Policarpo Varón - El Festín

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EL FESTÍN Yo quería mirar los que estaban jugando al billar. Como hacía tanto calor esa tarde pedí una limonada helada y me senté en un rincón. A veces, claro está, me tocaba levantarme porque los mirones se arrimaban a la mesa, para las tacadas fregadas, y no me dejaban ver. Yo sacaba la cabeza por encima y me daba risa encontrarme con las nalgas del jugador chiquito que se acostaba casi, cuando quedaba enmesado, aquel sapurro que no recuerdo ahora cómo mentaba el compañero. Después los mirones volvían a su puesto. En esas entró el hombre. Tampoco lo conocía yo. Ahora sé que se llama Ramón. Y se le habían subido los aguardientes porque entró gritando, poniendo mucho alboroto y levantando una botella vacía. Entonces yo dije: “Es hora de irse”. Pero aquel maldito me caminaba ya. “Me la va a dedicar”, pensé. Entonces el hombre empezó: “Tómese una conmigo, Abelardo”, y me cogía del brazo y me empujaba a una mesa, y me decía: “Venga para acá, yo pago, yo lo invito, no me vaya a despreciar, hombre”. Bueno, yo le llevaba la cuerda, y él, déle. “No tomo”, le dije, pero el hombre había metido la cabeza. Yo que no y él que sí. Resolví zafarme y salir a la plaza, pero me agarró fuerte. Tuve que forcear duro porque el hombre era acuerpado. Las cervezas ya estaban en la mesa. El hombre cogió una y me la tiró a la cara y entonces yo dije: “Esa sí no me la como yo, güevón” y le dí un mangazo en plena jeta, y el hombre que se va de culo en el rincón con sangre en la nariz y yo que me digo “ora sí te tocó arrancar”... Busqué la puerta, pero los policías ya venían por la mitad de la plaza; los policías despelucados, con las camisas abiertas, colocándose apenas las gorras en la cabeza, cuadrándose en el hombro los fusiles, y el cabo adelante los apuraba, pero aquellos policías parecían muy soñolientos, y con razón, porque era media tarde cuando es más bravo el calor en San Bernardo de los Vientos, cuando uno ya no se aguanta en un solo puesto; y el cabo se volvía y les decía seguramente: “Muévanse, carajo, no ven que hay bronca”, y los policías hacían como que apuraban. Y cuando llegaron casi no pudieron entrar porque la gente ya estaba allí amontonada en la puerta del café. A los policías les tocó entrar diciendo: “Abran campo, abran campo, carambas”, y echando la gente a uno y otro lado con el cañón del fusil para poderse arrimar. Yo estaba más cerca de la puerta. El otro se acababa de levantar del rincón y se limpiaba el fundillo y la nariz con la manga de la camisa, y fue ahí cuando el cabo se le arrimó (yo juraría que el cabo sonreía, se burlaba del pobre) y les dijo a todos, o mirándonos a todos

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Un cuento de arte.

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EL FESTÍN

Yo quería mirar los que estaban jugando al billar. Como hacía tanto calor esa tarde pedí una limonada helada y me senté en un rincón. A veces, claro está, me tocaba levantarme porque los mirones se arrimaban a la mesa, para las tacadas fregadas, y no me dejaban ver. Yo sacaba la cabeza por encima y me daba risa encontrarme con las nalgas del jugador chiquito que se acostaba casi, cuando quedaba enmesado, aquel sapurro que no recuerdo ahora cómo mentaba el compañero. Después los mirones volvían a su puesto. En esas entró el hombre. Tampoco lo conocía yo. Ahora sé que se llama Ramón. Y se le habían subido los aguardientes porque entró gritando, poniendo mucho alboroto y levantando una botella vacía. Entonces yo dije: “Es hora de irse”. Pero aquel maldito me caminaba ya. “Me la va a dedicar”, pensé. Entonces el hombre empezó: “Tómese una conmigo, Abelardo”, y me cogía del brazo y me empujaba a una mesa, y me decía: “Venga para acá, yo pago, yo lo invito, no me vaya a despreciar, hombre”. Bueno, yo le llevaba la cuerda, y él, déle. “No tomo”, le dije, pero el hombre había metido la cabeza. Yo que no y él que sí. Resolví zafarme y salir a la plaza, pero me agarró fuerte. Tuve que forcear duro porque el hombre era acuerpado. Las cervezas ya estaban en la mesa. El hombre cogió una y me la tiró a la cara y entonces yo dije: “Esa sí no me la como yo, güevón” y le dí un mangazo en plena jeta, y el hombre que se va de culo en el rincón con sangre en la nariz y yo que me digo “ora sí te tocó arrancar”... Busqué la puerta, pero los policías ya venían por la mitad de la plaza; los policías despelucados, con las camisas abiertas, colocándose apenas las gorras en la cabeza, cuadrándose en el hombro los fusiles, y el cabo adelante los apuraba, pero aquellos policías parecían muy soñolientos, y con razón, porque era media tarde cuando es más bravo el calor en San Bernardo de los Vientos, cuando uno ya no se aguanta en un solo puesto; y el cabo se volvía y les decía seguramente: “Muévanse, carajo, no ven que hay bronca”, y los policías hacían como que apuraban. Y cuando llegaron casi no pudieron entrar porque la gente ya estaba allí amontonada en la puerta del café. A los policías les tocó entrar diciendo: “Abran campo, abran campo, carambas”, y echando la gente a uno y otro lado con el cañón del fusil para poderse arrimar. Yo estaba más cerca de la puerta. El otro se acababa de levantar del rincón y se limpiaba el fundillo y la nariz con la manga de la camisa, y fue ahí cuando el cabo se le arrimó (yo juraría que el cabo sonreía, se burlaba del pobre) y les dijo a todos, o mirándonos a todos pero sólo contándonos al hombre y a mí: “Qué es lo que pasa aquí”... Entonces el hombre habló. Le metió que yo le había tirado un puño. Y aquel cabo, impávido, me dijo: “Usted siga con nosotros” y me empujó de las costillas. No fue un empujón como para quedarse con él, fue un empujonazo que casi me tira a la calle. Y los policías me rodearon y me llevaron a la casa-cuartel y toda la gente estaba en las puertas hablando en voz baja, diciendo seguramente: “Cogieron a Abelardo”, aunque yo no oía... Pero sí oí cuando la vieja Empera, que se había patiado todo plantada en el corredor de su rancho, dio media vuelta y entró en la casa y entonces dijo con todas las ganas que pone para decir algo, dijo a sus hijos o a su marido, Virgilio se llama el viejo, “cogieron a Abelardo, carajo”... Lo dijo Empera, la vieja caderona, grande y escandalosa porque yo la alcancé a oír y a lo mejor la oyeron todos en San Bernardo de los Vientos, porque aquí se oye todo lo que habla la vieja en su casa, lo mismo cuando insulta a los muchachos que cuando pelea con el viejo: así como se siente casi el ruido de sus caderas y el viento que levantan sus naguas cuando da la vuelta en la esquina para comprar una libra de arroz o un paquete de cominos... Y seguro cuando todos oyeron aquello, aquello que había dicho la vieja Empera, se acordaron de verdad que habían cogido a Abelardo, y se fueron a la plaza y vieron cuando los policías, uno solo fue, quitó la puerta envejecida, la puerta gruesa color verde plomo, mohosa, sin bisagras, y no la abrió sino la sacó y me dijo: “Entre ahí”, y me señaló aquella pieza jarta de piedras, de cucarachas,

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de hojas, de mierda y de orines, que olía a diablo y entonces a mí me tocó entrar porque si no me iban a entrar de un culatazo, y el mismo policía —rezongón por el olorcito— volvió a poner la puerta en el marco y dijo, yo no lo vi porque todavía no me había arrimado a los huecos que habían hecho los niños a piedra, yo no lo vi cuando me dijo: “Y no vaya a intentar salirse, carajo, porque le partimos las patas de un tiro si no es que lo mandamos a descansar de una vez por todas oyooo”... Entonces yo hice campito junto a la puerta amontonando a un lado las porquerías con los zapatos y me senté, y fue cuando vi los huecos de la puerta, los huecos que los niños habían hecho cuando no había policías en San Bernardo de los Vientos, y en esa pieza que hoy es cárcel dormían las vacas, los perros, los cerdos y los hombres que iban de camino, y allí cagaban de noche los muchachos cuando jugaban en la plaza porque no había policía, no había, es decir, quién les mortificara la vida.

Vine a darme cuenta ya de nochecita. Los primeros bombillos se habían encendido en las esquinas de San Bernardo de los Vientos. Había estado un buen rato dejando que los zancudos zumbaran y se amontonaran alrededor de la cabeza para luego hacer en el aire una palmada y destripar un montón. Por eso no me di cuenta de que la gente se había amontonado frente a la casa-cuartel y que los policías estaban parados en el corredor con los fusiles desasegurados. Ya era hora de la comida y yo dije que nadie se iba a acordar del pobre Abelardo. Pero cuando se oyeron los primeros gritos de la gente, de los hombres; cuando yo oí algunas voces conocidas, algunas voces delgaditas, miedosas, solas al principio, gruesas después, en coro, que insultaban a los policías que decían: “Suéltenlo, asesinos, lo quieren para tirarlo esta noche al río”, y cosas por el estilo, y los policías, claro, no se iban a quedar con la boca cerrada y les contestaban también a madrazos y los amenazaban con los fusiles y les decían:

“Retírense”... Pero la gente se quedaba ahí al frente como si tal, y a los policías les daba culillo disparar porque eran muchos, algunos cien por lo menos, o más, y ellos sólo eran ocho y cada uno no tenía sino seis tiros a mano. Cuando yo empecé a oír todo esto, digo, cuando me di cuenta de que la gente estaba en la plaza hablando, gritando por mí, entonces me volví a arrimar a los huecos de la puerta y dejé que los zancudos me sacaran la sangre de las orejas, de la nuca, del cuello y de la frente. No los espanté porque estaba mirando ahora lo que pasaba en la plaza, a pesar de que me costaba... Por supuesto, me tocaba abrir mucho los ojos para ver algo y luego pegar con cuidado el oído a los huecos de la puerta porque no podía hacer las dos cosas al tiempo... Bueno, pero la gente dejó de gritar cuando se oyó el motor del automóvil que subía del río.

Las luces alumbraron un ratico el grupo y luego se apagaron, y después dejó de zumbar el motor, y sonaron varias puertas, y toda la gente se volvió un momento para ver quién era ese bulto alto, de gafas, barrigón y velludo que se arrimaba. “Es el abogado”, oí. “El abogado que bajó esta mañana de Ibagué”. Ahora iba a hablar por Abelardo.

Ahora iba a sacar a Abelardo porque varios hombres del pueblo lo habían mandado llamar y le hablaban. Levantaban los brazos, se movían mucho, y seguro le contaban lo de la tarde. El abogado dijo que sí hablaba por mí y se vino adonde estaban los policías y ellos se alistaron; pero cuando vieron que era el abogado bajaron un poco los fusiles y el abogado habló unos momentos con el cabo, y el cabo le dijo que de ahí no me sacaban sino al otro día cuando llegara el alcalde que estaba en Ibagué. Entonces al abogado no le quedó otro camino que irse y decirles a los hombres que no se podía hacer nada; ahora se habían juntado muchos mirones... Luego aquel abogado, que no había podido sacarme de la cárcel a pesar de que le habían ofrecido un dineral, se fue a pasos largos y se subió con su mujer y sus hijos al automóvil y picó para la capital ligerito... Al rato el ruido del motor se fue de las vegas para allá y yo pensé que me iba a tocar pasar la noche ahí en la cárcel, sin comer, aguantando el olor a mierda y los zancudos y no estaba muy seguro de amanecer con vida...

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Fue al día siguiente, o a lo mejor habían pasado varios días, cuando llegaron los policías nuevos. Llegaron en un camión gris, haciendo mucha bulla, levantando un polvero en la plaza y corriendo los animales que buscaban desperdicios porque la gente no se había movido y no habían tenido quién les echara la comida... Al principio yo no creía, porque veía la gente ahí al frente, los vi mucho rato, muchas horas antes de dormirme en el cemento frío y puerco, muerto de cansancio, luchando con el sueño, sintiendo miedo de dormirme porque a la medianoche los policías podían ir por mí y arrastrarme hasta el río y desde allí del puente empujarme y hasta luego el amigo, aquí se acabaron los trabajos de Abelardo... Sí, aquellos nuevos policías resultaron más jodidos que los otros. A bayoneta calada se abrieron campo y se cuadraron entre la gente y la casa-cuartel. Entonces fue que el teniente o algo así que los mandaba se adelantó unos pasos, unos metros, y le gritó a la gente que tenía diez minutos para retirarse, que luego había toque de queda, y que el toque de queda iba a ser un tiro de fusil. Pero aquella gente, jodida de hambre, y toreada, ya no se retiró sino que se puso a rezongar y de vuelta empezaron a oírse los viejazos contra la policía, y los salticos con los brazos levantados y las manos empuñadas, yo los veía, sí: los rostros más rojos, y a Empera levantarse media nagua y gritar por encima del hombro su insulto, y a mí me daban ganas de reír (pero no estábamos a esas horas para risas) porque los insultos de Empera eran muy chistosos, muy groseros, pues aquella vieja estaba enseñada a hacer una insultada diaria y cuando sacaba la cara era para tenerse de atrás. Fueron esos gritos los que calentaron al teniente o capitán y sobre todo que la gente empezaba a arrimarse más, aquella gente de San Bernardo de los Vientos cuando se calienta es en serio, a querer meterse en las barbas de los policías. Yo vi desde la cárcel que aquel tenientico empezaba como a sentir culillo, como que le daba terronera, como que la estaba viendo peluda, y entonces le gritó a la gente que se iban a completar los diez minutos, que se largaran o iba a ordenar que los echaran a plomo, y la gente en lugar de recular, más avanzaba, más se le venía encima al teniente y a sus policías y entonces yo dije para entre mí: “Este teniente no es tan bravo como pintaba”, porque estaba medio indeciso, medio achilado, medio corviflojotembloroso, con ganas de darse la vuelta y no joder más con aquello. Pero ahí le tocó decirles a los policías: “Denles”, y los policías como que no supieron qué, si culata, si bayoneta, si plomo, si madrazos, si tiros al aire y empezaron a querer hacer recular a la gente pero la gente no se tragó aquellos empujones y como podían les daban a los policías, y entonces el teniente, viéndose arrinconado, les dijo a sus policías: “Disparen”, y ellos no hicieron más que apretar tantico la uña con el dedo... Yo los vi caer desde la cárcel con este par de ojos pegados a los huecos de la madera, y las mujeres corrieron como pudieron y los niños también, y los policías avanzaban agachados y no dejaban de disparar, y caían más, muchos de los que corrían por la plaza y otros gritaban estirándose en el polvo sobre las hojas de ceiba, sobre las hojas de tamarindo y caracolí, y muchos decían: “Ay mi cabeza, ay me muero, ay mis hijos, ay mi barriga, ay mis bolas, ay mis zancas”, a mí me partía el alma ver allí toda esa gente, algunas mujeres criando, otras en estado interesante, y muchos niños, los pobres chicuelos sin haber vivido nada.

Pero no tenía fuerzas para moverme, no me daban las corvas, me estaba entumeciendo en la cárcel en cuclillas, y los policías ya estaban acabando con los que quedaban y buscaban a los que habían corrido, rompiendo puertas, disparando sobre los animales, los pobres animales que no tenían nada que ver... En ésas vi al cura, más rojo que de costumbre, repartiendo bendiciones entre los caídos, sudoroso él, sudoroso el cura, moviéndose entre los muertos, tocándolos con algo y rezando en voz baja, y luego lo vi levantarse y decirles algo a los policías y al teniente, y oí al teniente cuando lo mandó al diablo, es decir, le dijo algo que no entendí bien, pero que se parecía a “Usted cállese, padre, y lárguese a su iglesia”, y el cura se recogió las naguas y a largos pasos se volvió adonde lo había mandado el teniente...

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Los cuerpos llevaban varios días tirados en la plaza sobre el polvo y las hojas. Había cambiado la color de las manchas de sangre con el sol. Los cadáveres se habían hinchado, se pusieron pálidos y empezaron a oler. En eso, con la hediondez, llegaron los primeros gallinazos. Tuve que darme muchas mañas para verlos desde la cárcel. Eran unos pocos apenas que revoloteaban sobre el pueblo muy elevados. Pero al rato empezaron a amontonarse más, venían de un lado y de otro, de abajo, de arriba, de San Juan, de Picalá, y poco a poco fueron haciendo una nube negra que revoloteaba bajito, que ya casi se asentaba en los techos de San Bernardo de los Vientos... Y cayendo la tarde, ya cuando uno no sabe decir si es de día o de noche, a la hora mala, como dicen, fueron bajando despaciosamente, abriendo las alas, haciendo ese ruido feo con el pico como si escupieran, como si soltaran un gargajo, y dejando correr las patas por las tejas, por la paja y el murrapo... Ahí empezó a sentirse el olor, el olor a guala, ese olor fétido, olor a mortecino seco, olor pavoroso... Y me dije: “Ahora te acabaste de joder”. Y toda la noche fue ese volar, ese ir de un techo a otro, ese caer y caer de gallinazos. “Se vinieron todos los gallinazos de la tierra”, dije yo, que ya no aguantaba la hediondina. Y como no cabían en los árboles ni sobre los techos, se cogían a aletazos y a zancazos...

Y a la mañana, el rey, el más viejo y grande de los gallinazos, bajó del techo donde había pasado la noche solo, aquel gallinazo medio rucio ya de lo viejo, no del todo negro, con el pescuezo largo y colorado, muy colorado, como si lo acabara de sacar de un charco de sangre, bajó solo, digo, y anduvo entre los cuerpos, y se paró encima de las barrigas hinchadas y refregó el pico en los cabellos y en las caras, y cagó varias veces su mierda blanca, su mierda olorosísima a mortecino, y por último se paró sobre un cadáver en el centro de la plaza y hundió el pico con toda la fuerza de su pescuezo, afirmándose en la barriga hinchada con las zancas, y echando el cuerpo para atrás y desgarrando la carne fétida, haciendo ese ruido, ese ruido que hace la carne cuando se la están tragando los gallinazos, ese ruidito que le mete a uno que a la carne le duele, y uno no puede aguan -tarse viendo aquello porque también le duele y le dan ansias... Y cuando aquel gallinazote el rey, tragó un buen pedazo e hizo un hueco hondo en aquella barriga, se volvió y miró al cielo y entonces sí, como sobre aviso, los otros gualos volaron sobre los cuerpos, la nube negra cayó y el cuerpo era todo aleteos, tirones y picotazos... Me entró pavor de ver aquello y haciendo de tripas corazón, empujé la puerta de la cárcel que cayó despedazándose, y los gallinazos volaron asustados y me vieron desde los árboles y los techos atravesar la plaza trastabillando y coger el camino del río... Entonces ellos cayeron de vuelta sobre los cadáveres y ya no los iban a molestar porque nadie vivía en San Bernardo de los Vientos, y los policías se habían largado hacía siglos...

Policarpo Varón