Quark_maque
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© Fernando Sorrentino, 2011© etgar Keret, 2011Paseo de Heriz, 9520008 donostia-San Sebastiá[email protected]
Maquetación: iñigo Viñas Fernándezimpresión: Ceinpro, S.a.
Para elixabet
el espíritu de emulación
existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza
Una cruzada psicológica
el truco del sombrero
el gordito
romper el cerdito
el espíritude
emulaciónFernando Sorrentino
8
es bastante intenso el espíritu de emula-
ción que existe entre los habitantes del
edificio de la calle Paraguay en que vivo.
es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se
limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o
loros. el más exótico de ellos nunca fue más allá de
las ardillitas o de una tortuga. Yo mismo tenía un
hermoso perro de policía, que era un poco más
chico que el departamento y se llamaba Josecito.
Pero, además de Josecito –y esto se ignoraba–,
vivía con mi mujer y conmigo una bella araña de
la especie Lycosa pampeana.
Una mañana, a las nueve, cuando le estaba
dando de comer a mi mascota, el vecino del 7º C
–a quien ni siquiera había visto nunca– vino, no sé
por qué confusa razón, a pedirme el diario por un
instante. después, sin atinar a irse, se quedó un
buen rato con el periódico en la mano. Contem-
plaba fascinado a gertrudis, y en su mirada había
algo que me hizo estremecer: era el espíritu de
emulación.
al día siguiente me llamó para mostrarme el escor-
pión que acababa de comprar. en el pasillo, la mu-
cama de los del 7º d sorprendió nuestro diálogo
sobre la vida, los hábitos y la alimentación de ara-
ñas, alacranes y garrapatas. esa misma tarde sus
patrones adquirieron un cangrejo.
Luego, durante una semana, no hubo novedad al-
guna. Hasta una noche en que coincidí en el as-
censor con una de las vecinas del tercer piso: una
joven lánguida, rubia y de mirada perdida. Lle-
vaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relám-
pago estaba parcialmente fallado: por una de las
roturas se asomaba cada tanto la cabecita de un
lagarto overo.
al mediodía siguiente, cuando regresaba del al-
macén, por poco no se me caen las bolsas de la
mano al toparme a boca de jarro con el oso hor-
miguero que bajaban de un camión con destino
a la portería. Uno de los tantos mirones que se ha-
bían congregado murmuró —en voz lo suficiente-
mente alta para ser oída— que un oso hormiguero
no era, en realidad, un verdadero oso. La mujer del
abogado tuvo un sobresalto y corrió, trémula, a re-
fugiarse en su departamento: sólo la vi reaparecer
unos días más tarde cuando, con desdén y con la
faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros
que acababan de traerle el oso pardo americano.
9
una cruzada psicológica
La situación ya se me hacía insostenible. Los veci-
nos me negaron el saludo, el carnicero ya no me
quiso fiar, todos los días recibía anónimos insultan-
tes. al fin, cuando mi mujer me amenazó con la se-
paración, comprendí que no podría sobrellevar un
solo día más una insignificante Lycosa pampeana.
desarrollé entonces una actividad sin precedentes.
Pedí dinero prestado a varios amigos, hice econo-
mías indescriptibles, dejé de fumar... así pude com-
prar el leopardo más maravilloso que pueda
concebirse. de inmediato, el del 7º C, que no me
perdía pisada, pretendió abrumarme con un ja-
guar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió.
Lo que más me lastima es tratar con gente que ca-
rece de sensibilidad estética, gente que no per-
cibe la cualidad, gente meramente cuantitativa.
no hubo un solo vecino que se inclinase ante la su-
perior belleza de mi leopardo; el mayor tamaño
del jaguar les había cegado el entendimiento. en-
seguida, todos los vecinos, azuzados por el aire jac-
tancioso del propietario del jaguar, se dieron a la
tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer
que mi humilde leopardo ya no me proporcionaba
el status de otrora.
ante sigilosas conversaciones que mi mujer soste-
nía por teléfono con un caballero anónimo, advertí
que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordi-
miento, vendí los muebles, la heladera, el lavarro-
pas, la enceradora. Hasta vendí el televisor. Vendí,
en fin, todo lo que se podía vender y compré una
descomunal boa anaconda.
es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui
el héroe del edificio.
Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó
toda mesura, echó por tierra las convenciones más
respetables. en todos los departamentos fueron
multiplicándose leones, tigres, gorilas, cocodrilos...
algunos hasta tenían panteras negras, esas pante-
ras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La
casa entera resonaba en rugidos, aullidos, parlo-
teos. Pasábamos las noches en vela, resultaba im-
posible dormir. Los olores entreverados de felinos,
cuadrumanos, reptiles y rumiantes tornaban irres-
pirable la atmósfera. grandes camiones traían to-
neladas de carne, de pescado, de vegetales. La
vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un
poco peligrosa.
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Fue una experiencia inquietante la que tuve
cuando volví, después de tanto tiempo, a compar-
tir el ascensor con la joven y lánguida vecina del
tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Ben-
gala a dar una vuelta a la manzana para hacer
pis. recordé el lagarto que había asomado la ca-
becita por la abertura del cierre relámpago. Me
enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos pri-
meros, difíciles y quijotescos tiempos de los escor-
piones y de los cangrejos!
Finalmente llegó un momento en que no se pudo
confiar en nadie. el portero, ante la tensa mirada
de varios copropietarios, lavó en la vereda con
agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y
luego –como si allí no hubiera pasado nada– lo
hizo penetrar en su departamento. esto era más de
lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º
a: unas horas más tarde subió triunfalmente las es-
caleras llevando de la brida a su hipopótamo.
el edificio se halla ahora inundado y semidestruido.
Me encuentro redactando este informe en la azo-
tea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me
sobresaltan los plañideros barritos del elefante que
vive con los del 7º a. escribo con el reloj a la vista,
pues, a intervalos de ocho minutos, debo guare-
cerme entre las ruinas de la escalera para que no
estropee estas páginas el chorro de vapor que
lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta
inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante
mirada de la jirafa del 7º d, que, asomando la ca-
beza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo
de pedirme galletitas.
existe un hombreque tiene la constumbre
de pegarme con un paraguas en la cabezaFernando Sorrentino
existe un hombre que tiene la costumbre
de pegarme con un paraguas en la ca-
beza. Justamente hoy se cumplen cinco
años desde el día en que empezó a pegarme con
el paraguas en la cabeza. en los primeros tiempos
no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
no sé cómo se llama. Sé que es un hombre común,
de traje gris, levemente canoso, con un rostro
vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana
calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra
de un árbol, sentado pacíficamente en un banco
del bosque de Palermo. de pronto, sentí que algo
me tocaba la cabeza. era este mismo hombre
que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa
mecánicamente e indiferentemente pegándome
paraguazos.
en aquella oportunidad me di vuelta lleno de indig-
nación (me da mucha rabia que me molesten
cuando leo el diario): él siguió tranquilamente apli-
cándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni si-
quiera pareció oírme. entonces lo amenacé con
llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno,
continuó con su tarea. después de unos instantes
de indecisión y viendo que no desistía de su acti-
tud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en
el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese
al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan
fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue que-
jido, cayó al suelo. en seguida, y haciendo al pa-
recer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió
silenciosamente a pegarme con el paraguas en la
cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento,
no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí
remordimientos por haberle pegado de esa ma-
nera. Porque, en realidad, el hombre no me pe-
gaba lo que se llama paraguazos; más bien me
aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros.
Claro está que esos golpes son infinitamente mo-
lestos. todos sabemos que, cuando una mosca se
nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno:
sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era
una gigantesca mosca que, a intervalos regulares,
se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. o, si se
quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
de manera que yo no podía soportar ese murcié-
lago. Convencido de que me hallaba ante un
loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en
silencio, sin dejar de pegarme. entonces empecé
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a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas per-
sonas tan veloces como yo). Él salió en persecu-
ción mía, tratando infructuosamente de asestarme
algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jade-
aba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía
obligándolo a correr así, mi torturador caería
muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo
miré. en su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo
me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé
en presentarme en la comisaría, decir: «Señor ofi-
cial, este hombre me está pegando con un para-
guas en la cabeza». Sería un caso sin precedentes.
el oficial me miraría con suspicacia, me pediría do-
cumentos, comenzaría a formularme preguntas
embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. tomé el colectivo
67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí.
Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de piel,
a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del
pasamanos; con la derecha blandía implacable-
mente el paraguas. Los pasajeros empezaron por
cambiar tímidas sonrisas. el conductor se puso a
observarnos por el espejo. Poco a poco fue ga-
nando al pasaje una gran carcajada, una carca-
jada estruendosa, interminable. Yo, de la ver-
güenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor,
más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé –bajamos– en el puente del Pacífico. Íbamos
por la avenida Santa Fe. todos se daban vuelta es-
túpidamente para mirarnos. Pensé en decirles:
«¿Qué miran, imbéciles? ¿nunca vieron a un hom-
bre que le pegue a otro con un paraguas en la ca-
beza?». Pero también pensé que nunca habrían
visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos em-
pezaron a seguir, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle
precipitadamente la puerta en las narices. no
pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el pi-
caporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
desde entonces, continúa golpeándome con el
paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás dur-
mió ni comió nada. Simplemente se limita a pe-
garme. Me acompaña en todos mis actos, aun en
los más íntimos. recuerdo que, al principio, los gol-
pes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo
que, sin ellos, me sería imposible dormir.
existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas
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Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido
buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los
tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue
inútil: calladamente seguía golpeándome con el
paraguas en la cabeza. en muchas ocasiones le
he propinado puñetazos, patadas y –dios me per-
done– hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes
mansamente, los aceptaba como una parte más
de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alu-
cinante de su personalidad: esa suerte de tranquila
convicción en su trabajo, esa carencia de odio.
esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una
misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que,
cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé
que es mortal. Sé también que un tiro me libraría
de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos
muertos, no seguirá golpeándome con el para-
guas en la cabeza. tampoco sé si el tiro debe ma-
tarlo a él o matarme a mí. de todos modos, este
razonamiento es inútil: reconozco que no me atre-
vería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que
no podría vivir sin sus golpes. ahora, cada vez con
mayor frecuencia, tengo un presentimiento horri-
ble. Una profunda angustia me corroe el pecho: la
angustia de pensar que, acaso cuando más lo ne-
cesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos
suaves paraguazos que me hacían dormir tan pro-
fundamente.
14
una cruzadapsicológica
Fernando Sorrentino
Para conocer facetas ignoradas del
hombre, un buen sistema consiste en
colocar al examinando frente a situa-
ciones inéditas y observar sus reacciones. Quiero
decir: si yo llamo por teléfono y del otro lado de la
línea me llega una voz que dice «Hola», esta expe-
riencia carece de todo valor científico e informa-
tivo, pues el sujeto no ha hecho más que
reaccionar de una manera rutinaria ante una situa-
ción igualmente rutinaria. de modo que no me
sirve para averiguar aspectos ocultos de su perso-
nalidad.
¿Cómo saber, por ejemplo, si tal comerciante –
todo amabilidad y sonrisas en el momento de mis
compras– no sería capaz de estrangularme por
una cuestión de moneditas? Lo mejor será, en-
tonces, provocar las reacciones imprevisibles
del hombre: éstas nos pueden enseñar mu-
chas cosas.
Yo propongo unos pocos ejemplos.
1. Pago el exiguo importe de medio kilo de pan
con el billete de mayor valor que haya en circula-
ción, y me niego de plano a recibir el vuelto. ob-
servo con atención la codicia del panadero,
dispuesto a sacar ventaja de mi presunta demen-
cia. Me retiro. Cinco minutos después vuelvo a pre-
sentarme en el comercio, ahora acompañado por
un agente de policía, y acuso al panadero de no
haber querido entregarme el vuelto. estudio su ira
ante mi mala fe: su desilusión ante el hurto frus-
trado. temeroso, perplejo, balbucea incomprensi-
bles excusas ante la mirada suspicaz del policía,
quien, desde luego, descree que alguien se niegue
a recibir tan cuantioso vuelto. Me entrega humil-
demente el dinero faltante y yo declaro con mag-
nanimidad que prefiero dar por concluido el
desagradable episodio. el agente, un poco de-
fraudado, dice «Como usted guste». Contemplo
con fruición el inmenso alivio que gana el rostro del
panadero...*
2. invito a cenar en casa a un amigo mío. Cuando
se presenta, le impido la entrada, con la acusación
de haberme quitado –doce o catorce años atrás–
una novia de la que yo, por supuesto, estaba per-
didamente enamorado. observo su asombro (sólo
hace unos pocos meses que nos conocemos), sus
dudas (¿acaso yo no sería aquel que...?), su escar-
nio, su cólera...
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3. Subo al colectivo, digo «a tal parte». Cuando el
chofer –que sólo tiene ojos para el tránsito– abre la
mano para recibir el dinero, deposito entre sus
dedos una torre de ajedrez y un ramito de perejil.
La pregunta es: ¿cómo interpretará el colectivero
–persona de nervios habitualmente inestables–
esta enigmática ofrenda?
4. Viajo a Mar del Plata, me hospedo en uno de los
más lujosos hoteles. apenas me dejan solo, saco la
cama al pasillo y duermo allí una siesta repara-
dora, especialmente merecida después de tan
cansador viaje.
5. entro, ganzúa mediante, en una casa cual-
quiera, cuando sus dueños se hallan ausentes. Los
espero: plácidamente sentado, fumando, be-
biendo whisky, mirando televisión. Llegan los sujetos
y entonces los increpo con dureza, los amenazo
con el puño, les digo «Señores, ¿cómo han osado
ustedes entrar en mi casa?», desatiendo sus expli-
caciones, o las atiendo (es lo mismo), les exijo me
muestren el título de propiedad de la casa, no les
permito abrir el cajón donde ridículamente afirman
que el título se encuentra, ya que tal cajón es parte
inalienable de tal mueble, que, a su vez, es parte
inalienable de mi casa y, en consecuencia, mal
podría contener el título de propiedad de una
casa de personas desconocidas, sospechosas y
acaso delincuentes y miembros conspicuos del
hampa, etcétera, etcétera.
6. Conozco a una muchacha remilgada, más bien
tonta y supongamos que bastante bonita. La invito
a salir, le declaro mi amor, me convierto en su novio
y llega la fecha de nuestro compromiso, cuya
fiesta tiene lugar en su casa. Hay un brindis. Hay
otro brindis. Sobreviene, por fin, el esperado mo-
mento en que el novio –muchacho modosito, si lo
hay– ofrecerá a su prometida el hermoso regalo
sorpresa de que tanto se ha venido hablando. Con
una sonrisa de amor y de felicidad le entrego un
paquete de dimensiones considerables. La novia
tantea su peso, que le parece grande. La curiosi-
dad más viva se apodera de los presentes. todos
hacen ronda y las mujeres se apretujan en torno
de la novia dichosa. Vuela el elegante papel de
envolver, vuela el moño con que está adornado.
Surge ahora una fina caja forrada en gamuza
negra. «¡Una joya valiosa!», piensa mi novia, y ese
destello de codicia que advierto en sus ojos me jus-
una cruzada phicológica
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tifica por anticipado. Sus dedos se precipitan a ac-
cionar el cierre automático. La tapa se alza con un
brusco pero afelpado sonido, y, entre los ebúrneos
brazos de mi novia, se desliza sinuosamente, en
busca de su libertad, una bella, multicolor, alegre,
venenosísima víbora de coral.
7. espero que el gerente de la empresa donde tra-
bajo se halle en su alfombrado e impresionante
despacho conversando con un nuevo cliente,
quien está a punto de concertar una compra por
cifras siderales. golpeo tímidamente con los nudi-
llos en la puerta; oigo «adelante»; entro con paso
discreto y pudoroso; digo, con una sonrisita reca-
tada, «Permiso, señor»; me dirijo al imponente ar-
mario, lo abro y orino torrencialmente sobre
carpetas, libros, útiles, contratos, documentos y pa-
peles que se juzgan importantes o no.
Claro que hay también algunas variantes más sen-
cillas, que lego a quienes aún carezcan de la sufi-
ciente práctica y quieran iniciarse en esta cruzada
psicológica. He aquí unas cuantas:
decirles piropos apasionados y aun eróticos a
miembros del ejército de Salvación, sin distinción
de edad ni de sexo. ocupar la balanza de la far-
macia y quedarse todo el día allí, sin consentir que
nadie se pese. Comprar doscientos gramos de sa-
lame, cortado bien pero bien finito; abrir el pa-
quete y, con las rodajas hermosamente rojas,
dibujar un corazón y escribir te aMo en el mostra-
dor de la fiambrería. Viajar, en el colectivo, sen-
tado del lado del pasillo; esperar que el vecino, o
la vecina, que necesita descender, diga «¿Me per-
mite?»; contestarle, rotundamente, «no», y, en
efecto, no permitirle pasar.
La cruzada psicológica causa ciertos desvelos
(como toda cruzada), exige duros sacrificios
(como toda cruzada), implica verse envuelto en
serias dificultades (como toda cruzada). Pero,
¿qué significan estos inconvenientes, comparados
con la deleitosa observación de las reacciones
que la cruzada psicológica suscita?
esto, al menos, es lo que yo imagino, pues –lo con-
fieso– no soy más que un mero teorizador y es pro-
bable que nunca ponga en práctica mis ideas.
Pero ustedes pueden –y deben– hacerlo.
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el trucodel
sombreroEtgar Keret
al final de la función saco un conejo
del sombrero. Siempre lo dejo para el
final, porque a los niños les encantan
los animales. a mí, por lo menos, me encantaban
cuando era pequeño. así se puede poner fin a la
representación en su momento cumbre, que es
cuando paseo al conejo por entre los niños y estos
pueden acariciarlo y darle de comer. antes, las
cosas, realmente eran así; hoy en día a los niños les
impresiona menos pero de todos modos dejo lo del
conejo para el final. ese es el truco que, por
mucho, más me gusta, es decir, el que más me gus-
taba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el pú-
blico, la mano entra en el sombrero y tantea en sus
profundidades hasta que encuentra las orejas de
Kasam, mi conejo. Y entonces:
—¡alabím alabám, Kasam va!— Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí.
Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómi-
cas dentro del sombrero me siento como un mago.
Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay
un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo
como si se tratara de verdadera magia.
también aquel sábado en L. deje el truco del som-
brero para el último. Los niños del cumpleaños se
mostraban especialmente apáticos. algunos de
ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando
una película de Schwarzenegger en la televisión
por cable. el anfitrión de la fiesta incluso se encon-
traba en otra habitación jugando ante la pantalla
un juego nuevo que le habían regalado. Mi pú-
blico se reducía a unos cuantos niños. era un día
especialmente caluroso y yo, empapado como es-
taba bajo el traje, lo único que deseaba era termi-
nar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres
números de malabarismo con cuerdas y pasé di-
rectamente a lo del sombrero. La mano desapa-
reció en sus profundidades y clavé los ojos en los
de una niña gorda y con lentes. el agradable con-
tacto de las orejas de Kasam volvió a sorpren-
derme como siempre:
—¡alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despecho del padre, y me
largo con un cheque de trescientos shekels. tiré de
Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente,
más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación
de humedad en la muñeca y la niña gorda de los
lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sos-
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tenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y
sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin
ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima
sangre. La gorda seguía gritando. Los niños senta-
dos de espaldas a mí que miraban la tele se dieron
vuelta y se pusieron a aplaudir. de la otra habita-
ción vino el niño del videojuego. al ver la cabeza
decapitada dio un silbido de entusiasmo. noté
cómo la comida del mediodía me subía a la gar-
ganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vomito
desapareció. Los niños me rodearon enloquecido
de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar
el sueño. revisé todo el equipo cientos de veces.
no conseguía encontrarle explicación alguna a lo
que había sucedido. tampoco pude encontrar el
cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a
la tienda de magia. tampoco ahí supieron expli-
cárselo. Compré un conejo. el dependiente intentó
convencerme de que me llevara una tortuga.
—Lo de los conejos está pasado de moda —me
dijo—, ahora lo que se usa son las tortugas. dígales
que es una tortuga ninja y se caerán de la silla.
a pesar de todo me quedé con el conejo. a él
también le puse Kasam. en casa me esperaban
cinco mensajes en el contestador automático.
todos eran ofertas de trabajo. todas de niños que
habían visto la función. en uno de ellos el niño in-
cluso me proponía que le dejará luego en su casa
la cabeza decapitada tal y como lo había hecho
en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de
que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que representarla el
miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño
de ramat, aviv guimel. estuve muy nervioso du-
rante toda la función. en absoluto concentrado. el
truco de las reinas me salió mal. no hacía más que
pensar en el sombrero. Finalmente llegó el mo-
mento:
—¡alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del
sombrero. no conseguía encontrar las orejas, pero
el cuerpo tenía exactamente el peso que debía.
estaba pelón, pero con el peso correcto. Y enton-
ces volvió a producirse el griterío. gritos mezclados
con aplausos. no era un conejo lo que tenía en la
mano, sino un bebé muerto.
el truco del sombrero
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un
tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con
pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imagi-
nándome las terribles cosas que voy a sacar y que
me están esperando dentro. ayer soñé que metía
la mano y que la mandíbula de un monstruo me la
atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera
el valor de introducir la mano en ese lugar tan te-
nebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los
ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la
verdad es que no me importa. no gano dinero, me
parece bien. a veces todavía me pongo el traje
así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto
de la mesa del sombrero, y me basta. aparte de
eso no toco la magia y, por lo demás, no hago
nada de nada. Me limito a quedarme tendido en
la cama pensando en la cabeza del conejo y en
el cadáver del bebé. Como si fueran una especie
de pistas para un acertijo, como si alguien inten-
tara decirme algo, quizá que no corren buenos
tiempos para los conejos ni tampoco para los
bebés. Que no corren tiempos nada buenos para
los magos.
22
el gordito
Etgar Keret
¿Sorprendido? Pues claro que estaba
sorprendido. Sales con una chica. Una
primera cita, una segunda cita, un res-
taurante por aquí, una película por allá, siempre en
sesiones matinales, exclusivamente. empiezan a
acostarse, el sexo es espectacular y después llega
también el sentimiento. Cuando de pronto, un
buen día, viene a ti llorando, tú la abrazas y le dices
que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te
contesta que ya no puede más, que tiene un se-
creto, pero no un secreto cualquiera, que se trata
de algo tenebroso, de una maldición, un asunto
que ha querido revelarte todo este tiempo pero no
ha tenido valor para hacerlo. Porque se trata de
algo que la oprime constantemente como si de un
par de toneladas de ladrillos se tratara. algo que
te tiene que contar, porque tiene que hacerlo,
aunque también sabe que desde el momento en
que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al mo-
mento vuelve a ponerse llorar.
—no te voy a dejar—le dices—, yo no, yo te quiero.
Puede que parezca que estés algo emocionado,
pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llo-
rando, no por el secreto en sí. La experiencia te ha
enseñado que esos secretos que repetidamente
llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría
de las veces algo de la importancia de haberse
echado un palo con un animal, con un familiar o
con alguien que les dio dinero a cambio.
—Soy una puta —acaban diciendo siempre.
—no, que no —insistes tú abrazándolas, o—
Shshshsh —si siguen llorando.
—de verdad que es algo muy gordo —insiste ella,
como si hubiera descubierto esa despreocupación
tuya que tanto has intentado ocultar.
—Puede que dentro de ti suene espantoso —le
dices—, pero es por la acústica. Ya verás cómo, en
cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho
menos grave.
ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice:
—¿Si te dijera que por las noches me convierto en
un hombre peludo y enano, sin cuello y con un ani-
llo de oro en el meñique, entonces también segui-
rías queriéndome? Y tú le dices que por supuesto,
porque qué vas a decirle, ¿que no? Lo único que
está intentando es ponerte a prueba para ver si la
quieres incondicionalmente, y tú siempre has es-
24
tado soberbio ante cualquier prueba. además, la
verdad es que en cuanto se lo dices ella se derrite
y ya están cogiendo, así, en el salón. después se
quedan abrazados y ella llora, porque se siente ali-
viada, y tú también lloras, sin saber por qué.
Pero a diferencia de otras veces ella no se marcha.
Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas des-
pierto en la cama, mirando su hermoso cuerpo, el
sol que se está poniendo ahí afuera, la luna, que
aparece de repente como de la nada, la luz pla-
teada que le toca el cuerpo acariciándole el vello
de la espalda. Y en menos de cinco minutos te en-
cuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a
un hombre bajito y regordete. el hombre en cues-
tión se levanta, te sonríe y se viste algo turbado.
Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. ahora
ya está en el salón, pulsando con sus rollizos dedos
los botones del control de la tele, dispuesto a ver
los deportes. Futbol, un partido de la Liga de Cam-
peones. Cuando fallan el tiro maldice y con los
goles se levanta y hace la ola. después del partido
te dice que tiene la garganta seca y el estómago
vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser
posible de pollo aunque también podrían ser de
res. así que te subes con él en el coche y lo llevas
a un restaurante cercano que conoce. La nueva
situación te tiene preocupado, muy preocupado,
pero no sabes muy bien qué hacer porque la cen-
tral neuronal de la decisión está paralizada. La
mano cambia las marchas mientras bajas hacia
ayalon, como la de un robot, y él, en el asiento de
al lado, tamborilea en el tablero con el anillo de
oro que lleva en el meñique; cuando en el semá-
foro que hay junto al cruce de Beit dagon baja la
ventanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a
una soldado que está haciendo autoestop:
—Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una
cabra?
después, en azor, te pones a comer carne con él
hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bo-
cado y reírse como un niño. Y todo el rato te dices
a ti mismo que no es más que un sueño, un sueño
extraño, es verdad, pero de esos de los que ense-
guida te vas a despertar.
a la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar,
pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito.
así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi
las tres de la mañana.
el gordito
25
—Me voy a dormir —le comunicas, y él te dice
adiós con la mano desde el puf y sigue con la mi-
rada clavada en el canal de la moda.
Por la mañana te despiertas cansado, con un
poco de dolor de estómago y la encuentras en el
salón, todavía dormitando. Pero en cuanto has ter-
minado de bañarte se levanta, te abraza con
cierto aire de culpabilidad y tú te sientes dema-
siado confuso como para decirle nada. el tiempo
pasa y siguen juntos.
el sexo no hace más que mejorar día con día, ella
ya no es tan joven, ni tú tampoco, así que un buen
día te encuentras hablando de tener un hijo. Por la
noche tu gordito y tú se la pasan en grande
cuando salen, como nunca te la habías pasado
en la vida. te lleva a restaurantes y a bares de los
que antes no te sonaba ni el nombre, bailan juntos
encima de las mesas y rompen platos y más platos
como si el mañana no existiera. el gordito es un
poco grosero, sobre todo con las mujeres. a veces
tú no sabes dónde esconderte por las majaderías
que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que
está muy bien estar con él.
Cuando se conocieron, a ti el futbol no te intere-
saba demasiado, mientras que ahora ya conoces
a todos los equipos y cada vez que el equipo del
que son hinchas gana te sientes como si hubieras
pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un
sentimiento tan poco frecuente, especialmente en
alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo
que quieres. Y así, todas las noches, te duermes
con él cansado viendo los partidos de la liga ar-
gentina y por la mañana vuelves a despertarte al
lado de una mujer guapa y comprensiva a la que
también amas a rabiar.
26
romper el cerdito
Etgar Keret
Mi padre no accedió a comprarme
un muñeco de Bart Simpson. Y eso
que mi madre sí quería, pero mi
padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
—¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh?
—le dijo a mi madre—. no tiene más que abrir la
boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por
el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que
soy pequeño, ¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a
los que les compran sin más muñecos de Bart Simp-
son se convierten en mayores en unos maleantes
que roban en las tiendas porque se han acostum-
brado a conseguir todo lo que se les antoja de la
forma más fácil. así es que en vez de un muñeco
de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de
cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí
que me voy a criar siendo una persona de bien,
ahora ya no me voy a convertir en un maleante.
Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las
mañanas, es tomarme una taza de cacao, aun-
que lo odio. el cacao con nata es un shekel; sin
nata, medio shekel, pero si después de tomármelo
voy directamente a vomitar, entonces no me dan
nada. Las monedas se las voy echando al cerdito
por el lomo, de manera que si lo sacudo hace
ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas
que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me re-
galarán un muñeco de Bart Simpson en patineta.
Porque como dice mi padre, eso sí que es educar.
el caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el ho-
cico frío cuando uno se lo toca y, además, sonríe
al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que
cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo
mejor es que también sonríe cuando no se le echa
nada. además le he buscado un nombre, le he
puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro
buzón antes que nosotros, un buzón del que mi
padre no consiguió arrancar la etiqueta. Pesajson
no es como mis otros juguetes, es mucho más tran-
quilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le derra-
men su líquido por la cara. Lo único que hay que
hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la
mesa.
—¡Pesajson, cuidado que eres de cerámica! —le
digo cuando me doy cuenta de que se ha aga-
chado un poco y mira al suelo, y entonces él me
sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje.
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Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me
tomo el cacao con la nata todas las mañanas,
para poderle echar el shekel por el lomo y ver que
su sonrisa no cambia ni una pizca.
—te quiero, Pesajson —le digo después—, y para
ser sincero te diré que te quiero más que a papá y
a mamá. además siempre te querré, pase lo que
pase, aunque atraque tiendas. ¡Pero si llegas a sal-
tar de la mesa, pobre de ti!
ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a
sacudirlo salvajemente boca abajo.
—Cuidado, papá —le dije—, a Pesajson le va a
doler la panza –pero mi padre siguió como si nada.
—no hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso,
Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson
en patineta.
—¡Qué bien, papá! —le dije—. Un Bart Simpson en
patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque
haces que se sienta mal.
Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi
madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola
con una mano y agarrando un martillo con la otra.
—¿Ves cómo yo tenía razón? —le dijo a mi
madre—, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí,
Yoavi?
—Pues claro —le respondí —le respondí, porque la
verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi
padre se impacientó y me espetó:
—¡Venga, rompe el cerdito de una vez!
—¿Qué –exclamé yo—. ¿romper a Pesajson?
—Sí, sí, a Pesajson —insistió mi padre—. anda,
venga, rómpelo. te mereces ese Bart Simpson, te
lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un
cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su
fin. al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a
darle un martillazo en la cabeza a un amigo?
—no quiero un Simpson —dije, y le devolví el mar-
tillo a mi padre—, me basta con Pesajson.
—no lo has entendido —me aclaró entonces mi
padre—, no pasa nada, así es como se aprende,
ven, lo voy a romper yo. alzó el martillo mientras yo
miraba los ojos desesperados de mi madre y luego
la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe
que todo dependía de mí, que si no hacía algo,
Pesajson iba a morir.
romper el cerdito
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—Papá —le dije sujetándolo de la pernera.
—¿Qué pasa, Yoavi? —me respondió con el marti-
llo todavía en alto.
—Quiero un shekel más, por favor —le supliqué—,
deja que le eche otro shekel, mañana, después del
cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo pro-
meto.
—¿otro shekel? —sonrió mi padre, dejando el mar-
tillo sobre la mesa—. ¿Ves, mujer?, he conseguido
que el niño tome conciencia.
—eso, sí, conciencia —le dije—, mañana—. Y eso
que las lágrimas ya me ahogaban la garganta.
Cuando ellos ya habían salido de la habitación
abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda
suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino
que muy calladito temblaba entre mis brazos.
—no te preocupes —le susurré al oído—, te voy a
salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre
terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dor-
mir. entonces me levanté sin hacer ruido y me es-
cabullí con Pesajson por la galería. Caminamos
juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad,
hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
—a los cerdos les encantan los campos —le dije a
Pesajson mientras lo dejaba en el suelo—, especial-
mente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien
aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesaj-
son no dijo nada, y cuando le rocé el morro como
gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su me-
lancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a
verme.
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