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narrativa Anna Karen Gárate Escamilla PERDIDA EN EL PARAÍSO

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n a r r a t i v a

Anna Karen Gárate Escamilla

Perdida en

EL PARAÍSO

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Perdida en El paraíso

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Perdida enEl paraíso

Anna Karen Gárate Escamilla

Centro de CreaCión Literaria

teCnoLógiCo de Monterrey

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© Tecnológico de Monterrey Centro de Creación Literaria Felipe Montes, director

© Anna Karen Gárate Escamilla

Erika del Ángel, edición y diseño

Todos los derechos reservados conforme a la leyMonterrey, Nuevo León, México

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Índice

Capítulo 1 Nube nueve 7

Capítulo 2 El mundo está loco 9

Capítulo 3 Perdiendo el control 13

Capítulo 4 Todo por lo que he vivido 19

Capítulo 5 El cambio 25

Capítulo 6 Regrésame a la vida 31

Capítulo 7 El único 37

Capítulo 8 Nadando a casa 43

Capítulo 9 Hecho de piedra 47

Capítulo 10 Tierra de inocencia 51

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Capítulo 1Nube nueve

Mi tío se encontraba en lo cierto sobre las réplicas: Paraíso Ban-gkok es hermoso. Me atrevería a decir que es más exquisito que lo que se muestra en las fotografías del inicio del milenio, antes de la destrucción, cuando una a una fueron desapareciendo las ciudades más bellas del mundo.

Adiós, adiós a la samba brasileña. El mar se llevó por comple-to a Río de Janeiro. Adiós, adiós Chichén Itzá, cuna de la arqueo-logía Maya y vecino de las casi vírgenes playas de Cancún.

Goodbye, goodbye al Big Ben de Londres… a sus restos caí-dos al nivel del finito océano. Goodbye, goodbye a la gran man-zana, la ciudad más grande de la mayor potencia llamada USA.

Adiós, adiós a los templos de Bangkok y su adoración al bu-dismo.

Él continúa sentado desde el hotel Sofitel Silom esperando su matutina taza de café para poder continuar la visita al Paraíso Bangkok. Sé que es imposible, pero Arturo tiene la sabiduría de mi tío y el silencio de mi difunta tía.

Contemplo la ciudad, desvió mi mirada hacia Arturo y a toda la perfección que conlleva a él. Mi tío así deseaba que fuera, y hasta la fecha, nada de ha cambiado.

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Capítulo 2El mundo está loco

—Intentemos no seguir nuestros pasos —sugería Arturo con una taza de café en mano.

Era una brillante idea para contrarrestar las líneas de colores puestas en El paraíso por mi tío Gerardo, el científico.

El científico es mi tío sanguíneo, único hermano de mi padre y vínculo de la tan deseada unión familiar. Arturo y yo no somos sus verdaderos hijos, ni podemos proclamarnos como tales aun-que nos haya criado como un verdadero padre.

En cuanto a Arturo, mi crianza con él consiste en engañar a mi corazón como a un verdadero primo o hermano. Arturo es único, jamás me ha importado su procedencia, ni recuerdo que alguna vez la haya cuestionado; ¿qué importa quienes hayan sido sus padres? Al final del día no hay más padre para él que el cien-tífico ni más hermana que yo. Arturo se ha adaptado bien a los cambios desde que éramos niños. En cambio, mi situación es bas-tante diferente, simple y complicada a la vez, de carácter fuerte y vulnerable. Complicaciones desde mi infancia que me originan debilidad y me obligan a portar esta coraza.

Frustraciones por toda una vida con un “¿qué si…?” corrien-do por mi mente y ganando cada oportunidad de llegar a la meta de mis pensamientos. Al cruzar dicha meta, me atizo a causa de una única pregunta, ¿qué si Alejandro no me hubiera engañado horas antes de la boda?, y prosigo con otra que martiriza mis re-cuerdos: ¿qué si mis padres, mi tía y mis hermanos no hubieran tenido ese accidente? Lo único que sé con certeza es que si estos “¿qué si…?” no vivieran en mi cabeza, no estaría aquí, en El pa-raíso, y probablemente Arturo tampoco.

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“¿Qué si…? ¿qué si…?” Invade la pregunta mientras Arturo da un sorbo más a su café y yo contemplo desde el sexto piso del Sofitel Silom las líneas verdes, amarillas y azules por todo Paraíso Bangkok.

¿Cambiaría las cosas?... ¿A Arturo? Él me ha mantenido segu-ra desde pequeña. Recuerdo que paseábamos por el lago cuando se encontraba derretido en los escasos días de sol. Entre juegos me hacía olvidar unos segundos a mis padres. Arturo siempre me cuidó de todos, inclusive más de lo que haría mi propio hermano mayor.

“Este conejito canta los días de sol, alumbra los días lluviosos y brinca con fervor”, me cantaba Arturo en las noches que no podía dormir, cuando me era imposible alejar los fantasmas del accidente. No podía evitar sonreír al escuchar los versos; todavía, después de 20 años, me siguen levantando el ánimo.

Héctor regresa. Todas las mañanas pasea con la condición de seguir sus pasos de la línea verde para no generar confusiones. Nunca pensé que podría dejar rastro más que pisadas sobre la arena del mar. Recuerdo cuando llegamos a Paraíso Roma, era imposible caminar sobre los pinceles. Inclusive Arturo se dio una espectacular caída en ellos. Mi primo le llamó al científico, quien nos dijo: “es como andar sobre patinetas de presión, pero con pasos reales”.

¡Vaya que nos divertimos el primer día! Nuestra misión ini-cial: asegurarnos la similitud entre el Vaticano que yace bajo el mar y el Paraíso Vaticano. El científico es un gran seguidor de las bases católicas, yo no las conozco muy bien, pero él dice que muchas personas de su edad están educados con las mismas ba-ses religiosas.

Imagínense más de tres cuartas partes de la población españo-la con creencias en el catolicismo. No sé mucho de religión, aun así la Iglesia Católica debió ser muy atrayente para convencer a tanta gente, entre ellos, a un ser de una mente superior a cual-quier otra.

Roma se hundió cuando mi tío tenía 39 años. Repito, soy ignorante del conocimiento de las religiones, pero en el do-cumental llamado Un vistazo a las antiguas religiones que

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me hizo ver el científico, no pude evitar apreciar la ironía de los creyentes de Dios al afirmar ser afianzados a su religión, pero con esa constante necesidad de un símbolo para tener presente dicha creencia. Roma se hundió con la tercera par-te del mundo, y el catolicismo se ahogó junto a ellos. Con el Vaticano como una de las ciudades centrales de El paraí-so tal vez revivan algunos ahogados de esta religión, o por lo menos el científico lo espera de esa manera. Es por eso el hincapié que nos ha hecho de perfeccionar la majestad del Paraíso Vaticano.

—No tomes asiento, Héctor —le ordena mi primo de pie. Él intercambia su taza de café por la cámara digital en tercera di-mensión, colgándosela alrededor del cuello como un fotógrafo profesional.

—Arturo, disfruta de El paraíso sin prisa —extendía mis bra-zos al pie del balcón mostrándole la hermosa mañana de Paraíso Bangkok, la que nunca veríamos en nuestro mundo.

Arturo lleva días preocupado por los retrasos que se han pre-sentado. Cualquier otro estaría anhelando un día en El paraíso, pero él no puede hacerlo por la preocupación, por el científico.

—Le quedan a lo mucho 30 años buenos —me ve cálidamente, Arturo sabe que amo a mi tío tanto como él—, se está volviendo viejo, no quiero dejarlo tanto tiempo solo. Y nos hemos retrasado cinco días —dijo finalmente.

El científico está envejeciendo. Pasando los 100 años de vida el cuerpo humano cambia. Las arrugas permanecen iguales desde los 70 hasta los 120, pero después, poco a poco el organismo se va deteriorando hasta que el corazón deja de latir.

Sin importar su edad, mi tío ha dedicado sus últimos años a este proyecto, y su obsesión es entendible. Cuando yo nací, la destrucción había llegado a su fin. Años atrás, ambientalistas y científicos habían encontrado la manera de detener el calenta-miento global. Muy tarde para muchos países del mundo que vivían bajo el mar, pero todavía había esperanzas. Bangkok fue la primera ciudad con alto índice de población en desaparecer mientras los polos se derretían. El científico tenía 13 años cuando esto sucedió.

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Mi tío odiaba la cultura tailandesa y toda la occidental, pero el día en que Bangkok desapareció de la faz de la tierra, ese ca-tastrófico 14 de mayo de 2035 (hace más de 88 años), su mente se deslumbró con los misterios del universo y se dio cuenta de un futuro que lo conllevaría hacia la verdad de la ciencia pura.

—Solamente haré lo que María me ordene —Héctor conti-nuaba parado esperando mis órdenes, como el científico había mandado.

—Muy bien… —doy la última mirada al Paraíso Bangkok desde el cielo. No puedo evitar contemplar su belleza una vez más mientras de reojo soy acosada por la impaciencia de Artu-ro—, terminemos de arreglar a Bangkok.

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Capítulo 3Perdiendo el control

Como aconsejó Arturo, seguimos los colores de nuestros res-pectivos pasos desde el último templo verificado. Llevamos 20 días, y cada uno hemos caminado por lo menos unas ocho ho-ras. El cansancio es casi indiferente, al igual que la sed. Cada uno de nuestros pasos son ligeros, como si fuésemos patinado-res en una pista de hielo, pero era un hielo muy diferente al de nuestra Tierra.

La patineta era un diseño único del científico: levantar las piernas para generar una caminata con el mínimo esfuerzo. Ar-turo y Héctor debatían sobre el ahorro de energía física que ge-neramos al caminar: creo que Héctor ha acertado al decir que gastamos cuatro veces menos energía.

Ya nos hemos acostumbrado a caminar, lo difícil fue al co-mienzo, ¿pero qué comienzo no lo es? A Arturo y a Héctor les tomó 10 minutos ajustarse a sus nuevos pasos para caminar por El paraíso. A mí me tomo solamente todo el primer día y 23 caídas acoplarme a su ritmo. Así han transcurrido estos días con nuestros nuevos pasos con soporte en forma de pincel que colorean nuestro trayecto recorrido.

Me llevé una grata sorpresa cuando Héctor perdió el balance en el Paraíso Vaticano al subir al segundo piso del hotel y dar caída a su primer paso. ¡Vaya garrafal error del científico! pen-samos en ese momento. Los tres caminábamos como en casa. Arturo lo contactó al momento. Mi tío se mofó de nosotros por pensar en dicho error, nos comunicó que en todo El paraíso se camina como es la costumbre en la Tierra a partir de los segun-dos pisos. Era de esperarse, mi tío nunca se equivoca, y es eso lo

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que me hace cuestionarme el sentido que tiene revisar errores en El paraíso.

Héctor no ha encontrado ningún error significantivo, ni siquiera alguno que le complique a mi tío la cabeza. Todas las llamadas que Héctor ha hecho al científico han sido resueltas en cuestión de minutos. Es irónico que yo, dedicada a vender productos de video juegos, no tenga mucha información sobre el desarrollo tecnológico ni tampoco haya jugado en realidad vir-tual. Jamás lo he hecho, la información que tengo es por el amor del científico hacia los video juegos.

Años atrás miré con mi tío en la máquina 3D un programa de la historia de los videojuegos. El científico, para ser un hombre dedicado por completo a la tecnología, siempre presta más aten-ción a la parte histórica. Las imágenes en el programa eran de-presivas y retrógradas. La saga de videojuegos más vendida desde sus inicios, antes que empezará el milenio, era la historia de un hombre de vestimenta roja y bigote negro con finta de plomero italiano. Con certeza no podría mencionar el nombre de este clá-sico, aunque recuerdo que sus juegos eran en dos dimensiones; a lo mucho una estafa en proclamarse en tercera dimensión por allá del 2000. Lo mostrado en ese videojuego no se compara con nuestros días.

Hoy, la mente de cada jugador se transporta a un nuevo mun-do: acción, estrategia, deportes, compras y, lo último en el mer-cado, interaccionar con otros usuarios. Todo se encuentra en la mente. La humanidad sentada con su casco y dejando al mundo seguir su propio ritmo. Pero el científico se ha superado una vez más: la clave se encuentra en lo físico, en lo que nuestro cuerpo puede sentir y donde nuestras verdaderas piernas corren y pue-den tanto vencer troles como salvar princesas.

El paraíso es mi propia realidad virtual… mi propio juego. Y es uno perfecto. Héctor es magnífico en su trabajo y sólo des-taca errores de ángulos secundarios como lo eran en los juegos de hace más de 160 años. Ayer vimos nuestro hotel, el Sofitel Silom, con una vista divina de frente. Héctor caminó hacia las primeras escaleras y encontró una diminuta sombra a –56° con respectivo a su eje. Un destello de imperfección tan oscuro que

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solamente un hombre dedicado a eso lo podría encontrar. Para cuando simulé nuestro registro en el hotel, ya que era mi obli-gación tener una estadía como usuario, ese destello había que-dado en la oscuridad para siempre.

Los tres tomamos asiento en un pequeño café frente al Sofitel Silom. Una ciudad más completa y lista para ser vista por la hu-manidad. Era perfecto, la ciudad contaba con la aprobación de Héctor pues, a su parecer, todos los errores se habían restituido.

También Arturo considera que la Ciudad Paraíso está en or-den. Mi primo se ha especializado en el conocimiento de los edi-ficios, gente, colores e incluso olores de cada una de las ciuda-des que hemos venido a probar. En cada Ciudad Paraíso, Arturo toma los datos suficientes para verificar que toda la estructura concuerde con la historia.

Al igual que Paraíso Cancún y Paraíso Los Ángeles, Paraíso Bangkok tenía su historia a la perfección. Tres al hilo por par-te del científico. Incluso en el Paraíso Los Ángeles hizo la réplica exacta del paseo de la fama de Hollywood. A través de sus calles apreciamos las 3,200 estrellas colocadas por mi tío en el paseo de la fama. Arturo verificó la coordenada, estructura y nombre de cada una de las estrellas. Ese fue el único día que su rastro azul de pinceladas superaba al verde de Héctor y a mi amarillo. Arturo no durmió esa noche para terminar el conteo final y, como es usual en él, lo consiguió antes del amanecer.

La mesa está despejada y sin ningún adorno que desentone con la armonía generada por Paraíso Bangkok. Arturo continúa con anotaciones firmes con su rostro en ello. El mesero pone el menú a nuestras manos.

ME… MEN…La última letra se distorsiona. Todas las letras de “MENÚ” co-

mienzan a vibrar sobre el papel hasta al punto de no poder dis-tinguir la “M”. La humedad absorbe mi cuerpo. Si Dios tuviera que castigar al infierno con una temperatura, le pondría la del Paraíso Bangkok a sus condenados y los llenaría con ríos de lava para que se absorbieran hasta sus venas. Claro, contando que el infierno exista de la forma que lo ven esos católicos del Vaticano y de la vieja España.

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Se empeora mi visión borrosa con el peor tour de la ciudad: este calor y la debilidad de mi cuerpo. Aun así tengo que disfrutar al máximo cada día en El paraíso. Quiero apostar en el Monte-carlo una imaginaria fortuna. Broncear mi suave piel en las Islas Vírgenes. Admirar a la revivida dama de Nueva York, la que era conocida por el mundo entero como la estatua de la libertad de América. Tomar un cono de nieve en el Port Vell de Barcelona, como lo hacía mi tío en su infancia, mucho antes que el Sol le ganara la guerra al frío y gritar junto a los vascos en la plaza de toros monumental. Conocer y apreciar la fauna endémica de Ma-dagascar. ¡Qué daría por conocer todas esas especies hundidas en el mar!

Continúa la humedad y el calor, de perdido la palabra “MENÚ” ya se vuelve distinguible. Reviso nuestra lista mientras Héctor guarda silencio y Arturo continua con su papeleo. Nuestra si-guiente parada es el Paraíso Río de Janeiro, la ciudad más colori-da del viejo Brasil y una de las sedes más importantes de nuestro antiguo mundo. Arturo está tenso, él no soltará el horario de la mano ni me dejará disfrutar de los días restantes en El paraíso. No puedo librarme del horario, ni de Arturo.

¿Cómo no lo puede comprender? Estas tierras no se hundie-ron, para mí siguen a flote en el mundo como 200 años atrás. El científico no lo sabe, pero no es un nuevo paraíso, es un pasado que se ha encarnado en mi vida y se absorbe junto a cada mordida de mis alimentos. Era cuestión de tiempo para que se impregnara en mi olor y cambiara por completo mi visión. Aquí es el paraíso, pero no por el nombre, sino por ser más real que el mismísimo cielo y la droga más fuerte mandada desde el infierno.

La noche anterior caí hipnotizada por el baile tailandés: hom-bres y mujeres irradiando sensualidad. Los tres cenábamos en el “Baan Thai”. Arturo estaba en calma esa noche, dos horas atrás hablaba con el científico y ambos celebraban el éxito inminente de nuestra jornada. Siempre que Arturo terminaba su llamada con él, permanecía en silencio, susurrando junto al viento, re-gresándole la chispa a su voz. Pero durante la velada permanecía con esa misma preocupación silenciosa. No insistió en darnos las píldoras a la hora de la cena.

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Yo no perdía la fe en que esa fuera la primera noche de mu-chas tantas en que Arturo disfrutara de El paraíso olvidándose de las horas de trabajo.

—Preferiría dejar el café a un lado esta tarde —nos comunicó Arturo y entonces me regresó al punto inicial de la conversación.

—Yo también preferiría no tomar una taza de café por un tiempo. Anoche se irritó mi estomagó por comer picante.

Arturo deja caer el tenedor en el plato, su mente procesa miles de pensamientos en cuestión de segundos, tiempo suficiente para sacar sus conclusiones de mis cenas y comidas. Él está completa-mente seguro que no las había ingerido y empieza a lamentar sus errores. —Sabes que no es real María —apunta a los alimentos.

Él me juzga con la mirada.—Lo sé, lo sé —interrumpe mi boca remediando su traición

de hace unos momentos—, no olvides que a los humanos tam-bién se nos permite bromear.

Pero sí lo era, al igual que la incomodidad de la mesera por escuchar el comentario de Arturo, tal vez sea este calor que nos está desgarrando y ocasiona que mi primo desconfíe de todo lo sucedido en cada una de las ciudades paraíso. Es real como la mirada desaprobatoria que no ha parado de brindarme desde hace una semana y la sonrisa nerviosa de Héctor por no saber cómo remediar tan lamentable situación. Héctor también sabe la verdad de El paraíso, ya que es tan real como lo fuimos los tres riéndonos en “Baan Thai” la noche anterior.

No puedo reprochar a Arturo por su escepticismo, después de todo es hijo del científico, criado a su imagen y condenado a luchar junto a esa venda en los ojos que le impide ver la veracidad de El paraíso.

Y mientras veo las pastillas de Arturo, regresa la vista borrosa y ese calor traído del quinto infierno.

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Capítulo 4Todo por lo que he vivido

46 meses de trabajo han dado fruto. Mejor de lo que esperaba mi padre… digo, el científico, como él prefiere que lo nombremos en horario de trabajo. Cuando somos investigadores deja de ser mi padre para convertirse en mi colega: “en el trabajo se pierde el parentesco”, menciona el científico frecuentemente.

Para María y para mí fue difícil acostumbrarnos a llamarlo así cuando comenzamos a trabajar para él. Ella es la presidenta de mercadeo e imagen de Aggm, nuestra compañía, y yo el segundo en mando en las investigaciones.

El científico y yo preferimos evitar el contacto con la gente; él porque se encuentra cansado de las pretensiones sociales en las que ha vivido por décadas, y yo… bueno, yo nunca podré con-siderarme como una persona normal. Pero María es diferente a nosotros, ella tiene ímpetu, sin linealidades, con espíritu y pasión por todas sus acciones, sin excepción de alguna.

El científico deseaba interconectar las mentes de toda la po-blación: desde el occidente hasta la nueva América. Él ha dedica-do por completo su vida a los juegos de video y es pionero de los cascos de realidad virtual, donde nació el realismo en lo irreal. Diez años atrás inició su inquietud de interconectar las mentes, ¡vaya que era grande su obsesión! Trabajó en ello hasta que lo cumplió. Él consiguió que se pudiera jugar mentalmente con cualquier otra persona en el mundo. Yo le di fuerza a sus investi-gaciones y María la certeza que funcionaría en el mercado.

Ahora, el científico acaba de cumplir su nueva inquietud, o po-dríamos llamarla obsesión: descubrió la creación de espacios y la movilidad del tiempo dos años atrás, la meta de una vida entera.

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Mi padre ha trabajado sin descanso en ese descubrimiento y le ha servido para la implementación de sus dos grandes pasiones: crear juegos de video y la antigua historia.

Esta tarde ambos esperamos por María, los dos decidimos darle espacio por estas semanas. El científico la envió a múltiples viajes de negocios al extranjero con la esperanza que este mes lejos la recuperase de su día de bodas, cuando descubrió a su pro-metido engañándola con su mejor amigo.

Me senté afuera de la habitación sintiéndome un poco estú-pido con mi traje negro y mi corbata verde colgada de mi cuello. Quería romperle la cara a Alejandro, lo pude haber hecho, pero era una batalla que a María le correspondía librar, no a mí, aun-que tuviera una piedra partiéndome por dentro.

—¿Por qué querías casarte conmigo? ¿Para ser infelices? —le dijo María.

—No lo seríamos. Eres mi mejor amiga y la única mujer con quien podría soportar esta farsa, porque pese a este engaño, te amo realmente.

Y el silencio reinaba. Así fue hasta que el habla ganó al silencio.—Imbécil —finalmente habló María; ella sabía que él la ama-

ba, ¿cómo no hacerlo después de diez años juntos?—Compréndeme, lo que soy es para gente clase media,

pobres y ricos nuevos, no para personas de alcurnia con el deber de llevar una vida convencional. En mi mundo se vive de apariencias y de ser el hombre perfecto de familia, aunque sea pretendido.

—¿Por cuánto tiempo pensabas pretender? Es mi vida… esto no es lo que yo quería.

—¿Por qué te engañas? —la interrumpió—, yo quería una mujer con dinero, clase, buen atractivo; y tú, un marido de re-nombre. Un trato lo suficientemente conveniente para am-bos. Es a lo que te has acostumbrado, a manejarte por contra-tos. Y es lo que siempre he querido, tener una vida aceptable que pretender: en nuestra noche de bodas tendría que hacerte el amor y fingiría que lo disfrutaba como todas las noches que desearas que lo hiciera por el resto de nuestras vidas. Mi em-pleo me exigiría viajar, lo que es perfecto para tener por unos

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días la vida que deseo y poder soportar el teatro que había montado. Planearíamos tener hijos, siempre he querido ser padre y tú me lo facilitarías. Los niños me adorarían cada día más, pero nosotros nos alejaríamos, a medida que tú te cansaras y dejaras de intentarlo, hasta el punto de buscar otro hombre y sentirte deseada. Me serías infiel, tomando mi brazo por todos esos años frente a los niños, mis familiares y nuestros amigos. La gente me envidiaría por tener a mi lado a una radiante espa-ñola y todos, hasta el más puro de los hombres, desearía tener tu brazo rodeado del suyo aunque fuera por esa noche. Por déca-das seguiríamos engañando a nuestra soledad, inclusive al crecer de nuestros hijos. Yo continuaré contigo por ser muy viejo para buscar a un hombre que me ame y tú porque has sido atrapada por la costumbre. Así viviremos, acompañando nuestras propias soledades hasta el día de nuestra muerte.

María se arrojó a sus brazos, golpeándolo repetidamente hasta el cansancio.

—Imbécil, imbécil… —seguía con cada uno de sus golpes.—Lo que buscas es lo que te puedo ofrecer: compañía y una

vida de pretensiones. Nunca te he dado pasión y los hombres de tu vida que te la han ofrecido han sido desechados uno a uno. Cariño, no pretendamos, todo lo que has buscado es seguridad en toda la extensión de su palabra y nadie como yo te lo puede ofrecer —Alejandro la abrazaba. Quería tranquilizarla y lo consi-guió—, sigo aquí, respetándote como mi compañera de vida. Pese a todo trataré de hacerte feliz.

Yo estaba frente a la puerta abierta, esperando a mi prima con su vestido de novia todavía puesto. María le regresó el abrazo a Alejandro, uno muy largo, y caminó por la puerta sin mirar atrás. Con estilo europeo se apoderó de la habitación una joven de ca-bellos castaños, de la cual estoy orgulloso de llamarla mi familia: ella es esa misma que por tantos años ha caminado en silencio y fortaleza en su andar.

Desde nuestra infancia, María y yo no habíamos experimen-tado tan larga separación y la forma en la que me abraza, con fuerza, demuestra que ella extrañó a su compañero de juegos favorito.

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—Traigo excelentes números del occidente, tío —María deja su bolsa en el asiento contiguo al científico, este último le da su mirada de advertencia que ambos conocemos a la perfección— … quiero decir científico —corrige mientras se acerca a darle un fuerte abrazo a mi padre.

—Eso no es importante en estos momentos —dice el cien-tífico—, María quédate conmigo. Los demás, afuera, tomen un descanso —ordena a todos en la sala. Él ya no puede esperar para empezar las pruebas de su nuevo proyecto llamado El paraíso. Toqué el vidrio más próximo, está congelado. Me acerco al es-critorio donde había tirado mi abrigo horas atrás. Me disponía a salir del edificio y buscar un panecillo acompañado de un capu-chino cuando el científico se dirigió hacia mí—, ¿hacia dónde te diriges, Arturo?

— Dijiste que…—Cuando te pida que te retires, te retiras. Mientras, te quedas

conmigo —reclamó el viejo testarudo. Después de cien años de vida no podía esperar que mi padre fuera el hombre con más cordura— ya les he dicho a ambos —nos apunta con su dedo haciendo semicírculos— que están prohibidos los parentescos en el trabajo. Ni eres mi hijo, ni tú mi sobrina —dicho esto, deja de apuntarnos para volver a tomar asiento—. Hablemos de lo que en verdad nos concierne: el futuro.

—Eso significa… —cae María al asiento a causa de la sorpresa.—Lo hemos terminado —dice mi padre con orgullo.María continúa pasmada en su asiento, con boca abierta y mi-

rada perdida. Su mente no alcanza a procesar la magnitud del descubrimiento de mi padre; logro que no pudo ser proclamado por ninguno de los grandes de todos los tiempos… hasta hoy. El mundo entero sigue impactado por su último descubrimien-to. Los niños juegan unos con otros soccer en un videojuego, los adolescentes no necesitan salir de sus hogares para disfrutar una charla en alguna cafetería o un almuerzo en un restaurante de comida mexicana.

Entre sus compromisos con Aggm y los preparativos para la boda, María no había indagado en los últimos avances del pro-yecto secreto del científico y sus cinco de confianza: su hijo, es

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decir, yo; Viktor e Irina, el matrimonio ruso; Marcus, una mente física brillante y, por último, Héctor, el especialista en corrección de gráficos de juegos de video. El científico le muestra en el aire las fórmulas de tiempo-espacio y la manera en la que lo había creado. La cara de María demuestra que no comprende lo que dice el científico, aun así asiente.

En ese entonces todo era tan incierto. Por primera vez en su vida, mi padre dudaba de poder concretar un proyecto como lo había deseado; no era suficiente la creación de un espacio, él de-bía involucrarlo con sus pasiones y, aunque fue difícil seguir ese camino, una vez más lo consiguió.

—Es sorprendente que le encontraras una funcionalidad en tan pocos meses. Has superado una vez más al más grande —dice María al momento que mi padre terminaba con las fórmulas.

—Y será la última superación. En esta invención, y en sus ra-mificaciones, trabajaré hasta el último de mis días.

—¿Cuál será su uso? —yo permanezco callado, aguardando esperar una vez más la historia de su mayor grandeza.

—Fue difícil decidir uno. Ya estoy viejo y casi llegan a con-vencerme de ceder mi descubrimiento a hombres más jóve-nes —él me voltea a ver con cariño—, pero Arturo no me dejó rendirme.

Después de sus cien años, las cosas han cambiado en él. Aun-que su cuerpo se encuentre conservado y pueda contar con años, hasta décadas de vida, el científico está perdiendo cordura en sus acciones. Diez años atrás sería inaudito considerar que él pudiera ceder un proyecto. No son simples palabras, no hay nadie como él. El científico explota las cosas, las lleva hasta límites inexis-tentes para la humanidad. María lo sabe. Su rostro conoce estos límites. Ella los transforma en dinero, el fin primordial y sucio de cada compañía y de todo proyecto.

—Es increíble escucharte —y tenía razón—, tú me lo has ense-ñado. Esa diferencia la aprendí de ti. Otros genios de otras épocas tenían límites… tenían pereza… adicciones… escondían verda-des obligados por la iglesia, pero tú no. Además, nos has enseñado —mirando a mi dirección—, a sacarle provecho a tu mente. Y ahora es una infamia que me hagas creer que no explotarías el

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mejor descubrimiento de la humanidad. La ecuación perfecta que por miles de años había permanecido oculta.

—Me siento cada vez más viejo… perdí la cordura. —Eso nunca te ha detenido —interrumpe—, no somos fami-

lia que abandona. El científico nunca lo ha hecho, incluso aunque tenga que dar

pelea contra la muerte, no abandona. Si él lo hiciera, yo no estaría sentado aquí… no estaría en la Tierra más que encerrado en las cuatro paredes de un ataúd. El silencio reinó por unos momentos. Los tres permanecíamos enfrascados en el mismo pensamiento: el día que el científico no me abandonó y me regresó a la vida.

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Capítulo 5El cambio

¡Fue terrible! El accidente no se había hecho público aún. Era de noche y la tragedia se supo hasta horas después. En esos días, pensaba que el caos terminaría tan pronto como comenzó. Me equivoqué. Esta sería la primera de tantas horas que pasaríamos en quirófano manteniendo con vida a su esposa y sus familiares; sobre todo, semanas enteras que tomamos en regresarle la vitali-dad al pequeño huérfano.

Pero ese día, el que me comprometí a trabajar de lleno con el doctor Gerardo Garza, los pasillos se volvieron fríos. No todos ellos, únicamente los de ese piso. Se sentía el cambio de tempera-tura al recorrer escaleras para llegar al piso 3. El alma de los Garza buscaba el descanso que Gerardo no les quiso conseguir el día del accidente. Ninguno corrió con suerte. Parecía que el doctor Garza era el único que no sentía esas presencias. Tal vez eran muy familiares para que encontrara diferencia alguna.

Eran las 5:00 am y seguía sentado sin querer ir a casa.Debería ir a cuidar a su sobrina, la hija menor de su único

hermano, además de ser su única familiar con una vida real. El día de la tragedia ellos dos se quedaron en casa, creo que Ge-rardo me llegó a mencionar que la niña tenía varicela. El doctor cocinaba y su sobrina era su asistente. Su esposa, su hermano, su cuñada y sus dos sobrinos fueron al cine. ¿Quién podría pensar que ocurriría algo?

En las noticias de las seis de la madrugada el incidente fue ca-talogado como una de las mayores tragedias de los últimos años de Antártida: 61 muertos, 223 heridos, cinco personas inducidas a estado vegetal y un niño resucitado.

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El pequeño se encontraba en la misma sala que la familia del doctor Garza. Nunca se presentó ningún familiar, así que él corrió con sus gastos.

En las noticias mencionaron que de las 14 salas del cine, la 13 era la más pequeña y era en donde se exhibía la más vieja de las películas en cartelera. En la sala estaban únicamente la señora Lizeth —esposa del doctor—, el hermano del doctor Garza, su cuñada, sus dos sobrinos y una pareja con su hijo. El cine se con-sumía entre llamas, la entrada de la sala 13 quedó invadida por ellas. La salida de emergencia no funcionó, el forense dijo que la pareja murió rápidamente. La familia del doctor también quedó atrapada y transcurrió más tiempo de lo que sus cuerpos pu-dieron soportar. Los cinco llegaron al hospital sin señal aparen-te de vida, pero el doctor no se rindió, luchó hasta el final. Los cerebros no tenían señal alguna y Gerardo tuvo que dejarlos en estado vegetal para que pudieran permanecer con vida, no pudo ayudarlos con procetores ni tampoco les dejó descansar en paz.

—Nunca regresarán a la vida doctor —le mencioné esa tarde.—Algún día, Nancy… serán 30 o 40 años… —seguía en esa

silla—, algún día.Me senté al lado suyo. Él seguía ausente. Después de meses y años de buscar la manera de regresar a su

esposa, el doctor Garza se rindió por primera y última vez en su vida. Él dejó el hospital y dedicó sus últimos años a la investiga-ción. Fueron pocas las veces que lo volví a ver, de igual forma nos mandamos postales en los cumpleaños y tengo entendido que ahora maneja una compañía importante de juegos de realidad virtual.

El accidente no fue lo más memorable, de todo lo sucedido en esa época, no había nada tan sorprendente como lo era ese niño.

El doctor Gerardo salvó la vida del hijo de la pareja que fa-lleció en la sala en la que se encontraba su familia. Los paramé-dicos lo encontraron junto al cuerpo sin vida de sus presuntos padres. Reynaldo Rubio no logró explicarse lo sucedido: “un mi-lagro, Nancy. Un verdadero milagro que permaneciera con vida el niño”. El pequeño estaba tendido en el suelo con un aparato respiratorio y ambas piernas destrozadas. El aparato se encontra-

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ba sin batería desde minutos atrás, pero el pequeño tuvo fuerza suficiente para permanecer con vida hasta llegar al hospital. El doctor Garza encontró actividad eléctrica en él. El humo atacó el cuerpo del pequeño, Gerardo lo salvó y, pese a que sabía todos los riesgos físicos del niño, sin pensarlo, decidió adoptarlo como hijo propio.

—No encontramos registro de los padres de su paciente —le dije. Aún recuerdo el temor que me ocasionó el descubri-miento.

—¿Sus identificaciones? —preguntó el doctor.—Todas falsas —respondí—, también… no sé si sea relevante,

pero el niño habla entre sueños.—No encuentro relevancia en ello —dudaba Gerardo.—No me refería al sueño en sí. Habla ruso y las identificacio-

nes de sus padres son falsas —dije con la entonación necesaria para que comprendiera el punto de mi comentario.

—Entiendo, Nancy —infirió el mismo origen del pequeño que yo— podemos sacar nuestras conclusiones —en las noticias abundaban las notas periodísticas de criminales rusos en nues-tro país—; no tiene caso que sigan buscando familia. Las huellas dactilares están perdidas y él niño no fue registrado legalmente.

—Doctor, ¿llamaremos al orfanato? —pregunté. —Cuidaré de él —temía la respuesta. No me sorprendía des-

pués del resultado de los estudios del niño—, aún no hemos ter-minado de sanarlo.

—Y… ¿qué será del pequeño cuando terminemos? Usted sabe que la genética no se cambia y él proviene de familia de delincuentes.

—Seguiré cuidando de él —prosiguió—, el chico es demasia-do espectacular.

—“No es uno más de sus experimentos doctor”, pensé en de-cirle pero tragué saliva para contenerme y cometer tal impruden-cia. Después de todo, ¿quién era yo para cuestionar semejante mente? —Buena decisión doctor —le respondí.

Pasaron semanas desde el incidente. De cuatro a cinco veces al día encontraba al doctor sentado frente a la habitación de su esposa, en la misma silla viéndola a través del vidrio.

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Era fácil identificar el rostro de un hombre: dolor, dicha, pa-sión, anhelo, gozo, euforia, felicidad, querer brincarse normas, nostalgia, nerviosismo, ira, frustración, lujuria, amor, entrega, tristeza, hambre, sueño, conocer a su hijo por primera vez, pérdi-da, desesperación, miedo a la sangre... pero su rostro decía cuán-to la extrañaba. Sus ojos lo gritaban cada vez que pasaba ambas manos por sus cabellos.

Al finalizar cada día me sentaba a su lado y contemplaba la escena montada por su rostro. Después de tantos años de trabajo nos volvimos cercanos. Dos viejos amigos similares: largas pala-bras en lo laboral y cortas frases en lo personal. Mi buen amigo es un pobre hombre condenado a la sed de sabiduría. Eso me agrada.

—Nunca tuve una amante además de mi mujer, no fui infiel vez alguna —me confesó el último día que estuvo su hijo adop-tivo en el hospital—, pero en su mirada sabía que Lizeth hubiera preferido que fuera así.

—No diga eso Gerardo—le respondí—, ninguna mujer desea ser víctima de una infidelidad de su hombre.

—No esté segura, Nancy. Hay cosas más importantes en una persona que la fidelidad e, inclusive, que la felicidad... quizá no sean correctas, pero sí más honestas.

—¿Cómo qué doctor?—Para ambos era más conveniente esto: que la culpa me atara

hacia ella y poder estar cada noche a la hora de la cena y no aquí en el hospital. Ve, Nancy, cómo hubiese sido mejor que me distra-jera con una aventura, pero ya es tarde para ser infiel.

Cuando ve a su esposa en cama, qué culpas vendrían a su mente, ¿serán todas las tardes que no pudo comer en casa por venir al hospital a comprobar una de sus teorías? Posiblemen-te. Él eligió la investigación, siempre fue su primer amor. Y aho-ra que ella duerme en cama, el doctor Garza, notable científico, entrelaza los dedos de sus manos pensando en todas esas veces que comparó los dos amores de su vida y siempre ganó el incorrecto.

Él adoptará a ese niño por su mente extraordinaria y por ser uno de sus mayores logros en el ámbito médico; posiblemente

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también cuide de su sobrina por ser el familiar más cercano que la niña tiene. Y yo, después de todos estos años de observarlo, con certeza sé, que su amor seguirá con sus investigaciones… que Dios ampare a esos niños.

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Capítulo 6Regrésame a la vida

María me veía esporádicamente, o así fue al inicio de la con-versación que tuvo con el científico. Cuando él muestra pasión por la investigación, mi prima muestra ese mismo amor por los negocios.

Perdí mi memoria el día del accidente: “tu cerebro estaba dañado”, me respondió mi padre un par de ocasiones, ya que fui mayor. La explicación siempre fue la misma desde mi infancia: “hijo, o lográbamos que funcionara bien tu cabecita, o conser-vábamos tus recuerdos, pero no se podía tener ambos”. Los días que no soy una prioridad para mi padre, preferiría tener mis recuerdos o morir con ellos, llegar hasta donde no nos hubiera podido llevar la ciencia. Pero él no conoce la palabra natural, todo lo fuerza. Si él pudiera conseguir que su organismo no co-miera seguramente lo intentaría.

Mis padres murieron en el accidente donde Gerardo perdió a su familia, con certeza nunca he estado seguro si fue el destino o él quien nos unió. Desconozco si tengo tíos o abuelos que se hubieran encargado de mí. Días como hoy, pienso mucho en mi familia, tal vez mis hermanos pasean por las calles de Rusia en sus vacaciones y su vida cotidiana sea en la Antártida, en esta misma ciudad. Pero nunca sabré el paradero de mi propia sangre. Sólo cuento con María y el científico. Esta familia de otros hogares que fue unida por un accidente, un catastrófico incendio que nos dejó huérfanos a los tres.

María no siente por Gerardo lo mismo que yo, y puedo com-prender sus motivos. Si yo estuviera en el lugar de mi prima, no podría ver a un padre que no fuera el de mi infancia y amaría a

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Gerardo como un tío caritativo. Jamás podría llamarlo padre, sin importar que él haya extendido esta vida y me convirtiera en úni-co, seguiría amando más quien fue mi padre, a ese hombre que su recuerdo permanece entre tinieblas.

Mi sangre no corre por sus venas ni la suya por las mías. Veo a María con mi padre y, pese a que el científico y yo somos serios y batallamos en encajar en el mundo, ellos dos tienen el sentido que nosotros nunca tendremos.

Siguen discutiendo sobre la imagen de la compañía para la prensa y los medios. A ambos les interesa ese poder: ser el me-jor en su profesión, mientras yo busco paz y tengo un pecho por el que recorre adrenalina y sangre de mis difuntos padres; lo sé, siento en ella el sentido de aventura que compartimos.

El científico me ha inducido a aprender a ser la mente de la compañía y seguir con el negocio familiar. Algo más que me hace sentir tan diferente a él. ¿Estoy listo?, pregunta absurda que me hago ante la presión del científico, eso no se necesita saber hasta que es requerido. ¿Corre por mis venas el llegar a ser como él? Creo que no… y eso es lo que en verdad me preocupa.

—Anuncia a los medios que será con fin educativo. Para los museos y escuelas —concluye María.

—No promuevo la educación, soy creador —continua mi pa-dre—, convencer y aludir a la gente es tu trabajo, no el mío. Pero no pretendas que un invento tan innovador va a servir para ser un museo viviente.

—No permitiré una demanda más para Aggm —recuerdo la última madre que nos demandó hace apenas un año; su hijo prendió fuego a su casco. Ganamos la demanda, pero la antipatía de la gente continúa generándonos conflictos—. ¿Recuerdas la historia que me contabas, de los juegos en línea en las computa-doras, cuando existía el internet?

—María, yo nunca olvido nada.—A eso que tú le dices enviciar a la gente, yo lo llamo la des-

trucción. Es adictivo y puede llevar hasta la mente más brillan-te a perderse en sí mismo. Incluso los juegos en línea que me has narrado no se comparan a lo que deseas hacer. Las vidas se consumían en esos juegos. Los inadaptados se convertían a sí

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mismos en magos blancos y oscuros, paladines y caballeros, ¿su misión?, acabar con las creaturas místicas y animales de los bos-ques. Lo único es matar, matar y matar —comienzo a entender el punto de María—. Es peligroso —prosigue— crear la red so-cial más poderosa en el ámbito virtual. Sería más sencillo que lo crearas para el casco Aggm. Olvida la idea de El paraíso, incluso aunque hayas descubierto la manera de crear espacios nuevos y hayas tenido la tecnología para implementar viejas ciudades, pedirán tu cabeza si le vendes al mundo las ciudades más her-mosas que pasaron por él y están unidas en el océano —con esa reflexión puedo estar seguro que María es la elegida para ser la mente de la compañía, no yo.

—La decisión está tomada. He creado espacios y he progra-mado majestuosas ciudades. Lo ves de la manera errónea, la gente ya no interactúa en persona, la red social que he creado restablecerá esa conexión que ha sido perdida en la humanidad —el científico arrojaba puntos interesantes pero arriesgados—, le haré las pruebas finales, y tú venderás los portales de El paraíso por todo el mundo.

—En ese momento te presentaré mi renuncia —dijo mientras mi padre la mira confundido, ninguno de los dos había imagina-do que fuera real esa posibilidad, y ambos sabemos que es lo su-ficientemente decidida para abandonar la compañía—. Contrata a alguien más para que hunda Aggm, porque no seré yo quien lo haga.

El científico piensa en silencio. Cinco segundos terrenales fueron miles en su mente. Aggm es la vida de mi padre, sus descubrimientos e invenciones lo mantienen con vida a tan grande edad, pero María era su única sobrina, hija de su único hermano.

—Lo evaluarás por ti misma —arroja finalmente—, necesito un equipo de trabajo que verifique la precisión de los monu-mentos que hemos creado y que el funcionamiento de la pro-gramación sea el adecuado. Iba a tomar únicamente la opinión de ellos, pero María, presentas una confianza tan impresionante que irás a darle el veredicto a El paraíso. Si me dices que es un mal producto —el cual el científico no lo considera— o que

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pone en peligro a Aggm, doy mi palabra que El paraíso será con fin cultural y educativo como tú lo deseas.

¿Cómo es posible tal falla? Podría ser peligroso si no nos lo-calizará el científico en El paraíso. Él piensa en todo y omitió un detalle básico.

Durante semanas trabajamos en los detalles finales. Ayudé, aunque nunca quise estar involucrado en el desarrollo de El pa-raíso, ni siquiera para que mi nombre quedara en la inmortali-dad junto al de mi padre. Me involucré por el bienestar de María. Además que mi padre estaba decidido a mandarme junto con ella y Héctor para revisar su paraíso. Al principio me negué, pero con los eventos sucedidos tenía que cuidar a María.

—¿Por qué no activar un chip de rastreo?, puede que suceda un imprevisto —dije después de observar el plan—, el costo de implementarlos sería bajo y no nos tomaría mucho tiempo.

—Ustedes tendrán comunicadores y con Héctor a su lado no les pasará nada —seguía el científico programando—El paraíso no los necesita, no aún.

—¿Y el alimento? Eso podríamos necesitarlo —María tiene razón con el peligro que conlleva El paraíso. Un videojuego se apaga. Una red social se desconecta. ¿Cómo apagas y desconectas un espacio creado? Llevo semanas pensando en cómo detener la idea de mi padre, pero me sacaría de su vida antes que pudiera representar un estorbo para su paraíso—, ¿por qué no creas ali-mento?

—Hemos estado ahí antes, no es necesario, pueden salir sin problema de cualquier ciudad —continuaba en la programación. Evitaba mi pregunta—; además escuchaste a María, ella lo propo-ne para museos y tonterías de ese tipo —lo dijo con gesto despec-tivo al referirse a ello.

—Eres increíble —continué—, a ti no te importa la imagen de la compañía —comencé a reírme de mi padre. Más de cien años y sin conocer el significado del juicio—, si no creas alimento esta-mos en peligro de ser demandados si alguien muere dentro de El paraíso por hambre. ¿Por qué te rehúsas a crear alimento?

—Lo he intentado por décadas —confesó finalmente —, pero no encuentro la manera de crear vida de lo inexistente. Necesito

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una mente más brillante que la mía —me observaba. Siempre lo decía, pero no eran verdad sus palabras. El día de mi accidente, él ayudó a mi cerebro a trabajar con procetores, a existir y a vol-ver a sentir. Yo soy capaz de los límites que él ha establecido en mí. La mente más brillante sobre la faz de la tierra, jamás supe-rará a su creador… nunca—; tienes un potencial que nunca he visto, ni siquiera en mí. Llevo años encargándote proyectos que sólo tu mente podría realizarlos, con la esperanza que un día despiertes y no te rehúses a explotarla —tomó mi mano y siguió observándome.

Continuó el silencio. Momentos largos o cortos, el silencio no conoce de medidas en el alma. Una pausa común en el trabajo, pero con una extraña incomodidad. Mis labios sellados gritaban “no puedo ayudarte con esto, simplemente no puedo”. Él me co-noce, yo aprendí su idealismo. Nunca pensé que tendría una par-te de mí que fuera compatible con los Garza, pero así es.

—Estas en contra de esto. Me has evadido respuestas, pero sé que es así. Ambos pudiéramos ser los primeros en crear vida, tenemos el deber que nuestra empresa llegue a los límites inal-canzables para todo humano. Lo sabes y aun así te empeñas en no afrontar tu destino. Acompañarás a María por El paraíso y lo entenderás. Ya no te resistirás, Arturo.

Empecé a sentir esa ira que a veces me invade. Ella es su hija también… es mi hermana —¿Por qué le haces esto a María? —dije— El paraíso es ambicioso y destructivo. Te lo ruego, no lo pruebes con ella si no están las medidas necesarias para hacerlo.

—Ella es fuerte, Arturo; lo soportará, ¿cuándo compre...?—Suficiente padre… —me paré de mi silla observándolo

finalmente.Se heló alrededor, yo seguía absorbiendo el calor cuando él

gritó: “no hago diferencia entre ningún empleado, aquí no soy tu padre”.

—¡Ya basta! —grité con la furia acumulada de los días, se-manas, meses e incluso de todos estos años. Tomé la silla y la derrumbe contra el suelo— ¡ya basta, padre! No te atrae su con-fianza… no te mientas a ti mismo, te atrae su debilidad, te exta-sías de sentir sus miedos, sus inseguridades y su desprecio por el

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mundo. Si ella puede probar tu paraíso sin perderse en la fantasía, cualquier persona lo logrará. Mi prima puede decir que no ama los videojuegos, pero miente… se miente así misma de la misma manera que tú lo haces siempre. Ha crecido con ellos y no porque no tome el casco no significa que no esté enamorada de ellos. ¿Cómo te atreves a enviarla ahí?, a un ticket sin regreso, a la fan-tasía más real, en donde puede olvidar los últimos meses, esa ver-güenza y humillación que siente, que no le hace bien a su orgullo. Y ella está decidida a hacerlo, yo no podré cambiar su decisión, el destino de mi prima depende de ti y de tu sensatez. Te lo ruego padre, aborta la misión y no la envíes a El paraíso.

Esperaba su respuesta. El científico callaba ante la verdad de cada palabra. Yo continué aprovechando su silencio.

—¿Es para ti más importante entrar a la historia por ser el primer hombre en crear espacios que el riesgo en el que pones a tu sobrina? —mi padre continuaba sin habla. Héctor, María y yo partiríamos en la mañana. Esta era mi última oportunidad de evitarlo. Aunque intentara de convencer a María de no ir a El paraíso, ella no cambiaría su decisión. Las personas fuertes nunca lo hacen—; tu ambición me enferma. María y tú son mi única familia. Debemos cuidar de ella.

—Me sigues recordando que sólo nosotros tres… yo nunca pude darles una madre: “¿dónde está mamá?, ¿por qué no des-pierta papi?”, yo le di el hijo que él siempre necesitó, pero nunca pude darle una familia. Siempre faltó ella.

—Está muerta, yaciendo como un vegetal. Como mis tíos y mis primos.

Mi padre meneaba la cabeza.—Nunca te preguntaste qué deseaban, te has empeñado tanto

en mantenerlos con vida que no has dejado que María y yo cerre-mos la herida. Y tampoco has cerrado la tuya. Para de jugar a ser Dios antes de que destruyas a tu sobrina también.

—¿Me reniegas darte tu vida? —me dijo.Volteé la cabeza sin contestarle. Una parte de mí sabe que

debió morir el día del accidente.

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Capítulo 7 El único

Arturo siente impaciencia por llegar a casa. Yo no comparto su sentir, entre más días transcurren éste se vuelve mi verdadero hogar. Dos ciudades paraíso faltan… quedan únicamente dos días.

—Disfruta tu estancia por una vez —le señalo la inmensidad de Río de Janeiro, la ciudad es exquisita, mi cuerpo vibra con la danza y disfruta de su playa. Camino hacia él, mientras la pintura amarilla resguarda mis pasos por El paraíso. Todos los días Héc-tor no descansaba por horas hasta verificar la perfección de cada edificio, reafirmando la excelencia del científico.

—Déjalo descansar una vez —tomo el brazo de mi primo, pidiéndole compasión por Héctor—, déjanos a todos disfrutar de una ciudad completamente. Mi tío seguirá ahí dos días más, Arturo.

—Ya llevamos esos dos días de retraso, más bien son tres más que eso y no planeo aumentarlos a cinco.

Arturo me quita la respiración y la encapsula en un frasco a su costado. Su línea azul se aleja de mí, como en un momento mi verdadero hermano mayor lo hizo al quedar en estado vege-tal. Veo la espalda de Arturo, y sé que lo que siento por él siem-pre ha sido superior a cualquiera de mis hermanos e inclusive de mis padres y exprometido. El día de mi boda, Arturo estaba enfrente de mí, me tomó del brazo y salimos juntos frente a un par de invitados. Mi primo me susurró al salir: “este conejito canta los días de sol, alumbra los días lluviosos y brinca con fer-vor”. Al ver su sonrisa cálida, como siempre lo fue, me sentí en casa, y al recordar la canción se generó una paz que solamente él me puede provocar. Ahora se desliza suavemente con calma en

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la dirección contraría hacia mi, y sé que su color no es lo único que se está alejando de aquí.

—Río de Janeiro —susurro al ver las letras del nombre.Todavía estaba lejos enero, me decepcioné un poco al ver que

me perdería el carnaval, pero mi tío respondió rápido a mi in-quietud: “No importa, lo he programado para que siga siendo cálido y para que todos los días la gente pueda disfrutar de lo que fue el carnaval”.

El científico nos enseñaba documentales de historia a mi pri-mo y a mí; al ver el listado de las ciudades de El Paraíso, latió fuerte mi corazón al ver a la cidade maravilhosa del siglo XXI. De todas las ciudades históricas que nos mostraba el científico, Río fue siempre mi preferida: una ciudad que sabía que jamás podría tener. La veía en la vieja pantalla en tercera dimensión para ser consciente que no existe tal belleza en el mundo y que, posible-mente, nunca existirá.

Me deslumbraban esos minutos de televisión, en los que veía sus exuberantes playas y peculiar vegetación. Cuando terminó el calentamiento global, las ciudades se volvieron extremas: no se podía dormir del frío o del calor; pocos lugares fueron puntos intermedios. Ahora estoy parada aquí, en la ciudad que más he anhelado durante toda mi vida, con la temperatura perfecta que siempre busqué. Sin duda es mi hogar.

Los tres hemos recorrido, con esta, 24 ciudades en total: Pa-raíso Vaticano, Paraíso Venecia, Paraíso Cancún, Paraíso Roma, Paraíso Hawaii, Paraíso Nueva York, Paraíso Tokyo, Paraíso Egip-to, Paraíso El Caíro, Paraíso Nigeria, Paraíso Marruecos, Paraíso Shangai, Paraíso Bombay, Paraíso Pekín, Paraíso Sydney, Paraíso Playa del Carmen, Paraíso Las Islas Cies, Paraíso Buenos Aires, Paraíso Turquía, Paraíso Barcelona, Paraíso Napoles, Paraíso Los Ángeles, Paraíso Bangkok y, finalmente, Paraíso Río de Janeiro.

Cada una de ella ha sido majestuosa en su peculiar forma. En el mundo se encuentran diferentes variedades de chocolates, inclusive en cada país se disfrutan de esta diversidad de sabores y maneras de disfrutarlo. El mayor amante del chocolate estaría de acuerdo conmigo en que se encuentra delicadeza en cada uno de ellos al rozar su paladar, y pese a esto, siempre tendrá

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su chocolate favorito. Lo mismo siento de El paraíso: cada ciu-dad es exquisita, pero Río de Janeiro es un verdadero festín de sabores.

Al atardecer, me siento frente al estadio de Maracaná. A di-ferencia del científico y mi primo, no soy experta en historia, ni conozco datos contundentes de las ciudades que hemos visitado. Comencé a amarlas en la medida que fueron probadas, al igual que el hombre experto en chocolate. Arturo me explicaba, mien-tras pintábamos vivamente las calles, la historia de cada una de ellas consecutivamente. De cada ciudad paraíso he aprendido de estas maravillas. Finalmente me encuentro aquí, sentada en el más dulce de los chocolates observando el Maracaná.

Las costumbres de los brasileños son libres en nuestros días, y supongo que antes de su inundación lo era en Río. Accedí reco-rrer El paraíso para sentirme sin presiones y quitarme de la mente esa necesidad de esconderme. Huí de la Antártida para encontrar libertad. Desde los primeros días en El paraíso, justo al llegar al Paraíso Roma, comprendí lo encadenada que seguía.

—Todo terminado —dijo Héctor—, es hermoso —afirmó mirando el cielo.

Ambos se acercan hacia la acera en la que estoy sentada, la última belleza de la arquitectura que había verificado Héctor. Siento la presión de mi primo, entre más transcurren las ciu-dades paraíso Arturo se vuelve un espectador que desea regre-sar a casa. Realmente dudo que nos espere en casa algo mejor. Soy verdaderamente feliz en El paraíso, mi mente y mi cuerpo se sienten plenos como nunca; por otra parte, Arturo no desea se-guir los pasos del científico, pero está atado. El más beneficiado es Héctor, que solamente aquí deja de ser esclavo de mi tío.

Arturo es un hombre complicado, siempre ha sido un adulto atrapado en su versión infantil. El científico nos está dando todo el tiempo que deseemos para disfrutar de El paraíso, pero Arturo se rehúsa, ¿por qué no quedarnos un mes más?, ¿seis meses?, ¿un par de años?, ¿para siempre?

—Debemos irnos a las calles —dice Arturo mientras saca de su mochila la comida deshidratada para la noche.

—Es tarde y el día ha sido agotador para ambos —le replico.

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—Río de Janeiro ha sido diseñado para que desde el atardecer se disfrute del carnaval. Debemos irnos antes que quedemos atrapa-dos en él —asiento a su comentario siguiendo el azul de sus deslices y escondiendo cuidadosamente la comida entre los arbustos más cercanos.

Atardece. Los niños danzan samba por las calles. La oleada de colores se hace evidente para los espectadores. Las horas transcu-rren, mis ojos no paran de ver el carnaval de Río de Janeiro.

—Mañana madrugaremos —susurra a mi oído—, es tiempo de ir a nuestro hotel.

—Esperaré a que termine —le digo soltando mi brazo de su mano.

—María, no quiero que empecemos otra discusión.—¡Entonces deja las necedades! Tú y yo siempre nos diver-

tíamos, encontrábamos excusas para hacerlo. Vamos a disfrutar de Río unos días más. A cantar y reír como era antes que llegá-ramos aquí.

—No me vendas una idea como a uno de tus compradores. No soy idiota —dice Arturo—, sé que llevas mínimo dos días sin comer. Estar en El paraíso está afectándote.

—No la necesito… —niego con la cabeza y paso saliva para evitar decirle la verdad de El paraíso: “No la necesito porque es real la comida de aquí. Toda ella es tan tangible como lo eres tú”.

—Nos iremos de El paraíso en la mañana. No me interesa si nos ha faltado una ciudad —grita Arturo intentando hacerse escuchar más fuerte que el carnaval—. Nos iremos a casa.

Arturo me toma del brazo como a una niña. Quiero alejarme de él, pero es imposible; Héctor tampoco puede ayudarme por-que mi primo es el más veloz de los tres. Si tan sólo al deslizarme no dejara mis huellas, podría escapar. Héctor sigue en silencio esas mismas huellas como si leyera mi pensamiento. Río nos alumbra a los tres, nos guía hacia un camino deseable. Me había rendido ante la decisión de mi primo cuando las luces dejaron de mostrar la sombra de Héctor tras mis pasos. Giré mi cuerpo en dirección hacia él. Héctor está parado, la gente camina a su alre-dedor, ignorándolo… El paraíso es tan diferente y deja marcas a cada paso. Pero lo increíble sucede, dos metros sin color existen

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entre Héctor y nosotros. En la tierra, los colores son insignifican-tes y no se cuenta con ninguno. Aquí, no dejar rastros de colores borra cada eslabón de mi cadena.

—¿Qué pasa, María? —me suelta Arturo del brazo al sentir que me detuve. Unos segundos más y mi vida habría tomado un rumbo diferente. Empujo a Arturo contra un joven alrededor de sus 20 y hago caer a ambos. Corro hacia Héctor, lo tomo de la mano y caminamos entre los espectadores del carnaval. No recuerdo haber corrido tan rápido en toda mi vida como en esta noche. Nos escabullimos entre callejones hasta que perdemos a mi primo. Con calma entramos a un restaurante cercano y subi-mos al segundo piso, lo más lejos posible de las ventanas. Héctor toma mi mano firmemente y la lleva a sus labios.

—Esto es real —continúa sosteniéndola—, tú me lo enseñaste.Lo es desde hace tiempo. Lo más real que ha conocido mi

vida, inclusive más mágico que el mismo paraíso. En casa espe-ran que me espose con alguien de mi misma condición mientras que Héctor no tiene familia y es un empleado más de mi tío. Por desgracia, su vida es servirle incondicionalmente al científico.

Siempre supe que Héctor era especial, durante años han pasa-do cientos de trabajadores en Aggm y él ha sido el único en po-der ser parte de los cinco de confianza. Sin importar esto, ante el mundo seguirá siendo un trabajador. Pensar en perder a Héctor me ha impulsado a no abandonar El paraíso, porque en casa no deseo imaginar lo que nos espera.

Comenzó en una playa al sur de Estados Unidos, era consi-derada la mejor del mundo en aquella época. La arena era fina y la playa con olas salvajes, pero inspiradoras. No era la primera vez que Héctor y yo nos escabullíamos de Arturo. Siempre lo hacíamos al anochecer, en espera de que él conciliara el sueño. Desde la infancia, mi primo ha respetado las reglas de largas jor-nadas de sueño mientras que yo soy fanática de aprovechar la noche, aunque tenga que tomar prestadas un par de esas horas reglamentarias.

La última noche antes de cambiarnos de cada ciudad paraí-so Héctor y yo caminábamos por las calles aprovechando lo que no pudimos disfrutar de día. Esa espléndida noche, en Paraíso

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Hawaii, ambos disfrutábamos de las olas y la luna reflejada en su infinito mar. Héctor era un trabajador, y ellos no tienen la opor-tunidad de valerse por sí mismos, son esclavos corporativistas. Héctor ha sido la excepción, por eso el científico tiene plena con-fianza en él.

Cuando terminaba el sol, Héctor se volvía callado por mo-mentos, sobre todo cuando observaba la luna y las estrellas.

—Estoy aquí —me dijo con una sonrisa tímida—, aquí estás... aquí estamos. En ese momento sentí cálido mi cuerpo al tomar por primera vez la mano de Héctor. Nunca habían rozado nuestros cuerpos, o por lo menos no podría recordar alguna ocasión. Héctor dejó mi mano suspendida en la arena, colocando la suya más cerca de su cuerpo.

—No es correcto —dijo asustado.—¿Porque lo dice el científico?—No. Bueno... es algo que sería incorrecto para él, pero no

es por eso. Esto no es real, estamos viajando en nuestra fantasía y cuando ya no estemos abordo, pesará para ambos. María, soy un trabajador. En casa sabes lo que le sucede a los trabajadores, no somos como lo eres tú, como lo es tu tío y Arturo. Para una mujer de tu talla es necesario un hombre de renombre como lo es Alejandro. Quiero que comprendas lo incorrecto de mi situación mezclada con la tuya.

Tomé el rostro de Héctor entre mis manos. Ya no podíamos engañarnos a nosotros mismos.

—Lo que sentimos jamás podría ser incorrecto. Esto es real —lo besé en los labios. Esa idea, en El paraíso, estando nuestros cuerpos tendidos en la arena, despertaba mi pasión por primera vez en la vida.

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Capítulo 8Nadando a casa

—Despierta —dice Arturo.Mi cabeza batallaba para entender lo que había sucedido la

noche anterior. Ayer en el restaurante, Héctor y yo bebimos unos tragos. Pero era más que eso, seguía enfadada con mi primo. Me levanté entre los árboles con dificultad. Héctor, como todas las mañanas, corría por El paraíso y por primera ocasión no dejaba el rastro verde en cada deslice.

—Mi comunicador no funciona. Es tiempo de irnos —toma su mochila del suelo—, hay un póster de salida a varios metros de aquí.

Arturo toma un frasco de su mochila con los suplementos de comida. En esta ocasión extiende dos para mí y me los da en mano. Los tiro lejos, ¿para qué continuar con la hipocresía? Él sabe que de todos modos no los probaré.

—Estás débil —repara Arturo.—No me trates como a una niña —le arrebato el frasco de

las manos y lo aviento contra el árbol más cercano. En la tierra cayeron dos mitades de vidrio. Héctor regresaba de su caminata y se coloca a mi lado.

—Pues no te comportes como una.—¿Qué pasa María? —dice Héctor un poco agitado.—Mi prima ha perdido el juicio —le dice Arturo a Héctor—,

ayúdame a llevarla a casa antes que sea demasiado tarde.El rostro de Héctor no se podía desprender de la dirección de

mi primo. Los dos han sido parte del grupo de confianza del cien-tífico por mucho tiempo, lo suficiente para entablar una amistad con los años. Es razonable suponer que su mente se encuentra

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en un dilema. Héctor reposa su mirada en mi cabello, la desvía inmediatamente hacia mi mano y une nuestro destino al sujetar nuestros dedos con fuerza. Arturo se queda perplejo al ver tal acción

—Es absurdo, María —lleva ambas manos hacia su frente—; él es... es un trabajador.

—Sabes lo que siento —le replico.—Es lo que me temía por la forma en la que siempre has ha-

blado de él y como lo admiras. Pero confié en que siempre fueras consciente de esta locura —Arturo se dirige a Héctor— Héctor, aunque parezca imposible lo que diré, sé que tienes bondad y he confiado en tu prudencia por muchos años, mi prima ha sufrido tanto estos últimos meses... no le hagas esto.

—¿Por qué no lo entiendes? Eres la única persona que sé que podría entenderme —me enfurezco con la actitud de mi primo.

—Lo siento, pero no me pidas que me pierda en esta fantasía contigo. Puede ser tu mundo o tu hogar, pero sigue siendo una fantasía. Toda tu vida lo has hecho. Siempre sigues las locuras del científico y en Alejandro buscabas un príncipe. Deja de vivir en un mundo irreal —replica Arturo.

—Eres irónico —le contesto—. Me recriminas por buscar mi felicidad, cuando eres tú el que basa su vida en fantasías. Piensas que no lo haces, pero te alimentas del recuerdo de tus difuntos padres —Arturo queda inmóvil ante mis palabras, pero era muy tarde para detenerme—, terminaste criado por el científico por-que nadie encontró tu identidad. Mientras que tus padres tenían varias. Deja de vivir con esa imagen en tu cabeza: “mis padres salvaron mi vida, son tan especiales”. No me recrimines mi juicio hacia las personas, porque tú idolatras a unos criminales... tal vez lo hagas porque tú eras prófugo de la justicia antes de que per-dieras la memoria —Arturo calla porque empieza a entender su vida. Todo tiene sentido ahora—. ¿Te preguntas de tus orígenes? Cada vez que mencionan a tus padres, esos ángeles que te cuidan desde el cielo, veo tu inquietud y me generas lástima. Empieza por aborrecer quién eres, lo que llevas en tu sangre.

Arturo permanece en silencio. Espero su respuesta: gritos, incriminaciones, insultos, ofensas. Pero él no dice una palabra.

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¿Qué diablos he hecho? En un minuto derrumbé las ilusiones del mejor de mis hermanos.

—Puedo lidiar con eso —pero su corazón está partido, lo re-conozco en ese rostro transparente.

—¿Duele, verdad? Toda la maldad que recorre tu sangre —sale de mi voz, sin poder detener mi comentario otra vez.

—No. Duele que venga de la única hermana que conozco.—Para... no cambiaré de opinión —tomo una vez más la mano

de Héctor. Es tan cálida entre mis dedos. —He dado mi vida por ti. He antepuesto mi felicidad a favor

de la tuya. Vine a El paraíso para cuidarte, pero esto es insano. En el fondo sabes que nada es real. No te dejaré cometer esta locura —me toma del brazo buscando la salida a casa.

—¡Suéltame, suéltame! ¡Héctor, Héctor! —grito mientras Héctor golpea su rostro y le destruye su mentón izquierdo.

—No lo lastimes —él se detiene. Toma la botella que se había roto de la mochila, la que des-

trocé. Comenzó a clavársela en ambas piernas. Arturo no se so-brepone todavía del golpe, se encuentra inconsciente. Yo sabía que sin sus piernas nos encontrábamos a salvo y libres por unas semanas más. Ganamos tiempo. Héctor se aleja de él y me abraza. Mi cuerpo tiembla ante el miedo y ante la idea de tener que dejar a Arturo tendido a su suerte.

—Gracias por no lastimarlo —le susurré al oído. Héctor besó mi frente con una ternura que mi cuerpo podía sentir sólo de él.

Acaricia mis manos para alejarnos juntos. Sobre mis hom-bros, veo a Arturo despertar y agarrase su pierna, tumbado en el suelo sin ayuda cercana.

—¡María! —él grita ya desde lejos. No me equivoqué, se rompió un corazón… yo lo hice y fue

más de uno… fueron dos. “No puedo mirar más hacia atrás”, y continué hacia el frente agarrando con más fuerza la mano de Héctor.

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Capítulo 9Hecho de piedra

—Tus piernas están destruidas —dice el científico—, no te des-animes, piensa que los cambios son buenos. Ya estaban viejas.

Lo único que quedó de mí después de mi accidente de niño: parte de mi cerebro, de mis huesos y la mayoría de mi piel.

Los demás no mostraron actividad cerebral. Solamente lo hizo conmigo. Él científico dio energía a mi cerebro por sema-nas, lo siguió activando mientras restauraba mis órganos daña-dos. Empezó con un nuevo corazón para que lo demás pudiera resistir. Restauró mi cerebro con procetores, dándome la habili-dad neuronal de un robot y cuando construyó mis dos piernas faltantes, me dio el físico de uno. Si sólo él no hubiera tenido terminado un corazón y sus conexiones, yo habría muerto con mis verdaderos padres en el accidente. Solo tenía cinco años cuando pasó y la suerte de la flexibilidad y compatibilidad del nuevo corazón.

—Dame otras piernas e iré por ellos —miro mis piernas fal-tantes y regresa mi rabia. Entiendo que eran de metal. Mi corazón lo es… ¿cuánto de hombre queda en mí? —en casa María pensará con calma. Y Héctor… en cuanto a Héctor lo desconectaré para siempre.

—Él solo seguía órdenes —dice el científico.—¡No! Es un trabajador y no siguió tus órdenes. Confié en

él… ¿cómo pudo ayudar a María en sus locuras?—Héctor está programado para seguir órdenes de María. Lle-

gué a tener miedo que no las acatara, él presenta una autonomía anormal para ser un trabajador. Necesitaba que Héctor la ayudara a ser libre en El paraíso, sin que nadie interviniera —mi padre se

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rió—, María me sorprendió, no dudé que deseara quedarse, pero jamás esperé que fuera contra su naturaleza al estar con Héctor.

—¿Lo programaste para ayudarla a ella o para que fuera en mi contra? Eso es lo que insinúas… —entro en pánico con su confesión, todo este tiempo la excusa fue enviar a Héctor para que la protegiera de mí. Me encontré una vez más haciendo ra-bietas de ira, pero no podía irme de mi asiento sin mis piernas.

—Cálmate —me dijo.—¡No puedo calmarme! —le grito—, me llevaste con men-

tiras a El paraíso, María nunca me necesitó. Lo único que has hecho durante toda mi vida es mentirme —respiro ya entre lágri-mas con el alma explotando y sin poder hacer algo al respecto—. ¿Por qué no me dijiste lo de mis padres?

—¡Para que nunca pensaras que eras como ellos! Tú eres y serás siempre un Garza… eres mi hijo, Arturo.

—No… soy tu creación —le digo aborreciendo el día en el que transformó mi mente.

—¿En verdad crees que soy tan bueno? —se burla— es verdad, todos estos años te mentí —se sentaba y veía la pantalla del plano de El paraíso—, temía que no aprovecharas tus dones. Cuando pasó el accidente llegué a odiarte por lograr vida en ti y no en mi esposa. Eras dulce y empecé a amarte por eso, día tras día, en el hospital, deslumbrabas con tu presencia. Cuando creciste, presencié tus capacidades, sentí terror y alivió al mismo tiempo, comprendí por qué fuimos unidos y abandoné el hospital. Con tus padres hubieras sido un niño normal, tal vez un criminal; conmigo alcanzarías la grandeza.

—Tú me hiciste un genio. Recuerdo que aceleraste mi mente —le digo al fin casi sin habla.

—Arreglé tus piernas, parte de tu piel… nunca toqué tu men-te, tu genio es auténtico. Eres ese prodigio que viene una vez cada 50 o 60 años.

—Me hiciste creer que tú arreglaste mi mente con proceto-res... ¿por qué? No tiene sentido.

—Eras un niño de cinco años brillante y no te interesaba. Tú no naciste para ser jugador, tú eres el creador de los juegos… pero todavía no lo entiendes. Necesitabas presión para ser el creador.

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Por eso te mentí, para que estuvieras agradecido y te importará tu mente.

—Sigue sin interesarme, padre, lo único que me importa es regresar por ella… —pierdo mi paciencia. María lleva días sin comer—, ¡reconstruye mis piernas!, ¡tu sobrina está muriendo de hambre!

—Ten calma, hijo —repite todavía con tranquilidad.—¡No puedo! María no morirá de hambre. No lo permitiré

aunque me tome día y noche encontrarla en El paraíso.—Te tomará toda la vida antes que puedas localizarlos. No

hay forma de rastrearlos. Y María está empeñada en vivir el amor libre que esta sociedad no le permitirá junto a Héctor.

—Así es de simple para ti padre, sé que puedes rastrearlos si así lo quieres… ¿la dejarás morir?

Recordé su incapacidad para crear vida y entendí todo con su respuesta, tranquila y serena, como usualmente las daba. Mi mente recapitulaba sus palabras con esos labios que envenenaban a cada sílaba. Era claro por qué María y por qué me necesita-ba a mí en El paraíso. Él no comete errores. Desactivar el color unas noches antes de irnos fue correcto… María, resguardada por Héctor de mí fue acertado; confesarme que soy un prodigio auténtico y darme la presión de encontrar a María fue un acto magistral. Si por alguien dejaría mi libertad y mis principios es por ella, por María. Llevó una vida rehusándome a ganar el trono de mi tío, nunca he deseado ser un científico… pero él todo lo planeó para que yo terminara su obra magistral. Mi padre creó espacios y sabe manejar el tiempo. Yo, me veo obligado a jugar a ser Dios con su siguiente respuesta:

—Hijo, tienes poco tiempo para crear y dar vida en El paraíso. Ten prisa, antes que sea tarde para María.

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Capítulo 10Tierra de inocencia

Entramos por el póster de entrada a un restaurante del Paraíso Vaticano. La vista fue magnifica en el momento. Nunca pensé que las ciudades destruidas en el mar fueran tan bellas.

Les advertí a María y a Héctor de los pasos que daremos, estos son muy diferentes a los de la Tierra, con la finalidad de ahorrar tiempo y energía. Caminé unos pasos y tuve que agarrarme de la silla del restaurante para no caerme. Atrás de mí se dibujaba una línea color azul. María dio un paso y la sostuve para que no se cayera. Nos reímos de nuestra torpeza, siempre lo hacemos: burlarnos de nosotros mismos.

Pasaron unos minutos mientras nos acostumbrábamos a cami-nar, Héctor fue el primero en lograrlo y se alejó a la ciudad hacien-do círculos de patinaje. Mi amigo siempre ha sido tan ingenioso.

—Vamos, María— le dije. Ella estaba pasmada en ese mismo lugar desde hace cinco minutos. No hablaba, veía Paraíso Roma con facciones de temor. Pensé en lo que había sufrido las sema-nas pasadas con su matrimonio fallido. Tengo un instinto que me hace sentir pavor hacia El paraíso, pero María necesita alejarse del mundo, sus noticias y sus críticas —esto es lo que tú necesi-tas—, me acerqué a su costado.

—¿Lo crees? —me respondió con esos ojos asustados, como cuando era niña y me necesitaba.

—Definitivamente —pasó un minuto más. Ver su tristeza, no importaba cuál fuera el tiempo, siempre me ha llenado de impo-tencia. Lo único que me importa en este momento es abrazar a mi hermana y hacerla sonreír: “Este conejito canta los días de sol, alumbra los días lluviosos y brinca con fervor”.

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La edición de Perdida en El paraíso, de Anna Karen Gárate, se realizó por AZUL Casa Editorial del Tecnológico de Monterrey,

en mayo de 2013 en Monterrey, Nuevo León, México.