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Patio de luces

Tendemos nuestra ropa interior en los cordeles del

patio y no sacamos nuestras emociones reales más allá

de donde llega nuestro aliento.

Una historia a través de los títulos de las canciones

del álbum El patio de Triana.

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Índice

Abre la puerta ........................... 5

Luminosa mañana .......................... 7

Recuerdos de una noche .................. 11

Sé de un lugar ........................... 15

Diálogo .................................. 17

En el lago ............................... 21

Todo es de color ......................... 24

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ABRE LA PUERTA

Ella sabía, desde el mismo momento en que él

salió por la puerta cuando aún era de día,

que a su vuelta nada habría cambiado. Lleva

más de media vida junto a él, a su lado,

medio paso por detrás para observar sus

vaivenes. En ese cúmulo de años ha aprendido

a ver, oír y callar aunque no hay visión que

ya le sorprenda, ni palabra amable que le

cautive, ni mucho menos consejo que dar a la

cerrazón del que goza al vivir

confortablemente en el rechazo de los demás

con un puñado de papeles en los bolsillos que

nada dicen.

Le ha esperado con poca luz en el

salón, rodeada de mil imágenes proyectadas

por él y ningún amanecer sonriente de los

dos. Ha temido, sentada tal y como lo haría

en hogar ajeno, que todo saldría como

siempre, que nada le haría cambiar esta noche

para volver a casa con la cabeza bien alta y

los bolsillos, esta vez, repletos de

anécdotas simpáticas, de abrazos y palmadas,

de guiños y positivos ojalás. Se ha asomado

por la ventana incontables veces a partir de

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la media noche, suspirando con el afán de

estar equivocada pero con la seguridad de que

la realidad vuelve con celeridad. Todo su

entretenimiento ha sido intentar averiguar

cuál sería la chispa que quemaría este día

último para arrastrar las cenizas desde un

nuevo primero.

Son casi las tres menos cuarto de la

mañana y él aparece al cabo de la calle con

la cabeza hundida en los zapatos, la mirada

en ningún lugar y la sonrisa sin

desprecintar. Ella le abre la puerta con

angustia controlada y le ayuda con la bolsa

que apenas sujeta con la punta de los dedos.

Lo observa colmada de razón y él apenas le

devuelve la mirada. Se dan las buenas noches

con mueca de rutina mientras él se dirige al

estudio con una copa de vino de la discordia

en la mano. Ella vuelve a suspirar y se va a

la cama con la única incertidumbre de saber

si lo que empieza será distinto de lo dejado

atrás. Otro suspiro le dice que no, que todo

seguirá igual.

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LUMINOSA MAÑANA

Corre por el pasillo con el rostro

desencajado. Ha pasado más de treinta minutos

esperando en la cocina con el desayuno

preparado: leche templada con miel, zumo de

melocotón muy frío y tres tostadas de pan de

molde preparadas en la sartén con margarina

de maíz, lo habitual de los domingos. Desde

que le diagnosticaron los problemas de

colesterol el chocolate con churros pasó a la

historia. Grita su nombre a través de la

ventana tras subir el estor de un enérgico

tirón. Los rayos de sol devoran la habitación

vomitando más de treinta grados a las diez de

la mañana. ¿Andrés? ¡Andrés! Tropieza con las

sillas mal colocadas del salón. ¿Dónde coño

se habrá metido?

Andrés está bajo una sombrilla que

anuncia cerveza nacional, sentado en un

enorme sillón de mimbre de color castaño y

cojín de algodón crudo demasiado usado. Sobre

la mesa un café solo muy cargado, dos sobres

de azúcar vacíos y un gran vaso de agua que

suda casi tanto como él. En su mano, un

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enorme habano apagado, irregular, tal vez

encendido por primera y única vez hace

algunas bodas en otros labios. Ajeno a la

locura que está provocando su ausencia en

Marta clava su mirada en todas las personas

que pasan por la calle, prestando especial

interés en aquellos que entran en la

cafetería. Suelta el cigarro en el cenicero y

toma, de un solo trago, más de la mitad del

agua. Por un instante se ve tentado de cerrar

los ojos con ánimo de dormir.

Vuelve a la habitación y contempla el

pijama de verano, húmedo y templado tirado

junto a la mesita de noche. Una botella de

plástico con apenas unas gotas se entrelaza

con las prendas. Abre el armario y observa

que faltan las bermudas color camel y tal vez

algo más. se sienta en la cama y se echa a

llorar desconsolada.

Tras tomarse el resto del café y del

agua se levanta y arrastra con la pantorrilla

el sillón para abrirse paso. Decide tomar el

camino de vuelta sin ser consciente de haber

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pagado o no. Avanza por la calle, amplia

camisa de lino blanco empapada en sudor,

sandalias marrón setter muy brillantes y

antiguas, como mínimo tres números más

pequeñas de lo que necesita. Los talones

ennegrecidos y agrietados marcan su senda por

el largo acerado, a la sombra. Cruza su

mirada, sin ánimo de dar los buenos días, con

dos vecinos que contemplan, atónitos y

resignados los treinta y tres grados que

marca el termómetro de la farmacia en ese

momento, diez y dieciocho de la mañana. Gira

la esquina y sigue arrastrando sus cuarenta y

pocos años. Amaga la última calada antes de

entrar en casa.

Marta se ha levantado como un resorte,

se ha secado las lágrimas con el dorso de la

mano. Se ha sacado la blusa del uniforme y se

ha colocado una camiseta de lycra, rosa

claro, de forma arrollada por su espalda

mientras cruzaba el pasillo. Al abrir la

puerta se encuentra con Andrés. Dos segundos

de silencio y se atropella en el discurso:

Andrés, cojones, ¿dónde estabas? Estaba

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preocupada. Ay, mi chicarrón. ¿Has tomado

café? Sabes que no puedes. ¿Has encendido el

puro? Andrés, joder... Se le saltan las

lágrimas de nuevo y le mira cara a cara.

¿Dónde has ido, a la cafetería otra vez sin

dinero? Andrés, impertérrito, no mueve un

músculo de su rostro y tras un breve instante

de indescifrable silencio le balbucea...

Agua, quiero agua. Marta sonríe , le abraza,

le da un sonoro beso y con su brazo sobre los

hombros de él cruzan juntos el vestíbulo de

la Asociación de Personas con Enfermedad

Mental. Suspira, con la relajación que se

puede permitir, y se convence

superficialmente con que todo ha sido una

anécdota de una luminosa mañana como tantas

otras.

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RECUERDOS DE UNA NOCHE

La temperatura extrema nocturna y los excesos

de cafeína y nicotina no le permitían dormir.

Serían casi las cinco de la mañana y, asomada

a la ventana, buscaba la somnolencia mientras

escrutaba cada sonido que sobrevolaba la

calle vacía que evaporaba los restos de una

tarde con sobredosis de sol: el ronquido

acompasado del vecino del bloque de enfrente,

segundo izquierda, la radio marcando el ritmo

en el rezo del rosario de la abuela del

primero derecha, los incontables rozamientos

de las máquinas de aire acondicionado, la

chicharra tardía que vacila a la ausencia de

luz, la soledad de sus recuerdos. No habían

pasado tres días y aún sus labios le sabían a

él, robándole el sueño. Sus oídos reproducían

interferencias con la voz de él. Su tacto era

capaz de reconstruir centímetro a centímetro

la piel de él.

Se encontraron en la actuación de una

conocida cantante venida a menos, en cuanto a

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fama, en su, paradoja o no, mejor momento

creativo. Club pequeño y coqueto, afluencia

de público escasa, nostálgicos nacidos en los

setenta, menos de los ochenta. Se cruzaron

pocas miradas durante el concierto, las

suficientes para que él supiera que aquel

sencillo vestido negro no podía quedar mejor

en otro cuerpo, las necesarias para que ella

confirmara que aquella camisa celeste con

leves estampados simétricos bajo un blazer

azul marino junto a ese pelo oscuro apenas

engominado hacían un conjunto de su agrado.

Una vez acabado el repertorio y las

fotografías de rigor junto a la artista por

fin se acercaron al coincidir en la barra.

Ella tomó un combinado de ron, él pidió su

habitual tónica. En un principio le resultó

desagradable y presuntuoso cuando ella, en su

afán de iniciar conversación, le comentó que

le encantaban The Beatles, señalando el

altavoz del rincón, y él le respondió que era

Lenon en solitario, pero cambió de impresión

cuando pocos segundos después con sonrisa

socarrona y el dedo índice delante de los

labios le dijo con voz segura aunque

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susurrante “tranquila, no se lo diremos a

nadie”, guiñándole a continuación a cámara

lenta. Se presentaron. Hablaron. Rieron. Se

robaban abrazos leves, distantes, juguetones.

Recuerda su pelo perfectamente peinado

mientras le hablaba de rock español. Aún

recorría sus pulmones el perfume con leve

toque de sándalo cuando se le acercaba más y

más para contarle anécdotas de culturas

ilocalizables en espacio y tiempo. Todavía

sentía en su mejilla la barba corta y cuidada

que le rozó al relatarle los entresijos de un

tal Augusto y un tal Sancho de ficción que le

tenían fascinado como a un niño. Conservaba

en sus manos la sensación del infantil sudor

de sus manos entrelazadas cuando se dirigían

a un motel céntrico para rematar la noche con

suavidad, sin prisas ni pausas. Ella podía

repetir de memoria cada caricia, cada beso,

cada suspiro pasional con la misma precisión

que le martilleaba en la cabeza el acuerdo

que hicieron antes de salir del club, ni

compromisos ni tragedias, sólo recuerdos para

una noche única y nada más... aquel acuerdo

que ella sabía que no sería capaz de cumplir.

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Tres noches, con sus correspondientes tardes

y sus desconcertantes mañanas lo estuvo

recordando deseando que se repitiera

eternamente olvidando lo pactado.

Dos horas y media de madrugada después, con

el alba desperezada y los primeros buses de

línea ya en la calle, recibe un mensaje

rápido en su smartphone, “Hola, soy Ernesto,

¿nos vemos esta noche en el club del otro

día?”. Una lágrima orgullosa brotó mientras

le respondía, “Lo siento, no sé quién eres ni

de qué me hablas”.

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SÉ DE UN LUGAR

Durante el almuerzo no han cruzado palabra

alguna, como cuando él volvió anoche. Martín

no ha salido del estudio en toda la mañana

con la excusa del trabajo amontonado, Adela

no ha dejado de entrar y salir, cargada del

mercado, solitaria en la visita al médico,

acumulando cansancio para el resto del día.

El hecho de que él ahora se vaya a dedicar

sólo a trabajar en casa le satura en cada

paso que da, son treinta años de desaires y

rectitud mal gestionada. Jamás le podrá

recriminar una vida desdichada, materialmente

hablando: viajes de varias semanas de

duración, cenas de postín, una casa

espaciosa… todo ello cincelado a golpe de

silencios vanos, así que lo del almuerzo de

hoy no dista mucho de los últimos cientos.

Mientras él se ha servido un añejo

coñac para sentarse en la mesita junto a la

ventana, Adela ha recogido la mesa y ha

vuelto con la bandeja del café y con el firme

propósito de estrellarle a la cara lo que le

quema por dentro. Jamás me has dedicado una

sonrisa. Te crees que estás por encima del

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bien y del mal. Esta casa no saldría adelante

sin mi trabajo, a pesar de tu dinero. Y ahora

que has salido de la editorial con más penaque gloria sé que yo seré la que sufrirá tu

humor ingrato. En lugar de estar encerrado

revisando libros técnicos yo sé de un lugardonde estarías mejor, en vez de amargarme la

vida… junto a mi hermano Andrés, pobre

criatura… Todo esto es lo que quería decirle,gritarle, a la cara, pero de su boca solo

salió una pregunta apenas balbuceada:

¿Cuantas cucharaditas de azúcar te pongo,cariño?

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DIÁLOGO

Serían poco más de las cinco de la tarde

cuando Adela entró por la puerta de la sala

común. Marta estaba inmersa en una partida de

parchís con un par de chicos que tomaban las

reglas a su manera, aprovechando la falta de

atención de la monitora y una visión tan

personal del juego como de la vida que les

estaba tocando vivir. Como cada viernes

acudía a visitar a Andrés. Salvo cuando ha

estado de viaje con Martín, nunca ha faltado

a la cita. Lleva arrastrando la sensación de

culpa desde hace un par de décadas, la culpa

autoimpuesta de no haber atendido lo

suficiente al pequeño de la familia, al

hermano tardío que se quedó en los noventa

con el triunfo de la química que derrotó todo

su físico. Vestía un traje de tipo Chanel en

color coral, tan adecuado a su sexagenaria

figura como si hubiera sido cortado a medida,

una blusa de popelín de seda marfil claro, a

juego con zapatos y bolso, solo unos

pendientes de perla pequeños como complemento

y un olor a perfume exquisito que rápidamente

inundó la estancia. Saludó a los presentes

con sonrisa entrañable y se acercó a Andrés,

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que apenas se inmutó ante los arrumacos de su

hermana mayor y se sentó junto a Marta para

interesarse por cómo había ido la semana.

–¿Cómo vas, hija? Estarás deseando irte

de vacaciones, ¿no?– El rostro de

cansancio de Marta y el ser sabedora de

la tensión del trabajo con los chicos

no le hizo comenzar de otra manera la

conversación.

–Bueno, sí… No sé… Mañana empiezo, pero

sabes que al cabo de dos o tres días ya

les echo de menos. Mi vida es esto y

poco más.

–Ya, amor, pero necesitarás descansar

como todo el mundo… Ojalá estuviera en

tu situación… Cogía la maleta y no me

ibais a ver el pelo en semanas–. Marta

no supo qué responder, salvo una leve

mueca neutra, rozando la ingratitud.

–Y Martín, ¿qué tal? ¿Ha empezado ya ha

trabajar desde casa?

–Sí, ¿por qué crees que te decía lo de

irme lejos –las dos rieron con ganas,

aunque comedidas–. Disfruta de la vida.

No te dejes llevar por lo que digan,

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digamos, los viejos. No te cases.

Viaja, sal, ríe… Y si te quieres tatuar

o hacerte más piercings, hazlo… Bienarrepentida estoy yo de la vida que he

llevado… Pero ten cuidado, que mira

como está Andrés por no haber medido…

La sonrisa se tornó vidrio en los ojos.

Ambas se quedaron con la mirada perdida.

Adela contemplando a su hermano, que bebía

agua con ansía, Marta hacia un lugar del

vacío, con los ojos proyectando las delgadas

líneas rojas que separan la tristeza de la

desesperación. Al cabo de unos segundos de

silencio espeso se levantaron y se

mantuvieron en pie junto a Andrés.

–¿Cómo ha ido la mañana? –prosiguió

Adela con una charla que se derivaba

inexcusablemente a terrenos comunes y

rutinarios.

–Muy bien, no hay nada especial que

contar –Marta acaricia el cabello de su

chicarrón y guiña a Adela– ¿Verdad? –en

ese momento volvió de los noventa al

momento presente para reír,

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reconociendo la travesura de la

escapada de la mañana hundiendo el

rostro entre sus inmensas manos.

–Andrés, hijo, me tengo que ir ya.

Pórtate bien con Martita… que te quiere

mucho… Como yo, cariño mío… como yo…

Adela volvió a llorar mientras besaba

repetidamente a su hermano. Abrazó a Marta

con halo cómplice y amabilidad maternal y se

secó las lágrimas con un delicado pañuelo de

hilo egipcio con sus iniciales bordadas. Al

salir de la sala se cruzó con el director del

centro y cuando le preguntó por Martín

respondió que todo bien, fantástico, estamosmuy contentos porque ahora va a trabajar

desde casa.

Marta buscó el punto indefinido hacia

al que proyectó anteriormente su mirada.

Andrés se volvió hacia la ventana para ver a

sus compañeros jugar al fútbol, mientras

peleaba por encender su habano maltrecho con

un mechero de piedra estropeada y sin gota

alguna de gas.

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EN EL LAGO

En el primer día de vacaciones arrancó la

mañana dando lustre al cúmulo de propósitos

que sabía que abandonaría antes de acabar el

mes. Se levantó temprano, para no ser día

laborable, pero no más allá de hora y media

más tarde de lo que solía los días de

trabajo. Ojeó en el ipad los periódicos

habituales y las webs de las tiendas de moda

para tantear las rebajas, realizó varios

pedidos online, música, libros, un bolso

nuevo, y bajó a comprar fruta variada para

comenzar una dieta depurativa. Para combatir

el caluroso verano se colocó ropa fresca,

llamó por la ventana que daba al patio a

Salomé, su compañera de piso, su perrita de

dos años, cogió algunas piezas de las que

había comprado en el mercado y se dirigieron

a pasar el día en un lago. Tardaron en llegar

poco más de treinta minutos, lo que dura el

album Revolver de The Beatles. Soltó a

Salomé y, tras respirar profundamente un par

de veces, sonrió al ver como ya estaba

jugueteando en la orilla, dentro del agua.

Se despojó de la camiseta y quedó con un

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bikini deportivo de color fucsia con ribetes

negros, escarpines en los pies, también

negros, y unos shorts amplios del mismo tonoque la parte superior. Estuvo leyendo un par

de horas. Cuando su cuerpo empezó a tomar

tono rojizo y el sudor empapaba todo su

cuerpo se adentró en al agua para nadar un

rato. Al salir se tomó la fruta y jugó con

Salomé. Después se sentó en un piedra parasecarse al sol mientras contemplaba lo que

rodeaba: un anciano en una barquilla clavado

en el centro del lago, varios veinteañeros

realizando, de forma torpe aunque divertida a

tenor de sus carcajadas, nuevos deportes

acuáticos, y una madre con dos niños pequeños

sentados sobre toallas a la sombra de un

enorme árbol. En ese preciso instante, y ante

esa imagen, la calma interior se tornó

tormenta. Sus treinta y cinco años ya le

habían vociferado interiormente, en repetidas

ocasiones, el deseo de tener hijos, pero hace

tiempo que ni tiene pareja ni el valor

suficiente para someterse a una inseminación

artificial, quedando anclada en esa sensación

de desdicha perenne. Y es que, una vez que se

ha condenado el amor la felicidad es un lujo

muy difícil de recuperar.

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Echando de menos el trabajo, a los chicos, a

Andrés… volvió a casa. Mismo camino, mismo

disco. Aceleró más que en la ida y no llegó a

escuchar la última canción: Tomorrow never

knows.

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TODO ES DE COLOR

Por suerte para ellos se estrenaban los

Sábados de Teatro en el Jardín Botánico, una

de las pocas formas de entretenerse en verano

al aire libre en la ciudad sin desfallecer en

el intento. Rosa y Ernesto acudieron a ver

una adaptación de El Perro del Hortelano

puesta en escena por una compañía local de

aficionados. Pese a los intentos de los

jóvenes actores y aunque la noche no era

demasiado desagradable, el protagonismo

principal fue para los abanicos y las

botellas de agua entre los asistentes, si

bien hacia en el último tercio de la obra

levantaron el nivel llegando a ofrecer una

interpretación bastante correcta.

A Ernesto le gustaba acudir a cada

acontecimiento vestido para la ocasión, pero

esa noche no cometió la osadía de usar blazer

como hizo dos noches atrás, ni tan siquiera

camisa de manga larga. La noche invitaba a

llevar un polo, verde agua y a regañadientes

en su caso, y los habituales jeans de pitillode color oscuro. Rosa, en cambio, no dejó

pasar la oportunidad de vestir al modo que

hubiera hecho al acudir de invitada a una

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boda en los años ochenta: un dos piezas de

raso con estampado vegetal, pelo muy oscuro,

cardado y con mucha laca, vestigios de

purpurina en los párpados y un perfume que

había pasado sus mejores días esperando sobre

el sinfonier acumulando polvo. Comprensible,

ya que desde que enviudó quince años atrás no

había encontrado a nadie con quien compartir

charlas, salidas al teatro, visitas a museos

ni estrenos de cine. Sus expectativas de goce

se quedaron congeladas en los cuarenta años

que tenía entonces, más o menos la edad de su

acompañante.

Tomaron el camino de vuelta andando,

mientras ella comentaba atropelladamente los

dimes y diretes del último día de Martín en

la editorial, detallando con esmero la receta

del bacalao al horno que tomaron en la cena

como si ella misma hubiera sido quien laminó

los ajos confitados que descansaban en el

lomo del pescado. Con suave balanceo

acompasado de muñeca dibujó en el aire el

brochazo de aceite de azafrán que daba brillo

a la pieza y agrupó las yemas de sus dedos

para colocar figuradamente una cayena

minúscula para rematar el plato. Ernesto

alternaba entusiasmo y desconexión a partes

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iguales. Ella continuó con el listado de

muecas y rostros serios que contempló en la

velada y le agarraba demasiado fuerte el

brazo para transmitirle cuánto le echó de

menos. Al pasar por la puerta de su casa,

Ernesto decidió subir a por una botella de

Real de Asúa del 2001 para tomarla en casa de

ella mientras devoraban la noche a base de

cotilleos. Rosa siguió cuando bajó. Le relató

las canciones que sonaron en los bares a los

que fueron, cambiando nombres, contextos y

hasta tonalidades cuando las tarareaba para

identificarlas. Ernesto se enfurecía al

corregirle, pero al final caían en ataques de

risa compartidos.

Rosa se veía feliz, se sentía feliz. Al

llegar a casa abrió el ventanal del balcón

para volver con un pequeño florero cargado de

ramas recién cortadas para vestir la mesa.

Seguía con su retahíla, “por qué no viniste”.

Ernesto, por décima vez en las últimas horas

le repitió “fui a un concierto”. Rosa le

recriminó de nuevo el hecho de no

incorporarse cuando acabó, a lo que él

respondió con un “me entretuve” y su habitual

sonrisa socarrona. Pensó, como de costumbre,

que saldría del paso con sus armas: trato

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amable, cuidadoso en las palabras, cercano en

el abrazo, sonrisas en los momentos

adecuados… pero esta vez no le sirvió el

repertorio. “No habrás estado con otra chica,

¿no? ¿Cuántas llevas este año? Después te

lamentas que no tienes pareja y que estásharto de estar solo…” Él agachó la cabeza y

miró la hora en su reloj. Había amanecido y

apenas probaron el vino. Ernesto decidió que

era el momento adecuado para marchare dándole

vueltas a aquellas últimas palabras. Rosa, al

cerrar la puerta tras despedirse

cariñosamente, vio como toda una noche de

color se tornó de golpe en gris al llenar el

salón y toda la casa de nostalgias

lacrimales, consciente de que sólo les unía

el verano y les separaban demasiadas

primaveras.

Ernesto salió del portal, cabizbajo,

pensativo, decidido a dejar de jugar a ser un

hombre más para vivir como el caballero único

que se sentía ser. “Lleva razón”, se dijo,

sacó el smartphone del bolsillo del pantalón

y buscó en la agenda: … María “Trabajo”,Mario “Taller”, Marta “Golden Club”, allí

estaba. Tecleó un mensaje, cargado con la

ilusión de hacer lo que su corazón dictaba y

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deseaba: “Hola, soy Ernesto, ¿nos vemos esta

noche en el club del otro día?”

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