REDENCIÓN RELATO III JORNADAS ROMANTICAS SEVILLA

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7/31/2019 REDENCIÓN RELATO III JORNADAS ROMANTICAS SEVILLA http://slidepdf.com/reader/full/redencion-relato-iii-jornadas-romanticas-sevilla 1/45 1  Agradecimientos: a María del Rosario Carrillo Quevedo, mi madre, por su esfuerzo y dedicación en el trabajo más sacrificado y peor pagado del mundo, por su risa y su llanto, por sus noches en vela, por ser una madre DIEZ: mamá, TE QUIERO. A Luis Martín Palomo, por su inestimable ayuda en la labor de investigación para este relato: GRACIAS

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Agradecimientos: a María del Rosario Carrillo Quevedo, mi madre, por suesfuerzo y dedicación en el trabajo más sacrificado y peor pagado del mundo, por su

risa y su llanto, por sus noches en vela, por ser una madre DIEZ: mamá, TE QUIERO.

A Luis Martín Palomo, por su inestimable ayuda en la labor de investigación para este

relato: GRACIAS

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 Redención

 Ebony Clark 

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“No hay ningún árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos. El árbol

se conoce por sus frutos. Porque no se cosechan higos de los espinos, ni se vendimian racimos de los

 zarzales. El hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón, y el malo saca lo malo del suyo

 perverso, porque de la abundancia del corazón habla la boca” San Lucas 6, 47 

Condado de Devonshire, Inglaterra, 1887 

-  Obedecerás y serás una esposa respetable, Ofelia... Es el deseo de Nuestro

Señor que sirvas con humildad a sus propósitos. Piensa que no podrías

aspirar a una suerte mayor.

El reverendo Wilckerman agitó su vara de madera frente a los ojos de Ofelia,quien le observaba horrorizada desde el otro lado de la estancia. Bien era cierto que se

había hecho cargo de ella cuando no era más que una niña y no tenía lugar alguno

adonde ir. Pero habría preferido cien veces los tormentos de algún orfanato que los que

sufría bajo la tutela del Reverendo desde entonces. Ofelia nunca olvidaría el día sombrío

en que el Reverendo había arrojado una bolsa con sus escasas pertenencias sobre aquel

 jergón que sería su cama en los años venideros.  A partir de ahora, este será tu hogar .

Pero había mentido. Nunca había sido un hogar. Ofelia solo había recibido más palizas

de las que podía recordar y había pasado más hambre de la que un niño jamás debía

pasar. Sin embargo, en el fondo de su corazón, deseaba poder perdonarle por los males

que le había causado. No era fácil, pues en los últimos años, el Reverendo había

comenzado a mirarla de un modo distinto, a tocarla fingiendo tropezar accidentalmente

con ella, a espiarla mientras se desvestía cuando creía que ella no le veía. Puede que

fuera pobre y que no tuviera donde ir, pero antes moriría de hambre que tolerar que su

verdugo pusiera sus sucias manos sobre ella.

- Señor... – Ofelia midió las palabras pues conocía de sobra el genio que

poseía su tío - No es mi deseo contrariar los suyos ni los de Nuestro Señor. Pero usted

merece una buena mujer cristiana que sepa estar a su altura durante los servicios y en

sus visitas a los feligreses...

- No digas tonterías – agitó su vara en el aire – Es Satanás quien habla hoy

en tu boca, pero te perdono. Con el tiempo, te convertirás en una esposa adecuada y

quizá nuestro buen benefactor decida incrementar nuestra asignación si tenemos la

suerte de aumentar la familia.

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Ofelia pensó que se desmayaría ante la idea de albergar en su seno al hijo de

aquel hombre abominable. De ningún modo... Recordó el anuncio que por error, había

llegado a sus manos. Una prima del Reverendo, tan mezquina como él, les visitaba a

menudo. Era una vieja solterona y amargada, tan retorcida en sus comentarios que

Ofelia había rezado porque finalmente ambos descubrieran la afinidad de sus almas y

decidieran prometerse. Pero no, el Reverendo ya había decidido que ella sería su esposa

y a juzgar por su expresión severa, solo cabía esperar que ella diera el sí rápidamente.

Por suerte, su prima había estado allí aquella mañana y del bolsillo de su falda

descolorida había caído aquel pedazo arrugado de papel, en el que Ofelia había podido

leer las líneas que serían su salvación. “Caballero americano desea contraer 

matrimonio por poderes. Las candidatas habrán de gozar de salud excelente y plena

disposición para trasladar su residencia a América. Abstenerse románticas” Ofelia

había memorizado las señas antes de arrojar la nota al fuego y después, se había

apresurado a enviar su respuesta en la oficina de correos. Si su tío descubría sus

intenciones, bien podía encerrarla bajo llave para evitar su huida. Suspiró, esquivando la

mirada. Detestaba la mentira, pero no tenía otra opción si quería salvar su cuerpo y su

mente de más humillaciones.

- Será para mí un honor, tío. Si usted no siente vergüenza por mi torpeza, me

haría muy feliz ser su esposa - mintió, viendo como el hombre sonreía exultante y

dejaba que la vara de madera descendiera y descansara sobre su grueso muslo.

- Una sabia decisión, muchacha. Comenzaré enseguida con los

preparativos de la boda...- se acercó hasta ella y recorrió con su mano la mejilla de la

 joven, quien reprimió un escalofrío al ver como la mano fingía caer con descuido sobre

su pecho. El rostro del Reverendo estaba rojo de excitación, pero se contuvo y apartó

sus dedos regordetes antes de que ella gritara. Le palmeó el cachete en un gesto paternal

que ya no la engañaba - No estés triste, querida. Incluso las muchachas feas y poco

agraciadas como tú pueden dar placer a sus esposos y engendrar hijos sanos. Bien es

cierto que no eres la joven más favorecida del condado, pero tienes otras virtudes que yo

he sabido apreciar. Eres trabajadora y cocinas y bordas como los ángeles. Con el

tiempo, tu carencia de belleza dejará de ser una preocupación para ti, ya lo verás. Pues

un buen esposo sabe apreciar en una esposa sus otras virtudes. Y es mi deseo que desde

este mismo instante, aprendas a complacerme.

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Le ofreció su boca repugnante de labios escamosos y Ofelia contuvo el aliento

una vez más, rechazándole con una expresión de horror en el rostro. Corrió hacia la

puerta, rezando porque no la siguiera.

- Señor, no es decente... Algún feligrés podría entrar en cualquier

momento. Le ruego que tenga paciencia y para no ofender a Nuestro Señor, nos

comportemos con decoro hasta nuestra boda - rogó y el Reverendo asintió, complacido

por la actitud casta de ella, aunque contrariado por su desplante.

La dejó ir y Ofelia suspiró aliviada. Esa misma noche prepararía su equipaje con

las pocas prendas que poseía y zarparía en el siguiente vapor rumbo a América. Aún

mantenía una sonrisa esperanza en el rostro cuando apenas una hora más tarde, la puerta

de su dormitorio se abrió bruscamente. La sonrisa se heló en sus labios cuando la mano

del reverendo cayó sin piedad sobre su rostro.

- ¿Pensabas que podías engañarme, ramera desagradecida? Todos estos años

respetando tu virtud y la memoria de tu madre… ¿y pretendes entregarte a un

desconocido… a un salvaje…? ¡Puta! Voy a darte una lección que jamás

olvidarás – la empujó sin contemplaciones sobre la cama. Sus ojos lanzaban

chispas de furia y las mejillas se habían teñido de un intenso rubor. Vio como el

Reverendo le mostraba el pedazo de papel ennegrecido que su prima debía haber

rescatado del fuego antes de que se quemara por completo. El Reverendo la

golpeó repetidamente con la vara antes de arrancarle el vestido y abalanzarse

sobre ella. Se abrió el pantalón con movimientos torpes y rasgó su camisola,

ignorando los gritos y protestas de la muchacha, invadiéndola con una brutalidad

que hizo que Ofelia perdiera la consciencia varias veces mientras duraba. La

violó hasta quedar extenuado y sudoroso sobre ella, aplastándola con su peso.

Cuando todo terminó, el Reverendo le lanzó los jirones de tela para que se

cubriera. Ofelia le miraba espantada, pero no había derramado una sola lágrima.

Wilckerman estaba trastornado – Hija de Satanás… No eres lo bastante pura

para ser mi esposa… Me has hechizado y me obligaste a cometer este acto vil…

¡Que Dios se apiade de mí! ¡Fuera de mi casa, Jezabel!

Ofelia recogió a toda prisa sus únicos dos vestidos y el colgante que había

pertenecido a su madre. El reverendo le había impedido que se llevara la pequeña bolsa

con las monedas que comprarían su billete a América. Apretó el medallón contra el

pecho mientras recorría el sendero. Aquel medallón compraría su ansiada libertad.

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 Estado de Arizona, Norte de América

Qué extraño poder la había arrastrado hasta aquel lugar olvidado de la mano del

Señor era aún un misterio para ella. No podía siquiera recordar el momento en que sus

labios habían pronunciado un sí silencioso al tiempo que respondía el anuncio que la

había llevado hasta aquel lugar. Era como si alguna fuerza sobrenatural se hubiera

apoderado de su mano para guiar su pluma sobre el papel y comprometer de manera

irrevocable su destino. Al menos, esa era la sensación que ahora le oprimía el pecho

mientras aguardaba expectante. La inquietante sensación de que aquel día había sellado

su destino para siempre, no cesaba de rondarla. Ofelia dejó su maleta frente a la puerta.

Se retiró el sudor que resbalaba por la frente y restregó las palmas sudorosas contra el

faldón del vestido, empujando suavemente la hoja de madera. La puerta cedió a la

presión de su mano con facilidad y arrastró la maleta junto a ella. Cerró los ojos un

segundo, consciente de que un nuevo capítulo de su vida comenzaría en el mismo

instante en que cruzara el umbral. Arizona era un lugar árido donde el calor envolvía

cuanto tocaba. Allí donde miraba se erguían escarpadas montañas que rodeaban

extensas llanuras estériles. Algunos viajeros, en busca de fortuna y una nueva vida,

como ella, se habían unido a su diligencia en la última estación del ferrocarril y habían

expresado sus temores durante el trayecto hacia Tucson. Asomaban el rostro de cuando

en cuando por la ventana de la berlina y daban un respingo cuando una leve polvareda

en el camino parecía presagiar la repentina aparición de un grupo de indios rebeldes.

Aunque tal aparición habría de ser poco probable. Tras la política infructuosa del

general George Crook - a quien los amerindios llamaban lobo gris- el mando de la

agencia de asuntos indios de Arizona había sido asumido por el coronel Nelson Miles.

Según contaban los viajeros de la zona, el coronel Miles había organizado el año

anterior una milicia de cinco mil soldados, quinientos exploradores apaches y un

numeroso grupo de voluntarios. Al mando del teniente Charles Gatewood, la milicia

había obligado a rendirse al más temido de los líderes apache, Goyathlay1, a quien el

ejército había confinado finalmente en el fuerte Marion en Florida. Pero no eran

aquellas historias sobre los crímenes cometidos por los indios, los asaltos a las

diligencias, robos y asesinatos, lo que más había perturbado a Ofelia. En la diligencia,

había tenido oportunidad de escuchar docenas de historias sobre el hombre que debía

aguardarla y que era ahora su esposo. Cualquiera de las versiones era aterradora.

1N.A.: en el vocabulario apache, “el que bosteza”, para nosotros conocido comúnmente como Gerónimo.

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Cualquiera habría hecho que una mujer temerosa de los hombres y de Dios diera media

vuelta y regresara sobre sus pasos. Pero hacía mucho tiempo que Ofelia había dejado de

temer a los hombres y ahora estaba convencida de que había sido Dios, precisamente,

quien había guiado sus pasos hasta aquel lugar.  El Diablo. Así lo llamaban. Sin

embargo, Ofelia no tenía miedo. Había conocido el infierno mientras vivía en Inglaterra.

Había conocido la maldad humana en toda su dimensión. El dolor y la humillación

habían secado sus ojos para siempre. Ningún demonio de la tierra podía ser más terrible

que aquellos que la habían visitado cada noche mientras dormitaba, a duras penas a

causa de los golpes de mar en el costado del barco de vapor. Ningún hombre, mujer o

ser humano podía ser tan abominable por más que su miserable alma estuviera

condenada... Una ráfaga de aire le cruzó el rostro ¿Qué clase de hombre era aquel al que

apodaban  El Diablo? ¿Sería como aquella desvergonzada que había hecho el camino

con ella había vaticinado, un ser deforme, con el rostro y la piel cubiertos de llagas y el

corazón tan negro como el fondo de un oscuro pozo? Antes de divisarla entre las

sombras, había permanecido de pie frente a la casa, con el corazón encogido por un

último atisbo de inseguridad. Jamás en su vida había visto nada tan lúgubre. Ofelia

había aspirado el leve aroma que emanaba de la tierra que pisaban sus pies. Conocía

muy bien la tierra y como de ella surgían los bienes que la naturaleza generosa ofrecía.

Pero aquella tierra parecía dormida y reseca, como si esperara que alguna mano le

arrancara por fin los frutos de las entrañas. Al levantar la mirada hacia una de las cuatro

ventanas había creído ver que alguien la observaba desde aquella privilegiada posición.

Conteniendo el aliento, había apartado la mirada La asaltó el impulso de huir en otra

dirección. Aún estaba a tiempo de huir, de reconsiderar su decisión… ¿Huir… y adónde

lo haría? Tan terrible sería volver sobre sus pasos como enfrentarse a los peligros que

encerraran aquellas paredes. No tenía hogar ni familia… Tal vez el reverendo tenía

razón cuando se había referido a ella como una oveja descarriada que se apartaba de

Dios… Pero no lo era. No tenía nada. Pero allí, al otro lado de la oscuridad, tal vez

hubiera un alma que necesitara de sus oraciones.

- Mintió en su carta.

Ofelia sintió que el aire se agolpaba en el interior de sus pulmones. En la

penumbra de aquella estancia, alguien la observaba a escasos metros sin descubrirse el

sombrero. Divisó la silueta que se recortaba contra la ventana. Su elevada estatura y su

espalda ancha y erguida desmentían cualquier habladuría sobre su supuesta deformidad.

Y a pesar de que no podía ver con claridad su rostro, la tenue luz de la luna dibujaba un

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perfil de líneas impecables. Aparentemente, poseía un rostro completo que contaba con

cada cosa en su sitio. Un mentón marcado, una nariz fina sobre unos labios más gruesos

y una frente ancha de la que surgía un cabello abundante. Ofelia se armó de valor para

presentarse, pero cuando estaba a punto de dar un paso hacia la ventana, la voz le

ordenó que se detuviera. Sus pies se paralizaron sobre el suelo, lo mismo que el resto de

su cuerpo.

- Coja esas velas, las de su derecha. Acérquelas a usted para que pueda

verla bien.

Ofelia obedeció.

- Está pálida. Lo que me temía. Otra jovencita débil y enfermiza. ¿Acaso

no fui lo bastante explícito en mi anuncio, señorita?

Ofelia abrió la boca para protestar, pero reprimió el impulso en el último

momento. Debía ser cauta en sus palabras. No podía permitirse que aquel hombre la

expulsara antes de averiguar si era capaz de cumplir su promesa.

- ¿Ha perdido el habla?- insistió con impertinencia – Pedí una mujer con

buena salud. No deseo una esposa que me importune continuamente con sus

desvanecimientos.

- Soy fuerte y mi salud es tan buena como la suya, señor - replicó con voz

firme - Y le aseguro que he sido instruida como cualquier joven decente. Se leer y

escribir, he estudiado ciencias y literatura y conozco las obligaciones de una buena

esposa.

- Entonces, soy un hombre afortunado. Aunque todo eso no le servirá de

mucho por aquí - se burló sin apartar de ella su mirada sombría. Después, su tono

reflejó su desconfianza - ¿Y cómo es que una joven con tantas virtudes ha contestado a

mi anuncio?

Ofelia comprendió que aquel hombre de rudos modales y descomunal estatura

no cejaría hasta arrancarle la confesión que deseaba. Pero por desgracia para ambos, tal

confesión estaba totalmente fuera de su alcance.

- Señor, si no soy de su agrado, solo tiene que decirlo y me marcharé por donde

he venido…- los dedos le temblaron mientras depositaba las velas sobre la mesa con

cuidado. Antes de que pudiera parpadear, el hombre había cruzado en dos zancadas la

estancia para franquearle la salida. Por fin, Ofelia pudo contemplar el rostro del

caballero a la luz de las velas. Era la misma imagen del tormento y la ira. Sobre sus

negros y brillantes ojos de lince, dos espesas cejas color azabache se fruncían

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intensamente. Una delgada cicatriz nacía en su mentón y ascendía por la mejilla hasta

encontrarse con su ojo izquierdo. Como había sospechado, su cabello era tan negro

como sus ojos, salvo por un único mechón gris plateado que surgía de una de sus sienes

y se abría camino desde la raíz hasta las puntas. En conjunto, era diabólicamente

atractivo. Al menos, así es como Ofelia había imaginado muchas veces que sería aquel

Demonio tentador que el reverendo describía en sus sermones. Hermoso y malvado a la

vez, provisto de una apariencia humana soberbia para engañar a los pobres de espíritu

con sus enredos. El placer y el pecado. Dos caras de una misma moneda. Y ambas

estaban ahora frente a ella como si esperaran que las repudiara o las aceptara con un

gesto.

- Yo diré cuando puede marcharse… - sostuvo su mano un instante, el

tiempo suficiente para que Ofelia se estremeciera al contacto. La soltó enseguida al

interpretar su reacción - ¡Deje de temblar, por amor de Dios! No voy a devorarla,

aunque no he tocado a una mujer desde hace más tiempo del que deseo recordar.

- Señor… No merezco tal ofensa…

- Eso ya lo veremos… Confiese porqué está aquí y decidiré quien de los

dos es el ofendido - insistió.

Ofelia titubeó. ¿Contarle sus motivos, relatarle todo cuanto la hacía sentir

vergüenza? Aquel hombre no tenía derecho a pretender que ella se confiara a él cuando

su horrible reputación le precedía en cuantos territorios había atravesado hasta llegar

allí.

- Usted quería una esposa, señor - trató de romper una última lanza en su

favor, pero la mirada del hombre era impasible.

- Ciertamente. Pero he de conocer la clase de infortunio que la trae hasta

mi casa. Estas paredes albergan ya demasiados secretos y no deseo que los suyos se

unan a los míos - sus ojos se oscurecieron y la hizo retroceder hasta la puerta. Ofelia

sintió la dura madera en su espalda y giró la cara para evitar el rostro del hombre

inclinado sobre el suyo. La mantenía prisionera, con sus manos a cada lado de su cuerpo

menudo y frágil – Aunque tal vez… esté ansiosa por compartir mi cama esta noche a

pesar de todo. Muchas mujeres han sentido curiosidad, ¿lo sabía?

- Me insulta… ¿Usted…el hombre al que llaman El Diablo?

- ¿Dónde ha escuchado eso?

Ofelia creyó que descargaría su puño contra ella y cerró los ojos con fuerza,

recordando aquellos golpes que aún la atormentaban. Pero no sucedió. Al abrir los ojos,

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descubrió que la observaba con expresión curiosa. Finalmente, estalló en una sonora

carcajada que retumbó en los oídos de Ofelia, quien permanecía con los párpados

apretados, presa del estupor que le producía su comportamiento.

- Así que una joven valiente... e instruida...- las palabras se deslizaron

sobre la mejilla de Ofelia, dejando el rastro de una sinuosa serpiente sobre la temblorosa

piel. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a dudar de su reputación? Su conducta era

inadmisible. El modo en que su aliento se paseaba provocador sobre su rostro, lo era.

Sin embargo, Ofelia se sentía prisionera de aquella penetrante mirada y apenas podía

tomar aliento para protestar - ¿Instruida en el arte de la ocultación y la mentira quizá?

Sería mejor para ambos que fuera sincera en este instante, señorita.

Aunque el tono de él era burlón, Ofelia no pudo reprimir un escalofrío la

recorriera de pies a cabeza.

- ¿Y bien? ¿No dice nada?

- En su anuncio mencionaba que necesitaba una esposa - le recordó, tratando de

recobrar la compostura - Así pues, usted me necesita. Y yo necesito un lugar

donde vivir, señor. Todo cuanto he dicho es cierto y le doy mi palabra de honor

que ningún objetivo secreto o deshonesto me ha conducido a esta casa. Soy muy

trabajadora y no creo en las supersticiones. Y aunque no puedo ofrecerle más

que mi palabra como garantía de mi honradez, le juro que soy honesta y leal. Le

prometo que no tendrá quejas sobre mi conducta y no siento la menor curiosidad

por conocer su lecho a menos que decida que soy la esposa que busca... Por

favor, deje que me quede...

- Así que no tratará de meterse en mi cama... ¿Cómo se que puedo fiarme

de su palabra? Solo soy un pobre hombre desvalido a merced de sus encantos - el

hombre seguía burlándose, eso era evidente. Pues los escasos encantos que Ofelia

poseía a juicio de ella misma, se hallaban bien ocultos bajo su grueso vestido. Habría

reído de no ser porque los ojos del hombre aún la mantenían encadenada a su mirada.

- Estoy segura de que ambos sabremos mantener el debido decoro, señor -

respondió Ofelia, apretando después los labios y levantando la barbilla en actitud digna.

- Estoy seguro de que sí - la imitó. Algo parecido a una risa, suave y

apenas perceptible, llegó a los oídos de la joven, que creyó haberlo imaginado a juzgar

por el semblante serio del hombre – Aunque es un poco tarde para remilgos, ¿no le

parece? Nos casamos por poderes hace un mes. ¿Desea anular nuestro matrimonio?

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- Señor...- Ofelia tembló a causa del frío y del temor a tener que buscar

durante la noche un alojamiento en aquel paraje desierto. Apretó instintivamente las

manos contra su vientre, rezando porque las sospechas que la habían rondado durante su

viaje fueran infundadas. - No tengo adonde ir.

El la contempló durante un instante que se convirtió en una eternidad. Sus ojos

negros como la noche escudriñaron el rostro de Ofelia, buscando quizá algún signo que

revelara falsedad. La expresión de Ofelia, sin embargo, era tan franca y mostraba tal

desamparo que por un momento, sintió la imperiosa necesidad de protegerla. Algo en su

interior se movió contra su voluntad y recordó muy a su pesar, los días del pasado en

que una sensación parecida le había enviado directo al infierno donde ahora residía cada

minuto. La observó con ojos entrecerrados. Si pudiera confiar en ella... El deseo era tan

intenso que dolía. Y aquella joven, pequeña y embutida bajo aquellas prendas

descoloridas que no hacían ningún honor a su belleza, parecía sincera. ¿Y si pudiera

confiar en ella realmente? Por el momento, había demostrado un gran valor al

enfrentarse a sus burlas malintencionadas. Las otras habían huido en la primera

entrevista. Aquella joven seguía allí y su mirada parecía la de alguien caritativo. Tal vez

tenía virtudes de las que las otras carecían. Y necesitaba una esposa. Su mina de cobre

daba buenos beneficios, pero requería cada vez más su atención. Había renunciado a

cualquier sentimiento, pero anhelaba fervientemente que todo por cuanto había luchado,

perdurara en el tiempo más allá de su vacía existencia. Necesitaba una mujer. La

necesitaba para Emma. Arqueó una de sus pobladas cejas negras.

- ¿Me teme?

- No, señor.

- Miente – escudriñó la expresión ansiosa y añadió - Pero puede

quedarse.

Ofelia le siguió en silencio. Atravesaron el estrecho pasillo que conducía a una

habitación. El hombre se detuvo ante una puerta y giró el pomo con cuidado. Entró en la

estancia y alumbró el camino hasta la cama para que ella pudiera seguirle. Allí, menuda

hasta el punto de casi perderse entre el tumulto que formaban las mantas, yacía una niña

muy pequeña. No debía tener más de cinco o seis años y su aspecto era tan desvalido

que a Ofelia se le encogió el corazón. Era como verse a sí misma en su niñez, delgada

como un palo de escoba, más pequeña que el resto de los niños de su edad. No pudo

apreciar el color de sus cabellos, pues la luz de las velas la confundía al dibujar brillos

en él. Ofelia habría jurado que era tan negro como el del hombre y su piel oscura como

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la misma noche. El hombre retiró las mantas con sumo cuidado para descubrir el

insignificante cuerpo de la pequeña. Ofelia pudo ver entonces las cicatrices en su rodilla

y como su pierna derecha se mantenía muy recta mientras la otra descansaba

plácidamente flexionada. La niña gimió, probablemente a causa del frío al que

repentinamente la sometían sus nocturnos visitantes. Ofelia miró al hombre con la

silenciosa petición de que apartara la luz. Cubrió de inmediato a la pequeña con las

mantas para protegerla. Se sentó en la orilla de la cama y le susurró palabras tiernas al

tiempo que la tranquilizaba con el lento movimiento de sus dedos sobre los cabellos.

- No pasa nada... Ssshhhh...

La niña abrió los ojos durante unos segundos y la contempló como si fuera una

aparición celestial. Como si quisiera retenerla en sus retinas el mayor tiempo posible

antes de que se desvaneciera. No había temor o repugnancia en los ojos de aquella

 joven. Por el contrario, mostraba una expresión de afecto tal que se diría que conociera

a la niña de toda la vida. La arrullaba con sus palabras y la acariciaba como si fuera su

más ferviente deseo apartar de ella cualquier cosa que perturbara su sueño. Supo al

instante que aquella joven era perfecta. Y supo también que quizá Dios no le había

olvidado definitivamente, pues había enviado un ángel a su infierno, aunque solo fuera

para cuidar de aquella niña indefensa. Se dijo que debía recordarlo en el futuro, pues la

visión de la muchacha inclinada en actitud maternal, le trastornaba sobremanera. Con un

gesto severo, indicó a la joven que le siguiera.

- Si va a ser mi esposa, tendremos que olvidarnos de los formalismos. Seré Jacob

y usted será Ofelia. La niña se llama Emma. Es una mestiza. Los Apaches le hicieron

eso después de violar y asesinar a mi primera esposa. Ella también era mestiza. ¿Supone

algún problema para usted? Si es así, dígalo ahora y me ocuparé de su regreso a

Inglaterra.

Lo había dicho sin mirarla siquiera. Ofelia sintió que una infinita compasión se

adueñaba de ella mientras imaginaba los tormentos que ocultaba la mirada de su esposo.

- No soy una joven inocente – musitó, en un repentino ataque de franqueza

provocado por la sinceridad del hombre. Lo había dicho. Contuvo la respiración,

aguardando la reacción. Jacob la observaba con expresión indescifrable. Ofelia no

pronunció una palabra más, consciente de que los siguientes segundos determinarían su

futuro.

- Nadie es inocente en mi mundo, Ofelia – comentó enigmático. Con aparente

indiferencia, dio media vuelta y la dejó a solas. A Ofelia no le importó su brusquedad.

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Se sentía extrañamente mareada por los acontecimientos. Una mezcla de excitación y

temor se agitaba en su interior, pero trató de no pensar en ello.

******

Así fue como empezó todo. Como Ofelia, una joven sin fortuna y sin grandes

aspiraciones, encontró un hogar en aquella tierra extraña y árida donde las noches se

sucedían en calma. Jacob jamás se prodigaba en atenciones con ella, pero era correcto

casi todas las veces que tropezaban. Desde que había llegado, Ofelia apenas había

mantenido una conversación con él. Su trabajo en la mina le mantenía ocupado la mayor

parte del tiempo. Su semblante era siempre adusto y se limitaba a gruñir que se apartara

de su camino o que pusiera más atención si tropezaba con él por descuido. Sin embargo,

aquellos gruñidos no alteraban en absoluto su pequeño mundo de felicidad. Y Ofelia

había descubierto que a pesar de su carácter austero, Jacob deseaba proporcionar un

hogar a su pequeña hija y era a veces delicado con ella misma. Emma era una niña

adorable, algo retraída, pero enormemente inteligente y ávida de cariño. Por su parte,

Jacob había dispuesto una habitación para ella y jamás había reclamado su derecho a

compartirla. Por algún motivo, pasaba las noches en un cobertizo situado junto a la casa.

Ofelia rezaba cada noche en la penumbra de su habitación mientras sentía que una

nueva vida se gestaba en su interior. Ante las primeras sospechas, había deseado la

muerte. Pero a medida que su embarazo avanzaba, comprendía que no tenía derecho a

privar de la vida al ser que se alojaba en su interior. Su hijo no nacería del horror y la

humillación. Nacería de la esperanza y crecería en el calor de un hogar que ella

construiría para todos. Cada mañana se armaba de valor para confesar a Jacob su

secreto. Cada mañana sentía que las fuerzas le flaqueaban ante el temor de que la

arrojara de su lado. Aquel día, Jacob se mostraba especialmente malhumorado y Emma

revoloteaba a su alrededor a pesar de que Ofelia le había ordenado que no le molestara.

La llamó con insistencia para que se reuniera con ella en la cocina. La observó a través

de la ventana. La niña arrastraba pesadamente su pierna tullida sobre la arena mientras

con la sana, daba pequeños saltitos y empujaba un guijarro que hacía caer con

sorprendente habilidad al paso siguiente. Cuando la tuvo cerca, le untó la nariz con la

cuchara de madera con la que acababa de remover la mezcla de mermelada de ciruelas

que había preparado. Emma protestó y retiró la sustancia dulce con el dedo, lamiéndolo

con expresión pensativa.

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- ¿Por qué estás tan callada? – preguntó Ofelia, untando una galleta y

ofreciéndosela.

- Es por mi papá… - murmuró, frunciendo el ceño en un gesto que hacía que fuera

el vivo retrato de su padre - ¿Sabes una cosa, Ofelia? Los otros niños dicen que

mi papá es un demonio apache… Cuando el alma de mi mamá se fue con Yólkai 

 Nalín2, los otros dioses estaban enfadados con mi papá y por eso, dejaron a uno

de sus demonios dentro de él, para vigilarme si me portaba mal… Vive con

nosotros, ¿sabes? Padre lo encierra en el cobertizo para que no nos haga daño,

aunque por las noches, les oigo pelear y decir cosas feas… No es tan malo, pero

a veces… Tengo miedo de que el demonio se lleve a padre para siempre… a esa

tierra donde no hay pájaros ni caballos ni comida, ni nada de nada… Allí solo

viven los monstruos que arrancan las cabelleras, Ofelia… es un sitio muy, muy

feo... ¿crees que el diablo me llevará allí con cuando tenga que irse?

Ofelia se había estremecido a cada palabra de la niña. Mantenía la cuchara en alto e

inconscientemente la dejó caer al suelo. Se arrodilló para recogerla y limpiar con un

paño la mermelada que había impregnado la madera. Al erguirse, una sensación de

mareo la invadió y se tambaleó, sintiendo al instante como unas fuertes manos aferraban

sus hombros para sostenerla. Abrió los ojos con lentitud… Jacob… ¿Cuánto tiempo

llevaba allí? ¿Habría escuchado también el escalofriante relato de Emma?

- Jacob…- pronunció su nombre con un hilo de voz, conmovida por su expresión

sombría y por el dolor que ocultaba.

- Emma, ve a jugar afuera – su tono era imperativo y la niña obedeció enseguida,

encogiendo los hombros y robando un par de galletas para el camino. Jacob

apartó las manos de los hombros femeninos y le quitó la cuchara de los dedos.

La lanzó con brusquedad sobre la mesa.

- Lo siento mucho, Jacob… No quería…

- No es culpa tuya – la cortó con idéntica rudeza – No eres responsable de que mi

propia hija me considere una especie de demonio… Eso es solo gracias a mí… y

a esos malditos beatos mezquinos que envenenan las mentes de sus hijos con sus

mentiras.

2 Yólkai Nalín es uno de los personajes más venerados y temidos de la mitología apache. Es la diosa de la otra vida y controla las

almas que pasan al mundo futuro. El camino hacia ese mundo discurre entre sus hombros, siendo su símbolo la Vía Láctea, senderotrazado por los espíritus fallecidos. Los apaches no pronuncian los nombres de los muertos porque dicen que se han marchado con

Yólkai Nalín y ahora pertenecen a su pueblo. Piensan que si nombran a los difuntos es posible que la diosa se enfade y se niegue a

admitirlos en su paraíso eterno, condenándolos a vagar en el limbo o desterrándolos al infierno.

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- Pero, Jacob… Emma está realmente aterrada – replicó en un murmullo – Cree

que tarde o temprano, te marcharás a ese infierno que hay en sus pesadillas…

que tal vez la lleves a ese lugar del que nunca me hablas…

- Es conveniente que sea así. Cuando uno tiene miedo, vigila mejor su espalda –

comentó con voz tensa, girando sobre los talones con la clara intención de dar

por finalizada la discusión.

Ofelia le retuvo, tirando de su brazo con determinación. La miró extrañado.

Maravillado en realidad por el valor que adivinaba en su rostro. Podía leerlo en su

mirada limpia. Sus propios miedos no le impedirían indagar en los rincones oscuros del

alma de su marido si era el único modo de proteger a Emma.

- Sabes que no está bien, Jacob. No es más que una niña asustada.

- ¿Y qué esperas que haga? No soy uno de esos héroes de tus novelas románticas

de la señorita Austen – comentó con ironía.

- Eres mucho más que eso, Jacob. Eres su padre. Tu deber es protegerla – le

recriminó.

- ¿De qué? ¿De esos monstruos imaginarios? Lo lamento, querida. Tengo

demasiado trabajo ocupándome de enemigos reales para perder el tiempo con

pesadillas infantiles.

- No todo está en su imaginación, Jacob… El cobertizo es real y lo que allí sucede

lo es… también yo he podido escucharlo algunas noches.

- No sé de qué me hablas – clavó los ojos brillantes en una velada advertencia de

que no continuara si no quería que su malhumor aumentara.

- Negarlo no hará que desaparezca, Jacob – Ofelia apresó su mano, pero él la

retiró con un rápido ademán, manteniendo la distancia entre ambos.

- No quiero hablar de eso – insistió y esta vez, su voz era el vivo reflejo de la

rabia que se iba fraguando en su interior.

- Jacob…

- He dicho que no quiero hablar de eso. ¿Acaso no escuchas cuando te hablo,

mujer? No contraté una esposa por correo para discutir todo el tiempo – la

apuntó con el dedo, el semblante y la mirada oscurecidos – Querida, agradezco

tus buenas intenciones y estoy seguro de que en Inglaterra eras una buena chica

cristiana… Pero nadie necesita tus oraciones por aquí. Limítate a cumplir con

tus obligaciones, ten la cena siempre a punto y deja que resuelva nuestros

problemas a mi manera.

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Ofelia recibió sus palabras como una bofetada en pleno rostro. ¿Eso era para él… un

negocio… una mujer servicial que no debía inmiscuirse en otros asuntos más que los

que él considerara convenientes…? La desilusión se reflejó en su cara sin que pudiera

hacer nada para evitarlo. Y al mismo tiempo, aquella furia que a veces acallaba en su

interior cuando el reverendo pretendía humillarla, golpeó en sus sentidos.

- Quizá ambos cometimos un error al cerrar nuestro trato precipitadamente. Nunca

dijiste en tu carta que tu pretensión era adquirir una esposa sin ideas ni opiniones

– le recriminó con terquedad – Te comportas como los caballeros insufribles del

lugar del que provengo, donde los maridos tratan a sus esposas con la misma

consideración que al resto del mobiliario de la casa, mientras ejercen

tiránicamente su autoridad.

- Entonces, Ofelia, tal vez no fui tan elocuente como pretendía, ya que ese era

precisamente mi deseo – Jacob se acercó peligrosamente y Ofelia retrocedió

hasta que el faldón de su vestido rozó la mesa de roble – Pero no sufras, querida

mía… Consuélate pensando que en ese maravilloso lugar del que, por cierto,

huiste al aceptar mi propuesta, esos caballeros que mencionas no serían tan

pacientes.

- ¿Ahora juegas con acertijos, Jacob?

- Mi dulce Ofelia… ¿Crees que soy un tirano porque me niego a compartir

contigo mis secretos? ¿Me acusas de ser injusto cuando te encierras cada noche

en tu habitación con el pánico reflejado en el rostro, como si temieras que tu

salvaje esposo se dispusiera a derribar la puerta para reclamar sus derechos

conyugales?

- Nunca quise transmitirte esa sensación, Jacob… Lamento que hayas

malinterpretado mis acciones – Ofelia no había imaginado que Jacob pudiera

sentirse insultado por el modo en que ella se recluía al terminar el día. Había

creído que era precisamente lo que esperaba de ella, pero ahora… Sintió su

aliento rozándole la mejilla con suavidad y cerró los ojos, conteniendo la

respiración. Jacob rodeó con los dedos su garganta y apenas presionó para

obligarla a mirarlo.

- Resulta tremendamente inquietante tener una esposa a la que no puedes tocar,

Ofelia…- le susurró al oído, provocando un escalofrío de placer en la mujer.

- Yo no sabía…

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- Y ahí esta otra vez… - apuntó él, besándola en los labios con tanta delicadeza

que era imposible no sentirse desconcertada - Esa expresión desolada, se diría

que aterrorizada… Si tuviera corazón, Ofelia, estaría roto a causa de tus

miradas… Ni siquiera puedes imaginar hasta qué punto puede un hombre desear

algo a sabiendas de que jamás será suyo…

- Jacob…

- No – la empujó sin pensarlo, como si luchara internamente contra su propio

deseo – Es mejor que todo siga como está, Ofelia. Algún día, tus preguntas

obtendrán las debidas respuestas y ese día… Tal vez ya no quieras ser caritativa

conmigo. Es un riesgo que debo asumir.

Le vio alejarse hacia la puerta, cabizbajo.

- ¿Y qué pasa con Emma? ¿También ella debe asumir ese riesgo? – preguntó,

conmocionada aún por aquel beso que parecía haber formado parte de un

extraño sueño.

- Haz que sea feliz… Ofrécele una vida, Ofelia. Se una madre para ella y tendrás

mi agradecimiento eternamente. Nada más – desapareció, dejándola tan turbada

que ni siquiera reparó en que Jacob había pronunciado su nombre como si le

doliera cada sílaba.

******

De nuevo lo revivía todo… Siempre la misma imagen, cada noche… Era

invierno y había hecho un largo viaje, atravesando las montañas rocosas durante siete

días interminables. Cada hora había sido un pulso a la naturaleza, a las inclemencias del

tiempo, a las fieras que aguardaban el menor descuido para atacar su tienda… Pero

ahora estaba en casa. Su hogar. Mary le esperaría al calor de la lumbre mientras

cocinaba un estofado de venado y cuando la puerta se abriera para anunciar su

presencia, se arrojaría en sus brazos para cubrirle el áspero mentón de besos dulces.

Emma se apretaría entre sus piernas y protestaría porque papá y mamá se besaban más

tiempo del necesario, ansiosos por recuperar el tiempo perdido en las montañas. Con el

convencimiento de aquella estampa y el olor del guiso que provenía del interior de la

casa, empujó la pesada puerta. Una rápida ojeada le bastó para comprender que algo

horrible había sucedido. Sus ojos se clavaron en la cacerola que aún hervía sobre el

fuego. De inmediato, una sensación de pánico le arrebató el aliento. No escuchaba nada.

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Ni risas ni alboroto ni frases atropelladas de bienvenida… Nada. Solo silencio. Un

sonido mudo y estremecedor que le helaba la sangre y hacía que todos sus sentidos

estuvieran alerta para enfrentarse a los peores temores… Entonces la vio. Las piernas

asomaban al otro lado de la mesa, torcidas como las de una muñeca de trapo… Por un

instante, quedó paralizado y no fue capaz de mover un músculo. Apretó los párpados

con fuerza, rezando cuanto un miserable como él sabía de oraciones y deseando con

todo su ser que fueran suficientes para que Dios no permitiera que aquello fuera real.

Abrió los ojos. Era inútil. Corrió en su dirección, con los pies pesados por el plomo de

su propia desesperación. Se dejó caer junto al cuerpo inmóvil de Mary, contemplándola

con el rostro desencajado por la furia y el dolor. Tenía la ropa hecha jirones y la piel

desnuda cubierta de golpes y arañazos, de símbolos indios grabados en su estómago

pálido a golpe de punta de cuchillo. Los senos colmados que habían sido su refugio, el

vientre blando que había gestado a su hija, los muslos en los que tantas veces se había

perdido para llenarla y llenarse de vida… Ultrajados, profanados… Las palabras se

agolpaban en su cerebro mientras sus ojos se llenaban de aquella visión repugnante de

sangre y humillación… Ultrajados… Violada… Muerta. La sujetó por los hombros,

levantándola del suelo, dando traspiés, girando sobre los talones sin tomar ninguna

dirección, con el cuerpo inerte en sus brazos… Muerta. Su mente vociferó. Su voz gritó.

Su corazón aulló…

- ¡Hijos de perra! – la locura se apoderó de él. La sangre de Mary se mezclaba con

la suya mientras golpeaba con los codos y las piernas lo que iba encontrando a

su paso. Elevó los ojos nublados de rabia – ¡Dios! ¡Te maldigo! Reniego de ti,

¿me oyes…? ¡Te maldigo!... ¡No eres mi Dios! Ni el de ellas… ¡No te llevarás

sus almas!... ¡Y vosotros, malditos! Dioses de esos monstruos sin conciencia…

¡Llevadme a mí! ¡Cogedme! ¡Llevadme para que pueda luchar por ellas!...

¡Malditos… mil veces malditos!

Jacob le hablaba a los seres invisibles que habían dejado un rastro de sangre y

muerte a su paso. Le hablaba a aquel Dios con el que no solía hablar y al que nada

pedía, pues su mundo había estado completo desde que la vida le sonriera con aquella

familia que ahora se desvanecía mientras sus aullidos se desvanecían en el aire. Les

hablaba a los monstruos que le arrebataban la condición de ser humano y le convertían

en una bestia sedienta de venganza, llena de rabia…

- ¿Papá…?

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La suave voz, apenas imperceptible, llegaba a sus oídos como un sonido lejano,

confuso… Jacob aún mantenía el cuerpo sin vida de su esposa contra su pecho. Aflojó

la presión hasta dejarlo caer lentamente, con delicadeza, a sus pies. Se agazapó bajo la

mesa y escudriñó con la mirada lo que se escondía entre las robustas patas de madera…

El rostro de una niña, las facciones desencajadas por el espanto, le observaba,

expectante…

- Por Dios Bendito…- murmuró, sobrecogido por el horror que leía en las

inocentes pupilas. Emma estaba tumbada en posición fetal, las rodillas

encogidas en el estómago, el cuerpo completamente cubierto de arañazos y

golpes… La llamó por su nombre.  Emma… Papá está aquí, no tengas

miedo…La niña permaneció inmóvil y entrecerró los párpados, clavando los

ojos oscuros en su rostro, valorando quizá si aquella presencia no era más que un

sueño agradable que la ayudaría a huir del horror en que se hallaba sumida…

Jacob insistió con dulzura, consciente de que el menor movimiento haría salir a

Emma de su estado o la hundiría para siempre en las tinieblas de la locura…

 Emma… Extendió su mano hacia ella y dejó que los pequeños dedos se tomaran

su tiempo, antes de aferrarlos con firmeza y tirar del diminuto cuerpo hacia él.

La abrazó con tanta fuerza que no percibió enseguida los gimoteos de dolor…

Su pequeña… No era más que una niña… ¿Quién era capaz de hacer algo así?

Observó de soslayo las uñas astilladas y enrojecidas con la sangre de sus

agresores, la boca ligeramente teñida de rojo, las mejillas amoratadas…

Animales… Quiso gritar para arrancar de sí aquella sensación asfixiante. Sabía

que tenía que acallar a la bestia que luchaba en su interior, la que pretendía

abandonar a Emma a su suerte y correr en busca de quienes habían convertido su

hogar en un infierno… Sabía que era su deber como padre proteger a aquella

niña que acababa de perder a su madre del modo más cruel… Sin embargo, la

bestia era demasiado poderosa y la necesidad de pagar muerte con muerte no

entendía de caridad… Ni siquiera para Emma. La soltó con brusquedad y por un

instante, la bestia pareció vencer al buen padre… Solo duró un instante, apenas

unos segundos…

- ¿Papá…?

Emma le devolvió a la realidad. A aquella realidad en la que nunca más escucharía

la risa de Mary, en la que no vería su rostro al despertar por las mañanas. La realidad en

la que no volvería a amarla como esposo, como hombre, en la que no volvería a

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engendrar hijos hermosos que serían parte de ambos, fruto de su amor… Emma le

devolvía a un mundo que odiaría a partir de aquel día. En su ingenuidad, ella solo

ansiaba que una mano cálida apresara la suya y le dijera que todo había pasado, que

todo estaba bien… Pero no lo estaba. No estaba bien…

- Estoy contigo, Emma… Papá está aquí… Nadie te hará daño ahora…- sus dedos

apretaron con cuidado los dedos pequeños de Emma. Ella parpadeó y unas

lágrimas avanzaron por sus mejillas, abriendo surcos de mugre y sangre sobre su

piel oscura de mestiza.

- Los monstruos vinieron y se la llevaron…

- Mary…- el nombre se escapó de sus labios y enmudeció al ver como la niña le

miraba horrorizada.

- No, papá… No lo digas…

Emma se refería a supersticiones ancestrales de los indios, seguramente aprendidas

de los cuentos infantiles de Mary. Mary… Según las viejas creencias indias, su

nombre no debía ser jamás pronunciado a partir de aquel día… Su nombre no

sonaría de nuevo en sus labios para que su alma descansara en algún lugar, lejos de

ellos… Abrazó a Emma contra su pecho. El corazón de la niña latía con fuertes

golpes que evidenciaban sus temores… Cuánto horror era capaz de soportar alguien

tan pequeño… aquella sensación de pérdida, la desesperación… Tenía que ser fuerte

por Emma… Pero su corazón estaba roto en mil fragmentos. Sintió que algo en él

había muerto en el mismo instante en que estrechaba entre sus brazos el cuerpo sin

vida de su esposa.

- Papá… ¿mamá estará bien con Yólkai  Nalín, verdad?

La miró largamente, ocultando la ira para calmar la angustia de Emma.

- Mamá será muy feliz en su nuevo hogar… Lo prometo, Emma.

******

Aquella noche estaba exhausta. Su abdomen aumentaba por momentos y antes

de abrocharse el camisón, Ofelia contempló su propia imagen en el espejo con

incrustaciones de azulejo. Dejó que sus manos descansaran en su abultada cintura y

suspiró. Cerró los ojos, cansada. Un ruido a su espalda la sobresaltó. Giró sobre los pies

desnudos y contuvo el aliento al reconocer la figura que se dibujaba en la penumbra.

- Jacob...- su voz se apagó al tiempo que contenía la respiración.

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El no dijo nada. Se limitaba a observarla con cierta fascinación. Se acercó

despacio y al ver que ella no se movía ni se apartaba, recorrió con sus dedos la línea de

su cuello. Suavemente, los deslizó por la garganta y se detuvo un instante antes de

posarlos con delicadeza sobre el pecho, justo sobre la piel donde la vara del reverendo

había dejado una profunda cicatriz. Jacob apretó los labios, tratando de contener la rabia

y la impotencia en su interior. Ofelia le miró a los ojos, avergonzada y agradecida

porque no había señales de reproche en sus ojos oscuros. Jacob había adivinado su

secreto. Pero no parecía enfadado, ni siquiera sorprendido. Su silencio era tan alentador

que Ofelia no pudo evitar que unas lágrimas se deslizaran por sus mejillas ruborizadas.

Jacob las apartó con un leve roce de su mano, áspera y encallecida por el trabajo. Ofelia

la retuvo allí, colocando encima la suya. Quería contarle la verdad, desnudar su espíritu

y sobre todo, decirle cuanto apreciaba su silencio. Pero Jacob negó con un movimiento

de cabeza y comenzó a abrochar lentamente los cierres de su camisón.

- No importa el pasado… - la besó en los labios con inusitada ternura,

comprendiendo de pronto todas las veces en que ella se retraía al menor

contacto. Comprendiendo muchas cosas que antes no había visto – No puedo

amarte. Mi corazón está muerto desde hace años. No soy un buen cristiano. He

matado a otros hombres. He odiado con tal intensidad que mi alma ha quedado

sepultada para siempre y es demasiado tarde para rescatarla del abismo. Pero

ahora, este es tu hogar. Eres mi esposa. Tu hijo tendrá un padre y Emma un

hermano. Convertiremos esta casa en un refugio, una fortaleza inexpugnable

contra cualquiera que pretenda asaltarla. Te protegeré siempre. Nadie en este

mundo volverá a hacerte daño. Tus demonios serán mis demonios, Ofelia.

Lucharé contra ellos con mi vida si es necesario.

Ofelia sollozó de felicidad. Ni en sus sueños más dulces de la infancia había podido

imaginar una declaración tan deliciosa. ¿Demasiado tarde? Nunca era demasiado tarde

para recobrar la confianza en el ser humano, para sobrevivir al abatimiento. Jacob se lo

demostraba con sus palabras, aunque estaba equivocado cuando afirmaba que su

corazón había muerto. No era cierto. Jacob no lo sabía, pero era su corazón quien

hablaba por él todo el tiempo. Quería protegerla, luchar contra sus demonios… Ofelia le

vio abandonar la habitación sigilosamente. Deseó amarle para corresponder a su

promesa y ahuyentar del mismo modo los fantasmas que atormentaban a su esposo

cuando se recluía en el cobertizo.

******

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Por primera vez desde su llegada a América, Ofelia había acompañado a su

esposo al pueblo. Atravesando con su carreta las áridas montañas y mientras él

permanecía absorto en sus propios pensamientos, Ofelia dejaba que el sol bañara su

rostro a pesar de que Jacob le había sugerido que usara un sombrero para proteger su

piel clara de los intensos rayos. La pequeña Emma se había quedado dormida durante el

trayecto y Ofelia acariciaba los cabellos negros que se esparcían como un hermoso

manto sobre sus rodillas. Había algo en aquella niña que la hacía sumamente especial.

Solía dirigirse a su nueva madre como  Mujer Pintada de Blanco, un personaje de la

mitología apache que había engendrado con la lluvia al Hijo del Agua, un héroe fuerte y

poderoso capaz de luchar contra cualquier monstruo. Era encantadora cuando le relataba

con vagos recuerdos las historias que su verdadera madre le contaba siendo apenas un

bebé. Ofelia suspiró, disfrutando del paseo, del sol y de aquel cielo despejado en el que

las montañas recortaban sus extrañas formas. Se sintió afortunada por lo que poseía, sin

importarle que nadie más que ella comprendiera el valioso tesoro que era su singular

familia. Marcados por la tragedia. Marcados a fuego por la maldad humana,

supervivientes al dolor, inmunes a la derrota. Juntos, eran capaces de salvar cualquier

obstáculo que el destino pusiera en su camino. Le miró de soslayo, recreándose en el

marcado perfil que muchas veces espiaba cuando él no se daba cuenta. Era apuesto y

sus amplias espaldas podían soportar el peso de sus secretos tormentos sin que le

escuchara pronunciar una sola lamentación. Ofelia deseaba consolarle, acunar aquella

cabeza oscura en su regazo y decirle que todo iría bien, que siempre estaría allí para

secar sus lágrimas, para ofrecerle su apoyo incondicional, para entregarle cuanto era,

para corresponder al preciado regalo que le había proporcionado aceptándola por

esposa. Pero no debía engañarse. No se trataba solo de agradecimiento. Jacob era un

hombre atractivo y era su marido. No era el reverendo Wilckerman, eso lo había sabido

desde el primer día. Ella jamás había conocido la ternura de otros dedos, de otros

labios… Lo que a menudo la hacía recordar la noche en que la había besado antes de

hacerle la solemne promesa de protegerla con su vida. A pesar de las dudas que la

asaltaban cuando imaginaba que compartían el lecho como esposos, su instinto le decía

que no debía sentir recelo. Puede que le apodaran  El Diablo. Pero era humano y en

algún lugar en su interior, su noble carácter lograba retener a sus perversos demonios.

No había nada monstruoso en su esposo. Sin embargo, Ofelia temía en ocasiones que

los monstruos que le afligían cuando desaparecía y se recluía en su escondite, lograran

seguirle al amanecer. Algunas veces, sus ojos negros se surcaban de profundos cercos

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que rebelaban sus noches de insomnio. Las arrugas que fruncían su ceño denotaban su

encarnecida lucha interna por rescatar del abismo al hombre que una vez había sido. El

hombre que había amado contra todas las prohibiciones y al que la muerte había

arrebatado la capacidad de volver a sentir.  El Diablo vivía su propio infierno y trataba

de impedir que las llamas del resentimiento abrasaran su hogar y a las personas que le

rodeaban. Pero no siempre lo lograba. Aquel día, su expresión era ausente y su mirada

se perdía en el horizonte como si buscara en él la respuesta a la agonía que anidaba en

su alma.

Al anudar la cuerda para asegurar la carreta junto al establecimiento de víveres,

todos los sentidos de su esposo parecían alerta, al acecho ante cualquier peligro que

pudiera sorprenderles. Ofelia había insistido en que se ocupara de sus asuntos mientras

curioseaba con Emma y escogía algunas telas para coserle un vestido nuevo. Jacob

había aceptado a regañadientes, entregándole una bolsa repleta de monedas. No le

gustaba la idea de separarse de ellas, pero la determinación en el tono de su esposa

indicaba que no estaba dispuesta a discutir. Por su parte, Ofelia sufría en silencio

mientras los otros niños de la tienda rehuían a Emma y se agazapaban tras una estantería

para observarla en la distancia, analizando con curiosidad sus rasgos mestizos. Se

acercó a ellos con decisión mientras Emma la seguía oculta tras los pliegues de su falda.

- Pequeños… - les habló con dulzura y varios pares de ojos asomaron al otro lado

de los tablones de madera. Ofelia sonrió esperanzada – Esta es mi hija Emma.

Emma… saluda o creerán que no tienes lengua.

La niña sacó la cabeza tímidamente, expectante.

- ¿Por qué su piel no es como la nuestra? – preguntó uno de los críos, emergiendo

de pronto. Los otros le siguieron.

- Lo es. Pero el sol ha sido su único compañero de juegos todo este tiempo. Por

ese motivo, su piel es más oscura. Pero su corazón es igual que el vuestro –

aseguró Ofelia con firmeza – A Emma le gustaría mucho jugar con vosotros…

¿dejaréis que lo haga?

Los niños se miraron entre sí, debatiendo entre murmullos su ofrecimiento.

Finalmente, asintieron y una pequeña de rubios cabellos, la tomó de la mano para

invitarla a que les siguiera afuera. Ofelia la vigiló desde la ventana sin perderla de vista

un instante. Escogió con rapidez unas piezas de tela y algunos víveres y los depositó

sobre el mostrador. Se impacientó al comprobar que la mujer de la tienda la ignoraba

intencionadamente mientras que el hombre que debía ser su esposo se mantenía al

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margen y fingía ocuparse de otros clientes. Ofelia carraspeó con insistencia y la mujer

clavó su mirada despectiva en su vientre abultado antes de dirigirse a la puerta y colocar

en la madera el cartel desgastado.

- Está cerrado – informó con brusquedad.

- En ese caso, diga cuanto le debo y ambas podremos dedicarnos a otras tareas –

replicó Ofelia, percibiendo de inmediato el desprecio en los ojos de la mujer.

- Lo lamento. Tendrá que marcharse ahora – el tono de la mujer era helado al

dirigirse a ella. Señaló la puerta con un gesto, pero Ofelia no se dio por vencida.

Le mostró la bolsa, la abrió y dejó caer las monedas sobre el mostrador. El brillo

del metal cegó momentáneamente a la mujer, pero no la conmovió lo bastante -

No me ha entendido. Será mejor que vuelva por donde ha venido y se lleve a su

pequeña zorra india.

Ofelia recibió el insulto como una bofetada. Apretó los labios con rabia.

- Mi dinero es tan bueno como cualquiera – insistió con terquedad.

- He dicho que lo lamento… señora – añadió con desdén, expresando claramente

que opinaba precisamente lo contrario y que la consideraba muy inferior a

cualquier animal que poblara aquellas tierras – En mi negocio no alimentamos

mestizas ni bastardos engendrados por ese  Diablo. Puede recoger su asqueroso

dinero y regresar al infierno con ese demonio al que le gusta retozar con perras

salvajes.

- ¿Cómo se atreve? – las palabras se atropellaban en su lengua, presa de la

indignación. Miró a su alrededor, buscando los rostros de las personas que

presenciaban aquella humillación sin mediar – Cualquier salvaje que mi esposo

haya tenido la bondad de conocer, es más humano que cualquiera de los que

estamos aquí. Siento lástima por todos ustedes… Sumidos en su miserable

ignorancia, menesterosos de espíritu y completamente carentes de compasión…

Mi marido no es ningún demonio, por más que las horribles y venenosas lenguas

de gente como usted le atribuyan esa condición. Jacob es un buen hombre, un

buen padre y un esposo ejemplar… Y ningún hombre o mujer sobre la tierra

insultará su nombre en mi presencia.

Elevó la barbilla con dignidad y se disponía a recoger las monedas cuando una

mano se posó sobre su hombro.

- Annie… Estoy segura de que aún hay tiempo para cobrar a la señora sus

compras.

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Ofelia giró el rostro y agradeció con la mirada las palabras de la anciana. Tenía el

cabello blanco y los ojos azules le transmitían una calma inusitada que logró aplacar en

parte la tormenta de sus sentimientos. La dueña pareció dudar, pero después de

meditarlo unos segundos, contó las monedas sobre el mostrador y extendió el resto

hacia ella.

- Con esto será suficiente – murmuró.

- Gracias…- se volvió hacia la anciana y tomó las arrugadas manos entre las

suyas, presionándolas – Señora… No tengo palabras para agradecerle su

intervención…

- Soy Cora McBride. Y no ha sido nada, querida. A menudo, olvidamos que todos

procedemos del mismo barro, no importa nuestro color o el lenguaje que

hablemos. Ha sido una bendición escucharla, querida. Ha sido gratificante que

alguien que no pertenece a este lugar, nos recuerde esa realidad incuestionable.

- Gracias de todos modos – susurró y la anciana asintió con un gesto.

- Cuide de su bebé y de esa pobre niña que tanto lo necesita. Y devuelva a su

esposo la confianza en el ser humano. Al escucharla, he podido ver cuanto amor

había en sus palabras.

Ofelia parpadeó, confusa. ¿Amor…? ¿Era posible que fuera aquello lo que sintiera

cada vez que él la miraba con disimulo… cada vez que sus dedos se rozaban

accidentalmente durante la cena…? Quizá la anciana desvariaba a causa de la edad.

Quizá era una romántica solitaria que deseaba creer en la magia a pesar de los

infortunios de la vida. Quizá… Quizá era más vieja. Y más sabia. Y poseía la facultad

de leer el mensaje oculto en los ojos de Ofelia mientras defendía con vehemencia el

honor de su esposo. Sonrió como despedida y se apresuró a buscar a Emma. La niña

 jugaba feliz, ajena a cuanto había sucedido en el establecimiento. Ofelia se alegró

porque no hubiera presenciado la escena. No quería que conociera tan prematuramente

la maldad y la crueldad. Caminó hacia ella, deteniéndose al ver como tres hombres que

habían permanecido observándola junto a sus caballos, se aproximaban hasta rodearla.

Emma se detuvo en seco a mitad del camino, como si presagiara que algo terrible estaba

a punto de suceder. Ofelia le hizo un gesto indicándole que no se moviera. No se dejó

intimidar por las expresiones maliciosas de los hombres y continuó con paso firme. Pero

antes de que pudiera dar un paso más, uno de los hombres se plantó frente a ella,

obstaculizando su paso.

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- Vaya, vaya… - el hombre escupió su tabaco a los pies de Ofelia, que los apartó

asqueada – Mira lo que tenemos… Una palomita sucia3. Parece que El Diablo 

se ha procurado otra puta para sus orgías nocturnas… Le ha faltado tiempo para

preñarla a ese cabrón amigo de los indios.

- Señor… Exijo que se disculpe inmediatamente – Ofelia enderezó la espalda,

echó los hombros hacia atrás en actitud digna y añadió para demostrarles que no

tenía miedo – Si lo hace, olvidaré este agravio y pensaré que es usted un buen

hombre a pesar de sus espantosos modales.

- Señora… Se equivoca de parte a parte. No quiero que olvide este agravio… De

hecho, me gustaría mucho que lo recordara mientras retozamos en ese viejo

almacén de ahí…- señaló el lugar adonde pretendía llevarla contra su voluntad y

se acercó más con intención de amedrentarla.

- Apártate de ella, Raymond Bourke, si no quieres que cosa tu lengua maloliente a

mi próximo mantel de cocina – advirtió una voz y los hombres rompieron en

carcajadas al escuchar a la anciana.

Cora McBride la había seguido y se dispuso a enfrentarse a aquellos matones

armada únicamente con su recién adquirida aguja de tricotar. Ofelia negó con la cabeza,

temerosa de que la anciana resultara herida accidentalmente.

- No te metas, Cora. Esto no tiene nada que ver contigo – el hombre al que Cora

había llamado Raymond, llevaba un sombrero negro al que había cosido algunas plumas

de un raro color azul turquesa. Se inclinó sobre ella y olisqueó con la nariz el mentón de

la mujer. Ofelia se estremeció involuntariamente, recordando sin querer las brutales

caricias del reverendo Wilckerman. Cerró los ojos y apretó los puños contra las caderas,

evaluando mentalmente el lugar de la anatomía de aquel hombre donde pretendía asestar

un rodillazo a la menor oportunidad. Después, cogería a Emma en brazos y buscaría a

Jacob, pensó. Pero antes de que actuara, otra voz grave la sobresaltó, obligándola a abrir

los ojos para ver como su esposo corría en su misma dirección.

- ¡Bourke!… Aparta tus manos de mi mujer – su tono era peligrosamente

controlado, aunque Ofelia podía detectar con claridad la velada amenaza en sus

ojos de ébano. Bourke sonrió despectivamente, pero no se movió un centímetro.

Jacob casi había llegado hasta ellos y su rostro reflejaba una furia que

sobrecogió a las mujeres. En un segundo, el caos y la violencia se desataron a su

3N.A.: uno de los términos utilizados en el viejo oeste para referirse a las mujeres que tenían como medio de vida la

prostitución.

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alrededor. Jacob golpeaba atrozmente a Bourke. Le mantenía en el suelo con el

peso de su propio cuerpo, después de neutralizar a sus dos compinches con tanta

facilidad que Ofelia se sorprendió por la fuerza sobrehumana que demostraba

poseer su esposo. Le vio golpearle una y otra vez en el rostro, colérico e incapaz

de dominarse – Te dije que te apartaras de mi mujer, miserable hijo de perra…

Ofelia tembló por la ferocidad de su mirada, por la brutalidad de sus puños… No

quería presenciarlo, no quería ver como Jacob les daba la satisfacción de confirmar las

calumnias que vertían sobre él… Tenía que pararlo de algún modo, tenía que evitar que

matase a aquel desgraciado. Aferró su brazo en el aire cuando Jacob estaba a punto de

descargarlo nuevamente sobre un derrotado Bourke. Se volvió hacia ella con las

facciones desencajadas de ira y Ofelia se encogió de pánico. Parecía dispuesto a

descargar su furia contra ella. La miró durante unos segundos que a Ofelia le parecieron

interminables. En el último instante, la cordura venció al demonio que le había poseído

y liberó a Bourke, alzándolo en el aire por las solapas de la camisa. Le habló con la

barbilla pegada a la cara cubierta de sangre del hombre, como si quisiera contarle una

confidencia al oído y que nadie más pudiera escucharla.

- Si vuelves a acercarte a ella… Si la tocas o la miras siquiera… Juro que te mato

– dijo y aunque Jacob pretendía evitarlo, Ofelia pudo oír el juramento que le

hacía a Bourke.

- Jacob… Volvamos a casa… por favor…

Su esposo clavó la mirada en el pálido rostro, en los labios palpitantes, en las manos

temblorosas que apretaban la tela que había comprado contra el voluminoso vientre…

Malditos… Malditos fueran todos ellos… ¿Porqué la había escuchado… porqué había

permitido que le acompañara… que la insultaran de aquel modo…? ¿Acaso estaban

ciegos… no podía ver lo mismo que él veía cuando la miraba? ¿Acaso no se daban

cuenta de que Ofelia no tenía nada que ver con él ni con ellos… que no se parecía a

nadie que hubieran conocido…? ¿No comprendían que no existía nadie tan especial…?

Ofelia… Su esposa, su leal compañera… Un hermoso ángel, valiente y testarudo…

Odió a Bourke y se arrepintió de no haber terminado con él… Sin embargo, Ofelia le

había detenido a tiempo. ¿Y porqué lo había hecho…? Lo pensó mientras recorría con

la mirada su rostro amable, sus labios gruesos, su ceño que ahora se fruncía en un

evidente reproche… Halló la respuesta en los ojos castaños que le hablaban en silencio.

Puesto que era un ángel, Ofelia no podía admitir o tolerar la crueldad, ni siquiera para

protegerse a sí misma. Extendió su mano hacia ella con inseguridad y contuvo el aliento

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cuando ella la apresó con toda la firmeza que de la que eran capaces sus pequeños

dedos. Los llevó hasta los labios, hechizado por aquella mirada celestial que hacía que

el hombre que hibernaba en su interior, deseara amarla como merecía… Aquel hombre

lo deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Deseaba ser mejor persona por y

para ella… A pesar de la valentía que había demostrado, vio como Ofelia palidecía

repentinamente. Una angustiosa sensación de alarma le asaltó y sin pensarlo, la alzó en

sus brazos y la condujo hasta la carreta, depositándola en el asiento con delicadeza.

Ofelia no protestó. Se sentía débil y demasiado agotada para hacerlo. Cora McBride se

acercó. Para no desatar su ira nuevamente, no le dijo nada a Jacob sobre el tenue charco

de sangre que había descubierto y que no pertenecía a Bourke. La sangre oscurecía la

pequeña porción de tierra donde Ofelia se había mantenido inmóvil todo el tiempo.

Llamó a Emma para que se reuniera con ellos y la pequeña obedeció, feliz porque

aquellos críos, benditos fueran, la habían aceptado al fin. Cora se adaptó como pudo al

espacio en la carreta e indicó a Jacob que apremiara a los caballos que tiraban de ella.

******

Aquella noche había sido la más larga que Jacob recordaba desde que los

Apaches les atacaran, asesinaran a su querida Mary e hirieran a la pequeña Emma. Cora

McBride le había pedido que calentara agua y le proporcionara sábanas limpias y se

había encerrado en aquel cuarto, impidiéndole la entrada cada vez que lo intentaba,

presa de la desesperación y la incertidumbre. Desde que habían llegado a la casa y había

descubierto la intensa hemorragia que teñía el vestido de Ofelia, había comprendido que

algo iba mal. Estaba como loco, dando vueltas en círculo al otro lado de la puerta

cerrada, imaginando que ella no superaría aquella noche, imaginando que la perdía…

En su desesperación, apenas prestaba atención a Emma y sin embargo, sus labios se

movían involuntariamente, deletreando las sílabas que componían aquella vieja plegaria

india4:

Stenátlihan, eres buena, rezo por una larga vida

 Rezo por tus buenas miradas

 Rezo por buen aliento

 Rezo por buenas palabras

4N.A.: Traducción de una antigua plegaria apache utilizada en rituales de sanación. Estas canciones rituales eran

utilizadas por los hombres medicina , que afirmaban tener poderes sobrenaturales que provenían de las deidades (delestudio sobre Los Apaches de Edward S. Curtis).

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 Rezo por unos pies como los tuyos que me lleven por una larga vida

 Rezo por una vida como la tuya

Camino con el pueblo; delante de mí todo es bueno

 Rezo por vivir mucho

 Rezo, digo, por vivir mucho contigo donde están las personas buenas

Vivo en la pobreza

Ojalá la gente que te acompaña me hablara de la bondad 

Ojalá compartieras como un hermano todo lo bueno que posees

Frente a mí está la bondad, guíame

Jacob apretó la pequeña mano de Emma y la niña le miró con aquella expresión

adulta que a menudo le desconcertaba. Cuando la puerta se abrió finalmente, el corazón

que creía no poseer, latió con fuerza en su pecho. Apretó la mandíbula, esperando la

noticia que la anciana estaba a punto de darle y deseando al mismo tiempo que jamás

pronunciara las palabras que tanto temía escuchar…

- Ella está bien, vivirá… Pero no he podido hacer nada por el bebé…- la mujer lo

miró con expresión afligida – Le he dado una infusión de bayas de laurel cerezo5 

para obligarla a dormir. Por favor, no permita que hable demasiado. Aún está

débil.

Jacob asintió en silencio y dejó que la buena mujer se llevara a Emma. Cerró la

puerta a su espalda. Contempló a su esposa desde la distancia y su alma maldita bramó

ante la visión que tenía ante sí. Ofelia abrió los ojos y murmuró su nombre en la

penumbra. Jacob corrió a su lado y se arrodilló junto a la cama, ocultando el rostro

torturado en el vientre vacío de su mujer. Necesita olerla y sentirla… Compartía su

dolor por aquella pérdida que era la suya, pues había sentido a aquel hijo como propio

desde el primer día. Pero no podía evitar que su otro yo, egoísta y tal vez miserable,

gritara de júbilo en su interior porque ella estaba viva, a pesar de todo, a pesar de la

tristeza y la decepción, a pesar de aquel hijo que nunca nacería… Sintió los dedos de

Ofelia acariciando su cabello y elevó los ojos, infinitamente agradecido por el milagro

de recuperarla.

- Mi querido esposo… - su voz apenas era un débil susurro en la quietud de la

noche.

5N.A.: la anciana hace referencia a un brebaje de fuerte efecto narcótico que solían utilizar los indios y algunos blancos

como remedio medicinal.

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- Sshhh… No hables, no digas nada… He tenido tanto miedo… Creí que te

perdería…

- Nuestro hijo…- Ofelia dejó que las lágrimas se deslizaran con libertad por sus

mejillas. Había dicho nuestro, con la plena convicción de que Jacob lamentaba

lo sucedido tanto o más que ella. Había aprendido a adivinar sus sentimientos y

conocía la nobleza de su alma, la bondad de su verdadera naturaleza.

- Habrá otros… si tú quieres… Si me aceptas… - le habló esperanzado, deseoso

de que ella recuperara la fe en la vida, en su pequeño y maravilloso mundo

donde no había lugar para la venganza ni el rencor.

- Te acepto – Ofelia no titubeó al responder.

- Debes descansar… Cora me matará si empeoras por mi culpa… Y yo jamás me

lo perdonaría…- se irguió y se inclinó sobre ella para besarla en los labios

fugazmente. Iba a abandonar el dormitorio, pero la voz de ella le detuvo antes de

alcanzar la puerta.

- Jacob… No te vayas… Esta noche no…- suplicó. Jacob apoyó la frente y los

puños contra la puerta. Se debatía ferozmente entre el loco deseo de quedarse y

la advertencia de su propia conciencia de los peligros a los que podía exponerla

si atendía su petición.

- No puedo… Aún no…- su voz obedecía a la cordura mientras que el resto de él

quería silenciarla para meterse en la cama con su mujer.

- Jacob… Solo duerme conmigo…- insistió Ofelia - Juraste que lucharías contra

mis demonios…y estoy dispuesta a luchar contra los tuyos…por favor…

Su tono suplicante y dulce era más de lo que la voluntad de ningún hombre podía

soportar. Regresó junto a ella y se desvistió en silencio. Ofelia era consciente cada

minuto de su timidez, de la inseguridad de sus manos mientras de despojaba con torpeza

de la camisa y los pantalones… Sintió como el colchón se hundía bajo su peso y notó

que los cubría a ambos con la manta. Giró el cuerpo hacia el lado contrario, notando el

cálido aliento del hombre en su nuca. El calor de aquel musculoso pecho desnudo

traspasaba la tela de su camisón y calentaba su espalda. Suspiró, tranquila y confiada

porque Jacob estaba allí, tan cerca que casi podía escuchar los fuertes y acelerados

latidos de su corazón. Desplegó el brazo sobre la almohada para que ella acomodara

encima su cabeza y se pegó más a su cuerpo, rodeando su cintura con el otro brazo en

actitud protectora. Ofelia flexionó las rodillas para que sus caderas se amoldaran a las

del hombre. Se estremeció cuando Jacob pronunció su nombre en su oído. Ofelia… Se

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quedó dormida entre sus brazos, en el calor de su pecho y sin que ninguno de los dos

fuera consciente de lo último, en el refugio de su amor…

******

La noche de aquella tragedia, un lazo invisible le había mantenido encadenado al

lecho junto a Ofelia. A pesar del dolor por la pérdida, había sido como una bocanada de

aire fresco y la había contemplado durante horas, extasiado, culpable… Algunos días

después, seguía pensando en esa noche. Recordaba su contacto, el delicado aroma de los

cabellos que se enredaban en la rigidez de su mentón, la suave respiración en el hueco

de su brazo… Su rutina se llenaba ahora de detalles que le recordaban a Ofelia. En la

mina de cobre, se mostraba ausente e iracundo con los hombres. Ambas actitudes

perjudicaban la faena y ponían en peligro la seguridad de la cuadrilla. Cada jornada,

anhelaba regresar a casa para comprobar que Ofelia seguía allí, que no había sido un

sueño y que aún había un resquicio de esperanza para los hombres que habían perdido la

fe en el ser humano. En aquella ocasión, decidió abandonar el trabajo antes de que se

pusiera el sol. Llevaba el olor de Ofelia en la piel desde el amanecer y no lograba

concentrarse en otra cosa que no fuera revivir su imagen, sosegada y concentrada,

horneando pan para el desayuno. Al llegar, encontró a su familia reunida, arrodilladas

ambas junto al fuego. Ofelia cepillaba el cabello de Emma mientras la niña le relataba

una de aquellas historias sobre heroínas indias, inventando un final que no recordaba

porque su madre había muerto sin poder proporcionarle todos los finales de sus cuentos.

Jacob pensó que era un cuadro hermoso y permaneció algunos segundos observándolo

en silencio, aprovechando la oportunidad que le brindaba su propio sigilo al entrar en la

casa. Ofelia frotaba su nariz de vez en cuando contra la mejilla de Emma y le hurgaba

con los dedos libres en el costado para hacerle cosquillas. La niña sonreía, se retorcía un

momento y regresaba a la postura original, parloteando con alegría, imprimiendo a su

voz matices distintos para recrear los personajes de su cuento… Jacob apoyó la espalda

en la puerta y suspiró largamente. Ofelia percibió su presencia y sus miradas se

encontraron en la distancia. Estaba en casa.

- Jacob… No te oímos llegar.

- ¡Papá! – Emma se irguió con toda la rapidez que su pierna tullida le permitía y

corrió a su encuentro, mostrándole su nuevo vestido. Ofelia lo había cosido con

unos retales que le habían sobrado de uno que hacía para ella misma. Por más

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que Jacob le decía que podían comprar toda la tela nueva que necesitara, el

espíritu comedido de Ofelia la inducía siempre a gastar lo mínimo. Se preguntó

cuántas veces a lo largo de la vida de su mujer, habría padecido ella las penurias

que la convertían en alguien tan humilde. Trató de no pensar en ello, pues las

carencias de toda índole que imaginaba, despertaban nuevamente al hombre

iracundo que vivía en su interior. Ofelia también se irguió y las miró a ambas

fijamente. Parecían dos ángeles vestidos de azul celeste. El rostro aceitunado de

Emma y el cabello azabache contrastaban con el color del cielo de su vestido.

Ofelia, pálida como una orquídea, brillaba sin ser consciente del efecto turbador

que su belleza serena causaba en su esposo.

- No ha querido ponerse el camisón – informó Ofelia, ofreciéndole una sonrisa

radiante que hizo que Jacob contuviera el aliento – Quería que su papá la viera

vestida como una princesa.

- Así que una princesa – Jacob se repuso al violento latir de aquello que residía en

su pecho y acarició la mejilla de su hija, frotándola con distracción. Había sido

un gesto mecánico. A menudo desde la llegada de Ofelia, gestos que creía

olvidados como aquel, formaban de nuevo parte de su vida. Acariciar, reír, sentir

aquel extraño cosquilleo en el estómago cuando Ofelia le dirigía una mirada

llena de promesas de futuro…

- Y este será mi castillo – anunció Emma pletórica de felicidad – Y daré grandes

fiestas donde bailaré toda la noche como en ese lugar… ¿Ofelia?

- Kensington Place – respondió Ofelia al ver como la niña reclamaba su ayuda.

- Eso es… Y un caballero apuesto me cortejará y me llevará a conocer Boston y

Chicago, Londres y París…

Jacob apretó los labios. Pobre Emma… Era demasiado inocente para comprender

que aquella vida regia y perfecta solo existía en la imaginación de su esposa. Le

reprochó con la mirada que compartiera con Emma fantasías que nunca formarían parte

de su realidad. En el mundo al que pertenecía no había caballeros que cortejaran a

mestizas tullidas. Era mejor para Emma que lo entendiera antes de que su mente infantil

se creara falsas expectativas. Sabía por experiencia propia, que los sueños de

desvanecían rápidamente y devolvían un amargo sabor de boca.

- Es tarde. Ve a la cama, Emma – ordenó con tono neutro.

- Buenas noches, papá – aguardó un beso, pero Jacob estaba absorto y recriminaba

mentalmente a Ofelia por las ideas que compartía con Emma. Contra su

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voluntad, sentía celos porque temía que aquellas fantasías fueran también los

anhelos secretos que su esposa jamás vería cumplidos. Caballeros galantes,

ciudades bulliciosas, bailes de sociedad… ¿Acaso era aquel el futuro que Ofelia

había anhelado en su niñez? ¿Se conformaba entonces con aquel matrimonio que

solo sanaba a medias las heridas causadas por la vida?

- No olvides rezar tus oraciones – Ofelia besó a la niña en la cabeza y Emma

asintió obediente.

Jacob cruzó los brazos sobre el pecho, contrariado. Esperó a que Emma se fuera a su

cuarto y enfrentó la mirada de su esposa. Sus ojos negros presagiaban tormenta y Ofelia

lo sabía.

- En esta casa no rezamos a ningún dios – comentó con voz grave.

- Ahora sí, Jacob – replicó Ofelia con sorprendente calma – Emma necesita creer

en algo. Todos lo necesitamos.

- ¿En caballeros y príncipes de cuentos de hadas? – se burló, enfadado y

maravillado al mismo tiempo por la valentía de su esposa, quien le contradecía a

pesar de todo.

- Es posible – Ofelia encogió los hombros.

- Sin mi beneplácito – apuntó con acritud – Me tranquiliza saber que mi esposa es

capaz de tomar todas las decisiones que afectan a mi familia sin contar con mi

aprobación.

- Las cuestiones de espíritu no han de obedecer a la voluntad de ningún hombre,

Jacob – respondió con tono controlado – Pero eres libre de mantener tu propio

espíritu en silencio si es tu deseo.

- Mi espíritu…- repitió para sí mismo, pensativo.

- Y tu corazón, Jacob – añadió Ofelia, imperturbable.

- Cuánta determinación. Me sorprendes, mujer. Te recuerdo que huiste de tu dios

y tus caballeros apuestos para unirte a un salvaje en otro continente – fue cruel

sin proponérselo, pero era tarde para rectificar. Los ojos de Ofelia se nublaron,

aunque fingió que su comentario no la hería profundamente.

- No podemos huir de lo que somos, Jacob – pasó junto a él – He dejado la cena

preparada, puedes tomarla cuando te asees. Yo no tengo apetito. Buenas noches.

Jacob asió con brusquedad su mano para retenerla.

- ¿Ni un solo beso de despedida para tu esposo, Ofelia? Según tengo entendido,

eso no es demasiado cristiano – la torturaba a sabiendas de la lucha interna que

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se libraba tras la mirada honesta de la mujer. Una vez más, Ofelia hizo pedazos

su rudeza, elevándose sobre la punta de los pies y depositando un beso muy

dulce en su áspero mentón. La soltó con rapidez, temiendo que aquella dulzura

lo atrapara irremediablemente. Querida y extraordinaria Ofelia… No conocía a

nadie como ella, que respondiera a ofensas con gentileza… Sin embargo, allí 

estaba, inmóvil, con la vista fija en la marca que los dedos rudos de su esposo

habían dejado en su nívea muñeca – Buenas noches, querida.

Ofelia se dirigió al dormitorio, dejándole mudo y desconcertado. Jacob se aseó

como un autómata. Probó el estofado y bebió más licor del que debía. Aquella noche,

sus demonios acechaban más que nunca, dispuestos a torcer su voluntad, listos para

empujarle a decir más cosas hirientes a las personas que no lo merecían. Cuando Jacob

creía que no podría soportar por más tiempo la soledad que había dejado la marcha de

Ofelia, escuchó como ella pronunciaba su nombre en la penumbra. No supo si eran los

mismos demonios traicioneros los que guiaban sus pasos hasta su encuentro. Pero su

voluntad había sido debilitada por el alcohol y la voz de Ofelia le conducía hasta ella

como un poderoso canto de sirena. La halló en la alcoba, de pie frente al espejo al que

ninguno de los dos solía mirarse quizá por temor a odiar lo que representaban.

Ofelia le pidió que la ayudara a desvestirse. Aún se encontraba débil, pero su

constitución era realmente fuerte y su salud había mejorado notablemente desde

entonces.

- Lamento ocasionarte tantas molestias, Jacob – se disculpó, sintiendo como los

dedos inseguros de sus esposo soltaban los cierres del vestido en su espalda.

- No digas eso – murmuró Jacob, rozando ligeramente la piel desnuda y

conteniendo el aliento al sentir su tacto en la yema de los dedos. Querida

Ofelia… Hermosa por fuera e increíblemente bella por dentro… No la

merecía… No la haría feliz. Pero cómo la deseaba… Ella no podía imaginar

siquiera la tortura que era tenerla cerca, aspirar el suave aroma de sus cabellos

recién lavados… una tentación que le perturbaba y le hacía correr en dirección

contraria para no ofenderla con sus exigencias egoístas.

- Quizá podrías…- se aventuró a decir Ofelia y Jacob temió que pronunciara las

siguientes palabras. No era dueño de sí mismo mientras la tenía bajo sus manos,

su barbilla acariciando inconscientemente un hombro desnudo, su mano

deslizándose con vacilación sobre su brazo…

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- No – replicó con la boca muy cerca del oído femenino. Ella ladeó el rostro para

mirarle directamente a los ojos – No lo digas, por favor.

- Jacob… ¿No puedes perdonar… por Emma… por mí…? – su tono era

suplicante.

- No me lo pidas, Ofelia – dejó que sus labios recorrieran la delicada garganta y el

vestido se deslizó a lo largo de su cuerpo hasta caer arrugado entre los pies

pequeños. La contempló en silencio, luchando contra la excitación. No estaba

bien… Quiso retroceder, pero ella retuvo su mano y la colocó sobre su vientre

vacío, presionando levemente.

- Nadie me amó nunca, Jacob… Aquello que el odio engendró… el odio me lo

arrebató… Pero si pudieras…

- Ofelia, no…

- Es posible volver a sentir – afirmó ella con terquedad, rodeando el rostro

atormentado de su esposo con ambas manos – Es posible amar, Jacob… Aún

queda amor en tu interior …

- No – intentaba zafarse de su abrazo, pero ella olía tan bien, recorría sus párpados

cerrados con besos llenos de ternura… La apretó con fuerza, besándola en la

boca profundamente, como jamás nadie la había besado. Se apartó un instante

para contemplarla abiertamente. Ofelia no parecía asustada, su mirada limpia

reclamaba más besos, más caricias… Podía dárselo todo, solo aquella noche.

Podía mostrarle lo que sucedía cuando un hombre deseaba desesperadamente

proporcionar placer a una mujer. Solo aquella noche… Apenas podía pensar con

su aliento tan próximo - ¿Qué quieres de mí?

- Di que me deseas – Ofelia no titubeó.

- Te deseo – murmuró con los labios contra su sien.

- Entonces… ya sabes lo que quiero – Ofelia comenzó a desabrochar su camisa y

la arrastró sobre los fuertes hombros para dejar su pecho al descubierto. Acarició

la cicatriz de su mentón con la yema de los dedos y los deslizó después en un

lento recorrido, deteniéndose en la cintura de los pantalones. Jacob apresó los

dedos, sintiendo que el aire abandonaba sus pulmones.

- Mujer… Será mejor que estés segura de lo que deseas… porque no podré

detenerme si te arrepientes - advirtió con una voz que parecía provenir de algún

lugar lejano. 

- Lo deseo, Jacob. 

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Fue como una orden y Jacob la alzó en sus brazos para conducirla hasta la cama.

Apartó la colcha y la depositó sobre las sábanas. Ofelia no demostró pudor ni se cubrió

avergonzada. Era hermosa y su carne era increíblemente blanca excepto en los lugares

donde la crueldad había dejado su marca. Jacob deseó tener el poder de retroceder en el

tiempo, de borrar aquellas huellas de la piel de su esposa, de aplastar con sus manos al

miserable que se había atrevido a ofenderla de aquel modo… Dominó su rabia y no dijo

nada, Ofelia merecía aquel silencio… Se inclinó para besar las cicatrices con ternura.

Abarcó con las palmas abiertas los senos aún colmados por el bebé que no había nacido.

Imaginó que amamantaban al hijo de ambos y una extraña sensación de ternura lo

invadió. Dibujó con adoración cada centímetro de su cuerpo. Ofelia se abría para él

como una flor y la tomó con avaricia contenida. Una parte de él quería invadirla,

llenarla con su simiente sin pensar en nada más, sin sentir remordimientos porque no

podía ofrecerle más que eso… Pero otra parte, le hacía el amor con una sensibilidad que

creía no poseer. Y a medida que sus gemidos rompían la quietud de la noche, Ofelia se

convertía en su esposa y un nuevo sentimiento, arrollador y maravilloso, se alojaba en

su pecho sin que Jacob lo supiera. 

******

- ¿Hace cuánto tiempo conoces a mi marido, Cora? – Ofelia terminó de servir el te

en las tazas y ofreció una a su amiga. Lo acompañó con una de las galletas que

la anciana había traído consigo. Estaban deliciosas y agradeció el obsequio con

un gesto. La anciana encogió los hombros y tomó un sorbo de su bebida,

pensativa.

- Creo que fue hace diez años cuando Jacob se instaló en el pueblo – comentó,

haciendo memoria – Su padre había luchado con los esclavistas durante la

secesión y Jacob no se sentía orgulloso de ello. Mucho tiempo después, Jacob se

unió al ejército para echar a los indios de Arizona. Se avergonzaba de ambas

cosas. Había conocido los horrores de la guerra y traía consigo a una mujer

mestiza. Puedes imaginar lo que sucedió… Demasiados rencores, demasiado

odio… Hace apenas unos años, esos hombres horribles que escribían en el

Tombstone Epitaph, no descansaron hasta presionar al señor Crook para que

cruzara la frontera en busca del último gran jefe, Gerónimo. Jacob se unió a ellos

como explorador, creyendo que el gobierno cumpliría su palabra de permitirles

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vivir en Arizona. Pero no era más que una trampa para aquella pobre gente. Un

grupo de residentes de Tucson, más salvajes que los propios indios, amenazaba

con ahorcarlos si regresaban. Jacob nunca se perdonó a sí mismo y en el pueblo,

nunca le perdonaron que se uniera a una mestiza…

- ¿Y ese hombre… Bourke?

- Bourke… Una mala bestia. Un ladrón de ganado que aprovechó la mala

reputación de los indios para atribuirles sus propias fechorías. Un tipo de la peor

calaña, querida. Debes mantenerte bien lejos de él… por el bien de todos – la

mujer le palmeó la mano. Era obvio que no quería hacerla rememorar episodios

tristes, pero Ofelia aún recordaba la ocasión en que Jacob había estado a punto

de matarle. Bourke parecía la clase de hombre que no olvidaba una cuenta

pendiente y algunas noches, Ofelia sufría pesadillas en las que su esposo era

sorprendido por la espalda por aquel miserable – Pero no hablemos más de cosas

desagradables, querida mía. Y dime si mis sospechas son ciertas o pensaré que

con los años, he perdido completamente mi intuición femenina.

Ofelia desvió la mirada, avergonzada y escuchó la risa tenue de Cora.

- Vamos, vamos… No seas tímida, ¿es cierto?

- Cora… Tengo tanto miedo por nosotros – suspiró – Temo que Jacob no pueda

huir jamás de los fantasmas que le atormentan…

- Ofelia, querida… No es un secreto en el pueblo que Jacob concertó un

matrimonio por poderes. Pero en el fondo de mi corazón, se que no es eso lo que

ven mis ojos cuando os miro. ¿Le amas?

- Con todo lo que soy – confesó Ofelia, mirándola directamente a la cara.

- Entonces, mi dulce dama inglesa, no hay nada que temer. Este es vuestro hogar

y Jacob no permitirá que nada malo suceda – la tranquilizó y añadió guiñándole

un ojo con picardía – Y sobre ese otro asunto que te inquieta… Debes tener

paciencia. Un hombre herido necesita su tiempo para curar sus magulladuras.

Pero vendrá a ti cuando esté preparado para ello. Y cuando ese momento llegue,

serás la mujer más dichosa del mundo… y ningún Raymond Bourke tendrá

poder para romper esa unión.

- Es mi mayor anhelo, Cora.

- Ten fe. Y cuéntale a ese marido tuyo tu secreto. La esperanza le devolverá

también su fe – aconsejó ajustándose el sombrero, dispuesta a dirigirse a su

carreta.

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******

Un hombre tenía un saquito el que guardaba bien atada la Oscuridad. Entregó

el saco al Coyote y le dijo: “No abras este saco. Si lo haces, la Oscuridad caerá sobre

la tierra”. El Coyote lo guardó un rato sin abrirlo. Luego lo abrió sólo un poquito, pero

la Oscuridad se escapó y ya no pudo ver más. Entonces se hizo la noche en todas

 partes6.

Eso había sido antes de que el invierno llegara y cubriera de besos de lluvia los

brazos de los saguaros, las copas de los enebros y los arbustos de jojoba. Un nuevo día

había amanecido, pero no traía consigo nuevas esperanzas por más que Ofelia lo

merecía y anhelaba que su esposo regresara a su lado en lugar de encerrarse cada noche

en su escondite lleno de odio. Jacob todavía se sentía responsable por lo sucedido.

Deseaba vengar la ofensa sufrida por su esposa. Deseaba que ella le perdonara por

haberla hecho suya cuando su corazón y su alma no estaban preparados para regalo tan

sublime. Ofelia se había entregado sin reservas, pero él no podía darle más. Los viejos

temores le atormentaban. No podía amarla… Todo cuanto amaba resultaba herido y por

ese motivo, había hecho un pacto secreto con su dios y con aquellos otros dioses que se

habían llevado a Mary. Mientras su corazón no latiera, nada podría herirle, ni herirla…

Era un trato justo y así debía ser. Condenado a vivir entre las sombras. Era el único

modo de protegerla, de protegerse de aquel dolor insoportable que causaba perder lo

más preciado… Las horas avanzaban y se preparó como cada jornada para recluirse en

aquel cobertizo, el único lugar donde permitía a sus demonios desatar la furia que le

consumía. Se había acostumbrado a ello. Solo que en aquella ocasión, revolviendo entre

pertenencias de Mary, un nuevo descubrimiento hacía que su resentimiento creciera.

Una nueva pista sobre los animales que se habían llevado su humanidad. Un dato

estremecedor que hacía que la bestia que vivía en él aullara con odio renovado. Había

mantenido intactas las ropas que ella llevaba al encontrarla sin vida. Un puñado de

 jirones de tela manchados con la sangre de una inocente. Y algo más en lo que no había

reparado hasta aquel instante, algo que ella mantenía apretado entre los dedos fríos de

uñas quebradas y que había guardado para no olvidar jamás lo que le habían hecho…

Una pluma azul turquesa. Una maldita pluma azul turquesa… De repente, lo

comprendía todo. Las imágenes danzaban en su mente, arrojando respuestas. Qué ciego

había estado… Cerró los ojos, mareado por la intensidad de su odio. Bourke y su

6N.A.: leyenda extraída del trabajo sobre los apaches chiricahuas An Apache Life-Way , de Morris Edward Opler.

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cuadrilla de desalmados ladrones de ganado… Le habían hecho creer que los apaches

eran responsables de lo ocurrido a su familia… Pero solo ellos eran responsables de la

muerte de Mary. Cobardes… Habían aprovechado las tensiones con los indios y los

habían culpado de los crímenes cometidos por ellos mismos, por su naturaleza

inhumana y su codicia… Malditos fueran todos ellos… En la penumbra, maldecía,

golpeaba y maldecía nuevamente… Los nudillos se le abrían ensangrentados, a

sabiendas de que lo ocultaría al amanecer con excusas que Ofelia no aceptaría, aunque

callaría porque no comprendía lo que allí acontecía cada noche. El Diablo… Amigo de

los apaches… Así lo llamaban sus vecinos. Sin embargo, Jacob sabía que no había un

solo ser humano en la tierra al que pudiese considerar su amigo. Los hombres blancos le

habían despreciado por haber tomado como esposa a una mestiza y como castigo, le

habían arrebatado la capacidad de sentir. Los apaches habían repudiado a Mary por no

seguirles a las tierras del sur donde sus hermanos morían hacinados en reservas a causa

de la tuberculosis. Jacob no pertenecía a ninguno de aquellos mundos y al mismo

tiempo, vagaba entre ambos, mascullando aquella impotencia que le mantenía

prisionero de sus fantasmas… Unas horas antes, Ofelia le había lanzado una última

mirada de reproche desde la ventana mientras Jacob echaba el cerrojo en el cobertizo.

La ignoró, como siempre. Le había dicho que no podría amarla… Pero ella debilitaba

cada día sus barreras. Con su calidez, con su amor por Emma, con su generosa

naturaleza que la empujaba a perdonar incluso a aquellos que la ofendían… Había dicho

que su corazón estaba muerto. Pero una parte de aquel órgano que creía extinguido para

siempre, latía cuando ella le sonreía, cuando le contaba los progresos de Emma con los

libros… Había jurado protegerla y aquel era el único modo que conocía. Aislándose.

Recluyéndose en su tenebroso mundo de recriminaciones, donde el resto de su corazón,

herido mortalmente, aún sollozaba por el asesinato de Mary. Sus ojos negros se

oscurecieron aún más por los recuerdos e inconscientemente, desvió la mirada hacia el

rifle Winchester que mantenía apoyado contra la puerta. Alerta para proteger las cosas

que le importaban. Así era como debía ser. Alerta… Un golpe seco hizo crujir la puerta

y provocó que sus músculos se tensaran. Con un gesto mecánico, alcanzó el Winchester

y lo apretó contra la cadera. Levantó el pesado poste de madera que sellaba el cobertizo,

dispuesto a enfrentarse a lo que fuera que le aguardase en el exterior. Solo que en esa

ocasión, la noche le deparaba la visita más inesperada de cuantas podía imaginar.

- Bourke – la sorpresa le sacudió la razón y los sentidos.

- Ayu…da…

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Jacob permaneció impasible mientras el cuerpo del hombre se arrastraba

penosamente sobre la tierra para llegar hasta él y asir sus pantalones. No podía ser

cierto… Aquello tenía que ser una pesadilla… o un sueño en el que al fin vería

cumplida su ansiada venganza.

- Ser…pien…te…

- Bourke – repitió, hipnotizado por la visión, devastado por aquel familiar

sentimiento de odio…

El rostro de Bourke estaba completamente amoratado y su lengua asomaba

grotescamente entre sus labios violáceos. Jacob reparó en que el hombre aún empuñaba

su colt 45, los dedos agarrotados sobre el gatillo… Había venido a terminar lo que

ambos habían comenzado unos días antes en el pueblo. Sin saberlo, Raymond Bourke le

había facilitado las cosas, pues ya no tendría que buscarle en el fondo de su pestilente

madriguera. Le haría pagar allí mismo por las vejaciones sufridas por Mary, por la

agresión a Emma, por el dolor de Ofelia, por su propio dolor… Nunca antes se había

sentido tan pletórico de fe. Aquel Dios que creía le había abandonado hacía tiempo, le

ofrecía la oportunidad de ejecutar su  justicia divina. Solo tenía que disparar su rifle

contra Bourke y la noche que se cernía sobre sus vidas, se esfumaría con el siguiente

amanecer… Un disparo certero que acabaría con aquel miserable y sus demonios serían

liberados aquella única vez y entonces, todo habría terminado.

- Te enviaré al infierno del que nunca debiste salir – apartó de una patada la mano

que se erguía suplicando clemencia. Quitó el seguro del rifle – Arrepiéntete de

tus pecados si es que aún te queda algo de honor, hijo de perra.

- Por… fa…vor…

Jacob no quería escucharle, no quería escuchar las voces de su conciencia que se

alzaban injustamente en favor de aquel desgraciado. Apuntó a la cabeza de Bourke sin

pestañear.

- ¿Así suplicaba ella mientras la violabas, maldito bastardo…mientras…? – cerró

los ojos, incapaz de soportar por más tiempo el dolor. Un disparo y todo habría

terminado, se repitió.

- Jacob, no lo hagas.

Abrió los ojos, encontrando lo único para lo que jamás estaría preparado alguien

como él. Desde la puerta, recortándose en mitad de la noche contra la luz de la luna,

la viva imagen de la ternura le observaba, sacudiendo cada fibra de su ser,

envolviéndolo… Ofelia sujetaba los extremos de una manta sobre sus hombros,

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protegiéndose del frío. Tenía los labios palpitantes, pero su expresión era resuelta

como el día en que había aceptado querer a Emma como a su propia hija.

- Entra en casa – ordenó con la voz rota, pero ella no obedeció. Dejó caer la manta

a sus pies descalzos y se arrodilló junto al hombre moribundo. Jacob apretó los

labios – He dicho que entres en casa.

- Es una mordedura de serpiente, Jacob… Aún podemos hacer algo para salvarle

si extraemos el veneno…

Como Jacob no se movía, Ofelia se alzó unos centímetros y apartando el rifle con

determinación, se apresuró a arrebatarle del cinturón su cuchillo. Rasgó la pernera del

pantalón de Bourke y practicó una pequeña incisión en la piel, succionando con

determinación el veneno insuflado por la serpiente. Repitió la misma operación un par

de veces, escupiendo en cada ocasión ante la atónita mirada de su esposo.

- Apártate de él, Ofelia… hablo en serio – masculló Jacob, furioso… ¿Acaso

había perdido el juicio? ¿Salvarle… al hombre que la había llamado ramera… al

miserable que había asesinado a Mary…? – Vuelve adentro y deja que tu Dios

decida el destino de este bastardo.

- Tal vez sea Dios quien haya guiado mis pasos hasta aquí esta noche, Jacob…- le

miró fijamente – No dejaré que este hombre muera sin hacer nada por socorrerle.

- En ese caso… que así sea – lanzó el rifle al suelo con brusquedad después de

colocarle el seguro, dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. Pero apenas

había recorrido unos metros, giró sobre los talones. Era insultantemente

conmovedor el modo en que Ofelia trataba de arrastrar el pesado cuerpo de

Bourke. Jacob maldijo en silencio. Terca mujer… Fue a su encuentro y,

tragándose el orgullo y la rabia, cargó al hombre sobres sus hombros. Ofelia le

siguió con muda expresión y contuvo la respiración al ver como Emma les

aguardaba muy cerca. Contemplaba la escena con sobrecogedora calma y sin

decir una palabra, comenzó a esparcir polvo de colores sobre la arena,

obedeciendo a un antiguo ritual de curación indio. La niña pretendía untar el

cuerpo de Bourke con la tierra de colores. A la mañana siguiente, si el ritual

había funcionado y Bourke sanaba, significaría que los dioses habían decidido

que merecía seguir vivo.

- Emma… Vuelve a la cama – Ofelia se mostró inflexible, aunque apreciaba su

gesto caritativo y la enorgullecía. Sin embargo, temía por el aspecto casi

cadavérico de Bourke, que la vida de aquel desgraciado ya no estaba en manos

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de ninguno de los presentes, mortales o dioses. Emma titubeó, pero finalmente,

accedió a regresar a su dormitorio. Ofelia se sintió aliviada porque la niña no

presenciara los estertores estremeciendo el cuerpo de Bourke. El hombre exhaló

un último aliento mientras la vida le abandonaba y solo entonces, Ofelia cubrió

su rostro con una manta. Dirigió a su esposo una mirada y Jacob asintió. Cargó

nuevamente el cuerpo de Bourke y lo sacó de la casa, abandonándolo en el

cobertizo en compañía del horror de sus propias fechorías. Cuando regresó a la

casa, Ofelia seguía allí de pie, la espalda apoyada en la pared, desafiante, tal vez

 juzgándole…

- Ofelia… Te advertí que nadie era inocente en mi mundo… ni siquiera yo.

- Te equivocas, Jacob… Emma lo es. Y Mary también lo era – replicó,

controlando a duras penas los sentimientos contradictorios que atenazaban su

pecho.

- ¿Y de que sirvió… puedes decírmelo...? ¡Maldita sea, no entiendes nada! –

bramó, descargando el puño contra la pared, demasiado cerca del rostro de ella

aunque no lo bastante para rozarla.

- Eres tú quien no lo entiendes… Tu hija recordaba perfectamente a ese hombre…

Quizá lo supo todo el tiempo y a pesar de todo… hace un instante, Emma quería

hacer algo por su vida… ¿No lo ves, Jacob? ¿No ves que siempre estamos a

tiempo de recobrar la inocencia…? – le tocó la mejilla con los dedos, ansiosa

porque él comprendiera que lo único que importaba era que todos recuperaran la

esperanza – Puede que hayas perdido la fe en Dios, Jacob. Pero te aseguro que

El no te ha olvidado.

- ¡No quiero nada de El! Ni de ti… Ojala nunca te hubiera hecho venir…

Ofelia no apartó la mano de su cara. Jacob mentía. Y sufría… Y por el amor que

sentía por él, estaba dispuesta a aceptar todo, incluso su ira.

- Entonces, Jacob, me iré si es lo que quieres – dijo con resignación, consciente de

que no era eso lo que decían los ojos brillantes de su esposo.

- No entiendes…

- Sí, Jacob. Entiendo muy bien. Sal ahí afuera y coge tu rifle. Dispara contra el

cuerpo de Bourke, despedázalo, quémalo… Si eso te hace sentir mejor, debes

hacerlo. Y cuando todo tu odio haya desaparecido, entra en casa como un

hombre nuevo y se un buen padre para Emma. Se mi esposo, Jacob…

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- No puedo amarte como mereces… no soy un buen hombre… Ni siquiera sé si

sigo siendo humano – confesó, apartándola con brusquedad y clavando su

mirada fiera en ella – Soy un monstruo, Ofelia. Estoy maldito para siempre… no

tienes la menor idea de lo que yo…

- No, Jacob… No vuelvas a decir algo así. No eres un monstruo. No hay nada

monstruoso ni maldito en ti…

- Tú no sabes… Cada noche, en el cobertizo, reviviéndolo todo… he visto el mal

en toda su magnitud, Ofelia… Lo he tocado con los dedos… me ha hablado al

oído, susurrándome, envenenándome el alma… - Jacob sentía que los oídos le

martilleaban – El mal tiene los brazos largos y te atrapa aunque quieras

alejarte… te envuelve, Ofelia…

- Cállate – le abofeteó con fuerza para obligarle a reaccionar - Te prohíbo que te

martirices de esa manera. Te prohíbo que sucumbas a lo que hay en ese

cobertizo, a tus recuerdos, a tu rabia, a toda esa oscuridad…

- No puedes luchar contra eso, Ofelia… nadie puede…- un sollozo ahogado

escapó de su garganta y Ofelia no pudo más. Lo besó en los labios con ternura y

Jacob recibió su beso con los ojos cerrados.

- Sí podemos – replicó – Esos demonios no son reales, Jacob. No tienen poder

sobre nosotros, no pueden hacernos daño si permanecemos unidos… Podemos

vencerlos, Jacob… juntos…

- Juntos… - Jacob pronunció las palabras contra la boca entreabierta de su mujer.

Ofelia percibió el ligero sabor salado del llanto de su marido. Acarició el

mechón plateado que teñía su cabello desde que el horror anidara en su corazón.

El alma de Jacob se derramaba en el interior de su boca, mientras sus manos

grandes aferraban su cintura como una tabla de salvación. Lloró con él en

silencio durante mucho tiempo… Un océano de lágrimas que le liberaban y le

devolvían a su lado, a su amor…

- Prometiste luchar contra mis demonios, Jacob… Deja que te libre de los tuyos y

seamos una familia…

- No puedo perderte, Ofelia…no podría pasar por eso otra vez…- Jacob la

estrechó entre sus brazos fuertemente.

- No me perderás. Lucharemos por nuestra familia – lo obligó a mirarla a la cara.

La expresión de Jacob era torturada y Ofelia sintió que su corazón se encogía

ante la magnitud del dolor que leía en la mirada de su esposo – No me perderás.

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- No tengo nada que ofrecerte, Ofelia.

- Pero yo te amo, Jacob. ¿Acaso mi amor no es suficiente? – preguntó y Jacob

parpadeó, conmovido. Las lágrimas se deslizaron por las espesas pestañas del

hombre. Bendita mujer… Lo amaba. Ofelia era la única mujer que conocía

capaz de amar algo muerto y devolverlo a la vida. Había funcionado con él. Le

había devuelto la vida y la esperanza… También él la amaba, pero temía que su

amor no fuera suficiente para retenerla, para protegerla de un mundo que no

estaba a la altura de alguien tan especial como ella.

- Ofelia… ¿me preguntas si es suficiente? – le rodeó el rostro con las manos –

Cada noche desde que hicimos el amor he sentido como tu aliento me envolvía.

Cada noche he deseado vencer mis temores y regresar a tu lado… Emma y tú…

Sois todo mi mundo, Ofelia. Mataría a cualquiera que te ofendiera… Daría mi

vida por ti sin pensarlo un segundo… ¿Y dices que tu amor no es suficiente? Lo

es todo, Ofelia…

- Entonces, Jacob, tendrás que confiar en mí…

Ofelia sujetó su mano con fuerza y con la que le quedaba libre, tomó una lámpara de

aceite. Le arrastró consigo hasta el cobertizo y sin dudarlo un instante, lanzó la lámpara

al interior. En unos minutos, las llamas lo envolvieron todo. Devoraron el mundo

tenebroso de Jacob y el cadáver de Bourke y mientras el fuego parecía gemir en todas

direcciones, Ofelia mantenía la mano de su esposo enérgicamente apretada en la suya.

- No habrá más secretos entre nosotros, Jacob. No más dolor, ni odio…

- Construiremos uno nuevo…

- Un hogar nuevo para los tres… para los cuatro en realidad – Ofelia le miró a los

ojos. La mirada de Jacob descendió hasta su vientre. Un nuevo hogar, una nueva

vida que se gestaba en el interior de la mujer que amaba… ¿cómo no lo había

visto antes? Las pupilas de Ofelia irradiaban una luz especial… Ofelia, su

ángel… Había llegado a él con su pequeña maleta llena de secretos, de

humillaciones… con su vientre crecido de vergüenza... Un buen día, ella había

buscado su rostro en la penumbra, desoyendo las habladurías y los consejos que

le decían que regresara por donde había venido, despreciando a quienes le

despreciaban…  No eres un monstruo… Sus palabras eran un bálsamo que

aliviaba el escozor de los odios antiguos. No lo era. Era un hombre… Pero había

estado incompleto hasta su llegada. Incompleto. Perdido… No había entendido

hasta ahora el verdadero alcance del amor. Querida Ofelia… Generosa y

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honesta, brillante como un amanecer que ahuyentaría para siempre las

tinieblas… Posó su mano en la cintura de su mujer, sintiendo la nueva vida que

se gestaba a pesar de cualquier contratiempo… Su ángel, su milagro… La

abrazó contra su pecho, contra aquel corazón que renacía de entre las cenizas del

cobertizo en llamas…

- Ofelia…

- Lo sé, Jacob… Te amo…

Y de entre las tinieblas, los demonios que se alimentaban del odio huyeron

vencidos, pues nada podían hacer aquellos demonios contra las armas del amor...

 Ebony Clark, 2009 ©