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capítulo i Modernidad, civilización y estética

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1. La inhibición del apetito

y la sociedad moderna

En la tradición occidental, el surgimiento de conceptos como el de modernidad o sociedad moderna es antiguo, y su significación varía en estrecha conexión con contextos históricos y sociales determi-nados1. Por mi parte, quiero introducir estos conceptos tomando como hilo conductor los resultados de la célebre lucha a muerte entre las autoconciencias, expuesta por Hegel en su Fenomenología del Espíritu2. Aunque podría considerarse que la lucha por el re-conocimiento está en la base de toda fundación de las relaciones sociales, su versión hegeliana se constituye en una especie de mito fundador de una sociedad, a la que llamaré moderna. Desde el punto de vista de la historiografía occidental, tal sociedad surge de la progresiva disolución de los vínculos feudales, contiene los procesos sociales caracterizados como el Ancien Régime y alcanza sus perfiles más propios y definidos a partir de la Revolución Fran-cesa. Más que pretender que el texto hegeliano resalte elementos específicos y exclusivos de tal sociedad, me serviré de él como de un documento que expresa una autocomprensión de la misma, particularmente fecunda para abordar su manera de asumir la dimensión estética en particular.

A modo de comparación, y sin mayores pretensiones de exégesis bíblica, recordemos brevemente el mito del Génesis. Allí se dice que Dios pensó que no era bueno que el hombre estuviera solo. Por eso hizo que el hombre cayera en un profundo sopor, y de una de sus costillas creó a Eva. La superación de la soledad, es decir, el origen de la coexistencia social, se entiende aquí como natural no sólo porque el otro salga del propio cuerpo, sino porque tanto los seres como sus relaciones se inscriben en un orden previo. La relación social se apoya en un fundamento trascendente, en la medida en que ella es el resultado de un designio divino. Esta comprensión de las relaciones sociales, y particularmente lo que se refiere a su fundamento trascendente, puede resultar usual en y apropiada para pequeñas comunidades, en donde los vínculos

1 Al respecto véase Hans Robert Jauss, “Tradición literaria y conciencia actual de la modernidad”, en La literatura como provocación (1970), Ediciones Península, Barcelona, 1976.2 g.w.f. Hegel (1807), Phänomenologie des Geistes, Werke, tomo 3, Suhrkamp Verlag, 1970. En adelante cito como Fenomenología.

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naturales (por ejemplo el parentesco o la vecindad), aunados a las creencias religiosas y tradiciones culturales compartidas, son el presupuesto a partir del cual se define el peso específico de cada uno de los miembros que pertenecen a ellas. La eticidad natural es pues portadora del poder cohesionador de la convivencia social.

La soledad experimentada por el “Adán moderno” encuentra su expresión literaria en la figura de un Robinson Crusoe abandonado en una isla. Con la progresiva disolución de los vínculos sociales vigentes en el medioevo comunitario, la categoría de individuo fue emergiendo con particular fuerza. Y aunque los hombres moder-nos siempre vivieron juntos, sin que cada uno de ellos hubiese habitado en una isla separada, la figura robinsoniana pone de presente tanto la caducidad y disolución de los vínculos sociales tradicionales, como la necesidad de su reemplazo. La paradoja kantiana –”la insociable sociabilidad del hombre”3– resume el reto moderno: el hombre moderno es insociable porque ha negado los vínculos sociales tradicionales, y sólo así puede afirmarse como individuo. Pero tal afirmación no puede significar la negación de toda sociabilidad. Se trata pues de (re)construir la vinculatividad social, de manera que al menos en sus fundamentos principales ésta pueda ser pensada como surgiendo del propio individuo, más que como lo que en adelante se experimentará como imposición externa y heterónoma de la comunidad.

La refundación de la coexistencia social resulta ser tarea compli-cada para la modernidad. Las guerras religiosas destruyeron la pretensión de catolicidad hasta entonces inherente a la cristiandad. La paz religiosa finalmente alcanzada, significó que en adelante no podría pretenderse que una divinidad, diversamente interpretada aun dentro del mismo cristianismo, sirviera como referente fun-dador y/o legitimador de la cohesión social. Con todo lo proble-máticas o ambiguas que puedan resultar nociones tales como la de naturaleza humana, el hecho es que en la modernidad ellas no nos remiten más a los vínculos “naturales” tradicionales, sino que por el contrario conllevan la afirmación del individuo, de lo que éste es “por naturaleza” frente a la eventual arbitrariedad del vínculo

3 Cfr. I. Kant, Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, A 392.

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social tradicional. Pero, para decirlo en terminología hegeliana, el individuo moderno sabe que la conciencia de sí, o su autoconcien-cia, sólo es posible en tanto que también lo sea para un otro. Un individuo es individuo no sólo en tanto que él mismo se reconozca como tal, sino también en la medida en que sea reconocido como tal por otro.

Para la conciencia moderna el vínculo social no aparece más como una obviedad, apenas problemática en tanto que resultante de fundamentos comúnmente aceptados como preestablecidos o trascendentes. Es cierto que en muchas de sus vertientes, y parti-cularmente en la alemana, el proceso de ilustración se concibe más como una traducción racional de los contenidos del cristianismo, que como un enfrentamiento con el mismo4. En tal sentido, la ra-zón misma, y con ella la naturaleza humana, representan un punto de partida previamente cristianizado que será reivindicado por la crítica romántica a la modernidad. No obstante, el vuelco implícito no carece de consecuencias secularizantes: al ser la razón la piedra de toque última, es ella quien decide sobre la racionalidad, y por ende sobre la legitimidad de los mandatos divinos.

El proponer el reconocimiento por parte del otro como fundamento de la convivencia social tiene una significación ambivalente. Pue-de querer decir, a la manera hobbesiana, que las autoconciencias se relacionan a la manera de dos egoístas que se necesitan mutua-mente, pero sin ceder en su egoísmo. Una versión más positiva, la hegeliana, pretenderá que una afirmación tal de la individualidad es abstracta por cuanto que para afirmarse, niega la intersubjeti-vidad que precisamente ha de recuperar en una eticidad, no ya natural sino absoluta. Pero en cualquiera de estos casos, el vínculo social no se presupone más como previamente dado, sino que se entiende como algo que debe ser construido. Desde este punto de vista, el hombre moderno más que presuponer el reconocimiento del otro, tiene que obtenerlo. Pero tampoco puede presuponer una naturaleza humana como dada, a partir de la cual obtendría

4 “En la medida en que la razón práctica tiene el derecho de guiarnos, no consideraremos los mandamientos como obligatorios por ser mandamientos de Dios, sino que los consideraremos mandamientos de Dios por constituir para nosotros una obligación interna” (Kant, CRP, b 847).

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legitimidad para forzar el reconocimiento. Cuando Hegel habla de la lucha a muerte que se entabla entre las autoconciencias para obtener el reconocimiento, presupone más bien una “igualdad” de éstas, en el sentido de que ninguna tiene el privilegio de encarnar la “verdadera” naturaleza humana. Más que como una posesión armónica previa, lo humano se define entonces como la oposición de maneras de ser. Y poco importa aquí si la lucha a muerte entre egoístas se resuelve para bien de los contrincantes en la construc-ción del Estado ético hegeliano, o en la del gran Leviatán hobbe-siano. En uno y otro caso, el punto de arranque de lo moderno está constituido por la negación de la comunidad, es decir de la vigencia de los vínculos natural-trascendentales. Se derivan de allí tanto la afirmación del individuo, como el carácter problemático de los vínculos sociales que han de reconstruirse.

Resulta significativo que, como lo veremos más adelante, sea preci-samente en el ámbito estético en donde la modernidad haya alcan-zado, por primera vez, plena conciencia, y de manera civilizada, de este enfrentamiento entre las autoconciencias: en la confrontación entre juicios de gusto opuestos, se parte no sólo de su irreductibi-lidad, sino también de la carencia de un fundamento objetivo que pudiera ser aducido por cualquiera de los oponentes. Y no obstante la virulencia del enfrentamiento, la unanimidad a que aspiran los enfrentados no podría obtenerse mediante el avasallamiento o la destrucción del otro. Una discusión entre gustos no pierde nada de su fuerza por el hecho de que en ella, normalmente, ya no estemos dispuestos a jugarnos la vida. Y tampoco estaríamos satisfechos si no estuviésemos convencidos de que el eventual reconocimiento de nuestro juicio no proviene de una genuina aceptación por parte del oponente. El enfrentamiento estético conserva no sólo la fuer-za, sino también la precariedad demostrativa del enfrentamiento que funda la sociedad, aunque presupone ya su pacificación. La complejidad del conflicto puede emerger de nuevo y en toda su pureza, aunque preservando ahora a los adversarios de la destruc-ción o de la forzada sumisión. Pero antes de que esto sea posible, y regresando a Hegel,

la relación entre ambas autoconciencias está pues determinada de tal manera que ellas se prueban a sí mismas y entre sí me-diante una lucha a vida o muerte (Fenomenología, p. 148 s.) […]. El individuo que no ha arriesgado la vida, puede por cierto ser

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reconocido como persona; pero no ha alcanzado la verdad de este ser reconocido como una autoconciencia independiente (ibid., p. 149).

Como se sabe, aquella autoconciencia que experimenta el temor ante la muerte y que por ende decide conservar su vida, cede en la lucha a muerte por el reconocimiento. La otra autoconciencia es la que ha preferido la libertad sin que temiese que, para afirmarla, la vida misma se le fuese en ello: “una es la conciencia indepen-diente, cuya esencia es el ser-para-sí; la otra es dependiente, y su esencia es la vida o el ser para un otro. Aquella es el señor, ésta el siervo” (Fenomenología, p. 150).

Que el triunfo del señor es sólo aparente, es algo que expresa ine- quívocamente Hegel al afirmar que en realidad, y por extraño que pueda parecer, “la verdad de la conciencia independiente es [...] la conciencia servil” (Fenomenología, p. 152). En efecto, el “triunfo” del señor es su perdición; es cierto que, al afirmar su deseo de in-dependencia por sobre el temor a la muerte, gana la posibilidad de realizar sin trabas el conjunto de sus deseos. Pero así mismo, y con la mediación del siervo, establece una relación con los objetos reducida al mero goce de los mismos, es decir a su consumo, y que por ende implica su desaparición. Pero con dicha desaparición pierde la posibilidad de ganarse a sí mismo: el señor “no es cons-ciente del ser para sí como la verdad, sino que su verdad es más bien la conciencia inesencial y el modo de obrar inesencial de ella” (Fenomenología, p. 152).

Algo distinto ocurre con la conciencia servil. Su primera carac-terística es el temor (Furcht) que, en una lectura bastante libre de Hegel, interpreto no sólo como miedo ante la muerte, sino también como renuncia a la violencia. En tanto que lo primero, el temor es algo meramente formal, insuficiente para “extenderse a la realidad consciente de la existencia”. Pero en tanto que renuncia a la violen-cia, el temor se resolverá como actividad configuradora. Al acoger las obligaciones propias del servicio y de la obediencia, el siervo gana la disciplina (Zucht) requerida para la actividad.

Así, pues, la inhibición de los apetitos (gehemmte Begierde) aparece en primera instancia como algo negativo, como imposibilidad de

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un goce inmediato de los objetos y como la cruz del trabajo. El siervo teme, obedece y sirve al señor, quien, en principio, encar-na la exterioridad omnipotente y avasalladora. Pero este carácter negativo cede pronto su lugar a una apreciación distinta. Como ya se ha dicho, la imposibilidad de un goce inmediato del mundo de los objetos producida por el temor es condición de posibilidad del trabajo: frente al goce señorial, “el trabajo, por el contrario, es apetito inhibido, desaparición retardada (aufgehaltenes Verschwinden), es decir, forma (bildet)” (Fenomenología, p. 153). Los objetos preser-vados y transformados por el trabajo se convierten en una valiosa ganancia para el siervo: la del re-conocimiento de sí mismo en su producto. “En su plena realización, la servidumbre devendrá tam-bién en lo contrario de lo que de un modo inmediato es; retornará a sí como conciencia que ha tenido que retrotraerse, y se convertirá en verdadera independencia”. La formación de los objetos posibi-lita el dominio de la exterioridad antes representada por el señor. Por el contrario, la ociosidad destructiva propia de éste le cierra la posibilidad de autorreconocimiento en un objeto por él no traba-jado y tan sólo consumido. Además de depender en adelante del siervo que trabaja, el señor “se pierde” en un flujo arbitrario de deseos y de objetos extraños a consumir. Contrariamente a lo que en un primer momento creyó poder afirmar, el señor no es un libre ser-para-sí, y tampoco podrá llegar a serlo. Por ello, tanto él como todo lo que su existencia representa son, por así decirlo, caducos.

Si ahora quisiéramos servirnos de los anteriores análisis con miras a esclarecer el significado de la modernidad social occidental, es preciso cuidarse de transposiciones apresuradas. Así, por ejemplo, no deberíamos identificar sin más, ni de manera exclusiva, la fi-gura del siervo con el trabajador asalariado, y ni siquiera con el burgués. De la misma manera, y contrariamente al juicio que la as-cendente burguesía revolucionaria hiciera de la nobleza cortesana, tampoco podemos subsumir a esta última, con todo y su carácter económicamente improductivo y ocioso, bajo la figura del señor. Esta última resulta adecuada más bien como tipo ideal del estilo de vida feudal y guerrero. Por su parte, la figura del siervo puede hacer las veces de tipo ideal del estilo de vida moderno, siempre y cuando no hagamos empezar a la modernidad demasiado tarde, ni reduzcamos el trabajo que caracteriza al siervo a su faceta de producción económica.

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En efecto, por extraño que pueda parecer, desde un punto de vis-ta histórico los procesos de acortesanamiento de una nobleza, en sus orígenes guerrera (noblesse d’épée), pero paulatina y progresi-vamente privada de sus poderes y prerrogativas, constituyen el primer contenido atribuible a la conciencia servil-moderna. Como lo ha mostrado Norbert Elias5, la configuración del Estado moderno implicó un complejo proceso de centralización, es decir, un pro-gresivo monopolio en el ejercicio de la violencia física y en el co-bro de impuestos por parte de un déspota –en ocasiones llamado ilustrado–. En el caso paradigmático de Francia, el agrupamiento de la dispersa nobleza feudal-guerrera en la corte de Versalles, no significó otra cosa que el control de posibles competidores, y su re-ducción a la impotencia por parte de un antiguo par. A la superio-ridad militar y financiera de este último, se añadió un sofisticado proceso de reconfiguración de la personalidad de la nobleza, que constituye un momento de capital importancia dentro del proceso moderno de civilización, y que paulatinamente iría extendiéndose hacia los grupos sociales subalternos. La figura del noble cortesa-no bien puede ser considerada entonces como un primer tipo, sui generis, de la inhibición de los apetitos que caracteriza al siervo he-geliano. Debemos a Hume una aguda descripción de la expansión social de este tipo de conducta:

Entre las artes de la conversación, ninguna place más que la mu-tua deferencia o civilidad (civility), que nos conduce a renunciar a nuestras propias inclinaciones en pro de las de nuestra compa-ñía, y a refrenar y ocultar esa presunción y arrogancia tan natu-rales a la mente humana. Un hombre de naturaleza buena, que ha sido bien educado, practica esta civilidad con todo mortal, sin premeditación o interés. Pero para hacer de esta valiosa cualidad algo general entre un pueblo, parece necesario ayudar a la dis-posición natural mediante algún motivo general. Allí donde el poder se dirige hacia arriba, desde el pueblo hasta los grandes, como ocurre en todas las repúblicas, tales refinamientos de la civilidad tienden a ser poco practicados, ya que, por este medio, el estado entero se coloca en un mismo nivel, y cada uno de sus miembros se considera en gran medida como independiente de

5 De manera particular, tengo en mente dos estudios de Elias. Son ellos El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (1939), fce, Madrid, 1987; y La sociedad cortesana (1969), fce, México, 1982.

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los otros. El pueblo obtiene su ventaja de la autoridad de sus su-fragios; los grandes, de la superioridad de su condición. Pero en una monarquía civilizada hay una larga cadena de dependencia desde el príncipe hasta el campesino, que no es lo suficientemen-te grande como para convertir la propiedad en precaria, o para abatir la mente del pueblo; pero es suficiente para engendrar en cada uno una inclinación a complacer a sus superiores, y para formarse a sí mismo bajo aquellos modelos que son más acep-tables para las gentes de condición y educación. Por tanto, la cortesía en el trato (politeness of manners) surge más naturalmente en monarquías y cortes; y en donde ésta florece, ninguna de las artes liberales será descuidada o despreciada completamente. En el presente, las repúblicas en Europa se caracterizan por su falta de cortesía (politeness). Las buenas maneras (good-manners) de un suizo civilizado en Holanda es una expresión entre los franceses para referirse a la rusticidad6.

Aunque el ensayo humeano es anterior al equivalente de Rous-seau –el Discurso sobre las ciencias y las artes ante la Academia de Dijon data de 1750–, bien puede entenderse como una respuesta, avant la lettre, al alegato roussoniano contra la civilización y sus refinamientos y en pro de la sencilla rusticidad de la provincia y de la pequeña ciudad. No obstante, ambos se enfrentan a procesos sociales que para entonces pueden darse por cumplidos. El peso de esos complejos sistemas de interacción social que se dan en las for-maciones urbanas resulta ya evidente. Y aunque con valoraciones opuestas, uno y otro coinciden en la importancia de unas maneras de comportamiento civilizadas, que gestadas en principio dentro de los estrechos círculos de la sociedad cortesana, terminaron por extenderse a capas sociales más amplias. Así mismo, ambos concuerdan en la estrecha vinculación entre el proceso de la civili-zación y el cultivo de las bellas artes.

En un breve ensayo titulado “Of the delicacy of taste and passion”7, también publicado en 1742, Hume arroja luces sobre esta última re-

6 David Hume, “Of the rise and progress of the arts and sciences” (1742) en Essays. Moral, political and literary. Eugene F. Miller (ed.), Liberty Classics, Indianápolis, 1987, p. 126 s. 7 David Hume, op. cit., ps. 3-8.

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lación. Comienza estableciendo una diferencia entre quienes están poseídos por la delicadeza de la pasión, y quienes lo están por la de-licadeza del gusto. Interpretada retrospectivamente, la primera bien podría caracterizar la figura del señor hegeliano, es decir la per-sonalidad del noble guerrero. Pero habida cuenta de que para la época de publicación del ensayo el acortesanamiento de la nobleza es ya un hecho, la delicadeza de pasión, que en realidad es procli-vidad al actuar irreflexivo e inmediatamente emocional, también puede caracterizar al pueblo rudo y todavía no civilizado. Desde este punto de vista, y aunque Hume no lo haga explícito, la pre-térita nobleza guerrera se identificaba en sus costumbres bárbaras con el pueblo llano contemporáneo. En efecto, éste y aquélla son gentes

extremadamente sensibles a todos los accidentes de la vida, a

quienes cada acontecimiento favorable produce una viva ale-

gría, o un agudo dolor cuando se encuentran con desgracias y

adversidad. Favores y buenos oficios comprometen fácilmente

su amistad, mientras que la injuria más pequeña provoca su re-

sentimiento. Cualquier honor o señal de distinción levanta sus

ánimos por encima de toda medida; pero son igualmente sensi-

bles cuando son afectados por el desprecio. No hay duda de que

las gentes que poseen tal carácter tienen disfrutes más vivos, así

como pesares más punzantes, que los hombres de temperamen-

tos más fríos y calmados. Pero cuando se sopesa cada cosa, no

creo que haya nadie que, si de él dependiera por completo su

propia disposición, no prefiriera tener este último carácter (op.

cit., p. 3 s.).

La razón de la preferencia a la que alude Hume reside en el des-amparo en que nos deja la delicadeza de pasión. Quien la posee, o mejor quien es poseído por ella, disfruta, es cierto, de goces más vivos; pero así mismo está más sometido, sin las defensas del auto-control, a los azares y contingencias de la vida. Pero además podría decirse que la delicadeza de pasión resulta ya extemporánea –en el mejor de los casos “un ardor de apetitos juveniles” que debería llegar a convertirse en una “elegante pasión”– y contraproducente en un mundo que, como el moderno, se ha vuelto altamente racio-

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nalizado y previsible en su marcha cotidiana (la actual condición prosaica, en el decir de Hegel8).

Si bien he afirmado anteriormente que de la disolución de los vínculos comunitarios resulta la afirmación moderna de la indivi-dualidad, el mundo moderno no es más el escenario ni de intensas y emocionantes aventuras, ni de cruciales decisiones individuales. La civilización de la conducta es pues un proceso que, al menos de manera negativa, allana el camino para la reconstrucción de los vínculos sociales. Aunque en sus orígenes sea vivida como im-posición artificial, termina por aclimatarse como comportamiento individual autocontrolado y relativamente espontáneo. En la me-dida en que se generalice, se constituye en mecanismo de control frente a conductas más desinhibidas, que si bien en ocasiones pue-den ser añoradas como genuinamente individuales y auténticas, resultarán a menudo extrañas e inconvenientes.

8 El interés y la vivacidad que representan las condiciones reales durante la época heroica, al menos para los grandes, son resumidos por Don César, en La novia de Messina de Schiller, citada por Hegel: a diferencia de los bajos estamentos, Don César “puede exclamar con razón: ‘No hay ningún juez superior sobre mí’, y cuando quiere ser castigado, entonces él mismo debe dictar la sentencia y ejecutarla. Pues no está sometido a ninguna necesidad externa del derecho y de la ley, y también con respecto al castigo sólo de-pende de sí mismo”. Cosa distinta ocurre en el mundo moderno, en donde “los ámbitos en los que resta un campo de juego libre para la autonomía de las decisiones particulares, son reducido tanto en número como en alcan-ce”. Trátese de honestas gentes de clase media, de funcionarios judiciales, de generales o de monarcas, el campo de acción de los individuos en buena medida está circunscrito por relaciones abstractas e impersonales, potencias universales (allgemeinen Mächte), que determinan tanto los fines que éstos puedan proponerse, como los medios a su alcance. “Así pues, en general, en nuestra actual situación mundial, el sujeto puede ciertamente obrar por sí mismo en este o aquel aspecto, pero todo individuo pertenece sin embar-go, vaya o venga como quiera, a un orden subsistente de la sociedad, y no aparece como la figura autónoma, total y al mismo tiempo individualmente viviente de esa misma sociedad, sino sólo como un miembro limitado de la misma. Actúa por lo mismo como preso en ella, y el interés en tal figura como en el contenido de sus fines y de su actividad es infinitamente particu-lar”. g.w.f. Hegel, Vorlesungen über die Ästhetik I, Werke, tomo 13, Suhrkamp Verlag, p. 352 y ss. En adelante cito como Estética, indicando el tomo y página correspondientes.

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Por lo anterior, afirma Hume que quienes están afectados por la delicadeza de la pasión suelen estar impedidos para el disfrute de los acontecimientos ordinarios de la vida (the common occurrences of life), y su comportamiento es previsiblemente imprudente, y por tanto indeseable: “hombres de pasiones tan vívidas son sus-ceptibles de ser transportados más allá de todos los límites de la prudencia y de la discreción, y de dar pasos falsos en la conducta de la vida, que a menudo son irreparables” (ibid., p. 4).

En cuanto a la delicadeza del gusto, Hume señala que sus objetos no son ya la fortuna, las deudas de agradecimientos o las injurias, sino la belleza o deformidad, trátese de poemas y cuadros, o de vestidos, conversaciones, costumbres y trato social en general. Pero además de la diferencia de objetos, una caracterización más precisa de la delicadeza del gusto pone de presente sus funciones: ella ha de entenderse tanto como un correctivo frente a la delicadeza de la pa-sión, pero también como su alternativa. Se trata pues de dos fun-ciones diferenciables en el proceso de la civilización, con su peso específico según el estadio en que se encuentre dicho proceso.

Cualquiera que sea la conexión originaria entre estas dos espe-cies de delicadeza, estoy persuadido de que nada es más adecua-do para curarnos (to cure us) de esta delicadeza de pasión que el cultivo de ese gusto más elevado y refinado que nos hace capaces de juzgar los caracteres de los hombres, las composiciones del genio y las producciones de las artes más nobles (ibid., p. 5 s.).

Dejemos de lado por un momento el problema de la conexión originaria entre las dos especies de delicadeza. El resto de la afir-mación alude inequívocamente a lo que he denominado función correctiva, o pedagógica, de la delicadeza del gusto. La delicadeza de la pasión es ahora una enfermedad de la que es preciso curarse recurriendo al medicamento adecuado, la delicadeza del gusto, que en esa medida se constituye en signo de distinción social: “en primer lugar, nada es más provechoso para el temperamento como el estudio de las bellezas, sean de la poesía, la elocuencia, la música o la pintura. Ellas producen una cierta elegancia del sentimiento, que es ajena al resto de la humanidad” (p. 6 s. resaltado mío). Una personalidad forjada según las pautas de la belleza, es proclive a un cierto tipo de sociabilidad, intenso y lleno de sentido en su núcleo central, pero, como toda distinción, excluyente de las

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capas periféricas: “En segundo lugar, una delicadeza del gusto es favorable al amor y a la amistad, confinando nuestra elección a pocas gentes, y haciéndonos indiferentes con respecto a la compañía y conversación de gran parte de los hombres” (p. 7, cursiva mía). Función de las artes es pues civilizar la barbarie inherente a la delicadeza de la pasión; y en esa medida, tanto gustos como comportamientos civilizados se constituyen en criterio de distinción social. Pero en la medida en que, mediante la exclusión, los grupos civilizados se consolidan, su influjo puede expandirse, de manera paulatina y diluida, mediante esa larga cadena de subordinación, también reconocida por Hume, y que va del príncipe al campesino.

En el ensayo comentado se insinúa esa segunda función que he mencionado para la delicadeza del gusto, a saber, la de ser alterna-tiva frente a la delicadeza de la pasión. La conexión original entre los dos tipos de delicadeza, entrevista mas no desarrollada por Hume, podría entenderse en términos de un reencauzamiento de las energías pasionales (acaso similar a la noción psicoanalítica de sublimación). Frente a la vivacidad de los goces (y también de los sufrimientos) que se derivan de una pasión libremente desarro-llada, el prosaísmo moderno resulta como la jaula del zoológico dentro de la cual languidecen los antiguos héroes. Así, pues, una vez presupuesto el afianzamiento del comportamiento civilizado en grupos significativos de la sociedad, una nueva tarea se impone a la producción artística: confrontar el aburrimiento y la melan-colía9, y acaso rescatar a su manera la individualidad viviente10. A los mundos –ahora claramente ficticios– del arte no se les hará la imposible exigencia de ponerse a la par de la intensidad de la

9 Al respecto véase el interesante estudio de Wolf Lepenies, Melancholie und Gesellschaft, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a M., 1969, particularmente los capítulos 3 y 4.10 En términos de Hegel: ”Pero ahora bien, el interés en y la necesidad de una tal totalidad individual y real y una autonomía viviente no nos aban-donarán, ni podrán hacerlo, así seamos capaces de reconocer como prove-chosos y racionales la esencialidad y el desarrollo de las circunstancias en la vida civil y política configurada” (Estética I, p. 255). A continuación señala como mérito de las producciones juveniles de Schiller (Bandidos, Intriga y amor) y de Goethe (Götz) el intento de “recuperar la autonomía perdida de las figuras en el interior de estas relaciones ya existentes del mundo moder-no”. Su limitación consiste, no obstante, en que contienen la injusticia que quieren destruir.

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experiencia real propia de los tiempos heroicos pretéritos; pero al menos intentarán sustituir sus estimulantes efectos.

En estas nuevas circunstancias, tanto la producción como la recep-ción artísticas se revisten de características y problemas distintos a los de la utilidad moral. Frente a la delicadeza de la pasión, el disfrute de lo bello, para el que se requiere la delicadeza del gus-to, puede entenderse entonces bien como pedagogía o bien como sustituto. Pero la diferenciación de cada una de estas funciones, así como la de los momentos del proceso de la civilización a que responden, no se da de forma tajante y precisa. Inicialmente se en-tremezclan, algunas veces entran en colisión, y progresivamente se diferencian. En capítulos ulteriores me referiré más detallada-mente a este proceso.

Pero antes de abordar estas tendencias que anteceden a las formu-laciones específicamente kantianas, quiero desarrollar de manera más detallada los efectos propiamente estéticos de la inhibición de los apetitos (gehemmte Begierde). Como hemos visto, Hegel enfoca su atención sobre uno de sus efectos, el trabajo. Por mi parte, he querido interpretar de manera amplia esta última noción, de modo que no aluda tan sólo al trabajo económicamente productivo sino que pueda incluir así mismo la formación de una personalidad civilizada en su comportamiento.

Ahora bien, aunque Hegel no desarrolla las repercusiones de la inhibición de los apetitos en el ámbito estético, por mi parte creo que sin ella nos resulta imposible una comprensión cabal de la experiencia estética moderna. En efecto, la inhibición de los ape-titos no cancela la experiencia sensible en su totalidad, sino tan sólo uno de sus aspectos: el de la reacción o actividad inmediata frente al objeto que la produce. De esta manera, la inhibición de los apetitos puede resolverse tanto en una actividad ahora mediada –es decir, el trabajo–, como en un incremento de la pasividad estética general: la delicadeza del gusto de que habla Hume, pone de presente la capacidad de ser afectados placentera o displacenteramente por objetos de muy variada índole –dentro de los que se cuentan los bellos, aunque no sólo ellos–. Esa capacidad se encuentra en estado latente, o al menos poco desarrollado, cuando la acción reactiva in-mediata promovida por las sensaciones no se encuentra impedida.

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A esto último alude Hume con su noción de delicadeza de la pasión, que es característica de la autoconciencia señorial hegeliana.

Pero detener el curso inmediato de los apetitos también puede hacer posible una descomposición de los elementos sensibles presentes en la experiencia “natural” y relativamente unitaria con los objetos. Así, por ejemplo, el animal salvaje, acosado por el hambre, cuenta con sus sentidos para satisfacer su apetito. Para la consecución de tal fin, sus sentidos operan conjuntamente, sus informaciones se coordinan de manera unitaria: el olfato puede indicarle la cercanía de la presa, que es confirmada por el oído, y/o por la vista, y finalmente por el gusto. Es posible que algunos de los sentidos estén más desarrollados que los otros, pero todos ellos concurren finalmente para informar acerca de la presencia de la presa, y para mover a su consumo.

Frente a este tipo de experiencia, en la que los sentidos informan a la vez que incitan, la inhibición de los apetitos se traduce en un nuevo tipo de relación con los objetos, circunscrita a la función puramente informativa o afectiva de los sentidos. E incluso en el interior mismo de esta nueva experiencia, resultarán posibles especificaciones de la misma. La reflexión estético-filosófica podrá descubrir entonces características y potencialidades de las sensa-ciones, antes ocultas o simplemente desatendidas.

2. La disolución de la experiencia sensible

Abordaré el desmembramiento de lo que en la experiencia sensi-ble se halla en unidad desde dos perspectivas complementarias. A la primera la llamaré la diferenciación entre el valor estético y el valor cognoscitivo de la sensación; a la segunda, la diferenciación entre sentidos superiores e inferiores.

La diferenciación entre el valor estético y el valor

cognoscitivo de la sensación

La primera afirmación que encontramos en la Crítica de la facultad de juzgar (CJ) de Kant dice lo siguiente:

Para distinguir si algo es o no bello, no referimos la represen-tación (Vorstellung) por medio del entendimiento al objeto, con fines de conocimiento, sino por medio de la imaginación (quizá

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unida al entendimiento) al sujeto y a su sentimiento de placer o

displacer (CJ, § 4, b 4).

En el presente contexto bien podemos reemplazar el concepto de representación por el de sensación11. Kant afirma entonces que cuan-do tenemos una sensación producida por cualquiera de nuestros cinco sentidos, se nos ofrecen, por así decirlo, dos posibilidades de interpretación de la misma, según el uso que hagamos de ella. Podemos interpretar la sensación en tanto que ella nos ofrece al-guna información acerca del objeto que la ha producido, o bien podemos asumirla a partir del efecto que nos causa, es decir, de si nos produce placer o displacer, sin que nos importe para nada su contenido informativo acerca del objeto que la produjo. En ambos casos, la tendencia hacia una respuesta activa que normalmente suscitan las sensaciones con respecto a su objeto está cancelada, o por lo menos postergada. Así, pues, cuando Kant se refiere a la sensación asumida en términos de placer como criterio de distin-ción del objeto bello, podemos decir que enfatiza su valor estético, dejando de lado su valor cognoscitivo. Sin embargo, es preciso insistir en que el uso del calificativo estético no siempre se reduce a la belleza12, puesto que él cobija también a placeres –como el de lo meramente agradable–, que se diferencian del placer específico de lo bello. En este capítulo emplearé generalmente el término estética en su acepción más amplia.

11 “Una representación (Vorstellung) mediante el sentido (Sinn), de la que se es consciente como tal, recibe el nombre particular de sensación (Sensa-tion), cuando la sensación (Empfindung) despierta al mismo tiempo la aten-ción sobre el estado del sujeto”. Kant, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht [1798 - En adelante citado como Antropología], edición a cargo de Wilhelm Weischedel, tomo xii, ba 46. También la siguiente clasificación justifica mi equivalencia: “El género es representación (Vorstellung) en general (repre-sentatio). Bajo ella está la representación con conciencia (perceptio). Una percepción que se refiere exclusivamente al sujeto como la modificación de su estado, es sensación (Empfindung) (sensatio), una percepción objetiva es conocimiento (cognitio)”. CRP, a 320.12 “Lo que en la representación de un objeto es meramente subjetivo, esto es lo que constituye su referencia al sujeto, no al objeto, es la índole estética de la misma; pero lo que en ella sirve, o puede ser utilizado, para la determi-nación del objeto, es su validez lógica” (CJ, Introducción, vii, b xlii).

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En mi opinión, la condición de la diferenciación entre el valor cognoscitivo y el valor estético de la sensación es precisamente la inhibición del apetito que Hegel atribuye a la conciencia servil. Así, por ejemplo, en el cazador que olfatea, oye y ve, por cierto que a distancias relativamente grandes, ese conjunto de sensaciones le permite reconocer la presencia de la presa que anteriormente satisfizo sus deseos. Las sensaciones que le permiten reconocer al objeto se experimentan entonces al mismo tiempo como agrada-bles, pues la presencia del objeto se asocia con la posibilidad in-minente de la satisfacción del apetito. Contienen pues, de manera indiferenciada, valores cognoscitivos y estéticos.

Pero la inhibición del apetito, su postergación, o simplemente su inexistencia no acarrean la supresión de la sensación, sino que ofrecen la posibilidad de su análisis. Supongamos al cazador sa-tisfecho. Con respecto a las mismas sensaciones, estará ahora en capacidad de diferenciar aquellos valores que antes se entremez-claban, cuando su relación con los objetos estaba determinada por el deseo. Aunque sus sensaciones le permiten reconocer la presen-cia de lo que antes era su presa, la falta de apetito hará que ella le resulte indiferente, por lo menos hasta que éste renazca, momento en el cual las sensaciones que anuncian la presencia se volverán a entremezclar con el agrado de que tal objeto esté ahí. Ahora bien, como ya se ha afirmado, la indiferencia apetitiva frente a la presa no significa la desaparición de toda experiencia con el objeto. Se trata más bien de que la inexistencia del apetito es la condición para una serie de relaciones distintas con el objeto. Así, pues, por-que al menos temporalmente nuestro cazador es libre del deseo, las sensaciones que provienen, digamos que no ya de la “presa” sino del “objeto”, pueden resultarle interesantes para el simple conoci-miento del mismo. Acaso recuerde que ellas iban acompañadas de un placer que en este momento no existe, o que incluso, y dada su actual satisfacción, se torna ahora en el fastidio displacentero del hartazgo. Y por último, nada nos impide imaginar la posibilidad de nuestro cazador embargado por un placer nacido de la mera contemplación formal de lo que en otras ocasiones ha sido el objeto de sus deseos: “Sólo cuando la necesidad está satisfecha se puede distinguir quien, entre muchos, tiene gusto o no” (CJ, § 5, b 16).

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Se me podría objetar que una cosa es la inhibición del apetito y otra el apetito satisfecho. Esto es cierto, si bien de momento poco importa. De lo que se trata es de señalar que la ausencia de apetito, sea por inhibición o por satisfacción, es la condición tanto para la clara separación de los valores cognoscitivo y estético, como para la emergencia de la sensación como portadora de la belleza.

La inhibición de los apetitos no es desde luego un hecho privativo de la modernidad occidental. Pero comparada con las épocas que la antecedieron inmediatamente, sorprende en ésta la intensifica-ción de aquella. Y también sorprende el desarrollo moderno de sus consecuencias. Tal es el caso, por ejemplo, de la descomposición que se opera en las sensaciones, con el fin de aprovechar en ellas el material apto para el conocimiento propio de la ciencia físico-matemática moderna. Es cierto que las sensaciones son el punto de partida de este conocimiento científico, pero para que se les pueda extraer su contenido informativo objetivo, es preciso diferenciarlas según su naturaleza, dado que no todas ellas son igualmente sus-ceptibles de ser despojadas de su carácter subjetivo, y por ende no todas ellas son reductibles a su matematización: por importante que sea la experimentación, Galileo afirma que los caracteres en que está escrito el libro abierto de la naturaleza son matemáticos. Las sensaciones relevantes para el conocimiento científico serán entonces aquellas más susceptibles de ser despojadas de todo elemento cualitativo, es decir, de sus connotaciones estético-subje-tivas, para ser reducidas a su dimensión cuantitativa.

Aunque en principio la diferenciación de los valores cognoscitivo y estético de la sensación sea posible como experiencia humana en general, bien podría ser que su incremento en la sociedad europea moderna haya sido el resultado de la conjunción de dos factores: por una parte, la puesta en práctica del modelo físico-matemático de conocimiento que redunda en una minimización el valor cog-noscitivo de la sensación al subordinarlo a su determinabilidad matemática. De manera inversa, la intensificación de los procesos de urbanización fortalece la sensibilidad con respecto a lo próxi-mo, dando lugar a un mayor desarrollo de los valores puramente estéticos:

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con el refinamiento de la civilización, la agudeza perceptiva propia de los sentidos decae, mientras que, por el contrario, su énfasis en el placer o displacer aumenta [...] En general, con el aumento de la cultura la acción a distancia de los sentidos se debilita, mientras que su acción próxima se fortalece. No sólo nos volvemos cortos de vista, sino en general, cortos en todos los sentidos. Pero para las distancias cortas, nos volvemos tanto más sensibles13.

Así por ejemplo, la culinaria se refina, es decir produce nuevos sabores y descubre combinaciones entre los mismos, cuya apro-bación no necesariamente tiene que ver con los valores de la nu-trición. Es evidente que, en virtud de la peculiaridad del órgano sensible implicado, los placeres culinarios inducen al consumo del objeto. Pero también es claro que el valor puramente estético, que se encuentra relativizado en una experiencia apetitiva no inhibida, se convierte aquí en prioritario. Y como ha señalado Simmel en sus muy sugestivas anotaciones acerca de la sociología de los sentidos, cuando el hombre moderno extrema las medidas de higiene corpo-ral, ello no sólo tiene que ver con la preservación de la salud, sino que muchas veces aquellas llegan a ser más importantes porque neutralizan los olores que emanan de nuestro cuerpo. Los efectos neutralizantes de los olores corporales que produce la higiene se refuerzan con el uso de los perfumes, cuya función es puramente estética: son productos destinados a la producción de unas sen-saciones, y a la neutralización de otras, y sólo importa el efecto puramente subjetivo, es decir estético, de todas ellas.

Y aunque existen importantes diferencias que más adelante examinaremos, en principio podemos decir algo similar de los sentidos restantes: la vista puede relacionarse con los objetos, no para conocer cómo son, sino para experimentar el efecto estético que causan. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en la contemplación de un paisaje, o incluso de objetos portadores de un valor de uso. Cuando un pintor nos ofrece un bodegón, ciertamente no quiere

13 Cfr. Georg Simmel, Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Verge-sellschaftung, Gesamtausgabe, tomo 11, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1992, p. 734 s. En adelante cito como Sociología. Al respecto, del mismo autor véase su ensayo “Soziologie der Sinne”, en Aufsätze und Abhandlungen 1901-1908, Gesamtausgabe, tomo 8, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1993, ps. 276-292.

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presentarnos unos alimentos que despierten nuestro apetito, y tampoco tiene las pretensiones del investigador que quiere ilus-trarnos sobre la flora de algún lugar. Tal vez sería más adecuado decir que su propósito es reeducar nuestra vista, invitándola a desentenderse de los valores de uso comúnmente asociados con el objeto, para considerar el aspecto meramente visual del mismo, y los efectos que de esta contemplación puedan derivarse en tér-minos de placer o displacer. También es posible oír sonidos, sin relacionar la audición con lo que éstos puedan significar: es el caso de la voz que me agrada o me disgusta, independientemente de lo que ella esté diciendo. Y el músico produce “objetos” específica-mente destinados a afectar al oído, que no necesariamente tienen que “contarle” algo.

Quiero insistir en que la consideración del valor puramente es-tético de las sensaciones no es un hecho privativo de la sociedad moderna, y en principio ella resulta posible para cualquier existen-cia humana. Pero podemos afirmar que la modernidad occidental desarrolla de manera intensa y muy diversificada esta relación con los objetos, además de experimentarla como novedosa, y acaso como distintiva, al menos con respecto a su inmediato pasado. Re-sulta significativo el incremento sin precedentes de la producción de objetos específicos para la sensación: la inhibición del cumpli-miento inmediato de los apetitos se traduce en una agudización y diversificación de la sensibilidad humana que ha de ser satisfecha mediante la producción de objetos específicos. Su gama es amplí-sima, y va desde la producción de chocolates, pasteles y confites, bebidas aromáticas y espirituosas, tabacos y rapé, sedas y joyas, hasta la de pinturas o composiciones musicales y poéticas. En muchas ocasiones su producción suele ser justificada en términos utilitarios, pero su habitual calificación como “objetos de lujo” nos recuerda su carácter eminentemente estético14.

Pero esta creciente “estetización” de la experiencia se introduce también en la interacción humana. No me refiero tan sólo al ya alu-dido suavizamiento de las costumbres fomentado por la cortesía. También es frecuente, por ejemplo, que cuando oímos a alguien hablar, lo que en un primer momento nos impacte sea el tono de su

14 Al respecto véase el estudio de Werner Sombart, Lujo y capitalismo.

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voz. Ni siquiera se trata aquí de que ya con el tono mismo, con sus inflexiones, se esté diciendo algo. Independientemente de lo que diga alguien, su tono de voz nos atrae o nos repele, y esto prueba que aislamos el aspecto puramente estético –placer o displacer– de la sensación acústica. Obviamente que la impresión acústica –y en mayor o menor grado todas las impresiones– puede ser asumida en su valor cognoscitivo: en los sonidos que oímos se nos dice algo, que podemos descifrar. Y no sólo eso: también podemos llegar a conocer algo de la persona que nos habla, a partir del descifrar los sonidos articulados que provienen de ella. Pero la necesidad de interpretar e incluso de corregir el efecto puramente estético –”qué es lo que dice esa voz, no obstante que me resulta desagradable”, o “es un hombre honrado, no obstante que su voz, o su olor, o su aspecto, o incluso sus maneras me repelen”–, son prueba de su existencia y de su impacto sobre nuestro ánimo.

A diferencia de lo que ocurre con su valor cognoscitivo, desde el punto de vista estético, es decir, del sentimiento de placer o displa-cer, la sensación exhibe un alto grado de autosuficiencia: tiende a gustar o a disgustar inmediata e individualmente. Y no obstante los efectos de la educación o de la moda, en virtud de los cuales es posible alcanzar ciertos niveles de consenso, la aprobación o des-aprobación resultan de criterios altamente individualizados. De esta manera llegamos a un problema estético, acaso muy moderno. En efecto, mientras que la sensación tuvo un valor epistemológico relativamente importante, éste impidió el desarrollo desmesurado de su valor estético. El reconocimiento “objetivo” –vale decir in-tersubjetivo o comunitario– de la bondad utilitaria anunciada en una sensación, mantenía dentro de ciertos límites los grados de tolerancia frente a la misma. De ahí que en las sociedades no mo-dernas podamos constatar índices de tolerancia más elevados con respecto a los efectos estéticos de la sensación. La intensidad de los eventuales efectos desagradables de una sensación depende en buena parte del refinamiento o especialización de la sensibilidad receptora. Pero, como hemos visto, el refinamiento de la sensibili-dad está en relación directamente proporcional a la diferenciación de sus valores estéticos y epistemológicos. Por ello, el refinamiento de la capacidad estética del hombre moderno

trae consigo más sufrimientos y repulsiones que alegrías y atrac-tivos. Al hombre moderno le resultan chocantes innumerables

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[impresiones]. Una sensibilidad más indiferenciada y robusta, aceptaría sin la manera de reaccionar de aquél, innumerables impresiones, que a él [es decir, al moderno - l.p.] le resultan sen-siblemente insoportables (Simmel, Sociología, p. 734).

De esta manera, la potenciación del valor puramente estético de la sensación, redunda en el aislamiento de un receptor altamente individualizado e intransigente en sus aprobaciones o desapro-baciones estéticas. Pero en este contexto, la modernidad creyó encontrar un fenómeno peculiar que la autorizaba a introducir otra importante diferencia, ahora dentro del campo mismo de lo estético. Para decirlo en términos sencillos, incluso hoy, no sole-mos referimos a un perfume, un manjar, o un buen vino, como a obras de arte, o como a objetos bellos; hablamos más bien de objetos agradables. Nos encontramos pues frente a la diversificación de lo estético entre lo bello y lo agradable.

Aunque con respecto a los efectos estéticos agradables normal-mente se espera un consenso, tal expectativa no impide un amplio margen de tolerancia con respecto a los juicios divergentes: el disgusto frente a un buen vino puede atribuirse a una deficiente educación de los sentidos (como en el caso de los niños, o de los “rudos”), pero en todo caso se acepta, con todo y lo extraño que un caso tal pueda parecer, que no a todo el mundo (incluidas allí gentes por demás de gusto “cultivado” o “de mundo”) ha de gus-tarle el vino. Pero en lo que se refiere a la belleza, la consideración moderna es radicalmente inversa: como punto de partida, se asu-me que su aprobación ha de ser universal. Cuando ello no ocurre, se cree estar frente a un juez cuya educación también se revela, al igual que en el anterior caso, como deficiente. Pero a diferencia de lo que sucede con los vinos o los perfumes, en donde el resultado final bien puede confirmar la divergencia inicial, en la considera-ción de lo bello el cultivo del gusto significa despejar de obstáculos su libre ejercicio, pues son éstos la causa de la divergencia. Si ésta persiste, se tratará entonces de un juez que simplemente carece de gusto. El que supuestamente existan obras que a lo largo de tiem-pos y circunstancias diversas hayan merecido el aplauso unánime, es algo que confirma la fe en la existencia de lo bello, frente a lo cual no cabe la tolerancia que se concede frente a lo agradable.

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Para que la asunción de un presupuesto tal no resultase entera-mente dogmática o arbitraria, era preciso intentar su justificación. Para ello resultaba significativa la constatación de que las sensa-ciones implicadas en la experiencia estética de lo bello fuesen, por excelencia, las visuales y las auditivas; en ocasiones, y siempre de manera indirecta, las táctiles podían tener alguna significación. De hecho, las llamadas bellas artes, incluida la escultura, sólo recu-rren a las primeras. Por el contrario, en la experiencia estética de lo agradable, el gusto y el olfato, excluidos de la experiencia de lo bello, resultaban indispensables.

De la primera consecuencia pertinente para la experiencia estética que posibilitó la inhibición de los apetitos –la diferenciación entre el valor estético y el valor cognoscitivo de las sensaciones–, pasa-mos pues a la segunda: la diferenciación entre sentidos superiores y sentidos inferiores. La valoración implícita en las denominaciones obedecerá a que los primeros ofrecen mayores posibilidades es-tructurales, que permiten una experiencia estética relativamente compleja, que además no es estrictamente individual sino intersub-jetivamente comunicable. Estas, y no otras, son las características que se suponen en la experiencia de lo bello, y que la diferencian de la de lo agradable.

Sentidos superiores e inferiores

En 1712, Josef Addison inicia la publicación de una muy influyente serie de ensayos en el periódico The Spectator, que titula “Los place-res de la imaginación”15. El periódico está dirigido principalmente a las capas medias y urbanas, y está concebido como medio para su ilustración. El tema específico de la serie adquiere pues toda su significación teniendo en cuenta este nuevo tipo de público recep-tor. La expresión placeres de la imaginación alude ya a una explícita diferenciación de los placeres: los aquí mentados no pueden ser sinónimos de la incontinencia o del apetito desinhibido. Addison presupone un lector mínimamente civilizado, respetuoso de la ley, racional en su obrar y distante ya de la inestabilidad descrita, por ejemplo, en el ciclo shakesperiano de los Enriques y Ricardos, y que tanto afectara a la reflexión política hobbesiana. Así, pues, los

15 Addison, Steele y otros, The Spectator, Gregory Smith (ed.), Every man s Library, Dutton-Nueva York, vol. 3. En adelante cito como Spectator.

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placeres de la imaginación sólo son necesarios en una vida cotidiana altamente pacificada.

Pero así mismo puede afirmarse que tales placeres son un sustituto que suaviza el dolor causado por la inhibición del apetito. Y aunque esta función “catártica” que cumplen los placeres “artificiales” de la imaginación ya había sido reconocida por Aristóteles, su reac-tualización moderna es concebida casi como un descubrimiento de cuyas bondades hay que informar al público: “un hombre de una imaginación refinada (Polite Imagination) –afirma persuasivo Addison– es introducido en una cantidad de placeres mucho ma-yor que la que un hombre vulgar es capaz de acoger” (Spectator, p. 93)16.

Para cualquier reflexión estética, pero de manera particular para la inglesa del siglo xviii, el concepto de placer es central. Pero no se trata tan sólo de su importancia para la vida humana en general17, sino de su crucial significación para la vida urbana18. Comparada

16 Contrasta esta afirmación con la constatación más desencantada, arriba mencionada, de Simmel, a quien podríamos ubicar en los finales de la época moderna. Afirma él que precisamente en virtud de su sensibilidad poten-ciada, el hombre moderno está sujeto a más sufrimientos y repulsiones, y a menos alegrías y atractivos, por comparación con maneras de sentir no modernas, más indiferenciadas y robustas (undifferenziertere, robustere Emp-findungsweisen), como ciertamente son las de los hombres vulgares a que Ad-dison se refiere. 17 Así, por ejemplo, Hutcheson no duda en considerar que “la importancia de cualquier verdad no es más que su pertinencia o eficacia para hacer a los hombres felices, o para proporcionarles el mayor y más duradero placer; y la sabiduría significa solamente una capacidad de perseguir este fin con los mejores medios”. Francis Hutcheson, An inquiry into the original of our ideas of beauty and virtue [cuarta edición en 1738 - en adelante citado como Inquiry], reeditado en 1969 por Gregg International, p. ix.18 Con su habitual agudeza, y pese a su juicio radicalmente negativo, Rous-seau supo percibir, en comparación con la pequeña ciudad, la importancia del placer como ocupación del ocio en la gran ciudad: “a un pueblo sencillo y laborioso, dejadle descansar de sus trabajos cuando y como le plazca: nunca será de temer que abuse de esta libertad, y no debe uno fatigarse buscándole esparcimientos exquisitos, pues lo mismo que necesitan pocos condimentos los platos que la abstinencia y el hambre sazonan, tampoco hace falta mucho a los placeres de unas gentes extenuadas de cansancio, para quienes el des-canso es ya por sí solo un deleite gratísimo. Una gran ciudad, llena de gentes

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con modelos sociales más tradicionales, la condición social urbana y moderna impone una reflexión más diferenciada y precisa sobre el placer, que a juicio de Hutcheson apenas si había tenido lugar:

generalmente no encontramos en nuestros escritos filosóficos modernos más que una mera división de placeres en sensibles y racionales, y algunos lugares comunes trillados para probar que los últimos son más valiosos que los primeros. Nuestros placeres sensibles son admitidos con desprecio y se explican sólo medi-ante algunos ejemplos de gustos, olores, sonidos o similares, que los hombres con alguna capacidad de reflexión consideran satis-facciones triviales. Nuestros placeres racionales han tenido con mucho el mismo tipo de tratamiento (Inquiry, p. x y s.).

Ateniéndonos a la concepción utilitarista de la razón vigente en la Ilustración inglesa, no es difícil comprender el significado de los placeres racionales a que se refiere Hutcheson. De hecho, estos equivalen a lo que, en la CJ, Kant llama lo bueno19, y la mediación racional del cálculo medio-fin los diferencia de los placeres sen-sibles. Estos últimos son calificados por Kant como lo agradable20. Pero la pobreza de la reflexión filosófica de que se lamenta Hutche-son, y que él mismo pretende subsanar, no se reduce a los lugares comunes a que se ha recurrido para explicar los placeres sensibles

intrigantes, desocupadas, sin religión y sin principios, cuya imaginación depravada por el ocio y la holganza, por el amor a los placeres y por grandes necesidades, sólo engendra monstruos y no inspira más que desafueros [...] Como impedirles ocuparse en sus cosas es impedirles hacer daño, dos horas al día [p. ej. en el teatro - l.p] sustraídas a la actividad del vicio evitarán la doceava parte de los delitos que se cometerían [...] Pero en las ciudades pequeñas, en los lugares menos poblados, donde los individuos siempre a la vista del público, son censores natos los unos de los otros, y donde la ad-ministración tiene sobre todos ellos una inspección fácil, es preciso seguir normas absolutamente contrarias” (Rousseau, Carta al señor D Alembert, p. 316 s.). 19 “Bueno es lo que place, por medio de la razón, por el mero concepto. Llamamos bueno para algo (lo útil) a lo que place sólo como medio; bueno en sí llamamos, en cambio, a lo que place por sí mismo. En ambos casos está siempre contenido el concepto de un fin, luego la relación de la razón con el querer (al menos posible) y, por consiguiente, una complacencia en el existir de un objeto o de una acción, es decir, algún interés” (CJ, § 4, b 10).20 “Con respecto a lo agradable, cada cual se conforma con que su juicio, que dice que un objeto le place, se funda en un sentimiento privado, y se restringe solamente a su persona” (CJ, § 7, b 18).

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o racionales, sino que se extiende a la división misma: la filosofía no ha reconocido, y por ende no ha tematizado, un tercer tipo de placeres: los de lo bello, es decir, aquellos que Addison llamaba los de la imaginación.

Dado que en todo placer existe una mediación sensible, el examen de las sensaciones reviste una especial importancia si se quiere explicar la diferencia específica entre el placer de lo meramente agradable y el placer de lo bello. A ello obedece la clasificación de los sentidos en superiores (vista, oído y, en ocasiones, tacto) e inferiores (olfato y gusto). A mi juicio, no es una razón, sino un conjunto entremezclado de razones, el que justifica una jerarquiza-ción tal. Para efectos de su mejor comprensión, procedo a exponer estas razones por separado, insistiendo en que, tanto en los autores escogidos, como en sus alcances argumentativos, a menudo ellas se entremezclan.

El contacto físico con el objeto

Ya Aristóteles había establecido como criterio de diferenciación de los sentidos el que requieran o no de un medio transmisor entre el objeto sensible y el órgano sensorial21. Así, la vista, el oído y el olfato perciben a través de un medio (luz, aire, agua). En el otro extremo, la relación entre el gusto y su objeto se da por contacto inmediato. Una posición intermedia es la del tacto: percibimos los objetos tangibles, no influidos por el medio, sino a la vez que el medio, que en este caso es la carne.

La reflexión estética moderna asume, con algunas variaciones, este punto de vista. Pero más que en ellas, su originalidad radica más bien en su aplicación a la experiencia de lo bello. Así, pues, el tacto acabará por incluirse decididamente dentro del grupo de órganos que no requieren de medio. En cuanto al olfato, si bien requiere del aire como medio para la transmisión de las partículas olfativas emanadas por el objeto, éstas son finalmente incorporadas por el organismo receptor; por tal razón, las sensaciones olfativas se asimilarán a aquellas que surgen de un contacto inmediato con el objeto.

21 Cfr. Aristóteles, Acerca del alma, Libro ii, Ed. Planeta-Agostini, Barcelo-na, 1998. Traducción y notas de Tomás Calvo Martínez.

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Para la reflexión estética moderna, la importancia del medio con-siste en que éste garantiza una distancia entre el sujeto receptor y el objeto, de modo que la sensación correspondiente resulta menos dependiente de la naturaleza individual del receptor, además de que es susceptible de desarrollos ulteriores, no dependientes de la presencia inmediata del objeto. La ausencia del medio –o el modo peculiar como éste opera en el caso del olfato– favorece por el contrario la fusión (o disolución) del objeto en el receptor. En estos casos, las sensaciones respectivas exhiben un alto grado de depen-dencia, tanto con respecto a la presencia de los objetos percibidos, como de las características individuales del receptor. Ilustremos estas observaciones.

La supremacía de la vista, según Addison “el más perfecto y deli-cioso de todos nuestros sentidos” (Spectator, p. 276), tiene que ver con el hecho de que la relación visual es la que permite una mayor distancia, y por ende una mayor independencia con respecto al objeto. De ahí la mayor duración del placer que proporciona: “la vista no se cansa ni se sacia de su propio disfrute”, o al menos no se cansa tan rápidamente, como suele ocurrir con las sensaciones que implican el contacto físico con el objeto (es decir, las del gusto, el olfato y el tacto).

Así mismo, la ausencia de contacto físico hace de la sensación visual la materia prima más importante para los juegos de la imaginación. Así, por ejemplo, en determinados casos la sensación visual puede contener a su manera otras sensaciones. Puede reemplazar al tacto: al recorrer los objetos sin tocarlos, aunque casi como palpándolos, proporciona una sensación de consistencia similar a la del tacto22. Sin embargo, la relación inversa no puede afirmarse del tacto, pues dada su estricta dependencia de la presencia del objeto, no puede proporcionar las sensaciones visuales del color.

22 Posteriormente, Heinrich Wölfflin ha desarrollado bellamente esta in-tuición, a propósito de lo que él denomina el “estilo clásico” en la pintura y la escultura del Renacimiento, y que podría definirse como la inseguridad de la vista, recientemente privilegiada, y que por lo tanto debe acompañarse del tacto visual. Cfr. Heinrich Wölfflin, Renaissance und Barock. Eine Untersuchung über Wesen und Entstehung des Barockstils in Italien [1888].

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Por otra parte, las sensaciones táctiles, condicionadas por la in-mediatez del contacto físico con un objeto particular, e incluso por sólo una parte del mismo, se diferencian de las sensaciones visuales, que son capaces de superar los obstáculos de número, vo-lumen y distancia: la vista “conversa con sus objetos a la distancia más grande, y continúa sus actividades en mayor plazo de tiempo” (Spectator, p. 276). Gracias a que puede permitirse una distancia con ellos, la vista puede captar simultáneamente grandes cantida-des de objetos y de relaciones entre los mismos23.

Pero la amplitud de juego implicada en la sensación visual va más allá de las posibilidades de una contemplación estrictamente visual. Addison denomina placeres visuales secundarios a aquellos que

fluyen de las ideas de los objetos visibles, cuando los objetos no están actualmente ante la vista, pero que se hacen surgir en nuestros recuerdos, o son formados en agradables visiones de cosas ausentes o ficticias (Spectator, p. 277).

En la posibilidad de “reelaborar” las sensaciones visuales una vez que éstas no están afectando más de manera directa al receptor, está una de las claves de la producción artística plástica. El cuadro del pintor, aunque formado a partir de las impresiones de lo visto, no tiene que limitarse a la representación de objetos presentes o reales. Pero también la poesía se beneficia de esta posibilidad de transformación que ofrecen las impresiones visuales, en virtud de su independencia con respecto a la presencia del objeto. Así, por ejemplo, se nos habla de las admirables “pinturas” de los carac-teres humanos que nos ofrece Homero. Es el ut pictura poiesis de Horacio24. Las pasiones, los afectos y las emociones se encarnan

23 Y aquí encontraríamos el fundamento de lo que Wölfflin denomina el “estilo barroco” en las artes plásticas, entendido como emancipación de la vista con respecto al tacto visual y el consiguiente paso del dibujo lineal a lo pictórico. Esta emancipación permite el acceso a dimensiones visuales más complejas y vedadas por la limitación táctil-visual. De la contemplación de la superficie se pasa al adentrarse en el cuadro gracias a la representación de la profundidad; de la forma acabada en sí misma, a la forma en movimiento.24 Sobre la compleja historia de las cambiantes relaciones entre poesía y pintura véase el estudio de Rensselaer W. Lee, Ut pictura poiesis. La teoría humanística de la pintura, Ediciones Cátedra, Madrid, 1982. Traducción de Consuelo Luca de Tena.

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en figuras visuales, que son pintadas-descritas, aunque mediante signos ahora despojados de todo vestigio sensual.

Pero de una reelaboración tal no son susceptibles aquellas sensa-ciones que, como las olfativas, gustativas o táctiles, parecen desti-nadas a la dependencia de objetos particulares del mundo físico. Incluso el valor musical, tan importante para nuestra recepción actual de la poesía y que implica una alta estimación de las sensa-ciones acústicas, es para Addison todavía instrumental:

Así, cualquier sonido continuo, como la música de los pájaros, o el de una cascada, despierta en cualquier momento la mente del contemplador y la hace más atenta a las diversas bellezas del lugar frente a él. Así también, si se desprende una fragancia de olores o perfumes, ésta aumenta los placeres de la imaginación y hace aparecer más agradables los colores y el verdor del paisa-je, puesto que las ideas de ambos sentidos se complementan mutuamente y causan mayor placer juntas que separadas, como los diferentes colores de un cuadro, que cuando están bien dis-puestos, se realzan entre sí y reciben una belleza adicional de la ventaja de su situación (Spectator, p. 282).

Aquí llama la atención que las sensaciones acústicas (sonido conti-nuo, música de los pájaros o de las cascadas) todavía sean tratadas en pie de igualdad, por ejemplo, con las olfativas (la “fragancia de los olores o perfumes”). En la contemplación de la belleza natu-ral, el valor del sonido depende de su coordinación con la vista, así como en la belleza artística, la música dependía todavía de su relación, subordinada, con el texto. En lo que se refiere a las sensaciones puramente visuales, tal vez no resulte demasiado atre-vido pensar que Addison resalta ya el valor estético autónomo del color y de su composición. Si esto fuera correcto, su aproximación resultaría relativamente avanzada con respecto a una época que todavía subordinaba la composición colorística al diseño o dibujo.

La relación de subordinación del color al dibujo es similar a la que solía establecerse entre la música y el texto. Probablemente ambas aludan a una cierta inseguridad existencial propia de un compor-tamiento civilizado todavía no lo suficientemente aclimatado. En ese sentido, la producción artística se halla ligada todavía a una función “pedagógica”: aun en sus elementos puramente formales,

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la obra de arte debe ofrecer pautas de orientación inequívocas. La emancipación de los colores con respecto al dibujo acabado o la afirmación de la música absoluta, anunciarán el fin del paradigma clásico y el cambio de la significación social del arte25.

Pero desde el punto de vista de un análisis de las propiedades es-tructurales de las sensaciones, lo que aquí importa constatar es que lo que otorga su primacía a las sensaciones visuales, es que, en virtud de su distancia con el objeto, ellas permiten establecer una relación puramente contemplativa con el mismo, sea éste natural o artístico, que excluye su valor de cambio y también su valor de uso. El hombre de imaginación refinada, afirma Addison,

encuentra un secreto solaz en una descripción y, frecuentemente, siente una satisfacción mayor con la perspectiva de los campos y de las praderas, que cualquier otro con su posesión. Ello le otor-ga una especie de propiedad sobre todas las cosas que ve, y hace de las partes más rudas e incultas de la naturaleza una fuente de sus placeres; de tal manera que contempla al mundo como si presentara un aspecto distinto, y descubre en él una multitud de encantos que se ocultan para la mayor parte de la humanidad (Spectator, p. 278).

Por el contrario, y dada su dependencia de la relación física con el objeto, los placeres táctiles son calificados por Addison como toscos (gross), y aparecen más vinculados a una relación utilitaria con los objetos.

25 A este respecto resulta ilustrativa la anécdota mozartiana, relatada por Elias, con motivo del estreno de la ópera El rapto del serrallo. Después de la audición, el emperador José II expresó a Mozart su insatisfacción con las siguientes palabras: “Demasiadas notas, querido Mozart, demasiadas notas”. La queja, compartida por una de las cantantes, se refería a la ruptura mozartiana del equilibrio acostumbrado entre texto y música, en detrimento del primero. La música no era más el mero acompañamiento del texto: “En el Rapto, Mozart se alegraba enlazando a veces, en una especie de diálogo, las voces humanas con las voces de los instrumentos. Con ello socavó la posición privilegiada de los cantantes. Y al mismo tiempo perturbó a la so-ciedad cortesana, que en la ópera estaba acostumbrada a simpatizar con las voces humanas y no con unas voces orquestales simultáneas”. Norbert Elias, Mozart, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1991, p. 170.

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Sentidos teóricos y prácticos

La Antropología kantiana nos ofrece una interesante doctrina acer-ca de los cinco sentidos. En su conjunto, se trata de puros sentidos de la sensación orgánica, a la vez que de vías de acceso con las que la naturaleza ha dotado a los animales para la diferenciación de los objetos. No obstante, su consideración más detenida revela en ellos características estructurales que justifican su división. En efecto, hay sentidos “más objetivos que subjetivos” o “más subjeti-vos que objetivos” (Antropología, ba 47). Las intuiciones empíricas de los primeros –es decir, tacto, vista y oído– “aportan más al co-nocimiento de objetos externos, que despiertan la conciencia del órgano afectado”. Por el contrario, los segundos (gusto y olfato) son más aptos para el disfrute (Genuß) que para el conocimiento de los objetos externos.

A diferencia de Aristóteles, quien considera que el cuerpo en ge-neral es el medio (no el órgano) de las sensaciones táctiles, Kant estima que “el sentido del tacto reside en las yemas de los dedos y en las papilas nerviosas de los mismos” (Antropología, BA 48). Esta modificación le permite afirmar que “este sentido es el único [que proporciona una] percepción externa inmediata”. Su ubica-ción podría calificarse como intermedia entre los polos objetivo y subjetivo de las sensaciones. En lo que se refiere al conocimiento experimental (Erfahrungserkenntnis), que no podríamos calificar to-davía como científico, el tacto es el sentido más importante y el que otorga más seguridad, pues dejando de lado su faceta puramente estética (si algo se siente más o menos suave, más o menos calien-te), nos informa tanto acerca de la presencia del objeto como de su forma. Pero así mismo su contacto (Berührung) directo e inmediato con los objetos hace de él, epistemológicamente, el sentido más grosero (gröbste): si bien es punto de apoyo necesario para que la vista y el oído puedan hacerse a un concepto de la forma corporal, una vez adquirido el concepto bien podemos conservarlo, pres-cindiendo de la sensación táctil que lo originó. Desde un punto de vista estético, los efectos de las sensaciones táctiles tienden a ser exclusivamente individuales (la percepción de un objeto concreto como más o menos caliente, o más o menos suave, depende del receptor). Y en el caso de la recepción artística, sólo en la escultura tendría alguna cabida, si bien sus sensaciones son perfectamente reemplazables, como se ha visto, por las visuales.

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Las sensaciones visuales y auditivas son mediadas (por la luz y el aire). Como tales son las más independientes del contacto directo entre los órganos y sus objetos. Por ende, sus efectos se miden menos por las repercusiones sobre el estado puramente subjetivo (es decir, estético) que por sus informaciones acerca de la causa que los produce. “Aunque no más indispensable que el sentido del oído, el de la vista es con todo el más noble (edelste)” (Antropología, b 50), y ello porque es el que se aleja más del tacto, que, aunque necesario, es el más limitado. La vista no sólo contiene la esfera más amplia de percepciones dentro del espacio, sino que también siente que su órgano es el menos afectado (am wenigsten affiziert wird). Por su distancia con respecto al objeto, el sentido de la vista es “el que más se acerca a una intuición pura (a la representación inmediata del objeto dado sin mezcla notoria de sensación)”.

Por lo que a las sensaciones auditivas se refiere, Kant afirma que, en sí, éstas no significan nada, entendiendo por ello su total in-dependencia de la representación inmediata de la forma de los objetos. Pero precisamente por ello, es decir, porque sólo significan sentimientos internos, son “los medios más apropiados para la ex-presión de los conceptos (Bezeichnung der Begriffe)” (Antropología, B 49). La doctrina antropológica kantiana cree encontrar en la estruc-tura empírica de las sensaciones visuales y auditivas, el correlato sensible más adecuado para las funciones a priori, respectivamente estéticas o lógicas –en sentido “trascendental”–, implicadas en el conocimiento. Esta adecuación de las sensaciones visuales y audi-tivas con respecto a la estructura subjetiva trascendental (formas puras de la intuición y conceptos del entendimiento), hará de ellas la exclusiva materia prima sensible de la experiencia estética de lo bello que, como veremos, debe involucrar tales funciones a priori, con miras a justificar su pretensión de universalidad.

Así, pues, y gracias a la distancia exhibida por las sensaciones vi-suales y auditivas con respecto a su causa, sus sentidos correspon-dientes “mediante reflexión, conducen al sujeto al conocimiento del objeto como una cosa exterior a nosotros” (Antropología, ba 51). Es de anotar, sin embargo, que su potencial cognoscitivo resulta inversamente proporcional a su potencial estético:

Cuanto más se sientan afectados los sentidos –dentro del mis-mo grado del influjo ejercido sobre ellos–, tanto menos enseñan

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(lehren). Y a la inversa: si han de enseñar mucho, deben afec-tar moderadamente. Bajo la luz más fuerte no se ve (distingue) nada, y una voz dolorosamente estentórea ensordece (impide el pensamiento) (Antropología, ba 53).

La “riqueza estética” –entendiendo la estética en su sentido más ge-neral– es mayor en las sensaciones gustativas, olfativas, e incluso táctiles, que en las visuales y en las auditivas. Las primeras afectan más a sus respectivos sentidos, y les enseñan menos. Pero así mis-mo, y aunque incluso dentro de las sensaciones provenientes de los sentidos inferiores sea posible aislar su aspecto meramente estético, la fuerza que éste exhibe tiende a resolverse en una relación prácti-ca inmediata con sus objetos. Así, pues, Kant afirma del gusto y del tacto que son sentidos más subjetivos que objetivos, y ese carácter les viene dado por su modo específico de afección: sea por contacto directo (el gusto), o por absorción de emanaciones (el olfato), las partículas provenientes del objeto “deben penetrar (eindringen) el órgano, para hacer llegar a éste su sensación específica” (Antropolo-gía, ba 52). Similar es la reflexión de Hegel, quien afirma:

Los instrumentos sensibles de la vista y el oído ejecutan el proceso puramente teórico: lo que vemos, lo que oímos, lo deja-mos como es. Por el contrario, los órganos del olfato y del gusto pertenecen ya al comienzo de la relación práctica. Pues sólo es para oler aquello que ya está comprendido en el consumirse, y sólo podemos gustar en la medida en que destruimos (Estética I, p. 184).

Así, pues, y por paradójico que ello pueda parecer, la importancia de las sensaciones visuales y auditivas para la experiencia estética de lo bello reside precisamente en su “pobreza” estética comparati-va. No se trata de que aquí hayan de aprovecharse las potencialida-des cognoscitivas de las sensaciones en ella implicadas. Pero dada la moderación de su afección, y por ende su mayor compatibilidad con el ejercicio de las funciones a priori de la subjetividad, son las sensaciones más adecuadas para cumplir con las pretensiones de validez intersubjetiva de la experiencia estética de lo bello.

La unidad de lo diverso

Uno de los problemas más complejos con que se enfrenta la epis-temología kantiana es el de la relación entre concepto e intuición.

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El primero contiene “la unidad sintética pura de lo diverso en ge-neral”. El tiempo, “como condición formal de la multiplicidad del sentido interno, y por consiguiente de la conexión de todas las re-presentaciones, contiene una multiplicidad a priori en la intuición pura” (CRP, b 177). Del espacio puede afirmarse que es la condición formal inmediata de la multiplicidad del sentido externo. Ahora bien, dado que sin la relación entre concepto e intuición, es decir, sin la reducción de la diversidad de la intuición a la unidad del concepto, no habría conocimiento, Kant encuentra necesario esta-blecer un término medio entre ambos polos:

Pero los conceptos puros del entendimiento, en comparación con las intuiciones empíricas (o incluso con las sensibles en general), son totalmente heterogéneos, y nunca pueden encontrarse en in-tuición alguna. ¿Cómo es entonces posible la subsunción de la última bajo los primeros, y con ello la aplicación de la categoría a los fenómenos, puesto que nadie dirá que ésta, por ejemplo, la causalidad, pueda ser intuida mediante los sentidos, y estar contenida en el fenómeno? (CRP, b 176 y s.).

Se impone entonces la necesidad de un término medio, homogéneo tanto con la categoría como con el fenómeno, intelectual por un lado y sensible por el otro, pero libre de todo elemento empírico, al que Kant denomina esquema trascendental.

En el caso del conocimiento –es decir de los juicios determinan-tes– la relación es de subsunción, bajo el concepto de la multiplici-dad intuitiva. Como más adelante se verá, para los juicios de gusto sobre lo bello, la relación habrá de ser no determinante sino de libre juego. Por lo pronto, aquí sólo importa recordar claramente que esta relación entre las facultades debe estar implicada en tales juicios. Por otra parte, la doctrina kantiana acerca de los sentidos expuesta en la Antropología no reemplaza sino que complementa la de la Crítica de la razón pura.

En la Antropología, el análisis de las sensaciones permitirá a Kant determinar cuáles de ellas, en virtud de su estructura, prefiguran, o al menos resultan más idóneas, para la síntesis entre unidad y diver-sidad que lleva a cabo el esquema trascendental. Tal estructura de determinadas sensaciones no suple, ni en los juicios de conocimien-to ni en los de gusto, la necesidad de relación entre las facultades a

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priori implicadas en el conocimiento, si bien es cierto que les ofrece, por así decirlo, un material más adecuado para las funciones que les son propias. Por el contrario, el material proporcionado por otros órganos sensibles no resultará apto para tales elaboraciones.

Recordemos la concepción del sentido de la vista, expuesta en la Antropología, como “el que más se acerca a una intuición pura (a la representación inmediata del objeto dado sin mezcla notoria de sensación)”, y de las sensaciones auditivas como “los medios más apropiados para la expresión de los conceptos” (Antropología, B 49). En efecto, de manera figurada podría afirmarse que sólo en las sensaciones visuales y auditivas resulta posible, de manera anticipada, la relación entre los dos polos heterogéneos que consti-tuyen el conocimiento: por una parte, ellas captan la multiplicidad propia de lo sensible, pero por otra también ellas pueden captar la unidad de lo diverso en sus objetos. Sería tal vez más exacto decir, no que tales sensaciones anticipan la relación entre las funciones trascendentales del concepto y la intuición, sino que éstas sólo pueden cumplirse cuando su material sensible es visual o acústico. Pero dado que aquí intentamos un acercamiento a las sensaciones aisladamente consideradas, opto por presentarlas “como si” ellas, “en sí mismas”, poseyeran tales atributos.

La vista suele aprehender el todo –la forma– del objeto que se le presenta, pero debidamente aguzada también puede reconocer las partes que lo componen. Por su parte, el oído, como ya ha sido dicho, no capta formas; su objeto es lo fluido, la multiplicidad de lo cambiante. Pero aunque los sonidos desaparezcan a medida que van siendo emitidos, la capacidad de memoria acústica aguzada permite conservar los vínculos que relacionan al flujo que desapa-rece tan pronto como avanza. Las composiciones artísticas plásti-cas y musicales parecen contar con esta capacidad de desarrollo de las impresiones sensibles respectivas26.

26 Tal vez lo anterior pudiera aplicarse a la transición, anteriormente insi-nuada, del estilo clásico al barroco en el caso de la plástica: una vez afianzado el efecto de la forma acabada en sí misma, se integra lo múltiple en la forma en movimiento. Así mismo, el texto habría servido de soporte o referencia unificadora a la multiplicidad representada por la música, hasta que la pro-pia técnica de composición descubre sus soportes puramente musicales in-corporando dentro de ellos su propia multiplicidad.

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Por el contrario, dentro de los sentidos llamados inferiores, el olfato parece ser el más pobre puesto que sus sensaciones carecen de la posibilidad de combinación entre la unidad que subyace a la multiplicidad que la compone (vista) o que fluye (oído). Suele con-siderarse que su potencial cognoscitivo es prácticamente nulo27. Su única utilidad radica, según Kant, en ser “condición negativa del bienestar” (Antropología, BA 54), pues nos previene de respirar ai-res nocivos o de ingerir alimentos descompuestos. Aparte de esto, y ahora desde una perspectiva estética, es el sentido más desagra-decido y también el más superfluo: no recompensa los esfuerzos invertidos en su cultivo y refinamiento para efectos del disfrute, pues éste no sólo es efímero, sino que a menudo lo que ocurre es lo contrario: “principalmente en los lugares más poblados, hay más objetos para el asco que para lo agradable”. Y en lo que se refiere a sus posibilidades de desarrollo en una experiencia estética de lo bello, éstas parecen nulas dada su indiferencia con respecto a las determinaciones formales del objeto.

Lo mismo que del olfato podría afirmarse de las sensaciones gus-tativas. No obstante, desde el punto de vista que ahora nos ocupa, el de la unidad de lo diverso, podría aducirse en favor de todas estas sensaciones “inferiores” una cierta capacidad de desarrollo estético. En efecto, el refinamiento culinario no consiste tan sólo en ofrecer una mera sucesión de sabores supuestamente agrada-bles, sino también en su combinación: los manjares se contrastan, se anulan o se potencian en sus respectivas sensaciones, y acaso una cierta memoria gustativa sea requerida para percibirlas como conjunto en lugar de una mera sucesión. Lo mismo podría decirse de los olores. Pero aunque todo esto se concediera, Kant recordaría que el influjo de las sensaciones proporcionadas por los sentidos inferiores es químico, en el sentido de una asimilación biológica (in-nigste Einnehmung es su expresión), a diferencia de las sensaciones

27 Según Simmel, sus impresiones son o imprecisas (dumpfen), o no sus-ceptibles de desarrollo (Unentwickelbarkeit): ”El olor no configura a partir de sí un objeto, como lo hacen la vista y el oído, sino que permanece, por así decirlo, completamente determinado por el sujeto (im Subjekt befangen). Esto se simboliza en el hecho de que no existe ninguna expresión objetiva e independiente que caracterice sus diferencias. Cuando decimos que huele ácido, esto significa sólo que huele como huele algo que sabe ácido” (Socio-logía, p. 733).

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de los sentidos superiores, cuyo influjo es mecánico, es decir, super-ficial. En virtud de esta propiedad, este grupo de las sensaciones “inferiores” es “más subjetivo que objetivo”; en otras palabras, sus efectos son puramente estéticos, y radicalmente heterogéneos con respecto a las formas a priori implicadas en el conocimiento. De las sensaciones gustativas y olfativas no cabe pues afirmar más que su agradabilidad individual y no comunicable. Pero con ello entramos en el último apartado.

La comunicabilidad de las sensaciones

Cuando la sensación, como lo real de la percepción, es referida al conocimiento, entonces se llama sensación de los sentidos; y lo específico de su cualidad sólo se deja representar, como univer-salmente comunicable del mismo modo, si se supone que todo el mundo tiene un sentido igual al nuestro: pero de una sen-sación de los sentidos, esto no se puede presuponer en absoluto. Así, a quien carezca del sentido del olfato, este tipo de sensación no puede serle comunicado; e incluso si no carece de ella, no se puede estar seguro de si la sensación que él tiene de una flor es la misma que nosotros tenemos. Pero aún más diferentes tenemos que representarnos a los hombres con respecto a la agradabili-dad o desagradabilidad en la sensación de un mismo objeto de los sentidos, y de ninguna manera se puede reclamar que todos aceptaran el placer por los mismos objetos. Puesto que este tipo de placer entra mediante los sentidos en el ánimo y en ello so-mos pasivos, puede llamárselo placer del disfrute (Lust der Ge-nusses) (CJ, § 39, b 153).

El criterio que ahora tratamos resulta de mucha importancia para toda la discusión estética moderna. Se trata de establecer los lími-tes dentro de los cuales es válido el aserto según el cual de gustibus non est disputandum. En efecto, en principio puede afirmarse de todos los juicios estéticos, es decir de los que expresan un placer o displacer, que su validez es meramente privada, que atañe exclu-sivamente al individuo que los emite. De alguna manera, quedan aquí cobijadas también las sensaciones visuales y auditivas. Con todo, una pertinaz convicción, expresada en un uso lingüístico, se opone a tal constatación: suele afirmase que alguien tiene buen o mal gusto, lo que implica la presunción de un canon objetivo para juicios que expresan afecciones puramente subjetivas.

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La investigación estética se plantea entonces el problema de la jus-tificación de la pretensión de validez objetiva –Kant la llama también universalidad subjetiva (cfr. CJ, § 8)– del juicio de gusto. Para tales efectos, se ensayaron diversos caminos, recurriendo a conceptos tales como el je ne sais quoi28, la perfección, o el sentido común en su acepción kantiana. Por lo que a este apartado respecta, el asunto también puede ser expresado como el de “la comunicabilidad de una sensación” (die Mitteilbarkeit einer Empfindung).

El concepto de comunicabilidad resulta un tanto complejo dada su polisemia, o mejor, los grados en que ella resulta posible. Así, un significado de la comunicación, quizás el más usual en nuestros días, alude al hecho de emitir un mensaje que ha de ser captado y descifrado por un receptor. Cuando digo que el limón sabe ácido, razonablemente puedo aspirar a que otro entienda lo que digo –es decir a “comunicar” lo que siento–, contando para ello con que el otro no tenga atrofiado su sentido del gusto. Pero este grado de comunicación, como puede apreciarse en la declaración de Kant citada al comienzo de este acápite, de antemano tiene ya un límite: no puedo saber si mi sensación de lo que llamo ácido coincide con la sensación de lo que mi interlocutor denomina ácido. La limita-ción se acentúa si en el juicio se expresa un placer o displacer: en tal caso, no sólo no puedo saber si mi sensación placentera es igual a la suya, sino que también he de aceptar que es posible que su sensación sea displacentera.

De este modo, en lo que a las sensaciones se refiere, el cumpli-miento de este proceso comunicativo es altamente incierto, si bien es posible que en algún sentido sea exitoso: si digo que me gusta el sabor ácido del limón, el interlocutor comprenderá al menos que mi reacción frente a esa sensación no es de rechazo. Pero su comprensión consistirá en la suposición de que mi experiencia es similar a experiencias suyas, en las que él tampoco ha rechazado sino deseado sensaciones, aunque no necesariamente las del sabor

28 Al respecto véase el artículo correspondiente en Peter-Eckhard Knabe. Originalmente, el concepto se aplica a un vasto campo que incluye confi-guraciones psíquicas, comportamiento social y también crítica artística. En cualquier caso alude a la creencia en un parámetro objetivo, a la vez que a la imposibilidad de expresarlo conceptualmente.

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específico del objeto específico. Así mismo, y en lo que al placer se refiere, la comunicación en este sentido tampoco podrá aspirar a una necesaria comunidad de juicio, dado el carácter puramente individual de la sensación.

No obstante las anteriores limitaciones, es posible una cierta edu-cación de las sensaciones, y con ella la construcción de un cierto tipo de consensos. Así, por ejemplo, para el niño acostumbrado al sabor de la leche, los del vino, el vinagre, o los de muchas especies y condimentos en general pueden resultarle en primera instancia insoportables. Sin embargo, el influjo de mecanismos educativos y culturales pueden llegar a inducir un cambio en su sensibilidad, de tal forma que no sólo llegue a experimentar placer con lo que antes le suscitaba fastidio, sino que también comparta sus gustos con grupos más o menos amplios.

En su acepción de “hacerse entender”, la comunicación también tiene importantes efectos sobre la sociabilidad: permite reconocer lo que a otros no gusta, y en consecuencia a abstenerse de obligar-los a soportarlo. De un anfitrión tal se dice que “tiene gusto” (cfr. CJ, § 7, b 20 y s.).

Ahora bien, de las sensaciones producidas por los llamados sen-tidos inferiores, las olfativas son las que se muestran más resis-tentes a los influjos externos de la cultura y a las exigencias de la sociabilidad. Las simpatías y antipatías que suscita el olor son inapelables:

Mientras que los otros sentidos tienden cientos de puentes entre los hombres, mientras que las repulsiones que ocasionan pueden ser reconciliadas mediante atracciones, mientras que el entrela-zamiento de sus valores sensibles positivos y negativos colorea el conjunto total de las relaciones concretas entre los hombres, por el contrario puede señalarse al sentido del olfato como el sentido disociador (Simmel, Sociología, p. 735).

La apreciación de Kant es similar a la de Simmel: la agudeza olfativa, y sobre todo en lugares densamente poblados, ocasiona más fastidio que placer. Y por lo que se refiere a sus potenciales en términos de sociabilidad, éstos son evaluados negativamente: “El olfato es en cierto modo un gusto a distancia en el que otros

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son obligados a participar, quiéranlo o no; de allí que, en tanto que contrario a la libertad, sea menos sociable que el gusto. Aquí, entre varias fuentes o botellas, el huésped puede elegir una de su agrado sin que los demás se vean obligados a compartir su goce” (Antropología, ba 54).

Así, pues, algunas sensaciones más que otras resultan permeables a los influjos de la educación y de las costumbres, y en esa medida resulta posible afirmar con respecto a ellas una relativa comuni-cabilidad, no ya sólo en el sentido de “hacerse entender” cuando se dice experimentar alguna de ellas, sino en el de “compartir” el placer que se deriva de las mismas. Con todo, las barreras anota-das por Kant son insuperables: no podemos estar seguros de que la sensación que experimentamos sea igual a la que otros expe-rimentan. Y aunque el desarrollo de la sociabilidad nos permite esperar de los que pertenecen a un grupo una cierta unanimidad en los sentimientos de placer o displacer, no tenemos fundamento para exigirlos en tanto traspasamos tales límites.

Pero junto a la comunicación asumida como un “hacerse entender”, existe otro sentido del concepto, que acabo de insinuar, más tradicio-nal y acaso menos evidente en su uso corriente actual. En adelante nos referiremos a esa otra acepción, según la cual comunicación (Mit-teilung) implica un pertenecer a y un participar de una perspectiva común, a partir de la cual se emiten los juicios. La investigación kan-tiana sobre la justificación de los juicios que exhiben pretensiones de universalidad se inscribe en esta dirección. Naturalmente que la perspectiva común buscada por Kant no es ya aquella consti-tuida por el acervo de tradiciones compartido por una comunidad particular dada. Fiel a los postulados ilustrados, lo común ha de derivarse en este caso de la “naturaleza humana”, y en particular de las funciones cognoscitivo-trascendentales que supuestamente le son inherentes. Así, pues, que los juicios de conocimiento sean comunicables no quiere decir, o al menos no principalmente, que ellos puedan ser entendidos por otros. Se trata más bien de que en su base existen unas funciones cognoscitivas que pueden afirmarse como comunes a todos los potenciales emisores.

Que la fuente de la comunicabilidad tenga que ser la espontanei-dad lógica es algo que se deriva de la individualidad inherente a

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la pasividad estética. Porque sabemos que la manera como somos afectados por los objetos es individual, resulta incuestionable que la comunicabilidad no puede reposar en fundamentos estéticos. Así las cosas, puede resultar extraño preguntarse por la comunicabili-dad del sentimiento de placer, tal como es la pretensión del juicio de gusto sobre lo bello. Como veremos más adelante, Kant afirma que el sentimiento de placer no puede ser la causa del juicio de gusto (cfr. CJ, § 9) –pues en tal caso se trataría de una causa privada e incomunicable–, sino una forma de conciencia ante una determi-nada disposición de las facultades de conocimiento, ocasionada a su vez por la representación de un objeto.

En el presente contexto, mi propósito no es todavía examinar el problema de la comunicabilidad del sentimiento de placer ante lo bello. El problema es más bien hasta qué punto puede decirse de las sensaciones mediante las cuales se da la representación de tal objeto, que son comunicables. En sí misma considerada, ninguna sensación resulta comunicable. Como hemos visto, la comunicabi-lidad se funda en las estructuras trascendentales del sujeto recep-tor. Pero no obstante lo anterior, algunas sensaciones resultan más aptas no sólo para el conocimiento –comunicable– de los objetos, sino para la comunicabilidad que reclaman los juicios de gusto sobre lo bello.

Recordemos una vez más la diferenciación kantiana entre sentidos “más objetivos que subjetivos” (sentidos superiores) y “sentidos más subjetivos que objetivos” (sentidos inferiores). Aunque en las sensaciones suministradas por los primeros prima su potencial cognoscitivo, no por ello pierden su carácter estético. Pero dado que la afección de las sensaciones visuales y acústicas es mecánica (es decir, afectan superficialmente), puede inferirse que la conciencia que ellas despiertan atiende menos a las modificaciones subjetivas porque éstas son menores, en comparación con las sensaciones de los sentidos inferiores. Que las modificaciones subjetivas desper-tadas sean menores, significa también que las peculiaridades del individuo receptor inciden menos en la calidad de la recepción:

De ahí que sobre [la representación ocasionada por los sentidos superiores - l.p.] sea más fácil ponerse de acuerdo (einverstän-digen) con los otros; pero con respecto a la última [es decir a la ocasionada por los sentidos inferiores - l.p.], en una misma in-

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tuición empírica externa y con el mismo nombre para el objeto, la manera como el sujeto se siente afectado por él puede ser com-pletamente diferente (Antropología, ba 47).

Sería a todas luces insuficiente pretender que la comunicabilidad universal reclamada por los juicios de gusto sobre lo bello repose exclusivamente en la facilidad de ponerse de acuerdo que carac-teriza a las sensaciones que producen efectos meramente mecáni-cos. Con todo, es un hecho que la experiencia estética de lo bello no sólo prescinde de las sensaciones de efectos “químicos”, sino que dejando también de lado los contenidos cognoscitivamente relevantes de las sensaciones visuales y auditivas, se aprovecha no obstante de la debilidad relativa de su impacto estético (que es mecánico y no químico). Así, pues, aunque no pueda afirmarse que esa “debilidad” sea condición suficiente para la comunicabilidad de un juicio de gusto –y de los juicios de conocimiento en general–, sí parece ser una condición necesaria. Las impresiones provenientes de los sentidos inferiores no ofrecen esta posibilidad de disección: al afirmar que su efecto es químico y no mecánico, Kant reconoce que su impacto tiende a ser exclusivamente estético, es decir estric-tamente individual y por ende incomunicable.

Sin embargo, es preciso reconocer que el eventual agrado que oca-sione la sensación de un color o de un sonido, puede ser tan “in-comunicable” –es decir tan individual– como el de un olor o el de un sabor. Pero así mismo, colores y sonidos son sensaciones en las que, dada la naturaleza de sus afecciones, es posible diferenciar su carácter “más objetivo que subjetivo”, más “puro”, no obstante que sigan siendo subjetivas:

Un mero color, por ejemplo el verde de un césped, un mero soni-do (a diferencia de la resonancia y el ruido) como quizá el de un violín, es declarado por los más como bello, aunque ambos pa-rezcan tener por fundamento meramente la materia de las repre-sentaciones, a saber, únicamente la sensación, y merecerían por ello ser llamados sólo agradables. Pero al mismo tiempo debería observarse que las sensaciones del color así como las del sonido pueden ser tenidas, justificadamente, como bellas, sólo en tanto que ambas sean puras; lo cual es una determinación que concier-ne ya a la forma, y es también lo único de estas representaciones que, con certeza, se deja comunicar universalmente; pues no

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puede admitirse que la cualidad misma de las sensaciones sea

unánime en todos los sujetos, y difícilmente puede serlo que la

agradabilidad de un color por sobre otros, o del sonido de un

instrumento musical por sobre otros, sea juzgado de la misma

manera por cada cual (CJ, § 14, b 40).

En las sensaciones del olfato y del gusto no es posible discernir forma alguna. Por el contrario, en las sensaciones visuales y audi-tivas es posible distinguir entre su materia y su forma. Pero quizás ésta sea una manera impropia de expresarse. En realidad, toda sensación es materia, y el placer que produzca será estrictamente individual e incomunicable, trátese de sabores, del color verde del césped, del sonido del violín, o incluso del mero ruido. Lo que sucede es que sólo las sensaciones visuales y acústicas, que como toda sensación afectan materialmente, también disponen de la ca-pacidad de afectar nuestras estructuras formales trascendentales. La expresión kantiana sensación pura sólo puede significar enton-ces aquella sensación que valiéndose de su materialidad afecta no obstante estructuras subjetivas no materiales y por ende comunes. El placer que se derive de la afección puramente formal de las sen-saciones visuales y auditivas constituye la experiencia estética de lo bello, y es lo único que en ellas es universalmente comunicable. Por el contrario, el placer que se derive de la afección material de las sensaciones de cualquier tipo, incluidas las visuales y acústicas, es individual e incomunicable.

La especificidad de las sensaciones visuales y auditivas consiste entonces en que sólo ellas permiten una experiencia del objeto como forma. Podría aducirse que, como el mismo Kant lo afirma en su Antropología, también las sensaciones táctiles dan cuenta de la forma del objeto. Pero aquí tal vez valdría recordar la doctrina aristotélica: percibimos los objetos tangibles, no influidos por el medio, a la vez que el medio, que en este caso es el cuerpo mismo. El contacto físico directo con los objetos hace más incierta la posibi-lidad de la disección de la sensación táctil en sus efectos materiales y formales. Y aunque en la práctica tal disección resulte no menos difícil en las sensaciones visuales y auditivas, al menos en la teoría parece más admisible como fundamento de su comunicabilidad.

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Como tal, la noción de forma es todavía insuficiente para dar cuen-ta de la experiencia estética de lo bello. Al fin y al cabo, no toda forma es percibida como bella. Esta debe ser especificada mediante su relación con la noción de unidad de lo diverso, con la salvedad de que no obstante que ella sea atribuida al objeto, no es en éste donde se reconoce, sino en sus efectos sobre el sujeto. Y dentro del amplio campo de los efectos estéticos posibles, la unidad de lo diverso como determinación de la belleza atañe tan sólo a aquella que se refiere a una determinada disposición entre las facultades a priori (imaginación y entendimiento) de la naturaleza humana. Sólo en la medida en que éstas estén involucradas, y además en esa determinada disposición, resultará razonable la pretensión de comunicabilidad del placer de lo bello.

A manera de resumen del recorrido realizado en este capítulo, he querido plantear en términos generales las relaciones de la estética moderna con la sociedad moderna. He partido de una concepción genérica de la dimensión estética, dentro de la cual se ubica, sin agotarla, la experiencia específica de lo bello. Considero que tanto la posibilidad como la necesidad de la experiencia estética general y también de la específicamente bella, sólo se comprenden dentro del contexto de una sociedad moderna.

A partir de los análisis desarrollados por Hegel en su dialéctica del señor y el siervo, he caracterizado a la sociedad moderna como el triunfo de la autoconciencia servil. Ésta se distingue por la in-hibición de los apetitos, que hace posible el trabajo como actividad configuradora del objeto, en el que tal autoconciencia puede re-conocerse. Hegel no desarrolla explícitamente las consecuencias puramente estéticas de la autoconciencia servil. He intentado señalarlas. Por lo que a la experiencia de lo bello se refiere, he in-sinuado su doble función: en sus inicios, la modernidad la concibe como instrumento complementario de la inhibición del apetito, y en ello consiste su utilidad moral: gracias al placer que le es propio, la experiencia de lo bello ha de coadyuvar a la formación de perso-nalidades autocontenidas, es decir, virtuosas.

Pero una vez aclimatados los comportamientos civilizados, la experiencia estética posibilitada por la inhibición de los apetitos será entendida desde una perspectiva más amplia, no centrada

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en su utilidad moral. El mandato que aún hoy se impone sobre los niños en formación: “¡Mirar pero no tocar!”, podría ser una buena formulación de ello. Esta relación, a la vez que inhibe un tipo de experiencia –la del tocar–, abre la posibilidad de otra, la del mirar, es decir, la de atender a los objetos sólo en tanto que fuente de sensaciones placenteras o displacenteras, desprovistas de toda consideración utilitaria. El incremento inusitado en la producción de objetos “de lujo” responde a las necesidades derivadas de esta relación estética, paradójicamente potenciada por la inhibición primordial del apetito. La producción artística, al menos en parte, también responde a esta necesidad, particularmente acuciante en los contextos urbanos. Los “placeres de la imaginación” son posi-bles porque se ha negado el placer de la desinhibición, aunque a la vez compensan, al menos parcialmente, el dolor que esta negación ocasiona.

La conciencia moderna reconoce el carácter empírico que gobierna a esta relación estética con los objetos. Esto quiere decir que, no obstante el grado de generalidad con que determinados objetos puedan satisfacer las expectativas estéticas de sujetos inhibidos en sus apetitos, tal satisfacción no es necesaria, ni puede exigirse en ellos: de gustibus non est disputandum. Pero así mismo, la conciencia moderna cree reconocer la existencia de un tipo de experiencia estética no afectado por tal relativismo del gusto: se trata de la experiencia de lo bello. Su atención se dirige entonces al esclareci-miento de las condiciones que hacen posible una experiencia tal.

En el presente capítulo he enfocado la reflexión moderna sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia de lo bello desde una perspectiva unilateral, que desde luego será complementada atendiendo a otros factores. Se trata de los órganos de los sentidos y de sus respectivas sensaciones. La inhibición de los apetitos hace posible su análisis o descomposición en múltiples aspectos: se distingue, en primer lugar, el efecto estético de la sensación de su valor cognoscitivo. De no mediar la inhibición, estos dos aspectos se encontrarían fundidos en la sensación que, al tiempo que in-forma sobre la existencia del objeto que la causa, suscita el deseo o rechazo por el mismo, y determina la re-acción consecuente. Se establece así mismo una jerarquía entre las sensaciones, que obedece a varias razones: según que impliquen o no un contacto

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físico inmediato con los objetos, su dependencia con respecto a la presencia actual de éstos aumenta o disminuye. Esta dependencia, mayor o menor, se traduce en las potencialidades más estéticas en el primer caso, más cognoscitivas en el segundo. Paradójicamente, las sensaciones implicadas en la experiencia de lo bello son preci-samente aquellas cuyo énfasis recae en su potencial cognoscitivo y no en el estético. Son ellas las que cuentan con mayores posibili-dades de desarrollo, atendiendo y conjugando factores tales como la unidad y multiplicidad que configuran el mundo objetivo. Al mismo tiempo, son también ellas las que, gracias a su debilidad estética, mejor se adecúan a las exigencias de comunicabilidad de la experiencia de lo bello.

Me propongo a continuación examinar con mayor detalle la evo-lución de la reflexión estética moderna que va desde la asociación íntima de la experiencia de lo bello con la utilidad moral (capítulo 2) hasta su autonomización (capítulo 3). Para el examen del primer momento he escogido el caso paradigmático del clasicismo francés del siglo xvii. En cuanto a la autonomía de la belleza con respecto a la moralidad, creo que los mejores ejemplos se encuentran en la reflexión estética inglesa del siglo xviii. Por lo que a las referencias a los antiguos se refiere, y que tanto peso tuvieron en el clasicismo moderno, remito al lector al anexo de esta investigación.

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