REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES

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DISCURSOS PRONUNCIADOS EN LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS EN LA EECEPCION PÚBLICA SEÑOR RON SANTIAGO DIEGO MADRAZO en 1 8 de Diciembre de 1864. MADRID, 1864 IMPRENTA DE MANUEL GAI.IANO, Plaza de los Ministerios, 2.

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DISCURSOS

PRONUNCIADOS EN LA

REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES

Y POLÍTICAS

EN LA EECEPCION PÚBLICA

SEÑOR RON SANTIAGO DIEGO MADRAZO

en 1 8 de Diciembre de 1864.

MADRID, 1864

IMPRENTA DE MANUEL GAI.IANO, Plaza de los Ministerios, 2.

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DISCURSO

DEL SEÑOR DON SANTIAGO DIEGO MADRAZO.

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Señores:

Al considerar la gran distancia que me separa de vosotros, que ocupáis un lugar tan distinguido en la estimación pública, mi débil inteligencia se siente turbada, y mi corazón agradece profundamente la honra que me habéis dispensado al conceder¬ me un puesto en esta respetable Academia. Una distinción tan

superior á mis merecimientos me impone deberes que no sabré

cumplir provechosamente para vuestro instituto, pero sí con

celo, interés y perseverancia. Procuraré, no igualar, porque no lo consienten mis fuerzas,

pero sí imitar al ilustre académico á quien tengo el honor de suceder. El Excmo. Sr. D. Antonio Cabanilles ha dejado entre vosotros imperecederos recuerdos: al evocarlos en este solem¬ ne acto no sólo cumplo la obligación impuesta por la costum¬ bre, sino también la que todos tenemos de conservar la memo¬ ria de los que prestaron servicios importantes á la ciencia.

La Academia no olvidará nunca la flexibilidad y vigor inte¬ lectuales del hombre eminente, que sintiendo leve el peso de las

tareas del foro, que quebrantan los ánimos más esforzados, se

levaba sin violencia de la práctica á las regiones de la teoría. Espíritu analítico y sintético á la vez, aunque infatigable en la

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investigacion minuciosa de los hechos, era capaz de las más altas concepciones. Sábio y erudito, no consideraba la erudición como fin, sino como medio de llegar al conocimiento de la ver¬

dad. Sencillo en la exposición de los sucesos, desapasionado al juzgarlos y hábil para cautivar la atención sin fatigar la memo¬ ria, conquistó un puesto dignísimo entre nuestros historiadores contemporáneos.

La historia no es sólo una série de cuadros de la vida exter¬ na de los pueblos, sino también la revelación de su vida ínti¬ ma, de sus ideas, sentimientos y necesidades.

El historiador digno de este nombre no puede menos de ser filósofo, jurisconsulto y econonomista, y por eso el académico cuyo vacío intentaré llenar en vano, concurría tan dignamente

con vosotros al progreso de las ciencias morales y políticas. Dedicado desde los primeros años de mi juventud á la ense¬

ñanza de una de ellas, al penetrar en este recinto me siento lle¬

vado por irresistible impulso al exámen de las doctrinas que han sido objeto de mis estudios diarios. La Economía política

aunque tiene un objeto y fin propios, y no se confunde con nin¬ guna de las demás ciencias sociales, está unida á ellas por re¬ laciones numerosas, y pretender aislarla y que viva exclusiva¬ mente de sí misma, seria aspirar á que en el cuerpo humano

funcionara el corazón sin el cerebro ó el cerebro sin el corazón. La sociedad, aunque compuesta de elementos heterogéneos,

impelida por ideas diversas y agitada por pasiones enemigas,

es, sin embargo, un todo armónico , en que las divergencias y

las luchas se resuelven en una admirable unidad. Podrá estu¬ diarse bajo muchos puntos de vista; pero aunque distintos

como los lados de un prisma, no se opondrán á la ley de su ar¬ monía.

La ciencia de la sociedad es una, como su objeto: dentro de su último fin se comprenden otros fines parciales; mas léjos de contradecirse, las fuerzas que los realizan, concurren todas á

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nuestro perfeccionamiento. La ciencia social se divide en varias

ramas, que forman una sola familia indisoluble, guiada por la

luz de la filosofía. Esa fraternidad no se opone á la distinción;

así como la unidad y la armonía del sistema planetario no im¬

piden la distinción y las desigualdades de los planetas.

La Economía política, que tiene por objeto las leyes genera¬

les de la actividad humana, no aspira á una independencia

absurda y contraria á la unidad individual y social del hombre.

No esinvasora, como pretende Lerminier (\), ni se corona á

sí misma reina de la civilización: se contenta con el lugar que

ocupa en la gerarquía científica, y no usurpa lo que corres¬

ponde de justicia á las demás ciencias, que son como ella ex¬

presión de verdades distintas y completas, y no pueden estar

en contradicción con ninguno de los elementos que constituyen

el orden universal.

La ciencia económica se halla en relación necesaria con to¬

das las ciencias sociales; pero tiene un parentesco más inme¬

diato con la moral y el derecho.

El hombre, sér el más delicado, el más complejo y el pri¬

mero en la escala de la creación, es también el que siente ma¬

yor número de necesidades, que crecen con los medios de sa¬

tisfacerlas , y se hacen innumerables por el influjo de la ima¬

ginación y del sentimiento de lo bello. Son y no pueden menos

de ser progresivas, porque el hombre es perfectible: intentar

detener á la humanidad en ese movimiento continuo, seria lo

mismo que pretender que las aguas de los rios retrocedieran á

sus orígenes. Dotados sin embargo de razón, de libertad y de

responsabilidad, podemos contener nuestros deseos dentro délos

límites de lo bueno, de lo justo y de lo útil.

Es ley de la vida y del progreso del hombre la satisfacción

de sus necesidades. Ellas ponen en ejercicio la actividad, ex¬

tienden las alas de la inteligencia, alimentan el fuego de la es¬

peranza, dan energía á la voluntad y sostienen al cuerpo en sus

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rudos combates con la naturaleza. Toda necesidad no satisfe¬ cha es un sufrimiento, y como el deseo de satisfacerla se ade¬

lanta á los medios de conseguirlo, la humanidad está condenada

á aspirar, trabajar y sufrir siempre. Mas si la felicidad pura,

absoluta, completa, que la imaginación sueña, se desvanece al tocarla, y su luz, sin oscurecerse enteramente á nuestra vista,

huye siempre de nosotros, el bienestar relativo está en razón directa de los esfuerzos que la voluntad dirigida por el enten¬ dimiento hace para alcanzarle, ó loque es lo mismo, es cada vez mayor, cuando observamos las leyes impuestas á nuestra naturaleza. El sufrimiento, dice Bastiat (2), destruye progre¬

sivamente sus propias causas, y sin él serian incomprensibles

la perfectibilidad del individuo y los adelantos del género hu¬ mano.

El hombre ama natural y necesariamente su propio bien, y

porque sufre, quiere dejar de sufrir, y porque siente el dolor de la necesidad, quiere satisfaciéndola dejar de sentirle. El amor de nosotros mismos es el móvil que nos mantiene en

acción incesante, que nos hace más fuertes que el león, m ás veloces que el caballo, de vista más perspicaz que el águila y tan poderosos que nos obedecen la tierra, los vientos, el vapor y la electricidad.'

Ese amor, universal y permanente, es legítimo, porque es necesario: no es obra de las leyes ni de las costumbres, sino

de Dios. Jesucristo reconoció su necesidad y su legitimidad

cuando dijo: amad á vuestro prójimo como á vosotros mismos.

Desgraciadamente el amor de nuestro propio bien se denominó

en la ciencia interés personal, expresión apasionada según la

exacta calificación de Bentham, y unos por ignorancia y otros de mala fe, han dicho que la Economía era la ciencia del egoís¬

mo. No: ese sentimiento que nos adhiere á la vida, por ingra¬ ta y penosa que sea, y que nos empuja al bienestar y á la per¬

fección , no es el egoismo que estrecha los horizontes de la vida,

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petrifica el alma y mata la caridad. Ese amor y el cgoismo,

léjos de ser una misma cosa, se contradicen y excluyen, porque

el primero es expansivo y social, y el segundo quisiera encerrar

el universo dentro de los límites de su pequeñez. El egoísmo

es una degeneración del interés personal (3), como todas las

malas pasiones lo son de sentimientos laudables: es ilógico

como ellas, y al perjudicará la sociedad, hace sufrir más aún

al que se convierte en ídolo de sí mismo. El amor á los demás

hombres, inclusos nuestros enemigos, es fuente fecunda de pla¬ ceres purísimos para el alma. El grande Smith, el padre de la

Economía política, era adversario de las doctrinas de la Roche- faucauld, de Maudeville y de Helvetius, y ha sido llamado por

Gousin (4) el filósofo de la simpatía.

La Moral y la Economía política se auxilian y completan re¬

cíprocamente. El interés personal, aunque móvil poderoso de la actividad humana, no basta sin embargo para explicar la vida entera ni comprender las intimidades de nuestra naturaleza. El

hombre, dice Minghetti (5), tiene intuición de una ley moral

objetiva é imperativa. No sólo sigue el impulso del interés, sino

también el del deber; busca el bien no sólo porque es útil, sino

porque es bien, y sirve á los demás por prudencia y por moti¬

vos desinteresados y generosos. La miseria es la sanción de la

roala conducta económica, y el remordimiento la de la mala

conducta moral: frecuentemente coexisten, porque aunque no digamos con Glarke que el amor de sí mismo es el principio de la virtud, tampoco podemos decir con Hutcheson que son con¬ tradictorios.

Tan cierto es que la Economía y la Moral influyen reciproca¬ dle en su desenvolvimiento y progreso, que no hay ninguna

doctrina económica importante que no facilite la práctica de la

"rtud, ni acción alguna prescrita por la Moral, que no haga

mas fecunda la productividad humana.

Son el objeto de la Economía política las leyes generales del

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trabajo, que consiste, según Gousin (6), en la acción del espí¬ ritu sobre sí mismo y sobre la materia. El trabajador no es un instrumento, sino la causa libre de sus propios actos. La acción muscular no existiría sin la acción del espíritu, y una obra material vale tanto más, cuanto más brilla en ella la luz de la

inteligencia. Por eso también tanto más se eleva la civilización, cuanto más honrado es el trabajo (7). Cuando no se ven en este más que los esfuerzos corpóreos, se nivela al hombre con el bruto, y se le hace descender del trono que le corresponde como rey de la naturaleza. Reducir la ciencia económica á sim¬ ples problemas de producción material, es, como dice Droz, mutilarla y rebajarla; es olvidar que los productos se han hecho

para los hombres y no los hombres para los productos (8). El trabajo es una necesidad y un deber (9); sin él no po¬

dríamos vivir ni tendríamos medios de cumplir nuestro destino.

¿Qué serian los hombres condenados á un ocio absoluto y per- pétuo? Si esto no fuera contradictorio, y por consiguiente im¬ posible , serian séres inteligentes sin ideas, sensibles sin amor y animados sin movimiento. Condenar el trabajo es glorificar la ociosidad; pero como el hombre no puede dejar de ser activo, lo realmente glorificado seria la acción perturbadora de pasio¬ nes funestas.

No es el trabajo, dicen ciertos moralistas teóricos, lo que

nosotros condenamos; es el becerro de oro á que levanta altares el economista, es la ponzoña de la sensualidad y del sibaritis¬

mo que envenena las sociedades actuales. Mas ¿por ventura ha

nacido hoy el deseo de la riqueza? No: ese deseo es un deseo

de siempre; no son las costumbres ni las caprichosas vicisitu¬ des de la moda las que le han hecho nacer en nuestra alma; es obra de Dios, porque está fundado en las leyes de la naturaleza humana.

jInmoral la riqueza! ¿Será porque es precisa para conservar

la vida de las plantas, de los brutos y del hombre? ¿Será por-

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que con ella agrandamos la esfera de nuestras ideas, cultivamos la inteligencia de nuestros hijos, y purificamos su gusto lite¬ rario y artístico ? ¿ Será porque con ella salimos de la abyección de la miseria, elevamos el sentimiento de la dignidad personal, educamos nuestro corazón para el bien, y poseemos más me¬ dios de ejercer la caridad?¿Será porque con ella se ponen en ejercicio las facultades de mayor número de hombres, se esta¬ blecen relaciones entre los pueblos más distantes de la tierra y se promueven su bienestar y mejoramiento?

¡ La condenan porque puede producir el mal!... ¿Se conoce algo humano que no sea capaz de producirle? La Economía re¬ prueba como la moral el abuso de la riqueza, porque destruye el capital, debilita y mata al hombre y seca las fuentes de la producción.

Las leyes que rigen la actividad, se fundan en nuestra natu¬ raleza entera, espiritual y corpórea, y no hay una sola causa- general y constante de la productividad humana, que no lo sea

de bien y de órden. La libertad es la primera ley del trabajo. Sin ella el hombre

desciende de la categoría de causa á la de simple fenómeno, de

la de persona á la de cosa , de la de espíritu á la de materia. La libertad, esa legitimidad de todos, como la llama Girar-

din (10), consiste en la posesión de sí mismo (11). El que no se posee á sí mismo, es poseído por otro, y sin deliberación ni voluntad propias, ejecuta lo que no ha deliberado ni querido. Sólo el hombre libre puede estudiar bien sus aptitudes, elegir la profesión en que tiene más esperanzas de triunfo, sentir el

estímulo del interés y de la competencia, emplear los medios

más eficaces de conseguir la victoria en las luchas industriales, y hacer su propio bien promoviendo el de los demás. El hombre

libre cae y se levanta, el esclavo queda tendido en el suelo (12).

La libertad es una ley necesaria de nuestro espíritu. No hay

deber sin responsabilidad ni responsabilidad sin libertad. La

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vida del esclavo carece de fin propio , y se convierte en instru¬ mento para la realización de un fin ajeno. Sin dignidad no hay moralidad y sin libertad no hay dignidad. Se ven las aparien¬ cias de la virtud; pero la virtud no existe: queda sólo la falsa belleza de la hipocresía, bajo la que se oculta el vicio, como la víbora entre las flores.

La libertad, se dice por sus enemigos, produce la concurren¬ cia , y la concurrencia la anarquía, la injusticia, el fraude, la miseria de los más y el monopolio de los menos. Aunque estos hechos cuya falsedad demuestra el economista, fueran verdade¬ ros, la acusación no se dirigiría contra la ciencia del trabajo, sino contra el autor de las leyes que le rigen. La libertad no es

la ausencia déla regla, sino la regla misma (13). La concur¬

rencia más ó menos libre y extensa ha existido siempre; porque

siendo la organización natural de las sociedades, no puede sus¬ tituirse con organizaciones artificiales ideadas por entendimien¬

tos enfermos. Fuera de la concurrencia, dice Proudhon, no hay mas que la mistificación y la hipocresía (14). La concurrencia

hace más inteligente, más activo y más perseverante el trabajo del hombre, facilita la adquisición de los productos de países lejanos, y ha sido y es origen de admirables descubrimien¬ tos (15). Se la acusa de-anárquica, y sin embargo con ella adelantan y prosperan las naciones. Se la acusa de injusta, y el triunfo corresponde siempre en los mercados al que produce mejor y con más baratura, es decir, al que más hace en favor

de los demás hombres. Se la acusa de fraudulenta, y el fraude aleja á los consumidores del productor que lleva sobre su frente

el estigma del descrédito. Se la acusa de productora de la mi¬ seria (16), y con ella se aumenta la demanda de brazos, ba¬

jan los precios, crecen los consumos y se enriquecen los pue¬ blos. Se la acusa, por último, de ser causa del feudalismo indus¬

trial y del monopolio de los ricos (17), y sin embargo por ella

es cada vez mayor el número de los pequeños talleres (18).

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Para satisfacer las necesidades humanas con el menor esfuer¬ zo posible, deben emplearse los medios y procedimientos más

convenientes. El productor tiene que obrar con arte, conjunto de reglas no arbitrarias, sino fundadas en la naturaleza de las cosas. No hay arte sin ciencia: cuanto mejor se conocen la na¬ turaleza de los séres y las leyes que los rigen, tanto más fácil¬ mente se ponen en correspondencia práctica los medios con los fines. Por eso la ciencia es condición necesaria del trabajo, y los grandes progresos industriales han sido precedidos de gran¬ des progresos científicos.

Pero no sólo es productora de riqueza; lo es también de pru¬ dencia, de templanza y de justicia.

Emollit mores nec sinit esse feros (19).

Si no se necesitara para practicar el bien, bastaría un empi¬

rismo ciego, desconocedor de la razón de sí mismo, sin con¬ ciencia de lo bueno y de lo malo, y determinado en sus volicio¬ nes por los impulsos del momento. Para seguir el camino del

deber, no basta el sentimiento, si la antorcha de la razón no le

ilumina: el sentimiento extraviado por las supersticiones reputa no sólo moral, sino heroico y sublime, el sacrificio que el indio hace de su vida, dejándose aplastar por el carro de sus ídolos. Cuanto más se adelanta en la ciencia ^dice una antigua escri¬ tora (20), tanto más se adelanta en la virtud.

Los hombres son desiguales en aptitudes, y de esa desigual¬ dad indefinida nace la armonía de la variedad con la unidad. Ln ella se funda la ley de la división del trabajo. Distribuyendo °ntre los productores las operaciones industriales, se hace más diestro el trabajador, se economiza tiempo, se facilitan las in¬

unciones , se abaratan y perfeccionan los productos, y el obre- ro de condición más humilde satisface en un dia más necesida- des, que las que abandonado á sí mismo pudiera satisfacer en duchos siglos (2t).

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Por esta distribución todos los hombres sin saberlo trabajan para cada uno y cada uno para todos, tienen unos interés en la prosperidad de otros y es posible la solidaridad del género humano; sin embargo, muchos que lamentan la propagación de

la ciencia y quisieran cortar al águila sus alas, acusan á la di¬ visión del trabajo de embrutecer al obrero, porque estrecha el círculo de su actividad. ¿Es fundada esta acusación? ¿La justi¬ fican la razón, la experiencia ó la estadística? La estadística nos presenta la ilustración de los obreros en rápido y creciente progreso (22), la experiencia nos enseña que el atraso intelec¬ tual es mayor en los campos que en las fábricas, y la razón de¬

muestra que la división del trabajo aumenta la riqueza y por consiguiente los medios de educar é ilustrar la inteligencia de los trabajadores.

La división del trabajo supone la cooperación de esfuerzos

para el logro de un mismo fin, y es la expresión más clara de la sociabilidad (25); pero además de esa asociación tácita se necesitan otras expresas que reúnan para un objeto común y

concreto las fuerzas individuales. Valen estas tanto más, cuan¬ to más se auxilian las unas á las otras, y sólo acumulándolas y

unificándolas es posible cortar los grandes istmos, cruzar de vías férreas dilatadas regiones y convertir en oasis los desiertos.

La asociación no sirve sólo para multiplicar las fuerzas del hombre, sirve también para su mejoramiento moral. En su for¬ ma necesaria (24), nos ha sido impuesta para el cumplimiento

de las leyes físicas, intelectuales y morales que rigen la huma¬

nidad (25), y en sus formas voluntarias, accidentales y pasa¬ jeras, es causa de que aproximándose los hombres se conozcan mejor, toleren recíprocamente sus faltas, se presten mutuos servicios y se unan por los vínculos del agradecimiento. Las so¬ ciedades pueden ser pretexto para la estafa y el fraude; mas ¿qué institución por veneranda que sea, no ha dado ocasión en

el curso de los siglos á los crímenes más espantosos?

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La historia de la producción es la historia de los combates del espíritu humano consigo mismo y con las resistencias de la materia. El hombre, á pesar de su debilidad, ha obtenido la victoria sobre las fuerzas gigantescas de la naturaleza; pero no hubiera podido obtenerla sin armas cada vez más eficaces. Al principio tuvo que luchar cuerpo á cuerpo, y luego forjó y usó el instrumento poderoso del capital. Para vencer la ignorancia

se valió de las aptitudes producidas en el espíritu , y para so¬ meter la naturaleza empleó á la misma naturaleza vencida. El

capital se formó con lentitud en los primeros tiempos; mas se¬ gún va aumentándose, crece su fuerza acumuladora con mayor

celeridad. Vires acquirit eundo. Hoy las naciones que tienen más capital, son las primeras en civilización y cultura.

Lo son también bajo el punto de vista moral, porque los ca¬ pitales se forman con dos de los instrumentos más poderosos de la moralización humana, el trabajo y la economía. Sin economía,

dice Séneca, no hay riquezas bastante grandes, y con ella no las hay demasiado pequeñas. La economía, que es el órden do¬ méstico, la frugalidad, la abnegación y el sacrificio, produce hábitos humildes, fomenta las virtudes sencillas, y pone obs¬ táculos á la vanidad y á las liviandades, á la ostentación y á

la disipación. La economía nivela al de humilde fortuna con el pródigo opulento, porque según la expresión de Cicerón, es una gran renta producida por el órden y la laboriosidad.

Hay, sin embargo, un capital que ha sido condenado por ciertas escuelas como productor del pauperismo, de la ignoran¬ cia y de la degeneración de las clases trabajadoras. La maqui¬ naria, dice Proudhon, es un cólera siempre insaciable y siempre

progresivo. Arroja al trabajador de su puesto, acumula en el capitalista toda la riqueza social, deja para el obrero algunas migajas debidas á la compasión, arranca á la mujer y al niño

del bogar doméstico, y lleva por todas partes el desconsuelo, la

ira y la muerte.

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Los que declaman de esta manera, ó tienen oscurecida la vista con el polvo de las ruinas de lo pasado, ó en alas de la fantasía navegan entre las nieblas del porvenir. Ciegos unos y otros, no ven que con las máquinas se ha aumentado el número de traba¬

jadores , ha crecido el de las fortunas medias, los salarios son

generalmente más altos, y las mujeres y los niños poseen re¬ cursos antes desconocidos. Si en el momento de aparecer una máquina nueva se sienten tristes perturbaciones, la nube se disipa, y la conquista es para todos. El mismo Proudhon (26)

llama á la maquinaria símbolo de la libertad, y la califica bien, porque con ella dominamos la naturaleza, y de esclavos nos convertimos en señores.

Inmenso es el poder del capital; pero pronto se extinguiría en la inercia si la propiedad no le vivificase. La propiedad indivi¬ dual ha sido, es, y será siempre, el único estímulo permanente de la producción. La comunal es tanto más débil, cuanto más se extiende el número de los partícipes (27), el atractivo de la no¬ vedad (28) no puede ser un móvil duradero, el entusiasmo (29) es fuego de pocos instantes, la rivalidad (30) seria un pálido reflejo de la concurrencia económica, la fraternidad (31), exci¬ tando y sosteniendo el trabajo, no será nunca más que un bello

sueño, y el honor industrial (32) servirá de prenda de buena fe y de probidad, pero no de motivo de perseverancia en tareas rudas y penosas.

Si se suprimiese la propiedad individual, ¿con qué se llenaría su vacío? ¿Seria con la injusticia de los niveladores, que sólo aborrecen la propiedad ajena ? ¿Seria con los sistemas socialis¬ tas que la destruyen sin valor ni franqueza prra confesarlo? ¿Seria con el comunismo que mata la economía, el trabajo, la libertad y la familia, y erige la discordia en sistema de gobierno?

El siglo de oro no está detrás, sino delante de nosotros (33); el comunismo, por el contrario, no está delante, sino de¬ trás, porque, como afirma Bastiat (34), el punto de partida

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del género humano fué una comunidad completa, una per¬ fecta igualdad de miseria , de desnudez y de ignorancia.

La propiedad, condición esencial del perfeccionamiento del hombre, no existe por la voluntad de los poderes públicos. Con¬ secuencia de nuestra personalidad, acaso pudiera desaparecer en un momento de vértigo y de locura; mas bien pronto renaceria con el restablecimiento de la libertad. Causa y efecto de esfuer¬ zos incesantes, de abnegación y de privaciones, produce hábitos de templanza y amor al trabajo, á la familia y al órden.

Tiene, no obstante, enemigos que la impugnan, porque pro¬ duce la distinción entre los pobres y los ricos. Esta distinción, que llaman injusticia los socialistas y desgracia los amigos cán¬ didos, no es ni desgracia ni injusticia. Si no hubiera ricos, todos

seriamos pobres, y cada vez más pobres; porque los hay, los pobres lo serán cada vez menos , y muchos dejarán de serlo (35). Distribuido el capital en pequeñas parlecillas, desaparecerá como las gotas de rocío evaporadas por el sol; recompuesto en masas mayores, activará el trabajo, fecundará la tierra y satisfará las necesidades del mayor número. Los ricos no sólo son necesarios para aumentar la potencia del capital, sino también para hacer más delicado el sentimiento de la belleza, llevar á cabo árduas empresas, sostener el trabajo más inteligente y menos común (36), y evitar con su mediación las bruscas alteraciones de los precios provocadas por las escaseces de los pobres.

Impútase también á la propiedad el grave cargo de ser causa de una distribución desigual é injusta de los productos anuales. Podrá ser desigual, pero no injusta : no hay injusticia en propor¬ cionar la remuneración á los merecimientos de los partícipes. La distribución se verifica entre los que concurren á la pro¬ ducción, y la parte de cada uno es proporcional á la necesidad de

los servicios, graduada porlarelación éntrela demanda y la ofer¬ ta. Los trabajadores más laboriosos y de más talento ganan ma¬

yores salarios porque prestan mayores servicios. Esta desigual-

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dad hace posible la manifestación constante de la desigual po¬ tencia de las facultades humanas, y el que los productores de la vanguardia alienten y estimulen á los que caminan con más len¬ titud. Si en diversas industrias con igual trabajo se obtiene des¬

igual retribución, es porque unas se necesitan más que otras, y de esa manera sigue la actividad la dirección más conveniente para el cumplimiento de los fines del hombre.

Aceptan algunos la desigual remuneración del trabajador; mas repelen, como inicuo, que el capitalista y el propietario partici¬ pen de los productos del trabajo. «¿Qué es el capitalista, según Proudhon? Todo. ¿Qué debe de ser? Nada.» Si el capitalista no fuera nada, bien pronto el capital y el trabajo formarían una ecuación de ceros. Admitida la desigualdad de retribuciones, la

lógica exige la admisión de la propiedad del capital, y consi¬ guientemente la legitimidad de su interés, porque seria un con¬

trasentido reconocer una propiedad que produjera para todos menos para su dueño.

Siendo la propiedad de la tierra condición precisa de los pro¬ gresos agrícolas y del perfeccionamiento humano, la renta que produce es tan legítima como el interés de los capitales. ¿Quién querría incorporar su fortuna, su trabajo, su sudor y su sangre en una tierra cuyos frutos no habían de comer ni él ni sus hijos? El primero que cercó una tierra y dijo «esto es mió,» fué el verdadero fundador de la agricultura y uno de los principales

bienhechores de la humanidad. A pesar de la desigual repartición de los productos, las distan¬

cias entre los hombres se disminuyen y se eleva el nivel de las clases inferiores. «El desenvolvimiento gradual de la igualdad de condiciones, dice Tocqueville, es providencial, universal, durable, independiente del poder humano; todos los sucesos con¬ tribuyen á su realización.» La Economía política y la Estadísti¬ ca confirman esta verdad. El salario está en razón directa del

capital é inversa de la población (57), y el interés en razón d*-

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recta de la población é inversa del capital. En las naciones civi¬ lizadas crece este más rápidamente que aquella, y por eso «á me¬ dida que los capitales se aumentan, se aumenta también la parte absoluta que corresponde á los capitalistas y se disminuye la rela¬ tiva. Por el contrario, la parte de los trabajadores se aumenta absoluta y relativamente» (38). Esta diferencia no se opone, sin embargo, á la solidaridad del trabajoydel capital: el segundo no puede salir de su inercia sin la intervención del primero, y este tiene escasa potencia sin el auxilio de aquel. Si en algunos pue¬ blos parece que la subida progresiva de la renta de la tierra contradice estos principios, este hecho no debe reputarse ley económica, sino un fenómeno anormal sostenido artificialmente por los obstáculos que la ley opone á la libertad del comercio.

No se verifica además ningún progreso industrial que no aumente el número de las utilidades gratuitas y comunes, no mejore la suerte de los pobres, y no acorte la distancia que los separa de los ricos.

La propiedad, como todos los derechos que tienen su raíz en nuestra naturaleza y son anteriores á la ley, no desaparece por

la violencia, pero se esteriliza si no es respetada: una nación en

que no haya seguridad de gozar del producto del trabajo, no saldrá nunca de la ignorancia y de la miseria (39).

La propiedad quedada también mutilada ó incompleta sin el cambio, gran fuerza centrípeta que une las fuerzas individuales al cuerpo social. El cambio hace posible la división del trabajo, pone en acción los capitales, completa á unos hombres con otros, y realiza el hecho admirable de aprovecharse uno de la

obra de cien mil. Hegel ha calificado de atomística á la sociedad

moderna, porque sus elementos viven desagregados, y chocan ontre sí por falta de cohesión; pero impresionado por el espec¬ táculo de la variedad, no ha visto la unidad ni el órden social fundado en la armonía de ambas. Tenemos que trabajar unos Pai’a otros bajo pena de muerte, porque un hombre aislado no

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podría vivir aunque todo el mundo fuera suyo (40). Lo mismo en el orden intelectual que en el material, el cambio es expre¬ sión de servicios mútuos: ningún hombre puede verlo todo, y

es más fácil aprender que inventar (41). Según Montaigne (42), la ganancia de uno es pérdida de otro;

y según Voltaire (43), desear la grandeza de la patria es desear el mal de los vecinos. Si esto fuera exacto, el cambio seria una de las mayores perturbaciones sociales, y el género humano, que no puede vivir sin cambiar, estaría condenado á una inmo* ralidad perpétua. La ciencia económica ha demostrado, no sólo que en el cambio ganan los dos contrayentes, sino también que comprándose unos productos con otros, no hay productor que no esté interesado en el aumento de productores para aumentar

el número de compradores (44). ¿Qué baria Inglaterra de su in¬ mensa producción, si el mundo se convirtiera en un desierto? La agricultura tiene interés en la prosperidad de las manufac¬ turas, esta en la de aquella, el comercio en la de una y otras, las ciudades en la de los campos y las naciones en su mutuo enriquecimiento.

Pero ¿puede ser moral el cambio, estando el valor de las cosas en razón inversa de su utilidad? ¿No es esta, como dice Proudhon, una contradicción en el mismo umbral de la Economía política? Léjos de serlo, es una ley armónica que explica la existencia y la propagación de la especie humana. Lo más útil, ó no tiene valor,

ó le tiene escaso, y puede adquirirse sin esfuerzo ó con esfuer¬ zos pequeños. ¿Qué seria del hombre si tuviese que comprar al precio de las piedras preciosas el aire que respira? El progreso económico no consiste en satisfacer las mismas necesidades con una cantidad de valores cada vez mayor, sino con cantidades

cada vez más reducidas : no se crea por eso que decrece la suma total; recibe diariamente nuevos aumentos, porque las necesi¬ dades son progresivas, y el trabajo ley de nuestra naturaleza perfectible.

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El cambio se desnaturaliza cuando carece de liberlad. Libre lleva su calor fecundante á todos los pueblos, y une las manos y los corazones de todos los hombres; pero si se le achica y aprisiona dentro de líneas artificiales trazadas por la fuerza, no hay que esperar éntrelos Estados más que rencores y represalias injustas. En vez de contener sus movimientos expansivos, déje¬ sele volar en alas del vapor y de la electricidad. Déjese que las cintas de hierro que ciñen las naciones se extiendan y multipli¬ quen, y que se forme un vasto sistema vascular por donde cir¬ cule rápidamente la sangre de la humanidad entera. Déjese que los pueblos se comuniquen por ellas sus sentimientos, sus ideas y sus voliciones, y en ese universal concurso se verá triunfar á la verdad del error, á la virtud del vicio y al derecho de la in¬ justicia.

Si el cambio hace mejores álos hombres, contribuirán tam¬ bién á su mejoramiento los medios de facilitarle y extenderle. Entre ellos figura principalmente la moneda: cuando los go¬ biernos la adulteran ó falsifican, olvidan que es una mercancía sujeta á las leyes generales de los valores, y cometen un inicuo despojo bajo el amparo de la impunidad. Lo indigno de su con¬ ducta no les ha detenido en su carrera de injusticia y de per¬ dición , hasta que la Economía política ha venido á enseñarles que la inmoralidad era contraria á sus intereses. Hoy ya los gobiernos no adulteran la moneda, y el triunfo de lo útil ha sido también el triunfo de lo justo.

Los documentos de crédito desempeñan con grandes ventajas las funciones monetarias; pero deben representar valores reali¬ zables. Los gobiernos no pueden dar valor por medio de la

fuerza á las cosas que no le tienen, y cuando arrojando tiras de papel al mercado, han dicho «eso es dinero,» la sociedad ha elevado los precios y el papel no ha sido más que papel. El quebrantamiento de las leyes económicas, lo ha sido también de las morales; los infelices acreedores se han visto despojados

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de sus legítimos derechos, y al cambio ha sucedido un juego miserable é indigno.

El crédito, vínculo del capital y el trabajo, facilita el ahorro y la acumulación, arranca de la inercia á los hombres y los medios de producir, los lleva á donde se necesitan, é impri¬ miéndolos un rápido movimiento de circulación , aumenla los productos y multiplica los capitales. Une á las naciones por empresas comunes, y no puede existir sin buena fe, sin pro¬ bidad y sin órden. Se ha abusado y se abusa del crédito; pero esos extravíos no sólo son condenados por la moral, sino tam¬ bién por la Economía política. El que viola la santidad de las

promesas, además de sentir sobre su conciencia el peso del remordimiento, pierde la confianza y la estimación públicas, y no halla quien acuda en su auxilio en las horas de aflicción y

de angustia. Las más sorprendentes maravillas del crédito, se realizan

en los tiempos modernos por el influjo de la asociación y de los bancos, que reuniendo las economías del pobre y las riquezas del poderoso, hacen que las vivifiquen el talento, la actividad, la prudencia y la perseverancia. «Por medio de los bancos, dice Goquelin (45), los anglo-americanos han conquistado todo un mundo en el desierto, y arrancándolo como á la nada, le han elevado á un grado dé esplendor comercial que los viejos pue¬ blos más florecientes no han conocido.»

¿Quéimporta, dirán los pesimistas, que crezca el poder de las fuerzas productivas, si el problema pavoroso de la población

nos amenaza fatalmente con la miseria, caja de Pandora , de la

que se escapan los males, extendiéndose por toda la tierra (46)? La población es un gigante, creciendo siempre, que consume más de lo que produce, y que no teniendo qué devorar, se devora á sí misma.

No puede negarse que el poder de propagar la vida es supe¬ rior al de conservarla. Las especies vegetales y animales llena-

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rían en poco tiempo toda la tierra , si no las faltasen condicio¬ nes de existencia. La población, según Malthus, crecería en progresión geométrica, si no encontrase obstáculos en su des¬ envolvimiento; pero además déla ley de multiplicación, hay otra de limitación que se opone al desarrollo de la primera. La limitación se verifica por represión y por previsión. La muerte producida principalmente por la miseria, es el obstáculo represi¬ vo. La previsión impide las uniones imprudentes que dan naci¬ miento á séres que no pueden vivir. Si la muerte fuera el único medio de restablecer el equilibrio entre la población y las sub¬ sistencias , el pauperismo seria una llaga social cada vez más profunda, la humanidad estaría condenada á un malestar pro¬ gresivo y la ciencia económica y la moral, pugnarían en per- pétua contradicción. Mas no: las dos concurren al bien del hombre, aconsejando el trabajo y la prudencia; las dos conde¬ nan los enlaces insensatos, cuyos frutos son la desesperación y la indigencia: las dos han hecho que sea mayor la disminu¬ ción relativa de los nacimientos y defunciones (47). La vida

media es cada vez más larga (48), y triunfando la previsión de

la muerte, se realiza uno de los progresos más importantes en el órden material y moral. Con razón ha dicho Julio Simón (49),

que nadie puede salvar al obrero de la miseria, más que el obrero mismo. Gracias al contenimiento que el deber impone, y el interés aconseja, Iéjos de traspasar la población los medios de vivir, estos se aumentan más rápidamente que ella (50), y la holgura y el bienestar se generalizan. La población por otra parte lleva en sí misma los gérmenes de la riqueza, y cuanto más se condesa, mayor es la eficacia del trabajo y del capital. Muchas veces hallan los hombres dificultad de vivir en una vas-

la extensión de terreno, y otras viven en la abundancia en una porción pequeña (51).

El progreso del trabajo no se verifica á expensas del trabaja- d°r> ni la producción inmola á los productores (52). La esta-

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dística con la autoridad irrecusable de los números, nos enseña

que el pauperismo en vez de crecer disminuye (53). Los sala¬ rios son generalmente mayores (54); las pestes arrastran en su corriente menor número de víctimas (55); las hambres terri¬ bles que despoblaban antes comarcas enteras, ya no se cono¬ cen (56); el consumo individual de sustancias alimenticias cre¬ ce (57); el número de niños que asiste á las escuelas, se aumen¬ ta (58); la caridad es cada vez más ingeniosa para dar con¬ suelos á todos los infortunios (59), y por todas partes se ad¬ vierten los saludables efectos de la higiene, y se acrecientan sin cesar los ahorros de los pobres (60).

Si en algunos países, ó por imprudencia ó por falta de capi¬

tales ó por otras causas, la población eleva su nivel sobre el de las subsistencias, Dios no permite que los infelices que sobran,

mueran asfixiados en una atmósfera infecta y reducida. Un horizonte inmenso se dilata ante sus ojos, y millares de cam¬ pos vírgenes, esperan que el productor abra su seno. La emi¬ gración es un hecho providencial, sin el que la mayor parte del

mundo estaría desierta. Los vientos, dice L. V. Gasne (61), no llevan á las soledades con los gérmenes de las plantas las semillas de la especie humana; es necesario que la escasez arranque á los hombres del lugar de su nacimiento, y les impe¬ la á llevar el influjo de su espíritu á todas las regiones de la tierra.

Examinado el aspecto moral de la Economía política, convie¬

ne examinar el aspecto económico de la Moral. ¿Cuál es el fin

moral del hombre? Wolf lo ha dicho en las siguientes palabras: «Haz de manera que cada vez te acerques más á la perfección,

y para conseguirlo procura también el perfeccionamiento de los demás.» ¿Cuál es el fin de la Economía política? ¿No consiste

en la satisfacción de nuestras necesidades por medio del traba¬ jo? ¿Y para qué las satisfacemos, sino para existir y obtener

el mayor perfeccionamiento y bienestar posible?

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No hay ningún deber cuyo cumplimiento no sea preciso para la realización de los fines económicos: el estado moral de un pueblo nos da la medida de la productividad de su trabajo.

El hombre, espíritu y cuerpo á la vez , tiene deberes para con entrambos. No llega nunca á la perfección; mas siendo

perfectible, debe trabajar para promover su mejoramiento. Sér con inteligencia, no la ha recibido para marchar á ciegas

por el camino de la vida. Tiene el deber de investigar la verdad, y para cumplirle necesita dar extensión y fuerza á sus faculta¬ des intelectuales. Dotado de sensibilidad y de voluntad, está obligado á educarlas y dirigirlas, la sensibilidad para amar el

bien y odiar el mal, y la voluntad para que, poseyéndose plena¬ mente á sí misma, se decida por motivos nobles y dignos, sin que la seducción la doblegue, ni el miedo la quebrante. Sér corpóreo, no sólo debe conservar su existencia material, sino proveer á sus órganos de las condiciones mejores, para que cada cual funcione conforme á su destino.

¿Cuáles serian los resultados del trabajo del hombre, si in¬

fringiera sistemáticamente estos deberes? Detengamos el vuelo de la inteligencia, y los productos de la industria serán como la

casa del castor, el panal de la abeja ó el granero de la hormiga. Nuestra actividad se ejercerá de una manera instintiva y siem¬ pre igual, y sólo nuestras necesidades se aumentarán progresiva¬ mente para perpétua tortura de nuestra alma.

No eduquemos nuestra sensibilidad, si nos son indiferentes la deformidad y la belleza; pero si creemos que el sentimiento de 1° bello nos alienta en la ruda fatiga con que la humanidad Persiste en la realización de sus ideales , cultivémosle con el esmero con que se cuidan las flores más delicadas, sin permitir fiue el sol las marchite, ó el viento las deshoje.

No cumplamos el deber de educar la voluntad, y sufrirémos, n° sólo los efectos del desórden moral, sino también los del

ec°nómico. Cuando la voluntad no se posee plenamente á sí

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misma, el trabajo no tiene iniciativa ni fin propio; cuando se

decide por motivos frívolos, no se satisfacen las necesidades

más importantes, y cuando es débil ó instable, nuestras obras

quedan incompletas é inútiles.

Si los sentidos son torpes y el organismo entero carece de

salud, robustez y agilidad, ¿dónde encontrará el espíritu los

medios materiales necesarios para luchar con la naturaleza? La

higiene y la gimnasia, aunque distintas de la moral, son

sin embargo condiciones del cumplimiento de nuestros debe¬

res (62).

El hombre no vive solo en el mundo. No tiene únicamente

deberes para consigo mismo; los tiene también para con los

demás.

Dos palabras los compendian: justicia y caridad.

Jus suum cuique tribuere , neminem ¡cedere, esa es la justicia;

mas para ser justos moral mente, no basta respetar el derecho

ajeno por interés ó por temor del castigo: es necesario hacerlo

desinteresadamente y en cumplimiento de un deber. Sin esta

condición podrá haber justicia externa pero no moralidad.

La caridad es el amor, que, como dice Leibnitz, consiste en

el placer que gozamos con la felicidad ajena. Amar al prójimo

como á nosotros mismos, es el ideal de la moral. Si el interés

nos aconseja que seamos cada vez mejores, la caridad, ese ro¬

cío del cielo que cae sin ruido (63), exige que contribuyamos al

perfeccionamiento de nuestros semejantes. La ciencia econó¬

mica lo exige también, porque promoviendo el desarrollo de sus

facultades, fecundamos la fuente más copiosa de la producción.

La caridad sin embargo, no nos obliga á hacer por el prójimo

lo que puede y debe hacer por sí mismo. De lo contrario el tra¬

bajo no seria obligatorio para todos, y muchos vivirían á ex¬

pensas de los demás. El estímulo más eficaz del perfecciona¬

miento humano, es el de las necesidades que tenemos que satis¬

facer con el esfuerzo propio sin esperanza del ajeno. Enjugu

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mos las lágrimas del infortunio, y partamos nuestro pan con el infeliz que le necesita y no puede adquirirle; pero no quitemos al pobre la responsabilidad económica de sus actos, ni demos esperanzas de impunidad al ocio y á la disipación. La caridad, una de las primeras virtudes, imprudentemente ejercida, pue- de ser una de las calamidades más funestas (64).

Entre los miembros de una misma familia hay obligaciones recíprocas que no se extienden al resto de la sociedad. Aunque la moral no las prescribiera, la ciencia económica las aconseja¬ ría, porque sin el órden familiar y doméstico, el trabajo de unos seria imposible, el de otros insuficiente y el de los más poco pro¬ ductivo.

Las sociedades políticas suponen deberes mutuos de los só- cios, y especialmente de los gobernantes respecto de los gober¬ nados, y de los gobernados respecto de los gobernantes. El Gobierno necesita el concurso de la sociedad, y esta no puede existir sin un poder que protegiendo los derechos de lodos, haga que coexistan armónicamente, é impida la lesión de unos por la extensión indebida de los otros. La sociedad debe al Estado los

auxilios materiales y morales que necesita para llenar cumpli¬ damente sus fines, y el Estado debe á la sociedad, justicia, se¬ guridad y órden, sin los que no puede haber más que la abyec¬ ción del esclavo, la desolación de los pueblos salvajes, ó á lo más el estado pobre y enfermizo de Persia ó de Turquía.

Creer y amar, esta es la sencilla fórmula que expresa nues¬ tros deberes para con Dios. Debemos creerle, porque es la sabi¬ duría infinita, y amarle sobre todas las cosas, porque es la in¬ finita perfección. Las ideas morales sin la idea de Dios, son un edificio de arena fundado sobre el viento, y sin ellas dejarían de

ser obligatorios el ahorro y el trabajo. Es tan admirable la armonía que resplandece en el sistema de

la vida humana, que no hay una causa de degradación moral, fiue no lo sea, próxima ó remota de debilidad y de indigencia.

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La pereza que enerva las facultades morales, es la negación de la industria. La codicia que para aumentar los productos de un dia exige al productor esfuerzos excesivos, le inutiliza para

la producción de muchos años. La gula, la embriaguez y la lujuria, disipan los capitales y

debilitan y matan á los trabajadores. La ignorancia y el error voluntarios dejan la actividad sin

guia, y la imprudencia es tan torpe en producir como liviana en gastar.

La grosería, embotando las necesidades estéticas, da á los productos formas cada vez menos bellas.

La avarioia priva al cuerpo y al espíritu de la savia que los conserva y hace productivos, y la prodigalidad es como el in¬ sensato, que para gozar un instante del brillo de la llama, arroja á una hoguera su fortuna. Los avaros, dice Aristóteles, atesoran como si hubieran de vivir perpétuamenle, y los pródi¬ gos disipan como si fueran á morir.

El ambicioso no ve más que la altura que le fascina, y para escalarla pierde su patrimonio y su sosiego, y no escasea su sangre ni la de sus hijos.

La temeridad destruye más que produce, y la pusilanimidad impide que gérmenes fecundos florezcan y fructifiquen.

De la debilidad nace la desconfianza de nosotros mismos, de esta la desesperación, y de la desesperación el suicidio, que es la mayor de las debilidades.

Fortüer Ule facit, qui miser esse potest (65).

La envidia da nacimiento á rencores y luchas industriales, en que la pasión, imprudente consejera, pierde siempre la victoria.

La ingratitud limita el cambio de los servicios recíprocos, y la perfidia hace nacer la alarma, epidemia la más funesta para las relaciones comerciales.

La mendacidad disminuye los contratos, y se opone á la

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circulación, y la impudencia es la infamia y la preparación parad crimen, enemigo de toda actividad legítima.

La Economía política, siempre de acuerdo con la Moral, no puede estar en contradicción con el Derecho. El Derecho y la Moral tienen el mismo centro, pero no la misma circunferen¬

cia (66). No todo lo que la Moral prescribe, lo prescribe el De¬ recho; mas este no puede prescribir nada que quebrante los pre¬ ceptos de aquella. El Derecho, como toda ley científica, no existe por la voluntad de los hombres, porque como dice Mon- tcsquieu (67), afirmar que nada hay justo ni injusto, sino lo que mandan ó prohiben las leyes, es lo mismo que sostener que an¬ tes de trazar un círculo, no eran iguales todos sus rádios. El Derecho en su esencia no varía nunca; lo que cambia es sólo la forma que la humanidad le da, son las instituciones que edifica sobre su base inmutable (68). La ciencia económica, menos ex¬ tensa que la moral, tiene más extensión que el Derecho. No ha¬ ce obligatorio éste todo lo que el economista aconseja á los pro¬

ductores; pero no hay ninguna verdad jurídica con la que no estén en armonía las verdades económicas. Si los servicios recí¬ procos de los hombres, necesarios para el cumplimiento de su

destino, no fuesen obligatorios y exigibles, la sociedad desapa¬ recería, y el trabajo seria impotente para satisfacer las necesi¬ dades humanas.

La libertad, primera de las condiciones económicas del tra¬ bajo, es también el primero de los derechos. Sin ella el hombre se convierte en una mercancía de que el dueño dispone para el medro de sus intereses. El Derecho, aunque invariable, es pro¬ gresivo en su aplicación ; por eso la libertad progresa en el mundo y con ella la riqueza, la dignidad y la moralidad.

El hombre muere ; mas no hay solución de continuidad en la vida del género humano. Los individuos se reproducen en los séres á quienes comunican su propio sér. Para esa comunica¬

ron sucesiva de la materia y del espíritu, no bastan las uniones

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pasajeras de los brutos; se necesita una sociedad fundada y sos¬ tenida por el amor, el deber y el interés. La familia no es obra de la ley escrita; el amor en que se funda, y que casi identifica

las existencias y las funde en una sola, no nace por el influjo deda historia y de las costumbres , nace porque somos hombres

y forma parte de nosotros mismos. No hay familia sin matrimonio, ni verdadero matrimonio

sin monogamia. El libertinaje abandona los hijos á los azares del mundo sin cuidarse ni de su inteligencia ni de su cuerpo. La poliandria, que es la prostitución á la luz del dia (69), ha existido sólo por excepción. La poligamia, ó más bien poliginia,

ha sido un hecho importante en la historia de los pueblos ; mas no por eso deja de ser la esclavitud y la degradación de las mu¬

jeres , el despotismo y la debilidad de sus dueños, un monopo¬ lio irritante de los ricos y un crimen contra la naturaleza que ha hecho casi igual el número de hembras y varones. La familia en

que el órden es la prosperidad y el desórden la miseria, se con¬ vierte en liaren por la poligamia. En esa institución no hay in¬

tereses comunes, no se sienten estímulos ni para trabajar ni para economizar; los celos son fuente inagotable de perturbación do¬ méstica, y los muchos hijos producen la indiferencia paterna y la dificultad de educarlos y hasta de alimentarlos. La familia su¬ pone la indisolubilidad del matrimonio, indispensable para la convergencia de los esfuerzos de los cónyuges y de los hijos, y para la buena educación de estos.

El hijo tiene derecho á exigir del padre que conserve y mejore, mientras no puede hacerlo por sí mismo, la vida material y es¬ piritual que de él ha recibido; pero en cambio al padre corres¬

ponde el de exigir la obediencia y respeto filiales, sin los que no se conciben ni la autoridad ni el órden.

El derecho de propiedad se deriva necesariamente de nuestra personalidad. Es además condición precisa del trabajo, y P01’ consiguiente de nuestra conservación y progreso. Lo que la

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desnaturaliza, desvirtúa el trabajo y se opone á la producción y á la justicia.

La propiedad no existe por la ocupación ni por la convención ni por la ley, sino porque tiene su raíz en nuestra naturaleza. La ocupación, sin embargo, ha sido un medio legítimo de ad¬

quirir, porque sin materia ú objeto natural ocupable, la prime¬ ra producción hubiera sido imposible. La accesión procede lógica¬ mente de la propiedad, y la adquisición por traslación volunta¬ ria de los derechos reales es la base del cambio y de la circulación.

El hombre no trabaja sólo para la hora que corre; trabaja también para un porvenir que no será suyo. Para sostenerle en sus penosos esfuerzos no basta una propiedad pasajera como su vida; es preciso que se trasmita á los que, llevando su recuerdo en el alma, bendigan su tránsito por el mundo. La facultad de testar y la sucesión abintestato que la completa, son por esa cau¬ sa un derecho y un medio eficacísimo de producción.

La forma jurídica del cambio es el contrato. El Derecho y la

Economía política están de acuerdo en no dar validez á los con¬

venios , cuando no hay verdadero consentimiento, ó se ofenden

la justicia ó las buenas costumbres : lo están igualmente en con¬ denar las limitaciones absurdas que lastiman la propiedad y em¬

barazan el movimiento circulatorio de la riqueza. Los derechos serian inútiles, si no fueran inviolables. Los de¬

litos que los atacan, deben ser seguidos de una sanción penal que los reprima. Cuando las penas son injustas, ineficaces ó sublevan contra ellas la indignación pública, pervierten la conciencia,

producen la impunidad, extienden la alarma y paralizan la ac¬

ción productora del capital y del trabajo. Las leyes adjetivas realizan el pensamiento de las sustantivas.

Si retardan, dificultan ó tuercen la aplicación del derecho, retar¬

dan, dificultan y desvirtúan los efectos económicos del órden jurídico.

Cuando los derechos individuales se desconocen, y las cons-

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tituciones políticas no dan garantías de que serán respetados, las fuentes de la producción se secan, ó se achican y se entur¬ bian. La vida industrial y comercial no se encuentra en los vas¬

tos imperios de Oriente ni donde el despotismo tiene helada de espanto la sangre de los productores : la animación y la inteli¬ gencia brillan en Fenicia y en los pueblos griegos de la anti¬ güedad, en las Ciudades Anseáticas y en las repúblicas italianas

de la edad media, y en Holanda, en Inglaterra y en las nacio¬ nes civilizadas de los tiempos modernos. Los déspotas, dice Mon- lesquieu (70), son como los salvajes que derriban á hachazos el árbol cuyos frutos quieren coger.

La teoría económica y la administrativa son hermanas, y aun¬

que el diámetro del círculo de sus doctrinas es desigual, la ad¬ ministración camina á ciegas, cuando la luz de la Economía

política no ilumina sus pasos. La fuerza ha decidido casi siempre de la suerte de los pueblos;

la conciencia sin embargo no revela dos justicias, una para los individuos y otra para los Estados. El Derecho internacio¬

nal no puede ser más que el Derecho universal, uno en su ori¬ gen y en su esencia, aplicado á las naciones. Cuando el po¬ deroso arrastra al débil atado á su carro de triunfo, podrá des¬ vanecerse con el incienso de la lisonja; pero la justicia se cu¬ brirá de luto, y no tardará en arder el fuego de la guerra, que es la actividad para el mal y la postración para el bien, el tra¬

bajo de los instrumentos de la muerte y el ocio de los que nos dan la riqueza y la vida. La usurpación que se glorifica con el

nombre de conquista, tiene su expiación en la tierra; todo con¬ quistador , dice Mabire, es un loco que empieza por arruinar á sus propios súbditos para arruinar después á los de los otros.

La justicia es la gran polílica(71), y la probidad la mejor di¬ plomacia (72).

Creo haber demostrado que la Moral, el Derecho y la Economía- política, aunque tienen fines próximos distintos, convergen á

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un fin último común, y que su contradicción seria la contradic¬ ción de las fuerzas del espíritu y la negación del órden univer¬ sal. ¿Están, sin embargo, los hechos de acuerdo con la ciencia pura? ¿El desarrollo moral de las sociedades, es armónico con el intelectual y material, ó se verifica á expensas y en oposición de los otros? ¿Será imposible no sólo la perfección del hombre sino también su perfeccionamiento? ¿Serán inútiles todos sus esfuerzos para seguir, aunque sea de léjos, al tipo absoluto del bien, de la verdad y de la sabiduría? (73) No: la humanidad es

como un solo hombre que vive y aprende siempre (74), y aun¬ que según la gráfica expresión de Napoleón, en la marcha de los siglos lo mismo que en la de los ejércitos, hay siempre reza¬ gados, no deja de ser perfectible. Retrocede algunas veces, se estaciona otras, y adquiriendo luego fuerzas nuevas, camina

de progreso en progreso, y se hace mejor en el órden intelec¬ tual, moral y material.

Hay panegiristas de lo pasado que reconociendo los adelan¬

tos materiales de nuestros tiempos y con algunas limitaciones los intelectuales, maldicen los primeros (75), desconfían de los

segundos, afirman con Horacio que el retroceso moral es pro¬ gresivo y no ven en el aumento de la riqueza más que sibari¬ tismo y corrupción. Si hubiera verdad en sus afirmaciones, «to¬ das las causas de la producción, como la actividad, el órden, el talento y la buena fe serian semillas del vicio, y las que nos re¬ tienen en la indigencia, como la imprevisión, la pereza, la in¬ temperancia y la incuria, deberían reputarse gérmenes de la virtud» (76). La miseria y el infortunio, como toda aflicción pro¬ tunda, endurecen el alma (77), la concentran dentro de sí mis- roa, y la predisponen al odio; la felicidad, por el contrario, la

da expansión y la predispone al amor (78). Para practicar el bien es preciso conocerle y amarle, cultivar la inteligencia y educar la sensibilidad y la voluntad. El hombre ignorante y gro¬

sero es esclavo de sus sentidos, insensible á la belleza moral, y

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débil para moderarlos impulsos de las pasiones, desconoce las consecuencias del mal, no tolera las faltas ni las censuras de nadie, no refrena su ira, provoca la de los demás, y expresa

con violencia los movimientos de su corazón. El hombre más egoísta, según Wolowski, es el salvaje. Para

él no hay caridad ni justicia: descansa mientras la fatiga rinde á su mujer, la obliga á abortar brutalmente (79), roba, escar¬

nece el pudor, mata á los enfermos y los viejos (80), y come la carne de sus hermanos (81). ¿Es esa la vida moral que se prefiere á la presente? Se contestará que no; pero si se niega el desarrollo armónico de los principales elementos de la civiliza¬ ción, la lógica nos llevará irremisiblemente á la moralidad del salvaje.

¿Seria mejor que la Europa de este siglo, la Grecia anti¬ gua (82) con sus pequeños pueblos en que unos cuantos milla¬ res de hombres libres, se creían en su ociosa soberbia los due¬ ños del género humano, y con su Olimpo en que la lujuria y la embriaguez tenían ardientes patronos, y á ningún vicio faltaba su divinidad, inclusos el homicidio y el robo?

¿Se querrá que el imperio romano saque del sepulcro su hor¬ rible rostro y sus sangrientas garras, y renueve sus dias de fe¬ rocidad y de crápula? ¿Se querrá resucitar el mando de los Ca- lígulas y Nerones, las torpezas de las Mesalinas, el sibaritismo

repugnante de la aristocracia más envilecida, la devastación sis¬ temática de provincias enteras y la abyección de aquel pueblo

mendigo que decía al tirano: dame dinero y confisca, dame tri¬ go y mata, dame espectáculos y haz cuanto el genio del crimen te inspire?

La torva faz de los Césares nos espanta; mas ¿quién querría

vivir en la Gemianía sylvis hórrida et paludibus faida (83) con aquellos bárbaros, cubiertos de pieles y medio desnudos (84)» que se arrojaron como un torrente de lava sobre el imperio, ¿ hicieron temblar la tierra bajo sus plantas? La invasión, como

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todos los grandes hechos, ha contribuido al progreso del mun¬ do; pero hizo verter tantas lágrimas, costó tanta sangre y mar¬ tirizó tanto á los vencidos, que el espíritu se encoge y casi des¬ fallece al recordar aquella espantosa catástrofe.

La edad media tiene su legitimidad histórica, como todas las edades, y no puede negarse su influjo en la civilización europea.

¿Eran, sin embargo, mejores sus costumbres que las nuestras? Sí: contestan sin vacilar los que prefieren el castillo á la fábri¬ ca, el mago al sábio, el pergamino á la prensa y el fragor de los combates al ruido de los mercados. ¿Quién no palpita de entu¬ siasmo, al recuerdo de los caballeros de aquel tiempo, de su va. lor en los campos de batalla, de su fe en todo lo que era grande y noble, de los cantos de los trovadores, de las maravillas de la arquitectura y de la exaltación del sentimiento del honor? ¡Po¬ bre humanidad! Admiremos la belleza del arte; pero no ese fal¬ so honor que pendía de la espada del más fuerte, y que era la vileza y la deshonra del mayor número. ¿Dónde estaba el honor del siervo y del vasallo? ¿Quién ignora la extensión de los de¬ rechos del señor sobre las desposadas (85)? ¿Pueden extremarse

más la impudencia y la injusticia? ¿En qué siglo buscarémos la moralidad de la edad media?

¿Será en el siglo xi? El célebre Gregorio VII le describe con estas palabras: «Apenas descubro algunos sacerdotes que hayan llegado por las vías canónicas al episcopado, que vivan según su clase, que gobiernen con espíritu de caridad, no con el des¬ pótico orgullo de los poderosos de la tierra. Entre los príncipes no hay ninguno que prefiera la gloria de Dios á la suya propia, la justicia al interés. Peores son que los judíos y gentiles aque¬

llos entre quienes vivo (86).» Descripciones semejantes de las

costumbres de aquel tiempo, se encuentran en la historia com- postelana y en los escritos de Baronio, Pedro Damiano y otros. Rather, arzobispo de Verona, decía que el clero italiano «exci¬ taba con el vino y los alimentos sus apetitos lividinosos» (87).

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En el siglo xn el trabajo ve aparecer en el horizonte la débil luz de la aurora de la libertad, y el hombre da un gran paso en esa larga vía por la que marcha al cumplimiento de su des¬ tino; mas para que no se anuble la alegría que sentimos al ima¬ ginarle con el hacha en la mano cortando la maleza que impide sus movimientos, apartemos los ojos del reguero de sangre que deja detrás de su huella. No recordemos á Enrique VI de Ale¬ mania degollando á los sicilianos y muriendo envenenado , ni á Enrique II de Inglaterra asesinando á Tomás Becket y luchan¬ do con su mujer y sus propios hijos, ni á Juan sin tierra su¬ biendo al trono sobre el cadáver de su sobrino, ni á Gárlos VII de Suecia muerto por Canuto Ericson, ni á Luis VII de Francia incendiando la iglesia de Vitry y haciendo perecer á 1.500 in¬ felices, ni los repugnantes y horribles excesos producidos por las turbulencias de Castilla. No recordemos tampoco el esta¬ do de seguridad de la Francia á fines de aquel siglo en que siete mil bandidos fuéron pasados á cuchillo por las tropas de Felipe Augusto, ni las angustias, el martirio y la desespera¬ ción de una parte del pueblo europeo oprimido por una nobleza sin entrañas (88).

En el siglo xm se realizan grandes adelantos en Europa: las tendencias á la unidad se revelan de una manera más enérgica, y el derecho extiende su protección á mayor número de perso¬ nas. A pesar de eso el alma se llena de espanto al recordar la ferocidad de Alfonso IX de León, que pareciéndole sua¬ ve la dura penalidad existente, mandaba arrojar á los reos

de las torres más altas, quemarlos, cocerlos en calderas y desollarlos, j Qué costumbres las de un siglo en que se veia con indiferencia que Alfonso X sin forma de proceso con¬ denase á horrible suplicio á su propio hermano, y que su hijo D. Sancho, convirtiéndose en verdugo, apalease álos ca¬ balleros (89) y matase á Diego López con su propia espada! ¡Qué continencia habría en el pueblo, cuando las clases más

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altas vivian públicamente con mancebas y amigas (90), y exis¬ tia de hecho una verdadera poligamia!

¿Qué hombre de virtud y de conciencia recta querría viviren el siglo xiv en que Alfonso XI llevaba consigo á la mujer adúltera y aprisionaba ála legítima, en que Pedro IV de Ara¬ gón mandaba echar derretido en la boca de sus enemigos el metal de la campana de la Union, y en que el malvado D. Pe¬ dro de Castilla mudaba de mujeres como de vestidos (91), ase¬ sinaba á sus hermanos, y tenia la feroz complacencia de comer delante de sus cadáveres (92)? En ese siglo de iniquidad y de desorden en que Enrique II el Bastardo tuvo trece hijos bastar¬ dos también, la propiedad era tan respetada como la vida y la honra. La Crónica antigua dice: «Todos los ricos bornes et los caballeros vivian de robos et de tomas que facian en la tierra... Et en nenguna parte del regno se facía justicia, et llegaron la tierra á tal estado que non osaban los omes andar por los cami¬

nos, si non armados et muchos en una compaña. Et en los lo¬ gares que non eran cercados, non moraba nenguno... Aunque

fallasen los ornes muertos por los caminos, non lo avian por ex¬ traño (93).»

Estos escándalos continuaron en el siglo xv , proscenio, como dice Guizot (94), de la edad moderna. Según un

escrito anónimo del tiempo de Enrique IV, atribuido á Alfon¬ so Florez, «los robos é fuerzas eran tan comunes en estos i'einos, que la mayor gentileza era el que por más sotil invención había robado ó fecho traición ó engaño.» Lucio Marineo Sículo dice que España estaba llena de ladrones, ho¬ micidas, sacrilegos y adúlteros. Nadie tenia segura su ha¬ cienda ni su mujer ni sus hijas. Unos usurpaban la justicia,

°tros robaban casadas, vírgenes y monjas, otros salteaban y mataban á los que iban á las ferias. Según Pulgar «había go¬ bernador como el alcaide de Castro Ñuño, que desde sus fuer¬ tes hacia tales devastaciones en la comarca, que casi todas las

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ciudades de Castilla se vieron obligadas á pagarle un tri¬ buto por vía de seguro para poner sus territorios á cu" bierto de sus rapaces asaltos y correrías (95).» El vicio corroia profundamente aquella sociedad envilecida, en que la lujuria y el crimen hacían gala de su impudencia y des¬

enfreno. Estos siglos están pintados por sí mismos: negras son las

tintas y sombríos los colores, mas no hay ninguno que no se encuentre en la paleta de la historia

Después del siglo xv, siglo de transición y de ensayos, comienzan nuevos tiempos en que las relaciones humanas se ex¬ tienden, el sentimiento de la sociabilidad se hace más enérgico,

los poderes políticos se centralizan, las naciones se unifican, la inteligencia se eleva, y el espíritu, más en posesión de sí mis¬ mo , todo lo examina y emplaza ante el tribunal de la razón y

de la crítica. El siglo xvi fué un tiempo de grandes hombres y de gran¬

des cosas (96). Distínguese España por la gloria de sus conquistas y sus armas, á bien alto precio comprada con la sangre de sus hijos, con sus infortunios y su empobrecimien¬ to (97). Ese siglo fué superior á los que le precedieron; pero ¿cuáles son sus títulos de moralidad ? ¿Será su política, realiza¬ ción de la de Maquiavelo, que es la perversión moral erigida en sistema? ¿Serán la devastación, el pillaje y el asesinato lleva¬ dos á las colonias? ¿Será la tolerancia que encendía hogueras en Inglaterra para los católicos y en España para los protestan¬ tes? ¿Será el número de crímenes que supone la imposición de 20.000 penas capitales por un solo magistrado (98)? ¿Será el saco de Roma con sus horrores indecibles? ¿ Serán los desa¬ fueros que denuncian las Córtes Españolas de 1586? ¿Serán los desórdenes que llegaron, según Sandoval (99), hasta el punto de que los nobles arrebatasen, al salir de la iglesia, á las desposadas de entre las manos de los padres y maridos?

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¿Serán los adulterios de Enrique VIII y las liviandades de la mayor parte de los príncipes europeos? ¿Serán las obscenida¬ des que revelan en nuestro país las peticiones de las Cortes de 1537, 1552, 1558 y 1570(100)?

El siglo xvii, el siglo de Descartes, de Newton y de Leib- nilz, tiene derecho á nuestro respeto y gratitud por sus trabajos científicos; pero al registrar la historia de sus costumbres, la vergüenza enrojece el rostro, y una ira digna enciende el cora¬ zón. Por todas partes se veian los estragos de la miseria en nuestro país: los caminos estaban desiertos por temor álos ban¬ didos; excesos repugnantes turbaban la paz de las chozas, de los palacios y hasta de los lugares de recogimiento (101); el adul¬ terio se llamaba galanteo, y la administración pública llegó en sus escandalosas depredaciones al último grado de corrup¬ ción (102).

El siglo xviii, que tan gran influencia ha ejercido sobre el nuestro, no puede tampoco darnos lecciones de castidad, de templanza y de respeto á la propiedad, á la libertad, á la honra y á la vida. ¿Cómo había de hablarnos de castidad, hallándonos tan cerca de aquellos tiempos en que raptores á sueldo estaban

encargados de espiar, sorprender y conducir al Parque de los ciervos las víctimas que vendía la miseria, ó eran arrebatadas á sus familias? (103). No puede hablarnos de respeto á la'propie- dad, porque hasta los romances populares nos recuerdan los nombres de aquellos célebres malhechores que robaban y ase¬ sinaban á los ricos, daban limosna á los pobres, hallaban hos¬ pedaje en todos los pueblos, ponían á contribución á los cami¬ nantes y hacían respetar su irregular soberanía por decenios enteros. No nos puede hablar de seguridad personal, no sólo por el lujo de arbitrariedad desplegado por el poder (104), sino

también por el número de delitos que castigaban los tribunales, y de que era triste y elocuente prueba el patíbulo, siempre al¬ zado en las poblaciones más importantes.

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Muchos y abominables hechos se repiten por desgracia en nuestros tiempos, y la estadística criminal aflige profundamen¬

te á los hombres de sensibilidad delicada y de conciencia recta;

nuestra sociedad, sin embargo, no vive como la de otros siglos, en un lago de sangre. Se cometen muchas violencias contra

las personas; pero la ilustración se difunde, la tolerancia se ex¬ tiende, la ira se modera, y los ataques personales se disminuyen.

Grande es el número de las violaciones de la propiedad; mas no son tantas ni tan graves como en los siglos pasados, en que di¬ ficultaban é impedian los trasportes, suspendian las relaciones comerciales y desalentaban la producción. No escasean las esta¬ fas y los fraudes, pero también el crédito ha tomado gigantescas proporciones, y el crédito es la confianza y la buena fe. La lu¬

juria y la intemperancia hacen funestos estragos; mas sin el progreso general del órden doméstico, de la previsión y de la

Economía, no hubieran podido establecerse tantos millares de Cajas de ahorros y de Sociedades de socorros mutuos. Se llama egoísta y despiadado á nuestro siglo; ¿ha destinado acaso algu¬

no de sus predecesores al socorro de la pobreza ni la cuarta par¬ te de las cantidades que Europa destina en el en que vivimos? La fuerza y la injusticia deciden todavía de los destinos de las naciones; la política moderna seria, sin embargo, un modelo de moralidad para los hombres que en el siglo xvi disponían de la suerte del mundo.

No llegarémos nunca á la felicidad ni á la perfección absolu¬ ta, porque lo finito no puede confundirse con lo infinito. Haga¬

mos, sin embargo, esfuerzos para aventajar á los que nos pre¬

cedieron, y acumulemos los medios de que sean mejores que nosotros las generaciones venideras. El camino que tiene que recorrer la humanidad, no se acaba nunca, y lo que suele pa¬ recer la meta de su carrera, no es más que una eminencia desde

la que se descubren espacios más largos que los recorridos. De¬ ploremos la miseria, los vicios y los crímenes que nos rodean,

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no para cruzarnos de brazos entregándonos á un fatalismo es¬ túpido, sino para perseverar en la senda del trabajo, de la virtud y de la justicia, abrir á la actividad nuevos horizontes y pro¬

mover el desenvolvimiento progresivo y armónico del cuerpo y del espíritu, de la riqueza, de la ciencia y de la moralidad.

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.

'

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NOTAS,

(1) Philosophie du droit.

(2) Harmonies économiques.

(3) Wolowski.

(4) Cours de la philosophie moderne.

(5) Des rapporls de l( Economie publique avcc la Morale et le Droit.

(6) Cours de Philosophie moderne.

(7) Roscher. Principes dlEconomie politique.

(8) Economie politique.

(9) Baudrillart. Manuel d(Economie politique.

(10) La liberté.

(11) Damiron. Cours de philosophie.

(12) Rossi.

(13) F. Passy. De la contraite ct de la liberté.

(14) Systéme des contradictions économiques ou philosophie de la misére.

(15) Thiers. De la proprieté.

(16) Clierbuliez, Degerando y otros.

(17) V. Considerant. Les destinées sociales.

(18) El número de las cuotas de la contribución industrial es cada vez

mayor.

Según el último informe de la Junta de comercio de París, de 101.171 fabri¬

cantes que había en la capital de Francia, 7.492 empleaban más de 10 obreros,

31.480 de 2 á 10, y 62.199 uno ó trabajan solos.

(19) Ovidio.

(20) La filósofa Avyar. Se cuenta entre los siete sábios del Malabar. Escribió

libros de moral, en cuyo número figuran el Alisondi y el Kahviolonrkam.

(21) Bastiat. Harmonies économiques.

(22) De 488.081 obreros que había en París en 1860, sabían leer y escribir

87 por 100.

(23) St. Mili.

(24) Cicerón. Societas Ínter homincs á diis inmortalibus constituía.

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(25) F. Carrara. Derecho de defensa pública y privada. Art. de la E. del D.

(26) Syslcmc des contradictions économiques.

(27) Ya dijo Aristóteles esto mismo examinando la República de Platón.

(28) (29) (30) Segun Fourier la sociedad debe organizarse de manera que

sean móviles del trabajo la novedad, el entusiasmo y la rivalidad.

(31) Cabet. Voyageen Icarie.

(32) Luis Blanc. Organisation du travail.

(33; Saint-Simon.

(34) Bastiat. Harmonies economiques.

(35) Las clases medias se aumentan por la elevación de los muchos que se

distinguen entre los pobres. Una gran parte de los fabricantes de Europa ha

pertenecido á la clase de obreros.

(36) Rapet. Manuel de Morale et dlEconomie politique.

(37) Rapet. Manuel de Morale et d'Economie politique.

(38) F. Bastiat. Harmonies économiques.

(39) Florez Estrada. Curso de Economía política.

(40) F. Bastiat.

(41) M. de Tracy.

(42) Essais.

(43) Dict. philosophique.

(44) J. B. Say.

(45) Du credit et des banques.

(46) Rosmini. Dclla sommaria cagione per la guale stanno ó rovinaro le

humane societá.

(47) Moreau de Jonnés. Elemcnts de Statistique.

(48) Id., id.—Legoit. La France et Vetranger.

(49) L'ouvriére.

(50) «Antes de 1788 en cada legua cuadrada de Europa había por término

medio 336 habitantes; el mismo espacio poblado hoy por 600 debe alimentar

264 más; y no sólo la agricultura satisface esta inmensa necesidad, sino que lo

hace con tal abundancia que algunas veces excita quejas; mientras que hace

60 años no obtenía del suelo más que productos insuficientes con los que la po¬

blación quedaba entregada 33 veces en cada siglo á los horrores del hambre.»

Moreau de Jonnés.

(51; Thiers.

(52) Ilorn.

(53) En París había en 1802 un indigente por 4,90 habitantes, en 1817 uno

por 8,72; en 1823 uno por 13,02 y en 1861 uno por 18,47. Una disminución

semejante se advierte en la mayor parte de los pueblos.

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Lo que eran la ociosidad y la mendiguez en nuestro país durante los siglos xvi

y xvii puede verse en el cap. 53 de la Historia de la Econonomia política en

España, por D. M. Colmeiro.

(54) G. Roscher. Principes d'Economie politique. L. 111., C. III. Reybaud.

Condilion morale, intellectuelle et matcrielle des ouvriers qui vivent de Vin¬

dustrie du colon.

Legolt. La France et Vetranger.

(55) Los muertos del cólera-morbo eu Europa durante este siglo lian sido en

escaso número comparados con los fallecidos en las pestes de los siglos anterio¬

res. En la invasión de 1832 murieron en París 18.602 personas, 19.615 en 1849

y 8.591 en 1854; mientras en la segunda mitad del siglo xvii en cada una de

las pestes que afligieron á Lóndres murió la quinta parte de la población. En la

gran peste del siglo xiv fallecieron los dos tercios de los habitantes de Noruega.

(56) Hoy se conocen escaseces y carestías, pero no hambres como las del si.

glo xi en que se puso á la venta carne humana, ó como la de 1430 á 1439 que

arrebató la tercera parte de la población de París y sus alrededores.

(57) La extensión progresiva del cultivo y los productos crecientes de los

inipuestos de consumos probarían esto hecho, aunque no le expusiera la esta¬

dística.

(58) En 1797 había en España 11.007 escuelas de primera enseñanza y

393.126 alumnos, y en 1860 llegaron á 24.353 las primeras y á 1.251.653 los

segundos.

(59) En Inglaterra hay más de 20.000 sociedades para socorrerla indigencia.

En Alemania no serán menos.

(60) El capital de las Cajas de ahorros de Inglaterra se ha aumentado en el

período de 1848 á 1860 desde 705,5 millones de francos hasta 1.033,5, ó sea

un 47,11 por 100.

(61) La justice.

fl>2) Balmes dice: «Las reglas de higiene son también reglas de moral.» Cur-

so de filosofía elemental.

(63) Mabire.

(64) Franklin decia, que según su propia experiencia, cuanto más se hace

por los pobres, más se aumentan.

(65) Marcial.

(66) Baudrillart.

(67) De iesprit des loix.

(68) Troplong.

(69) Baudrillart. Rapports de la Morale et de f Economie politique.

(70) De Vcsprit des loix.

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(71) Agier.

(72) Proverbio americano.

(73) Jesucristo ha dicho: Estoíe vos perfecli, sicut et pater vester ccelestis

perfectos est. Evangelio de S. Mateo.

(74) Pascal.

(7o) M. Bonald deplora los resultados de la imprenta, del telégrafo eléctri¬

co y del crédito.

(76) F. Bastiat. Armonies economiques.

(77) J. J. Rousseau.

(78) Jouffroy.

(79) Es un hecho común en Nueva Holanda y en algunas tribus salvajes del

Brasil.

(80) Cicerón lo afirma de los antiguos romanos, y Ilerodoto de los indios y

de los massagetas.

(81) No hace muchos años que murió un jefe de las islas Fidji que había

comido 872 hombres.

(82) En muchos puntos, dice Mannequin, Platón el Divino tenia la con¬

ciencia menos pura que el más ignorante de nuestra época.

(83) Tácito.

(84) Sidonio Apolinar.

(8o) Molinari. «Tout le monde connait la signification des droits de market-

te, de jambaje, de cuissage, de praelibation , qui etaient en vigueur dans ce

bon vieux temps.»

(86) D. Modesto Lafuente. Historia general de España, t. IV. pág. 327.

(87) Id. H. gen. t. IV, pág. 343.

(88) En Inglaterra el pueblo vejado por crímenes sin cuento, solia decir en

alta voz que estaban dormidos Cristo y sus santos. C. Cantú. Epoca 11, capí¬

tulo 22.

(89) Habiendo proferido un caballero asturiano palabras ofensivas con tra

los merinos del rey, tomó este un palo y le dió con tal furia que le derribo casi

muerto.

(90) Florez. Historia de las reinas de España.

(91) Después de casado con doña Blanca y con sucesión de la Padilla, se

casó con doña Juana de Castro para poseerla una noche. Atentó al honor de

doña María Coronel, mantuvo en la torre del Oro á su hermana doña Aldonza, y

mientras tanto le nacía un hijo en Almazan de la nodriza de otro.

(92) Mandó matar á sus hermanos menores, D. Juan y D. Pedro, aquel

de diez y nueve años y este de catorce, que no le habían ofendido y á quienes tenia presos en Carmona.

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Se presentó en la habitación donde estaba tendido su hermano D. Fadrique

á quien había mandado matar, y como no hubiese acabado de morir, dió su

propio puñal á un mozo para que le rematara. Después se sentó á comer donde

estaba el cadáver.

(93) D. Modesto Lafuente. H. gen. de España. 1. 3.°, c. 11.

(94) Historia general de la civilización de Europa.

(93) Lafuente. H. gen. de España.

(96) Guizot. H. gen. de la civilización de Europa.

(97) Felipe II después de 42 años de reinado, se lamentaba de que no veia

un dia de que podría vivir el otro.

(98) F. Carrara.

(99) Historia del Emperador Cárlos V.

(100) Las Córtes de 1370 se quejan de que las mismas justicias que anda¬

ban de ronda, entraban de noche en casas de casadas y doncellas, y so pretexto

de venderlas favor de no llevarlas presas, las inducían á tratos deshonestos.

Uno de los arbitrios para remediar las escaseces de Felipe II fué la venta de

cartas de nobleza á los hijos de los clérigos.

(101) Lafuente. H. gen. t. 16, pág. 121.

(102) Id. Id. t. 15, pág. 408, y 1.16, pág. 510.

Colmeiro. De la constitución de los reinos de León y de Castilla. C. XXVIII,

pág. 329, nota 2.

(103) Louis Blanc. Historia de la revolución francesa.

(104) La Bastilla en Paris estaba llena de infelices á quienes no se decia

nunca la causa de su desgracia. Mad. Pompadour enviaba á ella á sus rivales.

Mad. Sauvéfué encerrada por un billete que se la atribuyó, y no volvió á salir

del encierro. El caballero Besegnier estuvo siete años dentro de una jaula, en

que no podía estar echado ni en pié, por unos versos satíricos cuyo borrador se

encontró en su casa.

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CONTESTACION

DEL ILMO. SR. D. MANUEL COLMEIRO.

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Señores:

De lal manera se enlazan en este mundo lleno de trabajos y

miserias los gustos y disgustos de la vida, que no hay gozo sin

sobresalto, ni felicidad sin mezcla de pesadumbre, ni suceso

próspero que de todo en todo nos contente. Las alegrías puras

sólo reinan en el paraíso.

Dígolo á propósito de nuestra solemnidad de hoy, pues si

por una parte es justa ocasión de regocijo dar la bienvenida al

docto catedrático de Economía política de la Universidad Central

cuya voz aún resuena en vuestros oídos, por otra contrista el

ánimo el recuerdo de una pérdida de todos, y de mí mayor¬

mente muy sentida. Aludo al varón esclarecido, al profundo

jurisconsulto, al historiador elegante, en fin, al Excmo. Señor

Antonio Cavanilles, que la muerte impía, corlando el hilo de

sus nobles tareas, arrebató á la Academia y á sus muchos

amigos; y yo, que me honraba de serlo y de tenerle dos veces

por compañero, pretendo desahogar el corazón pagando aquí

doble tributo á su memoria.

Los hombres pasan, pero quedan las instituciones que reno¬

vándose sin cesar, desafian los estragos del tiempo; y en esto,

señores, se funda la grande utilidad de las Academias. Gracias

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á su poderosa organización viven perpétuamente, se rejuvene¬ cen cada dia, y cada dia velan por el tesoro de ciencia que he¬ redan de sus individuos y transmiten á otros con el encargo de aumentarlo.

Tanto importan las elecciones acertadas. La del Sr. Madrazo, por diversos títulos acreedor á la merced que hoy le hacéis, ha sido la confirmación del voto público que de antemano le seña¬ laba un asiento entre nosotros. La amistad y la hermandad de estudios y profesión, me obligan á ser parco en su alabanza. Hallo más cómodo que le juzguéis vosotros mismos con severa imparcialidad, según la muestra de sana y abundante doctrina que encierra su discurso.

Quisiera, al cumplir con el deber de contestarle, decir algo nuevo sobre las Relaciones de la Economía política con la Moral

y el Derecho; pero el académico electo ha espigado tan bien el campo, que apenas descubro mies digna de ofreceros. Corro el peligro de que la crítica compare mi oración á un rio de palabras sonoras, y me anticipo á la censura, considerando que el voto de obediencia me fuerza á exponer mi persona por la honra de la Academia.

La Economía política nació con mala estrella. Seria traspa¬ sar los límites de nuestro asunto traeros á la memoria todas las crueles invectivas de sus adversarios. El nuevo académico no ha disimulado la negra fortuna de su ciencia favorita, antes ha hecho caso de honra robustecer cualesquiera argumentos más ó menos poderosos, fiando á la razón el triunfo de su causa.

Y en verdad, señores, si fuese cierto que la Economía polí¬ tica rinde culto supersticioso al oro y la plata; que ama las riquezas sobre todas las cosas del mundo; que enciende y esti¬ mula la sed de los placeres groseros de la vida; que inocula el veneno de la torpe sensibilidad en el corazón del hombre; que exalta el sentimiento del interés individual hasta santificar la pasión del egoísmo; que sacrifica el espíritu á la materia, y

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por último, que es una ciencia sin entrañas para el pobre, cer¬ rada á lo grande y noble, reprobada por la moral, condenada por la justicia, ¿á qué extraña perversión del sentido común deberémos atribuir que los pueblos la escuchen y cultiven, y los gobiernos la toleren, la enseñen y practiquen? ¿Cómo vive y prospera la raza maldita de los economistas, peste de las repú¬ blicas, enemigos del género humano, levadura de la disolución social, y según vemos que crece y se multiplica y cobra auto¬ ridad en los palacios y cabañas, precusores inmediatos del fin del mundo?

Respeto la opinión de los que niegan á la Economía política el título de ciencia; mas no puedo persuadirme á que hablen de buena fe ó con pleno conocimiento de causa los que afirman que es la ciencia del mal. Siempre he oido decir que la ociosi¬ dad es madre de todos los vicios, y conforme á esta regla tan sabida, la teoría del trabajo no debe egendrar sino virtudes.

Dejémosnos de paradojas. La Economía política y la Moral son hermanas, y aunque el criterio de cada una se deriva de un orden distinto de ideas, ambas recíprocamente se ayudan y confirman. Esta es la comprobación de lo útil por lo bueno, y aquella la comprobación de lo bueno por lo útil.

Sabéis, señores, que amo la historia y gusto de templar los ímpetus del dogmatismo con el exámen de los hechos y la ex¬ periencia de los siglos. Temo la fácil seducción de los sistemas preconcebidos, y antes de adoptarlos, procuro interrogar á los tiempos pasados, estudiar la obra lenta y progresiva del genio de los pueblos, y en fin, buscar el terreno firme en el cual deseo cimentar la verdad capital, el principio supremo de toda fecun¬ da especulativa.

Sabéis que antes, mucho antes de Adam Smith, hubo escri¬ tores políticos que abordaron con mediana felicidad las cues¬ tiones económicas más graves é importantes, y poco á poco

fuéron allanando el camino para constituir un cuerpo de doctrina.

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Los precursores de la novedad, los mensajeros de la Econo* mía política eran (notadlo bien) los moralistas y los jurisconsul¬ tos impelidos de una corriente secreta é invencible, cuyo origen podemos hoy señalar en la afinidad de la Economía política con la Moral y el Derecho. Dudo que ciencia alguna de las mo¬ dernas se honre con tan ilustre abolengo.

Fijémonos un instante en la cuestión del lujo y de las leyes suntuarias tan debatida en el siglo xvn, y sin reparar en la mayor ó menor bondad de la teoría económica , observemos si se enlaza ó no con las máximas de la moral, y los preceptos de la justicia.

«Los gastos excesivos (decían) empobrecen la nación, junto con la ociosidad de los pueblos, el desórden en galas y convites y la introducción de ropas y mercaderías extranjeras. El lujo engendra la molicie y afeminación y corrompe las costumbres. Es preciso vivir cotí moderación y templanza para restablecer la virtud antigua é impedir la disipación de las haciendas, por¬ que en el dinero está el nervio de la república, y sin él todo se atenúa y enflaquece. »

«Los príncipes tienen obligación de poner límite y raya á la prodigalidad de sus vasallos, como los médicos prescriben la dieta. Tasando los gastos supérfluos é impertinentes, los ricos emplearían su caudal en edificar, labrar y plantar, y los pobres se aplicarían á la agricultura y á ministerios industriales de provecho y sustancia.»

«Los trajes demasiados dificultan los matrimonios, agotan la gente y quitan el lustre á los nobles confundiéndolos con los plebeyos.»

Otros que no participan del común sentir, responden : «Decir que á los vasallos los han destruido los gastos supérfluos, no es entender con qué se sustenta la multitud honesta y quietamen¬ te, porque si no hubiese las artes y ciencias que á muchos pa¬ recen supérfluas, impertinentes y nada necesarias á la vida,

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-So¬

sería la república alarbe, pues las necesidades de los unos se reparan con los gastos supéríluos de los otros, y lo que á unos sirve de desvanecerse, á otros ha servido de honesto ejercicio, y con lo que unos gastan demasiado, otros comen lo necesario. Si todos se retirasen con avaricia á no gastar más de lo pre¬ ciso, cesaría el comercio, artes, tratos y ventas y ciencias con con que pasan todos, y vivirían en continua ignorancia y mi¬ seria (1).»

No es mi ánimo mediar en la contienda, sino mostrar, citan¬ do estos dos pasajes, la trama del discurso ordinario de nues¬ tros antiguos escritores políticos que pasaban sin sentir de. lo honesto á lo útil y de lo útil á lo justo, una sola idea contem¬ plada á distinta luz, no sospechando que aquella perfecta ar¬ monía ocultase el gérmen de futuras discordias.

Y ¿quiénes eran esos reformadores atrevidos que mezclando la Economía á la Moral y al Derecho, discurrían con admirable libertad sobre la población, la agricultura, las artes y oficios, el comercio interior y exterior, los tributos y gabelas y otros asuntos tocantes á la buena gobernación del Estado, y solicita¬ ban con ahinco providencias eficaces para el fomento de la ri¬ queza y prosperidad general ? Venerables obispos, graves teó¬ logos, doctos juriconsultos, severos magistrados. El más rígido moralista, el mismo escritor ascético trata las materias econó¬ micas con tranquilidad de ánimo, léjos de abrigar vanos escrú¬ pulos de conciencia.

Y si de aquellos tiempos un tanto remotos venimos á otros más cercanos, reparad que Adam Smith, verdadero fundador y patriarca de la escuela económica, profesaba la filosofía moral en la universidad de Glasgow, y que su Teoría de los sentimien-

(1) Historia de la Economía política en España, tom. II, cap. LXXXVII,

pág. 533.

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tos morales precedió á la Investigación de la naturaleza y las

causas de la riqueza de las naciones. Malthus, el autor del Principio de la población, enseñaba Historia y Economía polí¬ tica en el colegio de la compañía de las Indias Orientales; y Roscher, profesor de la universidad de Leipsick, explica la Eco¬ nomía política comprobando cada regla con la ley moral dedu¬ cida del estudio profundo de la sociedad, según se manifiesta en la filosofía, la historia y la jurisprudencia* de los pueblos. No digáis que son encuentros casuales: decid más bien que son vínculos necesarios que nacen de la armonía de lo bueno, lo justo y lo útil y acreditan la vecindad de las ciencias.

Ofender á la Economía política diciendo que no corre unida con la Moral es culpa leve, pues no faltó quien murmurase de ella que asentaba proposiciones mal sonantes y peligrosas. La

enseñanza pública de esta ciencia empezó entre nosotros por los años 1784 bajo la protección de la Sociedad económica de Zaragoza, á cuyo exquisito celo se debió la fundación de la pri¬ mera cátedra con el título de Economía Civil y Comercio regida

por el Dr. D. Lorenzo Normante. Fr. Diego José de Cádiz, varón de mucha fama en virtud y

letras, denunció ciertas conclusiones del doctor Normante como erróneas, ofensivas á los oídos piadosos y sospechosas de here- gía; y resumiendo el venerable misionero en breves capítulos su memorial de agravios, entresaca las siguientes proposicio¬ nes dignas de censura: 1.a Que la usura es lícita. 2.a Que el lujo es útil y aún recomendable. 5.a Que no deben ser admi¬ tidos á profesión religiosa los menores de veinte y cuatro años (1). Preocupado con el sentido vulgar de las palabras lujo

y usura, repugnaba el austero capuchino toda doctrina al pare¬ cer incompatible con la humildad y la pobreza.

Fr. Gerónimo José de Cabra, de la misma orden, en un libro

(i) Serapere y Guarinos. Colee. Me. tom IX.

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que dió á luz en 1787 (1), acumulando autoridades y textos sa¬ grados y profanos, combate la teoria de Normante respecto á

población, lujo, alcabalas, etc.; y penetrando en el terreno ve¬ dado de la conciencia, mueve controversias políticas y religio¬ sas extrañas al asunto, discute con calor y señala la herética pravedad de tal ó cual pasaje mal interpretado. Llevó el P. Ca¬ bra su porfía al extremo de condenar como grave injuria á la Majestad, llamar vicioso él tributo de las alcabalas, sustentan¬ do que pues los Reyes lo habían establecido, no fué sin causa, y era un juicio temerario ponderar sus inconvenientes.

En fin, aunque se practicaron entonces, de buena fe sin du¬ da, exquisitas diligencias para atraer sóbrela naciente Economía política las iras del Gobierno y de la Inquisición, prevaleció el consejo de absolver de lodo cargo á una ciencia que Campoma- nes queria fuese familiar á los corregidores, alcaldes mayores, intendentes y togados. El hombre más escrupuloso y timorato debe reconciliarse con la Economía política cuya inocencia, pa¬ sando por tan duras pruebas, quedó bien acrisolada. Digo ino¬ cencia, porque no entiendo que sea delito ni aún pecado, hacer uso legítimo de la razón y solicitar reformas saludables.

Yo, señores, aunque indigno, pertenezco al honrado gremio de los economistas; pero amo sobre todo la verdad, y debo á mi conciencia hacer una confesión paladina de nuestras flaquezas domésticas. ¿Sabéis sobre quién pesa la mayor parte de culpa de los agravios é injurias inferidas á la Economía política? Sobre los mismos economistas.

Si no tuviese amigos indiscretos que en vez de encerrarla dentro de los límites de lo útil á la vida humana, pretenden extender su jurisdicción á todo cuanto abraza el inmenso hori¬ zonte de las ciencias sociales; que aspiran á entronizarla y con-

(D Pruebas del espíritu del Sr. Melón, y de las proposiciones de Economía civil y de Comercio del Sr. Normante.

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vertir el criterio económico en un criterio universal; que divini¬ zando el interés particular lo proclaman infalible; que abrazando el partido de un individualismo radical niegan por sistema la intervención oficial, es decir, que reniegan del Estado y de

la ciencia misma; que interrogados sobre los dolores que afligen al cuerpo de la república á todo responden laissez

faire, laissez passer, como si la libertad no pudiese dege¬ nerar en licencia y la autoridad en tiranía, os protesto que no hubiera en el mundo tantos recelosos de alianza entre la filosofía de Bentham y la de Smith.

Considero muy ocasionado á graves errores el estudio de la Economía política sin el de otras ciencias allegadas por contra¬ peso; mas cualesquiera que sean los peligros, porque en todos los mares hay escollos, no temáis por la Moral y el Derecho.

La Economía política protege lodos los intereses legítimos, respeta las leyes é instituciones, defiende la propiedad y la fa¬ milia, y es el mejor escudo contra los dardos que los Gracos mo¬

dernos asestan al corazón de la sociedad.