PERCONTARI N3: El Mal

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1 PERCONTARI El mal Año I • Nº 3 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • noviembre 2014 Revista del Colegio Abierto de Filosofía

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En las páginas que alberga este número, nuestros colaboradores escriben acerca del mal. Como era previsible, su ingenio ha sido explotado de tal modo que nos regalan ensayos indiscutiblemente útiles para considerar la cuestión. Con certeza, los textos brindan lo necesario a fin de afrontar esa problemática. Sin el ánimo de pontificar, se aguarda que quienes nos lean abandonen la indiferencia al respecto. Si bien ésta es, en opinión del magistral José Ferrater Mora, una forma de afrontarlo, debe ser entendida como la menos deseable. El desdén ante las perversidades puede costarnos hasta la vida. Convendrá siempre percatarse de su presencia y enfrentarlas sin tibiezas.

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PERCONTARI

El mal

Año I • Nº 3 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • noviembre 2014

R e v i s t a d e l C o l e g i o A b i e r t o d e F i l o s o f í a

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EDITORIAL

Iluminando las penumbras

El desafío de meditar sobre temas que afectan nuestra existencia nos incumbe a todos. Si cada uno compren-

diera que, gracias al razonamiento, la crítica y el debate, resulta posible mejorar como persona, nuestra realidad sería más grata. No me refiero sólo a una dimensión individual; esto es importante, pero no se trata de lo único que merece atención. Para resultar placentera o, por lo menos, tolerable, la convivencia con los demás exige que no despreciemos el oficio de pensar. Este quehacer, generosamente reivindicado por Julián Marías, es el que permite la fijación de límites, sin los cuales una vida en común sería imposible. Cuando esas restricciones, que nunca deben ser opresivas, se levantan sin respeto al hombre y su espíritu crítico, la sociedad no mostra-rá sino un horizonte tenebroso. Así, queda claro cuál es ese recurso que, aunque no sea infalible, ayuda en esta singular aventura de vivir.

Desde los primeros años, a través de autoridades que el mundo nos presenta, se intenta nuestro rechazo al mal. Cualquiera de sus manifestaciones, en el ámbito público o privado, tendría que originar una condena inmediata. La idea de normalidad sería concebible únicamente cuando se consumara esa reprobación; caso contrario, estaríamos frente a una conducta irregular, anómala, censurable. Sin embargo, vale la pena preguntar acerca de los fundamentos del veto, las causas que provocan ese rechazo mayoritario. Siendo uno de los principales criterios que, procurando evitarla, usamos para regir nuestros actos, la maldad no puede quedar exenta del análisis. Merced a estos menesteres reflexivos, se ha tenido la fortuna de avanzar, relegando prácticas que ya justificaban nuestra repulsa.

En las páginas que alberga este número, nuestros cola-boradores escriben acerca del mal. Como era previsible, su ingenio ha sido explotado de tal modo que nos regalan ensayos indiscutiblemente útiles para considerar la cuestión. Con certeza, los textos brindan lo necesario a fin de afron-tar esa problemática. Sin el ánimo de pontificar, se aguarda que quienes nos lean abandonen la indiferencia al respecto. Si bien ésta es, en opinión del magistral José Ferrater Mora, una forma de afrontarlo, debe ser entendida como la menos deseable. El desdén ante las perversidades puede costarnos hasta la vida. Convendrá siempre percatarse de su presencia y enfrentarlas sin tibiezas.

E. F. G.

ColegioAbierto deFilosofía

Percontari es una revista del Colegio Abierto de Filosofía.

Filosofar significa estar en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda respuesta se convierte en nueva pregunta.

Karl Theodor Jaspers

DirecciónEnrique Fernández García

Consejo EditorialH. C. F. Mansilla

Roberto Barbery AnayaBlas Aramayo Guerrero

Alejandro Ibáñez MurilloAndrés Canseco Garvizu

IlustraciónJuan Carlos Porcel

Seguimiento editorialGente de Blanco

DL: 8-3-39-14

Colaboran en este númeroNaturaleza, tiempo y control del mal

Andrés Canseco Garvizu

El mal o de la maldad en el mundo

Gustavo Pinto Mosqueira

Reflexiones sobre el bien y el malCarolina Pinckert Coimbra

Cómo invertir el problema del malAlfonso Roca Suárez

De la naturaleza singular del bienRoberto Barbery Anaya

El mal: entre la teología y la políticaMarco Antonio Del Río Rivera

La maldad en la mujerLuis Christian Rivas Salazar

El mal de EróstratoMaría Claudia Salazar Oroza

facebook.com/colegioabiertodefilosofia [email protected]

revistapercontari.blogspot.com

Con el apoyo de:

Instituto de Ciencia, Economía, Educación y Salud

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Una salvedad como apertura. Es más delga-da de lo que aparenta la línea que divide

el acto valiente de apartar a un agresor que arremete y el pasar a destrozarle el cráneo a golpes mientras está tendido en el piso. A un lado de esa frontera se le llama valor y es elo-giado, mucho más si se defendió a un tercero; al otro se le llama maldad y es condenado. Un movimiento, o más bien un breve descontrol, de la conciencia puede absolver o sentenciar el destino de un individuo.

En cuanto al mal como acción manifiesta e inconfundible, me inclinaré por una escasa fe en la humanidad. No puedo negar la existencia de la bondad, el amor, el respeto y otros valores dignos; sin embargo, en su colisión con el mal, éstos quedan relegados. La prueba está en la historia –en la de las sociedades y de los in-dividuos–, en las vidas perdidas, en los golpes propinados, en la indolencia, en el repetido pisoteo de la dignidad y en la inventiva del hombre para generar horror y dolor que no conoce de límites. Hobbes popularizó la idea del hombre como lobo; ¡qué corto se quedó y cómo ha ofendido al noble animal que mata para vivir!

Con la potencia, el opio, el alcohol y los do-lores que llenan sus versos, Charles Baudelaire abre y dedica al lector su célebre obra tan acer-tadamente bautizada Las flores del mal:

Es posible que, como expresa el duro poeta francés, estemos recorriendo la ruta al averno, pero cada quien lo hace a su paso y a su modo. En la medida de lo que hemos vivido, nues-

tros actos y palabras son un registro histórico personalizado del mal. Si nuestra memoria fuera menos selectiva, veríamos atrás y encon-traríamos detrás de nosotros un interminable desfile negro de nuestros malos actos, que –por si fuera poco– se complementan con toda una plétora de recursos. La creatividad, el tiempo, la habilidad, la energía y la inteligencia se ponen al servicio de la maldad, maldad que ni siquiera el Infierno armado por la religión (y superado por la creación de Dante) ha podido disuadir del todo.

Se presenta la colosal tarea de asumir el mal como algo más concreto en uno mismo, algo más personal. Cioran observa y apunta: “Es fácil hacer el mal: todo el mundo lo consigue; asumirlo explícitamente, reconocer su inexora-ble realidad es, en cambio, una insólita hazaña”. Es tan fuerte la esencia de la maldad en las per-sonas que reconocerlo como algo propio es un ejercicio que no se tolera en el momento en que se vive. La identificación del mal en nuestros actos evade el presente y el futuro. Al prójimo se lo puede acusar de actuar con maldad en el momento mismo y hasta se predice que su vileza prevalecerá en lo venidero. Sin embargo, cuando son los actos de ese ser que nos mira desde el espejo los que se juzgan, el mal no está sino en el pasado. El ejercicio es sencillo: “Yo he sido malo”, es la fórmula general; frente al

resto de los tiempos verbales, no estamos siquiera a la altura. ¿Cuántas veces se ha escuchado “Yo soy (o seré) malo”? Es demasiado peso, por eso esperamos que se aloje en el pretérito para reconocerlo.

Es importante también entender que reparar completa y genuinamente un

mal cometido es imposible: la palabra hiriente ya dicha, el golpe propinado, la traición con-sumada y la bala disparada no vuelven más.

Naturaleza, tiempo y control del mal

Andrés Canseco Garvizu

Yo, que he sido vil, literalmente vil, vil en el sentido mezquino e infame de la vileza.

Fernando Pessoa

“¡El Diablo es quien sostiene los hilos que nos mueven!Encontramos atractivos los objetos repugnantes;

cada día descendemos un paso al Infierno,sin horror, a través del hedor de las tinieblas”.

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Pueden buscarse conciliaciones, disculpas, súplicas y buenas intenciones, pero ya algo se ha quebrantado entre la víctima y el ejecutor.

Señalado ya el mal en el pasado y siendo la reparación algo forzado, impreciso e incomple-to, es a través del arrepentimiento, cuando ya se ha destruido y hasta pulverizado, que el huma-no verdaderamente se da cuenta de lo que ha engendrado. Antes de ese reproche, nos vale-mos de excusas, cobardías y mentiras que nos sirven para hacer creer a los demás y a nosotros mismos que nuestras obras son justificadas.

Recurro a la literatura para ejemplificar esa actitud. Fiódor Dostoievski fue brillante crean-do la complejidad de Raskólnikov en Crimen y castigo. El crimen del personaje encuentra una justificación que va más allá del dinero debido a una usurera, asumiéndose como un hombre superior que mata a la anciana, inútil ser para su consideración. En el momento en que el ha-cha cede (“con un movimiento casi maquinal”, escribe Dostoievski) ante dos fuerzas indo-mables, la gravedad y la voluntad, el joven no concibe la dimensión real de la vileza de lo que está haciendo, ni de lo que significa la sangre viscosa que mancha el suelo y su alma. Es más, en el furor de la pendiente resbaladiza, asesina a otra mujer más sin un centímetro de duda. Aunque tarde y con la muerte consumada, será el tormento por lo que hizo el que se encienda y queme su mente, la culpa lo pondrá de rodillas y la confesión se hará para dar paso al castigo.

Dios y el Demonio salven al hombre de li-brarse del remordimiento.

Aparto de estas consideraciones a la bestia, y llamo bestia al hombre que no se inmuta ni se arrepiente por lo malo que ha hecho. Una cosa es tener el mal adentro y otra es ser un desal-mado que mata y jamás tiene remordimiento, aunque lo realice decenas de veces.

Si ya nos hemos propuesto el abandono del bárbaro, pero la maldad palpita en la naturaleza humana, ¿cómo preservar la existencia? Para contener ese impulso del mal que duerme en millones, la humanidad se ha dotado de ciertos mecanismos, que, como cualquier creación, no son perfectos, pero que evitan el desenfreno de la naturaleza malvada.

Lejos estoy de adscribirme a esa inocente idea de que la civilización es la que ha corrom-pido el estado de naturaleza humana con mal-dad. La civilización y la cultura no han creado el mal; el mal ha estado y estará siempre con el ser humano, desde la caverna, con el primer asesinado con una piedra, hasta el ocaso final de la especie y la lucha desalmada por sobre-vivir. Lo que buscan los intentos de alejarnos de la barbarie –que no es poco– es tratar de controlarnos, frenándonos hasta el punto po-sible, encadenando a ese demente y creativo desgraciado que reposa dentro de nosotros.

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Si lo feo (o la fealdad) es la mutación de la belleza en el campo estético, el mal (o la

maldad) es la ruptura, o cuando menos, la des-viación del bien (o de la bondad) en lo moral. Ahora bien, ¿existe el mal? Y, si existe, ¿es natu-ral o es un engendro del hombre?

Platón hizo la siguiente representación plás-tica del alma humana: ésta es como un carro (imaginemos un carro griego de guerra de la antigüedad) jalado por un par de caballos, uno blanco y el otro negro. El blanco representa la razón (o el lado bueno); el negro, la parte irra-cional o las pasiones (el lado malo) del hombre. Con la parte pasional, podemos hacer maldades a los demás. Aunque con la parte racional ha-cemos el bien. Entonces, estas dos fuerzas son naturales en el hombre. Y mientras éste viva habrá maldad en la humanidad. Pero aquí viene otra pregunta: ¿qué hacer para que la fuerza del mal no conduzca siempre nuestra alma? Conociendo a Platón –discípulo de Sócrates–, la educación del hombre para la virtud sería la solución. Sólo el hombre virtuoso será capaz de practicar el bien y evitar el mal.

Sin embargo, el mal siempre va a estar aga-zapado, esperando el momento para salir fuera del hombre. Porque esa “fuerza negra” está por naturaleza dentro de aquel. ¿Por qué? Platón pensó que el mal se daba por la imperfección de la materia. Y si el hombre es también materia, imperfecta, estará en él la posibilidad de hacer el mal. Quizás debido a esta constatación meta-física, Platón le dio más importancia al mundo de las ideas, donde existe la justicia, el bien, la belleza real y verdadera, siendo, por el contrario, el mundo sensible, aparente, perecedero, pasa-jero y falso, donde existe la maldad, como, por ejemplo, la injusticia.

En el neoplatonismo (el último gran sistema del mundo helénico), siglo II d. C., elaborado por Plotino, el mal se contrapone al bien. El Uno es el Ser, el Bien y la Divinidad. Entonces, el mal es estar alejado del Uno. Es cierto que el mundo, el nous (las ideas) emanan del Uno, al igual que lo hace “el alma del mundo” y las

almas particulares. Emana también la materia, lo menos luminoso, que es lo más alejado del Uno. Por su parte, el hombre se coloca entre los dioses y los animales. Y puede aspirar hacia el Uno o hacia la animalidad. Si aspira a la Divi-nidad, se aleja del mal y se acerca al bien, o sea, a Dios. Ergo, si se vive alejado de Dios, se hará el mal a los demás seres.

Vivir más cerca de la materia es vivir más alejado de la luz, del bien, de la belleza, esto es, del Uno. Por tanto, se es más propenso a la mal-dad. Porque el mal o la maldad depende más del comportamiento del hombre. La filosofía cristiana de la Edad Media europea adoptará esta idea del mal en el mundo, poniéndole el ingrediente teológico: el del pecado original y, más tarde, el del libre albedrío. El mal existe en el mundo porque el hombre desobedeció a Dios en el paraíso y porque, libremente, elige el mal, decide apartarse del camino de Dios. Por eso San Agustín no dudó en calificar a este mundo como un “valle de lágrimas”. Porque el hombre se aparta de Dios. A pesar de que Jesucristo, Hijo de Dios, dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocieras, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora lo conocéis y los habéis visto” ( Jn 14,6-7). Pero el hombre es libre, y puede seguir o no ese camino. Si lo sigue, andará por el cami-no del bien y evitará hacer el mal.

En una visión más secular (romántica y con-trarromántica) en el s. XIX, el mal será percibido por Arthur Schopenhauer como parte ineludible del mundo, de las cosas, de los seres orgánicos e inorgánicos y, por ende, del hombre. Las cosas y éste se presentan como queriendo ser, pero no logran su perfección. Por eso hay sufrimiento o maldad. En efecto, en su obra El mundo como voluntad y representación, afirma que el mundo de nuestra representación es apariencia, engaño. A este mundo lo aprehendemos como puro fenó-meno, pero también de un modo más profundo e inmediato: como el “yo”. Un yo que es percep-tible, por una parte, como cuerpo, pero también como algo inespacial, por encima del cuerpo

El mal o de la maldad en el mundoGustavo Pinto Mosqueira

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y, además, libre, y a esto se llama voluntad. El hombre, entonces, se aprehende, en su estrato más profundo, como voluntad de vivir, de ser, al igual que cada cosa en el mundo. Lo que signi-fica que la realidad (y el hombre) es voluntad. Esto supone una insatisfacción total. Por tanto, la voluntad es constante dolor, sufrimiento. La vida, en su fondo mismo, es dolor. Entonces la voluntad de vivir, siempre insaciable, es el mal.

Una posible solución, o algo que puede aliviar ese dolor o disminuir el mal en el mundo, es la ética de la compasión, una tendencia natural a aliviar el dolor en los demás seres humanos. A esto también puede contribuir el saber y el arte, en especial la música, aunque ambos son remedios pasajeros. La única salvación defini-tiva es la anulación de la voluntad de vivir; si esto se da, se entra al nirvana. Esto, que parece aniquilación, es en realidad el mayor bien, lo único que pone fin al dolor, o sea, al mal, según Schopenhauer.

Por su lado, Friedrich Nietzsche –que rechaza la modernidad y cuestiona el romanticismo– distingue dos actitudes ante la vida: una, la del fuerte, que tiene una voluntad de dominio y de aferrarse a la vida (que era la actitud de Nietzsche); dos, la del débil, el enfermizo, que sucumbe ante las dificultades de la vida. Ambas posturas están sustentadas en dos tipos de mo-ral. La primera es la del aristócrata, del guerrero, del dominador. Éste, en el mundo antiguo, era el “bueno” y él determinada quién era el “malo”; el malo era el débil, la plebe, el oprimido, el pobre. La segunda es la moral del esclavo o del dominado. En su libro Genealogía de la moral, Nietzsche explica cómo los “malos”, es decir los que tenían la moral de esclavos, como un acto de venganza contra los “buenos” (los guerreros y aristócratas) y por influencia de la espiritualidad religiosa judeo-cristiana, invirtieron los valores, apareciendo los oprimidos como “buenos” y los opresores como “malos”. Esto de alguna manera llevó a Nietzsche a escribir en Más allá del bien y del mal: «...toda moral es una tiranía contra la “naturaleza” y contra la “razón”...».

De la argumentación nietzscheana se infiere que los valores y los antivalores son una in-vención humana; que su vigencia depende de un contexto histórico-cultural y espiritual de quien tiene el poder y de los sentimientos hu-

manos. En palabras de Nietzsche, “las morales no son más que una semiótica de los afectos”. En otros términos, la fuerza física, el poder económico, militar, o bien el poder espiritual, en una situación específica, crean los valores vi-tales. Lo que implica que éstos son relativos al momento histórico. El mal también puede ser relativo a una situación o condición humana, social y cultural.

En la axiología contemporánea, la caracte-rización de los valores llevará a sostener que todo valor tiene su antivalor. Así, a lo “bueno” se opone lo “malo”. Pero lo bueno no genera lo malo o viceversa, sino que ambas entidades existen por sí mismas.

Ahora bien, otra cuestión ante los valores es que existen hombres ciegos para verlos. Algu-nos son incapaces de apreciar, verbigracia, la belleza como valor estético en una obra de arte. En el campo moral hay individuos que no per-ciben el valor de la justicia o de la bondad. Por eso van haciendo el mal a los demás. Más aún, pareciera que hay sujetos que nacen nada más que para hacer el mal a sus semejantes. Quizás por esto J.M. Bochenski, en su Introducción al pensamiento filosófico, al hablar del valor, clama tomar una verdad central de la filosofía práctica para la vida humana: “…la luz, la inteligencia de los valores y la fuerza para realizarlos es lo que más debiéramos apetecer en esta vida para el espíritu”. Así, de alguna manera, dejaríamos de hacer “maldades”. Aun así, hay gente que es inteligente, pero para hacer maldad.

La discusión en torno al mal o la maldad sigue vigente. Ateos y teístas echan la culpa a Dios del “mal en el mundo”. Razonan así: si Dios es todopoderoso, omnisciente y es la bondad abso-luta, ¿por qué no acaba con las enfermedades, el hambre, las guerras, los dictadores, con las opre-siones de toda índole, etc.? Se dan respuestas: Dios permite el mal en el mundo porque, de lo contrario, el hombre no se esforzaría en su na-turaleza para llegar a ser bueno. Dios no quita el mal del mundo porque, si lo hiciera, acabaría con el libre albedrío del hombre y, entonces, éste no tendría la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Es más, un hombre sin libertad deja de ser hombre, que es lo mismo que decir “deja de ser una criatura de Dios”.

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Entonces, parece que la libertad humana tie-ne un costo durísimo: la presencia del mal en el mundo o entre los hombres. El mal es algo que se expresa en el hambre, las enfermedades, los sufrimientos de todo tipo, las mutaciones físicas, en las heridas del alma: los complejos, los traumas, los miedos, los celos, en la violen-cia, la manipulación de la justicia, la corrupción pública, en los regímenes políticos autoritarios, en las desigualdades sociales, etc. Ante todo esto, algún tipo de moral –tal vez la moral de las virtudes– sea necesaria para apaciguar la maldad en el mundo. Pero no por disminuir o querer

eliminar el mal del mundo, vamos a permitir acabar con la libertad humana, pues, con Dios (o sin él, para los que son ateos como Sartre), “esta-mos condenados a ser libres”. Mutatis mutandi, “estamos condenados a sufrir el mal” en esta vida. El asunto es cómo hacerlo más llevadero o reducirlo a su mínima expresión. Para ello, los caminos sobran, pero sin dejar de ser creativos en esto. El cristianismo, bien entendido, tiene una respuesta. El budismo también. El nihilis-mo nietzscheano también. ¡Elijamos el mejor!

Reflexiones sobre el bien y el mal

Carolina Pinckert Coimbra

¿Existe el mal? Inicio mis cuestionamientos pregun-

tando sobre la existencia objetiva, definible y, quizás, tangible del mal. Obviamente, no como una realidad tan pintoresca como la que plasma Dante Alighieri en su Divina comedia. Desde aquí, debemos librarnos de cualquier concep-ción del mal que incluya demonios, calderas humeantes o cualquier símbolo satánico.

“La crueldad, como la estupidez, cuanto más adornadas son más detestables” (Pío Baroja).

Tal vez por temor o por tedio, nos dedicamos a mantener la maldad rodeada de un aura de misterio, de una atmósfera mítica y hasta má-gica de la que sólo parecen dignos de traspasar los grandes exponentes de crueldad de las so-ciedades y los tiempos. Y quizás la resistencia a invadirla, estudiarla y diseccionarla la hace más suculenta a quienes el bien no les parece muy agradable y cómodo, mientras que, al resto de los mortales, les parece ciertamente peligroso el incurrir en el estudio metódico y teórico del mal, como si conocer historias de hombres malvados vaya a calar en sus pieles y depositar alguna enfermedad en sus almas.

“Hay a veces, entre un hombre y otro, casi tanta distancia como entre el hombre y la bestia” (Baltasar Gracián).

¿Qué sería el mal? Podría ser un cúmulo de crueldad viviente dentro de ciertos seres huma-nos, que quizás no merezcan ser denominados bajo este último título, ya que son carentes de cualquier tipo de sensibilidad hacia el dolor ajeno y que, al contrario, se complacen en crear sufrimiento a quienes el destino cruza consigo.

“La cobardía es madre de la crueldad” (Montesquieu).

¿Será que estas personas son sólo malas, o tal vez hay algo más detrás de esa etiqueta de mal-dad? Quizá cabría la posibilidad de que sean personas enfermas que han vivido existencias tan desgraciadas que las han llevado a extinguir todo rastro de bondad en sus almas. Tal vez sólo hayan percibido la dureza y crueldad de la vida, y esos infortunios hayan hecho que aprendie-ran a sólo transmitir odio en sus actos. Quizá el motivo de su regocijo por la tristeza ajena sea una ignorante forma de sentirse aliviados de que esta vez ellos no han sido los dueños de la desgracia. Tal vez piensen que, haciendo el mal a otros, compensan el sufrimiento recibido o, incluso aún, lo devuelven como si de una perte-

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nencia se tratara. Me parece que pensamientos así se esconden en la oscura y recóndita mente de una persona digna de llamarse mala.

“Los malos no son otra cosa que inváli-dos de espíritu” ( José Pedroni).

¿Será posible que estas personas caracteriza-das por ser crueles ejerzan la maldad en todo momento? Me parece que es posible que estos individuos puedan tener facetas en las que sean considerados buenos o, incluso, admirables (ge-nerales del ejército nazi eran grandes ciudada-nos, amigos, esposos y padres paralelamente a su función violenta contra los judíos, incluso el mismo Hitler quiso ser pintor y fue un admira-dor de las expresiones artísticas). Entonces, así como probablemente no existan personas com-pletamente buenas –que expresen amor y bon-dad total– en cada aspecto de su vida, tampoco existen seres humanos que exhalen maldad por cada poro en todo momento. Probablemente, esto sea porque, desde niños, tenemos la innata costumbre de clasificar todo lo que vemos de manera dicotómica, en blanco y negro, en bue-no y malo. Esto explica que haya acciones que podemos clasificar de malvadas que, en otras sociedades, son consideradas como correctas y hasta esperables: como condenar a muerte, defender el honor a través de la venganza, en-tre otros actos crueles. Por lo tanto, los hechos que serán medio de expresión de la maldad –y por ende del bien– serían determinados bajo cuestiones socio-históricas. Incluso la justicia llegaría a ser la puesta en práctica de la manera en que estructuramos nuestra dinámica de vida en base a estas valoraciones.

“Los hombres rara vez tienen el valor su-ficiente para ser o extremadamente buenos o extremadamente malos” (Maquiavelo).

Sería algo muy complicado –y ambiguo– tra-tar de estudiar y definir la anatomía que podría tener el mal, algo semejante a un cúmulo rela-tivamente sin límites de anti-virtudes de dife-rentes colores y densidades, tal vez, me atrevo a suponer, lideradas por el egoísmo. Es que, de

alguna manera, detrás de las acciones califica-das de malvadas, existe el deseo o, en algunos casos, la necesidad irrefrenable de satisfacer ciertas pulsiones internas de ejercer poder, vio-lencia, venganza, superioridad, posesión u otras situaciones sádicas. Esta puede ser la causa de que la maldad haya encontrado lugar perfecto para habitar en ideologías de sociedades, gru-pos religiosos y movimientos políticos, quienes insertan con artística y magistral habilidad en la mente de sus acólitos la semilla del egoísmo con el fin de que germine en la práctica diaria de cada individuo.

“Te creo capaz de cualquier maldad, de ahí que te pido la bondad” (Nietzsche).

Sin importar las clases y magnitudes de las normas legales, morales o, incluso, religiosas que prohíban y censuren la maldad, el ser hu-mano sigue con la potestad de administrar su libre albedrío sobre sus acciones, más allá de su historia de vida o sus características individua-les. Es así que el mal se podría establecer como una variable fuera de nuestro control, así como el clima o los fenómenos astronómicos; por lo tanto, el único lugar que podemos preservar del mal es nuestro propio ser –si así es nuestro designio– y, en ese caso, conducir nuestras ac-ciones por su opuesto: el bien. ¿Y qué sería el bien? Si la maldad es el actuar egoístamente, buscando cumplir nuestros deseos sin importar si aplastamos al prójimo en el camino, entonces el bien sería el que nuestras acciones promue-van el bienestar del otro, o incluso el adaptar nuestro objetivo de bienestar y los pasos que vamos a dar para conseguirlo para que en el camino no seamos fuente de dificultades para nadie y, si es posible, darle una mano en la bús-queda del suyo.

“¿Qué es el bien? No es más que amor” (Tols-tói).

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Cómo invertir el problema del mal

Alfonso Roca Suárez

La realidad del mal es inescapable para el ser humano: asesinato, feminicidio, geno-

cidio, tortura, violación, guerra, discriminación, esclavitud, tsunami, terremoto, hambre, sida, cáncer, ébola, depresión, rechazo, son solo algunas de las diferentes formas en las que el mal se manifiesta sin que haya nacionalidad, raza, afiliación política, posición económica, creencia o indiferencia religiosa, estatus social o teoría filosófica que nos sirva como escudo ante las garras de la tribulación y la miseria. Es precisamente este rasgo del mundo el que ha sido blandido tradicionalmente por muchos filósofos, a lo largo de la historia, como uno de los argumentos más contundentes contra la existencia de Dios, a saber, un ser personal, sobrenatural, omnipresente, omnisciente y cuya moral es perfecta. En este ensayo, preten-do invertir esa sentencia al argumentar que el mal no solo no presenta ningún desafío para la existencia de Dios, sino que, al contrario, la realidad del mal es una de las evidencias más fuerte para respaldar la creencia en un ser so-brenatural.

Los que se oponen a la existencia de Dios arguyen que es lógicamente imposible que un ser con los atributos descritos anteriormente pueda coexistir con el mal. Este argumento se basa en la incompatibilidad de las siguientes proposiciones:

(1) Dios, quien es omnipotente, omnisciente, y cuya moral es perfecta, existe.

(2) El mal existe.Según esta formulación, conocida como el

argumento lógico a partir del mal, habría una contradicción entre (1) y (2), puesto que, si una es cierta, la otra es necesariamente falsa. Dada la realidad de los males, el sufrimiento y el dolor en el mundo, se sigue que Dios no puede existir. Es así que la existencia del mal constituye, a simple vista, una dificultad insuperable para el

teísta –aquel que afirma la existencia de Dios–. Esto mismo pensó David Hume, el filósofo y escéptico escocés, cuando, en sus Diálogos sobre la religión natural, consideró que las preguntas que planteó Epicuro, dos milenios atrás, seguían sin respuestas:

¿Es que quiere evitar el mal y es incapaz de hacerlo? Entonces, es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?

Para poder responder a este desafío, el teísta necesitará mostrar que la existencia del mal y de Dios son compatibles. Esto es exactamente lo que logró Alvin Plantinga, quien, en su libro God, Freedom and Free Will, resolvió definitiva-mente el problema lógico al plantear lo que él llama una defensa basada en el libre albedrío. A diferencia de una teodicea, la cual busca espe-cificar cuál es la razón real que Dios tiene para permitir el mal, una defensa simplemente ne-cesita apelar a una razón posible para derrum-bar la supuesta incompatibilidad. Por supuesto, sería muy interesante saber realmente cuál es la razón por la cual Dios permite el mal; no obstante, una pretensión de esa magnitud no es necesaria, dado que una defensa es suficiente para lograr nuestro objetivo.

De vuelta a las proposiciones controversiales, cuando analizamos (1) y (2), vemos que no parece haber una contradicción, al menos no una de tipo explícita como, por ejemplo, entre “mi casa es roja” y “mi casa NO es roja”. Sin embargo, aún es posible que la contradicción esté implícita. Si esto es lo que el detractor asume al afirmar que hay una contradicción, tendrá que agregar las premisas que la vuelvan explícita. Como candidatas para la labor, dos premisas han sido sugeridas:

(3) Si Dios es omnipotente, puede crear el mundo que desee.

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(4) Si Dios tiene una moral perfecta, enton-ces prefiere un mundo donde el mal no exista.

Estas premisas suponen que, si Dios existe, prefiere un mundo sin males y, además, dado que puede crear cualquier mundo que desee, nuestro mundo debería ser uno donde no exis-tan los males. Muy al contrario, dicho mundo no es el que observamos; voilà la contradic-ción. Pero ¿son verdaderos estos supuestos? Es importante señalar que, para exponer la contradicción, tanto (3) como (4) tienen que ser necesariamente verdaderas, lo cual, como veremos a continuación, dista de ser el caso.

¿Qué pasa con el libre albedrío? ¿Podría Dios crear un mundo que hospede a criaturas con libre albedrío –es decir, libres de elegir hacer el bien o el mal– y, al mismo tiempo, asegurar que estas nunca se desvíen del bien? Para responder esta interrogante, necesitamos comprender qué significa omnipotencia. Por un lado, tenemos a quienes, como Descartes o Lutero, sostienen que el poder de Dios no está limitado por la lógica; Él puede hacer cualquier cosa. Para ellos, no importa si la existencia del mal y de Dios están en contradicción; esto no representaría ningún desafío para la postura, puesto que Dios puede hacer incluso lo que es lógicamente imposible. Si bien adoptar esta posición sería una salida fácil, no pienso que sea la correcta, además del hecho de que nos privaría del deleite de la disquisición filosófica.

Por otro lado, la concepción tradicional de omnipotencia no contempla que Dios pueda hacer algo que es lógicamente imposible, como, por ejemplo, crear un círculo cuadrado o forzar a alguien a hacer algo libremente. C.S. Lewis expresó este mismo punto en su libro El pro-blema del dolor: «Las combinaciones sin sentido de palabras no adquieren sentido de repente sólo porque pongamos delante las palabras “Dios puede” […] el sinsentido sigue siendo sinsentido incluso si hablamos de Dios». Si-guiendo esta postura, a la cual me suscribo, (3) es falsa porque si bien Dios es omnipotente, no puede garantizar, sin caer en una contradicción, que criaturas provistas de libre albedrío hagan siempre el bien. Tales criaturas estarían en la libertad de obedecer los designios de Dios o, por el contrario, podría desobedecerlos, siendo

de esta manera responsables de introducir el mal en el mundo.

¿Y qué hay de (4)? Si Dios tuviera alguna razón suficiente para permitir el mal en el mundo, (4) también sería falsa. Ser bueno no implica prevenir el mal a toda costa. Es más, muchas veces, permitimos cierto dolor y su-frimiento para promover un bien mayor. Por ejemplo, un padre, cuando lleva a su hijo a un centro médico para que le apliquen una vacuna, permite cierta cantidad de sufrimiento con la finalidad de brindar una ayuda importante al sistema inmunológico de su hijo.

Recordemos que no importa que no sepa-mos a cabalidad cuáles serán los resultados ni las razones que Dios tiene en su mente. Para derrumbar el argumento, basta con mostrar, así como hemos hecho, que es lógicamente posible que Dios tenga alguna razón para permitir el mal en el mundo. Entonces, dado que ni (3) ni (4) son necesariamente verdaderas, la supuesta contradicción entre (1) y (2) se desvanece al igual que el problema lógico del mal.

Pasemos a ver la segunda tesis de este texto: la realidad del mal justifica la creencia en un ser sobrenatural. Para poder catalogar como mala alguna acción, necesitamos hacer una compa-ración y reconocer que las cosas deberían ser de un modo diferente. En palabras del profesor de filosofía y ética Doug Geivett, el mal puede ser entendido como una “desviación de la manera en que las cosas deberían ser”. Por consiguien-te, la existencia del mal es dependiente de la existencia de bien, y no viceversa. No podemos decir que algo es malo sin asumir un estándar objetivo que sirva de guía para nuestros juicios morales. Así, como comenta C.S. Lewis: “Uno no considera torcida una línea, a no ser que tenga alguna noción de una línea recta”. Pero ¿de dónde viene este estándar?

A lo largo de la historia, diferentes autores, inclusive aquellos que rechazan la existencia de Dios, han llegado a la conclusión de que no se puede tener un estándar objetivo sin apelar a un ser sobrenatural. Albert Camus proyecta esta reflexión en Jean Tarrou –uno de los personajes de la novela La peste–, quien se encuentra en Argelia, arriesgando su vida para ayudar a personas inocentes cuyas vidas se ha-

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llan amenazadas por una enfermedad. Tarrou anhela convertirse en un santo, pues tiene la certeza de que éste es el significado de la vida. Sin embargo, comprende que, si Dios no existe, no podría justificarse la idea de ser un santo. Parece ser que la existencia de un código moral es muy real, pero ¿cómo podemos justificarlo?

Por su parte, en El existencialismo es un huma-nismo, Jean-Paul Sartre expresa su incomodi-dad con la idea de que Dios no exista:

«…con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres. Dostoie-vsky escribe: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”…».La línea argumentativa puede ser resumida

de la siguiente manera: en primer lugar, la existencia del mal es una realidad objetiva. A pesar de cualquier diferencia que podamos tener, estoy seguro de que el lector y yo po-dríamos llegar a convenir la existencia de, al menos, una acción o evento maligno. Lo que, en definitiva, significa que el mal existe. Pero, si Dios no existe, no hay forma de justificar el mal de manera objetiva. Si el lector considera que estas dos premisas son razonables, es decir que es más plausible aceptarlas que negarlas, entonces, se sigue, por pura deducción lógica, que Dios existe. Es así que, en su afán de argu-mentar contra Dios a partir del mal, el detrac-tor acaba probando su existencia. El problema del mal es un problema, no para quien acepta la

existencia de Dios, sino para quien la rechaza. El argumento final es el siguiente:

i. El mal existe.ii. Si Dios no existiera, el mal no existiría.iii. Ergo, Dios existe.Antes de finalizar, debo hacer una aclara-

ción que considero fundamental. No debemos confundir la cuestión ontológica con la epis-temológica, es decir, en ningún momento he señalado que creer en Dios sea necesario para conocer lo que es bueno o malo; esto sería una tesis epistémica. Además, sería una completa muestra de engreimiento afirmar que solo aquellos que creen en Dios conocen, o pueden hacer, lo que es bueno. Antes bien, aquí se plantea una tesis ontológica, a saber, Dios es necesario para que un estándar moral objetivo exista. La existencia de un estándar de ese tipo es obligatoria para que nuestros juicios sobre lo que es bueno y malo tengan la justificación co-rrespondiente. Sin Dios, toda discusión sobre el problema del mal carece de sentido.

Como último punto, en este ensayo, he lidia-do principalmente con el aspecto intelectual del problema del mal. Existe, además, una cuestión emocional con la que no he tratado directamente. Me atrevería a decir que, al final del día, para la mayoría de las personas, el pro-blema del mal es más una cuestión emocional que racional. Para ellos, toda esta discusión puede resultar poco satisfactoria; su disgusto con Dios permanece intacto. Sin embargo, esto no debería sorprendernos, pues este ensayo no se presenta como solución para el problema emocional. Resolver ese problema necesitaría un enfoque diferente.

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Creo que, en su impulso original, el bien es algo que se presiente antes que algo que se

entiende; en otros términos, en su forma limi-nal, más parece una fuerza íntima que sacude a una persona sensible antes que una convicción apocalíptica. Debe ser por ello, también, que no está exento de una pulsión estética…

El mal es feo, por cierto. Pero no por lo que predican los salvavidas de plaza o los gober-nantes de púlpito; en estos casos, el efecto suele ser en realidad paradójico: el bien resulta impersonal, ajeno, insípido, desabrido… Ergo, la filípica religiosa o el sermón político, para un espíritu agudo, más parecen una incitación a consagrarse a los placeres orgiásticos o a de-fraudar los caudales públicos…

Nos referimos a personas sensibles –valga la precaución redundante–. No estamos en carrera electoral o en maratón celestial. No nos referi-mos al “bien” o al “mal” como anzuelo de cardú-menes hambrientos de prebendas o simonías…

Y cabe prevenir que lo examinado hasta aquí refuerza la necesidad del análisis filosófico; no se trata de pretender que las concepciones sobre el bien y el mal nacen y se agotan por generación espontánea, dejando de lado el cacumen. Al contrario, de lo que se trata es, precisamente, de dejar de marchar procesiones fariseas o de llenar cabildos chapuceros y de

ponerse a sentir y a pensar; de comprender… que las convicciones sobre el bien y el mal son el resultado de una emoción original y de una reflexión ulterior…

Emoción y reflexión, reflexión y emoción, sí, para que las valoraciones axiológicas dejen de ser imposturas colectivas y se conviertan en piel, claro… El bien y el mal, en esta sindéresis, sólo son convicciones auténticas en la medida en que logran hacer vibrar un alma singular –en la medida en que dejan de ser plegaria ovejuna o consigna militante–.

Si el bien y el mal tuvieran una naturaleza gregaria, hace tiempo que habríamos alcanzado la utopía celestial o el paraíso terrenal –ya lo dijo Horkheimer: “Cuando los hombres dejen de desfilar, entonces, también se realizarán sus sueños” –.

Finalmente, no es ocioso advertir que, en la veta filosófica de este artículo, sería un contra-sentido esperar que me aventure a especular sobre el contenido del bien. Pero, si me apuran, puedo sugerir una pista para conocer el mal: sigan el rastro de las multitudes, cobardes y anónimas…

De la naturaleza singulardel bien

Roberto Barbery Anaya

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El mal: entre la teología y la política

Marco Antonio Del Río Rivera

Introducción

El mal es el nombre sucinto para el dolor y el sufrimiento.

La vida humana está sujeta a las contingen-cias y la incertidumbre. Algunas situaciones son positivas, nos llenan de alegría y de esa elusiva cosa que a veces llamamos felicidad. Otras nos traen el dolor, el sufrimiento y, en extremo, la muerte. Son estas situaciones las que asociamos con el mal.

Las causas del sufrimiento, del mal, son diversas. Unas tienen su origen en la natura-leza. Otras en la sociedad o en las relaciones entre los hombres. En las primeras, tenemos situaciones de orden individual, que podemos pensar como accidentes o hechos fortuitos: el cazador que termina devorado por una bestia en el monte, el campesino que pierde el brazo o la pierna por el ataque de una serpiente, el niño que pierde la vida al nadar en las aguas de un río, la joven mujer que muere en el parto, el viajero que muere por la fiebre. Otras pueden ser catastróficas, y, ante ellas, los hombres se ven desnudos en su insignificancia: terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, las malas cosechas. En estos casos, sociedades enteras sufren la destrucción, tanto de vidas como de riquezas. Las familias lloran la pérdida de sus seres queridos, al tiempo que se abre ante ellos la urgencia de reconstruir sus vidas. Una ciudad podrá reconstruirse, pero las vidas de las per-sonas habrán quedado trastocadas y truncadas.

Pero también, y con mayor frecuencia en las sociedades civilizadas, el mal se deriva de la propia acción de los hombres. En la búsqueda del poder, la riqueza y el prestigio, el hombre es el principal agente del mal para su prójimo.

Por ello existen las guerras, los asesinatos, la tortura, las violaciones.

El mal como problema teológico

En los tiempos cuando los pueblos y los hom-bres tenían muchos dioses, el dolor y el sufri-miento, el mal estaba inscrito en la naturaleza de las cosas. Los dioses, o eran simplemente eran malos, o tenían pasiones humanas, y por ello hacían cosas malas. En la mitología del Antiguo Egipto, Seth es el dios de lo que no es bueno, de las tinieblas, del desierto, de la guerra y de la violencia. Por contraste, Osiris, el hermano de Seth, es el dios de la fertilidad, de las buenas cosechas, de la regeneración del Nilo; se convertirá en la deidad de los difuntos, luego de ser asesinado por su hermano. En el hinduismo, en un panteón de miles de dioses, se destacan tres: Brahma, el dios creador; Vis-nú, el dios preservador; y Shiva, el dios de la destrucción. De esta manera, en las religiones politeístas, así como se tienen los dioses de lo bueno, se tienen los dioses del mal.

Los antiguos griegos tomaron otra opción. Sus dioses, inmortales y poderosos, tenían caracteres y personalidades muy humanas, por lo cual se mostraban tan mortales como cual-quier ser humano. Zeus es un psicópata sexual, mientras que Ares es un psicópata homicida, y casi todos tenían una intensa y promiscua vida sexual. Eran muy propensos a la ira, y eran ven-gativos y rencorosos. Las diosas eran vanidosas y competitivas. Terriblemente humanos, usan a los seres humanos para sus peleas internas. En La Ilíada, los dioses se alinean con los ejércitos en guerra, protegiendo a sus favoritos y no du-

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dando en emplear el engaño o el soborno para lograr sus fines.

También el Dios del antiguo Israel mos-traba características muy humanas. De forma unilateral, había elegido al pueblo de Israel como su pueblo y, por ello, le sacaba de quicio cuando los israelitas le eran infieles, adorando a los dioses de otros pueblos. Así como pone a prueba la fidelidad de Abraham, exigiéndole que sacrifique a su hijo Isaac en una terrible forma de chantaje psicológico, no duda en pe-dir la destrucción de los pueblos vecinos hasta el exterminio. Disfruta de la sumisión de sus fieles, y es cruel y terrible con los que considera sus enemigos.

Es con el triunfo del cristianismo cuando la existencia del mal deviene en un problema teo-lógico de la mayor envergadura. Al proclamar el monoteísmo en una escala sin precedentes, fusionando la doctrina de un rabino llamado Jesús con la especulación filosófica griega, el cristianismo, platónico primero y aristotélico después, deberá enfrentar y justificar el mal en el mundo.

Se trata del conflicto de tres proposiciones que el cristianismo monoteísta considera ver-daderas: 1) Dios en omnisciente, 2) Dios es omnipotente y 3) Dios es bueno (y se entiende que ama a sus criaturas). Si estas tres propo-siciones son verdaderas, cabe preguntarse por qué hay tanto dolor y sufrimiento en la vida humana. Se trata de un reproche: si Dios ama a sus criaturas, ¿por qué no impide que sufran, o porque no lo ha impedido?

Desde san Pablo, y llegando hasta la pode-rosa inteligencia de santo Tomás, la respuesta a esta terrible pregunta ha tomado dos líneas de argumentación, que son complementarias. Una, la idea y premisa del pecado original; la otra, la idea de la libertad que otorga Dios a los hombres a seguir sus instrucciones. En cierto sentido, Dios no quiere autómatas que respe-ten sus leyes, sino hombres y mujeres que, en el pleno ejercicio su libertad, deciden respetar sus normas. Pero, claro, si no hacen la lección correcta, deben asumir las consecuencias, que son el mal y la muerte. Así, Dios, al buscar la perfección de sus criaturas (seres libres), se ve

obligado a introducir el mal en su creación. Pero el mal entra por la mala elección de los hombres. Para esta línea argumental, el mal es el resultado de la libertad humana. De esta forma, Dios sale bien librado del problema.

En rigor, el problema del mal es un desafío frontal a la teología cuando se considera el mal, digamos, de origen natural. ¿Cómo en-tender que Dios haya permitido que más de 280.000 personas hubiesen sido víctimas de un maremoto que afectó Indonesia, Tailandia, Malasia, Bangladés, India, Sri Lanka, el 26 de diciembre de 2004?

El mal como patología psicológica

Con Peter O’Toole y Omar Sharif en los pa-peles protagónicos, la película La noche de los generales (1967), dirigida por Anatole Litvak, aborda las oscuras dimensiones del mal, diga-mos de origen humano o social. El filme narra la historia de un general nazi (el general Tanz) que, al tiempo que bombardea el gueto de Varsovia, en las noches es un serial killer que asesina prostitutas.

El mal que los hombres se hacen los unos a los otros puede tener dos dimensiones. Una, personal, individual: es la situación donde un hombre o mujer causa dolor y sufrimiento a otro. La otra, cuando un grupo humano decide causar mal a otro grupo. La expresión nítida del primero es el asesinato; la del segundo, por siglos, se pensó que era la guerra, pero hoy sa-bemos que es el genocidio. Ambas plantean el problema filosófico del mal.

Populares series de televisión como Criminal Minds (de la cadena CBS) han popularizado el tema del psicópata asesino. Por su parte, Discovery Channel sacó su serie Dementes, con documentales sobre casos reales de asesinos en serie. Y del contraste se observa que la realidad jamás está a la zaga de la imaginación.

En esos casos se plantea el problema de cómo ciertas personas desarrollan personalidades y sentimientos que siente el imperativo de hacer sufrir al próximo, llegando en muchos casos al asesinato. Para cualquier persona común, la historia de Jeffrey L. Dahmer (1960-1994) es

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moralmente inquietante, además de repulsiva. Llamado el Carnicero de Milwaukee, entre 1978 y 1991, fue responsable de la muerte de diecisiete varones, con cuyos cuerpos además práctico la necrofilia y el canibalismo.

Los estudios de psicólogos, psiquiatras y sociólogos suelen entender que este tipo de conductas antisociales son resultado de pro-blemas mentales o de infancias de abuso, de padres o madres dominantes, de familias des-estructuradas. Pero, más allá de esta suerte de explicaciones, se mantiene la pregunta por la responsabilidad personal del sujeto.

La víctima del serial killer es el clásico ejemplo de estar en el lugar inadecuado, en el momento incorrecto. El psicópata busca una presa, pero, en muchos casos, su encuentro está sujeto al azar. Pero hay otras situaciones donde el mal acecha en la vida cotidiana. Dos conductores tienen un incidente de tráfico, se van a las manos, y uno de ellos acaba con la vida del otro a puñetes y patadas. Dos vecinos tienen una discusión por un tema tonto de vecindad, pero luego uno de ellos asesina al hijo del vecino como venganza. Hay, por supuesto, los asesinatos por motivacio-nes económicas, para robar, recibir la herencia, o cobrar el seguro; sin embargo, desde el mo-mento en que estos tienen una explicación que hoy entendemos como tal, nos inquietan, pero no nos cuestionan. En cambio, cuando el mal no tiene esas motivaciones tan nítidas, y parece gratuito, o absurdo, es cuando al rechazo moral se une la inquietud moral, que tiene, aunque nos cueste trabajo reconocerlo, algo de inquie-tud metafísica. Intuimos que hay algo que está mal en el diseño del universo que permite que ocurran esas cosas.

Los hombres de antes no tenían ese des-asosiego. El loco asesino, o explosión de una ira criminal en el vecino, se explicaba por la existencia del demonio. Así, la personalización del mal en un ente metafísico como el diablo, el demonio, etc., permitía a las sociedades del pasado procesar sin mayor drama esos hechos inquietantes. Hoy, en sociedades secularizadas, y donde el demonio se ha esfumado, el mal, ya sea que tome la forma del asesino en serie o el muchacho que mata a una mujer embara-zada por robarle unas monedas, nos causa una

profunda inquietud metafísica. La pregunta “¿por qué pasan estas cosas?” permanece sin respuesta.

El mal como política: de la guerra al genocidio

Como ya se recordó, en La noche de los ge-nerales, el general Tanz es un serial killer en su tiempo libre, pero es un irreprochable general en su vida cotidiana. Aquí utilizo la imagen del general alemán en una doble función: como militar, hombre formado para la guerra, pero también como hombre de los aparatos represi-vos del Estado, y que, en el caso de la Alemania nazi, llevó adelante el exterminio de más de diez millones de personas en las cámaras de gas, y por otros medios.

La guerra es el mal absoluto de un pueblo contra otro pueblo. En las sociedades mo-dernas, de un Estado contra otro Estado. En cambio, el genocidio es el mal absoluto de un Estado contra una parte del propio pueblo, el gobernante que decide destruir a una parte de sus súbditos, o de sus ciudadanos. Durante siglos, se pensó que la guerra era el mal ab-soluto. No, no lo es, pues el pueblo agredido puede practicar la guerra de defensa, con más o menos probabilidades de éxito; en cambio, en el genocidio, la estructura organizada de repre-sión y violencia del Estado se pone en marcha, y cuenta, hay que decirlo, con el principio de autoridad, que genera la obediencia de los asesinos y torturadores, y también se aprovecha de la obediencia de la víctimas, quienes, como ganado, son llevados al matadero. Esto hace del genocidio el mal absoluto.

John Kekes, en Las raíces del mal, estudiando diversos casos, identifica seis causas para el mal: la fe (la cruzada de la Iglesia católica contra los cátaros y los albigenses), la ideología (el Terror en la Revolución francesa), la ambición (el caso de Franz Stanl, oficial nazi que administró el campo de exterminio de Treblinka), la envidia y el resentimiento (Charles Mason), el honor (policías y militares argentinos en el “Proceso”), y el aburrimiento (el caso de John Allen). Esta tipología resulta útil, pues la guerra y genocidio suponen una élite que toma la decisión, y una

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estructura burocrática que opera y da curso a la decisión. Hitler tenía un odio ideológico a los judíos, pero, para que la “decisión final” se im-plemente y tenga éxito operativo, se necesitaba de miles de personas, comunes y corrientes, que la hagan realidad, personas obedientes de la ley, miembros respetables de su comunidad y, en muchos casos, ejemplares padres de familia.

La frase “los sueños de la razón producen monstruos” se puede interpretar en dos senti-dos. Uno, cuando la razón duerme, se desatan las fuerzas de lo irracional; dos, cuando la razón duerme, en su sueño puede imaginar utopías, que luego, ya despierta, tratará de ha-cer realidad a toda costa, y a cualquier precio. En ambos casos, bajo los dictados de la fe o impulsados por los ideales de la razón, quienes gobiernan los pueblos pueden hacer realidad el mal, en sus formas más variadas y terribles.

El siglo XX ha puesto en evidencia el caso del gris burócrata que, amante de la eficiencia administrativa, puede organizar la muerte de miles de personas, sin mayor escrúpulo, o sin mayores remordimientos de conciencia, y que además racionalizan la situación bajo el argumento de que “sólo cumplían órdenes”, como Franz Stangl u Otto Eichmann. Frente a estos sujetos incoloros, Hannah Arendt, viendo el juicio de Eichmann en Jerusalén, acuñó la expresión “la banalidad del mal”. Si conside-ramos las causas identificadas por Kekes, evi-dentemente, el mal que materializa el funcio-nario diligente y comedido puede responder a diversas motivaciones, entre las cuales destacan la ambición, la envidia y el honor (entendido como la aceptación bien intencionada de la ra-cionalización dominante). En todo caso, causas que demuestran un débil carácter moral.

No cabe duda de la relevancia de la respon-sabilidad personal de ciertos individuos en la materialización del mal. Se trata de terribles crímenes que han pasado a la historia por los hombres que los promovieron y decidieron hacerlos realidad. Hitler y Stalin fueron los responsables de millones de muertos, y eso es indudable. Lo mismo que otros tantos tira-nuelos y dictadores en el ancho mundo, y en la larga y triste historia de nuestra especie.

Pero sería un error o, en todo caso, una visión parcial enfocarse sólo en las responsabilidades individuales. Los simples números del siglo pasado, de los muertos y de los millones de personas que vivieron terribles experiencias por las guerras, o los genocidios, muestran que los Estados tienen mayor capacidad de produ-cir dolor y muerte que cualquier terremoto o erupción volcánica. Si alguien puede producir el mal a gran escala ya no es la naturaleza, sino los Estados. O sea, el mal en sus más terribles dimensiones es obra de los hombres, y del jue-go de la política en particular. Así, el problema del mal, hoy, antes que un problema teológico, es un problema político e inquietantemente de gestión pública.

En definitiva, el problema del mal en los tiempos modernos es cómo organizar los Esta-dos de tal forma que la capacidad para hacer el mal que pueden llegar a tener los gobernantes pueda estar sometida al bozal de la ley, de for-ma realmente efectiva.

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El marqués de Sade, en La filosofía en el tocador, mediante Dolmancé, describe a la

mujer como un ser cruel por naturaleza. Ya sea por su sensibilidad e imaginación, dice, basta ver cómo acuden a observar los duelos, comba-tes de gladiadores, batallas, etc. Nombra algu-nos ejemplos de crueldad femenina: Zingua, la Reina de Angola, que inmolaba a sus amantes después de gozar con ella; Zoe, mujer de un emperador chino, que disfrutaba de ver sacrifi-car delincuentes y esclavos mientras jodía con su hombre; Teodora, la esposa prostituta de Justiniano, que gustaba de ver hacer eunucos; o Mesalina, que se masturbaba mientras, por los mismos procedimientos, agotaba hasta la muerte a los hombres. Dolmancé explica esto mientras Eugenia se masturba escuchando sus historias.

No es mi intención defender esa teoría, po-nerla como verdadera o falsa; solamente la ex-pongo como una recurrente forma de presentar a la mujer en el mundo de las ideas como un ser del disimulo, la falsía, la infidelidad, la traición, la ingratitud, etc., como diría Arthur Schopen-hauer en El amor, las mujeres y la muerte.

Reflexiones al respecto se han escrito desde Aristóteles hasta Thomas Bernhard, quien, por cierto, en Limitaciones de las mujeres, niega que las mujeres hayan sido oprimidas y degradadas por los hombres: “Con la misma justificación se podría decir que, durante siglos, los hom-

bres la han puesto por las nubes… ¡Relea la literatura! Leerá siempre sobre la mujer, ese ser grandioso y maravilloso, y la mujer a la que se adora, y ante la que uno se arrodilla, y la mujer, y la madre y todo eso…”. Esa glorificación no la ha alcanzado el hombre, como hombre, salvo Dios; empero, fuera de esa excepción, ¿dónde está la opresión de la mujer si la madre es la reina y la hija es la princesa de la casa?

En Ibis, de Vargas Vila, se sustenta la idea de que la mujer es la causa de la destrucción moral y física del hombre, desde Eva, Lilith, Salomé. Así, Teodoro, el personaje principal de la nove-la, desobedece las enseñanzas del maestro y es seducido por Adela. Éstas son páginas repletas de erotismo, lujuria y muerte. La influencia notoria de Schopenhauer y el Nietzsche de Así hablaba Zaratustra están presentes. En la cinematografía, la obra de Luis Buñuel tiene estos elementos, como la historia de la gitana Carmen, en donde hallamos hombres perdidos por mujeres malas.

Por último, en Bolivia, tenemos a Claudina, la “Miskki-Simi” de Los Andes no creen en Dios, obra de Adolfo Costa Du Rels, una chola seductora que destruye emocionalmente a Joa-quín Ávila, con sus dotes de hembra fatal.

La maldad en la mujerLuis Christian Rivas Salazar

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Escandalizarse de un hecho, comentar lo infame que ha resultado y condenar al

malvado, en ningún momento, es una razón para pensar que nuestro interlocutor es im-perativamente mejor persona que el culpable de aquella mala acción que ha desencadenado todas esas expresiones verbales, y paraverbales. Que usted, estimado lector, se haya manifesta-do de igual modo en ciertas ocasiones tampoco lo deja inmunizado.

Sucede que nuestra memoria es fantástica. No existe nada que la supere cuando se disputa con la razón. Es capaz de anularse a sí misma para evitar nuestra frustración y asumir que, por más noble o ajustada al deber que parezca nues-tra acción, la realizamos por maldad, egoísmo o por alguna carencia; y así, superando al poder de cualquier dios, transforma la realidad. La puede transformar hasta el desvarío, como bien diría Schopenhauer: “La locura viene como un medio de evitar la memoria del sufrimiento”.

Quien conozca la historia relatada en el libro La naranja mecánica sabe que el personaje principal es un joven sin otro fin que el ocio y actividades transgresoras de la ley. Es llevado a la cárcel y, luego, sometido a un experimento debido a sus conductas de frenesí, violación y asesinato; sin embargo, el experimento tenía sus fundamentos en el conductismo, por lo que la garantía de que este individuo no incurriera en la repetición de los, en otrora, terribles actos era una reacción física que le impedía responder a determinados estímulos. Si lo agredían verbal o físicamente, no actuaba con ferocidad, sino concentrado en la pelea con su propio cuerpo. La historia da un giro: nuestro muchacho acepta una propuesta del Gobierno, en ese momento muy complicado po-líticamente por el experimento en cuestión, a fin de sentirse seguro y gozar de ciertos privilegios; al hacerlo, no sintió ninguna dificultad orgánica. La conciencia no se puede someter a ninguna terapia conductista, lo que implica un proceso interno. Ello permite recordar el mito del Fedro de Platón, donde el jinete dirige dos corceles, uno representa el bien y el otro, el mal. Cuando se presenta la

lucha entre ambos, quien los dirige entra en una lucha para equilibrarlos y conducirlos. Esta lucha solo puede producirse en la conciencia.

La preocupación sobre el mal está presente desde los tiempos más remotos. Se trató en diversas corrientes filosóficas y religiones al hombre como un ser de bondad, en el que el mal solo tenía cabida como algo externo. Fue Thomas Hobbes quien, en sus preocupaciones por la formación de una república eclesiástica y civil, se interesa por el estudio del hombre y admite el mal en su propia naturaleza. Pero no le basta con aquello, sino que señala que el mal es necesario para su progreso, puesto que, sin el mal, no podría aquél desarrollar todas sus potencialidades; con todo, reconoce que hay que regularlo. En esta misma línea, Nietzsche nos dice lo siguiente: «El mal es para el bien lo que la variación es para la herencia, lo que la innovación y el experimento son con respecto a la costumbre; no puede sobrevenir un desarrollo sin una violación casi criminal de lo precedente y del “orden”. Si el mal no fuera bueno, ya habría desaparecido». Sin duda, Nietzsche deja de lado esa visión maniquea de la existencia, donde las acciones y las cosas son solo buenas o malas; existe un más allá del bien y del mal.

Por otro lado, vale la pena expresar que, según las concepciones que tengamos de la naturale-za del hombre, del bien y el mal, no solamente cambian nuestros juicios personales respecto a cualquier cosa o situación, sino que el propio Estado efectúa su regulación, otorgando a sus acciones mayor o menor libertad, hasta ser ca-paz de considerar si alguien no merece la vida o en qué condiciones la desarrolla. Pero solo juzgamos en base a lo que es perceptible; no podemos ser testigos de los procesos internos del individuo ni conocer el móvil que ha servi-do de guía para esas acciones. En cuanto a esto, Denis L. Rosenfield hace el siguiente cuestio-namiento: “Cómo conocer la intención que ha presidido la acción, puesto que una buena ac-ción puede causarle daño al prójimo, mientras una acción intencionalmente mala puede estar,

El mal de Eróstrato

María Claudia Salazar Oroza

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desde el punto de vista de la legalidad externa, de acuerdo con los valores morales y jurídicos, de una comunidad o de una sociedad, sin des-cubrirse por ello su fondo”. Y es que no existe mejor cómplice para el mal que las mismas normas, prejuicios, convenciones y la moral; así se obnubila a los otros e incluso conseguimos seguidores a los que ya no les interese escudri-ñar con mayor cuidado y atención.

En esta búsqueda sobre la naturaleza del hombre, no solo la filosofía se ha visto envuelta en diversas tareas; la ciencia también ha puesto sus conocimientos en tratar de obtener algunas precisiones. El experimento de la cárcel de Stanford, liderado por Philip Zimbardo, reclu-tó a jóvenes que fueron sometidos a diversas pruebas psicológicas. Se necesitaba que fueran diagnosticados como personas sanas, inteligen-tes y de clase media. Una vez seleccionados los participantes, se les designó roles de policías y reos. Para que cada uno sintiera como real lo que sucedía, temprano, por la mañana, se los transportaba en vehículos de la policía desde su casa hasta un lugar que fue adaptado como prisión para estos fines. A los que fungían de reos, se los desnudó, espulgó con un espray para quitarles gérmenes o piojos, revisó sus pertenencias, rapó y uniformizó con un vestido (no llevaban ropa interior) para humillarlos. Además, se les puso un número y cadenas en los pies. Los prisioneros hicieron su primera rebelión y los guardias, vestidos de caqui y con gafas oscuras, para evitar que les hicieran daño, comenzaron a portarse agresivos, al pun-to que llegaron a realizar prácticas similares a las de cualquier campo de concentración. Los convictos se sentían cada vez más culpables y delincuentes, estando convencidos de que necesitaban abogados o escapar de la correc-cional. El experimento llegó a un nivel incon-trolable y tuvo que abortar. El mismo líder del experimento indicó que estaba sorprendido de sí mismo al negarse a concluir el estudio y buscar la manera en que estos presos no pu-dieran escapar o salir, a pesar de los excesos ya generados. Estaba más preocupado en asumir su rol como intendente de la cárcel. Cuando cada uno de los participantes miró las graba-ciones del experimento, ninguno podía creer lo que había hecho y en qué se había convertido. Uno de ellos dijo: “Pensaba que nunca sería

capaz de eso”. Contrariamente a sus creencias previas, el mal los había tenido como artífices.

Desde la historia, recogeremos un ejemplo estremecedor. Adolf Eichman fue un hombre del que su padre estaba muy preocupado: un mal alumno, no duraba mucho en los trabajos, no tenía ningún éxito en su haber ni ningún talento conocido. No obstante, se convirtió en un fiel cumplidor de las leyes, y no solamente con una actitud normal para con la familia y amigos, sino ejemplar. Nunca fue antisemita; al contrario, debía cierto favor laboral a un amigo judío de la familia. Pese a ello, fue el responsable directo del plan de los nazis para llevar a cabo el genocidio sistemático de la población judía europea durante la Segunda Guerra Mundial, principalmente en Polonia, y de los transportes de deportados a los campos de concentración alemanes. Trató de cumplir las órdenes a ca-balidad, ganando prestigio entre las SS nazis, siendo ascendido desde soldado raso a coronel. En el juicio al que fue sometido, luego de su captura en Argentina, se limitó a indicar que únicamente seguía órdenes y que su deber era cumplirlas a cabalidad. Para Hannah Arendt, filósofa alemana que escribió el libro Eichmann en Jerusalén, esto merecía la siguiente reflexión:

“Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso […]. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolu-tamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eich-mann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía […]. En realidad, una de las lec-ciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que to-dos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección; no una explicación del fenó-meno ni una teoría sobre el mismo”. Arendt señaló también que los juzgadores,

para mostrar públicamente que se había hecho justicia, debieron dirigir a Eichmann, entre otras, estas palabras:

“…has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la

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mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que, si estas te hubieran sido más favora-bles, muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal…”.No se trata de quitarle la responsabilidad a

este sujeto, sino de entender la interrelación entre la irreflexión, las circunstancias (éxito, fracaso, frustración, etc.) y la maldad. Aquí, puede considerarse asimismo al jinete de que conduce los corceles descritos por Platón, sea la razón entendida que contempla la naturaleza del ser humano, las particularidades propias, el entorno y nuestro rol en él. Es que Eichmann relata cómo se insertó en la realidad de esa épo-ca una nueva “jerarquía de valores en las SS”, en la que él trató de poner lo mejor de sí para seguirlas al pie de la letra y lograr lo que con las otras no pudo. Y es que la diferencia que hace a los héroes es su capacidad de sobreponerse a las condiciones externas y a sí mismos. Somos nosotros mismos nuestro reto más grande.

Los anteriores enfoques pueden asociarse con una reflexión que tiene origen literario. Sucede que Sartre escribió un relato al que ti-tuló «Eróstrato», en el que retrató a un hombre inútil para el sexo, sin capacidad para estable-cer vínculos primarios, que no gozó de logros que se tradujeran en su autorrealización y le proporcionen el reconocimiento social tan de-seado. Es así que consigue un arma con la que decide asesinar a tantos hombres como pueda y, en razón al odio que lo domina en contra del género humano, decide hacerlo al azar y, luego, huir con una sola bala con la que planea su muerte, a fin de privarlos de darle cualquier castigo y, gracias a ello, quedar en la memoria

de los demás. Sin embargo, es tanta su inca-pacidad que, después de un primer disparo, escapa hacia su departamento y, rodeado por la policía, vencido, se entrega a ella.

Es que, con seguridad, todos esos casos, sean ficticios o no, tienen en común al individuo que no ha desarrollado habilidades para la vida, haciéndolo más vulnerable para dañar al otro. La acumulación de fracasos, el insatisfecho deseo de ser valorados o la necesidad de poder contribuye aún más a que el mal se produzca. Tarde o temprano, con mayor o menor cuidado, aprovecharán las condiciones que le sean favo-rables, ayudando a generarlas si no están del todo dadas, y no tendrán medida ni escrúpulos. El mal se sirve de todas las obras y construc-ciones sociales realizadas por los hombres. Por ello, las formas del mal únicamente tienen los límites con que cuenta nuestra imaginación. Se alimenta de nuestras propias frustraciones, incompetencias y carencias. Se justifica en la razón, en el deber, en la moral, en la bondad misma, transformando al hombre en un ser irreflexivo y convencido de sus motivos. Ade-más que, cuando la mirada del otro es la que califica nuestros actos, no existe tal conciencia del mal; lo que existe es una estimación si el acto es valioso o no para algún fin.

Para terminar, no olvidemos que el hombre cambia, pero sus circunstancias también lo ha-cen. No existen los buenos y los malos; existen buenas y malas intenciones. Un hecho puede tener motores distintos de los evidentes. Por lo tanto, el ejercicio de la autocrítica debe ser constante, y no debe estar excluida la conside-ración de nuestra propia maldad.