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PEDRO DANIEL HUET OBISPO DE AVRANCHES CENSURA DE LA FILOSOFÍA CARTESIANA (1736) Capítulos 1, 2 y 4 de 8. Traducción del latín al castellano de Patricio Shaw, 2016.

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PEDRO DANIEL HUET OBISPO DE AVRANCHES

CENSURA

DE LA FILOSOFÍA CARTESIANA

(1736)

Capítulos 1, 2 y 4 de 8. Traducción del latín al castellano

de Patricio Shaw, 2016.

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RESEÑA BIOGRÁFICA DEL AUTOR Nacido en el seno de una familia protestante, Pierre-Daniel Huet

fue educado en el colegio de los jesuitas de Caen y recibió asimismo clases impartidas por el ministro Samuel Bochart. A los veinte años ya fue reconocido como uno de los más prometedores sabios de su época. Se instaló en París y trabó amistad en 1651 con el conservador de la Biblioteca Mazarino, Gabriel Naudé, quien, al año siguiente, sucedió a Samuel Bochart en la corte de la reina Cristina de Suecia. Visitó Leiden, Ámsterdam, Copenhague y Estocolmo, donde descubrió, en la Biblioteca real, unos fragmentos del Comentario sobre san Mateo de Orígenes que publicó en 1668.

Se dedicó, también, a la literatura, traduciendo la novela pastoril de Longo y escribiendo él mismo una nueva, titulada Diana de Castro. Con su Tratado del origen de las novelas creó la primera historia de la literatura de ficción. Aunque con esta obra intentó fijar las reglas de la narrativa novelesca sin conseguirlo, por lo menos constituye un primer intento histórico de hacerlo. En la Querella de los antiguos y los modernos Pierre-Daniel se inclina a favor de los “antiguos” enfrentándose a Perrault y a Desmarets de Sanit-Sorlin.

Escribió además poesías en latin y griego, una Dafne y Cloe, obras filosóficas en latín y francés y una recopilación de pensamientos, la Huetiana. Se relacionó con Paul Pellisson, Valentín Conrart y Jean Regnault de Segrais, con el que acabó confundiéndoselo, así como con Capelain, con el que defendió la Pucelle. Frecuentó, de manera regular, los salones de Mlle. Scudéry y los estudios de los pintores. También tuvo afición por la epigrafía y la numismática, en especial por los medallones, debatiendo, con Samuel Brochart, sobre el origen de los mismos y aprendiendo, para ello, el árabe y el sirio con el jesuita Parvilliers.

Durante su juventud fue un admirador del cartesianismo, movimiento que más tarde combatió. Su biógrafo, el abad Olivet, lo defendió de la acusación de ser un filósofo escéptico. Publicó, con la cooperación de Mme. Dacier, la serie de los clásicos latinos adaptados Ad usum Delphini, dedicada a enseñar humanidades al príncipe heredero de la corona de Francia, del que fue segundo preceptor. Su afición por las matemáticas le indujo a estudiar astronomía, anatomía e incluso su propia miopía le llevó a interesarse, casi exclusivamente, por la oftalmología y la acústica. Estudió, asimismo, toda la ciencia conocida en su tiempo concerniente a la química y escribió un poema en latín dedicado a la sal.

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Miembro de la Academia de Literatura de Caen, fundó en esta ciudad una academia de física en 1662 y otra en el convento de los jesuitas en París que subvencionaba Colbert y de la que Michault dijo: “El P. Oudin es recordado siempre con sumo gusto en las doctas conferencias del salón del Sr. Huet, en el que tiene la suerte, más de una vez, de ser admitido”. El 30 de julio de 1674 fue elegido miembro de la Academia Francesa, cargo que había rechazado varias veces antes de ceder a las peticiones de Bossuet, Pellisson, Dangeau y Montausier y moriría siendo el decano o miembro más antiguo de la misma.

Se ordenó en 1684 y fue consagrado obispo de Soissons en 1685 antes de serlo de Avranches. En 1692 dejó el obispado para dirigir la Abadía de Fontenay y en 1699 la abandonó para pasar sus últimos veinte años en el seminario de los jesuitas de París. El rey compró su biblioteca y manuscritos para ampliar la biblioteca real, a pesar de que la había legado a los jesuitas.

Huet fue conocido por su firme carácter al que La Londe se refirió diciendo: “Es de esas personas contra las cuales es imposible tener razón”.

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PREFACIO

I. Exordio

Me preguntaste repetidas veces, Ilustrísimo Duque, qué opino de la filosofía cartesiana que plació tanto a esta edad y capturó de tal manera con su novedad los ánimos hasta de los hombres más agudos que ante ella ya se han tornado poco menos que obsoletas las demás disciplinas de los filósofos. Como entendieras que la apruebo bien poco, me rogaste reiteradamente los argumentos de esta sentencia que yo siempre he expuesto a discreción, a menudo con brevedad, a veces con profusión y siempre con candor. En particular recuerdo lo conversado entre nosotros cuando tú, habiendo encontrado algo de tiempo libre, me contendieras eso mismo más agriamente y, catando yo estrictamente el asunto, tú de tal manera me acosaras contradiciéndome, interpelándome o haciendo suceder cuestiones a cuestiones, que en definitiva obtuvieras por la fuerza esta causa por partes pero casi toda. De hecho tú asentías conmigo a mucho, especialmente a mi alegato de que nadie había empezado a urdir su filosofía a partir de la duda con mayor aparato y pompa que Descartes ni había hecho tan confiada y categóricamente afirmaciones sobre las cosas más oscuras e inciertas y que seguramente le fueran desconocidas habiendo dado la razón más leve y a veces ninguna. Asentías conmigo a que, siendo decente someter la filosofía que es un producto de la mente humana a la Fe que procede de Dios, él al contrario había juzgado la Fe de acuerdo a los preceptos de su filosofía. Esto lo confirmabas con muchas observaciones de lo más brillantes y me instigabas mucho colegir los argumentos que había propuesto y presentarlos por escrito.

Yo primero buscaba escapatorias y después oponía más vehementemente a tus instancias muchas objeciones: por un lado el número de adversarios dispuestos, varones habilidosos, pugnacísimos y encendidos de afán por su partido y su amor de casi cualquier género de novedad; por otro lado la reciente carga impuesta a nosotros y las asiduas solicitudes y ocupaciones infinitas nacidas de ella. Mi ánimo ya estaba distraído con empeños más graves que no podía desatender por estas cosas comparativamente leves. Éstas quizás no me habrían parecido indecorosas cuando yo llevaba otra vida desempeñando otro papel mientras el tiempo lo permitiera, pero ahora que estoy dedicado a funciones sagradas, me convienen poco. Tú insistías, contra ello o por ello, que yo tomara sobre mí dicho

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trabajo: ¿por ventura la tutela de la santa Religión y la opugnación de las doctrinas con que se viola su integridad convenía a alguien más que a un hombre del orden pío y sagrado? Insistías que otrora este servicio de la Fe Cristiana había sido prestado por Santos Padres de la Iglesia contra filósofos profanos cuya autoridad en asuntos pertinentes a la salvación eterna era levísima o completamente nula, y que un tal servicio había de prestarse mucho más contra un hombre cristiano cuya doctrina contraria a quienes son agradables a Cristo, por la importancia que tiene y el ejemplo que da, trae aparejada una gravísima calamidad para la posteridad. Finalmente, insistías que para el que percibe la verdad la fuerza o multitud de los adversarios era poco de temer.

Como añadieras muchos más argumentos a estos, por fin venciste y yo di mi mano. Porque, ¿a quién de entre todos los hombres tributaré más por sus consejos y prudencia? ¿Quién deberá valerme más por su autoridad? Porque no es sólo por los elogios de los hombres que me son conocidas las distinciones eximias que hay en ti conferidas por naturaleza, esfuerzo o fortuna: una espléndida dignidad sobre la muchedumbre de los hombres, un ánimo superior a la dignidad, una gloria ingente nacida de loores bélicos, un despierto vigor de ingenio, una exquisita ciencia de todas las disciplinas, una amabilidad y humanidad raras en tu cumbre, una profusa liberalidad dirigida a todos, siendo el ápice de todas tus virtudes la piedad sincera y constante ante Dios. Digo que no reconocí estas cosas, como otros, por tu fama, sino que las probé por íntima admisión y por un trato de muchos años: a menudo me arrancaron admiración, y siempre —si me permites decirlo— amor. Esto es especialmente así al gozar yo de tus grandísimos beneficios. Porque cuando yo era un hombre provinciano y todavía joven y que no merecía nada de ti, me rodeaste con tu patrocinio, me adornaste con tu recomendación y casi me provocaste con tu benevolencia. Deseo que así como la memoria de estas cosas está íntimamente grabada, fijada e ínsita en mi ánimo, así esté aquí presentada a todos los hombres y consignada para el tiempo futuro, para que quede atestado un clarísimo monumento de que yo te estoy tan agradecido como tú me fuiste benéfico y benigno. Ahora examina ecuánime las cosas que otrora fueron disputadas junto a ti y que he encerrado en este libro. Si de éstas ahora te tengo de defensor como entonces te tuve de apreciador y juez, ciertamente poco preocupado por los juicios de otros, facilísimamente hallaré consuelo en tu favor.

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II. Argumento del libro.

Conduce hacia adelante, pues, cuando así lo quieras; examinemos los fundamentos de la filosofía cartesiana, persigamos sus vicios, no todos sino los principales y capitales. Explorados y detectados estos nos pondremos en guardia del derrumbe del edificio que los lleva. Función verdaderamente dura, y además odiosa. Porque Descartes fue a juicio mío un investigador no despreciable de la naturaleza y la verdad, como era alabado Pitágoras 1 , y a juicio suyo y de sus seguidores segurísimo y acertadísimo; ciertamente un émulo de los antiguos intérpretes de la naturaleza, si no un par, y ciertamente no muy inferior a algunos cuya reputación fue grande. Él miró agudamente a través de las faltas de la filosofía antigua, y, creyéndolas no fácilmente reparables, prefirió fundar una nueva que enmendar la vieja. Subsiste mucho que pensó sutilmente, investigó sagazmente y encontró ingeniosamente. Y si se le pegaron faltas, fue un hombre, y escudriñó cosas cuya noticia no entendió bastante que estaba puesta lejos de las mentes de los hombres por un consejo cierto de Dios. Y pegáronsele verdaderamente muchas faltas en cuanto su ánimo desconsiderado y demasiado amador y admirador de sí, concibió torpemente en sí mismo las culpas que había detectado agudamente en otros: con ojos buenos para afuera y ciegos para adentro.

III. Mantendráse en lo posible el mismo orden de disputación que siguió Descartes.

No me parece que haya de mantenerse otro orden de la disputación instituida contra estas cosas que el que él mismo siguió. Él puso empeño por entramar las partes sucesivas de su doctrina en un todo que fuera conexo consigo y apto de por sí y echó ciertos cimientos en que se apoyara toda la mole de su filosofía: así, pues, esas son las cosas que han de escudriñarse principalmente y juzgarse de acuerdo con una plomada y una escuadra. Así, si se descubre que aquéllas concuerdan poco con éstas, nos retiraremos —como fue dicho poco después— de un edificio ruinoso y caduco.

                                                                                                               1 Horacio, Odas, cap. 1, 28, 14.

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CAPÍTULO PRIMERO. Pondérase la sentencia de Descartes sobre la duda y sobre la argumentación “yo pienso, luego soy”.

I. El fundamento de la filosofía cartesiana es la duda.

Descartes constituyó el fundamento de toda su filosofía en la duda. Digo fundamento en el sentido en que Vitruvio 2 llama fundamentos a los lugares excavados para recibir cimientos sólidos. Y no nos manda dudar con levedad ni distracción, sino de tal modo que tomemos todas las cosas por inciertas, y no sólo por inciertas, sino absolutamente por falsas, y no solamente cualesquier cosas que hasta el presente nos fueran inciertas o verosímiles, sino también las que nos parecían supremamente ciertas, sin exceptuar los principios que se dicen ser conocidos por sí mismos y por luz natural, tales como “dos más dos son cuatro”, “el todo es mayor que su parte”, y “las cosas que son iguales a una, son iguales entre sí”, e incluyendo entonces, según esta ley, también los teoremas de los geómetras que se basan en estas nociones. Decreta que tengamos por ficciones los cuerpos que vemos y manejamos y el mundo entero que nos rodea, y que juzguemos incierto si nosotros mismos existimos. Es manifiesto que esta duda tan patente y tan amplia comprende absolutamente todo, al punto de que a la mente no le quede más en qué apoyarse.

Cuando los recientes patrocinadores de esta secta osan negar estas cosas, o traicionan la causa de su maestro, o ignoran su doctrina. Porque, ¿cuán frecuente y claramente él sancionó que hay que arrancar de una vez desde sus fundamentos y rechazar todas las opiniones anteriores por verosímiles que fueran y tener por falso todo aquello que hubiera parecido certísimo? Cuando después mandó relegar a la duda todo lo que pareciera verísimo y tomar por falso todo lo dudoso, ¿acaso no mandó tomar por falso lo más verdadero?

II. Por qué Descartes fundó su filosofía en la duda.

Descartes presenta como causas de este precepto el hecho de que con frecuencia experimentamos que los sentidos son falaces, que bajo el sueño parecemos sentir muchas cosas que no existen en ninguna parte, y que las cosas que nos aparecen en sueños no las podemos distinguir de las que sentimos en vigilia; que la razón humana es oscura y resbaladiza; por fin, que no sabemos si Dios nos quiso hacer                                                                                                                2 Vitruvio, lib. 3. cap. 1.

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tales que siempre erremos, aún en las cosas que nos parecen supremamente notorias. Advirtamos diligentemente y examinemos circunspectamente qué implican estas palabras y adónde llevan, para evitar que más tarde Descartes, habiéndonos encerrado consigo en estas estrecheces y rodeado de estas tinieblas de desconocimiento, trate de sacarnos incautos y desapercibidos a la luz abierta del conocimiento. Dice que tenemos que dudar de todo sin exceptuar en nada ninguna cosa para evitar los errores y llegar a la verdad, porque los sentidos y la razón frecuentemente nos engañan, o sea —para que nadie discuta sobre el uso del vocabulario— que juzgamos falsamente de aquello que percibimos por los sentidos, y usamos mal de la facultad de razonar que está en nosotros; y no sabemos si Dios nos creó tales que siempre erremos. A partir de esta sentencia se abre camino a la filosofía: aquí da arranque a sus meditaciones y a sus principios de filosofía: esto inculca por todas partes, esto ofrece.

Que esta duda es seria y no ficticia ni jocosa, que está derivada de la misma naturaleza de las cosas y no sólo tomada de los argumentos para dudar ni presentada por un ejercicio de la mente, lo declara el mismo Descartes3, y dice dudar no leve ni inconsideradamente, sino en serio, inducido a dudar por razones fuertísimas y meditadas, y haber permanecido en esta duda por muchos años. Por lo demás, los argumentos para dudar que él propone no piden otra duda que una verdadera y seria —por ejemplo la semejanza entre las cosas vistas que observan las mentes durmiendo o vigilando— una duda que es seguramente semejante a la de los escépticos, con la única diferencia —dice Descartes4, muy desconocedor de la doctrina escéptica— de que el único fin de la duda escéptica era la duda, aún de lo pertinente a las funciones de la vida, en tanto que el fin de la duda suya era la investigación de la verdad. Por eso afirma que ni los ingenios mejor dotados pueden deshacerse de la duda que surge de las cosas vistas por quienes duermen y velan, a menos que sepan que Dios existe5. Lo que dice de la duda ficticia no puede decirlo ningún hombre sano. Por ende, cuando Descartes llama su duda metafísica e hiperbólica 6 , no entendió una duda ficticia o falsa —que es lo que piensan o fingen pensar sus seguidores escondiendo en la ambigüedad de esos vocablos su pertinaz adhesión a la práctica de su maestro— sino la duda que está contenida en los fines de la metafísica y que no se aplica a los

                                                                                                               3 Descartes, Medit. 1., Resp. ad 5. Object. 4 Descartes, De Meth. § 3. 5 Descartes, De Meth. § 4. 6 Descartes, Medit. 3. & 6. Resp. ad 3. & 7. Object.

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usos de la vida. Porque, por lo demás, la duda, como ellos mismos reconocen, no es ni puede ser útil para la busca de la verdad sino sólo oportuna para contradecir, de modo que por el uso y conveniencia de los disputantes la duda sea o no sea.

III. Descartes abandonó el propósito de dudar antes de aplicarlo.

Aquí lo primero digno de reprensión es que quien había instituido dudar de todas las cosas para percibir la verdad, para mejor dudar decretó tener las cosas no ya por inciertas sino por completamente falsas. Y esto contraría manifiestamente su propósito. Porque quien tiene una cosa por falsa, no duda sobre ella más que quien la tiene por verdadera, y afirma que es falsa. Pero quien asiente, cree y afirma, no duda; duda, en cambio, quien retiene su asentimiento y tiene por incierto si la cosa es verdadera o falsa. Y no ayudan a Descartes quienes alegan que él dudó de las cosas hipotéticamente. Deben concluir que él tomó las cosas como al mismo tiempo hipotéticamente falsas y dudosas: esto es (para evitar toda ambigüedad de vocabulario), postuló que las mismas cosas eran falsas y dudosas, y admitió una contradicción en las mismas cosas. Porque lo que postulamos falso, no podemos dudar si es falso o verdadero.

IV. Establece la primera noticia de verdad en el “yo pienso, luego soy”.

A inmediata continuación, buscando ansiosamente una chispa de verdad, entiende haber encontrado esta primera: que aunque siempre yerre, aunque siempre duerma y sueñe, aunque esté condenado por Dios a la perpetua ignorancia y a los errores desde su mismo origen, así y todo, desde que piensa sobre todas estas cosas, necesariamente existe. En efecto, “es contradictorio —estas son sus propias palabras— que pensemos que lo que piensa no existe al mismo tiempo que piensa”7. Éste es, pues, el primer inicio firme, estable y sólido de toda verdad, y el fundamento de toda la filosofía es: “yo pienso, luego soy”. Veamos ahora cómo es esto.

V. Aquí pone como concedido lo buscado.

Digo primero que Descartes pone como concedido lo buscado. Busca si es, y con razón, porque quien quiere dudar de todas las cosas, también debe dudar si es, y de eso profesó dudar Demócrito.                                                                                                                7 Descartes, Princip. Philos. Part. 1. § 2.

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Entonces, para probar que es, dice: “yo pienso, luego soy”. ¿Pero qué es aquel “yo”? Pues alguna cosa que es. Busca si es y asume que es. Por tanto asume lo buscado por concedido. ¿Qué es entonces “yo pienso”? Es esto: “yo soy pensante”. De aquí se engendra el argumento: “yo soy pensante, luego soy”. Argumento que se reduce al de Crísipo: “Si amanece, amanece; es así que amanece; luego amanece”. “Si soy, soy; es así que soy; luego soy”. Aquí asumo que soy para probar que soy y admito aquel círculo vicioso en la argumentación.

Responden los cartesianos que aquel “yo” no es una cosa que sea, sino una cosa que piensa, o también una que, aún si es, no es aplicada por Descartes como una que sea, sino sólo una cosa que piensa. Pero esta respuesta es débil, como se descubre por la naturaleza de todos los enunciados en que los lógicos distinguen dos términos: el menor, que llaman sujeto y el mayor, que llaman predicado o atributo, los cuales si no fueran diversos, toda proposición sería vana. ¿Con qué mira alguien diría “Pedro es Pedro”? Ahora bien, si en esta proposición de Descartes “yo pienso”, ese “yo” fuera sólo una cosa que piense y no una que es, aquel enunciado sería vano y sus dos términos serían el mismo, a saber: “una cosa que piensa es una cosa que piensa”, y de allí no se seguiría la conclusión buscada: “luego soy”. Y si los cartesianos pasan a negar que esta proposición “yo pienso” ha de explicarse como “una cosa que piensa es una cosa que piensa”, les será forzoso decir que el enunciado de esta sentencia es “yo como pensante soy pensante”, en el que vuelve a escapársele el “yo” que contiene llanamente la noción de una cosa que es. Además, en el enunciado “yo soy pensante”, la palabrita “soy”, que es la cópula de ambos términos, aquí indica tácitamente una cosa que es: quienquiera que la adjunte a una cosa, le atribuye existencia. Pero como aquellas anteriores dos vocecillas “yo soy” tienen adjunta la existencia, en vano para deducirla se le adjunta la tercera, “pensante”, que sería el término medio si cuadramos en forma de silogismo el argumento: “Lo que es pensante, es; yo soy pensante; luego yo soy”. Por cierto, si quitamos de allí la palabra “pensante” como superflua, queda este raciocinio: “Lo que es, es; y yo soy; luego soy”, el cual es llanamente similar al de Crísipo: “Si es de día, es de día; pero es de día, luego es de día”.

Además, al decir que piensa, asume no solamente ser, sino ser una cosa actuante, en lo cual asume como cierta y manifiesta tanto la cosa que es como la acción de esta cosa. Sabemos que hubo varones agudos y doctos que en otro tiempo habrían respondido a Descartes, mientras él se gloriaba de la invención de este argumento, que ese “yo

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pienso” no es nada más cierto que todo lo demás que él tuvo por falso. Y con buena razón, porque quien duda si es, puede dudar si piensa. Y eso Descartes no lo pudo defender con otro recurso que el que él mismo se había quitado, a saber, la luz natural, a la cual había mandado negar toda fe por completo.

Hay más para decir. El fundamento de su argumento es: “Quien piensa, es”, y lo debió presentar primero para que el argumento obtuviera esta forma legítima: “Quien piensa, es; yo pienso; luego yo soy”. Otra vez Descartes abandona lo prometido y falta a su palabra y asume por verdadero lo que no es menos dudoso que las demás cosas que juzgó dignas de tenerse por falsas. Hasta este punto es desmemoriado de su propósito magnífico y general de tener todas las cosas por falsas. Si hubiera perseverado constantemente en este propósito, como convenía a un filósofo, al momento de ocurrir a su mente ese “yo pienso”, lo habría tomado por falso al igual que lo demás. Y si por el contrario eso debía eximirse de la ley general de tener todo por falso, esa ley fue temeraria e incauta. Antes de someterle su mente habría debido juzgar si no había nada que exceptuarle.

VI. Del enunciado “yo pienso” no puede colegirse con certeza “luego soy”.

Hemos examinado el enunciado antecedente “yo pienso”; veamos además qué colige Descartes de ahí. “yo soy”, dice. Y si negáramos que esto se concluye de aquello, de dónde sacará sus argumentos para comprobarlo? Pues de las reglas de la lógica: pero él mandó tener todas las cosas por falsas, y por tanto también las reglas de la lógica.

Nuestros adversarios dicen al principio que Descartes fingió tenerlas por falsas con las demás, pero al final descubrió que eran verdaderas después de ponderarlas. En primer lugar, ¿qué sabéis —oh buenos varones— que él las haya ponderado? Yo por el contrario opino que pensó poco en ellas, porque en más de un lugar se muestra bastante ignorante en lógica. Él las habrá ponderado y descubierto ciertas; también fueron ponderadas por Epicuro, y repudiadas. ¿A quién hay que dar fe? ¿Qué hay de más claro que el argumento “luce, luego es de día”? ¿Pero cuánto debatieron sobre la conexión de estas dos proposiciones entre Crísipo, Filón y Diodoto? Por lo demás, Descartes no sólo filosofaba para sí mismo, sino también para mí y para todos aquellos en cuyas manos cayeran sus escritos, y él las hizo públicas sin oscuridad. Por esta razón Descartes debió ponderar las reglas de la lógica no sólo para si mismo, sino para mí también, y para

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todos los demás estudiosos de la verdad. Porque no creo que nos pidáis someter nuestra mente de inmediato a todo lo que decís que Descartes ponderó.

¿Y si decimos que aunque se dé por verdadero que quien piensa es, también puede ser verdadero que quien piensa no sea? Porque es sentencia de Descartes que Dios puede hacer que enunciados contrarios y contradictorios puedan ser verdaderos al mismo tiempo, de donde se sigue que puede darse que quien piense sea y no sea. Y si es tan verdadero que el que piensa no es como que es, vea Descartes si él puede producir algo cierto con su argumentación que puede arrojar productos tan contrarios. Él replicará que es contradictorio que lo que piensa no sea mientras piensa. Y con justo derecho nosotros también diremos que es contradictorio que lo que es no sea mientras es. Por lo tanto, como Descartes enseñó que estas cosas pueden darse al mismo tiempo aunque sean contradictorias, también pueden darse éstas: que alguien piense y no sea.

VII. La noción “yo pienso, luego soy” no es la primera de todas.

Añádese aquí que a esta “proposición” (porque así la llama Descartes) “yo pienso, luego soy”, que él juzga ser la primera de todas, debieron anticipársele varias otras. Esto no vale solamente para las que él mismo vio, como “Cualquier cosa que piensa, es”, sino también ésta anterior y más simple: “Cualquier cosa que actúa, es”. Y eso no lo podemos saber sin antes saber qué es actuar y qué es ser. Pero para que sepamos qué es actuar, debemos saber qué es un agente, qué es una causa, un modo y un fin del actuar. Y para saber qué es ser, tenemos que saber qué es aquello que es, qué es la causa por la que es, cómo es, y con qué fin es. Además necesita haber visto detenidamente las reglas de la lógica quienquiera que de las premisas “Quien piensa, es” y “yo pienso”, juzga que se colija ciertamente la conclusión “luego soy”. Descartes responde que todo lo que antecede a la noción “yo pienso, luego soy”, es conocido por luz natural; en cambio yo insisto en que todo esto es de lejos desconocidísimo.

Los cartesianos se tratan de poner a salvo de otra manera: precisamente niegan que esta proposición “todo lo que piensa, es” deba anteponerse a estas: “pienso, luego soy”, rechazando abiertamente la autoridad de su dictador, el cual, cuando puso todo en duda y sólo admitió el “pienso, luego soy”, sometió como razón de fundamento de su opinión la contradicción que hay en que algo piense y al tiempo que piensa no sea. A continuación también escribió, con

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palabras claras, que no negaba que antes de que sepamos que pensamos y por ende somos, debemos saber que no puede darse que lo que piensa no sea. Pero con este argumento los cartesianos tratan de sacar proposiciones universales de singulares, y por ende de estas proposiciones, “pienso, luego soy”, sale ésta: “todo lo que piensa, es”. Confesamos, por supuesto, que conocemos así las cosas que son conocidas por inducción, como “todo hombre es animal”, porque nunca se vio a alguien que fuese hombre y no animal; además, aquellas cosas que son conocidas por sí mismas y con la luz natural, como lo es que el todo es mayor que su parte. En las escuelas estas cosas se dicen conocerse a priori, aquéllas a posteriori. Pero es conocido por sí mismo y por la luz natural, según el mismo autor Descartes, que “todo lo que piensa es”. Y por ende esto no sale de sale del “Pienso, luego soy”. Además, cuando usan el ejemplo del triángulo cuya idea general quieren que haya nacido de triángulos singulares, olvidan o descuidan la doctrina que profesan. Porque entre las ideas que nos son innatas, Descartes pone la del triángulo.

Dicen también que la mente, para conocer que todo lo que piensa es, necesariamente piensa; que no puede en cambio pensar sin saber que piensa ni puede saber que piensa sin saber que es: antes de saber que todo lo que piensa, es sabe que piensa y que es. Concedemos que la mente piensa antes de pensar en que piensa; que piensa en que piensa antes de que de allí concluya ser; y que concluye ser de pensar antes de pensar que todo lo que piensa es, y por ende antes de que pensara ser porque pensaba sin pensar en ello. El raciocinio de que todo lo que piensa es, era sabido antes, pero pensado después. Porque cuando se busca la verdad por análisis, como aquí lo hizo Descartes, la mente usa de nociones que se sostienen por sí mismas, como escalones ya listos por los cuales llegar a la verdad Cuando quiero volar de la noticia de la proposición “yo pienso” a la noticia “luego soy”, uso de esta noción que ya me ya sido dada por la luz natural —que todo lo que piensa es— como de un escalón. Cuando en su tercera meditación Descartes investigó la existencia de Dios por análisis, usó, como de un escalón, de una noción que ya estaba en su mente de una cierta cosa eterna, infinita, omnipotente; además de esta otra —que dice impresa en su mente por luz natural— de que tiene que haber en la causa total e infinita tanto como en el efecto de esta causa. Porque si esos escalones no estuvieran preparados de antemano, en vano la mente trataría de alcanzar cosas superiores.

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VIII. Contradícese Descartes cuando a las cosas que nos son conocidas por luz natural a veces da crédito y a veces lo niega.

Asombraos ahora de la inconstancia de Descartes. Estatuye dudar de todas las cosas, aún de las que nos son conocidas por luz natural, y esto sin exceptuar los teoremas matemáticos ni tampoco los principios sobre que se basan, como “el todo es mayor que su parte”. Pero enseguida manda admitir un montón de cosas mezcladas por la sola razón de que son conocidas por luz natural. Definió que hay que declarar supremamente cierto y fuera de toda duda que él es porque piensa con el único argumento de que “es contradictorio que lo que piensa no sea mientras piensa”. ¿Qué es “ser contradictorio”, sino contrariar la luz natural e implicar una falsedad manifiesta y conocida por sí misma? Por lo tanto, Descartes manda repudiar sin ninguna duda las cosas que contrarían la luz natural y cuya falsedad nos es conocida por sí misma, y admitir sin ninguna duda como verdaderas las cosas que condicen con la luz natural y cuya verdad nos es conocida por sí misma. Y aquí yo indago: ¿Acaso la proposición de que el todo es mayor que su parte no condice con la luz natural y no nos es tan conocida por sí misma como la de que el que piensa, es? ¿Por qué, entonces, creeré que el que piensa es por serme conocido por luz natural, y no creeré que el todo es mayor que su parte, lo cual me es igualmente conocido por luz natural? ¿Qué es contradecirse y chocar consigo mismo, sino esto?

Aquí Descartes ciertamente se estancará, porque, ¿qué podrá alegar en un asunto tan abierto un hombre prudente? No así los cartesianos, gente procaz y propensa a defender cualquier cosa. Dicen que Descartes establecía deberse dudar de las cosas conocidas por luz natural antes de ponderarlas. Pero una vez exploradas, dejó de dudar de ellas. Así pues, quieren aplicar una distinción muy conocida en las escuelas. Reconocen que Descartes dudó y no dudó de las mismas cosas en sentido dividido, sino que dudó antes de ponderarlas y no dudó después de ponderadas. Niegan que él dudase y no dudase de las mismas cosas en sentido compuesto, al mismo tiempo: esto último es lo contradictorio, no aquello.

En primer lugar, ¿quién de vosotros sabe, oh buenos varones, que Descartes nunca ponderara estas cosas cuando las rechazaba como falsas y que después las ponderara cuando las admitió como verdaderas? ¿Quiénes sabéis bastante que él las haya ponderado bastante? Las habrá ponderado, pero, ¿acaso esta investigación de Descartes es la norma de la Filosofía? Él ponderó los axiomas de la geometría y los descubrió ser verdaderos; otros, doctos por igual, los

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ponderaron y los rechazaron como dudosos. Así por ejemplo el enunciado de que se vale la geometría de que “las cosas que son iguales a alguna, lo son entre sí”, lo exploró Descartes y lo tomó por verdadero; también lo exploró Carneades, un hombre en nada inferior a Descartes y que en muchas cosas o mejor dicho en todas era por lejos superior, y lo tomó por incierto.

Añádase que Descartes tuvo una causa para dudar de las cosas conocidas por luz natural, y no la pudo eliminar por atenta que fuera su investigación. La causa era que ignoraba si la naturaleza de la mente humana era tal, que fallara aún en las cosas que se ven ser superlativamente ciertas. Por eso, por verdaderas y por coherentes con la luz natural que su investigación le mostrara las cosas, quedaba todavía aquella causa de dudar de si la mente humana por su condición, que no puede mudarse, fallaría en esas cosas. Descartes enseñó además, y explícitamente, que no hay ninguna facultad para descubrir lo verdadero para quien no tenga más que Fe y luz natural. Por eso, una vez que quitó la fe a esta luz, no le quedó nada por cuyo medio llegara al conocimiento de lo verdadero: ni arte, ni duda, ni investigación, amparos fútiles para alcanzar lo verdadero anteriormente a la luz natural.

Por fin, dado que en muchos lugares él enseña que no descubrió que la luz natural es cierta y no puede engañarnos antes de conocer que Dios existe y no es engañador, debió tener por incierto todo lo que por su investigación le había aparecido verdadero antes de saber que Dios existe. Pero todavía no sabía que existiera Dios cuando puso estos primeros fundamentos de su Filosofía y exploró la Fe en la luz natural, como cabe entender de sus Meditaciones. Es vana, pues, esta respuesta de Descartes.

IX. El enunciado “yo pienso” significa otra cosa que la que quiere Descartes, y por ende es nula la conclusión sacada de él.

Digo además que en la premisa “yo pienso” hay una ambigüedad, y está significada otra cosa que la que Descartes quiere que se entienda, y que por eso es nula la conclusión “luego soy” en cuanto sacada del significado que Descartes aplica a su enunciado y no del realmente contenido allí. Todo pensamiento consta de tres elementos: la mente pensante, la cosa confrontada a la mente pensante y la acción de la mente pensante hacia la cosa confrontada. Digo “acción”, aunque no se me escapa que Descartes extiende el nombre “pensamiento” a todos los movimientos con los cuales la mente se mueve por sí misma o hacia otro lado. Pero por cuanto pertenece a

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nuestra disputa, da igual, porque ya sea que la mente actúe o sea afectada, son necesarias tres cosas: la mente afectada, la cosa que afecta la mente y la afección misma.

Tampoco aquí los cartesianos tienen por qué despotricar que tomo el pensamiento por una acción y no por una afección: dicen que Descartes decretó que el pensamiento es una acción y no una afección, y esto es lo único que aquí se busca. La verdad es que ésta es una mera tergiversación y no es eso lo que al presente se busca, sino si todo pensamiento consta de tres cosas. Busquemos sin embargo, como quieren, si el pensamiento es una acción o una afección. Dicen ellos que Descartes decretó que el pensamiento es una afección y no una acción. Como si la regla de lo verdadero fuera la opinión de Descartes. ¿Cuántos filósofos, y cuán brillantes, entendieron que el pensamiento es una acción? ¿Cuán pequeño es el numero de lógicos que no traten de las operaciones de la mente? ¿Que son las operaciones, sino acciones? ¿Qué otra cosa podrían ser?

Conoced a la gente de esta conducta, que cuando defienden a Descartes, disimulan su sentencia, lo cual es perverso, o la ignoran, lo cual es estúpido. Porque así habla él: “El pensamiento puede tomarse, ya por la cosa pensante, ya por la acción de esta cosa. Pero niego que la cosa pensante necesite objeto alguno excepto a sí misma para ejercer su acción”. Y más adelante: “‘pensamiento’ puede tomarse indiscriminadamente por toda operación del ánimo”. Y en sus principios introdujo dos modos de pensar: la operación del intelecto y la operación de la voluntad. Cosas coherentes con estas se encuentran en los libros de los cartesianos. Por eso tenemos derecho y permiso de tomar el pensamiento como una acción o como una afección.

Sea como fuere, en presencia del pensamiento nos será más cómoda la noción de que es una acción. Así pues, para pensar yo en el sol, es necesario que exista mi mente que piense, la acción de mi mente que piense y la cosa confrontada a mi mente, a saber el sol, en que la mente piense. Ahora bien, cuando Descartes dice “yo pienso”, ¿cuál es la cosa confrontada a su mente en la que piense? Pues su pensamiento. Pero ese pensamiento no es este mismo por el cual su mente piensa ahora, porque si lo fuera, la acción se identificaría con el fin o término adonde ella se dirige, y se retorcería en sí misma, lo cual es absurdísimo y contrario a la luz natural que Descartes invoca tanto. A menos que él usase de una luz natural y el resto de los hombres comunes de otra. Por eso el pensamiento por el cual ahora pienso es distinto del pensamiento del cual pienso, y si se analiza el enunciado “yo pienso”, se encontrará latente en él este otro: “yo pienso en mi

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pensamiento en cuanto es pensamiento”, cuyo significado no es otro que “yo pienso en que pienso”.

Luego es manco e imperfecto el enunciado de Descartes “yo pienso” cuyo significado es “yo pienso en que pienso”. Y esta locución no carece de vicio, pues es para tomarla de otro modo que como viene dicha, y vale tanto como si yo dijera “yo pienso en que he pensado”, porque al igual que los ojos, la mente humana sólo puede ver directamente una cosa a un mismo tiempo. Así pues, para que yo piense en que pienso, debo emplear dos pensamientos, de los cuales uno debe reflejarse en el otro, el posterior en el anterior, el presente en el pasado, de manera que el anterior confrontado a la mente sea aquel hacia el cual se dirija la mente y el posterior sea aquel por el cual la mente se dirija al anterior. O dicho en pocas palabras, el pensamiento anterior será el fin o término del posterior y éste será la acción con la que la mente se dirija a aquél. Pero es contradictorio que lo uno y lo otro se efectúe por una única acción, pues una misma cosa actuaría sobre sí misma. Se cuidaría de decir esto un hombre apenas imbuido de los primeros rudimentos de filosofía.

Preguntan: ¿Por qué la mente no piensa en su pensamiento con un mismo pensamiento, si el ángel, según Tomás, se entiende a sí mismo por su forma, que es su substancia? Y la respuesta la suministra el mismo Tomás: que “la mente angélica difiere mucho de la humana, que ciertamente el intelecto angélico no entiende su entender, sino que el primer objeto de su entender es su esencia; que en cambio el intelecto humano no es su entender, ni el objeto primero de su entender es su esencia, sino algo extrínseco, a saber, la naturaleza de la cosa material”. Estableció también que la mente humana puede pensar en varias cosas comprendidas bajo una única e idéntica idea, por modo de unidad, esto es, por una especie inteligible, pero no de varias cosas comprendidas bajo varias ideas por modo de multiplicidad, esto es, por varias especies inteligibles, y dice que todo lo que el intelecto entiende por muchas especies, no lo entiende al mismo tiempo. Y finalmente concluye que no puede darse que “un mismo intelecto sea perfeccionado por distintas especies al mismo tiempo, así como es imposible que un cuerpo pueda ser figurado por diversas figuras. El acto por el que el intelecto entiende una piedra es distinto del acto por el que entiende que entiende una piedra.” Él enseña lo mismo en otra parte: que “lo primero conocido por el intelecto humano es un objeto extrínseco, y lo que es conocido secundariamente es el acto por el que ese objeto es conocido, y por el acto es conocido el intelecto mismo”.

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Si referimos lo anterior a la cuestión propuesta, veremos a Descartes con un primer acto pensar en el sol que tiene confrontado y en un segundo acto pensar en este pensamiento del sol y en un tercer acto pensar en su mente con la cual piensa. Y esto lo sostuvo Tomás con la autoridad de Aristóteles, que vale poco entre los cartesianos. De éste es sabido que el objeto es conocido por los actos, y los actos por las potencias; además, que hay mucha diferencia entre el conocimiento y el pensamiento, pues podemos saber muchas cosas pero sólo pensar en una. Descartes y su escuela junto con él se contradicen, y él establece que el pensamiento no necesita más objeto que sí mismo, que esto se da por la que llaman abstracción de la mente, a saber, por la mente abstraída y retraída de la cosa pensada, es decir el sol, al pensamiento de sí misma. Desde el conocimiento de este pensamiento de sí misma, y no del pensamiento del sol, esta abstracción llevaría pues la mente al conocimiento de su propia existencia, pues no dice “El sol existe, luego soy”, sino “yo pienso, luego soy”: apartado el pensamiento de la cosa pensada, es decir del sol, sólo quedaría el pensamiento sin ninguna cosa confrontada, lo cual sería como decir que este pensamiento es destruido y eliminado. Porque al reconocer que la naturaleza del pensamiento está puesta en la aplicación de la cosa pensante a la cosa pensada, quitado lo pensado es fuerza que perezca el pensamiento. Y si perece, no puede retraerse en sí mismo ni reflejarse. Nuestros adversarios replican que los pensamientos se multiplicarían en número inmenso si para pensar en el primer pensamiento se requiere por necesidad un segundo, y un tercero para pensar en el segundo, y así hasta el infinito. Pero estas respuestas tomadas de Tomás son disueltas por Tomás mismo: dice que los pensamientos se multiplicarán hasta el infinito y que la mente es infinita, pero no en acto sino en potencia. Es cosa completamente cierta que al segundo pensamiento de Descartes le está confrontada alguna cosa, a saber, el pensamiento pasado, el cual, habiendo antes sido un pensamiento, ahora pasa a ser una cosa pensada. De donde se colige ser manco e imperfecto este enunciado de Descartes “yo pienso” y que lo que significa es “yo pienso en que pienso”, o mejor dicho, si se quiere hablar con precisión, “yo pienso en que he pensado”.

Pero quien piensa en que ha pensado debe usar de la memoria para recordar que ha pensado. Y nuestros mismos adversarios confiesan que dondequiera que se aplique la memoria puede haber error, como quiera que la memoria, según declaraba Lacides, es opinión, pero toda opinión es falaz, porque en nada estoy más cierto de que pensé, que de que caminé, dormí o comí. Ahora bien, estas

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cosas son llanamente inciertas: luego es incierto que he pensado. Por eso es nula la conclusión que de allí se toma: “luego soy”.

Dirá acaso Descartes que aunque sea incierto que he pensado, es cierto que ahora pienso en que pienso; y además la conclusión se saca, no de que he pensado, sino de que ahora pienso en que he pensado, esto es, no de un pensamiento pasado, sino de un pensamiento presente. Pero nosotros negaremos que esta conclusión “luego soy” se saque del mismo pensamiento que es presente y con el cual pienso en que he pensado, sino del pensamiento pasado con el que pensaba en el sol. Porque cuando yo pensaba en el sol, mi mente con un segundo pensamiento se reflejó en el primero y de él sacó la conclusión “luego soy”. Porque si se la sacara del segundo pensamiento, ciertamente se la sacaría mediante un tercero, y no sólo habría que decir “yo pienso”, ni “yo pienso en que he pensado”, sino “yo pienso en que he pensado en que he pensado”. Y por ende aquel segundo pensamiento sería incierto como el primero y por ende lo sería esta conclusión sacada de él.

Con todo, demos por cierto que he pensado: aún entonces ciertamente puede fallarme la memoria cuando digo “luego soy”, porque cuando pienso en esta conclusión, he dejado de pensar en el enunciado precedente “yo pienso”, y no puedo saber que éste penda de aquel sino por función de la memoria.

¿Qué dice a esto la escuela cartesiana? Dicen reconocer que aquí hace falta memoria, pero niegan que la memoria sea siempre falaz: puede serlo cuando las cosas que recordamos son viejas; no así cuando son recientes, que entonces no puede fallarnos. Vaya, vaya, aquella filosofía severa e intransigente, ahora se ha ablandado y acomodado a las opiniones comunes. Porque a todas aquellas cosas que primero tenía por falsas las reconcilió con la luz natural, y pronto con la misma memoria y las opiniones, fuente de todos los errores. Y esto lo hace de entrada y sin estar todavía puestos los fundamentos. Todavía adherimos —dicen— a la premisa de este argumento: “yo pienso, luego soy”, que es el inicio y la cabeza de la filosofía cartesiana. Por lo demás, aquí apelo, no sólo a todos los filósofos, sino a todo género de hombres, de los cuales ninguno se quedó sin experimentar con frecuencia que algún sonido repentino, el zumbido de una mosca volante o algún objeto inopinado de los ojos le haya sacudido tanto los pensamientos presentes y la mente, y les haya borrado tanto los restos, que sin más recuerdo nos quedemos estancados en medio de una conversación y no podamos completar una oración interrumpida. La alegada distinción en la memoria lo avergonzaría a Descartes, que

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en la segunda Meditación, donde se examina el acceso a la verdad, estableció que se le creyera que “nunca existió nada de lo que la mendaz memoria representa”, sin discriminar entre lo antiguo y lo reciente. Y en la quinta Meditación, y en otros lugares, dice no poder dudar que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos mientras tiene en la mente la demostración con que eso se prueba; pero que no bien deja de pensar en ello, aunque recuerde haberla percibido clarísimamente, puede dudar si es verdadera, si no tuviera la noción de un Dios absolutamente no falaz por quien se asegurase de que es veraz la memoria que retiene de esta percepción. Y todavía no hemos llegado a la disputa sobre la existencia de Dios. Entonces, según el dictado de Descartes, todavía no debemos tener ninguna fe en la memoria, no solamente cuando recordamos lo antiguo, sino también lo recentísimo ni bien retiramos de ellas la atención de la mente.

Y como la memoria de los hombres es floja y débil, la consecuencia puede referirse fácilmente a otra premisa que de la cual procedió. Algo similar suele ocurrirnos en la conversación familiar cotidiana de costumbre: habiendo avanzado algún tanto, no recordamos bastante de donde hemos sacado y a qué hemos de referir las consecuencias en que nos hemos detenido. Así pues, la conexión del enunciado doble “yo pienso”, y “luego soy”, es incierta y falaz y por ende no es ninguna argumentación. Aquí ocurre que, como el argumento “yo pienso, luego soy”, se apoya en la proposición “cualquier cosa que piensa, al tiempo que piensa, es”, se sigue que yo, al colegir “luego soy” de “yo pienso”, no quiero decir sino que soy al tiempo que pienso. Pues bien: aquel pensamiento ya deja de ser cuando digo “luego soy”, y varían el tiempo del enunciado antecedente “yo pienso” y el del enunciado consecuente “luego soy”. Por lo tanto, esta argumentación, o bien quiere decir “yo pienso, luego voy a ser”, o bien “yo he pensado, luego soy”, y la proposición “Cualquier cosa que piensa, al tiempo que piensa, es” de donde Descartes quiere que penda su argumentación, no le importa en nada; para serle útil, tendría que cambiarse por esta otra: “Cualquier cosa que piensa, también al tiempo que no piensa, es”. Y Descartes declara falsísimas e ineptísimas estas enmiendas y cambios que deberían hacerse.

Los cartesianos piensan haber evadido cautamente este dardo diciendo que el consecuente está en el antecedente, y que en aquel “yo pienso” está este “luego soy”, por lo cual no importaría nada el tiempo, pues en cualquier tiempo en que se ponga el “luego soy”, habrá sido verdadero cuando dije “yo pienso”. ¡Qué hombres más

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agudos! Si justamente porque el consecuente “luego soy” está en el antecedente “yo pienso”, resulta que en el momento en que digo “yo pienso” es verdadero el “luego soy”; pero no resulta así en otro tiempo. Del mismo modo que era nula la conclusión “luego soy” antes de decirse “yo pienso”, así es nula después de decirse eso. Así pues, aquí no hay que atender a la naturaleza de las cosas, sino al progreso del espíritu en conocer la existencia de sí. Porque las partes de este argumento, “yo pienso, luego soy”, es decir la premisa y la conclusión, difieren en condición en la naturaleza y en la mente del Filósofo. Porque en la naturaleza son al mismo tiempo y no hay ninguna separación de tiempo; no así en la mente del Filósofo. Porque después que pensó “yo pienso”, se vale del conocimiento de su pensamiento ya generado como de un escalón para progresar al conocimiento todavía no generado de su existencia, y habiendo usado este escalón llega por fin al pensamiento “luego soy”. Ambos pensamientos están tan separados en el tiempo, que después de emitido el primero y antes de emitirse el segundo pueda perecer el Filósofo. Esto lo muestran clarísimamente las Meditaciones de Descartes, cuya serie él expone no como si en su mente unas cosas nacieran de otras; o para usar sus palabras, no en orden a la misma verdad de la cosa, sino a lo sumo en orden a su percepción. Así es como provinieron los nuevos cartesianos que tratan de salirse de estas estrecheces con una razón. Y es que el enunciado “yo pienso” y el otro “luego soy”, aunque proferidos en diversos tiempos, existen sin embargo al mismo tiempo en la mente del Filósofo: primero en la inteligencia que percibe las cosas, después en la voluntad, que forma juicios de ellas y afirma. Sería largo, y tal vez no muy trabajoso, mostrar que a veces actúa la inteligencia y a veces la voluntad, al contrario de lo que decreta Descartes: por ahora basta demostrar a partir de los mismos principios de la doctrina cartesiana que la premisa “yo pienso” no está menos en la voluntad que el consecuente “luego soy”; y que el consecuente “luego soy” no está menos en la inteligencia que la premisa “yo pienso”. Y aunque esta premisa hubiera estado sólo en la voluntad y aquella conclusión en la inteligencia, no se sigue de ahí que ambas cosas estén al mismo tiempo en la mente del Filósofo. Porque si se desenvuelve el significado del enunciado “yo pienso”, será el mismo que “yo soy pensante”. Y como en él se encuentra un sujeto y un predicado, como hablan los lógicos, y una cópula de ambos, no puede negarse que esta proposición es un juicio o afirmación. Y como estas cosas sólo salen de la voluntad, como dicen los cartesianos, obviamente debe decirse que el enunciado

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“yo pienso” está en la voluntad como el consecuente “luego soy”. Pero como este mismo consecuente, “yo soy”, esto es, “yo soy existente”, está formado de las ideas “yo” y “existente”, que están en el intelecto tanto como las ideas “yo” y “pensante” que abarcan la premisa “yo soy pensante”, cada proposición está en la inteligencia del mismo modo.

Y aunque la premisa “yo pienso” estuviera sólo en la inteligencia y el consecuente “luego soy” en la voluntad, no resultaría de allí que ambas estén al mismo tiempo en la mente del Filósofo. Porque antes de que la voluntad pueda hacer el juicio “luego soy”, hace falta que la inteligencia le mostrase las ideas que están contenidas en estas proposiciones: “yo soy pensante, yo soy existente”; tanto la concordancia entre las ideas “yo” y “pensante”, como la idea “yo” y “existente”. Y como el argumento “yo soy pensante, luego soy existente” se vale del enunciado “todo lo que es pensante es existente”, también es necesario que la inteligencia represente a la voluntad la concordancia entre las ideas “pensante” y “existente”. De la concordancia entre las tres ideas salen tres juicios de la voluntad: “todo lo que es pensante es existente”, “yo soy pensante”, “luego soy existente”. Y como todavía no descubrió la concordancia entre la idea “yo” y la idea “pensante” —a la cual primero compara con la idea “existente”— y, captada la concordancia entre ambas, deja salir la primera premisa, “todo lo que es pensante es existente”, a continuación compara la idea “yo” con la idea “pensante” y después de conocerlas como congruentes, nace la otra premisa “yo soy una cosa pensante”. De aquí florece por fin la conclusión buscada. Pero antes de que la voluntad hiciera juicios, aquellas tres ideas estaban en la inteligencia del Filósofo. De ellas, luego, la voluntad hizo juicios por veces, porque primero ignoraba si fuera, mientras sabía que pensaba y que todo lo que piensa existe, y de estas nociones antecedentes, como de escalones, hizo uso el Filósofo para ascender al “luego soy”. Así las cosas, es manifiesto que estas tres cosas no estaban al mismo tiempo en la mente del Filósofo, y que es fútil este comentario de los cartesianos.

X. Cuando alguien piensa en alguna cosa, la idea de esta cosa en la que piensa no es la misma que la idea de ese mismo pensamiento.

A esto los cartesianos también oponen lo que se lee en sus libros y los de Descartes: que cuando alguien piensa, al mismo tiempo que piensa está consciente de su pensamiento y lo siente y conoce; como

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cuando piensa en que es de día no sólo piensa en que es de día, sino también conoce este pensamiento; de manera que la noticia de este pensamiento sea la misma que el pensamiento mismo que consigo mismo imprime en la mente su consciencia y percepción, y que la idea de este pensamiento no sea otra que el mismo pensamiento. Pero es fácil de entender cuán vano es esto.

Primero buscan un escondite en esta confusión de ideas totalmente discrepantes. Porque cuando pienso en que es de día, mi mente es el principio de este pensamiento; el pensamiento es la acción de la mente; el día es el fin del pensamiento. Y cuando pienso en que pienso en que es de día, se muda el fin del pensamiento; porque entonces el fin del pensamiento no es el mismo que antes, a saber, “es de día”, sino otro, a saber “pienso en que es de día”. Pero mutado el fin o término, es necesario que se mude la acción. En verdad, es bien sabido a la Escuela que el acto toma su especie del objeto. Por lo tanto, este pensamiento posterior es enteramente diferente del anterior, y son erróneamente confundidos. Porque quienes dicen que el pensamiento del día no difiere del conocimiento del pensamiento del día cuando ellos mismos dicen que el día es conocido por el pensamiento del día pero el pensamiento del día lo es por sí mismo, dicen cosas contradictorias. Porque las nociones de las cosas son diversas cuando lo son las cosas acerca de las cuales versan estas nociones, y las vías de adquirirlas. Porque una cosa es el día y otra el pensamiento del día: se tiene la noción del día por la idea del día y aquella por sí misma, como pretenden los cartesianos. Por lo tanto, estas son nociones diversas. A esto añádase que puedo pensar en el día y no pensar en el pensamiento del día: pero es inepto decir que estas cosas sean una y la misma, cuando una puede ser sin la otra. Añádase también que cuando en el enunciado “yo pienso” después de la comparación del sujeto “yo” con el predicado “pienso”, y después de conocida la concordancia entre ambos, lo segundo se atribuyó a lo primero, esto ocurrió mediante el juicio, que es la segunda operación de la mente. Pero esta comparación no puede hacerse ni descubrirse aquí ninguna concordancia de ideas. Porque al tenerse la idea del sujeto del “yo”, si el predicado “pienso” no se tiene, no puede el Filósofo comparar aquello de lo cual tiene idea con aquello de lo cual no tiene ninguna, ni puede por ende afirmar que piensa. Pero si este pensamiento fuera conocido por sí mismo, le sería también conocido todo lo que conoce en éste, y en éste conoce la existencia de éste: luego le sería conocida por sí misma la existencia de él mismo. Con el mismo derecho podría decirse “yo soy,

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luego pienso”, como dice “yo pienso, luego soy”, ni debí dudar más de la existencia suya propia que de su pensamiento.

En rigor, tal como Descartes dijo “yo pienso, luego soy”, yo también podría decir “Descartes está pensando, luego es”. Ambos argumentos son pares en fuerza y verdad. Y además del pensamiento de Descartes no puedo colegir que él sea, a menos que el pensamiento de esta idea cartesiana esté en mí. Por lo tanto Descartes igualmente no puede colegir de su pensamiento su ser a menos de que esté en él el pensamiento de sí mismo. Porque aunque este pensamiento sea de Descartes y no mío, se refiere del mismo modo a cada uno de nosotros y es usado del mismo modo, y no es de otra naturaleza el argumento presentado por mí y de otra presentado por él.

Pero como nada puede sentirse, conocerse o percibirse sino por una idea, no puedo sentir que pienso en el día sino por la idea de este pensamiento. Pero si osó decir que la idea del pensamiento y la idea del día son la misma, que diga con el mismo derecho que el día y el pensamiento son lo mismo. Óigase al mismo Descartes portando sentencia contra sí mismo en el libro Sobre el método, diciendo: “Hay una acción de la mente por la cual juzgamos que algo es bueno o malo, y otra por la cual reconocemos haber juzgado así, y frecuentísimamente se encuentra una sin la otra”. Si puede encontrarse el juicio de lo bueno y malo sin el conocimiento de este juicio, también el pensamiento que se tiene del sol puede encontrarse sin el conocimiento de este pensamiento. Escúchese al Príncipe de la Escuela, Tomás: “Uno es el acto por el que el intelecto entiende una piedra, y otro es el acto por el que entiende que entiende una piedra”8.

Pero los cartesianos piensan haber podido quebrar estas cosas cuando dicen conocer el día por la idea del día y el pensamiento del día por sí mismo y no por una idea. Dicen que las cosas que están fuera de nuestra mente no se conocen sino por ideas, pero que las que están en nuestra mente, como los pensamientos, son conocidas por sí mismas sin ideas. Daos cuenta de qué vanas son estas cosas. Conocemos nuestra mente, nuestra inteligencia, nuestra voluntad; y las conocemos con el auxilio de las ideas: porque éstas comparamos entre sí, distinguimos y definimos, lo cual no puede darse sin afirmación o negación. Pero la afirmación y la negación no se da sino comparando idea con idea, y una vez descubierta su concordancia o discordancia recíproca. Es más; a menudo conocemos nuestras ideas mediante ideas. Como Descartes distinguió tres géneros de ideas —naturales, facticias y adventicias— ciertamente las conoce por sus ideas. Pero las                                                                                                                8 Santo Tomás de Aquino, Summa th. I. q. 87. a. 3. ad 2.

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ideas universales se hacen de las singulares, así como a veces las singulares de las universales. Descartes dice: “yo sostengo que hay en nosotros ideas no sólo de todas las cosas que están en nuestra inteligencia, sino de aquellas que están en nuestra voluntad, y no podemos querer cosa alguna sin saber que la queremos, y no podemos saberlo sino por un idea”9. Pero lo que añade a esto es muy absurdo: que esta idea es la misma que la acción. Porque quien quiere leer conoce esta acción de su mente por una idea de la cual la misma acción es causa, pero confundir la idea con la acción es confundir la causa con el efecto. En otra parte pone la idea de nuestra mente y la idea del pensamiento en el número de las ideas que son innatas en nosotros, y define la idea como “todo lo que puede estar en nuestra mente”1011. De aquí se sigue que el pensamiento del sol no carece de su idea por la cual es conocido cuando este conocimiento está en nuestra mente. Así también Tomás, a cuya autoridad la facción cartesiana parece atribuir mucho: “Nuestro intelecto se entiende a sí mismo por una especie inteligible”.

Concedámoslo sin embargo: porque también otros filósofos vieron que todo pensamiento tiene como adjunción y acompañamiento un cierto sentido y percepción de sí mismo: como cuando quiero caminar, no sólo quiero caminar, sino que quiero y experimento esta voluntad de caminar. Del mismo modo que cuando con los ojos veo una casa, se hace una doble visión: una directa por la que veo la casa y otra oblicua por la que veo los árboles vecinos; así cuando pienso en que es de día, dicen haber un doble pensamiento: uno directo, que es del día, y otro oblicuo o adjunto o acompañante, que es el pensamiento del día. También Carneades, cuando disertaba sobre el Criterio, decía que de una cosa visible confrontada a los ojos del hombre existía una fantasía que hacía visible sí misma y las demás cosas. Pero de aquí los cartesianos no coligen nada verdadero que favorezca su causa. Porque para expresar del conocimiento de mi pensamiento el enunciado antecedente: “yo pienso” de donde pueda sacar la conclusión “luego soy”, no basta que aquel conocimiento sea oblicuo y adjunto y por ende imperfecto, sino que es de todo punto necesario que sea directo y perfecto. No lo es bastante si siento que pienso, sino que hace falta que piense en que pienso. Porque a menos de iluminarse y percibirse con mente atenta y con precisión la naturaleza, el significado y la interpretación de cualquier enunciado,

                                                                                                               9 Descartes, Epist., Tom. 2. Epist. 53. 10 Descartes, Medit. 3. Epist. Tom. 2. Ep. 54. 11 Santo Tomás de Aquino, Summa th. I. q. 14. a. 2.

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ciertamente no puede saberse en absoluto que esté latente en él la conclusión que de allí ha de sacarse. Por lo cual la mente debe fijarse en este pensamiento suyo primero. Pero antes de aquel pensamiento, estaba la acción de la mente pensante hacia la cosa contrapuesta en la que pensaba; y esa cosa contrapuesta era el fin, como dije, del pensamiento, y la mente actúa sobre ella con una nueva acción. Así cae por tierra toda esta excepción.

XI. Es falso que el “yo pienso, luego existo” nos sea conocido por simple visión y no por razonamiento.

Descartes y sus seguidores preveían que estas dos proposiciones: “yo pienso” y “luego soy”, podrían ser fácilmente separadas. Para juntarlas más firmemente y fundirlas en una, osaron negarnos que sean conocidas por razonamiento para decir que lo son por simple visión, en sus propias palabras. Por cierto, confiesan que todo razonamiento está expuesto a error, como quiera que necesitemos de la memoria por cuya función recordemos los principios y las premisas de donde sacamos conclusiones, pero la memoria sería falaz e indigna de confianza. Por lo tanto, si yo enseñara que todo el “yo pienso, luego soy” es un mero razonamiento y no puede conocerse por visión simple, ciertamente probaría que es incierto y dudoso, y que se engañan o engañan a otros quienes niegan que es un razonamiento.

Pregunto, pues, qué es razonamiento o argumentación: ¿no es acaso la acción de la mente humana por la cual de principios conocidos saca una conclusión, haciendo conocida una cosa antes desconocida? O si preferimos usar palabras de Tomás de Aquino, es “el paso de un concepto a otro para conocer la verdad inteligible”12. ¿Acaso no se encuentra todo esto en la complexión de este enunciado doble? Porque en la entrada a su filosofía Descartes profesa no saber si él es. Y para llegar al conocimiento de esta cosa desconocida busca algo que le sea conocido sin ninguna duda. Y elije el “yo pienso”, y lo pone como el más cierto de los principios. Pone también como supremamente conocido por luz natural el que “todo lo que piensa, es”. Entonces a partir de estos dos principios conocidos a él —“todo lo que piensa, es” y “yo pienso”— dice haber alcanzado el conocimiento de la cosa que ignoraba, a saber, “luego soy”. En esta conclusión el predicado, como dicen, se adjunta al sujeto, es decir, este “soy” a aquel “yo” por la conexión del término medio “pienso” enlazado a las premisas previas. Si alguien niega que estas cosas

                                                                                                               12 Santo Tomás de Aquino, Summa. th. I. q. 79. a. 2.

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forman un perfecto silogismo, será ignorante de toda la lógica. Léase la segunda meditación de Descartes, y aparecerá manifiestamente la progresión de la mente por el conocimiento de su pensamiento a la percepción de una cosa antes desconocida, a saber, que uno es.

A la alegación de los cartesianos de que cuando Descartes buscaba si existía no dudaba de ello sino que fingía dudar, aunque ya tienen cerrada esta vía de escape, les diremos de todos modos que aquí no disputamos qué pensara Descartes sobre su existencia, sino si él emprendió buscar y probar su existencia y si, hecho esto, lo hizo satisfactoriamente por argumentación y razonamiento. Estas cosas las disputó clarísimamente en su primera y segunda Meditación y en sus Principios de Filosofía, y con gran esfuerzo buscó su existencia, que finalmente coligió del hecho de que pensaba. Además es insolente e inepto lo que añaden: que pertenece a la naturaleza del silogismo que la conclusión no sea conocida por sí misma cuando nos es conocida por sí misma nuestra existencia y que como nuestra existencia nos es conocida por sí misma, el argumento de Descartes con el que intentó probarla no sería un argumento. Si nos es conocida de por sí misma nuestra existencia, ¿por qué Demócrito y los académicos dudaron de la suya? Sea o no conocida por sí misma la conclusión, con tal de que salga de la fuerza de las proposiciones que llaman premisas, el argumento será legítimo. ¿qué hay de más conocido que los axiomas de los geómetras? Y con todo, Apolonio Pergeo intentó demostrarlos, y no lo habría hecho razonablemente si se entendiera aplicado a jugar. Nada es tan conocido por sí mismo que no pueda ser dudoso y desconocido a algún filósofo. ¿Acaso no es conocido por sí mismo que son iguales entre sí las cosas que son iguales a una tercera? Y con todo, le cayó falso, y por ende desconocido, a Carneades, y necesitó de una demostración. Pero lo que se lee en los libros de los cartesianos, que la proposición “yo soy” y el argumento “yo pienso, luego soy” son axiomas, es ridículo y digno de todas las carcajadas, y delata la impericia de su secta. Porque comúnmente se llaman axiomas ciertos enunciados universales, inmutables y de eterna verdad, cuales son los de los geómetras. Pero estas proposiciones, siendo singulares y versando acerca de individuos, son mutables e inciertas, y no pueden decirse axiomas más que cualquier otra proposición.

Y ahora, cuando Descartes trata de soltarse de estos lazos13, niega que quien dijera “yo pienso, luego soy” deduzca por razonamiento su existencia de su pensamiento, sino que la conoce como cosa conocida por sí misma por una simple intuición de la mente: por cierto, si                                                                                                                13 Descartes, Resp. ad secund. Object.

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coligiera por razonamiento su existencia de su pensamiento, debió de antemano tener conocida la proposición “todo lo que piensa, es”, cuando el filósofo concluye más bien que todo lo que piensa existe del hecho de experimentar no poder pensar si no existe, porque es la naturaleza de nuestra mente formar proposiciones universales de singulares. Descartes, ya arrepentido14, ya olvidado de estas cosas, afirmó todo lo contrario en los libros de los Principios: que antes de que alguien sepa ser por pensar, hay que saber que no puede dejar de darse que todo lo que piensa sea, y que por eso es cierto esto: “yo pienso, luego soy, porque es contradictorio que pensemos que lo que piensa, al tiempo que piensa no exista”15. Así pues, no ocurre que el universal “todo lo que es” florezca del singular “yo pienso, luego soy”, ni tampoco le es posterior, sino que al contrario este singular usa de este universal como de un fundamento. Además él enseña en sus Cartas 16 que en nosotros hay ideas que representan aquellos enunciados eternos e inmutables. Y como sea uno de ellos el “todo lo que piensa, es”, lo conocemos por nuestra naturaleza, y no lo tenemos derivado de otras nociones. Así las cosas, actúan inconsideradamente los cartesianos que por el hecho de que conocemos el enunciado “todo lo que piensa, es” por nuestra naturaleza y por simple visión, pretenden que del mismo modo nos son conocidas las restantes partes de este argumento: “yo pienso, luego soy”. Porque la proposición mayor “todo lo que piensa, es”, es un enunciado de verdad inmutable y eterna. En cambio la proposición “yo pienso”, es temporal, mudable, e incierta. Y por ende la misma conclusión también. ¿Quiénes podrían con una única y simple intuición de la mente ver cosas tan discrepantes en naturaleza y tan diversas?

Aquí se suma otro absurdo. Si las dos preposiciones: “yo pienso” y “luego soy” se conocen por visión simple, esto ocurre por una única acción de la mente, y el “yo pienso” no se conoce ni más ni antes que el “luego soy”, y por ende de la proposición “yo soy” puede colegirse “luego pienso” tan bien como de “yo pienso” Descartes colige “luego soy”. Y si aquel “luego soy” pende de este “yo pienso” y de aquí se deduce, la mente tiene que dirigirse antes a esto que a aquello, para de lo conocido sacar lo desconocido. Por consiguiente, el conocimiento de la proposición “luego soy” es posterior al conocimiento de la proposición “yo pienso”, y por ende no hay un conocimiento único ni una visión simple de lo uno y lo otro.

                                                                                                               14 Descartes, Princ. part. 1. § 10. 15 Descartes, Princ. part. 1. § 7. 16 Descartes, Epist. Tom. 2. Epist. 54.

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XII. A partir del argumento dubitativo de Descartes de que no sabemos si fuimos compuestos por Dios o por algún genio maligno de tal modo que siempre erremos, se refuta el “yo pienso, luego soy”.

Escudriñemos y desgajemos todos los vástagos de este argumento. Dije que Descartes también tuvo otra causa para tomar de la duda el inicio del filosofar, a saber, que ignoramos si fuimos hechos por Dios de tal modo que siempre erremos, también en las cosas que nos parecen ser supremamente conocidas, en cuyo número pone no solamente los teoremas de los geómetras sino también sus principios. Y aquí no litigamos sobre la ficción inusitada que Descartes pone en los oídos cristianos de que Dios pueda engañarnos siempre, cuando sabemos que Dios es bueno, perfecto, veraz, la verdad misma, y que de entrada quiere hacernos partícipes de su luz. Esto lo reconoció Descartes mismo en varios lugares, y escribió que Dios es “sumamente veraz y el dador de toda luz, y por eso es una llana contradicción que nos engañe, como también que sea propia y positivamente causa de errores”17. En otra parte también prefiere figurarse que no sea Dios sino algún genio maligno muy potente quien insidie nuestras almas y perpetuamente nos infunda tinieblas y errores. Pero ya asigne esta causa a lo uno o lo otro, recordaremos que estamos filosofando y que el mismo estudio de la verdad o filosofía otorga licencia para representarse cualquier cosa por disonante que sea. Parto entonces de esta ley tan patente y general de que estamos hechos para siempre errar. Como en esto absolutamente nada está exceptuado y nada me es tan conocido que esta admonición no me lo haga sospechoso de falsedad, todo lo que en lo sucesivo Descartes me proponga para creer lo rechazaré con razón si quiero hacer valer su precepto anterior y general.

Pero he aquí que aquel mismo autor de duda, repentinamente mudado para no ser más aquel circunspecto Descartes y pasar a la certeza de no haber sido hecho por Dios ni engañado por algún genio para errar siempre, pronuncia de manera afirmativa y aseverativa que piensa y que por eso es. Y lo hace persuadido por el único argumento de que es contradictorio que lo que piensa no sea al mismo tiempo que piensa, lo cual hace de la noción “yo pienso, luego soy” la primera y más cierta de todas. Entonces aquel que había decretado dudar completamente de todas las cosas, una vez rota esta barrera que él mismo se había puesto delante, ya afirma y establece con constancia

                                                                                                               17 Descartes, Princ. part. 1. cap. 29. — Medit. 1. & 2.

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que son absolutamente verdaderas todas las cosas que le parece ver con espíritu perspicaz y que se figura que le son conocidas por luz natural. ¿Y cómo el que dice no saber si está compuesto por Dios de tal modo que siempre yerre, puede saber que no yerra cuando piensa en que piensa y en que es, cuando juzga que algunas cosas pugnan entre sí, cuando supone que ve perspicazmente algo con la mente, y cuando algo le parece supremamente notorio por luz natural? ¿De dónde pudo volver a saber lo que poco antes ignoraba? ¿Por qué excepción disolvió este argumento que poco antes valía tanto para él, y que le importa tanto, que algunos varones eximios de la grey cartesiana confesaron sinceramente que no hay como convencer de lo contrario a quienes contienden obstinadamente que el hombre por naturaleza siempre yerra?

Si Descartes exime de esta ley de ignorancia humana las cosas conocidas por luz natural, y a un filosofo que dijera que pueda ser falso el enunciado “yo pienso” no tuvo otra cosa que responderle, como dije más arriba, que que eso es conocido por luz natural, entonces es forzoso que admita todos los principios de la aritmética y geometría, como “dos más tres es cinco” y “di a dos números iguales sumas números iguales, los números resultantes son iguales”, principios de los cuales sin embargo había establecido dudar. Pero si admites estos principios matemáticos con los demás, también admitirás los teoremas que se dan a partir de ellos y por ende toda la geometría. Ahora bien, Descartes confiesa, y ciertamente no puede negarse, que son frecuentes los errores en geometría. Luego, ya está abierta la ventana a los errores y desaparece todo aquel aparato de duda que él había enseñado en la misma entrada de la filosofía.

Que ahora Descartes vea para dónde va, pues sigue diciendo que no sabe si está constituido de tal manera que siempre yerre. Que reconozca poder errar en el “yo pienso, luego soy” y que por ende éste no es el fundamento primero y más cierto de la filosofía; o bien, si manda admitirlo junto con las demás cosas que son conocidas por luz natural, reconozca que ya nada está inmune de errores. Reúnanse y conferencien todos los pensadores cartesianos, que nunca se expedirán para salir de allí. Éste es la rastrillo que quita todas las argucias que irrumpieron en la filosofía de Descartes a partir de esta entrada.

Y a la verdad, cuando leí su tercera Meditación, no podía asombrarme bastante de la contradicción y disensión de los razonamientos. Dice: “siempre que se presenta a mi pensamiento la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy

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fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con la máxima certeza”. Poco después añade: “Siempre que reparo en las cosas que me parecen supremamente ciertas, prorrumpo en estas palabras: ‘Engáñeme Dios cuanto pueda, que nunca hará que yo yerre cuando creo que soy porque pienso y que dos más tres es cinco, y cuando doy fe a proposiciones similares que no pueden sin contradicción manifiesta no ser verdaderas’”. ¿No ves, Descartes, no adviertes la manifiesta contradicción de esto mismo que dices? Es como si dijeras: “No hay nada en que yo no pueda errar; hay muchas cosas en las que no puedo errar”, o bien “No sé si yerro en cosas muy perspicuas; sé que no yerro en cosas muy perspicuas”.

Pero aquí también los cartesianos recurren a su solemne respuesta: Descartes no dudó sino que fingió dudar si su naturaleza sería tal que él siempre se engañara hasta haber ponderado las causas que se había propuesto para dudar de ello. Y una vez ponderadas, si las encontró débiles e inválidas, como fue el caso, estuvo más constituido para no dudar más al respecto, y dudó y no dudó de la misma cosa en sentido dividido, por cierto dudó antes de quitar las causas de dudar y percibir la verdad; no dudó después de que se le hizo perfecta la verdad y él quitó las causas de dudar. Pero niegan que él dudase y no dudase de la misma cosa en sentido compuesto, es decir al mismo tiempo. Pero yo dudo que Descartes también dudó y no dudó en sentido compuesto y fingió cosas contradictorias a la mente. Porque en el tiempo que dudó si fuera propio de su naturaleza engañarse siempre, si en este mismo tiempo decretó alguna vez no dudar, es forzoso que al mismo tiempo dudase y no dudase de ello. Porque dudó si su naturaleza era tal que siempre se engañase cuando supo tener que dudar de ello por los argumentos que propuso al comienzo de la Filosofía: y al mismo tiempo no dudó si su naturaleza fuera tal de siempre engañarse cuando decretó no dudar de esto después de ponderar estos argumentos. Porque el que deja de dudar si es propio de su naturaleza engañarse siempre, ya está seguro de que es o no es propio de su naturaleza engañarse siempre; en cambio quien duda si es propio de su naturaleza engañarse siempre, no está seguro de ser o no ser de una naturaleza tal que siempre se engañe. En un único y mismo tiempo Descartes estuvo cierto y no cierto de ser de una naturaleza tal que siempre se engañe; esto es, dudó y no dudó de ello. Cosas que manifiestamente se contradicen. Como, por ejemplo, si alguien fingiera que la naturaleza humana no estuviera provista de razón, para, fingiéndolo, proveerse de una razón para inventar razones con las que pruebe que ella está provista de razón, él mismo fingirá cosas

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contradictorias y se contradirá a sí mismo, porque al mismo tiempo postulará que la naturaleza humana provista de razón no es tal, fingiendo que sí lo es, y que está provista de razón, decidiendo aportar razones para demostrarla provista de razón.

Por fin digo que en vano dicen los cartesianos que Descartes tuviera la razón que ellos pretenden para proponer la ley del dudar. Porque cuando aportó argumentos por los cuales su filosofía se saldría de la duda, propuso muchas cosas serias. Y lo que proponen no es tal que dé causa para explorarlo. Él de ningún modo dijo dudar por un tiempo, sino que al contrario propuso argumentos para dudar que no pueden resolver con ninguna razón.

Pero como se acuerda de que todavía no quitó su anterior argumento dubitativo que se había propuesto, pasa a hacerlo ahora. Dice: “no puedo estar hecho por Dios de tal modo que siempre yerre, porque si fuera así, Dios sería un engañador, pero no tengo ninguna razón para juzgar que Dios sea un engañador: al contrario, como es sumamente bueno y sumamente perfecto, no puede engañarme”. Descartes: si tratas conmigo en cuanto estoy imbuido de la religión cristiana, no me tendrás en contra, y confesaré que el Dios sumamente veraz y perfecto no quiere engañarme siempre. Pero aquí combatimos mediante la razón, no la Fe; a partir de principios de filosofía, no de teología. Imagínate entonces que tratas con algún filósofo viejo: él disputará contigo así: “Descartes, si no sabes si siempre yerras, tampoco sabes si yerras cuando dices ‘Si yo estuviera hecho de tal modo por Dios que siempre yerre, Dios sería un engañador’, y precisamente en eso yerras, porque es un engañador aquel que burla sus dichos con hechos y da otra cosa que lo que prometió; pero Dios no prometió al hombre que éste esté hecho por naturaleza tal que en las cosas perspicuas nunca yerre. Entonces tú, que habías dicho que querías dudar de las cosas perspicuas, no dudas de las falsas”.

Añadirá ese filósofo imaginario que no sabes si yerras cuando dices “Dios que es sumamente bueno no me puede engañar”, y no sabes de cierto qué sea Dios, qué pueda y qué quiera: además una cosa es engañar y ser propia y positivamente causa de errores, y otra cosa es dejarnos engañarnos, lo mismo que una cosa es matar a un hombre y otra no apartarlo de una muerte próxima de la cual sin embargo le advertiste muchas veces. Añadirá además que, así como no puede decirse que Dios sea falaz por habernos hecho tales que a veces erremos, tampoco podría decirse que fuera falaz aún si nos hubiera hecho tales que siempre erremos: más bien hay que decir que, sabiendo que caemos en errores con frecuencia, si queremos ser

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piadosos debemos sentir humildísimamente nuestra insipiencia de la que tenemos experiencia y reconocer con extrema sumisión cuán inferiores somos a Dios, que es sumamente y siempre veraz, y despertarnos de nuestra insipiencia a la alabanza de Dios, y no a querellas y acusaciones, y de esta misma manera considerar que estamos hechos para su gloria. Dirá que tú mismo, Descartes, nos enseñaste 18 que Dios no puede ser representado como autor de nuestros errores, aún si hubiera encerrado nuestro intelecto dentro de ciertos límites de conocer y saber y nos hubiera hecho expuestos a errores, y hasta dirá que hay que darle gracias por todos los bienes que nos dio y no reclamarle por no habernos dado todo lo que podía, cuando su poder sobre nosotros es libre.

¿Qué cómo Dios podría tomarse por veraz y benéfico si nos hizo tales que frecuentemente erremos, pero un engañador si siempre erráramos? ¿Acaso no pudo hacernos tales que nunca erremos? Es que aunque no nos hubiera concedido todo lo que podía, confesarás sin embargo que no podemos exigírselo con ningún derecho. ¿Con qué derecho lo argüirías de falacia si nos hubiera negado todo lo que pudo negarnos? ¿Acaso su poder no fue tan libre para quitarnos toda noticia de la verdad como para quitarnos alguna? ¡Qué vano es, además, lo que dices: que no tienes causa para juzgarte hecho por Dios para errar siempre! ¿Acaso no yerras a veces? Y el que está hecho para errar algunas veces, ¿no puede sospechar estar hecho de modo de errar siempre? ¿Acaso tú mismo, Descartes, no confiesas19 que puede darse que erremos ya siempre, ya algunas veces? Erramos frecuentísimamente. ¿Acaso tú mismo no estás enterado de que es imprudente quien confía demasiado en quienes una vez nos engañaron? ¿Con cuánta frecuencia nos engaña nuestra razón? Así, digo, tratará contigo aquel filósofo.

A continuación Descartes añade que todavía no sabe suficientemente si Dios sea alguien ni si él, Descartes, no puede ser engañado por Dios, y por eso él aquí se propone enseguida inquirir estas cosas. ¿Pero qué argumentación torcida es ésta? Primero dijo ignorar si él esté hecho por Dios de modo de errar siempre, y por eso deber dudar de todo; luego, como si hubiera descubierto no estar hecho por Dios para errar siempre, toma lo buscado por concedido, y enseña que hay muchas cosas de las que no es lícito dudar; y después, habiéndolas admitido sin duda, trata de demostrar que Dios es; y finalmente que él no fue creado por Dios tal que siempre yerre.                                                                                                                18 Descartes, Princ. Part. 1. § 29ss. — Medit. 4. 19 Descartes, Princ. Part. 1. § 4. & 5.

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Habiendo propuesto primero el argumento dubitativo de no saber si está hecho por Dios para siempre errar, ¿no debió quitarlo antes de avanzar más? Y habiendo demostrado que no fue hecho por Dios de modo de errar en cosas conocidas por luz natural, ¿no debió probar que le es sabido por luz natural que piensa, y por fin que le es sabido por luz natural que es porque piensa? Al contrario, admite aquel círculo vicioso de razonamiento. Es incierta la luz natural cuando ignoro si soy de naturaleza tal que siempre yerre; no yerro cuando digo “yo pienso, luego soy” por ser verdadero por luz natural.

XIII. Si es verdad que Dios no nos puede engañar en cosas que conocemos por visión simple.

Algunos patrocinadores más recientes de la doctrina cartesiana pensaron poder salirse de este enredo diciendo que Dios, aún si uno se lo representara falaz, no puede engañarnos en las cosas que conocemos por la que llaman visión simple en vez de razonamiento. Por esta clase de cosas entienden que dos más dos son cuatro, y también quieren que se entienda que soy porque pienso. Primero, no aportan ninguna razón por la cual entiendan que no podemos errar en lo que conocemos por simple visión. Hombres imperiosos, que aquí y allá con frecuencia exponen sus opiniones como respuestas del Cielo, y quieren que otros las acepten con espíritus sumisos: también son torpes, que piensan poder defender una filosofía cuyo fundamento son las dudas y cuya cumbre son ficciones. A la entrada son Pirrones; a la salida son puros Pitágoras.

Porque los mismos que mandaron tener todo por falso, ¿por qué osan postular que se admita por verdadero este enunciado sin argumento? Con pareja arrogancia, sin haber aportado ningún argumento, definen que el enunciado “yo pienso, luego soy”, es conocido por simple visión, no por raciocinio. Hemos demostrado que esto es falsísimo. Pero varios cartesianos más recientes han intentado sostener aquella opinión con el argumento de que si las cosas conocidas por simple visión pudieran ser falsas, resultaría que nada sería la causa arquetípica de sus ideas, lo cual afirman que de ningún modo puede ser. Con este dicho capcioso y oscuro sólo significan que sus ideas no pueden carecer de causa arquetípica. Veremos si esto concuerda con los decretos de Descartes. Él propone tres géneros de ideas: las que en nosotros son innatas, las adventicias y las facticias; y niega que las que nos son innatas procedan de cosas externas. Si esto fuera así, ciertamente no habría ninguna causa arquetípica de estas ideas. Porque si se dijera que esta causa está en

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Dios, también se diría que en Dios hay causas arquetípicas de ideas falsas, si según sentencia de Descartes Dios puede hacer que las cosas falsas sean verdaderas. Ciertamente cuando nacimos Dios pudo insertarnos muchas ideas que nunca existieron y no por eso sería falaz; por cierto, si juzgáremos que existieran esas cosas, erraríamos. Además, ¿cuál se dice ser la causa arquetípica del punto geométrico? Si Demócrito dudó, y también el mismo Descartes, si existiera algo, ciertamente reconocieron tener en sí las ideas de muchas cosas de las cuales imaginaban que no hubiera ninguna causa arquetípica.

Luego dicen que no puede ser creado por Dios un hombre que de ningún modo conozca la verdad. En cuanto a esto, aunque yo como hombre cristiano lo confieso de óptimo grado, ¿cómo puede concordar con el decreto divulgado de la filosofía cartesiana de que Dios puede hacer que dos más dos no sean cuatro y que dos enunciados contradictorios sean verdaderos a la vez? Figurémonos que Dios haya hecho lo que ellos dicen que puede hacer, y que dos más dos no sean cuatro: entonces ciertamente erraré cuando conozca, ya sea por visión, ya por cualquier otro modo, que dos sumado a dos son cuatro. Figurémonos también que Dios hubiera hecho que quien piensa, no sea, o que no piense cuando piensa. Ciertamente erraré al decir “yo pienso, luego soy”. Por lo tanto, Dios puede hacer que yo yerre en las cosas que conozco por simple visión si puede hacer que sean falsas las cosas que por simple visión conozco por verdaderas.

Finalmente, ¿cómo concuerdan las antedichas afirmaciones de Descartes con su precepto de tener por falsos todos los principios de la geometría y por tanto también el de que el todo es mayor que su parte? Porque siendo así que el enunciado de que dos más dos es cuatro pende del enunciado universal de que el todo es igual a todas sus partes tomadas juntamente, y éste a su vez está acoplado al de que el todo es mayor que su parte, ¿por qué argumento tendré a este último por falso y en cambio al primero por tan cierto que en él yo no pueda ser engañado ni siquiera por Dios? Veis la inconstancia y la disensión de esta desdeñosa filosofía que se jacta de estar cierta de haber encontrado el camino de la verdad.

XIV. Habiéndose alineado a los académicos y escépticos en el exordio de la filosofía, Descartes enseguida yerra al abandonarlos.

Por lo que hemos visto, cuando en el Método Descartes escribe que dando su primer paso a la filosofía y estimando deber comenzar por la duda, decretó dudar no a la manera de los escépticos, “que dudan —

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dice— para dudar, y que aparte de la incertidumbre no buscan nada”, sino que reprimió y detuvo sus dudas en la noticia supremamente cierta del principio “yo pienso, luego soy”. Cuando escribe esto, comienza a errar en el punto en que comienza a discrepar de los escépticos. Porque ellos y él vieron adecuado dudar, pero he aquí que él dejó de dudar cuando había mayor razón para hacerlo, a saber, en un principio que no era menos incierto que todos los demás que lo habían llevado a dudar. Ellos persisten dudando en el principio del cual ven que hay que dudar al máximo. Esto no lo hacen en absoluto, por cierto, por la duda misma, y Descartes no se lo habría imputado si hubiera estudiado más diligentemente sus razones: los escépticos dudan porque les parece que nada es bastante claro ni puede percibirse bastante ciertamente.

Los cartesianos deberían saber que el último fin de la filosofía escéptica no es la duda, sino la tranquilidad de la mente en las cosas que dependen de la opinión y la constancia en las que no pueden evitarse. En cambio la duda, esto es la epokhê, también es un fin, pero próximo, y del cual sale la tranquilidad del ánimo y la constancia en que descansan como en un fin último. Estaban adheridos a la epokhê tanto cuanto estaban en posesión de la buscada tranquilidad y constancia. También deberían saber que en vano Descartes objeta a los escépticos que por su epokhê estarían constreñidos como por un grillo y no evitaban los peligros y la misma muerte. En realidad el vulgo creía que ellos hacían cosas que sus adversarios decían seguirse de su doctrina y del testimonio de Antígono Caristio, es decir, de Diógenes Laercio, en una obra apresurada, cruda y mal terminada, donde juntó todo lo que sacaba del rumor común o encontraba en escritos antiguos. Ahora bien, los escépticos evitaban esta locura al punto de que estaban obligados por el código de su secta a seguir las leyes recibidas y las costumbres y prácticas de la vida ordinaria. Estas cosas fueron explicadas clarísimamente por Sexto Empírico.

Los cartesianos también deberían saber que no era la única ni la principal causa que tuviesen los escépticos para retener el asentimiento ésta que los cartesianos aportan y ridiculizan: que siempre pueden encontrarse razones para disentir contrarias a las que nos impelen a asentir. Los escépticos tenían por lejos muchas más causas para dudar, de las cuales salieron diez modos de epokhê, que se comentó fueran los más antiguos; después pensaron otros cinco, después otros dos; y por fin ocho, que los más recientes usaron contra los dogmáticos. También deberían saber que esta misma causa de epokhê que ridiculizan, es proba y recta. Porque, ¿acaso los hombres no se hacen

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más sabios por la edad, la experiencia, el estudio y la meditación, enmendadas las opiniones de la infancia y depuestos los errores? Deberían también saber que tener la duda como última fuente de la duda, como Descartes atribuye a los escépticos, es muy distinto de dudar para evitar tener que lamentar un asentimiento apresurado por nuevas razones descubiertas.

Deberían saber por fin que yerran gravemente cuando piensan que los escépticos no puedan negar que sea evidente el argumento “yo pienso, luego soy”, cuando por el contrario uno de los puntos principales de la doctrina escéptica es que nada es evidente. O de allí debería entonces entender aquel soberbio clan cartesiano, acostumbrado a despreciar la doctrina de los antiguos, a admirar la suya solamente, y a gloriarse de su ignorancia, cuán trastornados e imprudentes son cuando quieren parecer saberlas, y que les es mucho más conducente dejar algo de este fasto y someter su mente al estudio de la filosofía antigua, que infligirse deshonra por su torpe ignorancia.

XV. Descartes declara que no tenemos ninguna norma de la verdad a menos que nos conste no estar hechos por Dios de tal modo que siempre erremos.

Cuando Descartes se esfuerza por abatir la doctrina de los escépticos, la confirma muy fuertemente con el argumento que hemos discutido, de que no sabemos si Dios nos hizo tales que siempre erremos. Porque como a este argumento tuvo para oponer la única contradicción de que si estuviéramos hechos por Dios tales que siempre erremos, Dios sería un engañador —la cual contradicción hemos mostrado que no concuerda con el resto de su doctrina—, es manifiesto que él no pudo aportar nada más conducible a la secta de los escépticos y académicos. Porque todos los cartesianos, y el mismo Descartes, conceden que a menos de constar que no fuimos hechos por Dios tales que siempre erremos, no podemos saber si son ciertos los teoremas de los geómetras, ni si existe alguna materia de las cosas, ni si existen cosas algunas materiales, ni si existe de verdad el mundo visible, y por fin no tenemos ninguna norma de la verdad y ni siquiera podemos distinguir los sueños de las cosas. Y estos enunciados son perfectamente escépticos.

Porque cuando dicen que Descartes simuló la duda y los escépticos dudaron en serio, concedemos lo último; lo primero no lo prueban con ningún argumento. ¿Por qué nota podría discernirse aquella duda simulada de Descartes de la verdadera duda de los escépticos? Los escépticos filosofan lo mismo que Descartes, ellos y él

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buscan la verdad, evitan los errores, creen evitarlos por la duda, y por ende aprovechan de la duda. Pero cuando el uno y los otros son presionados por sus adversarios, Descartes, atrapado en una manifiesta inconstancia y discrepancia de opiniones, abjura de la duda asumida, y después de abusar de ella para la conveniencia de su filosofía, simula una simulación para no estar obligado a perjudicar una duda sincera, lo cual es indigno del candor filosófico. Pero los escépticos, al contrario, permanecen egregiamente fieles a sí mismos: defienden su duda como una duda, no se apartan de sus principios cuando podrían defender su causa con las mismas artes que los cartesianos, la misma simulación y el mismo derecho. Y con esto comienza otra disputa sobre la norma que Descartes presentó para explorar la verdad. Si esta norma para explorar la verdad es explorada según la norma del juicio, se descubrirá ser perversa y tortuosa. El orden de la disputa establecida ciertamente pide que lo hagamos.

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CAPÍTULO SEGUNDO. Pondérase la sentencia de Descartes

sobre el Criterio.

I. Descartes sigue una vía torcida de búsqueda.

Antes de proponer Descartes su sentencia sobre la norma de la verdad, antepuso varias cosas que son tales, que instruidos y prevenidos por ellas ya no podamos encontrar ningún criterio. Porque primero nos advirtió que dudásemos del todo de todas las cosas, porque estamos complicados en una gran perversidad de opiniones desde el mismo inicio y hemos tomado el error con la leche de nuestras nodrizas; porque a menudo experimentamos que erramos por nuestros sentidos y nuestra razón; y porque no sabemos si Dios acaso nos hizo tales que siempre erremos, aún en las cosas más notorias. A continuación, después de habernos llevado a una gran duda de todas las cosas y hasta a tenerlas por falsas, nos manda admitir muchas cosas como si no estuvieran interferidas por ninguna duda y estuvieran exceptuadas de esta ley general del dudar. Como si de las tinieblas de una ignorancia crasísima de repente nos evadiéramos a una clarísima luz de verdad. Tales son estas cosas: que pensamos, que de que pensemos se sigue que seamos, que la mente es distinta del cuerpo, que nuestra mente nos es más conocida que nuestro cuerpo, que Dios existe, que Dios sería falaz si siempre erráramos, y muchas más cosas de éstas. Y una vez asumidas estas cosas, concluye que no puede ser que siempre erremos, y hasta que nunca lo falso nos será admitido por verdadero si tan solo asentimos a las cosas que percibimos clara y distintamente.

Es manifiesto cuán torcido es este orden de filosofar; porque si todas las cosas que caen bajo nuestros sentidos y nuestra razón deben sernos sospechosas de falsedad, entonces antes de asentir a ellas primero debe borrarse esta sospecha de falsedad, lo cual de ningún modo puede hacerse sino después de proponerse una norma de verdad. ¿En qué me haré más seguro de la verdad de una cosa, si primero no supiera qué es la verdad, cuál es la nota de la verdad, cuál el carácter, cuál el criterio con el que puede distinguirse de la falsedad? A todo asentimiento debió preceder una investigación de su norma. Porque como cuando alguien se dispone a construir un edificio primero ajusta la regla y la plomada, así antes de levantar este noble edificio de la Filosofía que versa toda en la percepción de la verdad, primero debes prepararte la norma de la verdad según la cual ajustarás

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todo lo que admitas en esta estructura. Pero al contrario Descartes, después de enseñar que todo debe referirse a la norma de la verdad, tarda en buscarla, y entre tanto admite muchas cosas sin ella, en las cuales piensa ya haberla encontrado. Y así ajusta a su edificio una norma, y no ajusta a una norma su edificio.

Responden los cartesianos que la misma norma de la verdad es una verdad, a saber, el argumento: “Yo pienso, luego soy”; y por eso Descartes debió admitir esta verdad en la que se contiene la norma de la verdad antes de usar de esta norma, porque yerran quienes piensan que la norma de la verdad es otra que la misma verdad, dado que esta norma no es ninguna otra cosa que la verdad misma conocida por sí.

No puede decirse nada más absurdo. Porque en todo enunciado hay necesariamente tres cosas: el mismo enunciado, la verdad del enunciado, y el carácter, o acta, de la verdad. Y estas tres cosas son completamente distintas. Porque como en el enunciado puede haber falsedad y verdad, y uno y el mismo enunciado algunas veces es verdadero y otras falso, es manifiesto que la falsedad y verdad son distintas del enunciado, como las cualidades lo son del sujeto. El mismo carácter de la verdad es otra cosa que la verdad misma, y por eso se discierne de la falsedad como la nota de una cosa es distinta que la cosa notada.

Pero los cartesianos confunden estas tres cosas. Porque demos por verdadero el argumento “Yo pienso, luego soy” en el que se contienen tres enunciados, y demos su verdad por conocida por sí misma. Ciertamente una cosa es la verdad de este argumento y otra el argumento mismo; pero la verdad de este argumento, de dondequiera que sea conocida, debe ser ciertamente conocida por su carácter o criterio, esto es, por ciertas notas con las que se distinga de la falsedad. Porque cuando buscamos el carácter de la verdad, los cartesianos erradamente nos presentan la verdad misma, y hasta el enunciado en que se encuentra la verdad. ¿Pero con qué derecho lo atribuyeron al enunciado, o argumento “Yo pienso, luego soy” y no al enunciado “El todo es mayor que su parte” ni otros enunciados cuya verdad es conocida por sí? ¿Por qué el enunciado “yo pienso, luego soy” será la norma de la verdad del enunciado “el todo es mayor que su parte” en vez de que de la verdad de éste se juzgue la verdad de aquél? Y por añadidura, si estos dos enunciados nada tienen en común, ¿cómo la verdad de uno puede discernirse de la verdad del otro?

Además, si toda verdad, conocida o por sí o por otra cosa, debe estar signada por este carácter de verdad por el que se distinga de la falsedad, pero este carácter mismo también es la misma verdad, esta

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verdad secundaria también lleva su propio carácter de verdad, esto es, otra verdad: y así hasta el infinito. Descartes ciertamente falló por lo menos en eso, porque cuando investigaba el criterio de la verdad en su Discurso del Método, claramente manifestó que, habiendo percibido la verdad del enunciado “Yo pienso, luego soy”, buscó en qué estuviera puesta aquella verdad. Cuando reconoció no haberla percibido por ninguna otra nota que por su insigne perspicuidad, creyó poder tomar por regla general todo lo que concebía muy lúcida y distintamente ser verdadero20. Quiere que el criterio sea, no un enunciado ni la verdad de un enunciado, sino la perspicuidad.

II. Buscando el criterio es poco coherente consigo.

Tan poco coherente consigo es, que en la misma parte del mismo libro de los Principios en que había instituido este orden de filosofar, y también en otros lugares, dio leyes enteramente diferentes para buscar la verdad21 . Porque nos manda que, habiendo primero depuesto nuestros prejuicios, atendamos a las nociones que tenemos ínsitas y admitamos por verdaderas al menos las que percibimos clara y distintamente, hecho lo cual, dice, sabremos que somos porque pensamos; luego que Dios existe y que nosotros dependemos de él y que de este conocimiento de Dios nos vendrá el conocimiento de todas las demás cosas cuya causa es Él.

Advertid cuán poco éstas cosas concuerdan con las leyes presentadas arriba. En la apertura de su obra Descartes había argumentado así: “Yo pienso, luego soy; —tengo impresa en la mente la idea de Dios, luego Dios es; —Dios no puede engañarme, luego las cosas que percibo clara y distintamente son verdaderas”. Ahora invierte la argumentación y disputa así: “Las cosas que percibo clara y distintamente son verdaderas; —percibo clara y distintamente que pienso y que el que piensa es necesario que sea, luego soy; —percibo clara y distintamente tener impresa la idea de Dios, luego Dios existe”. Del hecho de que la percepción clara y distinta es verdadera, colige que él y Dios existen; pero poco antes había colegido del hecho de que existe él y existe Dios, que la percepción clara y distinta es verdadera. En lo cual disputa por modo diállelon, o circular. Es como si dijera “Pedro es un hombre, luego Pedro es un animal racional” porque antes había dicho “Pedro es un animal racional porque Pedro es un hombre”.

                                                                                                               20 Descartes, De Method. § 4. 21 Descartes, Princip. Part 1. § 75. — De method. § 2.

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La respuesta de los cartesianos a estas objeciones es muy graciosa: aquí no hay ningún círculo, sino sólo un modo dual de argumentar: el anterior, que llaman análisis, y el posterior, que llaman síntesis. Estas cosas dichas confiadamente pueden afectar a mentes de niños, pero no a las de quienes han examinado qué es la razón analítica y sintética. Los filósofos llaman análisis al progreso de la mente de una verdad singular conocida a una universal desconocida; síntesis, el progreso de la mente de una verdad universal conocida a una singular desconocida. Descartes usó la primera cuando del conocimiento de su pensamiento ascendió al de su existencia, y de esta a la distinción de alma y cuerpo y de allí a la existencia de Dios; finalmente por este último escalón llegó a conocer que todo lo que él percibiera clara y distintamente, es verdadero.

Veamos ahora si por síntesis él invierte o pervierte este orden. Él estableció ante todo que es verdadero lo percibido clara y distintamente por nosotros; establecido lo cual conoceremos que existimos porque pensamos, y finalmente que Dios existe. Ahora bien, como la síntesis desciende de una verdad universal conocida a una singular desconocida, esta proposición “Todo lo percibido clara y distintamente por nosotros es verdadero” debe ser una verdad universal conocida, y “Dios existe” debe ser una verdad singular desconocida. Pero en contradicción con esto él escribió en su Discurso del Método: “Esto que asumí por regla, a saber, que todas las cosas que concebimos clara y distintamente son verdaderas, no son ciertas por ninguna otra razón que porque Dios existe” 22 . Y en su quinta Meditación: “Claramente veo que toda la certeza y verdad de toda ciencia depende de un conocimiento del Dios verdadero, al punto que antes de tenerlo no pudiera saber perfectamente nada de cosa alguna”. Por ende, dado que él quiere que del conocimiento de Dios dependa la verdad del enunciado “Todo lo percibido clara y distintamente es verdadero”, y dado que ningún conocimiento puede preceder a este, forzosamente Dios es más conocido que esta proposición. Por lo tanto no desciende de una verdad universal conocida a una singular desconocida, como lo pedía el método de la síntesis, y por ende no usó de síntesis.

Esto se clarificará con ejemplos. Quien muestra el camino a un campesino que va de su pago a París, hace aproximadamente lo que hace quien usa de análisis, llevando al hombre de lo singular conocido a lo universal desconocido. El que al parisino le muestra el camino por el que se va de París a este pago, hace lo mismo que quien usa de                                                                                                                22 Descartes, De Method. § 4.

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síntesis, porque de lo universal conocido va a lo singular desconocido. Este camino puede mostrarse en ambos sentidos, como que el camino puede caminarse yendo o viniendo y con la misma facilidad se puede ir de París al campo que del campo a París. Pero si alguien quiere mostrar a otro todos los lugares de algún gran edificio, primero llevará al hombre del atrio al salón, del salón al dormitorio, del dormitorio al recinto más secreto: de ningún modo partirá primero de lo íntimo de este recinto para ir de allí al dormitorio y de allí a la sala y de la sala al atrio. En efecto, primero hay que ir al atrio y a los demás lugares por orden hasta llegar al recinto más intimo.

Dicen tonteras los cartesianos cuando piensan confundir esta norma o criterio de la verdad con el análisis y la síntesis, que son vías para conocer la verdad. Porque lo que se busca es si Descartes admitió un círculo de razonamiento cuando investigó la norma de la verdad. Es de lo que lo acusamos, ya haya usado de análisis o —como pretenden— de síntesis. En esta falta suya no hay ninguna conexión del análisis y la síntesis con la norma de la verdad.

III. También es poco coherente consigo asignando el criterio.

Si una vez exploradas las vías por las que Descartes establece ir investigamos su sentencia sobre el mismo criterio de cuyo conocimiento depende toda la Filosofía, encontraremos que disputa sobre la materia de manera igualmente inconstante, oscura y confusa, sin la firmeza y exactitud que pedía la dignidad del asunto. Porque después que le pareció haber demostrado, al tratar de los principios de la filosofía23, que no estamos hechos para errar siempre, de allí coligió que era cierto que nunca admitiremos lo falso por verdadero si tan solo asintiéremos a lo que percibimos clara y distintamente; luego, en el resto de la obra y en otros escritos expone esa percepción clara y distinta como norma certísima y única de la verdad, a partir de la cual evalúa hasta el poder de Dios. Pero antes de configurar esta norma a partir del conocimiento de Dios, había juzgado deber admitir muchas cosas por la razón de que son conocidas por luz natural, y con perspicuidad, y por sí mismas. He aquí, pues, otros criterios de Descartes: la Luz natural, la Perspicuidad, y el Conocimiento tomado de la cosa misma. Además por momentos usa como criterios otras cosas, que ahora paso por alto.

                                                                                                               23 Descartes, Princip. Part 1. § 43.

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IV. Distingue la percepción clara y distinta de la luz natural y de la perspicuidad tomada generalmente, y del conocimiento tomado de la cosa misma.

De aquí resulta manifiesto que Descartes juzgara que esta percepción clara y distinta fuera otra cosa que la luz natural, porque de la luz natural colige muchas cosas antes de decretar y probar que deben tenerse por verdaderas las cosas que percibimos clara y distintamente. Distingue abiertamente lo uno de lo otro cuando enseña que la luz natural no puede alcanzar ninguna cosa que no sea verdadera en la medida en que es alcanzada por esta luz, esto es, en la medida en que es percibida clara y distintamente24. De donde resulta que la luz natural es lo que alcanza la cosa confrontada, en cambio la percepción clara y distinta es la acción por la cual la cosa es alcanzada por la luz natural. Como si la luz natural fuera el criterio per quod (por el cual) y la percepción clara y distinta, el criterio secundum quod (según el cual).

Con todo, algunos seguidores de Descartes, ya porque no vieran el pensamiento de su dictador o porque no probaran o no se atrevieran a referir sus vistas, no distinguieron la luz natural de la percepción clara y distinta. Lo que se ve es que proponen la perspicuidad como algo general que debe estar en todas las cosas que conocemos para que merezcan ser tomadas por verdaderas, ya sean conocidas por nosotros por percepción clara y distinta, o por razonamiento, o por sentido, o de cualquier otro modo. Pero el conocimiento de las cosas tomado de las mismas cosas, que Descartes tiene por regla de verdad, es esta misma perspicuidad , inherente sólo a las cosas que conocemos por luz natural hasta donde las conocemos. Así creemos poder interpretarse apropiadamente el pensamiento de Descartes, usando de conjeturas y sospechas en un asunto oscuro y no bastante explicado. Pero la atención, que los cartesianos predican en todos sus libros que es tan necesaria para percibir lo verdadero, es una afección del alma que se concentra agudamente en la cosa que quiere conocer, dejando de lado las demás.

V. La luz natural de Descartes no es un criterio cierto.

Ahora ponderemos cada cosa por su cuenta. Descartes definió la luz natural como “la facultad de conocer dada por Dios a nosotros”; de donde se sigue que son conocidas por nosotros por la luz natural cualesquier cosas que conocemos por la facultad de conocer que Dios

                                                                                                               24 Descartes, Princip. Part 1. § 30.

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nos dio25. Pero todo lo que conocemos, lo conocemos por la facultad de conocer que Dios nos dio. Por lo tanto, todo lo que conocemos, lo conocemos por la luz natural. Lo cual es muy absurdo. Entonces, ¿por qué nota distinguiré esa luz natural, de la luz no natural, o la luz directa de la naturaleza de la luz oblicua o refleja del arte, o la luz pura de la naturaleza de la luz impura del error? Lo que los hombres ven y suponen ser verdadero a la primera intuición de la mente, ¿eso dirán que es conocido por la luz natural? ¿Quién soy yo para saber que los hombres la ven con la primera intuición de su mente? ¿Quién soy yo para decir que la ven y reconocen todos los hombres, o si hasta este día hay algo que los hombres hayan recibido con tan grande consenso, que nadie lo repudiara? ¿Qué es más conocido a un hombre que que existe y que es un hombre? Pero Demócrito dudaba existir, y Sócrates ser hombre. ¿Qué ha sido más explorado que que el todo es mayor que su parte, o que los demás principios de los geómetras? Y con todo muchos los pusieron en duda, y el mismo Descartes nos mandó tenerlos por falsos.26

Mal que mal, concedamos que puede discernirse fácilmente el conocimiento adquirido por la luz natural: ¿con qué argumento puedo saber que son verdaderas las cosas que conocemos por la luz natural? Descartes dice: Dios sería engañador. Y sigue peleando con una espada roma, que ya tantas veces hemos embotado. Por fin, si es sabido a Descartes que Dios puede hacer que dos más dos no sean cuatro, si nos figuramos que Dios hizo eso que puede hacer, será falaz la luz natural por la que conozco que dos más dos son cuatro. Por lo tanto no puede ser cierto este criterio, si puede ser falso.

VI. Tampoco es un criterio seguro su percepción clara y distinta.

Retirada la creencia en esta luz natural, tampoco hay por qué creer en la percepción clara y distinta, porque a esta percepción Descartes la da a creer a partir de muchas proposiciones que él pretende que son conocidas por la luz natural y hasta a partir de la misma luz natural. Porque dice: “a toda alma le está impreso por naturaleza que cuantas veces percibimos algo claramente asintamos a ello espontáneamente, y de ningún modo podamos dudar que es verdadero”27. Por lo tanto, como la luz natural nos puede engañar, también la percepción clara y distinta. Pero inspeccionemos más de cerca este criterio.                                                                                                                25 Descartes, Princip. Part 1. § 30. 26 Descartes, Princip. Part 1. § 5. & 13. 27 Descartes, 1.§ 43-44 De Meth.

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VII. Qué es una idea según Descartes.

Descartes pretende que percibimos una cosa clara y distintamente cuando tenemos en el ánimo una idea clara y distinta de la misma. Aunque él usa muy frecuentemente el nombre de idea, nunca explicó abiertamente qué significa, aunque muchos se lo rogaran: como si no tuviera una idea suficientemente clara y distinta de idea.

Los estoicos llamaban a las ideas ennoémata, es decir, percepciones de nuestra mente. Pasaré por alto ahora las ideas de los platónicos. El grueso de los filósofos sólo pone el nombre de idea a la primera percepción de la mente, llamada aprehensión en las escuelas. A veces Descartes retiene esta significación, y llama idea a la acción de la mente que se aplica a las imágenes de las cosas, o a algún modo de pensar; pero a veces llama idea a la imagen de la misma cosa, signada no en la fantasía sino en el ánimo, y dice que a ésta conviene propiamente el nombre de idea. A esas ideas o imágenes de las cosas, las divide en tres: unas son adventicias, como es la idea del sol admitida en la mente una vez visto el sol; otras son facticias, como es la idea de la sirena, del centauro, de la quimera, y otras son naturales, como la idea de Dios, la mente, el pensamiento, la verdad, el triángulo, el número, y otras cosas tales.

Así y todo, en otras partes él llama idea no sólo a las imágenes de las cosas singulares, sino también a la comparación de esas imágenes, que es la segunda operación de la mente y comúnmente se llama juicio. A veces, además, dice aplicar ese vocablo a todas las cosas que podemos tener en la mente, y por ende al raciocinio, que es la tercera acción de la mente. Y llama idea clara a la que está presente y abierta a la mente atenta, como decimos que vemos claramente aquellas cosas que están presentes al ojo que mira correctamente y que lo afectan fuerte y abiertamente. Llama idea distinta a la que está tan separada de toda otra idea, que no contiene ninguna otra cosa sino lo que en ella se percibe claramente. Por lo tanto, como Descartes dice que el nombre de ideas significa no sólo las imágenes de las cosas impresas en la mente o la percepción de esas imágenes —en la que consiste la primera operación de la mente— sino también la comparación de esas imágenes —en la que consiste la segunda— y también la combinación de las comparaciones —en la que consiste la tercera—, por eso por fin reduce su sentencia a que la norma de la verdad es cualquier operación de la mente y también las imágenes de las cosas impresas en la mente, con tal de que les esté adjunta la perspicuidad y estén separadas de las ideas de todas las demás cosas que no son la idea que está en la mente. Y dice que esta norma es tan cierta y tan fiable, que todo lo que

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concierte con ella no puede en modo alguno ser falso, y es una llana contradicción que no sea verdadero.

VIII. Rebátense los argumentos con que Descartes intentó probar que la percepción clara y distinta es un criterio cierto.

Si buscas con qué argumentos él prueba estas cosas, encontrarás el mismo que ensayó para hacer creíble la luz natural: que Dios adjuntó a la idea perspicuidad y luminosidad, pues si faltaran, Dios sería falaz. Es superfluo demostrar de nuevo la futilidad de este argumento tantas veces expuesta. A esto añade que es ley de la naturaleza impresa en todas las almas que espontáneamente asintamos a las cosas que percibimos claramente y de ningún modo dudemos que son verdaderas. Así otorga credibilidad a la percepción clara y distinta por la luz natural, o sea, a lo incierto por lo cierto. Antes, en el Discurso del Método, repasando los escalones por los cuales llegó al conocimiento del argumento “yo pienso, luego soy”, añadió luego haber observado que éste no le pareció verdadero por ninguna otra causa que porque le parecía clarísimamente que era verdadero, y que por ende de aquí creó la regla cierta y constante de que es verdadero lo que él percibe clarísimamente como verdadero, y por ende estableció la regla constante y general de que es verdadero lo que se percibe clara y distintamente. Pero nosotros a partir de allí podemos establecer otra regla por lejos más cierta: no asentir temerariamente a lo que nos perece percibir clara y distintamente, ya que hemos probado que el argumento “yo pienso, luego soy”, que al hombre agudo Descartes le pareció percibir clara y distintamente, es vano e incierto.

IX. Impúgnase este criterio con argumentos. Primer argumento.

Ahora es facilísimo mostrar cuántas cosas absurdas se siguen de este criterio. Primero, consta que de las ideas verdaderas algunas me parecen más claras y distintas, y por ende algunas ideas, aunque sean verdaderas, tienen algo de oscuridad y confusión. Porque les falta la claridad y luminosidad que son superadas por la claridad y luminosidad de otras ideas. Pero donde no hay claridad y luminosidad, es fuerza que haya oscuridad y confusión. También consta que de las ideas falsas hay algunas que tienen algo de perspicuidad y luminosidad. Consta por fin que de algunas ideas que a los hombres les parecen dotadas de igual claridad y luminosidad, hay algunas que no son percibidas igualmente por los demás hombres, sino algunas más clara y distintamente que otros, como uno ve más claro que otro, comparados según Descartes. Y Descartes mismo no negará esto,

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como que enseña que los axiomas que se llaman nociones comunes no son percibidos igualmente por todos28. Ahora bien, dado que puede encontrarse la claridad y luminosidad con la falsedad, y la oscuridad y confusión con la verdad, se sigue que la claridad y luminosidad no pueden ser la norma de la verdad.

Si dices que no toda claridad y luminosidad, sino la luminosidad que es ilustre y espléndida es la norma de la verdad, pregunto qué grado de claridad y luminosidad debe obtener la idea para poder ser tenida como digna de asentimiento. Porque si dices que el grado supremo, muchas ideas verdaderas no serán tenidas por verdaderas, a saber, aquellas en las que dijimos que hay algo de oscuridad junto con luminosidad. Además, como nada es tan verdadero que todos lo tengan por tal, ninguna idea es tan clara y distinta, que no parezca contener algunos aspectos de oscuridad y confusión, razón por la cual ninguna idea tendrá el sumo grado de perspicuidad y luminosidad, por lo que tampoco habrá que darle ningún asentimiento. Si en una idea no puede haber tanta perspicuidad y luminosidad que no pueda añadírsele algo, la duda no puede retirarse tanto que no quede alguna parte de ella. Porque cuanto crecen la perspicuidad y luminosidad, tanto decrece la duda, y a la inversa crece la duda a la medida de la oscuridad. Pero mientras quedare apenas un poquito de duda, estará puesta en la incertidumbre la verdad que se nos había mostrado y prometido con tanta certeza y afirmación.

X. Segundo argumento.

Por añadidura, si la perspicuidad y luminosidad de las ideas es la norma cierta de la verdad, todo lo que a Descartes le pareció verdadero, debió haber sido percibido clara y distintamente por él. Pero él tuvo por verdaderas algunas cosas que confesó que no le habían sido bastante percibidas, como la división de las partículas de la materia; algunas que más tarde le fueron conocidas como falsas, y no pocas que fueron reprendidas y refutadas por sus seguidores según el criterio de la percepción distinta, y muchas otras que fueron reprendidas y refutadas por otros. Los cartesianos también disienten entre sí, y usando la misma norma de verdad sostienen sentencias contrarias y contradictorias. Por lo tanto, o bien perciben clara y distintamente cosas falsas, de donde se sigue que la percepción clara y distinta no es criterio cierto de la verdad, o bien no aplican esta norma para explorar todas sus opiniones, y por ende no la tienen por criterio

                                                                                                               28 Descartes, Princip. Part 1. § 45. & Princip. Part. 1. § 50.

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cierto y necesario. Así pues, ni puede admitirse la doctrina de ellos, en cuanto no examinada por alguna norma cierta de verdad; ni tampoco sabemos suficientemente si esta sentencia de ellos sobre el criterio fue percibida clara y distintamente por ellos.

XI. Tercer argumento.

En las Meditaciones, donde Descartes constituyó el alcázar de toda su doctrina, él también enseña que está hecho por la naturaleza de tal modo que mientras perciba clara y distintamente que algo es verdadero, no pueda no creerlo verdadero; y sin embargo añade continuamente que puede creer haber sido hecho por la naturaleza de tal modo que a veces falle en cosas que percibe clara y distintamente. Ahora bien, estas cosas pugnan entre sí. Porque si él está hecho por la naturaleza tal que no pueda no asentir a aquellas cosas que percibe clara y distintamente, ¿cómo puede creer estar hecho por la naturaleza tal que a veces falle en las cosas que percibe clara y distintamente? Porque si cree eso, tendrá causa para dudar de aquellas cosas que percibe clara y distintamente. Y si duda de ellas, deja ciertamente de asentir a ellas. Y si puede dejar de asentir a ellas, no está hecho por la naturaleza tal que no pueda no asentir a ellas. A esto añádase que si él está hecho por la naturaleza tal que percibiendo clara y distintamente que algo es verdadero no pueda no creerlo verdadero, como al inicio de su Filosofía instituyó tener por falsa cualquier cosa que le pareciera verísima, emprendió algo superior a las fuerzas de su naturaleza, porque lo que le parecía verísimo, lo percibía clara y distintamente, si la percepción clara y distinta es la norma de la verdad. ¿Y cómo pudo tener por falsas las cosas que no podía no tener por verdaderas?

XII. Cuarto argumento.

Aquí vale también el argumento que ya presentamos arriba: siendo así que Descartes enseña, y mucho más decididamente sus seguidores, que Dios puede hacer que sean verdaderas las cosas que por una percepción clarísima nos parecen ser falsas —como que una misma cosa sea y no sea al mismo tiempo, que dos más dos no sean cuatro, que el todo no sea mayor que su parte— también puede darse que la percepción clara y distinta no sea la norma de la verdad. Pero mal puede tenerse por norma de verdad la que no puede serlo. Por lo tanto, la percepción clara y distinta no ha de tenerse por norma de la verdad.

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XIII. Quinto argumento.

Por fin, si yo le preguntara a Descartes de dónde sabe con certeza que dos más dos son cuatro, responderá saber con certeza que eso es verdadero por percibirlo clara y distintamente. Ahora bien, si nuevamente le pregunto de dónde sabe con certeza que es verdadero lo que percibe clara y distintamente, forzosamente responderá que sabe con certeza que es verdadero lo que percibe clara y distintamente porque percibe eso mismo clara y distintamente. Insistiré y le preguntaré por donde está cierto de que es verdadero lo que percibe clara y distintamente en razón de que percibe clara y distintamente que es verdadero lo que percibe clara y distintamente, seguramente no podrá responder otra cosa sino que percibe eso mismo clara y distintamente. Por lo tanto, o bien la percepción clara y distinta será creíble por sí misma, y así se admitirá un círculo, o bien la percepción clara y distinta necesitará otra percepción de donde obtenga su credibilidad, y así se continuará hasta el infinito.

XIV. Ni la perspicuidad ni la noticia tomada de las cosas mismas son criterios seguros.

Empero, si ni la Luz natural ni la Percepción clara y distinta son criterios ciertos de la verdad, con esto mismo pierde credibilidad aquella perspicuidad que Descartes quiere que sea la acompañante que esté adjunta a todas las cosas que de algún modo conocemos para que sean tenidas por verdaderas. Porque si los sentidos, y la mente, y las operaciones de la mente, y las ideas y percepciones claras y distintas de las cosas, y la luz natural, son instrumentos falaces para conocer la verdad, entonces, por mucha perspicuidad que les adjuntes, no se harán ciertas para nada. Es lo mismo que blanqueando una pared resquebrajada de ningún modo se la hace más firme. Pero la noticia de las cosas tomada de las cosas mismas es una especie de la perspicuidad, en nada puede tenerse por más cierta que la perspicuidad. Sobre todo cuando en el mismo vestíbulo de la Filosofía Descartes nos había avisado que nos desprendiésemos de esta noticia tomada de las cosas mismas, y de la perspicuidad, como indicios poco seguros de la verdad.

XV. Rebátense los preceptos de Descartes para conocer lo verdadero.

Si ahora pasamos al arte y razón y a los preceptos para conocer la verdad enseñados en el Discurso del Método por Descartes, parecerán

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resbaladizos e inciertos, aunque se jacte de que “no tienen menor certeza que la aritmética”. Porque el primero es éste: que nada debe ser admitido por verdadero sino lo que es conocido con certeza y evidencia. En lo cual es manifiesta una petición de principio; lo mismo que si dijera que para conocer lo verdadero con certeza, hay que conocer con certeza que es verdadero. Y después, ¿quién soy yo para poder estar cierto, por fin, de que percibí algo distintamente? El mismo Descartes reconoce que esto no carece de dificultad. Además, ¿de dónde sabe que es verdadero lo que le parece verdadero con certeza y evidencia? Porque muchos artículos de su doctrina que a él le parecen verdaderos con certeza y evidencia, a mí con certeza y evidencia me parecen falsos. ¿Cuál de estas percepciones, por fin, será el criterio cierto de la verdad?

En su segundo precepto manda dividir la cuestión propuesta en tantas partes cuantas pide la investigación de la cosa buscada: en lo cual nuevamente hay una petición de principio. Porque para que sepas cuánta división requiera la cosa buscada, debes conocer la cosa buscada. Así, pues, para conocer la cosa buscada, hay que establecer una división en partes: pero para establecer una división en partes, la cosa buscada ha de conocerse. Y no es más útil el tercer precepto, por el que manda a la mente progresar de las cosas más simples a las compuestas, y de las más fáciles a las más difíciles, por grados. Porque ninguna cosa es tan simple, que su conocimiento no dependa de infinitas cosas; ninguna es tan fácil de conocer, que puedas saber por cierto que la conoces; ninguna en cuyo conocimiento no haya siempre una dificultad suprema e ineluctable. La cuarta ley la define en que hay que revisar las partes singulares de la cuestión tan atentamente que estemos seguros de no pasar nada por alto. Ahora bien, para estar seguro de que en la división y revisión de las partes no pasé nada por alto, debo conocer el todo; y de nuevo, para conocer el todo, debo conocer las partes. Y así recaemos en el modo diállelon, que es inútil e inepto para el conocimiento de la verdad.

Tampoco quiero invalidar que en estas reglas hay algo de utilidad y comodidad para el uso común de los estudios y la vida. Porque, ¿quién no las aplica al tratar de disciplinas ordinarias, o en doctrinas más recónditas, como la geometría y la aritmética? ¿Quién, a menos de ser llanamente loco y tonto, tomará una cosa desconocida por verdadera en la rutina diaria de la vida? ¿Qué juez de corte intentará desatar todos los nudos de una cuestión perpleja e intricada no uno por uno sino todos de golpe? ¿Qué maestro de trivium enseña al discípulo a leer todas las palabras antes de haberlo imbuido del conocimiento fácil de

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las letras singulares? ¿Quién, instruyéndolo de esta doctrina de niños hasta un conocimiento parcial de sus elementos, le prometerá la recta lectura de palabras enteras? Éste es un camino trillado y propio del populacho simple. Pero que con eso se vaya a la noticia cierta de lo verdadero, lo negamos por completo.

XVI. Es vana la atención que los cartesianos quieren que se aplique para percibir lo verdadero.

Tampoco hay que pasar por alto la costumbre de Descartes y los cartesianos por la cual, para ganar fe para sus dogmas, mandan que la mente no sólo se desprenda de opiniones anteriores sino que también se retire de la participación de los sentidos y se fije toda en sus paradojas en el perfecto silencio de sus afecciones (según la fórmula que usan para hablar). Aseveran que de hacerse así, veremos nuestras ideas clara y distintamente y percibiremos la verdad certísimamente; y no disentirá nadie sino quien no sepa componer su mente y carezca de atención. Y esto les importa tanto, y quieren que nos importe tanto, que a menudo usan este único argumento para defender sus opiniones y confutar a los adversarios: hasta el punto de imponer la Atención como el Criterio del Criterio.

Desde luego, dicen que la percepción perspicua es la norma de la verdad; y que de esta Percepción clara y distinta la norma es la Atención: porque quienquiera que estuviere atento percibirá las cosas clara y distintamente; y quienquiera que percibiere las cosas clara y distintamente, tendrá la verdad. Claro, hasta entonces el orbe Filosófico había ignorado aquel arcano de que para que una cosa sea percibida con la mente, la mente ha de atender a ella. Sí, hasta entonces la verdad se nos había escapado porque cuando la hubiéramos inquirido nos habríamos ocupado de otras cosas con una mente vaga y descuidada. Hasta que por fin existió Descartes para recordarnos que recogiéramos nuestra mente y atendiéramos. Pues así lo hacemos, y de buen grado, y exploramos su Filosofía con una mente aguda y atenta. Y los únicos fruto que nos constan de esta diligencia son estos: que juzgamos dicha Filosofía digna de rechazo, y a los cartesianos necesitados de ser excitados a la Atención que predican; —que lo que por cierto sucederá es que si aplicaran un estudio y un cuidado igual al nuestro al filosofar, percibirían enseguida las fallas de su doctrina, y entenderían que una cosa es imaginarse visiones vanas y seguir los errores de una mente volátil, y otra cosa es aplicar la mente; —por fin, que al Filósofo le conviene en sumo grado “en su saber no levantarse más alto de lo que debe, sino contenerse

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dentro de los límites de la moderación”29, y poner límites a la mente que se derrama fuera de las metas de la razón, no sea que acaso la excesiva Atención estalle en sueños y delirios.

XVII. Descartes pone duda al comenzar su Filosofía y pone confianza al avanzar.

Y es ciertamente sorprendente que existiera un Filósofo que para evitar errores y alcanzar la verdad fuera tan vacilante, circunspecto y dubitativo al comenzar y tan confiado y audaz al avanzar: que el mismo que abiertamente dudara acerca de qué era y acerca de si era en absoluto y quisiera que tuviéramos por falso que dos más tres dan cinco, después, por autoridad suya y sin ningún argumento, nos mandara admitir sentencias repugnantes a la opinión común de los hombres; y sea tan liviano e inconstante, que habiendo negado fe a los principios matemáticos enseguida pronunciara que hay verdad en la probabilidad. Porque enseñó que varios argumentos probables contienen la fuerza de un argumento certísimo; enunciado que, aunque haya de admitirse en el uso de la vida, ha de rechazarse completamente por la Filosofía como fuente y seminario de todos los errores. Porque si en toda probabilidad hay algo de incierto, en muchos argumentos probables habrá más de incierto. Pero cualquier argumento en el que haya algo de incierto no puede en absoluto ser certísimo.

Fue más adelante: decretó que sin vacilar había que otorgar fe no solamente a la Percepción clara y distinta de la mente, sino también al recuerdo de esta Percepción, llevado únicamente por este argumento solemne, ya refutado, de que si fuera de otro modo, Dios sería engañador. Porque, ¿qué hay de más falaz que la memoria? ¿Cuán frecuentemente malgastó la confianza prometida? ¿Cuántas cosas parecimos percibir clara y distintamente en la niñez que después, hechos adultos, recordábamos haber sido percibidas clara y distintamente por nosotros de niños y que enseguida conocimos que eran falsas? Y luego, siguiendo el mismo argumento, osa aseverar que cuantas cosas parecen a nuestra mente ser claras en sueños, son enteramente verdaderas. Y bien: en una noche de invierno, en sueños, me parecía claramente cortar rosas en el jardín: pues en el jardín corté rosas en una noche de invierno. Y, por cierto, no sorprende que el mismo que prestó confianza en los sueños que se le presentaron

                                                                                                               29 Rom. 12, 3.

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mientras dormía, quiera que nosotros prestemos confianza a los sueños que él fabricó despierto y vigilante.

Y así y todo, Descartes tuvo tanta confianza en sus opiniones, que se jactó de no haber admitido por verdadero nada que no fuera más cierto y claro que los Epiqueremas de los Geómetras; —de que sus opiniones eran hasta tal punto evidentes y ciertas, que, si tan solo fueran rectamente entendidas, en adelante eliminarían todas las causas para disputar; —por fin, de que las cosas naturales no podían tener otras causas de su origen que las propuestas por él. Aunque esto último sólo se atrevió a aseverarlo vacilantemente, sin dudas con una conciencia amonestada por la mordedura de la verdad.

XVIII. Cómo los cartesianos superaron su autoconfianza.

Y justamente esta autoconfianza de Descartes impelió a los Cartesianos a una temeridad tan desenfrenada y precipitada, que muchos de esta grandilocuente grey no se ruborizaron de escribir que lo que quiera que conozcan es verísimo, y lo que quiera que tengan en la mente, todo existe fuera de la mente: lo cual en alguna parte excedió al mismo Descartes. Pero eso merece esta calificación: que ya no sé qué es disparatar, si esto no lo es. Y, desde luego nos sería espléndido si se contuvieran dentro de su insania y delirios: pero enseguida mostraremos que ellos han violado frecuentísimamente no sólo las leyes de la Razón, sino también de la Fe.

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CAPÍTULO IV. Pondérase la sentencia de Descartes

sobre la existencia de Dios.

I. Expónese la sentencia de Descartes sobre la existencia de Dios.

La argumentación —o mejor dicho el malabarismo— de Descartes sobre la existencia de Dios ahora exige por orden nuestro examen. Helo aquí. Dice: No hay ningún hombre que, si puede o quiere examinar bien su mente y desplegar las nociones de la misma, no descubra en ella una espléndida e insigne idea innata de una cosa infinita, eterna, inmensa, omnipotente, omnisciente e infinitamente perfecta que llamamos Dios. Además, esta idea, como contiene en sí toda prestancia y excelencia y no le falta nada de lo que hace a la perfección suma, no pudo venir a nosotros desde las cosas externas por el nuncio de los sentidos, pues es desemejantísima de aquellas cosas que son fluidas, mudables y caducas. Por otra parte tampoco la hemos forjado nosotros, porque, ¿qué hombrecillo estúpido, débil, mortal, obtuso de sentidos y embotado de ingenio, producirá una obra de lejos más noble y excelente que él mismo, como lo es esta idea? Por lo tanto ha de buscarse otra causa eficiente de esta idea de tan grande potencia, el cual, provisto de tan eximias dotes y de infinidad, eternidad, inmensidad y toda excelencia, haya podido producir esta obra. Pero como todos concuerdan en que por mucha prestancia que esté ínsita en una obra, tanta o más debe también estar ínsita en el autor —sin lo cual esta prestancia y estas eximias dotes no tendrían causa alguna por la que existan, cosa que ningún filósofo diría— se sigue que el autor de esta idea es infinito, omnipotente y sumamente perfecto. Además, como aquella cosa cuya idea tengo en la mente es infinita y sumamente perfecta, nada puede faltarle que se desee a la suma perfección y absolutidad. Por lo tanto aquella cosa, es decir Dios, existe, y existe necesariamente, siendo sin duda tan necesario que exista lo que es sumamente perfecto como lo es que en la figura que consta de tres ángulos estos equivalgan a dos rectos. Y no sería más fácil pensar una cosa infinita y perfecta que no exista, que tener en el ánimo la idea de una montaña sin la idea de un valle.

Para añadir fuerza a estos argumentos, la escuela cartesiana la ha encerrado y contraído en esta forma: Tengo en la mente la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta; pero aquella idea no puede proceder de otra parte que de una cosa igualmente infinita y perfecta;

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por lo tanto una cosa infinita y sumamente perfecta existe. Pero ésta es Dios: por lo tanto Dios existe. Síguese que todo aquello que percibo clara y distintamente que pertenece a una cosa cuya idea tengo en la mente, pertenece a aquella cosa en la realidad verdadera; pero percibo clara y distintamente que la existencia pertenece a la cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente; luego a la cosa infinita y sumamente perfecta —Dios— cuya idea tengo en la mente, le pertenece la existencia

II. Explórase la opinión de Descartes sobre la idea de la cosa infinita y sumamente perfecta que está en nosotros.

Aquí hay una gran disputa sobre la naturaleza de esta idea, porque de aquí pende toda la argumentación. Porque si ella no es de otra naturaleza que las demás ideas que están en nosotros, en vano se recurre a una causas sumamente perfecta e infinita. Ahora bien, el sustantivo “idea” tiene un significado ambiguo, porque o bien denota la acción de la mente por la cual pensamos, o aquello mismo que es objeto de nuestra mente y en lo cual pensamos. Y consta que la idea de la cosa infinita y sumamente perfecta que está en nosotros tomada del primer modo es algo finito e imperfecto, no pudiendo ser más perfecta que la mente misma de donde salió, la cual es imperfecta y finita. Pero en cuanto significa la imagen de una cosa infinita y sumamente perfecta, puesta de objeto a nuestra mente, en la cual pensamos, Descartes quiere que tenga tan grande dignidad y prestancia que no sólo supere de lejos la perfección de nuestra mente, sino que sólo haya podido salir de Dios. Porque aunque no podamos comprehender lo infinito con nuestro ánimo siendo finitos, igual él nos enseña que ciertamente podemos percibirlo; y habiendo en lo infinito dos cosas por considerarse —la cosa misma que es infinita y la infinitud que hay en ella—, él dice que percibimos ésta negativamente (valga usar, pues, palabras tomadas de las escuelas), o sea que en ella no aprehendemos ningunos términos, y que la cosa misma la percibimos positivamente, bien que no adecuada ni perfectamente. Y al modo como podemos tener la idea de un triángulo aunque no sepamos todo lo que puede saberse de él, así, aunque no tengamos en el ánimo toda la inmensidad de lo infinito perfectamente comprehendida, igual tenemos la idea clara y distinta de lo infinito y lo percibimos todo, buen que no totalmente ni partiendo de toda parte suya. Como mirando al mar desde la costa, aun sin ver toda la amplitud del mar, vemos verdaderamente el mismo mar.

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III. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta, es finita e imperfecta.

Disertando así Descartes seguramente se degolla con su misma espada. Porque si la infinitud de una cosa infinita no puede percibirse sino negativamente y lo infinito mismo aún siendo percibido positivamente no puede serlo adecuada y perfectamente, ciertamente la idea de la cosa infinita y de la infinitud es finita. Porque, ¿qué es percibir una cosa negativamente sino percibir lo que no es, o, como habla el Pseudo-Dionisio30 y otros teólogos, conocer por vía de eminencia y negación?31 Por lo tanto si Descartes reconoce que la infinidad no puede percibirse sino negativamente, también es necesario que reconozca que puede saberse qué no es la infinidad, pero no qué es, y por ende que la idea de infinidad que está en nosotros sea propia no de de lo que es infinidad sino de lo que no es. Pero lo que no es infinidad es finito; de donde se sigue que la idea de infinidad que está en nosotros es finita.

Ya del hecho de que dice que la cosa infinita es percibida positivamente, aunque no perfecta y adecuadamente —esto es, que la idea de la cosa infinita que está en nosotros nos exhibe positivamente una cosa infinita aunque no nos exhiba adecuadamente todo lo que hay en la cosa infinita, se sigue que a esta idea le falta algo que hace a la perfección y absolutidad. Pero aquello a lo que le falta algo, es finito; de donde se colige manifiestamente que la idea que está en nosotros de la cosa infinita es finita. Y no lo ayuda a Descartes la similitud del triángulo. Porque un triángulo es una cosa finita, como el sol, un hombre, un árbol; y por eso puedo tener una idea suya. Pero siendo infinitas las propiedades del triángulo, como también las del sol, el hombre y el árbol, no puedo tener idea de ellas; porque no puede haber ninguna conveniencia ni proporción de lo infinito a mi mente que es finita. Y así tampoco puedo tener idea de una cosa infinita por lo mismo que es infinita, ni de sus propiedades; porque en mí sólo puede haber ideas finitas, pero la idea que es finita no puede ser de una cosa infinita y sumamente perfecta. Porque según Descartes las ideas son imágenes de las cosas; pero una imagen infinita no puede ser de una cosa infinita. Este hecho lo ilustra y confirma a las mil maravillas el ejemplo mismo del mar propuesto por Descartes. Porque si alguien mira desde una costa alguna parte del mar, en lenguaje ordinario se dice que ve el mar, pero impropiamente, pues la parte está tomada por el todo. En realidad no ve el mar, sino sólo una partecilla

                                                                                                               30 Dionys. De divin. nomin. libr. 1. c. 1. 31 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I, q. 84, a. 7, ad 3.

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suya a partir de la cual de ningún modo podría conocer la vastedad de todo el mar. Así, la visión de la partecilla del mar y la idea que nace de ella, si es comparada a la idea de todo el mar, se verá ser tal como es la parte al todo, a saber, manca, mutilada e imperfecta.

Como sin embargo hay alguna proporción de la partecilla del mar a todo el mar, puedo amplificar en mi ánimo la idea de la partecilla del mar hasta tal punto que pueda alguna vez, por fin, formar alguna idea igual a la plenitud de todo el mar. Pero no habiendo absolutamente ninguna proporción de lo finito a lo infinito, por mucho que me esfuerce en mi ánimo por amplificar la idea que es finita, nunca por ella expresaré en mí mismo ninguna noción de la cosa infinita: sólo podré en mi ánimo quitar fines a la cosa finita y extenderla más y más, de manera que a cuantaquiera amplitud se le añada otra amplitud y a ésta todavía otra, hasta que el ánimo, desfalleciendo en su esfuerzo, finalmente se detenga, no por cierto imponiendo un fin a aquella idea, sino reconociendo que caben en ella añadiduras siempre nuevas. Por lo tanto no percibe el infinito de otra manera que percibiendo que una cosa carece de fin.

IV. Es falso que lo finito se conozca a partir de lo infinito y no esto por aquello.

Por esto Descartes se auto-contradice diciendo que percibe lo infinito antes que lo finito, lo perfecto antes que lo imperfecto y a Dios antes que a sí mismo y que no de otra manera se percibe finito e imperfecto que comparado a lo infinito y perfecto. Porque con un gran aparato de dudas enseñó que la primera de todas las nociones es ésta: “Yo pienso, luego soy”. Pero esta noción es finita. Como seguidamente reconoce que la infinidad de la cosa infinita o aquello por lo que la cosa es infinita sólo es conocido negativamente, es necesario que la idea de esta cosa sea por cierto finita positivamente y que, quitados de ella los fines por la acción de la mente, lo que es finito positivamente se haga infinito negativamente. Y esto equivale a decir que la idea de esta cosa que es finita es considerada como no finita, pero no que es percibida como infinita.

Así, si miro el camino por el que se sale de París hacia el este, aunque sé que no es infinito, no le constituyo en el ánimo ningún fin; por lo cual lo miro, no como infinito, sino sólo como no finito, o, como habla Descartes, indefinido. Por lo tanto, como la infinidad negativa que adjuntamos a la idea se origina de la subtracción de los fines en los que estaba contenida esta idea, es seguramente perspicuo

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que lo finito no es percibido a partir de lo infinito, sino que, al contrario, lo infinito se percibe quitados los fines de lo finito.

Descartes cayó en lo mismo que trataba de evitar cuando añadió que para percibir una cosa infinita y sumamente perfecta basta que se entienda que ella no puede ser comprehendida por nosotros y que en aquella cosa hay cuantasquiera cosas sepamos estar dotadas de alguna perfección y prestancia e innumerables otras así que desconocemos. En esto confiesa abiertamente conocer que aquella cosa cuya idea tiene en la mente es infinita y sumamente perfecta comparándola con cosas finitas dotadas de alguna perfección. Recogida en uno la perfección de estas cosas y añadida la perfección de muchas otras cosas que ignoramos, surge en nosotros una idea que, bien que infinita negativamente, es positivamente finita.

También es fútil y capciosa otra argumentación con la que él defiende la novedad de esta paradoja. Dice: aquello por lo que lo infinito difiere de lo finito es algo real y positivo (refiero sus palabras). Pero aquello por lo que lo finito difiere de lo infinito —la limitación— es algo negativo, a saber, un defecto de ente. Pero no puede adquirirse el conocimiento de lo que es por lo que no es, conociéndose al contrario por lo que es lo que no es. De ahí resulta que se conoce lo finito por lo infinito, y no esto por aquello.

Reconozco que aquello por lo que lo infinito difiere de lo finito es algo real y positivo si se atiende a su naturaleza, pero si ello se refiere a nuestro conocimiento, no pudiendo la mente humana percibir lo infinito sino negativamente, aquello por lo que percibimos que lo infinito difiere de lo finito es sólo negativo, no positivo. Niego, sí, que la limitación sea un mero defecto o una mera negación, pues es una mezcla de algo positivo —es decir la misma cosa finita— y de algo negativo —es decir todas las cosas que se pueden añadir a la cosa finita y no se le añaden; pero mezclado de tal manera que en la idea de su limitación hay mucho más de positivo que de negativo. Como por ejemplo, mirando yo un círculo finito en su contorno, la idea de la circunscripción o limitación del círculo que formo con mi mente consta no tanto de la negación de una ulterior extensión cuanto de la nición del círculo encerrado dentro de los términos de su contorno. Porque el fin de una cosa es la cosa misma en cuanto no se extiende más allá. De modo semejante, cuando miro la circunscripción o limitación del número tres, no atiendo tanto a las infinitas unidades que se le pueden añadir cuanto a aquellas tres de las cuales solas consta este número. A esto se añade que el fin o la limitación de una cosa resulta no sólo del hecho de que aquella cosa carece de otras

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partes que podían añadírsele y no se le añadieron, sino también del hecho de que retiene sus partes que podían quitársele y no se le quitaron. Porque el número tres consta de tres unidades y es definido por ellas; no sólo porque no se añadieron otras unidades, sino también porque retiene aquellas tres unidades de las que consta. De ahí resulta perspicuo que la limitación no es meramente negativa, sino también positiva.

Expuestas estas cosas se resuelve fácilmente la compaginación del argumento cartesiano. Él dice que no se conoce lo que es por lo que no es, ni por ende tampoco la infinidad por la limitación, sino ésta por aquélla y por eso tampoco lo infinito se conoce por lo finito. Verdaderamente, si se miran las cosas en sí, tanto está en ellos lo que es finito como lo que es infinito; pero si son medidas a la medida de nuestro conocimiento —como debe ser, pues de eso se trata ahora— conocemos lo finito positivamente, pero lo infinito negativamente, y en la idea de limitación hay de lejos más de positivo que de negativo. Por esta razón, conociéndose según admite Descartes lo negativo por lo positivo y no esto por aquello, ha de decirse categóricamente de lo infinito como es percibido por nosotros de ningún modo es conocido lo finito.

En otra parte también Descartes traicionó esta paradoja suya y a sí mismo confesando muy en forma que para expresar en nosotros la idea de lo infinito basta percibir la cosa que carece de fines. Cuando después se le objetó esto, sorprendido en una manifiesta contradicción, trató de excusarla con bastante poco candor32. Por lo tanto, aunque esté bastante demostrado que es finita e imperfecta la idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta, así y todo ha de añadirse también esto: siendo la idea de Dios otra cosa que Dios mismo, si la idea de Dios es infinita y sumamente perfecta, se sigue que hay algo infinito y sumamente perfecto aparte de Dios, porque cualquier cosa que es infinita y sumamente perfecta es Dios: por lo tanto aparte de Dios hay otro Dios. Para no verse los cartesianos obligados a admitir esto, dicen que la idea que tienen de la cosa infinita y sumamente perfecta no es infinita y sumamente perfecta, sino sólo clara y distinta.

V. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta no es ni clara ni distinta.

Pero si la idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta es imperfecta e infinita, ciertamente tampoco

                                                                                                               32 Descartes, Epist. 15 et 16 tom. 2. p. 116 et 131.

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puede ser ni clara ni distinta. Porque siendo las ideas imágines de las cosas, como dije, aquella imagen que está en nosotros de una cosa sumamente perfecta e infinita no puede ser semejante a su ejemplar que es sumamente perfecto. Asimismo, siendo finita, no puede ser semejante a su arquetipo infinito, porque, ¿qué hay de más desemejante de lo perfecto que lo imperfecto, y de lo infinito que lo finito? Si alguna idea es desemejante de la cosa cuya idea es, ya podrá, sí, ser clara y distinta si la consideras en sí sola; pero si la comparas con el ejemplar en relación al cual está expresada, no puede ser ni clara ni distinta. Porque si la imagen de Sócrates no es muy semejante al mismo Sócrates pero sin embargo está pintada con destreza y elegancia, ciertamente esta pintura dará a los que la miren una noticia clara y distinta de sí misma, pero si la relacionas a Sócrates, no dará de él una noticia ni clara ni distinta.

De modo semejante, si alguien mira alguna parte del mar desde una costa o si, situado al pie de alguna montaña ampliamente visible la toca con la mano (ayuda usar ejemplos del mismo Descartes) sí sacará con su mente, de esta parte del mar que ve o de la partecilla de la montaña que toca una idea clara y distinta, pero oscura y confusa del mar o la montaña como un todo. Por la misma razón, entonces, de la imagen de lo infinito que es desemejante de lo infinito y no lo refiere perfecta ni exactamente, sí percibiré una noticia clara y distinta de la cosa finita que se forme en mi mente, pero eso no tiene nada que ver con lo infinito.

Seguidamente, para que yo sepa que en mí es clara y distinta la imagen de lo infinito, primero me toca conocer eso mismo clara y distintamente. Porque, ¿quién soy yo para poder juzgar con certeza de una imagen de Sócrates si nunca lo vi a él? Pero no teniendo yo ninguna noticia de lo infinito ni pudiendo tenerla, nada puedo estatuir como cierto de su imagen. Por esta razón el conocimiento de Dios siempre pareció muy abstruso y por lejos apartado de las mentes de los hombres, no sólo a los antiguos filósofos, sino también a todas las naciones. Esto está declarado frecuentemente por la testificación de los sagrados oráculos. “Puso entre tinieblas su asiento”33, dice el Salmista de Dios. Y nuevamente: “Rodeado está de una densa y oscura nube”34. También Pablo: “habita en una luz inaccesible, a quien ninguno de los hombres ha visto, ni tampoco puede ver”35.

                                                                                                               33 Psal. 96, 2. 34 Psal. 96, 2. 35 1 Tim. 6, 16.

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VI. La idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta puede proceder de otro lado que de una cosa infinita y sumamente perfecta.

Explicada y desecha la premisa mayor del argumento de Descartes, se derrumba por su propio peso la premisa menor por la que estatuye que la idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta no puede proceder de otro lado que de una cosa infinita y sumamente perfecta. Porque si esta idea de una cosa infinita y sumamente perfecta es ella misma finita e imperfecta, puede bien proceder de otro lado que de una cosa infinita y sumamente perfecta, y no es necesario que se le asigne una causa de mayor dignidad y prestancia que las demás cosas que son igualmente finitas e imperfectas. Y por cierto, si Descartes mismo hubiera practicado lo que tan a menudo nos demandó y exigió, y con atenta circunspección hubiera explorado las nociones de su ánimo, habría descubierto fácilmente que el origen y las causas de esta idea de Dios que está en nosotros pueden ser otros que los que él mismo consideró.

Porque es manifiesto que de la confusa cognición que está en nosotros de nosotros mismos y de otras cosas, la idea de Dios es in-formada y expresada κατά µετάβασιν, esto es, por transición, como habla Cicerón. Piensa como ejemplo que del hecho de que somos mortales quitamos mentalmente a Dios la necesidad de morir; del hecho de que somos corpóreos le sustraemos la masa de todo cuerpo; del hecho de que estamos sujetos a perturbaciones de ánimo y a vicios lo exceptuamos a Dios de estas cosas. Y si ya entendemos haber algo de bueno en nosotros o en otras cosas —belleza, fortaleza, inteligencia, conocimiento, virtud, felicidad— con el ánimo amplificamos estas cosas más y más y pensamos que más allá de lo que pudimos forjar hay por lejos muchas más cosas. Porque nuestro ánimo es finito y angosto, es necesario que este contenido formado dentro de nosotros se detenga lejos por debajo de la infinidad y sea muy oscura y confusa.

¿Conque dices entonces que no tenemos ninguna noticia de Dios? Sí que tenemos, y manifiesta, pero no sacada de la idea de Dios, sino recogida raciocinando, y a partir del consenso de todos los pueblos, y a partir del preclaro ornato y orden del mundo, y a partir de la que llaman existencia de las cosas y del movimiento de las mismas, y a partir de otros argumentos que fueron felizmente usados así por los filósofos antiguos como por los Santos Padres de la Iglesia. Porque del conocimiento de Dios que hemos recibido por la Fe aquí no tratamos. Además, cualesquiera que sean estos argumentos que he

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dicho, sí pueden persuadirnos de que Dios existe, pero no darnos un conocimiento exacto de lo que Él es y de cuál es su naturaleza, por la estrechez y oscuridad de nuestra mente.

VII. La realidad objetiva que hay en la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta viene toda de nuestra mente.

Por lo que se ha dicho se entiende que aquella realidad objetiva que hay en la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta viene toda de nuestra mente y que ni siquiera en parte suya alguna pende próximamente de la cosa que exhibe a nuestra mente. Para que esto se clarifique al máximo y se quite todo engaño de toda esta ficción, persigámoslo de cerca de Descartes, y, expliquemos la fuerza y naturaleza decantada de esta realidad objetiva de donde son sacadas maravillas tan especiosas.

Forme yo dentro de mi ánimo otro mundo totalmente diferente de éste nuestro: la realidad objetiva de aquel mundo no es otra cosa que la realidad de aquel mundo en cuanto objeto de mi mente. Exista o no, no estando en mi mente ni transmitiéndole nada, cualquiera que sea la esencia de aquel objeto de mi mente, es claro que no conviene para nada a este otro mundo y es producto de mi sola mente que compone así y finge tales cosas para sí misma. Y ciertamente —dice Descartes— la realidad objetiva de aquel mundo imaginario de la mente observante no es una absoluta nada. Lo reconozco perfectamente, porque cuando pienso de este otro mundo hay en mi mente otra cosa que cuando pienso en una quimera. Ahora bien, la nada no difiere de la nada, y así estas cosas, difiriendo, son algo. ¿Qué ha de decirse que son? Lo mismo que figuras impresas en cera, a saber, modos. Y estos modos son más que una absoluta nada, porque aunque la cera moldeada como un cubo es la misma cera que la moldeada como una esfera, está modificada de otra manera, y discrepando entre sí estas modificaciones, ciertamente son algo. De modo semejante la mente que piensa en otro mundo está modificada de otra manera que cuando piensa en una quimera, y no puede negarse que estas modificaciones son algo. De aquí se sigue que la realidad objetiva de alguna idea no es otra cosa que la realidad de la modificación que está en la mente mientras ésta tiene esta idea antepuesta como objeto.

Si con el sustantivo “realidad” se significa que esta modificación es alguna cosa distinta de la nada, la admitimos; pero si significa que es una sustancia, negamos que en esta modificación haya realidad alguna. Por esto a esta modificación concedemos tanta realidad cuanta basta para que sea más que una absoluta nada; pero se verá que esta realidad

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es por lejos más tenue y endeble que la realidad de una substancia y que no es necesaria ni requerida una causa próxima infinita y sumamente perfecta para conciliarla con modificación alguna de nuestra mente.

VIII. De la idea que está en nosotros de una cosa infinita y sumamente perfecta no se sigue necesariamente que aquella cosa infinita y sumamente perfecta exista fuera de nuestra mente.

Expugnado este primer argumento de Descartes, es fácil la confutación del siguiente que comienza con esta premisa: Todo lo que percibo clara y distintamente que pertenece a una cosa cuya idea tengo en la mente, le pertenece en la realidad verdadera. Esto puede negarse categóricamente, especialmente por Descartes, que nos manda dudar de todas las cosas, pues pende del decreto por el que él establece que el criterio ha de ponerse en la perspicuidad que ha sido desbaratado por nosotros más arriba. Y por lo demás comprobaremos con una ejemplo la falsedad de esta proposición. Percibo clara y distintamente que pertenece a dos líneas cuya idea tengo en la mente y que están en el mismo plano que se acercarán tanto que alguna vez se crucen; así y todo, una hipérbole y su asintota, por mucho que se prolonguen, nunca se cruzarán, aún si una se acerque a otra más y más al prolongarse. Esto fue demostrado por Apolonio Pergeo36. Pero no quisiera aquí litigar contra Descartes, y admito cortésmente la antedicha proposición. Él añade que percibe clara y distintamente que la existencia pertenece a la cosa infinita y sumamente perfecta. Aquí se abre la puerta de este segundo argumento que por ende toca ponderar diligentemente.

Hay dos géneros de cosas: las que penden de la mente y no están en parte alguna fuera de ella, y las que son en la realidad misma y que aún no habiendo nadie que piense en ellas están verdaderamente en la naturaleza de las cosas. En las escuelas dícense aquellas primeras sólo mentales; estas segundas, reales. Unas y otras existen, pero de diverso modo, y sus respectivas existencias siguen sus naturalezas, porque las que sólo son mentales sólo existen mentalmente; las que son reales, existen realmente. Y así la existencia de una cosa infinita y sumamente perfecta sigue la naturaleza de esta cosa, la cual, si sólo es mental, no poseerá otra existencia que una mental; pero si es real, la existencia que conviene que haya en ella será real. Estas cosas destruyen por completo el

                                                                                                               36 Apollon. Conic. libr. 2. Prop. 1. et 14.

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argumento de Descartes, lo cual se tornará más claro si lo haces pasar a la siguiente forma más simple.

Lo que es sumamente perfecto existe necesariamente; pero aquella cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente es sumamente perfecta; luego aquella cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente existe necesariamente. A la premisa mayor se le aplica una distinción: Lo que es sumamente perfecto existe necesariamente al modo como es. Si es en la realidad misma, existe necesariamente en la realidad misma. Si sólo es en el intelecto, sólo en el intelecto existe necesariamente. También la premisa menor es tomada según una distinción opuesta: Aquella cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente, es sumamente perfecta mentalmente, porque todo esto de lo que disputo es sólo una idea a partir de cuya naturaleza Descartes trata de probar que Dios existe realmente. Y así está claro el sentido de la conclusión: Aquella cosa infinita y sumamente pefecta cuya idea tengo en la mente, necesariamente existe mentalmente, pero no realmente. Desenvueltos estos ambages, ya sale al frente el mismo nudo de la dificultad que está todo latente en la complexión de las dos partes de la premisa mayor, la primera de las cuales es “Lo que es sumamente pefecto”; la segunda, “existe necesariamente”. Y aquella parte primera de la proposición encierra ocultamente otra proposición, a saber, ésta: “Algo es sumamente perfecto”; y la cópula “es” tácitamente adopta este significado: “existe realmente”; tan es así que en los escondrijos de esta proposición: “Algo que es sumamente perfecto existe realmente, y eso necesariamente existe realmente. Ahí él pone por confesado lo buscado y manifiestamente hace una petición de principio.

Los cartesianos, para eludir todo esto y probar que en la argumentación de su maestro no se toma por concedida la existencia de una cosa infinita y sumamente perfecta, suelen proponer como ejemplo este silogismo: Todo lo que conozco clara y distintamente contenerse en la idea de alguna cosa ha de adscribírsele; y en la idea del triángulo conozco clara y distintamente contenerse tres ángulos; luego han de adscribirse tres ángulos al triángulo. Dicen que si alguien responde a eso que los tres ángulos han de adscribirse a un triángulo con tal de que hayan de adscribérsele, responde ineptamente; porque tampoco aquí se toma por concedido lo que ya está ganado por la fuerza del mismo argumento. Continúan diciendo que cometen el mismo pecado los que resuelven así este argumento: “Todo lo que conozco clara y distintamente contenerse en la idea de alguna cosa, ha de adscribírsele; y en la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta

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conozco clara y distintamente contenerse la existencia; luego la existencia ha de adscribirse a la cosa infinita y sumamente perfecta”. Digo que dicen que en vano se responde que la existencia ha de ponerse en la cosa infinita y sumamente perfecta con tal de que exista porque tampoco toman como concedido lo que obtienen por la fuerza del argumento. Pero también aquí nos tienden trucos, porque entre las premisas menores de uno y otro silogismo hay una gran diferencia. En la primera premisa menor, que es tal: “En la idea de un triángulo conozco clara y distintamente contenerse tres ángulos” se atribuye al triángulo aquello sin lo cual el triángulo no puede ser y que constituye su naturaleza; porque pertenece por completo a la naturaleza del triángulo tener tres ángulos. Pero en la segunda premisa menor, que es tal: “En la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta conozco clara y distintamente contenerse la existencia”, se atribuye a la cosa infinita y sumamente perfecta aquello de lo que no consta con certeza de qué modo es ni si pertenece a su naturaleza. Porque ahora entre nosotros se busca aquello mismo: si a la naturaleza de la cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en la mente pertenece la existencia, y qué modo de existencia; y poniéndose eso en cuestión, se toma completamente lo buscado por concedido. Por lo tanto, aunque yo conceda que no puedo formar dentro de mi ánimo la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta sino como existente, como tampoco la idea de una montaña sin la idea de un valle, no por eso habré concedido que la cosa infinita y sumamente perfecta existe, como tampoco esta montaña o valle cuyas ideas tengo en la mente.

Aquí tampoco se esconde sofisma alguno, como vanamente pretexta Descartes, que intenta disolverlo de la siguiente manera. Del hecho de que la idea de una montaña en mí no puede estar sin la idea de un valle no se sigue que aquel monte o valle exista, pero del hecho de que no puedo formar dentro de mi ánimo la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta como no sea existente, necesariamente se sigue que la cosa infinita y sumamente perfecta existe. En esto él mismo aplica un sofisma para quebrar esta respuesta, porque del hecho de que no puedo formar dentro de mi ánimo una cosa infinita y sumamente perfecta como no sea existente sí se sigue que ella existe, pero sólo en mi ánimo, no en la realidad misma; y la existencia que aquella idea incluye no puede separarse de ella con el pensamiento. Por eso, cuantas veces surge en mi ánimo la idea de una cosa infinita y sumamente perfecta, es necesario que también surja la idea de la existencia como compañera inseparable de la otra idea y que pensando él en una también piense en la otra, y que pensando en la cosa infinita

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y sumamente perfecta y en su existencia, huelgue la cosa infinita y sumamente perfecta y su existencia estén fuera del pensamiento. O si agrada explicarlo con las locuciones de la Escuela: Una cosa infinita y sumamente perfecta cuya idea tengo en mi mente, o que, en otras palabras, es mentalmente, es acompañada necesariamente por la existencia mental; pero de ningún modo es necesario que la acompañe la existencia real.

Insisten a su vez los cartesianos diciendo que la cosa infinita y sumamente perfecta es el ente mismo κατ’ ἐξοχήν, el ente general, el ente infinito. Y que siendo éste simplísimo, también lo es su idea; y que conteniendo ésta necesariamente la existencia, se sigue que el ente exista a partir de sí mismo y de su naturaleza; y que por cierto es contradictorio que el ente no exista. Prosiguen hasta el fin buscando los escondites de la ambigüedad, porque aquel ente general es una idea general de la mente recogida de las nociones de entes singulares, como “animal” es una noción de la mente formada de nociones singulares de animales, y aquel ente tomado generalmente pertenece por igual a las cosas que no existen de otra manera que en la mente y a las que fuera de la mente existen en la realidad misma, y en la medida que pertenece a la cosa infinita y sumamente perfecta que está en mi mente, no existe en la realidad misma. Por lo tanto, si se aplica a aquella palabra ente nuestra habitual distinción, todo este raciocinio se hace añicos contra ella. Hela aquí. La cosa infinita y sumamente perfecta es un ente de la misma naturaleza que la misma cosa infinita y sumamente perfecta, o sea, un ente que fuera de mi mente no existe en la realidad misma; no es un ente existente en la realidad misma fuera de mi mente.

IX. De la idea que está en mí y en otros de una cosa infinita y sumamente perfecta no puede colegirse la existencia de Dios, y por ende tampoco de aquella que está en Descartes.

Pero para que esta idea cartesiana de la cosa infinita y sumamente perfecta se conozca más certeramente y se mida en sus fuerzas, digo que actuaré con Descartes con justo derecho si a partir de la idea que de esta cosa no solamente está en mí, que soy endeble de ingenio, sino que también estuvo en los más grandes filósofos de casi todos los tiempos, hago un juicio de la idea de Descartes. Y ni yo ni aquellos antiguos maestros descubrimos en nosotros mismos idea alguna en que haya tanta prestancia, dignidad y perfección que deba decirse obra no del poder humano sino de la potencia de Dios solo. Porque si los filósofos que escudriñaron la naturaleza de Dios diligente y

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ansiosamente hubieran reconocido en ella la infinidad y la suma perfección y tanta prestancia que no pudiera haber salido de la mente humana, indudablemente habrían colegido todos con gran consenso, como Descartes, que Él es uno, carente de cuerpo, dotado de ninguna figura, infinito, eterno y sumamente perfecto. Y al contrario, o bien inventaron un Dios que era múltiple, corpóreo, esférico, animal, circunscripto en ciertos términos o sujeto a la muerte, y por ende no sumamente perfecto, o bien negaron por completo que Dios existiera. Mas en lo que me atañe, cuando considero atentamente la idea que está en mí de Dios, descubro una cierta especie de una cosa dotada de prestancia y excelencia máxima, y tanta cuanta no recuerdo haber descubierto jamás en ninguna otra especie. Y aunque me parezca ser por lejos la más perfecta de todas las cosas, sin embargo reconozco que por muy perfecto que sea aquello que percibo en esta idea, está de lejos puesto debajo de la inmensa e infinita prestancia y perfección de Dios, y que por mucho que lleve al límite las fuerzas de mi ánimo, nunca ocurrirá que con el pensamiento pueda alcanzar y comprehender tanta excelencia. Reconozco asimismo que por el contagio de las cosas corpóreas que suelo atrapar con los sentidos siempre se pringará algo imperfecto y finito a la idea de Dios que trato de expresar en mí, y que aunque no pueda tener verdadera noticia de Dios partiendo de esta idea, sin embargo la tengo partiendo de la razón. Por eso piensa y habla de lejos más verdadera y dignamente de Dios quien dice que Él no es nada de cuanto pueda pensarse, que quien osa pronunciar confiadamente que Dios es lo que él piensa.

Por lo tanto, siendo de esta suerte la idea de Dios que está en mí y en otros, puedo y debo juzgar que la idea de Descartes le es enteramente semejante, y que por eso no hay por qué adoptar a Dios de autor para formarla. Si Descartes dice sólo saber que los demás hombres son estólidos, reiremos, porque, ¿qué fatático o loco no aprobará sus delirios con una respuesta semejante? Ciertamente, habiéndosele una vez preguntado por carta de dónde se había conseguido una idea así que varones muy poderosos de ingenio no encontraron en sí mismos cuantoquiera cuidado y atención hubieran aplicado, osó responder que esta idea estaba en otros como en él pero no les era conocida. Una vez más fue menester preguntarle cómo aquellos varones ingeniosos y diligentes y avisados por él fueron desconocedores de esta idea tan espléndida e ilustre metida en sus ánimos y sólo él era conocedor de ella. Porque, ¿qué habría respondido a eso de razonable o verosímil? ¿Cuánto más creíble es

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que él, engañado por vanas imágenes, pensara ver lo que no veía, que no que todos los demás no vieran lo que estaba patente a sus ojos?

X. Descartes prueba la existencia de Dios por un vicioso círculo de raciocinio.

Advierta el lector ahora, de nuevo y por fin, el insigne y seguramente jocoso διαλληλισµὸν que se encuentra en la juntura de esta argumentación o, como suelen hablar en las escuelas, la petición de principio y el círculo ya notado por mí más arriba. Decreta él que no podemos tener ninguna ciencia cierta de ninguna cosa antes de conocer a Dios. De aquí resulta que toda noticia que precede en nosotros la de Dios es incierta. Si es así, son inciertas todas las ideas y nociones; también lo son todas las premisas y conclusiones que usó Descartes para obtener la noticia de Dios. O si creemos estólidamente a los cartesianos que afirman ridículamente que toda esta pompa de demostración, aún si consta de todas las partes de un raciocinio no es un raciocinio sino sólo una —como la llaman— simple visión y conciencia, así y todo esta conciencia o visión es incierta. Si todo aquello —sea lo que fuere al fin de cuentas— es incierto, también lo es lo que quiera que se colija de allí. Pero se colige la existentia de Dios. Mas de este conocimiento de Dios, como de uno certísimo y demostrado por él con certísimos argumentos, colige que todo lo antedicho es cierto y que cualesquier causas tuviera antes de dudar quedan absolutamente quitadas tras ponerse este principio. Por eso él vuelve manifiestamente sobre sí mismo. Dios existe —dice— porque es verdadera la idea que está en mí de Dios; la idea que está en mí de Dios es verdadera porque Dios existe. ¿qué mayor ἀσσυλλόγισµον puede forjarse?

XI. Expugnados los argumentos con que Descartes intentó demostrar la existencia de Dios se derrumba toda su filosofía según él mismo confiesa, y la ventana está abierta a errores.

Por lo demás, como Descartes derivó toda su filosofía de esta única noticia de Dios y confesó que todas sus ideas, pensamientos y argumentaciones, por claras y distintas que sean, serán dudosas y quedarán sin explorar si no se apoyan en su prueba de la existencia de Dios, y por otra parte fue claramente mostrado por nosotros que ella es viciosa y vana, se deshace todo aquél espléndido y operoso tejido de la filosofía cartesiana. Por lo tanto, que vea aquel gran pilar de la verdad qué utilidad puede sacar para su causa de la idea de la cosa infinita y sumamente perfecta ahora que se ha comprobado muy bien

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que esta idea es finita, imperfecta, oscura y confusa y que ocupa un nivel mínimo de realidad y es seguramente inútil para probar la existencia de Dios. Vea también si actuó bastante prudente y recatadamente cuando por todas partes se jactó y grandiosamente se glorió de haber mostrado que Dios existe con argumentos más ciertos que con cuantos haya sido demostrado por los matemáticos un solo epiquerema geométrico, y de haber llegado al conocimiento cierto de tamaña cosa por esta única vía que abrió, y de que quienes en adelante osaren apartarse de esta vía ya habrán de tenerse por impíos por esa razón.

Original latino: https://books.google.com.mx/books/about/Censura_philos

ophiae_Cartesianae.html?id=--4GAAAAcAAJ&redir_esc=y