PERCONTARI N5: El Fracaso

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1 PERCONTARI El fracaso Año 2 • Nº 5 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • mayo 2015 Revista del Colegio Abierto de Filosofía

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La frustración de no ser Descubrir lo que uno verdaderamente es, libre de poses y afectaciones, debe considerarse como una misión fundamental en la vida. Sentirse un individuo realizado, aspiración que será siempre meritoria, justifica el interés sobre tal cometido. Es un llamamiento que, exceptuando a quienes prefieren la más censurable mediocridad, nadie optaría por menospreciar. Desde los tiempos antiguos, quienes, como Píndaro, procuraron ilustrar al prójimo han pregonado que, sin el conocimiento de nosotros mismos, todo mérito resulta insuficiente para sustentar la satisfacción personal. Aun la proyección de nuestra existencia, algo tan propio del individuo sensato, preocupado por no irrespetar los derechos ajenos, demandará labores en ese campo. En consecuencia, mientras haya inteligencia, corresponde que hagamos lo posible por contestar una pregunta reflexionada por Bertrand Russell, Michel Foucault y otros pensadores de diversa línea: ¿qué soy?

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PERCONTARI

El fracaso

Año 2 • Nº 5 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • mayo 2015

R e v i s t a d e l C o l e g i o A b i e r t o d e F i l o s o f í a

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EDITORIAL

La frustración de no ser

Descubrir lo que uno verdaderamente es, libre de poses y afec-taciones, debe considerarse como una misión fundamental

en la vida. Sentirse un individuo realizado, aspiración que será siempre meritoria, justifica el interés sobre tal cometido. Es un lla-mamiento que, exceptuando a quienes prefieren la más censurable mediocridad, nadie optaría por menospreciar. Desde los tiempos antiguos, quienes, como Píndaro, procuraron ilustrar al prójimo han pregonado que, sin el conocimiento de nosotros mismos, todo mérito resulta insuficiente para sustentar la satisfacción personal. Aun la proyección de nuestra existencia, algo tan propio del indi-viduo sensato, preocupado por no irrespetar los derechos ajenos, demandará labores en ese campo. En consecuencia, mientras haya inteligencia, corresponde que hagamos lo posible por contestar una pregunta reflexionada por Bertrand Russell, Michel Foucault y otros pensadores de diversa línea: ¿qué soy?

Del reconocimiento de uno mismo, efectuado sin importar los juicios que son lanzados por el prójimo, surgen ideas, planes, pro-yectos relacionados con lo venidero. De este modo, regularmente, concebimos desafíos que deben asumirse, pues, si prefiriésemos su evasión, incurriríamos en un despropósito mayor: obstaculi-zaríamos la tendencia, el impulso que, fundado en convicciones e ideales, nos conduce hacia donde un fenómeno tan importante como nuestra felicidad es posible. Ello no quiere decir que, al promover el aliento a las inclinaciones personales, los logros estén garantizados. No se trata de amparar una postura consecuencia-lista, tan apreciada por el utilitarismo; sean favorables o adversos, los resultados jamás deben entenderse como indispensables para motivar esa búsqueda del fin que haría posible nuestra realización. En otros términos, el acierto no irrumpe para su reconocimiento cuando hay éxito o fracaso; la sola apuesta por existir conforme a nuestras premisas más profundas y, obrando así, agotar los años debe juzgarse honorable.

Pensar acerca del fracaso se constituye en una faena indiscu-tiblemente provechosa. Hay filósofos que, como Montaigne, Schopenhauer o Nietzsche, nos ayudan a entender su impacto en la vida humana, tanto individual como colectiva. En las siguientes páginas, esas reflexiones son enriquecidas merced a diversos crite-rios que, con seguridad, aportan al análisis del asunto ya señalado. Como suele pasar, esperamos que todos los textos sean dignos de su atención. Quizá, por la impagable indulgencia del lector, tengamos éxito en este quehacer.

E. F. G.

ColegioAbierto deFilosofía

Percontari es una revista del Colegio Abierto de Filosofía.

Filosofar significa estar en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda respuesta se convierte en nueva pregunta.

Karl Theodor Jaspers

DirecciónEnrique Fernández García

Consejo EditorialH. C. F. Mansilla

Roberto Barbery AnayaBlas Aramayo Guerrero

Alejandro Ibáñez MurilloAndrés Canseco Garvizu

IlustraciónJuan Carlos Porcel

Seguimiento editorialGente de Blanco

DL: 8-3-39-14

Colaboran en este númeroFernando Molina

Andrés Canseco GarvizuRenzo Abruzzese

Alfonso Roca SuárezCarolina Pinckert CoimbraLuis Christian Rivas Salazar

Christian CanedoLuis Alberto Roca

Marco Antonio Del Río RiveraChristian Andrés Aramayo

Emilio MartínezMaría Claudia Salazar Oroza

facebook.com/colegioabiertodefilosofia

[email protected]

Con el apoyo de:

Instituto de Ciencia, Economía, Educación y Salud

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Se dice que la ventaja del fracaso es que en-seña. Hay toda una teoría del conocimiento

que asienta el aprendizaje sobre la comisión de errores, que luego son corregidos. Este método, que se conoce como de “prueba y error”, forma una parte fundamental del ejercicio científico contemporáneo, al que, como se sabe, le debe-mos una multitud de éxitos en el control del entorno y, en última instancia, la primacía de la especie. De este modo tenemos que, en teoría de la ciencia, el fracaso forma parte indisoluble del éxito, es el medio de lograrlo.

Ahora bien, esto que resulta evidente en un plano transpersonal –el carácter finalmente bienhechor del fracaso– no ha cambiado la percepción negativa de este hecho, que se debe a sus muy distintos efectos en el plano personal, es decir, en longitudes temporales cortas. Visto desde el éxito, la larga serie de fracasos que lo hicieron posible son antecedentes y medios racionales, tienen una justificación; pero visto el fracaso desde el fracaso mismo, sin que ningún éxito esté en el horizonte y no haya ninguna seguridad de su aparición, difícilmente podrá considerarse algo positivo. ¿Cuántos científicos han muerto luego de que sus experimentos fracasaran una y otra vez, y por tanto sin poder ver que la teoría que defendían sería finalmente corroborada? Los experimentos fallidos de es-tos científicos podrán considerarse parte de una cadena evolutiva por quien los estudia desde la posteridad, pero no por quien no puede ubicarse en tan ventajosa posición.

A la inversa, a veces el éxito es ulteriormente refutado, por lo que el analista del futuro puede verlo con prevención, por haber estado enga-ñando a la ciencia por un tiempo, con el perjui-cio consiguiente. En cambio, como es lógico, sus artífices lo considerarán, en su propia época, de manera muy distinta.

El error racionalista consiste en marcar el fracaso con un signo positivo, dejando de lado

sus consecuencias emocionales, sociales, etc. Los filósofos racionalistas consideran el desarrollo objetivo del conocimiento como un proceso indoloro, universal y abstracto, y no toman en cuenta más que superficialmente, como meros obstáculos, los costos y los límites de este pro-ceso, que han sido ampliamente denunciados desde el siglo pasado.

Encontramos este mismo tipo de razona-miento en los desarrollistas y, en general, en los historicistas, para los que lo importante es que el progreso se dé, las fuerzas productivas se expan-dan o el destino de una nación se cumpla, mien-tras que el sufrimiento de los segmentos sociales perdedores, la disminución de la diversidad de la vida, el aplastamiento de las dignidades nacio-nales, todo esto resulta secundario. El éxito de la causa, la nación, el partido, justifica el fracaso de las otras causas, naciones y partidos… En todo ello se percibe la “arrogancia de la razón” (científica, instrumental o histórica), que es el pecado más característico de la sociedad moder-na. Estamos ante Marx diciendo que no puede oponerse a que los pueblos atrasados sucumban a la colonización de las sociedades capitalistas desarrolladas, porque tal es el proceso evolutivo “natural” y, por tanto, inevitable; y no tiene caso oponerse a lo inevitable.

La aproximación existencialista al fracaso, en cambio, concede a este una entidad propia, lo salva de su subordinación al éxito, del que constituyera un medio. Para el existencialismo, el fracaso deja de ser valioso por su relación lógica con el éxito, y lo es porque se origina en la libertad humana.

Como se sabe, la cuestión de si somos o no verdaderamente libres atraviesa la historia com-pleta de la filosofía. Los deterministas lo han negado argumentando que cada acto tiene una causa, y ésta, otras, de modo que el libre albedrío se torna una ficción: todo lo que se hace es un resultado de constricciones, no una decisión

El valor del fracaso

Fernando Molina

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genuinamente libre. Los existencialistas sostie-nen lo contrario: los seres humanos tenemos la capacidad de romper la cadena de causalidad, de responder al estímulo “A” con “X”, “Z” o cual-quier otra reacción. La prueba está en que nues-tros proyectos pueden fracasar. Si tienen éxito, en cambio, no prueban nada, ya que este éxito puede ser una demostración de su adecuación al entorno, que entonces podría estar determinán-dolos. Pero cuando nuestros proyectos fracasan prueban que fueron concebidos con indepen-dencia de ese entorno y esas determinaciones, y muchas veces en contra de ellas. Prueban la existencia de la libertad. El poeta ruso Iosip Brodsky dijo una vez que hay que ser “capaz de aceptar, o al menos de imitar, la manera en que fracasa un hombre libre. Porque cuando un hombre libre fracasa, no culpa a nadie”. Un hombre libre puede creer que su éxito estaba determinado por las circunstancias, pero acepta responsabilidad plena por su fracaso.

Ahora bien, si hay libertad en el fracaso, es lógico que la haya también en el éxito. Esto le da valor a nuestros aciertos, ya que los tenemos allí donde también podríamos fallar. Por tanto, no son solamente respuestas adaptativas, sino también hazañas de la voluntad y la razón. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en el racionalismo, en la concepción existencialista el fracaso ilumina al éxito, lo realza, pero no fun-ciona como un mero instrumento de este.

La posibilidad de fracasar provoca que la vida nunca sea totalmente racional o previsible. El fracaso establece los límites del conocimien-to y, en esa medida, funda toda un área de la realidad que está más allá de estos límites, que resulta inaprehensible por medios puramente intelectuales. Podemos tener hipótesis sobre por qué fracasamos (sobre ellas se erigen tanto las teorías del conocimiento como las diferentes es-cuelas políticas y psicológicas, es decir, en gene-ral, las ciencias pragmáticas), pero no poseemos ninguna certidumbre al respecto, porque de lo contrario nos corregiríamos y ya no fracasaría-mos. Todo lo contrario, en nuestra vida indivi-dual todos tenemos la amarga sensación de que siempre fracasamos más o menos del mismo modo, “tropezando en la misma piedra”, por de-

cirlo así, y de que la complejidad de los factores que en cada ocasión entran en juego nos impide desarrollar una estrategia preventiva adecuada. En filosofía de la ciencia contemporánea se dice que cada tipo de abordaje del mundo entraña una forma de acertar y otra de errar, y que, por tanto, el cambio de paradigma solo elimina un tipo de errores para remplazarlo por otro. Y en política, la suposición de que es posible y nece-sario eliminar el fracaso conduce al totalitaris-mo, es decir, a la regulación determinista de la sociedad. Porque, claro está, la libertad engendra fracasos…

Despojarse de la arrogancia de la razón impli-ca aceptar que el fracaso es parte inherente de la empresa humana. Una de las más importantes dimensiones de lo humano: el amor (principal valor, principal virtud, único proceso de comu-nicación de índole propiamente humana, único medio de “ser”, es decir, de darle sentido a la vida), es, sin embargo, un intríngulis imposible de controlar e incluso de analizar racionalmen-te. Para el amor se necesita emociones, pero las emociones no tienen un patrón para acertar o errar, son inconmensurables respecto de la verdad. De ahí que la plaga que de forma más amplia y virulenta ataca las relaciones sociales contemporáneas sea hoy el fracaso en el amor y el fracaso del amor.

Si partimos de la inevitabilidad del fracaso en la vida y la sociedad humanas, no nos propon-dremos medios para eliminarlo (por definición imposibles), sino para aceptarlo con sabiduría y para desarrollar nuestra resiliencia frente a él. Aceptar con sabiduría la inevitabilidad del fracaso es una de las razones por las que los modernos hemos inventado la democracia re-presentativa y liberal, aunque no puedo explicar aquí detenidamente la relación entre ambos hechos. Esta aceptación también está en la base del Estado del bienestar y otras construcciones políticas actuales. El liberalismo no existiría sin ella, que se halla implícita en su teoría de la superioridad del individuo falible sobre los expertos (el partido, la tecnocracia) para eludir la constante acechanza fracaso. Y en fin…

Si recordamos la teoría de la evolución, con-cluiremos que la ciencia tiene una buena imagen

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Hay debilidad por filosofar más sobre lo adverso y sombrío que acerca de lo posi-

tivo y provechoso. Se piensa más sobre los mo-tivos de un asesino que en los de un héroe; una guerra genera muchos más estudios y análisis que un periodo de larga paz. Lo mismo ocurre con el fracaso y el éxito. Más allá de las líneas que puedan dedicarse a estas cuestiones, el in-dividuo, en su vida diaria o en sus evaluaciones, no se interesa por desentrañar las causas o me-recimientos del triunfo ni de la naturaleza de la gloria alcanzada, hasta valoraciones éticas que-dan relegadas; el frenesí se lleva por delante la posibilidad de esas tareas. Sin embargo, cuando se ha caído en desgracia, cuando los objetivos no se han cumplido, se tiende a incurrir en lap-sos peculiares en los que la reflexión aparece. Así, por ejemplo, puede carcomernos la duda sobre si la culpa es de los errores propios, de la mano del prójimo o acaso del destino; puede atormentarnos la pregunta si la crisis es tem-

poral o si es una condena eterna; o puede darse inclusive un estado para cuestionar la propia existencia y el peso de seguir viviendo a plan de hundimientos.

Se encuentra entonces la primera utilidad de los reveses: así como la idea de fallecer, la frus-tración lleva a pensar y a ponerse en alerta ante el mundo y ante el tiempo. Sin la muerte, el fra-caso no asustaría tanto: los fallos de un dios o de varios son un suspiro, su eternidad les permitirá enmendar. Pero, si mi existencia como hombre tiene un fin, una caída en mis objetivos me ha arrebatado un intento, el esfuerzo y el tiempo, pues se habrán ido, además –si el fracaso se asi-mila con dolor– puede generar un desgaste en mis anhelos y mis proyecciones siguientes.

Conquistar todas las metas que se propone sería el sufrimiento más grande del hombre. No imagino una vida únicamente con trofeos, éxitos y caminatas por el boulevard llenas de alabanzas y felicitaciones sempiternas. Oca-

Breve radiografía del fracaso

Andrés Canseco Garvizu

Sólo somos nosotros mismos por la suma de nuestros fracasos.E. M. Cioran

de la vida como una secuencia y combinación de fracasos y éxitos, pero los filósofos y los ideólogos no siempre sacan las conclusiones pertinentes de esta imagen. Y es que, como seres humanos modernos, no podemos dejar de creer en la necesidad de manipular de alguna manera la realidad, a fin de reducir el margen de fallo e incrementar los aciertos, algo que en efecto hemos hecho en muchos casos por medio del aprendizaje, la experiencia y la tecnología. Pero esta actitud optimista no basta y, aún más, llevada al extremo, confunde. El fracaso, recor-

démoslo, es inevitable. No podemos dejar de lado, por tanto, el pensamiento premoderno, la filosofía estoica, la religión budista, en fin, las escuelas que nos piden tomar las cosas como son, o, más bien, reconocer que las cosas son así y, a partir de ello, evitar lo más posible que nos arrastren a la infelicidad y la muerte.

También fracasaremos en ello, claro está, pero quizá siendo exitosos en el modo de hacerlo.

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sionalmente, es necesario fracasar, arañar el lodo con furia y alzar la voz y el puño contra las divinidades y contra los otros hombres. No hace daño tener que unir pedazos de uno mismo para reconstruirse. Aunque los cánones han puesto al éxito como una necesidad cru-cial, no hay que olvidar que en toda acción hay mínimamente una probabilidad de fracasar por equivocaciones o por circunstancias ajenas; ningún éxito está asegurado.

Sucede que la idea del fracaso no es concilia-ble entre todos los hombres, no obedece a leyes rígidas evaluables universalmente. Un ladrón será visto como un fracasado por la sociedad, pero, al repartir el botín con sus cómplices, se sentirá orgulloso e incluso recibirá aprobación. Pensemos también en un maestro de música que ha perdido la posibilidad de ser músico profesional por un accidente, pero que dedica sus días y noches a la enseñanza de nuevos talentos; su primer propósito se desmoronó, teniendo entonces que modificar sus metas para eludir el fracaso.

La etiqueta del fracaso implica también una percepción social. Se puede ser entonces un errante frustrado ante los ojos de la ciudad, pero no tener ninguna inquietud para con uno mismo en la mediocridad; o viceversa, brillar como un triunfador lleno de reconocimientos y, por dentro, albergar un megalómano insacia-ble y obsesionado.

Lejos de aclararse, el panorama se complica más si analizamos las contradicciones internas. Una madre ha dedicado esfuerzo a criar a su hijo, a darle la mejor educación y a sanarlo de sus enfermedades; empero, cuando ya es un hombre, se vuelve un dictador genocida. ¿Cuál es la medida del fracaso de la madre? Le ha dado todo y por eso centenares han muerto. Por otro lado, el soldado, al sonido de tambo-res, marcha a la guerra; su sueño es volver a casa con su familia pero, si cae y fallece por el fragor de la metralla enemiga, también habrá cumpli-do su labor sin fracasar y se le hará homenajes absurdos que de poco consuelo sirven.

Nuestra identidad está marcada a fuego por los fracasos. No debe haber romanticismo que

arrebate la lucidez: las cicatrices, los traumas, los miedos, las derrotas y las vergüenzas sellan a una persona para el resto de sus días. Es así que, como Sísifo, el hombre se empecina una y otra vez en seguir con sus proyectos, esperando que cada vez la piedra no ruede de vuelta por la pendiente. Si asumimos como Nietzsche que la “madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño”, pienso que la alegoría del fracaso es la persistencia con la que el niño juega con pompas de jabón y corre tras ellas, se destruyen, crea nuevas y sigue con el ciclo.

Marchamos por un camino y vida llenos de frustraciones y de horizontes desalentadores. Irremediablemente, nos parecemos un poco al jinete del cuadro de Víktor Vasnetsov, Caba-llero en una encrucijada, y debemos reflexionar sobre la inscripción que él observa: “Si vas a la izquierda, perderás tu caballo. El camino del medio conduce al hambre y al frío. Si vas a la derecha, perderás tu cabeza”.

Si se advierte que siempre conviviremos con numerosos fracasos de diferentes proporciones, la preocupación que genera malograr empresas no debe tener tintes apocalípticos o paranoias aniquiladoras, mucho menos impregnar y demoler los demás campos de la vida que son un descanso para el alma torturada: un fracaso no me puede robar el gusto de una tarde en que llueve despacio y la hierba que adquiere un nuevo aroma... Reponerse, aprender y hasta escarmentar son sensaciones saludables para quien se precie de ser valiente en un mundo tan contradictorio y salvaje.

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Todo parece indicar que el poderoso influjo de un capitalismo triunfante ha excedido

los límites de lo previsible. Los avances cientí-ficos ya no tienen horizonte de finitud. Cuando los físicos descubrieron las primeras partículas subatómicas, hace apenas unas décadas atrás, no faltó alguno que declaró haber desentrañado las leyes de la materia y el universo. No hace mucho se reconocía oficialmente que el Bosón de Higgs constituía la “Partícula de Dios”: descifrarla es descubrir la física de la creación, las leyes de la creación del tiempo, el espacio, la materia, los hombres, la vida, la muerte y la nada. Paradóji-camente, por esa vía no logramos conquistar el éxito y la felicidad, sino a la inversa, el fracaso y la angustia: cuanto más cerca estamos del nuevo descubrimiento, de la última invención, de la conquista mayor, mayor es nuestro miedo, per-cibimos que el mundo es cada vez menos “nor-mal”, sabemos cada vez menos de él y, en contra de todo lo esperado, cada descubrimiento nos enseña que estamos mucho más lejos de saber dónde estamos, dónde vivimos, qué mundo nos depara el futuro. Probablemente por eso hoy nos es muy difícil pensar el devenir de forma “nor-mal”, imaginar una muerte “normal” o soñar una vida “normal”.

La normalidad se ha esfumado en el horizon-te de la simulación. Todos los indescriptibles éxitos de la humanidad se han vuelto en contra nuestra: a la muerte de la fe, le sirve la prótesis de la ciencia; al fin de nuestra intimidad, le cae muy bien la red social; a nuestra soledad, el Facebook; a la muerte, el clon; a la angustia, el terapeuta; la obsesión por la belleza ha trans-formado el cuerpo en una prótesis estética casi perfecta. En los hechos, para cada falencia, nos han dotado una prótesis a escala milimétrica-mente elaborada de manera que el éxito no es más, en última instancia, que la lujosa prótesis del fracaso en el anfiteatro de la simulación.

Esto ha llevado a la sociedad moderna a un problema medular: el fin de la realidad y el triunfo de la ilusión. La figura del héroe es mí-tica… una mera ilusión, y lo mismo pasa con la imagen del hombre valiente, honesto, solidario: hoy solo existe en pantallas HD tridimensio-nal. Para utilizar la aguda sentencia de Bau-drillar, “estamos en el grado cero” del añorado éxito de la especie, grado cero en el que nuestra existencia se ha adscrito de forma voluntaria al orden de los simulacros donde todos los fraca-sos parecen éxitos, y donde todos los éxitos solo son simulaciones, prótesis, dispositivos.

La exitosa producción social del fracaso

Renzo Abruzzese

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El fracaso es un entorpecimiento que puede caer sobre todo tipo de pretensión humana,

por muy sublime o buen intencionada que esta sea, y, por supuesto, la religión no es inmune al tropiezo. Es así que veo la necesidad de seña-lar lo que considero como una de las mayores debilidades de algunas de las iglesias cristianas de hoy: su apatía por lo intelectual. Este texto está dirigido a esos grupos que, buscando un mensaje simplista, apuntan y hacen abuso de las emociones, y ven la mente como un im-pedimento. Mi postura es que esta manera de pensar (o de dejar de pensar) no puede estar más distanciada de las verdades esenciales del cristianismo. Es por ello que resulta pertinente señalar que el cristianismo en sí mismo no es antiintelectual; más bien, son ciertos grupos que resisten el pensamiento crítico por temor a que sus creencias sean falseadas. Pero, si Dios realmente existe y es quien dice ser, ¿habría algo que temer?

Si bien es cierto que, en los últimos años, los evangélicos han crecido en número, su impacto en la escena intelectual, por el contrario, ha ido decayendo. Esto ha hecho que la cosmovisión cristiana pierda su credibilidad, pero no porque sea incoherente o no pueda ser defendida, sino porque el cristiano se ha retirado de la batalla intelectual. La fe ha sido relegada al ámbito privado, por lo que su influencia en los asuntos políticos, económicos, científicos y cultura-les de la vida pública ha ido disminuyendo. Amparados en ideas sin fundamento bíblico, los cristianos se han retirado de la cruzada de ideas y ya no tienen ningún papel en el aná-lisis o dirección del país. Urge cambiar esta situación; el cristiano debe ser capaz de usar su mente para analizar cuestiones de interés social, formulando preguntas como: ¿qué tipo de gobierno es más justo?, ¿a quién debería dar mi voto?, ¿qué tipo de inversiones contribuyen

al desarrollo de la comunidad?, ¿cómo debo entender los descubrimientos científicos sobre el universo?, ¿qué prácticas culturales dañan la dignidad humana?

Las iglesias han dejado de ser lugares donde uno pueda acercarse en busca de respuestas a los grandes interrogantes: ¿quién soy?, ¿cuál es el propósito de la vida?, ¿cómo entender el sufrimiento?, ¿qué es la verdad? La gente usa ahora los templos como lugares de socialización y de entretenimiento, sin ningún interés por cuestiones de relevancia mayor. “Liderazgo” es el único tema que se repite hasta el hartazgo en las conferencias. Desde esta óptica, lo que se quiere es encontrar nuevas maneras de aumentar el número de adeptos, pero ¿con qué propósito? La excusa repitente es que hay que salvar almas y, aparentemente, las cifras son todo lo que im-porta. El individuo se convierte en una reliquia de subasta que, una vez adquirida, es destinada a un estante para su exhibición sin atender en lo más mínimo a sus demandas existenciales. Os Guinness, hace más de 40 años, había notado esta decadencia cuando se preguntaba por qué se habla tanto de almas y tan poco de la persona completa. El ser humano es, entre otras cosas, un ser racional que, sin lugar a dudas, siente; pero también piensa, pregunta, duda.

Si partimos del hecho de que el cristiano dice tener la verdad, ¿cómo es que no se atreve a poner sus afirmaciones bajo el escrutinio del escéptico? Cuando Tomás demandó meter los dedos donde estaban los clavos de su Señor, la respuesta de Jesús no fue evasiva ni buscaba censurar su espíritu inquisitivo, sino lo invitó a examinar la evidencia por su propia cuenta. Muy por el contrario, en nuestros días, aquellas almas escépticas son vistas como una amenaza, y ocurre que o bien abandonan sus congrega-ciones, o bien son expulsadas de ellas.

El fracaso de la religión en el escenario intelectual

Alfonso Roca Suárez

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El mayor fracaso de los cristianos en esta época es haber permitido que el concepto de fe se entienda en oposición al de razón. Alister McGrath, historiador del pensamiento y pro-fesor de la Universidad de Oxford, comenta que “la tradición cristiana clásica siempre ha valorado la racionalidad, y no sostiene que la fe implique el completo abandono de la razón”. Cuando la fe se separa de la razón, se convierte en una fe ciega, se convierte en credulidad. Las personas crédulas terminan siguiendo el perni-cioso camino de la religiosidad y el fanatismo. Si se descarta la reflexión, se puede caer presa de individuos inescrupulosos que persiguen su propio bien. Bajo el cartel del cristianismo, hay quienes venden la prosperidad en un frasco de agua bendita traída del Jordán u otras ridicu-leces de peor calaña. Otros, que aún no aban-donan su búsqueda por lo espiritual, terminan seducidos por autores que, como Deepak Chopra o Rhonda Byrne, venden millones de libros, pero cuyos escritos carecen de un párra-fo coherente. Así también, quien no reflexiona sobre su cosmovisión pueda caer en el error de

rechazar fanáticamente cualquier idea en la que no haya sido adoctrinado o, por el contrario, aceptar cualquier tendencia moderna sin darle un minuto de reflexión.

Construir sobre los sentimientos es como construir sobre la arena. Mucha gente hace esto y, cuando la tormenta azota, enfrentan el fraca-so al ver su fe derrumbarse, pues carecen de un fundamento sólido que la sostenga. Apelar solo a los sentimientos es arriesgar la edificación. Por lo tanto, resulta apremiante combatir cual-quier ideología que incite al oscurantismo y al abandono de la reflexión. No cultivar el espí-ritu crítico es el camino más seguro al fracaso. Por otra parte, si bien es cierto que cuantiosas iglesias han fracasado en la vida intelectual, sobra decir que esto es una generalización que admite excepciones. Existen todavía quienes toman en serio las palabras de Jesús cuando dijo: “Amarás al Señor tu Dios […] con toda tu mente.” (Mateo 22:37)

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El fracaso y el camino hacia la resiliencia

Carolina Pinckert Coimbra

Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.Samuel Beckett

A diferencia de los anteriores temas abor-dados por Percontari, creo que en este no

es necesario empezar con una definición del tema central, pues pienso que, al leer la palabra fracaso, a todos se nos viene a la mente no uno sino un sinnúmero de imágenes y recuerdos de experiencias que, probablemente, hasta hoy, nos pueden evocar sentimientos desagradables, con cierta tensión física en la espalda, capaz de borrarnos el casual semblante, quizás alegre, que podíamos tener antes de aventurarnos en esta reflexión.

El fracaso consiste en esa situación de falla que nos deja con la evidencia de que nuestro intento fue ineficiente y que nos hace romper con la ilusión de que sólo basta con desear algo y que ese algo se dará fácil. Se nos hace olvidar la sencillez y lo agradable de la dependencia que se vive al ser niños para más bien hacernos entrar en el terreno árido, pero fructífero, de la adultez que busca, con múltiples y creativas maneras, conducirnos a alcanzar cierto tinte de madurez. Es en este estadio de la vida donde aprendemos que un hecho exitoso no se logra con el mismo mecanismo que seguimos al ir al supermercado a comprar los víveres, dán-donos cuenta de la gran cantidad de variables que entran en juego para la culminación de un acontecimiento: situaciones del entorno, opor-tunidades, capacidades y, a veces, para mucho bien y a veces para fatídico mal, la participación de los demás.

Cada fracaso enseña al hombre algo que necesi-taba aprender.

Charles Dickens

Pero esta situación analítica no se da de mane-ra tan simple y llana, pues, en nuestros intentos, involucramos nuestro esfuerzo, expectativas y las más inocentes esperanzas, creando un te-rreno donde el fracaso cae como un violento rayo, partiendo la tierra mientras nos deja con nuestro dolor y frustración en carne viva. El fracaso no suele ser suave, o al menos rara vez lo tomamos como que lo fuera, por lo que sus efectos suelen generar una importante bifurca-ción en el camino de la persona que lo vive.

En virtud de lo anterior, una vía puede di-rigirnos a la tristeza, la negatividad, el resen-timiento y, para coronar la lista, el odio. Así, dejamos de buscar el éxito propio para simple-mente facilitar el sufrimiento ajeno, haciendo de nuestra existencia y sus acciones lo más improductivas y nocivas posibles. Al respecto, ejemplos históricos, sociales y políticos, entre pasados y actuales, sobran.

Un fracasado es un hombre que ha cometido un error y no es capaz de convertirlo en experiencia.

Elbert Hubbard

La otra vía de la bifurcación ya señalada puede conducirnos hacia el aprendizaje y el necesario cambio, a través de un análisis crítico de fallas y un replanteamiento de medios y objetivos, mientras que el fin inicial se mantiene o se transforma en búsqueda de mejores ideales. En consecuencia, el dolor genera esperanza y fuer-za en la recuperación del futuro. Los doctos en ciencias sociales han llamado resiliencia a esta compleja y alta situación humana.

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La palabra resiliencia tiene su origen en el término latino resilio, que significa volver atrás, volver de un salto, resaltar, rebotar. El término es utilizado para caracterizar a aquellas perso-nas que, a pesar de nacer y vivir en situaciones de alto riesgo, se desarrollan psicológicamente sanas y exitosas, tal como lo ha señalado Rutter. Cabe acotar que se ha entendido ese concepto como la “capacidad humana universal para hacer frente a las adversidades de la vida, supe-rarlas o incluso ser transformado por ellas”, en criterio de Grotberg.

Admira a quien lo intenta, aunque fracase.Lucio Anneo Séneca

Sin embargo, esa cualidad no llega como un espíritu que se apropia de nosotros de la noche a la mañana, solucionando cada dificultad que tenemos por delante, sino, más bien, es fruto de la incorporación de una perspectiva reflexiva a nuestra vida, junto con el desarrollo de virtudes como la fortaleza –que Platón, en La República, definió como el mayor don de los guerreros–, la perseverancia y, sin duda alguna, la convicción hacia nuestros ideales.

El fracaso fortifica a los fuertes.

Antoine de Saint-Exupéry

Si rebuscamos en biografías variadas, encon-traremos la descripción de ciertos personajes como predispuestos a ser muy cualificados y habilidosos para realizar cierto tipo de ac-ciones o encarnar determinadas actitudes: el sádico criminal, que “nació para matar”, o el venerable santo, que “siempre estuvo desti-nado para hacer el bien”. No obstante, desde mi humilde perspectiva, de quien cree en el buen juicio y la superación humana, estimo que todos los individuos tenemos en común la experimentación de distintos tipos de sufri-mientos, pero que no nos encontramos “pre-destinados” a nada, sino, al contrario, nosotros somos quienes tenemos las riendas de nuestra vida y el poder de decisión ante cada conflicto que se nos presente y, a través de cada acción llevada a cabo, es como promovemos cada episodio de nuestro presente que, con el pasar del tiempo, construye pieza a pieza nuestro destino.

Tú eres lo que es el profundo deseo que te impulsa.

Tal como es tu deseo es tu voluntad.Tal como es tu voluntad son tus actos.Tal como son tus actos es tu destino

Brihadaranyaka Upanishad

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Elogio del triunfo-fracaso

Luis Christian Rivas Salazar

El desarrollo vital de cualquier organismo admite dos categorías de desenvolvimien-

to: éxito y fracaso. Prácticamente, estamos arrojados a ser exitosos porque esa es la natura-leza de la supervivencia; de entrada, es un éxito estar vivos. Pero dichas categorías, lejos de ser meramente opuestas, como muchas personas pretenden, son complementarias: no puede existir el éxito sin el fracaso y este sin el otro. Las personas que pretenden tomarlas como totalmente opuestas suelen situar personas, empresas y acontecimientos, como totalmente exitosas o totalmente fracasadas; una manera maniqueísta de ver la realidad, cuando esta es más compleja de lo que aparenta.

Hoy en día, la mayor parte de la gente idola-tra el éxito, al extremo de rechazar todo lo que signifique fracaso, tanto como se huye de un leproso. Así, no escuchan música que no se ha catalogado como hit en rankings de medios de comunicación populares; las disqueras, como las editoriales, solo brindan espacios a personas consagradas, ni mencionar el cine, donde cada año se premian las mejores obras y se mencio-nan también los mayores fracasos anuales de taquilla.

En la obra de Mario Bunge llamada Elogio de la curiosidad existe una parte que se denomina «Elogio del fracaso», donde el epistemólogo nos dice: “…el culto del éxito es más peligro-so que la falta de ambición: si ésta lleva a la inutilidad, aquél va acompañado de la falta de escrúpulos”. Los medios para alcanzar el éxito están inflamados por sentimientos ambiciosos como combustible para lograr llegar lejos, su-perar e innovar; también, sin duda, cuando una persona no es ambiciosa, ni siquiera es atrac-tiva, pero la degeneración de ese sentimiento de ambición se mide por los medios que se

emplean para conseguir los fines. Los medios inmorales o ilegales que se utilizan para con-seguir metas descalifican los méritos supues-tamente merecidos; por ejemplo, una modelo que se entrega al productor para ser estrella de una serie televisiva o un político que asesina a otro para no tener oposición en las elecciones.

Por otro lado, si la historia muchas veces es el desenvolvimiento de la mentira, entonces, dice Bunge, en el texto ya señalado, debemos cuidar-nos cuando “los historiadores oficiales callan o al menos minimizan las derrotas”, peor aún si la cambian para convertirlas en victorias, porque los creyentes se dedican a adorar vellocinos de oro y dioses con pies de barro. Por eso debemos tomar con pinzas todo fenómeno exitoso.

Destaco que Bunge desarrolla su tesis de la siguiente manera: “…los tropiezos, caídas y fracasos que podamos tener a lo largo de nuestra vida son insumos necesarios para ir moldeando el éxito sostenible del futuro”. Si tomamos la filosofía del racionalismo crítico de Karl Popper, podemos estar de acuerdo con lo mencionado y entender el fracaso como una forma de aprendizaje; aprender del error, la epistemología evolutiva del ensayo-error, com-prender y aceptar que tanto el hombre como sus teorías son falibles. Por eso el camino del éxito estaría empedrado de fracasos, numerosos fracasos que nos conducen al éxito. Entonces, la dicotomía éxito-fracaso se mezcla y se funde para obtener distintos resultados.

En la película norteamericana Birdman, Michael Keaton interpreta a un actor de cine que en el otoño de su carrera se encuentra psicológicamente marcado por el éxito de su vida: interpretar al superhéroe Birdman. Esto le provoca su ocaso artístico; nublado por el

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fracaso, vive a la sombra de su anterior perso-naje. El personaje no supera ese logro con sus posteriores obras teatrales y, después de tocar fondo, renace como un Ave Fénix –mejor di-cho como un Birdman– para reconquistar el triunfo. Los superhéroes son fuertes y no se rinden, los guerreros mueren en el combate o abrazando la gloria. En Birdman, tenemos la secuencia éxito-fracaso-éxito.

Todas las personas filosofamos sobre esto, como filosofamos sobre la muerte en algún momento. Todos aspiramos al éxito. Los em-prendimientos nacen con el afán de crecer y no quebrar, así existe una demanda inagotable de literatura y motivación para teorizar cómo alcanzar las metas. Estas metas van desde las espirituales hasta las materiales: en el campo de las metas espirituales, están las promesas de una vida plena en el paraíso, o un estado de paz, has-ta honor, gloria y fama; mientras que las metas materiales se refieren a la obtención de bienes y valores que se acerquen a la riqueza. Todo esto relacionado con la felicidad y tristeza.

Vale la pena notar que las conductas y acti-tudes de los hombres son distintas en el asunto tratado. Existen los impacientes que quieren saborear inmediatamente las mieles de la feli-cidad que otorga abrazar el éxito, y se frustran al no poder alcanzarla y se rinden rápidamente; por otro lado, están los que entienden que el éxito se alcanza al término de una carrera sa-crificada, y comprenden que el éxito trabajado es más delicioso que el éxito fortuito.

Entonces no termina la competencia cuando te ponen de sobrenombre looser, sino más bien se inflama el combustible para buscar todos los medios para imitar, igualar y superar al que nos aventaja eventualmente. La vida es mucho más interesante con la combinación éxito–fracaso; de este modo, avanzamos o retrocedemos, pero avanzamos como avanza la ciencia cuando des-cubre sus errores.

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Éxito y fracaso son conceptos curiosamente reversibles. Más que antinómicos, como

parecen a la doxa, a la opinión común, son en realidad fases de un mismo ciclo, tan comple-mentarias como intercambiables. Vale decir que una suele conducir a la otra.

Clásico ejemplo de éxito que enmascara a la derrota es el del rey Pirro de Epiro, vencedor de Roma en la batalla de Heraclea, quien, al con-templar la devastación de sus ejércitos tras el combate, se dice que dijo: “Otra victoria como ésta y volveré solo a casa”.

Pero, más allá de su ironía, origen de la ex-presión victoria pírrica, según Plutarco (Vidas paralelas), este rey griego “ni por victorias ni por derrotas hacía pausa en mortificarse ni en ser mortificado”.

“Diferente compasión se vio en Himilcón”, dice Saavedra Fajardo en su Idea de un príncipe político cristiano, donde informa que este gene-ral cartaginés, “habiendo alcanzado en Sicilia grandes victorias, porque en ellas perdió mucha gente por enfermedades que sobrevinieron al ejército, entró en Cartago, no triunfante, sino vestido de luto, y con una esclavina suelta,

hábito de esclavo, y en llegando a su casa, sin hablar a nadie, se dio la muerte”.

Pero, si hay victoria que conduce al fracaso, hay también lo inverso: es la filosofía atribuida a Ho Chi Minh (“vamos de derrota en derrota hacia la victoria final”) y a Winston Churchill (“el éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin desesperarse”). Y aunque el primer ministro británico tenía su innegable veta de humorista, el general vietnamita hablaba muy en serio.

Hoy en día, los partidarios de la economía del conocimiento afirman que la innovación exitosa requiere de una previa cultura social de tolerancia al fracaso, que permita tomar riesgos en el proceso de ensayo y error. Así Andrés Oppenheimer, en Crear o morir, cita múltiples casos de pioneros del emprendimiento tecno-lógico, quienes, invariablemente, fracasaron incontables veces antes de consolidar avances trascendentales. Respalda su aserto el indus-trial japonés Soichiro Honda: “…el éxito es un 99 por ciento de fracaso”, mientras el genial dramaturgo Samuel Beckett nos aconseja: “Fracasa otra vez, fracasa mejor”.

Paradojas del fracaso y el éxito

Emilio Martínez

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Que el mundo fue y será una aporía ya lo sé,para Bertrand Russell y para William James.

Que siempre ha habido Oxford,comteanos y Wittgenstein, Duns Escoto y Descartes,Malebranche y Condorcet.

Pero que el nuevo siglo es un desplieguede clausura metafísica ya no hay quien lo niegue;vivimos revolcaos en un cosmos difuso y en una misma nada todos alienaos.

Hoy resulta que es lo mismo ser heideggeriano que neopositivista,atomista lógico, monistao escéptico a lo Pirrón.

Todo es equivalente, nada es ponderable,lo mismo un sofista que un gran deductor.No hay hermenéutica ni verificación,los amoralistas seudonietzscheanos nos han equiparao.

Si uno vive en la falaciay otro paralogiza su errorda lo mismo que sea pura, práctica o dialéctica la categoría de la Razón.

Que crisis axiológica,que irracionalidad,cualquiera es un Montaigne,cualquiera es un Platón.

Mezclaos con Spinoza van Aristipo y Bergson,Avicena y Thomas Hobbes, Carnap y San Agustín.

Igual que en el Diccionario irrespetuosode Ferrater Mora se han confundido las ideasy en flagrante contradicciónves yacer al Tractatus y a un fragmento de Zenón.

Siglo veintiuno, entelequiade problemática definición;el que duda no mamay el que no dogmatiza es un gil.

Filosofa no más, filosofa que va,que el noúmeno jamás vamo a encontrar.No infieras más, suspende el juicio,que nadie discierne el carácter innatode las virtudes cardinales.

Que es lo mismo el que postulahipótesis como un Dewey,que el repetidor escolásticoque está fuera del alcancedel imperativo kantiano.

Tango filosófico

Del libro Introducción al método de la noche, de Emilio Martínez

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Todo hombre está en llamas: es una antor-cha, una fuente de energía que se consume

en pos de sus propósitos (mayores o menores), el germen de todas las transformaciones que se dan en el tiempo. Su fuerza, sus músculos y sus lágrimas son el combustible que mueve su destino y el de los que vendrán después. Esa fuerza es equivalente al viento que sopla sobre la vegetación de los bosques, como el río, que fertiliza a través de su cauce, como el hambre voraz de una fiera tras su presa. Es por esto que no se debe menospreciar ni al más infame de los hombres, pues en él lleva el poder de un dios, una capacidad de crear y destruir a su antojo.

No obstante esa capacidad divina que poseen las personas, de forma adyacente se encuentra su naturaleza misma, su característica mortal y efímera, su condición de molde frágil, que-bradizo, susceptible a las mayores fatalidades y frustraciones posibles. Por lo tanto, todo lo que es producto de los hombres es en esencia una extensión de su cuerpo y su mente. Sus acciones e ideas pueden culminar o perecer subjetivamente fuera de todo control, en el fragor pavoroso del continuo espacio-tiempo (un parpadeo). El fracaso se alza ante los hom-bres como una prueba de esto, una grieta que salta inesperadamente para demostrar la falla intrínseca e inherente y para darle rostro a un mundo sin piedad.

Las acciones que realiza una persona a lo lar-go de su vida son pruebas del deseo primario y básico de destrucción y reconstrucción de un mundo mejor. En mayor o menor medida, detrás de toda conquista, y por tanto de cada derrota, está la vida otorgada, con sus días y sus noches. Además, por cada hombre vic-

torioso, hay uno vencido. Es que las acciones provocan reacciones y, de esta manera, se da inicio a la lucha, la confrontación (que es uno de los fundamentos y justificativos de la vida), se despliegan los designios de la diosa Fortuna y se alza la tierra para engullir los cadáveres desparramados.

Con respecto a las ideas, ocurre algo más curioso. Sucede que esas construcciones abs-tractas, amalgamas de pesadillas y esperanzas, buscan penetrar cuantos cuerpos y mentes sea posible, y pocas veces están destinadas a morir en el intento, pues, donde un hombre fracasa por sus ideales, otro está dispuesto a tomar la posta, como ciudades construidas sobre las ruinas de otras. Así, gangrenando generacio-nes hasta el fin de los días, nacen y vuelven a nacer los anhelos de la humanidad. Esto, por supuesto, no quiere decir que todas las ideas de los individuos tengan cabida en la Tierra o se les tiene prometida la eternidad; nada más alejado de la verdad. Las ideas, al igual que los hombres, deben ponerse a juicio, deben retarse a duelos interminables y, si son circunstancial-mente dignas, prevalecerán hasta que otras las reemplacen; de lo contrario, serán desterradas del espectro de lo “aceptable” o de lo “correcto”, dormitando en el imaginario universal hasta que, en algún momento y lugar, vuelvan a des-pertar.

Asumo (no sugiero absolutos) que todo hombre que aspire a la sabiduría y al éxito deberá tener puesta la vista en sus propósitos y en su mente, considerando inevitablemente la posibilidad del desastre. Todo debería ser previsto, incluso en lo prosaico, para llevar en paz la fiesta del ser; nada debe escapar de los

Humanidad en llamas

Christian Canedo

Se estiman los grandes designios, cuando uno se es capaz de los grandes éxitos.Conde de Lautreamont

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planes propuestos, las expectativas deben ser equilibradas y los aciertos o desaciertos deben tomarse, en la medida de lo posible, de manera sobria y reservada, pues la vida misma es una guerra y ninguna batalla es tan importante o valiosa para perder de vista la victoria total. La agitación y la euforia solo deberían tener cabida en el pensamiento previo y en la fijación de propósitos, proceso anterior al desenlace esperado, así será más fácil la asimilación del posible fracaso. Esto en ninguna forma sugiere que se realicen las cosas con pesimismo o des-dén, pues tales actitudes provocan indeseables desgastes e incluso podrían significar, en pri-

mera instancia, la no realización de planes va-liosos para uno o para muchos: lo que empieza muerto no tiene oportunidad sobre la Tierra y es bien sabido que nada en absoluto justifica la cobardía.

Sobre este escenario precario en el que ac-tuamos, es acertado decir que el fracaso existe, pero solo para justificar lo que llega a tener éxi-to, y que una persona puede fallar en mayor o menor medida, pero la humanidad no fracasará nunca.

El éxito y el fracaso son antinomias que en la realidad de cada persona tienen un

carácter relativo y hace parte del continuum de la vida, ya que las alternancias entre estas ideas representadas en las palabras son comunes a todos los seres humanos.

El fracaso no tiene un significado textual, sino que tiene un significado personalizado y siempre tendrá un carácter transitorio y efíme-ro. Es decir que el éxito o el fracaso requiere de un reconocimiento de quien está viviendo la situación, aplicando una interpretación propia, para que tenga alguna valía, y el reconocimien-to de la precariedad de la situación (no hay mal que dure cien años).

El maniqueísmo siempre será perjudicial porque hace una valoración antagónica o ex-cluyente cuando, en realidad, fracaso y éxito

son entidades conceptuales que a menudo van conectadas con alternancias temporales.

Dilthey, reconocido filósofo alemán, es-cribió que “la vida es una trama misteriosa de azar, destino y carácter”. Si es así, todo lo que el humano trata de asumir como propio, o relacionado con su responsabilidad, entien-de, equivocadamente, que tiene un carácter unificador del que carece, ya que el Destino estaría predeterminado por Dios (matrimonio y mortaja del cielo baja), el Azar provendría del entrecruzamiento del Destino propio y el de los otros (Azar) y el Libre Albedrío, que cada humano tiene, y, por tanto, habría un único elemento en nuestras manos (Carácter) para tener éxito o fracaso.

Vale la pena señalar que nuestra cita proemial del Quijote se justifica porque en esta aparece la palabra fracaso por primera vez en un escrito,

En torno al fracaso

Luis Alberto Roca

…hender Gigantes, desbaratar exércitos y fracasar armadas. Don Quijote

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a pesar que el castellano ya llevaba seiscientos años de crecimiento y evolución. Desde esta óptica, fracaso significaba semánticamente otro tipo de concepto que no es el que actualmente entendemos como fracaso. El vocablo éxito es mucho más nuevo, ya que aparece por primera vez recogido en el Diccionario de autoridades, precursor del Diccionario de la lengua española. Se aclara que Leandro Fernández de Moratín usa dicha palabra recién a fines del siglo XVII, con una forma actualmente en desuso, ya que habla de “éxito infeliz”.

Es preciso sostener que los valores que, en general, acompañan al éxito y al fracaso han variado de acuerdo con los tiempos pretéritos. Aún en la actualidad, tienen valores disímiles conforme a la sociedad en la que se usa o al grupo socioeconómico, encontrando formas distintas de valorar lo que abarcan semántica-mente estos vocablos. Por ejemplo, en épocas de guerras o de graves alteraciones sociales, el éxito puede darse en el suicidio/homicidio; asimismo, el que provoca la hecatombe puede ser visto o recordado como una persona exito-sa, aunque hubiese perdido la vida y hubiese provocado sufrimientos indecibles a su propia familia.

La fama y la fortuna son valores que, en ge-neral, las personas buscan, sin darse cuenta que casi siempre estos valores que abrazan como un acto de fe representan la antesala del fracaso, puesto que sabemos que las vidas de los ricos y famosos son tragedias de las cuales ya no pueden zafar.

La felicidad proviene de la práctica de las virtudes y, en vez de fama, sería más razonable buscar prestigio, que jamás nos lleva a ningún problema, y, en vez de fortuna, buscar un buen

pasar económico que nos asegure una vida con dignidad. Mutatis mutandi, el fracaso proviene de renegar de la ética de no ceñirse a valores perennes y ya se sabe que quien mal anda mal termina.

También tenemos que pensar que la felicidad humana es precaria y fugaz y se alimenta de fragmentos del tiempo donde sentimos aquello que entendemos como felicidad. El fracaso puede tener una permanencia más duradera y honda en algunas personas, pero es sabido que el aparato psíquico es poderoso y es capaz de cambiar fracaso con éxito, y se dice que cada fracaso es una gran oportunidad para conseguir el éxito.

Quién sabe si habría que cambiar la nomen-clatura para referirse a temas de carácter que tienen una complejidad abrumadora, y que se-ría preferible que usemos palabras que pierdan el carácter tremendo que tienen actualmente y, en vez de éxito, hablemos de logros, de conse-guir objetivos que nos hemos propuesto y, que en vez de hablar de fracaso, usemos palabras que representen la dificultad momentánea para conseguir un objetivo o que esta propia situación nos reconduzca a pensar en otra vía para conseguir lo que se busca o cambiar de paradigma para formar una instancia distinta donde la persona sienta realización.

Por último, vale la pena señalar que Jacobo Bernoulli elaboró una teoría matemática en el siglo XVII donde concluye que el éxito y el fra-caso son etiquetas para los resultados binarios y que no deben ser tomados literalmente cuando se trata de ideas o sentimientos. Conviene dar-se tiempo para reflexionar también sobre ese enfoque. Nuestro sosiego puede depender de aquello.

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Introducción Todos los días las personas se enfrentan al fra-caso, a la experiencia de que las cosas no han ido como esperaban. Así, hay quien fracasa en una relación de pareja, quien fracasa en sus estudios, quien fracasa en los negocios, quien fracasa en el rol de padre o de hijo. Fracasan las personas, pero también fracasan las empre-sas, los gobiernos, las organizaciones de todo tipo. En síntesis, el fracaso parece ser un dato más de la vida humana, otra de las alimañas que salieron de la caja de Pandora para nuestra infelicidad.

Sin embargo, junto a los fracasos de cada día, los pequeños o grandes fracasos que tenemos todos, se tiene la experiencia del fracaso como experiencia total, como realidad que marca una vida. Es el caso, cuando emitimos un juicio, feroz y cruel, del tipo “Pedro es un fracasado”, o, peor aún, cuando un hombre se mira frente al espejo, y luego de constatar las arrugas que surcan su rosto, la calvicie que avanza inexo-rable en su frente, con lucidez, pero con cierta angustia, considera que es un fracasado o un perdedor.

El tema toma relevancia, pues vivimos en sociedades donde la ideología del éxito es total. Desde pequeños, la sociedad y sus más o menos sutiles mecanismos de presión, y se-ducción, nos inducen a ser personas de éxito. Paradójicamente, quienes más nos aman más nos impulsan en esa dirección: todo padre es-pera que su hijo sea un estudiante ejemplar, el primero de la clase, el capitán del equipo de futbol, el director de la orquesta juvenil. La obsesión por el liderazgo.

La pasión por los deportes expresa esta pa-sión por el triunfo. Ganar el campeonato, ser el

primero de la liga, etc. Y en esto no hay medias tintas. Sacar la medalla de plata o la medalla de bronce es siempre una suerte de premio consuelo, donde quien la obtiene ve oscurecida la felicidad del logro por la sombra de no haber ganado el primer puesto: escenario perfecto para que florezca la triste flor de la envidia.

Mas basta pensarlo un poco para caer en cuenta que esta obsesión por ser ganador es un absurdo. En un curso de veinte estudiantes, solo puede haber un primer mejor lugar en las notas, necesariamente diecinueve no deberán ocupar ese lugar. Así, la gran mayoría muy pronto va asimilando que el primer puesto es para otro. Pero, por los mecanismos de la vida social moderna, el oscuro y anónimo hombre de la calle se siente parte del equipo ganador cuando su escuadra gana el campeonato depor-tivo: grita como energúmeno y se emborracha de felicidad. Asume el triunfo de otros como propio, y eso le permite un momento de luz en la oscuridad de su vida cotidiana. Por un momento al menos, ha dejado de pertenecer al mundo de los perdedores.

¿Qué podemos decir sobre el fracaso? El protagonista de la novela Número cero, il sig-nore Colonna, de Umberto Eco, un sujeto que ha llegado a los cincuenta años, se percibe como un perdedor. Por medio de tal personaje, el maestro Eco expresa algunas ideas sobre el tema del fracaso, y del perdedor, que se exponen a continuación. Todas las citas sin referencia que aparecen enseguida son de tal obra.

Los fracasadosAl término de la infancia, el joven imagina el hombre que será en el futuro. Y en esto existe el peligro de la desmesura: que su ambición des-

Apuntes para una ontología del fracaso

Marco Antonio Del Río Rivera

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borde las condiciones de su realidad e imagine un futuro imposible. La aspiración a lo despro-porcionado es la mejor condición de existencia del perdedor.

Cuando vives cultivando esperanzas imposibles, ya eres un perdedor. Y cuando te das cuenta, te hundes.

Las personas razonables, y emocionalmente sanas, habrán de ir corrigiendo el alcance de sus metas en función de los logros efectivos, de las realizaciones alcanzadas. Con realismo, irán ajustando sus aspiraciones al entorno en que se mueven. Tales personas tendrán fracasos a lo largo de su vida, pero no serán jamás perdedo-res. Podrán afrontar un divorcio, podrán que-brar su empresa, pero sabrán extraer las leccio-nes pertinentes. Al final de sus vidas, sumarán logros y eventuales fracasos, pero el balance será positivo y satisfactorio. En cambio, quien aspira a grandes cosas, a quien el amor propio impo-ne la obligación de alcanzar y realizar grandes cosas, quien tiene aspiraciones de trascendencia cuenta con dos posibilidades.

Una posibilidad, la que aumenta las probabi-lidades del éxito, es orientar su vida y su acción al logro de sus objetivos. Como caballo cochero, debe orientar su carrera hacia sus objetivos, sin mirar a un costado, sin distraerse en otras cosas. Una suerte de hombre unidireccional. Al final, una vida simple. Hay una alta probabilidad de que alcance el éxito, pero, un minuto después de la satisfacción del logro, vendrá la constatación de que los costos de oportunidad fueron muy altos. En el éxito siempre hay algo de victoria pírrica.

Otra posibilidad nos muestra quien, con el pecho inflamado por la ambición, sin embargo, va viviendo como todos, conformándose con los pequeños logros que permite la vida cotidiana. La realidad va imponiendo sus restricciones, y modestos éxitos se suman con los pequeños fra-casos, pero luego, pasada cierta cantidad de años, al hacer un balance de vida, el sujeto recuerda las aspiraciones de su juventud, y descubre la enorme brecha que hay entre lo que ha logra-do y sus antiguas aspiraciones. Él, que estaba llamado a liberar naciones, comandar ejércitos,

acabar con la pobreza de los pueblos, ser el pre-sidente ejecutivo de una empresa transnacional, escribir decenas de libros, hacer grandes descu-brimientos científicos, dirigir orquestas o ser el mayor violinista de la historia, sabe que sólo es el tercer violín de la orquesta del pueblo, que no ha logrado publicar ningún artículo científico en ninguna revista de prestigio, que es propie-tario de una pequeña importadora de llantas, que sólo ha publicado un libro de cuentos sin pena ni gloria, que es un simple funcionario de una ONG, que es oficial de rango medio en una guarnición de frontera. Se mira en el espejo y se reconoce como un perdedor. Pero el drama no es lo que ha alcanzado, pues miles de hom-bres sólo pueden tener ese tipo de modestos logros, ya que la sociedad necesita de todos esos humildes oficios y profesiones para existir. El problema son los excesos de la ambición, las patologías de la autoestima. Por ello, el proble-ma del fracaso empieza en las expectativas, en las esperanzas imposibles. El problema, como anotó Günter Grass, se resume así: “La cabeza del hombre es una monstruosidad. De ahí esa nuestra desmesura”.

La conciencia del fracasoEl Coyote ha diseñado la trampa perfecta para atrapar al Correcaminos. Hoy, por fin, el Coyo-te podrá tener una cena deliciosa y suculenta. Luego de la paciente espera, al fin, por la ca-rretera, aparece el Correcaminos; la trampa no se activa, algo pasa y falla. Cuando el Coyote se percata que su víctima ha salido indemne de su trampa, se acerca a ella para ver en qué falló; ahora juegan el Karma o el Destino, y la trampa se activa y funciona perfectamente. Pero, y éste es el detalle que nos interesa, una fracción de segundos antes de que se dé el desastre, el Co-yote percibe que la trampa se ha activado y que él será su víctima. Es el momento, eterno para el Coyote, cuando percibe que ha fracasado.

¿Y sabes cuándo empecé a ser de verdad un perdedor? Cuando empecé a pensar que era un perdedor.

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Mientras el hombre camina por la vida, sin conciencia de su situación, simplemente vive. El problema del fracaso, del gran fracaso, es cuando, en la medianía de la vida, el hombre se percibe a sí mismo como perdedor. La con-ciencia del fracaso es lo que marca el destino del perdedor.

La edad no es un tema menor en ese asunto. El perdedor toma conciencia de ello cuando entiende que ha empezado a descontar los años, cuando percibe el final del camino, cuando siente el aliento de La Muerte, que se prepara a esperarlo. Y esto es clave, puesto que el perde-dor sabe que ya no tiene tiempo para revertir la situación, o al menos cree que no tiene tiempo, y eso lo neutraliza, paralizando los músculos de su voluntad.

Existe el perdedor (pues ha tomado concien-cia) que trata de revertir la situación. Suele ser un gesto desesperado, que normalmente está condenado al fracaso. Es el caso del hombre que abandona el trabajo, la familia y trata de empezar una nueva vida, buscando realizar sus viejos sueños, o al menos de cambiar de vida. Pocos casos de estos tienen éxito, ya que re-sulta paradójico buscar el éxito sumando más fracasos.

Los consuelos del fracasoLa conciencia del fracaso, saberse un perdedor, paraliza la voluntad. El hombre siente que un manto gris habrá de cubrir su vida. A partir de ese momento, el perdedor mira el mundo y la vida sin ilusiones. Sabe que nada de lo que pretendía se hará realidad. Con las debidas cautelas, podemos decir que el perdedor vive un período de duelo: han muerto sus sueños de juventud.

Ahora bien, ¿cómo seguir viviendo cuando las ilusiones se han desvanecido? El hombre es un animal que debe racionalizar sus fracasos y alimentar su autoestima para poder vivir. En cierto sentido, la conciencia introduce sabidu-ría en la vida del perdedor. La vida cotidiana, los pequeños hechos de cada día se llenan de una nueva luz. Cosas que antes no llamaban su atención, ahora toman valor. Como señala

Eco, ganar la partida de un juego tiene un valor especial:

Ahora me siento menos fracasada que antes por-que te he ganado al bingo.

El perdedor debe aprender a vivir sin sus sueños de gloria. Debe aprender a aceptar la vida como se va presentando, con sus detalles buenos y malos. A conformarse.

La vida es llevadera, basta con conformarse.

Por otra parte, el perdedor va entendiendo que su caso, lejos de ser único, es universal. Todos somos perdedores. Las personas comunes y sabias conocen que el fracaso es parte de la vida, y lo asumen como un ingrediente de la vida que da sabor a los pequeños éxitos y logros de la vida cotidiana. Pero también los ganadores no lo son en términos absolutos. Por alguna razón, las personas cuyos nombres llenan las planas de los periódicos, cuyos rostros colman las pantallas de la televisión, los ganadores y gente de éxito, tienen sus dramas y problemas, por supuesto en la escala correspondiente. Y al final, ni el poder ni la riqueza acompañan a los hombres a la tumba. Y la gloria, que el nombre de un hombre trascienda su tiempo, que figure en los nombres de las calles o en los libros de historia siempre es relativo.

Si sabes que eres un perdedor, tu único consuelo es pensar que todos, a tu alrededor, son unos de-rrotados, incluso los ganadores.

Aunque desconozca la historia de Solón y Cre-so, narrada por Heródoto, el perdedor intuye su profunda verdad. Solón de Atenas visitaba a Creso, rey de Sardes, y este, convencido de ser el hombre más afortunado del mundo, un ganador pleno, le hizo esta pregunta: “¿Has conocido a un hombre completamente dichoso, de entre todos aquellos que has conocido en tus viajes?”. La respuesta de Solón fue que sí, que consideraba a Tello, de Atenas, el hombre más dichoso, pues pudo ver crecer y prosperar a sus hijos, vio nacer y crecer a sus nietos y, en su me-jor momento, le cupo una muerte gloriosa en la

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batalla de Eleusina, derrotando a los enemigos de su patria, por lo cual sus conciudadanos lo distinguieron con una sepultura pública. Sin embargo, ante la insistencia de Creso, Solón recordó lo caprichosa que puede ser la fortuna que eleva a los hombres a la cima del poder, la riqueza o el prestigio, para luego hundirlos sin piedad en las simas del dolor o la miseria. Por ello, el final importa; solo podemos emitir un juicio sobre la vida de un hombre cuando su vida ha concluido: “Es menester contar siempre con el fin, pues hemos visto frecuente-mente desmoronarse la fortuna de los hombres a quienes los dioses habían ensalzado más”.

En rigor, la enfermedad, la vejez y la muerte nos derrotan a todos.

La comunión de los fracasadosNo todos los perdedores son iguales. Hay aquellos en cuyas almas se incuba el virus de la envidia. Este tipo de perdedores no percibe aún que el problema fue la desmesura de sus aspi-raciones; por ello, dirige su rencor contra los ganadores. Los ve cargados de defectos, vicios y crímenes. No comprende que los caprichos del destino, el azar juegan, y mucho, en el rumbo de los hombres. Como esos ganadores incautos que creen que su triunfo es fruto estricto de su mero esfuerzo. Ni el triunfo ni el fracaso se ex-plican solo por la acción del sujeto. El contexto, llámese familia, escuela, sociedad, historia, es determinante.

Esto es lo que entiende el perdedor que capta la esencia del problema y deduce los teoremas pertinentes. Por eso, cuando se encuentra fren-te a los ganadores, no siente ni el aguijón de la envidia ni la punzada del rencor.

Esta distinción entre fracasados tipo A, los que cultivan la envidia y el rencor, y los fracasa-dos tipo B, los perdedores que desarrollan una suerte de filosofía del fracaso, es pertinente para entender dos formas de relacionamiento de los perdedores con el resto de la sociedad. Los del primer grupo tienden a convertirse en animales insociables, pierden los nexos con el resto de las personas, pues desconfían de cualquier atisbo de éxito, detrás del cual sospechan el crimen o

la bajeza moral. En cambio, cuando el perde-dor asume con sabiduría su situación, sus nexos con el resto de los mortales se consolidan. Reconoce que la fragilidad de la vida humana debe fortalecer nuestros vínculos. Aprende el ejercicio de las ciencias de la paciencia y de la tolerancia.

Con todo, a veces, la fortuna permite que dos perdedores coincidan en una mesa o en una reunión. Ellos se habrán de reconocer como miembros de la misma especie, y surgirá entre ellos el nexo de la solidaridad.

No hay mayor éxito que el ameno encuentro de dos fracasos.

El fracaso en el ámbito del saberPara Eco, el tema del fracaso tiene especiales connotaciones en el mundo de los intelectuales y de los aspirantes a la república de las letras.

Los perdedores, como los autodidactas, tienen siempre conocimientos más vastos que los ga-nadores. Si quieres ganar tienes que saber una sola cosa y no perder tiempo en sabértelas todas; el placer de la erudición está reservado a los perdedores. Cuanto más sabe uno, es que peor le han ido las cosas.

En nuestras sociedades modernas, con una profundización cada vez mayor de la división del trabajo, el secreto del éxito está en la defini-ción estricta del horizonte de los intereses. El hombre de éxito debe ser un sujeto de intereses definidos, y que no se aparta de la ruta que se ha trazado. En el ámbito intelectual, debe leer solamente lo que es objeto de su disciplina y todo aquello que es pertinente a su trabajo in-telectual. Sólo así puede aspirar a los honores y prestigio de una carrera académica o intelectual exitosa. En cambio, el intelectual de viejo cuño, quien, con igual pasión, lee historia y matemá-ticas, química y literatura, dado el acervo de conocimientos que las ciencias han alcanzado, solo logrará el nivel del aficionado, del curioso en los ámbitos del saber. Por ello, como señala

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Eco, el placer de la erudición es hoy la marca del perdedor en el ámbito académico.

El amor disperso por las ciencias y las artes, ese afán de aprender y saberlo todo, propio del espíritu de Leonardo da Vinci, esa pasión omnívora por leerlo todo, puede paralizar la voluntad del creador. Ya Santiago Ramón y Cajal advirtió los peligros de la bibliofilia como una enfermedad de la voluntad en el hombre de ciencia: “Los síntomas de esta dolencia son: tendencias enciclopedistas, dominio de muchos idiomas, algunos totalmente inútiles, abono ex-clusivo a revistas poco conocidas, acaparamien-to de cuantos libros novísimos aparecen en el escaparate de los libreros, lectura asidua de lo que importa saber, pero sobre todo de lo que a pocos interesa, pereza invencible para escribir y desvío del seminario y del laboratorio [...]. La erudición posee muy escaso valor cuando no representa la preparación y el pródromo de la acción personal intensa y perseverante”.

Y, como señala Eco, este tipo de perdedores:

Soñaba con lo que sueñan todos los perdedores, con escribir un día un libro que me de gloria y riqueza.

Escribir un libro que, al final, jamás suele ser escrito, aunque ahí está el caso de Giuseppe Tomasi de Lampedusa para recordarnos lo contrario.

Conclusión La gloria, entendida como la memoria del sujeto después de su muerte, es cosa del azar. El nombre de Aquiles nos trae a la memoria sus hazañas gracias a que un poeta ciego hizo de su oficio cantarlas y narrarlas. De forma se-mejante, de cuántos héroes y hombres dignos

sus nombres se han borrado de la memoria de los hombres, pues faltó el poeta que cantara sus hazañas. Por otra parte, ni la riqueza ni el poder acompañan a los hombres a la tumba. Nadie más democrático que La Muerte.

Sin embargo, vivimos en sociedades que han hecho un ídolo del éxito. Educamos a nues-tros jóvenes en una lógica de deportistas o de candidatas al concurso Miss Universo. Ganar lo es todo; ocupar el segundo lugar, motivo de vergüenza. Interesa formar ganadores antes que hombres y mujeres con valores y buenos sen-timientos. Creemos que el esfuerzo duro debe tener algún tipo de recompensa, y no que el es-fuerzo es en sí mismo su recompensa. Por ello, se ve al fracaso como un estigma, como algo que supone algún tipo de defecto espiritual.

Pero el fracaso es parte de la vida humana. El fracaso, en dosis adecuadas, fortalece el espíritu frente a la adversidad. Por otra parte, cuando el hombre percibe su vida como un fracaso, lo más probable es que haya habido un exceso de expectativas, unas esperanzas desproporciona-das, un exceso de autoestima, fruto de esa edu-cación que exige el éxito a todo costo. En todo caso, incluso en ese escenario, el hombre puede derivar las implicaciones correctas, con lo cual el “fracasado” puede devenir en un hombre más sabio, y mejor persona.

Al final, con los ajustes adecuados, para la gran mayoría de las personas, pueden valer las palabras de J. Cadalso, que nos las recuer-da Arturo Pérez-Reverte: “Es un gusto oírles hablar de matemáticas, física moderna, historia natural, derecho de gentes y antigüedades y letras humanas, a veces con más recato que si hicieran moneda falsa. Viven en la oscuridad y mueren como vivieron”.

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El fracaso no puede darse sin la interven-ción conspiradora del deseo. Como es

sabido, por un aporte importante de la filosofía oriental, se entiende que el sufrimiento es la natural consecuencia del deseo. Así, si el fraca-so implica sufrir, para evitar fracasar, debemos despojarnos del deseo. Pero eliminar el deseo es vivir cual estoico o vivir la vida de santo. Implica una vida sobrehumana y no mundana; la vida sin deseo es, desde la óptica de buena parte de la filosofía occidental, alcanzar la vida en amor ágape: el amor divino, el amor per-fecto, descrito por San Pablo en su famosísima Epístola. Si bien es una invitación abierta a to-dos, no es un camino frecuente de todos; cada quien elige su vocación, cada quien tiene sus talentos. Justamente ello implica la eliminación del sufrimiento: uno debe eliminar toda noción de individualidad.

Pero volvamos al fracaso. ¿Qué nos dice? El fracaso nos indica simplemente que todo lo que uno elige tiene un precio y que debemos pagar por lo que hacemos. El fracaso no es un mal; es una consecuencia necesaria. Y es que tomar una decisión implica asumir algo y re-nunciar a otra cosa. Eso que los economistas llaman coste de oportunidad. Veamos algunos otros detalles.

El fracasado no puede ser alguien virtuoso, de lo contrario no sería fracasado. El fracaso es esa condición necesaria y aleatoria previa a alcanzar a su opuesto, el éxito. Si la constancia hace a la virtud, el constante fracaso no es más que una señal de constante estupidez o mala suerte. ¿Un vicio? No; incluso para ser maso-quista se debe tener logros, aun el vicio con-lleva cierta constancia y disciplina. Entonces el fracaso no es una elección. No puede serlo, sino no dolería.

Veamos ahora el otro extremo. La vida sin fracaso es la aburrida espera por lo inevitable: la muerte. No fracasar implica perfección y,

como decíamos anteriormente, ese es un ca-mino que se espera de los santos. Uno yerra y la virtud se encuentra en el justo medio entre el extremo y su defecto: pretender que uno nunca ha fracasado implica una arrogancia usual del ser humano que tiende a fracasar –y, por tanto, que tiende a ser estúpido–, mientras que pretender que uno fracasa en todo es señal clara de estupidez y, en el mejor de los casos, de ignorancia o falta de autoestima. No es posible fracasar en todo.

La virtud que puede surgir del fracaso es el coraje, y como el coraje, por sí mismo, no demuestra nada, es una virtud auxiliar. El tipo de coraje que surge cuando se fracasa es de los más valiosos: el coraje de vencernos a nosotros mismos.

El fracaso no depende de uno y, por tanto, no demuestra nada virtuoso de sí mismo: no puede ser una virtud. Admitirse como fracasado no es una señal de humildad; es mentirse a sí mismo.

Entonces uno vive muchos fracasos, coti-dianos, quizá como requisito aleatorio ante nuestras limitaciones terrenales. Así las cosas, como identificamos la virtud más importante que surge del fracaso, podemos identificar al mayor de los fracasos: la vida del cobarde. Pero no porque la cobardía implique miedo, pues todos tenemos nuestros miedos; nuestro mayor fracaso se da cuando no tenemos el coraje a enfrentarnos a nosotros mismos.

Per aspera ad astra

Christian Andrés Aramayo

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Como seres humanos, enfocamos nuestras luchas en aras de preservar la vida, mul-

tiplicar los placeres, evadir el dolor y expandir nuestra dominación. Así, surgen muchos de nuestros intereses, se generan ideas, se traban debates, se alistan ejércitos, se unen o dividen grupos de individuos, se crean nuevas inven-ciones; sin embargo, se hace todo aquello con la finalidad de arremeter contra algún aspecto de distintas realidades: la naturaleza, lo meta-físico, lo sobrenatural o aun lo alienígena, en cualquiera de sus versiones, como investigación científica o como doctrina religiosa. Con todo, existen otras acciones que amenazan a la espe-cie humana. Me refiero a las de la propia espe-cie humana, desatando una lucha del hombre contra el hombre por el hombre.

El éxito del género humano se debe a esa capacidad de tener conciencia racional de la propia individualidad y de la especie. Julián Marías bien señala que el único animal que tiene la capacidad de proyectarse en el futuro es el hombre. En el número anterior de la re-vista Percontari, que trató sobre la muerte, hice mención a la necesidad de inmortalidad que parece caracterizarnos, y que la única manera de hacerlo es a través de la existencia del otro, de nuestra presencia en él, de una u otra forma. Por lo que dependemos de la especie más que ningún otro que pertenezca al reino animal. Pero ese no es el punto, sino que observemos

(obsérvese a sí mismo cada cual) cómo, a partir de nuestras concepciones, los éxitos o fracasos individuales se convierten en los desafíos de toda la especie. Desde allí es fácil incurrir en las siguientes preguntas: ¿será cierto que, como bien señaló el historiador israelí Yuval Noah Harari, hoy somos más dependientes que antes los unos de los otros? ¿Será que, cada vez, es más difícil ser consciente de esa supuesta de-pendencia?

Por un lado, a través del uso de la razón y aunando los esfuerzos realizados por los científicos de diferentes épocas, aumentamos nuestra esperanza de vida y logramos dismi-nuir sufrimiento y dolores de enfermedades y vejez. Los descubrimientos científicos, a decir del divulgador Eduard Punset, nos permiten mirar hacia adelante con optimismo, dejando de lado una posición determinista, oscura y apocalíptica. Por otro lado, tal como lo expresa el mismo Punset en su valioso libro Viaje al optimismo, desde la ciencia, sabemos que, ge-néticamente, estamos más definidos desde el cuello para abajo; el cerebro es más vulnerable a los factores ambientales, puede modificarse y cambiar en relación a lo que experimente. El libre albedrío no solo sería la capacidad de autodeterminarnos y ser autónomos, sino de transformarnos continuamente. Por ello, quien desee, en su caminar, empuñar el bastón de la certeza de que el individuo no cae en alguna

El éxito de la especie y el fracaso del individuo

María Claudia Salazar Oroza

Al intentar alcanzar lo infinito y lo absoluto, el hombre también se destruye a sí mismo.

Cuando hace un pacto con el diablo, que le promete la gloria, tiene que ir al infierno, un infierno que está dentro de sí mismo.

Karen Horney

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forma de degeneración que se considera, con años luz, ya superada, está destinado a fracasar, pues la conquista de aquella certidumbre no ha tenido éxito. En este sentido, otra vez desde la genética, conocemos que la diferencia entre unos y otros es ínfima; sin embargo, resulta suficiente para que, junto con las influencias ambientales, se evidencien, respecto a un mis-mo hecho, reacciones heterogéneas en las que subyacen distintos pensamientos, sentimientos y actitudes.

Ahora bien, como individuos, no siempre hemos deseado la prolongación de la vida, sino su exterminio. En la historia humana, contamos con innumerables ejemplos en los que grupos de hombres, unidos por una idea o una concepción de la realidad, han hecho hasta lo imposible por perpetuar sistemas abusivos, sanguinarios, totalitarios, que hacen recuerdo a épocas oscuras más que a una esperanza de un mundo mejor, con la finalidad de exterminar a otros hombres. No se trata de exclusividad de un tipo de ideología: tanto partidarios de derechas como de izquierdas han limpiado con sangre los corredores de sus palacios; la religión tampoco ha quedado exenta. Mientras tanto, y en paralelo, como especie, igualmente estábamos avanzando: nada fue capaz de frenar los adelantos de la ciencia. Los hallazgos de los cuales disfrutamos hoy en día son trabajos de muchos años, un trabajo incesante de mejora-miento.

Sin duda, existen cuestionamientos en cuan-to a cómo vamos triunfando como género: eliminando a otras especies de animales, conta-minando el planeta, atentando contra nosotros mismos. Se estima que un treinta por ciento de plantas y animales en el mundo desaparecerán en 100 años. En cuanto a cómo atentamos contra nosotros mismos, lo más obvio es pensar que, al afectar a nuestro ecosistema, nos pone-mos en riesgo; no obstante, en lo que vamos de existencia, son abismalmente mayores las cifras de muertes por asesinatos, accidentes y guerras, y no se trata de actos llevados por la necesi-dad de sobrevivir o evolucionar. Estos actos se cometen bajo justificaciones que utilizan los

mismos artificios e inventos del hombre que ha construido en favor de lo que ha llamado civilización. Ésta ha sido su mayor necesidad e invento, la idea que la ha hecho posible su convivencia y a través de la cual compromete a cada uno de nosotros a velar por el conjunto de toda la familia de primates humanos.

Estas preocupaciones, entre otras, fueron abordadas por Sigmund Freud, quien, en su libro El malestar de la cultura afirma, que tiene objeciones en cuanto a que la cultura se funde en el mandamiento “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, pues arguye que a éste “le bastará experimentar el menor placer para que no ten-ga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofen-derme, en difamarme, en exhibir su poderío so-bre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo”. Su necesidad de sentir placer, hoy en día sobre todo, es su sentido de éxito. Este placer tiene peculiaridades extravagantes que no se desarrollarán en el presente texto, pero sí abordaremos dos de ellas: el narcisismo y el odio a sí mismo. Estos dos motores, aun-que parecieran contradictorios, de búsqueda individual y de triunfo, pueden significar la degeneración del individuo en relación al éxito de la especie.

Inicialmente, avancemos en el narcisismo. Un narcisista, debido a su excesivo amor por sí mismo, no tolera la frustración, es decir que hará hasta lo imposible por obtener lo que se ha propuesto. Si bien el término narcisismo es utilizado por primera vez por Freud, en 1914, desde tiempos remotos, el mito de Narciso se ha introducido en diversas categorías de la literatura. Podríamos presumir que hasta el hombre de las cavernas sufrió por los efectos del delirio de este tipo de enamoramiento de sí mismo, pues parece que ese impulso natural de cuidado y estima propios es muy fácilmente es-timulado a su engrandecimiento. Es que siem-pre se ha necesitado de la organización y, por lo tanto, de un líder, uno de los seres más sensibles a los adulos y loas, un ser con capacidades so-brehumanas para atraer sumisos camaleones

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(hombres capaces de deshacerse de cualquier convicción, idea y hasta sentimientos, y mudar-las cuantas veces sea necesario) y a los hombres menos calificados del “realismo mágico”, que explican la realidad con elementos irreales de mal gusto y con el peor estilo. El narcisista, más allá de devaluar al prójimo, vive paranoico y es perjudicial. Su paranoia provoca la desconfianza y, como siempre está en guardia, la agresión que lleva adentro la arroja sobre los otros, aunque mantenga siempre pose de víctima.

El narcisista ama tanto su reputación que, para preservarla o recuperarla, utilizará con preferencia, ocultando hábilmente sus ansias reales, concepciones generalmente aceptadas en su sociedad como principios, valores, nor-mas y cualquier otro para lograr sus fines; y puede utilizarlos para destruir a otro, atacarlo, degradarlo, aprovechándose de algún error o descuido, para ser feliz con los resultados que verá ampliamente justificados. Existen, en mu-chos de ellos, esas tendencias a la destrucción que, en conjunto, Erich Fromm llama necrofilia: mortales que hablan y defienden el orden y la ley, pero que gustan de la descomposición, la destrucción, la aniquilación, la sangre u otra que implique agresión, aunque ellos no actúen de manera violenta y destructiva. Entre estos últimos, podemos ver a individuos comunes y corrientes, disimulados y confundidos entre nosotros, trabajando en oficios varios; también, a otros a los cuales les hemos conferido poder para intervenir desde el Estado sobre nuestras vidas, ocupando cargos de diputados, senadores, asambleístas, concejales, presidentes, etc. Un líder político se puede iniciar con el deseo de cumplir un ideal sublime; empero, a medida que toma poder, podrían presentarse rasgos de nar-cisismo maligno, como lo llamaba Fromm, y aún más cuando tiene autoridad (funciones y pode-res que le otorgan las leyes o una institución). Aun cuando estos rasgos vayan intensificándo-se, no se debe esperar el rechazo de los demás; al contrario, siempre habrá formas de hacer pasar por justas sus acciones, y no faltarán quienes deseen perder su libertad de buen grado, con tal de acompañarlos, porque quienes no lo hagan

inspirarán la creación de los mecanismos más diversos, extraños y hasta inhumanos, que, con seguridad, los copiarán otros similares a ellos en el futuro. Montesquieu tenía razón cuando afirmaba:

“El amor de sí mismo, el instinto de conser-vación, se transforma de modos tan diversos y obra por principios tan contrarios, que nos lleva a sacrificar nuestro ser por amor a nuestro ser, y es tanta la importancia que nos damos a noso-tros mismos, que consentimos en dejar de vivir por cierto instinto oscuro y natural, que hace que nos amemos a nosotros más que a nuestra vida”.

Dicho lo anterior, retratemos a ese otro que es aquel que desea el éxito porque se odia a sí mis-mo. No se trata de que el narcisista esté exento de este tipo de mal, ya que aquél puede odiarse o no. La psicoanalista Karen Horney, con quien tuvo Erich Fromm una relación íntima, analizó los problemas intrapsíquicos y entre los más importantes conflictos que identificó está el odio a sí mismo: el yo glorificado se convierte no sólo en un fantasma, sino en un baremo con el cual evaluar al yo real. Este yo real resulta tan lamentable, cuando se observa desde la pers-pectiva de la perfección, que no cabe hacer otra cosa más que despreciarlo. Existe en quien el odio puede provocar exigencias incesantes del yo bajo las tiranías del deber. Es un deber alcanzar más y más logros, cada vez más altos, porque no se puede soportar la imagen que se tiene de uno mismo, llena de complejos, malos recuerdos y sentimientos de inferioridad. Cada época con sus modas, intereses y paradigmas tiene sus razones de éxito y de frustración, su hombre y mujer ideales, su modelo de felices y de infeli-ces, resultando de aquellas formas y modos el cómo se relacionan los unos con los otros. Al internalizar estas concepciones, las integramos en nuestro sistema de opiniones, las cargaremos a nuestras espaldas sin importar lo que ocurrió y, probablemente, lo que ocurra. De allí que resca-tarnos como individuos que somos, aceptarnos dentro de una diversidad y aceptar al otro, se vuelve fundamental para la salud, el equilibrio y el avance humano. Estudios indican que Adolf

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Hitler se odiaba a sí mismo, a pesar de todo el despliegue propagandístico que nos señalaría lo contrario; un gran amor a sí mismo que no le permitía posar sino era de maneras deliberadas, incendiar con discursos estudiados, delinear las características físicas del hombre ideal (color de ojos, estatura, rasgos faciales, etc.). Él sos-tenía que la providencia lo guiaba e incurría en extravagancias en pro de su grandeza. Su caso es solo uno de los ejemplos de cómo el odio a sí mismo puede llevar a un retroceso a los hombres y darle vida a un infierno en la Tierra.

Existe un reto que urge asumirlo cada vez con mayor conciencia y urgencia: aunar el triunfo

como especie humana y el éxito del individuo. La especie humana se fragmenta en grupos de hombres, y éstos, a su vez, se componen de individuos, lo que produce que la vida sea una continua lucha y contradicción; sin embargo, los motivos de lucha y contradicción cada vez deben ser un desafío mayor para el espíritu que permita a la raza humana un marco universal, en el cual los individuos conciban la posibilidad de su triunfo, uno que no conlleve el descalabro ni, peor aún, el brutal sacrificio de los demás.