Recuerdos de guerra y represión

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Recuerdos de guerra y represión de un miliciano malagueño Antonio Torres Morales

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Recuerdos de guerra y represiónde un miliciano malagueño

Antonio Torres Morales

Editado por la Federación Local de Sindicatos de la CGT de Málaga

Este libro fue escrito varias veces a máquina por el que vivió estos hechos, Antonio Torres Morales, y he escrito este libro en el ordenador, con la ayuda inestimable de mi yerno Ignacio y de mi hija Pilar.

Tengo noventa y un años y me doy por satisfecho.

Muchas gracias, salud y suerte.A.T.M.

En Málaga Septiembre de 2009

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Recuerdosde guerra

y represiónde un miliciano malagueño

Mi mayor deseo seríaQue estos recuerdos

Fueran productoDe mi imaginaciónPero, por desgracia,

Todo lo viví, y prometoQue es verídico.

Escrito en Málaga entre los años 1979 y 1983 por el que vivió estos recuerdos, Antonio Torres Morales.

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Antonio Torres

Autor: Antonio Torres.

Edita: Federación Local de Sindicatos de la CGT de Málaga.

Han colaborado: Pilar Torres, José Ignacio Caballero, Paco Zugasti,

Roberto Blanco, Ronny Stansert y Carlos Peña.

Impreso en Sevilla, octubre de 2009.

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PRÓLOGO

Nueve de enero de 1918, una manifestación de miles de mu-jeres trabajadoras recorre las calles de Málaga para protestar contra la subida de los artículos de primera necesidad. Es una lucha por la subsistencia de gentes que están en las fronteras del hambre. La lucha se prolongó por espacio de varios días, hubo dos mujeres muertas y varias heridas por disparos de la Guardia Civil. Entre las mujeres que participaban en aquel movimiento estaba Dolores, embarazada de siete meses. El 27 de marzo dio a luz a un niño a quien pusieron de nombre Antonio. Así nació Antonio Torres Morales, en rebeldía contra la injusticia, rebeldía que ha permanecido en él de entonces a hoy, noventa y un años después, camino de los noventa y dos.

La experiencia que en este libro nos cuenta su autor, repre-senta la de muchos jóvenes que fueron a la guerra por un ideal y descubrieron que la guerra no tenía nada de ideal. “En la guerra solo cuenta el deber, la disciplina, conquistar medallas y escalar puestos…”. La guerra de Antonio no es la guerra contada por los historiadores y, a veces, falsamente idealizada por sus defenso-res. La visión de la guerra de Antonio es una visión desde abajo, desde las trincheras. La guerra que él nos cuenta es la vivida en primera persona por quien la sufre, sin tener capacidad alguna para tomar decisiones. Es por tanto la guerra real, desnuda, del soldado miliciano que fue voluntario y, cuando se sumió en ella, perdió su voluntad libre. Y así es la guerra, autoritaria y cruel.

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Un largo y penoso peregrinar llevó a Antonio Torres por fren-tes de guerra, campos de concentración y batallones disciplina-rios de trabajadores, “los esclavos de Franco” los llama y bien llamados otro Torres, Rafael. La gran tarea que se había propues-to el nuevo régimen era la de subyugar a los trabajadores que un día osaron rebelarse contra la opresión y plantar cara al lobo feroz; para ello había que someterlos a una gran humillación, si no a la muerte. A Antonio Torres le salvó de la muerte, casi cierta, el haber huído de Málaga justo antes de que empezara la mas dura e indiscriminada represión que siguió a la entrada de las tropas franquistas y fascistas. Él ni siquiera había ido al fren-te todavía, pero entonces bastaba con haberse apuntado a mi-liciano y tener un carnet, en su caso el de la CNT. Pero nada le salvó de la humillación de los campos de concentración y de los batallones de trabajadores y, todo ello, sin haber sido siquiera juzgado. España era, entonces, un gran Guantánamo, y parece que queremos olvidarlo.

Estas memorias son un relato lúcido y coherente, como po-cas de las múltiples memorias personales que circulan sobre eta-pa tan convulsa de nuestra reciente historia como fue la guerra civil y la represión que la acompañó y siguió durante muchos años. Bordado con expresiones de genio poético y literario, que cobran valor especial si consideramos la formación autodidac-ta de su autor, por el relato fluyen sentimientos y reflexiones de honda significación, como si a cada momento su autor nos qui-siera invitar a repasar y repensar nuestro pasado inmediato y nuestro actuar cotidiano, con la mirada puesta en un ideal que en él, más que nonagenario, aún pervive. El ideal de una socie-dad justa y libre y de una humanidad fraterna y solidaria.

Hay un cierto pesimismo fatalista en el pensar de Antonio To-rres que no deja de ser un refugio tranquilizador frente a la ad-versidad cuando ésta se presenta con rasgos de enorme dureza.

Habla con frecuencia de un destino ineluctable en el que to-do está escrito y al que no hay mas remedio que plegarse. El des-

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tino explica, según el autor, lo que la lógica no puede explicar. Es una convicción que, aparentemente, no casa con su espíritu libertario y rebelde, espíritu que conserva vivo a sus noventa y un años. Hay que llegar casi al final del libro para toparse con la explicación a esta aparente contradicción; allí habla de “nuestro propio destino... que parece que juega con nuestras vidas... pero que no nos puede cambiar nuestra manera de pensar y de rebe-larnos contra las injusticias....”

Podría decirse de estos recuerdos, puestos sobre el papel, que son memorias de guerra de un antibelicista. Antonio Torres tie-ne empeño, noble empeño, en resaltar el carácter pacifista de su anarquismo. Como si el anarquismo pudiera no ser pacifista, le digo yo, sin dejar de ser anarquismo. Es lo coherente con una ideología que propende al máximo de libertad y a la ausencia de opresión.

Antonio Torres es también un hombre de convicciones reli-giosas, otra bofetada a los prejuicios sobre el anarquismo, esta vez al tópico del antiteísmo como esencial al anarquismo. Los hubo y los hay, creyentes y descreídos; por rigor intelectual no conviene confundir anticlericalismo y antiteísmo, allá cada cual con sus fundamentaciones últimas.

El autor de este libro es una de las miles de personas que han permanecido, durante años, en el anonimato, condenados al si-lencio y al olvido. Sacar sus recuerdos de ese pozo de silencio y darlo a la luz es una cuestión de justicia. Tiene el libro, además, una intención didáctica expresa: hablar de la guerra para que no se repitan las guerras. Por eso Antonio acaba el libro con es-ta frase: “Ningún alimento es mejor para el hombre que la paz y la libertad”. Y lo dice alguien que ha pasado mucha hambre y muchas penalidades.

Paco Zugasti

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Antonio Torres con sus compañeros de trabajo en La Carihuela. 1933.

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YO VIVÍ MIS RECUERDOS (1934-1944)

Éstos son los recuerdos de un hombre normal y corriente, que en su juventud luchó con fe y lealtad para que termina-ran las injusticias entre los hombres.

Los he escrito con modestia y sin creer que pueda ser una gran obra literaria. No puedo dar en mis recuerdos datos téc-nicos sobre la guerra; de ellos han escrito personas que tie-nen amplios conocimientos sobre la materia.

Yo fui uno más en el ejército republicano y, al escribir mis recuerdos, solo me guía el deseo de que puedan servir de ejemplo, de lo que no debe pasar entre hermanos.

No me guía ningún deseo de rencor o venganza, porque yo opino que somos pequeños actores y el destino nos da el papel bueno, regular o malo que debemos representar en el conflictivo teatro de la vida.

Sólo el amor y nunca la violencia nos dará a los hombres la paz, la libertad y la felicidad.

¡La guerra nunca es rentable!, sólo es bueno el camino de la paz.

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La Industria Malagueña” fábrica textil en la que trabajó la madre de Anto-

nio y él mismo desde 1944 hasta que cerró.

Fábrica de Óxido Rojo, donde trabajó el padre de Antonio.

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LAS LUCHAS SOCIALES

Era el año de 1934, en el que las luchas sociales se suce-dían diariamente entre el capital y los obreros; éstos querían tener una más justa parte en la producción y el capital lucha-ba para que esto no ocurriera, y de esta falta de entendimien-to entre las dos partes, lo que salían eran huelgas y conflictos que a todos perjudicaban.

Mi padre trabajaba en una fábrica de óxido rojo, la llama-ban la “Fábrica del Colorao”. El suyo era un trabajo duro, su-cio y mal pagado y que además tenía muchas incomodidades, porque la fábrica no tenía servicio de duchas. Así que mi pa-dre tenía que venir desde la fábrica hasta mi casa, con un cu-bo de agua caliente, para poderse lavar.

Mi madre trabajaba en una fábrica textil, “La Industria Malagueña”, y su trabajo era a destajo, lo que lo hacía más penoso. Yo trabajaba en una peluquería de señoras que esta-ba en el centro de Málaga, en la calle Santa María; desde los doce años y hasta los 16, mis aficiones fueron jugar al fútbol y montar en bicicleta.

En la peluquería cogía propinas, que se las entregaba a mi madre y, con lo que ella me daba, me compraba libros de te-

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mas sociales. Con estas lecturas y el ambiente de que estaba rodeado, se fue formando en mi mente un ideal de libertad y justicia. Deseaba que terminaran todas aquellas situaciones de explotación, injusticias y luchas entre los hombres.

Mis padres estaban acostumbrados, de toda la vida, al du-ro trabajo de cada día para poder sobrevivir, y no pensaban en otra cosa que no fuera mi porvenir. Haciendo planes para mi futuro abrieron una cartilla de ahorros para, con el dinero tan duramente ahorrado, poder pagar para que yo hiciera el servicio militar en Málaga. Esta era una modalidad que había en aquellos tiempos que, mediante el pago de una cantidad de dinero, se hacía el servicio militar sin salir de la capital de la que se era hijo o se vivía y le llamaban soldados de cuota.

Los seres humanos planeamos nuestro futuro, sin contar para nada con nuestro destino, y así lo hicieron mis padres pero, como más adelante se verá en mis recuerdos, mi desti-no sería muy diferente al que mis padres deseaban para mí. Es muy normal que los padres piensen así, y estas cosas se comprenden bien cuando se pasa por la difícil y maravillosa experiencia de ser padres.

18 de julio de 1936. El pueblo de Málaga en la calle para parar el golpe militar.

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LA INSURRECCION Y LA GUERRA CIVIL

En la tarde del día 18 de julio del año 1936, en la peluque-ría en que yo trabajaba, había una calma desacostumbrada para aquella época del año y no comprendíamos lo que pa-saba, pero pronto se aclaró todo porque disparos de fusiles y el inconfundible sonido de los cierres metálicos de los co-mercios, echados con gran precipitación, nos hizo compren-der que algo grave estaba pasando. Mi patrón, al ver aquella situación, también cerró la peluquería.

Mi casa estaba en un barrio alejado del centro de la ciudad y las calles por las que yo tenía que pasar eran peligrosas por-que se cruzaban disparos de un lado y de otro, lo que me obli-gó a llevar los brazos en alto durante todo el recorrido. Mis pa-dres estaban intranquilos, cuando me vieron llegar se alegra-ron mucho y me recomendaron que no me moviera de casa; así lo hice. Durante unos días se estuvieron escuchando dispa-ros en el centro de la capital y se veían algunos fuegos, pero la situación se fue normalizando y nuevamente se volvió al tra-bajo. Las mujeres no se peinaban y en la peluquería no tenía-mos nada que hacer; para distraerme me asomaba al balcón a

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ver pasar a los milicianos que, con sus monos azules y sus fu-siles, pasaban camino de la Aduana.

Por mi juvenil cabeza pasaban ideas de alistarme volun-tario, pero cuando pensaba en el disgusto que se llevarían mis padres, se enfriaban mis ideas y mi naciente entusiasmo. Pasaron los días del mes de julio y también los de agosto de aquel año 1936, y lo que empezó como revuelta se fue con-virtiendo en una guerra de trincheras, y en la retaguardia, la aviación enemiga, con sus continuos bombardeos, no dejaba que la vida se desarrollara normalmente. Las campanas de las iglesias y las sirenas de los barcos avisaban de la llegada de los aviones enemigos, y por las noches teníamos que dor-mir en los refugios, por temor a las bombas.

Una luminosa mañana del mes de septiembre de aquel año 1936 tocaron las campanas y sirenas. Era muy temprano: las seis de la mañana. En el cielo apareció un solo aparato que volaba muy bajo, y la gente decía: “¡son nuestros!”. Pe-ro nos engañó a todos y lanzó una bomba sobre el acoraza-do Jaime I, que estaba en el Puerto. Las sencillas gentes del pueblo, que a todo le sacan punta y que se divierten hasta con sus propias tragedias, le llamaban al madrugador apara-to “el tío de los molletes”, porque este pan es especial para desayunos.

Uno de los mas fuertes bombardeos que sufrió la capi-tal fue el que hicieron sobre la CAMPSA. En este bombardeo cundió un gran pánico, porque se tenía el temor de que ex-plotaran los depósitos. Grandes columnas de humo nublaban el cielo de Málaga, y las gentes se marchaban de sus casas por miedo a que pudieran explotar los depósitos. Yo me en-contraba trabajando en la peluquería, en donde sólo había una señora que, dando gritos, decía:

— ¡Son nuestros, son nuestros! Aquella señora no decía lo de “son nuestros”, como el pue-

blo en la carretera de Almería, con los barcos, sino porque ella

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simpatizaba con los fascistas.1 Salí corriendo de la peluquería y me marché a mi casa, pero no encontré a mi familia porque el barrio entero se había marchado lleno de terror.

Un camión, en el que iban varios hombres montados, pa-so cerca de mi casa, y me gritaron diciéndome que me fuera con ellos; uno de aquellos hombres me cogió por un brazo y, tirando de mi, me subió al vehículo.

Todo aquel día lo pasé trabajando -rodando barriles para retirarlos del fuego-, y antes de que fuera de noche me mar-ché porque estaba agotado. Yo no estaba acostumbrado a tra-bajos tan duros y además no había comido nada en todo el día. Encontré a mis padres en casa de unos familiares en la otra parte de la ciudad.

Entre sobresaltos de bombardeos y carreras para entrar en los refugios fueron pasando los meses y complicándose la guerra. Y en el mes de octubre del año 1936 me alisté volun-tario en la Columna Libertad. Esta unidad la había formado el Sindicato de la Alimentación de la CNT, porque yo me afi-lié a las Juventudes Libertarias cuando trabajaba en la pelu-quería.

Cuando mis padres se enteraron, se llevaron un gran dis-gusto, era todo aquello tan diferente a como ellos lo habían pensado, por mi bien, pero así es el destino de los seres hu-manos, cambiante como el viento, y de él dependemos.

Dejé de trabajar en la peluquería para dedicarme a mi nue-va obligación de miliciano. Hacíamos la instrucción por las calles de la ciudad y, cuando terminábamos, nos marchába-mos cada uno a su casa. Mas adelante se hicieron de un lo-cal, para hacerlo servir de cuartel. Habían sido unas antiguas

1 N. de la E: Se refiere al primer bombardeo sobre la población civil du-rante la guerra. Ocurrió el 22 de agosto de 1936 y produjo más de 50 muertos y numerosos heridos. Entre los muertos había, al menos, 16 niños entre uno y quince años (Lucía Prieto y Encarnación Barranque-ro. “Población y guerra civil en Málaga”).

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bodegas que estaban en calle Don Cristián, en el barrio de El Perchel, y allí empezamos a hacer guardias.

Hacía dos meses que se había formado la Columna y no ha-bían pagado ningún dinero. Algunos milicianos empezaron a protestar. Se enteraron los jefes y formaron la unidad, nos di-jeron que cuáles eran nuestros ideales, y que más bien pare-cíamos mercenarios y que ellos querían hombres que lucharan por un ideal, que solo vieran en el dinero algo material y se-cundario; nos dieron algunas consignas, se dieron varios vivas y se rompió filas. A los dos días de estos hechos, nos pagaron por primera vez las trescientas pesetas y nos dieron ropa de invierno. Se rumoreaba que nos llevarían al frente, al que no llegamos a ir porque no había armas; algunos días salíamos al campo a hacer guerrillas. Pero, de una forma muy sorprenden-te, se precipitaron los acontecimientos y en los primeros días del mes de febrero de aquel año 1937 ocurrió lo que no estaba en la mente de nadie: la pérdida de Málaga.

Milicianos malagueños desfilando por el Parque sin armas.1936.

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LA RETIRADA DE MÁLAGA A ALMERÍA

El día 7 de febrero amaneció una mañana muy tranquila y en las primeras horas me presenté en el cuartel para ver si te-nia servicio, y me extrañó ver que el cuartel estaba solo, pero en aquel momento no le di importancia. Muchos años des-pués, y sabiendo todo lo que pasó, he pensado más de una vez que yo era un alma cándida o un ingenuo, porque no lle-gué a percatarme de lo que estaba pasando.

Sobre las once de la noche, cuando me disponía a acostar-me, llegó un hombre gritando: “¡Los fascistas están en el ca-mino de Antequera!”.

Salimos mi padre y yo hasta el centro de la ciudad y compro-bamos que muchas personas, de una forma precipitada y portan-do cacharros y diversos útiles personales, buscaban la salida de la ciudad en dirección a Almería. Le dije a mi padre que yo también me marchaba. Yo nunca le hice daño a nadie, pero el hecho de ha-ber sido miliciano y tener un carné de las Juventudes Libertarias era razón mas que suficiente para tener que marcharme. Todo lo que ocurrió en los meses posteriores a la entrada de las tropas de Franco en Málaga me dio la razón de mi retirada hacia Almería.

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La salida de la ciudad parecía una gran manifestación, por la gran muchedumbre que se marchaba, y mi padre me decía que le costaba trabajo creer lo que estaba viendo. Para buscar confir-mación a lo que no creía, le preguntó a uno de los que corría:

— ¿Por qué corren?Aquel hombre, sin dejar de correr, contestó:— ¡Que vienen los fascistas! ¿Qué podíamos hacer nosotros? Pues correr hacia Almería.

Y así empezó nuestro calvario.En la barriada de El Palo, distante de la ciudad unos siete

kilómetros, pasó por nuestro lado un coche de caballos ocu-pado por varias personas. Su marcha era más rápida que la nuestra, mi padre me miró y yo le comprendí. Nos agarra-mos los dos a los amortiguadores del coche y, de esta forma de marcha forzada, nos amaneció en el pueblo de Torre del Mar, distante de Málaga unos treinta kilómetros. Pero no po-díamos seguir aquella marcha del coche, porque nos encon-trábamos muy agotados. Después de aquella gran caminata se hizo de día, y con la luz del sol se podía apreciar mejor la gran multitud que marchaba por la carretera y que, mas que andar, corrían. Aquella era una penosa marcha, porque nadie quería quedarse rezagado para no ser el último, por temor a los fascistas; pero había una gran desigualdad entre los co-rredores: los había viejos y jóvenes, mujeres y niños y había hasta a quien le faltaba una pierna.

Según comentaban, nuestra primera etapa sería Motril, que distaba de Torre del Mar unos noventa kilómetros. Sin perder el contacto de unos con otros y con una marcha rápida se ha-cían comentarios sobre nuestro destino, pero algunas personas acusaban el esfuerzo realizado y se tendían en las cunetas pa-ra descansar. Las tierras que había a lo largo de la carretera es-taban sembradas de cañas de azúcar, que aún no estaban muy crecidas, pero como no teníamos otra cosa mejor, ése fue nues-tro desayuno.

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Emprendimos la marcha nuevamente. Los pensamientos de mi padre y los míos estaban en un mismo lugar: en nues-tra casa y en nuestros seres queridos, a los que de una forma tan precipitada habíamos dejado en Málaga.

El pueblo de Torre del Mar lo habíamos dejado atrás algunos kilómetros cuando se empezó a escuchar un gran rumor entre la multitud y pude observar que con las manos señalaban hacía el mar y que decían las casi siempre engañosas palabras:

— ¡Son nuestros, son nuestros! Miré hacía el mar, y en la lejanía, donde parecían juntarse

el cielo y el mar, divisé la difusa figura de un barco de guerra. Todos teníamos la mirada puesta en aquel barco que pare-cía proteger nuestro caminar; pero qué gran error el nuestro. Cuando el navío se puso a la altura de la cabeza de aquella multitud, sus cañones vomitaron fuego contra ella, quedando sorprendida e indefensa ante aquel ataque criminal. Las bo-cas de los cañones parecían, desde la distancia, volcanes que amenazaban con quitarnos la vida. Aquella multitud com-puesta por gente sencilla del pueblo, al ver aquel diluvio de metralla, intentó encontrar un lugar donde poder refugiarse, pero en aquel trozo de carretera no era posible: el acantilado no nos dejaba buscar refugio.

Fueron momentos de un gran dramatismo, y se veía a hombres y mujeres, con niños en los brazos, correr con los rostros desencajados por el terror y buscando la manera de escapar de aquel infierno de metralla, sin encontrar el desea-do lugar de salvación. Los mandos de aquel endemoniado barco habían escondido muy bien el lugar idóneo para hacer su carnicería. Todos corríamos hacía adelante, con la espe-ranza de que terminaran las rocas y ver el verde y deseado campo por el que escapar. Pero muchos no llegaron a verlo, porque fueron barridos por la metralla.

Mi padre y yo corríamos para alejarnos del lugar en que explotaban los obuses. Después de correr algunos kilómetros,

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el acantilado se fue haciendo más suave y nos permitió aden-trarnos en el campo.

He intentado olvidar, pero no he podido, aquellos trágicos y angustiosos momentos, vividos en la odisea criminal que tuvo que sufrir la población civil de Málaga. Cómo olvidar el cañoneo de aquél barco de guerra y los seres humanos inde-fensos que eran barridos por la metralla de los obuses, y a la joven madre que, mirando al cielo en busca de la ayuda mi-lagrosa, no hacía caso de sus propias heridas, ni de su hija muerta en sus brazos.

¿Cómo olvidar aquella infamia, de locos sin piedad ni co-razón humano?

Han pasado muchos años y pasarán muchos más, pero los momentos vividos en aquellos días de febrero del año 1937 me es imposible poderlos olvidar y me acompañarán por to-da la eternidad.

¡Carretera de Almeríaen mi mente estás metida!

Huída de Málaga, carretera de Almería.

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En aquella inolvidable locura sólo hubo un cuerdo, y le llaman el Loco Febrero, porque ni llovió ni hizo frío, y eso nos ayudó, sobre todo en las penosas caminatas nocturnas.

Caminábamos monte arriba y abajo, y mi cansancio era muy grande, creo que también el de mi padre, así que nos ti-ramos al suelo, escuchando en la lejanía el tronar de los ca-ñones. Descansamos unos minutos y continuamos la marcha que se fue haciendo cada vez más lenta, por lo accidentado del terreno y nuestro natural agotamiento.

Junto a nosotros se había formado un grupo de personas, y cada una de ellas daba su opinión sobre la ruta que nos con-venía seguir para no separarnos mucho de la carretera. Na-die de aquel grupo decía de descansar porque todos teníamos un mismo deseo: el de poner tierra de por medio para evitar que nos cogieran. Uno de los del grupo se fue destacando co-mo conocedor del terreno y nadie descansaba hasta que él lo decía, por el temor de perder el contacto, ya que nosotros no sabíamos por dónde caminábamos y temíamos perdernos. Se hizo de noche y acordamos dirigirnos hacia la carretera, por-que por ella caminaríamos con menos esfuerzo.

Bien entrada la noche llegamos a la carretera, y la visión del ancho mar me dio un poco de ánimo, pero todo fue sólo momentáneo, porque mi agotamiento y la falta de alimen-tos eran tan grandes que, sin mediar palabra alguna, me tendí en la cuneta y me quedé profundamente dormido, y supongo que lo mismo haría mi padre. Me pareció que lle-vaba durmiendo unos minutos, cuando me llamó mi padre y le pregunté:

— ¿Ya nos vamos?— Si, porque si nos quedamos, nos cogerán aquí. Me levanté con gran trabajo y no podía dar ni un paso, las

piernas me pesaban como si fueran de plomo. Miré hacia la cuneta y pude ver que estábamos solos, los demás se habían

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marchado, pero pude ver que se encontraba un hombre ten-dido y le dije a mi padre:

— Papá, llama a ese hombre, porque si se queda, lo pillarán.Mi padre se aproximó a él y le dijo:— Amigo, ¿usted se viene? Aquel hombre no contestó, y mi padre lo cogió por un

hombro y lo movió, al tiempo que decía:— ¡Qué sueño mas pesado tiene! Al darle la vuelta, nos llevamos una desagradable sorpre-

sa: aquel hombre estaba muerto, para él había terminado to-do. Y muy poco podíamos hacer por él

Continuamos la marcha, y en la carretera, ahora solitaria, todo era paz y quietud. ¡Qué gran ironía!, porque nos encon-trábamos en la más completa soledad y nuestro deseo hubiera sido el de estar rodeados por aquella muchedumbre que empe-zó la marcha. Y nos preguntábamos: ¿Los habrán cogido?

Después de algunas horas de lento caminar, empezó a amanecer y las aguas del mar Mediterráneo, inundadas de rayos de sol, se tiñeron de miles de colores, haciendo ver a nuestros cansados ojos un espectáculo maravilloso que nues-tro gran agotamiento e inquietud no nos dejaba apreciar en toda su intensidad y belleza.

Ante nosotros apareció un pequeño pueblo. Nuestro can-sancio nos hacía verlo muy lejos y nos parecía que nunca lle-garíamos a él. Por fin pisamos sus mal empedradas calles. En una de sus casas había una taberna abierta y entramos en el local, que era muy pequeño, y en donde sólo había una pe-queña estantería y un viejo mostrador de madera. En el ha-bía sólo dos botellas, una de coñac y otra de aguardiente. Mi padre preguntó si tenían alguna comida, y el dueño del local dijo, señalando las botellas: “¡Eso es lo que hay!”. Mi padre me interrogó con la mirada, y yo le dije que no quería licores porque mi estomago, después de mas de treinta horas sin to-mar ningún alimento, no estaba para echarle alcohol.

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En aquel local había varios hombres que, tan agotados co-mo nosotros, hablaban de la retirada y sus posibles problemas. Mi padre le preguntó a uno de ellos por el camino que nos con-venía seguir, y aquel hombre le dijo que había que llegar antes que los fascistas a Motril, porque creían que cortarían la retira-da en este pueblo. En aquel momento nos encontrábamos en el pueblo de Almuñécar, por lo que nos quedaban bastantes kilómetros para llegar a Motril. Nos hicimos de nuevos ánimos y continuamos nuestro penoso caminar, alejándonos de la se-gura opresión y buscando una escurridiza libertad.

No conocemos la resistencia de nuestro cuerpo hasta que las circunstancias de la vida nos obligan a forzarlo más de lo normal, porque andábamos y no podíamos hacerlo, y sin em-bargo lo hacíamos, con la esperanza de alcanzar la meta de salvación deseada. Parecíamos cansados autómatas.

Fuimos encontrando, a lo largo de aquella interminable carretera de Almería, a otros grupos en los que había muje-res que les decían a sus maridos e hijos que se marcharan y las dejaran allí, porque ellas no podían dar un paso más, y les suplicaban para que se salvaran. La carretera era un cal-vario en donde cada uno de los que por ella nos arrastrába-mos portábamos nuestra pesada cruz de sufrimientos. Y por contraste se veían grupos que, ajenos al sufrimiento de la ma-yoría, cocinaban un animal, cogido quién sabía donde, para comérselo entre bromas y risas, como si de un día de campo se tratara.

Los seres humanos tenemos diferentes maneras de com-portarnos en las mismas circunstancias. Yo los miraba sin po-der comprender cómo podían tomar a broma y risas lo que para todos era una gran tragedia, sin importarles el sufrimien-to de los más necesitados.

También se veían por la carretera vehículos que sus ocu-pantes habían abandonado por falta de combustible o avería, y otros que se esforzaban para ponerlos nuevamente en marcha.

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Era curioso ver cómo los cogían unos y los soltaban otros, que tenían que seguir avanzando por sus propios esfuerzos.

En la tarde del día 9 de febrero vimos pegado a la cuneta un coche, y dentro del mismo a cuatro personas que parecían dor-mir. Miré por una de sus ventanillas y pude ver que sus sueños eran eternos, porque un obús de los barcos los había matado. Para ellos todo era paz y silencio. Con la moral muy decaída por aquella visión y por nuestro propio estado, continuamos la marcha, que era muy lenta, pero hacíamos muy pocas para-das. Mi padre se encontraba más fuerte que yo. Él era un hom-bre acostumbrado a la dureza del trabajo y de la vida.

Al amanecer del día 12 de febrero llegamos al deseado -y difícil de ver- pueblo de Motril. Su visión fue para nosotros una gran inyección de optimismo, porque suponía alcanzar nuestra lejana y deseada meta de salvación.

Entramos en el pueblo, y en una de sus plazas había una panadería. Entramos en ella y había un hombre trabajando. Le pedimos que nos vendiera pan y nos dijo que cuando lo sacara

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del horno. Estábamos esperando que saliera el pan cuando so-naron las campanas porque venían aviones enemigos. Esto hi-zo que desapareciera nuestro deseo de comer el pan, y salimos corriendo del pueblo, buscando el campo abierto Los aviones ya estaban dando vueltas sobre el pueblo, y yo pensaba que sus bombas traerían la destrucción y la muerte. Mi padre y yo nos adentramos en una haza de cañas de azúcar y nos tendimos en el suelo. La carrera me había dejado sin aliento y, cuando recu-peré la respiración y pude mirar hacia el cielo, observé que so-lo era un aparato. Lanzó varias bombas y nos ametralló duran-te el tiempo que estuvo sobre nosotros. Tenía miedo y no sabia dónde meter la cabeza. Más bien parecía que, a falta de pan, me fuera a comer la tierra. Pasaron unos minutos y todo quedó en silencio. Volvimos a la panadería, en donde el panadero ha-cía comentarios sobre el avión. Nos vendió el pan y salimos del pueblo de Motril para continuar nuestro peregrinar. Aquel pan nos pareció un banquete que repararía nuestras fuerzas.

Pasado el pueblo de Motril había una gran recta en la di-rección de Almería que se nos hizo interminable. Parecía que nunca acabaría. La gran muchedumbre que en los primeros días de la retirada marchaba por la carretera se había disgre-gado y quizá abandonado la terrible prueba, pues solo de vez en cuando se veían grupos que, como nosotros, arrastraban los pies por la interminable carretera de Almería. Estábamos en el más completo de los abandonos y, estando mas cerca de Almería, no nos mandaban ninguna ayuda. ¿Es que no tenían medios para hacerlo? La verdad es que la pérdida de Málaga fue una mala sorpresa para todos. Caminábamos durante to-do el día y hacíamos pequeñas paradas porque, cuando nos enfriábamos, no podíamos dar ni un paso. Se hizo de noche, y mi padre me dijo: “Cuando encontremos un buen lugar, va-mos a descansar algunas horas, porque aún quedan muchos kilómetros para Almería”. Pero lo malo ha pasado ya y no hay peligro.

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Encontramos una venta abierta y entramos en ella. El lo-cal era pobre y sólo había un pequeño y viejo mostrador y una estantería con algunas botellas. Mi padre, le preguntó al dueño si tenía alguna cosa para comer, y aquel hombre dijo lo que habían dicho otros: que no tenía nada y que, si quería-mos, podíamos pasar al pajar. Pasamos al pajar y era una cua-dra con varios caballos y ratas entre las patas de los animales dormidos. Llevaría algún tiempo durmiendo cuando mi padre me llamó, diciéndome: “¡Antonio, que nos vamos!”. Y dan-do traspiés me encontré en la carretera, en donde un camión nos estaba esperando. Desde él salieron unos fuertes brazos que tiraron de mí hacia arriba y me subieron al camión. No me acuerdo de nada más porque seguí durmiendo, sin saber si estaba en el pajar o en el camión.

¡Ya estamos en Almería!

Llegamos a Almería poco antes del amanecer.El día 13 de febrero no hacia frío y la ciudad estaba solita-

ria. En el barrio en que nos dejó el vehículo había una taberna abierta en la que unos hombres charlaban y bebían.

Entramos en el local y mi padre preguntó por un lugar don-de poder descansar. Le dijeron que muy cerca había un cine, en el que podíamos hacerlo. Buscamos el local y entramos en él. El cine tenía unas viejas butacas de madera. En ellas ha-bía algunas personas durmiendo, en las más difíciles y com-plicadas posturas, seguramente por la incomodidad de las vie-jas butacas, cosa que yo pude comprobar momentos después, cuando intenté dormir y no lo pude lograr, aunque tenía mu-cho sueño.

Salimos del cine a media mañana y caminamos sin rumbo fijo por un barrio de la ciudad que estaba en las afueras. Sus calles eran estrechas y sus casas modestas. De una de ellas sa-lió una mujer de mediana edad y viniendo hacía nosotros nos

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dijo: “¡Pobrecitos, cómo vienen!”, y entrando en su casa nos llamó, diciendo: “¡Vengan, vengan para acá!”. Señalando una silla dijo: “Siéntense”. La buena mujer nos hacía preguntas so-bre lo pasado en la retirada y a cada explicación nuestra se condolía y ponía cara de asombro. Aquella mujer se adentró en la casa y a los pocos minutos volvió con un puchero en las manos, y nos apartó un plato de caldo. Era una sopa que es-taba buena, pero que mi estómago, después de tantos días sin comer caliente, apenas admitió, con mucho trabajo, algunas cucharadas. Después de darle las gracias a la mujer, nos mar-chamos a informarnos de qué debíamos hacer para arreglar nuestra situación.

En el Gobierno Militar me vio un médico y le dijo a mi pa-dre que, de tantos días de marcha y sin tomar alimentos, me encontraba agotado, y que me hacían falta unos días de re-poso. Y como en Almería no había camas disponibles, que al día siguiente nos darían un pase para marchar a Murcia. Aquella noche dormimos en un grupo escolar. En el local ha-bía un fuerte olor a madera y barniz, ya que era de nueva construcción.

Tenía un gran sentimiento de culpabilidad por lo que nos estaba pasando y tenía necesidad de exponérselo a mi padre, pero al no encontrar palabras para mi desahogo, rompí a llo-rar. Mi padre me consoló, haciéndome ver que no éramos no-sotros, sino nuestro destino, que no podíamos luchar contra él, que solo podíamos adaptarnos a nuestra situación y que pronto estaríamos todos juntos. Escuchaba las palabras de mi padre cada vez más lejos, y me quedé dormido en aquél duro suelo del grupo escolar de Almería.

Al día siguiente nos presentamos en el Gobierno Militar y nos dieron el pase para viajar hacía Murcia, en donde me hospitalizarían, ya que en Almería esto no era posible.

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HACIA MURCIA, VALENCIA Y BARCELONA

Salimos de Almería el día 14 de febrero de 1937, y lleva-ríamos una hora de viaje cuando el tren se quedó parado. Nos encontrábamos en pleno campo y unos milicianos entra-ban en los vagones y pedían los documentos a todos los via-jeros. Después de unos minutos el tren se puso nuevamente en marcha y, sin más contratiempos, llegamos a Murcia en la tarde de aquél mismo día.

En Murcia tenían el mismo problema que en Almería, el de no tener camas disponibles. Nos preguntaron si tenía-mos familiares en otra ciudad, les dijimos que en Barcelona, y en el mismo momento nos dieron un pase para trasladar-nos a la Ciudad Condal. El mismo día 14 de febrero salimos para Valencia, llegando a la ciudad del Turia en la mañana del día 15.

Era la hora del mediodía y entramos en un bar cercano a la estación de ferrocarril, pedimos que nos sirvieran alguna co-sa de comer y, por nuestra forma de hablar, el dueño del esta-blecimiento se dio cuenta que éramos de Málaga, así que nos

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preparó una rica paella y, cuando se le pidió la cuenta, no nos cobró nada; le dimos las gracias y nos marchamos.

Con el descanso de unos días y mejor alimentados, pare-cía que la vida nos sonreía nuevamente, pero no olvidábamos que en Málaga mi madre lloraría nuestra ausencia.

Cuando llegamos a la estación, preguntamos a un emplea-do que cuándo salía el tren para Barcelona, nos dijo que por la mañana y agregó: “Es ése que está ahí”. Entramos en el vagón y en él dormimos aquella noche. Después de los su-frimientos de los últimos días, el poder dormir en las duras tablas del vagón y estar alimentado me parecía que me en-contraba en un colchón de plumas y pronto el sueño se apo-deró de mí.

Me despertó el movimiento del tren en su marcha por los campos de la provincia valenciana y desde la ventanilla se podían ver y casi tocar las verdes ramas de los naranjos.

Fue un viaje con unas vistas extraordinarias que, ni siquie-ra en nuestra difícil situación, nos impedía apreciar tanta be-lleza natural como tenían aquellas tierras. Sobre el mediodía llegamos a Tarragona, y como todo lo que estaba viendo era nuevo para mí, el viaje me distraía y mi estado físico era ca-da día mejor.

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EN BARCELONA

Llegamos a Barcelona sobre las diez de la noche y un grupo de personas nos esperaba en la estación, preguntan-do por los refugiados de Málaga, para trasladarnos a los alo-jamientos.

En un local de la misma estación había una gran perola de chocolate caliente, del que cada uno se podía servir el que de-seara. Me tomé un poco de chocolate y nos montaron en un camión para trasladarnos a los alojamientos. Se notaba que en Barcelona, donde dominaba la CNT, lo tenían todo muy bien organizado.

Se puso el camión en marcha y le preguntamos al hom-bre que nos acompañaba en lo alto del vehículo que a dónde nos llevaban. Aquel hombre dijo: “A Montjuic”, y otro de los refugiados preguntó: “¿Dónde esta la exposición?”. Al hom-bre, que parecía estar cansándose de tantas preguntas, sólo le faltaba la que le volvieron a hacer, que fue si encenderían la gran iluminación de la exposición aquella noche. Y el hombre contestó: “Sí, para celebrar la pérdida de Málaga”.

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Llegamos a nuestro destino y entramos en un local en el que había colchonetas en el suelo, todo estaba muy limpio y ordenado, y en una de aquellas colchonetas me quedé dormi-do. Cuando desperté al otro día y salí al exterior, quedé mara-villado de lo que mis ojos estaban viendo, porque el lugar en donde nos encontrábamos dominaba la ciudad de Barcelona. Sus calles se extendían en un interminable laberinto de líneas que se cruzaban entre sí hasta el infinito horizonte, y todo lo que veía a mi alrededor eran jardines. A los locales en donde estábamos les llamaban el Pueblo Español, y eran pequeñas maquetas de casas de todas las regiones de España.

El primer día después de nuestra llegada, fuimos a buscar a la familia de mi madre que vivía en la barriada de la Barce-loneta, en la calle de San Miguel, aunque le habían cambiado el nombre y ahora se llamaba de Miguel Pedrola. Mis padres hacía mucho tiempo que no se escribían con ellos y yo no los conocía, pero resultó que eran tres familias y tres casas, aun-que pequeñas, así que volvimos al Pueblo Español a la hora de la comida, y el resto del día lo pasamos admirando la ciu-dad desde aquella atalaya, que es la montaña de Montjuic.

A la mañana siguiente aparcaron un camión en la puerta y dijeron que todos los que, de forma voluntaria, quisieran tra-bajar, se subieran al camión. Mi padre lo hizo y me dijo que cuando él viera cómo era el trabajo, podría ir yo. Cuando vi-no por la noche estaba muy contento y me dijo que al otro día nos marchábamos a Sarria. Y así fue como entramos a tra-bajar en la industria de material de guerra de Cataluña, en la que estuvo mi padre hasta que terminó la guerra.

Esta fábrica ocupaba los locales que habían sido Conven-to de los Salesianos y estaba colectivizada por la CNT. En ella trabajaban refugiados de diferentes regiones, mayores y jóve-nes, y el trabajo era de carga y descarga, en la fábrica y en el puerto, para los frentes de guerra. También traían campanas de las iglesias de Cataluña, para partirlas a golpe de macho y

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fundirlas para hacer material de guerra. La fábrica tenia co-medor y dormitorios para los trabajadores, y creo que aquel edificio había sido, antes de la guerra, convento de frailes sa-lesianos.

Estábamos en el comedor de la fábrica y pude ver que al-gunos jóvenes corrían; me extrañó y pregunté: “¿Por qué co-rren?”. Un hombre que estaba detrás de mí dijo: “Porque son unos cobardes”. El hombre tenía unos papeles en las manos y me dijo: “¿Y tú, te quieres apuntar voluntario?”. Le dije que lo que ellos hacían, de voluntario no tenia nada. Los dos hom-bres me miraron con cara de pocos amigos y uno de ellos me dijo: “Tú serás lo mismo que ellos”. Y yo le dije: “Esta tarde me apuntaré en el cuartel, por mi propia voluntad”. El hom-bre antes de marcharse dijo: “Veremos si es verdad que lo ha-ces”. Aquella misma tarde me presenté en el cuartel Voroshi-lov, que estaba en la parte alta de Sarriá, y me aliste volun-tario en la columna Carlos Marx. Era una columna mandada por comunistas; me apunté a ella porque no quise hacer valer mi condición de anarquista en un momento en que el anar-quismo dominaba en Barcelona.

Nuevamente me encontraba comprometido en la milicia. En el cuartel estábamos todo el día en plena actividad y cuan-do no hacíamos la instrucción nos encontrábamos de guar-dia; se veía que tenían prisa para mandarnos al frente. A los cinco días de alistarme, me dieron ropa de todas clases y has-ta un traje para el agua. Mi padre vino a verme y a abrazar-me. Se encontraba muy triste porque se quedaba solo. Hoy, después de tantos años y cuando sé por propia experiencia el cariño que se le tiene a los hijos, es cuando me doy cuenta de lo que tuvo que sufrir mi padre; lo que en aquellos momen-tos, por mi juventud, no podía comprender.

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Tranvía colectivizado. Barcelona 1937.

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SALIDA PARA EL FRENTE DE HUESCA

El día 15 de marzo del año 1937 salimos para el frente de Huesca. Me distraían los viajes porque todo era nuevo para mis juveniles años. Aunque durante todo el viaje estuvo llo-viendo. Las gotas de agua golpeaban en los cristales de las ventanillas del vagón, para después resbalar e irse mezclan-do lentamente con las que habían caído con anterioridad. Se hizo de noche y era la segunda de aquel monótono y lluvioso viaje. Sobre la media noche se paro el tren y mandaron bajar; nos encontrábamos en pleno campo y llovía torrencialmen-te. Mandaron caminar y dieron órdenes de que se guardara silencio.

Caminábamos sobre un barrizal y el barro se pegaba en nues-tras flamantes botas; no dejábamos de caminar. Se escuchaban algunos comentarios en voz muy baja y en tono de protesta, por las incomodidades que estábamos sufriendo. Y en ese momento escuché una voz que dijo: “¡CAMARADAS, ES LA GUERRA!”. Estas palabras escuchadas bajo una lluvia de diluvio y en una madrugada negra y húmeda, con una humedad que nos cala-ba los huesos, no las pude olvidar y me hicieron compañía du-

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rante toda la guerra. Aún hoy, después de tantos años, suenan y resuenan en mis oídos con la misma fuerza que en aquella ma-drugada de agua y barro en las tierras de Aragón. Porque, ¿qué es la vida, sino una continua guerra? Porque así lo quieren los hombres, guerras de explosiones y muertes, guerras de poder y odios, guerras sin motivos, guerras porque sí.

Algunos milicianos hacían ruido con platos y cantimploras y desde la cabeza de la columna ordenaron silencio. En aquel momento pensaba yo en un buen lugar para dormir, cuando desde la negrura de la noche aparecieron ante mis casi cerra-dos ojos unas casas casi destruidas que más bien parecían fantasmas de barro. Nos hicieron entrar en una de aquellas casas que tenía un gran patio y que me pareció un cuartel; pero después pude observar que tenía un tinglado y un mue-lle para la carga y descarga.

En lo alto de estos muelles hicieron pequeños y camufla-dos fuegos y se fueron formando grupos en torno a ellos; yo me acople en uno de ellos y, echando mi cabeza sobre las ro-dillas, me quedé dormido. Me despertó el frío y la humedad que tenía en todo mi cuerpo. El pequeño fuego se había apa-gado y sólo estaba yo ante él, y me pregunté: “¿Dónde esta-rán los demás?”. A unos metros de donde yo me encontraba había dos hombres que charlaban y fumaban, pero era tan-to el sueño que tenía que coloqué nuevamente la cabeza so-bre mis rodillas y seguí durmiendo; pero alguien dio un gol-pe en mi pié y levanté la cabeza, comprobando que era uno de aquellos hombres el que había pegado en mi pié y, al mi-rarlo yo, me dijo: “Chico, te vas a quedar helado, vete a otra parte”. Me fijé mejor en aquel hombre y pude ver que era un comisario político, pero como no podía con mi sueño, conti-nué durmiendo. A los pocos minutos, otra vez me dio unos suaves golpes en la bota, diciendo: “Chico, vete a una paride-ra”. y yo le pregunté con extrañeza: “¿A una paridera?”. Los dos hombres se miraron y se echaron a reír, yo no sabía si se

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reían de mi hablar andaluz o de que no sabía lo que era una paridera, pero fue de esto ultimo, porque me dijo: “Un pajar, hombre, que allí estarás más calentito”. Cuando me puse de pié e intenté andar no podía hacerlo, tenía todos mis huesos entumecidos.

Salí al exterior y pude ver que estaba amaneciendo y que la claridad de un nuevo día entraba por unos grandes claros que tenía el tejado de la fábrica; más tarde pude comprobar que eran de los proyectiles enemigos. A la difusa luz del ama-necer se podían ver las medio destruidas casas de aquel pue-blo que aún no sabía cómo se llamaba. Caminé hacia la sali-da del pueblo y muy pronto me encontré en el campo. Tratan-do de dar con la paridera, pregunté a uno que estaba hacien-do una necesidad por un lugar donde dormir y, sin dejar de mirar el suelo, señaló hacía una oscura casa que estaba cons-truida con bloques de barro y paja; yo pensé que las casas de aquellos pueblos de Aragón eran muy diferentes a las casas de los pueblos de mi Andalucía, que ciegan por su blancura y que dan alegría al espíritu del que las ve.

Empujé la tosca puerta y me dio en la cara un aire templa-do que me pareció confortable por el frío que yo tenía. Había muchos milicianos que dormían en el suelo y me acoplé jun-to a ellos, quedándome dormido, pero pronto me despertaron unos fuertes golpes dados en la puerta y una voz que decía: “¡El café! ¡El café! Que el que no venga no lo toma”. Me in-corporé aunque tenía sueño, pero también tenía apetito, y los demás milicianos pensarían lo mismo porque en la paridera no quedó nadie. Fuimos a la fábrica y nos hicieron entrar en un comedor en el que había bancos y mesas de madera, pen-sé que antes de la guerra les habría servido a los obreros de la fábrica. En las paredes del comedor había escritos dando consignas a los milicianos, decían que los platos no se deben limpiar con el pan, para eso esta el agua, y también los había que daban a los milicianos consignas de victoria.

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Al miliciano cocinero que nos sirvió el café, le pregunté por el nombre de aquel pueblo, y me dijo: “Estamos en Tar-dienta”. Cuando salí del comedor y me fijé en la fachada prin-cipal de la fábrica, pude ver que había un gran letrero que decía “HARINERA DE GABIN PRADEL”. Se comprendía que aquella fábrica de harina había sido muy importante antes de la guerra, porque toda aquella comarca era muy agrícola. Mi imaginación me hizo ver camiones y carros atracando en sus muelles y muchos hombres con carretillas de mano, trasla-dando sacos de trigo o de harina.

Mis jóvenes pensamientos volaban hacía mi querida y no olvidada Málaga, porque desde que nací siempre había vi-vido muy cerca de una gran fábrica de harina, la de Simón Castel.

Yo solía tener momentos de nostalgia; era muy joven y nunca había salido de casa, pero las palabras escuchadas en la negra y húmeda noche de mi llegada, “¡Camaradas es la guerra!”, me hacían tener conciencia y sobreponerme para poder cumplir el compromiso que había contraído al alistar-me voluntario en la guerra. Esa forma de pensar me ayudaba a seguir luchando.

Una explosión me hizo de volver a la realidad; los cañones enemigos estaban disparando y sus proyectiles hacían blanco en la fábrica de harina. Seguramente habían notado más mo-vimiento de lo acostumbrado y nos estaban dando la bienve-nida. Salí corriendo hacía el pajar o paridera y me tendí en el suelo; dejaron de disparar y me quedé dormido, que además de comer, fue lo único que hicimos en ese día, dedicado a re-poner fuerzas.

En el pueblo de Tardienta estuvimos tres días y, en la no-che del tercero, nos trasladaron en camiones al pueblo de Ro-bres. En ese pueblo había población civil y eran muy buenas gentes. Por poco dinero, en cualquier casa del pueblo, te da-ban un buen trozo de pan, tocino frito y vinillo de la tierra.

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Todos los días nos hacían “marcar el caqui” (hacer la ins-trucción) y nos dieron fusiles y munición. Todos estos prepa-rativos me hacían pensar que nos quedaba poco tiempo de estar en Robres y que marcharíamos a las trincheras. Así fue, porque a los cuatro días salimos para el frente.

No fue una marcha muy larga porque, aunque en el pue-blo de Robres había población civil, el frente no se encontra-ba lejos. El pueblo se encontraba muy bien resguardado por la sierra de Alcubierre.

Llegamos a las trincheras y a mi pelotón lo mandaron al parapeto del Negus, que estaba situado en el monte más alto de aquella sierra y que nos costo trabajo escalar.

El parapeto era una fortificación circular rodeada de alam-bradas de espino, y en las trincheras estaban las chabolas pa-ra dormir y descansar. Se hizo el relevo, y los hombres que marchaban relevados tenían la barba muy crecida, parecían mis padres; salieron corriendo monte abajo demostrando ale-gría y gastándose bromas entre ellos.

El sargento repartió las chabolas y nombro el servicio de las guardias o puestos de parapeto. Me destinaron a una cha-bola en la que todos éramos malagueños, y me tocó hacer el puesto de parapeto de doce a dos de la madrugada que, se-gún decían los veteranos, no era muy malo. Como era la pri-mera guardia que hacía en el frente, pues me daba igual. El sargento hizo algunas recomendaciones a los novatos para darnos tranquilidad. Después nos enteramos que el parapeto del Negus era muy peligroso por los golpes de mano que se daban por las madrugadas y que había pasado de uno a otro frente en muchas ocasiones ya que, por su gran altitud, domi-naba todo aquel terreno de la sierra de Alcubierre.

Minutos antes de las doce me llamaron para hacer las dos horas en el parapeto. Estaba dormido, y cuando salí de la cha-bola noté que hacia mucha niebla, no se veía nada y hacía bas-tante frío. Cogí el fusil y las bombas de mano, el sargento me

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acompañó hasta el parapeto, y antes de marcharse me dio al-gunos consejos y la consigna. Yo tenia mucho frío y, por mas que miraba, no veía nada por la niebla. A la media hora vino el sargento al parapeto, estuvo charlando conmigo y se marchó. Me daba cuenta de que lo que hacía era darme ánimo en mi primer servicio de parapetos, porque no tenía mucha confian-za en los novatos, y yo era uno de ellos. Pasaron las dos horas sin novedad. Mi primer puesto fue muy tranquilo; con el paso de los días fue para mi un servicio rutinario y casi aburrido.

Por aquellos días había una gran tranquilidad en todo el frente de la sierra de Alcubierre y algunos veteranos hablaban de trinchera a trinchera con el enemigo por las noches. Una noche se me ocurrió decir algunas palabras y un veterano me mandó callar, diciéndome que el enemigo se daría cuenta de que en el parapeto había malagueños. Esto nos enfadó mucho a todos y se entabló una disputa entre veteranos y malagueños que el sargento cortó, mandándonos a todos a las chabolas; después nos dijo que no hiciéramos caso a los veteranos, que por los muchos meses de trincheras se creían superiores a los nuevos y que, con el paso de los días, todo se arreglaría. Nun-ca había tirado con un fusil, y el día que lo hice me llevé una gran sorpresa porque veía mal con el ojo derecho. Desde ese momento y para siempre he sido zurdo para disparar.

Todos los días bajaban dos hombres al llano para traer agua, y los que bajaban lo aprovechaban para lavarse. Eso hi-ce el día que me tocó a mi y además me cambie de ropa inte-rior, porque tenia muchos piojos, pero parece ser que a estos bichitos les gusta la ropa limpia porque al día siguiente tenia más que antes. Con el paso de los días también me fui fami-liarizando con ellos.

En el parapeto tenían instalado un observatorio para vigilar los movimientos del enemigo, y todos los días se veía pasar un carro blindado para llevarle el suministro a la posición que te-níamos enfrente nuestra y a la que dominábamos, por lo que

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no podían moverse durante el día. También pude ver, con un aparato que allí tenían, cómo un día, desde la posición que es-taba a nuestra derecha, salía un miliciano, y de la posición del enemigo, un militar; se adelantaron hasta estar cerca, se dieron la mano, charlaron y fumaron, y después de unos minutos ca-da cual se fue a su trinchera. Cuando yo vi aquello me quedé muy sorprendido y confuso, no entendiendo que en una gue-rra ocurrieran estas cosas. Pensaba que, si el destino lo quería, aquella misma noche se podían matar uno al otro, sin que ja-más lo llegaran a saber. Yo no me fiaba de estos espejismos y tenía siempre los ojos muy abiertos y alerta, sin olvidar aque-llas palabras de “¡Camarada, es la guerra!”.

A los veinte días de nuestra llegada al parapeto del Negus, fuimos relevados y bajamos de la alta montaña con la mis-ma alegría que los relevados por nosotros. No podíamos que-jarnos, porque habíamos tenido mucha suerte, con unos días muy tranquilos, y si se disparó algún tiro fue para limpiar el fusil. Los veteranos nos decían que siempre no seria igual y que algún día nos darían fuerte; los veteranos, en vez de dar-nos animo, lo que intentaban era asustarnos, pero nosotros con nuestra juventud y envalentonados porque habíamos es-tado en el temido parapeto del Negus, nos creíamos ya vetera-nos y no les hacíamos caso. También, llevados de nuestro ca-rácter andaluz y nuestra juventud, salíamos cantando y todos contentos.

Desde el parapeto del Negus nos trasladaron a un cruce de carretera que se encontraba muy cerca de la primera línea de fuego. Había que controlar todos los vehículos que pasaran por aquél lugar. Era un servicio que no parecía peligroso, pe-ro en la guerra no se sabe dónde puede estar el peligro y ha-bía que estar muy alerta.

De este lugar nos llevaron otra vez al pueblo de Robres, en donde durante unos días volvimos a disfrutar de su tocino frito, su pan y su buen vino. Estas cosas duraron muy poco,

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porque a los pocos días, en camiones, fuimos trasladados al pueblo de Tardienta, en donde pude leer nuevamente el car-tel, hecho con ladrillos, de la fachada principal de la fábrica y que decía “Harinera de Gabin Pradel”, recordándome el día de mí llegada. Nuevamente dormimos en sus templadas pari-deras, que desde luego eran mucho mejor que las trincheras del parapeto del Negus.

Nuestras relaciones con los veteranos se habían arreglado, y un día en que se encontraban jugando a las cartas y yo es-taba mirando, me dijo uno de ellos: “Tú ni juegas ni fumas, ten un cigarro y fúmatelo hombre”. Le dije que no quería fu-mar, pero tanto me porfió que terminé cogiéndolo. Mejor que no lo hubiera hecho, porque cogí una borrachera de tabaco más mala que si hubiera sido de alcohol. Estuve vomitando y con un cuerpo muy malo, a lo mejor ésta pudo ser la causa de que yo no sea fumador: con un solo cigarro he tenido pa-ra toda la vida.

Yo, en vez de gastar el dinero en tabaco y en jugar a las cartas, lo hacía en algo mejor. En el pueblo había un hombre, que no se había querido marchar, que tenía unas vacas, y to-das las tardes, por una peseta, me llenaba la cantimplora de leche. Los veteranos me gastaban bromas y decían: “¿Lo ves, como es un crío? Está bebiendo leche”.

Delante del pueblo de Tardienta y entre éste y la ermita de Santa Quiteria pasaba un gran canal de riego; era una gran construcción de cemento que a la altura del pueblo tomaba forma de acueducto, para no dificultar el paso de los carros y camiones que pasarían en tiempos de paz hacía la gran hari-nera de Gabin Pradel. Por todo lo que se podía observar, pen-saba yo que la comarca de Tardienta había sido antes de la guerra muy importante en la agricultura. Lástima que se es-tuvieran perdiendo tantas riquezas. Pero había que atenerse a la realidad y seguir diciendo “¡Camarada, es la guerra!”, y para que no lo olvidáramos, detrás de la ermita estaba el ca-

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ñón que todos los días y muy puntualmente, nos mandaba sus cariñosos saludos de metralla.

Los días pasaban con monotonía y los milicianos jugaban a las cartas y escribían a sus familias. Este frente de Tardien-ta, comparado con el de la sierra de Alcubierre, es casi llano, y su parte más alta es la que ocupa el enemigo en la ermita de Santa Quiteria.

En los primeros días del mes de abril de aquél año 1937 nos llevaron a cubrir línea en unas posiciones que se encon-traban frente a la ermita. En estas trincheras te podías lavar la cara, aunque fuera en el plato de comer, porque todos los días nos traían una cuba de agua.

Eran los primeros días de la primavera y las amapolas y otras florecillas silvestres adornaban el campo de Aragón con sus múltiples colores. Los pajarillos, con sus alegres trinos, ponían una pincelada de belleza y paz, ajenos a los proble-mas de los hombres. Extasiado en la contemplación de la Ma-dre Naturaleza, me olvidaba por unos minutos de la guerra; hasta que la explosión de un obús o el silbido de una bala me hacían despertar a la realidad.

En las noches de mediado el mes de abril se escuchaban gran-des combates por el frente de la sierra de Alcubierre y los vetera-nos decían que en la sierra había tomate. Yo pensaba que cada una de aquellas explosiones podía dejar sin hijo a alguna madre.

Fuimos sacados de las trincheras que estaban frente a la ermita de Santa Quiteria, y los que siempre creían saberlo to-do decían que nos llevaban hacia la sierra de Alcubierre para reforzarla. Esta vez no dieron en el blanco y nos llevaron por la parte izquierda de la ermita. Acampamos en unas paride-ras, lejos de la primera línea. Era un lugar tranquilo, pero en el ambiente se notaba que estaban tramando algo y que muy pronto terminaría aquella falsa tranquilidad.

En el atardecer del cuarto día de estar en este lugar nos dieron la orden de marcha. Estuvimos caminando toda la no-

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che, y antes de que amaneciera volvimos al lugar de partida. Allí nos dejaron descansar durante todo el día. A la caída de la tarde, otra vez nos ordenaron ponernos en camino.

Avanzábamos en la oscuridad y en fila de a uno. En la ca-beza de la columna, junto a los mandos, marchaba un hom-bre de la población civil como práctico del terreno. La marcha fue continua durante toda la noche, y cuando ordenaron dete-nernos nos dijeron que hiciéramos pequeños parapetos indi-viduales con los machetes y piedras. Con los primeros claros del día, como si todo estuviera matemáticamente cronome-trado de antemano, empezó a llover, y hacía la parte derecha de donde nos encontrábamos y en la lejanía, se empezaron a escuchar las explosiones de bombas de mano y el tableteo de la ametralladoras y fusiles. Se hizo de día y seguía el combate y también la lluvia, que caía monótonamente sobre el campo y sobre los hombres que luchaban en aquellas tierras de Ara-gón. No nos decían nada, y seguíamos parapetados.

Yo pensaba que nuestra misión sería impedir que el enemi-go pudiera recibir refuerzos. El combate fue perdiendo fuerza y a media mañana no se escuchaba nada más que la implacable lluvia, que nos molestaba bastante. Yo me preguntaba: “¿ha-bremos perdido o habremos ganado?”, pero esto al principal protagonista de una guerra no se le dice y, según los mandos, no debe saberlo, porque mina la moral del soldado, que es co-mo un autómata. Haz esto, haz aquello, y en todo caso y para darle moral hay que hacerle ver que siempre se gana. Aunque sus ganancias sean siempre las mismas; SUFRIR Y MORIR.

El pequeño parapeto se había llenado de agua que me lle-gaba hasta los tobillos y todo estaba en el más absoluto si-lencio, sin ordenar nada y transcurriendo el día en una espe-ra incomoda e impaciente se hizo de noche y nos dieron la orden de ponernos en marcha. Me encontraba calado hasta los huesos y mis pies estaban entumecidos, pero el caminar y salir de aquel charco de agua me sentó bien. Pero todo fue

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momentáneo, porque después de tantas horas sin dormir, el sueño se apoderó de mí. Me salía de la fila y el que venia de-trás de mí me cogía del hombro y me decía: “¡No te duermas hombre!, que por tu culpa nos vamos a perder todos”. Pero, a pesar de mi sueño, pensé que ya estábamos perdidos. En un charco me mojé los ojos para despabilarme. La marcha se hacía muy penosa porque el barro no nos dejaba andar y el fusil lo hacía servir de bastón para no caerme. Al que venía detrás de mí lo tenía muy preocupado y, a cada momento, me decía: “Nos perderemos todos por tu culpa”. La cabeza de la columna hacía pequeñas paradas para orientarse, porque la noche era muy oscura y costaba ver por dónde se caminaba; daba la sensación de que estábamos perdidos, ¡pero no por mi culpa!, sino por la oscuridad o el desconocimiento del te-rreno y el barro.

Empezó a amanecer, y ya me había despejado un poco, y los de la cabeza de la columna dieron con la ruta buena. Bien entrada la mañana llegamos a la paridera de la que salimos. Habíamos estado mas de treinta horas sin dormir ni comer, y los veteranos, por primera vez, no ocultaron sus comenta-rios y felicitaciones por nuestro comportamiento. Sin quitar-me las cartucheras y las botas, me tendí en la paridera y es-tuve durmiendo 24 horas. Cuando desperté del largo sueño, tenía hambre, así que comí hasta quedar satisfecho. El fusil estaba todo embarrado; lo limpié y lo dejé como nuevo.

Estuvimos algunos días en aquel lugar haciendo lo de siempre, los veteranos jugando a las cartas y yo mirando, pe-ro esto duró poco, porque nos trasladaron a las trincheras, frente a la ermita de Santa Quiteria. Por lo que estaba vien-do, la columna aquella estaba destinada a cubrir líneas, más que a otra cosa, y esto no era muy malo porque en una guerra hay misiones mucho peores. Por ese lado había tenido suer-te, porque las unidades de choque ganaban más dinero, pero también morirían más hombres.

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Llamaron para darnos la paga, y cuando el comisario de la compañía me entregó las trescientas pesetas de un mes, me dijo: “¿Tú das algo para el Socorro Rojo Internacional?”. Le entregué cincuenta pesetas y el comisario me dijo: “¿Nada más que esto das, muchacho?”. Me quedé sorprendido, por-que creía que había entregado una cantidad razonable, y le pregunté: “¿No es lo que se quiera dar voluntariamente? Por que si no es así, sin pedirlo, se puede quedar con todo”. Y me dijo: “Llevas razón, muchacho, di que venga otro”.

Estas cosas y otras que yo observaba me hacían compren-der la distancia que hay entre lo que se dice y lo que se hace, o sea, entre la teoría y la práctica, porque los ideales nacen de un hombre, en sus principios, y son puestas en práctica por muchos hombres, con sus defectos y errores.

Yo, en aquellos lejanos días de mi juventud, tenía muy po-ca experiencia sobre el comportamiento humano, pero aun así comprendía que no obraban correctamente, como man-dan todos los ideales conocidos.

Eran los primeros días del mes de mayo de aquel año 1937, y seguíamos cubriendo líneas en las trincheras de Tardienta. Los días pasaban lentamente y sólo la llegada de alguna car-ta rompía la monotonía de la vida de trincheras, pero ocurrió una novedad que nos causó una gran extrañeza, porque co-locaron centinelas vigilando nuestra retaguardia y no encon-trábamos una explicación lógica y razonable sobre el motivo de aquella medida. Después de unos días nos dijeron que en las calles de Barcelona habían estado luchando los anarquis-tas y las fuerzas del Gobierno de la República. Pensé que era una locura, y lo que tenían que hacer era dejar los egoísmos y apetencias a un lado y apretar nuestras filas en un esfuerzo común, para lograr lo único importante en aquellos momen-tos: ganar la guerra. Una vez ganada ésta, ya habría tiempo de resolver las diferencias de criterios, que desde luego eran muchas.

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La otra novedad de aquellos días fue un avión enemigo que la tomó con la cuba del agua, y hasta que no la llenó de agujeros no se fue tranquilo, perdiéndose la cuba y el agua.

Todos los meses se marchaba alguno con permiso, y a mí no me decían nada. Hablé con el capitán y me prometió que en el próximo mes de junio me daría permiso. Cumplió su pa-labra, porque el día 1 de junio de 1937 salí de Tardienta para Barcelona, con un mes de permiso.

Ya tenía ganas de ver y abrazar a mi padre y descansar del frente, con sus guardias de madrugada y sus peligros. Cuan-do pasé por delante de la fabrica de harina pude ver por ulti-ma vez aquel letrero que decía “HARINERA DE GABIN PRA-DEL”, que el paso de los años no ha borrado de mi vida, y que conmigo morirá.

El tren había recorrido los campos de la provincia de Huesca y entraba en los de Lérida. La vieja y jadeante locomotora deja-ba atrás los pueblos de Manresa, Tarrasa y Sabadell. Los milicia-nos gritaban a los campesinos que estaban trabajando sus tie-rras: “¡Camperols, la terra és vostra!”, y algunos de los que esta-ban en el tren decían: “Y el frut del que se lo menche”.

La tarde era cálida, y en los andenes de las estaciones gru-pos de chicas paseaban, seguramente descansando de una dura jornada de trabajo ante el telar o la continua de hilar. Al-gunas de estas jóvenes nos decían adiós con sus blancos pa-ñuelos que, desde la distancia, parecían blancas palomas de la paz. De una paz que todos deseábamos pero que aún no llegaba a las ensangrentadas tierras de España.

Hizo su entrada el tren en Barcelona de noche, y un chico, que también venía de permiso, me llevó a su casa; en ella pa-sé la noche y, muy de mañana, me trasladé a Sarriá en un tran-vía. Cuando le di al cobrador para que cobrara mi billete, no me quiso cobrar y me dijo que me tenia que bajar, porque no tenía cambio. Le dije que no me bajaba y que si de esta forma trata-ban a los que luchaban en los frentes. El cobrador fue a tocar el

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timbre para que me bajara pero yo continuaba sentado. En ese momento, una mujer que viajaba en el coche le dijo al cobra-dor: “Tenga, y cobre el billete de este chico, que yo tengo menos dinero que el sindicato, pero este chico no se baja”. Los tranvías de Barcelona los administraba la C.N.T. Quizá aquel hombre cumplía con lo ordenado, pero yo no traía calderilla del frente.

Mi padre se alegró mucho de mi vuelta, y se le notaba su orgullo de padre porque su hijo no había corrido cuando apuntaba para el frente y porque además había vuelto sano. Los jóvenes me hacían preguntas sobre la vida del frente y yo, quitándole importancia, les decía que todo es adaptarse a las circunstancias.

Me compré alguna ropa de calle, porque no tenia ninguna, y ya decentemente vestido fuimos a visitar a la familia de la Barceloneta. En algunos edificios se podían observar los ca-ñonazos de las luchas del mes de mayo.

En la fabrica de material de guerra había un dormitorio colectivo para los jóvenes, y las personas mayores dormían en habitaciones de dos y cuatro camas. Yo dormía en una de estas habitaciones con mi padre. Una noche, en contra de la voluntad de mi padre porque algunas noches se peleaban los chicos y habían problemas, me acosté en el dormitorio de los jóvenes. Era de madrugada cuando me despertaron de mala manera y pensé que sería una broma de los jóvenes, pero es-cuché que me decían: “¡La documentación!”. Medio dormi-do se la entregué, la miraron y me dijeron que me vistiera; lo mismo hicieron con otros chicos, nos montaron en un ca-mión y nos llevaron a una cárcel provisional que había en las Ramblas. Yo no comprendía por qué me habían detenido, ya que me encontraba de permiso del frente, y los demás jóve-nes trabajaban en la fabrica de material de guerra. Nos tuvie-ron 24 horas sin decirnos nada ni darnos alimentos, en una habitación sin otra cosa que las cuatro paredes. Nos dijeron que no nos asomáramos al balcón porque los centinelas dis-

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pararían. Al día siguiente por la noche nos llevaron a la Cár-cel Modelo de Barcelona.

Durante el traslado, le dije a uno de los policías que nos llevaban: “¿A mí por qué me detienen, si estoy con un mes de permiso del frente?”. El policía me miró y me dijo: “Todo se arreglará a su debido tiempo”. En un calabozo en el que había presos comunes y borrachos pasé la noche; de madru-gada llegó un afeminado y entre éste y el borracho la liaron. Nadie durmió ni descansó, si es que en aquel denigrante lu-gar se podía dormir o descansar. El orín llegaba hasta casi la entrada del calabozo y el olor era insoportable. En las prime-ras horas de la mañana entró un hombre con un papel y un lápiz en las manos y preguntaba por los presos políticos. Yo no sabía a que categoría de preso me tenía que apuntar, pero como no había cometido ningún delito, pues, según el com-pañero del papel y el lápiz, yo era político. Me trasladaron al pabellón de estos presos y a los dos días de mi llegada se de-claró una huelga de hambre por no sé qué motivo, pero fue una nueva experiencia para mí.

A los quince días de mi llegada me dieron la libertad por-que mi padre pudo demostrar, con las cartas que yo le manda-ba desde el frente, que en el mes de mayo yo no estaba en Bar-celona y, por lo que se pudo ver, la policía buscaba a los que lucharon en las calles contra el Gobierno. Después de aquella mala experiencia pensé en la injusticia que se había cometido conmigo y con otros, y que aquello no tenía nada que ver con la idea de libertad por la que yo luchaba. Entonces decidí no incorporarme al frente. Me quedé trabajando en la fábrica de material de guerra hasta que llamaron mi quinta, la del 39.

Muy poco me había durado lo bueno, porque todas las maña-nas, antes de trabajar, tenía que hacer una hora de instrucción y hasta me tuve que aprender una copla sobre la guerra en catalán. Pasaron algunos días y nos trasladaron al campamento premilitar de Pins del Vallés, hoy y antes de la guerra San Cugat del Vallès.

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EN EL CAMPAMENTO PREMILITAR DE PINS DEL VALLÈS

En el mes de diciembre del año 1937 nos llevaron al campa-mento premilitar de Pins del Vallés. En este lugar fue cuando, por primera vez, me dieron una buena instrucción militar. En el campamento había una gran actividad desde la mañana a la noche y, cuando tocaban diana, lo hacían de una forma muy distinta, porque el comandante del campamento, por los alta-voces, decía: “Ya han estado bastante tiempo en posición hori-zontal, así que a hacer ejercicios para fortalecer el cuerpo”.

Empezábamos el día con una marcha de unos tres kilóme-tros y varios ejercicios militares hasta la hora del almuerzo; por la tarde, teórica, y una vez por semana una gran marcha. En una de estas marchas me pidió el teniente que le ayudara a gastarles una broma a los camilleros. Se trataba de dejarme caer y hacerme el lastimado; así lo hice y me llevaron en la camilla hasta el campamento. Cuando llegamos y me vieron salir corriendo, miraron los camilleros al teniente, y éste les dijo: “Vosotros tenéis que tener también una buena instruc-ción práctica”.

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Pidieron voluntarios para un cuerpo de guerrilleros y yo, después de pensarlo, me apunté. Estuve en una masía o casa de campo, en la que nos daban muy buena comida y mejor trato, pero llegó una orden desde Barcelona, y nos mandaron nuevamente al campamento. Nos dijeron que, como no ha-bíamos jurado la bandera de la República aún, pues no podía-mos marcharnos voluntarios.

Nuestra preparación militar estaba terminando y muy pronto nos mandarían al frente.

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SALIDA DEL CAMPAMENTO DE PINS DEL VALLÈS, PARA EL FRENTE DE ARAGÓN

Salimos para el frente en el mes de febrero del año 1938. La unidad estaba compuesta por soldados muy jóvenes pe-ro muy bien preparados militar y físicamente, aunque en las trincheras todo cambia; hace falta algo más, y eso lo da el pa-so de los días y las duras madrugadas.

Los familiares de mis compañeros esperaban con impa-ciencia y mucho nerviosismo que el tren se pusiera en mar-cha, llorando y besando a sus jóvenes hijos. A mí no me des-pedía nadie, pero pensaba yo que todas aquellas madres ca-talanas eran mis madres, y también lloraban y me despedían a mí.

El tren se puso en marcha y fue dejando atrás la ciudad de Barcelona y miles de corazones angustiados. El viaje no fue muy malo y en el pueblo de Codo dejamos el tren para conti-nuar el viaje caminando. Nos llevaron a una segunda línea en la que había soldados veteranos descansando de las trinche-ras. Estos veteranos tuvieron un comportamiento muy distinto a los de la Sierra de Alcubierre, a los que yo recordaba mucho,

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pero con gran afecto y sin rencor, porque algunos de ellos ni vivirían ya. Estos veteranos del pueblo de Alcorisa (Zaragoza), nos enseñaron a hacer aceite con las aceitunas que había al pie de los olivos. Lo hacían triturando las aceitunas dentro de un saquito de los que teníamos para construir los parapetos y agua hirviendo, dejándolo reposar 24 horas. El aceite nos ser-vía para alumbrarnos y para comer con el pan.

Nos dieron fusiles nuevos. El mío tenía mucha grasa, que tuve que limpiar. También lo desarmé y lo armé. Estos fusiles eran muy distintos a los españoles, y algunos de nosotros no podíamos con ellos.

Algunos días hacíamos la instrucción por pelotones, y los veteranos decían que la hacíamos muy bien, pero que en el frente no servía para nada.

Poco tiempo duró lo bueno, y fuimos trasladados a pri-mera línea de fuego. Nuestras posiciones eran de más altitud que las del enemigo, y desde nuestras trincheras se dominaba gran cantidad de terreno de su retaguardia. A la derecha de nuestra posición y en la lejanía se divisaba una difusa línea plateada que brillaba con los rayos del sol; era el río Ebro.

A los pocos días de haber llegado me sentí enfermo, me dieron un purgante y me rebajaron de servicio de parapetos durante unos días, pero por la noche me llamó el sargento pa-ra que me levantara. Yo le dije que estaba enfermo y rebaja-do de hacer servicios, y el sargento, con voz de enfadado, me dijo: “Coge tus cosas y el fusil”. Yo le dije: “¿Es que nos rele-van?”. Y el sargento, gritando, me dijo: “¡No preguntes más y sal para afuera!”. Cuando salí al exterior pude ver que to-dos estaban esperando para ponernos en marcha y que todo era silencio y quietud. Nos marchamos dejando las trinche-ras abandonadas para que el enemigo las ocupara sin pegar un solo tiro.

Dieron la orden de caminar ligero y en fila de a uno. Yo, entre la enfermedad y aquel jaleo, me encontraba muy con-

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fuso. Después de algunas horas de caminar se hizo de día y pude ver que no era sólo mi unidad la que dejaba todo aquel territorio en las manos del enemigo, sino miles de hombres en retirada que hasta el momento se hacía en orden. A la caí-da de la tarde dieron la orden de que mi unidad se desviara hacia la derecha de la carretera por la que marchábamos. Nos adentramos en el terreno que antes habíamos dejado. Estuvi-mos toda la noche parapetados en unos montículos de poca altitud, pero que dominaban el terreno que teníamos delante de nosotros. Pasamos la noche en vigilancia y no vimos nin-gún enemigo. Amaneció y nos fuimos para continuar la re-tirada hacia tierras catalanas, quedando atrás las tierras de Aragón, que costaron mucha sangre y que ahora se perdían sin pegar un solo tiro.

Todo el segundo día de la retirada lo pasamos caminando y sin comer nada, pero lo que más nos preocupaba era llegar al puente sobre el río Ebro para no quedarnos aislados y casi prisioneros del enemigo. Hasta aquel momento todo funcio-naba “normal”, aunque no teníamos alimentos ni agua. So-bre todo, el deseado puente, que parecía que lo estuvieran trasladando hacía adelante, ¡tantas eran las ganas que tenía-mos de llegar y cruzar el río!

La noche volvió a caer sobre las tierras de Aragón y el sue-ño y el agotamiento no nos dejaban caminar, pero había que hacerlo, porque no podíamos pararnos hasta que no estuvié-ramos en la otra orilla del Ebro. Muy de madrugada apareció ante nosotros el deseado puente y rápidamente nos adentra-mos en él y pasamos a la otra parte. No me acuerdo cómo ni cuándo me tendí en la otra parte, pero unos gritos dados con fuerza me despertaron, y al que estaba cerca de mí le pregun-té: “¿Qué dicen?”. Y me dijo: “Que van a volar el puente y avi-san del peligro”. Mi sueño y mi agotamiento eran muy gran-des, pero no pude hacer otra cosa, ante el peligro cercano, que ponerme de pie y en marcha. En aquel momento éramos

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los que estábamos más cerca del puente de aquel ejercito en retirada. Entre el mal momento por el que estaba pasando, el agotamiento, el hambre y el sueño, no veía nada clara mi situación, ni la de aquel ejercito republicano en retirada. La claridad de un nuevo día se vislumbraba por el horizonte y pensé que podían mejorar las cosas, pero no fue así, porque entonces fue cuando me di perfecta cuenta de que aquello no era un ejército en retirada, sino grupos de hombres ham-brientos, agotados y desorientados y, sobre todo, en la más completa desorganización y falta de disciplina. Pude ver có-mo algunos oficiales, pistola en mano, amenazaban para que nos detuviéramos y nos agrupáramos, para detener aquellas desbandadas de hombres contagiados de miedo. Pero no po-dían darnos lo que más falta le hacía a aquel puñado de hom-bres: descanso, alimentos y agua.

En la tarde del tercer día de retirada, un oficial pudo reunir un grupo de unos cien hombres; ordenó que nos parapetára-mos cerca de una estrecha carretera y, con los machetes y al-gunas piedras, hicimos unos parapetos y allí pasamos la no-che esperando al enemigo.

Estaba empezando a amanecer cuando en la lejanía y en di-rección al río se empezó a escuchar el ruido de una tropa que venía por la carretera. Se hizo de día y pude ver que era un gran contingente de tropas y que los teníamos a unos mil me-tros. El enemigo no nos había visto y nuestros oficiales dieron orden de no disparar hasta que estuvieran a buena distancia, para más seguridad. La tropa que venía formaba un gran rui-do y hasta parecía escucharse algún instrumento musical, o sea: iban seguros y confiados. Cuando estuvieron a unos cien metros de nosotros, dieron la orden de disparar. Para ellos fue una sorpresa el fuego de nuestros fusiles y ametralladoras. Se escucharon voces de mando y rápidamente se desplegaron por aquel terreno. Al rato, una lluvia de metralla caía sobre noso-tros. Eran disparos de artillería rápida, de una rapidez endia-

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blada, y que pronto hizo su efecto en aquella tropa cansada, hambrienta y sin un mando conocido. Nadie había dado la or-den de retirada de aquel monte pero, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, en el monte no quedó nadie. Teníamos an-te nosotros una gran llanura, un día entero del mes de marzo; sed, hambre, un gran agotamiento que, unido a nuestra desor-ganización, hacía que yo viera muy negro nuestro futuro.

Seguíamos retrocediendo por las tierras de Aragón. El ene-migo no disparaba con sus cañones, pero un avión de recono-cimiento dio varias vueltas sobre nosotros y se marchó.

Hacía calor caminando por aquella llanura. Era la hora del mediodía y, más que el hambre, era la sed la que me ven-cía. Menos mal que, entrada la tarde, encontré una charca en donde bebí y llené la cantimplora. Se hizo de noche y dijeron de descansar. Estaba tan agotado y tenía tanta hambre que todo me daba igual, así que me tendí en la tierra y dije para mí: “¡Que sea lo que Dios quiera!”.

Mi sueño fue muy corto y, cuando me despertaron brus-camente y abrí los ojos, me encontré con una cara descono-cida. Lo primero que pensé era que había sido hecho prisio-nero, pero cuando me fijé en su ropa, me di cuenta que era un sargento de nuestro ejército que me decía: “Despierta, que nos vamos”, cogiéndome por un hombro. Aquel sargento fue despertando a todos los que estábamos durmiendo tirados en el suelo, y todos se levantaban con la misma ligereza que lo había hecho yo: muy lentamente. Cuando me espabilé pude observar que también había un teniente que daba órdenes de ponernos en marcha. Caminamos hacia el terreno dejado el día anterior al enemigo y, cuando retrocedimos unos kiló-metros, nos ordenaron construir unos parapetos. Se hizo de noche, se montaron unos puestos de guardia y, sin novedad, amaneció un nuevo día, que era el quinto de la retirada.

A media mañana un avión nos dio algunas pasadas con ráfagas de ametralladora, se marchó y todo quedó en silen-

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cio, pero cuando pasaron unos minutos se escucharon gritos que decían: “¡Que vienen!”. Se formó un gran revuelo, pero yo miraba y no veía que viniera nadie. Empezaron a correr unos detrás de otros y pasó como en los días anteriores. Se hacia un esfuerzo inútil, buscar al contrario, para salir co-rriendo después. Aquello era muy malo para un ejército que ya tenía bastante con la falta de alimentos y su retirada. Yo no pude ver nunca ni caballería mora ni carros blindados enemigos, pero sí pude ver durante aquella retirada una de-rrota que tendría graves consecuencias para el ejército repu-blicano.

En algún momento, cuando se producían aquellas des-bandadas, pude ver como algunos oficiales nos amenaza-ban con sus pistolas para que no se corriera, pero los solda-dos republicanos habíamos perdido el sentido de la respon-sabilidad, la disciplina y el deber. Aunque también pensaba yo que no sólo los soldados éramos culpables de aquel de-sastre. No se pensaba que de seguir de esta manera nos per-judicaríamos todos, perdiendo la guerra. Aquellos que lan-zaban los gritos más bien parecían agentes enemigos que soldados republicanos.

En una de aquellas alocadas carreras, después de haber corrido algunos kilómetros, nos encontramos solos un chi-co de Barcelona, de los de Pins del Valles, y yo. Era casi de noche y acordamos pasarla en una paridera hasta que ama-neciera. Nos encontrábamos hambrientos y agotados; muy pronto nos quedamos dormidos y, cuando amaneció, nos pu-simos de acuerdo en que teníamos que hacer un esfuerzo y tratar de encontrar nuestra unidad, cosa bastante difícil, pero había que intentarlo.

Caminando por montes y caminos, sin rumbo fijo y des-orientados, sin haber comido nada desde que salimos de las trincheras y sin jefes que nos guiaran, más que soldados éra-mos caminantes errantes y abandonados a su suerte. Pasado

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el mediodía encontramos a un grupo de soldados que estaban en las mismas condiciones que nosotros y les preguntamos por nuestra unidad, nos dijeron que no sabían nada pero que les parecía que estaba por delante de nosotros.

Seguimos caminando con la esperanza de que terminara alguna vez aquella confusa situación. Teníamos las cantim-ploras vacías y la sed nos hacía sufrir más que la falta de ali-mento. Conforme caminábamos, íbamos mirando de encon-trar agua, y en la lejanía divisamos una casa. Hacia ella nos dirigimos, y tuvimos suerte, porque tenía un pozo y en él lle-namos las cantimploras. Recorrimos la casa y aquello sí que fue una suerte, porque encontramos cajas de botes de leche. Seguramente en aquel lugar había estado una intendencia y en su precipitada marcha las habían dejado, o quizá no tu-vieran suficientes vehículos para su traslado; fuera de una forma o de otra, a nosotros nos venía muy bien. Con el ma-chete abrimos una y bebimos de aquella dulce y buena leche. En los macutos guardamos algunos botes y los demás los de-jamos en el mismo lugar. Reconfortados por aquel alimento continuamos nuestra marcha que, más que esto, era un duro peregrinar.

Declinaba la tarde de aquel día del mes de marzo y, en nuestro deseo de orientarnos mejor, habíamos escalado hasta la parte más alta de una montaña. Tuvimos suerte, porque des-de allí arriba se veía un paisaje reconfortante y digno de pintar-se en un cuadro. Su visión nos dio moral: ante nosotros un río, que era el Cinca, y sobre él un puente que, cosa rara, se encon-traba intacto. Todas aquellas huertas se encontraban salpica-das de pequeñas casas y, en la orilla izquierda del río, distante de él, en un terreno más elevado, se encontraba el pueblo de Fraga. Después de estar unos momentos contemplando aque-lla maravillosa vista, que por unos momentos nos hizo olvidar la guerra y nuestros problemas, bajamos al llano, en donde había árboles frutales pero sin fruto: estaban verdes. Aquellas

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huertas estaban muy bien cuidadas. Entramos en una de aque-llas casitas y comprobamos que sus dueños la hacían servir pa-ra guardar las herramientas y aperos de labranza.

Salíamos de la casa y nos disponíamos a seguir caminando cuando llegó a nuestros oídos el, para nosotros, inconfundi-ble sonido de la aviación. Eran tres “pavas”2 y, por sus duros ronquidos, tenían que ir muy cargadas. Entramos nuevamen-te en la casa y los aparatos pasaron por encima de nuestras cabezas, en dirección al pueblo de Fraga, en donde descarga-ron sus mortíferas cargas que, más que en las casas del pue-blo, hicieron blanco en la empinada carretera que lo bordea-ba. Una gran humareda hizo que éste se perdiera de nuestra vista.

Los aviones, cumplida su macabra misión de muerte y des-trucción, se fueron en la misma dirección que habían venido. A mí me extrañó mucho que no bombardearan el puente. Se hizo de noche y decidimos pasarla en aquella casa. Hicimos lumbre para calentar la leche de bote y, después de beberla, nos quedamos dormidos.

Amaneció un nuevo día, en que sabe Dios lo que el des-tino nos tendría preparado. Abrimos otro bote de leche y lo calentamos. Estaba de leche hasta la coronilla, pero no había otro alimento.

Emprendimos la marcha y cruzamos el puente sobre el río Cinca. Llegamos a la orilla izquierda y nos adentramos en la carretera que la aviación había bombardeado la tarde anterior, en ella se podían ver los terroríficos efectos que habían causa-do; varias caballerías destripadas y carros destrozados se en-contraban en la carretera. Era un espectáculo desmoralizador, que nos hizo caminar más ligero para dejarlo pronto atrás.

Mi compañero y yo nos preguntábamos qué le habría pa-sado al ejército republicano del frente de Aragón, que no se

2 Heinkel He-46, de fabricación alemana (N. de la E.)

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le veía por ninguna parte, y que se encontraba perdido y difu-minado en aquella gran extensión de terreno que había entre los pueblos de Belchite, Quinto y Fraga, pasando por Lérida hasta Igualada. En todo este terreno se había perdido el Ejér-cito Republicano del Este (Aragón) como si se tratara de un litro de agua echada en un inmenso mar.

Habíamos caminado varios kilómetros desde que pasa-mos por Fraga y encontramos un control militar de carretera. Les pedimos información sobre el paradero de los mandos de nuestra brigada y nos dijeron que se encontraban en el pue-blo de Igualada, así que nos teníamos que dirigir hacia ese lugar. Guiándonos por unos postes de alta tensión y cruzando campos y montes, marchábamos camino de Lérida. Sobre las doce del mediodía, divisamos una casa o masía, como le lla-man en Cataluña, y nos dirigimos hacía ella con la esperan-za de que nos dieran alguna cosa para comer, porque nuestra hambre era terrible después de tantos días sin haber tomado ningún alimento sólido.

Llamamos a la puerta y a los pocos minutos salió una mu-jer de unos cincuenta años y dijo, hablando en catalán: “¿Qué volls noy?”. Le dije que teníamos hambre y que si ella podía darnos alguna cosa. La mujer, poniendo una cara llorosa, dijo: “No tinc res, els conills són petits, i tinc un fill al front”. Muy llorosa continuó su retahíla de “¡No tinc res! ¡No tinc res!”. Que en castellano quiere decir que no tenía nada, que los cone-jos eran pequeños y que tenía un hijo en el frente. Por desgra-cia morían muchos hombres todos los días y, a lo peor, aquella mujer nos había dicho la verdad, pero si nos había engañado, también se podía haber engañado ella misma. Nos marchamos de la casa, dejando a la mujer con sus lamentaciones.

Hacíamos por olvidar nuestra hambre y nuestro agotamien-to, aunque ahora se podía sobrellevar mejor, porque un día vi-no un camión lanzando pan, latas de carne y sardinas en con-serva, y no solo por el necesario alimento, sino por ver que se

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acordaban de nosotros, durante tantos días olvidados de todos. Hacía ocho días que habíamos salido de las trincheras, y el pan y las latas de conserva sabe dios dónde estarían ya; no podía-mos con nuestro cuerpo de tanto caminar, y sin comer un día y otro. Además en Cataluña no había parideras como en Aragón y teníamos que dormir mirando a las estrellas. En nuestro ca-minar hacia Lérida, nos encontramos un pueblo muy cerca del río Segre, Aitona. Era un pueblo pequeño y en una de sus ca-lles había una pequeña tienda. Entré en ella, sus estanterías es-taban vacías y detrás del mostrador estaba una mujer de unos treinta años; la saludé y le pedí que me vendiera algo de comi-da. Aquella mujer entró en la trastienda y salió a los pocos mi-nutos con un trozo de tocino, pan e higos secos. Le pregunté si tenía alpargatas y me miró muy extrañada; comprendí que no sabía lo de alpargatas y le pedí unas espaldeñas. La mujer son-río y entró en la trastienda, saliendo con las alpargatas en las manos; en mi vida había visto yo una tienda mas vacía y que tuviera de todo. Pensé que tendría los géneros guardados por miedo. Le pagué y nos marchamos.

En las afueras del pueblo nos sentamos y dimos buena cuenta de lo comprado, que para nosotros, después de tantos días sin comer, fue como un gran banquete. Con el estómago lleno y un calzado más ligero, nuestra moral subió unos en-teros; nuestro caminar era más rápido, dentro de lo posible después de tantos días de retirada.

Desde Aitona caminamos hacia Lérida y cruzamos el río Segre por el puente que había en la carretera general de Igua-lada a Lérida. En un camión militar hicimos los últimos kiló-metros hasta llegar al pueblo.

En Igualada estaba lo que quedaba de nuestra compañía: un teniente y cuatro soldados, y nosotros dos que llegábamos en aquel momento; y éramos más de cien hombres cuando salimos de las trincheras. Los que faltaban estarían, como ha-bíamos estado nosotros, desorientados y abandonados a su

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suerte por las tierras de Aragón y Cataluña. O prisioneros, he-ridos o muertos, cada uno cumpliendo su destino. Ese desti-no que juega con nuestras vidas, como el viento con las hojas caídas en el otoño.

Habíamos dejado atrás muchos kilómetros, haciendo lo peor y más desmoralizador de todas las misiones: perder te-rreno por el que otros derramaron su sangre para conquistar-lo. Ahora lo habíamos dejado en las manos del enemigo, pe-ro podíamos descansar con nuestra conciencia tranquila, por-que siempre cumplimos lo ordenado por los mandos, no en la retirada, sino en la gran desbandada del frente de Aragón, como se le podía llamar a lo vivido por todos los que formá-bamos el Ejercito Republicano del Este.

En el pueblo de Igualada estuvimos varios días, tras los cuales fuimos trasladados a Odena. Éste era un pueblo pequeño y nos alojaron en su teatro, en el que había un piano que todos quería-mos tocar e imitar a los grandes maestros, aunque ninguno sabía-mos. Fueron llegando algunos soldados, y el teniente empezó a organizar la compañía. Al soldado que me acompañó durante la retirada le dio el cargo de la oficina y a mí el de cabo furriel.

En cuanto tuve tiempo, le escribí a mi padre, que después de tantos días sin saber nada de mí estaría angustiado, aunque yo pensaba que en Barcelona sabrían muy poco de todo lo ocurri-do. Mi padre, en vez de contestarme a la carta, se presentó en Odena. También vino la madre de un chico de los de Pins del Vallès con el que yo había hecho amistad y que, hasta aquel momento, no se había presentado en la compañía. Esta mujer, muy angustiada, me preguntaba por su hijo, y al no poderle dar noticias de él nos decía que la estábamos engañando y que su hijo estaba muerto. Después de tres días esperando al hijo me dijo que se marchaba a su casa y que, si su hijo llegaba, que le mandara un telegrama. Antes de marcharse tenía que comprar huevos en una masía. La acompañé a la masía y, cuando venía-mos por la carretera hacía el pueblo, la mujer me hablaba de

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su hijo como si estuviera muerto. Yo no podía decirle nada más que la verdad: que no lo había visto y que no sabía nada de él, y que, en cualquier momento, se podía presentar, como lo hacían otros. Me dio una corazonada y miré hacía atrás en dirección a Igualada. Pude ver que venía un soldado con paso cansino y con su fusil en bandolera, en dirección nuestra. Pensé que, por su forma de andar, podría ser el hijo de aquella mujer, pues andaba de una forma muy particular, pero antes de decirle nada tenia que estar muy seguro. Se fueron acortando las distancias entre el soldado y nosotros y pude ver, con seguridad, que aquel sol-dado era el hijo de aquella mujer. Estando seguro de que le da-ría una gran alegría, le dije: “Señora, ¿qué haría usted si su hijo viniera ahora?”. La mujer me miró con su cara bañada en lágri-mas y me dijo: “Sería un milagro que yo viera a mi hijo antes de irme para Barcelona”. Y yo le dije: “Señora, mire para atrás, que allí viene su hijo”. La madre y su hijo se abrazaron fuertemente y todos juntos caminamos hacia Odena.

Pasaron unos días y fuimos trasladados en camiones al pueblo de Calaf, en donde organizarían la brigada que, con el paso de los días, fue aumentando de personal con los que mandaban desde los controles de carretera. Estos soldados habían pertenecido a otras unidades y, en cuanto podían, se marchaban para buscar su unidad o seguir sin control. Había días que a la hora de repartir el rancho o el tabaco me sobra-ban raciones, con el natural contento de los que se queda-ban, que se podían coger doble ración. Pero todas estas cosas fueron cambiando con el paso de los días, y después era al contrario, porque había poca comida y muchas protestas, y el que no comía era yo, si no me gastaba el dinero y me com-praba huevos para hacerme una tortilla.

Hacía algunos días que estábamos en el pueblo de Calaf, y mandaron que formara el batallón. Parecía que algo grave tenía que haber pasado, porque ordenaron que estuvieran en la for-mación el personal de oficinas, cocineros y furriel. Nos llevaron

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a las afueras del pueblo y, cuando estábamos esperando, vimos venir un pelotón de soldados con fusiles. En medio de ellos ve-nía un hombre vestido de paisano. Era uno de aquellos solda-dos que, desde los controles de carretera, habían agregado a la compañía. Le mandaron al hombre que se colocara de espalda al monte y frente al pelotón de soldados armados. El oficial nos dijo que aquel soldado se había marchado a su casa estando cumpliendo un servicio de armas y que sería fusilado. Al escu-char estas palabras, el hombre dijo: “Pero, ¿me van a fusilar?”. El oficial le dijo que sí. Aquel hombre llevaba puesta una gorri-lla, se la quitó y, tirándola hacia atrás, mirando fijamente al pe-lotón, -porque se había negado a que le taparan los ojos-, dijo: “Ya pueden tirar”. Y se escucho la voz del oficial: “¡Carguen... Apunten... Fuego!”. Una descarga cerrada se escuchó en el silen-cio de los campos de Calaf y aquel hombre, lleno de vida unos minutos antes, rodó por el suelo. Nos hicieron desfilar por de-lante del cadáver, dando el oficial un “¡Viva la República!” que los soldados contestamos con un “¡va!”; sólo “¡va!”.

Después de estos hechos me quedé muy confuso y, duran-te unos días, hasta sobró rancho. Desde luego, la situación era muy delicada para el ejército de la República después de la caída del frente de Aragón, y tenían que imponer la disci-plina, pero había sido muy duro ver morir a un hombre de aquella manera. Yo pensaba que, simbólicamente, nos habían fusilado a todos los que componíamos el ejercito de Aragón, porque, ¿quién estaba libre de culpa de lo ocurrido? Desde el más alto al más bajo. Y las palabras escuchadas en la madru-gada fría y húmeda de Tardienta recobraban actualidad y me hacían sufrir, porque no podíamos limpiar nuestras concien-cias con sólo decir: “¡Camaradas, es la guerra¡”.

También en la guerra, aunque suene a utopía, se puede ser humano, y... ¿Lo éramos? En la guerra sólo cuenta el deber, la disciplina, conquistar medallas y escalar puestos, todo pa-sajero y olvidadizo con el paso del tiempo; pero lo que no pa-

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sa nunca, porque es eterna, no para los hombres pero sí para Dios, es el alma humana que cada hombre lleva dentro de sí, así que, por insignificante que a los hombres nos pueda pare-cer, tenemos que luchar para que la humanidad destierre vie-jos moldes y se respete la vida de los hombres, como un teso-ro que solo a Dios pertenece. Y sólo de esta manera, respetan-do la vida de todos, sin hacer distinciones de ideas o razas, podrían los hombres arreglar sus problemas y vivir en paz.

En el pueblo de Calaf había un pequeño teatro, y los sol-dados hicieron pequeñas parodias y cantos. Eran de muy po-ca calidad, pero servían para relajarnos de la tensión nerviosa que la guerra producía.

Ya estaba la unidad organizada nuevamente en hombres y material, y se había formado una línea de fuego en la margen izquierda del río Segre. Hacia este lugar nos trasladaron a cu-brir líneas en estas trincheras. Nos encontrábamos frente a los pueblos de Aitona y Seros, que estaban en manos del enemigo. Era éste un lugar maravilloso por el río, las huertas con árboles frutales y el clima que hacía por aquellos días de mayo y junio de 1938. Muchos días no probaba el rancho y sólo comía fru-tas. Era un paraíso manchado por la maldita guerra.

Mi servicio de cabo furriel no era muy complicado, aunque algunas veces se complicaba según el lugar donde estaba la in-tendencia, porque en una guerra todo tiene peligro y suministrar también lo tenía. Yo tenía un ayudante que era el encargado de enganchar al mulo “Pocholo” al carro. Era un chico catalán de la provincia de Gerona, que no hablaba una palabra en todo el día y que siempre estaba pensando en la aviación enemiga. Cuando llegábamos a algún lugar, hacía su pequeño refugio y, cuando es-cuchaba los motores de aviones, se metía dentro. “Pocholo” y el carro le hacían un gran servicio a la compañía en el suministro diario y en los traslados de un frente a otro. Yo nunca había cuida-do un animal, y Pocholo era el que lo sufría, porque un día comía mucho pero no veía el agua y otro día era al contrario. Los trasla-

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dos de una trinchera a otra se hacían por las noches y en el carro se montaban los cacharros de cocina y los de oficina de la com-pañía. Oficiales, sargentos y todos los que podían, echaban en el carro sus macutos y hasta sus fusiles para transportar ellos me-nos carga, sin importarles que el pobre animal reventara y que mi ayudante y yo trabajáramos más que el mismo animal. Pero Po-cholo, con su lento caminar, llegaba a todas partes. Yo no sabía su procedencia, pero su antiguo dueño se tendría que acordar de él.

Un día veníamos con el suministro a la caída de la tarde y, cuando estábamos muy cerca de nuestro sector, empezaron a caer obuses de artillería. Mi ayudante conducía el carro y yo estaba sentado en los sacos del suministro, todo era tranqui-lidad y nadie hubiera dicho que estábamos en guerra, pero el silencio quedó roto por las explosiones de los obuses. Nos ti-ramos del carro y nos tendimos en tierra, pero el animal con-tinuó su marcha. Sentí gritar al ayudante y me arrastré hasta llegar a su lado. Le habían dado en un brazo con un trozo de metralla. Le hicieron una primera cura y lo evacuaron al hospi-tal. Miramos al animal y no tenía nada: él había seguido su ca-minar, y el ayudante, que estaba tendido en tierra, salió herido. Fue de las pocas veces que el suministro nos costó un herido.

Estábamos en el mes de junio del año 1938 y cubríamos lí-nea desde los pueblos de Aitona y Seros hasta la granja Escarpe. Yo seguía disfrutando de la gran variedad de frutas de aquellas tierras que hacían que me olvidara en algunos momentos de la guerra, pero como todo tiene su fin en esta vida, también lo tu-vo aquel regalo de la naturaleza. Fuimos relevados y trasladados a una segunda línea de retaguardia. Muy poco nos duró aquel descanso, porque en los últimos días del mes de julio del año 1938 empezó la gran batalla del Ebro.

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La aviación franquista bombardea los puentes del Ebro.

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EN EL FRENTE DEL EBRO

La gran caravana de camiones recorría con lentitud la carre-tera que nos conduciría al río Ebro. Llegamos al pueblo de Mo-ra la Nueva sobre las cuatro de la tarde, y los camiones se fue-ron adentrando con lentitud por el puente construido por los pontoneros. A mí me daba la impresión de que aquel puente no aguantaría la pesada carga de cada camión, ya que pasaban de uno en uno. Pero todos pasaron a la orilla derecha del río sin novedad. En unos minutos se hizo toda la operación, des-aparecieron los camiones rápidamente, por la misma carretera que habían venido. Los oficiales daban voces de mando, orde-nando que nos tapáramos debajo de los olivos y que nos aden-tráramos en el terreno, alejándonos de la orilla del río.

Un avión daba vueltas, y los mandos, muy preocupados, de-cían dando gritos que no se moviera nadie y que se cubrieran los platos y cantimploras. Aquél avión se fue y volvió la calma. Teníamos el temor de que, antes de que se hiciera de noche, nos bombardearan los aviones enemigos, porque todo aquel terreno de la orilla del río estaba lleno de embudos de bombas. Nada más caer la tarde nos ordenaron ponernos en marcha. Se cami-

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naba en fila de a uno y con mucha dificultad, por lo accidenta-do del terreno. No descansamos en toda la noche y nos amane-ció caminando. Sobre media mañana se escucharon motores de aviación y voces de mando. Todos corríamos hacia un bosque de pinos, en donde estuvimos hasta que se fue aquel avión de reconocimiento, “el chivato”, como le llamábamos nosotros.

Continuamos la marcha y ahora lo hacíamos en fila de a uno, también llamada fila india. Avanzábamos por una estre-cha carretera bordeada de pinares. Bien entrada la mañana pasamos por el pueblo de Villalba de los Arcos. Por el estado en que se encontraban sus casas, se podía comprender que allí se habían librado duras luchas. En el suelo se veían fotos y recuerdos familiares, todo en el más completo desorden. ¿Qué sería de sus antiguos moradores? Los gritos de “¡avia-ción, aviación!” me hicieron volver a la realidad. Salimos co-rriendo de las casas del pueblo y nos adentramos en un pi-nar. El avión daba vueltas y más vueltas y parecía que tuvie-ra olfato y nos hubiera olido. Una ametralladora antiaérea se empezó a escuchar; estaba instalada en lo alto de un monte cercano y sus disparos secos y duros casi hacían daño en los oídos, su eco se multiplicaba por aquellos montes y cañadas. Después de un buen rato de inquietud, se marchó el avión y todo quedó en la más completa calma, como si en aquellas tierras no pasara nada. Todo fue un espejismo momentáneo, porque no podíamos movernos, ya que el avión aparecía y desaparecía constantemente.

Al final, tuvimos que estar todo el día escondidos y, cuan-do se hizo de noche, continuamos la marcha. Llegamos a la primera línea, antes del amanecer se hizo el relevo. Los rele-vados se fueron con rapidez porque ellos ya sabían que cami-nar de día en el frente del Ebro era muy peligroso.

Haciendo el primer puesto le dieron un tiro en un brazo a un soldado de mi compañía. Alguien dijo que era un tiro de suerte, porque saldría del Ebro, pero yo pensé que era mejor

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que no le dieran a uno. Con el paso de los días pude compro-bar el continuo peligro en que se estaba durante las 24 horas del día y llegué a comprender por qué era un tiro de suerte el poder salir herido del frente del Ebro.

Aún no se había hecho de día cuando empezaron a explo-tar proyectiles de mortero. No nos dejaban salir de las chabolas y con ráfagas de ametralladoras barrían los parapetos, que no estaban muy bien cubiertos, quizá por la falta de tiempo para poderlos hacer mejor.

Mediaba la mañana del primer día cuando un enlace me llevó al lugar en que había de recoger el suministro. Para lle-gar hasta él, había que pasar por lugares batidos por el fue-go enemigo y en algunos había que hacerlo arrastrándose por tierra, ya que las balas silbaban por encima de nuestras cabe-zas, haciendo muy difícil el abastecimiento.

Todas aquellas tierras estaban muy bien cultivadas, y ha-bía viñas, higueras y almendros. En algunas tierras había también avellanas americanas. Solo en esto se parecía el Ebro al frente del Segre.

La primera noche fue de una gran sorpresa para nosotros, porque en la lejanía del frente y hacía nuestra izquierda se empezó a escuchar el disparo colectivo de fusiles y ametralla-doras, que se fueron aproximando a nuestro sector hasta pa-sarlo y recorrer todo el frente. Parecía como una traca en una feria de cualquier pueblo de España.

El frente del Ebro era muy diferente a todos los que yo ha-bía conocido; hasta en los hombres que cada día morían.

En estas trincheras, las horas más tranquilas eran las del amanecer, y yo las aprovechaba para recolectar algunas fru-tas. Primero me comía todas las que podía, y después llenaba el casco de acero. No era yo sólo el que lo hacía, pero había que volver antes de que amaneciera porque, de lo contrario, nos hubieran costado muy caras. También los hubo que, con el pretexto de coger las frutas, se pasaron al enemigo.

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Solo diez días estuvimos cubriendo línea en estas trinche-ras, y nos llevaron a un pinar en el que no podíamos mover-nos, porque en el frente del Ebro se podía decir que no había ni primera ni segunda línea: todo el frente era un infierno, siem-pre bajo el fuego de la artillería y la aviación o de los temidos morteros. Había que estar escondidos en los lugares mas insos-pechados, por temor a que nos localizaran. Los puentes sobre el río eran muy castigados por la aviación, y los que destruían de día, los pontoneros los tenían que reparar de noche.

Al segundo día de estar en el bosque de pinos, de madru-gada, nos dieron la orden de marcha y nos trasladaron detrás de la primera línea de fuego, muy cerca del pinar. Era un pe-queño llano que estaba poblado de olivos, y al pie de éstos nos ordenaron dejar los macutos y las mantas. Aquellos pre-parativos nos hacían esperar lo peor. Me encontraba muy ner-vioso y creo que mis compañeros lo estaban también. Con los claros de un nuevo día pude ver, entre los olivos, tres carros blindados, y que a uno le faltaba una cadena, por lo que es-taba averiado. Observé que, muy en silencio, estaban dando ordenes, y pensé que ya había llegado la mala hora, pero que-dé sorprendido, porque nos ordenaban recoger las mantas y macutos y que nos marchábamos. ¿Qué había pasado? No lo llegamos a saber, aunque comentarios los hubo para todos los gustos. Toda la noche intranquilo para nada, pero esto, en el frente del Ebro, era tener mucha suerte.

Por aquellos días del mes de agosto del año 1938, la arti-llería enemiga lanzaba miles de proyectiles sobre las posicio-nes de las sierras Caballs y Pandolls. Eran terribles bombar-deos que calcinaban todo aquel terreno y levantaban grandes columnas de humo. Después de una machacona trituración, pensarían que no habría nadie con vida en aquellas posicio-nes, y se lanzaban al ataque. Eran rechazados una y otra vez, dejando muchos hombres en el terreno, barridos por las ame-tralladoras, fusiles y bombas de mano.

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Y así, un día y otro, en un desgaste inútil y suicida.También en el aire se desarrollaban algunos combates, no

tantos como hubiéramos deseado, porque diariamente veía-mos la superioridad de la aviación enemiga sobre la nuestra, no en valor, pero sí en cantidad y calidad de los aviones. Los aviones enemigos, desde que amanecía el día hasta que tras-ponía el sol, estaban volando y machacando todo lo que se movía, y lo que no se movía también, como los puentes so-bre el Ebro.

Un día se entabló un combate entre dos aparatos de caza de los dos bandos. Uno de los aviadores se lanzó en paracaí-das y éste no se abrió. Lo veíamos caer hacia una muerte se-gura. En algunos de estos combates, si veíamos que nuestros aviadores no lo pasaban muy mal, los soldados republicanos tocaban las palmas llevados por su entusiasmo.

Nos encontrábamos escondidos en una vaguada por temor a la aviación, muy cerca de la posición del Coll del Coso, y nada más hacerse de día se escucharon motores de aviones. Eran varias “pavas”, que dieron varias vueltas como si busca-rán el objetivo deseado, y en una de aquellas vueltas el silbi-do de las bombas me hizo temer lo peor. No sabíamos donde meternos, ni había donde hacerlo, y en todo aquel largo día del mes de agosto de 1938 lanzaron muchas toneladas de me-tralla sobre el Coll del Coso y sus alrededores, convirtiéndolo en un volcán de fuego y muerte. Lejos de donde me encon-traba se escuchaban gritos de dolor y de pedir auxilio y, entre una y otra pasada de los aviones, acudían a socorrerlos. Más de una vez, camilla, herido y camilleros salían por los aires al explotar una bomba.

Con el buen apetito que teníamos, en todo aquel día na-die comió nada, aunque hubo un montón de chuscos y latas de conservas en el pinar, para que se comiera. El constante y machacón bombardeo nos tenía en una gran tensión nerviosa de temor e impotencia que no nos dejaba pensar en nada que

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no fuera aquel peligro que teníamos sobre nuestras cabezas. Nunca en mi vida he deseado con más ganas que se ocultara el sol, para que terminaran los bombardeos y poder relajarme un poco, si esto era posible en el frente del Ebro.

Por fin se hizo de noche en las trituradas y ensangrenta-das tierras en las que habíamos estado esperando nuestro úl-timo momento y, como si todo estuviera muy cronometrado, se escucharon voces de mando, y todos corrían hacia la parte mas baja de la vaguada en dirección del Coll del Coso. Yo no sabía si correr o estarme quieto, porque no me habían dado ninguna orden y, por el cargo que tenía, me debía quedar. Un enlace pasó corriendo y le pregunté: “¿Qué pasa?”. Y me con-testó: “¡Que nos están atacando en el Coll del Coso!”.

Desde la distancia se escuchaban los disparos y las explo-siones de las bombas de mano y morteros. Por la empinada vereda de la vaguada que llevaba hasta la carretera de Gande-sa pude ver como traían los camilleros a los heridos y subían trabajosamente su cimbreante carga de hombres doloridos. En una de aquellas camillas llevaban al chico que encontró su ma-dre en Odena. Le habían dado un tiro en el costado derecho. Le di ánimos que yo no tenia y pensé que podía ser un tiro de suerte, y así fue, porque salió del Ebro y no volvió más, incor-porándose a la compañía en el frente del Segre.

Amaneció un nuevo día y yo tenía que suministrar el de-sayuno. Los cocineros lo tenían preparado, pero yo no sabía dónde se encontraban. Con el barreño y el café, me fui hacía las trincheras, le pregunté a un enlace y éste me dijo: “Sígue-me, que si no han perdido la cota, yo sé dónde están”. Y con su ayuda di con ellos.

Cuando llegué con el desayuno no estaban luchando, pe-ro explotaban proyectiles de morteros continuamente y había que estar dentro de las chabolas para no ser herido por la me-tralla. El suministrar se había complicado y se comían sardi-nas en aceite, jamón de York y pan.

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Así fue el frente del Ebro: se luchaba y se perdía la vida por un metro de tierra que a las pocas horas había que de-jarlo en las manos del contrario, y de esta manera noche tras noche y día tras día en un esfuerzo y un desgaste inútil y so-brehumano se aniquilaban las mejores unidades de los dos ejércitos en lucha.

Una noche en que mi compañía había estado defendiendo una cota (colina o monte) y el capitán ordenó la retirada, de-jando la posición en manos del enemigo, el alto mando dio la orden de que el capitán y el comisario fueran fusilados por sus mismos hombres. El comisario político era de Barcelona y estaba considerado como un buen luchador de la causa y un buen hombre, pero fue fusilado como si fuera un cobarde. Y es que en cada hombre puede haber un valiente o un cobar-de, pero no somos nosotros, sino nuestro destino, el que deci-de lo que seremos durante nuestra vida. Para estos dos hom-bres, que habían sido fusilados por sus mismos compañeros -los mismos que pensaban de ellos que eran unos valientes, porque habían estado luchando toda la noche y dándoles áni-mos para que no decayeran en la lucha- y que pudieron ser condecorados por su valor, su sino era, y se cumplió, el de ser fusilados en el frente del Ebro. No ocurrió lo mas fácil: que una bala o metralla del enemigo los matara. Ironías del des-tino, porque aquellos dos hombres murieron con el grito de “¡Viva la República!” en sus labios.

Después de estos hechos nos sacaron de la primera línea porque la compañía había quedado muy diezmada y los po-cos hombres que quedaban estaban agotados. Nuevamente había que estar escondidos todo el día por temor a la avia-ción, porque siempre estaba dando vueltas el avión de reco-nocimiento, “el chivato”, como le decíamos nosotros, y aque-lla mañana nos tuvo que localizar porque, nada mas desapa-recer, la artillería nos estuvo machacando con sus proyectiles. Estábamos metidos en embudos de bombas y otros acciden-

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tes del terreno y se escuchaban gritos de dolor y lamentos. A uno de los heridos, un trozo de metralla le había destrozado un cachete y la sangre brotaba con fuerza. Lo colocaron en la camilla boca abajo y se lo llevaron para evacuarlo. Aunque saliera del frente del Ebro, no se podía decir que era una he-rida de suerte.

La evacuación de los heridos también tenía grandes difi-cultades y, en el cruce de la carretera de Gandesa, se podían ver heridos en las camillas esperando ser evacuados a los hos-pitales. Creo que el alto mando pensaría que en esta segunda línea teníamos mas bajas que en las trincheras, porque nada mas ocultarse el sol nos ordenaron dejar aquel lugar en don-de la artillería enemiga nos había castigado todo el día, y nos trasladaron muy cerca del pueblo de Ascó, en unas arboledas a la orilla derecha del río Ebro. Era un buen lugar, mientras la aviación enemiga no nos oliera. Se hizo de noche y, hacia nuestra derecha, en dirección de la orilla izquierda del río, se escuchaban ruidos y movimientos de vehículos. No sabía lo que era, pero una noche estuve observando y pude ver que, cuando declinaba el sol, los pontoneros montaban un puente y empezaban a pasar suministros y material. Era una manera de luchar contra la poderosa aviación enemiga.

Era el mes de octubre de aquel año 1938 estábamos acam-pados en la margen derecha del río Ebro y se desencadenó un gran temporal de agua que nos obligo a abandonar aquel lugar y buscar refugio en las casas del pueblo de Ascó. En las casas se estaba bien porque con la lluvia a la aviación enemiga no se la veía y no había peligro. Sólo hacía dos días que estábamos en las casas del pueblo cuando me sentí enfermo, tenia fiebre, y fui al servicio médico en donde me reconocieron y me toma-ron la temperatura. Me evacuaron al hospital de Reus, porque les parecía que tenia paludismo, y para mí que lo que yo tenía era la lluvia que me había caído en la orilla del río. De una for-ma o de otra, salí del Ebro sin un tiro de suerte.

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Esperaron que fuera de noche para cruzar el río, y la am-bulancia penetro en la gran balsa. Ésta lentamente se fue aproximando a la margen izquierda del río y, con una ma-niobra rápida, la ambulancia salió de la balsa y emprendió la marcha hacia la estación de ferrocarril. Una vez acomodado en el vagón me quedé dormido. Cuando me desperté estaba en una cama del hospital de Reus (Tarragona).

Me encontraba en una sala en la que había heridos bajo los efectos de la anestesia, y hablaban sobre los malos mo-mentos vividos en las trincheras. Llamaban a su madre, dan-do gritos de dolor y desvaríos. No pude dormir en toda la no-che escuchando aquellos desgarradores lamentos y quejidos que ponían los pelos de punta en el silencio de aquella sala del hospital de Reus.

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SALIDA DEL HOSPITAL Y NUEVAMENTE EN EL FRENTE DEL SEGRE

Salí del hospital de Reus el día 1 de noviembre de 1938 y me dirigí hacía el pueblo de Marça-Falset, en el que suministré y pregunté por mi brigada. Me dijeron que había salido del Ebro, que se encontraba en el pueblo de Alcoleche y muy cerca del frente del Segre. En los camiones que continuamente circulaban por los caminos y carreteras llevando suministro y material de guerra me trasladé hasta el lugar que me habían indicado. Me presenté en el mando del batallón y me mandaron a mi compa-ñía, en donde me dieron el mando de una escuadra, porque el cargo de furriel ya estaba ocupado. No me desagradó el cambio, porque ya estaba cansado últimamente de este servicio.

Me interesé por algunos compañeros que había echado en falta y me contaron los últimos días vividos por ellos en el frente del Ebro; cómo algunos compañeros habían muerto y otros estaban heridos o prisioneros.

La retirada había sido muy dura, y el XII Cuerpo de Ejérci-to, al que pertenecíamos nosotros, había tenido muchas ba-jas. ¡Tantos sacrificios y tantas vidas perdidas para nada! Sólo

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para que la historia pueda decir que la batalla del Ebro fue la mejor operación de la Guerra Civil española.

Por su planteamiento y sorprendente rapidez en los prime-ros momentos del paso del río, en aquel 29 de julio de 1938 se ocuparon las trincheras enemigas por sorpresa. Durante más de tres meses lucharon con valentía y heroísmo las dos partes por cada metro de terreno, y al final venció el que tu-vo mejor material bélico. El ejército republicano hizo un gran esfuerzo durante toda la batalla del Ebro, pero le faltó el ma-terial de guerra necesario para poder hacer ese esfuerzo final, ese último esfuerzo que da victorias en todos los órdenes de la vida y en todas las luchas.

Habían sido muchos días y muchas noches de duros com-bates, con un gran desgaste. La aviación jugó un papel muy importante en el frente del Ebro. Aquellos interminables bom-bardeos hacían muchas bajas y minaban la moral de los sol-dados republicanos. Pero en la batalla del Ebro, tal como se desarrolló, sólo una cosa se podía afirmar antes de que termi-nara: que el ejército que la perdiera no tendría que avergon-zarse ante la historia, porque, tanto uno como otro, lo habían dado todo. También se podía afirmar que el que venciera en el Ebro tendría un gran camino recorrido para llegar a la vic-toria final. La batalla del Ebro fue una gran sangría, y nunca mejor empleada dicha palabra, porque la conquista de cada metro de tierra fue pagada con la más noble y rica de las mo-nedas: LA SANGRE DE LA MEJOR Y MÁS NOBLE JUVEN-TUD ESPAÑOLA.

Después de mi llegada a la compañía fueron llegando otros compañeros que, como yo, venían de los hospitales. Estuvi-mos en aquel lugar algunos días de descanso y nuevamen-te fuimos trasladados a cubrir líneas al frente del Segre. En aquellas trincheras del río se seguía disfrutando de la misma tranquilidad de siempre. Comparado con el frente del Ebro, era “como estar en casa”, porque sólo se escuchaba algún

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disparo de fusil, hecho seguramente por algún soldado que estaba de puesto y que disparaba para matar su propio abu-rrimiento. Pasaron algunos días y fuimos relevados. Nos tras-ladaron al pueblo de la provincia de Lérida llamado Les Bor-ges Blanques. Estando en este pueblo llegaron soldados de la última quinta que habían llamado. Eran hombres muy mayo-res y hasta los había casados y con hijos; las gentes del pue-blo llano, que ni con los sufrimientos de la guerra había per-dido el buen humor, les llamaba “la quinta del saco”, y les llamaban así porque, además de todo lo que suele llevar un soldado, ellos llevaban un saco y allí lo metían todo, lo que en el frente para nada les servía y era un estorbo, sobre todo cuando había que caminar. Me daba pena de estos hombres, porque veía que les venía muy larga aquella vida. Casi todos eran campesinos catalanes que habían tenido que dejar sus tierras y familias y, cuando les llegaba el correo, leían sus car-tas apartados de los demás. Más de una vez los observé lim-piarse los ojos con disimulo.

Por aquellos días del mes de noviembre de 1938 me dieron el mando de un pelotón y, como estábamos de descanso en la retaguardia, había que hacer la instrucción todos los días. Estos hombres la hacían de muy mala gana y me daba pena, pero tenía que sobreponerme y cumplir con mi obligación, dejando los sentimientos a un lado.

Los traslados de un sector a otro eran cosa normal y corriente y algunas veces no se le encontraba justificación, aunque la ten-dría, y esto fue lo que ocurrió en aquella tarde del 15 de noviem-bre de 1938. Había estado todo el día nublado, pero sin llover, y a la caída de la tarde ordenaron ponernos en marcha. Llevaría-mos unos dos kilómetros recorridos por la carretera general de Les Borges Blanques a Lérida cuando empezó a llover con gran fuerza. Parecía que dijo el cielo: “¡agua va!”, y aquello era un diluvio. Pero a pesar de la lluvia se caminaba bien, lo malo fue que tuvimos que dejar la carretera y adentrarnos en dirección al

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río, para hacer el relevo en las trincheras. Aquel terreno había si-do de labranza, y con el agua se había hecho un barrizal en don-de se metían nuestras botas hasta los tobillos y no nos dejaba andar; pero había que hacerlo porque antes de que amaneciera teníamos que relevar en las trincheras del río Segre.

Pasamos por pequeños pueblos en los que no había pobla-ción civil porque estaban muy cerca del frente. Ordenaron hacer una pequeña parada para descansar porque algunos hombres se estaban quedando descolgados del pelotón. Fue peor el re-medio que la enfermedad, porque, cuando ordenaron continuar la marcha, muchos hombres se habían metido en las casas del pueblo, y algunos hasta dormían. Dándoles voces y animándo-les, porque ya estábamos cerca, se reanudó la marcha. Después de ocho horas de dura marcha bajo la lluvia, llegamos a las trin-cheras del río. Se hizo el relevo con algunos problemas porque, después de la dura caminata durante toda la noche, había pocos hombres dispuestos a hacer los primeros puestos, pero escogí entre los veteranos jóvenes los que me hacían falta y se nombró el servicio. Esta vez había menos alegría entre los que se mar-charon relevados. La guerra no discurría por buenos derroteros para nosotros y la moral de la tropa era muy baja, por más que hacían los comisarios políticos para tratar de elevárnosla. Ya no se podía decir, como en Tardienta, aquellas palabras de “¡Cama-radas, es la guerra!”. Esto había pasado de moda, igual que las típicas coplas de las trincheras, y las consecuencias de la bata-lla del Ebro se notaban en las trincheras y en la comida de cada día. Ya no había latas de conservas, y todos los días lentejas, con más agua que lentejas, y si tenías suerte te podía tocar un hueso de borrico. Esto me hacía pensar en el noble “Pocholo” y, como nunca falta el buen humor, a las lentejas les llamaban “Píldoras DEL DOCTOR NEGRÍN”, que era médico y Presidente del Go-bierno de la República.

Desde la otra orilla nos hablaban casi todas las noches, seguramente para quitarnos la poca moral que nos quedaba,

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porque siempre decían lo mismo: “¡Rojillos! ¡En el próximo empujón se termina el juego!”. También nos decían que en la zona nacional había una organización para ayudar a los obre-ros que se llamaba Auxilio Social. Por su forma de hablar se notaba que era un hombre culto; él siempre decía para despe-dirse: “Me tengo que marchar, porque tengo puesto a tal o a cual hora”. Pero se notaba que él no hacía puestos en los pa-rapetos, aunque durmiera menos que los que lo hacían.

Había que vigilar el nivel del agua del río Segre, y para ello había colocado un listón de madera con una señal en rojo. Lle-gando el agua a la señal había que evacuar las trincheras y mar-charnos a una segunda línea, porque al tener el enemigo los embalses de Trens y Terradets, cuando les convenía soltaban el agua e inundaban todas aquellas tierras del río Segre. Yo siem-pre vigilaba de noche y dormía de día; no me fiaba de algunos hombres porque alguna vez los pude ver dormidos abrazados al fusil y, al tocarles el arma, se movían asustados. Muchas noches había que cambiar varias veces la consigna, porque algunos se pasaban al enemigo sin temor al agua del río ni a que les pega-ran un tiro. Yo, que había vivido los primeros meses de la gue-rra, cuando todos éramos voluntarios, me daba cuenta de que aquellos hombres no querían la guerra, los habían traído a ella. Para no estar en donde no querían, se pasaban al otro lado. ¿Pe-ro cuántos de los que hacíamos la guerra la queríamos? La gue-rra no es buena, creo que no la quiere nadie, pero las circunstan-cias obligan a los hombres a hacer lo que está obligado, por el deber contraído, por su nacimiento y por su forma de pensar.

El sector de trincheras que mi pelotón tenia que vigilar en-lazaba con el de otra compañía, pero entre uno y otro había un gran trecho que no vigilaba nadie por falta de hombres. Eran unos treinta o cuarenta metros de trincheras que yo tenía que vigilar. Eran muchas las cosas que no funcionaban bien y todo esto me hacía pensar que, de no cambiar la situación, mal se estaban poniendo las cosas para nuestra causa.

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Hacía bastante frío en la orilla del río Segre en aquellos primeros días del mes de diciembre de 1938. Para combatir-lo teníamos una lumbre constantemente ardiendo, dentro de una chabola. Una noche vi que hacía falta leña para alimen-tar el fuego, y estaba doblegando un pequeño álamo cuando se resbaló de mi pie y, haciendo muelle, salió disparado ha-cía mi boca, dejándome algunos minutos sin conocimiento. Al otro día tenía toda la boca dolorida y durante algunos días me costó trabajo comer.

A mediados del mes de diciembre nos sacaron de las trin-cheras del río Segre y fuimos a una masía que estaba a unos kilómetros del frente. Algunos días se hacía un poco de ins-trucción. A los nuevos no les gustaba hacerla y la hacían de muy mala gana. Estos hombres habían ido directamente de sus casas al frente, y se habían acostumbrado a hacer dos ho-ras de guardia y dormir. Además les parecía que, de una cosa muy seria como lo era el frente, se pasaba a otra que para na-da les servía y les parecía un juego.

De esta forma pasaban los últimos días del año 1938. Tenía veinte años y casi llevaba dos de guerra. Las navidades esta-ban próximas, fechas tan señaladas en otros tiempos, de gran-des recuerdos familiares y que la guerra nos hacía ver muy le-jos. Se habían vivido los últimos tiempos con tanta intensidad, que todo se recordaba lejano y difuso, todo había cambiado y nada era lo mismo que antes de la guerra. Nos habían hecho pasar de niños a hombres, dejando en nosotros recuerdos y sentimientos muy difíciles de encontrar en aquellos momen-tos. Quizás, cuando pasara el tiempo, volveríamos a ser lo que un día fuimos: seres normales y con normales sentimientos.

En la noche del 1 de enero de 1939 llegó al lugar en que nos encontrábamos acampados una caravana de camiones. Nos llenaron las cantimploras de coñac, una para cada escua-dra (cinco hombres), y nos ordenaron subir a los vehículos. Estuvimos viajando toda la noche y, faltando muy poco para

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el amanecer de un nuevo día, que era el 2 de enero, se detu-vo la caravana y nos mandaron bajar. Todo estaba oscuro y no sabíamos en qué lugar nos encontrábamos.

Por una estrecha carretera caminamos unos metros. Sa-liéndonos de ella nos adentramos por una vaguada, en donde nos ordenaron detenernos y descansar.

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PRISIONERO DE GUERRA EN JUNCOSA (LÉRIDA)

El ser hecho prisioneroNo es deshonra,Si se ha cumplido lo ordenado,Por el mando

Amaneció el día dos de enero de 1939. Con la luz del sol pude ver que nos encontrábamos en una estrecha vaguada. No me dio tiempo a explorar con detenimiento aquel lugar por-que, de una manera rápida y sorprendente, aparecieron en la parte alta de la vaguada los soldados enemigos que, apuntan-do con sus armas, nos ordenaron que tiráramos las nuestras y subiéramos con los brazos en alto. No salía de mi asombro, si es que en esta guerra se podía uno asombrar de algo.

En unos segundos me hice algunas preguntas que no tu-vieron respuesta. Miré a mi alrededor y pude comprobar que no había ningún mando que ordenara lo que debíamos hacer, y por mi pensamiento pasó con rapidez la pérdida de Málaga. ¿Sería esto otra venta? ¡Tantos meses de luchas y sacrificios

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para terminar la guerra como prisionero! Miré hacia la parte alta de la vaguada y pude ver cómo mis compañeros subían por una cuesta tortuosa, trabajosamente y con los brazos en alto. Mientras, los soldados contrarios les apuntaban con sus armas, esperando que llegaran donde se encontraban ellos. Yo dudaba, me encontraba muy confuso. Miré nuevamente con rapidez hacia atrás y comprendí que era imposible fugar-se: estábamos rodeados y correr hubiera supuesto morir. Lan-cé el fusil al suelo y me dispuse a subir detrás de mis compa-ñeros. Cuando llegué donde estaban los soldados, que no de-jaban de apuntarnos con sus armas, escuché que decían: “No temer, que para vosotros la guerra ha terminado”

¡Desde el día 2 de Enero de 1939 era prisionero de guerra!No me encontraba preparado mentalmente para ser prisio-

nero de guerra. Había pensado muchas veces que me pudie-ran herir o matar, pero ser prisionero no, y para ello no ha-bía regateado esfuerzos. El destino lo había querido así, tenía que afrontar mi nueva situación con entereza. Tenía la con-ciencia tranquila, porque había cumplido siempre lo ordena-do por los mandos. Quizás por cumplir tan fielmente, había sido cogido en aquella vaguada y la guerra terminaba para mí de una manera tan poco gloriosa; pero también pensaba que los únicos que tienen asegurada la gloria son los muertos, porque ni los que la ganan, ni los que la pierden, podrán ser nunca gloriosos, aunque de ellos hable la historia. No siem-pre la gana el que más razón tiene, y aun ganándola se pierde algo querido y más valioso que el mismo triunfo porque, al fin y al cabo, este es siempre pasajero y fácilmente olvidado con el paso del tiempo.

Marchamos por una estrecha carretera vecinal custodiados por los soldados que nos habían hecho prisioneros. Ellos no ponían mucho interés en nuestra vigilancia, también estarían cansados de la guerra. Sus cabezas las cubrían con boinas de color caqui. La caravana de hombres derrotados andaba muy

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lentamente, como si cien cadenas invisibles no nos dejaran caminar. En la lejanía se recortaba la silueta del campanario de una Iglesia, después me enteré que era la del pueblo de Juncosa (Lérida ).

En las cunetas de aquella carretera que conducía al pue-blo había varios hombres muertos y estaban completamente desnudos, como si acabaran de nacer. A lo mejor así era, y lo habían hecho a una nueva y mejor vida, para toda la Eter-nidad.

Se empezaron a escuchar motores de aviones y en la leja-nía apareció un militar montado a caballo y gritando. Cuan-do estuvo cerca, vi que era un comandante y que decía algo parecido a “¡Los paineles! ¡Los paineles!”. Unos soldados ex-tendieron con gran rapidez unos trozos de tela en el terreno, formando unas letras, y los aparatos dieron una vuelta sobre nosotros y se fueron hacia nuestra antigua y añorada reta-guardia, en donde lanzarían su mortífera carga.

Los soldados que nos vigilaban empezaron a decirnos que aligeráramos el paso. Ya estábamos llegando a las primeras casas del pueblo y vi que a los prisioneros les hacían entrar en la iglesia por su puerta principal. Mientras esperaba para entrar, me fijé en un marroquí que tenia un tenderete de bara-tijas en la acera, frente a la iglesia. Todo esto era muy extraño para mí, que en un pueblo que el día anterior estuvo ocupa-do por las tropas republicanas estuvieran hoy los marroquíes vendiendo. Más adelante me dijeron que esto había sido muy normal durante toda la guerra, que los moros siguieran a las tropas para hacer sus negocios y sus fechorías. Entré en la iglesia y tardé unos segundos en acostumbrarme al cambio de luz. Cuando pude ver con normalidad, observé que toda la nave principal estaba llena de prisioneros y que varios grupos se afanaban en volcar sacos de almendras. Los prisioneros se sentaban formando círculo ante las almendras y, quitándose una bota, con el tacón las partían y se las comían. A los po-

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cos segundos no se escuchaba nada mas que el repiqueteo de partir almendras y el masticar del rico fruto. Éste fue nuestro alimento de aquel día.

Cuando pasaron unos minutos se presentó un teniente y dos soldados, que miraban por los grupos de prisioneros una y otra vez, y que terminaron por preguntar si entre nosotros había algún oficial del ejercito republicano. Nadie levantó la cabeza y, por unos segundos, todo quedó en silencio. El ofi-cial hizo otra vez la pregunta, elevando la voz y mirándonos de uno en uno: “¿Hay entre vosotros algún oficial del ejerci-to rojo?”. Fueron unos segundos en los que no se escuchaba ni el volar de una mosca y el teniente, viendo que no encon-traba lo que buscaba, se marchó. Los dos soldados le siguie-ron guardando las distancias. Poco a poco se fue rompiendo el silencio con el golpear de los tacones sobre las almendras, pero no habían pasado cinco minutos cuando aparecieron un sargento y un cabo, que dieron una vuelta y se llevaron a un prisionero que, después de estar media hora fuera, volvió otra vez, y decía que le habían hecho preguntas porque pensaban que nuestra unidad había estado defendiendo el pueblo de Juncosa la tarde anterior. Cuando se enteraron de que había-mos llegado de madrugada y que nos habían hecho prisione-ros sin pegar un tiro no nos preguntaron más.

En las primeras horas de la noche llegaron camiones que aparcaban en la puerta de la iglesia. Nos ordenaron subir de uno en uno. Dos oficiales nos miraban repetidas veces con las linternas y nos hacían preguntas sobre el cargo que habíamos tenido en el ejército republicano. Los oficiales se gastaban bromas y hacían comentarios entre ellos, diciendo que los ro-jos no tenían nada más que soldados y camilleros. También hacían comentarios sobre nuestra ropa, porque era de un pa-ño de muy buena calidad.

Emprendieron la marcha los camiones y, antes del amane-cer, llegamos a un pueblo. Nos ordenaron bajar y entramos

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en una casa que parecía la cárcel de aquel lugar. Había varias candelas encendidas y nos fuimos acoplando junto al fuego para quitarnos el frío e intentar dormir hasta que se hiciera de día. Bien entrada la mañana se abrió la puerta y entraron dos guardias civiles con sus relucientes tricornios. Después de tantos meses sin tener contacto con estas fuerzas del orden y de llevar tan pocas horas de prisionero, mentiría si no dije-ra que al verlos entrar un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Después de dar varias vueltas entre los prisioneros, el guardia de mas edad dijo: “¿Hay entre vosotros alguno de Málaga?”. ¡Lo que faltaba! ¡Que preguntaran por los de Málaga!. Des-pués de unos segundos de duda y con la voz entrecortada, me levanté y dije: “Yo soy de Málaga”. Se dirigieron hacía el grupo en que yo me encontraba, y el de mas edad preguntó: “¿De la capital?”. Le dije que si, y el mas joven, insistió: “¿De la capital?”. Le dije en el barrio que yo me había criado y vi-vido, y me dijo: “¿Y tú no me conoces a mí?”. Le dije que no, y él, dándome la mano, dijo: “Si, hombre, mi padre fue guar-dia en el Cuartel de Poniente”. Este cuartel, hoy desapareci-do, estuvo muchos años cerca de mi casa. El guardia de más edad era de Cártama, un pueblo cercano a Málaga, y también conoció a otro prisionero, y a los dos nos llevaron a la coci-na para que les partiéramos leña y les trajéramos agua de la fuente del pueblo, del que nos marchamos sin saber cómo se llamaba. Todo aquel día estuvimos en la mas completa liber-tad, acarreando agua y cortando leña o, cuando menos, pare-cía que teníamos libertad. Los hombres a lo largo de nuestra vida somos víctimas de las circunstancias, porque solo hacía unas horas que éramos prisioneros y, para cualquier observa-dor que no supiera la verdad, éramos hombres libres. Pero a mí no se me olvidaba que era un prisionero y que muy pron-to me trasladarían y se terminaría aquella engañosa libertad. Cuando llegó la hora del mediodía, ayudamos en lo posible a servir la comida y lo hacíamos con satisfacción, pensando

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que también comeríamos nosotros de aquellos alimentos. Así fue: comimos, guardamos y dimos, y, cuando llegó la noche de aquel día 3 de enero, nos montaron en camiones y nos lle-varon a una estación de ferrocarril en donde nos metieron en vagones de mercancía. Pasando por Zaragoza, terminamos el viaje en la madrugada del día 5 de enero, en la capital de Logroño.

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CAMPOS DE CONCENTRACIÓN, LOGROÑO Y MIRANDA DE EBRO

Serian las tres de la madrugada y las calles estaban llenas de curiosos que nos miraban como si fuéramos fantasmas, y, por la rapidez con que se marchaban, creo que se llevaron una gran decepción. Hacían tanta propaganda, que espera-rían vernos con rabo o algo parecido, y como vieron que éra-mos iguales que sus soldados, se comprendía que buscaran la cama con rapidez. La plaza de toros de Logroño era el campo de concentración y, debajo de sus gradas, en colchonetas y en el suelo, teníamos los dormitorios.

Este campo era de clasificación. Desde él pedían informes a los pueblos o ciudades de donde era cada uno y, según era el informe, así seria nuestro destino: al Ejército, a otro campo de concentración, a un batallón de trabajadores (de castigo), a la cárcel, o quién sabia a dónde… En el campo de Logroño no nos dejaban inactivos durante el día. En las primeras horas de la mañana nos cogía el cura y nos leía la vida de Franco, senta-dos en las gradas de la plaza de toros. Nos dejaba el cura y nos cogía un sargento bajito y regordete que nos mandaba la ins-

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trucción de una manera muy particular porque, cuando llegá-bamos a la barrera y contra-barrera marcando el paso, con su fusta nos obligaba a subir los escalones de la plaza, al son de su voz chillona: “¡Izquierdo, derecho, un, dos, tres!”. Algunos hombres se caían y no se les podía socorrer, porque los demás teníamos que seguir subiendo y bajando por temor al sargento y a su fusta, un hombre lleno de odio y rencor que maltrataba a hombres indefensos. Por lo que estaba viendo, había mucho odio y rencor en los hombres encargados de nuestra vigilancia, y por mi cabeza pasaron consignas de la zona de la República, como aquella que decía: “VALE MAS MORIR DE PIE QUE VI-VIR DE RODILLAS”.

En este campo de concentración la comida no era muy mala, pero daban muy poca. Un día en que estaba el sacerdo-te explicando y haciéndonos ver lo humano y buena persona que era Franco, un grupo de prisioneros le habló al cura de la poca cantidad de comida que nos daban, y el cura les dijo: “No os damos comida para que engordéis, sino para que vi-váis”. A los veinte días de mi llegada estaban mis informes en Logroño. Sólo se conocían por el destino que te dieran. De-seábamos y temíamos, a la vez, su llegada.

En los primeros días del mes de febrero del año 1939 me mandaron al campo de concentración de Miranda de Ebro (Bur-gos). Este campo estaba formado por barracones de madera que formaban calles entre sí. Sobre el mismo río estaban las letrinas, a las que llamaban “el barco”. Ir a las letrinas era un problema, de noche sobre todo, porque en Miranda hacia mucho frío y siempre estaba nevando. “El barco” era una plataforma de ma-dera con múltiples agujeros por donde caían al río Ebro los ex-crementos de los siete u ocho mil hombres que allí estábamos presos. Claro que, como se comía tan poco....

En el campo de Miranda de Ebro todo era malo: el frío, la comida y el trato. Para coger aquella mala comida había que hacer largas colas de hombres hambrientos, bajo una neva-

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da, y cuando llegabas a la perola te echaban un cazo de agua con espinas de pescado que tenías que tirar, porque no te lo podías comer. Si mala era la vida de día, más lo era de no-che, porque teníamos que dormir uno encima de otro y, co-mo todas las noches llegaban expediciones de prisioneros y los metían donde ya no cabíamos, se formaban alborotos que los escoltas3 del campo cortaban haciéndonos salir de los ba-rracones a golpes de correa, y nos tenían dando carreras so-bre la nieve y nevando hasta que ellos mismos se cansaban de aquel juego endemoniado.

Otro problema era el correo: tocaban la trompeta y había que acudir a la plaza donde estaba la bandera. Allí había una tarima de madera y en ella volcaba un saco de cartas el cabo cartero. Nevando y liados en las mantas, no escuchábamos nada. Este inhumano comportamiento hacía que, después de estar aguantando el frío durante mucho tiempo, te tenias que marchar tiritando y sin carta. Les escribí a mis padres dicién-doles que no me escribieran a Miranda hasta que yo les escri-biera desde otro lugar.

El campo de concentración de Miranda de Ebro ha queda-do en mis recuerdos como el mas CRUEL y en donde se desco-nocían totalmente todo lo que fueran DERECHOS HUMANOS, aunque estos DERECHOS NO FUERON RESPETADOS EN NIN-GUN CAMPO DE CONCENTRACIÓN, NI EN NINGUN BATA-LLÓN DE TRABAJADORES (BATALLONES DE CASTIGO).

Como todo tiene fin en esta vida, también llegó el día de mi salida del matadero de hombres que fue el campo de Mi-randa de Ebro. Fue en los primeros días del mes de marzo de aquel año 1939. Todos los prisioneros estuvimos con las cabezas tapadas por las mantas y aguantando una fuerte ne-vada durante cuatro horas para darnos dos chuscos de pan y

3 Se daba el nombre de escoltas a los vigilantes o guardianes de los campos de concentración. (N. de la E.)

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tres latitas de sardinas en aceite. También nos dieron ropas de prisioneros y el feo gorro redondo de prisionero trabajador. No sabía cual sería mi nuevo destino, pero salir de Miranda de Ebro ya era bueno para mí, porque pensaba que nada se-ría peor que aquello; era difícil que en cualquier otro lugar fueran más malos.

Nos metieron en vagones de mercancías y cerraron las puertas con los cerrojos. Cuarenta hombres en cada vagón que, en aquel momento, como hacía mucho frío, casi se agra-decía. Lo que más deseaba era que el tren se pusiera en mar-cha. Arrancó dejando atrás la estación de Miranda de Ebro, y en el primer día ya empezaron los problemas; cosa normal en un lugar tan pequeño para tantos hombres.

Teníamos que hacer las necesidades en los platos y tirar-las por el pequeño ventanillo del vagón. Al estar las puertas cerradas, faltaba el aire, y había hombres enfermos. El viaje se hacía interminable porque, cuando llegaba la noche, deja-ban el tren parado en una vía muerta de una estación y no lo ponían en marcha hasta el día siguiente. Se habló con los vi-gilantes por el ventanillo para que, cuando menos, abrieran una puerta de los vagones, pero se negaron a hacerlo.

No encuentro palabras para que se puedan hacer una idea de lo que supone vivir cuarenta hombres en un lugar tan re-ducido, sin aire para respirar y haciendo sus necesidades, du-rante cinco largos días con sus noches. Aquello no era trato ni para animales, e impropio que lo hicieran hombres que se decían CRISTIANOS.

Era tan grande el ruido que se formó en una estación con los platos que tuvieron que abrir una puerta de los vagones, pero esto ocurrió el último día del viaje, aunque se agradeció. Nos dijeron que de nuestra conducta dependía que continua-ran abiertas. En la tarde del quinto día de viaje nos ordena-ron que bajáramos de los vagones. Todos teníamos un lasti-moso y apestoso estado, cosa normal después de cinco días

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y cinco noches de un viaje imposible para seres humanos, y con el solo alimento de dos chuscos y tres latas de sardinas en aceite. No tenía ni la más remota idea del lugar en que me encontraba y me decía: “¿Estaré más lejos o más cerca de mi familia?”. Había tenido suerte, porque estaba más cerca, aun-que esto era muy relativo en mis circunstancias. Después me enteré de que me encontraba en Cabeza de Buey (Badajoz).

Nos formaron en fila de tres y entramos en el pueblo. En una de sus casas hicimos una parada. Tenía un patio no muy grande, en el que nos paramos y un alférez hizo su entrada en el patio en que nos encontrábamos.

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Prisioneros en Campos de Concentración.

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EN EL 102 BATALLÓN DE TRABAJADORES

Era un hombre alto y fuerte, sus cabellos eran rubios y en su mano derecha portaba una fusta, con la que se golpeaba re-petidas veces su pierna derecha. Nos echó una rápida mirada como si estuviera analizando la mercancía que le habían man-dado o buscara a alguien entre nosotros y, después de unos mi-nutos de detenida observación, dijo: “¿Entre vosotros hay algu-no de Linares?” Y uno del grupo contestó con cortedad: “Yo, yo soy de Linares”. El alférez dirigió su mirada hacia el que había hablado y le dijo: “Sal de la formación”. Y le preguntó: “¿Tú eres de Linares?”. El chico dijo que sí, el alférez le hizo algu-nas preguntas sobre el pueblo de Linares y terminó diciendo: “Ya me informaré de quién eres tú, y como hayas hecho algo malo, te preparas”. Después, dirigiéndose a todos: “Desde hoy pertenecéis a la segunda compañía del 102 Batallón de Trabaja-dores. Espero que vuestro comportamiento sea bueno porque, si no es así, será peor para vosotros”. Y siguió diciendo: “En este pueblo de Cabeza de Buey estaremos poco tiempo porque la guerra está terminando, ¡con nuestra victoria, claro!”. Y al decir estas últimas palabras, se golpeó la pierna con la fusta y

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adaptó un aire de superioridad. Terminó diciendo que, cuan-do nos marchásemos de este pueblo, tendríamos que traba-jar muy duro. Y así fue. Nos marchamos de Cabeza de Buey y, haciendo grandes marchas, nos adentramos en la provincia de Córdoba. En los montes y tierras donde habían estado las trincheras, recogíamos alambre de espino, piquetas de hierro y todo lo que fuera útil. También recogíamos material de gue-rra e incluso enterramos muertos. Dormíamos en cortijos que no estaban habitados; por las mañanas nos daban un chusco y una lata de sardinas y comíamos caliente por las noches. La comida era mala y muy poca cantidad.

Sabíamos que la guerra había terminado por el trabajo que hacíamos, porque no teníamos contacto con nadie ni leíamos la prensa. Teníamos que hacer grandes caminatas para llegar a las trincheras y parapetos y, una vez en ellos, había que te-ner mucho cuidado porque había bombas de mano que esta-ban sin explotar. Avisábamos a los vigilantes para que las ex-plotaran con el fusil, pero algunas veces no las veíamos por-que estaban tapadas por la mucha vegetación del terreno.

Limpiando trincheras acampamos muy cerca del pueblo de Peñarroya, y allí estuvimos hasta que se terminó aquel duro y peligroso trabajo. Mi compañía estaba formada en su mayoría por asturianos, eran buena gente y tenían un gran sentido del buen compañerismo.

En uno de los ultimos días del mes de abril de 1939, sólo hacia unos minutos que habíamos llegado de trabajar cuan-do ordenaron formar la compañía. El alférez nos dijo que se marchaba unos días, que le daba el mando al sargento y que esperaba un buen comportamiento nuestro. Durante los días que estuvo fuera estuvimos más tranquilos, pero sólo fueron cinco días que se pasaron muy pronto. Nada más llegar, man-dó formar la compañía y, por sus movimientos, se notaba que estaba muy enfadado, y nosotros temiendo que empezara a hablar; cuando habló, dijo: “Ahora mismo he llegado de mi

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tierra y he podido ver que los rojos no me han dejado un to-ro vivo, ni un olivo en pie”. El alférez se llamaba Enrique Iz-quierdo y pertenecía a una de las familias más ricas de Lina-res. Conforme hablaba se estaba enfureciendo, estaba encen-dido y, gritando, dijo: “Si yo tuviera el poder de Franco, ahora mismo emplazaba una ametralladora y os barría a todos”. Dio algunos palos y dijo: “Mañana me tenéis que cantar el “Ardor guerrero”, y que se prepare el que no lo sepa. El “Ardor gue-rrero” es el Himno de la infantería. Al otro día, mejor o peor, todos cantamos el “Ardor guerrero”.

Desde que estábamos en este cortijo de Peñarroya, todos los domingos venía un cura a decirnos la misa. Un día, mien-tras el cura preparaba la santa mesa, el alférez, que formaba a la compañía, no le gustaba como estaba la formación y repar-tía palos. El cura miraba hacia detrás, por el ruido de los pa-los, y cuando terminó la misa estuvo hablando con el alférez. Nosotros estábamos en silencio dentro del local, y desde allí escuchábamos lo que le decía el cura al alférez. Le dijo que éramos seres humanos y que, delante del altar de Dios, no podía consentir que se maltratara a los hombres. Aquel cura no vino mas a decirnos la misa, y a los cuatro días de estos hechos el alférez les dio una paliza a dos prisioneros asturia-nos. Les estuvo pegando hasta que rompió la madera de un pico de trabajar, y después les dijo: “Haced una zanja como si fuera para mí, que soy grande”. Terminaron la zanja y les dijo: “Hacedme otra aquí al lado, para que yo pueda escuchar las maldiciones que me echaréis”. Este hombre lo hacía todo para torturar de la forma mas refinada, y le temíamos todos porque siempre estaba dispuesto a pegar. Lo mejor era no es-tar muy cerca de él, porque si le preguntaba alguna cosa a un prisionero y no le contestaba correctamente, era suficiente para que le diera un par de bofetadas.

En los últimos días del mes de junio del año 1939 se habían terminado los trabajos de limpieza de los frentes. El alférez nos

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dijo que nos marchábamos de Peñarroya y que él se licenciaba. Esta última noticia nos llenó de alegría, pero él rápidamente se encargó de amargárnosla, diciendo: “Mañana tenéis que formar todos con vuestras herramientas de trabajo completas”. Todos sabíamos que, después de tantos meses sin trabajar con las he-rramientas, a casi todas les faltaban las maderas. No sé de don-de se sacaron pero, al otro día, cuando el alférez formó la com-pañía, todos teníamos nuestra herramienta completa.

El día que se fue aquel alférez para todos fue una fiesta completa porque nos habíamos quitado un gran peso de en-cima. Nos trasladamos al mismo pueblo de Peñarroya y dor-míamos en sus casas; en el suelo, claro. El pueblo estaba casi vacío de población civil.

Se hizo cargo de la compañía otro alférez. Éste era un hom-bre de finos modales y buen trato, y decían que era maestro de escuela. La compañía dio un cambio grande, porque el primer día se presentó en la cocina a la hora de repartir el rancho y, cuando vio la comida, le dijo al cocinero que aquello era agua y que los chorizos no eran para tenerlos colgados, sino para echarlos en las perolas, para los hombres. Aquel día se comió un poco más tarde, pero se comió, y fue, desde hacía mucho tiempo, el día que quedamos satisfechos de haber comido. Es-te señor no pegaba ni se metía con los prisioneros y, cuando llegaba la hora de paseo, lo hacíamos en completa libertad. To-dos los días, a un grupo de veinte hombres nos mandaban a intendencia para hacer diferentes trabajos. En la panadería se descargaban sacos de harina y se hacían los chuscos. Un día, un chico asturiano que era muy tragón se metió un chusco de-bajo de la camisa, nada más salir del horno, pero, como el sar-gento no se marchaba, él no podía quitarse el pan que le esta-ba quemando. Cuando se sacó el chusco, tenía en su costado una gran quemadura que lo tuvo de baja algún tiempo.

En los primeros días del mes de julio de 1939 dieron la or-den de marcha. Hicimos el viaje en tren, en vagones de mer-

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cancías, pero teníamos las puertas abiertas y en cada vagón íbamos veinte hombres. El bello pueblo de Chiva, de la pro-vincia de Valencia, fue nuestro destino. Era un pueblo agríco-la, sobre todo de regadío, y sus gentes sencillas y nobles. Se-guíamos disfrutando de cierta libertad y, cuando salíamos de paseo, algunos se bañaban en las albercas que tenían en las huertas para el riego.

Un día nos formó el alférez y nos dijo que las autoridades del pueblo le habían dado las quejas de que se habían hecho des-trozos en las huertas y que faltaban algunos frutos, que él había dado su palabra de que los hombres de su compañía no cogían ni destrozaban nada y que esperaba que no le dejáramos mal. Este hombre demostraba en todos sus actos que era humano y buena persona, y había que corresponderle de la misma forma; para ello, cuando caminábamos por las huertas, nos vigilába-mos unos a otros, para que nadie cogiera ni destrozara nada.

En los días que estuvimos en el pueblo de Chiva, sólo se trabajó en arreglar unos caminos y limpiar una alberca, que estaba en la plaza del pueblo y que la hacían servir de pis-cina. Entre las muchas suciedades que tenía, había muchas monedas, y por eso todos querían hacer este trabajo.

Se terminó la buena vida en los primeros días del mes de agosto de aquel mismo año 1939. Nos marchamos del pueblo de Chiva, porque lo bueno dura muy poco, pero nos marchá-bamos contentos porque nadie pudo demostrar que destrozá-ramos o cogiéramos algún fruto de las huertas, y con nuestro comportamiento ayudamos a la buena persona del alférez a cumplir su palabra.

Los días de Chiva fueron muy buenos para nosotros, pero en las tierras levantinas se quedó todo lo bueno que había-mos tenido últimamente, porque el alférez no viajó con noso-tros y se hizo cargo de la compañía un sargento que era de la provincia de Málaga, que no era mal hombre, pero daba muy mal de comer y no hablé nunca con él.

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Durante el viaje pensaba en los dos últimos hombres que habían mandado la compañía y que tuvieron diferentes for-mas de actuar. ¿Es que les daban diferentes órdenes o distin-tas cantidades de dinero para el alimento de sus hombres? El primer alférez era todo odio y rencor y sólo veía en nosotros a unos enemigos que había que maltratar y humillar, hacién-donos sufrir al alimentarnos mal para quedarse él con los ali-mentos nuestros. Mientras, el segundo alférez hizo todo lo contrario. Dios, que es un juez infalible y justo, le dará a cada uno el premio o el castigo, según sus formas de actuar, por-que todo no termina aquí, y esto es un peregrinar pasajero y que pasa como un soplo en comparación con el tiempo futu-ro en el que disfrutaremos o penaremos, según sea nuestro comportamiento con el prójimo. Todo esta escrito y Dios es el único juez del que nadie se puede burlar.

El día 6 de agosto de 1939, después de dos días de viaje, lle-gamos al pueblo de Sabiñánigo (Huesca). Eran las nueve de la mañana cuando emprendimos la marcha. El paisaje era com-pletamente diferente al de las huertas de Chiva, y marchába-mos por una empinada carretera de montaña en la que había grandes bosques de pinos. Como eran las primeras horas de la mañana, el aire era fresco y se caminaba con ligereza, pe-ro después del mediodía, el sol de agosto y los kilómetros re-corridos empezaron a hacer su efecto y el agotamiento se fue apoderando de nosotros. La distancia que separa a Sabiñánigo de Sallent de Gállego se fue haciendo interminable y los vigi-lantes se esforzaban para que aligeráramos el paso, pero nos quedábamos tirados en la carretera, extenuados y sin fuerzas para poder seguir avanzando por aquella empinada carretera pirenaica. No tuvieron más remedio que ordenar que, después de recorrer algunos kilómetros, se hicieran pequeñas paradas para reponer fuerzas. El prolongado descanso de Chiva lo está-bamos pagando bien. El sol declinaba por el horizonte cuando divisamos las primeras casas de Sallent de Gállego. Sobre las

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altas montañas se podían ver las nieves eternas blanqueadas más aún por los últimos rayos de sol de aquel día.

Era éste un paisaje muy diferente a todo lo visto antes por mí. Sus casas tenían los tejados muy empinados y de pizarra. Después me explicaron, y yo pude comprobarlo con el tiem-po, que estaban construidos de esta forma para que no se quedara la nieve parada en el tejado y se fuera al suelo.

En sus tierras bajas se encontraban grupos de hombres que se esforzaban en segar y engavillar el trigo y que lo deja-ban con las espigas hacia arriba mirando al sol, para que se fueran dorando sus granos. De esta manera, cuando se pre-sentaran las primeras nevadas, rápidamente eran trasladadas a la casa para trillarlas dentro de ella. En otras tierras de Es-paña se hace de otra manera, pero en Sallent de Gállego esta-ban obligados por las nieves y los temporales.

Dejamos el pueblo de Sallent atrás y la carretera se fue ha-ciendo más empinada. Dos kilómetros más arriba del pueblo ordenaron detenernos. Era un bonito lugar, un pequeño valle rodeado de majestuosas montañas y, sin pensarlo, me tendí en la fresca y virginal hierba para descansar de aquella ago-tadora caminata. Pude ver que en los picachos más altos ha-bía nieves eternas que, por su altitud, parecían querer tocar el cielo o querer darle de beber su blanca nieve. Todo lo que veía era nuevo y maravilloso para mí, nacido y criado en las orillas de un mar también maravilloso: el mar Mediterráneo.

Fueron llegando los hombres rezagados y algunos no po-dían ni dar un paso, pero hicieron lo que yo: tirarse en la hier-ba y descansar. No duró mucho el descanso, porque se empe-zaron a escuchar voces de mando y ordenaban que había que hacer el campamento. No teníamos ganas de movernos pero, por temor al castigo, nos pusimos a trabajar, aunque no duró mucho. Nos liberó la noche con su negro manto y nos dio un bien ganado descanso. Dormimos en la hierba liados en las mantas y, aunque era agosto, de madrugada hizo frío.

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Aún no había amanecido cuando tocaron diana. Era el día 7 de agosto del año 1939. Se iniciaron los trabajos por grupos de diez hombres. Los grupos los formamos nosotros mismos, bien por paisanajes de provincia o región, o por amistad. Jun-to a la estrecha carretera de montaña había apiladas chapas onduladas que, al unir dos con unos tornillos, se formaba una media circunferencia que sería el tejado de nuestra cha-bola. Trabajábamos con ganas porque no queríamos dormir otra noche mirando las estrellas.

La construcción de las chabolas fue fácil: una zanja de dos metros de largo por 1,50 de ancho y 50 centímetros de profun-didad que, cuando estuvieran colocadas las chapas, nos da-ría una altura de metro y medio. La parte de atrás la tapamos con tapines de hierba y tierra, y en la delantera dejamos una pequeña entrada tapada con un trozo de manta. Cuando estu-vieron todas terminadas parecía un pequeño pueblo y, cuando empezaron las nevadas y todo quedó cubierto de nieve, pare-cía un poblado de esquimales. Más adelante, en los días que no teníamos que trabajar, las fuimos perfeccionando y hasta llegamos a hacer un fogón y camas en alto, con troncos de pi-nos que allí eran abundantes. De esta forma nos preparábamos para luchar contra el fuerte invierno de los Pirineos.

Bajo la dirección técnica de los mandos del Cuerpo de In-genieros, empezaron las obras de construcción de unas for-tificaciones de cemento y hierro. Los trabajos eran por tarea, y el que no terminaba su tarea la tenía para el día siguiente, además de la del día. Se dio el caso de tener que terminar las tareas acumuladas el domingo, después de la misa.

En el mes de octubre de aquel año 1939 nevó por primera vez. Fue una nevada poco abundante, y en el valle donde nos encontrábamos la nieve no cuajó.

Después de la misa del segundo domingo no se rompió fi-las, como de costumbre, y en formación nos hicieron avan-zar por la carretera en dirección a Francia. Después de andar

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unos dos kilómetros, rompieron filas con la orden de que na-die se moviera de aquel lugar, y tampoco lo podíamos hacer porque los escoltas nos vigilaban. Nos preguntábamos unos a otros lo que pasaba, pero no sabíamos nada. Cuando pasó una hora mandaron formar y nos marchamos al campamen-to. Al entrar en las chabolas se aclaró todo: las maletas y ma-cutos estaban abiertas y todo estaba revuelto, como de haber estado buscando algo. Aquella misma noche nos sacaron de las chabolas a las tres de la madrugada y, nevando, nos for-maron, pasaron lista y faltaban dos prisioneros. Días mas tar-de dijeron que se habían fugado a Francia. Después lo inten-taron otros, algunos lo consiguieron y a otros los detuvieron y, por esto de las fugas, la disciplina y la vigilancia se volvie-ron más duras y la correspondencia que salía y la que llegaba era leída por los jefes. No se podía escribir nada que no fuera que estabas muy bien y viva éste y arriba lo otro, pero al po-ner los vivas, tenías que tener cuidado, porque de poner otra cosa te tenías que preparar para recibir.

El invierno se hacia cada vez más duro, y teníamos que dejar dentro de las chabolas una herramienta para poder sa-lir por la mañana, ya que la nieve bloqueaba la puerta. Los trabajos se fueron complicando por culpa de los temporales de nieve y todo quedó paralizado durante unos días pero, pa-ra que no estuviéramos inactivos, nos trasladaban todos los días a tres kilómetros para construir una carretera hasta Ja-ca. Era en un valle con muchos árboles que había que cortar, pero los temporales de nieve nos ganaron la batalla y se dejo de trabajar. Había noches que los vigilantes pegaban golpes en las chapas de las chabolas para que saliéramos, porque el camión del suministro se había quedado en la carretera; pero no salía nadie y los guardianes no entraban en las chabolas. Esto ocurría de madrugada y nevando, lo que hacía mas con-fusa y complicada la situación, así que terminaban por dar un toque de llamada general y todos liados en la manta formába-

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mos; escogían un grupo para hacer el trabajo, y a los demás nos tenían bajo la nevada y pisando la nieve, hasta que ellos también se cansaban y rompían filas. A aquella hora de la madrugada el frío era muy intenso, de -16 grados o menos, y el camión del suministro terminó por no subir al campamen-to. Esto, y que no se podía cortar la leña para la cocina, nos obligó a tener que comer rancho en frío. Las bajas tempera-turas hacían que fuera probable quedarnos bloqueados por la nieve. Ordenaron levantar el campamento y montarlo cerca del pueblo, en la orilla derecha del río que tenia el agua he-lada. Para lavarnos teníamos que romper el hielo. Fueron pa-sando los días y no hacíamos otra cosa que sufrir el duro in-vierno de los Pirineos. Yo creía que era duro para todos aquel frío, pero para mí lo era más, porque estaba acostumbrado al buen clima de mi tierra, de la que tanto me acordaba.

Llegó el 8 de diciembre, Día de la Patrona de Infantería. Nos dieron un poquito mejor de comer, pero sin alargarse mucho, y después de la misa estuvimos en libertad por el pueblo, que solo tenía tres calles y muy cortas.

Aquel día hicimos amistad con una familia del pueblo y nos dejaron unos esquíes para la nieve. Por más que lo inten-té, no pude mantenerme en pie, y siempre caía hacia atrás; y es que, cuando se nace en otras tierras, se tienen otras cos-tumbres y se practican otros deportes.

En los últimos días del año 1939 llegó a la compañía un sargento que pronto se distinguió por su gran refinamiento para castigar. Uno de sus “inventos” fue la construcción de una perrera para hombres, en la que encerraba a todo prisio-nero que, según su particular criterio, había cometido un de-lito. Y si en las chabolas, más preparadas y más acompaña-dos, hacía mucho frío, nos podemos hacer una idea de lo que sufrirían en aquella perrera para hombres en las frías madru-gadas de los Pirineos. El sargento, cuando llegaba la mañana, sacaba al castigado de aquella mala mazmorra y a golpes lo

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hacia de entrar en calor. Esto me hacía recordar a otros hom-bres que, con otros métodos y en unas tierras mas cálidas, ha-bían cometido el delito de torturar a hombres indefensos.

Hasta los últimos días del mes de enero del año 1940 es-tuvimos acampados junto al pueblo de Sallent de Gállego, y nos llevaron cerca del Fuerte de Santa Elena. Esta era una construcción muy antigua, quizás de cuando la guerra contra los franceses. Estaba más abajo de Sallent y más cerca de Sa-biñánigo. Salimos después de la comida del mediodía y, por más que corrimos, tuvimos que dormir liados en las mantas, al aire libre y con mucho frío. Al día siguiente montamos las chabolas rápidamente. Lo habíamos hecho muchas veces y teníamos práctica para hacerlo rápido y bien.

A los pocos días de estar en el Fuerte de Santa Elena, tra-jeron un prisionero al que habían cogido cuando intentaba fugarse a Francia. No sé si fue por no tener un lugar seguro para que no se escapara o para que lo viéramos y nos sirviera de ejemplo, lo cierto es que lo tuvieron de pie en la falda de una montaña rocosa, de noche y de día, con un centinela que lo vigilaba a distancia. El frío que pasaría aquella criatura só-lo Dios y él lo sabrían.

Por estos días no hacíamos ningún trabajo que no fuera el de traer la leña para la cocina. No se produjeron más fugas de prisioneros, dándonos los mandos algunas libertades, desde luego dentro del campamento. En el mes de abril de aquel año 1940 nos marchamos del Fuerte de Santa Elena y nos traslada-mos al pueblo de Boltaña, en la provincia de Huesca y distante unos kilómetros de Sabiñánigo. El campamento no se desmon-tó y se quedó allí. Dormíamos en un viejo molino que estaba en la orilla derecha del río. Hacía unos días que estábamos en este lugar y vinieron a hablar con el sargento algunos propieta-rios de aserradoras y molinos, porque les hacían falta hombres para sus industrias. El sargento formó la compañía y dijo que el que voluntariamente quisiera y se pusiera de acuerdo en el

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jornal se podía marchar a trabajar. Algunos nos fuimos para reparar el muro de un molino. El trabajo era sencillo, pero ha-bía que reparar el muro que desviaba el agua hacia el molino, por lo que se tenía que estar metido en el agua mucho tiempo. El agua era de deshielo, muy fría, por lo que no se podía estar dentro del río más de diez minutos. Estuve tres días en este tra-bajo y me dio fiebre del resfriado que cogí, y lo dejé.

Con la llegada del buen tiempo y el poco trabajo que ha-cíamos, se pensó en comprar un balón y jugar al fútbol, y así se hizo. Se reunió el dinero, y en el camión del suministro se fue a Barbastro y se compró el balón. hicimos algunos entre-namientos y jugamos algunos partidos entre nosotros.

Por aquellos días llegó al pueblo de Boltaña un batallón de infantería de montaña, y nos retaron para jugar un partido. Se puso fecha y en su organización tomaron parte los man-dos de las dos unidades y hasta el Alcalde del pueblo de Bol-taña. Los del pueblo se encargaron de preparar unas porterías y arreglar unos terrenos. Llegó el tan deseado día del partido; los jefes de los soldados, los nuestros y el Alcalde del pueblo formaron la presidencia, sentados en sillas que les trajeron del pueblo. El partido, en los primeros minutos, se estaba ju-gando correctamente y con un poco de cortedad por nuestra parte, porque ellos eran soldados y nosotros prisioneros, y porque además tenían mejor equipo que nosotros. Pero, co-mo se suele decir, no hay equipo pequeño. Se formó un ba-rullo en la portería de los soldados, el balón se coló y fue gol nuestro. Ellos se pusieron muy nerviosos y aparecieron las patadas y brusquedades. Se terminó el partido. Los soldados decían que no se podía jugar con prisioneros y algunas cosas más. Los mandos de las dos partes apaciguaron los ánimos, nos mandaron a nuestros “cuarteles” y no pasó nada más, pe-ro no se jugaron más partidos.

El prisionero que hacía de barbero se encontraba pelando a todo el que le hacia falta y siempre pelaba al cero. Se pre-

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sentó un chico del pueblo y le pidió que lo pelara; el barbe-ro le dijo que no lo pelaba, pero el chico insistió y el barbero terminó pelándolo. Lo vimos irse para el pueblo dando saltos de contento, pero no había pasado media hora cuando vimos venir a una mujer con aquel muchacho de la mano. Aquella mujer llegó peleando y preguntando por los jefes para darles las quejas porque “había que ver el crimen que le habían he-cho a su hijo”. El barbero le decía que lo había pelado como un favor, y ante la insistencia del chico, pero aquella mujer no entraba en razones y se fue peleando con su rapado hijo de la mano. Menos mal que no había ningún jefe.

En los últimos días del mes de mayo de aquel año 1940, había rumores de que nos licenciaban. En los primeros días no le hicimos mucho caso a estos rumores, pero al ser más insistentes cada día, me dio alguna esperanza de que fuera verdad. Esta vez sí que tuve suerte, porque con el paso de los días se confirmó la noticia y por fin llegaba la hora de abrazar a mis padres, después de mas de tres años lejos de ellos.

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Antonio Torres en su primer regreso a Málaga.

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ADIÓS AL 102 BATALLÓN DE TRABAJADORES

En una cálida tarde del mes de junio de 1940, salimos de la estación de Sabiñánigo. El tren dio un largo pitido y, en el momento de ponerse en movimiento, cientos de gorros de los prisioneros volaron por el aire sobre el andén de la esta-ción que nos vio de llegar y que nos veía marchar con más alegría que cuando llegamos. Tirados en su suelo se queda-ron los gorros de prisioneros de guerra, que nos diferencia-ban de los soldados de Franco, y que nos obligaron a llevarlo durante nuestro cautiverio. Nos desprendimos de él para no verlo más.

LOS BATALLONES DE TRABAJADORES FUERON LA MÁS VIL EXPLOTACIÓN DE HOMBRES, POR EL ÚNICO DELITO DE HABER PERDIDO UNA GUERRA.

El tren llegó a Zaragoza de noche, y teníamos que trasla-darnos de una estación a otra para cambiar de tren. Por el temor de llegar tarde cruzamos la ciudad corriendo sin res-petar los semáforos. Los guardias pitaban, y al final tuvieron que parar la circulación hasta que pasamos nosotros. ¡Era tan

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grande nuestro deseo de libertad! Y de dejar todas aquellas tierras atrás para llegar lo antes posible al lado de nuestras familias. Fue un viaje de mucha alegría y también de mo-mentos sentimentales cuando algunos de nuestros entraña-bles compañeros de cautiverio se tenían que despedir por-que habían llegado a su destino. Nos despedíamos con pena y con alegría, porque habíamos estado muchos meses juntos, primero en la guerra y después en el batallón de trabajado-res, como castigo.

No encuentro palabras para explicar lo que ocurrió en mi casa en el momento de mi llegada, después de tres años y cin-co meses desde que salí, en la madrugada de aquel fatídico 8 de febrero de 1937.

Al otro día de mi llegada me presenté en la Comandancia de la Guardia Civil y me dijeron que todos los días, a las 11 de la mañana, me tenía que presentar.

En Málaga -esta bella capital tan favorecida por la natura-leza y tan castigada por los hombres- el trabajo estaba como siempre, y en aquel momento más malo, sobre todo para per-sonas calificadas como rojos. Todas las puertas se me cerra-ban, porque hacia muy poco tiempo que había terminado la guerra y la maquinaria franquista no dejaba que las cosas se normalizaran. Ellos seguían con su machacona propaganda anticomunista que tan buen resultado les había dado durante nuestra guerra. Le hablé a mi madre de marcharme a Barce-lona para trabajar, pero no lo hice por no hacerle más daño del que ya le había hecho con todo lo pasado. Mi madre me daba ánimo y me decía que siempre no sería igual y que la infalible medicina del tiempo curaría la herida dejada en los corazones de los hombres por la guerra.

Mi situación era muy difícil, porque no podía evitar ver levantarse a mi madre a la cuatro y media de la madrugada para entrar a las cinco al trabajo, y yo siendo tan joven me quedaba acostado, porque no encontraba trabajo. La vida por

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aquellos días era muy dura para todos porque los alimentos estaban racionados, aunque en el estraperlo había de todo, pero a precios muy altos, por lo que eran para los que tenían dinero, que eran los menos. Como siempre ocurre, había gen-tes que se aprovechaban de estas circunstancias y se hacían ricos a costa del hambre del pueblo.

Mi padre también estaba sin trabajo y se fue con su her-mano que tenía un pequeño negocio de venta de vinos y, cuando pasaron unos días, me fui yo también. En este traba-jo no se ganaba mucho, sólo eran treinta pesetas a la semana; creo que esta cantidad causará risa en estos tiempos, pero en aquellos días de hambre y miseria lo que causaba era dolor y pena, porque había que ganarlas transportando sobre los hombros garrafas llenas de vino de un lado a otro de la ciu-dad, pero la cosa no estaba para no hacer nada. Cuando pa-saron unos meses, me dijo mi tío que el negocio estaba mal y que hacía falta salir a la calle para visitar clientes y repre-sentar los vinos, para ver de aumentar las ventas. Sólo hacía unos días que estaba en este trabajo, cuando recibí una carta de la caja de reclutas para que me presentara, y así lo hice. Después de unos días de espera -por un documento que te-nían que mandar de Barcelona, algo que nunca entendí, por-que yo nací en Málaga-, llegó el documento y me dijeron que me tenia que presentar en Reus (Tarragona).

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SALIDA DE MÁLAGA PARA EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE REUS, TARRAGONA

Salí de Málaga el día 11 de septiembre de 1941. Hacía algu-nos días que me encontraba enfermo del riñón y diariamen-te me tenían que sondar para curarme con nitrato de plata la vejiga. Hice el viaje solo y sin escoltas, pero muy molesto por la enfermedad. Directamente, desde la estación, me presen-té en el campo de concentración y le di el papel que me die-ron en Málaga al centinela que había en la puerta. Éste lla-mó al cabo de guardia, que cogió el papel, lo miró y se mar-chó. En los minutos que tardó en volver, me dieron deseos de salir corriendo, porque por mi cabeza pasaron los malos momentos vividos en Logroño y Miranda de Ebro, pero ha-bía que tener valor y sobre todo resignación con mi suerte y no intentar burlar al destino; cosa imposible porque todo está escrito en las tablas del tiempo desde el primer día, para que en nosotros se cumpla, con dolor o alegría. Volvió el cabo y, sin mirarme, me dijo: “Sígueme”. Señalando con el brazo ha-cia el interior. Me marché detrás de él y pasamos por un pa-tio bastante grande con dos amplias escalinatas a derecha e

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izquierda, subimos por el lado derecho y pasamos por un co-rredor en el que había varias habitaciones. Se asomó el cabo a una de ellas, con el brazo me señaló que entrara, y se fue, sin más. Unos hombres se encontraban hablando en el cen-tro de la habitación, y en aquel dormitorio no había camas ni colchonetas, sólo cuatro paredes y el suelo, en el que había algunas maletas y macutos. Había un lugar libre y allí dejé mis cosas.

Solo hacía unos minutos de mi llegada cuando la corne-ta tocaba faena. No tenía apetito, pero me asomé al corredor del pasillo que daba al patio, donde pude ver que un indivi-duo repartía la comida y dos cabos les daban palos a todos los que se quedaban parados y no se retiraban con rapidez del lado de la perola.

Cuando llegó la noche observé que echaban agua muy cer-ca de las paredes, y lo hacían para que las chinches no pu-dieran pasar, porque todas aquellas paredes estaban llenas de nidos de estos parásitos. Durante toda aquella tarde estu-ve viendo a un soldado de la escolta del campo, en posición de firmes, en el centro del patio. Después me dijeron que lo habían castigado por negarse a pegarle a los prisioneros del campo de concentración.

Al día siguiente me presente en el servicio medico, donde me dieron una botella para que orinara durante la noche, ya que la noche anterior la pasé mal, porque el WC estaba muy distante de donde yo intentaba dormir, y estuve toda la no-che dando viajes, porque estaba enfermo del riñón y la veji-ga. Cuando al otro día el medico vio la botella con dos dedos de pus, le dijo al cabo sanitario: “Éste, al hospital”.

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EN EL HOSPITAL DE PRISIONEROS DE LA CALLE TALLERS DE BARCELONA

Era un edificio antiguo y feo; más que un hospital parecía una cárcel. Me hicieron unos análisis y me pusieron un trata-miento, con reposo y comida suave. A los tres meses estaba bastante recuperado.

Por aquellos días empezaron a llegar prisioneros de un batallón de la provincia de Gerona. Estos hombres venían muy enfermos, parecían esqueletos vivientes y el hospital fue agotando su capacidad. Colocaron camas en los pasillos y, a los antiguos enfermos, que estábamos bastante recupe-rados, nos dieron el trabajo de ayudar. Pero estos hombres tenían enfermedades contagiosas, y una de ellas era el tifus, que se propagó por el hospital y que fue declarado en cua-rentena. No salían del hospital nada más que los muertos. Y ¡cómo no!, yo cogí el tifus. Lo pasé mal, pero escapé. La ciudad de Barcelona tuvo el temor de que la epidemia de ti-fus se propagara, y cuando la epidemia estuvo controlada, dejaron vacío el hospital. Uno de los últimos en salir fui yo. Después me enteré de que lo habían destruido, que hoy es

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la Plaza de Castilla y que sólo queda del hospital la peque-ña y coqueta capilla, como recuerdo de los sufrimientos de muchos hombres.

En la estación de Alcázar de San Juan,

camino del Campo de Concentración

de Reus.

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DE BARCELONA A MADRID, CAMPO DE CONCENTRACIÓN MIGUEL DE UNAMUNO

Salí del hospital el día 10 de abril del año 1942. La expe-dición la componíamos veinte prisioneros, vigilados por dos escoltas que nos trasladaron a un cuartel medio destruido de la barriada de la Barceloneta. En este lugar pasamos la noche y eché mucho de menos las sabanas y el colchón del hospital. A la mañana siguiente, nada más amanecer, se presentaron un sargento de la Guardia Civil y cuatro guardias para custo-diarnos durante el viaje. El sargento dio ordenes a los guar-dias para que nos pusieran las esposas y algunos prisioneros protestaron, pero el sargento dijo que él cumplía ordenes y nos las colocaron. Fuimos trasladados por las calles de Bar-celona, como si fuéramos maleantes. Tengo que aclarar que, en teoría, ya no éramos prisioneros de guerra, sino soldados, porque procedíamos de cajas de reclutas. Nos sentaron en un vagón en el que sólo estábamos nosotros, con dos guardias detrás y dos delante, y el sargento, que no tenia lugar fijo. Aquella misma noche llegamos a Zaragoza. Los guardias fue-

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ron relevados y nos quitaron las esposas para llevárselas. Los guardias entrantes no nos las pusieron y el tren continuó su marcha dejando atrás la capital del Ebro. ¡Siempre el Ebro! ¿Cuántas veces te he escrito en mis recuerdos? Y en mis re-cuerdos estás y nunca para bueno; en los de guerra, donde tanto se sufrió y tanta sangre derramó en tus aguas la mejor juventud española; y en los días de “paz”, que había llegado para algunos, mientras la mayoría de los españoles sufríamos cautiverio y hambre.

Durante el viaje pasé por lugares en los que yo había es-tado durante la guerra. No sabia cual sería mi nuevo destino, pero conforme el tren avanzaba por las tierras de España, nos estábamos aproximando a Madrid.

Llegamos a la capital de España el día 13 de abril del año 1942, sobre las once de la mañana, y nos trasladaron al cam-po de concentración Miguel de Unamuno. Este edificio había sido construido para el servicio de grupo escolar por el Go-bierno de la República, con este nombre de Miguel de Una-muno, y se veía que era de nueva construcción. En el pasillo que conducía a las oficinas y despacho del comandante del campo había dos hombres que tenían dos bayetas en los pies y andaban arriba y abajo del pasillo para que el suelo estu-viera muy brillante. Después me enteré de que éste era uno de los castigos que daban en este campo de concentración. Sólo estuve en este campo de Miguel de Unamuno ocho días; luego me destinaron al 27 Batallón de Soldados Trabajadores, que se encontraba en la sierra de Guadarrama (Madrid).

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EN EL 27 BATALLÓN DE SOLDADOS TRABAJADORES. GUADARRAMA (MADRID)

Pasado el pueblo de Guadarrama, camino de la sierra y en la parte derecha de la carretera, se estaba construyendo un sanatorio para el Ejército. Este lugar era mi destino por aho-ra. Fue un sargento el que recibió la expedición, nos trasladó entre dos barracones y nos pidió toda la documentación que tuviéramos. Cuando le estábamos entregando los papeles, se dio cuenta de que uno del grupo se escondía un papel y le dijo: “Dame ese papel que te estás escondiendo”. Cuando el chico alargó la mano para dárselo, le dio un bofetón en la ca-ra que le hizo sangrar por la nariz. Mirándonos a todos con cara de reto y de pocos amigos, nos dijo: “Madrid está muy cerca, pero que nadie se intente escapar, porque pronto será cogido y castigado”.

Cuando fueron pasando los días, pude ver cómo algunos escapaban sin miedo al castigo, pero siempre eran cogidos por la Guardia Civil, que los volvían a entregar al batallón, donde eran castigados duramente (cuanto menos, en esto no nos engañó aquel sargento).

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Los que actualmente pasen por la carretera camino de la sierra y vean aquel edificio construido todo de piedras, que fueron extraídas de aquellas mismas montañas, nunca sabrán ni podrán comprender, por mucho que se escriba sobre ello, los sufrimientos y castigos que tuvieron que soportar muchos españoles para construirlo.

En parihuelas, llevadas por dos hombres, eran transpor-tadas las piedras desde la montaña hasta el lugar donde se estaba edificando. Era un trabajo duro y que los escoltas, se-guramente cumpliendo ordenes, hacían que fuera más duro todavía, porque no dejaban que nos paráramos para descan-sar de la carga. Estaban repartidos por todo el recorrido y nos amenazaban y pegaban con las culatas de los fusiles.

Estas piedras eran labradas por hombres especialistas en este trabajo. Eran de la población civil, gallegos a quienes pa-gaban un mal jornal y comían de nuestro rancho que, aunque era muy malo, a ellos les parecía bueno, con tal de no gastar-se lo poco que ganaban y ahorrar unas pesetillas de aquellos tiempos.

Desde el toque de diana hasta el de silencio no te dejaban ni un momento libre. Había que estar trabajando, en la obra o en cualquier otra cosa, porque por las tardes, cuando de-clinaba el sol, hacían una cadena de hombres y nos pasába-mos cubos llenos de agua y así regábamos un incipiente jar-dín que aquel edificio tenía en su entrada principal. Cuando creían que el jardín tenia bastante agua, nos trasladaban al monte para recoger leña para la cocina. Aquello era un con-tinuo trabajo forzado que duraba desde que amanecía hasta la noche, con muy poca comida y muy mal trato, porque los sargentos, cabos y soldados daban palos durante todo el largo día a todo aquel que cometía la mas mínima distracción.

Yo no pensé nunca en escaparme, porque pensaba que no era muy rentable hacerlo, pero el destino me tenía traza-do otro camino y pronto dejé aquel matadero de hombres. El

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destino hizo que me hiciera amigo de infortunios de un chico madrileño, y él me informó de que días antes de mi llegada habían pedido voluntarios que tuvieran oficios para marchar-se a otra compañía del mismo batallón que se encontraba en Quintana del Puente (Palencia), construyendo otro edificio. Aquel chico se había apuntado de pintor, pero días después le comunicaron que se marchaba al Ejercito, así que él me propuso hablar con el alférez para que yo me marchara en su puesto. Me informó de que en Quintana se estaba mejor que en Guadarrama. Lo estuve pensando, porque no me atrevía a hablar por temor a lo que pudiera pensar, y sobre todo hacer, el alférez. Pero también pensaba que no podía perder aquella ocasión de salir de aquel lugar maldito, así que me hice de valor y fuimos a hablar con el oficial. El otro chico le dijo al alférez lo que queríamos y el oficial me miró y me dijo: “¿Tú qué oficio tienes?”. El temor que tenía me hizo decir la ver-dad, y le dije: “Yo he trabajado en una peluquería para seño-ras”. El oficial se quedó mirando al otro chico y le dijo: “Y tú, ¿qué oficio has puesto que sabes?”. Y el chico contestó: “He puesto pintor”. El alférez me miró de arriba abajo y me dijo: “¿Tú sabes pintar?”. Yo estaba temblando, porque veía que el salir de Guadarrama se estaba complicando y temía que pu-diera ganarme un bofetón, pero había que seguir aquel juego peligroso hasta perderlo o ganarlo y, sacando valor de donde no lo tenia, dije: “Señor, en mi casa yo era el que pintaba”. El oficial se quedó en silencio, mirándonos a los dos duran-te un momento que a mí me parecieron horas, y después di-jo: “Bueno, decirle al sargento que te borre a ti de la lista y que ponga a éste”. Y cuando salíamos del barracón, me dijo: “Como me destinen a Quintana y no te vea pintando, te pre-paras”. Estas amenazas casi me hicieron gracia, porque no lo dijo en tono agresivo sino, mas bien, para darme a entender que él sabia que yo pintaba muy poco y que no lo engañaba; pero yo pensaba que lo había cogido en muy buena hora.

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Postal que recibe Antonio Torres de sus padres en Guadarrama.

Junio 1942.

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EN LA SEGUNDA COMPAÑÍA DEL 27 BATALLÓN DE SOLDADOS

TRABAJADORES QUINTANA DEL PUENTE (PALENCIA)

El día 20 de junio del año 1942 salimos de Guadarrama. Mandaron a formar la compañía, y el sargento, que tenía una lista en la mano, dijo: “Todo el que yo nombre, que salga de la formación, porque dentro de una hora salen para Quinta-na”. Yo estaba muy nervioso, porque estaba temiendo que pudiera no estar en aquella relación, y cuando escuché mi nombre di un suspiro de alivio.

En Quintana del Puente, a unos dos kilómetros del pue-blo, se estaba construyendo otro sanatorio para el Ejército. Éste estaba más adelantado que el de Guadarrama, y en su construcción no se empleaban las piedras, sino el ladrillo, el cemento y el yeso. Lo mismo los ladrillos que el yeso se sa-caban de aquellas tierras palentinas, que son muy ricas en minas de yeso, y sus tierras para el ladrillo. Tenían un horno para cocer los ladrillos, y todo lo hacíamos nosotros, así que

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lo único que tenían que traer de fuera para la construcción de aquel edificio era el cemento.

Los que dirigían la obra eran de la población civil, y du-rante las horas de trabajo sólo ellos nos mandaban. El traba-jo se hacia a destajo, en una puja sencilla y leal entre los que llevaban el mando y responsabilidad de la obra y nosotros. Cuando se terminaba el trabajo, según lo acordado, quedába-mos libres para descansar, escribir o bañarnos, y los escoltas no se metían para nada con nosotros, sólo vigilaban y hacían las guardias. Pero había un calabozo y casi siempre tenia in-quilino, porque donde hay muchos hombres, ya se sabe. Dor-míamos en el suelo de las medio terminadas habitaciones y no había comodidades, pero nadie pensaba en fugarse.

Mandaba la compañía un capitán, un hombre de más de cincuenta años, al que no se le veía nada más que a la hora de la comida. A los cocineros los traía de cabeza. Una maña-na probó el café y notó que estaba muy amargo, buscó por la cocina y encontró azúcar escondida. Les echó una gran bron-ca a los cocineros y les dijo que otra vez los metía en el ca-labozo. La comida no era muy buena y casi siempre la mis-ma: algo parecido a los altramuces y que allí le llamaban ji-jas. También daban muchas ensaladas de tomates, porque les costaba a diez céntimos el kilo. No sé si fue de la comida muy caliente y la ensalada muy fría, que me dieron fuertes dolores de muela. Para extraerla me tenían que llevar a Palencia, pero tenían por costumbre que, hasta que no había cuando menos dos con dolores de muela, no los trasladaban. Pasé unos días bastante mal, pero por fin llegó el día del viaje y nos acom-pañó un escolta con su fusil. Cuando llegamos a Palencia, se dio la circunstancia de que el dentista se encontraba de viaje y tardó tres días en venir, los mismos que estuvimos en Pa-lencia, comiendo y durmiendo en Intendencia. Cuando volvi-mos a Quintana, los compañeros nos asustaron: decían que el capitán estaba muy enfadado porque había rumores de que

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nos habíamos fugado. Todo eran bulos y comentarios, pero normalmente, cuando se marchaban a Palencia, era cuestión de un día, y nosotros habíamos estado tres, así que nos co-municaron que el capitán quería vernos a todos los que ha-bíamos estado en Palencia.

Yo no tenia ningún temor, porque no había hecho nada malo y porque tenia al capitán por una buena persona, aun-que un poco nervioso sí estaba, porque no sabía en que ter-minaría todo aquello. El escolta pidió permiso y entró el pri-mero, y los demás detrás de él. Todos estábamos más dere-chos que velas, y el capitán, dirigiéndose al escolta, le dijo: “¿Qué ha pasado para tardar tantos días?”. El escolta le dijo la verdad de lo ocurrido y el capitán, mirándonos a todos, dijo: “Cuando me pasen la cuenta de lo que os habéis comido en Palencia, lo tendréis que pagar. ¡Podéis marcharos!”. Cuando bajaba por la estrecha vereda que conducía a la casita del ca-pitán, me confirmé mas en que aquel hombre era una buena persona.

Mi primer trabajo en Quintana fue con los calefactores, preparando las paredes, haciendo las arrebolas para acoplar-les los tubos de la calefacción. No era un mal trabajo, pero para mí sí, porque los ladrillos palentinos son muy duros. Me daba muchos golpes en los dedos y siempre los tenía heridos de los golpes del martillo. Pero me acordaba de Guadarrama y ya no me parecía tan malo.

En el mes de julio, después de terminar la tarea, me ba-ñaba en el río, que era muy poco caudaloso y nunca pregun-té por su nombre, aunque desde luego el Ebro no era. Había días que la tarea se complicaba y no tenía tiempo para bañar-me, pero esto ocurría poco.

En el mes de agosto de aquel mismo año 1942 me puse en-fermo y toda la boca se me llenó de llagas; no podía comer con los compañeros porque tardaba mucho en hacerlo y porque notaba que ellos no comían tranquilos, así que me hice una cu-

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charita pequeña de madera, para que entrara en la boca y, con el tiempo, sufrimiento y paciencia se curó la enfermedad.

Todas las tardes teníamos que traer leña para la cocina, y hasta este trabajo se hacía en Quintana de forma rutinaria, como si fuera una excursión y no como una mala obligación. Mas adelante me escogieron con nueve compañeros más para hacer carbón en el monte. Aquello era como un intercambio entre los carboneros y la compañía: los carboneros les daban la leña que no les servía y la compañía les daba hombres. La leña era empleada en los hornos de ladrillos y del yeso. El tra-bajo de hacer cisco era entretenido y nada complicado: se ha-cían montones de leña menuda y se le prendía fuego; cuando los carboneros lo ordenaban se tapaba con tierra, le hacían un boquete de respiradero y se dejaba varios días enfriar, y posteriormente se envasaba en espuertas y se lo llevaban pa-ra su venta.

Los carboneros eran buena gente y se comportaban con no-sotros muy correctamente. Yo les cambiaba el tabaco por pan y, con esto, me ayudaba en mi alimentación. Dormíamos en una pequeña mina de yeso abandonada que ya habría servi-do a otros en alguna ocasión, porque tenía camas de madera en alto. Estaba bastante bien, era fresca en verano y caliente en invierno.

En un pequeño pueblo distante unos cuatro kilómetros, decían mis compañeros que había baile los domingos y acor-daron ir. Yo no fui porque nunca me había gustado bailar y me quedé solo en la mina. Al baile fue hasta el escolta. Yo cogí su fusil y lo tenia a mi lado, junto al fuego. Hacía como una hora que se habían marchado, cuando se empezaron a escuchar ruidos de matas secas pisadas cerca de la mina. Co-gí el fusil, lo apunté hacía la entrada de la mina y esperé. Pen-saba que sería algún animal de aquellos montes, porque los había, y como el ruido estaba cada vez mas cerca, llevado de mi nerviosismo grité:

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— ¡¿Quién va?!Y se escuchó una voz decir:— ¡Soy yo, el carbonero!Pasaron unos segundos y asomaron por la puerta de la mi-

na unos ojos brillantes en una cara tan negra como la noche, porque los carboneros parecían tenerle miedo al agua. Dejé el fusil en la cama y encendí una vela para vernos las caras y le dije:

— ¡Adelante, hombre!De verdad que me dio alegría cuando comprobé que era

uno de los carboneros, y cuando habló me dijo:— ¿Estás solo?— Sí, porque todos se han marchado al baile, hasta el es-

colta. — ¿Y tú por qué no has ido?Le dije que porque alguno se tenía que quedar. Ya me es-

taba cansando de tantas preguntas y le dije:— ¿Y usted por qué ha venido? Me dijo que se había quedado sin tabaco, le di una cajeti-

lla y se marchó; al otro día el carbonero me dio un pan.Llegaron del baile de madrugada, y venían contentos y

habladores; buscaban comida, se veía que el movimiento les había abierto el apetito. No me dejaban dormir, diciendo co-sas que yo en aquel momento no entendía, como quitarse las parejas unos a otros, y yo les decía que se callaran porque pronto habría que levantarse. Pasaron unos minutos y todo quedó en silencio. Fui el primero en despertarme y comprobé que todos dormían. Encendí la lumbre y puse agua a calentar. Cuando estuvo hirviendo le eché la cebada, que era nuestro café. Cogí un plato y una cuchara y empecé a dar golpes; era una diana un poco brusca pero muy efectiva, y así fue, por-que tuve que defenderme de las botas que volaban hacía mi cabeza. Pero como además de sueño tenían hambre, el olor de la cebada y el pan tostado les hizo salir. Les dije que no

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había sol -que era nuestro reloj de conveniencia, porque a la hora de levantarse ningún reloj estaba de acuerdo-, y hasta los había que querían seguir durmiendo. La cuestión fue que había mucha niebla. Con mucha calma se tomaron el desa-yuno y por fin salimos de la mina para el trabajo. No se veía al caminar y nos costó dar con los carboneros. Cuando les di-mos los buenos días, el que hacía de capataz dijo: “Serán las buenas tardes”. Y sacando su reloj del bolsillo, nos los mos-tró: eran las doce y cuarto. Se hizo un corto y embarazoso silencio en el que nuestras miradas se entrecruzaban como buscando un culpable, y el carbonero que estuvo en la mina la noche anterior, demostrando lo buena persona que era, ha-bló, diciendo: “Es que esta niebla engaña”.

Aquel día se trabajo mucho, como si quisiéramos adelan-tar el tiempo perdido, y se hizo mucha faena. Cuando termi-nó la jornada, el que hacía de capataz, después de darnos un trago de vino y un cigarro al que lo quiso, dijo: “Pues os te-néis que quedar dormidos todos los días, porque se ha hecho el trabajo de dos días”.

Todos los días se tenía que trasladar uno de nosotros a la compañía para recoger el suministro y la correspondencia, y cuando volvía hacía la comida. Casi siempre la hacía un chico valenciano que los domingos nos hacía una paella bastante bue-na, que para nosotros era un extraordinario. Un día trajo la noti-cia de que nos pasaban al Ejército. Esta noticia nos dio bastante alegría, pero como estábamos tan apartados de la compañía y de la civilización, lo tomamos como un “radio macuto” más y pronto lo olvidamos. Seguimos haciendo cisco en aquellos mon-tes palentinos, olvidados de todos, menos de nuestras familias.

Hacía frío en aquellas tierras de Palencia y llevábamos una vida casi salvaje, sin noticias de ninguna clase y con la espe-ranza de que algún día nos dieran la tan deseada libertad.

Como otros años llegó el 8 de diciembre del año 1942, Día de la Patrona de Infantería. Nos mandaron algo más de comi-

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da y nuestro compañero valenciano nos hizo una paella mar-ca de la casa, muy buena. Pasaron los últimos días de aquel año y empezó un nuevo año, el de 1943, que había que reci-bir con renovadas esperanzas de libertad. En el mes de ene-ro de aquel recién nacido año nos dieron la orden de volver a la compañía y nuestro pase al Ejercito se hizo realidad de-finitivamente.

Quedaban atrás los treinta y dos meses de castigo en los Batallones de Trabajadores y todos los malos momentos en los Campos de Concentración.

El tren avanzaba por las tierras de Castilla y mis pensa-mientos se confundían entre el pasado y el futuro. Miraba a mis compañeros, que reían, charlaban y cantaban, indiferen-tes a todo lo que no fuera el disfrute de aquellas horas de feli-cidad. Recordaba sin ningún rencor a los hombres que habían mandado en los Batallones de Castigo y Campos de Concen-tración, y sus diferentes maneras de comportarse y de aplicar la disciplina. También recordaba a los muchos escoltas, cabos y sargentos, que mientras algunos se habían hecho ver por sus métodos brutales de tratar a los hombres, otros habían pasado inadvertidos. Los hombres que perdimos la guerra ha-bíamos sufrido un duro castigo y además nos habían sacado un buen rendimiento, porque los Batallones de Trabajadores construyeron carreteras, aeródromos, sanatorios y multitud de trabajos agrícolas y de otras índoles. Cuando un batallón de trabajadores llegaba a un pueblo, rápidamente, desde el Alcalde hasta el último cacique, acudían para hablar con los jefes, para sacar un buen provecho de nuestro trabajo.

Jesús dijo que había que perdonar setenta veces siete, y perdonados quedaron los que por odio, rencor y, ¿por qué no?, por ignorancia y también por temor, martirizaron a sus hermanos. Y a los que sufrieron castigo en sus propias car-nes, por no querer emplear la violencia contra hombres inde-fensos, Dios les habrá dado su premio.

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EN EL EJÉRCITO, REGIMIENTO MIXTO DE AMETRALLADORAS, MADRID

El Regimiento Mixto de Ametralladoras, en Campamento (Madrid), fue mi destino. Nos dieron una preparación para ju-rar la bandera, como si fuéramos auténticos reclutas, y los ca-bos, cuando nos llamaban para formar, decían: “¡Los de los Batallones de Trabajadores!”. Algunos disfrutaban llamándo-nos de esa manera, y en la instrucción nos hacían sudar como si fuéramos quintos, pero en el cuartel no había una gran disci-plina y los cabos no se hacían respetar como en los Batallones de Trabajadores. Los domingos recorría Madrid y sus lugares típicos, como el Rastro, con sus múltiples tenderetes y el céle-bre Cascorro con su lata debajo del brazo.

En los primeros días de marzo de aquel año 1943 juramos bandera. Fue un gran día de fiesta en el cuartel. Yo, llevan-do tantos años de mili, no había vivido nada igual, fue un día completo en todo, hasta en la comida. Con la jura de la ban-dera se terminaba nuestra vida infantil de soldado y ya éramos adultos. Con responsabilidad y la obligación de hacer servicios de armas.

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El día 1 de abril de aquel año 1943 hice el Desfile de la Victoria por el Paseo de la Castellana. Sólo habían pasado unos días y el cambio fue muy grande, a mi modo de ver exagerado. El destino tiene estas ironías, porque yo, que ha-bía estado toda la guerra con el ejercito republicano, y que hasta hacía unos días trabajaba custodiado y hasta maltra-tado si tenia un descuido, me veía ahora aclamado y vito-reado, porque veían en mí y en mis compañeros a soldados victoriosos, siempre.

Les ocurre a los seres humanos, los más inteligentes de la creación y los que más se dejan engañar por las apariencias. Muy pocas veces conocemos las verdaderas realidades de las cosas que nos rodean, pero la vida es así, y así la tenemos que sufrir y sobrellevar, dejando que nos lleven y nos enga-ñen, haciéndonos ver los colores con diferentes tonalidades a la realidad, diciendo sí cuando es no. Nos dejamos llevar por la metódica y bien preparada propaganda, y nuestros frá-giles cuerpos se mueven en la dirección que a ellos les con-viene, como si de una barquita en medio de un gran tempo-ral se tratara.

Solo a dos metros del general Franco estuve en el desfi-le. No puedo negar que, a pesar de todo, fue un momento de gran nerviosismo para mí, porque hacía el desfile con un mu-lo que portaba la ametralladora y por los recuerdos lejanos. Había escuchado hablar sobre el General y recordaba la lec-tura del sacerdote del campo de concentración de Logroño, pero, al pasar tan cerca de él, verlo en la posición de firmes, militarmente, saludando a los que desfilábamos, fue una ima-gen que se quedó grabada en mí.

Después del desfile, tenía servicio de armas en la cárcel de Santa Rita. Este edificio había servido de convento y ahora era una cárcel para presos políticos. Ya estaban construyendo la Cárcel Modelo, que no sería tan “modelo”, porque la des-truyeron muy pronto.

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Tenía muchos servicios en la semana: tres de armas y tres mecánicos, cocina, limpieza y otros, más la instrucción y la teórica. En el mes de mayo de aquel año 1943 formó la com-pañía el capitán y nos dijo que aquel mes tendríamos muchos servicios, pero que en el mes de junio nos iríamos todos de permiso, y que cerraba la compañía. Y lo cumplió, pero bien que lo pagamos, porque en todo el mes de mayo no estuve ni un día de paseo. Salíamos de guardia y entrábamos de cocina o de limpieza, y así todo el mes. Aquello fue muy largo, no sólo por el trabajo sino por el deseo y las ganas de que llega-ra junio y poder abrazar a mis padres.

Mi llegada a casa fue de gran alegría, porque ya no venía como prisionero y los problemas parecían arreglarse, pero no olvidarse, porque en nuestro pensamiento estarían, mientras viviéramos, las cicatrices de la guerra y la engañosa paz que estábamos viviendo.

Muy pronto pasaron los días del permiso y me incorporé al regimiento, en donde se seguían haciendo muchos servicios. Un día me amaneció pelando patatas, porque el oficial que aquel mes estaba de cocina dio tortilla de patatas al regimien-to. Este capitán era muy querido por la tropa porque disfrutaba dando muy bien de comer. Los demás oficiales le decían que no le llegaría el dinero hasta final de mes, pero él no hacía ca-so. Todos deseábamos que siempre estuviera de cocina, y yo me preguntaba: “¿Es que no le dan a todos el mismo dinero?”.

Pero a mí me esperaban más sorpresas. Un día salió el sar-gento con una lista en las manos, mandó formar a la compañía y dijo: “Todos los que yo nombre se marchan a otro regimien-to”. Esto no me lo esperaba yo porque, para los años y lo can-sado que estaba ya de mili, aquel regimiento no estaba mal, te-nia una disciplina bastante suave y no eran muy exigentes en la revista a la hora del paseo. Además, me había acostumbra-do a aquel regimiento, y en los cambios casi siempre se pier-de, como así fue.

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EN EL REGIMIENTO INMEMORIAL Nº 1. BARRIO DE ARGÜELLES (MADRID)

Como me temía, en el cambio salí perdiendo. En este cuartel se hacían muchos servicios y algunos eran nuevos para mí, como los cantones y vigilancias por todo Madrid, guardias en las cárceles de Yeserías y Torrijos, los servicios del cuartel de cocina y limpieza y, además, una disciplina férrea que a mi empacho militar le venia muy larga. Pero, ¿qué podía hacer yo? Pues lo que hacía: cumplir como los buenos, que bastante tiempo me tuvieron por malo. El sa-lir de paseo en este regimiento era difícil y algunos días casi imposible, porque en la puerta principal del cuartel se po-nían el oficial de guardia, el sargento y el cabo, y pasaban una revista muy meticulosa. Cuando no era por una cosa era por otra, pero por la puerta no salía nadie, y todos vol-víamos para atrás, hacia la compañía o la barbería para que nos pelaran o afeitaran. Un día le escuché decir al sargento de guardia algo que me hizo gracia: estaba pasando la revis-ta, se fijó en que un soldado tenia los talones de los zapatos sucios, y le dijo: “Hay que limpiar todo el zapato, y no solo

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la puntita”. Otro día, en el comedor, el sargento observaba cómo estábamos comiendo, y le dijo a un soldado: “Es la cuchara la que va a la boca y no la boca a la cuchara”.

Cuando en las madrugadas estaba haciendo guardia en las cárceles de Madrid, mis pensamientos volaban hacía otros lu-gares en los que, mientras yo dormía, otros soldados me cus-todiaban. No encontraba una explicación lógica, hallándola solo en mi propio destino, que me tenia un camino trazado y tenía que cumplirlo en su totalidad.

En este regimiento, los cabos se hacían respetar como si de generales se tratara. Un día, en el comedor pasó un caso que tuvo su final en la compañía. Según lo establecido, en la mesa del comedor en la que estuviera un cabo sentado, éste sería el que repartiría la comida de aquella mesa. Así lo hi-zo un cabo que estaba en la mesa en que yo estaba también, junto con otros soldados de los que estuvieron en los bata-llones de trabajadores. Uno de ellos le dijo al cabo que repar-tía la comida que le había echado poca; el cabo lo miró y, sin decirle nada, le echó más comida. Cuando estábamos en la compañía, lo puso firme delante de él y le dio bofetadas a dos manos hasta que se cansó de hacerlo. La compañía estaba en silencio y no se escuchaba nada más que los golpes dados en la cara de aquel hombre.

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LA GARITA DE LA GITANA

Entre mis recuerdos de los días de cuartel, cuando yo era “soldado bueno”, me acuerdo de uno que fue muy curioso y me impresionó mucho cuando me lo contaron, estando de guardia en la cárcel de Yeserías de Madrid.

Me había llegado la hora de entrar de puesto, y en esta cárcel había que llevar una escalera para subir a la garita, porque estaban en lo alto de la tapia y no había otro proce-dimiento para subir. Uno de los soldados, al ver la garita que me había tocado para hacer la guardia, me dijo: “Te ha toca-do la garita de la gitana. ¡Ten cuidado!”. Lo dijo riendo, pe-ro despertó mi curiosidad y le pregunté: “¿Qué le pasa a esta garita?”. Y el soldado me contestó: “Anda, anda, que ya te lo contaré cuando salgas de puesto”. Largas se me hicieron las dos horas pensando en la historia de aquella garita, y cuando salí de la guardia, el soldado de la historia se estaba calentan-do en la estufa del puesto de guardia. Le dije que me conta-ra lo de la gitana y, entre cabezada y cabezada -yo no tenia sueño porque la garita de la gitana me lo había quitado-, la

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narración de aquel soldado era como sigue: una noche, es-tando un soldado de guardia en aquella garita, se aproximó una mujer a la tapia de la cárcel y le propuso al soldado ha-cer el amor. La mujer era joven y bella; el soldado le dijo que estaba de servicio y que además la tapia era muy alta, pero la mujer hacía esfuerzos para convencerle y para conseguirlo saco una cuerda que llevaba escondida y se la enseñó, dicién-dole que ella subiría por la pared y que él amarrara la cuer-da al hierro de la garita. El soldado dudaba entre cumplir con su deber o satisfacer sus deseos. Seguro que momentos antes había estado pensando en lo solo y alejado que estaba de sus seres queridos, o en su novia y en mujeres hermosas. Pudo más el deseo que el deber, quedando de acuerdo con aquella mujer para que le lanzara la cuerda que él amarró fuertemen-te al hierro de la garita, con la fuerza que da la juventud y el deseo de algo que tenía tan cerca y tan seguro de conseguir. La joven gitana, con la agilidad de un gato, trepó por la pa-red y le dijo al soldado: “Suelta el fusil dentro de la garita”. Y el soldado, después de dejar el fusil, abrazó fuertemente a la joven, con la fuerza incontenible del deseo. Quizá su pensa-miento estaba lejos de allí, donde una mujer hacía paciente espera y contaba los días que le quedaban de mili, y a la que él, desde el fondo de su corazón, le pediría perdón. La gita-na se entregó con toda naturalidad y ardor a aquel hombre, y cuando vio que, llevado de su entusiasmo sexual, no podía darse cuenta de nada, sacó un cuchillo que tenía escondido y lo clavó sin piedad en el cuerpo del joven soldado, que pagó un precio muy alto por un momento de placer.

Decían que la gitana cometió aquel crimen para ayudar a escapar de la cárcel a un familiar que estaba cumpliendo con-dena. ¿Fantasía o realidad? No lo sé, y pudo ser una cosa u otra, pero ahí queda como ejemplo de que hay que cumplir siempre con nuestras obligaciones y deberes, dejando a un la-do nuestros propios deseos, aunque tengamos que sacrificar-

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nos para borrar de nuestro pensamiento las cosas mas desea-das. Hice muchas guardias en la cárcel de Yeserías y siempre decían lo mismo:

“¡Cuidado con la garita de la gitana!”

La calefacción en los cuerpos de guardia era de carbón y había que tener mucho cuidado de no quedarse dormido al lado de la estufa. En todas las guardias que yo hice en tiem-po de invierno se dieron casos de intoxicaciones, porque mu-chos, cuando salían de la guardia, en vez de acostarse en la colchoneta, se quedaban junto a la estufa respirando el hu-mo del carbón. Eran intoxicaciones de poca importancia, pe-ro siempre molestas. Muchas fueron las anécdotas que viví y me contaron durante mi etapa de soldado “malo” y “bueno”, aunque para mi modo de ver las cosas, ni malo ni bueno, si-no nuestro propio destino, ése que todos llevamos y que está escrito desde el principio de los tiempos, y que nos hace estar arriba y abajo, pobre y rico, y que parece que juega con nues-tras vidas. Pero que no nos puede cambiar nuestra manera de pensar y de rebelarnos contra las injusticias que cometemos todos, llevados por nuestro propio egoísmo y deseo incontro-lado de tener grandezas. Todo pasajero y vanidoso.

Un día me encontraba de vigilancia en la Estación de Ato-cha de Madrid, hacía mucho frío y, para poderlo sobrellevar, nos turnábamos en la sala de espera el cabo y los dos solda-dos de la patrulla. Era una sala de espera del año 1943, en la que había una estufa de carbón en la que, de cuando en cuando, un empleado de la estación le metía un hierro al fo-gón para que no se apagara. Pero se estaba calentito y, sobre todo, mejor que en la calle. Me encontraba sentado en uno de los bancos de la sala de espera destinado al publico -aun-que casi ninguno era viajero, pues estaban allí como noso-tros, para librarse del frío de la calle- y llamó mi atención una

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señora que hablaba con mucho entusiasmo con una joven. La mujer tendría unos cincuenta años y la joven unos quince o dieciséis. Observé que la mujer quería que la chica hiciera alguna cosa que aquella joven no quería hacer, porque nega-ba con la cabeza y lloriqueaba, pero la mujer, muy disimula-damente, insistía. Se quedó un lugar vacío cerca de ellas y lo aproveché para estar mejor situado y poder enterarme de lo que aquella mujer se traía entre manos con aquella joven. La mujer miraba con el rabillo del ojo y yo me hacía el distraído, pero las observaba con detenimiento y, tras escuchar algunas palabras, pude sacar en claro que la mujer quería que la chica fuera con un hombre que le daría dinero y que con él podía tener cosas que ahora le faltaban. Le dijo que no tuviera te-mor, porque no le pasaría nada, y como la chica dijera que no continuamente con la cabeza, la mujer le dijo: “No seas ton-ta, alguna vez lo tendrás que hacer”. Pensé que no tenía que escuchar más, que lo que aquella mujer quería estaba muy claro, así que se lo dije al cabo y, como los problemas de la población civil no eran de la incumbencia militar, el cabo ha-bló con unos guardias y fuimos todos a la comisaría. La chi-ca, al ver a los guardias, se echó a llorar, y la mujer se defen-dió, pero las interrogaron por separado y todo quedó claro. La mujer terminó diciendo la verdad, llorando y echándole la culpa a la mala situación por la que estaba pasando nuestra dolorida nación. Pero yo pensaba que por mal que estuviéra-mos y la falta de dinero que tuviera aquella mujer, no tenía justificación lo que le proponía a la chica. De esta forma pen-saría el juez, porque la mujer se quedó detenida y nosotros nos marchamos para continuar nuestro servicio por las calles y plazas de la capital de España.

En las entradas del metro, las chicas jóvenes pregonaban: “¡Tabaco y cerillas!”. Y mientras esperaban la llegada de un cliente, vigilaban para no ser sorprendidas por algún guardia que, como mal menor, le requisaba la mercancía. Eran unos

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tiempos muy malos, y algo tenían que hacer para poder co-mer algo. Las chicas se marchaban y, cuando los guardias desaparecían, volvían otra vez con su cantinela de “¡Tabaco y cerillas!”. Mucho se podría escribir sobre la lucha diaria que el siempre sufrido pueblo tuvo que pasar para vivir un día más, aunque fuera sin comer.

Estando de vigilancia teníamos la obligación de entrar en cines, teatros y salas de fiestas, porque los militares, des-pués del toque de retreta, no podían estar en la calle sin un permiso o pase especial. Estos servicios los hacíamos con gusto porque descansábamos un ratito y veíamos el espec-táculo, lo que nos servía de distracción y además cumplía-mos con nuestra obligación. Haciendo muchos servicios en el cuartel y fuera de él, los días pasaban lentamente, pero también imparables. Así llegó el 27 de marzo de 1944, en el que cumplía 26 años, y me acordé de que ya hacía siete años de los lejanos días de la sierra de Alcubierre y que lo que había empezado para mí casi como un juego, por mis pocos años, con el paso del tiempo se estaba convirtiendo en una pesadilla sin fin. Estaba muy cansado de tantos ser-vicios y tanta disciplina, pero no tenía otra solución que te-ner paciencia y cumplir, superándome en tener muy limpio el fusil y todas mis pertenencias, para no tener problemas en las revistas. En este cuartel eran muy severos en la disci-plina y la limpieza, pero también los jefes sabían apreciar al soldado disciplinado y cumplidor.

Se aproximaba otro 1 de abril, el de 1944, y otro Desfile de la Victoria. Yo estaba temiendo que para este día no estuviera licenciado y tener que hacer el desfile. Además, con la disci-plina y lo apretaos que eran en aquel regimiento, había que temerle. Y así fue: todos los días desfile por el Paseo de Rosa-les, muy cerca del cuartel, y se desfilaba de nueve en fondo, un cuadro perfecto, que no salía tan perfecto y que había que repetir una y otra vez.

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El día 1 de abril de 1944 amaneció luminoso, y la diana fue tocada mas temprano que de costumbre. En todo el cuar-tel había una gran actividad, y con muchas horas de antela-ción nos trasladaron al Paseo de la Castellana, en donde nos pasaron una revista antes del desfile. Todo estaba a punto y, sobre las once de la mañana, un toque de atención del corne-tín de ordenes, anunciaba la llegada del general Franco. Mi-nutos después empieza el desfile, que para mí seria muy di-ferente al del año anterior, porque lo hacíamos en una forma-ción de nueve en fondo y con el fusil al hombro. Esta vez me causó menos impresión la figura del General. El desfile duró dos horas y, durante este tiempo, estuvo Franco en el saliente de la tribuna saludando militarmente a la tropa que desfilaba. Me acordé de un capitán del regimiento que le decía a los sol-dados de su compañía que en el mundo habían tres militares: Napoleón, Franco y él mismo. Esto lo hacía para inculcarnos más disciplina, pero era tomado a risa, y creo que pecaba de inmodesto este raro capitán.

Una vez que se pasó de la tribuna principal, siguió el des-file hasta la Plaza de España, en donde mi regimiento hizo un pequeño descanso. Cuando ordenaron de bajar el fusil del hombro, nadie podía hacer los movimientos correctamente, porque el brazo que sostenía el arma estaba entumecido por el mucho tiempo en la misma posición.

En este cuartel tuve ocasión de ver por primera vez la lle-gada de quintos jóvenes y las “quintadas” que les hacían, que algunas causaban risa y otras pena, porque era la primera vez que salían de casa para enfrentarse con la vida. Me recorda-ban mis primeros pasos por la vida militar, que no fueron tan fáciles como los de estos jóvenes, y me acordaba de los vete-ranos de la sierra de Alcubierre, porque no siempre actuamos correctamente ni damos el ejemplo que estamos obligados a dar; pero así está montada la vida, porque así lo hacemos to-dos, y todos pagamos las consecuencias.

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En el mes de mayo tenía puesta mi más grande esperanza en que me licenciaran, porque ya había pasado el desfile y había rumores de que, cuando juraran la bandera los quintos, se licenciaban los veteranos. ¿Y más veterano que yo había alguno? Pero los rumores, lo mismo que llegaban, se perdían. Yo estaba todo el día pendiente de la “radio macuto” y lo pa-saba muy mal, porque estaba impaciente por marcharme del cuartel. Por fin el día 20 de junio de aquel año 1944 llegaron algunas licencias, pero no venia la mía, y fueron muy malos momentos hasta que apareció mi deseada y desaparecida li-cencia. Por fin llegó, era una licencia de permiso indefini-do porque la guerra mundial no estaba decidida y no sabían si tendríamos que volver otra vez; pero en los cuarteles no se cabía, entre veteranos y quintos, y tuvieron que licenciar. ¡Que ya estaba bien!, creo yo.

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Por fín llegó el ansiado permiso ilimitado.

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LICENCIADO DEL EJÉRCITO Y POR FIN EN CASA

El día 25 de junio de 1944 llegué a mi casa. Mis padres y demás familiares estaban muy contentos y yo también, pero cuando fueron pasando los días me fui dando cuenta de que la guerra y los cuarteles me habían dejado vivo físicamente, pero mi juventud se había quedado en los años transcurridos.

Salí de casa con 18 años y he vuelto con 26 cumplidos, no tenía oficio ni trabajo y me tenía que enfrentar a una socie-dad que me cerraba todas las puertas. Todo era nuevo para mí, y parecía que terminara de nacer o de llegar a otro plane-ta, y en el fondo así era, porque había nacido a la vida civil y atrás quedaban todos los recuerdos del pasado. Hasta en mi casa me encontraba como un extraño, no por culpa de nin-gún familiar, porque mis padres y todos hacían por animar-me, pero era todo tan diferente... Con las ganas que tenía de perder el cuartel de mi vista, ahora me parecía que me faltaba algo y casi lo echaba de menos.

Con el paso de los días me fui acomodando a la nueva vi-da, pero lo que no tenía arreglo era el trabajo, porque en Má-

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laga siempre se tuvo ese problema y ahora era peor. El traba-jo que había era para los excombatientes de la zona nacional; para los que estábamos fichados como antiguos milicianos no había trabajo. Esto también lo fue arreglando la medicina del tiempo, y a los ocho meses de mi llegada me pude colocar en la empresa en que trabajaba mi madre. “En consideración a sus muchos años de servicio y buen comportamiento”, fue-ron las palabras de Francisco Torrat, presidente del Consejo de Administración de la Industria Malagueña, el día de mi in-greso al trabajo.

En mi pensamiento no guardaba rencor a nadie, y tenia mi conciencia muy tranquila después de tantos años. Prime-ro en una guerra larga y violenta, de la que había salido sin que nadie me pudiera acusar de nada. Después en los meses de cautiverio, en los que tanto daño vi hacerle a mis com-pañeros, y en donde Dios tanto me ayudó, con cumplimien-to y sacrificios por mi parte, para librarme de sufrir casti-

Antonio Torres con su mujer y cuatro de sus cinco hijas hijas.

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gos que todos los días veía sufrir a otros. Gracias, Señor, por tanto como me ayudaste en aquellos lugares por los que pasé, y en donde tanto odio concentrado había en los cora-zones de los hombres. Lo hiciste sin que yo me lo merecie-ra y sin que me diera cuenta en aquellos momentos de que inmerecidamente era protegido por Ti; pero ahora sí que lo sé, Señor, que Tú no entiendes de colores ni de partidismos. Tú Señor, sólo entiendes de AMOR, y con AMOR pagas las ofensas que te hacemos los hombres. Sólo te pido, Señor, que tantos sacrificios y tanta sangre derramada no sea esté-ril y haga crecer una gran cosecha de paz, que los egoístas de siempre no pesquen para su propio provecho en el río de sangre que tan generosamente ha derramado la mejor ju-ventud española.

A los que hemos sobrevivido a la guerra nos corresponde la obligación de seguir sacrificándonos y poner toda nues-tra voluntad en cicatrizar las heridas de las almas y superar los días de guerra para pensar en los días de paz. Pero una paz verdadera, en donde todos los españoles, sin distincio-nes de ninguna clase, trabajen con el mismo entusiasmo y sacrificio que pusimos en hacer la guerra, pero esta vez pa-ra hacer la paz.

Ningún alimentoEs mejor para el hombreQue la paz y la libertad.

FIN.

A. Torres Morales

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ÍNDICE

PRÓLOGO ............................................................................................................................................................................................................... 5YO VIVÍ MIS RECUERDOS (1934-1944) .................................................................................................................. 11LAS LUCHAS SOCIALES .................................................................................................................................................................. 13LA INSURRECCIÓN Y LA GUERRA CIVIL .......................................................................................................... 15LA RETIRADA DE MÁLAGA A ALMERÍA ............................................................................................................ 19HACIA MURCIA, VALENCIA Y BARCELONA ................................................................................................. 31EN BARCELONA ............................................................................................................................................................................................ 33SALIDA PARA EL FRENTE DE HUESCA ................................................................................................................. 37EN EL CAMPAMENTO PREMILITAR DE PINS DEL VALLÈS ................................................. 53SALIDA DEL CAMPAMENTO DE PINS DEL VALLÈS, PARA EL FRENTE DE ARAGÓN ........................................................................................................................................... 55EN EL FRENTE DEL EBRO ........................................................................................................................................................... 71SALIDA DEL HOSPITAL Y NUEVAMENTE EN EL FRENTE DEL SEGRE ................................................................................................................................................. 81PRISIONERO DE GUERRA EN JUNCOSA (LÉRIDA) ........................................................................... 89CAMPOS DE CONCENTRACIÓN, LOGROÑO Y MIRANDA DE EBRO ................... 95EN EL 102 BATALLÓN DE TRABAJADORES ................................................................................................... 101ADIÓS AL 102 BATALLÓN DE TRABAJADORES ...................................................................................... 115SALIDA DE MÁLAGA PARA EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE REUS, TARRAGONA ............................................................................................................................................................. 119EN EL HOSPITAL DE PRISIONEROS DE LA CALLE TALLERS DE BARCELONA ..................................................................................................................................................................................... 121DE BARCELONA A MADRID, CAMPO DE CONCENTRACIÓN MIGUEL DE UNAMUNO .................................................................................................................................................................. 123EN EL 27 BATALLÓN DE SOLDADOS TRABAJADORES. GUADARRAMA, (MADRID) ................................................................................................................................................. 125EN LA SEGUNDA COMPAÑÍA DEL 27 BATALLÓN DE SOLDADOS TRABAJADORES. QUINTANA DEL PUENTE (PALENCIA) ............................................... 129EN EL EJÉRCITO, REGIMIENTO MIXTO DE AMETRALLADORAS, MADRID ............................................................................................................................................................................................................... 137EN EL REGIMIENTO INMEMORIAL Nº 1 BARRIO DE ARGÜELLES (MADRID) .................................................................................................................... 141 LA GARITA DE LA GITANA ........................................................................................................................................................ 143LICENCIADO DEL EJÉRCITO Y POR FIN EN CASA ............................................................................ 151

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Recuerdos de guerra y represiónde un miliciano malagueño

Antonio Torres Morales

Editado por la Federación Local de Sindicatos de la CGT de Málaga

Este libro fue escrito varias veces a máquina por el que vivió estos hechos, Antonio Torres Morales, y he escrito este libro en el ordenador, con la ayuda inestimable de mi yerno Ignacio y de mi hija Pilar.

Tengo noventa y un años y me doy por satisfecho.

Muchas gracias, salud y suerte.A.T.M.

En Málaga Septiembre de 2009

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