Respuesta a Ricardo Silva

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Ningún escritor en formación puede perderse los 10 consejos para escribir buenas historias, de Ricardo Silva. Ávido como suele estarlo de palabras de aliento, el escritor en ciernes dará la bienvenida al decálogo de Silva, un conjunto de máximas completamente condescendientes con el lector, sin burlas, sin desafíos, sin ironía. Son justo lo que un individuo dócil y timorato quisiera leer. Escritas en la voz de un profesor de escuela que repite sin tregua lo que él haría en nuestro lugar (“yo, de ser usted...”), las diez máximas parecen destinadas a una cartilla escolar. “Yo, de ser usted, no corregiría lo que hasta ahora estoy escribiendo (...) porque cuando se revisa lo escrito mucho antes de ser terminado suele correrse el riesgo de llegar a la conclusión de que se está haciendo basura”, dice el primer consejo de la cartilla. Basura que, agrega después, “puede salvarse en la corrección, en la edición”. Esto no puede ser más que un chiste siniestro a costa de los malos escritores. O, peor aún, un truco pusilánime para ganarse el aplauso de aquellos que, escasos de talento, pero no de orgullo, quieren mantener viva la esperanza en un futuro literario. Da pena, en todo caso, la tibieza de ánimo que impide a Silva tener un poco de exigencia con el aspirante a escritor. Pope opinaba (Dunciad, I, 11) que para distinguir a los buenos escritores es necesario disuadir a los malos de que abandonen la literatura. Silva hace todo lo contrario: les pide que no abandonen su basura hasta terminarla, pues así tendrán por lo menos un relato de principio a fin. Bonita invitación a la mediocridad.

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Respuesta a los malos consejos literarios publicados por el Sr. Ricardo Silva en la Revista Arcadia.

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Ningún escritor en formación puede perderse los 10 consejos para escribir buenas historias, de Ricardo Silva. Ávido como suele estarlo de palabras de aliento, el escritor en ciernes dará la bienvenida al decálogo de Silva, un conjunto de máximas completamente condescendientes con el lector, sin burlas, sin desafíos, sin ironía. Son justo lo que un individuo dócil y timorato quisiera leer. Escritas en la voz de un profesor de escuela que repite sin tregua lo que él haría en nuestro lugar (“yo, de ser usted...”), las diez máximas parecen destinadas a una cartilla escolar.

“Yo, de ser usted, no corregiría lo que hasta ahora estoy escribiendo (...) porque cuando se revisa lo escrito mucho antes de ser terminado suele correrse el riesgo de llegar a la conclusión de que se está haciendo basura”, dice el primer consejo de la cartilla. Basura que, agrega después, “puede salvarse en la corrección, en la edición”. Esto no puede ser más que un chiste siniestro a costa de los malos escritores. O, peor aún, un truco pusilánime para ganarse el aplauso de aquellos que, escasos de talento, pero no de orgullo, quieren mantener viva la esperanza en un futuro literario. Da pena, en todo caso, la tibieza de ánimo que impide a Silva tener un poco de exigencia con el aspirante a escritor.

Pope opinaba (Dunciad, I, 11) que para distinguir a los buenos escritores es necesario disuadir a los malos de que abandonen la literatura. Silva hace todo lo contrario: les pide que no abandonen su basura hasta terminarla, pues así tendrán por lo menos un relato de principio a fin. Bonita invitación a la mediocridad.

El tercer consejo repite la fórmula escuelera: “yo, de ser usted, no escribiría nada profundo, no encararía los temas trascendentales...”; ese es el mismo consejo que daba Rilke a su amigo Kappus (Cartas a un joven poeta, I, 12) al pedirle que huyera de los grandes temas y escogiera lo que la cotidianidad ofrece. Grandioso consejo, sin duda, pero ajeno. Y no está mal que sea ajeno, excepto por el hecho de que forma parte del diagnóstico para un joven poeta (Kappus), su destinatario genuino. Pero no es para todo aspirante a escritor. Los temas trascendentales han estado y están al alcance de innumerables escritores maduros.

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Ninguno de los consejos es, a decir verdad, adecuado ni objetivo; ni siquiera necesario. Por ejemplo, el sexto recomienda escribir en la lengua propia, y, más aún, en el habla local. ¿Por qué no nos sorprende esta invitación al menor esfuerzo, a lo trivial, a lo sencillo? Sería refrescante el desafío a escribir en otro idioma, un desafío que se impusieron prosistas de primera categoría como Casanova, que escribió en francés; Schopenhauer, que dejó tratados científicos y filosóficos en latín; y Cioran, que renunció al rumano para pulir trabajosamente sus obras en la lengua francesa.

Podemos obviar los demás consejos para llegar al mejor, al décimo. Después de fatigarnos con una colección de lugares comunes carentes de inspiración, que no incitan, no desafían ni asombran, Silva nos invita a hacer nuestras propias reglas. “Que cada quién (sic) haga lo que le dé la gana”. Ese consejo es genial, pero su genialidad se ve opacada por su ubicación negligente. Habría sido más decente ponerlo de primero y así evitarnos esa prescindible cartilla de escuela, catálogo bonachón que no tiene mucho por aportarle a aquel que quiere escribir “buenas historias”.

Pero Ricardo Silva no es del todo culpable. Sus consejos no son, al parecer, deliberadamente pobres. Cualquier consejo sincero en la disciplina literaria está condenado a ser como mínimo inútil, o, en el mejor de los casos, contraproducente. Silva fue muy lejos, con excesiva vanidad, al postularse como modelo de escritor de “buenas historias”. No vio lo irónico de repetir, tan fastidiosamente, lo que él haría si él fuera usted o yo: buscar que los escritores reproduzcan la misma fórmula hueca, siendo todos ellos, de algún modo, Ricardo Silva. Nada de variedad, nada nuevo. Por fortuna él es él, usted es usted, y yo soy yo.

Los escritores no necesitan consejos, ni mucho menos. Tampoco deben imitar una fórmula que parece exitosa. Es ejemplar el caso de Charlie Mears, joven poetastro que figura en El cuento más hermoso del mundo, de Kipling. Un joven que, afanado por aprender a escribir, busca sin descanso el don secreto de la literatura copiando a otros poetas, sin darse cuenta de que él ya tiene en su memoria tramas esenciales que valen más que cualquier poesía. Y eso es lo que los escritores y todos los demás necesitamos: una trama, no para escribirla, sino para vivirla. A menudo

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olvidamos que la materia prima de la literatura no es el estilo, ni está en el método ni en el decálogo, ni mucho menos en otros libros; la materia prima de la literatura es la vida. Cualquier experiencia profunda es más profunda que un libro. Y, una vez vivida, importa muy poco si llegamos a escribirla.

Bertrand Russell recomendaba hacer el intento de no escribir, y en cambio salir al mundo para colmarse de nuevas experiencias (La conquista de la felicidad, 25). Para escribir buenas historias hay que vivirlas primero. El método es lo de menos. No olvidemos que la literatura es una profanación de la vida, un esfuerzo –pocas veces afortunado– por atajar lo inatajable. Un empeño donde todo consejo es inútil. Si algo debemos ofrecerles a los escritores en formación, en vez de consejos, son nuestras más sinceras condolencias.