Poética del barroco un análisis al Poema Heroico de Camargo

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1 Demorar el vacío: Domínguez Camargo y el procedimiento de inclusión-exclusión barroca Análisis estilístico-conceptual del Poema Heroico Barroco No fue sino hasta el primer tercio del siglo pasado cuando, junto a la fama de Góngora, la obra del poeta granadino Domínguez Camargo fue rescatada del ostracismo en donde había sido relegada. Por diferentes y ciertamente complejas circunstancias que los críticos han intentado dilucidar, siempre con éxitos parciales aunque pocas veces improductivos, la poesía del colombiano era prácticamente desconocida para el público en general, y apenas conocida por los críticos y la gente de letras. Sin embargo, esta misma circunstancia, una vez superada por la revaloración de la poesía culterana, permitió la emergencia de un buen número de investigaciones sobre los modus vivendi (los intereses, las fuerzas materiales-espirituales, las relaciones político-sociales-ideológicas) de los representantes de la cultura en las colonias americanas, o de aquellos que aspiraban a serlo, y a las sutiles interacciones que se operaban entre éstos y el contexto que los “cercaba”, y entre éstos y la metrópoli hacia la que generalmente sus miras apuntaban. i Si bien nuestro trabajo no aspira a recabar en estas investigaciones de manera exhaustiva, entendemos que es necesario apuntalar al menos unas líneas en lo que se refiere a la particular relación que surge cuando cotejamos lo poco que conocemos acerca de la vida de nuestro autor con su producción poética de mayor aliento y envergadura: El poema heroico . Poema de colosales dimensiones dedicado a la narración (y exaltación) de la vida del místico español Ignacio de Loyola, este texto fue escrito emulando cada uno de los parámetros lingüísticos y estéticos del culteranismo, corriente poética que la metrópoli había visto nacer junto con quien la llevaría quizás a su más alto apogeo artístico: Luis de Góngora y Argote. Bien podría preguntársenos cuales son los motivos que en esta introducción nos llevan a hacer esta puesta en relación entre la vida y la obra de nuestro poeta. La respuesta, entonces, no nos obligaría a bucear muy lejos ni muy profundo. Es a la característica peculiar y al alcance proferido a nuestro objeto de estudio al que debemos esta atención preliminar, toda vez que estamos hablando de “estética” (en este caso la barroca), no simplemente como una forma más dentro de las múltiples formas literarias o artísticas, sino dándole a esta palabra una dimensión vital abarcadora, una manera, entre tantas otras, de ver y actuar y desenvolverse en el mundo. ii En su momento el barroco supuso un choque entre lo nuevo y lo tradicional. Pero de este choque el barroco (en principio entendido sólo como una de las corrientes artísticas que, surgidas hacia el final del Renacimiento, oponían, a su cosmovisión elevada, optimista del hombre y sus obras a quien se tenía por centro y fin de toda la Creaciónuna visión desencantada y hostil) no saldría bien parado. Durante mucho tiempo (casi tres siglos) la valoración que se imponía del barroco como corriente artística era francamente peyorativa.

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Demorar el vacío: Domínguez Camargo y el procedimiento de inclusión-exclusión

barroca

Análisis estilístico-conceptual del Poema Heroico

Barroco

No fue sino hasta el primer tercio del siglo pasado cuando, junto a la fama de

Góngora, la obra del poeta granadino Domínguez Camargo fue rescatada del ostracismo en

donde había sido relegada. Por diferentes y ciertamente complejas circunstancias que los

críticos han intentado dilucidar, siempre con éxitos parciales aunque pocas veces

improductivos, la poesía del colombiano era prácticamente desconocida para el público en

general, y apenas conocida por los críticos y la gente de letras. Sin embargo, esta misma

circunstancia, una vez superada por la revaloración de la poesía culterana, permitió la

emergencia de un buen número de investigaciones sobre los modus vivendi (los intereses,

las fuerzas materiales-espirituales, las relaciones político-sociales-ideológicas) de los

representantes de la cultura en las colonias americanas, o de aquellos que aspiraban a serlo,

y a las sutiles interacciones que se operaban entre éstos y el contexto que los “cercaba”, y

entre éstos y la metrópoli hacia la que generalmente sus miras apuntaban.i

Si bien nuestro trabajo no aspira a recabar en estas investigaciones de manera

exhaustiva, entendemos que es necesario apuntalar al menos unas líneas en lo que se refiere

a la particular relación que surge cuando cotejamos lo poco que conocemos acerca de la

vida de nuestro autor con su producción poética de mayor aliento y envergadura: El poema

heroico. Poema de colosales dimensiones dedicado a la narración (y exaltación) de la vida

del místico español Ignacio de Loyola, este texto fue escrito emulando cada uno de los

parámetros lingüísticos y estéticos del culteranismo, corriente poética que la metrópoli

había visto nacer junto con quien la llevaría quizás a su más alto apogeo artístico: Luis de

Góngora y Argote.

Bien podría preguntársenos cuales son los motivos que en esta introducción nos

llevan a hacer esta puesta en relación entre la vida y la obra de nuestro poeta. La respuesta,

entonces, no nos obligaría a bucear muy lejos ni muy profundo. Es a la característica

peculiar y al alcance proferido a nuestro objeto de estudio al que debemos esta atención

preliminar, toda vez que estamos hablando de “estética” (en este caso la barroca), no

simplemente como una forma más dentro de las múltiples formas literarias o artísticas, sino

dándole a esta palabra una dimensión vital abarcadora, una manera, entre tantas otras, de

ver y actuar y desenvolverse en el mundo.ii

En su momento el barroco supuso un choque entre lo nuevo y lo tradicional. Pero de

este choque el barroco (en principio entendido sólo como una de las corrientes artísticas

que, surgidas hacia el final del Renacimiento, oponían, a su cosmovisión elevada, optimista

del hombre y sus obras –a quien se tenía por centro y fin de toda la Creación– una visión

desencantada y hostil) no saldría bien parado. Durante mucho tiempo (casi tres siglos) la

valoración que se imponía del barroco como corriente artística era francamente peyorativa.

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Fue el teórico Heinrich Wofflin quien, a principios del siglo XX, logró eximirlo de

esta visión pesimista cristalizada en buena medida por el Iluminismo (visión que hacía del

barroco poco más que una fuerza degenerativa y decadente del arte clásico), para

convertirlo en un estilo histórico autónomo, diferente y contrapuesto al clasicismo,

“posterior al manierismo y anterior al rococó y al neoclásico en la evolución europea,

principal forma estética de la América colonial, entrelazada con el gótico, el mudéjar y aun

el plateresco y el renacentista…”iii

Así planteadas las cosas, todavía no se había dado el gran paso en la revalorización

del barroco, aún faltaba dar el paso más importante y expresivo. Que no fue dado sino ya

sobrepasada la mitad de la centuria pasada, con la emergencia de una corriente teórico-

estética que se dio en llamar neobarroco y cuyos mayores exponentes, de este lado del

Océano Atlántico (que fue donde se alzaron las obras más significativas), fueron los

escritores, cubanos sobre todo, tales como: Alejo Carpentier, Lezama Lima, Severo Sarduy.

De la mano de estos artistas el barroco devino, de estilo artístico particular (históricamente

fijo y fácilmente identificable) en que se lo tenía, a constante artística, pulsión creadora o

transhistórico espíritu de las formasiv. Si bien parecería a priori que desde nuestra óptica

estas posturas teóricas mejor se acercarían a los fines de nuestro análisis, posturas donde

quedarían erradicados cualesquiera remanentes históricos en la apreciación, y donde el

énfasis estaría puesto en una apreciación esencialista (casi hilozoísta) de la forma barroca,

queremos desde este mismo momento dejar en claro que tampoco es esta manera de acuñar

al barroco (postulada explícitamente por Eugenio D´Ors) sobre la que hemos descansado.

Si decimos que nuestra postura no es tan extremista como la de los teóricos del neo-

barroco, ni tan estática, compartimentada o cerrada como la de Wofflin, podríasenos tachar

de livianos o relativistas. Ahora bien, a riesgo de caer en tales liviandades, tenemos que

afirmar honestamente que, descontados ciertos aspectos que hacen a los valores propios de

nuestra manera de conceptualizar el período que nos ocupa con el máximo rigor de la teoría

dialéctica posible, una lectura no comprometida teóricamente bien podría considerar a esta

nuestra postura, como el paso intermedio entre la noción idealista y la noción historicista. Y

sin embargo el desafío consiste en alternar estos aspectos, de otra forma incurriríamos en

un reduccionismo que nos hemos impuesto exorcizar. Porque antes de apresurar el abordaje

estilístico deberíamos detenernos en aquellos elementos que hacen a este escurridizo

concepto de estética es que nos hemos demorado en relevar los más importantes

acercamientos que el concepto de barroco tuvo a lo largo de su corta historia, sin cuyos

relevamientos habrían permanecido oscuras o insignificantes ciertas precisiones a las que

nos veremos obligados a recurrir a la hora de efectuar nuestro análisis de la vida-obra.

Si para comenzar a desmenuzar qué entendemos por estética comenzamos con un

rodeo sobre el origen histórico del término barroco, sigamos cercándolo (nuevo anillo,

nuevo rodeo), ahora con una cita que, paráfrasis mediante, perteneció a Lezama Lima: “la

circunstancia de la contrarreforma hace de la obra de Góngora un contrarrenacimiento”v. O

también, un arte de la contraconquista. Aparece de nuevo, transmutado, el factor histórico.

Pero, como veremos, en la Historia no estará puesto el acento, antes bien, en el relato que la

historia habilita y, que al mismo tiempo, excluye. Y es la voz de Severo Sarduy la que se

inscribe: “Historia caduca leída al revés; relato sin fechas: dispersión de la historia

sancionada”vi.

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Oposición de dos formas (reforma-contrarreforma, conquista-contraconquista,

círculo-elípsis), la dialéctica hace su aparición en el centro de la escena, las luces apuntando

exclusivamente hacia ella. Encontramos una justificación que nos habilita a tomar el

término barroco sin dejarnos absorber por una concordancia de orden semántico, “un

acuerdo de sentido entre la palabra y la cosa: donde se instaura un sentido último, una

verdad plena y central, la singularidad del significado, se habrá instaurado la culpa, la

caída”vii

. Esto es, en otras palabras, se habrá clausurado la búsqueda en pos de una moral

(del sentido, de la ley), con lo que retornaríamos al barroco entendido como una desviación

o anomalía de una forma precedente, equilibrada y pura, clásica.

Preferimos contar la historia del barroco a la manera de Sarduy entonces:

“A la manía definidora, al vértigo de génesis, opondríamos una homología

estructural entre el producto barroco –la joya– y la forma de la expresión...”viii

Se condensa así un relato de “distribución brusca de la luz, en esa ruptura neta

cuyos bordes separan, sin matices, la autoridad del motivo y la neutralidad (...) contraste

inmediato entre campo de luz y campo de sombra...”ix De lo que se deduce el afán

pedagógico del barroco: “Suprimir toda transición entre un término y otro, yuxtaponiendo

drásticamente los contrarios...”x Drástica, esto es, dramáticamente. Se obtiene de esta forma

un impacto didáctico (aprender con facilidad, placer de los sentidos suspendidos ante el

espectáculo del ornamento aurífero) cuya impronta podemos relacionar con la expansión

jesuítica: “la pedagogía, la expresión enérgica que no sólo da a ver, sino que pone las cosas

frente a los ojos”xi.

Arte de la argucia o del convencimiento, su sintaxis visual está organizada en

función de relaciones inéditas entre los objetos, de distorsiones e hipérboles, de ornamentos

independientes del todo racional (o del cuerpo de la obra), sin junturas verbales que hagan

el tránsito leve entre el sujeto y el predicado, arte del contraste y de las relaciones

antitéticas: todo artificio es posible “con tal de argumentar, de presentar autoritariamente,

sin matices. Todo con tal de convencer” xii

Este es el primer momento del barroco (o la lectura primera de la obra), el súbito

primer relámpago que obnubila y repliega la mirada, fogonazo que “suma al objeto y que

después produce la irradiación”xiii

en un paisaje yermo, escayolado, de sombras planas que

permiten esa elevación (objeto que se repliega para que otro conquiste su aparecer), el

sentido que se busca descifrar aparece en el contraste (entre la luz que alza, intensidad

máxima, y la sombra que rebaja, rechaza hacia lo oscuro del fondo), en la hendidura, en la

penetración que localiza en la tersura sintáctica del chisporroteo verbal una provocación,

una carga de intenciones (metafísicas o cognoscentes) por descubrir, un cierre. Pero existe

un segundo momento, cuando reconocemos que detrás de esa aparente suma de elementos

inconexos, de esa marquetería numerosa de citas y texturas sobrecodificadas, de esa

proliferación incontrolable de voces yuxtapuestas, de esa densa red cargada (saturada) de

materiales contrastantes (substancias, colores, naturaleza, cultura), en fin, de ese deseo

sistemático de llenar todos los vacíos, no hay nada, o mejor, no hay nada más que su propia

puesta en escena (su marcado artificio), su fingimiento de que existe algo detrás de esa

extensión acumulativa, de esa multiplicidad (de esa crecida) de signos que no se detiene, de

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esa pintura de contornos demasiado abruptos (demasiado precisos) pero sin relieves:

fachada sin volumen, objeto sin relieve, pintura sin la profundidad de un paisaje por

desentrañar. Fingiendo nombrar otra cosa, tacha lo que denota, lo anula (señalando así “la

insistencia de su juego”xiv

)

Y al anular todo centro emisor, toda unidad, entramos al tercer y último momento,

cuando advertimos que, expulsado el sujeto de la superficie para implantar el código en su

estado puro (puro, esto es operativo, reducido a su activación en tanto código específico de

una práctica simbólica), el soporte reducido a un continuum no centrado, trabazón de

materia significante sin intersticio para la inserción de otra cosa más que la organización de

su propia representación, lo que encontramos es el vacío, el espacio en blanco como

garante de una práctica que se define precisamente por su horror a los espacios sin llenar,

por ese tan mentado “horror al vacío”. Pero este horror debemos recorrerlo en su

complejidad: el horror al vacío expulsa al sentido de la superficie para instaurar en su lugar

la autonomía de una práctica que no admite más que “la insistencia de su juego”. Al resaltar

“antes que la obra la operatividad (...) la marquetería (barroca) metaforiza, sobre todo, a la

propia metáfora...”xv

Más que esta operación de llenado (pliegue sobre pliegue barroco), interesa resaltar

el vacío entendido como concepto-operativo, garante de cualquiera de los procedimientos

discursivos barrocos. Con lo que alcanzamos el punto nodal de nuestra introducción (y nos

animaríamos a afirmar de todo nuestro trabajo), la punta de lanza que nos permitirá

desenhebrar y volver a enhebrar el arduo tejido procedimental de inclusión en la exclusión

barroca. De lo que se trata es de atrapar este concepto y relacionarlo, ahora sí, con nuestra

visión de lo estético entendido como modus vivendi, como visión total y totalizadora.

Insistimos, no se trata del vacío entendido como un elemento más de la obra barroca

(situado más acá o más allá de la misma, por arriba o por debajo de la red de signos que la

integran, sobrecogedoramente desnudo en las múltiples figuras que connotan su apariencia

–de no-ser ninguna de las formas de la apariencia sensible pero sí metáfora de todas ellas–,

o sutilmente solapado en el intersticio de los significantes que pretenden desfigurar o

simplemente rechazar los efluvios estériles dimanantes de su pestífero espectro); el vacío es

una fuerza que obra merced a la dialéctica que abre (y que permite confrontar las

entidades), es lo que en la jerga psicoanalítica lacaniana se denominaría un fantasma,

aquello que no existe y que sin embargo todo el tiempo se insiste en expulsar (porque su no

existencia es real), en definitiva, es el motor de la puesta en representación de las figuras

que el discurso barroco va a atravesar en su recorrido imaginario.xvi

En Domínguez Camargo, en su obra, el vacío es el gran miedo que se diluye en

múltiples paráfrasis, es la energía abismal que sostiene su estética (pero al mismo tiempo, la

estética es la suposición de una coartada contra todas las figuras que podrían denunciar en

su espesor fragmentos de ese abismo), es el sostén que permite el juego simbólico, que lo

cierra en su autonomía de círculo, acabado y frágil, frágil porque, si bien cerrado, el

fundamento es al mismo tiempo la brecha, una hendidura por donde nada asegura que, más

tarde o más temprano, pueda emerger lo arbitrario de las combinaciones en la forma del

absurdo (sinsentido que la lengua poética propicia) y derrumbar todo el precario edificio

culterano de las contraposiciones, homologadas al fin a un mismo surtidor común, perfiles

de un mismo rostro imaginario, el de la muerte-vacío. Todo el juego de contraposiciones

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imaginarias se abre contra este vacío, y el vacío mismo encuentra las metáforas que le

corresponden (apenas surge como metáfora, se deshace como terror), pero no hay que

olvidar que el vacío nunca encuentra la entidad que lo denuncie acabadamente, porque si

así fuera, dejaría de ser vacío-soporte-operatividad, para entrar a formar parte, una más de

entre todas las formas efímeras de la contraposición. xvii

Vida-Obra

Giovanni Meo Zilio, en su introducción al Poema Heroico, consigna que al repasar

el testamento de Domínguez Camargo nos hallamos ante la sorpresa de un panorama

insospechado en relación a las costumbres de la época y ambiente: “frente a la relativa

sobriedad de cómo estaba puesta la casa, la vestimenta externa de nuestro cura era de un

lujo, una riqueza y una copiosidad tal, como si no hubiera sido un párroco de pueblo sino

un alto prelado en la corte virreinal; sea por la cantidad de las prendas (10 sotanas, 6

manteos, 4 capas, 5 sombreros…), sea, sobre todo, por su calidad y adornos (terciopelos,

damascos, paño de Londres, raso, seda, holanda, ganchos de oro para las ligas…)”xviii

La relativa sobriedad de cómo estaba puesta la casa… primer contraste: entre el

lujo exterior de la vestimenta y los adornos (lujo exterior adosado a la persona), la

sobriedad de una posición difícil (como más adelante veremos) de modificar: la ubicación

de la casa denota a escala mayor la ubicación de un ámbito (marginal), de un espacio

geográfico-cultural, de un trasfondo social. Metáfora primera de la demora, del

aplazamiento, pero también de todo aquello que denuncia, en base a opacas, minúsculas

irisaciones (porosos señalamientos), el vacío. Lo que no debemos olvidar, es que el vacío

barre, atraviesa y tacha, los dos polos contrastantes: la opulencia fastuosa de la apariencia,

pero también y sobre todo, la sobriedad triste, sin prestigio (grano en la cara, mácula) de la

posición catastral. Rasgo que le permitió colocar su vida (al menos aquella parte que hace a

su vida práctica) a tono con su poética (alzando unos objetos, elidiendo otros). Una poesía

donde todo es cristalino, lujo y cornucopia debía contener (y tematizar forzosamente) los

mismos contenidos que acabamos de inventariar en su vestimenta y adornos: en ambas

(vida y obra) se asoman, “damascos y sedas, holandas y terciopelos”xix

, oro y pedrería.

Pero si esto último es cierto, no menos cierto es aquello que su obra silencia. Y aquí

encontramos otra de las muchas particularidades que despertaron la agudeza del estudioso

ya citado: “Es curioso (comenta nuestro autor) que no haga alusión alguna, en su obra, al

colegio de Cartagena donde vivió cuatro años…Ni siquiera en un poemita que dedica a

aquella ciudad dice nada de eso: no dice nada de los negros que llegaban a aquel emporio

en cantidad y condiciones impresionantes… Se diría que nuestro exquisito poeta aborrecía,

al menos a nivel literario, de cualquier observación y reflexión menos que aséptica sobre el

estado social del ambiente en el que vivía…”xx

. Al menos a nivel literario acota Meo Zilio.

Pero nosotros estamos quizás, en vista de nuestro marco teórico, en condiciones de ir

mucho más lejos, y refutar ese eufemismo. No sólo a nivel literario seguramente aborrecía

la irrupción del ambiente y su respectiva situación social, a nivel mundano, y salvo

contadas excepciones, lo social parece dejar solo la marca (el paradójico y oscuro brillo) de

su ausencia, la marca de lo que no ha sido marcado o de lo que ha sido obliterado, un

registro en blanco cuyo espacio borroso (alguien se tomó el trabajo de remarcar esta

operación) le ha sido escamoteado al lector. Pero toda ausencia histórica deja huellas

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fantasmáticas, imaginarias, y lo que el culteranismo arroja por la puerta, reaparece por la

ventana (parafraseando a Jakobson): lo aborrecido aquí toma forma de desierto cultural, de

anodino paraje espiritual, de condena hacia todo lo que no fuera signo de lo elevado, culto,

tradicional, a la vez arcaico y cosmopolita. Tampoco se hace mención al indio en el Poema,

salvo contadas alusiones de soslayo, “más bien ornamentales, dentro de contextos

suntuosos y preciosos y, de todas maneras, incorporadas a nivel de pura literariedad

exterior.”xxi

Nada de esto último nos extrañaría si Domínguez Camargo no hubiera pertenecido a

la Compañía de Jesús, fundada por el militar y místico español al que intentó alzar, con su

Poema, a las alturas nimbadas del mito. Pero de esto también tenemos cosas que referir, y

esperemos con nuestros aportes iluminen ciertas zonas problemáticas en lo que hace a la

estructuración existencial de su proyecto poético más ambicioso.

Vamos por partes: tenemos por un lado obliteración (de los negros) o uso

ornamental (de los indios), elementos que representarían los estratos más bajos de lo social

(para la ideología dominante de la época), por el otro tenemos la propia posición sobria del

poeta (descontenta en su sobriedad, como también sabemos): estas dos carencias (positivas,

ya que tienen entidad) hayan sus respectivas contraposiciones: profusión de regalos, lujo,

joyas (tanto en la vida como en la obra), y en el poema la representación del español de

cepa como encarnación de heroicidad (e Ignacio representa, además, la vertiente militar y

mística, tan grata a la idiosincrasia del autor, baste recordar para esto que su Poema

Heroico tiene las dimensiones de un poema épico, y que la faz mística le llegaba

seguramente de su conocimiento de las obras piadosas de Ignacio, ya que en el texto existen

pasajes que mencionan su obra, su estilo, su particular escritura, sus imágenes, como algo

digno de emular).

Y tenemos también el itinerario espacial del poeta como reflejo escindido de una

interna voluntad de huída y atracción: derrotero de un deseo cuya meta, no por escurridiza

(su proyección esplendente respondería por su mismo poder gravitante más al orden de lo

imaginario que de la realidad), se ansía menos conquistar. Esta escisión (ondas de una

fuerza de huída y de un centro de fascinación atrayente) podríamos ceñirla mediante las

siguientes fórmulas:

- Huída del desierto cultural que representan los pueblos de la Colonia, de escaza por

no decir nula actividad espiritual, con una religiosidad (sincrética, contaminada)

inclinada hacia las prácticas supersticiosas en desmedro de la “verdadera” fe

(católica), pero además con la religiosidad jesuítica, matemática y escrupulosa,

estéril en muchos aspectos. Pueblos de una pobrísima densidad demográfica y en

donde un hombre como nuestro poeta se sentiría asfixiado, sin posibilidades

concretas de “figuración”, de ascenso social (que equivalía en su caso a escalar

peldaños en materia de cargos religiosos), sin el renombre soñado, tanto para él

como para su obra.

- Atracción hacia todo aquello que represente a la metrópoli (Tunja), su urbanidad,

sus costumbres, su aparato exterior (jerarquías religiosas, cargos públicos,

reconocimiento intelectual), su cultura, sus formas espirituales y artísticas, su moral,

su ética, su raza.

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Frente a esta dicotomía se perfila, se esboza, se recorta, una vez más, el vacío. Imagen

que no soporta ninguna representación, pero que cristaliza en el espacio dejado por la

operación de corte, de polarización, entre un conjunto o bloque de significantes adheridos a

un significado –huída– y otro –deseo, rostros imaginarios de una misma imagen real, esta

vez sí real en tanto y en cuanto responde a un mismo temor innombrado (e innominable): el

vacío o la nada.

Muy brevemente repasemos este itinerario siguiendo los apuntes biográficos de la

introducción ya citada:

-“Tenía Hernando 15 años en la época de la muerte de doña Catalina (su madre) y su

ingreso en el seminario de los jesuitas en Tunja (1621) y 17 cuando hizo los votos (1623).

De 1623 hasta julio de 1631 (…) hay una extensa laguna en la historia de nuestro

autor. Tan sólo sabemos que fue de Tunja a Quito…

Es curioso (prosigue nuestro autor) que no haga alusión alguna en su obra, al

colegio jesuita de Cartagena, donde vivió 4 años”xxii

(ya hemos hecho referencia a esta

curiosidad y hemos acercado un análisis de las posibles razones: todas ellas, a nuestro

criterio, parten de un ser consecuente con la estética adoptada como forma de vida, núcleo

sintomático que opera como filtro de lo real, despreciando todo aquello que figure dentro

del orden de lo prosaico-cotidiano, que el culteranismo segregado por la pluma-mirada de

Camargo tendrá, dentro de su cosmovisión ahistórica, fría y asocial, por aborrecible).

En Cartagena se determina el alejamiento definitivo de la Compañía por parte de

nuestro poeta. Múltiples hipótesis se han venido tejiendo en torno a tan capital suceso en la

vida de Domínguez Camargo. A ciencia cierta los documentos de la época sólo aluden

(veladamente) a una falta grave, en la que Camargo habría incurrido (no sabemos si por

acción u omisión), y debido a la cual el padre Vitelleschi (por aquel entonces General de la

Compañía) decide aceptar su dimisión, comunicando incluso mediante carta al Padre Mas

(Provincial del Reino de Granada) se procediese a infligir al poeta “el castigo, que merecían

(aquellas) sus faltas graves”xxiii

. Lo cierto es que poco sabemos de las verdaderas razones

que llevaron a actuar a las autoridades con tanta dureza sobre el autor del Poema Heroico,

lo que sí sabemos es que, sean cuales fueren las causas que llevaron a hacer efectiva su

salida, esta esconde un proceso profundo de crisis espiritual cuyas huellas su temprana obra

ya había hecho perdurables. Su poema A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo

(memorable en cuanto a su artística calidad) y, sobre todo, A la muerte de Adonis, hablan

de un vuelco al lado sensible, vital, hedonista de la existencia, quizás incompatible con el

rigor ascético de la Compañía (aunque de más está agregar que no podrían ser nunca

motivos suficientes para el fuerte componente punitivo otorgado a la decisión de su

expulsión, cuanto más teniendo presente la necesidad de la Compañía de conservar y

acrecentar el número de sus adeptos, en una época como aquella de tan incierto futuro para

la misma).xxiv

Después de tan espinoso asunto, cabría el derecho a imaginarse que, para el poeta,

se cerrarían todas las puertas que habilitan el camino al ejercicio doctrinal, y téngase en

cuenta que para un habitante de la Colonia de cierto renombre (Camargo provenía de una

familia acomodada de hidalgos españoles) y con altas aspiraciones intelectuales y artísticas,

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verse privado de un cargo religioso equivalía a descender no pocos escalones en el orden

social. Sin embargo, sobresale un hecho de honda repercusión, llamativo por su

excepcionalidad, y que a primera vista parecería contradecir la lógica impuesta a los

acontecimientos tal y como, hasta ahora, los hemos estado esbozando. Resistiendo el rigor

de la letra jurídica (conformidad a los Sinodales), al padre Camargo, “inhabilitado (como se

encontraba) a cualquier doctrina”, no sólo se le concede la “dispensa sinodal del

Arzobispo” por “causas justas”, sino que es declarado “ganador del concurso por la

parroquia de Gachetá…”xxv

Aquí cabe la pregunta: ¿Cómo pudo suceder esto? Meo Zilio, crítico del que no nos

hemos apartado en este itinerario ni por un instante, también se interroga, admirado, por la

causa de tan inverosímil cambio en lo referente a la actitud de las máximas autoridades

eclesiásticas para con nuestro poeta, que originan determinaciones tan contrarias en

relación a su persona (dictámenes tan opuestos que terminan por anularse uno en el otro)

Sin querer ahondar demasiado en el asunto (porque no hace a la intención de

nuestro trabajo retomar una a una las hipótesis elaboradas por otros autores que repasa el

propio Meo Zilio, amén de aportar las suyas propias) nos interesa colocar (anclar) el

episodio dentro de su contexto (marco) histórico-social:

“Por aquellos años… había llegado a su acmé una lucha encarnizada… entre los

jesuitas y los dominicos… y entre la Curia y la Compañía por razones, en parte de

prestigio, en parte de competencia material puesto que los hijos de S. Ignacio trataban de

difundir, paralelamente a su autoridad moral, su extensión territorial y sus beneficios (…)

No es extraño, pues, que el episodio que nos ocupa se ubique y explique, en parte, dentro

de este marco de guerra de los nervios…”xxvi

Tenemos entonces que se instala, Domínguez Camargo, en su primera parroquia de

Gachetá “poblada de indios, alejada de la capital y, por supuesto, desierta desde el punto de

vista cultural”xxvii

. Paráfrasis del vacío comienzan ya a circundarlo: el desierto (lo

desértico), el paisaje interior devastado de las Colonias, la soledad (que contiene en germen

aristas positivas: libertad de acción y de pensamiento apenas restringida por las mínimas

formas exteriores –relajadas hasta el punto de alcanzar hoy niveles insospechados pero

habituales en aquel espacio y tiempo– naturales a un párroco de pueblo, tiempo de ocio

necesario a toda creación y, sobre todo, las condiciones desfavorables que incitan, en un

carácter como el de nuestro poeta, a una saludable evasión). Se despierta el mecanismo

(horizontal) de las contraposiciones, consecuente con una estética que tiene al vacío como

pulsión cenital, fantasma que se quiere eludir, eje (vertical) que atraviesa la prisión forzada

de las representaciones (con su ingrávida, asfixiante lógica); y es que:

“Por un lado, debe de haber representado para él la aspirada evasión de cierta

dictadura espiritual jesuítica (y de la pobreza reglamentaria); por otro, una nueva prisión

para su espíritu deseoso de comunicar a nivel intelectual, así como lo había acostumbrado,

desde el comienzo de sus estudios, el culto ambiente del Colegio-Casa de probación de la

ciudad de Tunja… Empieza, pues, al lado de la libertad, la soledad… que arrastrará

consigo, angustiosamente, hasta llegar, poco antes de la muerte, a la meta de Tunja de

donde había emprendido su viaje en el lejano 1621…”xxviii

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Empieza la épica silenciosa, opaca, sin grandes sobresaltos de su existencia (y

empieza otra épica a gestarse, la de su magno –por sus dimensiones, por su calidad–

poema); y empieza, en el sendero mítico que su deseo recorre, la proyección de una fantasía

acorde, y a caballo, de su deseo. Si por un lado, como ya hemos dicho, refina en lujos

exteriores su modo de vida, por el otro, libera en el plano de su arte poético su anhelo de

comunicación literaria, espiritual: “… ambas tendencias, a su vez, se entrecruzan y

funcionan en el estilo (y en la materia descriptiva), lujoso, precioso y fantástico de sus

versos…”xxix

Resulta evidente, pero no es superfluo constatar, que nos hallamos en el vértice del

remolino, en el espacio cismático, esencial, piedra de toque que nos permite recrear

(aunque sea parcialmente) el proceso de cristalización de una mirada (que al tiempo que

desrealiza los fenómenos, los vitaliza poéticamente, en otras palabras, les insufla aliento de

realidad consistente, verdadera en sus dominios) y, que a partir de aquí, todo se dará veloz,

vertiginosamente, como en las etapas entrevistas de un sueño apenas recordado:

“No conocemos, a ciencia cierta, cuántos años vivió en Gachetá. Llegado en 1636,

ya no vivía allí en 1642, puesto que por esa fecha lo encontramos como cura y vicario del

pueblo de Tocanchipá. Ninguna alusión a aquel pueblo hemos hallado en su obra, como

tampoco a los demás (Paipa, Turmequé) que irá escalando en los años sucesivos. Tal

silencio no debe ser casual. Tiene que estar relacionado con el deseo de olvidarlos, con el

desprecio hacia lo rústico y plebeyo, con su fuga hacia lo irreal y lo fantástico…”xxx

Antes de pasar a la lectura y transcripción de aquellos pasajes de su poesía que nos

interesa analizar, importa destacar dos elementos, uno que reforzaría nuestra hipótesis de

trabajo, otro que, a primera vista, aparentaría contradecirla. Sin embargo la contradicción se

dará sólo en apariencia y solamente a través de ella, queremos decir, de su tematización.

El primer elemento surge de la única obra literaria en prosa que se le conoce: la

Invectiva Apologética. No nos detendremos demasiado en el análisis de tan fascinante

librito, de una riqueza que restalla, sobre todo a la mirada que retiene y relaciona, retro y

prospectivamente, ambos estilos, el de su poesía (finísimo, elegante, y hasta precioso dentro

de su textura mítico-épico-religiosa), y el de su prosa (realista, mordaz, a menudo vulgar y

hasta plebeya, dentro de su textura retórica y gramatológica): en el contraste brusco, en el

salto en apariencia inexplicable que se da entre uno y otro, la mirada crítica puede

demorarse desarmada, si no incorporase a su mirar la lógica del terror al vacío que hemos

intentado poco a poco desplegar. De dicho librito sólo incorporaremos el fragmento final de

la dedicatoria para anclar el recorrido acelerado de la fuga en uno de sus trayectos más

fascinantes. La dedicatoria está dirigida a un tal alférez Alonso de Palma Nieto y dice

explícitamente:

“Déle Dios a V.Md. vida y a mí salud, para que me envíe muchos romances en que

yo divierta la soledad de estos desiertos”xxxi

Y así comenta Meo Ziglio dicho pasaje:

“Aparte del tono irónico, de una autoironía amarga que volveremos a encontrar en

el texto de la Invectiva, tenemos, esta vez, la constancia directa de que para Camargo la

“soledad de aquellos desiertos” (social y cultural) era para él insoportable. Ello explica su

continua ansia de cambiar de curato y, al mismo tiempo, ayuda a comprender la base

Page 10: Poética del barroco un análisis al Poema Heroico de Camargo

10

humana de aquella fuga en lo irreal, refugio de lo fantástico, que el Poema representa (…)

En la prosa ha descargado en forma inmediata, bruta (y brutal), su cotidiana angustia

existencial, su furor, iconoclasta y tóxico, contra el ambiente miserable que lo abrumaba y

defraudaba, la poesía ha representado, en cambio, un refugio ideal, idealizado e idealizante,

depurado y depurador contra todo aquello…”xxxii

Huelga hacer el más mínimo comentario

a tan contundentes palabras, frutos del más esclarecido análisis de la obra de Domínguez

Camargo.

Mayo de 1657, después de siete años transcurridos en la soledad de Turmequé,

Camargo logra, por fin, ya cerca de su muerte, “la meta ansiada: el beneficio de la Iglesia

Mayor de Santiago de la ciudad de Tunja”xxxiii

. De esta ciudad, que hoy percibiríamos

apenas como un pueblo, se desprende el segundo elemento, un aspecto de la vida práctica

del poeta cuya existencia parecería disparar al centro mismo de nuestra articulación teórica,

a la posibilidad misma de edificar un ensamblaje que dé cuenta de la vida y obra como una

totalidad articulable dialécticamente, en consecuencia, parecería existir meramente para

derrumbar cualquier pretensión totalitaria. Este elemento surge del testamento del poeta, y

la referencia se halla (bastante explícita a pesar de que pocos han sido los biógrafos e

historiadores que la han apercibido, tal y como constata Meo Zilio) tanto al comienzo como

al final del mismo. Transcribimos:

“En el nombre de Dios Nuestro Señor, amén. Yo, el doctor don Fernando

Domínguez Camargo, Familiar del Santo Oficio y Comisario dél en esta ciudad de

Tunja…”

“Y por cuanto soy Comisario del Santo Oficio y tengo Archivo de los papeles

concernientes a él…”xxxiv

Como conciliar esta nueva imagen de censor de la moralidad pública (y hasta

privada) con aquella que veníamos poco a poco desgranando de poeta asocial, aristocrático

y, en ciertos aspectos, rebelde (a las normas estéticas dadas de antemano: una épica en

lenguaje culterano nunca se había intentado, recordemos) que, ante la realidad ético-social

de su época y ambiente vive en la luna, solitario y anticonvencional (y quizás, por esta falta

de convencionalismo, expulsado, nada menos que de la Compañía). Si sobre la mirada (esa

mirada que describíamos casi en términos paganos, esa mirada abierta a todas las formas de

lo sensitivo) de Camargo recaía la tarea de fiscalizar la vida de aquella teocrática

comunidad, si sus manos eran depositarias del Archivo secreto que no debía caer en manos

de la justicia real, como resolver esta nueva filigrana de su personalidad, esta nueva faceta

de su rostro multi-fronte. Quizás ya en la manera de planear la cuestión, en la forma de

cuestionarnos, se encuentre la llave que nos permita resolver el enigma.

Porque quizás de lo que se trate no sea más que de una nueva mascaradaxxxv

. Para

ello pasemos (y en parte repasemos), con palabras que nos cede nuevamente Meo Zilio, las

formas de las contraposiciones en el plano de su historia espiritual (interna-externa, esto es,

tanto de su vida práctica como de su poética propiamente dicha), ya que para nuestro

trabajo no interesan tanto aquellas otras que hacen al orden de legitimidad empírico-

histórica y que tan bien ha expuesto el autor antes citado. Dice Giovanni:

“Por un lado, escapismo de una realidad rechazada, en la vida práctica y en lo

poético (lujo y sensualidad, regalo y sibaritismo, en ambos planos), acompañado por una

evasión fantástica de los esquemas pietísticos y apologéticos de la contrarreforma;

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emancipación vital y recreadora ante el programismo aristotélico de los jesuitas; reacción

libertaria frente a la seductora y condicionadora tradición épica a lo Escobar…; soberano

atrevimiento de humanización y carnalización de altísimos personajes ascépticos e

inmaculados de la iconografía ritual, desconcertante infiltración de elementos paganos

(banquetes, cetrerías, fruición de los sentidos en contacto con la naturaleza…) dentro de

escenas ascéticas y místicas (disciplinas, ayunos, raptos…); mezcolanza de estos opuestos

elementos en únicas escenas: éxtasis que el santo interrumpe por un banquete y luego

reanuda… en un nivel más bajo, el de su vida práctica, la evasión moral que le depara el

lenguaje de burdel de su Invectiva, contra “los tordos de campanario”; y la relajación y

consiguiente diversión de toda norma social como compensación ganada “a la soledad de

aquellos desiertos”xxxvi

.

Pero por otro lado, y al final de su vida, el Santo Oficio. Meo Zilio propone, para

zanjar la cuestión, dos hipótesis que, a nuestro entender, resultan insuficientes para abarcar

la totalidad del proceso en su complejo devenir. Si bien ambas aportan una parcial solución

a tan urticante suceso, de las dos nosotros queremos separarnos: ni nos parece que una

supuesta crisis espiritual haya sufrido el poeta en sus últimos años (y por tanto modificado

su cosmovisión tanto en lo real como en lo poético: a esta altura ¿pueden ambas esferas

separarse?), rectificando su actitud ante la vida y la poesía, constituyéndose en un defensor

a ultranza de la verdad teológica finalmente alcanzada; ni nos parece (y por esta hipótesis

termina inclinando la balanza Meo Zilio) que don Hernando haya “jugado su papel

utilitarísticamente”, “como buen hombre de negocios que era”, aceptando el “vidrioso” xxxvii

cargo sólo porque el mismo le sería necesario para alcanzar la meta de Tunja, donde

hallaría mayor comodidad y posibilidad de intercambio intelectuales.

Para nosotros, en cambio, esta última actitud de don Hernando, su decisión de vestir

las togas negras del Santo Oficio, responde a (y lleva al extremo la) lógica del barroco

como totalidad vital, visión profunda del mundo, dando una última contorsión a su carrera

desesperada, a su huída del vacío como fantasma acechante, incluso cuando el vacío

anuncia ya la inminencia de su concreción en la muerte. Al unirse a las filas de aquellos que

fiscalizan y censuran la moral pública y privada y reglamentan sobre el buen uso de la

conciencia y sus manifestaciones cotideanas, Camargo opera (encarnando y legitimando la

moral y la ética social en un ser que poco antes se asumía, por sus actos, por su espíritu,

francamente asocial) su última contraposición, tematizando el vacío que lo acecha y que

eventualmente habrá de alcanzarlo, y la contraposición es tal, que aúna los dos polos

contrapuestos que signaron el derrotero de su poética (de su poética vital), y los aúna para

contradecirlos en esta última personificación de hombre enrolado en defensa del buen

pensar, del buen decir y del buen sentir, dejándonos como un regusto agridulce, la

sensación de la vacuidad apoderándose y llenando todos los intersticios de su espíritu (y la

vacuidad es la metáfora desleída del vacío, su paráfrasis filosófico-emocional, pero también

la contracción de una queja barroca, aquella que reza: “todo es vanidad”), embargando las

elevadas notas de su arte sensual, halago de los sentidos, festival de la carne, pirotecnia de

luces y sombras, danza de tonalidades policromas, lujo de las formas, en el sonido

melancólico de una carcajada pertinaz, que deja un regusto a ceniza, su última y más

acabada mascara: la que la metaforiza, y máscara de máscaras, pule el último contorno,

traza la última línea, y eleva su vida y su obra hasta que, iluminadas por el último fogonazo

cenital, desciendan al grotesco, burlón abismo de las mascaradas.

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Obra-Vida: El Poema Heroico

Habida cuenta de las dimensiones que ha tomado nuestro trabajo, vamos a

focalizarnos, sin más preámbulos, en el análisis de aquellos fragmentos del Poema Heroico

que más nos interesa evidenciar. No pretenderemos ser exhaustivos en nuestra selección.

Antes bien, las transcripciones hechas previo desmenuzamiento de nuestro objeto de

estudio responden a una intensión ejemplar: la apelación casi sistemática hecha por nuestro

autor a un recurso, entre tantos otros, localizable en la obra culterana de quien es sin duda

su guía intelectual y artístico: Góngora. Se trata del recurso de inclusión en la

exclusiónxxxviii

. A medida que tomemos los casos, daremos cuenta de las múltiples formas a

través de las cuales ésta negatividad opera. Pero más allá de las diferentes formas de

negación elididas (y junto con las apariencias múltiples que aparecen por contraste y que

son lo efectivamente incorporado a la obra como cadena legible de significantes), lo que se

pretende es remarcar una misma y única puesta en escena: la fuerza germinativa y operante

de la negatividad en sí, como metáfora vacía de la que brotan todas las metáforas. La

ejemplaridad de los casos, repetimos, es lo que se priorizó a la hora de hacer este recorte:

En su búsqueda de elaborarle a Ignacio una génesis mítica, el poema sitúa su

nacimiento en un establo, clara alusión al símbolo máximo del catolicismo: Jesucristo. Un

establo remite, tanto cultural como referencialmente (ateniéndonos a un verosímil realista),

a un espacio despojado, agreste, con ciertos rasgos bucólicos (animales, zagalas, cosechas y

elementos de labranza, etc.), en definitiva, acumula rasgos que emparentaríamos con lo que

Camargo percibía (y valoraba, desde su mirada estética-ontológica) como desierto cultural.

Esta construcción está ausente del poema. En oposición a esta materialización mental de la

figura establo, reconstruida a través de una lectura literal de ese lexema, el Poema imagina

otra materialización, y la hace presente sirviéndose de la siguiente descripción:

“Teatro mudo, así, el establo era

de esta primera escena; que aplaudida,

hecho el papel de Cristo, al niño Ignacio

el regalo lo alberga de palacio

Cuanta Aracnes hiló nieve en Holanda,

cuanta lana embriagó en púrpura el tirio

cuanto, de hilo en la prolija randa

a los ojos labró Flandes, martirio;

cuanta se peina el cisne, pluma blanda;

cuanto al negro ligustro, a blanco lirio

libó aljófar la abeja, sirve al niño

una vez de regalo, otra de aliño”xxxix

Dada la conocidísima fragilidad física de Ignacio, llama la atención la siguiente

descripción, que nos obliga a tomar la comparación al modo trascendental, esto es, nos

obliga a desviar la atención, de las connotaciones físicas, a las espirituales:

“… al nuevo Alcides labios le corona,

y su lengua, oficina de centellas…”xl

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Como última transposición significativa, cabe señalar las claras alusiones eróticas,

plenas de sensualidad y refinamiento, con las que el pincel del poeta delinea la figura casta

de la “nueva María”:

“Con blanco alterno pecho le flechaba

Madre amorosa, tanto como bella

de la una y otra ebúrnea blanda aljaba

de blanco néctar una y otra estrella;

y su labio el pezón solicitaba,

si en blanca nube no, dulce centella,

en aquel Potosí de la hermosura,

venas, de plata no, de ambrosía pura…”xli

Frente a la amarga realidad de la derrota bélica, postrado y herido Ignacio, inerme se

halla frente al enemigo. Pero si la fuerza vital lentamente abandona los miembros del héroe,

si la savia orgánica inicia su lento recorrido hacia el exterior y el hálito se desmorona en

broncos estertores; y el deleite en la descripción suelda maravillosamente bien con cierta

tendencia vital barroca a la mecánica biológica (tengamos en cuenta que al inicio del Canto

IV se compara una trompeta de metal con una arteria que derrama néctar canoro); dimana,

en contraste victorioso, su otra fuerza agazapada, la ética inquebrantable, sustrato

privilegiado y primigenio de Ignacio (su natural temple) y que abarca y envuelve,

absorbiéndolos, todos los caracteres (y la condición misma) de su naturaleza, elevando su

figura, desde lo terrenal corpóreo hasta lo trascendental celeste. Agazapada en el tumulto

del combate, la ética produce, al finalizar éste, un efecto que disminuye la victoria hasta

evaporarla por completo y, correlativamente, metaboliza la derrota en una victoria del

espíritu, transmutando, de este modo y con retroactividad, no sólo los resultados sino los

correspondientes valores a partir de los cuales las acciones humanas construyen su origen:

“¿De un rendido te abrigas con tu muro?

¿De un herido te esconde la trinchera?

No bala temas este hueso duro;

no pólvora mi sangre el miedo crea

No (si es triunfo) así se empañe oscuro:

¿qué gloria (vivo yo) te lisonjea?

Mofándome postrado, no te exaltas,

qué más que la victoria hay ruinas altas”xlii

Recordemos al pasar como, en la arenga militar con que incita a los combatientes,

Ignacio propone una consideración positiva de la muerte, a la que le resta su carácter de

negación (siempre el pavor por lo que resta, siempre la huída de la anulación y el vacío)

para valorarla en su carácter de marca mnémica colectiva y social, histórica:

“Pelear para vencer, es granjería;

pelear para morir, es rico empleo;

victimarse al cuchillo, es valentía…

un airoso morir colma en un día

la honrosa hidropesía del deseo…”

“¿No ha de pagar la vida, en pluma poca,

con una enfermedad plebeya muerte?...

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quien desprecia el morir tan sólo es fuerte…”

“Habladle alto al olvido, porque crea

que el soplo de la vida de un soldado,

si airoso lo exhaló, feliz granjea

a la fama un clarín de él ocupado:

la eternidad en estas piedras lea

con sangre vuestra el nombre vuestro arado

que es epitafio eterno gota breve,

a quien el tiempo no su diente atreve”xliii

Porque si Ignacio no pudo vencer con la espada, podrá vencer con el coraje, la digna

cólera y el amor (y ya está todo preparado para su conversión en soldado cristiano). Es el

capitán francés Foglio quien habla:

“La sedición del ímpetu reprime,

y el motín de tus cóleras atienda

al amor, que en mi pecho es tan sublime

que a tus heridas dedicó su venda:

rendimiento tan noble legitime

en tus altares mi admitida ofrenda;

venza amor a quien no la hueste armada;

pues tu valor me vence y no tu espada”xliv

Ignacio de Loyola redivivo. A Ignacio, al fin, le llega el momento solemne de la

conversión. El voto, en alas del amor que le ha movidoxlv

, elige comprometerlo a la Virgen

de Monserrate. Agradecida por la ofrenda (por el don, a cuyo concepto Ignacio limita,

cambiando de sentido, toda su vida pasada) María se le aparece. La descripción de la

Virgen constituye uno de aquellos pasajes ya mentados donde se transparenta, “a través del

lujo y la preciosidad de las imágenes plásticas y cromáticas y de la insólita atención de los

detalles corpóreos, una sensualidad fantástica, con una connotación pagana…”xlvi

Notemos

estas últimas palabras provenientes del ensayo de Meo Zilio y complementémoslas con

estas otras: “En este punto (…) la sensualidad de nuestro poeta no tiene nada de mórbido ni

de realmente irreverente puesto que se haya filtrada, purificada y cristalizada, en una

completa objetivación, sin residuo alguno más allá de su misma verbalización…”xlvii

En

nuestra conclusión sólo desacordamos con el último aserto porque, si bien existe la

objetivación retórica de elementos que, en otro contexto, podrían conformar las marcas

indelebles de la herejía (por el paganismo implícito en las imágenes, por el erotismo

desatado, por la plenitud sensorial muchas veces desenfrenada), esta objetivación, que

responde a una retórica y a una poética (el barroco estalla ahí donde las explicaciones se

queman), sí existe el riesgo del resto, del residuo. El residuo es la imagen viva (por posible)

de una reversión, es la contracara de una falla, es la materia sólida y sin relieves del vacío.

Entonces, si bien lo descriptivo del poema encuentra sus límites en la condición verbal de la

imagen poética, no se agota en la dinámica de su propia retórica, porque la posibilidad de

reversión, si no concierne ni envuelve al sentido, sí marca el espacio de una inscripción, y

ese espacio vacío es la posibilidad simbólica de que el poema sea un existente, adquiera una

entidad.

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Aquí, tenemos que tomar nota, una vez más, que aún dentro del marco negativo, el

poema incluye la continuación del elemento sensual positivo (dualidad contrastante) al

presentar la doncella disponible (aunque ilibada…) en un claro efecto de exaltación (y

claroscuro).

“… su cuerpo, de las carnes es del día,

cuando aún en leche el sol es luz infante

de este volumen de hermosa y gala,

índice que la obtiene y la señala

Acuerda bien, cuando mejor defiende,

túnica augusta, claramente obscuro

los pechos donde lince amor atiende

dos cúpulas del templo de hermosura

dos pomos, por quien Ida el suyo enmiende;

dos Potosís de la beldad más pura,

donde en sus venas un licor desata,

de quien es piedra el sol, y él es la plata…”xlviii

Sofrena María la exaltación de Ignacio por tanta belleza (notemos, de paso, una

nueva contraposición, esta vez de estados de ánimo, por arte superior dirigidos), y

prosiguiendo con el procedimiento (inclusión en la exclusión), esta vez alcanzando niveles

de complejidad superiores, con préstamos renacentistas en el pincel del estilo, que rozan la

monumentalidad pictórica de sus mejores representantes:

“… la siempre suavísima María,

que dulce enfrena lo que hermosa mueve:

envióle al alma todos sus despojos,

y llamóla a asistir sólo a los ojos…”

A cada aliento admiración le cabe

y sobrarán después admiraciones

la lengua al paladar tuerce la llave

porque ignoran el vado las razones:

lo mucho se embaraza en lo süave;

y en tantas del portento inundaciones

zozobrado el bajel de la memoria,

nadan los ojos piélagos de gloria.

En sus brazos Ignacio repetido,

“La afinidad (le dijo) de mi pecho

(de ilibado pudor, don confundido)

dulce, de hoy, te ceñirá pertrecho:

ni al alma halagará torpe gemido,

ni al cuerpo manchará impúdico lecho”.

(…)

Armado de un escollo en cada malla

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y no oprimido de su grave peso…

depondrá la violencia más sañuda

cuando ilibada una doncella vea

la planta inmoble, el pecho ya desnuda,

nuevo jayán de nueva Galatea.

En María depone aquella cruda,

aquella, Ignacio, sanguinosa idea…”xlix

Y en la conversión de Ignacio se encrespa, toma acentos de exacerbación, el

procedimiento de inclusión en la exclusión que hemos estado repasando. Nótese,

verbigracia, como al futuro santo, después de ceder a un mendigo sus últimas ropas,

(recorridas con todo el esplendor –filigranas, arabescos, retorcimiento de las formas– y el

lujo del barroco), se lo describe, casi tópicamente, pero con un contenido sensual fantástico:

“De las holandas últimas desnudo,

despojos a un mendigo le ofrece.

Menos el austro desgreñó sañudo,

cuando más el octubre lo enfurece,

de las esposas pámpanos al rudo

olmo que en trepas halagüeñas crece,

de la lasciva hiedra, que abrasado,

espíritu de Dios lo ha despojado” l

Por fin pasamos (y es final también de nuestros ejemplos) a las tan famosas (y harto

comentadas) escenas de los banquetes, que tanto abundan en el Poema y que bastarían, por

sí solas (por su espectacular singularidad), para granjearle a nuestro poeta la fama de

clásico que mucho anheló, y que en vida le fue tan reacia. Al finalizar su estada en la cueva

de Manresa, la composición de los Ejercicios Espirituales (texto que convierte lo disonante

en consonante) por el fatigado Ignacio ya son una realidad. De un salto, y al instante, casi

como si se tratara de una cambio escenográfico, se alternan, “más de lo habitual, el

elemento místico y el profano: serranos, pastores y bodegones de alcurnia gongorina;

raptos, éxtasis, goces espirituales de mística raigambre…”li En el método de inclusión en la

exclusión, intentaremos nosotros respetar las gradaciones de intensidad. Esto es, iremos, de

los ejemplos de sustitución poética de lo ascético-profano-rústico (coqueteos con el

contexto histórico-cultural, espacio mental habitual a la época y más concretamente a la

temática elegida, que sirve al autor de puente y correspondencia con la realidad tangible

que lo rodea) hasta la privación absoluta de todo elemento real, negación que encuentra su

materialización también en el regalo y lujo de los manjares, en la comodidad de los objetos

suntuosos, en definitiva, en presentar como real precisamente aquello que falta, aquello que

no se tiene.

Tenemos primero, el ambiente ascético: Ignacio recuerda con encono su disipada

vida, la historia de las pasiones que lo asediaron cala hondo y el recuerdo lo induce a la

autoflagelación, al ayuno que mortifica la carne y al arrepentimiento que trasluce una

conciencia atormentada. Mientras hieráticamente, “cargada la mejilla de la mano,/ y el

pecho sobre el risco a Dios implora”lii

, sus ojos ven acercarse un grupo de serranas y

pastores en festivo tropel, grupo heterogéneo respecto al contexto ascético en el que (junto

al santo) nos hallábamos inmersos. Comienza el festín de los pastorcillos y serranas, que

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resulta hiperbólico en demasía, aún a sabiendas de que nos conduce (casi diría nos arrastra)

la retórica del movimiento poético con sus tácitas leyes, agotados los esquemas prescritos

para liberar desde adentro el vuelo despreocupado de la fantasía verbal; y el movimiento (o

cambio súbito de escena) propicia, resalta, torna más flagrante el contraste entre los dos

ambientes, generando un traslado abrupto, sin matices, o hasta un cruzamiento entre el

éxtasis místico del santo y el éxtasis profano del bodegón. Porque el santo no participa

activamente del lujoso banquete (lujoso y, podríamos agregar, inverosímil, tratándose como

se trata de simples serranos), pero recibe, de uno de los pastores, su parte, aceptando

agradecido “cuanto el zagal le ofrece” cuando “del éxtasis cobrado”liii

.

Del desfile de manjares poco hablaremos. Bástenos decir que la adjetivación de los

alimentos porta una ardua simbología culta (medieval y renacentista), y que por este mismo

procedimiento, la naturaleza se entrelaza con la cultura en metáforas y personificaciones

prodigiosas: el ajo mordedor, el puerro colérico, el rábano ensangrentado, el pimiento

impaciente, etc.

Notemos como esta técnica de transmutación se repite en el canto II del Libro III.

Ignacio, ya recobrado del éxtasis que casi lo deja muerto, abandona la cueva y se traslada

(embarca) rumbo a Jerusalén. Primero hace estada en Barcelona, después parte hacia Italia.

Al tocar la orilla italiana se presenta ante sus ojos una cabaña de pescadores. Los que viven

en ella, padre e hijo, después de recibirle con el don, hecho tópico, de la hospitalidad, lo

convidan a su mesa ofreciéndole una comida rústica en apariencia (el poema la califica de

prolija mesa). Pero hete aquí como esta comida rústica se convierte, sin transición, en un

banquete memorable:

La lista es larga, la escasa verosimilitud que conserva la confiere el origen, ya que,

tratándose de pescadores, todos los elementos mentados tienen relación con el mar y la

actividad por excelencia a este elemento generalizador relacionada, la pesca. De este modo,

en un sabroso, estimulante y esplendente convite, desfilan: ostiones, cangrejos, tortugas,

langostas, pulpos, camarones, sardinas; todo rociado por el mejor vino, líquida mariposa.

Desfile de manjares pululan en el Poema. La mayoría de las veces descansan en

episodios biográficos apenas destacados como episodios menores en las biografías que le

sirvieron a Camargo de sustento referencial; pero otras veces, esas referencialidades

textuales u orales simplemente no existen, y es el filo de la imaginación del poeta quien

crea las condiciones propicias a la exaltación y desenvolvimiento del banquete. Ejemplo de

otra comida rústica, sucedida en rudo albergue, en donde Ignacio es recibido por un perro

vigilante, es aquella acondicionada por un modesto labrador. De la mano de este y su hija

se suceden: jabalíes, cabritillos, palomas (suculento asado), el ajo mordaz que condimenta

la carne, la leche de alabastro que se convierte en queso; todo lo cual sostenido en un

“cándido mantel de lino que sabe a pino ageste”. Continúa el desfile, y a las frutas les llega

su “carnoso y voluptuoso” turno: “la cerrada avellana, la arrugada nuez, el atezado higo, el

pesado melón, la complicada pasa, la entreabierta granada…”liv

Pero quizás lo más importante de este procedimiento de inclusión en la exclusión

surja cuando lo que se resalte de Ignacio sean sus privaciones. Cuando, en la continuidad

de su viaje, en su errabundeo entre fatigas y hambres que lo postran, en su continuo

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deambular, repara, al fin, en una casa abandonada. En este pasaje se destaca como la

negación puede ser desplegada positivamente (de manera alusiva e indirecta pero

encontrando en los objetos ausentes concreciones imaginarias), como, citando una vez más

a Meo Zilio, “no se dice directamente que pasa hambre y sed y calor y sueño, sino que

ningún hogar le proporciona comida, ni fresca lechuga, ni blanda cama…”lv En esto puede

hallarse, más allá del refinamiento del poeta y su ideal de lujo y sensualidad, la

característica elevación del dualismo contrastante ahí justo donde uno de los polos (el de lo

real) falta. Los manjares, el ideal de confort, la sensualidad y el regodeo de los sentidos se

presentan como lo auténticamente real aún cuando en el plano del relato se trata de lo

contrario, como en el delirio del sediento. “Dicho sensualismo del gusto se prueba por el

tipo de cosas que le hace faltar al pobre Ignacio; no el simple pan para quitarse el hambre,

ni un simple jergón para descansar sino la “pechuga de perdiz”, “la blanda cama con lienzo

de holanda…”lvi

. Por su importancia reproducimos aquí los versos:

“No el hogar le doctrina la comida,

no le adula el calor fresca lechuga,

lisonja de las mesas, ni manida

la perdiz le desnuda su pechuga

no la nieve le ata la bebida,

no blanda holanda su sudor enjuga:

llamas bebe en las aguas cristalinas;

su mesa se consagran las encinas…”lvii

Y el resto…

Las contraposiciones morales transmutadas en imágenes de honda vitalidad

biológica, biología que se mineraliza, mineral (roscas de cristal, contorsiones serpentinas,

Góngora) que se licua en corrientes acuáticas:

“Lengua es cualquier hierba, de serpiente;

cualquier flor es ponzoñosa escama;

la fruta dulce, venenado diente;

áspid fatal, la más amiga rama;

víbora de cristal, cualquier corriente;

quelidro, el sol en su amarilla llama…”lviii

Y cuando la admonición se queda sólo en el plano ético-moral, siempre se resalta

(con delectación, fruición sensible) aquello que se busca anatemizar, enquistándose la

contradicción formal insalvable:

“Oh tú, que oprimes el mullido lecho

cuyo cariño desplumó las aves

y el prolijo artesón te dora el techo

escoltando tú sueño…

Oh tú, que a los gusanos das cuidado

y a las ruecas de holanda das fatiga,

por quien Milán el oro atenüado

a los tormentos del brocado obliga…”lix

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19

Y cuando la contradicción llega a su límite, el oxímoron irrumpe (y el juego de

palabras con sus torsiones, trueques y nuevas soldaduras), filigrana del misterio eucarístico,

de la fe en lo imposible (“…el hijo de Dios murió, es todavía más creíble porque es

increíble, y después de muerto resucitó, es cierto porque es imposible”lx), de la vida en la

muerte, encarnación de un absurdo dador de sentido nuevo:

“Una u otra corteza desgajada

rompe lo que ya unió toroso nudo

en la rama, que cruza atravesada

de un rudo tronco, aun para tronco rudo;

y erigida la Cruz, ensangrentada

desde el mástil al gajo cortezudo,

se dobla al peso del cadáver yerto,

que eleva a Cristo vivamente muertolxi

Todos aquellos recursos que manifiesten el artificio, la gravitación de los elementos

que en torbellinos ascienden a la luz de un conocimiento nuevo, puestos en orden para el

azoramiento de la mirada que secuestran y conculcan:

“Teatro a esta tragedia de no mudas,

funestas siempre, mal habladas scenas

era entonces Italia, en quien sañudas

las Parcas tres representaban penas:

pendiendo flechas en la espalda agudas,

áspides anudados las melenas

y ajustando el coturno al pie sangriento

sacaban de los riscos sentimientos”lxii

Y entre tantas manifestaciones, entre tantas incrustaciones, entre tantas escenas mal

habladas, en el centro del teatro de pares contrapuestos, de inclusiones plegadas-

desplegadas en otras inclusiones, de exclusiones que se aluden en el pliegue, para

corregirse y terminar por cerrarse en sí mismas (pero que de igual modo se manifiestan e

inciden en lo escrito, señalando el espacio de su misma tachadura), un paisaje se avizora, un

paisaje escamoteado, contrito, hecho de fría escayola sacramental, por sarmentosas manos

creyentes; un paisaje desolado, punto de fuga del terror, de la noche oscura como cierre,

esta vez, definitivo, el barroco de Camargo repite, en nuevas tierras, aquella proyección

metafórica que adivinó el más profundo de los gongorinos en Las Soledades de Góngora,

Lezama Lima, nuestra última cita textual:

“… la circunstancia de la contrarreforma hace de la obra de Góngora un

contrarrenacimiento. Le suprime el paisaje donde aquella luminosidad suya pudiera ocupar

el centro. El barroco jesuita, frío y ético, voluntarista y sarmentosamente ornamental, nace

y se explaya en su verbo poético, pero ya antes le había hecho el círculo frío y el paisaje

escayolado, oponiendo a sus venablos manos de cartón (…), banquete donde la luz presenta

los pescados y los pavos…”lxiii

En esta oposición insalvable, entre el objeto de luz y su noche antagónica, muchos

críticos han podido leer complementariedad y yuxtaposición, lo positivo junto con y a la

par de lo negativo, en un movimiento de vaivén y alternancia (a la manera dialéctica

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20

hegeliana, por ejemplo). Pero de esta legibilidad, en el espacio doloroso de una misma

incomplitud no resuelta y más allá de la infinita cadena de significantes que estiren sus

esfuerzos por cerrar la noche sobre sí misma para de esta forma conjurar el vacío que

anuncia y promete, lo cierto es que siempre queda algo, un remanente, un pormenor

siquiera insignificante que señala, ignorándolo, las anchas fauces de un delirio que no deja

lugar a los juegos inocentes de la literatura (en el universo fecundo de los vocablos

preciosos o altisonantes, la presencia por negación de lo desagradable, de lo incómodo, de

lo feo, presiona y vuelve en el trabajo arduo de la informulada e involuntaria represión), a

sus escamoteos irrisorios, a su pulimento nunca acabado del verso, siempre por artesonar,

obsequio complicado e inerte de la poesía que retorna para demostrar lo efímero de la

belleza (o la belleza de lo efímero) y el fácil triunfo de la noche-muerte, bella en sí misma,

en su cualidad liviana de sello y colofón:

“De sus ojos la vista desatada

aquella sigue luz, que reverbera

un sol en cada rayo, en la poblada

de querúbicos astros alta esfera:

síguela; y dulcemente fulminada

en las alas, que ya vistió de cera,

desciende, y en sus lágrimas divinas

muchas desatan perlas sus ruinas.”lxiv

i Sobre la temprana y compleja dinámica relacional que se impuso entre los artistas e intelectuales de las

colonias virreinales y los representantes de la autoridad establecidos en la Metrópoli, puede consultarse el

ya clásico libro de Ángel Rama: La ciudad letrada y Transculturación narrativa en América Latina. Entre otras

herramientas disponibles en estos textos, encontraremos el concepto clave de transculturación, que tan

provechoso puede resultar a la hora de evaluar el Poema de Camargo, sus innovaciones pero también su

seguimiento (en algunos pasajes, palmo a palmo) al modelo antonomástico de la poética culterana: Las

Soledades, gongorinas. Pero sobre todo, este texto interesa, en la medida en que rige una supuesta historia

sobreimpresa a la historia real, historia que se quiere intemporal y fija, y que tiene en el modelo de la

retórica y en la lógica de los signos escriturales su más acabado modelo. Para una revisión de la obra de

nuestro poeta y su adscripción al barroco latinoamericano (o barroco tardío), además de la introducción a

las Obras, texto que recopila casi toda su producción, editado por la Biblioteca Ayacucho, y que corresponde

a Giovanni Meo Zilio, teórico que con mayor insistencia seguimos en nuestro trabajo, pueden consultarse las

siguientes obras: Alvareda, Ginés y Francisco Garfias: “El barroco”. (En su: Antología de la poesía

hispanoamericana: Colombia, pp. 15-16 y 119-125. Madrid: Biblioteca Nueva, 1957); Anderson Imbert,

Enrique: “Hernando Domínguez Camargo. (En su: Historia de la literatura hispanoamericana [I. La colonia.

Cien años de república], pp. 109-110. México: Fondo de Cultura Económica, 1961; Carilla, Emilio: “Hernando

Domínguez Camargo. (En su: El gongorismo en América, pp. 110-122. Buenos aires: Universidad de Buenos

Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Cultura Latinoamericana, 1946), y de este mismo autor:

Manierismo y barroco en las literaturas hispánicas. Madrid: Editorial Gredos, pp. 158-159, 1983; Lezama

Lima, José: “Imagen de América Latina”. (En: César Fernández Moreno, coord. América Latina en su

literatura, pp. 462-468. Siglo XXI Editores, 1974) ; y por último (aunque apenas hayamos marcado un recodo

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21

en el inagotable camino abierto por los estudios coloniales) Méndez Plancarte, Alfonso: Apéndices: I.

Correcciones, II. Prosificación de las primeras 22 octavas del Poema Heroico. (En: Hernando Domínguez

Camargo, Obras, ed. de Rafael Torres Quintero, pp. 491-500. Bogotá: Publicaciones del Instituto Caro y

Cuervo, 1960).

ii Para esta noción totalizante y totalizadora de la estética, en donde el objeto a elucidar surge

paulatinamente del “inter-juego” dialéctico entre el objeto (real y construido) y el sujeto (cognoscente y por

conocer), nos ceñimos, claramente, a los principios hegelianos desarrollados en sus: Lecciones sobre la

estética, traducción de Alfredo Brotóns Muñoz, Akal, Madrid, 1989. Para un desarrollo más general, que

excede la lógica del arte y la literatura y nos sitúa en pleno terreno ontológico, cifrar: Fenomenología del

Espíritu; traducción de Wenceslao Roces; Fondo de Cultura Económica, 1992 (sobre todo la “Introducción” y

el “Primer” y “Segundo” capítulo).

iii Moreano Alejandro: “El discurso del (neo) barroco latinoamericano”: ensayo de interpretación,

www.uasb.edu.ec/.../el%20neobarroco%20alejandro%20moreano.pdf. El autor transcribe el siguiente

pasaje de Wofflin: “El barroco no es ni el esplendor ni la decadencia del clasicismo, sino un arte totalmente

diferente”: Wofflin Heinrich: Conceptos fundamentales para la historia del arte (1915).

iv Esta afirmación perteneciente a Eugenio D´Ors, será recogida más tarde en el ensayo de Alejo Carpentier:

“Lo barroco y lo real maravilloso”, en La novela latinoamericana en víspera de un nuevo siglo, Siglo XXI

Editores, México, 1981, pp. 113-114.

v Lezama Lima, José: “Sierpe de Don Luis de Góngora”, en Lezama Lima, Editorial Jorge Alvarez S.A.; 1968,

pp. 194-200.

vi Sarduy Severo: “Barroco”: en Obra Completa, Tomo II; Gustavo Guerrero-Francois Wahl coord. Edición

Crítica; Editorial Sudamericana; p. 1197.

vii Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200.

viii Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200

ix Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200

x Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200

xi Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pág. 1200 (todas las cursivas son nuestras)

xii Sarduy Severo, óp. cit. Vi; pp. 1200-1201

xiii Lezama Lima, José, óp. cit. v; pág. 196.

xiv Sarduy Severo, óp. cit. vi; pág. 1221.

xv Sarduy Severo, óp. cit. vi; pág. 1221.

xvi Indudablemente, el vacio, o su correlato, la nada, como pura operatividad, como concepto embrague,

pura fuerza pulsional que permite al orden simbólico descansar en una cierta homogeneidad-cerrada,

descansa en teorizaciones que recorren desde el psicoanálisis lacaniano hasta la teoría política posmoderna.

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22

Nosotros abrevamos en Lacan ciertamente, pero también en autores que en buena medida operaron, a

partir de sus teorías, traslaciones que van desde lo puramente hermenéutico, hasta la construcción de

nuevos objetos de estudios. Esto nos condujo a priorizar, en nuestro análisis del Poema, la horizontal del

funcionamiento significante por la vertical del sentido a desentrañar. En tal sentido, la hagiografía del Santo

se nos aparece sólo como una excusa, apta, como cualquier otra, para desencadenar la (com)pulsión

poético-verbal del lenguaje. Por otra parte, existe una riquísima historia que envuelve al concepto de vacío

en la cultura y el pensamiento universal, tanto sea que nos detengamos en Occidente como en Oriente, pero

dichas variantes, decisivas en múltiples aspectos, exceden el marco de nuestro trabajo, por lo que no

podremos siquiera consignarlas al pasar en esta nota, mucho menos agotar sus serpenteantes recorridos y

valencias. Nos bastará señalar lo siguiente, dos grandes presencias se miden en la obra neo-barroca, la nada

existencialista (proveniente, claro está, de las configuraciones teóricas de Sartre en su El ser y la nada) y la

nada budista (el no-ser o estado de nirvana al que se arriba después de múltiples reencarnaciones); ahora

bien, el concepto de nada casi no aparece en la religión budista, en cambio sí aparece la noción de vacío. El

siguiente fragmento de Hacia el despertar espiritual, nos parece revelador, ya que muchas consideraciones

extractadas por el autor hemos nosotros encontrado en autores neobarrocos como Severo Sarduy y Lezama

Lima, y porque marca, más allá del antagonismo semántico y narrativo, relaciones de proximidad (irritada la

una, de aceptación y reconocimiento la otra) en torno a un mismo lexema traumático (nada o vacío),

resuelto de forma inconciliable por dos esferas (donde giran sensibilidades, ideas y cuerpos) tan alejadas.

Citamos: “He aquí una palabra, ‘nada’, de gran trascendencia filosófica, convertida en un ‘ismo’ por autores

como Schopenhauer o Nietzsche. Y es que el nihilismo supone la gran desembocadura del pensamiento

filosófico moderno y posmoderno. El ‘ismo’ de la existencia, según Sartre, radica en la aceptación de la nada

frente a lo trascedente o metafísico (…) ¿Qué puede hacer el ser frente a la nada? ¿Qué puede hacer ‘algo’

frente a algo que es ‘nada’? ¿Qué puede explicarnos que de la nada surja algo? ¿Qué sentido tiene ser algo

para luego ser nada? Aquí tenemos la gran dicotomía del sentido de la existencia: idealismo-materialismo

(…) El budismo asigna dos cualidades de la existencia que niegan la esencia. La característica del no-ser o no-

alma y la impermanencia. El budismo no habla de la nada sino del vacío (sunya)… Y hay una gran diferencia.

La nada es intransitable, pero en el vacío se puede entrar, afortunadamente. La meditación es la entrada en

el vacío…” (Hacia el despertar espiritual, Martínez Sánchez, José; 2009, Ed. Lulu, España, pág. 248). Como

podemos observar, entre la nada sartreana, negación del todo y de todo, imposibilidad del pensamiento,

encontramos el vacío budista (variante del Oriente en una de sus religiones más representativas), donde a

esa negación pura, a esa imposibilidad sin gravitación ni pasaje, opone el vacío, como una suerte de nada

permeable, pasible de alcanzar y ser ocupada. Finalmente, para una aproximación al concepto de la nada, tal

y como nosotros la usamos en el presente trabajo, como una función operativo-genética, véase, además del

ya citado ensayo “Barroco” de Severo Sarduy y de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, entre una ingente

cantidad de trabajos (la mayor parte provenientes de relecturas y reelaboraciones de la teoría hegeliana, de

Lacan y de los aportes de la nueva lingüística), las siguientes obras: Slavoj Zizek: El espinoso sujeto, El centro

ausente de la ontología política, Espacios del saber, Paidós Editorial, 2001 (sobre todo pp. 127-133); Deleuze

Gillles: El pliegue, Leibniz y el Barroco, Paidós Básica, Buenos Aires, junio 2005 (sobre todo pp. 50-53, donde

una noción como despliegue, aglutina todas las características propias de la operatividad con la que

definimos el vacío o la nada, y sustenta su teoría del plegado barroco como manifestación de este

despliegue original, surgido de ninguna parte, como una petición de principio o como una creación ex

nihilo); Kojeve Alexandre: La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel; Fausto ediciones, 1999 (pp. 17-19);

Slavoj Zizek: Porque no saben lo que hacen, El goce como un factor político, Espacios del saber, Paidós

Editorial, 1998 (sobre todo pp. 137-234); Badiou Alan: Deleuze, El clamor del ser, Editorial Manantial, 1997

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23

(sobre todo pp. 116-119); Slavoj Zizek: Mirando al sesgo, Una introducción a Jaques Lacan a través de la

cultura popular, Espacios del Saber, Paidós Editorial, Buenos Aires, 2002 (sobre todo pp. 25-30)

xvii Dice Severo Sarduy en “Barroco”, pág. 1221 de su Obra Completa: “El horror al vacío expulsa al sujeto de

la superficie… para señalar en su lugar el código específico de una práctica simbólica. En el barroco, la

poética es una retórica: el lenguaje, código autónomo y tautológico, no admite en su densa red, cargada, la

posibilidad de un yo generador, de un referente individual, centrado, que se exprese –el barroco funciona al

vacío–, que oriente o detenga la crecida de signos. Dice Lezama Lima en su “Sierpe de Don Luis de Góngora”:

“Faltaba a esa penetración de luminosidad la noche oscura de San Juan, pues aquel rayo de conocer poético

sin su acompañante noche oscura, sólo podría mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la

escayolada. Quizás ningún pueblo haya tenido el planteamiento de su poesía tan concentrado como en ese

momento español, en que el rayo metafórico de Góngora necesita y clama, mostrando dolorosa

incompletez, aquella noche oscura envolvente y amistosa (…) Será la pervivencia del barroco poético

español las posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche

oscura de San Juan.” Óp. cit. pág. 199. Modestamente entendemos que esta última cita ilumina (con su

juego de cromática alternancia, con sus luces y sus sombras, con sus claroscuros en abierta suspensión) y

complementa la primera, y contribuye a delinear los trazados de nuestro análisis del Poema de Camargo,

toda vez que la plenitud ausente de San Juan, su noche oscura transmutada poéticamente, y reinterpretada

tan originalmente por Lezama, no sólo se traduce a través de toda la serie de contraposiciones retóricas (ya

sean visuales, imaginativas, mitológicas, culturales o filosóficas) sino que es condición necesaria para que

estas contraposiciones se sucedan encadenándose hasta erigirse en la columna vertebral (lógico-poética) de

la obra.

xviii La información sobre el legado testamentario dejado por Hernández Camargo la encontramos en el

prólogo (que por el tamaño y el aliento resulta mucho más que un prólogo, y alcanza las alturas de un

ensayo crítico de la obra y vida del poeta, quizás uno de los más ricos que uno pueda consultar) a las Obras

del escritor, publicadas por la Biblioteca Ayacucho. El prólogo es fruto de la pluma de Meo Zilio. Para todo lo

cual, véase: Camargo Domínguez, Hernando: Obras, prólogo Giovanni Meo Zilio, Fundación Biblioteca

Ayacucho, Venezuela, 1964. Muchas de nuestras hipótesis deben mucho al trabajo de investigación de este

eximio crítico literario, punta de lanza para comenzar a deshilvanar la interrelación o comunión necesaria

entre la faceta existencial y la faceta artística del poeta colombiano.

xix Op. cit. xviii; pp. XIX-XX

xx Óp. cit. xviii; pág. XI

xxi Óp. cit. xviii; pág. XI

xxii Óp. cit. xviii; pp. XX y XXI

xxiii Óp. cit. xviii; pág. XII (todas las cursivas, a partir de ahora, nos pertenecen)

xxiv Óp. cit. xviii; pág. XII

xxv Óp. cit. xviii; pág. XIII

xxvi Óp. cit. xviii; pág. XIV

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24

xxvii Óp. cit. xviii; pág. XIV

xxviii Op. cit. xviii; pp. XIV-XV

xxix Óp. cit. xviii; pág. XV

xxx Óp. cit. xviii; pág. XV

xxxi El extracto de la Invectiva que citamos, se encuentra en el prólogo: pág. XVI

xxxii Óp. cit. xviii; pp. XVI-XVII

xxxiii Op. cit. xviii; pág. XVIII

xxxiv Op. cit. xviii; pág. XX

xxxv Mascarada o, en términos posicionales, apariencia, una construcción de la personalidad obedeciendo a parámetros dictados por la lógica de la ficción en su forma más pura (radical). El sujeto-Uno (homogéneo, siempre igual a sí mismo, convencido de sus actos y de sus intervenciones públicas) oculta la falla radical que lo constituye en tanto sujeto de la enunciación, para disimularlo entre los pliegues del sujeto del enunciado (entre paréntesis, en esta combinatoria se puede leer el hallazgo fundamental de Hegel, al discernir en el Sujeto el carácter ontológico constituyente de su actividad, como el revés o la otra cara de un sesgo patológico irreductible a su condición en tanto sujeto, véase más arriba, Zizek Slavoj, El espinoso sujeto, pág. 87, y, para las consideraciones siguientes, también en la misma obra, pág. 214). Para comprender mejor estas facetas patológicas de la máscara en tanto fenómeno ligado a la apariencia, en su condición no aleatoria sino necesaria y ontológicamente inherente a la noción misma de sujeto, máscara que no esconde ninguna verdad más allá de la apariencia que designa y señala (por lo tanto queda expulsada toda razón trascendental; llámese a esta razón: verdad, ser, sustancia, etc.), nos permitimos la siguiente presentación de niveles, donde se distinguen dialécticamente dos parejas de opuestos: la pareja de la realidad y su simulacro, y la pareja de lo Real y su apariencia. Para nuestra hipótesis, el último asiento de niveles tipificados, resulta más que sugerente:

La apariencia en el sentido simple de “ilusión”, la representación/imagen falsa/distorsionada de la realidad (el lugar común de que “las cosas no son lo que parecen”), aunque, por supuesto, hay que introducir una distinción adicional entre la apariencia en cuanto mera ilusión subjetiva (que distorsiona el orden de la realidad construido trascendentalmente) y la apariencia en cuanto orden constituido trascendentalmente de la realidad fenoménica en sí, que se opone a la “cosa en sí”.

La apariencia en el sentido de ficción simbólica, es decir (en términos hegelianos) la apariencia como esencial: el orden de las costumbres y los títulos históricos (“el honorable juez”, etc.) que es “una mera apariencia”, pero si lo perturbamos se desintegra la realidad social.

La apariencia en el sentido de signo indicativo de que hay algo más allá (de la realidad fenoménica directamente accesible), es decir, la aparición de lo suprasensible: lo suprasensible solo existe en cuanto aparece como tal (como el presentimiento indeterminado de que “hay algo debajo de la realidad fenoménica”). (La cursiva es del autor citado)

Finalmente (y solo aquí encontramos lo que el psicoanálisis denomina “fantasía fundamental”, así como el concepto fenomenológico más radical de “fenómeno”), la apariencia que lleva el vacío que está en medio de la realidad, es decir, la apariencia que oculta el hecho de que, por debajo de los fenómenos, no hay nada que ocultar. (En este caso, tanto la cursiva como la negrita nos pertenecen).

xxxvi

Óp. cit. xviii; pág. XXIII

xxxvii Óp. cit. xviii; pág. XXIII

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25

xxxviii Para un acercamiento a este procedimiento, una de las herramientas retóricas barrocas por excelencia,

véase la perspicaz lectura que realiza Antonio Pérez Lasheras de la fábula gongorina de Piramo y Tisbe, en:

Lasheras Pérez, Antonio: “La disyunción en Góngora, (aproximación a su estudio a partir de La fábula de

Piramo y Tisbe)”; www.dialnet.unirioja.es/servlet/fichero_articulo?codigo=68956&orden=7385 . Leamos

sus palabras acerca del procedimiento, y la relación con una supuesta finalidad que excedería la

construcción de un objeto estético, para acercarlo a un objeto crítico: “La disyunción (o contraposición) es

una de las fórmulas sintácticas utilizadas por el poeta para expresar la ambigüedad, manifestando con

mucha frecuencia la duda del narrador, su miedo a la cuantificación exacta o a la definición concreta. De

esta manera nos ofrece unas meta–realidades complejas, cuyas mixturas, a veces, componen metáforas o

imágenes de difícil asimilación… El poeta se autoexige un grado de dificultad en el lenguaje, se expresa

hermética, crípticamente. Y a través de esta expresión está reflejada la zozobra, la inseguridad y la propia

dificultad para aprehender la realidad…”; pág. 3.

xxxix Domínguez Camargo, Hernando: Poema Heroico, San Ignacio de Loyola Fundador de la Compañía de

Jesús; Libro Primero, Canto Primero, pág. 42; en: Obras; Fundación Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1964.

xl Óp. cit. xxxix; pág. 42

xli Óp. cit. xxxix; pág. 43

xlii Óp. cit. xxxix; Libro Primero, Canto Cuarto, pág. 90 (las cursivas en el poema son nuestras)

xliii Óp. cit. xxxix; Libro Primero, Canto Tercero, pp. 76-77

xliv Óp. cit. xxxix; Libro Primero, Canto Cuarto, pág. 93

xlv Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Segundo, pág. 117

xlvi Óp. Cit. xviii, pág. XL

xlvii Óp. Cit. xviii, pág. XL

xlviii Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Segundo, pág. 120

xlix Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Segundo, pp. 121-122

l Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Tercero, pág. 136

li Óp. Cit. xviii, pág. xlv

lii Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Quinto, pág. 152

liii Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Quinto, pág. 157

liv Óp. cit. xxxix; Libro Cuarto, Canto Tercero, pág. 266-267

lv Óp. Cit. xviii, pág. xlix

lvi Óp. Cit. xviii, pág. xlix

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lvii Óp. cit. xxxix; Libro Tercero, Canto Tercero, pág. 203

lviii Óp. cit. xxxix; Libro Tercero; Canto Segundo, pág. 196. Para una comprensión cabal de las metáforas

biológicas, y de la concepción biologicista (y cientificista en general) como cantón inagotable de

transmutaciones orgánicas para objetos, minerales, personas, etc., en el Poema de Camargo, véase el

siguiente artículo: Valcárcel, Carmen de Mora: “Naturaleza y barroco en Hernando Domínguez Camargo”,

Universidad de Sevilla, www.cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/38/TH_38_001_059_0.pdf (Centro

Virtual Cervantes). Para un panorama amplio de los recursos del barroco en relación con las ciencias

positivas empíricas (especialmente las que tienen como objeto la Naturaleza), y para una comprensión del

fenómeno, recurrente del barroco (en tanto corriente filosófica y artística), de investir de comparaciones y

metáforas signadas por la cultura todos los elemento sémicos pertenecientes al “orden natural” (naturaleza

como una forma más de la cultura para el hombre), considérense los siguientes trabajos: Gimbernat de

González, Ester: “En el espacio de la subversión barroca, el Poema Heroico de H. Domínguez Camargo;

Universidad de Texas, www.cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/37/TH_37_003_035_0.pdf (Centro

Virtual Cervantes); Miranda García Alberto Carlos: Revista Orígenes: “Un Estado Organizado Frente Al

Tiempo”. Barroco, Cultura e identidad en América Hispánica;

www.diarium.usal.es/carlosgarciamiranda/2011/01/19/revista-origenes-Cun-estado-organizado-frente-al-

tiempo-barroco-cultura-e-identidad-en-america-hispanica/; Hauser Arnold: Historia social de la literatura y

el arte. Debolsillo, Barcelona, 2004 (sobre todo el tomo III, y los capítulos dedicados al barroco y al

manierismo). Para una confrontación entre el barroco histórico y el neo-barroco, y la necesidad de

reintroducir estos términos dentro de los paradigmas históricos que les pertenecen, véase: Nuñez, Ángel: El

canto del Quetzal, reflexiones sobre literatura latinoamericana, Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2001.

Éste último autor descree de un barroco a-histórico, por lo cual todos los análisis de los recursos barrocos

llevados a cabo por autores contemporáneos tales como Severo Sarduy, Lezama Lima o Alejo Carpentier, le

parecen, en definitiva, limitados a un orden temporal ajeno al objeto sobre el cual recaen sus miradas; en

otras palabras, “utilizan autores y obras lejanas (temporalmente) para responder a planteos y problemáticas

actuales (entre, ellas, la que atañe a los límites y desafíos de la literatura de nuestro tiempo).

lix Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Cuarto, pág. 146

lx Esta cita pertenece a Tertuliano y ha sido transcripta de los apuntes que Lezama Lima dejó para una futura

conferencia sobre su novela Paradiso, para la cual puede consultarse la edición crítica preparada por Cintio

Vitier (el dossier se encuentra al final de la novela) y que figurará en la bibliografía de nuestro trabajo.

lxi Óp. cit. xxxix; Libro Segundo, Canto Cuarto, pág. 140

lxii Óp. cit. xxxix; Libro Tercero, Canto Segundo, pág. 197

lxiii Lezama Loma, José, óp. cit. v, pág. 196-197

lxiv Óp. cit. xxxix; Libro Quinto, Canto Quinto, pág. 360

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