Rasmus y el vagabundo

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Rasmus y el vagabundo ASTRID L INDGREN Ilustrado por PABLO AULADELL

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Fuera de colección

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Rasmusy el vagabundo

ASTRID LINDGREN

Ilustrado por PABLO AULADELL

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Título original en sueco: Rasmus på luffen, 1956

© de la edición original: Rabén & Sjögren Bokförlag AB, Estocolmo, Suecia© del texto: Saltkråkan AB / Astrid Lindgren, 1956© de las ilustraciones: Pablo Auladell, 2011© de la traducción: Ingbritt Wallis y Pedro Ángel Almeida, 2011© de esta edición: Kalandraka Ediciones Andalucía, 2011Avión Cuatro Vientos, 7. 41013 SevillaTelefax: 954 095 [email protected]

Impreso en Gráficas Anduriña, PoioPrimera edición: noviembre, 2011ISBN: 978-84-92608-44-7DL: SE 6919-2011

Reservados todos los derechosTodos los derechos de traducción del texto pertenecen a Saltkråkan AB, SE-181 10 Lidingö, Suecia, email: [email protected], www.astridlindgren.net

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Rasmusy el vagabundo

ASTRID LINDGREN

Ilustraciones de

PABLO AULADELL

Traducción de Ingbritt Wallis y Pedro Ángel Almeida

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J Capítulo primero I

Rasmus estaba en lo alto del tilo, sentado en su rama favorita,

pensando en todo lo que no debiera existir en el mundo. ¡Lo primero, las patatas!

Aunque hay que reconocer que, bien guisadas y con una buena salsa, no están mal para

cenar los domingos. Lo malo es que crecen por todas partes, por lo cual hay que escardar

las plantas y cubrirlas con tierra ¡Una auténtica bendición de Dios! En ese momento,

precisamente entonces, es cuando no debieran existir.

También se podría prescindir de buena gana de la señorita Halcón, que es la que dice

«mañana iremos a arrancar las patatas», ¡como si ella fuese a participar en el trabajo! Pero

no, no es así: son ellos, Rasmus, Gunnar, y Peter el Grandote, junto con los otros chicos,

los que van a pasarse todo el largo y caluroso día de verano agachados como esclavos en

el campo de patatas. Y desde allí podrán ver cómo los chicos del pueblo pasan por

delante para ir a bañarse al arroyo. ¡Y ya puestos, esos orgullosos muchachos del pueblo

tampoco debieran existir!

Rasmus seguía pensando en más cosas con las que se podría acabar, cuando desde

abajo le interrumpió un grito apagado:

—¡Rasmus, escóndete, que viene la Halcón!

Desde la puerta de la leñera, Gunnar le hizo un gesto de advertencia con la cara.

Rasmus le vio y se apresuró a agazaparse en la rama. Y cuando, en un abrir y cerrar de

ojos, la señorita Halcón apareció en el quicio de la puerta de la leñera, ya no quedaba ni

rastro de Rasmus entre las verdes ramas del tilo. Fue una suerte, porque a la señorita

Halcón no le hacía ninguna gracia que los chicos estuviesen subidos a los árboles como

los pollos de pájaros, sobre todo habiendo trabajo importante que hacer.

—Recoge solamente la leña de abeto, Gunnar.

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Los ojos severos de la señorita Halcón examinaron la leña que Gunnar tenía

recogida en la cesta.

—Sí, señorita Halcón –dijo Gunnar, con el tono de voz que hay que poner para

contestar a la señorita Halcón. Ese tono especial que emplean los niños del orfanato

cuando hablan con la directora, y también con el cura cuando viene de inspección a

preguntarte si eres feliz dejando el jardín tan limpio, y también con los padres de los

chicos del pueblo que vienen a quejarse de que alguien ha dado una paliza a su pobre

hijito, solo por haberle gritado a uno «hospiciano» en el patio de la escuela. Hay que

poner mucho cuidado para que sea exactamente ese tono sumiso y resignado que esperan

escuchar la señorita Halcón, el cura y todo el mundo.

—¿Sabes dónde está Rasmus? –preguntó la señorita Halcón.

Rasmus, temblando de miedo, se apretó aún más contra la rama y rogó a Dios que la

señorita Halcón se fuese enseguida. Casi no le quedaban fuerzas para continuar agarrado

de esa manera, y bastaría con que le fallasen un poco los brazos para descolgarse de la

rama y que la directora se diese cuenta de que estaba allí. Sobre todo porque, con la camisa

a rayas azules y blancas del orfanato, se le podía distinguir desde muy lejos. La maestra

decía en la escuela que Dios ha dado a los pájaros sus colores para ayudarlos a camuflarse

entre los árboles, y por eso es difícil distinguirlos entre las ramas; pero a los niños del

orfanato Dios no les había dado nada parecido. Así que Rasmus le estaba rogando de

todo corazón que la señorita Halcón se largase de allí lo antes posible, antes de que él se

quedase sin fuerzas.

Hace unos días, la señorita Halcón le riñó, porque era el que más se ensuciaba de

todos los del orfanato. Ahora que se acordaba de ello, pensó que la próxima vez le

respondería: «Es que estoy intentando conseguir un color de camuflaje». Por supuesto,

eso no se lo iba a decir en voz alta. A la señorita Halcón esas cosas no se le dicen a la cara,

porque podría oírlas. Y con esa mirada tan dura que tiene… En ella todo es duro: su

boca, rígida y apretada, esa gran arruga que le sale a veces en la frente, entre las cejas, y,

según opina Gunnar, su nariz. Gunnar piensa que su nariz es muy severa; Rasmus, en

cambio, no está de acuerdo en eso: a él le parece una nariz muy bonita.

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Pero en ese momento, colgado de la rama y con los brazos entumecidos, no

encontraba nada bonito en ella. Y Gunnar, que, acobardado, llenaba el cesto de leña bajo

la fría mirada de la señorita Halcón, no se atrevía a alzar los ojos hasta su nariz, fuese

bella o no. Solo veía un trozo de su rígido mandil almidonado.

—¿Sabes dónde está Rasmus? –volvió a preguntar la señorita Halcón con

impaciencia, ya que todavía no había obtenido respuesta a la primera pregunta.

—Lo vi hace un rato cerca del gallinero –dijo Gunnar. Y era verdad: como media

hora antes, Gunnar y Rasmus estuvieron buscando entre las ortigas, por detrás del

gallinero, donde las estúpidas gallinas se escabullen a veces a poner huevos. Así que

Gunnar sí que había visto a Rasmus, ¡claro que lo había visto en los alrededores del

gallinero un poco antes! Pero le pareció que no era necesario decirle a la señorita Halcón

dónde se encontraba Rasmus en este momento.

—Si lo ves, dile que vaya a recoger una cesta de hojas de ortigas –dijo la señorita

Halcón, girándose sobre un tacón y volviendo por donde había venido.

—Sí, señorita –respondió Gunnar.

—¿Has oído lo que ha dicho? –dijo, cuando Rasmus se deslizó desde el tilo hasta el

suelo–. Tienes que recoger una cesta de ortigas.

«Esas tampoco deberían existir», pensó Rasmus. Durante todo el largo verano

debería deshojarlas para las gallinas, que todos los días tenían que recibir su ración de

papilla de ortigas hervidas.

—¿Esas estúpidas criaturas no podrían recoger ellas mismas las ortigas? ¡Están

creciendo en sus mismas narices, y son para ellas!

—No, eso ni pensarlo –dijo Gunnar–. ¡Por favor, siempre a su servicio!

Y le hizo una exagerada reverencia a una gallina que pasaba lentamente, cacareando.

Rasmus no estaba seguro de si se debería acabar con las gallinas o no, pero

finalmente decidió que sería mejor que las hubiera. Porque si no, se quedaría uno sin el

huevo de los domingos, y sin el huevo de los domingos, ¿cómo va a saber uno cuándo es

domingo? No, las gallinas sí que tenían derecho a existir, aunque por su culpa hubiese

que ir ahora mismo a recoger ortigas.

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No es que Rasmus fuese más perezoso que los demás niños de nueve años. Lo que

pasa es que, como es natural en un niño de su edad, odiaba todo lo que le impidiera

subirse a los árboles, bañarse en el arroyo o formar con los demás niños bandas de

ladrones para quedarse al acecho detrás del almacén cuando alguna de las niñas viene a

buscar patatas. Él pensaba que, en verano, estando de vacaciones, uno debía ocuparse

solamente de esas cosas. A la señorita Halcón no se le podía hacer entender eso, lo cual

también era bastante natural. El orfanato de Västerhaga era una institución municipal,

pero se mantenía en gran parte con la venta de huevos y hortalizas. Los niños eran mano

de obra necesaria y barata, y la señorita Halcón no les imponía obligaciones inhumanas,

aunque Rasmus por su parte considerase inhumano tener que estar un día entero

escardando patatas. Pero, puesto que a los trece años iba a tener que ganarse la vida él solo,

igual que todos los demás chicos huérfanos, era preciso que ya fuese aprendiendo a

trabajar. Eso lo comprendía bien la señorita Halcón; pero no comprendía igual de bien lo

necesario que era que los niños del orfanato también pudiesen jugar. Aunque la verdad es

que eso a ella no se le podía reprochar, porque ni siquiera de niña le gustó mucho jugar.

Rasmus, como un chico obediente, recogía ortigas detrás del gallinero. Pero de vez

en cuando se le escapaban unas cuantas verdades bien dichas.

—¡Holgazanas! ¡Casi no debierais existir! Aquí crecen ortigas como para volverse

loco, pero vosotras nada, ni caso de ellas. Y yo tengo que estar aquí como un negro

recogiendo montones de ortigas para vosotras.

Cuanto más lo pensaba, más se sentía como un esclavo negro, y eso era bastante

divertido. En la escuela, durante el semestre anterior, la maestra les había leído un libro

sobre los esclavos en América. No había nada mejor en el mundo que cuando la maestra

les leía libros, y aquel libro sobre los esclavos negros era lo mejor que Rasmus había

escuchado en su vida.

Recogía ortigas lamentándose por lo bajo. Porque ahora sentía el látigo del negrero

encima de su cabeza, y detrás del depósito de hielo había sabuesos listos para saltar sobre

él a morderle si no llenaba la cesta lo suficientemente rápido. Ahora estaba recogiendo

algodón, no ortigas. El enorme guante que llevaba para no ortigarse no era exactamente

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lo que cabe esperar de un esclavo negro bajo el sol abrasador de los Estados del Sur, pero

no podía prescindir de él.

Rasmus recogía y recogía. Pero también a los esclavos negros les pasan algunas veces

pequeñas cosas agradables. Junto al depósito de hielo crecían unas ortigas grandes.

Aunque Rasmus ya tenía la cesta llena, fue hasta allí y las cortó, solo para provocar a los

sabuesos. Entonces vio algo que brillaba entre las virutas, a la altura del depósito de

hielo. Estaba parcialmente cubierto de serrín y se parecía bastante a una moneda de

cinco oräs. El corazón le latía a toda prisa: no podía ser una moneda de cinco oräs; esas

cosas no pasaban. Pero se quitó el guante con mucho cuidado y extendió la mano hacia

aquello que estaba tirado entre las virutas.

¡Y resulta que sí era una moneda de cinco oräs! De repente, el campo de algodón

desapareció, los sabuesos se desvanecieron como el humo, y el pobre esclavo negro se

quedó allí completamente aturdido por tanta alegría.

Porque ¿qué no puede uno comprar con una moneda de cinco oras? Uno puede

conseguir una gran bolsa de caramelos, o cinco caramelos de nata, o una tableta de

chocolate. Lo podía comprar en la tienda, abajo, en la aldea. Allí había de todo. Podía ir

hasta allí corriendo durante el recreo de mediodía, quizás mañana mismo. Aunque

también podía no ir tan deprisa: tal vez fuese mejor guardar bien la moneda y pasarse por

delante de la tienda un día tras otro sabiendo que uno es rico y que puede comprar todo

lo que quiera.

Sí, claro que debe haber gallinas, y además debe haber ortigas, pues sin gallinas y sin

ortigas no pasarían estas cosas. Se arrepintió de haber hablado con tanta dureza a las

pobres gallinas hacía un rato. La verdad era que a ellas no parecía importarles mucho; allí

estaban dando vueltas al corral con su andar tambaleante; pero, incluso así, quería que

supiesen que él, en el fondo, no tenía nada contra ellas.

—Sí, sí, claro que debéis existir –dijo, y fue dando zancadas hasta la valla de alambre

que rodeaba el corral–. Voy a recoger ortigas para vosotras todos los días…

Fue entonces cuando sucedió otro milagro. Fue entonces cuando descubrió otro

tesoro. Dentro del corral, justo entre las patas de una gallina livornesa que cacareaba,

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había una concha. En medio de todo aquel estiércol había una preciosa concha blanca

con pequeñas manchas oscuras.

—¡Oh! –dijo Rasmus–, ¡oh!

Abrió rápido el portillo del corral y, sin hacer caso del cacareo asustado de las

gallinas que revoloteaban inquietas por todos lados, se lanzó a coger la concha.

En ese momento, su felicidad era tan grande que no podía soportarla él solo. Tenía

que ir a contárselo todo a Gunnar. El pobre Gunnar, que había estado con él junto al

corral hacía solo una hora ¡y no había encontrado ni una concha ni una moneda! Rasmus

se puso a reflexionar. ¿Sería posible que ni la concha ni la moneda estuvieran allí hace una

hora? ¿Sería posible que hubieran llegado allí por medio de algún encantamiento, justo

cuando Rasmus empezó a recoger ortigas? ¿Tal vez aquel fuera para él un día extraor-

dinario, un día en el que solo ocurrieran cosas maravillosas?

Lo mejor sería preguntarle a Gunnar qué pensaba de todo aquello.

Rasmus echó a correr, pero al acordarse de la cesta de ortigas se detuvo de repente.

Volvió hasta el depósito de hielo para recogerla y, con la cesta en una mano y la concha y

la moneda bien apretadas en la otra, se fue a toda prisa a buscar a Gunnar.

Lo encontró en el patio de recreo, donde solían juntarse los niños una vez terminado

el trabajo diario. Allí estaban todos reunidos, y se notaba desde lejos su agitación. Algo

debía de haber pasado mientras Rasmus estaba ausente.

Rasmus estaba ansioso por quedarse a solas con Gunnar y mostrarle sus tesoros.

Pero Gunnar tenía cosas más importantes en que pensar.

—Mañana no iremos a escardar patatas –dijo brevemente–. Van a venir a elegir a

un niño.

Ante semejante noticia, la moneda y la concha perdieron toda su importancia. Nada

era comparable con el hecho de que alguno del grupo fuera a tener una casa propia. En el

orfanato de Västerhaga no había un solo niño que no soñase con poder tener esa suerte.

Incluso los mayores, que muy pronto estarían listos para comenzar a valerse por sí solos,

confiaban sin ningún motivo en semejante milagro. Ni siquiera el más feo, el más huraño

o el más desagradable de ellos podía perder la esperanza de que un día apareciese alguien

que, por una secreta razón, quisiese llevárselo precisamente a él. No como criado, para

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tratarlo como a un perro, sino como su verdadero hijo. Tener unos padres propios era la

mayor felicidad que los niños del orfanato pudieran imaginar en la vida. No todos se

atrevían a confesar abiertamente su desesperado anhelo, claro. Pero a Rasmus, que tenía

solo nueve años, no se le ocurría aparentar indiferencia.

—Imagínate –dijo entusiasmado–, imagínate que me quisieran a mí. ¡Ay, ojalá me

elijan a mí!

—Bah, no te hagas ilusiones –dijo Gunnar–. Siempre se llevan a niñas con el pelo

rizado.

De repente, el alegre entusiasmo de Rasmus se apagó, y una profunda decepción

cubrió su rostro. Con ojos serios miró suplicante a Gunnar.

—Pero, a pesar de todo, ¿no crees que pudiera haber alguien a quien no le importara

llevarse a un chico con el pelo lacio?

—Siempre quieren niñas con pelo rizado. ¡Ya te lo he dicho!

El mismo Gunnar, que era un chico exageradamente feo, con la nariz chata y el pelo

áspero como el de una cabra, mantenía celosamente en secreto su esperanza de conseguir

un padre y una madre. Pero no quería que nadie le notase el menor interés por lo que

pudiera suceder el día siguiente.

Cuando Rasmus, un poco después, estaba echado en su estrecha cama al lado de la

de Gunnar, en el dormitorio de los chicos, se acordó de que todavía no le había contado

lo de la concha y la moneda. Se puso de codos sobre el borde de la cama y susurró:

—Oye, Gunnar, hoy me han pasado unas cosas increíbles.

—¿Qué cosas increíbles? –preguntó Gunnar.

—Me he encontrado una moneda de cinco oräs y además una concha muy, muy

bonita, ¡pero no se lo digas a nadie!

—¿Me las enseñas? –murmuró Gunnar, curioso–. Ven, vamos al lado de la ventana

para que pueda verlas.

Se levantaron a hurtadillas y, en mangas de camisa, se pusieron al lado de la ventana.

Y a la luz de la noche de verano Rasmus mostró sus tesoros, con cuidado, para que nadie

más que Gunnar los viese.

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—Qué suerte tienes –dijo Gunnar mientras acariciaba la lisa concha con el dedo

índice.

—Tengo suerte, sí. Y por eso creo que es posible que los que vengan mañana me

elijan a mí.

—Ya, lo tienes claro –dijo Gunnar.

En la cama de al lado de la puerta estaba Peter el Grandote, el mayor de todos los

chicos del orfanato y su jefe indiscutible. Se había incorporado sobre un codo y

escuchaba con atención.

—Id a acostaros –murmuró–. Viene la Halcón… La estoy oyendo acercarse por

la escalera.

Gunnar y Rasmus se lanzaron a sus camas, de forma que las camisas ondearon

alrededor de sus piernas desnudas. Y cuando entró la señorita Halcón, en la sala reinaba

un silencio absoluto.

La directora hizo la ronda nocturna. Fue de cama en cama comprobando que todo

estaba como debiera. Alguna rara vez sucedía que le hacía una caricia forzada, como de

mala gana, a un chico. A Rasmus no le gustaba la señorita Halcón. Pero cada noche

esperaba que le hiciese una caricia a él. No sabía por qué, simplemente deseaba que le

hiciese una caricia.

«Si hoy me hace una caricia –pensaba Rasmus echado en la cama–, eso querrá decir

que mañana también será un día extraordinario para mí. Querrá decir que los que vengan

me van a elegir a mí, aunque tenga el pelo lacio.»

La señorita Halcón estaba a los pies de la cama de Gunnar. Rasmus estaba tenso por

la emoción. Ahora vendría hacia la suya.

—Rasmus, no tires tanto de la manta al acostarte –dijo la señorita Halcón.

Luego siguió adelante, y un minuto más tarde cerró la puerta tras ella, lenta,

implacablemente. El dormitorio quedó en silencio y, un poco después, pudo oírse un

profundo suspiro que salía desde la cama de Rasmus.

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Esta edición de

Rasmus y el vagabundo

salió de imprenta en noviembre de 2011,

para celebrar los 104 años del nacimiento de Astrid Lindgren,

la mujer que nunca resistió la tentación de subir a los árboles.

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