenidos a nuestros parques!

Antoni FoguéPresidente de la Diputación de Barcelona

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Doce parques, doce mundos por descubrirUn viaje empieza casi siempre con un mapa extendido sobre la mesa. El mapa es la primera gran tentación, el desencadenante, el reclamo que des-pierta nuestro deseo de dejar atrás el paisaje cada día para salir a conocer este complicado conjunto de símbolos, líneas y dibujos que representan unos mares, quien sabe si impetuosos, ríos caudalosos, montañas nevadas, bos-ques tupidos, pueblos mínimos, ermitas solitarias, castillos inexpugnables, fuentes escondidas y tantos otros relieves y construcciones que conforman el paisaje. En el fondo, viajamos para conocer a la gente que nos encontre-mos por el camino y para poner adjetivos a los diferentes accidentes geográ-ficos que vamos viendo, para hacernos una idea exacta de cómo es lo que en el mapa no es más que una sinuosa línea azul, un gran mancha verde o unos anillos irregulares que se concentran sobre diferentes matices de marrón.

Joseph Conrad ya escribió en El corazón de las tinieblas, una excelente novela de 1902, sobre la función de los mapas como grandes catalizadores del viaje: «Cuando yo era pequeño, los mapas me apasionaban». «Pasaba horas y horas mirando América del Sur, África y Australia y me perdía pensado en los momentos gloriosos de la exploración. En esos tiempos el mundo estaba lleno de espacios en blanco, y cuando encontraba alguno especialmente in-teresante sobre el mapa (de hecho, todos lo eran), señalaba con el dedo y de-cía “Cuando sea mayor, iré allí”». Claro que cuando escribió estas palabras, Conrad pensaba en países lejanos y desconocidos, sobre todo de África, y en viajes llenos de aventuras, mientras que el fotógrafo Andoni Canela y yo, que somos los que nos disponemos a emprender el viaje del que saldrá este libro, sabemos que nos moveremos en un espacio mucho más cercano, el que forman los parques naturales que pertenecen a la Diputación de Barcelona.

Llegados a este punto, seguro que alguien pensará que entre África y Cataluña hay un mundo. Y tiene mucha razón: es muy distinto lanzarse a la aventura de un viaje por países africanos poco conocidos, como Zimbaue o Burundi, a hacerlo por unos parques naturales en los que se desvanece el factor exótico y aventurero. En cualquier caso, ¿no tienen realmente nada que ver? Pues depende de cómo lo miremos. Todos los viajes tienen en co-mún el hecho de salir de casa para ir a recorrer lugares no habituales; e, in-dependientemente del país a donde queramos ir, juega a favor del viajero el estímulo de romper con la monotonía, de abandonar los caminos más fre-cuentados para ir a conocer otros lugares, otras gentes. La gran ventaja del viajero es que siempre va con los sentidos despiertos, intentando asimilar todo lo que ve y disfrutar de cada segundo que vive. Todo es nuevo y todo le estimula, tanto cuando viaja por países lejanos como cerca de su casa.

En estos últimos años hemos viajado con Andoni Canela a países lejanos como Botsuana y Canadá, al primero para ver de cerca los leones y elefan-tes del delta del Okavango, y al segundo para asistir a la migración de osos polares que tiene lugar cada año en otoño, en Churchill, una población del estado de Manitoba situada en la ribera de la bahía de Hudson. Sin embar-go, en el viaje que ahora emprendemos, tanto Andoni como yo renunciamos al componente exótico (del griego exotikós, «de fuera») y nos dedicaremos a recorrer los doce parques de la Red de Parques Naturales de la Diputación

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de Barcelona. Enumerémoslos: Parque Natural del Montseny, Parque Na-tural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac, Parque del Montnegre i el Corredor, Parque de Collserola, Espacio Natural de las Guilleries–Savassona, Parque del Castell de Montesquiu, Parque de la Serralada de Marina, Parque de la Serralada Litoral, Parque del Garraf, Parque de Olèrdola, Parque del Foix y Parque Agrario del Baix Llobregat. Doce parques, doce mundos por reco-rrer, algunos muy grandes, como el Parque del Montseny, y otros de peque-ñas dimensiones, como el del Castell de Montesquiu. En cualquier caso, son doce mundos que merece la pena conocer a fondo.

Cuando en el proceso de preparación de este libro –es decir, de este via-je–, echamos un vistazo al mapa, nos dimos cuenta de que los parques na-turales están representados por unas grandes manchas. Son lugares desta-cados, diferenciados del resto del territorio por unas líneas divisorias y en color verde oscuro, lo que desde el primer momento nos llamó la atención. Son espacios protegidos, con alma de islas. Solo por ello, pensamos, ya mere-ce la pena ir, ya que las islas, como todo el mundo sabe, siempre han tenido un gran predicamento entre los humanos que buscamos la emoción del viaje, la emoción de ir más allá.

Xavier Moret

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Palmito, Chamaerops humilis

Parque del Garraf: lapiaces, simas y masías cerca del mar

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La primera impresión que nos invade al entrar en el Parque Natural del Ga-rraf es la de estar accediendo a un espacio montañoso que no guarda nin-guna relación con el paisaje que acabamos de dejar atrás. Para llegar desde Barcelona, hemos tenido que pasar por una maraña de autopistas saturadas de coches y una serie casi ininterrumpida de casas y bloques de apartamen-tos. Sin embargo al final de la playa de Castelldefels, justo cuando acaba la hilera de edificios encarados al mar, se produce un cambio radical: la monta-ña trunca de repente el largo arenal y comienza un paisaje arrugado de rocas blanquecinas que se enfila hacia el interior con el mar extendido a los pies.

El río de coches continúa avanzando por la costa en dirección a Sitges, la siguiente aglomeración del territorio, pero nosotros nos desviamos por la carretera secundaria que va del Rat Penat al Palau Novella, llena de curvas pronunciadas y con una fuerte pendiente, como si tuviera prisa por dejar atrás el mundo superpoblado. Una vez arriba, cuando nos detenemos en el pla dels Vinyals, enseguida nos damos cuenta de que estamos en una especie de reino distinto, en un lugar presidido por un silencio casi puro. Los coches y las casas se han esfumado: aquí la naturaleza es la que manda. Es un día soleado de invierno y sopla un viento frío, pero sabemos que somos unos pri-vilegiados por poder estar aquí. Abajo, enmarcada entre las rocas, todavía se ve una franja de playa y unos cuantos bloques de apartamentos con pis-cina comunitaria; al fondo, el sol se muestra en el límite del horizonte, como una gran moneda incandescente que emerge de las olas. La luz de primera hora lo viste todo con un maravilloso velo rosado que recuerda a La Odisea, cuando Homero habla de los «dedos rosados de la aurora» que van apoderán-dose del mundo.

Aparcamos el coche y avanzamos en silencio por un caminito con el fo-tógrafo Andoni Canela. Hay pocos árboles en este lado del parque: solo unos pinos raquíticos cerca de la carretera y algunos olivos silvestres; lo que do-minan son las rocas calcáreas de color gris blanquecino características del cárstico y los arbustos mediterráneos: brezo, romero, madroño, tomillo, len-tisco... y sobre todo el margallón, una planta de la familia de las palmeras que se ha convertido en el emblema del Garraf. Subidos a una colina, con-templamos durante unos minutos preciosos cómo el sol de invierno inunda el paisaje de una luz irreal y recorta los perfiles del parque, la loma de la Morella a un lado y el mar al otro. En estos momentos las preocupaciones del mundo urbano parecen muy lejanas, como si fueran solo una molestia de la Terra Baixa.

La PletaA las 9 de la mañana nos dirigimos hacia la Pleta, un antiguo pabellón de caza de la familia Güell, construido a finales del siglo xix, donde hace unos años se instaló el Centre d’Informació del Parque Natural del Garraf. Lo que más nos llama la atención del edificio es la columna cónica que hay a un lado, con una larga cadena en medio.

–Es el medidor del nivel de agua de la cisterna –nos cuenta Pitu Linares, uno de los informadores del parque–. En el Garraf se busca mucho el agua, es como el oro negro.

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Hablamos con Pitu en la sala principal de la Pleta, que dispone de todo lo necesario para conocer el Parque del Garraf: mapas, itinerarios, paneles explicativos, folletos y carteles con dibujos de la fauna y vegetación de la zona. Respecto a la fauna, Pitu nos advierte de que no hemos venido en la mejor época.

–En invierno se ven pocos animales –sacude la cabeza–, pero aquí las principales atracciones son las tortugas y las águilas. Las tortugas medite-rráneas se ven sobre todo en primavera. En cuanto a las águilas perdigue-ras, hay dos webcams que controlan sus nidos durante todo el año.

Cuando le pregunto cuándo es la mejor época para visitar el parque, Pitu no lo duda: la primavera y el otoño. «En verano hace demasiado calor y en invierno demasiado frío», argumenta. Sobre el tipo de personas que sue-len acudir al parque, menciona en primer lugar el turismo familiar con niños durante los fines de semana, seguido de los excursionistas, los curiosos que vienen a visitar el monasterio budista de Palau Novella y los escaladores del Puig del Martell.

–¿Y los espeleólogos? –digo mientras pienso que de un momento a otro llegará Josep Manuel Miñarro, ex presidente de la Federació Catalana de Espeleologia, que se ha ofrecido a mostrarnos algunas simas del parque.

Antes de iniciar la marcha, con un mapa extendido ante nosotros nos de-dicamos con Pitu a seguir con el dedo los caminos, los lugares de interés y las masías del parque (mas Lluçà, mas Llorenç, Santa Susanna, mas Marcè, la Fassina, etc.). Ahora que ya estamos en el Garraf, comprobamos que la abs-tracción del mapa del parque se va traduciendo en una paisaje montañoso y rocoso repartido entre tres comarcas (Baix Llobregat, Garraf y Alt Penedès) y donde se alternan las colinas y los fondos (nombre que en el Garraf se da a los barrancos) hasta desembocar en un mar que hoy se muestra en calma.

Lapiaces y simasJosep Manuel Miñarro llega puntual y nos propone, para empezar a familia-rizarnos con el Garraf, ir a visitar una sima que hay muy cerca de la Pleta, la de Emili Sabaté. Por el camino, recuerda que visitó por primera vez el parque en 1964, cuando tenía 15 años y unos compañeros de la Escuela In-dustrial le propusieron explorar una sima.

–En aquellos tiempos el Garraf era muy diferente –rememora–. La ca-rretera no existía y había que subir a pie. En la Pleta vivía un pastor de nom-bre Gilberto con su familia. Era un hombre especial, huraño, que a veces se negaba a darte agua. Cuando se fue, la Pleta quedó abandonada y pasó a ser refugio de montañeros y espeleólogos. Era la base de operaciones.

–El Garraf debía de ser en aquellos años como un desierto– le comento.–Había unos cuantos pastores con sus rebaños. En la zona de la More-

lla había uno al que llamaban «el pastor ilustrado» porque leía La Vanguar-dia mientras pastoreaba. Pero hay que decir que los pastores eran nuestros grandes aliados, ya que conocían la montaña mejor que nadie y nos enseña-ban dónde estaban las simas.

Desde aquella primera visita, Miñarro se aficionó a la espeleología y volvió con frecuencia al Garraf, la región donde hay más simas y cuevas de

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Cataluña: hay documentadas más de trescientas. Fue precisamente Josep Manuel Miñarro quien organizó una exposición sobre la espeleología en Ca-taluña que se inauguró en 1997 en la Pleta y que se trasladó en 2004 a Olesa de Bonesvalls. En esta exposición podemos ver que fue en las simas del Ga-rraf donde Mosén Norbert Font i Sagué (1874–1910) inició la historia de la espeleología catalana y que Providencia Mitjans se convirtió en 1908 en la primera mujer que practicó esta actividad en Cataluña.

Cuando llegamos a la Sima Emili Sabaté, cerca de la carretera, nos me-temos en un agujero de grandes dimensiones donde se ven unas estalactitas medio rotas que forman como una gran boca abierta que indica el camino hacia un pozo de 42 metros de profundidad.

–Esta es la sima ideal para iniciarse en la espeleología –comenta Miña-rro–. Es bonita y fácil. Al principio la entrada era un tercio de lo que es ahora; te tenías que quitar el casco para pasar, pero con el tiempo la gente la ha ido ensanchando. Abajo hay unas galerías pequeñas y al final una sala de tres metros de altura por veinte de largo y diez de ancho.

Hoy no hay nadie en la sima pero las rocas de la entrada están llenas de clavos que aportan testimonio de los muchos espeleólogos que se atreven a entrar. A su alrededor, las rocas calcáreas erosionadas y llenas de aristas, se alternan con arbustos mediterráneos como el romero, el rusco, el madroño o los margallones.

–Emili Sabaté murió en 2006 –recuerda Miñarro. Un día de los Inocen-tes unos compañeros le tomaron el pelo diciendo que habían descubierto un agujero cerca de la Pleta. Él se lo creyó y salió a buscarlo. Vio una grieta, retiró una cuantas piedras y encontró esta sima… Al final fueron los amigos los que se quedaron sorprendidos.

– Y ¿cómo se forman las simas?– El agua calcárea es muy corrosiva. Con los años disuelve la roca y for-

ma cavidades subterráneas, aunque también pueden nacer de una fractura en una riera; el agua se filtra hasta llegar al punto más bajo, y de aquí va al mar.

– He oído decir que hay un río subterráneo en el Garraf.– Eso es una leyenda que empezó en la época de la Renaixença, pero no

se ha encontrado nada. Cuando en 1898 Font i Sagué bajó a la sima del Bruc, de 118 metros de profundidad, no pudo llegar al final, pero dijo haber visto un lago. Entonces se pensó que podría ser el principio de una surgencia de agua dulce que desemboca en el mar por debajo de la Falconera. En cual-quier caso, cuando al cabo de unos años una expedición consiguió llegar has-ta abajo, descubrió que no había ningún lago.

Mientras caminamos hacia la loma de la Morella, coronada de antenas que orientan a los aviones en su aproximación hacia el aeropuerto de El Prat, Miñarro nos habla de las simas históricas del macizo del Garraf, como la de Can Sadurní (84 metros), la de la Sivinota (134 metros) y la de la Ferla (181 metros).

– De la del Esquerrà, hacia Olesa de Bonesvalls, toda la vida se había pensado que hacía unos 200 metros –explica–. Pero hace unos años unos chicos de Rubí llegaron a 230 y hace solo unos meses unos chicos de Sant

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Pere de Ribes dicen que bajaron hasta 300, arriesgándose por pasos muy estrechos. Todavía queda mucho por explorar.

En medio del árido paisaje, azotado por el viento frío de invierno, Miña-rro va dando nombre a los lugares, nos muestra los fondos más importantes, como el de Vallbona o el de les Coves, que se van abriendo paso hasta el mar, y nos da lecciones de geología.

– El nombre del terreno cárstico, que es el de este macizo, viene de una región de Eslovenia llamada Karst –apunta–. Allí es donde empezó la espe-leología. Uno de los fenómenos más característicos es la karstificación, o sea, la formación de lo que en Eslovenia denominan la piaz, una roca calcárea erosionada que forma grietas y aristas. En catalán los lapiaces se denomi-nan rasclers porque según la etimología popular son como rocas por las que parece haber pasado un rastrillo1 gigante.

Abundan los lapiaces por este otro lado del parque, y la verdad es que no resulta fácil caminar por encima de ellos, ya que son rocas con bordes y puntas afiladas donde si te descuidas puedes torcerte un tobillo. Años atrás, sin embargo, Miñarro acuñó el neologismo rascling, que definía la actividad de correr por los lapiaces por pura diversión. Ahora, con 61 años, ya no lo practica, aunque él mismo dice que «para ser espeleólogo hay que ser un poco raro».

Otras formaciones características de este macizo son los los cocones o cadollas, unos hoyos naturales que se forman por la erosión en la roca caliza y donde, cuando llueve, se acumula agua que permite abrevar a los anima-les. Encontramos algunos de ellos medio cubiertos de vegetación mientras caminamos; y también encontramos dolinas, depresiones circulares con for-ma de embudo que se forman por la disolución de las rocas calcáreas.

– Esto es una dolina –Miñarro se detiene y señala con el brazo extendido hacia el Campgràs, al pie de la loma de la Morella– . Es una forma superficial típica del cárstico. A veces se cruzan dos grietas en las rocas y el agua va dejando arcilla en la unión de esas grietas hasta formar estas llanuras. La de Campgràs es una de las más grandes.

Realizamos la siguiente parada en la sima de Els Llambrics, de 87 me-tros de profundidad. La boca es ancha, sin vegetación y con una pequeña explanada a su alrededor.

– Antes de encontrarla, la gente que pasaba por aquí no sospechaba que había una –explica Miñarro–. Sucede con muchas simas. Miras, ves una grieta entre las piedras, retiras algunas de ellas y acabas encontrando la en-trada. Es la emoción del descubrimiento... Pero ahora viene tanta gente que, al final, hay sitio hasta para hacer una costillada.

Cuando Miñarro habla de las simas, adivinas que no pararía nunca de hacerlo. Lo sabe todo y probablemente más, y conoce a la mayoría de ellas de primera mano. Comenta que solo en este lado del Garraf hay unas setenta simas, una de las cuales lleva el nombre de la Fragata.

– El nombre viene de una leyenda según la cual dos ladrones fueron arrestados en Begues y encargaron a unos alguaciles que los llevasen al puerto del Garraf, donde debía recogerlos una fragata –explica–. Por el ca-mino, los alguaciles se cansaron y los arrojaron a una sima. Cuando la gen-

1 En catalán un rasclet es un rastrillo.

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te del pueblo preguntaba dónde estaban los detenidos, los alguaciles decían que en «la fragata». De ahí su nombre.

Avanzamos por el camino de la Morella hasta llegar al vertedero de la Vall d’en Joan, abierto en 1974 y clausurado en enero de 2007. A la izquier-da queda el monte de la Morella (594 metros), coronado por una cruz que el viento derriba de vez en cuando, y al fondo se ven la ruinas del castillo de Eramprunyà, situado en lo alto de un promontorio rocoso. Este es un buen momento para recordar que el Garraf fue, muchos siglos atrás, tierra de frontera entre el mundo cristiano y el musulmán. Una muestra de ello es el castillo de Eramprunyà, que ya es citado en documentos del año 957 y que alcanzó su máximo esplendor en el siglo xiv, cuando vivía en él el padre de Ausiàs March. Este poeta dejó escritos en el siglo xv estos versos sobre el implacable paso de los años: «Del temps present no em trobe amador / mas del passat, que és no res e finit...» («Del tiempo passado no soy amante / mas del pasado, que no es nada y finito... »)

Cuando nos despedimos de Josep Miñarro, nos sorprende con una anéc-dota nostálgica. Dice que él todavía usó, en sus inicios como espeleólogo, las cuerdas de cáñamo. «Desprendían un olor entrañable», recuerda. «Llevo un trozo en el coche y lo huelo de vez en cuando para reavivar los recuerdos de juventud».

VallgrassaLa siguiente parada, tras separarnos de Miñarro, tiene lugar en el mas de Va-llgrassa, una antigua masía restaurada, situada en una hondonada, que acoge desde 2002 el Centre Experimental de les Arts, propiedad de la Diputación de Barcelona. Aquí es fácil mirar por el retrovisor e imaginarse este espacio ro-deado de viñas y barracas de piedra, antes de que la plaga de la filoxera fuera, a finales del siglo xix, un duro golpe que empobreció a la comarca y que forzó a muchos de sus habitantes a emigrar a las Américas para hacer fortuna.

Natalia Garrer, que trabaja en Vallgrassa, nos explica que en el centro de arte se celebran encuentros de artistas, talleres, actividades infantiles, con-ciertos y recitales de poesía, y nos muestra la sala de exposiciones, el taller (instalado donde estaba el corral de las cabras) y la antigua cocina, donde unas cuantas fotos muestran cómo era el mas de Vallgrassa antes de la res-tauración: más modesto, más rústico, más payés, más desolado.

– Lo importante son los proyectos que se generan de aquí hacia fuera –añade–. Estos artistas tienen intención de recorrer diferentes partes del Me-diterráneo. Ya han estado en la Maremma, en Cinque Terre, en Alguer, en Umbría... y proyectan ir a Marruecos más adelante. Realizan piezas inspira-das en los territorios que visitan y las exponen primero allí y después aquí.

En la sala de exposiciones, unas fotografías de Anna Bahi buscan el ca-mino más corto entre la naturaleza y el arte, entre el paisaje y la poesía.

A la salida, mientras observamos las placas solares colocadas en la parte trasera del mas, pienso en qué dirían los antiguos propietarios de Vallgrassa si vieran que donde antes había cabras y viñas, ahora hay un grupo de artis-tas y unas obras de arte que probablemente no entenderían. El tiempo pasa, el mundo cambia y las antiguas masías se reciclan.

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JafreDe camino hacia la Fassina, una de las masías del parque que tenemos pre-visto visitar, vemos dispersas en el paisaje varias barracas de viña, hechas de piedra seca, que hablan de cómo debía de ser antes esta parte del par-que, llena de vides y de muros de piedra que permitían salvar el desnivel de la montaña y aprovecharlo para hacer terrazas. Cuando dejamos el asfalto para coger una pista en buen estado que transcurre entre la sierra de las Llenties y la sierra del Morsell, el paisaje cambia de repente y se llena de bos-ques de pinos y campos de cultivo. De vez en cuando una masía habitada, como la de Can Llorenç, majestuosa, indica que aquí todavía viven payeses que realizan actividades agrícolas.

En el antiguo pueblo de Jafre se impone una parada. Está abandonado y solo quedan casas derribadas. La iglesia, restaurada en 1850, y unos cuantos muros de casas nobles indican, sin embargo, que el pueblo vivió en el pasado momentos de gran bonanza económica. En los archivos históricos ya está do-cumentado en 1139, cuando Ramon de Jafre lo dona al monasterio de Sant Cugat, pero consta que fue abandonado en 1413. El barón de Jafre lo repobló en el siglo xvii y el pueblo fue municipio independiente hasta 1819, cuando fue anexionado a Olivella. Mucha gente lo abandonó a finales del xix por culpa de la filoxera y Jafre se fue despoblando todavía más a partir de 1920, hasta que quedó completamente vacío hacia los años sesenta del siglo xx. Ahora, en medio del silencio y de la desolación, a duras penas quedan en pie la iglesia de Santa Maria de Jafre y los restos de la casa del barón, de los masoveros y del rector. La historia parece que ha pasado de largo en Jafre.

La Fassina La Fassina es una masía hundida, rodeada de árboles y de frescor, que se levanta junto a una riera muy cerca de Jafre. En el pasado fue una destilería de aguardiente que pertenecía a la familia Torrents, de Vilanova i la Geltrú. Ahora vive en ella Pilar Carbó, una mujer sonriente y animosa que sale a recibirnos vestida con un jersey de colorines con un gran sol resplandeciente en medio.

– Vine a vivir aquí en el año 1978 –nos cuenta mientras nos va enseñan-do las dependencias de la masía–. Cuando llegamos, la casa estaba derruida, hasta el punto de que los primeros días teníamos que dormir en tienda de campaña. Tuvimos que rehacer la casa, construir el puentecito, plantar los chopos. No fue fácil: antes, cuando bajaba mucha agua, la riera lo inundaba todo.

Nacida en Castelldefels en 1960, a Pilar Carbó siempre le ha gustado la montaña. Por ello, ya adolescente, disfrutaba paseando por el Garraf. Le gusta mucho viajar e ir a lugares con espacios muy abiertos, a horizontes lejanos, pero cuando con 17 años descubrió la Fassina, intuyó que aquel era su sitio en el mundo y que se quería quedar aquí. Viéndola, no parece que se equivocara.

– Es que esta montaña me alimenta tan solo con mirarla–dice con chis-pas de ilusión en los ojos. Le tomas afecto. Soy guía de naturaleza del parque y la conozco muy bien.

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– ¿Qué es lo que más te gusta del Parque del Garraf?– La flora, la fauna… ¡Todo! –concluye– Cada cosa tiene su encanto. Las

hondonadas me gustan porque la vegetación es diferente. También me gusta el contraste entre el mar y la montaña. ¡Y la luz! Es incomparable. Desde las zonas altas, se ve a un lado el Llobregat y al otro el mar. También me gusta mucho la parte donde la geología se vuelve más descarada, en la Morella. Y en primavera hay una barbaridad de flores.

Pilar tiene una tienda donde vende confituras y licores que fabrica ella misma, libros sobre la comarca, artesanía del Garraf y productos de los al-rededores, como el queso y la miel de Cal Pere, otra masía del Parque del Garraf. Alquila una parte de la masía a grupos de personas que quieren des-conectar de las neuras urbanas; no se pueden quedar a dormir pero encuen-tran el aliciente de estar rodeados de naturaleza y poder cocinar lo que les apetezca.

El entusiasmo de Pilar solo se ve enturbiado cuando recuerda los gran-des incendios que devastaron el Garraf en los años 1977, 1982 y 1994. Cuan-do en 1977 llegó a la Fassina, recuerda que alrededor solo había troncos que-mados. Daba miedo, pero el parque ha cambiado mucho desde que se instaló en él y ahora puede decir que ha visto crecer casi todos los árboles que hay cerca de su casa.

– Los fuegos son un desastre, pero tiene una ventaja visual: después de la llamas se vio claramente que la montaña estaba escalonada, con terrazas con viñedos, que representaban el 70% de la economía local.

Visitamos el obrador y el almacén, que está lleno de frascos de confitura de calabaza, melón, pimiento, pera, zanahoria, albaricoque, berenjena, hi-gos chumbos… El huerto se sitúa en la parte trasera de la casa, entre muros antiguos. En invierno no se planta nada. «Se congela todo y no merece la pena», se justifica, «pero en primavera es una maravilla».

El Palau NovellaSaliendo de la Fassina, volvemos atrás, hacia el Palau Novella, un especta-cular caserón construido por Pere Domènech i Grau, comerciante nacido en 1831 en Isla Cristina (Huelva), hijo de sitgetanos, quien a los 15 años embar-có a Cuba. Volvió rico y a partir de 1887 empezó a construir en el Garraf la Colònia Agrícola de la Plana Novella. Era el típico indiano que, tras hacer fortuna, se dedicaba a la construcción de un sueño, una utopía, pero en 1893 la filoxera frustró sus planes. Pere Domènech acabó arruinado por culpa de la bajada de la Bolsa y murió en Barcelona en 1898, tras tener que subastar su sueño de la Plana Novella.

El Palau Novella, con una avenida escoltada por almendros, un gran portal y una torre majestuosa, sorprende por su estilo ecléctico y por sus di-mensiones exageradas; y sorprende aún más verlo adornado con banderolas de oración de colorines y oir los cánticos budistas que provienen de su inte-rior. Son mantras y oraciones monótonas que proclaman a los cuatro vientos que desde 1996 el Palau Novella es la sede del único monasterio budista que hay en Cataluña.

Cuando llegamos, hay una pareja dando vueltas en silencio alrededor de la espectacular estupa que se eleva a la entrada mientra hacer girar los

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molinillos de oración. Se nota que lo hacen con devoción, pero hay algo que no acaba de encajar; es quizás porque se ve demasiado nuevo y fuera de con-texto, artificial, como si todo ello fuera un inmenso decorado para repro-ducir un trocito del Tíbet en tierras del Garraf. Para acabar de acentuar el contraste, un chico habla a gritos por teléfono justo al lado, ignorando los carteles que invitan a la meditación.

En el comedor, instalado en una sala húmeda donde años atrás estaban las almazaras, hay unas cuantas hileras de mesas y muchas sillas, como en cualquier otro restaurante, pero la oscuridad monacal y la foto del director espiritual del monasterio, un señor adornado con una barba gris, nos llevan a pensar que estamos en un lugar, como mínimo, diferente.

– ¿Venís al taller de meditación? –nos recibe una chica de sonrisa pano-rámica.

– No exactamente –le decimos, procurando competir con su sonrisa–. Solo venimos a comer.

Nos enseña cómo funciona el buffet, básicamente vegetariano, y nos ofrece para beber una jarra de agua. Cuando le pregunto si tienen cerveza, me dice que sí, pero sin alcohol. ¿Y vino? Sí, pero también sin alcohol. Por lo que se ve, estamos en pleno dominio del light… Y pensar que Pere Domènech imaginó este palacio como una modélica colonia agrícola dedicada a la ela-boración de vino (con alcohol, por supuesto).

Después de comer, la chica sonriente nos cuenta que en el monasterio trabajan entre semana unos veinte voluntarios.

– Los fines de semana somos treinta o cuarenta porque es cuando viene más gente –sonríe–. Hoy sois pocos en el comedor, pero el domingo puede haber más de cien personas.

Añade que hay visitas guiadas por el palacio–monasterio, pero no nos va bien el horario y optamos por descartarlo: la naturaleza del Garraf nos espera.

Mas LluçàPor la tarde volvemos a hacer una inmersión en la parte más agrícola del parque. Dejamos atrás el mas Marcè, rodeado de viñedos y bosques, y con-tinuamos siguiendo los altibajos del paisaje hasta llegar a Can Lluçà, una masía elevada y orientada al mar, con campos de cultivo y con una higuera de tronco retorcido delante.

Can Lluçà tiene dos pisos y una fachada blanca, luminosa, con una co-dorniz enjaulada en el alféizar de la ventana, un banco de piedra que invita a sentarse para tomar el sol y una puerta en forma de arco. Hay unas baldosas que reproducen el dibujo de Can Lluçà, con el mar incluido, y una dedicato-ria: «Los amigos del Garraf a Can Lluçà».

Cuando llegamos, aparece Maria Rull. Tiene una cara amable y queda claro desde el primer momento que le gusta charlar. Tiene 58 años, ha vivido toda la vida en Can Lluçà y se lanza a hablar sin ninguna dificultad del Ga-rraf, el mundo donde ha pasado toda su vida.

– Mis padres vinieron en 1942 porque a los anteriores masoveros se les habían muerto dos hijas en quince días a causa del tifus y los propietarios querían que las tierras las cuidara un matrimonio joven –dice remontándose

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en la historia–. Tenían 26 y 27 años. Al cabo de tres años nació mi hermano Àngel y siete años más tarde nací yo. Mi madre fue a parir a Barcelona, pero al cabo de quince días ya estábamos aquí. La casa es de las tataranietas del doctor Robert, del que fuera alcalde de Barcelona.

– Parece un buen lugar para vivir –comento mirando al mar.– Para vivir aquí hay que haber nacido aquí –María menea la cabeza– y

cuando llegas a una cierta edad lo enviarías todo a paseo. Trabajar la tierra es duro y los hijos se quieren ir… Ahora solo nos quedan tres viñedos, los otros los hemos arrancado. Tenemos algunos campos, pero los jabalíes se lo comen todo… El grano no vale lo que cuesta, pues casi no pagan nada; y el vino igual… Aquí quedamos mi hermano, que está en Campdàsens, la masía de al lado, y yo. Esto se acaba…

– Usted ha vivido un monton de años en Can Lluçà. ¿Qué diría que ha cambiado más desde que era pequeña?

Maria suspira y cierra los ojos, como si repasara todos los años vividos aquí.

– Antes esto era muy diferente –dice cuando por fin se lanza–. Llegamos a tener 180 cabras pero cuando nació nuestro hijo, mi marido, que ya murió, dijo: «Fuera cabras». Yo fui siete años al colegio en Barcelona y después me tocó ayudar a papá y mamá. Tenía 15 años y llevaba el rebaño. Por eso en Sitges me conocían como Heidi. Quince días antes de tener a mi hijo aún iba con el rebaño. Obteníamos la leche, la bajábamos al Garraf y la recogía el camión del señor Balcells, que entonces tenía la ATO. En Gavà yo soy la lluçana.

– ¿Cómo es que tiene una placa de los Amigos del Garraf? –pregunto señalando las baldosas de la fachada.

– Antes de que muriera mi marido, hace ya más de siete años, aquí orga-nizábamos costilladas. A Fèlix, que construía muros de piedra en Sitges, le habían dado la invalidez y lo hacía para sobrevivir. Subía gente muy agra-dable de Sitges y me pusieron la placa de los Amigos del Garraf porque cada primer domingo de julio se celebra la fiesta mayor en Campdàsens y, después de desayunar en el pozo de la Mata, venían aquí a tomar café.

– ¿Venía mucha gente?– Al principio eran cuatro gatos, pero se fue añadiendo gente hasta lle-

gar a ser más de trescientos. Ahora ya no vienen tantos… Pero es que antes en Vallcarca paraban todos los trenes y todo el mundo subía hasta aquí a pie. Ahora en verano solo entran a pedir agua algunos excursionistas, gente maja. Aquí no viene gente rara: debe de ser que las canteras desaniman y cuesta encontrar el camino. Por suerte; si no, esto sería Andorra.

Mientras se oye un rumor inconcreto procedente de las canteras, Maria se queda en silencio mirando el paisaje, como si recordara el tiempo pasado, los muchos recuerdos ligados a esta tierra. Después, señalando la vieja hi-guera que tiene delante con un gesto cansado, se lamenta porque han tenido que levantar un muro nuevo, ya que los jabalíes lo derribaron.

– Aquí debe de hacer frío por la noche –comento, viendo cómo va bajan-do el sol.

– Dentro de casa nos calentamos con un fuego de hogar y aún gracias –dice Maria–. No ha sido una vida fácil, no.

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CampdàsensUn poco más abajo de Can Lluçà, en dirección a la cala Morisca, se encuen-tra Campdàsens. Más que una masía, parece un pueblecito formado por una casa grande, una iglesia adosada en cuya fachada hay escrita la fecha de 1853 y, unos metros más allá, unas edificaciones denominadas las Cases de Dalt (Casas de Arriba), con una torre de defensa antigua que recuerda los tiempos de piratas y bandoleros y unas pitas que miran al mar. Alrededor hay viñedos y delante de la casa una morera muy vieja.

Al oír ladrar a los perros, sale un chico. Cuando le decimos que nos gus-taría hablar de la casa y del Garraf nos comenta que es mejor que lo hagamos con su padre, el hermano de Maria. Àngel Rull sale caminando despacio –tiene 64 años–, nos saluda y se sienta con resignación en el asiento de piedra, cerca de un rótulo pintado que dice: «Campdàsens: Alt.: 242 metros» y un racimo de uva dibujado al lado. También hay una baldosa con la Moreneta y una placa de los Amigos del Garraf, como la de Maria, pero con Campdàsens en lugar de Can Lluçà.

– Aquí vivimos como podemos –dice moviendo la cabeza a ambos la-dos–. Si se trata solo de vivir, se está muy bien, pero si se trata de ganarse la vida, malo. Antes se vivía de la tierra, pero ahora...

– ¿Qué es lo que ha cambiado?– Desde 1974, cuando volvieron a aparecer los jabalíes, podemos plantar

muy pocas cosas. Acabaremos antes si os digo lo que no se comen los jaba-líes: los tomates, las cebollas y los ajos. Pero sí que se comen las alubias, los guisantes y las judías. Y cada año se comen o estropean tres o cuatro mil kilos de uva ... Plantamos dos campos de trigo, nueve jornales, que nos debe-rían haber dado seis mil kilos, pero obtuvimos solo dos mil. Antes plantabas garbanzos en los rincones más malos, pero ahora nada. Y todo por culpa de los jabalíes.

– ¿No los cazan?– Sí, pero no es suficiente. Hay muchos, demasiados. Arriba, hacia Begues,

no tienen nada para comer, y vienen aquí, que es donde están los campos.– En resumen: que hacer de payés no sale a cuenta.– Yo soy payés porque he nacido aquí, pero es muy duro. Ya hace quince

años que me dieron la invalidez porque me fastidié el pulmón en la cantera. La idea era salir de la cantera y vivir de la tierra, pero no...

Las canteras del Garraf también tienen su pequeña historia. La de la Falconera, propiedad de Eusebi Güell, fue la primera del Garraf y fue ex-plotada entre 1901 y 1917. Los bloques de piedra que se sacaron sirvieron para ampliar el puerto de Barcelona y para construir el Palacio Güell y la Casa Milà del paseo de Gràcia, rebautizada curiosamente por el pueblo con el nombre de La Pedrera2. Aunque la de la Falconera cerró, otras canteras del macizo siguen en activo.

– Aquí la cantera está muy presente –reflexiona Àngel Rull–. De vez en cuando se oye un barreno y todo tiembla. Antes allí había una montaña, pero ya no está. Se la ha comido la cantera.

De repente, cambia de expresión y, como si prefiriera hablar de cosas más alegres, comenta que Campdàsens se anima mucho por la fiesta mayor, cuando sube la gente de Sitges a hacer una comida popular y a venerar las

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imágenes del Santo Cristo de la Preciosísima Sangre, de la Virgen de los Do-lores y de la Virgen del Vinyet. Pero la fiesta dura poco.

– ¿Y la viña como va? –le pregunto mirando hacia unas vides que hay cerca.

– Mal –refunfuña–. Tengo 17.000 cepas de syrah y merlot. Las pagan a 13 céntimos el kilo. El xarel·lo a 18 y la cariñena a 12. Tienes que labrar, sul-fatar, echarle horas, gastar gasóleo, maquinaria... ¿Te puedes ganar la vida con esto? Hace 20 o 25 años sí. Ahora no. En 1998–1999 la uva se pagaba casi a un euro el kilo. En el 97 plantamos viña y la primera cosecha, en el 99, todavía fue bien. En 2000 bajó, y en 2001 más... y hasta ahora.

– ¿Y por qué baja tanto?– Traen mucha uva de fuera y la gente ya no bebe tanto. Antes no fal-

taba nunca el porrón en la mesa. Ahora pasamos meses sin verlo. Con los controles que hay ...

Me quedo un rato mirando el mar y el camino que se pierde en el bosque. Si no fuera por el jaleo de las canteras, este sería un lugar idílico.

Nos vamos de Campdàsens cuando el sol ya empieza a bajar. Mientras avanzamos hacia la costa, constatamos que el paisaje gana mucho con la luz de la puesta. Todo se ve ahora muy bien ordenado, con los viñedos en primer término, alguna masía rodeada de bancales y el bosque y las olas al fondo. La luz es cálida, como de miel, y huele a romero. Pasa un velero en dirección a Barcelona, tan despacio que parece que no se mueve.

Vamos a parar al mar por Vallcarca, después de pasar por Ca l’Aumell de la Muntanya, y continuamos por una carretera sinuosa que sigue el perfil de una costa abrupta que bordea calas como la de la Morisca, donde unas pitas inclinadas parecen estar montando guardia. Pienso en las cuevas, las simas, los lapiaces, las masías, la gente y los misterios que dejamos en el Parque del Garraf. Todo un mundo que queda atrás, un mundo al que merecerá la pena volver.

Cuando cae la noche, me vienen a la cabeza unos versos de Ausiàs March: «El día tiene miedo de perder su claridad / cuando viene la noche que ex-pande sus tinieblas...». Estamos pasando por Gavà, donde se encuentra el castillo de Eramprunyà, que fue residencia del padre de este gran poeta. Mientras aceleramos por la autopista en dirección a Barcelona, me invade la sensación reconfortante de que el mundo es un círculo que se cierra y que el pasado y el presente a menudo se dan la mano.

2 En catalán pedrera significa cantera.

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Viña, Vitis vinifera

Parque de Olèrdola: una montaña llena de historia

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Lo que más impresiona de las ruinas de Olèrdola es su emplazamiento en un promontorio elevado de 358 metros de altura, el Turó de Sant Miquel, si-tuado en los contrafuertes del macizo de Garraf, entre riscos a ambos lados. Enseguida se ve que el punto fuerte de Olèrdola es su privilegiada situación estratégica, ya que domina tanto la plana del Penedès como la autopista que pasa a sus pies y la carretera sinuosa que se abre paso en dirección a la costa siguiendo el curso de la riera de Canyelles. En un día claro de invierno se pueden ver en dirección norte el macizo tortuoso de Montserrat, claramente recortado contra el cielo, y, al final del horizonte, las cimas nevadas de los Pirineos, mientras que por el lado de levante, abajo del todo de una cadena de montañas, el mar ofrece un tranquilizador contrapunto azul.

Cuando llegamos a Olèrdola, tras subir en pocos minutos desde la auto-pista por una carretera llena de curvas, constatamos que el emplazamien-to es impresionante. También impresiona el poso histórico que respira este lugar habitado por diferentes civilizaciones desde hace más de 4.000 años. De entrada, la barrera contundente de la muralla nos anuncia que estamos a punto de entrar en un recinto repleto de historias. Después nos daremos cuenta de que no es solo la muralla, sino cada una de las rocas y de las pie-dras de Olèrdola las que nos hace sentir que estamos pisando el pasado.

Cuando entramos en el interior del recinto, no nos sorprende que los íbe-ros construyeran en esta cumbre rocosa un poblado donde se sentían prote-gidos, como tampoco que los romanos levantaran, varios siglos más tarde, las impresionantes murallas y la torre de vigilancia que les permitía con-trolar la importante vía que más adelante se llamaría Augusta, el camino obligado hacia Tarraco.

El Parque de Olèrdola, con un total de 608 hectáreas, comprende bá-sicamente el conjunto monumental de Olèrdola, situado en la montaña del mismo nombre, y su entorno verde, un espacio natural ideal para el paseo o las excursiones cortas. Abundan las fuentes, cosa buena para el paseante, aunque lo primero que sorprende al llegar es la contundencia de la muralla romana y de las torres de defensa, construidas con grandes bloques destina-dos a convertir el enclave en un espacio inexpugnable.

El conjunto es tan imponente que cuando entramos, por una abertura de la muralla convertida en puerta de acceso, no podemos evitar sentirnos más pequeños de lo que somos, como si el peso de la historia nos abrumara y fuera incluso excesivo para nosotros. Son las diez de la mañana de un día entre semana, hora a la que abre el conjunto monumental, y ya nos espera Núria Molist, la directora del Museu d’Arqueologia de Catalunya – Olèrdola. Aparte de ella, sólo está el vigilante del recinto. El resto es viento, soledad y silencio.

– En esta parte del yacimiento, las excavaciones se iniciaron en el año 1920 y se retomaron más adelante, en 1948 y en los años ochenta –comenta Núria Molist mientras señala las ruinas que se encuentran tocando a la puer-ta, con unos muros bajos que separan unos pequeños recintos claramente delimitados–. Lo finalizó a mediados de los noventa un equipo del que yo formaba parte.

– ¿Qué había sido esta parte del recinto?

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– De la mitad hacia aquí eran casas medievales y de la mitad hacia arri-ba una tintorería. Si os fijáis, hay varios niveles. Por ejemplo, aquí tenéis un tramo de calle de la época íbera, y allí un horno metalúrgico donde todavía en el siglo xix fundieron una campana para fabricar balas.

Desde el primer momento queda claro que las civilizaciones se han ido superponiendo en Olèrdola a lo largo de los siglos. Este palimpsesto de cul-turas que se construyen a partir de la anterior es parte de su encanto. Y tam-bién queda claro que Núria Molist se conoce de memoria la historia del recin-to, hasta el punto de que parece como si hasta las piedras la reconocieran. No es de extrañar, ya que nos comenta que empezó a excavar aquí en 1986.

– Olèrdola es un yacimiento singular porque ha sido ocupado reitera-damente –continúa Molist la detallada explicación que hace que el lugar se vaya revistiendo poco a poco de historia, como si se vistiera de gala–. Ha sido asentamiento prehistórico, poblado ibérico, atalaya romana, fortaleza medieval… y hay una iglesia que todavía convocó a sus fieles hasta muy entrado el siglo xix.

– Supongo que la clave de todo es su situación estratégica única, en lo alto de un cerro –comento mientras señalo la gran panorámica, a vista de pájaro.

– Todo se debe, por un lado, al dominio estratégico de esta montaña y, por otro, a la presencia de agua. Sin agua, no hubieran podido construir un pueblo.

Edad de bronce y edad de hierroSi nos fijamos atentamente, nos daremos cuenta de que Olèrdola es como una gran plataforma inclinada que en ciertos momentos tiene el aspecto de un inmenso petrolero rodeado de acantilados. Por el lado de levante, tenemos el macizo de Garraf, que cabalga con prisa hasta el mar; por el de poniente, el fondo de la Sequera –un valle estrecho y lleno de fuentes– y, al otro lado, justo donde llegan los límites del parque, un risco con cuevas y cavernas con pinturas prehistóricas que la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad, junto con otras del arco mediterráneo.

– En la edad de bronce –comenta Molist cuando llegamos al borde de la cima, con la vista clavada en el fondo de la Sequera– lo que seguramente ha-bía aquí eran asentamientos estacionales en función de la actividad ganade-ra. Hemos encontrado una estructura funeraria tumular de dos sepulturas con piezas de ajuar. Por desgracia, fue destruida por habitantes posteriores y solo queda aproximadamente un 10% de ella. Fuera del recinto hay dos pinturas rupestres: una representa a dos arqueros y la otra unos bueyes.

– ¿Las podemos visitar?– No, están señalizadas para preservarlas mejor.Poco a poco, gracias a las explicaciones de Núria Molist, van tomando

relevancia tanto las ruinas de Olèrdola como el paisaje que las rodea, espe-cialmente el fondo de la Sequera, que aparece como un corte en el terreno, con los cerros del otro lado.

– En la edad de hierro –continúa Núria Molist– Olèrdola es ocupada gra-cias a la ganadería y por el control del territorio. Es un salto cualitativo muy

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importante respecto de la edad de bonce, ya el que hierro es más fácil de encontrar que el estaño y el cobre, materiales con los que se fabrica el bronce. Y también es más resistente. En el siglo vii a. C. se construye con grandes bloques de piedra la primera muralla, de metro y medio de ancho.

Íberos y romanosVamos subiendo con Núria por un caminito que va haciendo eses entre las rocas calcáreas, procedentes de arrecifes coralinos, que conforman el paisa-je de Olèrdola. Los antiguos las excavaron tan profundamente –para hacer caminos, canalizaciones, silos (cada casa tenía uno) o cisternas– que parece que sea un material totalmente dúctil. De alguna manera, se puede decir que los pueblos antiguos no se limitaron solamente a ocupar la montaña, sino que la fueron haciendo a su medida picando sobre la roca.

– El secreto consistía en tener las herramientas adecuadas para trabajar la roca – apunta Molist–. Y queda claro que las tenían– Pero antes tenemos que hablar de los íberos.

– Adelante.– Ya estaban aquí en el siglo vi a. C., aunque el poblado se estructura

en el siglo iv a. C.. Es entonces cuando ya se puede empezar a hablar de una estructura protourbana. Ya hay calles, plazas, casas de piedra...Y hay una intención colectiva de convertirlo en un lugar para vivir. Antes hemos visto, cerca de la entrada, una tintorería, algo único en el mundo ibérico; también había un taller metalúrgico. Como se puede ver, ya existe una organización social y un poder económico muy delimitados.

Cuando llegamos a la gran cisterna excavada en la roca toca hacer pa-rada y fonda. Son impresionantes las dimensiones de este inmenso parale-lepípedo que recogía el agua de lluvia que bajaba de la parte más alta de la montaña. Con una profundidad media de 3,70 metros, la cisterna mide 16,40 metros de largo por 6,50 de ancho, tiene una balsa de decantación en la en-trada, para filtrar las impurezas, y una docena de escalones tallados en la roca para poder descender. Podía almacenar un total de 350.000 litros y no hay duda de que se trata de uno de los elementos impactantes de Olèrdola.

– Sabemos que la cisterna la construyeron los romanos –comenta Mo-list–, pero sorprende que fuera tan grande para la pequeña guarnición mi-litar que había aquí. También debía de ser una cantera de donde sacaron piedra para hacer las murallas... En cualquier caso, cuando llueve es un es-pectáculo único. Hay un desagüe que data del siglo xvii, pero a veces se atasca y la cisterna se llena hasta arriba. Yo la he visto llena dos o tres veces. Es impresionante.

Mientras fantaseo pensando en la cisterna llena a rebosar, intento ima-ginarme cómo era la vida en Olèrdola en tiempos de los romanos. No es nada fácil, por más que el decorado aún esté presente. Permanecen la roca, los si-los, los canales, los caminos, los escalones, las cisternas e, incluso, los restos de algunas casas, pero cuesta imaginar la vida cotidiana en un lugar como este. Enseguida, tratándose del mundo romano, surgen las preguntas in-evitables: ¿acudían al templo?, ¿vestían túnica y sandalias?, ¿bebían vino?, ¿tenían una hilera de estatuas como sucede en Roma o Pompeya?

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Cuando pregunto a Núria Molist si han hallado restos de templos o mo-numentos funerarios, niega con la cabeza.

– No hemos encontrado ninguno –dice.– ¿Y no hay indicios que revelen qué tipo de vida llevaban aquí?– Los análisis científicos de los materiales encontrados ayudan, por su-

puesto, pero no es tan sencillo. El carbón nos da información sobre el clima y la vegetación; los restos humanos, sobre la salud; las ánforas, sobre el co-mercio... Es tarea de muchos especialistas que a veces exige mucho tiempo. En arqueología hay que tener sobre todo mucha paciencia.

Lo que está claro cuando pasamos los apuntes a limpio es que cuando los romanos desembarcaron en Empúries, en el año 218 a. C., se produjo una ruptura con mundo íbero. Los romanos llegaron para quedarse en la Penín-sula y a partir del siglo ii a. C. se dedicaron a conquistarla y romanizarla. Fue, por consiguiente, un momento importante de cambio.

– Es entonces, hacia el año 100, cuando los romanos fortifican Olèrdola levantando las murallas y la torre de vigilancia. Los íberos continúan vi-viendo en Olèrdola y esta se convierte en un punto de vigilancia del territo-rio, en un punto neurálgico para el control de posibles invasiones.

– ¿Se sabe si vivía una gran guarnición?– Por alguna moneda y algunas piezas de cerámica que hemos encontra-

do, sabemos que había una guarnición. Sin embargo, sorprende la dimensión de las murallas.

Como no podía ser de otro modo, Olèrdola es un lugar que invita al mis-terio, a los enigmas históricos –queda la incógnita flotando en el aire.

La ciudad medievalMientras Andoni se pierde haciendo fotos por el recinto, caminamos con Nú-ria Molist hasta la parte más alta del yacimiento, entre zonas que todavía no han sido excavadas, invadidas de olivos silvestres, de los arbustos caracte-rísticos del Mediterráneo y de un viento que no parece dispuesto a amainar. De vez en cuando, vemos que el suelo está escarbado por jabalíes, que, por lo que se ve, cada vez son más frecuentes en la comarca. Por la noche, nos dice Núria, cuando el recinto se queda desierto, son los auténticos amos de Olèrdola.

Comenta Núria Molist mientras avanzamos que en las fotos de Olèrdola de hace cien años no aparece ni un árbol. El paisaje ha cambiado. Antes, entre los bancales de cultivo y las cabras que trotaban por la montaña, todo estaba muy pelado, muy diferente a como está ahora. La vegetación, por lo visto, es cosa de los últimos años, cuando las cabras tuvieron que marcharse de Olèrdola.

Cuando llegamos arriba del todo del yacimiento, las ruinas del castillo y la vista panorámica imponen una pausa obligada. La verdad es que no queda gran cosa del castillo, construido a partir de la torre de vigilancia que levantaron los romanos, pero los muros que aún quedan en pie permiten adivinar que desde aquella fortaleza se controlaba toda la comarca.

– El castillo no era una gran fortaleza, como estamos acostumbrados a ver en siglos posteriores –indica Molist–, sino un espacio rectangular que se

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construyó en los siglos x y xi. Como se abandonó en el siglo xii, no se amplió y no tiene, por tanto, el aspecto de un gran castillo. De todos modos, el em-plazamiento es único.

El dominio visual desde aquí es ciertamente espectacular, como un nido de águila. Más allá de la llanura del Penedès, se divisan los macizos del Montseny, de Sant Llorenç del Munt y de Montserrat. A ambos lados apa-recen cerros poblados de pinos, olivos y romero, con sendas canteras que si-guen el viejo ejemplo de los romanos y a la vez afean el paisaje. Desde arriba se pueden ver los cuatro pueblos que integran el municipio de Olèrdola: Sant Miquel d’Olèrdola, Moja, Sant Pere Molanta y Viladellops. En medio queda la extensa llanura del Penedès, llena de viñedos ordenados, con senderos he-chos a la medida humana, y con Vilafranca del Penedès como población más importante.

– Aquí, en el castillo, tendremos que hacer más excavaciones –comenta Molist mientras contemplamos las pilas de piedras que coronan el cerro–. La atalaya romana era el castillo, que debía de tener dos o tres pisos. Todo el recinto estaba cercado por murallas, de las que se conservan algunos frag-mentos. El más importante es el que ya habéis visto en la entrada.

Cuando le planteo si, como suele ocurrir siempre con las ruinas ilustres, existe alguna leyenda relacionada con Olèrdola, Molist recuerda que durante muchos años la gente de la zona creía que había una sima bajo el castillo que lo comunicaba con la población de Sitges, junto al mar, para que sus habitantes pudieran huir en barco en caso de ataque, pero esto nunca se ha comprobado.

Me dedico a calcular mentalmente la distancia que debe de haber desde el punto donde nos encontramos hasta Sitges. ¿Quince kilómetros? ¿Veinte? En cualquier caso, parece totalmente imposible que pueda haber un pasa-dizo que vaya por debajo de las montañas hasta el mar. Pero, ya se sabe, las leyendas pecan a menudo de irreales.

Retomando el hilo de la historia, hay que decir que Olèrdola fue aban-donada cuando el país ya estuvo completamente romanizado y no había pe-ligros a la vista, pero volvió a ser ocupada al menos desde el siglo ix, según indica el análisis de los esqueletos encontrados en el cementerio realizado con carbono 14.

– La población vuelve a Olèrdola cuando esta región se encuentra bajo dominio árabe –indica la arqueóloga–. En aquel tiempo, esta tierra pasa a ser una tierra de frontera, al norte de Al–Andalus y al sur de las tierras de Carlomagno.

– De frontera y de escaramuzas.– Cierto. A principios del siglo x los condes de Barcelona cruzan el río

Llobregat y comienzan la conquista hacia el sur, pero avanzan muy lenta-mente. Pensad que tardaron unos cien años en llegar hasta el río Gaià, que no está muy lejos de aquí. De todos modos, a los árabes no les importaba mucho esta zona, aunque de vez en cuando organizaban razzias para demos-trar que les pertenecía. Se puede decir que era una tierra de nadie, pero a los cristianos les interesaba para ir recuperando territorio.

En pocos minutos hemos pasado de los íberos a los romanos, y de los romanos a las guerras de moros y cristianos. Es evidente que el viento de la

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historia sopla muy deprisa en Olèrdola, una montaña que concentra muchas y muy diferentes historias. Abajo, mientras tanto, seguimos viendo cómo corren los coches de la autopista, ignorando este cerro rocoso que siglos atrás fue una fortaleza inexpugnable y un valioso punto de control.

El conde Sunyer y el noble Mir GeribertFue Sunyer I, conde de Barcelona, quien en la lucha contra los sarracenos con-sideró, hacia el año 930, que la población de Olèrdola, que todavía conservaba la muralla, la torre de vigilancia y la cisterna, podía ser la ciudad fuerte que necesitaba para expandirse hacia las tierras del sur. Con este objetivo hizo que se instalaran aquí muchos de sus súbditos y decidió monumentalizar Olèrdo-la, ampliando las murallas y construyendo la iglesia y el castillo.

–Es entonces cuando viene a vivir más gente a Olèrdola –continúa Molist, mientras vamos descendiendo hacia la iglesia–. Los condes otorgan cartas de franquicia para atraer a pobladores y se empieza a formar un mundo de peque-ños propietarios que acabará desembocando en el mundo feudal. Los siglos x y xi son los momentos de máximo esplendor de Olèrdola, cuando el castillo ya es una fortaleza muy importante, ya que Olèrdola abarca un núcleo enorme de unos doscientos kilómetros cuadrados, que va desde Vilafranca del Penedès hasta Sitges.

– Y en aquellos años, ¿quién vivía en Olèrdola?– Por los documentos de compraventa de tierras sabemos que había pa-

yeses ricos que vivían dentro de las murallas. Es en la Edad Media cuando Olèrdola adquiere la estructura característica, con el castillo en lo alto, la iglesia y la cisterna en medio, y las actividades económicas cerca de la mura-lla, que es donde se concentran los artesanos.

Gracias a la arqueóloga ahora entendamos mejor la distribución de Olèr-dola. Es como si las rocas y las piedras desgastadas se fuesen rehaciendo poco a poco hasta revestirse del protagonismo que les otorga la historia.

De los tiempos en que los caballeros medievales se habían adueñado de Olèrdola, destaca Molist la curiosa figura de un noble de nombre Mir Geri-bert, quien se autoproclamó príncipe de Olèrdola en el año 1041. El persona-je es sin duda original. Murió en el año 1060 en Tortosa, luchando contra los árabes, pero antes se había alzado contra el conde de Barcelona y encabezó una revuelta feudal.

–Se puede decir que con Mir Geribert se inicia el mundo feudal –subra-ya Molist–. Poseía el castillo de Montbui, el del Port, en Barcelona, el de Eramprunyà… Era un personaje muy belicoso y conflictivo. El conde de Barcelona acabó ganando la pugna que mantenían pero tuvo que reconocer los derechos de los señores feudales.

Todo parece indicar que fue el famoso caudillo árabe Almanzor quien destruyó Olèrdola a finales del siglo X. En cualquier caso, queda claro que Olèrdola fue quedando abandonada con la llegada de la paz, cuando el Ga-rraf dejó de ser tierra fronteriza. La población se trasladó entonces al llano, y más concretamente a Vilafranca del Penedès, que al principio solo era un caserío en medio de la llanura. Lo único que se siguió usando en Olèrdola fue la iglesia y el cementerio, que continuó activo hasta final del siglo xix.

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La iglesia de San MiquelLas puertas de la iglesia de Sant Miquel de Olèrdola, restaurada hace pocos años, están abiertas de par en par cuando nosotros llegamos. Está rodea-da de un muro bajo que incluye el recinto del cementerio, con unas cuantas tumbas antropomorfas excavadas en la roca, y queda abocada al abismo por la parte del levante. El interior, de piedra desnuda y oberturas muy peque-ñas, impresiona por su austeridad.

–Es románica, de principios del siglo xii, anterior al románico de las es-culturas que estamos acostumbrados a ver –nos comenta Molist–. Antes en el mismo lugar había una iglesia prerrománica, del siglo x, que se conservó durante menos de un siglo. Sobre sus ruinas se construyó la otra, más grande y más alta.

Una parte del suelo de la iglesia es de la roca calcárea omnipresente en Olèrdola. Nos apunta Núria Molist que la iglesia fue incendiada durante la Guerra Civil, pero que en unas fotos de principios del siglo xx se puede ver que había retablos y pinturas acordes con las corrientes estilísticas rurales.

Vista desde fuera, destaca la torre de la iglesia y la espadaña que debió de acoger unas campanas ausentes.

–La espadaña fue restaurada después de ser destruida por un rayo –indica Molist–. Según la documentación, llevaron las campanas a la iglesia nueva, al pueblo de Sant Miquel d’Olèrdola.

–¿Y porqué dejó de ser la iglesia del pueblo?–Era la iglesia parroquial, propiedad del obispado de Barcelona, pero a

finales del siglo xix la vendieron a la familia Abella, de Vilafranca del Pene-dès. La gente estaba harta de subir hasta aquí y decidió construir la iglesia en el pueblo. En 1963 la compró la Diputación de Barcelona y en 1971 fue abierta al público.

Fuera, en la cara norte, aún se pueden ver algunos restos de la iglesia prerrománica que mandó construir el conde Sunyer, y entre el ábside y la pared escarpada llaman la atención las numerosas tumbas antropomorfas que hay excavadas en la roca, uno de los elementos más característicos de Olèrdola.

–Antes se pensaba que la iglesia de Sant Miguel y el cementerio que la rodeaba eran para adultos y que el cementerio exterior era para los niños, pero no –dice Molist–.

–¿Se han encontrado objetos importantes?–En una de las tumbas encontramos un cáliz y una patena. Creemos que

debió de ser la tumba del rector.

Alexandre de LabordeMientras paseamos por la iglesia de Sant Miquel, recuerdo haber visto años atrás unos grabados del noble francés Alexandre de Laborde, que visitó Es-paña a principios del siglo xix, en los cuales se mostraban las tumbas antro-pomorfas de Olèrdola con unas dimensiones más grandes que las que tienen en realidad y en vertical. Son las licencias de un viajero romántico, de mucho tiempo antes de la aparición de la fotografía, que procuraba explicar a los franceses cómo era la España de aquellos tiempos. «A más o menos cuatro

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leguas del Arco de Berà», escribe Alexandre de Laborde, «siguiendo la costa hacia Vilanova descubrimos sobre un promontorio las ruinas considerables de una antigua fortaleza que fue tiempo atrás la villa de Olèrdola. Su for-midable situación, sus murallas, las medallas que se han encontrado entre las ruinas, todo prueba que fue una villa importante de la antigüedad, y probablemente la Cartagho Vetus que se ha querido situar, de forma inexacta, donde se encuentra ahora Vilafranca del Penedès».

Las informaciones de Laborde sobre Cartagho Vetus eran totalmente inexactas, pero ello no invalida su admiración por el lugar, como muestran las detalladas descripciones que hace de la cisterna y de las tumbas antro-pomorfas. «Ninguna tradición indica», escribe, «a quién podían pertenecer estas tumbas; fueron excavadas con cuidado y tienen un borde alrededor para encajar la tapa».

Que las cosas han cambiado mucho desde el tiempo de Laborde lo de-muestra la siguiente frase del viajero francés: «No se puede llegar hasta esta montaña más que por caminos horrorosos, y cuando se llega, entre las ruinas no se encuentra ninguna inscripción que indique por lo menos el nombre an-tiguo de la villa. Parece que la muerte haya sobrepasado aquí su poder: ha aniquilado incluso la memoria de este lugar; las cenizas de estos habitantes desconocidos han sido arrancadas del fondo de las rocas que habían creído que serían un abrigo mucho más seguro que unas tumbas sencillas. De las murallas, solo queda una torre de defensa que sirve de capilla para un pobre sacerdote; la campana se balancea entre dos almenas y su oración es lo único que rompe el silencio de esta soledad».

Hoy, por suerte, el yacimiento de Olèrdola está perfectamente acondicio-nado y dispone de toda una serie de rótulos que subrayan la importancia de estas ruinas que cautivaron a personalidades como Josep Puig i Cadafalch y Pere Bosch i Gimpera. Los «caminos horrorosos» a los que hacía referencia Laborde han sido sustituidos, por otro lado, por una carretera asfaltada.

El Pla dels AlbatsEn la pequeña exposición que hay en el yacimiento se pueden contemplar mapas y maquetas que ayudan a comprender el conjunto de Olèrdola y fotos de las pinturas rupestres que hay dentro del parque.

En una de las fotos se ve una antigua masía que se erigía a la entrada de unas ruinas y que acogió la rectoría hasta 1884. Por desgracia fue derruida en 1968.

–En Olèrdola vivía mucha gente en la época íbera y medieval –dice Nú-ria Molist–. En esta última época, la ciudad se extendía extramuros pero es difícil calcular el número de habitantes.

–¿Todavía tienen que excavar mucho más?–Dentro del recinto quizás se haya excavado un 10%. Todavía queda

mucho por hacer. Pensad que había casas fuera de la murallas, hasta el Pla dels Albats y, descendiendo hacia abajo, hasta la masía Segarrull.

Tras despedirnos de Núria Molist, paseamos por el exterior del recinto siguiendo las murallas, por una amplia avenida escoltada por cipreses que conduce hasta el Pla dels Albats, otro lugar lleno de historia donde hay unas

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cuantas tumbas antropomorfas, la mayoría de tamaño infantil, en medio de un bosque de pinos, cerca de los restos de la capilla de Santa Maria (siglos x–xii). La visión de las tumbas antropomorfas excavadas en la roca produce una sensación de misterio y proclama que aún penden muchos interrogantes sobre la historia de Olèrdola, esa montaña llena de historias que se han ido superpo-niendo en el tiempo.

Finalizamos la visita caminando en dirección a la urbanización Dalt-mar, entre pinos, olivos, margallones, romero y lentisco, en un ambiente cla-ramente mediterráneo. El viento ha dejado de soplar y una calma total se ha adueñado del lugar. Tenemos justo debajo la carretera que va a la costa su-perpoblada, y encima el promontorio rocoso, dominado por uno de los muros de la iglesia de Sant Miguel de Olèrdola. Visto desde abajo, todo el recinto de Olèrdola se nos muestra como una fortaleza ciertamente inexpugnable, como un mundo aislado del resto por una doble barrera de cerros y murallas.

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Álamo blanco, Populus alba

Parque del Foix: de castillo a castillo

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Un paisaje mediterráneo, tapizado de viñedos y punteado por almendros y olivos que crecen en las laderas de una sierra coronada por bosques de pinos y encinas, con unas cuantas masías bien asentadas sobre el terreno y un par de castillos notables, nos da la bienvenida al Parque del Foix, uno de los más pequeños de los gestionados por la Diputación de Barcelona. Su superficie total es de 2.900 hectáreas y está repartido en dos municipios de nombre compuesto: Santa Margarida i els Monjos y Castellet i la Gornal. Podríamos decir que desde un punto de vista geográfico, al igual que ocurre con el de Olèrdola, el Parque del Foix forma parte del macizo del Garraf, la montaña que separa la costa de la llanura interior por donde pasaba la antigua Vía Augusta de los romanos.

Si nos tuviéramos que fijar en un elemento vertebrador del Parque del Foix sobre el mapa, este podría ser el río del mismo nombre, aunque lo que más se conoce de esta zona es el pantano, un embalse que data de principios del siglo xx que refleja en sus aguas verdosas la elegante figura del castillo de Castellet, una fortaleza construida en lo alto de un cerro rocoso que parece salida directamente del sueño de un niño.

El Molino del FoixAunque se encuentra fuera de los límites estrictos del parque, iniciamos la visita deteniéndonos en el Molino del Foix, situado en el centro de la po-blación de Els Monjos, concretamente en el Carrer Farigola. Alguien nos ha dicho que la visita valía la pena como introducción al territorio y enseguida vemos que ese alguien tenía razón.

Entramos en un edificio de paredes antiguas, restaurado hace unos años para transformarlo en un centro de interpretación histórico y natu-ral, que conserva buena parte de un molino harinero del siglo x que apro-vechaba el agua del cercano río Foix para moler el grano y que, según los documentos que se conservan, en el año 978 pertenecía al monasterio de Sant Cugat del Vallès. En el siglo xiii el molino pasó a depender de los mon-jes del monasterio de Santes Creus, que construyeron un casal nuevo, con una gran balsa y tres pares de muelas. El molino, conocido como el molino de Els Monjos, se convirtió así en uno de los más destacados de la comarca y se comenta que el hecho de que unos monjes se ocuparan de él es proba-blemente el origen de la segunda parte del nombre de Santa Margarida i els Monjos.

–Era un molino fortificado con una torre de defensa –nos explica Montse Jané, responsable de Quatre Passes, la empresa de servicios ambientales que lleva la gestión del Molino del Foix–. Los monjes desviaban el agua del río Foix y la hacían caer encima de la sala de muelas.

–Por lo que se ve, debía de ser un molino importante.–Lo era. Tenía tres pares de muelas que funcionaban a la vez. Cada uno

de los tres pozos iba a parar a una muela y el agua caía sobre el rodezno, en un espacio que se llama cacao o cárcavo, y lo hacía girar con su eje. Una de las muelas era fija y la otra giraba. De esta manera se molía el grano, que se almacenaba entre las dos muelas.

–¿Has dicho la palabra «cacao»?

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–Sí, es un nombre curioso –dijo Montse riéndose–. Dicen que la expre-sión «¡qué cacao!» podría venir de aquí. Es probable, ya que hacía mucho ruido.

Cuando bajamos a la sala de muelas de la planta inferior del molino, encontramos una elegante bóveda gótica, un par de muelas muy gastadas, unos cuantos cubos recubiertos de cristales gruesos y un pozo con la pared lateral abierta. En este momento tomamos conciencia de cómo debía de ser el molino siglos atrás.

–En el siglo xvii el molino pasó a manos de la familia Macià, de Vilafran-ca del Penedès –nos sitúa Montse Jané–. Hacia 1829 lo transformaron en una harinera, agrandando la balsa y la sala de las muelas. Posteriormente, en los años treinta del siglo xx, los propietarios abandonaron la actividad harinera y lo transformaron en vivienda y bodega. Unos años después pasó a ser un almacén de vino.

–¿Y desde cuándo está abierto al público?–Cuando en 1995 el molino pasó a propiedad municipal, se inició el pro-

ceso de recuperación del edificio para uso ciudadano y, una vez restaurado, se usa para hacer educación ambiental para las escuelas, entre otras activi-dades.

La puerta de la sala noble del molino, que lleva grabadas las fechas de 1828 y 1992, da a un jardín botánico concebido en espiral donde hay planta-dos varios cereales y un gran número de plantas aromáticas como albahaca, manzanilla, abrótano hembra, espliego, tomillo, perejil, laurel, mejorana, hierbaluisa, menta, orégano, romero, ruda, ajedrea, salvia y toronjil. Todos los olores del Mediterráneo parecen concentrarse en este jardín.

–Hay más de sesenta plantas autóctonas de por aquí –subraya Montse–. Cuando vienen los niños de las escuelas, hacemos que se fijen bien en ellas y organizamos juegos para que aprendan a identificarlas.

Este jardín, que parece concebido para que los niños se familiaricen con unas plantas y unos árboles que la ciudad les ha hecho ignorar, se comple-menta con los árboles frutales que hay en la parte alta del terreno, y con unas cuantas vides que ilustran los diferentes tipos de uvas: xarel·lo, tem-pranillo, moscatel, merlot, garnacha, parellada y macabeo. El mundo de la viña, base de la riqueza del Penedès, tiene aquí una muestra de las diferentes cepas que lo componen.

Es precisamente desde la parte más elevada de este jardín, donde los ni-ños aprenden a poner nombre a las plantas, desde donde nos podemos hacer una mejor idea de cómo era el molino siglos atrás. Los restos de la antigua torre, de los tres pozos y de la balsa donde se acumulaba el agua procedente del río Foix permiten imaginar el cacao que debía de formarse los años en que el molino estaba en plena actividad, cuando entre sus muros se producía el milagro de convertir los sacos de grano en sacos de harina.

El castillo de PenyafortDespués de la visita preliminar al Molino del Foix, abandonamos Els Mon-jos en dirección a Castellet y nos desviamos para ir a buscar, a través de las calles impersonales de un polígono industrial, el río Foix y el castillo de

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Penyafort. Hace poco que han limpiado la ribera y el río parece ahora haber recuperado la apariencia y la fuerza que le hizo mover varios molinos siglos atrás.

El castillo de Penyafort, famoso por ser el lugar de nacimiento de san Raimundo de Peñafort (1185–1275), patrón de los abogados, se nos presenta de entrada, más que como una fortaleza, como un caserón enorme, o como un conjunto de casas alineadas en una posición elevada, con la sierra cu-briéndole las espaldas y el río a los pies. Cuando se construyó el núcleo ini-cial, en el siglo xii, debía de tener unas vistas espléndidas sobre la entonces idílica llanura del Penedès.

La primera construcción del castillo consistía, según los historiado-res, en una torre de defensa de planta circular que dependía del castillo de Olèrdola. La familia Penyafort fue la propietaria hasta mediados del siglo xiv, cuando el último descendiente de este linaje, Arnau de Montoliu, vendió la fortaleza a Pere de Crebeyno. Según la documentación del cas-tillo, en el año 1586 la Diputación General de Cataluña tomó el castillo de manos de sus propietarios y quince años más tarde, Martí Joan d’Espuny d’Argençola lo compró en subasta pública. Ese mismo año, 1601, Raimun-do de Peñafort fue canonizado por el papa Clemente VIII. En 1603, Pere Joan Guasc, prior dominico de Puigcerdà, llegó a un acuerdo con Martí Joan d’Espuny para abrir un convento en la casa natal de san Raimun-do de Peñafort, y este donó a los dominicos la torre y las dependencias anexas. La iglesia nueva se terminó de construir en 1730, y en 1832 aún había una pequeña comunidad de frailes en el castillo, formada por cuatro religiosos y tres estudiantes.

Con los años se fueron añadiendo al castillo una serie de dependencias, entre otras una casa de payés y un cortijo, hasta convertir la fortaleza pri-mitiva en un vecindario donde vivían varios campesinos.

–Mi bisabuelo nació aquí –nos cuenta Maria Feced, la chica que nos hace de guía, hecho que otorga al lugar una inesperada dimensión–. Según dice, había cuatro cortijos y en el huerto de dentro se cultivaba una fruta muy buena.

Con la familiaridad que implica saber que su bisabuelo nació aquí, Maria nos abre las puertas de la iglesia para mostrarnos la planta circular de la to-rre de defensa original y la sala que había sido la primera capilla, construida por la familia Espuny, propietaria del castillo en la alta Edad Media. En una de las paredes luce el escudo de armas de los Espuny, formado por tres puños y un pájaro. Más allá se abre la gran nave de la iglesia, de treinta metros de largo y paredes desnudas.

–El señor Espuny era muy devoto de san Raimundo y por eso le dedicó la capilla –señala Maria–. Después cedió la casa a los dominicos, que la con-virtieron en convento.

Por una puerta lateral de la iglesia salimos a un pequeño patio con altos muros de hormigón y tres elegantes palmeras que esconde una historia más reciente, de tiempos de la Guerra Civil.

–En Santa Margarida i els Monjos había un campo de aviación de la Re-pública –nos ilustra Maria– y en los últimos años de la guerra aquí es donde

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encerraban a los aviadores franquistas que arrestaban, buena parte de los cuales eran italianos y alemanes.

Pasamos a continuación a la que había sido la huerta del convento, un espacio amplio con una avenida de cipreses, un patio con rosales que denota la devoción de los dominicos por la Virgen del Rosario, y un pedestal vacío.

Viendo los rosales, recuerdo una canción popular de Vilafranca que dice:

La Mare de Déu un roser plantava;d’aquell sant roser n’ha nat una planta.Nasqué sant Ramon fill de Vilafranca,Confessor de reis, de reis i de papes.Confessava un rei que en pecat n’estava.El pecat n’és gran, Ramon se n’esglaia...1

Pero Maria Feced deja a un lado la canción para aportar más datos his-tóricos.

–En 1851, después de que con el decreto de desamortización el castillo pasara a manos del Estado, lo compró Miquel Puig, cuya familia lo habitó durante tres generaciones –nos dice–. El nieto lo vendió en 1959 a un ame-ricano, James R. Halloway, que tenía intención de restaurarlo y convertirlo en un hotel. Sin embargo, este lo vendió después a otro americano, Dimitri Nicholas, que según dicen expolió el castillo...

–¿De qué manera lo expolió?–Aquí donde veis el pedestal, antes había un busto del antiguo propie-

tario, Puig i Llagostera, que desapareció, así como los santos de la iglesia y los libros de la biblioteca. Algunos libros han aparecido en bibliotecas de Estados Unidos.

En la parte de arriba del huerto hay una cisterna, un pozo, la fuente del castillo, que se adentra en las profundidades de la montaña, un laurel centenario y los restos de un paseo de los enamorados construido años atrás por Puig i Llagostera, cuando tanto la casa como los amores del propietario vivían momentos de esplendor.

–Mi abuelo tenía solo cuatro años cuando comenzó la Guerra Civil –ex-plica Maria–. Dice que aquí estaban encerrados los prisioneros, pero que también continuaban viviendo las familias de los masoveros. Alrededor del pedestal había unos naranjos y un día un soldado hambriento pidió las lla-ves para entrar a coger naranjas. Como tardaban demasiado en traérselas, acabó reventando la pared para podérselas comer.

En la parte delantera del jardín, a la derecha del paseo resguardado por cipreses, hay un moderno jardín de plantas medicinales, con un parterre que reproduce la clave de San Raimundo, el dominico especialista en derecho canónico considerado introductor de la Inquisición en el reino de Aragón.

Según los libros de historia, Raimundo de Peñafort nació en este castillo y en 1204, cuando tenía 19 años, ya era clérigo de la catedral de Barcelona. Estudió en Bolonia y acabó entrando en la orden de los dominicos. Después de unos años de estudio, en 1228 acompañó al enviado del Santo Padre Jean d’Abbeville en el viaje que hizo por tierras hispánicas para implantar la re-

1 «La Virgen un rosal plantaba; || de aquel santo rosal nació una planta. || Nació san Raimundo hijo de Vilafranca, || Confesor de reyes, de reyes y papas. || Confesaba a un rey que en pecado estaba. || El pecado es grande, Raimundo se espanta...»

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forma. Le siguió a Roma, donde en 1230 fue nombrado confesor del papa Gregorio IX. Este le encargó la compilación de las llamadas Decretales de Gregorio IX, que fueron promulgadas en 1234. Esta obra fue el código de derecho canónico usado por la Iglesia católica hasta el código de Pío X.

El papa quería premiar a Raimundo de Peñafort nombrándolo obispo de Tarragona, pero este, que estaba cansado y enfermo, se retiró en 1236 al convento de Santa Caterina, en Barcelona. Aún tuvo tiempo de intervenir en las Cortes de Monzón, en 1236, y de levantar la excomunión de Jaime I en 1237, en la provisión del obispado de Huesca y en el de la recién conquis-tada isla de Mallorca. En 1239 fue elegido tercer general de la orden de los dominicos, pero dimitió en 1240 y regresó a Barcelona, donde se convirtió en consejero del rey Jaime I.

Además de su obra jurídica, Raimundo de Peñafort fundó una escuela de lengua árabe en Túnez, en 1245, y otra en Murcia, en 1266, para la con-versión de los musulmanes. Murió en 1275 y en 1279 el concilio de Tarragona pidió su canonización, que no llegó hasta 1601. En 1665 el papa Clemente VIII lo proclamó santo. Entre los milagros que se le atribuyen, el que más llama la atención es el que narra que navegó desde Sóller hasta Barcelona a bordo de su capa.

–La señora Gallemí compró el castillo en una subasta en los años ochen-ta y en 2002 lo vendió al Ayuntamiento de Santa Margarida i els Monjos, que desde entonces trabaja para hacer una restauración a fondo –acaba Maria.

Siguiendo el curso del río FoixDespués de esta profunda inmersión en los siglos pasados, tenemos ganas de aparcar las historias de san Raimundo de Peñafort y de caminar por el Parque del Foix. Tomamos el camino que sale de detrás del castillo, un ca-mino amable y sinuoso que se abre paso entre viñedos y campos de olivos, con masías que aparecen de vez en cuando, como Cal Magí, Cal Vicari o Cal Bellestar, con flores a la entrada, una higuera cerca y perros que ladran con cierta desgana cuando pasa alguien.

El camino –elevado por encima de los campos, al pie de la sierra– va si-guiendo el curso del río Foix a una cierta distancia, atraviesa un pinar y se convierte en todo momento en una plataforma excelente que permite admirar los campos cultivados con cuidado, con una mayoría de viña, pero también con frutales y olivos, algunos emparrados para facilitar la recolección mecánica.

Cuando cruzamos el río Foix, que baja con muy poca agua y que hace tan solo unos años era un vertedero, nos damos cuenta de que lo han limpia-do hace poco y que han plantado árboles de ribera para darle una imagen más digna. Esperemos que dure.

Caminamos poco a poco, procurando disfrutar de cada paso, siempre con la montaña cubriéndonos las espaldas. Dejamos atrás el Mas Pigot, una casa rural, y continuamos por el camino que nos lleva primero por los már-genes de un viñedo y luego por un encinar. En lo alto domina el bosque espe-so, aunque en la Pòpia, una zona especial de protección de aves, hay algunos riscos donde nos han dicho que anidan las águilas perdiceras. Es un espacio aparte, protegido.

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Continuamos por el camino hasta llegar a Torrelletes, un pueblecito que depende de Castellet i la Gornal, un municipio de 2.400 habitantes que tiene un número sorprendente de núcleos de población. Aquí tenéis la lis-ta completa: Les Casetes, Castellet, Clariana, La Gornal, Sant Marçal, Les Masuques, Torrelletes, Rocallisa, Els Rosers, la urbanización La Creu i Els Àngels, la urbanización Trencarroques y la urbanización Valldemar. ¡Doce núcleos de población! ¡Ahí es nada!

Vamos caminando, rodeados por una mezcla de campos, viñas y bosques mediterráneos, hasta que entramos en el pueblo de Castellet por la parte de atrás, por el lado de la iglesia y el cementerio viejo. Un poco más adelante vemos el castillo, que se alza con contundencia sobre las aguas del pantano.

–El parque se hizo para proteger el entorno del pantano de Foix –nos cuenta Pau Mundó, el director del Parque del Foix, que tiene una oficina de información muy cerca del castillo–, ya que en los años ochenta existía la amenaza de unas urbanizaciones bastante deterioradas y el Ayuntamiento lo declaró zona protegida. En 1993 se elaboró el plan especial de protección y en 1997, el Consorcio del Parque.

El pantano del FoixLa vista desde la explanada que hay delante del castillo es espectacular, con un acantilado rocoso a los pies, lleno de chumberas que desafían la vertica-lidad, y abajo el pantano rodeado de bosque. Se respira silencio, una calma de otros tiempos.

–La parte derecha del pantano es zona protegida –nos informa Pau Mundó, que extiende el brazo tratando de señalar la parte que nos indica–. Allí anidan los pájaros. Si os fijáis, las hojas más altas de los árboles están teñidas de color blanco. Es por las cacas de los pájaros. Hay un itinerario marcado para ir hasta la península boscosa. El otro lado es el de la pesca.

–Allí hay unas casas que desentonan –comento.–Todos los alrededores iban a ser una macrourbanización y todavía que-

dan algunas casas ilegales, pero pocas.–¿La gente se baña en el pantano?–Está prohibido bañarse y navegar por el pantano... De todos modos,

siempre hay algunos inconscientes que se bañan... e incluso hay quien se come las carpas... Pero no es nada recomendable, ya que el pantano está bastante contaminado.

–¿Y no hacen nada para descontaminarlo?–Es caro y complicado. Pensad que hay 17 metros de sedimentos de lodo.–¿Y qué utilidad tiene el pantano?–Antes se utilizaba para regar la zona de Vilanova y Cubelles. Ahora ya

no tiene ninguna utilidad. Bueno, solo la paisajística y ecológica. Gracias al pantano, se ha creado una zona húmeda en medio del Penedès, una tierra muy seca, y eso, para las aves, es fantástico.

El pantano y sus alrededores son sin duda una zona de aves importante. Las aves migratorias se detienen aquí y, según Pau Mundó, hay más de 230 especies de aves censadas en esta zona.

–La principal importancia del parque es ornitológica –remata–. Hay

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aves todo el año y a menudo vienen ornitólogos de visita. Las hay migrato-rias, rapaces... Tenemos un convenio con un grupo de ornitólogos, el Còbit, que hace investigación y estudios de naturaleza del Penedès y que cada año nos entrega un informe detallado de los pájaros que hay en el parque.

El castillo está cerrado. Pertenece a una fundación privada, Abertis, que lo restauró a fondo hace pocos años. Si queremos visitarlo, un cartel indica que se debe pedir hora para el sábado o el domingo.

El castillo está situado en un lugar muy estratégico –nos informa Pau–. Si os fijáis, este es el primer punto donde, siguiendo el curso del río Foix, puedes ir esquivando las montañas para llegar al mar. Era un puesto de con-trol importante.

Ante el castillo hay una plaza irregular con un par de cipreses, dos pinos muy altos y una higuera vieja, de tronco torturado y ramas retorcidas. En una de las casas de enfrente, donde ahora está el punto de información del parque, una baldosa informa de que fue la casa consistorial (1906).

–Eso es de antes –puntualiza Pau–. Ahora el ayuntamiento está en el núcleo de La Gornal.

Bajando por el camino del castillo, encontramos calles estrechas y casas antiguas, con la fachada de piedra y ventanas más o menos nobles. No se ve a nadie y todo está presidido por un silencio que parece que dure desde hace siglos.

–Ahora lo veis todo muy tranquilo, pero el fin de semana se llena de gen-te –nos advierte Pau–. Pensad que Castellet está en medio del triángulo Vi-lanova, Vilafranca y El Vendrell. Eso es mucha población. Y si añadimos la proximidad de Barcelona, todavía más.

Al final de la calle, ya en la confluencia con la carretera, hay un restau-rante de cocina tradicional, Cal Barretet, fundado en 1961, donde nos para-mos a comer una especialidad de la casa, la sopa estellada (pollo, pelota y verduras, todo desmenuzado) y conejo a la brasa.

El encargado, Francesc Vallecillo, nos comenta que ya hace un montón de años que está en Castellet y que es un buen lugar donde vivir.

–Aquí suele venir gente de clase media, sobre todo el fin de semana –añade–. Vienen de Barcelona, de Vilanova i la Geltrú, de Vilafranca del Pe-nedès... en coche o en bici. Algunos incluso vienen a pie desde Sitges o desde Olèrdola. Durante la semana estamos muy tranquilos, pero el fin de semana esto parece El Corte Inglés. Demasiada gente, incluso.

–¿También vienen extranjeros?–En verano, muchos. A partir de Semana Santa empiezan a venir los

turistas de Sitges.–El pueblo parece muy tranquilo, al menos hoy.–Castellet es tranquilísimo. Entre semana todos se encierran en casa

–sonríe–. No hay ni tiendas ni nada. Para comprar tenemos que ir a L’Arboç del Penedès. Para ir al mercado a L’Arboç, hay un autobús que pasa los mar-tes. Para ir al de Vilafranca, los sábados.

–¿Y también tienen que comprar el pan allí?–Aquí no hay horno, pero día sí día no viene un panadero con la camio-

neta desde L’Arboç. Es el de casa Roser, la antigua casa Masseguer. Toca la bocina y sale la gente a comprar.

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Después de comer, vamos con Pau Mundó a dar una vuelta por el panta-no. Luce el sol y todo parece muy bien arreglado. Hay patos, fochas y otras aves sobrevolando las aguas.

–En el pantano llegamos a encontrar un siluro de 1,60 metros, pero ya estaba muerto –comenta Pau cuando pasamos por la zona de pesca–. Como el pantano está contaminado, se mueren jóvenes.

–Los siluros los traen de fuera, ¿verdad?–Son unos peces sin escamas que se lo comen todo, incluso a un pato. Y

en la cola del pantano encontramos hace unos años cinco o seis bombas de la Guerra Civil.

Cuando llegamos a la compuerta del pantano, me fijo en una fecha gra-bada en un muro: 1928.

–El proyecto del pantano es de 1901 y, aunque aquí diga 1928, se siguió construyendo hasta 1945 –puntualiza Pau Mundó–. Fíjate que en la parte de arriba del muro hay un tipo de piedra diferente.

El pantano está repleto; el agua llega hasta arriba, e incluso llega a reba-sar un aliviadero que hay en uno de los lados.

–El pantano siempre está lleno –indica Pau–. No desagua. Lo único que ocurre cuando está lleno es que el agua sobresale por un lado. Se saca poca agua para el riego. He visto, en años de lluvias fuertes, cómo las cañas atas-caban la acequia y el agua pasaba por encima del puente. Todo un espectá-culo.

La montañaDespués de abstraernos un buen rato observando el empuje del agua, volve-mos hacia el coche y, dejando atrás la casa del ingeniero, que parece hecha para vigilar constantemente el muro del pantano, subimos hacia la montaña por una pista abierta por la Diputación para poder combatir los incendios. A ambos lados hay antiguos bancales cultivados, ahora invadidos por bosques de pinos demasiado comprimidos, aunque de vez en cuando hay zonas des-pejadas para que los árboles puedan crecer mejor.

De pronto dejamos de ver el pantano y notamos que entramos en un te-rritorio diferente. Si abajo todo el protagonismo lo centraba el agua, ahora lo que manda es la montaña, una montaña solitaria y silenciosa. A medida que ascendemos, el camino va teniendo mejores vistas, hasta que en un determi-nado punto vemos incluso la inmensa mancha azul del mar y la chimenea de la térmica de Cubelles.

–Justo al lado desemboca el Foix –comenta Pau–. Es el final del río.Cuando llegamos a la parte alta del parque, pasamos por delante de los

restos de varias masías que hace ya tiempo que están deshabitadas: Can Balaguer, Cal Cremat, Cal Cassanyes, la Casa Alta... De esta última, enca-ramada en lo alto de unas rocas que sirven de pedestal, se deduce por sus dimensiones que fue una casa importante. Ahora, sin embargo, es solo un testigo mudo de una historia que, como diría Josep Pla, «ja ha passat avall» (ya ha desaparecido para siempre).

Seguimos adelante hasta que vemos, sobre un risco, unas rocas llama-das Roques Boveres, donde hay una serie de cuevas y un nido de águilas.

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–Está prohibida la escalada para proteger a los pájaros –explica Pau–, pero a las rocas de los alrededores vienen escaladores a menudo.

Pasan unos ciclistas resoplando, bien equipados con bicicletas de mon-taña, y poco después un solitario que corre sin perder la concentración, res-pirando a un ritmo constante. Pasado un rato, hacemos una parada en un horno de cal restaurado no hace mucho. Es una torre redonda, hecha con piedras, con una pequeña puerta en la parte más baja.

–Para hacer la cal lo iban cubriendo con capas de piedras y de leña y después lo destapaban –indica Pau–. Lo iban encendiendo por la puertecita y estaba semanas ardiendo.

–¿Hay muchos por aquí?–Hay un total de diecisiete hornos de cal documentados, muchos en es-

tado ruinoso. Ahora ya no queda ninguno en activo, pero esta era la primera actividad de la zona hace un centenar de años, cuando estas montañas esta-ban habitadas.

Bajamos hacia Torrelletes por un terreno cárstico lleno de arbustos me-diterráneos y pinos carrasco en medio de un silencio que revela claramente que ya nadie vive por aquí. De todos modos, la historia, tozuda, se nos pre-senta de golpe cuando vemos a la derecha otro horno de cal.

–Cerca del torrente hemos encontrado restos de pozos, de albercas y de barracas –dice Pau–. Nos tenemos que poner a fondo para ver qué es exacta-mente lo que había allí.

–Veo que aquí crece mucho pino carrasco –comento–, que en algunos lugares está considerado una mala hierba.

–Aquí todavía le tenemos que estar agradecidos. Si no fuera por el pino carrasco, aquí no crece nada de nada. No vale para hacer leña, pero ayuda a fijar la tierra.

–¿Y qué animales hay por aquí?–Jabalíes, zorros, tejones... y murciélagos.–¿Murciélagos?–Hay censadas hasta once especies diferentes de murciélagos.Cuando llegamos al final del bosque, allí donde la montaña empieza a

estar tocada por la mano del hombre, Pau nos hace ver que en este trozo de paisaje se mezclan los olivos, la viña, la roca caliza, los frutales y el pino carrasco.

–Me gusta porque es cien por cien mediterráneo –apunta, satisfecho–. Puedes encontrar paisajes iguales en Mallorca o Sicilia.

Poco después llegamos a Torrelletes, un pueblo vacío, sin un alma en la calle, y a la carretera que nos devuelve hacia el fragor cotidiano pasando por Cal Romagosa, una masía grande, pintada de blanco, con viñas delante.

–Pronto se aprobará la ampliación del parque, con lo que Cal Romagosa quedará dentro –dice Pau–. Vale la pena ir preservando territorio.

El castillo de CastelletAl día siguiente, sábado, volvemos a Castellet para visitar el castillo. A las 10 de la mañana ya hay mucha gente paseando junto al pantano o tomando una cerveza en la terraza de Cal Barretet. Incluso hay una pequeña tienda

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que ha abierto las puertas para vender productos de la tierra. Es evidente que con el fin de semana Castellet se llena de gente y de vida.

Solo somos cuatro personas las que nos hemos apuntado a la visita guia-da del castillo. La guía, de nombre Cristina Marteles, insiste en los veinticin-co siglos de historia del castillo y nos recuerda que «los restos más antiguos son de cerámica griega del siglo vi a. C.».

El castillo, como se puede ver, tiene una historia muy larga, y ha sido ocupado por gente muy diversa, desde los íberos hasta los condes catalanes, pasando por los árabes. En una etapa más reciente, fue el Hospital de Nens de Barcelona, un hospital infantil, y actualmente pertenece a la Fundación Abertis, que es la que ha hecho una restauración a fondo que culminó en el año 2009.

Una vez pasada la verja de entrada, el castillo está dividido en dos par-tes: una es el llamado Castillo del Conocimiento, donde celebra reuniones la Fundación Abertis; la otra es el Edificio de la Historia, que es la que se puede visitar.

–Es la parte más antigua del castillo –nos aclara Cristina–. Aquí vivie-ron nobles como el conde Borrell II, en el siglo x, o Ramón Berenguer I.

La historia de Castellet está documentada en un audiovisual que apun-ta que empezó siendo un poblado ibérico. Más adelante, en el siglo x, se cons-truyó una torre, probablemente de origen andalusí, encima de la roca escar-pada que dominaba la Vía Augusta. El primer documento sobre el castillo data del 11 de junio del 977, cuando se hace constar que el conde Borrell II de Barcelona lo vende a Unifred Amat, miembro de una familia que era pro-pietaria de muchas tierras y que iniciaría el linaje de los Castellvell. En 1099 Pere Bertran de Castellet era el señor feudal de este castillo que se iría am-pliando poco a poco. En el siglo xi ya se levantó un edificio con dos plantas residenciales. En el siglo xiv se desmanteló el viejo fortín y se construyó un palacio, con el domicilium ampliado. En el siglo xv, después de que el castillo hubiera ido cambiando de manos, quedó deteriorado por la guerra civil y en el siglo xvi fue comprado por la familia Sarriera, que le añadió la muralla y lo adaptó para la artillería ligera.

En 1875 el castillo era propiedad de Joan de Queralt, señor de Santa Coloma.

–A finales del xix era una ruina: quedaba solo la muralla de levante y la torre desmochada. Hacia los años veinte del siglo xx se quiso convertir en un castillo residencial, pero las obras no se terminaron nunca –continúa Cristina–. Después pasó a ser el Hospital de Nens de Barcelona y en 1999 lo compró la Fundación Abertis.

Dentro del castillo, se pueden contemplar algunas piezas que se han en-contrado en él, como fragmentos de cerámica del siglo iv a. C. También hay una reproducción de una piedra miliaria de la Vía Augusta, que era el cami-no que debía controlar la torre inicial.

La Vía Augusta, que tenía unos seis metros de ancho, iba desde Cádiz hasta la Galia, más o menos como la autopista AP–7, tal como subraya el audiovisual de Abertis, que parece buscar un paralelismo a lo largo de la historia que justifique su presencia en el castillo. De la vigilancia de los anti-

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guos castillos que dominaban la Vía Augusta hemos pasado al control de las cabinas de peaje de la autopista.

Gracias a unas excavaciones realizadas en el año 2009 en el patio de levante, se pudo probar que el origen de la fortaleza se remonta al siglo iv a. C. y que, por tanto, tiene una historia de 2.300 años. La época ibérica, la romana, la andalusí y la medieval se manifestaron a medida que se vaciaba el foso construido en el siglo iii o iv a. C. que se cegó en el siglo xv. Dentro de estas excavaciones, llama la atención el hallazgo de unos restos de perro al pie de la muralla, de la época ibérica, que probablemente formaban parte de un antiguo ritual que, se supone, debía garantizar larga vida en el castillo.

Un poco más arriba de la fortaleza, la iglesia, documentada por primera vez como ermita de Sant Pere de Castellet en 1106, domina desde un se-gundo plano, consciente de su papel secundario a la sombra del castillo, el paisaje presidido por el espejo de agua del pantano de Foix. Al lado está el cementerio, testigo mudo de una historia centenaria que hoy se ve alterada por la multitud que visita el pantano de Foix el fin de semana.

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Boj, Buxus sempervirens

Parque Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac: desde la Mola

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Vista de lejos, la cima de la Mola, que se encuentra en el Parque Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac, ofrece una imagen contundente, como si se tratara de un castillo de dimensiones gigantescas, con una doble hilera de riscos escarpados que parece una muralla inexpugnable y con el monasterio coronando los 1.104 metros que mide la montaña. En la parte baja, un man-to de bosques le acaba de conferir la dimensión de un mundo irreal que se alza por encima de la placidez del llano.

Para empezar la visita del parque, en primer lugar nos dirigimos a Mura, un pueblo con encanto, con casas de piedra y pendientes pronunciadas, que se encuentra situado en la cara norte, en la comarca del Bages. Hace frío a primera hora, y no parece que la gente del lugar tenga excesiva prisa en abrir las tiendas, los bares o la panadería.

–Han anunciado que van a cortar la luz hasta la una del mediodía por no sé qué obras que tienen que hacer –nos informa una mujer que sube muy poco a poco, como si contara sus pasos, por la calle de la Muntanya–. Si lo que queréis es desayunar, os aviso de que no vais a encontrar nada abierto.

Así pues, a falta de alimento, decidimos bajar por las calles desiertas del pueblo hasta llegar a la riera, que traza una curva pronunciada a su al-rededor, como si lo abrazara. En el otro lado, se observan unos huertos muy cuidados y en este, contemplamos la iglesia de Sant Martí, cuyos orígenes se remontan al siglo xi. En medio, una plaza agradable, una fuente antigua, calles que suben, miradores bien emplazados y casas con nombre propio, como Cal Forn, Cal Ravenosa, Cal Ferrer Nou, Cal Benetó, Cal Soldat, Cal Carter...

El camino real y los bandolerosEn una de estas casas, Cal Teixidor, se encuentra la casa solariega de Joan Alavedra (1896-1981), con una placa de 1981 que lo recuerda como «autor del poema El Pessebre (El pesebre), musicalizado por Pau Casals». Es la gloria de Mura, un pueblo sobre el que también escribió el escritor Jaume Cabré. En la novela Señoría (1991), leemos: «Contrariamente a lo que solía suceder en la mayoría de los pueblos de Dios, la iglesia de Mura estaba situada en la parte más baja de la villa, cerca de la riera. El caballo se detuvo delante del edificio con un aire de intenso aburrimiento. El notario Tutusaus de Feixes permaneció sentado todavía unos segundos, aunque el criado ya le había abierto la portezuela. Odiaba los encargos de este tipo. Odiaba todo lo que fuera tener que viajar, sobre todo si se trataba de ir a una zona tan salvaje como aquella, lejos de Feixes y de la civilización, por un camino peligroso e incómodo».

Resulta fácil imaginar un carruaje de caballos avanzando por las calles empedradas de Mura, así como pensar en los bandoleros que hace muchos años rondaban por el camino real. En el parque hay bastantes topónimos que recuerdan aquellos tiempos en los que viajar por los bosques de Sant Llorenç del Munt era muy peligroso, como, por ejemplo, la cueva del Lladre (ladrón), cerca de Rellinars. Sin embargo, hoy da la sensación de que Mura se ha convertido en un pueblo de vida tranquila que se anima sobre todo el fin de semana. Si alguien tiene ganas de revivir los viejos tiempos de los ban-

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doleros, tendrá que conformarse contemplando la historieta gráfica que se expone en unos paneles del parque, leyendo el libro Les sendes dels bandolers (Sant Llorenç del Munt-Serra de l’Obac) (Las sendas de los bandoleros), de Antoni Ferrando, o yendo a comer a la Casanova de l’Obac, donde el restau-rante La Pastora ofrece un Menú de Capablanca, en homenaje al payés que se convirtió en un bandolero legendario del camino real.

En los siglos xvi y xvii, se vivió el momento álgido del bandolerismo en estas tierras, cuando los viajeros que querían ir de Manresa a Barcelo-na, o viceversa, debían pasar por fuerza por el camino real que cruzaba las montañas de Sant Llorenç de Munt, por aquel entonces una tierra inhós-pita y salvaje. Se necesitaban más de trece horas para realizar ese viaje, lo que obligaba a los viajeros a pernoctar en algún hostal de la comarca, que era donde solían atacar los bandoleros. Se cuentan muchas historias de bandoleros famosos, pero los mayores honores se los lleva el mitificado Capablanca. Cuentan de él que, cuando asaltaba a los viajeros, se escon-día encima de un árbol cerca del camino real, extendía su capa de color blanco en medio del camino y obligaba a los pasajeros del carruaje a poner en ella los objetos de valor. Si se resistían a ello, no dudaba en dispararles con una llave de pedernal.

El cuello de EstenallesComo en Mura todos los bares están cerrados, nos dirigimos hacia el siguien-te pueblo, Talamanca. Mala suerte: allí también han cortado la electricidad. Pero, al menos, hay un bar que funciona medio a oscuras, Les Voltes, donde nos preparan cafés con leche y bocadillos. En las mesas, la gente habla del Barça y de la crisis económica, saltando de un tema a otro sin transición, y, tras el mostrador, una mujer se esfuerza en servir los pedidos de manera artesanal, sin ayuda de máquina alguna.

–Aquí, en Talamanca, viven poco más de cien personas, pero los fines de semana se llena de excursionistas –nos explica después de refunfuñar por-que no funciona la cafetera–. A veces entre semana también viene gente.

–¿Qué tipo de gente?–Sobre todo grupos de jubilados que van de excursión y que, si ven que

no hace buen tiempo, entran aquí a comer. Seguramente piensan: «Si no po-demos subir al Montcau, al menos pasaremos un buen rato aquí».

En el momento de preparar la cuenta, la mujer lo suma todo a mano, como en los viejos tiempos. Con el corte de luz hemos retrocedido casi un siglo.

En el tramo de carretera que recorremos hasta el cuello de Estenalles, que se encuentra a 870 metros de altitud, se van sucediendo las colinas y los bosques, con alguna roca de conglomerado, de forma contundente, que se asoma de vez en cuando. Hay tanto bosque que por momentos tenemos la sensación de que se extiende hasta los límites del horizonte.

Antes de emprender la subida hacia Sant Llorenç, hablamos un rato con Anna, la responsable del Centre d’Informació del Coll, que dentro de poco tiempo, por cierto, será objeto de una importante remodelación arquitectó-nica. Nos ratifica lo que nos han dicho en Talamanca.

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–Los fines de semana es cuando viene más gente, pero los días de diario hay grupos de jubilados que suben al Montcau.

–¿Y a Sant Llorenç del Munt?–También, pero muchos prefieren ir allí por el otro lado, desde Matade-

pera, porque por allí es más corto. Estás arriba en media hora o tres cuartos. En cambio, desde aquí son un par de horitas. El Montcau queda más cerca.

–Pues más vale que iniciemos la marcha.Empezamos andando poco a poco, ya que el camino es empinado. Pero

enseguida se vuelve más bien llano y avanza hacia el seno de la montaña sin más complicaciones. A la izquierda se alza el Montcau, pelado, rocoso, sin vegetación, como una gran cúpula de roca. Mide 1.057 metros de altitud y la gente que ha llegado a la cima destaca claramente a contraluz, con el brazo extendido, indicando algún lugar concreto del paisaje.

Las rocas con las que nos vamos encontrando son como las de Montserrat: un conglomerado de guijarros y arena que fue amasado hace muchos siglos, según los geólogos, unos 50 millones de años, al comienzo del período terciario.

Cuando llegamos al cuello de Eres, una llanura con unas cuantas enci-nas en forma de círculo, hay una bifurcación. A la izquierda para subir al Montcau; a la derecha, a la Mola. En una roca se ven grabados unos versos de Joan Maragall: «Jo no sé lo que teniu que us estimo tant muntanyes» (mon-tañas, no sé qué tenéis que os quiero tanto). No cabe duda de que nos encon-tramos en los dominios de los excursionistas por excelencia.

Algunos grupos de jubilados que dicen «buenos días» de forma seca, con prisas, caminan a buen paso hacia la Mola. Se nota que no es la primera que vez que suben. Están en forma, concentrados, y no malgastan sus energías. Por suerte, los caminos están bien señalizados e incluso tienen escalones en algunos tramos. Más adelante, en medio de un bosque que nos regala una buena sombra, nos llama la atención el Roure del Palau (el roble del palacio), alto y poderoso, todavía sin hojas. La vegetación es mediterránea, agrade-cida, con un dominio indiscutible de encinas y robles.

Tras una fuerte bajada, nos desviamos para ir a ver los Òbits, unas gru-tas labradas donde hace tiempo, según parece desde la Edad Media, acam-paban pastores, leñadores o bandoleros. Hay quien asegura que incluso sir-vieron de escondite para una gente que falsificaba monedas, hará unos cien años. En cualquier caso, está claro que son espaciosas. Se encuentran al pie del acantilado, protegidas del viento y de la lluvia por unos muros de obra añadidos después. Delante hay una balsa que recoge el agua de lluvia. Las paredes están ennegrecidas por el humo y algunos excursionistas se han en-tretenido garabateando en ellas su nombre con una piedra blanca. Son clási-cos: «Jordi estuvo aquí», o «Te quiero, Laura». Palabras que perdurarán en la piedra hasta que el tiempo las borre.

La vista desde los Òbits, con Matadepera y Terrassa al fondo del valle, es de las que merecen la pena. Parece un buen lugar para quedarse unos días: las grutas están orientadas hacia el sol y justo delante hay un tramo pelado que delimita, como si de un gran patio se tratara, el bosque de enci-nas, repleto de matas de romero, lentisco y tomillo. A la derecha se ve, impo-nente, la punta de la Mola, nuestro destino.

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–¿Qué quiere decir este nombre? –indaga Andoni.–¿Los Òbits? Son unas grutas que un día estuvieron habitadas.–Supongo que no tiene nada que ver con los hobbits de Tolkien –bromea.–No –me río–. Estos son unos hobbits mediterráneos.–Seguro. En Nueva Zelanda, donde rodaron El Señor de los Anillos, no

hay ni tomillo ni romero.

Rocas, cuevas y dragonesVolvemos al camino. Recorremos un tramo más de bosque y bajamos para enfrentarnos a la subida definitiva, un canal por donde se abre paso un to-rrente pedregoso, engastado entre las rocas, con encinas que crecen en los rincones más impensables. Arriba nos aguarda una vista panorámica, con la sierra del Obac delante, Montserrat al fondo, y al otro lado la pared vertical de la Morella y el valle de Sant Llorenç.

–Esto son endrinos –me reclama Andoni, que, como buen navarro, valo-ra mucho esta planta–. Con sus frutos se hace el pacharán.

A partir de aquí, el camino se eleva serpenteante, dejando atrás rocas es-pectaculares, agujas y monolitos bautizados con nombre propio según sea su forma o la imaginación del pastor. El Cavall Bernat (el caballo petrificado), el Cap del Faraó (la cabeza del faraón), el Plec de Llibre (el libro abierto), el Paller de tot l’Any (el pajar de todo el año), la Castellassa de Can Torres, el Morral del Drac (el morral del dragón), el Turó de les Nou Cabres (el cerro de las nueve cabras)... Cuentan que en la Roca Salvatge (la roca salvaje), cerca del Paller de Tot l’Any, Capablanca, el bandolero omnipresente, tenía uno de sus escondrijos.

En el macizo de Sant Llorenç del Munt también abundan las cuevas y, especialmente, las simas. Aseguran que hay más de trescientas y algunas tienen incluso leyendas asociadas. De la cueva de la Simanya se cuenta, por ejemplo, que en su interior había una ciudad encantada, tal vez porque tiene unos 400 metros de profundidad. En el siglo xvii, el cronista Jeroni Pujades escribió que, hace años, un sacerdote y un mozo entraron en la cueva y se encontraron con «sombras y figuras de hombres, mujeres y niños desnudos y descalzos, con brazos y piernas tan formados que parecían vivos, como una carnicería en la que se cuelgan los cuartos de los animales y otras cosas que casi son increíbles...». No es de extrañar que Pujades concluyera que «la gente dice que esta cueva está encantada, que hubo allí una ciudad y que las sombras son de personas que viven encantadas en ella». Más adelante, hacia 1857, Víctor Balaguer escribió que «la gente decía que aquel recinto alojaba magia, hechicerías, monstruos, fantasmas, y se contaban muchas leyendas».

Otra leyenda asociada a las cuevas de este macizo es la del dragón que, por lo que cuentan, dejaron los sarracenos cuando los expulsaron hacia las tierras del sur. Según la tradición, era un monstruo cruel y sanguinario que atacaba a la población, que se escondía en el llamado Morral del Drac o a la cueva Simanya, y que murió nada más y nada menos que a manos del conde Wifredo el Velloso. La leyenda está tan arraigada en la comarca que existe incluso una foto de 1903 de un hombre con un trozo de la costilla del dragón en la mano (en realidad, era de ballena). Pudo verse una reproducción de

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esta en la exposición permanente sobre el macizo que hay en el monasterio de Sant Llorenç del Munt, en la cima de la Mola.

Nos distraemos un buen rato contemplando el Turó de les Nou Cabres, un monolito rocoso, arisco, vertical, con un espacio mínimo en lo alto, don-de cuentan que hace muchos años subió una cabra embarazada que parió a ocho cabritos. Durante un tiempo vivieron allí arriba, aislados, hasta que algunos vecinos de Sant Llorenç Savall fueron con escaleras y cuerdas para ayudarlos a bajar.

Muy cerca de este cerro se encuentra el Morral del Drac, donde dicen que se escondía el famoso dragón traído por los sarracenos. Otras leyendas rela-cionadas con estas rocas de extrañas formas hablan de demonios que tenían sus refugios en las montañas y tentaban a los campesinos, los pastores y los leñadores. Cuentan, por ejemplo, que un joven pastor consiguió escalar, tras muchas dificultades, la Castellassa de Can Torres. Pero al llegar arriba no sabía cómo bajar y se le apareció un demonio que le ofreció ayuda a cambio de su alma. El pastor rechazó la propuesta y se encomendó a la Virgen de las Arenas: le prometió que compraría una campana para la iglesia que pudiera oírse desde la Castellassa. Luego se durmió, y cuando despertó, estaba al pie de la roca sano y salvo. Sobra decir que el pastor compró la campana y que, desde entonces, a la Castellassa se la conoce también como la Roca del Pastoret.

No hay nada como el VallèsLlegamos arriba, a 1.014 metros, dos horas después de salir del cuello de Es-tenalles. Por supuesto que no es ningún récord, pues nos hemos ido parando para hacer fotos y tomar notas. Delante del monasterio hay un grupo de alumnos de un colegio de Terrassa que ha subido por el lado más corto, por el camino de los Monjos, y escuchan con más o menos atención las explica-ciones del profesor.

La vista, de casi 360 grados, es tan impresionante desde arriba que es útil consultar la tabla de orientación geográfica, renovada hace muy poco, para identificar las distintas montañas, pueblos y ciudades. De entrada, lle-gamos a la siguiente conclusión: como decía el poeta Joan Oliver, «com el Vallès no hi ha res» (no hay nada como el Vallès), al menos visto desde aquí. Pero lo cierto es que, en los días claros, la mirada llega mucho más lejos que el Vallès: también se puede ver el Bages y, en el límite del horizonte, el Mata-galls y el Turó de l’Home, en el macizo del Montseny; Montserrat en el lado de poniente; y debajo se intuye el laberinto urbano de Terrassa, Sabadell, Sant Cugat... e incluso un trozo de Barcelona, con los rascacielos de la zona del Fòrum asomando donde acaba la sierra de Collserola. Las siluetas del templo del Tibidabo y la torre de Collserola se recortan claramente contra el cielo y, al fondo, se adivina el mar entre la calima.

–Me gustaba más la tabla de orientación que había antes –nos comenta Joan, un panadero de Terrassa que lleva ropa de caminante casi profesio-nal–. Era más sencilla y más pequeña, pero era la de toda la vida. La pusie-ron en 1960. La que hay ahora la trajeron en helicóptero en septiembre del año pasado.

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A continuación, Joan nos explica que hace 35 años que sube a la Mola. «Cuando empecé a venir, de niño, todavía se podía hacer fuego en la mon-taña», aclara, para que se entienda que han pasado muchos años desde en-tonces. «Ahora, en cambio... lógicamente, no puedes hacer ni la más mínima hoguera». Después nos deja sorprendidos cuando añade que sube aquí casi cada día «porque creo que la naturaleza es muy importante en la vida y, ade-más, es un privilegio estar aquí arriba».

Cuando mira alrededor con el brazo extendido para abrazar toda la vis-ta, no nos queda más remedio que darle la razón. Sin duda, nos encontramos en un lugar privilegiado.

–A esta montaña la llamo «mi pequeño jardín» –dice Joan, suspirando–. Voy cambiando de caminos para llegar hasta aquí, pero necesito subir.

–¿Subes sin importar el tiempo que haga?–Aunque llueva o nieve... El día de la gran nevada, en marzo pasado,

también subí. Fue el mejor día, tanto por la dureza como por el hecho de verlo todo nevado.

–Pero ¿por qué lo hiciste?–No sé, supongo que para hacerlo de una manera distinta a la de los de-

más días. La verdad es que fue muy duro, ya que caminaba y la nieve me llegaba hasta la rodilla. Desde los depósitos de Matadepera hasta aquí tardé dos horas, cuando normalmente lo hago en media hora.

–En tu opinión, ¿cuál es la ruta más bonita del parque?–Para mí la de las Fogueroses es la parte más espectacular. Se ven rocas

con unas formas increíbles. También me gusta bajar por el canal de la Re-vella. Normalmente subo o bien por el camino de los Monjos, por el cuello de Estenalles, o por el canal de l’Abella, que es donde hay menos gente.

–Hay rocas de todas las formas, ¿verdad?–¿Ves aquella? –dice indicando una de forma majestuosa y vertical–. Se

llama Roca Mur. Vista desde delante parece, enteramente, una locomotora. Mucha gente la llama así. Me gustaría caminar por allí para ir viendo todas las paredes, las grutas, la roca engastada...

–¿No te cansa venir aquí tan a menudo?–No, ¡qué va!, voy cambiando de ruta. Por el lado de Castellsapera, en la

sierra del Obac, hay muchas rutas muy chulas.–Me han dicho que esto está lleno de fuentes.–Hay muchas, sí... La del Saüc, la del Llor, la fuente Freda, las de Mura,

la de la Portella, la del Foradot, la del Formatget... Algunas aguantan todo el año y hay otras que enseguida se secan.

–¿Y cuevas?–Todas las que quieras. Y puentes de cueva, y grutas...–Seguro que has visto muchos animales durante tus caminatas.–Jabalíes, zorros, águilas... Estas tenían el nido en el Turó de les Nou

Cabres. Era muy espectacular verlas volar.–¿Nunca te has perdido, al ir por caminos poco trillados?–¡Jamás! Pero alguna vez he ayudado a buscar a gente que se había per-

dido. Hará unos tres años desapareció un vecino y lo estuvimos buscando durante horas. No lo encontramos. Seguramente se cayó por algún acantila-do y debe de estar tapado por los arbustos.

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–O igual cayó en una cueva.–Eso no. Las miramos todas, una a una.–En general, ¿crees que la gente que viene por aquí se comporta como

es debido?–Pues los hay que sí y los hay que no. Desgraciadamente, todavía hay

gente que no entiende que no se deben tirar papeles al suelo o piensa que la montaña se limpia sola. Hay que ser respetuoso siempre. Y la gran ma-yoría de la gente lo es. Si alguna vez encuentro algún papel o algún objeto, lo recojo.

Antes de despedirse de nosotros, Joan recorre con la mirada puesta en la cara norte del parque y comenta que es una suerte que la vegetación se esté recuperando del gran incendio de 2003. El paso del tiempo va curando las heridas de la montaña.

El monasterio y el hostalLa iglesia del monasterio, oscura, de paredes de piedra desnuda, impre-siona por su estilo románico severo. La original era del año 985, aunque no fue consagrada hasta 1064. El monasterio fue abandonado en el siglo xvii, pero, a finales de la década de 1940, la asociación Amics de la Mun-tanya de Sant Llorenç del Munt (Amigos de la Montaña de Sant Llorenç del Munt) inició una restauración y reconvirtió la masía en hostal y refu-gio de excursionistas.

Cuenta una historia a medio camino entre leyenda y realidad que fueron los monjes de Sant Llorenç del Munt los que fundaron el monasterio de Sant Cugat del Vallès. Según parece, se encontraban muy solos en aquellas altu-ras y pidieron permiso al obispo para instalarse en la llanura. El obispo se lo concedió pero con una condición: tenían que caminar recto, sin dar ningún rodeo y sin cruzar ningún río, torrente o badén. Así fue como, partiendo del camino de los Monjos, llegaron hasta Sant Cugat del Vallès, donde fundaron el nuevo monasterio.

Cuando entramos en la iglesia, donde cada año se celebra la misa del Gallo, vemos a un profesor que se esfuerza en explicar a un grupo de alumnos qué es un monasterio. No es tarea fácil en los tiempos de la PlayStation y los MP3, pero parece que al final los niños salen con una vaga idea sobre el tema, aunque uno de ellos murmura que «debía de ser como una cárcel».

Cruzamos el patio para entrar en el hostal, que está abierto todo el año. Mientras bebemos un poco de agua para reponernos del esfuerzo de la su-bida, preguntamos por el encargado. A los pocos minutos, aparece Josep, dispuesto a contarnos cómo es la vida aquí arriba, lejos de las prisas y de los coches.

–Normalmente no dormimos aquí, aunque el fin de semana suele que-darse alguien, porque los horarios son más largos –nos cuenta–. Yo hace doce años que trabajo aquí; vivo en Sabadell y subo y bajo cada día. Tampoco es tanto; media horita desde can Pobla. Si vienes aquí a trabajar, no puedes ir por el cuello de Estenalles: resulta demasiado largo.

–¿Y qué horario tenéis?

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–Estamos aquí desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde, da igual que llueva o que nieve. El día de la gran nevada subí con nieve hasta las ro-dillas, pero cerramos antes de lo habitual porque no paraba de nevar.

–Por lo que veo, sube mucha gente.–Sobre todo los fines de semana, pero los días de diario tampoco nos

quedamos cortos. Cuando no son colegios, son jubilados los que vienen a co-mer. Ahora también hay muchos parados que suben. Deben de pensar: «En vez de comerme la cabeza, subo a la Mola y así al menos me da el aire y veo una buena vista». Y también están los atletas que suben y bajan corriendo.

–¿Y cómo hacéis para subir la comida al restaurante?–Tenemos unas mulas que hacen cuatro o cinco viajes cada semana, para

llevar la comida y otras cosas. De bajada traen la basura. Antes, los viajes se hacían en burro, pero ahora solo tenemos cuatro para que quede bonito. La mula quita más trabajo.

–¿Y el agua y la luz?–Tenemos un generador y una cisterna que recoge el agua de lluvia que

cae en el tejado.–¿Alguna vez ha tenido problemas con la gente que viene aquí?–No –sonríe–. Tenemos la suerte de que llegan demasiado cansados.–De vez en cuando seguro que hay algún accidente.–Cuando alguien se hace daño, viene el helicóptero a buscarlo. No hace

una semana, vino un colegio con una niña que no paraba de vomitar. Se la llevó el helicóptero.

–Supongo que cuando llueve este lugar debe de ser bastante triste.–Te acostumbras. Pero es verdad que cuando hay tormenta es terrible.

Lo peor son los rayos. Notas que la piel se te eriza con la electricidad… De todos modos, me gusta trabajar aquí arriba. Con un trabajo así no me hace falta ir al gimnasio al salir de trabajar.

Las mulas y la comidaComemos en una de las mesas comunitarias del hostal, sin dejar de disfrutar por la ventana de una vista de la que parece imposible cansarse. En una de las paredes, enmarcado, hay un texto de un grupo de jubilados de Sabadell que dice: «La Mola. Excursión que en cada época de la vida tiene una moti-vación diferente; muchos de nosotros ya veníamos de jóvenes acompañados de los mayores, después vinimos motivando a los amigos, luego a los hijos, otros a los nietos, y ahora algunas veces al año venimos solos, sin familia, pero con buena camaradería».

«Cerca de los 80 años –todos pasamos de los 75–, queremos, con el con-sentimiento de la dirección de la Mola, dejar este testimonio para que sirva de impulso a todo el mundo. Porque, haciendo esta excursión de vez en cuan-do, seguro que contribuimos a nuestra salud y comprobamos el comporta-miento de nuestro organismo, lo cual es muy importante».

Queda claro que subir a la Mola crea adicción... y es para todas las edades.A las dos y media de la tarde vemos cómo suben las mulas por el camino

de los Monjos. Van muy cargadas y las sigue un chico equipado con un walkie talkie que procura que no se extravíen. Cajas de botellas de bebidas, latas,

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garrafas de vino y aceite, bolsas de patatas fritas, congelados, azúcar, papel higiénico, café, ron Pujol... Todo lo necesario para atender a los excursionis-tas que llegan cansados, sedientos y hambrientos.

–Las mulas ya conocen el camino –nos comenta Estel·la, una de las ca-mareras–. Suben aquí de memoria.

A continuación empieza a hablar de la maravillosa vista y comenta que en los días muy claros, cuatro o cinco veces al año, se puede ver incluso la isla de Mallorca. Para probarlo, nos enseña una foto tomada hace unos años desde este lugar en la que se ve la sierra de Tramuntana de Mallorca, del otro lado del mar.

–Hay gente que dice que es imposible, por la curvatura de la Tierra –apostilla–. Dicen que debe de ser un reflejo. Pero, sea como sea, cuando se ve Mallorca es muy emocionante.

Al cabo de un rato, vemos cómo suben dos corredores de maratón por el camino de los Monjos. Llegan hasta arriba, consultan el reloj, dan la vuelta y vuelven a bajar. Visto y no visto; ni se molestan en echar una ojeada al paisaje. Nosotros también nos preparamos para iniciar el descenso, pero sin tantas prisas.

El Marquet de les RoquesAl cabo de unos días, volvemos al Parque de Sant Llorenç del Munt i l’Obac para visitar una parte que no tuvimos tiempo de ver el otro día: el Marquet de les Roques. Se trata de una casa señorial, construida sobre las ruinas de una masía, donde pasaba los fines de semana y veraneaba, antes de la Guerra Civil, el poeta Joan Oliver (Sabadell, 1899 – Barcelona, 1986), que firmaba con el pseudónimo Pere Quart.

La aproximación al macizo por este lado del parque es muy distinta. A partir de Castellar del Vallès, tomamos la carretera que bordea el río Ripoll y nos adentramos en un paisaje de colinas boscosas y ambiente refrescante. Al llegar a un rótulo que indica el valle de Horta, giramos a la izquierda y circulamos por una pista que nos lleva hacia unos campos fértiles, medio escondidos a la vista y organizados alrededor de una riera. La lástima es que los bosques que los rodeaban sufrieron los estragos del gran incendio de 2003. No obstante, sigue siendo un lugar que merece la pena visitar, muy verde y con mucha agua.

Después de un bosque de pinos y encinas, a la salida de una curva nos encontramos delante del Marquet de les Roques, mitad castillo mitad ma-sía, un caserón inmenso, elevado, construido con una piedra medio rojiza del color de la arcilla, con las rocas grisáceas del macizo de Sant Llorenç del Munt de telón de fondo. Se diría que está protegido por una hilera de cipre-ses que montan guardia. Justo delante, la riera y unas terrazas verdes le añaden el componente idílico.

Aparcamos el coche y nos acercamos a pie, cruzando la riera por un puente de reciente construcción. Nos acompaña el ruido del agua mientras la exuberante vegetación de la riera nos envuelve. Cuando llegamos a la puerta de la masía, encontramos una fecha grabada en la madera: 1892. Delante hay una gran balsa llena de verdín y personas que arreglan los márgenes.

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Les preguntamos por Alfons, con quien hemos quedado para visitar la casa, y nos contestan que debe de estar al caer, pero que es mejor que lo espe-remos al otro lado, que es donde está la entrada principal. Nos encontramos en la entrada de la masía.

Alfons es el gerente del Obrador, una entidad de Sabadell que organiza talleres de naturaleza, ciencia y tecnología para niños, y que, al mismo tiem-po, se ocupa de las visitas al Marquet de les Roques. Enseguida aparece y lo primero que hace es quejarse del tiempo.

–Hoy hace un viento pesadísimo y eso quiere decir que se aproxima un cambio de tiempo –refunfuña–. Por la tarde caerá un chaparrón. Esta pri-mavera no para de llover.

A continuación, abre la reja, cruzamos el patio, dejamos la capilla a mano derecha, contemplamos los tilos, bajo lo cuales se celebra un ciclo de poesía, y entramos en la gran casa de la familia Oliver.

–La reforma de la casa es de finales del siglo xix –explica–. Las fechas que encontramos indican 1895, 1896... La construyó el arquitecto modernis-ta Juli Batllevell, un discípulo de Domènech i Montaner, para Antoni Oliver i Buixó, el abuelo del escritor Joan Oliver. La hizo adosada a la masía del Marquet, que ya existía desde hacía tiempo.

Cuando entramos en la casa, da la sensación de que el reloj se paró hace mucho tiempo. La pátina de pintura envejecida de las paredes, los muebles de época, la larga mesa con fecha de 1893 y los animales disecados que pare-cen mirarnos con curiosidad nos transportan a otra época.

Al salir a la terraza para contemplar la vista, confirmamos que Antoni Oliver supo escoger realmente bien el emplazamiento de la casa: al final del valle de Horta, con el Montcau detrás, el cordón de vegetación de la riera al frente, y los 791 metros de la Roca Mur, justo delante.

–La casa está muy bien situada, ya que le da el primer rayo de sol del día y queda resguardada, con la fuente del Llor al lado –confirma Alfons–. Allí es donde nace la riera. Mana un agua fresca muy buena.

–¿Todo el año?–Manaba incluso durante la sequía... No se seca nunca. El agua es la

razón por la cual la casa está aquí. Encontraréis pilas y grifos por toda la casa. El agua viene directamente de la fuente, llena los depósitos y la balsa y luego sobresale y pasa al torrente. El padre de Joan Oliver, que se llamaba Antoni, llegó a instalar una planta embotelladora al pie de la fuente, cerca del puentecillo, pero el negocio no funcionó.

Cerca de una ventana, una parte de la pared que está ennegrecida me llama la atención. Alfons nos aclara por qué:

–Por desgracia, el fuego de 2003 entró hasta el comedor. Atravesó la rie-ra, quemó el brezo y asomó la nariz en el comedor. Después saltó al otro lado y siguió quemando el bosque.

Seguimos con nuestra visita a la casa. En el piso de arriba hay muchas puertas, una salamandra, ocho habitaciones y un cuarto de baño con vistas desde donde se puede tocar la campana del torreón.

–Los Oliver eran unos terratenientes que procedían de Ca n’Oliver, de Castellar del Vallès –comenta Alfons–. El abuelo fue fundador de la Caixa

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de Sabadell. Joan Oliver decía que, desde que nació hasta la guerra, no tuvo que trabajar nunca. Vivía en una casa en la que se lo daban todo.

–Y con la guerra su mundo se vino abajo.–La familia se vio obligada a deshacerse de la casa y Joan Oliver se mar-

chó al exilio. El Marquet de les Roques fue adquirido por la familia Valls, que tenía un vapor en Sant Llorenç en el que trabajaba medio pueblo. El padre se llamaba Llorenç, y lo heredó la hija, Francisca. Dejaron la casa tal cual se la encontraron, y la mantuvieron durante 58 años, entre 1941 y 1999. Después la compró la Diputación de Barcelona.

Cuando salimos al balcón redondo del piso de arriba, se aprecia mejor el aire de fortaleza de la casa, inspirada en modelos historicistas. En una esquina se ve un san Antonio de piedra que se asoma al vacío.

–San Antonio es el protector de la casa –comenta Alfons–. Lo quisieron tirar abajo durante la guerra, pero no pudieron. Pero si te fijas, tiene la nariz rota… Así que algo le hicieron.

En el libro de memorias Temps i records (Tiempos y recuerdos), Joan Oliver escribe sobre esta casa: «Jamás olvidaré las noches de agosto en el Marquet de les Roques, al fondo del valle de Horta, bajo el Montcau. El Mar-quet es un castillo construido con piedra rojiza del país, combinada con la-drillo visto. Es obra del arquitecto Batllevell y fue un capricho de mi abuelo, Antoni Oliver i Boixó. En el Marquet he pasado las temporadas más felices de mi vida. Por las noches, sobre todo, había una serenidad y una transpa-rencia casi mágicas. Desde el castillo no se veía ni una casa, ninguna cons-trucción y, por lo tanto, ni luz siquiera».

La Colla de SabadellDespués hablamos con Alfons de la Colla de Sabadell, el grupo literario he-terodoxo fundado en 1917 cuyo objetivo era renovar la vida cultural de la ciudad. Joan Oliver era uno de sus integrantes, junto con Francesc Trabal, Armand Obiols, Ricard Marlet y otros.

–A veces se reunían aquí, en el Marquet de les Roques –nos explica Al-fons–. Joan Oliver era el amigo rico y los demás lo seguían. Aquí tenían mu-cho espacio, la mesa puesta y organizaban comidas campestres de vez en cuando.

–¿Qué vida hacían?–Hay fotos del grupo en la fuente del Llor. Tenéis que ir, merece la pena.

Cuenta Joan Oliver que en la mesa de piedra del jardín se sentaron vacas sa-gradas como Carles Riba y Josep Carner, que les bendijeron la idea de crear la editorial La Mirada. También explica que organizaron algún concierto de sardanas en el jardín, con el maestro Morera.

La editorial La Mirada nació en 1925 y la Colla de Sabadell se carac-terizó por escribir buena literatura y hacer bromas con las que pretendían impresionar la sociedad, como unas acampadas en lugares singulares. «Hay que destacar el camping que hicimos en 1919 en la fuente del Saüc, al pie de la Mola, de Sant Llorenç del Munt», escribe Joan Oliver en Tros de paper (Trozo de papel), en 1970. «Por aquel entonces, la acampada estaba mal vista por las familias y se la consideraba una cosa de gitanos. Nos

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acompañaba un burrito de mansedumbre evangélica, al que cargábamos con enseres inútiles y heterogéneos. Para empezar, atamos una inmensa bandera barrada en un peñasco estrecho y altivo. Íbamos vestidos de «ex-cursionistas», con la parte blanda de la pierna envuelta con cintas –que a menudo se aflojaban y se resbalaban hacia debajo de forma intempestiva–. En horas bajas –que diría Porcel–, Trabal nos recreaba con sus canciones improvisadas –letra y música– en un andaluz sui generis, verdaderas pie-zas populares, sin trampa, desnudas de cualquier atractivo y maravillosas en su torpe pureza. (Nosotros mismos editamos algunos de esos romances –El cantarica, El inglés, El astrólogo de Transilvania–, que, mezclados con otros, estos auténticos, fueron ofrecidos al público en la plaza de Sabadell, dentro de un paraguas abierto y colocado boca abajo). Pero debo recono-cer que en aquella primera salida sufrimos incomodidades de todo tipo y comimos fatal. Con todo, la visita de unos excursionistas conscientes, amantes de la Naturaleza, del aire libre, de la arqueología, de la ornito-logía, etc., nos pagó con creces las penurias de aquella probatura. Lo que quiero decir es que los excursionistas de verdad se escandalizaron y aver-gonzaron y nos abandonaron cantando el coro Tannhäuser, en la versión catalana de Joaquim Pena».

Cuando le pregunto a Alfons si sabe si Joan Oliver volvió al Marquet de les Roques después de la guerra, me contesta:

–Su hija, Sílvia, me contó que, cuando ella tenía 13 años, un día vinieron en coche hasta el puente, que queda en la riera. Joan Oliver se quedó miran-do la casa un buen rato y al final decidió dar media vuelta. Debieron de ser demasiadas emociones para él.

Un desván inquietanteLa visita a la casa acaba en el desván, un lugar inquietante donde funcionó, durante algunos años, entre 1939 y 1942, una Escuela de Mandos de Falan-ge. Según parece, los alumnos dormían en colchonetas en los dormitorios. En una de las habitaciones hay un billar, y en otra, una habitación que lla-maban «del artista».

–Es probable que durmiera allí el pintor sabadellense Joan Vila i Cin-ca (1856-1938), que era amigo de Joan Oliver –apunta Alfons–. Las únicas imágenes que tenemos de cuando se hacía la casa son suyas. Ahora están guardadas en el Arxiu de Sabadell (Archivo de Sabadell).

En las paredes del desván se conservan algunos grafitos escritos por los falangistas en los años cuarenta. Hay dibujos de cruces gamadas, del yugo y las flechas, y frases que dicen: «Arriba España», «Saludo a Franco», «Gloria a José Antonio», «Luchar hasta vencer» o, sencillamente, «Aquí durmió el camarada tal». Otro más creativo escribe: «Aquí ha dormido el camarada Mister X, donde ha matado miles de pulgas e infinidad de mosquitos. ¡Qué horror!»

Desde la parte trasera de la casa vemos el Montcau, muy cerca, y los Emprius. Debido al desnivel, la montaña se ve mucho más cerca desde aquí. Del otro lado, el monolito de la Roca Mur o de la Máquina de Tren, atrae todas las miradas.

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–Parece ser que arriba había una torre de vigilancia que se comunicaba visualmente con el castillo Pera –indica Alfons–. Tenían bien controlado el valle de Horta.

Al salir, visitamos la capilla, construida en dos niveles y con dos puer-tas–una para el pueblo y otra para los señores–, y entramos en la antigua bodega, donde ahora hay un par de exposiciones, una temporal y otra per-manente. La temporal es de fotografías de estas montañas hechas por Fran-cesc Muntada; la permanente, sobre «Los 3 montes y los escritores», que re-laciona las montañas del Montseny, Montserrat y Sant Llorenç del Munt con escritores como Jacint Verdaguer, Joan Oliver, Raimon Casellas y Guerau de Liost. La naturaleza y la literatura se dan la mano a través de unos textos antológicos.

La fuente del LlorNos despedimos de Alfons, pero todavía tenemos un tema pendiente: visitar la fuente del Llor. Subimos a ella desde el puentecillo que hay en el camino, dejando a un lado la casita que el padre del poeta quiso convertir en planta embotelladora de agua. Caminamos por un sendero estrecho y pedregoso, empedrado en algún tramo, que lleva hasta Mura, del otro lado del Montcau.

Durante todo el trayecto tenemos la riera al lado, con una vegetación espesa que en algunos momentos llega incluso a tapar la visión del agua. Pero al final, al pie del acantilado de roca, aparece una explanada que acoge la fuente donde, hace muchos años, iban Joan Oliver y sus amigos de la Colla de Sabadell. Sin embargo, todo aquel mundo ha sido borrado por el río de la historia. Hace tiempo que murieron todos aquellos escritores y ahora solo queda una fuente de agua fresca que mana impetuosa entre las rocas, con una piedra plana que hace las veces de tejado y una encina que le da sombra. Al lado, hay un banco de piedra y un rótulo antiguo, borrado y oxidado, en el que no se lee ya nada.

Nos quedamos sentados allí un buen rato, escuchando el rumor del agua que baja hacia la riera y del viento que mueve las hojas.

Se está bien en este rincón privilegiado, se está bien en la fuente del Llor.

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Parque Agrario del Baix Llobregat: campos de Alcachofa Prat cerca de Barcelona

Alcachofa, Cynara scolymus

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Desde el primer momento somos conscientes de que el parque del Baix Llo-bregat es diferente a todos los demás parques de la provincia de Barcelona; en primer lugar porque es el único dedicado específicamente al mundo agra-rio, y en segundo lugar porque se puede llegar tranquilamente en metro. Ba-jamos en la estación de Cornellà Centre, caminamos en dirección sur hasta dejar atrás el atestado entorno urbano de calles, casas, bloques de pisos, mu-cha gente y muchos coches, y acabamos enfilando la larga pasarela peatonal que, como si fuera una alfombra mágica, nos permite salvar la amplia barrera territorial que forman los descampados, la autopista, las vías del tren y el río Llobregat para llevarnos hasta las plácidas tierras que conforman el Parque Agrario del Baix Llobregat.

El agua del río, que en este tramo final avanza sinuosamente, como inde-cisa, por un cauce amplísimo, baja hoy de un color castaño por culpa de las lluvias recientes, y grupos de cañas despeinadas parecen montar guardia a ambos lados, como si quisieran preservar el dominio de este río perezoso que se prepara para morir en el Mediterráneo. Es evidente la gran distancia que ahora nos separa de Castellar de n’Hug, un pueblo situado a unos 150 kilóme-tros de este punto, a más de 1.200 metros de altura, donde se encuentran las fuentes del Llobregat. En su nacimiento, el río exhibe una fuerza impetuosa, que a lo largo del siglo xix las colonias industriales supieron aprovechar como impulso de progreso.

La Colonia Güell, fundada por el mecenas Eusebi Güell i Bacigalupi en 1890, se sitúa, por cierto, muy cerca de los límites del parque, en Santa Colo-ma de Cervelló. Cuando la visitamos hace unos días tuvimos la oportunidad de adentrarnos en un ordenado universo de calles tranquilas concebidas con un diseño urbanístico, claramente paternalista, y una arquitectura que hoy ya no se estilan. Paseando por sus calles hemos tenido la sensación de estar paseando por una población de hace cien años, por un pueblo de los de an-tes donde todavía ocupaban un lugar relevante la casa del médico, la casa del maestro, la fonda y una iglesia inacabada concebida por el genial Antoni Gaudí. La muerte del mecenas hizo que sólo pudiera acabar una cripta que aún hoy, más allá de la polémica de unas obras recientes, emociona por su vocación de cueva, con unas vidrieras luminosas y unas columnas inclinadas de piedra tallada que transmiten la sensación de que todo el templo surge de la propia roca y de que está profundamente arraigado en la tierra.

Pero dejemos a un lado el recuerdo de las colonias, un mundo aparte, un universo muy diferente del que vemos ahora mientras paseamos por el cami-no del Riu, siguiendo el margen derecho del Llobregat, ya en los dominios de este parque de casi tres mil hectáreas. Mientras caminamos con el fotógrafo, se hace evidente que estamos en el tramo final del río, rodeados de una tie-rra llana y fértil formada por los ricos sedimentos que durante siglos ha ido arrastrando el Llobregat. Estamos en el Baix Llobregat, en un mundo donde en los últimos años una huerta fértil y generosa está obligada a convivir con una realidad metropolitana que llegó a amenazar su continuidad.

El Parque Agrario del Baix Llobregat es, en este sentido, un prodigio de supervivencia, un espacio preservado y gestionado donde podemos ver cómo crecen árboles frutales y campos de alcachofas, de la variedad Prat, acosados

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por el ruido y los estorbos de las autopistas, por los coches que pasan a toda velocidad sin detenerse ni un solo segundo a valorar este mundo que se resis-te a morir. Al otro lado del río se alza la moderna estructura del nuevo estadio del Español, y al fondo destacan la sierra de Collserola y los primeros barrios de la gran ciudad; si miramos al frente, lo que más nos llama la atención es el rascacielos del Hotel Hesperia, coronado por una especie de ovni donde hay un restaurante de lujo, la silueta de montaña de Montjuïc y la sensación de tener el mar muy cerca.

Can ComasLa primera parada la hacemos en Can Comas, una masía restaurada donde se concentran los servicios del Consorcio del Parque Agrario del Baix Llo-bregat, integrado por la Diputación de Barcelona, la Generalidad, el Consejo Comarcal, la Unión de Payeses y los 14 municipios incluidos en el ámbito del parque. Allí mismo, ante un gran mapa de la comarca, la técnico ambiental Anna Casanovas nos hace observar la forma alargada del parque, que co-mienza en el municipio de El Papiol y acaba en el de Castelldefels, después de pasar por los municipios de Pallejà, Molins de Rei, Sant Vicenç dels Horts, Sant Feliu de Llobregat, Santa Coloma de Cervelló, Sant Joan Despí, Sant Boi de Llobregat, Cornellà de Llobregat, L’Hospitalet de Llobregat, El Prat de Llobregat, Viladecans y Gavà. Un largo recorrido por tierras de 14 muni-cipios del Baix Llobregat, siguiendo durante una buena parte el curso del río, con el añadido de una franja que queda encajonada entre El Prat de Llobre-gat, el aeropuerto, el río y el mar.

En este contexto, nos llaman la atención los nombres tradicionales de las viejas masías, que se alzan como el grito de supervivencia de un mundo rural rodeado de la gran conurbación de Barcelona. Muy cerca de Can Comas tene-mos Cal Misses, Cal Senyoret, Cal Pinar, Cal Monjo, Can Xagó, Can Tomba-rella, Cal Maurici, Can Bonic, Ca l’Enric del Costelleta, Cal Nani, Cal Bieló...

–En las masías no vive mucha gente –nos explica Anna–. Se utilizan más bien como almacén, ya que hay muchas en mal estado. La gente se ha ido a vivir a los pueblos. En Cal Pinar y Cal Tombarella todavía hay residentes, pero una de las más antiguas es Cal Monjo, que tiene una parte del siglo xvi, aunque está en bastante mal estado.

–¿Y aquella de allí? –le señalo por la ventana una masía cercana.–Es Cal Xagó. Allí estuvo el primer almacén de exportación del Baix

Llobregat. –¿Y qué exportaban?–Lechuga Trocadero y Alcachofa Prat.–¿Cuánto hace de eso?–En 1919.–Veo que lo de la alcachofa viene de lejos.–Tiene fama de ser muy buena. De noviembre a abril es sin duda el pro-

ducto estrella del parque. De las 3.000 hectáreas que gestionamos, unas 500 son de alcachofa, en temporada, claro.

–¿Y cuántos payeses hay en total?–Hay unas seiscientas explotaciones y alrededor de mil payeses, entre

propietarios y asalariados.

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–¿Y cómo les ayuda el parque?–Cuando se creó el Consorcio, en 1998, hicimos una encuesta entre los

payeses y vimos que una de las cuestiones que les preocupaba era la vigilan-cia, porque sufrían muchos robos en los campos. Ahora hay vigilancia las 24 horas del día.

Desde la ventana de Can Comas vemos cómo un grupo de niños escucha las explicaciones de un payés que gesticula para hacerse entender. Después le siguen caminando hacia un huerto cercano.

–Tenemos una actividad gratuita programada para las escuelas del Baix Llobregat, para que los niños conozcan bien este mundo –indica Anna–. Aho-ra están con un agricultor que les explica los conocimientos básicos.

Mientras les observamos, llega Sònia Callau, técnico agrícola del parque, que nos habla de los principales ejes del plan de gestión, aprobado en 2004. Cuando le comento que da la impresión de que las grandes infraestructuras tienen sitiado el parque, dice, conformada:

–Nos toca convivir. Algunas ya estaban cuando llegamos, y te encuentras lo que te encuentras. En el caso del trazado del AVE, hicimos un seguimiento desde aquí, para procurar que no afectara demasiado al parque. Una parte se soterró, con la técnica de la trinchera, y pusieron tierra encima, donde ahora se puede cultivar.

Sònia insiste, por si todavía teníamos alguna duda, en que la función principal del parque es la agraria, y añade:

–La idea es ordenar el uso social del Parque Agrario, teniendo en cuenta que está rodeado de muchos habitantes, los 700.000 de los municipios del entorno, más los de la ciudad de Barcelona. También queremos aprovechar que sea un uso social muy dirigido, con presencia de los payeses y venta del producto.

–¿Y eso cómo se concreta?–Queremos que la gente descubra el espacio agrario, que observe el pro-

ducto estrella de la temporada, como es la Alcachofa Prat. Al final, pueden saborear el producto en algunos restaurantes adheridos a la campaña. Insis-timos en la marca Producte Fresc, con el objetivo de que en restauración se empiece a utilizar el producto de aquí. Ahora mismo tenemos la Alcachofa Prat y también el pollo Pota Blava (pata azul), que son dos productos de ex-celencia del Baix Llobregat.

–¿Qué público suele venir al parque?–Eso ha cambiado desde hace unos años, desde que se abrió la pasarela

peatonal de Cornellà. Gracias a ella, ahora viene al parque mucha gente de Cornellà, que antes no venía porque tenía la barrera del río y de la autopista. El puente del tren que hay aquí cerca también ha dejado de ser un obstáculo y se ha hecho un acceso desde Sant Boi. Estos tres puntos de entrada se están notando mucho.

HoleriturismoA continuación, Sònia nos habla con entusiasmo del holeriturismo, «el turis-mo de la huerta... y de los sentidos» que promueve el Consorcio del Parque Agrario. Cada temporada apuestan por un producto estrella: la Alcachofa Prat de noviembre a abril; la cereza, en mayo y junio; la fruta, de junio a septiembre; y la acelga, de septiembre a noviembre.

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Lo que el parque persigue con el holeriturismo es ofrecer a los ciudadanos la posibilidad de descubrir este espacio agrario tan emblemático de la provin-cia de Barcelona, a partir de diferentes actividades. El visitante comienza con una visita guiada, en la que se explica brevemente el Parque Agrario, y a continuación hace un recorrido por una exposición que cambia cada tempo-rada, para poder explicar las frutas y verduras que se cultivan en el Parque Agrario en esa época. Después de este marco introductorio, se hace una visi-ta con un payés a los campos de cultivo del producto estrella de la temporada donde, además de escuchar sus explicaciones, se hace un rato de agricultor. Finalmente, se ofrece un taller de cata, guiado por un profesional del mundo de la hostelería de la comarca, donde se enseña al visitante a apreciar las vir-tudes del Producte Fresc de la huerta del Baix Llobregat. El visitante que lo desee, puede dirigirse después a cualquiera de los restaurantes adheridos a las campañas gastronómicas que promueve el Consorcio de Turismo del Baix Llobregat y el Parque Agrario, en los que podrá degustar los menús que los restauradores preparan a partir de las frutas y verduras del Parque Agrario y también del Pota Blava.

Programa pedagógico «El ecosistema agrario»–En el programa pedagógico los niños pasan una mañana entera aquí –añade–. Empezamos en Can Comas, donde en una visita guiada en compa-ñía de un payés, descubren las frutas y verduras que se hacen en estos cam-pos. El objetivo es que después, cuando vayan al mercado con los padres, puedan distinguir los productos locales de los que vienen de fuera. Por últi-mo, les animamos a hacer una receta con los productos estrella.

Cuando salimos de Can Comas, nos acercamos al grupo de niños que, tras los pasos de Josep Pascual, el payés que hoy les hace de guía, están trabajan-do en el huerto del Consorcio.

–Lo que estoy haciendo es enseñarles a los chiquillos las plantas que te-nemos por aquí –nos explica Josep–. Primero les pondré a trabajar un poco la tierra y después plantaremos.

Siguiendo sus órdenes, los niños, disciplinados, cogen cada uno una aza-da e intentan, entre risas, escarbar la tierra con gestos torpes. Algunos, de hecho, no saben ni cómo coger la azada.

–Yo soy de Sant Joan Despí, de Cal Sastre, de Cal Cèlio o de Cal Pascual, como quieras llamarle –nos informa Josep Pascual–. El nombre ha ido cam-biado con las generaciones sucesivas... Depende de si ha llovido o no, enseño las plantas a los niños y las identifican.

–¿Hace muchos años que es payés?–Toda la vida. Yo soy payés profesional. Cultivo frutas y verduras. Ade-

más, es el segundo año que produzco alimentos ecológicos. Y también me encargo del arboretum de Can Comes, donde hay más de sesenta variedades de frutales tradicionales del Baix Llobregat.

Mientras hablamos, uno de los niños se cansa de cavar y le pregunta a Jo-sep si puede coger una alcachofa de un campo cercano para llevársela a casa.

–¡No! –le dice el payés, categórico–. Las alcachofas son mi sueldo.–Pero si solo es una.

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–Tú una, el otro otra, los que vendrán mañana más... y así no acaba-ríamos nunca. Si hicierais eso, cuando yo las viniera a recoger no encon-traría nada de nada y no me podría ganar la vida. Compradla, hombre, que una alcachofa no cuesta tanto. Pensad que si cuesta un euro el kilo, a los agricultores nos dan solo 40 o 50 céntimos como mucho. El resto va para los distribuidores y comerciantes. ¡Y es mucho el trabajo que hacemos!

Los niños siguen cavando en silencio, hasta que Josep les sugiere pasar al huerto de al lado, donde les tiene que enseñar a plantar cebollas.

–¿Sabéis qué es esto? –empieza preguntándoles con una cebolla diminu-ta en la mano.

Nadie responde.–Es una cebolla. Cogedla por el tallo –dice en plan pedagógico–. Para

plantarla, primero clavamos la estaca en el suelo, la retiramos un poco, pone-mos la cebolla en el agujero que queda y retiramos la estaca, procurando que quede bien enterrada.

–¿Y cuando saldrá la cebolla? –pregunta un niño, impaciente.–Dentro de un tiempo. En un huerto no se debe tener prisa. Cuando se

trabaja de payés hay que tener mucha paciencia.

Cal CoraceroDejamos al grupo de niños inmersos en el apasionante mundo de la cebolla y vamos caminando entre campos de alcachofas y autopistas hasta llegar a una finca cercana donde nos han dicho que vive un payés con quien vale la pena hablar: Albert Bou. De vez en cuando, un chopo o un frutal rompen la uniformidad de los campos de alcachofas.

La finca que queremos visitar está cerrada por una reja y exhibe a la entrada una placa que indica «Cal Coracero, 1754 – 1998». Llamamos y, tras identificarnos, alguien pulsa un botón para abrirnos desde la distancia. En-tramos por un camino bien arreglado, con campos a lado y lado y con una casa de madera al final. Preguntamos a un hombre mayor que está cargando un remolque por Albert Bou, el nombre que nos han dado como referencia en Can Comas.

–¿Padre o hijo? –nos pregunta.–No lo sé. Nos envían de Can Comas y...–Entonces es el hijo, que es el que se ocupa de la cosa política. Yo soy el

padre. Yo solo soy payés.–¿Y dónde podemos encontrar al hijo?–Ahora mismo está trabajando en el campo. –¿Muy lejos?–No, está allí mismo. Podéis ir a pie.Pasamos entre melocotoneros y más campos de alcachofas, acompaña-

dos por el ruido constante de una autopista que pasa muy cerca. Cuando lle-gamos al final del camino, vemos a Albert Bou hijo que está sentado en un tractor viejo, con una gorra de visera.

Para el motor cuando nos ve llegar y nos explica que está labrando un campo para plantar cebollas para hacer calçots, un producto que ha ido al

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alza en los últimos años. Cuando le preguntamos por la historia de Cal Cora-cero, enseguida se muestra dispuesto a hablarnos del tema.

–Mi tatarabuelo fue el primero en instalarse aquí, en 1754 –dice mirando atrás, como si buscara la inspiración en los campos de la familia–. Compraron la casa con una finca de siete mojadas...

–¿Cuánto es una mojada?–Cada mojada es aproximadamente media hectárea, pero cuando hicie-

ron la autopista derribaron la casa y nos quitaron dos hectáreas... –¿Y cómo era la casa?–Era una masía grande, tenía 612 metros cuadrados, pero en su lugar

solo nos dejaron hacer la caseta de madera porque nos dijeron que la finca no tenía los 20.000 metros cuadrados necesarios para construir otra cosa.

–Por cierto, ¿de dónde viene el nombre de Cal Coracero?–Hay dos versiones para explicarlo. Unos dicen que a mi tatarabuelo, que

era un payés alto y fuerte, le decían que podría trabajar como coracero del rey. Otros dicen que para llegar a fin de mes, el hombre trabajaba descargan-do barcos en el puerto y que llevaba unos refuerzos de cuero para no herirse, una especie de coraza que hacía que pareciera un coracero.

–¿Y de qué viven?–De la huerta, los frutales... Ahora estoy cultivando calçots, alcachofas,

coles, coliflores... en resumen, verdura en invierno y frutales en verano.–¿Es más duro ser payés en este entorno urbano?–Trabajar de payés siempre es duro –dice chasqueando la lengua contra

el paladar–, pero aquí tienes además la presión añadida de no tener garan-tizado ni el lugar de trabajo ni la propiedad, ya que en cualquier momento te pueden venir con alguna infraestructura nueva y expropiarte las tierras. Estamos demasiado cerca de la gran ciudad... Las fincas de secano que hay en el Camp de Tarragona son muy grandes y si les quitan un trozo a lo mejor da igual; de 300 hectáreas les quitan 20 y todavía les quedan 280. Aquí nadie tiene 20 hectáreas.

–Nos han dicho en Can Comas que antes había muchos robos.–Y es cierto. Hacemos un producto muy goloso, como alcachofas, ciruelas

y melocotones. La vigilancia que hay ahora no evita el pequeño robo de una docena de alcachofas, pero es que antes venían con camiones y se lo llevaban todo. Era terrible.

–La gente piensa que qué importan unos cuantos melocotones...–Los pequeños hurtos, que son constantes, no los podemos evitar, ya lo

tenemos asumido. Pasa alguien y te coge una docena de melocotones o de lo que sea, pensando que no se notará, pero si lo hace todo el mundo... Es un riesgo más del hecho de ser payés en el Baix Llobregat. De todas formas, la vigilancia de 24 horas al día ha frenado los grandes robos de antes, cuando se te llevaban con furgonetas toda la cosecha.

–¿Y qué te parece eso de pertenecer a un parque agrario?–Me parece bien porque nos favorece. Ahora hay vigilancia, arreglan los

caminos, promueven los productos...–¿Cómo los promueven?–Con campañas como la de Producte Fresc o la marca Alcachofa Prat.

Creo que el eslogan Producte Fresc es muy acertado, y la marca vende, aun-

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que te obliga a trabajar mejor, a mantener los niveles de calidad. No nos po-demos dormir.

–¿Y ahora cuáles son las quejas principales de los payeses de por aquí?–La queja histórica del payés es que no nos ganamos la vida, ni aquí ni en

ninguna parte. Hago el trabajo que me gusta, pero sería demasiado bonito ganarme la vida con esto... Si una empresa no va bien, pasados tres meses hace un ERE y despide a gente; si unos meses después continúa yendo mal, cierra. Aquí no tenemos más remedio que ir trampeando e ir tirando. Ya me gustaría a mí tener un tractorista contratado, pero no puede ser... Si no pue-do tener vacaciones, no las tengo, y si a las 8 de la tarde todavía no he termi-nado, tengo que continuar hasta que haga falta... Nada de soñar con tener un horario. Y si tengo vacaciones una vez cada tres años, ya estoy contento...

–¿Qué opina su padre de todo esto? ¿La vida en el campo era mejor años atrás, cuando no había tantas autopistas alrededor?

–Él recuerda que en la comarca ha habido épocas buenas y épocas malas, pero ya tenemos asumido lo de los siete años de vacas flacas y siete años de vacas gordas... Lo que está claro es que una familia con tres hijos, y con tres hectáreas y media, no la mantiene nadie si no es con mucho esfuerzo. Ahora estamos en un momento bajo, pero al menos podemos continuar.

Me fijo en el tractor, un Ebro viejo, descolorido, que no parece estar en muy buena forma.

–Veo que el tractor ya es viejo –le comento.–Cuando ves a un payés con maquinaria vieja quiere decir que lo que

hace es ir tirando –Albert Bou se encoge de hombros–. En secano quizá se pueden permitir el lujo de cambiar el tractor cada pocos años. Aquí no: tiene que durar todo lo que aguante, hasta que reviente.

–¿Y quién ha de arreglar todo esto?–Los únicos que lo podemos arreglar somos los propios payeses. Piensa

que en Sant Boi hay 114 payeses censados, y de estos, solo cinco continuamos en el campo. Es un trabajo muy duro y no hay relevo generacional. Pasa en todas partes. De cada veinte, se queda uno. Los otros prefieren buscar un trabajo menos pesado en la ciudad.

Cuando nos vamos, se nos acerca el padre para confirmarnos que «del campo nunca se ha vivido bien». Refunfuña que ahora las cosas tal vez están peor que nunca y, con la mirada fija en la autopista, recuerda que era justa-mente allí donde se alzaba la casa de la familia, la gran masía que precedió a la caseta de madera donde ahora viven.

La proximidad del marSaliendo de Cal Coracero, vamos a buscar el coche para continuar visitando el Parque Agrario del Baix Llobregat. Cruzamos por debajo de la autovía de Castelldefels, dejamos atrás uno de los polígonos industriales de El Prat de Llobregat, situado a orillas del río, y, una vez salvada la barrera de la última carretera, llena de coches y camiones que van y vienen de Mercabarna, volve-mos a entrar en tierras del parque, esta vez por el trecho situado entre el río, el aeropuerto, El Prat de Llobregat y el mar.

El paisaje se vuelve a llenar de caminos amables, de acequias y de gran-des campos de alcachofa, con el contrapunto de vez en cuando de una masía

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que surge contundente, como un anacronismo, con un huerto bien cuidado al lado y una palmera de tronco ancho que nos indica que hace muchos años que fue plantada. Vuelven las casas con nombres agradables, familiares, que son toda una contraposición a los miles de pisos sin nombre que se erigen en El Prat de Llobregat. Nos llaman la atención los nombres de Cal Bonic, Ca l’Enric del Costelleta, Cal Nani, Cal Joanet... Pequeños grupos de ciclistas pasan de vez en cuando, aprovechando la tierra llana del delta del Llobregat, un terreno que permite pedalear sin gran esfuerzo.

El trinar de las gaviotas nos anuncia la proximidad del mar. Hay muchos pájaros en este parque que tiene más de 350 especies censadas. Pasa un orni-tólogo, con gorra de visera y los prismáticos colgando del cuello, que camina decidido hacia la playa. Poco a poco, los campos de alcachofas se van quedan-do atrás para dejar paso a una reserva natural.

Es evidente que no resulta muy fácil vivir con tantas infraestructuras cerca. Sin ir más lejos, hace unos años el molino de Ca l’Arana fue desmonta-do para reconstruirlo en otro sitio, cuando se desvió el río Llobregat, ya que el nuevo cauce pasaba justo por donde estaba. El molino, que dejó de funcionar en los años cincuenta, es testigo de la época cuando en el Baix Llobregat aún se plantaba arroz. Fuera de los límites del parque se encuentra también la Ri-carda, una finca de 150 hectáreas de bosque, lagos y marinas. Presidiéndola se encuentra la gran mansión de la Torre de la Ricarda, construida en tres plantas por Manuel Bertrand i Salsas a principios del siglo xx y rodeada de jardines y de un pinar, con un torreón como seña de identidad, y el aeropuer-to y la playa a la vuelta de la esquina.

No muy lejos encontramos a un grupo de gente que se dedica a contem-plar cómo despegan los aviones. Saben dónde ponerse, justo al final de las pistas del aeropuerto, y parecen saberlo todo sobre los aparatos que, en me-dio de un ruido ensordecedor, alzan el vuelo con destino a tierras lejanas. Es la tentación del viaje que, en estas tierras del Baix Llobregat, convive con los largos vuelos de las aves migratorias que, con la llegada del invierno, se echan a volar en busca de tierras más cálidas.

Del campo a la mesaPara terminar la visita al Parque Agrario del Baix Llobregat, nos falta solo una cosa: comer algunos de los productos que hemos ido viendo estas últimas horas. Vamos a hacerlo en La lluna en un cove (la luna en un cesto), un res-taurante de cocina creativa de El Prat del Llobregat, que dirige Rosa Ferrés, una asistente social que un buen día del año 2000 hizo realidad su sueño de convertirse en cocinera profesional.

–Le pusimos ese nombre –nos explica para empezar– porque era una fra-se que había oído decir a mi abuela y me gustan tanto el nombre como el sig-nificado, ya que habla de unos pescadores que pretendían pescar la luna con un cesto porque pensaban que se ahogaba...

–Muy poético. ¿Siempre te ha interesado la cocina?–Estudié asistente social, pero los veranos trabajaba en restaurantes. En

casa era muy cocinera, es algo que siempre me ha gustado. Al principio, La lluna en un cove era una llesqueria, pero nos fuimos animando a hacer platos y la gente ha ido respondiendo.

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–En la carta se ve que los productos frescos del Baix Llobregat tienen protagonismo.

–Yo vengo de una familia de payeses y recuerdo que en casa había estos productos. Las alcachofas y los pollos de mi abuela los tengo muy presentes. Por eso he querido mantener ese espíritu. Aquí en El Prat hay productos muy buenos y vale la pena que la gente lo sepa.

–¿Cómo los valoras?–Para mí son productos muy importantes y procuro tenerlos siempre en

la carta, aunque va por temporadas. Cuando iba a los restaurantes con estre-llas me sorprendía que tuvieran el pollo Pota Blava en la carta, mientras que aquí, en El Prat, costaba encontrarlo. Decidí ponerlo en diferentes recetas, como el milhojas de pollo Pota Blava y alcachofas. Otro plato es la crema de alcachofas con raviolis de Pota Blava.

–La Alcachofa Prat tiene mucho renombre. ¿Crees que está justificado?–¡Y tanto! Es muy buena y además se aprovecha toda. Tiene la ventaja

de que aquí te la comes recién recogida, que todavía está más tierna, más sa-brosa. Es un producto fresco de verdad. Llamas al agricultor y te dice: «Las estamos recogiendo y ahora mismo te las llevamos». Eso es un lujo. Son tan buenas que yo me las comía crudas.

–¿Y el pollo Pota Blava?–Es muy meloso, muy gustoso... Hay gente que lo encuentra caro, pero

es que no tiene nada que ver con el pollo que comemos normalmente. Es otra historia. Nosotros lo servimos siempre deshuesado, para hacerlo diferente a como se lo hace la gente en casa.

–Las alcachofas están muy presentes en la Feria del Pollo Pota Blava que se celebra en diciembre en El Prat, ¿verdad?

–Sí, y tienen mucho éxito. En la última feria nosotros hicimos un menú degustación con seis platos a base de pollo. Empezábamos con un chupito de caldo de pollo, y también había croquetas, etc. Del pollo, lo aprovechamos todo.

–¿Qué otros actos hay sobre los productos del parque?–En diciembre, como ya he dicho, está la Feria, y en mayo organizamos

las Jornadas del Pollo y de la Alcachofa, que han tenido mucha aceptación. Cada vez nos estamos moviendo más aquí, en El Prat.

–¿Hay algún otro producto de por aquí que esté en tu carta?–El melón, por ejemplo. El de aquí es muy bueno y yo hago una crema de

melón que tiene mucho éxito. Siempre vale la pena tener producto fresco. No-sotros tenemos un pequeño huerto y hay que decir que el sabor de las lechu-gas, los tomates y de la rúcula no tiene nada que ver con el de los productos que compras al por mayor.

Ya está oscuro cuando salimos del restaurante, pero cuando dejamos atrás los bloques de pisos de El Prat de Llobregat nos damos cuenta de que hoy la luna llena preside el cielo. Más allá de los campos, en el mar, quién sabe si a algún pescador se le ocurrirá pescarla con un cesto... Pero, pensándolo bien, es bastante improbable. Hoy en día ya no queda mucho lugar para el romanticismo.

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El Parque Naturalde la Sierra de Collserola: un lujo tocando a Barcelona

Avellano, Corylus avellana

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El Parque Natural de la Sierra de Collserola es un lujo tocando a Barcelo-na; tocando a Barcelona y a los ocho municipios que rodean este parque que tiene méritos más que suficientes para convertirse en el Central Park de esta conurbación de más de cuatro millones de habitantes. Son en total cerca de 8.500 hectáreas de cerros redondeados, valles, bosques, caminos y rieras que se reparten entre Barcelona, Esplugues de Llobregat, Sant Feliu de Llobregat, Sant Just Desvern, Molins de Rei, el Papiol, Sant Cu-gat del Vallès, Cerdanyola y Montcada i Reixac. El punto más alto se sitúa en la cima del Tibidabo, con 512 metros, pero destacan también el monte de Can Pascual (470 metros), el monte de Olorda (424 metros), el monte Madrona (346 metros) y Sant Pere Màrtir (384 metros), todos ellos excelentes miradores para admirar el mar, la gran ciudad y el Vallès.

Por su etimología el nombre de Collserola proviene de coll (garganta, es decir, paso de montaña) y de erola (era, es decir, una zona de cultivo), unidos por la «ese» de s’erola que demuestra que durante siglos algunos ca-talanes hablábamos salat 1, como actualmente los mallorquines. Durante mucho tiempo, la sierra de Collserola fue tierra poco frecuentada, llena de masías dispersas, ermitas, payeses, leñadores e, incluso, bandoleros, hasta que a finales del siglo xix los barceloneses empezaron a urbanizar-la. Fue entonces cuando, gracias al impulso del doctor Andreu, se cons-truyeron el templo del Tibidabo y el parque de atracciones. Poco después vendrían el Observatorio Fabra y muchas construcciones más que han contribuido a estilizar el perfil de la montaña. Varios años antes, hacia 1860, cuando el agua era todavía un bien escaso, se construyó en el co-razón de Collserola el pantano de Vallvidrera, destinado a abastecer de agua al entonces municipio independiente de Vallvidrera, situado en lo alto de la cima y con unas vistas privilegiadas sobre Barcelona, la ciudad que va descendiendo lentamente hacia el mar.

Con el mapa extendido sobre la mesa, señalamos con Andoni el panta-no de Vallvidrera como punto de inicio de nuestro recorrido por el Parque de Collserola. Conscientes de que no podemos abarcarlo todo, nos gusta la zona del pantano porque es agradable y poco conocida, rodeada de bos-ques que le dan un punto de originalidad. La primera idea es ir en tren hasta el Apeadero de Vallvidrera y caminar hasta la presa, pero tras una conversación con Sílvia, que realiza tareas de comunicación y gestiona el uso público del parque, nos damos cuenta de que hay otro camino más interesante.

–Vamos en coche hasta can Cuiàs, más allá de Vallvidrera, y desde allí podemos caminar hasta el pantano pasando por dos fuentes que se aca-ban de restaurar, la de can Llevallol y la de Espinogosa –nos propone–. De esta forma iremos a parar a la cola del pantano.

La fuente de can LlevallolNos gusta el trazado de este recorrido, ya que nos permite llegar has-ta el pantano de una manera diferente, como si dijéramos por la puerta trasera. Montamos en el coche y vamos hasta el pueblo de Vallvidrera y después, subiendo por la carretera de Molins de Rei, hasta can Cuiàs. Una

1 El catalán salat o salado hace referencia a un rasgo característico de determinados dialectos catalanes. Consiste en usar los artículos denominados salats: es y so (masculino singular), sa, (femenino singular), es, sos (masculino plural), y ses (femenino plural). Tanto el masculino como el femenino se reducen a s’ ante una palabra que comience por vocal o hache.

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vez allí, tenemos a un lado la gran ciudad en nuestros pies, con una exten-sión de casas que ocupa casi todo el llano; y en la otra, los bosques de la parte más sombría de Collserola, los que van a dar al Vallès.

Aparcamos el coche y bajamos por un caminito que se adentra en uno de esos bosques de encinas que te envuelven y enseguida te hacen olvidar que la gran ciudad está tan cerca. Es la ventaja del Parque de Collserola: cuando sales de los caminos más frecuentados enseguida te encuentras rodeado de la naturaleza más agradable.

Al final de la cuesta, muy cerca del tronco inmenso de un chopo cen-tenario, nos detenemos en la fuente de can Llevallol, protegida por una construcción en forma de caseta, con un techo de bóveda y un tubo de hierro tapado con una ramita. Al sacarlo, sale un buen chorro de agua fresca.

– Tiempo atrás había una planta embotelladora aquí al lado, en can Llevallol –nos explica Sílvia–. Cuando menos, así nos consta, y aquí te-néis el depósito donde se recogía el agua.

El depósito está tapado, pero tiene unos tableros de madera, coloca-dos horizontalmente, que, como una rosa de los vientos, indican los dife-rentes lugares que quedan cerca de la fuente: Barcelona, el pantano, Sant Cugat del Vallès... El entorno es agradable, con un banquito de piedra, con unos árboles bastante altos que lo cubren con una sombra generosa. Es lo bueno de las fuentes, que crean a su alrededor un entorno verde, exuberante, gracias a la abundancia de agua.

– Hace tiempo pusimos en marcha un proyecto de recuperación de las fuentes de Collserola –explica Sílvia–. Hay más de doscientas y algunas estaban abandonadas. En este lado del parque hemos restaurado la fuen-te de la Espinagosa y la de Llevallol, y en los otros la de Sert, la de can Castellví...

Las meriendas campestres, aquella forma indolente que tenían nues-tros abuelos de pasar las horas, parecen haber pasado a mejor vida, pero es evidente que hay peronas que las vuelven a valorar, aunque solo sea por cuestiones de nostalgia. Hay un grupo de amigos, amantes de las excur-siones a pie y en bicicleta, que han creado una página web llamada «Las fuentes de Collserola», donde bajo el lema «Haciendo Fuentes, Haciendo Fuenting» han fotografiado y documentado 242 fuentes y nos proponen itinerarios para ir conociéndolas. Estamos lejos de las merendolas popu-lares que se hacían antes en las fuentes, cuando las horas de la tarde pa-recían pasar a cámara lenta, mientras los niños jugaban y los mayores hacían la siesta, pero siempre es bueno que haya alguien que las vuelva a valorar.

La larga historia del parqueMientras caminamos, ahora montaña arriba, hacia la fuente de la Espi-nagosa, Sílvia nos cuenta que trabaja en el Parque de Collserola desde hace 22 años.

– Entré en 1988, con 23 años –nos dice–. Cuando empecé a trabajar en el parque, se había aprobado el Plan especial un año antes. Inicialmente

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estudié Pedagogía, después Magisterio y más tarde Sociología. Mi trabajo es precisamente la combinación de estos estudios, poner en sintonía natu-raleza y sociedad, educar ambientalmente, comunicar ambientalmente. Mucha gente piensa que en los espacios naturales solo hay biólogos o bió-logas, pero la verdad es que es imprescindible que haya profesionales de otros ámbitos. La relación con los medios de comunicación, que también forma parte de mi trabajo, es un elemento necesario para poder llegar al ciudadano y a los usuarios. Explicar aspectos de gestión del parque como el vaciado del pantano en un artículo de prensa local permite, además de conocer por qué se hace, crear complicidad con la gente, y esta complici-dad es básica para la conservación del parque. En el parque también hay otras áreas de trabajo, como la del Proyecto y Obras, que se encarga de las restauraciones, y la de Medio Natural, que se ocupa del tema agrícola, la lucha contra incendios, etc.

– ¿Qué es lo más original que te toca hacer?– Quizás valorar la realización de películas y anuncios que se quieren

rodar en el parque. Collserola es un gran escenario. Recuerdo que hace ahora unos 15 años cerca de can Coll se rodó Arnau y corría por allí Ima-nol Arias. Después, cuando lo veo en el cine o en la televisión, me hace gracia saber el lugar exacto donde se rodó esa escena y lo comento en casa... Sin embargo, la mayoría de gente viene al parque principalmente a caminar o a montar en bicicleta.

– ¿La gente se va animando a hacer el parque suyo? Porque recuerdo que hace unos años la mayoría iba a comer a algún restaurante y se con-formaba con dar un paseíto corto de diez o quince minutos.

– La gente se va animando, sí. Ahora hemos elaborado un estudio de frecuentación y las conclusiones indican que los que más usan el parque son sus vecinos, la gente que vive aquí o muy cerca. Cuando dispone de una horita, la gente de Sant Cugat o de Sant Feliu del Llobregat viene a darse un garbeo, ya sea a pie o en bicicleta. Este no es un parque de turis-tas; vienen sobre todo los vecinos.

– ¿Y la gente de Barcelona?– Los barceloneses van sobre todo a la carretera de les Aigües, que

durante el fin de semana viene a ser como una rambla de montaña. En cualquier caso, nosotros defendemos que el parque tiene que ser una pieza única. Es cierto que se distribuye entre nueve municipios, pero no puede ser que cada municipio lo gestione por su propia cuenta.

Cuando pasan un par de ciclistas concentrados, despechugados, peda-leando montaña arriba, aprovecho para preguntar a Sílvia si también en Collserola se da un cierto enfrentamiento entre ciclistas y excursionistas.

– El ciclismo está regulado –me aclara–, ya que a menudo chocaban los intereses de los ciclistas con los de la gente que iba a caminar. Cuando vimos que el uso de la bici iba en aumento y que se producían interferen-cias importantes, fuimos a hablar con diferentes entidades excursionis-tas, asociaciones de ciclistas, ecologistas, entidades municipales y usua-rios de parque. Surgió el Proyecto Bici, firmado por 22 entidades que se avinieron a cumplir un compromiso de respeto.

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– ¿Y cuál fue el resultado?– Pues toda un red de uso ciclista que permite circular en bici por 180

km de pista por unos itinerarios determinados. 17 de ellos están marca-dos, de los que 11 son para practicar bici en familia. En estos últimos se cuentan leyendas, o se vinculan a juegos de descubrimiento para niños.

– ¿Y qué ha cambiado en el parque en estos últimos veinte años?– El parque ha cambiado mucho. Hubo un primer cometido que con-

sistió en darlo a conocer, poner al usuario en situación respeto a la conser-vación natural... Se han arreglado caminos, fuentes... La gente lo ha ido haciendo suyo. Según un estudio de los años noventa un millón y medio de personas venían cada año al parque. Pero ahora otro estudio indica que en 2008 vinieron 2.100.000 personas.

– ¿Hay un perfil del visitante?– La mayoría son gente que vive cerca del parque. La gente que vie-

ne aquí, por otro lado, lo quiere mucho. Es una ventaja para nosotros. Siempre hemos encontrado mucho apoyo... Nos ayudan mucho al tener sus casas cerca. Además, está el factor proximidad, ya que los técnicos siempre corren por aquí.

La fuente de la EspinagosaEl camino continúa a la agradable sombra de las encinas. Durante un rato caminamos cerca de la riera hasta que nos separamos para subir hacia un camino más ancho, una pista abierta entre los árboles. Vamos caminando por debajo de Vallvidrera, pero no vemos ninguna casa; solo árboles y arbustos mediterráneos. Tampoco oímos ningún ruido, salvo el piar los pájaros.

Cuando salimos de una curva aparece la fuente de la Espinagosa, que están restaurando. Sale un buen chorro de agua, que fluye por un arroyo en dirección al pantano. A su alrededor, el frescor propio de las fuentes, con hiedras que trepan por los troncos de las encinas, acacias, plátanos, chopos y un montón de cañas alrededor de la riera.

– Mira, una huella de jabalí –comenta Sílvia.La pezuña ha quedado muy marcada en el barro. Es el rastro del ja-

balí, un animal que en estos últimos tiempos ha provocado las quejas de los vecinos que observan cómo, cada vez más, se han acostumbrado a revolver las bolsas de basura buscando comida fácil en lugar de buscarse la vida en el bosque.

– Llevamos a cabo campañas de sensibilización para que la gente en-tienda que no son animales a los que haya que alimentar –comenta Síl-via–. Entre los circuitos para pasear, también hay uno que consiste en seguir el rastro del jabalí.

Las ranas del pantanoLlegamos poco después a la cola del pantano. De hecho, incluso antes de llegar ya oímos el coro de las numerosas ranas que viven aquí. Hay algu-nas casas alrededor montaña arriba, pero es el agua del pantano lo que atrae las miradas. Recuerdo que hace solo unos años, quizás diez o doce,

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el pantano era un espacio deteriorado y escondido, medio cubierto por la vegetación y lleno de suciedad, con un chiringuito en la cola que parecía haber sido abandonado hacía años, algunas mesas de piedra, un tejado de uralita agujereada y unos fogones donde posiblemente no se volvería a encender el fuego nunca más.

– Todo esto lo hemos ido arreglando –indica Sílvia–. Aquel chirin-guito fue derribado y también hemos suprimido el que había cerca de la presa.

– ¿El bar de Victòria?– Sí, ese. Está previsto montar uno nuevo porque los que había esta-

ban ruinosos.Mientras miro, recuerdo que efectivamente el local de Victòria ha

desaparecido. Cuando vine años atrás, concretamente en 2004, la propia Victòria, una gallega con mucho carácter, me explicó que aquella cantina empezó a funcionar en 1938. «Primero la llevaba mi marido, que nació aquí», me dijo. «Nos casamos hace cuarenta años. Antes teníamos asado-res y la gente asaba aquí la carne, pero ahora ya no dejan hacer fuego». También añadió que iban muchos colegios a comer y mucha gente con ganas de respirar naturaleza el fin de semana, pero que todo aquello ya era historia.

– Antes, el pantano era un lugar muy decadente –continúa Sílvia–. Ahora incluso viene una garza real de vez en cuando… Mira, allí se ve una tortuga encima de una roca.

En efecto, la vemos tomando el sol, como si fuera un turista en la pla-ya. Entre las hierbas las ranas continúan armando su particular alboroto.

– De vez en cuando tenemos que vaciar el pantano porque la gente suelta tortugas no autóctonas y otros animales –dice Sílvia–. En casa estorban y los liberan aquí. Pero esto no les hace ningún bien, ya que per-judican a la fauna autóctona. En estos últimos años hemos encontrado muchas tortugas de Florida.

– Ahora el agua se ve más limpia.– ¡Y tanto! Colocamos una tela impermeable en el fondo porque el

pantano perdía prácticamente toda el agua. También se arregló la presa. Antes había una barandilla de hierro oxidado e incluso se podía pasar con el coche. Ahora solo es para peatones.

El periodo de olvido y decadencia del pantano de Vallvidrera empezó sobre todo a partir de 1968, cuando el agua dejó de abastecer a Sarrià. Además, el lecho del pantano se resquebrajó, lo que provocó que el em-balse solo se llenara tras las lluvias y por poco tiempo. Sin embargo, a partir del 2000, gracias a las obras de restauración del pantano, se ha recuperado un agradable espacio de ocio que pasó por unos años llenos de dificultades.

El proyecto del Lake Valley ParkPaseamos un rato a orillas del pantano, siempre acompañados por el incan-sable croar de las ranas, hasta que descendemos hacia la antigua caseta del guarda, cuyas obras de restauración se inauguraron en abril de 2010.

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–Durante muchos años estuvo abandonada, invadida por la vegeta-ción y sin tejado, pero al final vuelve a lucir tal como debió de ser cuan-do la inauguraron –explica Sílvia–. Ahora la hemos pintado con una pintura especial antigraffitis y en la planta baja se encuentra el Centre d’Interpretació del Pantà de Vallvidera, que ofrece información sobre la historia del pantano y la Mina Grott y sobre la fauna que se puede encon-trar aquí. Las plantas superiores están destinadas a las entidades veci-nales.

El viejo edificio, obra del arquitecto Elies Rogent (1821–1897), quien también fue el autor del proyecto del pantano, parece haber recuperado, en efecto, su antiguo esplendor tras muchos años en estado ruinoso. Un grupo de jubilados de Sant Cugat pasa por delante de la casa y un par de hombres, que ya la conocían antes, se hacen cruces de ver cómo ha mejo-rado.

También valoran la explanada que han hecho delante de ella, que le da una mejor perspectiva, y el acondicionamiento de la entrada de la Mina Grott, que durante muchos años parecía una cueva abandonada, protegida solo por una reja oxidada.

En el interior de la caseta del guarda, por medio de distintos paneles, se puede ir siguiendo la historia del pantano. Todo empezó en 1838, cuan-do los propietarios de can Sauró, can Llevallol y can Pujades encargaron a Rafael Calopa que les construyera una pequeña balsa para regar los bancales. Estamos a mediados del siglo xix, la villa de Sarrià crece sin parar y la Sociedad Campañà y Cía propone al Ayuntamiento canalizar el agua de la balsa para llevarla a Sarrià a través de una mina. Una vez obtenido el permiso, construyeron a pico y pala un túnel de 1.300 metros de largo y 1,60 metros de altura (la futura Mina Grott).

En 1862 tras unas inundaciones que dañaron el dique del embalse, Campañà y Cía solicitó al arquitecto Elies Rogent que lo reparara. Des-pués de revisarlo, este propuso sustituirlo por un pantano. Un año des-pués el Ayuntamiento de Sarrià aprobaba el proyecto y se iniciaban las obras.

Elies Rogent, nacido en Barcelona en 1821, era un arquitecto de pres-tigio que había estudiado arquitectura en Madrid y se había convertido en el primer rector de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, donde fue profesor Antoni Gaudí y otros arquitectos modernistas. Entre sus obras famosas figuran el edificio central de la Universitat de Barcelona y los almacenes del Port Vell. Para realizar las obras pantano, que proyectó en una cuenca que recogía el agua de los tres torrentes de la zona, aprovechó el túnel de la Mina Grott, por donde hizo circular vagonetas con el mate-rial necesario.

El pantano se inauguró el 15 de julio de 1864, día en que llegó a Sarrià, a través de la Mina Grott, el agua embalsada. Varios años después, a prin-cipios del siglo xx, un joven emprendedor de Sarrià, Heribert Alemany, tuvo la idea de hacer un parque de recreo aprovechando la existencia del pantano y de la Mina Grott. Estaba previsto que el parque se dividiera en tres sectores: el primero, cerca de la entrada por el lado de Barcelona

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del túnel de la Mina Grott, proponía paseos por el bosque en carros de caballos, un mirador sobre la ciudad y una zona con bancos; el segundo sector era el trayecto en trenecito, el Mina Grott, que tomó el nombre del túnel por donde circulaba, «a lo largo del cual», según información de los paneles, «se tenían que colocar estalactitas artificiales, iluminadas de manera que pareciera una gruta natural, y proyecciones de imágenes ci-nematográficas fijas». «El tercer sector, ya en los alrededores del panta-no», concluye el proyecto, «consistía en aparatos de gimnasia, un teatro de la naturaleza, una montaña rusa y otras atracciones».

El Mina GrottEl Lake Valley Park no tuvo éxito puesto que no se hizo más que una representación en el teatro que había. En cambio, lo que sí funcionó du-rante un tiempo fue el trenecito de la Mina Grott, electrificado por el in-geniero Carlos Montañés Criquillón (1877–1974), quien había trabajado en la electrificación de la empresa Tranvías de Barcelona.

En un libro de conversaciones publicado en 1970, Montañés lo cuenta así: «En Vallvidrera había una pantano de agua potable, construido ha-cía casi cincuenta años, que abastecía de agua a Sarrià a través de una conducción que atravesaba la montaña que se llamaba la Mina. Era un pequeño túnel de unos 1.400 metros y una sección de uno a dos metros cuadrados. En aquellos tiempos los gremios tenían un día festivo a la se-mana y se puso de moda ir de excursión a Vallvidrera a pasar el día en las fuentes de la Teula y de la Manigua. Algunos, los que se lo podían permitir, iban en carro o en tartana. Otros, iban en tranvía hasta donde llegara y después a pie, hasta el otro lado de la montaña. El funicular que funcionaba entonces era demasiado caro para una familia obrera».

Después de explicar cómo surgió la idea de hacer circular un treneci-to, Montañés finaliza con estas palabras: «Con mis ahorros y con mi ex-clusivo riesgo personal, emprendí entonces la construcción de una vía de sesenta centímetros que atravesaba el túnel. Trabajé durante un año, ampliando la sección del túnel y asegurando sus paredes».

El proyecto era ambicioso, pero las sociedades del Funicular de Vall-vidrera y del Parque de Atracciones tuvieron miedo de la competencia y denunciaron la falta de seguridad del Mina Grott. En trenecito hubo de parar durante un tiempo, pero volvió a funcionar y todavía se conservan algunas fotos que muestran la precariedad del invento. El tren tardaba seis minutos en realizar el trayecto de lado a lado de la montaña y du-rante el primer mes y medio de funcionamiento trasladó a más de 30.000 personas.

A pesar de que acabó cerrando, el Mina Grott tiene el mérito de haber sido un precedente de los Ferrocarrils de la Generalitat que unen Barce-lona al Vallès, que finalmente Carlos Montañés sacaría adelante con el ingeniero norteamericano Frank S. Pearson (1861–1915) como inversor. El 28 de noviembre de 1916 se inauguraría el tramo de ferrocarril desde Sarrià hasta Les Planes, pasando por debajo de la montaña. Muchos años después, en 1991, la apertura de la autovía de los Túneles de Vallvidre-

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ra culminaría la definitiva superación de la barrera que suponía para los barceloneses la sierra de Collserola.

Santa Maria de VallvidreraBajamos por una avenida franqueada por plátanos altísimos hasta el Apeadero de Vallvidrera, donde nos despedimos de Sílvia. Ella regresa al Centre d’Informació del Parc de Collserola y nosotros continuamos nues-tro camino hacia la iglesia de Santa Maria de Vallvidrera. Encontramos la iglesia cerrada –casi siempre lo está–, pero su historia está bien do-cumentada, por lo menos hasta 1916, por mosén Llorenç Sallent, quien la recogió en el libro Historia de Santa Maria de Vallvidrera. Gracias a él sabemos que la iglesia ya está documentada en el año 985, cuando un ciudadano de Barcelona de nombre Muç fue capturado por el caudillo mu-sulmán Almanzor. Antes de morir en Zaragoza, Muç deja sus bienes a la catedral de Barcelona y a la iglesia de Santa Maria de Vallvidrera.

El libro de mosén Llorenç Sallent también da a conocer que durante la Guerra del Francés (1808–1814), Santa Maria de Vallvidrera pasó por malos momentos, ya que había un destacamento francés en el cerro de Sant Pere Màrtir que de vez en cuando iba a saquear la iglesia. De la Gue-rra Civil, la iglesia conserva un mal recuerdo puesto que fue saqueada y destrozada por guerrillas anarquistas, que fusilaron a mucha gente con-tra la pared del cementerio que hay justo al lado.

Recuerdo que cuando visité la iglesia hace cinco o seis años, tuve la suer-te de encontrarme con el capuchino Jaume Pujol i Prats, quien me contó que la parroquia tenían muy pocos feligreses y que con frecuencia cedían el local contiguo a grupos pedagógicos. El mejor momento fue cuando subimos al campanario y pudimos ver el paisaje verdísimo que lo rodeaba, como si la naturaleza formara parte de Santa Maria de Vallvidrera.

El Museo VerdaguerLa Vil·la Joana –Quinta Juana–, según la inscripción que hay bajo el reloj de la fachada– es un caserón grande, con una fachada reformada, un par de terrazas superpuestas y una torre que le confiere un aire señorial. Se tiene noticia de su existencia en 1556, aunque entonces se llamaba Mas Ferrer, pero cerca de la puerta hay una inscripción que la sitúa en 1705. En cualquier caso, queda claro que nos encontramos delante de una casa que ha sufrido numero-sas reformas, especialmente a finales del siglo xix, cuando la adquirió Ramon Miralles i Miralta, un alcalde de Sarrià que la convirtió en residencia de vera-no y la rebautizó como Vil·la Joana en homenaje a su esposa.

Vil·la Joana es famosa sobre todo porque en ella murió el 10 de junio de 1902 Mosén Cinto Verdaguer. El poeta estaba ya muy enfermo cuan-do a mediados de ese mismo año fue invitado por Ramon Miralles a pa-sar una temporada en Vallvidrera. Por desgracia, solo pudo permanecer veinticuatro días.

– Cuando murió Verdaguer –me contaba en 2004 Mari Cruz, direc-tora del Museo Verdaguer, fundado en 1963–, la casa se convirtió en una especie de santuario para los admiradores del poeta. Cada 10 de junio,

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aniversario de su muerte, llegaban grupos de personas de manera espon-tánea, y en 1922, cuando el señor Miralles vendió la casa al Ayuntamiento de Barcelona, lo hizo con la condición de que la habitación donde murió mosén Cinto se conservara intacta.

En efecto, la habitación se mantiene tal como era, con una decoración austera y un oratorio contiguo dedicado a Sant Ramon, con un misal y el atril del poeta. Pero donde se puede captar mejor el espíritu de mosén Cinto es probablemente en la galería, o en las salas donde se repasa cro-nológicamente su vida, con dioramas que reproducen el interior de una masía de Folgueroles y el santuario de la Gleva, y con fotos y libros de Verdaguer.

Recuerdo que en aquella visita de hace seis años, la directora del mu-seo me comentó que con los Juegos Olímpicos de 1992 Barcelona se había abierto al mar, pero que todavía quedaba pendiente que se abriera a la montaña. Las cifras de usuarios, por lo que me había dicho Sílvia Mam-pel, iban en aumento, pero aún faltaba mucho para que Collserola se con-virtiera en el Central Park de toda la conurbación de Barcelona.

La fuente de la BudelleraCruzamos la carretera y, siguiendo el curso de la riera, caminamos por el Fon-dal de la Budellera en dirección a la fuente que lleva el mismo nombre. Es un camino muy agradable, lleno de árboles espectaculares, como robles, encinas, acacias, saúcos, avellanos, pinos, madroños... Se nota que estamos en la parte umbría del parque y que la vegetación crece a sus anchas. Mientras camina-mos, me vienen a la cabeza los famosos versos de Joan Maragall:

Ai, boscos de Vallvidrera! Quines sentors m’heu donat!Tenia el mar al darreraI al davant el Montserrat,I als peus el lloc del poetaQue ja és a l’eternitat...2

Al cabo de un rato volvemos a cruzar la carretera para encontrarnos con el revolt de les Monges (curva de las Monjas), donde una cruz de piedra recuerda que en los primeros días de la Guerra Civil murieron asesinadas cinco religiosas.

A partir de aquí, subimos montaña arriba por una fuerte pendiente, en dirección a la Torre de Collserola, que domina el paisaje de este lado del parque. Sabemos que al otro lado está Barcelona, pero desde donde estamos ni siquiera se intuye la gran ciudad. Es la naturaleza que nos ro-dea, unos bosques que enamoraron a poetas como Verdaguer y Maragall.

El camino es empinado y cuesta andar, pero enseguida pasamos de-lante de can Estisores, con la fachada pintada de blanco, y después lle-gamos a la fuente de la Budellera, que fue restaurada en 2007, tras el desprendimiento y la caída de algunos muros provocado por las lluvias.

La fuente aparece en medio del bosque de encinas como un paréntesis de civilización, o como un prólogo del pueblo de Vallvidrera, que está allí mis-

2 «¡Ay, bosques de Vallvidrera! || ¡qué aromas me habéis dado ! || Tenía el mar detrás de mí || Y delante Montserrat, || Y a los pies el lugar del poeta || Que ya está en la eternidad...»

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mo, muy cerca, y de la ciudad de Barcelona, en el otro lado de la montaña. Su distribución en terrazas ayuda a crear un lugar ideal para el recreo en medio de un fuerte desnivel. Fue construida en 1918 por el arquitecto paisajista francés Jean Claude Nicholas Forestier (1861–1930), que fue conservador de los bosques de París. En 1988 fue restaurada y desde entonces es uno de los muchos rincones del Parque de Collserola que merece la pena visitar. A menudo acuden grupos escolares a comer o merendar y me han contado que en 1994, con ocasión de una visita a Barcelona para participar en un ritual budista, el actor norteamericano Richard Gere se fue allí para meditar. Le habían recomendado la fuente como un lugar bonito y solitario, conectado con la naturaleza, pero lo que no esperaba era que precisamente ese día fue-ran de excursión los niños de un colegio de Vallvidrera, quienes, sorprendi-dos de encontrarse a un actor famoso, armaron un alboroto considerable que cortó en seco el afán meditativo del actor.

Sobre el nombre de la Budellera existen tres versiones: una dice que el topónimo se debe al hecho de que el agua de la fuente es buena para los intestinos3, mientras que otra señala que allí se tiraban las tripas de los animales muertos. La primera, sin duda, es más amable, pero es muy probable que la segunda sea la verdadera. Sin embargo todavía hay una tercera, según la cual hace años, cerca de la fuente había una fabrica de cuerdas de guitarra que se elaboraban con tripas de animales.

La Torre de Collserola y el templo del TibidaboContinuamos subiendo entre las encinas hasta que, de repente, encontramos el asfalto. Ya estamos en Vallvidrera, exactamente en la esquina del camino de la Budellera con la calle de Gabriel Ferrater. El nombre de esta última calle, llena de casas con jardín, nos indica que estamos en tierra de escrito-res. No es de extrañar, ya que el barrio de Vallvidrera, municipio que forma parte del Sarrià independiente hasta 1921, es de los que inspiran a los artis-tas. A un lado tenemos los bosques de Collserola, que se extienden hasta la llanura del Vallès; al otro, la ciudad de Barcelona, con una aglomeración de casas y calles que llegan hasta Montjuïc, el puerto y el mar.

Vista desde la carretera que va del núcleo de Vallvidrera a la carrete-ra de la Arrabassada, Barcelona, que se muestra entre un bosquecito de pinos en primer término, aparece como una ciudad de ensueño, con el or-den esquemático del Eixample, el caos de la ciudad vieja y, justo al final, los rascacielos del Fòrum y el mar. Si lo miramos detenidamente y con el tiempo necesario, nos resultará fácil identificar la Diagonal y la Gran Via, los ejes básicos de la ciudad, así como la calle Balmes, que desciende hasta el centro siguiendo el antiguo curso de una riera.

A nuestra izquierda queda la Torre de Collserola, que con sus 288 me-tros de altura (sumados a los 445 que mide el Turó de Vilana) es desde hace algunos años el techo de la ciudad. Cuando se inauguró en 1992, con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos, los ciudadanos de Barcelona enseguida la consideraron como uno de los nuevos símbolos de la ciudad. Sus líneas estilizadas, obra del arquitecto Norman Foster, hicieron que encajara bien en el perfil de una sierra como la de Collserola, que hasta entonces tenía su cumbre en el templo expiatorio del Tibidabo.

3 Budell en catalán significa intestino

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Los terrenos donde ahora se eleva el templo del Tibidabo fueron adqui-ridos en 1876 por la Junta de los Caballeros Católicos de Barcelona con la intención de construir en ellos una ermita. Sin embargo, cuando diez años más tarde el futuro san Juan Bosco (1815–1888) visitó Barcelona, le ofrecie-ron los terrenos y el santo profetizó que en aquel lugar se edificaría un gran templo. La primera piedra de dicho templo se colocó en 1902, pero las obras dirigidas por el arquitecto Enric Sagnier fueron avanzando a ritmo muy len-to. En 1911 solo se había finalizado la cripta y en 1936 los revolucionarios asaltaron el templo y destruyeron la gran estatua del Cristo, obra del Josep Clarà, que debía coronarlo. No fue hasta la primera postguerra cuando se retomaron las obras y, en 1952, por fin, con ocasión del Congreso Eucarístico de Barcelona, se pudo inaugurar el templo, a pesar de que la nueva estatua del Sagrado Corazón, obra de Josep Miret, no lo coronaría hasta 1963.

Alrededor del templo, aparte del parque de atracciones, hay unas cuantas casas de la Colonia del Tibidabo, que se empezó a construir en 1911 como residencias de veraneo. Por lo que respecta a las atracciones, algunas existen desde hace muchos años, como el aéreo (1915), la atalaya (1921), el avión (1928), el laberinto (1948), el castillo encantado (1955), etc., aunque hoy inviten a las emociones más fuertes las atracciones más modernas, como el péndulo o la nueva montaña rusa.

A los pies del Tibidabo, el funicular y el tranvía azul son las alternati-vas más directas para conectar la montaña con Barcelona. Hubo un tiem-po en que era tradición barcelonesa subir a la montaña es estos medios de transporte, pero las grandes dimensiones del nuevo aparcamiento del parque de atracciones muestran claramente que los barceloneses optan cada vez más por subir en coche. No obstante, en caso de subir en tranvía y funicular, las antiguas mansiones de la avenida del Doctor Andreu y los bosques de Collserola se convierten en el mejor prólogo.

Un barrio de artistasQue Vallvidrera, por su situación privilegiada, es un barrio que atrae a los artistas y escritores es cosa bien sabida desde hace tiempo. Quizás el más famoso de sus residentes, por lo menos durante los últimos años, fue Manuel Vázquez Montalbán (1939–2003), que tuvo el detalle de hacer vivir allí tam-bién a su personaje más famoso, el detective Pepe Carvalho. En Tatuaje, la primera novela de la serie Carvalho, describía así Vallvidrera: «A la casa de Carvalho se llegaba por un camino de tierra que reptaba entre villas histo-riadas, de un blanco agrisado por la lluvia a lo largo de cincuenta años, sal-picado de azulejos verdes o azules y los colgantes mechones de buganvilias o dondiegos que rebosaban por los bordes de las tapias. La villa de Carvalho no era un perro ni tan viejo ni de tan buena raza. No la habían construido en pleno esplendor histórico de Vallvidrera, sino en su segundo gran momento histórico, cuando algunos enriquecidos por el estraperlo de la postguerra ha-bían buscado en la montaña un afortunado mirador de sus negocios afortu-nados. Se trataba de enriquecidos menores por un estraperlo menor. Gentes ahorrativas que habían conservado de los tiempos anteriores a la guerra el frenesí por la caseta con jardín en las afueras, a ser posible incluso con un

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rincón para las lechugas, las patatas y las tomateras, fascinantes hobbys de fin de semana y vacaciones pagadas».

Por otro lado, cuando inauguraron la torre de Collserola, Vázquez Montalbán llegó a escribir que aquel mástil enorme tenía el aspecto de una banderilla gigante clavada en el flanco de la montaña y que sus ve-cinos, abrumados por su enorme envergadura, habían llegado a padecer disfunciones eréctiles. Pero con el tiempo, los ciudadanos de Vallvidrera se han acostumbrado a la torre hasta hacerla suya.

Si bien Vallvidrera fue durante muchos años el escenario de los vera-nos de la alta burguesía, que apreciaba el aire fresco que se respiraba en la sierra de Collserola, con el tiempo se ha convertido, con la complicidad del coche, en un barrio ideal para vivir todo el año. Los antiguos hoteles han ido cerrando sus puertas, pero ha surgido alguno nuevo, como el Mont d’Orsà, un cuatro estrellas que ofrece la placidez de una antigua casa de la burguesía y unas vistas inmejorables sobre la ciudad.

En uno de los antiguos hoteles de Vallvidrera pasó largas temporadas, por cierto, ya al final de su vida, cuando estaba muy enfermo, el poeta Joan Vinyoli (1914–1984). Fue allí donde escribió «Elegía de Vallvidrera», un poema incluido en el libro Passeig d’aniversari (Paseo de aniversario), donde dice:

Ara puc dir: sóc a la font i bec, i bec fins a morir–me de set de voler més no sabent què,que és així com no es mor en veritat del tot: vivint en la fretura d’alguna cosa sempre. Sense fretura, què seria de nosaltres, aquests a qui fou dat el privilegi de la santa follia de ser càntic, vent desfermat, incendi

que es destrueix a si mateix, mentre salvades queden les coses que tocà i més pures. Oh, il·luminats! La nostra comesa humil: obrir del tot orelles al primigeni cant i declinar. 4

Joan Vinyoli, Gabriel Ferrater, Jacint Verdaguer y Joan Maragall son poetas que se dejaron seducir por la belleza y la calma de los bosques de Vallvidrera. Hay más nombres, claro, como los de Baltasar Porcel, Arranz Bravo, América Sánchez y Maria del Mar Bonet. Es larga la lista de los artistas que se han sentido extasiados con la ciudad a sus pies, que han podido disfrutar de este barrio privilegiado que ejerce de excelente mirador por un lado de la gran ciudad de Barcelona, y por otro, de los bosques de Vallvidrera y de todo el Parque de Collserola.

4 «Ahora puedo decir: estoy en la fuente y bebo, || y bebo hasta morirme || de sed de querer más no sabiendo qué, || que es así como no se muere || en verdad del todo: viviendo en la penuria || de algo siempre. || Sin penuria, qué sería de nosotros, || estos a quien fue dado el privilegio || de la santa locura de ser cántico, || viento desatado, incendio || Que se destruye a sí mismo, mientras salvadas || quedan las cosas que tocó y más puras. || ¡Oh, iluminados! Nuestro || cometido humilde: abrir los oídos || al primigenio canto || y declinar».

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Parque de la Serralada de Marina: mar y montaña

Coscoja, Quercus coccifera

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El Parque de la Serralada de Marina queda tan cerca de los grandes núcleos habitados, como Badalona, Santa Coloma de Gramenet o la propia ciudad de Barcelona, que a veces cuesta incluso distinguir sus límites. La ciudad y el campo se imbrican hasta el extremo que a menudo solo hay una transición muy corta entre las autopistas supertransitadas, los grandes bloques de pi-sos y los caminos polvorientos que se aventuran montaña adentro escolta-dos por pequeños bosques de pinos. Por un lado, podríamos considerar que esa puede ser una de las amenazas del parque, y por otro, sin embargo, hay que admitir que es una gran ventaja poder disfrutar de un parque situado tan cerca de la gran ciudad.

Para empezar la visita de este parque donde la montaña se convierte en el mejor mirador de la costa, nos acercaremos hasta la Conreria, y más concretamente hasta la llamada Casa de les Monges (casa de las monjas), un edificio antiguo situado en la cresta de la cordillera, por encima del pueblo de Tiana, reconvertido en sede del Consorcio del Parque de la Serralada de Ma-rina, integrado por la Diputación de Barcelona, la Mancomunidad de Muni-cipios del Área Metropolitana de Barcelona y los municipios de Badalona, Montcada i Reixac, Sant Fost de Campsentelles, Santa Coloma de Gramenet y Tiana.

–El rasgo fundamental de este parque es que está tocando a Barcelona, Badalona, Santa Coloma y otros grandes municipios –nos apunta Cinta Pé-rez, la directora del parque–. Más que en ningún otro parque se han tenido que hacer equilibrios entre el uso social y la conservación del entorno. La gente se suele fijar más en el lado del mar, que es donde se ha construido mu-cho, pero en el otro lado hay unos bosques muy bonitos y muy interesantes.

–Por desgracia –le comento–, el incendio de 1994 destruyó muchas hec-táreas y colocó al parque en el centro de la información.

–El del 94 fue el incendio más fuerte, es cierto. Los sigue habiendo, pero ahora conseguimos apagarlos más deprisa. Esta zona de bosque está muy frecuentada, pero por suerte tenemos un buen equipo de vigilantes en pun-tos clave del parque.

A la hora de hacer un recorrido que nos permita familiarizarnos con el parque, Cinta Pérez extiende el mapa sobre la mesa y nos va indicando los puntos más interesantes, entre ellos los bosques de la vertiente norte, cerros como el de Galzeran y dos edificios religiosos importantes desde el punto de vista histórico que quedan dentro del ámbito del parque: el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, en Badalona, y la cartuja de Montalegre, en Tiana.

Como la cartuja se puede ver perfectamente desde el lugar donde nos en-contramos –desde la ventana se aprecia como un gran convento con un par de claustros, un gran huerto y el mar al fondo–, decidimos empezar por ahí. Llamo por teléfono a la cartuja y me pasan con el padre prior, que, tras unos instantes de duda, afortunadamente accede a que vayamos ahora mismo a hablar con él.

La cartuja de MontalegreA la entrada de la finca de la cartuja de Nostra Senyora de Montalegre hay una verja modernista y dos columnas de ladrillo que aguantan, cada una,

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una bola del mundo coronada por una cruz que ostenta el lema de los car-tujos: Stat crux dum volvitur orbis (La Cruz permanece firme, mientras la Tierra gira). Es todo un aviso de que entramos en un mundo aparte.

Hay un buen trecho entre la verja modernista y la entrada principal del edificio, pero por suerte se trata de un camino agradecido, entre huertos y olivos, desde el que se puede contemplar el azul del mar y una costa poblada en exceso que supone todo un contraste con la calma y el silencio que carac-terizan a los cartujos. Al final, después de una avenida flanqueada por cipre-ses altísimos, llegamos a la fachada de la cartuja, presidida por una imagen de la Virgen con san Bruno, el fundador de la orden, a un lado y san Juan, el patrón, al otro.

El portero, que se presenta como Francisco, nos da la bienvenida y nos hace pasar al patio de honor, un espacio recogido donde se concentran la antigua hospedería, una capilla donde hacen misa los domingos y las celdas de los familiares de los monjes, que son la gente que les ayuda en algunas tareas a cambio de comida y cama. Todos los edificios son muy grandes, casi exagerados, lo cual permite hacerse una idea de la importancia que tuvo la cartuja en el pasado. En este contexto, vale la pena recordar un fragmento de Calaix de Sastre (Cajón de Sastre), del barón de Maldà, donde describe un ágape que celebró en la hospedería de la cartuja de Montalegre en el año 1797: «Llegó la hora de sentarnos todos alrededor de la gran mesa cuadrada de la hospedería, para comer, a punto de embocarnos la sopa de Montalegre. Esta se nos sirvió muy abundante y, con todo lo que llevaba de pescado, muy sustanciosa, casi se confundía con la de carne, amarilla como era por el azafrán, con picadillo y con un intenso sabor a pescado... Después de la sopa se nos sirvió un buen pescado, al menos medio mero, con algunos salmonetes en salsa bien dulce, que cada uno se servía desde la salsera, todo ello muy delicado. Después se nos sirvió otro pescado en su jugo, pelotillas de habas, arroz y bacalao, y más variedades de pescado, terminando todos como un vicario empachado. Para concluir esta sabrosa y buena comida, guisada por un tal Fray Jaume, se nos trajo a la mesa un plato bien colmado de leche de almendras. Tras algunos confites de postre acompañados de unos buenos tragos de aquel buen vino del Masram de Montalegrem, nos levantamos de la mesa alegres como unas pascuas».

Aún con el recuerdo de este ágape histórico, Francisco empuja otra gran puerta y, como si nos adentráramos en el monasterio de El nombre de la rosa, lleno de pasadizos secretos y de misterio, avanzamos por un largo pasillo que lleva a un primer claustro de estilo románico, lleno de árboles frutales, hierba, flores... y paz. En medio de un silencio de misa –o de monasterio, en este caso–pasa caminando poco a poco, con la ayuda de un bastón, un monje muy viejo, vestido de blanco de arriba abajo, arrastrando los pies con la mi-rada baja. Es la viva imagen de la cartuja, de la vida retirada.

Unos minutos después Manuel María Mendoza, el padre prior, nos hace pasar a un despacho grande y frío, con las paredes decoradas con estampas de Jesucristo, de la Virgen y del Papa. Me llama la atención la imagen de un marinero que lleva el timón de una nave en medio de una tormenta, con un Je-sucristo detrás que le pone la mano en el hombro para salvarlo del mal trance.

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El prior viste, como todos los cartujos, un hábito blanco con capucha también blanca, sonríe de forma afable y se cubre la cabeza con un gorrito blanco. Nos cuenta para empezar que nació en Sevilla, que tiene 79 años y que ingresó en la cartuja de Jerez en 1951, cuando tenía tan solo 23 años. Cuando en 2001 aquella cartuja cerró, lo enviaron para acá, a la de Monta-legre.

–Ahora somos una comunidad de once monjes –precisa–, pero llegó a haber más de sesenta. Era una cartuja importante.

–¿Cuántas cartujas hay en total en España?–Cinco de monjes y una de monjas. Tenemos la de Miraflores en Burgos,

la de Aula Dei en Zaragoza, la de Porta Coeli en Valencia y la de Santa María o Benifassar, en Castellón, que es la de mujeres. Además de esta de Monta-legre, claro. En siglo xix llegó a haber veintiuna cartujas, pero ahora, con la falta de vocación, cuesta mucho que entren los jóvenes. Por desgracia, no aguantan ni el silencio ni la soledad.

–¿Cómo es la vida en la cartuja?–Soledad y silencio –sonríe ante esta receta aparentemente sencilla–.

Con el ruido que hay fuera, los visitantes se quedan impresionados sobre todo por el silencio que se respira aquí. Nosotros vivimos en silencio y nos dedicamos a la oración. No hacemos pastoral externa, aunque si algún mon-je quiere confesar a un conocido, lo puede hacer como algo aislado.

–¿Y no salen nunca?–Solo para ir al médico o a votar. Nuestra vida es una vida de oración,

soledad y silencio. Cada uno en su celda puede hacer además sus estudios, lecturas o trabajos manuales, pero ante todo debe seguir el reglamento. Nuestro apostolado es universal, pero no se ve su fruto... –hace una pausa–. A los que profesan fuera, les consuela ver los resultados, pero en cambio no-sotros no los podemos ver. Es así... De todas formas, nuestros sacrificios y nuestras oraciones los recoge Dios y los reparte entre todos.

El horario de la cartuja, por lo que explica el padre prior, es duro, ya que los monjes tienen que partir el sueño en dos tandas. Se levantan a las doce de la noche y a las doce y media van juntos al coro a hacer la plegaria. Hacia las dos y media o las tres de la madrugada vuelven a las celdas, a dormir, pero a las seis y media se vuelven a levantar y a las ocho van todos juntos a la misa conventual. Después de la misa, cada monje se retira a su celda y estudia, hace trabajos manuales, cuida el huerto, reza... A las seis menos cuarto de la tarde está el oficio de vísperas, cantado. Y así hasta las ocho de la tarde, que es la hora a la que vuelven a irse a la cama.

En cuanto a la comida, los cartujos no desayunan y hacen la comida fuerte a las doce del mediodía. Comen de todo, excepto carne, y durante el Adviento y la Cuaresma no pueden comer ni leche ni nada preparado con leche o con derivados de la leche. Además, durante seis meses, del 14 de septiembre al domingo de pascua, hacen el llamado Ayuno de Orden, es decir, que por la tarde solo comen pan y agua, aunque el prior pue-de conceder que los enfermos y los viejos coman también una sopa. Los otros seis meses nos limitamos a hacer una comida frugal. De merienda, nada de nada.

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–Aquí llevamos una vida contemplativa –resume el prior–. No sé si des-de fuera se entiende, pero procuramos orientarnos hacia la vida interior. Dios está en el alma.

–Es una vida dura, ¿verdad?–Puede ser dura, sí, pero como decía Aristóteles, «el hombre es un ani-

mal de costumbres».–Supongo que al menos comen juntos.–Solo los domingos y las fiestas. El resto de los días cada monje come

solo en la celda. Se le pone la bandeja con la comida en el torno y él la re-coge. Al menos los padres, ya que hay dos tipos de monjes: los padres y los hermanos legos. Estos últimos no viven en tanta soledad, ya que tienen obe-diencias, como ocuparse de lavar la ropa, de la cocina... Ellos se sacrifican haciendo trabajos manuales, pero los padres están en la celda prácticamente todo el día.

–En silencio.–Sí, en silencio, claro –sonríe, como si fuera evidente–. Aquí solo se habla

lo estrictamente necesario. Desde el noviciado nos enseñan a saber escuchar y a saber callar. Pero la cruz del cartujo no es ni la soledad ni el silencio. Eso nos gusta, estamos aquí para eso. La cruz es que a la hora de cumplir el reglamento, no te ve nadie... solo Dios. El reglamento se ha ido depurando desde el siglo XI, pero quien viene a hacer el vago no subsistirá. Hay que tener cada día espíritu de superación, hay que pensar cada día en el aquí y en el ahora. El ayer no existe y mañana, quién sabe si estaremos aquí.

–¿Asiste gente de fuera a los actos religiosos?–Solo como excepción, por amistad o por parentesco, pero nunca un gru-

po grande. La cartuja, además, no está abierta a las mujeres. Podemos en-señarla cuando alguien nos lo pide, como vosotros, siempre que no sea algo multitudinario.

–Hemos visto que afuera hay un gran huerto. ¿Se hacen cargo de él los propios monjes?

–Antes sí, pero ahora lo damos en aparcería a unos payeses. Ellos lo tra-bajan y nos dan una parte de lo que sacan.

–Debe de impresionar vivir en un edificio como esta cartuja, del siglo xv.–Impone, sí –dice el prior tras un largo silencio–. Estas paredes han vis-

to muchos siglos de silencio...–¿Viven totalmente al margen del mundo? –Yo, como prior, recibo un periódico local. Lo hojeo y el domingo infor-

mo a los monjes de las noticias más importantes. –¿Ven la televisión?–Eso no. No tenemos.–¿Y cómo ve el estado del mundo a través del periódico?–Por lo que voy leyendo, tengo que decir que me parece que el mundo no

va nada bien.–Para acabar, ¿cómo se ve la muerte desde la cartuja?–La muerte es un ir hacia Dios, ir al cielo. Ver a Dios será la visión beatí-

fica, porque esta vida es un valle de lágrimas. Es evidente que todos los días derramamos lágrimas... Pero Dios dijo que quien me quiera, tome su cruz y me siga.

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Un silencio de siglosTermina la conversación, el prior llama al portero, Francisco, y le pide que nos enseñe las estancias de la cartuja. Pasamos los dos claustros en silencio –el primero es de 1448 y el segundo de 1636– y nos fijamos en una antigua torre de defensa que nos habla de la larga historia de esta cartuja, fundada en 1415, cuando los cartujos de Vallparadís y de Sant Pol se establecieron en lo que había sido un priorato de monjas agustinianas que en el siglo xiii decidieron trasladarse a Barcelona para huir de la soledad de este lugar.

Después de trabajar a fondo en la construcción del nuevo monasterio, los monjes se instalaron en él definitivamente en 1448. Desde entonces, los cartujos han pasado por muchas vicisitudes, especialmente en el siglo xix, ya que el convento fue abandonado durante los años 1808–1814 (por la Gue-rra de la Independencia Española o Guerra del Francés), 1820–1824 (por los acontecimientos del Trienio Liberal) y, definitivamente, en 1835 con la desamortización de Mendizábal. Sin embargo, en 1901, después de que lo recomprara la Grand Chartreuse, la casa madre de los cartujos, se restauró la vida monástica con monjes venidos de Francia y, aunque en los primeros días de la Guerra Civil el monasterio fue saqueado y mataron a seis monjes, en 1939 retomó la actividad.

Alrededor de los claustros están las celdas alineadas, cada una con una frase de un salmo en latín sobre la puerta; en el interior hay tres salas y un pequeño huerto; y junto a la puerta, un torno para que el monje pueda re-cibir la comida. Por lo que nos explica Francisco, una de las habitaciones se dedica a la oración, la otra a comedor y dormitorio, y la tercera, donde hay un banco de carpintero, a trabajos manuales. Es aquí donde los monjes pa-san la mayor parte de su existencia, en soledad, claro.

En el llamado claustrillo, mucho más pequeño que los otros dos, está la iglesia gótica, terminada en 1463, el capítulo y el refectorio. Todo es muy sencillo, con las paredes desnudas, ya que, como lamenta Francisco, los retablos y los muebles fueron quemados durante la Guerra Civil. Mien-tras lo contemplamos en silencio, asoma la cabeza un monje. Se presenta como Josep Maria Canals y nos informa de que está en la cartuja desde 1993 y que antes había sido cura diocesano. Hablamos entre otras cosas de la novela Mon oncle, de Màrius Serra, donde se habla de la cartuja de Montalegre y de su tío, que era uno de los monjes, y del incendio del vera-no de 1994, cuando uno de los monjes murió luchando contra las llamas. Me comenta el cartujo que el tío de Màrius Serra ya ha muerto y que los monjes que hay ahora son todos muy mayores. Pasa el tiempo y no vienen monjes jóvenes a la cartuja. Por lo visto, la receta de oración, soledad y silencio no atrae a la gente de hoy. Antes de irse, Josep Maria Canals me recomienda que si quiero informarme a fondo sobre los cartujos vea una película y lea un libro: El gran silencio, del alemán Philip Gröning, y L’eternitat de les hores (la eternidad de las horas), de Nancy Klein Magui-re. Después, por si todavía tenía alguna duda, me define la cartuja como «la casa del silencio».

Cuando volvemos a pasar por uno de los claustros, me fijo en el pequeño cementerio que hay en uno de los rincones.

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–Los cartujos entierran a los monjes con la cara tapada con la capucha –nos informa Francisco, el portero–. Les juntan las manos sobre el pecho, los tienden encima de un tablón, los depositan en la tumba y les echan tierra encima. Todo muy sencillo, como la vida que han llevado.

Antes de salir de la cartuja todavía tenemos tiempo de echar un vistazo al huerto, que se extiende por varios márgenes que bajan escalonadamente hacia el mar, con una gran alberca y unas cuantas palmeras al lado. Al fondo está la costa, la autopista, el ruido, los estorbos... Pasa el monje cocinero y, después de saludarnos, comenta: «La cena ya está a punto: hoy toca coliflor hervida».

Cuando llegamos a la carretera, no pasan ni diez segundos hasta que volvemos a ser conscientes del gran tesoro de la cartuja: el silencio.

Tiana, de Lola Anglada a Pau RibaDe camino hacia Tiana, el pueblo más próximo a la cartuja, nos llama la atención, en las afueras del pueblo, la cúpula blanca del observatorio, don-de se organizan las llamadas Nits d’Estels (noches de estrellas), dentro del programa Viu el parc (vive el parque). Sin embargo, la noche todavía queda lejos. Continuamos hacia este pueblo construido en una ladera de la monta-ña, entre dos arroyos, con muchas casas de veraneo de las de antes –grandes y con un jardín con una palmera a un lado–, la iglesia parroquial de Sant Cebrià, un casal donde se reúne la gente del pueblo, el recuerdo de un tranvía que funcionó entre 1916 y 1954 y varias hileras de adosados que proclaman cuál es el nuevo modelo de urbanismo que se lleva ahora.

En el casal nos comentan que allí mismo se encuentra la Sala Albéniz, un teatro que recuerda las estancias del compositor Isaac Albéniz (1860–1909) en la población, y que en una antigua casa del pueblo, conocida como la Casa de la Palmera, pasaba los veranos Dolores Anglada (Barcelona, 1893 – Tiana, 1984), una famosa ilustradora, más conocida como Lola Anglada, que colaboró en revistas infantiles como En Jordi, En Patufet, La Nuri o La Mainada. El Ayuntamiento tiene previsto instalar en la casa un museo que, si no surgen imprevistos, se inaugurará en 2012.

Entre semana no se ve mucha gente paseando por el pueblo. Será que todo el mundo está trabajando en Barcelona o en las poblaciones de alre-dedor. Visto el panorama, tomamos un camino de arena gruesa que va más allá del río, hasta que llegamos a la Casa Alta, una antigua masía del siglo xiv, con tejado a dos aguas y un reloj de sol en la fachada, donde vive y tra-baja el poeta y músico Pau Riba, un artista polifacético, nacido en Palma de Mallorca en 1948, que está considerado uno de los más ilustres representan-tes del hippismo catalán.

Nieto del poeta Carles Riba, Pau Riba empezó a actuar en los años se-senta con Grup de Folk, que era una especie de contrapunto a Els Setze Jutges (los dieciséis jueces), el grupo de la Nova Cançò. Estos últimos tenían un aire digamos francés, mientras que Grup de Folk estaba más interesado en los grupos estadounidenses. En 1970 Pau Riba sacó el álbum Dioptria, que sería considerado el primer disco de rock en catalán. Poco después se instaló en la isla de Formentera, donde vivió varios años en una masía sin agua ni luz, en un ambiente genuinamente hippy. Su participación en el festival Ca-

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net Rock, en 1975, totalmente enloquecido, se convirtió en mítica. Al finali-zar la etapa de Formentera, hace unos treinta años, Pau se instaló en la Casa Alta de Tiana, donde continúa componiendo música, poemas y canciones. Su último álbum, para no perder el espíritu rebelde que lo caracteriza, lleva por título Virus laics (virus laicos), un juego de palabras en torno al Virolai, el himno más o menos oficial de Montserrat.

Subimos al piso de arriba, donde la chica que nos recibe nos dice que Pau está trabajando, y lo encontramos delante de un ordenador y un teclado, rodeado de un gran desorden del que sobresalen pilas de libros, discos y todo tipo de objetos. Hay también algunas fotos viejas donde se le puede recono-cer aunque bastante más joven, cuando era todo lo contrario a la ortodoxia catalana.

–Hoy, por suerte, todo ha cambiado mucho –nos dice de entrada Pau–. Ahora, para escribir, dibujar y componer solo necesitas un ordenador. No tengo que salir de casa para hacer canciones. Antes para ganarme la vida, además de hacer música, tenía que escribir en los periódicos o trabajar de actor, pero ahora soy un profesional de la música.

Cuando le preguntamos por el pueblo de Tiana, sacude la cabeza y dice que no hace mucha vida allí, pero cuando le hablamos del Parque de la Se-rralada de Marina, se anima:

–El parque nos ha venido muy bien a nosotros, porque nos ha salvado la casa. Querían construir por todo el alrededor, a ambos lados del río, pero al final, ante las protestas y la movilización del grupo Gent de Tiana, solo lo hi-cieron en un lado, no en el nuestro –va hacia la ventana y nos muestra cómo se ha construido en Tiana, con profusión de pisos y casas adosadas–. Mira, cuando llegamos a la casa, hace ahora unos treinta años, todo eso no estaba.

–Desde aquí se ve el Tibidabo –comento, sorprendido.–Sí, estamos muy cerca de Barcelona, pero rodeados de verde. Aquí se

vive bien... Hay dos autopistas, pero por suerte no las vemos. La ventaja es que tardas menos en ir al centro de Barcelona que si vas desde, por ejemplo, Sarrià. Siempre que no sea hora punta, claro, que es cuando todo está atas-cado.

A continuación, Pau nos enseña el local donde ensayan, una gran sala en la planta baja de la casa, y la entrada de una cueva secreta que muy pro-bablemente utilizaban en el pasado para esconder contrabando, aunque hay quien dice que es en realidad un pasillo que permitía huir hacia la costa cuando las cosas se ponían mal. Son cosas del Maresme, siempre a medio camino entre los sueños de los indianos, las historias del contrabando y las aventuras de los marineros que un buen día decidían zarpar hacia Cuba en busca de una vida mejor.

Cuando nos vamos de la Casa Alta, Pau se ríe de nuestra prisa y nos re-cuerda una inscripción que había en el reloj de sol de la fachada de la masía.

–«Teme solo a una», decía. Se refiere a la hora de la muerte, claro –aclara riendo–. La prisa nunca es buena.

La Conreria y el cerro de GalzeranVamos a comer en un restaurante instalado en una antigua masía del pue-blo, Can Blanc, adornada con pinturas modernas y fotos de antiguas glorias

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del Barça y del Español, y volvemos después a pasear por la Conreria, una zona que recibe este nombre porque era donde estaban los antiguos conreus, los cultivos de la cartuja. Según la memoria local, cada día los monjes daban una libra de pan a todos los pobres que acudían a pedir limosna, y eso que había días que hacían cola hasta ochocientas personas.

Con la desamortización de 1835 el edificio central de la Conreria se con-virtió en un restaurante y en un hotel, hasta que en 1932 pasó a ser un sa-natorio y, acabada la Guerra Civil, un seminario. En 1993 fue cedido a la Fundación Pere Tarrés, y actualmente es una casa de colonias y albergue de juventud.

Fue precisamente durante una estancia que realizó en el hotel de la Conreria cuando el arquitecto Joan Amigó (Badalona, 1875–1958), de la se-gunda generación modernista, pensó en construir en la cresta de la sierra el elegante Mas Po–Canyadó, que hoy acoge una casa de colonias. En 1917, por iniciativa de Evarist Arnús, se construiría en la Conreria la urbanización Colònia del Bosc, considerada la primera del Estado español. El aire fresco de la sierra, los bosques de pinos y encinas y la proximidad del mar eran sus argumentos principales.

Desde la Conreria, vamos caminando por una pista que sigue la cres-ta hasta la colina de Galzeran. El mar se extiende abajo, con el pueblo de Tiana en primer plano y el de Montgat al fondo; la vegetación es la típica mediterránea, con pinos, encinas, retama florida (de un amarillo glorioso) y otros arbustos característicos, aunque de vez en cuando des-cubrimos en medio del paisaje una vid que recuerda que este país, antes de la plaga de la filoxera, a finales del xix, era tierra de viñedos y de vino. Sin embargo, la destrucción de las vides acabaría con el modus vivendi de muchos habitantes de esta costa y los empujaría a buscar fortuna en América, primordialmente en la isla de Cuba. Como herencia de aquellos tiempos quedan muchas casas de indianos que aún hoy sobreviven en la costa del Maresme, con porches de inspiración colonial y viejas palmeras de tronco grueso y sombra generosa que hacen pensar en los países tro-picales.

A medida que nos acercamos al cerro de Galzeran, vamos cogiendo altu-ra y el panorama se va ensanchando; una vez arriba, a 485 metros, la vista es definitivamente espectacular. A un lado tenemos el Maresme, la costa y el mar, con unos cuantos pueblos bien definidos: Alella, Premià y El Masnou; al otro, los bosques que bajan hasta la comarca del Vallès, con los macizos del Montseny, Sant Llorenç del Munt y Montserrat al fondo. Lejos, en dirección sur, en el límite del horizonte, se intuye la gran aglomeración de Barcelona, con las tres chimeneas de Sant Adrià de Besòs destacando entre la niebla.

En lo alto de la colina de Galzeran, una torre de vigilancia nos tienta con la posibilidad de subir aún más arriba. Comprobamos la puerta y está cerra-da. Lástima. De todos modos, no hace falta subir para darse cuenta de la dimensión montañosa de este parque al que prestan muy poca atención los automovilistas que pasan a toda prisa por la autopista de la costa. La playa, más allá de la doble barrera de la Nacional II y la vía del tren, se muestra desde aquí como un paraíso lejano, inalcanzable.

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Sant Jeroni de la MurtraPara completar la visita al Parque de la Serralada de Marina volvemos un domingo al otro lado del parque. Nuestro destino esta vez es el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, donde hoy se celebra una gran fiesta, la Matinal en el parque, y una jornada de puertas abiertas.

Nos separamos del río de coches de la autopista y vamos subiendo por los barrios altos de Santa Coloma de Gramenet, dejando atrás la angustiosa aglomeración urbana y cogiendo cada vez más perspectiva, hasta encontrar un camino de tierra que nos lleva hasta la Torre Pallaresa, un elegante edifi-cio del siglo xvi que tiene sus raíces en un antiguo castillo medieval y, muchos siglos antes, en una antigua villa romana. Muy cerca, en lo alto de la colina de Puig Castellar, reina un poblado ibérico, uno de los mejor conservados de toda Cataluña y, un poco más adelante, tras superar unas cuantas curvas, aparece Sant Jeroni de la Murtra, un monasterio con una larga historia que, aunque hoy sobrevive en un estado no muy lozano, ha acogido entre sus mu-ros a reyes y emperadores. El mar y la ciudad de Badalona quedan extendi-dos a sus pies, como si formaran parte de un mundo totalmente diferente.

Cuando llegamos al monasterio, se está celebrando en la explanada que hay al lado la fiesta central de la campaña Viu el parc de este año. Mar Coma y Antònia Playà, las chicas de la empresa que coordina el programa cul-tural y festivo que también tiene su referente en el resto de parques, van ajetreadamente arriba y abajo para que todo marche a la perfección. Las saludamos brevemente y nos fijamos en todos los ámbitos de este recinto festivo: juegos medievales llenos de imaginación y de colores, talleres crea-tivos, niños emocionados, payasos, griterío y padres con cara de felicidad que no paran de hacer fotos de sus hijos desde todos los ángulos posibles. Es evidente que en el parque hoy todo es fiesta, aunque el cielo amenaza lluvia. De vez en cuando, pasa por el camino un ciclista que pedalea poco a poco y mira con cara de no entender nada.

Antes de entrar en el monasterio nos llama la atención un rótulo que dice: «Sant Jeroni de la Murtra. Ámbito de reposo religioso y cultural Fran-cesca Güell». Una vez cruzada la puerta, la fiesta de Viu el parc continúa con más juegos y un escenario montado cerca de unos cipreses y un olivo joven. La imponente fachada del monasterio, del siglo xv, con una elegante puerta adintelada y muros muy altos, está rematada en uno de los lados por una torre de defensa, construida un siglo más tarde, que hace pensar en los diversos ataques que tiempo atrás debió de sufrir el monasterio por parte de los piratas que asolaban esta costa.

Dicen las crónicas que fue en 1467, pocos años después de la construc-ción del monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, cuando los piratas intenta-ron asaltar la población de Badalona. Regresarían en varias ocasiones, por ejemplo en 1527, cuando una flota de diecisiete barcos del sultán de Argel re-corrió esta costa y se dedicó a saquear e incendiar Badalona. En 1568 hubo una nueva incursión pirata, hecho que explica que las masías y el monasterio construyeran torres de defensa para protegerse.

Dimas Dimas, un vecino de Badalona que conoce bien el monasterio, es el encargado de conducir la visita guiada. Comienza explicando la historia

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de Sant Jeroni de la Murtra, fundado en 1416 por el mercader barcelonés Bertran Nicolau i Oliver, que es quien ofreció a los monjes jerónimos de un monasterio fundado unos años antes cerca de Sant Pere de Ribes la posibi-lidad de instalarse en estas tierras, concretamente en el llamado Mas de la Murtra, construido al parecer sobre los restos de una antigua villa romana. Los monjes, dada la escasez de agua que había en el Garraf, aceptaron de inmediato y, con la ayuda del mercader, fueron construyendo el monasterio a partir del antiguo cortijo.

–Una vez terminado –explica Dimas Dimas al pequeño grupo de vi-sitantes– lo bautizaron con el nombre de Sant Jeroni de la Vall de Bet-lem, pero la gente, acostumbrada al cortijo que había antes, lo rebautizó enseguida como Sant Jeroni de la Murtra. Alrededor estaba lleno de hu-medales que los monjes fueron desecando para poder hacer el huerto, y con el tiempo el monasterio fue adquiriendo renombre y en él durmieron reyes como Juan II de Cataluña, Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II.

Da la impresión, contemplándolos, que estos edificios antiguos se iban construyendo por etapas, superponiéndose a estructuras anteriores. En este caso, la villa romana dio paso al cortijo de la Murtra y, antes de la cons-trucción del monasterio, hubo incluso una capilla dedicada a San Martín, construida por los franceses, que los monjes trasladarían posteriormente al interior de la iglesia principal.

De la elegante entrada del monasterio llaman la atención las dos caras esculpidas al final de un resalte que sobresale de la puerta que, según di-cen, representan a Carlos V, el emperador que la restauró. Sin embargo, una vez en el interior el claustro es lo que más admiración despierta. No está completo, ya que fue destruido parcialmente por un incendio, pero la mitad que queda permite ver un gótico tardío hecho con piedra de la montaña de Montjuïc.

–Llevaban los bloques de piedra hasta Sant Adrià de Besòs en barco y desde allí en carros hasta aquí –puntualiza Dimas Dimas–. Si os fijáis, hay una parte hecha con ladrillos, ya que se hizo en tiempos de la Guerra civil catalana (1462–1472), cuando no podían traer piedra de Montjuïc. En el pri-mer piso estaban las celdas, pero no se pueden visitar porque el suelo está en mal estado.

Los Reyes Católicos y Cristóbal ColónAl principio, en el monasterio vivían catorce monjes que, según los libros de historia, estuvieron a punto de abandonarlo por las condiciones precarias que tenían que soportar. Fue bajo la protección de los Reyes Católicos, que pagaron gran parte de las obras, cuando el monasterio se fue consolidan-do. Cuando Fernando el Católico resultó herido en un atentado por Joan de Canyamars, en diciembre de 1492, en las escaleras del Palacio Real Mayor de Barcelona, cuentan las crónicas que se retiró unos días al monasterio con su esposa, Isabel, para recuperarse. El gran momento histórico del monasterio, sin embargo, llegaría cuando los reyes recibieron allí a Cristóbal Colón a la vuelta del primer viaje que hizo a América.

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–Después de la desamortización de Mendizábal, en 1835, el monasterio fue quemado y saqueado –continúa Dimas Dimas su relato histórico–. El conde de Güell lo compró en subasta y su hija Francesca lo recibió en heren-cia y dejó escrito en el testamento que se convirtiera en un lugar de silencio y reposo. Ahora los propietarios son los herederos de Francesca Güell y es la sede de la Fundación Cataluña–América.

La relación del monasterio con América –ilustrada con una cara de Co-lón esculpida en uno de los capiteles del claustro– continúa vigente, como podemos ver. En el ámbito histórico, por cierto, apunta la tradición oral de Badalona, que Colón se alojó, a la vuelta de uno de los viajes a América, en una casa situada muy cerca del monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, el Mas Sunyol de Badalona. Esta casa pertenecía a Francesc Colom Bertran, que fue el vigésimo noveno presidente de la Generalidad y que es muy pro-bable que tuviera algún parentesco con el descubridor de América. Si eso fuera cierto, encaja perfectamente con la descripción de Antonio Herrera en su Historia General de los Hechos de los Castellanos en las Islas y Tierra Fir-me del Mar Océano, donde dice que Cristóbal Colón «se despidió de los reyes, y aquel día toda la Corte de Palacio lo acompañó a su casa». El camino de Sant Jeroni de la Murtra al Mas Sunyol era ciertamente muy corto, lo que explicaría que lo acompañaran hasta allí. De todas formas, hay que decir que aquella casa noble ya no existe, ya que fue destruida por la gran riada de 1962. En su lugar se alza hoy el almacén de muebles Ikea, un nuevo templo del consumismo.

Volviendo al presente, y al estado actual del monasterio, hay que decir que el pozo, la fuente y el espacio verde que hay en el centro del claustro ayu-dan a hacerse una idea de cómo de idílico debió de ser en sus momentos de esplendor. Cerca de la fuente, por cierto, todavía hay un gran mirto (murtra en catalán) que honra el nombre del monasterio.

–Dice la tradición que los monjes procuraban tener siempre uno en el centro del claustro, como símbolo del monasterio –concluye Dimas Dimas.

La iglesia de Sant Jeroni de la Murtra, que está pegada al claustro, se encuentra en un estado aún más decadente, ya que hace años que no tiene tejado. De todas formas, sorprende por sus dimensiones, ya que el empera-dor Carlos V hizo que la alargaran en una época en que la hospedería real compartía pared con la iglesia, lo que permitía a los reyes poder oír misa sin necesidad de desplazarse. Hoy, sin embargo, los antiguos aposentos reales están ocupados por la biblioteca.

–De esta iglesia –comenta Dimas Dimas– se llevó Felipe II el Santo Cristo que presidía la galera de la nave capitana en la batalla de Lepanto (1571), que dicen que apartó el cuerpo cuando una bala lo iba a destruir. Sin embargo, a la vuelta del combate, Felipe II lo llevó a la catedral de Barcelo-na, donde todavía se puede visitar.

Las glorias de Sant Jeroni de la Murtra parecen pertenecer todas a un pasado lejano. El paso del tiempo, la destrucción y la dejadez han hecho es-tragos en el que fue un edificio suntuoso, digno de reyes y emperadores. Si acaso, es en el refectorio, de estilo gótico, donde mejor se puede ver cómo era probablemente el antiguo esplendor, ya que está muy bien conservado. Se

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trata de una sala de 20 metros por 6, cubierta con tres bóvedas de crucería, con claves de bóveda policromadas por el monje Gabriel Andreu entre los años 1483 y 1486. La clave central representa a san Jerónimo y en otra se puede leer Rex Joannes me fecit, en referencia al rey Juan II de Aragón, uno de los protectores y constructores del monasterio.

A la salida de Sant Jeroni, la visión de la ciudad de Badalona extendida a nuestros pies, se nos presenta como un anacronismo que contrasta con la calma que reina entre los muros del monasterio, una paz avalada por mu-chos siglos de historia y por personajes de renombre.

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Parque de la Serralada Litoral: bosques y castillosjunto al mar

Pino piñonero, Pinus pinea

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Empezamos la exploración del Parque de la Serralada Litoral por su parte más umbría, por los bosques situados entre el Turó de Galzeran y los res-tos del castillo de Sant Miquel, frente a Montornès del Vallès. Salimos de la Conreria y nos acompaña Estanis, uno de los vigías que trabaja en el parque durante el verano. Es él, que conoce esta tierra palmo a palmo, quien hace que nos fijemos en los troncos arrugados de los alcornoques, en el silencio del bosque, en el canto de las fuentes y los arroyos y en los misteriosos dólmenes medio escondidos a la vista que se levantan como acurrucados en el interior del bosque.

Cuando, caminando entre las encinas, le comento a Estanis que estamos en un bosque muy bonito, muy atractivo, sonríe y observa que «ese es preci-samente su nombre: Bosc Bonic» (bosque bonito). Un nombre muy adecua-do, sin duda.

Nos detenemos alrededor del Turó de Castellruf, donde siglos atrás se asentó un poblado íbero y un castillo, documentado en el año 1060 (de nuevo el vértigo de la historia), del que tan solo quedan los vestigios de algunos mu-ros que proclaman que las glorias del pasado ya han quedado definitivamen-te atrás. Muy cerca hay un dolmen, el de Castellruf, rodeado de unos árboles que parecen inclinarse para protegerlo y cortejarlo. Estamos en un lugar misterioso, mágico, telúrico, de esos que te cautivan desde el primer momen-to sin saber muy bien por qué. Quizá todo se debe a la leyenda que recogió el sabio folclorista Joan Amades, que dice que la noche de Todos los Santos, en el lugar donde se erigió el castillo de Castellruf, se sientan a la mesa los fantasmas de los antiguos dueños de la fortaleza. Es entonces cuando damas y caballeros comen juntos en medio de un enigmático silencio, acompañados por el recuerdo de los hechos de un pasado lejano. «Ricos vestidos cubren la pelada osamenta de los comensales», remata Amades para acabar de dar una imagen tétrica de esta misteriosa cena.

La verdad es que reina un extraño silencio mientras paseamos por el bosque. No nos cruzamos con nadie, y tampoco tenemos ninguna visión del pasado. Mejor. Lo único que se oye es el feliz piar de los pájaros.

–Hoy hay mucha paz –comenta Estanis–. Normalmente se oye el bulli-cio de la autopista, pero hoy las nubes lo amortiguan.

Los troncos oscuros de las encinas y el color verde del rusco, del madro-ño y del brezo son la agradable compañía mientras paseamos por el bosque. Todo parece estar en su sitio, sin que nada rompa la armonía de la natura-leza.

–Trabajando de vigilante tienes muchas horas para estar solo y para pensar, sin perder nunca la concentración –explica Estanis–. Son diez horas al día a partir de junio, durante tres o cuatro meses. Lo que hago es llevar un cuaderno de campo donde anoto los animales que voy viendo.

–¿Ves muchos?–Un día vi incluso corzos. Reintrodujeron varias parejas hace unos

años... Y también he visto zorros, ardillas, jabalíes, pájaros, mariposas... Aquí no te aburres nunca.

–¿Y te gusta pasar tantas horas solo?–No está mal. Me gusta mucho la naturaleza y valoro la soledad. Además,

cuando estás solo tantas horas aprendes a detectar el más mínimo sonido.

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–De vez en cuando, cuando ves un fuego, el corazón se te debe de poner a mil.

–Sí, claro. Tienes que avisar enseguida y no puedes apartar la vista del humo. Pero antes, cuando era vigía en el Parque de la Serralada de Marina, veía más incendios. Aquí no hay tantos, y los pocos que hay se suelen contro-lar rápidamente. Si avisas enseguida es más fácil, claro.

Vemos de lejos la colina de Sant Miquel, con las ruinas del castillo en lo alto, a 413 metros, invadido por la vegetación. Es otro lugar extraño, mis-terioso, con una fortaleza que data del año 1109. Un poco más adelante nos detenemos en el dolmen de Can Gurri: está rodeado de brezos y también parece estar encogido, como el de Castellruf, cargado de magia y rodeado de silencio. Muy cerca el bosque parece abrirse para acoger la fuente de Can Gurri, que está al final de un camino escoltado por árboles de ribera, hele-chos, hiedra, zarzas, musgo y una planta trepadora y reseca que recuerdo que solíamos fumar a escondidas en verano cuando éramos niños. La verdad es que lo único que conseguíamos era toser como condenados, pero el recuer-do persiste. Lo llamábamos ribalta, un nombre que ahora no encuentro en el diccionario... En cualquier caso, la tierra que se deshacía en los caminos, las frecuentes excursiones a las fuentes y las fumadas de ribalta son los recuer-dos más vivos de las vacaciones de mi infancia en Sant Fost de Campsente-lles, no muy lejos de donde estamos.

El agua sale a chorro de la fuente de En Gurri, protegida por un muro de vegetación. En una inscripción antigua grabada en la piedra, fechada en 1794, se puede leer que antes se llamaba fuente del Ferro (hierro); el resto del texto, sin embargo, se ha borrado. Un rótulo más reciente lanza un aviso marcado por la prudencia: «Fuente de En Gurri. Dios te guarde de hacerte daño y de hacerlo».

Cerca de Can Gurri, casi sin transición, se alzan las primeras casas de una urbanización rodeada de bosque, y enseguida nos encontramos con el verde bien cuidado del club de golf de Vallromanes. Aquí la naturaleza se civiliza y evoca nombres como greens, hoyos, putts, handicaps y golpes bajo par. Estamos en un mundo absolutamente diferente, justo al lado del bosque y de la sierra, una naturaleza medida a palmos y domesticada.

El mirador de la CornisaVolvemos a entrar en el parque y atravesamos de nuevo el Bosc Bonic para ir hasta el mirador de la Cornisa, muy cerca de Teià. El camino se va des-poblando de árboles a medida que vamos avanzando, y cuando llegamos al camino que sube hacia Sant Mateu, volvemos a ver el mar a nuestros pies, la costa superpoblada y la autopista repleta de coches.

Desde el mirador, la vista es realmente espectacular, con un paisaje que se extiende por ambos lados. En el interior, hasta la montaña de Montserrat, con el circuito de Montmeló destacando más cerca y el macizo de Sant Llo-renç del Munt en un punto intermedio. Al sur, se intuye la gran Barcelona, e incluso más allá, las costas de Garraf. A nuestros pies, el valle de Teià, El Masnou y una sucesión de colinas que bajan hacia el mar escoltadas por arroyos que, cuando llueve, van cargados de un agua torrencial que llega a ganar una fuerza sorprendente.

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–¿Veis aquella torre de vigía de madera? –nos indica Estanis en direc-ción a levante, hacia el mar–. Es la colina de En Baldiri. Hace unos años el fuego llegó casi hasta arriba. Todavía se ve claramente el límite de las lla-mas. Está a unos 425 metros de altura. El punto más alto de esta parte está justo aquí arriba, en la colina de Sant Mateu, que llega a los 499 metros. Hay una ermita románica muy bonita.

Suben cuatro ciclistas resoplando por el camino. No tienen aliento ni para decir adiós. La subida es fuerte, el reto es grande, pero no parece que desfallezcan. Se pierden montaña arriba con un pedaleo lento pero seguro.

–Si siguiéramos subiendo, llegaríamos al dolmen de la Roca d’en Toni y a la ermita de Sant Bartolomeu –nos informa Estanis–. Pero ya es tarde y yo tengo que volver a casa.

Lo dejamos para otro día e iniciamos el retorno hacia la costa, hacia Vilassar de Mar. No tardan en recibirnos las primeras casas del pueblo y una riera transformada en calle por donde, creo, debe de bajar el agua con mucha fuerza los días de lluvia... Poco después desembocamos en la Nacional II. Las vías del tren siguen siendo una barrera que nos separa de la playa y del mar, con una serie de casetas pequeñas y bien arregladas que sobreviven como testigo de los veraneos de antes, cuando los pueblos de la costa estaban dominados por una calma proverbial que se ha ido perdiendo con los años.

Cuando nos vamos, con el sol ya muy bajo en el horizonte, sabemos que tendremos que volver otro día para recuperar la paz de la sierra, la calma de los parques.

Sant Bartolomeu de CabanyesLa llegada a Òrrius, viniendo de la autopista AP–7, es como un aviso que nos indica que nos volvemos a acercar al agradable ámbito de los parques. Hemos dejado atrás el castillo de la Roca, restaurado en exceso, y ahora tenemos bosques a ambos lados, con el pueblo medio camuflado al fondo del valle. Lástima que una cantera inmensa lo importune con el ruido de las má-quinas y los camiones que van arriba y abajo cargados de rocas y de polvo. Pero poco después dejamos la carretera a un lado y giramos hacia la izquier-da para tomar una pista que nos lleva hacia un mundo definitivamente más tranquilo. Volvemos a estar en el Parque de la Serralada Litoral, pero esta vez hemos entrado por el interior, por la puerta de El Vallès.

No pasan muchos metros antes de que nos detengamos en la ermita ro-mánica de Sant Bartomeu de Cabanyes. Es pequeña y da la espalda al ca-mino (está orientada hacia poniente, como todas, tratando de aprovechar el último rayo de sol), pero aún así se le adivina un encanto que nos invita a visitarla. Justo al lado, pared con pared, hay una casa de payés rodeada de mimosas, cipreses y flores. Se respira buen ambiente, tanto que nos permite adivinar que allí vive alguien que está en calma con el mundo. Dos perros mansos nos miran sin demasiado interés cuando nos acercamos. Ni se toman la molestia de ladrar para avisar al dueño.

Cuando nos asomamos por la puerta abierta de la ermita nos encontra-mos dentro a Montserrat, una mujer ya mayor (más tarde nos dirá que tiene 84 años), de cabellos blancos, mirada clara y sonrisa acogedora.

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–Justo ahora iba a encender una vela en la ermita. Lo hago todos los días –nos explica mientras se mira las manos ennegrecidas por el hollín–. Perdonad que tenga las manos sucias. La culpa es de la estufa, que no fun-ciona bien... ¿Venís a visitar la ermita?

Cuando le decimos que sí, nos invita a sentarnos en uno de los pocos bancos que hay en la ermita con una sonrisa. Tiene una voz hermosa y un talante reposado, que inspira confianza desde el primer momento, lejos del estrés que se lleva en la ciudad.

–Mi marido creció aquí –nos dice mientras contemplamos la piedra an-tigua de la ermita–. Tenía un año y medio cuando vinieron sus padres, en 1925. Él murió en 1995, pero conocía muy bien el parque. Se lo explicó todo a nuestro hijo, que también lo sabe todo. Lástima que ahora no esté. Vive en La Roca del Vallès. Yo vivo sola, pero estoy muy bien aquí, aunque aho-ra soy mayor y tengo que hacer milagros para que todo funcione... Nací en Òrrius, pero vine aquí porque estaba enamorada y porque me gusta la mon-taña. No soy la dueña. Le pago un arrendamiento a Can Cunill. Buena parte de lo que se ve y de lo que no se ve es suyo.

–¿Le gusta tener la ermita tan cerca?–Me hace mucha compañía... Piensen que la ermita tiene mil años. Es un

monumento de Cataluña. Pero es una pena que ahora que ya hace 84 años que mi marido vino a vivir aquí, aún no tengamos luz... Le escribí hasta al presidente Jordi Pujol para decírselo. Él vino y me regaló un libro con su biografía. Fue muy agradable, pero aún no tengo luz... Este es el único lugar de por aquí donde no hay luz. Dicen que la electricidad es la energía univer-sal... Si es verdad, ya me diréis dónde vivo yo.

–¿Y qué hace para ver por la noche?–Tengo un pequeño generador, pero sólo aguanta un par de horas... Ten-

drían que ponerme luz, sí... Puedo ver la tele un ratito, pero poco. Escucho las noticias de la radio al mediodía y un rato por la mañana, y las noticias por la noche...

–¿Y cómo pasa las horas a lo largo del día?–Limpiando, lavando... No me aburro nunca. He hecho de todo. A veces

la vida te da unos palos muy duros, pero siempre tenemos que seguir adelan-te. Yo soy muy activa. Si me duermo, mal.

–¿Va mucho al pueblo?–No mucho, la verdad. Antes iba al médico, a por los niños, pero ahora no

tanto. Es que yo no soy ni de médicos ni de medicinas... Soy de tomar hierbas: tomillo, manzanilla... También tengo menta y hierbaluisa por aquí. Yo vivo con la naturaleza. Las hierbas nunca te hacen daño ni te sientan mal.

–Me da la impresión de que el invierno debe de ser muy frío, aquí.–Ya lo creo que lo es. Ahora por suerte tengo la estufa. Por cierto, está

atascada y tiene que venir mi hijo a arreglarla.–¿No le pesa demasiado la soledad?–No, no me siento demasiado sola –dibuja una sonrisa radiante–. Mien-

tras Dios me eche una mano, viviré aquí... Y es que ahora no es como antes, que todo el mundo iba a pie. Ahora hay muchos coches y los sábados y los domingos el parque se llena. Viene gente a buscar espárragos, a escalar, a

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hacer excursiones... Hoy la juventud lo primero que hace es coger las cuerdas e ir a escalar. Las ciudades están demasiado llenas, les agobian.

–¿Aún trabaja la tierra?–Ahora no, que ya soy mayor. Mi marido sí que trabajaba los campos,

e iba al bosque a recoger piñas y a cazar. Comenzó a trabajar cuando tenía siete años. Tenemos dos o tres bancales más abajo, pero lo he tenido que de-jar estar. Tiempo atrás adaptamos un terreno aquí al lado en el que hicimos 22 fogones y mesas rústicas, como un merendero. Pero ya hace años que no funciona...

–La gente ya no cuida tanto el bosque como antes.–Y que lo diga... Y es una pena porque el bosque es nuestra vida, nuestra

respiración, nuestro oxígeno... Y la gente no tiene cuidado. Se creen que es una porquería y se equivocan. Si no lo conservamos entre todos nos mori-remos. Si mi marido volviera a nacer y viera cómo está el bosque ahora, se moriría del disgusto.

–¿Y no le da miedo que vengan ladrones, aquí, tan sola?–No, no me dan miedo... –ríe–. Hoy en día, todo es moderno y los ladro-

nes van a los lugares donde la gente mueve mucho dinero, como en la Ram-bla de Barcelona. Pero –de repente cambia el tono de voz–, ¿qué es eso de querer tanto? ¿Dónde iremos a parar? Estoy horrorizada y enfadada por la cantidad de gente que roba y por la mala educación que hay. Si yo mandara, a los que gobiernan les daría un sueldo, nunca un dineral. Un sueldo normal y que se las apañaran... Antes la gente era más noble y más buena.

Me fijo en la pequeña estatua de san Bartolomé que hay en una hornaci-na. Montserrat se da cuenta.

–Es el patrón de los carniceros y por eso lleva un cuchillo. El día de san Bartolomé hay un dicho: «San Bartolomé suelta al demonio».

Cuando le pregunto si todavía se hacen fiestas en la ermita, niega con la cabeza.

–Antes, por san Bartolomé, el 24 de agosto, se hacía misa aquí, pero aho-ra el cura tiene dificultades para venir más a menudo... Pero es que antes venía mucha más gente a la ermita. Ahora no. Antes había más ilusión...

–¿Hay alguna romería?–Yo no las he visto nunca. Debía de ser antes de 1966, que es cuando

yo llegué aquí. Por lo que dicen, un día al año venía mucha gente, iban a la fuente y pasaban el día aquí. Pero es que antes no se hacían tantas fiestas. Se trabajaba incluso los sábados y domingos. El campo es muy esclavo.

Una roca como un elefanteLa conversación se interrumpe cuando asoma por la puerta de la ermita un chico con una mochila a la espalda. Montserrat le saluda y nos presenta. Él es Joan Carles, un joven de La Roca del Vallès que viene a menudo de ex-cursión al Parque de la Serralada Litoral, a respirar aire limpio. Habla del parque con entusiasmo como de un lugar lleno de rincones interesantes y nos recomienda algunas excursiones que vale la pena hacer.

Cuando Joan Carles se queja del peso de la mochila, Montserrat sonríe y suelta una sabia sentencia: «El pequeño haz, por el camino crece».

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–Ahora vengo del Turó de Céllecs –nos cuenta Joan Carles–, donde hay un poblado íbero y una vista muy bonita. También hay gente que va a hacer escalada. Vale la pena subir. También es muy bonita la parte de la Cabana del Moro, por el lado de La Roca. Es una roca como esculpida en medio de la montaña. Y cerca hay una roca agujereada donde hace tiempo debió de vivir gente...

Se ofrece a acompañarnos hasta un lugar cercano, bajando hacia La Roca, donde dice que hay una roca en la que alguien se entretuvo años atrás esculpiendo un elefante.

Aceptamos la invitación y, cuando nos levantamos para irnos, Montse-rrat nos comenta que hace tiempo tenían una veintena de cabras, gallinas, pollos y conejos, pero que cuando su hijo se fue a la mili, su marido decidió vender las cabras. Luego se fija en cómo han llegado a crecer las mimosas que plantó a ambos lados de la casa y mira cariñosamente el ciprés que plan-tó su hijo.

–Mi marido me decía: «¡No lo verás nunca grande!» –recuerda–, porque las cabras se lo comían, pero yo soy terca y lo fui protegiendo, y mira ahora qué bonito está.

Es su pequeño mundo, un universo propio que ha ido construyendo alre-dedor de la casa y de la ermita de Sant Bartolomeu.

–No se olvide de ir a la fuente –grita cuando ya estamos en el camino–. Mana día y noche y es un agua muy buena.

–¿Por dónde es mejor ir?–Cuando mi marido estaba vivo, íbamos todo recto, pero ahora nadie

limpia las zarzas... Hoy va mucha gente a llenar garrafas de agua. Y es que hay muchos parados. La vida está difícil. Si tienen el agua gratis, para ellos ya es un ahorro...

–Por lo que veo, la fuente le trae buenos recuerdos.–¡Y tanto! Siempre ha estado aquí cerca. Y el agua está muy fresca...

Recuerdo que hace años unos chicos acamparon allí y desmontaron la pie-dra que hay encima y quitaron el cañón. Mi marido se enfadó mucho cuando lo vio. Les dijo que iba a casa a buscar la escopeta y que cuando volviera ya deberían haberse ido, porque si no se pondría muy nervioso... Lo vieron tan enfadado que cuando volvió ya habían desmontado las tiendas y ya se estaban marchando.

Bajamos con Joan Carles en dirección a La Roca y, cuando llegamos a un prado verde, giramos a mano izquierda y vamos hacia un bosquecillo donde hay desperdigadas rocas muy grandes, redondeadas. Joan Carles nos muestra la que tiene un elefante esculpido. Con mucha habilidad, alguien se entretuvo hace años aprovechando la forma redondeada para hacerle trom-pa y orejas. En la roca de al lado leemos: «Fecit I. Fossas y A. Gómez». Dos nombres, pero ninguna fecha. ¿Cuánto hará que está esto aquí? ¿Por qué lo hicieron?

–Es un misterio –comenta Joan Carles–. Hay gente que cree que este lugar está cargado de energía. Incluso vinieron los del programa Cuarto Mi-lenio a filmarlo. Aquí cerca se abre un claro en el bosque, donde hay un estan-que con unas escaleras alrededor. Es un lugar extraño... No sé quién me dijo

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que cuando estaba lleno de matorrales se hacían misas negras... Pero ahora está limpio y arreglado.

Cerca de la roca del elefante hay más rocas con formas curiosas, algunas están puestas en círculo, y también hay algunas más esculpidas. Según nos dirán después, fueron dos picapedreros de La Roca los que se dedicaron en los años cincuenta a dar formas extrañas a unas cuantas rocas de la zona, pero no nos sorprende que a alguien se le ocurriera pensar que era un lugar adecuado para las brujas, famosas, por otra parte, en esta comarca.

Nos despedimos de Joan Carles y nos acercamos hasta el estanque, que está lleno de agua hasta arriba. Hay una plazoleta circular al lado, unos cuantos escalones y unos árboles altos que la rodean. No se puede negar que es un lugar misterioso. Pero no hay nadie: ni brujas, ni esotéricos, ni pasean-tes solitarios. Solo paz y silencio.

Volvemos atrás y subimos hacia la fuente de Sant Bartolomeu, que está entre la carretera y la ermita, rodeada de grandes árboles. Tenía razón Montserrat: no deja de manar y el agua sale muy fresca. Nos quedamos un rato a descansar. Se está bien en medio de la naturaleza, tan bien que parece que el pueblo más cercano tenga que estar a cientos de kilómetros de distan-cia. Y no, Òrrius está aquí mismo.

Dólmenes y misteriosAvanzamos parque adentro, hasta Céllecs, una colina llena de antenas y de rocas verticales que tientan a los jóvenes a la escalada. Hay diferentes secto-res para escalar y muchas vías abiertas, algunas con nombres muy curiosos, como Yayo, Hijo de papá, Si lo sé no vengo, Erección matutina, Menstrua-ción frustrada, Whisky el Pato, el más barato, Búscate la vía, Delírium tré-mens... Antes, en los años ochenta, eran los grupos de rock los que recibían nombres estrambóticos; ahora, por lo visto, son las vías de escalada. En cualquier caso, todo parece venir del mismo mundo.

Nos tienta subir hasta la cima para visitar el poblado íbero, pero se nos ha hecho tarde y tenemos que avanzar. Subimos por el collado de Porc, en-tre bosques de encinas y pinos, hasta llegar a la Roca d’en Toni, un dolmen situado en el término municipal de Vilassar de Dalt que sobrevive en una plazoleta rodeada de ladrillos que el Ayuntamiento le hizo a medida, como si viviera perpetuamente en un escaparate. Cerca, entre un bosquecillo de encinas, hay unas tumbas medievales. Durante muchos años estuvieron se-pultadas por unas tierras de cultivo y no las descubrieron hasta 1974.

Un letrero del parque informa de que la primera excavación de este si-tio la hizo el Centro Excursionista de Cataluña a principios del siglo xx. La segunda, el eminente profesor Pere Bosch i Gimpera. La tercera, en 1982, el Servicio de Arqueología de la Generalidad. Como se puede ver, diferentes generaciones de arqueólogos se han ido sucediendo para tratar de descubrir todos los secretos de este misterioso lugar.

El dolmen de la Roca d’en Toni es el elemento emblemático de la zona de Can Boquet; según los arqueólogos indica que las montañas litorales ya estaban habitadas unos 3.500 años antes de Cristo por un pueblo megalítico que ha dejado unas cuantas muestras de dólmenes en la cordillera. El pri-

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mero en documentarlo, en 1904, fue el historiador Francesc Carreras Candi, que escribió: «Se conoce en la zona como la Roca d’en Toni, y está tan com-pleto, está situado en un lugar tan visible y llama la atención de los campe-sinos de aquellas tierras de tal manera, que parece imposible que todavía no se conozca».

Tras una profunda reflexión metafísica ante el dolmen –¿quiénes so-mos?, ¿de dónde venimos?, y sobre todo, ¿dónde vamos ahora?– decidimos volver atrás hasta que vemos, en el fondo de un valle que desemboca en el mar, una serie de urbanizaciones con el castillo de Burriac al fondo, enca-ramado en lo alto de una colina de forma cónica, con un aspecto poderoso, dominante. Más allá, el azul del mar, un poco sombrío y descolorido.

Bajamos hacia Cabrils, un pueblo situado a media pendiente de la mon-taña, como suele pasar aquí en el Maresme, con un pequeño río como com-pañía. Cuando lo vemos desde arriba me viene a la cabeza la forma en que Josep Pla describe estos pueblos del interior del Maresme: «Mirando desde el mar son invisibles. Desde estos minúsculos pueblecitos rurales –que son una delicia, recogidos, dormidos en el zumbar de las abejas, en los perfumes de las hierbas secas, en una paz extasiada– se ve una falda de tierra elegantísi-ma que baja lentamente hacia la costa y el mar en la lejanía».

Se trata de paraísos ignorados años atrás, construidos con discreción tierra adentro para escapar de las frecuentes incursiones piratas. Estos úl-timos años, sin embargo, la proximidad de la costa los ha llenado de urbani-zaciones que trepan por la ladera del mar de la sierra y que se anuncian con grandes letreros que pregonan que tienen «Vistas al mar».

En la parte de arriba del pueblo nos llama la atención una especie de cas-tillo que sobrevive en estado de abandono. Tiene todo lo necesario para evo-car el mundo medieval: torres, almenas, matacanes, escudos heráldicos... e incluso una capilla, pero no es más que la antigua masía de Can Jaumar, retocada en 1923 por Jaume Bofarull para darle un aire de castillo. El sueño de un visionario que parece, sin embargo, que hace tiempo que se ha hundi-do, como demuestra un jardín lleno de árboles espectaculares invadido por la maleza y el abandono.

Atravesamos Cabrils con el Montcabrer al lado (entre Cabrils, Cabrera de Mar y el turó de Montcabrer se nota que estamos en un antiguo dominio de las cabras) y dejamos atrás la autopista hasta llegar a Vilassar de Mar. De nuevo los semáforos, los coches, las colas, el barullo... Nos armamos de paciencia y avanzamos entre los bloques de apartamentos hasta llegar a la Nacional II. Al cabo de unos pocos kilómetros, volvemos a girar hacia el in-terior, hacia Cabrera de Mar. Atravesamos el pueblo –también en pendiente– y lo dejamos atrás para ir a buscar, en medio de las urbanizaciones, el inicio de la subida al castillo de Burriac, una silueta que domina el paisaje y que se ve desde puntos muy diversos del Maresme.

El castillo de BurriacAparcamos el coche en una explanada cercana a una urbanización y comen-zamos la lenta ascensión hacia el castillo, por caminos de tierra que discu-rren entre pinos, encinas, arbustos de madroño, brezo y retama. Caminamos

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con la mirada baja, atentos a todos los detalles del camino, sorprendidos por la gran cantidad de nidos de hormiga que hay. Son hormigas de cabeza grande, de las que abundan en verano; se las ve encantadas acarreando los granos bien definidos del sablón arriba y abajo, amontonándolo a la entrada del nido para construirse un paisaje a medida. Trabajo de hormigas.

El ascenso dura tan solo una media hora, pero con el sol calentándonos el cogote parece que sea más largo. La visión del castillo, encumbrado en lo alto de las rocas, dominando el territorio, nos atrae en todo momento como un poderoso imán. En poco tiempo hemos pasado de la costa a la montaña, de las urbanizaciones al bosque. El aire parece ahora más limpio.

Cuando llegamos al collado, nos detenemos delante de un monolito de 1980 que celebra los quinientos años de las municipalidades de la baronía del Maresme y en concreto de un documento firmado en Toledo el 31 de julio de 1480 por Fernando el Católico que desligaba jurídicamente el feudalismo de los castillos de Burriac, Vilassar de Dalt y Mataró, los tres en manos del señor Pere Joan Ferrer, que pasaban a depender del poder real.

Se vuelve a hacer evidente que estamos en una tierra cargada de histo-ria, cargada de referentes. Pocos metros después subimos por la pista cons-truida en 1993 para facilitar el acceso de la maquinaria necesaria para res-taurar el castillo. La pendiente es cada vez más pronunciada, y el camino rocoso, pero el esfuerzo se ve compensado por unas vistas de águila, con el Maresme y el mar a un lado, y el pueblo de Argentona y una serie de monta-ñas, con el Montseny presidiendo al fondo, al otro. La inmensidad nos rodea, lo que me hace pensar en las palabras del poeta italiano Giuseppe Ungaretti: «M’illumino d’immenso». Es exactamente eso.

Una vez salvados los últimos peldaños –apenas unos cincuenta–, en-tramos en el recinto del castillo, dominado por una gran torre fortificada. Desde aquí la vista es aún más impresionante. Estamos rodeados de colinas tapizadas por bosques, con urbanizaciones llenas de piscinas particulares que parecen asediarlas y con los pueblos acurrucados abajo del todo. Sopla el viento y se oye, amortiguado, el rumor de la autopista llena de coches que, desde arriba, parecen pequeños como las hormigas que nos hemos encontra-do por el camino. Las montañas, el puerto de Mataró y los diferentes pueblos nos secuestran la mirada durante un buen rato.

La historia del castillo de Burriac, llamado de Sant Vicenç hasta 1313, es de esas que clavan sus raíces en tiempos muy lejanos. Antes de la cons-trucción del castillo, de hecho, hubo en la colina de Burriac, situado a 401 metros de altura, un poblado íbero, que según los arqueólogos data del siglo vi a. C. De aquella época aún se conservan algunos lienzos de murallas y restos de viviendas y de silos.

Durante la dominación romana parece que se estableció en la cima del cerro una torre de vigía que permitía a la pequeña guarnición que vivía allí controlar la costa, la cordillera Litoral, la riera de Argentona y la Via Sèr-gia, que era el camino que comunicaba la costa con el interior. No obstante, es en el 1017 cuando por primera vez se tiene constancia escrita del castillo, cuando la condesa Ermessenda deja escrito que entrega a su hijo, Berenguer Ramon I, el castillo de Sant Vicenç.

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La fortaleza se iría construyendo alrededor de la torre de vigía y sería durante unos años propiedad de los condes de Barcelona. Posteriormente, pasaría a manos de los señores de Sant Vicenç. Precisamente en el testa-mento de Guillem de Sant Vicenç, redactado en el año 1228, encontramos el siguiente párrafo: «Que todo el mundo sepa que yo, Guillem de Sant Vicenç, dono y te concedo, Berenguer de Sant Vicenç, hijo mío, en tiempos de tu ca-samiento, el castillo de Sant Vicenç, con sus términos y tenencias cultivadas y yermas y pertenencias, que tengo por Guillem de Montcada. Y todos los alodios y feudos que en el término de este castillo tengo en la montaña y en el llano, en todas partes; y el castillo de Vilassar, con sus términos y tenencias cultivadas y yermas que tengo en alodio; y todos y los singulares honores y posesiones que tengo por todas partes, tanto alodios como feudos».

Cuando en 1348 Berenguer de Sant Vicenç murió a causa de la peste negra, se procedió a la subasta de sus castillos, que compró Pere Desbosc el viejo, que era escribano del rey en el año 1352. Al final de la guerra contra el rey Juan II, que se prolongó entre los años 1462 y 1472, Pere Joan Ferrer, militar casado con una hija de Desbosc, reformó y amplió el castillo, incre-mentando considerablemente sus dimensiones. Sin embargo, en el siglo xviii llegó la decadencia definitiva y el castillo fue abandonado, aunque la activi-dad en la capilla no cesó hasta que llegó la desamortización, en 1836. El es-píritu de la época ya no consideraba necesaria una fortaleza tan alejada del pueblo como la del castillo de Burriac, convertido hoy en punto de referencia en la comarca y en un centro de atracción para excursionistas.

Brujas y leyendasUn paseo por las ruinas del castillo nos permite identificar hoy la torre del homenaje, que es su elemento más característico, y los restos del recinto so-berano, de las habitaciones de la tropa, de la capilla, de las cisternas, del almacén y de los silos. Estamos en un rincón cargado de historia, sobre unas piedras que nos hablan de un pasado lejano.

Un castillo como el de Burriac debe ir asociado por fuerza a diversas leyendas. Una de esas leyendas apunta que en él vivía una «mala mujer» que era la que embriagaba a los soldados asaltantes con brebajes de amor y los forzaba a abandonar el asedio. Otra indica que, en tiempos de los condes de Barcelona, unos piratas sarracenos intentaron asaltar el castillo para llevar-se una silla de oro que había en su interior. No obstante, el señor del castillo logró despistarlos con una estratagema que consistía en herrar los caballos al revés, de modo que los asaltantes pensaron que los soldados habían aban-donado la fortaleza cuando en realidad habían entrado en ella.

Otra leyenda muy popular asociada al castillo es la de las brujas de Burriac. Dicen que hace muchos años había unas cuantas brujas que te-nían atemorizada a la comarca; un día, un chico del pueblo se atrevió a subir al castillo y se escondió entre unos matorrales para ver qué pasaba. Cuando se puso el sol llegaron unas brujas que se pusieron a volar alre-dedor del castillo. Al oscurecer del todo, las brujas se reunieron en torno al fuego de una gran olla, donde lanzaron cabezas de serpiente, colas de rata, patas de sapo, ojos de lagartija, piernas de niños y otras exquisite-

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ces. Después de estar bailando un buen rato, se metieron en la olla y to-das a la vez gritaron «¡Altafulla!». Dicho esto, se convirtieron en cuervos y salieron volando a hacer fechorías.

Superado el miedo, el chico salió de su escondite y se quiso bañar tam-bién en la olla para transformarse en cuervo, pero en vez de decir «Altafulla», se equivocó y dijo «Baixafulla», y se convirtió en un burro. Cuando las brujas volvieron y lo encontraron, lo ataron y le hicieron todo tipo de maldades. Afortunadamente, cuando salió el sol las brujas huyeron y el joven pudo re-cuperar su forma natural.

Las fuentes de ArgentonaAl bajar del castillo, tras recuperar el coche, vamos a comer a Can Rodon, una masía del siglo xviii del pueblo de Cabrera de Mar reconvertida en res-taurante. Una vez recuperadas las fuerzas, después de estudiar el mapa, de-cidimos terminar la visita al Parque de la Serralada Litoral con una excur-sión a la Font Picant del vecino pueblo de Argentona.

Aunque el núcleo habitado de Argentona queda fuera de los límites es-trictos del parque, hay que tener en cuenta que estamos en una población importante que vivió una época de esplendor a partir de finales del xix, cuando, gracias al aire fresco y a los bosques y las fuentes que la rodean, se convirtió en escenario privilegiado de las largas temporadas de verano de la burguesía catalana. Quedan como testimonio una buena colección de casas señoriales, sobre todo en el paseo del Baró de Viver, urbanizado a fi-nales del siglo xix. Algunas son en realidad bastante espectaculares, como el casal modernista de Can Baladia, que fue propiedad del industrial textil de Mataró Francesc Minguell, pasó luego a manos de la familia Baladia y hoy, siguiendo la tendencia de la época, se ha reconvertido en un restaurante donde se hacen grandes celebraciones.

El paseo del Baró de Viver desemboca en la famosa Font Picant, con un entorno urbanizado con plátanos de sombra, otras fuentes (la del Ferro, la del Esquirol, la de Les Sureres, etc.) y grandes explanadas que parecen estar concebidas para hacer comidas campestres, una actividad que defini-tivamente ha pasado a mejor vida en estos tiempos que vivimos, marcados mayoritariamente por las prisas, la lejanía de la naturaleza y la adicción a la televisión.

Sin embargo, la historia nos dice que hubo un tiempo en que la Font Picant fue un importante punto de encuentro de los veraneantes de la época, que valoraban tanto las propiedades curativas del agua como su entorno natural. Escribe Josep Maria Espinàs: «Argentona es una villa de aguas y de fuentes. Mis primeros recuerdos giran en torno a un vaso de agua y una bolsa de anises en la Font Picant. La inmensa mayoría de veraneantes de Argentona no habían elegido el lugar –cuando yo era pe-queño, al menos– para hacer una sistemática «cura de aguas»; los señores, una vez habían hecho el viaje en tren hasta Mataró, y el viaje de Mataró a Argentona en tranvía, lo que deseaban era leer el periódico en un lugar discreto del jardín, sin ser vistos por los vecinos, y arriesgarse así a qui-tarse la americana».

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Eran, evidentemente, otros tiempos, otra manera de veranear. Pero la fama de las aguas es la que puso a Argentona en el mapa, donde se llegó a construir, a mediados del siglo xix, un gran balneario de sesenta habita-ciones que acabaría cerrando sus puertas en 1898. Tras una larga etapa de abandono, en 2002 el Ayuntamiento de Argentona compró la Font Picant y ha restaurado su entorno, con lo que vuelve a ser un lugar ideal para el paseo. Para los más valientes, la subida al castillo de Burriac es toda una tentación que permite trepar hacia unas alturas que tienen como premio la contemplación de buena parte del Parque de la Serralada Litoral.

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Parque del Montnegre i el Corredor: ermitas, casas solariegas y alcornoques

Encina, Quercus ilex L.

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Salimos desde Llinars del Vallès con la intención de recorrer el Parque del Montnegre i el Corredor. Según el plan que nos hemos trazado, empezare-mos por el extremo occidental del parque, por el Castellvell de Llinars y, después de hacer toda la cresta del Corredor, bajaremos al pueblo de Vallgor-guina, que se convertirá en el final del trayecto. Otro día haremos la parte del Montnegre que, junto con el Corredor, forma las 15.010 hectáreas de este parque grande y montañoso que es mejor subir sin prisa.

La primera parada después de tomar la carretera que sale del collado de Can Bordoi, la hacemos, tal como estaba previsto, en el Castellvell (cas-tillo viejo) o castillo del Far (del faro), unas ruinas situadas a 400 metros de altura e invadidas, cuando las visitamos, por un grupo de niños y niñas de una casa de colonias que hay justo al lado. La vista, con el pueblo de Llinars del Vallès, la autopista y el puente del AVE a los pies, y con los 1.706 m de altura del Montseny al fondo, es realmente impresionante, pero hay que de-cir que del castillo no queda casi nada. De todos modos, el foso excavado en la roca, los restos de los muros y de la torre, y una misteriosa sala cerrada con una reja, sin ventanas, permiten suponer que debía de ser una fortaleza importante. Dicen los libros de historia que el castillo ya se menciona en do-cumentos en el año 1023 y que fue construido en la Edad Media sobre lo que había sido un poblado ibérico y aprovechando una antigua atalaya romana. El palimpsesto de la historia, la superposición de culturas y siglos, asoma una vez más, como ocurría en Olèrdola y en el castillo de Burriac.

La excavación del Castellvell se llevó a cabo entre los años 1970 y 1974 y allí se encontraron piezas de cerámica de los siglos xiii–xv y unas misterio-sas máscaras rituales que se pueden ver en el museo instalado en el Casal de Can Bordoi, muy cerca, al otro lado de la carretera. Lo que más nos llama la atención de la historia del castillo es que probablemente acogió a una comu-nidad cátara que había cruzado los Pirineos huyendo de las persecuciones del sur de Francia. Estamos, en todo caso, en el terreno siempre resbaladizo de las hipótesis, aunque, si vamos al de las certezas, sabemos que la fortale-za fue destruida por un terremoto en 1448. El resto, como suele decirse, es silencio, un silencio rodeado de pinos, encinas y madroños que tiñen de color verde la cresta del Corredor.

El santuario del CorredorLa iglesia de Sant Andreu del Far, que aparece después de un bosque de encinas y pinos, es la siguiente parada del recorrido. Recibió el nombre de Bonaconjunta en el año 1164, pero el edificio actual, con un campanario al-menado, data del siglo xvii. Hay un restaurante al lado, pero hoy todo pare-ce moverse al ralentí, sin gente a la vista.

Vamos siguiendo la carretera hasta desembocar en Can Bosc, una masía antigua y enorme, rodeada de bancales, que da una idea de cómo era la vida antes en el macizo del Corredor. Actualmente existe el proyecto de conver-tirla en un gran equipamiento del parque. Unos kilómetros más adelante se abre un área de recreo que se suele llenar los fines de semana y, poco después, en el punto más alto de la sierra, encontramos el santuario del Corredor, la auténtica referencia de estas tierras, con una vista excepcional.

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Al llegar al santuario, situado a 633 metros de altura, sorprende el pa-réntesis que se permite el bosque, que aquí retrocede para dejar paso a los prados verdes que rodean este complejo arquitectónico presidido por una iglesia que data de 1544. Esta fue reconstruida posteriormente en un estilo gótico tardío, con un campanario con almenas y gárgolas, que se erige como un faro visible desde la lejanía.

Fue un payés, Salvi Arenes, de la parroquia de Sant Andreu del Far, quien en 1524 construyó una primera ermita, aunque muy pequeña, en la cima del Corredor, dedicada a Santa María. Sin embargo, en 1540 los cam-pesinos de Ca l’Arenas y Can Bosc la derribaron y decidieron hacer una más grande. Pero el espíritu de superación no se quedó ahí. En 1576, cuando la ermita todavía estaba inacabada, el padre Lleonard Claus decidió hacerla aún más grande. Unos años después, en 1583, le añadió la casa del ermitaño y una hospedería para los peregrinos, que es básicamente lo que podemos ver hoy día.

La planta del santuario es de cruz latina, con dos pequeñas capillas late-rales en el crucero. En un pequeño camarín se haya una imagen de la Virgen del Socorro, de unos cincuenta centímetros de altura, que es una reproduc-ción de la que se colocó allí en 1815 en sustitución de la estatua original que, al parecer, había esculpido el propio Salvi Arenes. En 1920 la imagen fue llevada a Llinars del Vallès, de donde por desgracia desapareció durante la Guerra Civil.

Al fondo de la iglesia, como muestra de la adaptación a los tiempos mo-dernos, una máquina automática expende velas para encenderlas en honor a la Virgen, a un euro la mediana y a dos la grande.

En medio del patio, una columna despierta todas las incógnitas. ¿Es de origen romano? ¿Fueron los templarios? La verdad es que hay teorías de todo tipo al respecto, pero ninguna certeza. Lo más probable, como suele ocurrir, es que antes de la ermita ya hubiera en el mismo lugar algún otro tipo de construcción.

En el Centro de Información del Parque, situado en el recinto del san-tuario, uno de los empleados, Lluc, nos muestra sobre el mapa la distancia que aún nos falta para llegar al dolmen de la Pedra Gentil, el más famoso de la sierra del Corredor.

–En general, lo que interesa más a la gente que viene aquí a preguntar son los dólmenes –nos indica–, y el de la Pedra Gentil es la estrella. Otros se conforman con quedarse a comer en el hostal o hacer un picnic aquí cerca. Antes o después van a dar un paseo a pie por el bosque.

–¿Y qué clase de gente viene?–De todas las edades... Pero lo que más hay es mucho turismo familiar,

de padres e hijos pequeños. Vienen sobre todo el fin de semana, claro.–Hoy no se ve muy lleno.–No, este domingo la gente no se ha animado. Quizá porque ha llovizna-

do a primera hora. Pero si vienes el lunes de Pascua, que es cuando se hace la romería, esto está lleno a rebosar.

Nos comenta Lluc que él vive en la casa Arenes, una casa de campo muy cercana al santuario donde muy probablemente vivió Salvi Arenes, el hom-bre que construyó la primera ermita del Corredor.

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–Mi familia solo hace veinte años que reside allí como inquilina –aclara ante la hipótesis de un posible parentesco–. La casa es antigua, me parece que del siglo xvi, pero ahora se ha reconvertido en una escuela de naturaleza.

Es cierto que no hay mucha gente por los alrededores del santuario, pero el hostal está lleno. No falta mucho para que sean las dos y por lo visto a la gente se le ha abierto el apetito. Hay grupos sentados a la mesa y, según nos dicen, hay dos turnos más reservados. Si quisiéramos comer aquí tendría-mos que esperar hasta pasadas las cuatro de la tarde.

Lo dejamos estar y seguimos adelante, en dirección a Vallgorguina.

AlcornoquesEs evidente que cuando llega el fin de semana, los parques se llenan de una multitud con ganas de fiesta y con ganas de comer bien. Tanto, que no es fácil, sin reserva previa, encontrar mesa en los restaurantes del parque. Pa-samos de largo la masía del Trull e intentamos comer en Can Pradell de la Serra, una masía grande, señorial, del siglo xix, con unos cuantos caballos que pacen cerca, pero nos dicen que también está lleno.

Continuamos bajando hacia Vallgorguina, entre bosques llenos de alcor-noques que son una prueba de la gran riqueza que la industria del corcho trajo a estas comarcas a partir de mediados del siglo xix. Ahora resulta evi-dente que el negocio ya no es lo que era, pero los alcornoques se siguen pelan-do con hachas corcheras y burja, una vara larga, generalmente de madera de madroño, que servía para hacer palanca y así, extraer el corcho de la encina.

Según explican los entendidos, cuando la encina ha cumplido cuarenta años ya se le puede extraer la primera pela –llamada bornizo–, lo cual se irá formando cada doce o catorce años, cuando haya vuelto a crecer. Según los historiadores, a finales del xix se exportaban a través de los puertos cata-lanes más de 1.500 millones de tapones de corcho, buena parte de los cuales salían del Corredor y de Les Gavarres. Al principio, el corcho de estas mon-tañas iba a las fábricas del Empordà, con Sant Feliu de Guíxols, Palamós y Palafrugell como destinos más importantes, pero con el tiempo se instalaron también fábricas de corcho en Sant Celoni, como las de Can Torras (1905) y Cal Menut (1907). En 1912 se creó en Sant Celoni, como consecuencia de esta fiebre, una sociedad obrera que llevaba el nombre de Unión Obrera Corchera.

Según una vieja tradición que corre por estas tierras, los escarabajos que horadan el corcho se reúnen cada siete años en las montañas del Montnegre i el Corredor, donde se establece una lucha entre el grupo de Les Gavarres y el de La Selva, hasta que sale un ganador. Si este es de Les Gavarres, en los siguientes siete años los escarabajos carcomerán los alcornoques de La Selva. Si es de La Selva, al revés. Un cuento infantil que se reparte a los alumnos que participan en el programa Vive el parque, La Xara i el Pau i la guerra dels banyarriquers, (Xara y Pau y la guerra de los algavaros) lo explica acertadamente.

El dolmen de la Pedra GentilCuando llegamos al dolmen de Pedra Gentil, encontramos varios coches aparcados cerca, bajo los árboles, con unos padres que gritan y unos niños que protestan. Deben de tener hambre: es hora de comer, si es que no lo han

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hecho ya. Les dejamos atrás y subimos por una tierra erosionada que ha sido teñida por la lluvia del color de la yema, entre pinos de corteza gruesa y raíces que sobresalen y parecen alargarse como dedos, como si quisieran hacernos tropezar.

El dolmen de Pedra Gentil, el más famoso del país, es conocido por sus formas elegantes –es más alto que el resto–, pero también porque se dice que las brujas del Maresme, que iban a caballo de escobas voladoras, lo usaban, los viernes, como punto de encuentro. Josep Maria Pellicer, autor de Estu-dios histórico–arqueológicos sobre Iluro, lo explicaba así a finales del siglo xix: «Cuando las brujas determinan promover tempestad –nos decía un anciano de aquel pueblo– se dan cita en la Pedra Gentil, de un brinco saltan encima y, en contacto con la misteriosa piedra, pierden ipso facto la gravedad y, li-geras cual vaporosa sustancia, se elevan a la región atmosférica. Acuden a ellas los cirros con sus agujas de hielo que, agitadas por el viento, se cargan de fluidos. Se desata repentinamente el rayo y empieza la tormenta que las hechiceras presiden con tranquilidad olímpica, vagando a merced del hura-cán de nube en nube, cruzando los brazos, pero animando con su presencia el espíritu de la tempestad, hasta que son ahuyentadas por los sahumerios y ensalmos con que procura conjurarlas el labriego. Así explicaba el anciano, más poeta que físico, la formación de las tempestades en esta comarca».

Lo que está claro es que Pedra Gentil, que hasta finales del xix se co-noció como Pedra Gelada (piedra helada), es una construcción megalítica importante, relacionada de alguna manera con el paganismo, suficiente para excitar la imaginación de mucha gente. Según una leyenda, los pescadores de la costa no solo creían que era un lugar de encuentro de las brujas, sino que éstas tenían que dar cuenta de sus proezas cuando se reunían allí. La que no acreditaba haber hecho ninguna, era colgada de la piedra superior. Cuando esto pasaba, las demás brujas se encargaban de lanzar una fuerte tormenta, de modo que nadie de las masías o los pueblos de la zona pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando en la Pedra Gentil.

Yendo al grano, diremos que el dolmen está situado a 220 metros de al-tura, que data probablemente de hace unos 4.500 años y que consta de siete grandes piedras verticales que aguantan una horizontal para formar una cá-mara simple. Josep Pradell, propietario de la masía más cercana, Can Pra-dell de la Serra, lo arregló en 1855 porque había caído la piedra de la cubierta y, según consta en documentos de la época, la obra le costó dinero y algunas burlas. También hay quien dice que el dolmen fue trasladado, para que lucie-ra más, a un emplazamiento que no era el original. Pero sea como sea, no hay duda de que es un monumento muy visitado y fotografiado.

Desde la Pedra Gentil se puede ver, emergiendo entre los árboles, el alto campanario de la iglesia en ruinas de Santa Eulàlia de Tapioles, documen-tada en el 878 pero reconstruida en época barroca. Al lado mismo hay un cementerio donde alguna vez se habían reunido amantes de los misterios vinculados a los centros de energía, el paganismo y los rituales satánicos. Cosas de brujas, dicen.

Bajamos desde la Pedra Gentil hacia Vallgorguina por la pista forestal, hasta desembocar en la carretera que viene de Sant Celoni. Tomamos un bo-

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cado rápido en un bar del pueblo y, justo cuando estamos saliendo, la lluvia que cae cada vez con más fuerza nos convence para acabar el paseo por hoy. Volveremos al parque otro día, para visitar la parte del Montnegre.

VallgorguinaA primera hora de un día cualquiera, Vallgorguina, una población que se estira siguiendo la carretera que va hacia el Maresme, se muestra como un pueblo medio dormido. Solo en los alrededores de la iglesia hay un poco de movimiento, no en vano es allí donde se concentran el Ayuntamiento, el Ca-sal del Pueblo y la Oficina del Parque del Montnegre i el Corredor. En esta última hay una exposición permanente sobre el dolmen de Pedra Gentil que explica, en un ambiente de poca luz que invita al clima de misterio, la histo-ria del famoso monumento megalítico.

Una vuelta por el pueblo nos confirma que Pedra Gentil es uno de los principales atractivos de Vallgorguina, ya que vemos el dolmen dibujado en la fachada de un supermercado, en la pastelería se anuncia el Coro Pedra Gentil y en un tablón de anuncios hay un cartel de la asociación de mayores Caliu el Dolmen. Saturados de dólmenes, nos paramos a curiosear el escapa-rate de una inmobiliaria donde sorprendentemente solo se anuncian casas en venta. Nada de dólmenes.

Un rato después, en el bar del casal nos encontramos con Lluís, un amigo y vecino del pueblo que se ha ofrecido a acompañarnos por el Montnegre. Extendemos el mapa del parque sobre la mesa y diseñamos la ruta del día: iremos por el vecindario de la Pocafarina (nombre curioso que significa «poca harina») hacia el valle de Olzinelles, y luego subiremos hacia Sant Martí de Montnegre y continuaremos hasta Hortsavinyà, un antiguo vecindario si-tuado al otro lado de la montaña, frente hacia la costa.

–Nos vamos a adentrar en el Montnegre –asegura–. Veréis como vale mucho la pena. Es una montaña preciosa.

Subimos los tres –Lluís, Andoni y yo– en un 4x4 y tomamos el camino que conduce hacia el vecindario de Pocafarina. Una gran masía sin tejado, que Lluís identifica como Can Palomer. Nos indica que también aquí los pa-yeses han ido abandonando las casas del bosque para trasladarse al pueblo. A continuación pasamos por delante de Can Nanes, otra masía de las de toda la vida. Esta, sin embargo, no parece nada descuidada.

–Si fuéramos por este desvío hacia arriba llegaríamos a Can Basuny, que es donde vive Perejaume, el artista, pero estos días no está –nos informa Lluís–. Me han dicho que está fuera.

–¿Vive aquí todo el año?–Es un enamorado del Montnegre. Joan Brossa, el poeta, se refería a él

como «el Sigfrido del Montnegre». Fue precisamente Perejaume, junto con su amigo Lluís Riera, quienes esparcieron las cenizas de Brossa por el Montne-gre poco después de su muerte, en 1998.

De vuelta a casa, encontraría en un libro de Perejaume, Obreda, el poe-ma «El darrer Brossa», el último Brossa, que el propio autor aclara que hace referencia al cerro del Rosal, justo en el madroñal donde esparcieron sus ce-nizas:

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Turó de Llevant, que parla per boca dels arbres.Turó de Grimola, que disposa com poden i deuen ser tallatstota mena de vents, tant de llarg com de través.Turó Gros, que mostra com han de ser encarats els sorolls perfer–los més sonadors.Turó d’en Vives, que sorgeix de les seves mateixes paraules, ensemblança de llengua.Turó del Rosal, que, en el frec de la lectura, ens encén l’ull comun misto que hi freguéssim.1

El valle de OlzinellesBajamos por entre un bosque de alcornoques hasta Olzinelles, un valle verde que queda medio escondido justo al lado de Sant Celoni, con un río de agua clara que lo atraviesa a la mitad, jalonado por prados y bosques.

La primera parada la realizamos en casa Agustí, una elegante residencia ubicada al final de valle, de balcones señoriales y fachada de color amarillo oscuro. Pero no estamos de suerte, ya que no nos responde nadie. Solo oímos el sonido de un trepador que insiste en agujerear la corteza de un gran pino cercano.

–Volveremos más tarde –concluye Lluís–. Seguro que al atardecer están. Esta no es una casa de veraneo. Viven aquí todo el año.

Volvemos atrás siguiendo en todo momento el curso del arroyo, hasta que llegamos a la iglesia de Sant Esteve d’Olzinelles. Aunque data del año 1574, en la fachada actual tan solo aparece la fecha de 1786, año en el que experimentó algunos retoques. Sin embargo, sus primeras referencias do-cumentales se remontan a 1083. Justo enfrente se encuentra el cementerio, protegido con un muro alto y un portal cerrado con llave. Hay varios nichos a ambos lados y una cruz al fondo, con una inscripción firmada en 1911 que reproduce unos versos de Verdaguer:

La mort és la nau que du nostra sort, del món es lo port, del cel és la clau. Dolç somni de pau, qui’l puga dormir, lo morir dels justos, dolcíssim morir.2

–A esta explanada veníamos a jugar al fútbol cuando éramos pequeños –se emociona Lluís a medida que va reconociendo el terreno–. A veces se nos colaba el balón en el cementerio y teníamos que saltar la tapia... Y más allá había una gran tronco cortado que llamábamos el púlpito del obispo...

Le dejamos perdido en los recuerdos de infancia y vamos a la parte de atrás de la iglesia, donde hay una masía con una puerta adintelada y una placa que indica que es la rectoría. En la fachada, un reloj de sol con fe-cha de 2002 avisa con dos frases lapidarias: «El tiempo huye, la eternidad se acerca» y «Mientras tengamos tiempo, hagamos el bien». Las firma el doctor Zaragoza, que fue sacerdote de la iglesia.

Hay gallinas que revolotean cerca de la casa; más allá, campos ver-des, la riera y el bosque de encinas. Enseguida aparece Ramon, acompañado

1 «Cerro de Levante, que habla por boca de los árboles. || Cerro de Grimola, que dispone cómo pueden y deben ser cortados todo tipo de vientos, tanto a lo largo como a través. || Cerro Gros, que muestra cómo se deben afrontar los ruidos para hacerlos más sonoros. || Cerro de En Vives, que surge de sus mismas palabras, en semejanza a una lengua. || Cerro del Rosal, que, en el roce de la lectura, nos enciende el ojo como una cerilla que frotáramos en él».

2 «La muerte es la nave que lleva nuestra suerte, || del mundo es el puerto, del cielo es la llave. || Dulce sueño de paz, quien lo pueda dormir, || el morir de los justos, dulcísimo morir».

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de su mujer, Angelina. Nos dan la bienvenida y Ramon nos cuenta que antes vivían más arriba, en una masía llamada Can Caseta, pero que ya hace ca-torce años que bajaron a la rectoría.

–Aquí estamos mejor –dice–, ya que en Can Caseta no teníamos luz. La pusieron dos años después de marcharnos.

–Ya deben de quedar muy pocos agricultores por aquí.–En las masías ya no vive casi ningún agricultor. Algunas de las casas

están ocupadas, pero por gente que no es de aquí. Los hijos se van... Solo hay uno que ha decidido quedarse, el de Can Nanes.

–¿Estos últimos años ha cambiado mucho todo esto?–¡Y más que cambiará! Ahora veo que están cortando muchos árboles

aquí cerca... –chasquea la lengua–. Antes todo era bosque. La gente lo tra-bajaba de otra manera...

–¿Y ahora no?–Ya no. Esta montaña –señala la de delante, con el brazo extendido–

antes era toda de Can Valls, una casa muy importante que hay aquí cerca. Decían que podías llegar hasta el mar caminando sin salir de sus tierras.

–¿Y ahora de qué viven aquí?–Vivimos de la pensión... –dice, resignado–. Antes trabajaba las tierras

y también en la fábrica, en Derivados Forestales, que ya la han derribado. Vivía en Can Caseta y aquí tenía las vacas. Trabajaba demasiado... Aquí hacía mucho tiempo que no había masoveros.

–¿Y el rector?–No vivía aquí. Dice rectoría, pero no...–Es una casa muy bonita.–Estuvo muy abandonada. Durante un tiempo se la alquiló una perso-

na, por 25 años, al rector Manuel Pedrós. Quería hacer una escuela agrícola para discapacitados, pero la terminó realquilando.

–Recuerdo que aquí estaba el padre Santiago –interviene Lluís.–Primero estuvo aquí y después en Vallgorguina. Todavía está vivo, pero

está muy cansado. Me han dicho que ahora vive en el pueblo de Montseny.–¿Cuál es el gran día de la iglesia?–La fiesta mayor de Olzinelles, que es el 7 de agosto. Hacen misa y bai-

loteo en la explanada. Pero ya hace tiempo que Olzinelles pertenece a Sant Celoni.

–¿Viene mucha gente a pasear por el valle de Olzinelles?–¡Y tanto! Marcaron un itinerario de 8 kilómetros que va hasta el fondo

del valle y ahora viene más gente. Aquí abrimos a todo el mundo. El domin-go vino un grupo de cuarenta niños y les tuvimos que cobijar en casa porque se puso a llover. Incluso comieron allí.

Oímos de fondo el murmullo del arroyo, lo que recuerda a Lluís que su padre iba allí a pescar cangrejos de noche.

–¡Ahora no hay ni uno! –sacude la cabeza Ramon–, pero es cierto que antes estaba lleno. Yo siempre llenaba la bolsa...

–¿Y crecen setas?–Había muchas, sobre todo rebozuelos y champiñones silvestres, pero

ya no... La gente lo arranca todo y lo echa a perder.

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Le decimos adiós y continuamos en dirección a Sant Celoni, pero nos detenemos enseguida en Can Valls, una gran casa solariega, con la fachada pintada de blanco y amarillo, con arcos, patios, terrazas y diversas depen-dencias. En el camino que lleva hasta allí hay tres hornos de pega que datan del siglo IX, dos de ellos bastante dañados.

–Siempre los he visto aquí –comenta Lluís–. Quemando lentamente ce-pas de pino y de encina se hacía un pegamento que se usaba como combusti-ble. Y allí –indica en otra dirección– estaba el Pi Gros (pino grueso), pero lo tumbó un fuerte vendaval no hace mucho.

En el camino hacia la casa hay un dibujo de un perro y un letrero que avisa: «Usted entra en un lugar de riesgo y de peligro». Avanzamos con pru-dencia hasta la puerta de la casa. Justo delante hay un híbrido entre balsa y estanque de casa noble, con escaleras y esculturas alrededor, y unos cuantos abetos muy altos que parecen montar guardia. Es evidente que el esplendor de Can Valls viene de lejos.

–Dicen que el dueño era un carlista y que tuvo hospedado incluso al ar-chiduque de Austria –apunta Lluís.

Más tarde, consultando archivos, pudimos concretar la información. Can Valls era una casa muy antigua que ya aparecía en el censo de 1360. Fue reconstruida durante los siglos XVI y XVII y se hicieron importantes mo-dificaciones a lo largo del siglo XIX. Su propietario, Pius de Valls i de Feliu, conocido como Pius de Can Valls, fue elegido en 1908 diputado provincial por la candidatura de Solidaritat Catalana. Era apreciado por su hospitali-dad, ya que siempre daba comida y cobijo a los mendigos que pasaban por Can Valls. Conocido simpatizante carlista, es cierto que hospedó a los archi-duques de Austria varias veces.

En el patio de Can Valls hay un perro viejo que no parece nada peligro-so. Está atado y nos mira moviendo la cola, como si estuviera contento de recibir visitas. En uno de los muros exteriores, un reloj de sol proclama «Ave María Purísima» con fecha de 1862. Llamamos a la puerta y pasado un buen rato aparece una mujer. Le preguntamos si se puede visitar la casa y nos indica que prefiere que no lo hagamos. Lástima.

Nos vamos, pues, pero antes nos detenemos para admirar una gran enci-na de 36 metros de altura y 3,6 metros de perímetro. Un cartel indica que el Pi Gros, al que antes se ha referido Lluís, era «uno de los ejemplares de pino piñonero más altos y espectaculares de Cataluña», pero lo tumbó «el fuerte vendaval del 24 de enero de 2009, con ráfagas de 110 y 120 kilómetros por hora».

La espada de virtud de VilardellContinuamos adelante hasta que desembocamos en Sant Celoni por una zona industrial llena de camiones donde se levanta una gran polvareda. Recorremos un tramo de carretera hacia el norte, por un lugar donde hay todavía más camiones, y giramos poco después a la derecha donde hay un indicador que señala hacia Can Batlle y el Montnegre.

Volvemos a estar en el Parque del Montnegre i el Corredor, aunque al principio la naturaleza parece que tenga que convivir con las muchas casas de una urbanización que se adentra en el bosque. Pero de pronto nos encon-

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tramos en Sant Llorenç de Vilardell, una capilla famosa relacionada con la llamada «espasa de virtut», la Excalibur catalana.

La famosa espada de Vilardell aparece en documentos muy antiguos, e incluso se menciona en el testamento del rey Pedro III el Ceremonioso, de 1370, y en una sentencia de Jaime el Conquistador, del año 1274, que invali-da una victoria del caballero Bernat de Centelles sobre el también caballero Bernat de Cabrera porque había utilizado la espada de virtud de Vilardell. Dado el gran poder que se suponía que tenía la espada, se consideraba que Bernat de Centelles había hecho trampa. En términos actuales equivaldría a la descalificación por dopaje.

El origen de la espada de Vilardell es legendario. Se cuenta que cerca de Sant Celoni vivía un dragón que tenía atemorizado a todo el mundo, en especial a los viajeros que pasaban por el camino real que iba de Girona a Barcelona. Un día, san Martín pasó disfrazado de pobre y pidió limosna en el castillo de Vilardell. El señor Soler de Vilardell entró en el castillo a buscar un trozo de pan y unas monedas, pero cuando volvió a la puerta el pobre ya no estaba; solo había una espada como no había visto ninguna. La probó con un roble y una roca, y comprobó que los podía partir sin esfuerzo. Dándose cuenta del poder que tenía, Soler de Vilardell empuñó la espada de virtud y fue en busca del dragón, al que mató sin mucho es-fuerzo. Sin embargo, a continuación sobrevino una tragedia, ya que Soler de Vilardell alzó el brazo victorioso y pronunció ante el pueblo el siguiente conjuro: «Brazo de virtud, / espada de caballero, / has medio partido la roca / y el dragón también». Nervioso por las circunstancias, el noble se equivocó, ya que tenía que haber dicho: «Espada de virtud, / brazo de ca-ballero, / has medio partido la roca / y el dragón también». El error resultó fatal, ya que al dar más importancia al brazo que a la espada de virtud, la espada dejó de protegerlo, y cuando la sangre del dragón que chorreaba le tocó la piel, lo envenenó y cayó muerto.

Posteriormente, esta espada, que algunos relacionan con Wifredo el Ve-lloso, iría pasando de mano en mano hasta acabar expuesta en el Museo Mi-litar de París, que es donde aún se encuentra actualmente.

La capilla de Sant Llorenç de Vilardell, sin embargo, no tiene, cuando pasamos, el aspecto honorable que uno imagina para una espada con estos poderes. Se encuentra en pleno proceso de restauración, tiene el tejado le-vantado y está rodeada de andamios. Tendremos que volver más adelante, cuando hayan terminado los trabajos.

Pasamos de largo y nos adentramos, siguiendo la pista forestal, en los bosques de encinas del Montnegre. El paisaje se va despoblando y cada vez hay menos casas; solo de vez en cuando aparece alguna que destaca en medio del bosque, como la gran finca de Can Riera de Vilardell, con un estanque, galerías sombreadas, un bosque al lado y el macizo del Montseny al fondo.

A medida que avanzamos, Lluís nos va recitando los nombres de las di-ferentes masías de la zona que nos vamos encontrando, algunas ya abando-nadas: Can Xifré, Ca l’Arabia, Can Bosses... Llegados a este punto, hace una pausa para contarnos un recuerdo de infancia:

–Cuando era pequeño, en Vallgorguina, si no nos lo comíamos todo nos decían que nos llevarían a Can Bosses, donde solo podríamos comer con un

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tenedor el agua que habría en un plato... Siempre tuve miedo de Can Bosses y, mira, ahora la tengo aquí delante y no me impresiona.

Sant Martí de MontnegreCuando llegamos al punto más alto del camino, las encinas y los castaños parece que se aparten para acoger la ermita de Sant Martí de Montnegre, una iglesia que ya está documentada en el siglo x. No obstante, el edificio actual, frente al Montseny, es mucho más reciente, del siglo xviii. No en-contramos a nadie, aunque sabemos que es un lugar de reposo de los ca-puchinos. Cerca hay un restaurante cerrado y una masía, Ca l’Auladell, con una bandera chilena ondeando en la terraza. Llamamos, pero no nos responde nadie.

A continuación nos acercamos a la ermita, rodeada de un jardín con abe-tos y cipreses muy altos. A la entrada un letrero invita al silencio: «Paz a vosotros, amigos. Lugar destinado a la oración. Respetadlo».

Estamos a unos quinientos metros de altura y la vista desde Sant Martí es realmente panorámica, con unos grandes bosques y el Montseny enfrente. Junto a la iglesia hay un pequeño cementerio; en una de las lápidas leemos el nombre de Fra Pere Llavina y un epitafio: «Un hombre según el corazón de Dios».

Ahora la iglesia está cerrada entre semana, pero hace muchos años, en 1927, vivía aquí el padre Joan, un párroco al que acudió el novelista Josep Roig i Raventós (1883–1966) para preguntarle anécdotas, costumbres, tra-diciones, topónimos y supersticiones de la gente del bosque que luego refleja-ría en la novela Montnegre. A la petición del escritor, el padre Joan respondió con una carta que decía: «Le dedico varias notas del Montnegre. Están he-chas a toda prisa y por una mano no acostumbrada a ningún trabajo litera-rio, pues no olvide que es mano de un pobre rector de montaña. Está hecho con buena intención y creyendo que tal vez podrá tejer la novela de montaña Montnegre que tiene en proyecto».

Cuando se publicó la novela, en 1930, Roig i Raventós la centró en un personaje, el padre Climent, en quien no era difícil reconocer rasgos del padre Joan. Dice en un fragmento: «Cada vez que por el bosque había car-boneros, cortadores de castaños, leñadores, descorchadores, corbaires, se-rradores, almadreñeros, el padre Climent iba con ilusión a verlos trabajar y compilar todas las palabras que formaban el léxico del bosque. Con estas tareas, las prédicas que hacía por los pueblos, los artículos de los periódicos de la ciudad, las poesías y los estudios de moral cristiana, pasaba las largas veladas del invierno, con el alma acariciada por los hechizos de la intelec-tualidad. Sacerdote, poeta y payés; hijo de los entusiasmos de nuestra Re-naixença, empapado de fe y de patriotismo, seguía haciendo vida austera de ermitaño, alejado de las pasiones que enturbian los corazones de los hijos de las grandes urbes».

Es evidente que todo aquel mundo ya no existe, como también lo es que en el bosque tampoco hay ya ni carboneros, ni almadreñeros, ni leñadores. El mundo ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años y hoy el Mont-negre se presenta como una montaña despoblada que solo se llena de vida los

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fines de semana, cuando los excursionistas se mezclan con los devotos en la visita a la ermita de Sant Martí.

HortsavinyàTras rendir un homenaje mental al padre Fortuny, al padre Climent y a todos los rectores de montaña que había tiempo atrás, continuamos por la pista forestal, siempre rodeados de encinas, hasta llegar al collado de Can Benet, a 550 metros de altura. A partir de ahí, iniciamos el descenso, ahora por el lado de la costa, hasta Can Pica, un equipamiento de turismo rural de la Diputación de Barcelona, y Hortsavinyà, un antiguo vecindario, antes municipio independiente pero hoy incorporado al municipio de Tordera, que se compone de varias masías desperdigadas y está presidido por la iglesia de Santa Eulalia d’Hortsavinyà, consagrada también a san Lobo, protector de los rebaños contra las fechorías de los lobos.

La iglesia original era del siglo xi, pero la actual es del xvii. Tiene un pe-queño cementerio al lado y unas vistas excepcionales sobre la costa. Al otro lado de una gran explanada están los barracones provisionales de la escuela de Hortsavinyà, recuperada por los vecinos de este vecindario disperso des-pués de años de inactividad. Unos niños, disfrazados de caballeros, ensayan una pieza teatral con san Jorge de protagonista.

–¿Quién será el valiente caballero que matará al dragón? –implora una niña vestida de princesa.

Y el niño caracterizado de san Jorge da un paso adelante, con la espada en la mano, dispuesto a cumplir una tradición secular.

Al otro lado de la pista, el que había sido Hostal de Hortsavinyà, anti-guo café y restaurante hoy recuperado por la Diputación de Barcelona, aco-ge un centro de información del parque, donde se exhibe un audiovisual de gran formato y se presentan exposiciones temporales. Un poco más adelante se inicia el camino de Les Costes, que baja hasta Pineda con el aliciente de unas vistas a vuelo de pájaro sobre el Maresme. Es el momento de recordar unos versos nostálgicos de Pere Coromines, padre del gran filólogo Joan Co-romines, que murió en el exilio de Buenos Aires en 1939:

Muntanyes d’Horsavinyà, de suredes, i alzinarsi rouredes, rovellades,qui us ha vist de sol negadesmai més us podrà oblidar.Ai Sant Llop d’Horsavinyà!Amb un polze de titàpersigneu–nos tot el món,des de dalt del campanaren el trenc de l’horitzont.3

Toni, el responsable del Centro de Información del Parque y de la gestión del alojamiento rural de Can Pica, nos amplía la información sobre Hortsa-vinyà tan pronto se despide de los alumnos de una escuela que han pasado el día en el Montnegre.

3 «Montañas de Horsavinyà, || de alcornocales y encinares || y robledales, oxidados, || quien os ha visto de sol anegadas || nunca más os podrá olvidar. || ¡Ay san Lobo de Horsavinyà! || Con un pulgar de titán || persignadnos a todos, || desde lo alto del campanario || en el despuntar del horizonte».

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–Aquí suele venir una escuela cada día –nos cuenta–. El fin de semana vienen más excursionistas, y algunos se quedan a dormir en Can Pica. Tam-bién hay gente que viene en bici, en moto, en quads...

–¿Se puede visitar la ermita?–Casi siempre está cerrada. Solo se abre para la fiesta del Erola, el lunes

de Pascua.–Sorprende ver que aquí arriba hay una escuela.–Antes Hortsavinyà era un pueblo de casas dispersas y en la montaña

había muchos carboneros. Tenía mucha vida y estaba el edificio del ayun-tamiento, que acogía el hostal, la barbería, correos... y que está donde aho-ra funciona el Centro de Información del Parque. La escuela estaba en Can Peixenet, un poco más allá. Hace unos años los vecinos se pusieron de acuer-do para recuperar la escuela y pusieron los barracones, a la espera de la cons-trucción definitiva. Ahora hay 19 niños.

–Hortsavinyà es famoso por los versos de Pere Coromines.–Sí, su hijo, Joan Coromines, subía y bajaba para ir a escuchar a los le-

ñadores y anotar las palabras que no conocía –como el cura de Montnegre, creo–. Yo soy de Pineda, como él, y sabía dónde vivía, pero era un sabio que no salía nunca de casa. Siempre estaba trabajando en su famoso diccionario.

–¿Que haya una iglesia dedicada a san Lobo quiere decir que esta es una tierra de lobos?

–Lo era hace cien años. Ahora ya no.–Por cierto, ¿a qué se debe el nombre de Montnegre (monte negro)?–Pues hay dos versiones: o bien porque el árbol predominante es la enci-

na, que desde el mar se ve de color negro, o porque la tierra de la parte alta de la montaña es de un color negruzco, de la pizarra.

Nos despedimos de Toni y, encomendándonos al espíritu de san Lobo, decidimos ir a comer precisamente al Hostal Sant Llop, que se en-cuentra al otro lado de la montaña, en el camino que baja hacia el pueblo de Tordera. Pasamos por una urbanización poco lucida y no tardamos en estar sentados en una de las mesas del hostal.

–Hace 35 años que estoy aquí –nos anuncia Feliciana, la propietaria– y tengo que decir que se vive estupendamente. Aquí da el sol, el aire es saluda-ble y no hace tanto frío como en Tordera.

El comedor es grande, y hay una segunda sala que está cerrada día sí, día también. En un lado hay dos chicas que pelan habas en silencio, y en el otro, una mesa de billar y un futbolín. En la pared, un zorro disecado nos mira con ojos vítreos; al lado, un cartel con los diferentes tipos de setas y un cartel de Groucho Marx.

Comemos unas habas bien guisadas y un pollo al ajillo, mientras Felicia-na va desgranando sus recuerdos.

–La montaña no ha cambiado tanto –opina–. Bueno, ahora viene menos gente por culpa de la crisis, pero en época de setas esto se llena... Por cierto, debería haber más vigilancia, porque la gente lo estropea todo con el rastri-llo.

–¿Usted también recoge setas?–¡Y tanto! Encontramos un níscalo que pesaba 850 gramos, aunque

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lo que más se encuentra por aquí son champiñones silvestres, robellones y trompetas de la muerte... Una vez encontramos una seta que crece en los castaños ¡que pesaba 27 kilos! Salió hasta por la tele.

–¿También vienen cazadores?–Muchos, porque aquí hay mucho jabalí. Demasiados. Incluso se comen

las raíces de los árboles. Nosotros cultivamos judías, lechugas, tomates, ha-bas... y el año pasado las tuvimos que plantar tres veces por culpa de los jabalíes. Hemos puesto un pastor eléctrico, pero te lo arrancan... Antigua-mente el bosque estaba más poblado. Mi bisabuelo me contaba que en esta montaña había carboneros.

Sin embargo, carboneros ya no quedan. Es evidente que los viejos oficios del bosque se han ido perdiendo.

Ca l’Agustí de OlzinellesTerminado el almuerzo, desandamos el camino y volvemos a pasar por Sant Martí de Montnegre, pero esta vez tomamos un desvío en dirección a Vall-gorguina y, antes de llegar, giramos por otro camino que lleva directamente al valle de Olzinelles.

Llamamos a la puerta de casa Agustí y estamos de suerte, ya que nos abre la señora de la casa, Montserrat. Tras unos instantes de duda –apenas unos segundos–, se muestra dispuesta a mostrarnos la casa, que es inmensa, con un gran patio central con un espléndido estanque y un agradable patio trasero, unos plátanos inmensos y vistas sobre el valle y la riera de Olziene-lles, con el Montseny al fondo.

–Vivimos aquí desde hace 25 o 30 años –nos cuenta mientras vamos visi-tando el jardín–. Antes vivían aquí dos mujeres muy mayores.

–La casa debe de tener una larga historia.–Parece que la hizo, o al menos la amplió, un indiano que había hecho di-

nero en América. Dicen que vivió una chica de Arenys... Durante la Guerra Civil, aquí había tropas de los internacionales. En el desván hemos encon-trado cosas del periodo de la guerra.

En un lado del patio trasero están los antiguos corrales, donde aún se conservan comederos, jaulas, amasaderas, escaleras, capazos e incluso una cocina antigua. Por dentro, la casa tiene un aspecto señorial que encaja de lleno con el de la fachada. La cocina, inmensa, tiene una gran campana so-bre la chimenea, una larga mesa de madera encerada y una pila embaldo-sada en un rincón. Al lado está la bodega, con restos del antiguo lagar y un armario lleno de juguetes viejos.

–Estudiamos muy bien la historia de la casa y procuramos dejarla tal como estaba –apunta Montserrat–. Circula la historia de que hay enterrada una jarra con monedas de oro, pero no las hemos encontrado... De todos mo-dos, en una casa grande como esta nunca acabas de limpiar.

Las salas y habitaciones también se corresponden con la grandeza de la casa. En las paredes hay mapas antiguos de Cataluña y en algún trozo incluso se conservan las cenefas pintadas con colores vivos, al más puro es-tilo indiano. La capilla, de 1909, también ha sido restaurada después de que durante muchos años se utilizara de trastero.

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–Durante la Guerra Civil cogieron los santos, los envolvieron con papel de periódico y los enterraron en el huerto –nos explica Montserrat–. Algu-nas imágenes, por suerte, las pudimos recuperar, aunque la humedad las ha-bía estropeado.

En el segundo piso están los dormitorios, muy grandes, con sala y al-coba; en uno de esos dormitorios guardan un conjunto de maletas antiguas que incluye un mundo de cuando se hacía la ruta de las Américas. Toda una tentación para el viaje. Sobre la cama reposa lo que Montserrat califica de «tesoro de Ca l’Agustí», el manuscrito original del siglo xiv que establece que los monjes de Sant Cugat ceden estas tierras a cambio de unas cantidades que les serán dadas cada año.

–Lo encontramos enrollado en una cómoda –explica con una sonrisa–. Esta casa es una caja de sorpresas.

La finca de Ca l’Agustí dispone de otros elementos patrimoniales rele-vantes, como un antiguo horno de cal y unos bosques de pinos y encinas muy agradables. Precisamente en un lugar fresco muy cerca de la casa, en la fuente de Can Predelló, se celebra cada año uno de los recitales de poesía del ciclo Poesía en los parques. Perejaume, el artista ecléctico que vive aquí cerca, ha participado en un par de ocasiones.

Ya anochece cuando nos despedimos de Montserrat y salimos de Ca l’Agustí. El día está a punto de acabar, pero en el fondo aún despunta la silueta del Turó de l’Home, tocado por una capa de nieve caída hace poco y por la última luz del día.

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Parque Natural del Montseny: un templo de naturaleza y civilización

Castaño, Castanea

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Ha habido tantos escritores que han reflejado en sus libros la fascinación que sienten por el Montseny, que hay quien la llama «la montaña escrita». La lis-ta es larga e incluye nombres como el de Jacint Verdaguer, Víctor Balaguer, Raimon Casellas, Joan Maragall, Guerau de Liost, Josep Carner, Marià Ma-nent, Llorenç Gomis y un largo etcétera. Y es que el Montseny –Monte Signi en latín, la «montaña de la señal»– es un macizo montañoso con un sinnú-mero de rincones con encanto, ya sean bosques, fuentes, estanques, sende-ros, ermitas, masías o castillos (como el de Montsoriu, una joya del gótico catalán), y cimas majestuosas como el Turó de l’Home, el punto más alto del macizo, con 1.706 metros. Hay otros puntos de interés, como las Agu-des, el Matagalls, el Tagamanent y todo el altiplano de la Calma, además de los distintos núcleos habitados que se encuentran dentro del recinto de este enorme parque natural y los pueblos que lo rodean. Un total de 18 munici-pios conforman sus algo más de 31.000 hectáreas. Aunque se merecería un libro entero como este que ahora nos ocupa, nos hemos centrado en visitar únicamente su vertiente noreste, con alguna incursión en el corazón del ma-cizo. El poeta Llorenç Gomis fue quien escribió: «La sociedad catalana ha hecho del Montseny su montaña de naturaleza y civilización, como ha hecho de Montserrat su montaña santa».

–El Montseny es una montaña muy interesante porque tiene muchos cli-mas diferentes –nos comenta Xavier, uno de los gestores del Centre Cultural Europeu de la Natura (CCEN), en Viladrau, uno de los muchos centros de información y equipamientos de los que dispone el parque. Dos cosas impor-tantes lo hacen posible: el desnivel, ya que sube de los 100 metros sobre el nivel del mar hasta los 1.700; y la orientación, húmeda de cara al mar, y seca y continental en el lado interior. Eso hace que haya una gran variedad de especies de árboles, desde las más meridionales hasta las alpinas.

Esta variedad de árboles, desde la encina y el roble hasta el pino y el abeto, pasando por las hayas, los castaños, los avellanos, los alisos y muchos más, es lo que convierte al Montseny en un lugar encantador, sobre todo en otoño, y lo que hizo que en 1978 fuera declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco.

–La diferencia está en que un parque tiene una normativa –puntualiza Xavier, que, por cierto, es biólogo–, mientras que una reserva de la biosfera tiene una filosofía. No es tanto lo que hemos de prohibir como lo que ha-cemos. Queremos proteger la naturaleza, pero también a la gente que vive aquí. En un parque natural como el del Montseny se tienen que compatibi-lizar ambas cosas.

Joan Sala, SerrallongaAfortunadamente, nos encontramos en el lugar adecuado para hablar de la gente que vive en el Montseny, así como de la gente que ha vivido aquí a lo largo de los siglos. Muy cerca de Viladrau está, por ejemplo, la masía La Sala, donde en 1594 nació el bandolero más famoso de Cataluña, Joan Sala i Ferrer, más conocido como Serrallonga. Nos acompaña Nacho, responsable del CCEN junto con Xavier, con quien también comparte apellido –López–, aunque no son de la misma familia. Salimos de Viladrau por la carretera que va hacia Vic, pero enseguida nos desviamos por una pista que atraviesa la

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riera Major, que va muy llena de agua en primavera y bordea un sorprenden-te campo de polo que confirma que a Viladrau, desde hace años, acude un turismo de alto standing con su propia idiosincrasia.

–Aquí hay caballos que viven mejor que algunas personas –comenta Na-cho, riendo–. ¡Hasta tienen calefacción!

–¿Es cierto que hay un cierto tipo de veraneante pijo en Viladrau?–Antes lo era más que ahora. Todavía pueden verse las grandes casas

de veraneo de los ricos de antes, que ahora están vacías y cerradas la mayor parte del año. Pero con el tiempo todo ha cambiado mucho. Ahora se ve mu-cha clase media.

–Debe de haber mucha diferencia entre el invierno y el verano.–El invierno es silencio y el verano, ruido. Cuando llega el verano, el pue-

blo se llena de gente y de motos. En invierno seremos unos mil y en verano el triple.

Mientras avanzamos por el camino, acompañados por el verde precioso y nuevo de los árboles, al fondo se ve la cima del Matagalls (1.698 metros), enharinado por una nevada reciente, y la ermita de Sant Segimon, colgada de un lugar casi imposible.

–Todos los años, el último día antes de Navidad, subimos el pesebre a Sant Segimon –nos informa Nacho–. Tardamos una hora y media a pie. Des-pués lo vamos a buscar por la Candelera. Este año hará veinte años que lo hacemos.

La masía La Sala se ve poco después a la derecha del camino. Más que una masía, parece una casa fortificada, subida a un cerro rocoso que domina la llanura, con una torre de defensa y la ermita de Sant Segimon al fondo. Los bancales verdes de los alrededores, junto con el agradable rumor de la riera, hacen de este un lugar idílico.

Damos la vuelta a La Sala y llegamos a la masía por la parte de atrás. Tiene un aspecto totalmente distinto a la visión que tenemos desde delante. Ahora la casa parece más grande y la torre de defensa más alta, pero los distintos balcones, las dependencias que se han añadido, los bebederos y un perro atado y manso, hacen que tenga más aspecto de masía.

–Los dueños viven en la Sala Nova, pero aquí todavía hay un residente, Marcel·lí de la Sala –comenta Nacho.

Marcel·lí no está, pero su mujer,se asoma, nos saluda de lejos y se vuelve a meter en casa. Parece mentira que en una masía como esta naciera, en 1594, el bandolero Serrallonga, ennoblecido por el cancionero popular y por la novela Don Joan de Serrallonga, de Víctor Balaguer. Cuando tenía cuatro años, se quedó huérfano de madre, y de joven fue a trabajar a Can Tarrés de Sant Hilari Sacalm. Allí conoció a la heredera de la masía de Serrallonga de Querós, Margarida Tallades Serrallonga, con la que se casó. De ahí le viene su sobrenombre de bandolero. Tras una vida aventurera llena de asaltos y huidas, siempre acosado por las tropas de Felipe IV, fue ejecutado en Barce-lona el 8 de enero de 1634. Fue sentenciado a «cien azotes, axorrellat (le cor-taron las orejas), atenazado, llevado en una carretilla y cortado a cuartos», y pusieron su cabeza en una jaula de hierro y la colgaron en una de las torres del portal de Sant Antoni de Barcelona.

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–El mito de Serrallonga surgió por muchos motivos –nos comentará lue-go, en la sede del CCEN, Xavier–. Primero, porque fue un gran bandolero; segundo, porque costó mucho atraparlo; tercero, porque la gente le atribuyó hechos legendarios; y cuarto, porque su muerte fue muy cruel.

–¿Qué es cierto y qué es falso en lo que se cuenta de Serrallonga?–Esta era una tierra de bandoleros, aunque a Serrallonga se le suele aso-

ciar más con las Guilleries. Víctor Balaguer tiene una buena parte de culpa, ya que fue capaz de escribir, en Don Joan de Serrallonga, que este nació en Sant Hilari Sacalm. La realidad es que Serrallonga era el jefe de los nyerros1 en tiempos de Carles de Vilademany, barón de Tarradell. Eran los años de enfrentamientos entre nyerros y cadells.

–La imaginación popular lo ha convertido en una especie de Robin Hood. ¿Era así?

–No tiene nada que ver. El bandolerismo es muy característico de Cata-luña y surge por una cuestión política. Cataluña depende del rey de España y tiene leyes propias, pero los nobles de Cataluña hacía tiempo que se pelea-ban entre ellos. No era una guerra declarada, para evitar que entrase el rey, sino que se hacía a escondidas, por medio de los bandoleros.

–¿Y de dónde salían esos bandoleros?–Los jóvenes se hacían bandoleros por necesidad, y en algún caso por-

que eran prófugos de la justicia. En lugares de montaña como Viladrau, la gente nace en tierra nyerra a las órdenes de un señor nyerro.

–¿Nunca iban por libre?–Cuando no trabajaban para su señor, podían hacer de las suyas. Ataca-

ban a la gente rica en los caminos reales, falsificaban moneda, secuestraban a herederos para obtener un rescate, asaltaban masías... Muchos campesinos ricos tenían el culo marcado, ya que si no les decían a los bandoleros donde estaba la plata, estos les hacían sentarse en los tres pies que había en el fuego hasta que cantaban.

–Y, de hecho, ¿cuándo acaba el bandolerismo?–Acabar, acabar, lo hace con la muerte de Serrallonga. Me refiero al último

momento. Los señores locales han perdido poder y Serrallonga ya va un poco a su aire. Serrallonga es una mezcla entre bandolero que va más por libre y bandido.

–Después de muerto, ¿cómo es que la tradición oral lo magnificó?–Las primeras canciones empezaron cuando Serrallonga todavía estaba

vivo. Después vinieron los pliegos de caña y cordel, las cancioncillas y los romances... En los hogares de las casas, Serrallonga era un personaje muy vivo, pero el problema era que el noventa por ciento de lo que se contaba era falso. Víctor Balaguer escribió una novela sobre ello diciendo que había na-cido en Sant Hilari y que su padre tenía un castillo. Además, le añade unos ideales catalanistas. Es todo falso. Hasta que no se encuentra el proceso de Serrallonga, hacia 1843, no se descubre la verdad.

Para recordar este ambiente bandolero, en Viladrau se organiza cada año el Verano Bandolero, con música, teatro, itinerarios e incluso una cena bandolera, y, según explica Nacho, también está previsto organizar un cir-cuito bandolero para estimular las excursiones por el Parque Natural del Montseny. La Feria de la Castaña y la temporada de setas son otras de las razones por las que Viladrau atrae a visitantes casi todo el año.

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–El Montseny es un parque tan grande –reflexiona Nacho–, que hay gen-te de Seva que no es del todo consciente de que al otro lado se encuentra Sant Esteve de Palautordera. Sonará a contradicción, pero la misma montaña nos une y nos separa.

Precisamente por eso, me comentan que los gestores del parque promo-vieron en su día programas como Viu el parc (vive el parque), entre cuyos objetivos principales está consolidar entre la población local la conciencia de pertenencia a un espacio protegido.

Viladrau, el pueblo de los escritoresDespués de despedirnos por hoy de Xavier y Nacho, nos vamos a caminar por el circuito del castaño de les Nou Branques (de las nueve ramas), situado encima del pueblo de Viladrau. Cuando pasamos por el pueblo, vemos unas cuantas casas señoriales, con los ventanucos cerrados y los jardines bien cui-dados, que certifican que aquí hay un veraneo de calidad. Cuando acaban las casas, seguimos por un camino rodeado de robles, fresnos, avellanos y encinas hasta el castaño de les Nou Branques, un árbol inmenso e historia-do, con un tronco vacío y ramas altísimas que se elevan rectas hacia la luz. A su alrededor hay otros castaños, todos ellos con el tronco abultado, tortu-rado, formando una especie de círculo mágico que parece evocar un templo de la naturaleza.

Josep Pla, recordando el Viladrau de antes, escribe: «El Montseny –so-bre todo la parte norte del Montseny– era una maravilla de una rusticidad inmensa. Algunos –pocos– escogidos tuvieron la suerte de descubrirlo y se convirtieron en una secta de iniciados que conservaban su secreto, como si un aumento de afluencia pudiera hacerle perder su encanto irremediable-mente. País desconocido, lejano, remoto, era la alta montaña situada ya muy al sur. Ofrecía un conjunto de belleza fascinante».

Uno de los entusiastas de Viladrau fue el crítico Jaume Bofill i Ferro (1891–1968), que escribió que «en la vertiente norte del Montseny –la vertiente sur es ya un poco árida– encontramos un país donde parecen confluir las bellezas de los países más admirables que hay en el mundo: los de Europa».

Este paisaje europeo, tan distinto de todo y tan cerca de Barcelona, fascinaba a los escritores del Novecientos. Guerau de Liost, nombre de plu-ma de Jaume Bofill i Mates (1878–1933), le dedicó el libro La muntanya d’ametistes (La montaña de amatistas) (1908). Este libro contiene algunos poemas que hoy están grabados en piedras en las fuentes de Viladrau. Hay uno que dice:

Gòtics semblant el faig, l’avet, puja, segur, l’avet ombriu, rígid de fulles, d’aire fred, car és d’un gòtic primitiu

Amb son fullatge trèmul, net,Ben altrament, el faig somriu,Més joguinós que massa dret,Car és d’un gòtic renadiu..2

2 «Gótico como la haya, el abeto, || sube, seguro, el abeto sombrío, || rígido de hojas, de aire frío, || ya que es un gótico primitivo. || Con su follaje trémulo, limpio, || en cambio, el haya sonríe, || más juguetona que recta en exceso, || pues es de un gótico renaciente...»

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Otro poeta, Marià Manent (1898–1988), publicó en 1975 El vel de Maia (El velo de Maia), el dietario que escribió entre 1936 y 1939, cuando pasó la Guerra Civil refugiado en el Herbolari de Viladrau, un casal construido por el herbolario Bofill, tatarabuelo del poeta Jaume Bofill i Mates, Guerau de Liost. En este dietario explica, en varios momentos, cómo los paisajes de Viladrau le recuerdan a las tierras altas de Escocia.

Hacemos un alto en la fuente de las Paitides, que es el término con el que se conoce a las náyades en el Montseny. Mientras una pareja de jubila-dos llena garrafas a la sombra de un gran abeto, nos entretenemos leyendo el poema «La Font de les Paitides» (La Fuente de las Paitides), de Guerau de Liost, grabado en una lápida:

Entre les feixes esgraonades,cada una d’elles com un retall,brollen les aigües mai estriadescom ansa llisa de pur cristall.

Ton marge dóna granada userda.Les cueretes beuen de tu.D’una pomera que ja s’esquerdaNeda en tes aigües el fruit madur.

Quan les pageses tornen de missaAmb la caputxa plegada al braç,Tasten de l’aigua bellugadissa.

I quan reprenen, testes, el pas,Entre les herbes de la païssaTroben la calma de llurs quintars.3

A muy poca distancia, montaña arriba, hay un par de fuentes más, la del Ferro y la del Noi Gran, que confirman que en Viladrau abundan el agua... y los poetas. Las fuentes surgen en el bosque, entre hayas y robles, con el suelo lleno de hojarasca. En la del Noi Gran, la poesía es de Carles Riba (1893–1959):

La poesia? Cal cercar–la on tu saps jaque és, com la gràciade l’aigua pura i dura d’una font emboscada.4

El agua brota de una fuente muy fresca y fluye montaña abajo, abrién-dose paso entre un lecho de hojas muertas, hacia el pueblo, hacia la riera.

El hostal BofillParamos a comer en el hostal Bofill, un clásico de Viladrau. Está situado en pleno centro del pueblo y fue fundado en 1898 por el doctor Ramon Bofill i Gallés (1858–1931), que junto con sus amigos Valentí Carulla, rector de la Universidad de Barcelona en 1913, y el doctor Antoni Ariet, el alcalde de

3 «Entre los bancales escalonados, || cada uno de ellos como un recorte, || brotan las aguas nunca estriadas || como un asa lisa de puro cristal. || Tu margen da granada alfalfa. || Las lavanderas de ti beben. || De un manzano que ya se resquebraja || nada en tus aguas el fruto maduro. || Cuando las campesinas vuelven de misa || con la capucha doblada en el brazo, || prueban el agua movediza. || Y cuando retoman, erguidas, el paso, || entre las yerbas del pajar || hallan la calma de sus quintales».

4 «¿La poesía? Hay que buscarla donde tú ya sabes || que es, como la gracia || del agua pura y dura || de una fuente emboscada».

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Viladrau de la época, hicieron una gran labor de promoción del veraneo en Viladrau, recomendando tanto el aire fresco de este pueblo situado a más de 800 metros de altitud como las aguas que tanto abundan en sus alrededores. Eran aquellos años en que, a diferencia de ahora, el veraneo de la burguesía barcelonesa buscaba el aire fresco de la montaña y se alargaba hasta tres meses, pues empezaba hacia San Juan, sobre el 21 de junio, y terminaba por la Mercè, el 24 de septiembre.

El arquitecto del Hostal Bofill fue Josep Domènech i Estepà, autor de edificios emblemáticos de Barcelona como el Palau de Justícia, la Cárcel Modelo, el Hospital Clínic, la Salle Bonanova y la sede central de la Catalana de Gas. Unas cuantas fotos antiguas enmarcadas en la entrada del hostal dan fe de la larga vida del establecimiento.

–Mis padres compraron el hostal hace un par de años a una nieta del fundador, pero ya hacía cincuenta años que lo tenían a su cargo –nos cuenta Anna, hija de Ramon Pagès i Morera, propietario del establecimiento–. Por lo que me han contado, Ramon Bofill i Gallès, el fundador, tenía muchos en-fermos e hizo construir este hostal con la intención de que fuera un sanatorio donde la gente viniera a veranear y a respirar aire fresco.

–¿Ha cambiado mucho la clientela con los años?–Aquí sigue viniendo mucha gente de Barcelona. En verano, sobre todo

gente mayor. Tenemos una clientela fiel; algunos incluso se quedan dos me-ses seguidos. En cambio, en invierno solo tenemos gente el fin de semana.

–Es temporada baja.–Para el hostal, sí, pero el comedor trabaja mucho tanto en invierno

como en otoño, por el tema de las setas, las castañas, los jabalíes… Cada lunes me traen un jabalí y no dura mucho, la verdad. Las setas que servimos son, especialmente, higróforos escarlata, níscalos y rebozuelos... Pero, en ge-neral, aquí preparamos la cocina de toda la vida. Los canelones nos quedan muy ricos.

–¿Hacen también cocina bandolera en homenaje a Serrallonga?–Sí, pero es solo carne de perola y judías también de la perola. Es una

cocina de payés, de la tierra.–¿Ha cambiado mucho el ambiente de Viladrau en todos estos años?–Antes era gente, como lo diría, de categoría. Ahora van más raspados.

A algunos incluso les cuesta mantener estas casas tan grandes. Lo que pre-domina ahora es la gente de clase media.

–¿Y todavía van a las fuentes?–Algunos clientes sí van, pero para la gente mayor están demasiado le-

jos. Los mayores pasean un poco, toman el sol y comen. Las fuentes están demasiado apartadas.

–Pero el agua de Viladrau sigue teniendo fama.–¡Y se la merece! Aquí no hay nada de calcio, lo cual es bueno para coci-

nar, para las plantas, para la lavadora... Para la gente, no tanto, ya que los huesos necesitan calcio. Pero, en cambio, la recomiendan para el riñón.

Nos sentamos a una mesa en el café, donde hay más ambiente montañero que en el comedor, este más pulido, con los manteles de hilo y las vistas de la montaña. En la parte central del café hay una estufa que permite hacerse

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una idea del frío que hace en invierno en Viladrau, y el gran televisor situado en un ángulo atrae todas las miradas.

Comemos los canelones que nos ha recomendado la dueña y cordero a la brasa. Está todo muy rico, pero el problema es que, después de una comida tan contundente como esta, da pereza seguir el paseo. De todos modos, nos levantamos dispuestos a pasar al siguiente capítulo.

Valentí Blancafort, buscador de setasVamos a visitar, cerca del Hostal Bofill, a Valentí, oriundo de Viladrau de 79 años, que se hizo famoso a raíz de la emisión durante cinco temporadas del programa de TV3 Caçadors de bolets (Buscadores de setas). Nos han dicho que conoce muy bien la historia de Viladrau y de los bosques de los alrededo-res y, por supuesto, que es un gran buscador de setas. No nos decepciona, ya que, nada más llegar, nos muestra unas colmenillas y unas senderuelas que ha encontrado esta misma mañana de mayo.

–Nací en 1931, antes de la guerra, y vivo aquí, en el Petit Janic –nos sitúa–. La postguerra fue muy puñetera... En cada pueblo había un jefe de Falange, y mi padre no se quiso hacer del Movimiento y sufrimos las con-secuencias con el racionamiento, ya que nos daban menos cosas. Y siendo cinco hermanos... Al que no era de Falange le tocaba menos manduca.

–¿Y en qué trabajó durante aquellos años?–Trabajaba en el campo, pero como la cosa no iba muy bien, me metí a

paleta quince años. Así ahora puedo cobrar una pensión. La vida en el cam-po era muy dura... Si tenías trozos de secano, como yo, y te tenías que fiar de la lluvia, pues mal.

–Pero si parece que aquí hay mucha agua…–Viene de arriba, de la montaña, pero la lluvia se decanta más hacia el

Pirineo.–¿Y qué plantaba?–Centeno, garbanzos, patatas...–La vida aquí debía de ser muy diferente hace solo cincuenta años.–Este era un pueblo muy pequeño y muy tranquilo. Vivía más gente en

las masías, pero eso se ha ido perdiendo. La vida era bastante jodida. Enton-ces no había construcción. Tenías que ir al bosque y trabajar de carbonero o talar árboles con un hacha, nada de sierras mecánicas como ahora... Era un pueblo de payeses, pero ya había algunas casas de veraneantes. Toda la vida las ha habido. Mi madre iba a Balenyà a buscarlos con una tartana. Había trece quilómetros hasta Balenyà, que es donde está la estación de tren.

–Me han dicho que usted sale a caminar a menudo.–Ahora ya estoy muy mayor, pero antes salía cada día. Te tienes que

acostumbrar... Aquí cerca está la Font de l’Oreneta, y un día me encontré allí a un matrimonio de Barcelona. Vi que ella iba con tacones altos y pensé: «Mal asunto para ir a la montaña». Buscaban setas, pero no sabían andar por el bosque. Cuando salen de la ciudad, los hay que están bien jodidos...

–Pero por aquí sí que hay setas.–¡Pues claro! Aquí se da muy bien el rebozuelo, el higróforo escarlata...–¿Y el níscalo?

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–No, níscalos no, porque hay pocos pinos piñoneros, que es donde salen. Lo que hay aquí es pino alto. En el Montseny hay sabateras blancas (Alba-trellus subrubescens), unas setas grandes como un zapato que crecen donde hay hayas.

–¿Y los ceps (setas de calabaza)?–También se encuentran. Los franceses no quieren otras. Aquí las llama-

mos siurenys.–¿Y las oronjas?–No se dan mucho, la verdad. Es una seta muy buena, pero es que esto

de las setas ha degenerado mucho. Debe de ser por el cambio climático. Las estaciones ya no son como tendrían que ser: una semana hace calor, la si-guiente hace frío... Los árboles lo notan. Antes había más árboles y estaban más sanos. Ahora, el castaño tiene un hongo, el chancro; están viendo cómo quitárselo.

–De todos modos, Viladrau sigue siendo un buen lugar para hacer ex-cursiones.

–Sí, se pueden hacer muchas. Cuando era joven tenía una mula, y como ni había tele ni había nada, los veraneantes nos la alquilaban para llevarles la comida. Íbamos al Matagalls, a Sant Marçal... Montábamos una buena procesión: los señores, los niños y nosotros con las mulas. ¡A veces íbamos hasta con cuatro mulas! Aquellos tíos tenían pasta y, claro, a nosotros nos iba la mar de bien.

–¿Ha cambiado mucho el ambiente del pueblo comparado con aquellos años?

–Muchísimo. Ahora la gente joven dice que este pueblo es aburrido, y yo les digo: «Pero si siempre estáis en la plaza o en el bar... ¡Pues cómo no os vais a aburrir! Esto está lleno de fuentes y rincones bonitos, y no conocéis nada». Un pueblo de montaña, si no es para hacer excursiones, está muerto.

–Y, para usted, ¿cuáles son las mejores excursiones?–Por las vistas, el Matagalls y el Turó de l’Home. Pero el Montseny es

muy grande y se pueden dar muchas caminatas. Hay una variedad de árbo-les que asusta.

–¿Cree que el bosque está menos cuidado hoy día?–A los propietarios, el bosque no les da lo que les daba antes. La madera

llega del extranjero, mejor, más arreglada, a muy buen precio... No les sale a cuenta tener un jornalero... Así que el bosque está abandonado. Además, antes había más rebaños que limpiaban el sotobosque. Muchas masías están deshabitadas, la maleza crece salvaje y los bancales acaban llenos de árbo-les...

–¿Le gustaba más la vida antes?–Había más tranquilidad... Aunque, en cuanto a los avances, no era me-

jor. Los de mi edad hemos visto llegar las neveras, la tele, el lavavajillas, el teléfono... En verano, poníamos la carne en la ventana o en una mina para que no se estropease. La transformación que hemos visto de la postguerra hasta ahora ha sido increíble. Yo siempre he tenido luz, pero mi madre me contaba que tenían lámparas de carburo. Y de calefacción, nada... Ahora hay de todo. Se lo digo a mis nietos.

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–¿Y los veraneantes de ahora también son diferentes?–Antes tenías que inclinarte y quitarte la gorra. Tenías que tratarlos

de señores. Era una colonia. Ahora ya no hay esa diferencia. ¡Ahora es la colonia desbravada! Algunos chicos de la colonia se han casado con chicas de aquí, y ya no es lo que era. Antes te decían: «Mira aquella señora, tan guapa, tan blanca». Ahora todos quieren ser morenos y hasta demasiado morenos... La vida era tan diferente. Si no te llevabas bien con el alcalde o con el secre-tario, era mejor que te fueras del pueblo. Antes había un autobús de línea y punto. Llegabas a Vic con más frío del que hacía fuera.

La Font de l’Oreneta Cuando Valentí oye que vamos a la Font de l’Oreneta (la fuente de la golon-drina), enseguida se anima a acompañarnos, bajando por el camino Guerau de Liost, declarado oficial por el Ayuntamiento en 1978, año del centenario del nacimiento del poeta.

–Recuerdo que todo esto, desde mi casa hacia abajo, eran campos –co-menta sin poder hacerse a la idea–. Se ha construido demasiado. Además, han talado tantos árboles que ya ni lo reconozco. Cerca de la riera estaba lleno de chopos y los han quitado todos.

Tras cruzar la riera Major –«este agua va a parar al pantano de Sau», apunta–, encontramos unas ramas secas y apiladas, y Valentí menea la ca-beza.

–Esto es un peligro –dice–. Antes se hacía carbón y no pasaba nada. Ahora el bosque es denso, es como un polvorín.

Enseguida llegamos a la Font de l’Oreneta, que está rodeada de viejos chopos y castaños que, por suerte, no han talado. «Si lo hubieran hecho, ha-bría habido una revuelta», refunfuña Valentí. En un monolito vemos unos versos de Guerau de Liost:

Voldria ser enterrat al peud’aquesta font que endegà el pare.Té campanetes arreu,d’aquelles que plaïen a la mare.Un aire ben senzillhi porta els sorolls de la vilai neteja de brossa l’espilld’aquesta font tranquil·la.Sovint amb el germàhi fèiem un atur, suats de la cacera.En el seu bassal clares mirava el llebrer, vanitós que era.El berenar posava la mullera la taula que fa aquesta roca.L’ombreja un castanyer:damunt la seva casolana socaun dístic em plauria del meu Josep Carner.La gent ara en diu

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la «Font de l’Oreneta».Vora la teva font, fes, oreneta, niu:faràs, demà, companyia al poeta.5

Sobre la fuente, se encuentra el díptico de Josep Carner que Guerau de Liost quería:

Filla del cel jo só la font de l’Oreneta em descobrí l’ocell i em coronà el poeta.6

–Los días de mucho calor, en verano, te pones aquí bajo los árboles y es-tás tan fresquito… –suspira Valentí–. Se está la mar de bien... aunque cuan-do todo era bosque, la fuente era más bonita.

Mientras nos alejamos de la fuente, recordamos lo que nos ha contado Nacho sobre la Font de l’Oreneta esta misma mañana: la inauguró en mayo de 1936 el que entonces era el consejero de Cultura de la Generalidad, Ven-tura Gassol. No obstante, a los dos meses estalló la Guerra Civil y lo que era un paisaje idílico de repente se transformó en un escenario de dolor.

Can RusquellesAntes de separarnos, Valentí nos indica el camino para ir a Rusquelles, ya que él prefiere volver a casa. Caminamos sin prisas, hasta que el bosque se transforma en un jardín medianamente definido alrededor de una masía que muestra algunos elementos de civilización, como un estanque decorado, una valla de boj recortado y una elegante avenida en la que antaño hubo una hi-lera de acacias. Al final, se diría también que can Rusquelles es una mezcla de masía de payés y casa con toques estéticos del Novecientos.

Nos hallamos en la masía de la familia Bofill, transformada por Jaume Bofill i Mates, Guerau de Liost, en su refugio en el Montseny. En el dintel, una invocación, un nombre y una fecha: «Ave María Purísima. Joaquim Bo-fill i Noguer. 1888». Aquí, en Rusquelles, era donde Guerau de Liost organi-zaban reuniones con amigos como Pompeu Fabra, Josep Carner o el padre Miquel de Esplugues.

Marià Manent escribe en su diario de la Guerra Civil: «Pasamos bue-na parte de la mañana en Rusquelles, hoy convertida en casa histórica, un lugar de peregrinación literaria como las casas de Keats o de Goethe. Por todas partes se encuentra la huella de la personalidad poderosa de Jaume Bofill i Mates; la decoración de la casa, los muebles y los pequeños detalles reflejan la curiosa mezcla de aquel noble espíritu, una mezcla de austeridad y refinamiento, de franciscanismo y sibaritismo. Hemos visto su cuarto, el traje de pana, la pamela que tantas veces se puso en sus paseos por los ca-minos del Montseny. Hemos visto la alegre galería donde trabajaba, con los libros, las cortinas de cuadros azules, la banderola catalana en un vaso, un grabado del siglo xviii (Costume espagnol) y un pequeño cañón de bronce que se disparaba con pólvora auténtica».

La casa está cerrada, pero desde fuera conseguimos divisar la famosa galería donde el poeta escribía. Enfrente hay unas cuantas terrazas escalo-

5 «Querría ser enterrado al pie || de esta fuente que hizo papá. || Tiene campanillas, || de aquellas que a mamá le gustaban. || Un aire muy sencillo || trae hasta aquí los sonidos de la villa || y limpia de suciedad el espejo || de esta fuente tranquila. || A menudo con mi hermano || hacíamos un alto, sudados de la cacería. || En su charco claro || se miraba el lebrel, vanidoso como era. || La mujer ponía la merienda || en la mesa que forma esta roca. || Le da sombra un castaño: || sobre su tronco casero || un dístico querría de mi Josep Carner. || La gente la llama ahora || la “Fuente de la Golondrina”. || Cerca de tu fuente, haz tu nido, golondrina: || mañana harás compañía al poeta».

6 «Hija del cielo yo soy la fuente de la golondrina || me descubrió el pájaro y me coronó el poeta».

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nadas con unos caballos pastando, y el Matagalls y la ermita de Sant Segi-mon presiden el paisaje. El aire es limpio y puro, una auténtica delicia.

Al irnos por el camino de las acacias, taladas hace unos años por culpa de un hongo que las atacó, recuerdo los versos nostálgicos de Josep Carner:

Ja no et veuré aquest any, oh casa brunadel vell Montseny, plena de gràcies:no arribaré de sobte al clar de llunaentre el camí de les acàcies...7

Sant Marçal, la ratafía y el mal cazadorSalimos de Viladrau con la sensación de que de cada árbol nace un poema. La concentración de escritores en este pueblo es tan alta, que tenemos ganas de subir a la montaña para ver los árboles y las cimas y tocar la naturaleza.

Subimos por la carretera hasta llegar a Sant Marçal, donde hay una bo-nita ermita del siglo xi situada en un emplazamiento privilegiado, a 1.140 metros de altitud, entre las Agudes y el Matagalls. La niebla empieza a bajar y la ermita, vacía, está flanqueada por un hotel que antes era un refugio de excursionistas (y ahora es escenario de celebraciones de bodas bendecidas por el Montseny) y la llamada Taula dels Tres Bisbes (mesa de los tres obis-pos), situada donde confluyen los obispados de Barcelona, Vic y Girona. No se sabe si es leyenda o historia verdadera, pero Jacint Verdaguer explica que fue en este lugar, tras una larga reunión, donde tres obispos enviaron a un monje a pedir bebida al hostal. El monje les trajo un aguardiente que encon-traron delicioso, pero cuando le preguntaron por el nombre de la bebida, este les contestó que no tenía. Mientras buscaban un nombre con el que bautizar al licor, el secretario, que iba escribiendo el informe de la reunión, dijo, abs-traído, «rata fiat», que quiere decir «queda ratificado». Y este es el nombre con el que se conoce este licor preparado con nueces y abundantes hierbas de la montaña: ratafía.

Cerca de la Taula dels Tres Bisbes, las hayas están dando una hoja nue-va, casi transparente, temblorosa, que parece sacada de una acuarela japo-nesa. Muy cerca se encuentra una fuente llamada Font Bona, que es la que da vida a la Tordera. En una lápida hay escritos, una vez más, unos versos de Guerau de Liost:

Déu te guard, vianant! Que t’imposi el Montsenyuna mica d’amor i una mica de seny...8

Según dicen, la leyenda del mal cazador, versificada por Joan Maragall, también tiene como escenario la ermita de Sant Marçal, donde «la missa ma-tinal || la diuen allà dalt || així que es fa de dia...» («la misa matinal || la dicen allí arriba || en cuanto se hace de día...»). El mal cazador asiste a ella con la rodilla en el suelo, pero, de pronto, ve saltar una liebre, justo en el momento de la consagración, y entonces se olvida de la misa y sale corriendo a cazarla con sus perros. Corre por las montañas días y días, sin poder re-nunciar a la pieza, pero sin llegar a cazarla nunca... Durante años pasará por

7 «Ya no te veré este año, oh casa morena || del viejo Montseny, llena de gracia: || no llegaré de pronto en el claro de luna || entre el camino de las acacias...»

8 «¡Que Dios te proteja, viandante! Que te imponga el Montseny || un poco de amor y un poco de sensatez...»

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delante de la ermita sin entrar, viendo cómo los sacerdotes y los feligreses se van haciendo viejos y muriendo mientras que él, por culpa de la pasión que le hizo renunciar a la santa misa, se ve obligado a cazar eternamente por los bosques del Montseny, cual alma en pena.

Santa Fe, las ninfas y las brujasAlgunos kilómetros más adelante, cuando la niebla ya es tan espesa que parece lo que los ingleses llaman un «puré de guisantes», nos detenemos en Santa Fe del Montseny. El hotel, construido en 1912, está cerrado y no parece que haya nadie por los alrededores. Pero, de repente, aparece un fotógrafo entre la niebla, enfundado en un anorak de color rojo.

–Vivo en Sant Celoni –nos dice– y, cuando veo que hace un tiempo como este, subo aquí a hacer fotos.

–¿Pero no hay demasiada niebla?–¡Qué va! La niebla entre las hayas hace que todo sea más bonito, más

misterioso... La luz ahora me parece preciosa. Acabo de hacer unas fotos de la riera, del estanque y de unas gotas de lluvia en una hoja que han salido muy bien. Este tiempo me encanta.

El fotógrafo se vuelve a perder entre la niebla mientras nosotros avan-zamos hacia la riera y el estanque. Empieza a lloviznar y da la sensación de que el agua está por todas partes en el Montseny. Hay rieras, arroyos, charcos, saltos de agua, estanques e incluso un pantano, el de Santa Fe, que se construyó para obtener energía eléctrica a principios del siglo xx. En aquellos años también había un aserradero por estos rodales.

Visitamos la ermita, resguardada detrás del hotel, y bajamos luego hacia el pantano, caminando entre las hayas y la niebla. Solo se oye el ruido de las ramas que pisamos y las gotas de agua que caen lentamente, como si estuvieran cansadas, con un susurro monótono. Justo en estos momentos en que el agua es la protagonista, conviene recordar las leyen-das de las ninfas que corren por el Montseny.

Cuentan que al heredero de una rica masía de estas tierras un día se le apareció una ninfa en una poza. Se enamoró, y ella aceptó casarse con él con una condición, que no le recordara jamás de los jamases que era una ninfa. Con el tiempo, tuvieron un hijo y una hija y todo les iba muy bien. Un día, la tormenta amenazaba con estropear la cosecha y la mujer, por precaución, dio órdenes de segar todo el trigo. Pero al final la tormenta no estalló y el hombre, enfadado, le reprochó: «¡Ninfa tenías que ser!». En ese mismo instante, la mujer desapareció. Pero cada mañana, los hijos, que amanecían limpios, pulidos y bien peinados, aseguraban que la madre los visitaba por la noche y los arreglaba, mientras no paraba de llorar. A medida que fue pasando el tiempo, la masía fue decayendo y la familia se empobreció, hasta que un día el padre encontró entre los cabellos de sus hijos unas perlas cuyo origen eran las lágrimas de la ninfa.

Las ninfas siempre han tenido buena fama, mientras que las brujas, presentes también en muchas historias del Montseny, casi siempre se aso-cian con el mal.

–El mundo de la brujería y el del bandolerismo suelen ir en paralelo y salen con la miseria –comenta Xavier, que nos acompaña otra vez–. Las

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brujas y los bandoleros están muy relacionados con la montaña, donde había bosques y muchos escondites. En los siglos xi, xii y xiii, había unas mujeres que hacían potingues, pero entonces se las respetaba. Fue a fina-les de los siglos xiv, xv y xvi cuando empezaron a perseguirlas.

–¿Las llevaban a la hoguera?–Aquí les cortaban la cabeza con un cuchillo o las ahorcaban. A las

brujas se las quemaba en Europa y en algunos lugares de España, porque las perseguía la Inquisición. Aquí nunca. Las ahorcaban porque no era la Inquisición la que las perseguía, sino el poder civil. Las perseguían los nobles en tiempos de miseria, en los que convenía buscar culpables.

–¿Hay constancia histórica de que hubiera brujas por estas tierras?–Hay documentos que indican que a principios del siglo xvii, catorce

mujeres de Viladrau fueron condenadas a la horca acusadas de ser brujas. Además, por aquí hay lugares con nombres como el llano de les Bruixes.

A medida que avanzamos por el bosque, los troncos de los árboles, que de vez en cuando rasgan la cortina de niebla, adoptan formas estrambó-ticas y alargadas. Al final decidimos dar la vuelta y regresar al coche. Ya volveremos otro día, cuando la niebla no se empeñe en borrar el paisaje, para subir al Turó de l’Home.

La Masía Mariona y el legado Rafael PatxotVolvemos al Montseny por la parte que da al lado de mar. Salimos de la autopista, dejamos atrás el pueblo de Sant Celoni y, antes de iniciar la gran subida, nos desviamos hacia Mosqueroles, en el término de Fogars de Montclús, para visitar la Masía Mariona. El día es claro, sin niebla, y nos hallamos en una altitud discreta, en una pendiente aún ligera del Montseny, con vistas a unos campos totalmente verdes. La casa, restau-rada por la Diputación hace poco, es preciosa y nos recuerda que volve-mos a estar en el Montseny más civilizado.

La Masía Mariona fue construida entre 1927 y 1930 por el arquitecto Josep Danès por encargo del mecenas Rafael Patxot, que, según dicen, compró estas tierras después de poner un anuncio en La Veu de Catalunya en el que especificaba claramente que buscaba una finca que estuviera en-tre los 300 y los 400 metros de altitud, al pie del Montseny y resguardada de los fuertes vientos.

Está claro que Rafael Patxot sabía muy bien lo que buscaba. No es de extrañar, pues era un hombre muy cultivado, como se aprecia en la ex-posición «Univers Patxot», que se puede ver en la planta baja de la Masía Mariona. Nacido en Sant Feliu de Guíxols, en 1872, de una familia que se enriqueció gracias a la industria del corcho, desde muy joven dispuso de una gran fortuna que le permitió cursar unos buenos estudios y luego hacer de mecenas, mostrando siempre un gran interés por el mundo de la cultura y la ciencia.

Rafael Patxot estudió Astronomía en Londres y, en abril de 1896, mandó construir un observatorio en Sant Feliu de Guíxols para poder estudiar las estrellas. La meteorología, y especialmente la nefología, fue otra de sus pasiones, y en 1900 publicó Meteorologia catalana. Amb observa-

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cions de Sant Feliu de Guíxols (Meteorología catalana. Con observaciones de Sant Feliu de Guíxols). Tanto su padre como su madre murieron siendo él aún joven, y, cuando se trasladó a vivir a Barcelona, entró en contacto con Joan Maragall y con el grupo de escritores vinculados a la revista y editorial L’Avenç. Precisamente para esta editorial tradujo Urania, una novela sobre la musa celeste escrita por el francés Camille Flammarion, y Viaje alrededor de mi habitación, de Joseph de Maistre.

Cuando Patxot fue nombrado albacea de su cuñada, Concepció Ra-bell, creó una fundación con ese nombre que patrocinó el premio musical de composición Rabell y la Obra del Cancionero Popular de Cataluña, para lo cual envió, entre 1922 y 1936, más de cincuenta misiones por Cataluña, el País Valenciano y las Islas Baleares, y consiguió reunir más de 40.000 documentos. En 1919, a la memoria de su padre, el pianista Eusebi Patxot i Llagostera, creó, en el ámbito del Orfeó Català, el concurso musical que lleva su nombre. Cuatro años después, en 1923, creó la Fundació d’Estudi de la Masia Catalana, destinada a recabar toda la información posible so-bre las masías de Cataluña, el País Valenciano y las Islas Baleares; reunió un total de 7.700 documentos que hoy se encuentran guardados en el Cen-tre Excursionista de Catalunya. En 1921, patrocinó la edición del Atles Internacional dels Núvols (Atlas internacional de las nubes), del cual se hicieron ediciones en francés, inglés, alemán y catalán. En 1936, a raíz del estallido de la Guerra Civil, Rafael Patxot se exilió a Suiza.

La Masía Mariona recibió este nombre en homenaje a la hija de Patxot, que murió en 1925 a los 28 años. Algunos años antes, en 1919, murió otra hija, llamada Montserrat. En la entrada de la masía, como un recuerdo sem-piterno, se alzan dos grandes cipreses. En la fachada, encima de la puerta, Rafael Patxot mandó grabar la frase: «Huéspedes vendrán que de casa os sacarán», acompañada de un «Adiós» y de una fecha, agosto de 1936, que es cuando tuvo que marcharse al exilio. Murió en Ginebra en 1964. Algunos años antes, en 1952, publicó en esta misma ciudad un libro de memorias: Adéu a Catalunya. Guaitant enrera. Fulls de la vida d’un octogenari (Adiós a Cataluña. Mirando atrás. Hojas de la vida de un octogenario).

–Prendieron fuego a la casa durante la Guerra Civil, durante la retira-da del ejército republicano, pero la estructura aguantó –explica Dolors, la chica que informa en la exposición–. Estuvo abandonada durante muchos años hasta que el nieto, Rafel Carreras, la cedió a la Diputación de Bar-celona después de que esta mostrara su interés por recuperar el edificio y difundir la obra de su abuelo. Se restauró y se abrió al público en octubre de 2009. Desde entonces, es también la oficina del parque.

En el interior, en una vitrina, se expone su libro Guaitant enrera. En la dedicatoria, fechada en Ginebra el 8 de mayo de 1952, dice: «Adiós a todos los que, conscientes de la personalidad humana y, por lo tanto, de su dere-cho de nacimiento, mantienen la afirmación de la cataluña nuestra y no se uncen a la mentira pública social. Este libro es el cumplimiento de un deber de conciencia y deseo creer que la cataluña tiranizada por el con-sorcio de los tres brazos desplazados, el militar, el eclesiástico y el civil, lo respetará al no desfigurar la personalidad del autor».

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En su ex–libris, también expuesto, Rafael Patxot proclama: «Por mu-cho que sepas, es mucho más lo que ignoras», con un dibujo de Urania, la musa de la astronomía, leyendo el libro del cielo bajo un firmamento estrellado.

En uno de los apartados de la exposición, en la sala de libros y natura-leza, hay unas cuantas referencias al excursionismo, otra de las pasiones de Patxot, que en 1923 rechazó la presidencia del Centre Excursionista de Catalunya por motivos de salud. En esta sala podemos ver fotos suya en el Aneto y de la primera casa que se construyó como estación meteorológica en el Turó de l’Home. Fuera sorprende encontrar dos relojes de sol, uno en la fachada y otro en la parte de sombra. Este último lo mandó poner el nieto de Patxot según una idea de su abuelo, que decía que si la Tierra fuera transparente, el sol llegaría a todas partes. En la esfera hay escrita una cita de la canción de Sisa: «Qualsevol nit pot sortir el sol» (Cualquier noche puede salir el sol).

El Turó de l’Home Al salir de la Masía Mariona, Andoni y yo subimos en coche hasta el Turó de l’Home. La subida, por una buena carretera, es constante, con pendientes pro-nunciadas que hacen que vayamos ganando altura en cuestión de pocos minu-tos. Abajo se va viendo, de manera intermitente, entre los árboles, el pueblo de Sant Celoni y la larga retahíla de coches de la autopista. Los campos van de-jando paso a los bosques y las hayas y los abetos no tardan en imponerse como árboles de las alturas que son. De vez en cuando, el sol se filtra entre las hojas nuevas de las hayas, que se cierran sobre la carretera. Tenemos la sensación de estar en una capilla de árboles, en un templo de la naturaleza.

En la Plana Amagada (llanura escondida), nos olvidamos del coche y ca-minamos hasta llegar primero a las Agudes y luego al punto culminante de la montaña, los 1.706 metros del Turó de l’Home. Es un día de diario y no se ve a nadie; hasta los árboles han desaparecido del paisaje. Estamos solos, ro-deados de una vista panorámica única, con unas nubes que parecen querer agarrarse a las rocas. A nuestros pies da la sensación de que Cataluña entera se expone a la mirada de los viajeros: los valles, las montañas del Pirineo, el macizo de Montserrat, la cordillera del Montnegre, la cordillera del Litoral... Subimos el último tramo del camino, cubierto de piedra de pizarra, hasta el Observatorio Meteorológico, una casa con techo de uralita expuesta a los cuatro vientos. Un poco más arriba se encuentra el vértice geodésico que indica los 1.706 metros del Turó de l’Home, y en uno de los muros exteriores de la casa vemos una placa dedicada a Eduard Fontserè, el meteorólogo que, en 1932, promovió la creación de este observatorio.

Eduard Fontserè i Riba (Barcelona, 1870–1970) fue, como Rafael Pa-txot, un personaje importante de la meteorología catalana. Su gran obra fue precisamente la creación del Servei Meteorològic de Catalunya (Ser-vicio meteorológico de Cataluña), que presidió entre 1921 y 1939. Con la victoria franquista en la Guerra Civil, su carrera se vio truncada, pero siguió trabajando en la clandestinidad para la sección de Ciencias del Ins-titut d’Estudis Catalans.

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La idea de construir un observatorio en el Turó de l’Home, en el punto más alto del Montseny, data de 1881 y surgió de la Associació Catalanista d’Excursions Científiques (Asociación catalanista de excursiones científi-cas), precursora del Centre Excursionista de Catalunya. En abril de 1881, la comisión para la creación del refugio–observatorio subió al Turó de l’Home y decidió el emplazamiento del equipo. En julio se iniciaron las obras con dinero conseguido por suscripción popular, y al acabar el verano, a pesar de las tormentas, se había conseguido construir una cabaña. Pero, al final, se tuvo que abandonar el proyecto por falta de recursos económicos.

En 1932, en ocasión del Segundo Año Polar Internacional, el Servei Meteorològic de Catalunya retomó la idea de instalar un observatorio en el Turó de l’Home, gracias al entusiasmo de Eduard Fontserè. El equipamien-to acabó inaugurándose en verano de 1932. En la cima del Montseny se plan-tó una caseta de madera, aguantada por cables fijados a la roca, que fue el pabellón de Noruega en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929.

Parece evidente que no debe de ser nada fácil vivir en este observa-torio, sobre todo años atrás, cuando la casa–refugio estaba expuesta a la fuerza de tormentas que ponían a prueba su estructura. Fernando García de Castro (Úbeda, Jaén, 1922–1999), que vivió 36 años en este lugar, en-tre 1951 y 1987, escribió un diario en el que explica, por ejemplo, que, en el otoño de 1952, la caseta de madera tuvo que aguantar un huracán que la hizo tambalear peligrosamente. Al ver, de madrugada, que la cosa em-peoraba el meteorólogo decidió abandonar la casa, pero apenas salió, un fuerte vendaval lo estrelló contra el suelo. El hombre se rompió la mano y, dos años después, en 1954, se construyó una nueva caseta de madera, adosada a la antigua por la parte norte. Cuando en 1956 una ola de frío siberiano azotó a Cataluña, García de Castro cuenta que en el Turó de l’Home se alcanzaron los 20 grados bajo cero, se helaron las cisternas y se reventaron las tuberías. El carácter aislado del sitio cambió cuando, en los años setenta, se construyó la nueva carretera, que permitía llegar a la pequeña base militar de transmisiones que el ejército edificó en el Puig-sesolles, vecino del Turó de l’Home. Entonces se hizo el refugio de obra para el observatorio.

Otro personaje vinculado a la historia del observatorio es Miquel, na-cido en 1960, que vivió en el Turó de l’Home hasta 2004. Por otro lado, según los técnicos, los medios de medición actuales hacen que ya no sea necesaria la presencia de un meteorólogo en la cima del Montseny. Se con-templa la idea de trasladar el observatorio al pequeño recinto que queda de la base militar, hoy derruida, para dejar libre la cima del Montseny y restituir el paisaje primigenio.

Sentado al pie del bloque de hormigón que forma el vértice geodésico de la cima, enfrentado al viento y con la inmensidad de un paisaje privi-legiado a mi alrededor, pienso que el Turó de l’Home debería ser una asig-natura pendiente para todos los catalanes. Subir hasta aquí supone, de alguna manera, un reencuentro con un paraíso natural que muy a menudo tendemos a olvidar. Y supone, también, un reencuentro con uno mismo en un escenario grandioso.

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Espacio Natural de las Guilleries–Savassona: el paisaje de Verdaguer

Roble común, Quercus robur

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El Espacio Natural de las Guilleries–Savassona, que se reparte entre los municipios de Folgueroles, Sant Julià de Vilatorta, Tavèrnoles, Vilanova de Sau y Sant Sadurní d’Osormort, se caracteriza por unos bosques extensos y por los riscales que se inclinan sobre las aguas tranquilas del embalse de Sau, que se llenó por primera vez en 1963. La fuerza de la naturaleza se impone en este espacio, aunque este también posee un patrimonio formado por ma-sías, castillos, ermitas, iglesias y monasterios, que de vez en cuando nos sor-prenden como si surgieran de la nada. El rastro del poeta Jacint Verdaguer, nacido en Folgueroles en 1845 y gran conocedor de estas tierras, es otro de los elementos que ayudan a conformar la personalidad de este espacio único.

Empezamos el recorrido en Folgueroles participando en una caminata popular por lugares verdaguerianos organizada por la Casa Museu Verda-guer de Folgueroles y el Consorci de l’Espai Natural de les Guilleries–Savas-sona, que coincide con el Día Europeo de los Parques Naturales. Ese día se conmemora la declaración de los primeros cuatro parques naturales que se aprobaron en Europa, en Suecia, en 1909, hace poco más de cien años.

Verdaguer, poeta popularA primera hora de la mañana, la plaça de Folgueroles ya está abarrotada de gente que, bajo el monumento al mosén Cinto, inaugurado en 1908, y a poca distancia de la casa donde vivió el poeta los primeros años de su vida, actualmente convertida en museo, se preparan para recorrer esta parte de las Guilleries. Hoy, la casa de Verdaguer se encuentra cerrada, pero mere-ce la pena acercarse otro día para hacer un repaso de la vida y la obra del poeta.

Prueba de que Verdaguer fue un poeta popular es el monumento que tiene en la plaza, obra del escultor Josep Maria Pericas y erigido tan solo seis años después de su muerte. Lo pagó la gente del pueblo y los canteros trabajaron en él sin recibir dinero a cambio. Sobra decir que el amor era co-rrespondido, ya que Verdaguer escribió en Aires del Montseny (1901): «Más tarde, en días amargos y de gran penar, huyendo del alboroto de la ciudad, me iba a consolar con la vista de aquella cima, que ve, entre los pueblos de la plana de Vic, el de mi queridísimo Folgueroles, y entre las casas del pueblo, la de mis padres, y en ella el cuartito humilde desde donde yo lo contempla-ba hace medio siglo».

Salimos del pueblo por una avenida flanqueada de plátanos que se van definiendo lentamente entre la niebla de primera hora. El sonido de los pa-sos se amortigua cuando pasamos por la Font Trobada, un espacio natural donde el artista Perejaume trazó un bello homenaje al poeta con motivo de su centenario: una firma que, aprovechando el curso del torrente que pasa, dibuja el nombre de Verdaguer en el cauce, que se llena de agua, y que solo puede verse desde el cielo.

Atrás dejamos las últimas casas del pueblo y, avanzando por el antiguo camino real que va de Folgueroles a Vilanova de Sau, nos adentramos en un paisaje de campos que todavía huelen a hierba recién cortada, con amapolas que dan un toque rojo a los márgenes y que recuerdan los versos encendidos que escribió Verdaguer para esa flor que tiene «el color de la barretina».

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...que per la nova gent com per la vella,la flor de la rosellasempre serà la flor de Catalunya.1 En la primera parada, todavía bajo la niebla y muy cerca del Casol de

Puigcastellet, donde hay restos íberos, a los caminantes nos imponen un brote de tomillo en la solapa según, por lo que nos contará más tarde Carme, la directora del Museo Verdaguer, la tradición que inició el poeta a los 18 años, cuando vivía en can Tona, en Sant Martí de Riudeperes. «Cerca de la Font del Desmai», explica, «ponía a sus amigos un brote de tomillo en el ojal como símbolo de iniciación poética».

La hoya de los LlitonsTras pasar una gran balsa, empezamos a subir por un bosque de pinos y encinas. Ha llovido hace poco y la humedad se ha adueñado de los árboles y los arbustos. Después de subir durante un buen rato, en un cruce de caminos encontramos la hoya de los Llitons, medio disimulada entre las hojas. El agua ha erosionado la roca hasta formar un paso estrecho, de unos cinco me-tros de profundidad. Arriba hay un paso, conocido como el pont de la Bruixa (el puente de la bruja), que nos habla de las muchas tradiciones y leyendas asociadas a la hoya. Una de estas leyendas contaba que en el fondo de la hoya vivían los nitons, unos misteriosos duendes. «Verdaguer lo menciona en una narración autobiográfica, Tempesta a les Guilleries», nos cuenta Carme Torrents. «Cuenta que un día, siendo niño todavía, vio a su madre llorando en la cocina porque no tenía leña. Entonces él, con los hombres de Folgue-roles, salió al bosque a buscar leña, pero les pilló una tormenta en la hoya. Verdaguer se escondió allí y lloró porque temía que salieran los nitons de la leyenda, que eran unos duendes que se te metían en la cabeza y te comían la memoria».

Con la angustiosa leyenda de los nitons en el recuerdo, seguimos mon-taña arriba mientras el sol comienza a rasgar la cortina de niebla. En los márgenes del camino crecen brezo, tomillo y madroño, plantas muy carac-terísticas de los bosques mediterráneos, y, al llegar a Collsameda, los orga-nizadores nos obsequian con unos higos y un chupito.

–Si no os gusta, lo decís al final de la caminata –grita uno de los hombres que hace el reparto –. A ver si así un día lo dejamos de hacer...

El hombre ríe mientras todos elogiamos la dulzura de los higos y alguien nos explica que, en tiempos de Verdaguer, los jóvenes de Folgueroles iban los domingos a ver a la vieja de Collsameda. Eran aquellos tiempos lejanos en los que las terrazas de los alrededores de Collsameda estaban llenas de viñas y entre las cepas había melocotoneros, manzanos e higueras. «Cuando estaban maduros», leemos en una hoja que nos entregan, «la gente de Folgue-roles, que conocía las virtudes de aquellos higos, aprovechaba para darse un buen banquete. La madrina de Collsameda les dejaba coger los higos direc-tamente del árbol, pero con la condición de que fueran después a tomarse un chupito de aguardiente, que ella les vendía a cinco o diez céntimos. Así se ganaba unos dinerillos, que buena falta le hacían».

1 «...que para la gente nueva como para la vieja, || la flor de la amapola || siempre será la flor de Cataluña».

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Desde Collsameda se puede tomar el sendero de gran recorrido GR 2 y visitar lugares de interés patrimonial que gozan de fantásticas vistas, como el castillo de Sant Llorenç del Munt (del siglo ix) y el santuario de Puig–l’agulla (del siglo xvii).

El Salt de la Minyona Continuamos la caminata, paso a paso, hasta que divisamos cómo las rocas de la cima empiezan a entreverse entre las volutas de niebla. Nos encontra-mos ya en la parte alta, y se nota: las grandes extensiones de bosque y las cimas rocosas se van definiendo. En un momento dado, divisamos abajo un tramo de la carretera que va a Vilanova de Sau y uno o dos coches que pasan deprisa. Mirando hacia arriba, vemos los Munts, que es donde tenemos que subir por un sendero que se encarama hasta alcanzar una carretera que llega hasta los 846 metros que mide el Salt de la Minyona.

La vista desde aquí es realmente impresionante, panorámica, con Vi-lanova de Sau a los pies, entre campos y bosques, los riscos de Tavertet al fondo y el pueblo de Viladrau que se entrevé al otro lado, lejos, al pie del Matagalls. En el Salt de la Minyona la naturaleza adquiere una vibrante sensación de amplitud. Se diría que estamos en un balcón desde el que se puede contemplar la mejor de las vistas.

La pequeña imagen de la Mare de Déu dels Cingles (la Virgen de los Ris-cos) preside el lugar desde lo alto de una columna, mientras alguien al lado nuestro recuerda la leyenda del salto de la criada, sobre la que Verdaguer también escribió. Cuenta la leyenda que una joven de los Munts iba a misa a Vilanova de Sau cuando se dio cuenta de que se le había hecho tarde. Decidi-da a acortar el camino como fuera, saltó el risco y consiguió llegar a tiempo a misa, sin hacerse daño. Al cabo de unos días, quiso demostrar a unos campe-sinos escépticos que era capaz de volver a saltar, pero esta vez no se produjo el milagro y la muchacha murió estrellada al pie del risco.

Las alas del poetaPor encima de los Munts, a 864 metros de altitud, nos paramos a comer un bocadillo y a beber agua y vino del porrón. Mientras descansamos, Anna Maluquer nos deleita con un recitado de textos de Verdaguer, entre ellos A una alzina del passeig de Gràcia (a una encina del paseo de Gracia), que el poeta publicó en el diario La Veu de Catalunya en 1903. Empieza con estas palabras: «Hija de las montañas, ¿quién te ha plantado aquí, cerca de un paseo y en medio del ensanchamiento de la ciudad? Seguro que nadie. Eres un recuerdo de las antiguas selvas que bajaban del Tibidabo, una borla de su manto de raso verde que llegaba hasta el mar. La Providencia te ha dejado en medio de la nueva Barcelona para recordarle a esta que fue un prado (...). Mas, ¿no sientes nostalgia, aquí sola? ¿No echas de menos a tus hermanas que están lejos de aquí, del otro lado de Collserola o del Montseny, reñidas con esta civilización que te hace emigrar, te ahoga y te deshonra?»

El contraste entre campo y ciudad se nos hace más evidente que nun-ca mientras escuchamos las palabras de Verdaguer. «Pobre hija de la hoz, ¿cómo te avendrás tú a la titánica moda ciudadana? Aquí todos los árboles,

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inclinando la cabeza al leñador una vez al año, como las ovejas a la tijera del esquilador, se dejan esquilar y podar los brotes que sobran o no, por la cruel hacha. Aquí no está permitido que los árboles tengan nudos o verrugas, ni malos bichos impropios de los árboles civilizados de jardín».

Como nos encontramos cerca del Salt de la Minyona, la rapsoda recita una historia parecida a la de la leyenda, la de la pastorcita Griselda, que aparece en el poema «Canigó», de Verdaguer. Lo hace tan bien, que un es-pontáneo del público le grita: «Si la perfección es un 10, tú tienes un 9,99. ¡Enhorabuena!». La chica responde, con modestia, que todo el mérito es del poeta. Luego, ya que estamos «en este lugar tan fantástico que es como si nos salieran alas», propone recitar el poema «Ales», que acaba con estos versos:

Si catifa és l’atzur de vostres salesquan lo veuré a mes plantes enflorar?Oh, Déu meu, Oh, Déu meu, dau–me unes aleso preneu–me les ganes de volar!2

El siguiente fragmento es un poema titulado «Vora el mar». Nos encon-tramos lejos del Mediterráneo, pero el mar de niebla que se ha extendido a nuestros pies durante buena parte de la mañana sirve de excusa perfecta:

Al cim d’un promontori que domina les ones de la mar, quan l’astre rei cap al ponent declina, me’n pujo a meditar. Amb la claror d’aqueixa llàntia encesa contemplo mon no–res; contemplo el mar i el cel, i llur grandesa m’aixafa com un pes...3 Poco a poco, los participantes de la caminata van llegando. Se sientan

sobre la hierba y se disponen a escuchar los versos de Verdaguer, que se adaptan al paisaje de las Guilleries como una segunda piel.

Al cabo de un rato, reanudamos la marcha, ahora de bajada, ya de vuel-ta al pueblo de Folgueroles. Atravesamos un bosque frondoso hasta llegar a la encina de Masgrau, un árbol espléndido, de gran copa, situado cerca de una masía muy grande. Al lado pastan algunos caballos blancos, ajenos al movimiento de hoy en este camino normalmente solitario. Resulta inevita-ble, contemplando este árbol centenario, recordar el texto A una alzina del passeig de Gràcia, que hemos escuchado hace un rato en los Munts.

La ermita de la DamuntBajamos hasta el Compòsit o can Pericas, donde volvemos a encontrarnos con la carretera, y caminamos hasta los Foquers entre campos y bosques. Una vez allí, tenemos que subir las empinadas escaleras que llevan hasta la ermita de la Damunt (de encima), ya cerca de Folgueroles. La ermita nos recibe con las puertas abiertas y, una vez más, nos invita a recordar a Verda-guer, que evocó la Damunt en el poema «l’Arpa»:

2 «Si alfombra es el azul de vuestras salas || ¿Cuándo lo veré a mis pies florecer? || ¡Oh, Dios mío, Oh, Dios mío, dame unas alas || o quítame las ganas de volar!»

3 «A la cima de un promontorio que domina las olas de la mar, || cuando el astro rey hacia poniente declina, allí subo a meditar. || Con la luz de esa lámpara encendida contemplo mi nada; || contemplo el mar y el cielo, y su grandeza, como un peso, me aplasta...»

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Damunt de mon poblet hi ha una capellad’una roureda secular voltada,és son altar lo trono d’una verged’aquella rodalia sobiranaEra ma pobra mare, que al cel sia,sa més fidel i humil vassalla,i sent jo petitó, cada diumengea dur–li alguna toia me portava, a son Fill oferint–me que em somreia,com jo, assegut en la materna falda...4

Más adelante, en este mismo poema, Verdaguer explica que fue en el encanto de estos paisajes donde descubrió a la musa de la poesía:

...i al pondre’s damunt seu l’astre del dia,corona d’or irradiant de flama,engolir–se’l vegí l’alt Pedraforcafet un vesuvi atapeït de lava,i entre el floreig d’estrelles que naixiendel vespre hermós entre les fosques ales,com aurora divina que em somreiavegí en lo cel la Musa Catalana!5

Anna Maluquer, la misma rapsoda que ha recitado versos de Verdaguer en la cima de los Munts, lo hace ahora al lado de la ermita de la Damunt, este centro espiritual de la gent de Folgueroles desde el que se puede contemplar el Montseny, los Pirineos y la plana de Vic. Los versos de «L’Arpa» son, sin lu-gar a dudas, los que más pegan con el paisaje y, especialmente, con el jardín Brins d’Espígol (hebras de lavanda), que la asociación Amics de Verdaguer de Folgueroles creó al lado de la ermita en 1990, con motivo de la celebración del 25 aniversario de la asociación, procurando que en él hubiera las plantas que Verdaguer menciona en sus poemas.

Anna Maluquer recita un fragmento de Canigó que entusiasma al públi-co, sobre todo cuando, en los versos finales, dice:

...Lo que un segle bastí, l’altre ho aterra,mes resta sempre el monument de Déu;i la tempesta, el torb, l’odi i la guerraal Canigó no el tiraran a terra, no esbrancaran l’altívol Pirineu.6

Reivindicación de VerdaguerSentados delante de la ermita, hablamos de la dimensión del poeta con Car-me Torrents, la directora del Museu Verdaguer de Folgueroles. Hoy Carme está contenta porque en la caminata han participado unas doscientas perso-nas y porque, desde hace ya unos días, se celebran en el museo una serie de actos que atraen a un público de distintas generaciones.

4 «Encima de mi pueblito hay una capilla || de un robledal secular rodeada, || es su altar el trono de una virgen || de las cercanías soberana. || Era mi pobre madre, que en el cielo esté, || su más fiel y humilde vasalla, || y siendo yo pequeño, cada domingo || a llevarle algún ramo me llevaba, || a su Hijo ofreciéndome que me sonreía, || como yo, sentado en la materna falda...»

5 «...y al ponerse encima suyo el astro del día, || corona de oro irradiante en llamas, || tragárselo vi el alto Pedraforca || hecho un Vesubio tapado de lava, || y entre el floreo de estrellas que nacían || de la noche hermosa entre las oscuras alas, || como aurora divina que me sonreía || ¡vi en el cielo la Musa Catalana!»

6 «...Lo que un siglo construyó, el otro lo derruye, || pero queda siempre el monumento de Dios; || y la tormenta, la ventisca, el odio y la guerra || al Canigó no lo echarán a tierra, || no desramarán al altivo Pirineo».

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–La ventaja de Folgueroles –señala– es que se encuentra entre la plana de Vic y las Guilleries, lo cual nos permite hacer caminatas muy interesan-tes. En su obra, Verdaguer siempre presenta el contraste entre el mundo plá-cido de la plana y el mundo salvaje de las Guilleries.

–Verdaguer fue uno de los poetas más populares en vida. ¿Crees que su obra sigue vigente?

–Sin duda. Ahora tenemos en marcha un proyecto llamado «Ayúda-nos a encontrar a Verdaguer», que pretende medir su popularidad en Ca-taluña. Podemos afirmar que hay 399 calles Verdaguer, una cifra que indica que casi el 50% de los pueblos de Cataluña le dedican una calle o una plaza. También hay 65 cimas con el nombre de Verdaguer, y hasta un pico. ¡Ah, y un asteroide! Abrimos un perfil en Facebook con la idea de que la gente nos enviara lugares Verdaguer, y en cinco meses ya tenemos unas tres mil entradas.

–¿Crees que a Verdaguer se lo valora como se merece?–Creo que, en conjunto, está poco valorado. Si fuéramos un país nor-

mal, Verdaguer sería como Shakespeare. Tendría una dimensión mucho más grande de la que tiene ahora.

–¿Por qué es así?–Por varios motivos. Porque durante el franquismo se apropian de él,

porque sus textos son prefabrianos... Piensa que la primera tesis doctoral sobre Verdaguer es de 1980. El estudio de Verdaguer ha sufrido un retraso que ahora estamos intentando corregir.

–¿Dices que el franquismo se apropió de él?–En 1945, el día en que se celebran los 100 años de su nacimiento, Fol-

gueroles se llena de militares y franquistas... Les interesaba reivindicarlo porque era cura y escribía en un catalán no normalizado. En cambio, mi pa-dre me contaba que en la escuela no les dejaban hablar de Verdaguer. Entre que desobedeció al obispo y que los franquistas se lo apropiaron...

Carme Torrents comenta que estaba previsto abrir el Museu Verdaguer de Folgueroles el 25 de julio de 1936, esto es, una semana después del estalli-do de la Guerra Civil. Pero al final no pudo ser hasta 1967, cuando la gente de Folgueroles compró la casa del pueblo donde ahora está el museo.

–Verdaguer pervivirá porque es el poeta de los poetas –proclama, para acabar, convencida de la valía del poeta.

Desde la Damunt, se inicia un descenso suave hacia Folgueroles y los caminantes se disgregan. A partir de aquí, cada uno emprende el camino de vuelta a casa, con el paisaje verdagueriano de las Guilleries todavía fresco en la memoria.

Sant Feliuet de Savassona Conscientes de que solo con la caminata por los lugares verdaguerianos no podemos explicar todas las bellezas del Espacio Natural de las Guilleries–Savassona, decidimos volver al cabo de unos días. Esta vez entramos por el lado norte, por el pueblo de Tavèrnoles, aglomerado alrededor del campana-rio románico de la iglesia de Sant Esteve. Algunos kilómetros más allá, por la carretera que lleva al pantano de Sau, nos detenemos al pie de la ermita de

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Sant Feliuet de Savassona, otro lugar verdagueriano, encaramado en lo alto de unas rocas, que nos han recomendado visitar.

El camino hasta Sant Feliuet se nos aparece como una de esas rutas iniciáticas que te transportan a tiempos pasados. Durante unos veinte minutos caminamos, primero entre bojes, bruscos y musgo, por un en-cinar fantástico donde, de vez en cuando, se alza una roca inmensa que un día se desmoronó desde la cima. Las rocas, redondeadas, enormes, se esparcen entre los árboles como si fueran testigos de tiempos remotos en los que se veneraban los misterios de la madre naturaleza. Cuando llega-mos a la llamada Pedra dels Sacrificis (piedra de los sacrificios), mayor que las demás y con unos cuantos canales horizontales a media altura, la imaginación se desborda. Cuenta la leyenda que esos canales se hacían para recoger la sangre de las víctimas de los sacrificios oficiados por las brujas de la comarca. Muy cerca se encontraron enterramientos neolíti-cos de hace 4.200 años, con un esqueleto y material de la Edad de Hierro y de tiempos ibéricos y medievales.

Se pueden ver unos cuantos clavos de escalada clavados en la Pedra del Sacrifici, así como en las rocas más cercanas. No muy lejos hay un grupo de jóvenes acampados. Un par de ellos están adormilados sobre la hierba, mientras otros dos se esfuerzan por escalar una de las rocas, con una col-choneta de protección debajo. Es la convivencia de dos mundos, el de unas rocas relacionadas con leyendas ancestrales y el de unos jóvenes esforzados en derrotar la verticalidad.

El camino sigue subiendo hacia la ermita de Sant Feliuet, con escalones en el tramo final y musgo acogedor en algunas de las rocas que la rodean. El último tramo, más estrecho que los demás, confirma que nos encontramos en una especie de itinerario mágico que se magnifica cuando llegamos a lo alto y aparece una ermita rodeada de balsas llenas de agua de lluvia.

La vista es espléndida, con el bosque de encinas, las rocas y los campos labrados abajo, y el castillo de Savassona al otro lado de la carretera. Los riscos de Tavertet y las montañas forman una barrera en el lado de levante. Y en el norte, las cimas de los Pirineos y el río Ter, que se dirige hacia el pan-tano, completan un panorama espectacular desde lo alto de una colina que conserva vestigios que datan desde el neolítico a la época medieval.

La ermita, restaurada en 1962 por el Centre Excursionista de Vic, es pequeña y oscura, de piedra. Por lo visto, sus orígenes se remontan a los siglos xi–xii, pero fue reformada en el siglo xvi. Vista con la perspectiva del tiempo, resulta inevitable pensar que el objetivo de esta ermita, que fue construida prácticamente para imponerse al paisaje, era contrarrestar, de alguna manera, el poder de una naturaleza única, casi mágica.

Verdaguer, gran excursionista y amante de estas tierras, solía venir ca-minando hasta Sant Feliuet de Savassona desde Folgueroles. Una placa nos recuerda que estamos en la Ruta Verdaguer y añade que, según escribió el poeta en el prólogo de la novela Castell de Savassona, de Joaquim Salarich i Verdaguer, estas tierras «dividen la plana de Vic de las Guilleries, la tierra de la gente del arte del campo, sencilla y reflexiva, de la de los pastores y leñadores».

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En este mismo lugar, delante de la iglesia y junto al acantilado, se cele-bra desde hace cinco años un recital que se enmarca en el ciclo de Poesía en los Parques, con el espíritu de Verdaguer sobrevolando las palabras de los poetas invitados.

El parador de SauSeguimos por la carretera hasta el pantano de Sau que, de repente, aparece ante nosotros como una gran extensión de agua de diecisiete kilómetros de largo por tres de ancho, un mar interior que destaca la muralla natural de los riscos de Tavertet. El campanario de Sant Romà de Sau es el testimonio de un pueblo antiguo sacrificado a los dioses del progreso que asoma la cabeza para recordar que todavía existe bajo las aguas.

El parador, construido en los años sesenta sobre una colina que domi-na el pantano de Sau y ampliado en 2006, intimida por su aspecto de for-taleza. No obstante, la vista compensa cualquier temor. Además de ser un reconocido lugar de reposo, el parador se hizo famoso en julio de 1978, cuando una comisión de veinte ponentes se encerró en él para redactar el primer Estatuto de Cataluña aprobado después del franquismo. Un monumento de Josep Ricart, con cuatro barras de ladrillos, se encarga de recordarlo en la entrada.

Las enormes vistas sobre el pantano, los bosques y los riscos que lo ro-dean son un buen argumento para alojarse en él. También lo son las excur-siones que se pueden hacer desde aquí. Una de ellas lleva al monasterio de Sant Pere de Casserres, perteneciente al Consell Comarcal d’Osona, que to-davía se encuentra fuera de los límites del Espacio Natural de las Guilleries–Savassona, y que merece la pena visitar.

Sant Pere de CasserresEl lugar donde se encuentra situado el monasterio de Sant Pere de Casserres, en lo alto de una elevación que domina un meandro muy cerrado del río Ter, es realmente excepcional. Llegamos al atardecer y nos acompaña Oriol, un guía de Folgueroles que nos comenta que cada año el monasterio recibe unas 25.000 visitas.

–Sant Pere de Casserres abrió al público en 1998, tras unas obras de restauración que comenzaron en 1994 –nos cuenta Oriol–. Antes era una ruina, daba pena. Pensad que estuvo abandonado durante casi trescien-tos años.

Según la leyenda, el monasterio, construido encima de un castillo y de una necrópolis, fue fundado por los vizcondes de Osona y Cardona sobre las reliquias de un niño que se conservó momificado. Este habló a los tres días de nacer y dijo que no viviría más de treinta días y que, cuando muriera, su cuerpo debería colocarse en un arca sobre una mula ciega. Tendrían que dejar ir libremente al animal y allí donde se detu-viera deberían edificar un monasterio dedicado a san Pedro. Durante muchos años, las reliquias del niño se conservaron en el monasterio y fueron muy veneradas, pero en 1904 el vicario de Vic prohibió el culto, pues no constaba que fueran auténticas. En 1966 alguien robó el cuerpo

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del monasterio y lo devolvió en 1989 en muy mal estado. Actualmente se conserva en la masía Pla de Roda.

Empezamos la visita por el claustro, ampliamente reconstruido: dos de los lados están hechos con columnas de piedra y los otros dos con pilares con capiteles, con hormigón que rellena los trozos añadidos.

–Los terremotos de los años 1427 y 1428 destrozaron el claustro –explica Oriol–, y los monjes decidieron reconstruirlo con pilares, aunque originaria-mente había columnas de piedra. Al final ha quedado a medias.

El campanario, con una escalera de roble de 1551, la sala capitular y la cámara prioral impresionan, pero la parte más espectacular del monasterio es, sin duda, la iglesia. Es más ancha que larga, fue consagrada en 1050 y consta de tres naves y tres ábsides.

–Aún impresiona más cuando pensamos que aquí nunca hubo más de doce monjes –comenta Oriol–. Fijaos en esta columna: hay restos de pintura que nos muestran cómo debía de ser la iglesia cuando estaba pintada.

Se sabe que la iglesia estaba totalmente pintada, como los monaste-rios ortodoxos. Y, para que nos hagamos una idea, hay una maqueta que lo muestra. Las más documentadas son las pinturas del ábside, hechas por los artistas del taller de Vic. En la parte baja había motivos con cortinajes; en medio, imágenes del Antiguo Testamento; y arriba, del Nuevo. Todo ello estaba coronado por el Pantocrátor.

Cuesta imaginar cómo debía de ser la iglesia completamente pintada. En todo caso, su estado debía diferir bastante de la actual majestuosidad que le otorgan las paredes de piedra desnuda.

Llama la atención, en un lateral, una arqueta que contiene los despojos de Guillem de Tavertet, obispo de Vic entre 1195 y 1233, que falleció en Cas-serres el 25 de septiembre de 1233.

–Estas reliquias también fueron robadas –explica Oriol–. No se sabe quién las dejó hace algunos años en el Ayuntamiento de Vic. Dijo que las devolvía ahora que el monasterio estaba restaurado. Según los análisis, son de la época, pero no se puede asegurar si son o no del obispo.

No es de extrañar que Sant Pere de Casserres sea un monasterio rodeado de leyendas y misterios. Tras un tiempo esplendoroso en que los condes y los obispos lo frecuentaban y lo favorecían, en los siglos xvi-xvii se vio abando-nado. A finales del siglo xv, solo quedaban dos monjes, y en 1572 se unió al colegio de jesuitas de Belén de Barcelona, que lo utilizó únicamente como granja. Con la expulsión de los jesuitas, en 1667, el monasterio se vendió a Pau Pla, de la masía Pla de Roca, por 6.407 libras, 5 sueldos y 10 dineros. Cesó la actividad religiosa y posteriormente pasó a manos de la familia Ari-sa–Pallàs, de las Masías de Roda, que lo mantuvo como masía.

Cuando en 1931 el monasterio fue declarado monumento histórico artís-tico, se veló por su conservación, pero el paréntesis de la Guerra Civil frenó las obras y estas no se retomaron hasta el período de 1952–1962, cuando el arquitecto Camil Pallàs, de la familia propietaria, llevó a cabo importan-tes obras de consolidación en él. En 1991, cuando fue adquirido por el Con-sell Comarcal d’Osona, se inició la restauración a fondo del monasterio, que abrió sus puertas al público en 1998.

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Vilanova de SauVilanova de Sau, un municipio de 60 kilómetros cuadrados de superficie, es el que ocupa la mayor parte de las tierras del Espacio Natural de las Guille-ries–Savassona. Cuando el antiguo pueblo de Sant Romà de Sau se anegó bajo las aguas del pantano, sus tierras se repartieron entre tres municipios –Vilanova, Sant Hilari y Susqueda–, y a Vilanova le correspondió la parte más grande.

Hemos quedado en el Hotel La Riba, al otro lado del pantano, para ha-blar de este espacio natural con Joan Carles, regidor de Cultura, Medio Am-biente y Deportes de Vilanova de Sau.

–Este es un buen lugar para quedar –nos dice de entrada mientras nos sentamos en el bar del hotel–, ya que pertenece a Àngel Font, el único habi-tante de Sant Romà de Sau que todavía vive cerca del embalse. Los demás se marcharon cuando se llenó, en 1963, y todas las tierras fértiles se perdieron.

Àngel hijo, que sirve cafés detrás de la barra, sonríe y comenta: «Llega mucha gente buscando al abuelo, que es quien vivió más a fondo el fin del pueblo, pero está ya muy mayor y no quiere saber nada del pasado. Tendréis que hablar conmigo».

Quedamos para hacerlo más tarde y empezamos poniéndonos al día con Joan Carles.

–En Vilanova de Sau vivimos 330 personas –explica–. Nos esforzamos por mantener la escuela, que es rural, como las de antes.

Mientras paseamos por los alrededores del hotel, Joan Carles va nom-brando las hierbas aromáticas y medicinales, que conoce a la perfección gra-cias a su trabajo de herbolario.

–Este es un valle muy curioso –dice–, porque es un reducto de flora. Aquí se encuentra un tercio de la flora de Cataluña.

Cada primer domingo de junio, se celebra en Vilanova de Sau la Feria de Hierbas Medicinales, que llena el pueblo de intensos aromas.

–Tenemos una plantación de 1.500 metros cuadrados, el Jardí de les Olors (jardín de los olores), en Vilanova de Sau, y recogemos hierbas del bos-que. Las que no encontramos, las compramos, sobre todo en la parte de Lé-rida. Aquí ya no quedan payeses, desgraciadamente.

Vilanova de Sau también es famosa por las seis casas de colonias que hay, que aprovechan el entorno idílico del embalse, y por algunos hoteles y restaurantes que reciben una gran afluencia de turistas durante el fin de semana, sobre todo en primavera y en verano.

–Aquí viene mucha gente amante del deporte –comenta–. Se puede ha-cer kayak, escalada y submarinismo. O sea, practicamos deportes integra-dos en la naturaleza, no de aventura. Precisamente esta noche hacemos una salida de kayak con luna llena.

Bandoleros y romanosJoan Carles explica que este es el tramo más abrupto de las Guilleries y que durante algunos siglos había bandoleros por estas tierras. Busca en el plano hasta encontrar la masía Serrallonga, de donde viene el nombre del bandole-ro Serrallonga, nacido en Viladrau.

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–El padrino de Sau, que era su segundo, era de Sant Romà –prosigue–. Su casa está ahora bajo las aguas.

A continuación explica un interesante hallazgo que se hizo por azar en 2005, cerca del antiguo pueblo de Sant Romà:

–Un día que habían bajado mucho las aguas apareció un perro con un hueso en la boca. Parecía una tibia humana. Lo seguimos hasta encontrar, cerca del pueblo de Sant Romà, un agujero con una losa. Era una necrópolis. Llevábamos ya un tiempo sospechando que podía haber una vía romana por el valle. Más arriba había lo que creíamos que era una ruina de una pequeña iglesia románica. Cuando los arqueólogos la examinaron, vieron que era una domus prerrománica, la Domus del Pi, con muros tardorromanos de los si-glos iv y v, y con tumbas de los siglos vii-viii.

La casa, que fue destruida por las tropas del obispo de Vic en 1276, ha resultado ser, según se ha descubierto después de hacer excavaciones bajo la dirección de los arqueólogos Jordi Amorós y Roker Yll, una fortaleza defen-siva medieval, de muros muy gruesos, donde se protegían de los ataques las gentes que vivían cerca del río Ter.

El embalseLa idea de hacer una presa cerca de Sant Romà de Sau viene de lejos y, de hecho, en el siglo xix ya funcionaba una más abajo del río Ter, destinada a fortalecer la industria textil.

–Hacia 1917 se proyecta el pantano de Sau –explica Joan Carles Álva-rez–. Hay fotos de los ingenieros alemanes que vinieron aquí. Costaba 14 millones de pesetas, que era mucho dinero en aquella época. Se fue pospo-niendo y la Guerra Civil dejó el proyecto en tiempo muerto. En la posguerra se retomó y en 1948 se iniciaron las obras del pantano, aunque no se llenó de agua hasta 1963.

En el Hotel La Riba hay una exposición de fotos antiguas y recortes de publicaciones que ilustran cómo era el valle antes del embalse. Uno de estos recortes empieza así: «Martes y trece; en tal día de agosto de 1963 comenza-ba a embalsar el pantano...». La foto que más se repite es la del campanario que asoma la cabeza por las aguas, como un testimonio eterno del pueblo que fue anegado por el embalse.

–Cuando está lleno, pasamos por en medio con los kayaks –explica Joan Carles Álvarez–. En 2000 avisamos de que estaba muy deteriorado y que corría peligro de caerse. Como no nos hicieron caso, al final fuimos los ha-bitantes de Vilanova de Sau los que rellenamos la torre de hormigón y lo reforzamos. Es un símbolo que no queremos perder.

Joan Carles recuerda que durante algunos años circuló por el pantano una especie de golondrina, como las del puerto de Barcelona, que paseaba turistas por Sau.

–La barca se llamaba El fadrí de Sau (el padrino de Sau), pero la retira-ron a raíz del accidente del lago de Banyoles, en 1998, cuando se hundió una de esas barcas y murieron 21 jubilados franceses –añade–. Un día fui a hacer submarinismo a cala Monjtoi, cerca de Roses, y al salir del agua me encontré con la barca. Al leer el nombre de El fadrí de Sau me sentí desorientado. Por

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un momento pensé que tal vez había llegado por un túnel hasta el pantano de Sau... –dice sonriendo–, pero no, es que la gente de allí se la quedó.

La memoria de Sant RomàÀngel Font, nacido en 1951, tenía doce años cuando las aguas del embalse anegaron Sant Romà de Sau. Su padre, que tenía la fonda del pueblo que ahora está bajo el agua, construyó otra en la parte alta de la finca, donde sabía que no llegarían las aguas. Le puso el mismo nombre, La Riba, y ahora es un hotel con trece habitaciones donde se sirven platos en los que predomi-nan los alimentos obtenidos en la misma granja, que se esfuerza por seguir un desarrollo sostenible.

–Es curioso, pero tengo muchos recuerdos del valle pero no de la casa –nos cuenta Àngel, sentado a una de las mesas del bar, debajo de una gran foto del valle antes del pantano–. Hacía tiempo que estábamos fuera cuando se llenó el pantano; vivíamos en la parte alta pero todavía íbamos a la escue-la de Sant Romà y comíamos en Cal Ferrer. Recuerdo las ovejas, las vacas, el río, el puente… todo. Cultivamos las tierras hasta el final.

–¿Cómo era la casa antes?–Era una casa solariega y una fonda típica, con un granero... Era lugar

de paso de muchos excursionistas que paraban allí a comer.–¿Y la nueva Riba, donde estamos ahora, es muy distinta?–Mi padre abrió una tienda y un bar para los trabajadores de la presa,

donde ahora está la Morilla, cuando se hizo el proceso de expropiación, que fue muy largo, pues duró casi veinte años. En el 63 lo traspasó y toda la fa-milia vinimos aquí. Somos tres hermanos.

–¿Y adónde se fue el resto de la gente del pueblo?–La mayoría de la gente del valle se fue repartiendo por la comarca. So-

mos los únicos que quedamos, ya que teníamos tierras en la parte alta de la finca.

–¿Es muy distinta la vida fuera del pueblo?–Como las obras duraron veinte años, la gente más mayor se fue mu-

riendo. El abuelo, el cura… Fue una agonía muy lenta, a la que nos fuimos acostumbrando... Además, como se sabía que las aguas lo anegarían todo, la gente no reparaba las masías y se iba cayendo todo a pedazos… Lo único que no se tocó fue la iglesia, que era del obispado.

–¿Siente nostalgia de aquellos años?–No. Ha pasado tanto tiempo... Pero cuando miras esa imagen –y señala

con la cabeza la foto que preside el bar, en la que se ve el pueblo antes del pantano–, dices: «¡Qué bonito era el valle!»

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El Parque del castell de Montesquiu:de Wifredo el Velloso a Emili Juncadella

Pino silvestre, Pinus sylvestris

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El parque de Montesquiu es el más pequeño de los doce que componen la Red de Parques Naturales de la Diputación de Barcelona. Tan solo mide 547 hectáreas y se diría que se limita al castillo de Montesquiu y la finca que lo rodea. A pesar de sus reducidas dimensiones, contiene una serie de elemen-tos interesantes, empezando por el castillo en sí, cuyos orígenes se remontan al siglo x, y siguiendo por una idílica combinación en la que van de la mano un paisaje verde de montaña y los meandros que dibuja el río Ter en esta tierra situada en el límite entre Osona y el Ripollès, también conocida como la subcomarca del Bisaura.

Entramos en el parque tras atravesar el pueblo de Montesquiu –aunque también existe otro acceso desde el pueblo de Sant Quirze de Besora–, que surgió a la sombra del castillo ya hace siglos, y el río Ter. Enseguida nos ha-llamos en un entorno verde ideal para relajar el alma. Después de una corta subida, aparece el castillo: grande, imponente, con un jardín alrededor que le confiere un aire señorial, de château a la francesa.

Un castillo con mucha historiaEduard, el director del parque, nos recibe en la casa donde se encuentran ubicadas las oficinas del espacio natural, junto al castillo. Es un día tran-quilo, entre semana, y en su despacho, en el que trabaja rodeado de mapas, libros e informes de distinta índole, reina la calma.

–El principal punto de interés del parque de Montesquiu es el castillo –nos explica con el mapa desplegado sobre la mesa–, pero también tenemos el tema del excursionismo. La gente sube desde aquí hasta el castillo de Besora y la sierra de Bufadors, que es una montaña mediana.

Si miramos el mapa con atención, vemos que la estructura del parque es muy clara, con el castillo en el extremo más meridional, el río a sus pies y tres sierras cubriéndole la espalda en la parte norte: la loma del Castell, la loma de la Rovira y la sierra de Bufadors. Del otro lado del río, se extiende una pequeña parte del parque, con la masía de les Codines y la loma Gran como referentes.

La historia reciente del castillo de Montesquiu indica que su último propietario, Emili Juncadella, dejó la finca a su hermana Mercedes en 1936, cuando murió, con instrucciones precisas de que pasara a ser pro-piedad de la Diputación de Barcelona cuando ella faltara. En 1976, des-pués de que Mercedes Juncadella falleciera, el legado pasó a la Diputa-ción, y, en 1986, se creó el parque, con lo que todo el entorno del castillo quedó protegido.

–No sabemos exactamente quién construyó el castillo, pero sabemos que su historia se remonta hasta una torre fortificada que debió de construirse hacia el siglo ix para controlar el paso del río –apunta Eduard–. Es lo que ocurre con estos edificios antiguos, que nadie los funda. Se van haciendo con los años. Empezó siendo una torre, como acabo de decir, y luego se le fueron añadiendo otras dependencias a su alrededor.

–¿Se relaciona a algún caballero ilustre con el castillo?–Toda la documentación histórica está ahora en el Museo Comarcal de

Ripoll. Aunque esto sea Osona, siempre hemos tenido más relación con el

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Ripollès, ya que estamos en el punto de unión de las dos comarcas. Todo apunta a que fue Wifredo el Velloso quien mandó edificar la torre.

¡Wifredo el Velloso! ¡Caray! Al noble que inició la dinastía condal de Bar-celona, nacido hacia 840, resulta que se lo relaciona con el origen del castillo de Montesquiu. De Wifredo el Velloso, fallecido durante la razia musulmana de 897, nos llega la leyenda de las cuatro barras del escudo de Cataluña que, según parece, el rey de Francia trazó con cuatro dedos llenos de sangre sobre su escudo dorado.

–¿Y qué más se sabe del castillo?–Sabemos, por una referencia documental, que una hija de Wifredo,

Emma, compró el castillo de Besora en el año 921 y que fue la primera aba-desa del monasterio de Sant Joan de les Abadesses, que antes se llamaba Sant Joan de Ripoll. Al principio, los señores vivían en lo alto de la monta-ña, en el castillo de Besora, que hoy no es más que una ruina, pero segura-mente en aquellos tiempos no había ni rastro del castillo de Montesquiu que vemos ahora.

–¿Y qué otros nombres hay relacionados con el castillo?–Arnau Guillem de Besora es quien decide bajar al castillo de Montes-

quiu, en el siglo xiv. Consideró que ya había la calma necesaria como para no tener que vivir en un castillo encaramado a una montaña.

–Supongo que el castillo se fue ampliando.–En efecto, pero sobre todo se amplía notablemente en el siglo xvii, de

mano de Lluís Descatllar... Construye los ventanales más grandes y le da otro aire.

–Hasta hoy día.–En el siglo xx, el personaje más interesante es Emili Juncadella, que

pertenecía a la tercera generación de los Juncadella que vivieron allí. El abuelo Juncadella lo compró a los señores de Queralt y fue Emili Juncadella quien hizo la última gran reforma, básicamente entre los años 1917 y 1920. Por desgracia, no sabemos cómo era antes, ya que no se guardaron ni foto-grafías ni grabados.

–¿Los Juncadella vivían allí todo el año?–Pasaban temporadas. La mayor parte del año estaban en Barcelona.

Emili Juncadella era un personaje muy interesante, aficionado a la caza y los viajes.

–¿Y cómo murió?–Lo fusilaron en el aeropuerto de El Prat, que por aquel entonces se lla-

maba aeropuerto Muntadas, el 21 de julio de 1936, cuando pretendía huir a Italia al estallar la Guerra Civil y ante la amenaza de los comandos anar-quistas. Era diputado de la Diputación, no tenía hijos y dejó el castillo a su hermana con instrucciones de que luego pasara a manos de la Diputación.

Según cuentan en el pueblo, la hermana subía de vez en cuando al castillo, sobre todo en verano. Primero iba con gran boato, como una gran señora de verdad, pero poco a poco, a medida que debieron de irle escaseando los ingresos, fue bajando de nivel. Cuentan que los últimos años iba a Montesquiu en tren y se dedicó a explotar el bosque de la finca para sacarse algún dinero.

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–La Diputación de Barcelona reformó primero los tejados del castillo. En los noventa, hicieron las últimas reformas, convirtiendo los graneros que había en los desvanes en salas de conferencias. También instalaron un ascen-sor y calefacción.

–¿Se puede dormir allí?–El legado lo prohíbe. Emili Juncadella no quería que el castillo fuera ni

una residencia ni un restaurante. Dejó claramente establecido que el castillo de Montesquiu debía tener un uso cultural y pedagógico. Ahora se hacen algunas convenciones, pero nada de quedarse a dormir.

Por lo que nos cuenta Eduard, en el resto del parque hay algunas fincas agrícolas: la del Castell, la de les Codines, la de la Solana, la de les Planeses y la de Sant Moí. En todas ellas había masías que, con los años, se han ido que-dando despobladas. Por otro lado, la Diputación tiene previsto acabar las obras de adecuación de la escuela de la naturaleza de las Codines y consoli-dar el proyecto de un centro forestal especializado en la Solana, que durante nuestra visita todavía no estaban en funcionamiento. El parque consta de un tercer equipamiento, el restaurante de la Casanova del Castell, donde se puede comer en un ambiente relajado.

–Actualmente se están recuperando todos los bancales agrícolas y tam-bién gestionamos el bosque –prosigue Eduard–. Gracias a un programa llevado a medias con la Fundación la Caixa, recuperamos los bancales de Sant Moí y una parte de los de la Casanova del Castell. Esta última finca ha establecido un convenio con la Facultad de Veterinaria de la UAB para ir reintroduciendo la oveja de raza ripollesa, que se encontraba en peligro de extinción, para mantener los pastos. Actualmente tenemos unas veinte ove-jas. Por otro lado, en las Planeses hemos introducido la vaca lemosina, que mayoritariamente pasta en el bosque. La idea es traer también las ovejas a las Codines y montar una escuela ganadera.

–¿Tenéis mucha relación con el municipio de Montesquiu?–Un 94% del término municipal está dentro del parque. Por lo tanto, sí,

tenemos mucha relación. También hay partes de la finca que pertenecen a Sora, a Santa María de Besora y a Sant Quirze de Besora.

–¿También tenéis planes para el río Ter?–El río depende de la Agencia Catalana del Agua. Nosotros tenemos un

circuito pedagógico de paseo, para que los niños se familiaricen con la natu-raleza, que va por la umbría y sigue por un tramo de la orilla del río.

Un paseo por la orilla del ríoPara familiarizarnos con el entorno verde del parque, vamos a realizar el itinerario señalizado por la umbría del castillo. Se tarda más o menos una hora y es un recorrido circular, fácil y agradable que atraviesa bosques de pinos y robles, por la orilla del río Ter y por algunas rieras. Cerca se sitúa el espléndido jardín del castillo, con árboles foráneos que mandó plantar Emili Juncadella, como secuoyas y cedros del Líbano. Al otro lado del río, se ve el pueblo de Montesquiu, con casas nuevas, en su gran mayoría, una zona deportiva y la carretera que pasa de largo y que concentra todas las prisas.

Cerca del río vemos huertos muy bien cuidados y la típica vegetación de ribera, de un verde impreciso, con alguna fuente que ayuda a sobrellevar la

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caminata. El boj, el arbusto emblemático del parque, abunda por todas par-tes. En un momento dado del paseo, se puede girar hacia el interior para ir a la Solana, pero preferimos seguir por la orilla del río.

Al llegar a la Fragua de Bebié, que ocupa un extremo del municipio de las Llosses, fuera de los límites del parque, el paisaje cambia bruscamente. En 1899, se puso en marcha en un meandro del Ter esta antigua fragua que hoy está cerrada y en un estado de abandono considerable. Antiguamente, en este mismo lugar hubo un molino, conocido como el molino de Rocafigue-ra, pero durante la industrialización que se vivió a finales del siglo xix en la cuenca de los ríos Ter y Llobregat, se decidió que aquel era un buen lugar para instalar una fragua.

Para explicar la historia de la Fragua de Bebié, debemos remontarnos al ingeniero suizo Edmond Bebié, propietario de una fábrica de hilos en el can-tón suizo de Argovia, cerca de Zurich. Según explica la historiadora Rosa Serra en Colònies tèxtils de Catalunya (Colonias textiles de Cataluña), el hijo de Edmond, Ernest, que estudiaba en la ciudad de Winterthur, «se puso en contacto con un compañero de estudios de Vic, que fue quien le habló de las posibilidades de aprovechamiento hidráulico que ofrecía el río Ter y del he-cho de que muchos fabricantes textiles catalanes se instalaban a sus orillas para aprovechar la energía hidráulica».

Hacia 1985, Edmond Bebiè compró a la familia Rocafiguera 400 hec-táreas de terreno a un lado y otro del Ter y empezó la construcción de una fábrica de hilos, con una colonia para los trabajadores. La fábrica arrancó en 1899, disfrutó de unos años de gran prosperidad durante la Primera Guerra Mundial (1914–1918) y llegó a disponer, a partir de 1920, de una estación de tren y, a partir de 1955, de una iglesia propia. Sin embargo, en 1978, la fábrica hizo una suspensión de pagos y, aunque experimentó alguna mejoría momentánea, actualmente es un lugar abandonado donde llama la atención el edificio principal, con la bandera suiza en la fachada y unos jardines que en su día estuvieron muy bien cuidados.

No obstante, pasear hoy por la Fragua de Bebié, es como hacerlo por un lugar donde el progreso pasó del largo. Ciertamente, la fábrica vivió grandes momentos de gloria, pero hoy día está todo cerrado, incluso el bar que exhi-be en la fachada un anuncio descolorido de Calisay. Delante, al otro lado de la carretera, los antiguos pisos de la colonia están vacíos, con los ventanucos cerrados y las barandillas de los balcones oxidadas. Reina una sensación total de abandono.

Al otro lado del río, muy cerca del puente por donde cruza el tren y ro-deada de una vegetación de ribera con árboles muy altos, se yergue la peque-ña iglesia de la colonia. No muy lejos de allí, la ermita de Sant Moí confiere al lugar un contrapunto rural.

–Hoy he ido a la sierra de Bufadors y al castillo de Besora –nos cuenta el único caminante que encontramos por allí, un jubilado que prefiere no desvelar su nombre–. Me ha encantado. Soy de Barcelona, pero de vez en cuando cojo el tren y me voy a pasear por la montaña.

–¿Acostumbra a venir siempre por aquí?–Voy cambiando. A veces me bajo en Puigcerdà o en alguna otra esta-

ción. Pero en los días que hace bueno, me gusta caminar por la montaña. Es

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una pena quedarse en la ciudad con este tiempo. Entre semana vengo siem-pre solo, pero los fines de semana me acompaña mi mujer.

El hombre se marcha en dirección a Montesquiu, caminando a buen rit-mo, sin mirar atrás, como si prefiriera no ver la decadencia de la Fragua de Bebié, una fábrica que hace algunas décadas fue un modelo de industriali-zación.

La visita del castilloMercè, la coordinadora de los informadores del parque, es la persona que nos acompaña a hacer la visita del castillo. Empezamos por el jardín francés y por el patio que hay delante, presidido por un pozo falso y, a mano derecha, por una iglesia añadida por Lluís Descatllar en los siglos xvi–xvii.

Tras cruzar la puerta principal del castillo, entramos en una gran sala en la que destaca una escalera de piedra gótica que se nota que no es original.

–Emili Juncadella la compró de un palacete de Barcelona que fue de-rruido –explica Mercè– e hizo que la montaran de nuevo aquí, pieza a pieza.

En esta parte del castillo se conserva también la cocina antigua que, por cosas de las reformas, ahora convive con un ascensor que sube hasta el Centro de Convenciones, que se encuentra en el último piso. Al lado hay una biblioteca con pocos libros, ya que los más importantes se enviaron a Barce-lona y el resto de la documentación se encuentra en la Biblioteca Comarcal.

En la primera planta nos encontramos con otra muestra de las gran-des reformas que Emili Juncadella hizo en el castillo; en este caso se trata de una portada de piedra que tuvieron que desmochar ligeramente para que cupiera. En el interior, en la sala grande, un retrato de Juncadella vestido de cazador, con un perro perdiguero al lado, ambienta la visita.

–Él tenía más formación de gentleman inglés que de burgués catalán –explica Mercè–. Viajaba mucho y le gustaba practicar alpinismo y cazar.

Desde la terraza –otro retoque añadido a posteriori–, hay unas vistas inigualables del parque de Montesquiu y de las altas montañas que lo ro-dean, con el plano del Revell delante y el jardín francés a los pies.

–Desde aquí se controlaba perfectamente el paso del Ter –apunta Mer-cè–. Al lado del río transcurría el camino real que iba de Vic a Puigcerdà pasando por Ripoll, y, por eso, era importante tenerlo controlado durante la Edad Media.

En algunas vitrinas del castillo se pueden ver objetos interesantes, como una casulla y un juego de tocador de París. Asimismo, en una de las paredes, hay una bula papal firmada por Pío XII, convenientemente enmarcada, con fecha de 1949 y a nombre de Mercedes Juncadella. En otra sala vemos una foto de Mercedes con los condes de Barcelona, firmada por estos y con fecha de 1946.

La parte norte, que corresponde al sector del castillo que amplió el noble Lluís Descatllar en el siglo xvii, ha sido reformada por la Diputación con materiales modernos, pues estaba muy deteriorada. En una de les mesas, como un recuerdo del pasado, vemos un teléfono de baquelita que lleva el número 1.

–En la terraza norte, con vistas a los Pirineos, Juncadella quiso que hu-biera dos zonas cubiertas, una para las mujeres y otra para los hombres –

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prosigue la visita Mercè mientras vemos el surtidor del jardín, rodeado de árboles muy altos, y las cimas nevadas del Pirineo al fondo.

Para completar la visita, se puede ver un vídeo en la antigua bodega del castillo, en el que intervienen varios personajes relacionados con la historia del castillo de Montesquiu. Aunque, para ser fieles a la tradición, deberíamos añadir una leyenda relacionada con el castillo. Cuenta la leyenda que una marquesa triste y solitaria que vivía en una de las alas de la fortaleza, de-cidió tirarse por una ventana un día de agosto de hace muchos años. Desde aquel día, cada primero de agosto se puede oír por toda la comarca el grito angustioso de la marquesa al caer al vacío.

Para completar el recorrido, nos falta la visita a la capilla, que está se-parada del castillo, y al denominado Gabinete Juncadella. Aunque, en reali-dad, el gabinete merece otro apartado.

Viajero, alpinista y cazadorEn la planta baja, al lado de la tienda del castillo, se encuentra el Gabine-te Juncadella, una sala en la que se muestran una serie de recuerdos que ayudan a reconstruir la trayectoria vital del empresario Emili Juncadella, propietario de una fábrica de carburos. Aquí podemos admirar, entre otras piezas, un piolet de escalador, un salacot de viajero aficionado a los safaris, una cámara de fotos, unos bastones de golf, esquís y raquetas para caminar por la nieve, y flechas y lanzas que debió de traer de algún viaje por países lejanos.

Las fotos de una cebra y un búfalo cazados en Sudán en 1928 y de un tigre abatido en India en 1929 completan el perfil de este hombre aficionado a los viajes, el alpinismo, la caza y, evidentemente, los castillos.

–Era un montañero muy bueno –señala Mercè–. En la zona de la Mala-deta hay incluso un pico que lleva su nombre.

Sin duda, Emili Juncadella era un burgués atípico. Viajó por África para participar en cacerías de fieras salvajes, también pasó temporadas en India, y en su juventud fue un gran aficionado al excursionismo y el alpinismo. En-tre los documentos que se han encontrado en el castillo de Montesquiu hay muchas fotografías de sus viajes. Una de las series corresponde al largo viaje que hizo en 1929, cuando viajó a India a bordo del crucero Chenonceaux, haciendo escalas en Suez, Yibuti, Adén y el antiguo Ceilán.

El cuaderno de excursionista de Emili Juncadella, hallado en el castillo, está encabezado por la frase latina Mirabilia sunt opera tua Domine (Tus obras son una maravilla, Señor) y contiene anotaciones detalladas de excur-siones realizadas entre 1908 y 1913. La gran mayoría, según el catálogo de la exposición que se hizo en 2003, son descripciones minuciosas del recorrido, pero de vez en cuando Ruscalleda se permite algunas frases que muestran la emoción que sentía. Por ejemplo, en 1911 anota en Cabrioules: «Si la monta-ña es admirable durante el día, iluminada por el sol brillante de los Pirineos, en una noche de luna llena como era la del 6 de diciembre de 1911, cuando a las 9 de la noche llegábamos a Espingo, además de los encantos propios, adquiere el atractivo del misterio y de la placidez silenciosa que tienen las noches purísimas, causando un placer inolvidable».

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A partir de 1913, Juncadella ya no escribió carnés de excursionista, aunque hay constancia de que siguió haciendo excursiones por los Pirineos. Tampoco se han conservado los cuadernos de viaje, pero se sabe que viajó mucho a lo largo de su vida.

Las CodinesDespués de comer en la Casanova del Castell, un restaurante con vistas muy bien situado y con una cocina casera a buen precio llevada por Pere y Mercè, volvemos a cruzar el río Ter y el pueblo de Montesquiu para visitar la otra orilla del río.

La masía de las Codines, restaurada recientemente y destinada ahora a equipamiento pedagógico, está cerrada y no se ve a nadie por los alrededo-res. De todos modos, hay que admitir que resulta imponente en su emplaza-miento. Casi al lado, se ha instalado un flamante campamento juvenil, ges-tionado por los Minyons Escoltes i Guies de Catalunya, que se ha trasladado de su lugar original a causa de las obras de la variante que pasa cerca. Un poco más abajo, en la riera de Sora, encontramos un puentecillo románico, el puente de las Codines, que luce todo su encanto en este entorno idílico.

Los árboles de ribera hacen sombra en este puente sin barandas. Mien-tras, en el agua transparente de la riera, los renacuajos y los zapateros hol-gazanean. Se diría que pregonan el buen tiempo del verano, esa época en que las rieras y las fuentes son el mejor reclamo para un paseo en búsqueda de una buena sombra.