Resumenes Prácticos Historia Moderna
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Punto 1.5 El absolutismo francés
Beik, absolutismo y sociedad en el siglo XVII francés.
Beik, parte de un análisis crítico de las actuales aproximaciones al problema del estado
moderno (la historiografía institucional, la escuela de los Annales, la historiografía
marxista) para terminar proponiendo un nuevo análisis de clase que incorpore muchos de
los aportes realizados por las escuelas historiográficas clásicas.
Los fundamentos analíticos: clases y órdenes.
Un examen de la sociedad del siglo XVII no puede evitar referirse al gran debate en torno a
la estratificación social temprano-moderna. ¿Tenemos que enfrentarnos con una sociedad
de grupos de intereses tradicionales, fundados en la categoría de estatus o estamos en
presencia de una sociedad conformada por clases en pugna por controlar los recursos y los
procesos productivos?
El concepto de sociedad de órdenes (o estamos) desarrollado por Mousnier, es una variante
de un tipo de análisis sociológico que aparece cada vez con más frecuencia como el marco
implícito de los estudios históricos. El argumento puede resumirse de la siguiente manera:
en una sociedad de órdenes los grupos sociales están distribuidos jerárquicamente en una
escala descendente de status y privilegio. El principio organizador es la estima social
acordad a las funciones míticas o reales de cada grupo.
En una sociedad de clases la riqueza es el factor central que determina la posición social. El
análisis de clase supone las existencia de conflictos fundamentales en una sociedad,
descartando la posibilidad de una solidaridad social absoluta o de un panorama social
uniforme. Resulta indudable, según Beik, que en la Francia temprano moderna existían
grupos que se relacionaban con la producción de manera desigual y netamente antagónica.
La premisa de Beik, es que el estado absolutista puede entenderse mejor si si observan los
intereses de clase a los que servía y las funciones sociales que cumplía (estas sociedades
estaban organizadas en torno a la producción y a la distribución de bienes esenciales o
suntuarios; lo que provoca la irrupción de clases que establecen entre sí relaciones
antagónicas).
Las instituciones en la sociedad
La escuela institucionalista tradicionalmente abordó el problema de la sorprendente
efectividad del régimen de Luis XIV en el contexto del surgimiento del estado moderno.
Para intelectuales como Cheruel, Depping y Lavisse, que se desempeñaban como
funcionarios esenciales del Segundo Imperio y de la Tercera República, el estado era
concebido como el portador central del progreso.
Para Lavisse, la monarquía puede no haber estado preparada para asumir el “nuevo
proyecto” propuesto por Colbert “organizarse para el trabajo, enriquecerse por medio del
trabajo, dominar el mundo gracias al poder de esta riqueza” pero al menos podía continuar
el antiguo proyecto que consistió simplemente en “reducir a la obediencia” a quienes se
habían comportado sistemáticamente como rebeldes, por medio de una lucha continua
contra toda forma de autonomía. Lavisse describe victoria tras victoria del rey, sin
preguntarse por qué los otrora poderosos súbditos de un reino tan vasto, permitían que su
poder fuera abruptamente expropiado.
Los historiadores institucionalistas más recientes han modificado esta visión tradicional.
Matizaron los supuestos tradicionales y elaboraron una visión menos triunfalista de la
historia. De esta forma, mientras que la antigua historia institucional mostraba un estado
qye incrementaba de manera firme su poder, promoviendo sus fuentes de poder (ciudades,
comercio, provincias autónomas), la nueva versión institucionalista descubre dos
antagonistas valiosos, el estado y la sociedad, y la existencia de una larga lucha entre ellos,
incluso durante el siglo XVII).
La visión de Lavisse, o los estudios de Pillorget o Bercé sobre las revueltas populares dejan
algunas cuestiones de lado. Ya sea que los líderes de la sociedad francesa, hayan reducido a
la obediencia, que los sectores populares se hayan quedado sin líderes o hayan sido
domesticados mediante el uso sistemátco del terror, en todos casos las categorías empleadas
son las mismas: el estado versus la sociedad, la monarquía contra las provincias, lo
moderno contra lo antiguo, es decir, una dicotomía de fuerzas. En tanto que los
institucionalistas persistan en pensar el estado como una realidad “por encima” de la
sociedad, actuando como una entidad autónoma que persigue metas y programas
independientes, la actividad del estado deberá ser siempre conceptualizada, en términos de
represión: de manera progresiva un gobierno impone uniformidad, aplasta rivales. Este
modelo represivo, deja afuera toda noción de interacción entre el estado y las varias clases
sociales que existen en la sociedad, haciendo imposible la detección de intereses comunes y
alianzas de clase. Si las autoridades se sublevan ello se debía a la represión y al miedo; o
habrían recibido algo a cambio.
De todas maneras, los nuevos historiadores institucionalistas han posibilitado una
reevaluación importante de la naturaleza del estado temprano-moderno; y han descubierto
múltiples vías por las cuales este estado estaba infiltrando por la sociedad:
a. La venta de cargos: gran parte de los estudios de los historiadores institucionalistas
se basaban en la venalidad de los cargos, la práctica de vender de por vida
posiciones en el estado, complementada luego por el derecho de transferir la
posición a los herederos contra el pago de una paulette anual. La venalidad ataba al
absolutismo a su pasado feudal, consagrando una nueva forma de posesión privada
de la autoridad pública que permitía a los súbditos ricos e influyentes (nobles o
burgueses) compartir los beneficios y el prestigio del estado. La autoridad real
continuaba siendo absoluta, dado que el rey reclamaba a los detentadores de cargos
venales una dependencia legal directa que no podía exigir a los titulares de los
señoríos.
Esta multiplicación de cargos creó una forma nueva de discurso político: el rey
amenazaba y acosaba a sus funcionarios, multiplicaba su número, les inventaba
rivales, les imponía gravámenes o se aprovechaba de sus inversiones; los
funcionarios respondían apelando y rechazando la legislación real.
Beik realiza determinadas preguntas: ¿Hasta que punto los funcionarios eran
instrumentos de la centralización burocrática y hasta qué grado eran infiltrados
provenientes del mundo de las exigencias particulares y de los intereses de clase?
¿Conformaba una clase de burócratas? ¿De quién se sentían más cerca, de la corona
centralizadora o de sus restantes colegas de sus provincias, de su clase? Beik,
intentará dar respuestas a esto a partir de su estudio de Languedoc.
b. Los intendentes: en tanto agentes del poder real efectivo, los intendentes han
jugado un papel clave en la visión clásica del absolutismo. Anque tradicionalmente
asociados con el régimen de Luis XIV, hoy su origen se sabe debe ubicarse en
tiempos de Richelieu. En un influyente artículo, Mousnier relacionó la
intensificación del recurso a los intendentes a partir de 1642, con la necesidad de
arrebatar a los funcionarios venales el control de la maquinaria fiscal. Los estudios
recientes no han modificado la visión tradicional de los comisionados como
propagadores activos del poder real efectivo y de la ideología de la razón de estado,
pero los intendentes no pueden seguir siendo vistos como los triunfantes dictadores
de la centralización estatal. En los estudios regionales, es más frecuente toparse con
intendentes que aparecen como portadores aislados de edictos impopulares,
amenazados por insurrección campesina, el pillaje y la denigración. Más importante
aún, la delgada línea que separa a los funcionarios de toga (venales) de los
comisarios reales (cargos no comprados) se vuelve cada vez más tenue. De esta
forma, quienes servían al rey de manera más diligente, eran socialmente
indistinguible de quienes lo enfrentaban.
c. Clientelismo: Otro importante aporte de la investigación reciente es el de las
relaciones personales. Abunda la evidencia que demuestra que todas las
instituciones políticas estaban dominadas por redes de clientes. Mousnier ha llevado
el análisis de las clientelas un paso más allá, calificando al mundo del siglo XVII
como una “sociedad de fidelidades”: “desde la cima hasta la base de la sociedad los
hombres se relacionan entre sía partir de lazos de fidelidad”. Para Mousnier, este era
el principio de solidaridad social que liogaba entre sí a personas de provincias y
grupo de edad diversos. Sin embargo, la idea de un sistema de fidelidades no deja
de plantear preguntas importantes. Como siempre, Mousnier idealiza los lazos
sociales, “el seguidor se entrega por completo a su amo. Desposa todos sus
pensamientos, sus inclinaciones, sus intereses. Aunque lealtades como estas
existían, los lazos clientelares eran con frecuencia arreglos más pragmáticos. Los
sistemas clientelares se medraban y declinaban; las alianzas oscilaban y los lazos se
rompían.
d. Finanzas estatales: Otra re-evaluación mayor ocurrió en el área de las finanzas
estatales. En los últimos años se centró toda la atención en el período de la Guerra
de los Treinta Años, concebido como un quiebre fiscal que alteró de manera
profunda, las relaciones entre el estado y la sociedad. La talla se duplicó y triplicó y
las medidas fiscales extraordinarias aumentaron. Comenzó a darse una
interdependencia creciente entre la monarquía y los financistas. Los financistas
adelantaban dinero a cambio de contratos que les otorgaban autoridad para
organizar la recolección de impuestos o exigir participación en ciertas fuentes de
ingresos particulares. Dado que los fondos disponibles estaban dispersos por todo el
país, el arrendamiento de impuestos, debió descentralizar sus estructuras. Para
complicar aún más las cosas, los mismos financistas, eran a menudo funcionarios
reales. Lejos de ser un puñado de extraños reclutados en tiempos de emergencia, los
financistas funcionaban en el corazón mismo del sistema.
Por todo lo anterior, los historiadores han dejado de ver al estado moderno como el
triunfante organizador de la sociedad, para pasar a verlo como un frágil organismo que
luchaba contra una sociedad vasta y turbulenta. La pregunta sobre la efectividad de Luis
XIV, nos lleva, pues, directamente hacia el segundo interrogante: la naturaleza de las
relaciones entre el estado y la sociedad temprano-modernos.
Sociedad y absolutismo
Tanto los historiadores sociales como los historiadores marxistas han proporcionado
interpretaciones de la sociedad moderna que abren posibilidades interesantes.
La fascinación de la escuela de los annales con la tierra tuvo el efecto de enfatizar los
aspectos tradicionales de aquella sociedad. La producción era llevada a cabo por una
masa de pequeños tenentes campesinos subordinados a la pequeña elite de poderosos
propietarios. Era rara la inversión productiva en la tierra. Una profunda desigualdad
reinaba en todos los sectores sociales.
Los annalistas delinearon así, una sociedad moderna autoregulada, con sus
características propias y ciclos de desarrollo identificables, pero no fueron demasiado
lejos en el análisis de la dinámica que producía las desigualdades, ni ayudaron a otorgar
sentido a la fuerza de las instituciones políticas que los institucionalistas discutían.
El absolutismo ha presentado a los marxistas, tanto dificultades interpretativas como las
que tuvieron que afrontar los institucionalistas. Marx y Engels sólo hicieron referencia
aislada a la cuestión. Para ellos, el absolutismo, representaba uno de esos períodos de la
historia en los que, debido al equilibrio entre dos clases (nobleza y burguesía) el estado
deviene una fuerza más o menos autónoma. Esta noción presenta dos problemas:
requiere de una burguesía más o menos poderosa para explicar el surgimiento del
absolutismo; no puede demostrar los intereses burgueses capaces de equilibrar el poder
de la nobleza.
Por su parte, Anderson, se remonta a la crisis del siglo XIV, cuando la solución a la
crisis de ingresos de la nobleza residía en la posibilidad de instalar una estructura
política más centralizada. La respuesta fue el absolutismo. El absolutismo fue,
esencialmente eso, un aparato rediseñado y potenciado de dominación feudal,
designado para mantener a las masas campesinas en su tradicional posición social de
dependencia. Anderson, no se una confrontación entre la burguesía ascendente y una
nobleza decadente. En síntesis, existía un “espacio” de compatibilidad entre el
programa de un estado absolutista que funcionaba fundamentalmente como un aparato
de protección de la propiedad aristocráticos, pero que simultáneamente aseguraba los
intereses básicos de las nacientes clases mercantil y manufacturera.
El absolutismo en Languedoc
La monarquía absoluta defendió un orden social tradicional dominado por una clase de
terratenientes privilegiados, pero en la modernidad temprana y especialmente durante el
siglo XVII, nuevas condiciones hicieron cada vez más necesaria una centralización
mayor de poder y de la autoridad. Esta fue una lección que costó mucho aprender. Los
régimenes de Richelieu y Mazarino, dieron una serie de pasos que socavaron los
intereses de los aristócratas provinciales y provocaron una dislocación social y política.
Estos esfuerzos fracasaron porque amenazaban los intereses de la clase dominante de
manera profunda. El gran “contagio de obediencia” de Luis XIV no fue el resultado de
la represión sino de una defensa más exitosa de los intereses de la clase gobernante, por
medio de la colaboración y de un liderazgo mejorado.
En aquella sociedad, los personajes más importantes poseían una porción del poder
público; que la sociedad se basaba en un sistema de privilegios que representaban
diferentes grados de propiedad y diferentes derechos sobre la riqueza producida por la
masa campesina (reflejo de la coerción extra económica). En una sociedad como esta, el
estado debía cumplir funciones acordes con las necesidad y aspiraciones de la clases a
la que representaba. En el sistema político de Languedoc debía reflejar, reforzar y
perpetuar esta sociedad “feudal” nunca socavarla.
Punto 1.6 La sociedad cortesana.
Norbert Elías, La sociedad cortesana
A partir de la nobleza dispersa por todo el país, se desarrolló la nobleza cortesana situada
alrededor del rey, transformándose así los caballeros en señores y grandes señores
cortesanos.
La posición de Enrique IV, frente a la nobleza, fue mucho menor que la de Luis XIV.
Luis XIV, aunque viviendo entre la sociedad cortesana, se había convertido en su centro
singular, como no lo había logrado ninguno de sus predesores ninguno de sus predecesores.
Entre él y la nobleza se estableció una distancia forzosa.
En la conducta de Luis XIV, frente a la nobleza cortesana están siempre implicadas dos
tendencias: la tendencia a asegurar frente a todas las reivindaciones de la alta nobleza, el
poder ilimitado del rey; la tendencia a mantener a la aristocracia como un estamento
dependiente del rey, aunque claramente distinguida de las demas capas.
Desde hacía ya mucho tiempo se libraba en Francia una lucha entre la nobleza y monarquía.
Pero en el siglo XVII, esta lucha se decidió a partir de la monarquía. El hecho que la
posición de poder de los reyes frente a la nobleza haya cambiado, fue la consecuencia de
cambios sociales que estaban fuera del ámbito de poder de los reyes.
La afluencia de metales preciosos provenientes de ultramar, y el correspondiente aumento
de moneda circulante, influyó en todos los países de occidente más tarde o más temprano.
El primer efecto del aumento del dinero, fue la devaluación del mismo. El poder adquisitivo
del dinero se hundió y en consecuencia aumentaron los precios. Esto implicó una profunda
sacudida a los ingresos de la nobleza francesa, la cual recibía de sus bienes raíces rentas
fijas. Puesto que los precios subían, ya no les alcanzaba lo que recibían de sus contratos. La
mayor parte de la propiedad rural cambió de propietario, y al menos, una parte de la
nobleza deposeída de sus propiedades rústicas, llegó a la corte para darse allí una nueva
existencia.
Considerando al rey dentro de la nobleza, puede decirse que fue el único que su base
económica, posición de poder y distancia social, no se vieron limitados por este proceso,
sino mejorados.
Originalmente, los ingresos del rey de las posesiones rurales, al igual que los nobles, eran el
porcentaje mayor de su capital. Esto había cambiado, ya que los ingresos del rey, los
tributos y similares percepciones que este sacaba de los haberes de sus súbditos, había
adquirido cada vez mayor importancia. Por lo tanto, la monarquía cortesana, considerada
desde un punto de vista económico, recibía sus ingresos de manera monetaria. Y mientras
la nobleza a finales del siglo XVI y XVII vive de sus bienes raíces, y participa apenas en
los movimientos comerciales de su época, empobrecida a causa de la devaluación de su
época, las entradas del rey pueden fluir más abundantemente a partir de muchos canales,
por concepto de tributo o venta de cargos.
Mientras el rey ascendía, se hundía el resto de la nobleza. Y la distancia social que mantuvo
Luis XIV, entre sí y la arisctocracia, había sido creada por él, no únicamente de una
manera personal, sino en virtud de todo el desarrollo social que brindó poderosas
oportunidades a la sociedad regia.
No menos significativa para el destino de los nobles, fue la transformacion de la estrategia
de guerra. El peso relativamente grande de la aristocracia medieval en el equilibrio de
tensiones entre ella y el señor central radicaba en el alto grado de dependencia del señor
central respecto de ella en todas las empresas bélicas.
En el curso del siglo XVI, se hicieron sentir numerosos cambios en la estrategia de guerra.
La creciente afluencia de medios monetarios, permitió a los señores centrales alquilar
mercenarios o soldados y ser menos dependiente de la nobleza feudal.
Asimismo, el tipo de dependencia a la que forzaba, por un lado la donación de rentas en
especie, y por otro, la entrega de honorarios, pensiones y regalos en dinero, era diferente.
En efecto, fuera cual fuera su feudo, el noble era un rey en pequeño; una vez concedido el
feudo en posesión, el vasallo se asentaba con bastante solidez.
El favor de los reyes (manifestado en pensiones monetarias) extrañaba para los que de ellas
dependían un riesgo mucho mayor; tal favor era la causa de ascensos o descensos en la
sociedad y, en consecuencia, creaba conductas y carácteres humanos más dóciles.
Pero, ¿qué es lo que quedaba en pie para que la nobleza fuese necesaria para el rey? Para
responder esto, Elías propone dirigirse hacia la corte.
Elías destaca una evolución continua de las cortes. Mientras que antes los grandes vasallos,
tenían como el rey sus cortes, fue convirtiéndose en estos siglos, en virtud del poder real,
cada vez más en el más prominente centro del país. Vista desde la perspectiva de la
nobleza, esta evolución, significaba una transformación de la aristocracia de su forma
feudal de economía natural en una aristocracia cortesana.
Una de las características de la corte en la época de transición era el hecho de que los
hombres allí congregados vivían en una constante dependencia más directa que antes, pero
que seguían aún siendo caballeros y guerreros y a diferencia de lo que sucederá más tarde
no eran cortesanos que eventualmente iban a la guerra.
En ese contexto, hasta el siglo XVII, la corte no estaba muy firmemente vinculada a ningún
lugar. Es cierto que París era la ciudad capital del rey, pero había otras ciudades que
competían con ella en importancia. La corte real, emigraba de ciudad en ciudad, de castillo
en castillo.
Con el resultado de las guerras de religión, el combate entre la monarquía y la nobleza
quedó decidido y se abrió la brecha para la monarquía absoluta. Pero asimismo, estas
guerras de religión, ponen de manifiesto un aspecto de la constelación social que dio a la
función real un papel preponderante sobre los representantes de todas las demas funciones.
Lo que puede encontrarse en las luchas de las centurias XVI y XVII son, por una parte
“corporaciones burguesas” que ya se han hecho numerosas, ricas y en consecuencia,
poderosas, para oponer la más viva resistencia a las pretensiones de dominio y poder de la
nobleza, aunque con todo no son lo suficientemente fuertes para reivindicar su poder. Por
otra parte, se encuentra, una nobleza que todavía posee la suficiente fuerza para
obstaculizar a las capas burguesas y de afirmarse frentre a ellas, aunque ya es demasiado
débil, sobre todo en el aspecto económico para dirigir su poder contra tales capas. Es un
dato determinane que, ya para esta época, han escapado de manos de la nobleza, las
funciones de jurisprudencia y administración y que, en virtud de tales funciones, se han
constituido ricas y, por conseguiente poderosas corporaciones burguesas. Así pues, la
nobleza necesitaba de los reyes, a causa de su precaria base financiera, para mantenerse
como tal frente a la presión de las capas burguesas y su creciente, y a las corporaciones
burguesas les era necesario el rey como guardián y protector frente a las amenazas,
arrogancias y privilegios de la aristocracia caballeresca. Una configuración con tal
equilibrio de tensiones, en la cual las dos agrupaciones mantenían más o menos el
equilibrio, otorgaba al rey, en apariencia distante de todos los grupos concretos, la
oportunidad de presentarse como pacificador. Tal función fue, la que en efecto ejerció
Enrique IV.
Lo que se expuso acerca del grupo central del rey absolutista, de su campo de acción
primario (la corte), vale, por lo tanto, a su más amplio ámbito de poder.
Cada una de estas capas, necesitaba la fuerza y el poder de los reyes legítimos para proteger
y mantener su propia posición frente a las múltiples amenazas. Así, por ejemplo, muchos
grupos de nobles, se aliaban con los parlamentos frente a los representantes del poder regio;
tal es el caso de la época de la Fronda. Pero sólo caminban juntos por un corto trecho, pues
muy pronto temían más que el poder del rey el creciente de sus aliados del momento y
pactaban de nuevo de alguna otra forma con aquel.
La posicion de la nobleza, de la burguesía políticamente activa y de la nobleza de robe
respecto del rey, eran tan ambivalentes como las relaciones entre la nobleza y la burguesía
misma. Pero no es menos ambivalente, la posición de los reyes mismos frente a las capas
sociales, especialmente frente a la nobleza. A saber, precisamente porque la aristocracia
ocupaba una posición cercana frente a los reyes, y porque el rey era un hombre de la
nobleza, su distanciamento de esta, era particularmente difícil e importante y la nobleza,
constituía asimismo un especial peligro para el rey; cuanto más próximo se encontraba un
grupo del rey, tanto más peligroso era para éste.
Si por una parte, los reyes pertenecían a la nobleza, se sentían y actuaban como aristócratas
y además necesitaban a la nobleza como un elemento integrante de su poder, la existencia
de esta implicaba, una amenaza latente para su poderío de la que debían defenderse.
El rey tenía necesidad de la nobleza como contrapeso frente a las demás capas de su reino.
La anulación de la aristocracia, la supresión de la distancia que separaba a esta de la
burguesía, el aburguesamiento de la nobleza, habría importado un cambio en el centro de
gravedad, un incremento de poder de las capas burguesas y una dependencia de los reyes
respecto de éstas.
Pero si los reyes, necesitaban a la nobleza, y por ello la mantenían, debían al mismo tiempo
conservarla de tal modo que su peligrosidad para el poder real fuera ampliamente
neutralizada. En primer lugar, los reyes con la ayuda de una burocracia burguesa de la
monarquía, expulsaron a la nobleza de casi todas las funciones de la suprema judicatura y la
administración. De esta manera, se originó la poderosa capa de la Toga, que se igualaba a la
aristocracia en poder efectivo, aunque no en prestigio social. Así, la mayoría de la nobleza
quedo arrinconada como caballeros y terratenientes. Con la lenta expansión de la economía
monetaria y las convulsiones que tal forma de economía trajo consigo, sobre todo en el
valor del dinero y en la constitución del ejército, esta base se vio sacudida de manera más
violenta. Tal sacudida fue la principal causante de que una buena parte de la aristocracia se
precipitara a la corte y se ligara al rey de una manera nueva.
El órgano esencial que encarnaba las dos funciones de dependencia y de distanciamiento
era la corte. Mediante la corte y desde ella, una buena parte de la nobleza fue despojada
desde entonces de toda independencia por el rey que la mantuvo en constante dependencia
y atendió a sus necesidades.
Si los nobles se hubiesen decido a vivir de los productos naturales y a renunciar al dinero y
a todo lo que sólo se pude adquirir con éste, si se hubiesen contentado con convertirse en
una especie de campesinos mejores, podrían entonces al menos vivir muy bien.
Pero precisamente, como muchos nobles no querían esto, porque luchaban por conservar su
existencia como nobles, se precipitaban a la corte, se entregaban a la dependencia del rey.
Los nobles se emprobrecen porque, en virtud de cierta tradición estatamentaria y de la
correspondiente opinión social, les es exigido vivir de rentas y no ejercer ningún trabajo
profesional para conservar su existencia social y su prestigio; en consecuencia no pueden
en el proceso de devaluación del dinero, adaptarse a las exigencias del tren de vida de las
capas burguesas;los nobles o la mayoría de ellos, están ante la alternativa de llevar un estilo
de vida similar al de los campesinos o de trasladarse a la prisión de la corte y con ello
conservar su prestigio social.
Con el creciente desarrollo de la corte real francesa en una social formación elitista de
contornos acusados, creció una cultura peculiar de sociedad cortesana.
Luis XIV, atendió a las necesidades de la nobleza, pero también la dominó. Reservó para
ella cargos cortesanos y los distribuyó personalmente según su grandiosa voluntad y, dado
que representaba como todos los demás cargos, una propiedad, debían por supuesto ser
pagados al pasar de una familia a otra.
La venta de cargos significa para el rey una importante fuente de ingresos. Pero además la
legitimación fue emprendida para arrebatar a la nobleza de un modo definitivo todo influjo
en la ocupación de cargos y para imposibilitar toda clase de patronazgo feudal de los
mismos.
Hubiera sido absurdo y contrario a todas las exigencias de la política regia el introducir a la
nobleza en esta institución de los cargos venales, que acababa de legitimar Enrique IV.
Todo intento de dar marcha atrás en la venalidad de los cargos, fracasó durante todo el
antiguo régimen.
Lo que siguió siendo la base para la manutención de la nobleza, aparte de los feudos,
pensiones y regalos del rey, fueron en primer término los cargos cortesanos, así como los
cortesanos-diplomáticos y militares.
Cuando Luis XIV, fue adulto y asumió el poder, la suerte de la nobleza ya estaba decidida.
La desigualdad de las oportunidades que, en este campo, correspondieron a la monarquía,
por un lado, y a la nobleza, por otro, había permitido que la energía y la importancia de los
representantes reales, lograran arrojar a la nobleza de todas las autónomas posiciones de
poder.
Pese a la debilidad de la posición de la nobleza, Luis XIV estuvo dominado por completo
por el sentimiento, de que la noblezam y mas en concreto, la alta, constituía una amenaza
para él.
En Versalles, todos los hombres de rango se encontraban inmediatamente en su campo de
observación.
Dentro de la corte, existía un peculiar estado de tensiones principalmente entre los grupos y
personas que el rey había promovido, y los que se distinguían por sí mismos en virtud de
sus títulos nobiliarios heredados.
Apoyado en la crecientre posición de poder de las capas burguesasm el rey se distanciaba
cada vez más del resto de la aristocracia, y viceversa: el rey promovía asimismo el avance
de las existencias burguesas; les habría oportunidades tanto económicas como de cargos y
prestigio de la mas diversa índole, al mismo tiempo que los mantenía e jaque. La burguesía
y los reyes se elevaban mutuamente, en tanto que la nobleza se hundía. Pero cuando las
formaciones burguesas avanzaban más de lo que quería el rey, éste les marcaba el alto de
una manera inflexible.
Era condición del poder real la existencia de una nobleza como contrapeso a las capas
burguesas, y requería asimismo la existencia de unas fuertes capas burguesas como
contrapeso a la aristocracia. Y esta función para el poder real da en alto grado su carácer a
la nobleza cortesana.
Duindam, Viena y Versalles
El ceremonial, no se limitaba a las cortes ni era forzosamente poder dinástico lo que
representaba.
Podría llamarse “ceremonia doméstica” a los actos públicos de la dinastía celebrados en la
corte. La ceremonia doméstica, amplía rutinas familiares a toda la casa real. Las ordenanzas
contienen reglas relativas al ceremonial de cámara, mesa, caballerizas y capilla; no incluye
descripciones de la conducta a seguir en las coronaciones, ni tampoco de rangos y
posiciones en la asamblea. Estas grandes ceremonias de dinastía y comunidad ofrecen un
continuo que parte de las ceremonias relacionadas con la “demografía” dinástica,
bautismos, matrimonios o funerales, pasa por aquellas que restauran lazos de un nuevo
soberano con el reino vía coronación, y llega hasta otras ceremonias que redefinen lazos
entre casa reinante y diversas corporaciones representativas de la comunidad.
Todas estas formas de ceremonia, servían para representar dignidad y rango supremo del
soberano reinante. Su preeminencia en la corte o en cualquier parte se hace visible
mediante la presencia respetuosa de otros miembros de la dinastía y vástagos de las
mayores casas nobles del reino.
El grado supremo de la pirámide jerárquica hacía patente a todos los espectadores el orden
del reino dispuesto por Dios. De pares de Francia o electores imperiales para abajo, todos
los grandes participantes guardaban celosamente su rango en el conjunto. Aún la más leve
alteración en el delicado equilibrio de derechos entre los diversos dignatarios y servidores
podía suscitar querellas, por cuanto los concernidos podían entenderla como ataque a su
posición en la jerarquía.
Una corte ordenada dependía así de una escala de rangos comunmente aceptada.
Armonioso ideal, que se antajo poco menos que inalcanzable; una jerarquía fundada en el
linaje nunca podía cristalizar en un sistema estático, porque a menudo habría de haber sitio
a extranjeros, privados y ambiciosos.
Desde el intento del papa Julio II en 1504 de elaborar una “escala de soberanos”, hasta la
aparición de codificaciones internas de rangos en cortes de Europa central, septentrional y
oriental en el siglo XVIII, se ve un permanente empeño de parte de los soberanos en
aminorar cuanto fuera posible los trastornos derivados de aquellas querellas, aunque de vez
en cuando las aprovecharan para favorecer sus propios intereses.
Surgimiento del aparato ceremonial
Fueran cuales fueran los motivos de los soberanos, está claro que trataban de mantener
orden en sus cortes, en particular durante las grandes ceremonias públicas que respaldaban
su papel. Así en el transcurso de los siglos XVI y XVII, surgió un nuevo cargo: maestra de
ceremionias, que supervisaba la estricta ejecución de un ceremonial ahora conservado por
escrito y trataba de prevenir conflictos de prelación. (se citan diversos ejemplos de
soberanos y sus maestros ver en el texto).
En tiempos de Enrique III, se añadió a comienzos del siglo XVII un maestro de ceremonias
delegado: así el orden era, gran maestro, el maestro de ceremonias, el ayuda y dos
introducteurs.
El hecho de que los grandes maestres de ceremonia siguieran carreras militares conllevaba
prolondagas ausencias. De ahí que su sustituto, el maestro de ceremonias, estuviera a
menudo activo.
Ceremonial de corte
La corte vienesa, con fama de ser una de las más ceremoniosas en la Europa de comienzos
de la Edad Moderna, nunca contó con un oficial mayor responsable exclusivamente del
ceremonial, como tampoco produjo ningún código impreso de reglas ceremoniales.
Obras más simples, en especial las impresas por príncipes alemanes que pugnaban por
hacerse sitio entre los soberanos europeos reconocidos, ofrecen catálogos de rango.
Los príncipes alemanes no podían ser recibidos en pie de igualdad por soberanos reinantes,
pero en la práctica obraban como soberanos territoriales. En particular, los príncipes
electores hicieron todo lo posible por ser reconocidos como iguales a los soberanos regios.
De ahí que en Viena ceremonial “dinástico” y “diplomático” se amalgamaran en las
ceremonias imperiales, y que los príncipes cuasisoberanos del imperio fueran actores clave
tanto en éstas como en las diplomáticas.
En Francia, sin embargo, el desarrollo e intensificación de similares ceremonias dinásticas
de Estado en el siglo XVI contrasta notablemente con su aparente declive en el siglo XVII.
Luis XIII y su hijo, es obvio, fueron bautizados, casados y enterrados; pero tras la gran
parada parisina en 1660 de Luis XIV, no se enredó en ninguna entrada triunfal. Los
especialistas en este campo han entendido la corte del Rey Sol como una nueva fase en el
desarrollo del ceremonial. Un “guión” que coordina las rutinas diarias de la corte reemplaza
entonces, a la solemne restauración de vínculos entre soberano y reino que tan destacada
había sido en siglos precedentes.
Es indudable que en Versalles como en Viena había un “guión” de la vida cortesana, serie
de convenciones que estructuraban la rutina diaria del soberano. ¿Ecp de predentes
generaciones, o innovación concebida por el soberano y sus consejeros?
La corte de Luis XIV siguió costumbres representativas de la temprana corte moderna en
conjunto, incluyendo el servicio por parte de la alta nobleza, la salva y la presentación de
aguamanil y servilleta, tan sólo de la combinación de esos precedentes en el uso de
humedecer la servilleta está documentado que sea añadido de Luis XIV, y en cuanto
innovación, es una que mira más a la utilidad práctica que a la dignidad solemne. Se
encuentra en Viena formas equiparables de comida en público, y la entrada a los aposentos
reales estaba en teoría asociada más estrictamente al rango. Tan sólo en el ceremonial de la
alcoba real desarrolló la corte francesa un estilo que difiere de la mayoría de las otras
cortes, si bien a partir del siglo XVII se imitaba en todas.
Si las formas de la mayoría de ceremonias domésticas no era nuevas, ¿en que se implantó
mayor rigor? La cantidad y el detalle de la documentación relativa a ceremonial transmiten
la imagen de un mundo gobernado por el “punto de honor” donde las formas debidas son
ley, y en que los oficilaes encargados del ceremonial semejan sumos sacerdotes de un orden
ritualizado. La pericia en esa materia se solicitaba con mayor rigor cuando amenazaba
conflicto: los documentos dan incontables detalles de ceremonias, pero la selección de los
ejemplos puede haber estado determinada por el deseo de prevenir y resolver querellas
ceremioniales, dejando a un lado reglas que no se ponían en cuestión. No se pretendía
describir hábitos diarios sino atajar algún desorden en la corte. Al hacerlo así hasta el tedio
ofrecen la imagen de una corte caótica y quejosa.
Observaciones finales
La realidad de la vida de un soberano tal como lo reflejan las ordenanzas y los decretos,
permite vislumbras otro mundo: posiblemente tan deplorable como lo sugiere la imagen
negativa de la corte, con certeza no tan sofisticado como lo sugiere la imagen positiva y
sobre todo, más humano, más tornadizo y más vivo. Los soberanos estaban interesados en
mantener su reputación, y trataban de realzarla exigiendo lealtad, aunque nunca tuvieron
demasiado éxito.
Las prácticas ceremoniales eran sólo el núcleo permanente y relativamente modesto de una
“fabricación”, una versión depurada y embellecida de la corte y sus ceremonias, se difundía
a una audiencia ignorante de un original que distaba mucho de ser perfecto.
VER DETALLES DEL TEXTO SI O SI-PREGUNTAR DUDAS A PROFESORA
Leroy Ladurie, La corte que rodea al rey: Luis XIV, la princesa palatina y Saint
Simon.
El problema de los rasgos de la Corte de Luis XIV, es bien conocido, sobre todo gracias a
las memorias de Saint Simon. Sin embargo, las cartas de la Princesa Palatina, de seudónimo
Madame, tienen las ventajas, en comparación con las memorias de estar más condensadas,
de decir más cosas con menos palabras (la Palatina, es la cuñada de Luis XIV, esposa de
Monsieur, hermano menor del rey).
FRAGMENTO: Se trata de un texto riquísimo ya que, en primer lugar, ofrece escalas de
categorías (hijos e hijas de Francia, nietos de Francia, príncipes de sangre y, por fin,
bastardos reales). Este texto también indica los signos materiales o simbólicos que señalan
estas gradaciones: comer o no con el Rey, pasar más o menos tiempo con él, tener ciertos
servidores que atienden o no atienden a su señor en presencia del monarca; tener una
carroza con la cubierta clavada o no, etc. Al mismo tiempo se deja constancia de las
intrigas, según las cuales no es posible que esta jerarquía fundamental, sea trastocada, sino
matizada en beneficio de tal o cual categoría: los bastardos consiguieron así un cierto
ascenso. En todo caso, el ascenso de los ilegítimos no es algo que preocupe demasiado a
madame, ya que de todas maneras siguen estando muy por detrás de los príncipes de
sangre, que a su vez son precedidos por los príncipes de la palatina.
Madame.
Del mismo modo que Saint Simon, pero a veces con mayor claridad, Madame, se centra en
los problemas de los asientos (sillones, sillas con respaldo), que reflejan jerarquías
descendentes: sillón para los electores (deciden quien ostentará la dignidad imperial), una
simple silla con respaldo para el Duque de Lorraine (que querría algo más), en presencia de
Luis sólo la reina tiene derechos a una silla con brazos.
No se trata sólo de una simple diferencia entre dos grupos sociales, sino de una concepción
de conjunto, articulada, “holista”, de las relaciones entre los hombres y entre los grupos.
Situada en la cumbre de la sociedad, Madame contempla de una sola mirada los rasgos
decrecientes de los hijos de Francia, los nietos de Francia, los príncipes de sangre, los
bastardos legitimados, los duques y pares, etc.
Cada una de las categorías propuestas por Madame, puede reducirse posiblemente a una
persona, en ciertos casos, sin incluir al Rey; esto impide que se las compare o más bien se
las gradue según la precedencia, en relación a grupos más amplios y situadas más abajo de
la escala.itu
Otro texto, de Saint Simon, expone la jerarquía de rasgos de acuerdo a la eucaristía:
FRAGMENTO.
Todo se encuentra en este texto: el predominio de lo sagrado con respecto a lo que es real,
principesco o ducal (los capellanes tienen precedencia sobre príncipes y duques; el Rey se
pone de rodillas frente a la hostia). La escala laica ante el cuerpo de Cristo va desde el Rey
a los hijos de Francia, luego a los nietos de Francia, después a los príncipes de sangre y a
continuación a los duques y pares.
Respecto a la Orden del Espíritu Santom reservada a la nobleza, ilustra una devoción
especial por la tercera persona de la Trinidad y un agudo sentido de la jerarquía
descendente; cada miembro de la orden figura en un orden especial en las procesiones.
Saint Simon y otros han escrito páginas al respecto.
La jerarquía de la Corte se relaciona en sus puntos culminantes en los eslabones que la
constituyen con las gradaciones de origen celeste. La oposición de los sagrado (como valor
supremo) y de lo profano no implica la intolerancia religiosa. Saint Simon y la Palatina, se
mostraban abiertos al pluralismo religioso (hay dosis muy pequeñas de antisemitismo).
La jerarquía es atraída por lo sagrado como las limaduras de hierro por un imán y, al
contrario, siente horror por lo impuro. La oposición sagrado/profano se ve, pues, duplicada
por el contraste puro/impuro.
La obsesión por la pureza, se refiere a las anomalías en el nacimiento y, de manera más
general, a las aberraciones sexuales.
Se impone, en primer lugar, el problema de los bastardos reales. Estos introducen la
máxima impureza (la bastardía) en el corazón mismo de lo que debería ser el reducto de la
pureza última del sistema (el Rey y la familia real). Estos hijos ilegítimos constituyen, en
efecto, una especie de escándalo absoluto. Resulta normal que Saint-Simon los ataque con
una extraordinaria fuerza. Saint Simon, emplea términos muy fuertes con respecto a los
bastardos reales, masculinos y femeninos, a los que Luis XIV hizo casarse, “sin verguenza”
alguna con príncipes y princesas de sangre, e incluso con nieto de Francia.
Si la bastardía es el producto de una aberración de la procreación, la sodomía (penetración
anal), implica, según las ideas de esta época, una desviación de la sexualidad. En el registro
de lo impuro los dos autores referidos, asocian la sodomia una y otra vez a la ilegitimidad,
como si la homosexualidad fuera una circunstancia agravante e impurificadora en grado
máximo.
Otra impureza mayor que se refiere a la sexualidad, es la de la enfermedad venérea, la
sifilis. Bastardía, sodomía y sífilis, se suman para volver oscula la personalidad de
Vendome, nieto bastardo de Enrique IV. Es sodomita y enfermo de sífilis, al punto de
perder la nariz.
En Saint Simon y en menor grado en Madame, encontramos una geografía de lo impuro y
de lo puro. En cuanto a la sodomía: el vicio griego e italiano. En cuanto bastardía: España.
En cambio, los polos de la pureza en lo que respecta a los rasgos y a la cuna se sitúan más
al norte, en el área germánica e inglesa.
Dejando a un lado, lo sagrado y lo impuro, la noción de jerarquía que va a determinar la
visión de los autores de los conflictos en la Corte, puede llevar a varios criterios de
clasificación.
a. La pareja real, hijos de Francia, nietos de Francia (estas posiciones definen la
cumbre de la jerarquía).
b. La familia real, versus, los príncipes de sangre.
c. Hijos legítimos versus, bastardos.
La primera escala (A) refire al padre, Luis XIV y a su mujer, Maintenon; el hijo, el Gran
Delfín y su amante o esposa clandestina, Chouin, y por fin, el nieto, el Duque de
Bourgogne (Luis XIV, no era viejo, para 1686, necesitaba encontrase otra jerarquía, no
estaba preocupado por su sucesión).
En 1686, emplea otra escala: la segunda escala (B) refiere a la familia real estrecha versus
nietas de Francia y príncipes y princesas de sangre. En este caso, se entiende por familia
real estrecha a Luis y su mujer; las nietas de Francia son las hijas Gastón dÓrleans,
hermano de Luis XIII. En cuanto a los príncipes y las princesas de sangre, se trata de los
Conti y de los Conde-Bourbon.
En la última escala (C), Madame, utilizará en lo sucesivo la oposición puro/impuro, es decir
legítimio/ilegítimo, para descifrar los conflictos de poder.
La Corte constituye la última etapa de la sociedad de rangos, antes de la ola de
igualitarismo que comenzará en la etapa de la Ilustración. Con Saint Simon, Madame y
algunos más, la Corte alcanza una conciencia clara o al menos una perfecta expresión de la
ideología (confinada a los límites de un gran palacio) hace que las gradaciones sean aún
más evidentes, las jerarquías más completas y los comportamientos más simbólicos.
En cuanto a la hipergamia femenina, es una forma de ascender superando la barrera de los
rangos; también es un truco para superar la barrera de los rangos. Pero el hecho de que las
mujeres nacidas en una categoría elevada no puedan ascender sin dificultad conduce a la
saturación de mujeres en los niveles superiores de la sociedad. Esto se aprecia fácilmente
en el porcentaje de mujeres que ingresan a conventos.
Punto 1.7. La simbólica de poder.
Burke, La fabricación de Luis XIV
Había enojosas discrepancias entre la imagen oficial del rey y la realidad cotidiana tal como
la percibían incluso contemporáneos bien dispuestos por el monarca.
Por ejemplo, Luis no era un hombre alto. Sólo medía alrededor de un metro sesenta. La
diferencia entre su altura real y lo que podría llamarse su altura social tenía que camuflarse
de alguna forma. Su hijo, el Gran Delfín, era más alto, pero en pinturas y grabados
habitualmente se le situaba de alguna manera que no resultaba llamativo. La peluca y los
tacones altos contribuían a hacer más impresionante a Luis. La peluca disimulaba también
el hecho el hecho de que el rey había perdido buena parte de su cabello como consecuencia
de una enfermedad padecida en 1659.
También había que analizar otras discrepancias. En algunos casos, ya señalados, se ponían
de manifiesto contradicciones evidentes entre las relaciones oficiales de los hechos del rey
y la información procedente de otras fuentes. El mito del héroe invencible era incompatible
con las derrotas francesas.
También es posible encontrar celebraciones de acontecimientos que no habían sucedido.
Por ejemplo, en 1670 un grabado representaba a Luis visitando la academia de ciencias,
cuando esa visita no había tenido lugar.
Estos ejemplos ponen de manifiesto lo que podrían llamarse problemas “recurrentes” de la
representación oficial de los gobernantes. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVII,
se planteó otro conjunto de problemas: la decadencia de la antiguedad y la decadencia de
las equivalencias.
La decadencia de la antiguedad como modelo cultural en Francia en el siglo XVII, se
estudia en el contexto del conflicto entre los antiguos y los modernos. El debate alcanzó su
punto culminante a finales del decenio de 1680. El principal tema de debate era si los
antiguos, en particular los escritos de Virgilio y Horacio, eran superiores a sus equivalentes
modernos. También se discutió si era adecuado escoger héroes postclásicos (como
Clodoveo o Carlomagno) como protagonistas de poemas y obras de teatro, utilizar un
idioma moderno para las inscripciones en los monumentos.
El debate no era una cuestión meramente literaria. Los participantes eran conscientes de sus
repercusiones políticas.
A primera vista, la victoria de los modernos fue una victoria de Luis XIV. Después de todo,
los principales defensores del movimiento eran clientes de Colbert.
El segundo problema es el de decadencia de las equivalencias y de lo que se ha denominado
“analogía orgánica” en una era en que los intelectuales comenzaban a percibir el mundo
como una gigantesca máquina.
Los mitos de los gobernantes medievales y renacentistas dependían en gran medidad de una
mentalidad o concepción del mundo tradicional. La representación de un dirigente en ese
período como (por ejemplo) Hércules era mucho más que una forma metafórica de decir
que era fuerte, o incluso que resolvería los problemas de su reinado con la misma facilidad
con que Hércules realizó sus diversos trabajos. El gobernante se identificaba, en todo el
significado del término, con Hércules, como si se le hubiera pegado el aura del semidios.
Las analogías se trataban no como creaciones humanas, sino como paralelismos objetivos.
La idea del matrimonio mítico entre el rey y el reino es tal vez un buen ejemplo de la
manifestación de esa mentalidad.
En el curso del siglo XVII, tuvo lugar una revolución intelectual entre determinadas elites
de algunas partes de Europa occidental que socavó los postulados de esta mentalidad
mística. Esta revolución se asocia a Descartes y a Galileo, Locke y Newton.
La nueva mentalidad concebía al mundo más como una máquina que como un organismo o
“animal”.
Igualmente importante en esta nueva mentalidad fue el cambio en la naturaleza de la
analogía: la transición de la equivalencia objetiva a la metáfora subjetiva. El simbolismo se
hizo más consciente. Esta transición extrañó a su vez una devaluación de lo que con
frecuencia cada vez mayor se llamaban metáforas, símbolos y rituales. Resulta por ello
tentador dar a esta revolución intelectual el nombre de “nacimiento de la mentalidad
literal”, aunque tal vez fuera más exacto hablar de una creciente consciencia de la
diferencia entre el significado literal y simbólico. Es entonces cuando Hércules se ve
reducido a una expresión de la fuerza, el león a una expresión de coraje, etc., como su
espectadores y lectores se sintieran más cómodos con cualidades abstractas que con mitos.
A estos cambios acompañó el nacimiento de la fe en la razón y de lo que resulta cómodo
llamar “relativismo cultural”, es decir, la idea de que las situaciones sociales y culturales
particulares no son necesarias o impuestas por Dios sino contingentes.
¿Qué hacer con estas circunstancias? Una posibilidad, desde luego, era obrar como si no
ocurriera nada. Bossuet siguió refiriéndose a la monarquía como a algo sagrado y paternal,
y Luis siguió tocando enfermos (más de 2000 el sábado santo de 1697).
Sin embargo, hubo otras respuestas a la crisis de las representaciones. En tiempos de Luis
se observó una modificación de la fórmula pronunciada cuando el rey tocaba a los
enfermos. Sus predecesores supuestamente decían (el rey toca, Dios te cura). La nueva
fórmula más prudente era “que Dios te cure”.
Podría argumentarse que el gran esfuerzo desplegado por el gobierno francés para
representar a Luis XIV, el mero número de medallas, estatuas, tapices, fue una respuesta a
una crisis, o más exáctamente a una serie de crisis (crisis general, revueltas europeas de
1648, problemas financieros).
La recepción de la imagen de Luis XIV.
¿Quién era el público al que se dirigía esa imagen del rey?
Sería desde luego, un error ver en el público un grupo monolítico. De hecho, los publicistas
de la época trataban de llegar a tres públicos distintos: la porteridad, las clases altas
francesas (tanto en París como en provincias) y los extranjeros, especialmente las cortes
extranjeras.
La posteridad: los reyes trataban de dar cuenta de sus acciones a todos los tiempos. La
pintura y la escultura, se describen como artes, que en opinión del rey, debían contribuir a
la transmisión de su nombre a la posteridad.
La mejor prueba del interés del gobierno por la posteridad es sin duda el esfuerzo
desplegado por encontrar escritores capaces de narrar la historia oficial del reinado.
Las clases altas: la imagen del rey se proyectaba también para el consumo de sus súbditos
“los pueblos sobre los que reinamos”. En primer lugar, para los cortesanos, en especial la
alta nobleza, cuya presencia en la corte era prácticamente obligatoria. Los cortesanos,
varones y hembras, constituían la parte principal del público cotidiana de las obras de
teatro, ballets y operas y otras representaciones celebradas en la corte.
La corte solía mirar por encima del hombro a la ciudad, que consideraba burguesa,
expresión que empezaba a utilizarse en los años setenta como referencia a abogados y
plebeyos.
También hay pruebas de un aumento del interés oficial por el público provincial. Entre
1669 y 1695 se fundaron seis academias provinciales, se fundaron academias científicas.
Estas instituciones, como sus modelos parisinos se ocupaban de promover la gloria del rey.
Luis hizo también algunas visitas oficiales a ciudades francesas, dando así a sus habitantes
la oportunidad de verlo en persona.
El gobierno esperaba que los acontecimientos venturosos, como las victorias o los
nacimientos de nuevos miembros de la familia real, se celebraran en París y en otras
provincias.
La recepción en el extranjero: el público extranjero, no se consideraba menos importante
que el público nacional.
El cardenal Mazarino describió al joven Luis como “el rey más grande del mundo”. La
frase puede parecer hipérbole, además de puro etnocentrismo, pero fue repetida y
amplificada por los panegiristas. En una medalla acuñada para conmemorar el tratado de
Nimega se representaba a Luis como el “pacificador universal”.
A fin de impresionar a los representantes de los “despotismos orientales”, Luis recibió a los
embajadores otomanos y persas
El rey tenía buenas razones prácticas para cultivar la amistad del sultán otomano: la
hostilidad al Sacro Imperio Romano generaba intereses comunes.
Luis XIV, tenía al menos un punto de apoyo en las Américas. La ciudad de Quebec fue
fundada en 1608 por colonos franceses y en 1663 se convirtió en la capital de la
provinciade Nueva Francia.
La muerte de Luis XIV, se conmemoró incluso en la América española, dado que se trataba
del abuelo del monarca reinante, FelipeV.
Los contactos con el Lejano Oriente se remontaban a 1661, año en el que Luis ofreció su
amistad a “los reyes de Cochinchina, Tonkin y China”. Estos contactos obedecían a fines
religiosos, económicos y políticos.
Mucho más se hizo, sin embargo, para impresionar a las cortes europeas con la grandeza de
Luis XIV. El rey dedicaba buena parte de su cuerpo al ritual diplomático, incluidas las
relaciones con estados muy pequeños.
Los embajadores eran parte sustancial del público asistente a los festivales, obras de teatro
y óperas de la corte.
Los textos en que se glorifica a Luis en idiomas extranjeros demuestra la importancia que
se atribuía a los lectores extranjeros. Las inscripciones en monumentos y medallas se
redactaban en latín.
El idioma de la corte del Sacro Emperador Romano, otro de los principales rivales de Luis
en el escenario europeo, era el alemán, por lo que no es sorprendente encontrar
traducciones en ese idioma.
Las traducciones al italiano de la alanbanzas del rey sugiere un deseo de impresionar al
Papa y quizá a las cortes de Turín, Módena y otros lugares.
Algunas cortes extranjeras le hicieron a Luis el cumplido de imitar su estilo de
autorrepresentación. Versalles especialmente se tomó como modelo.
El caso más claro de imitación fue la corte de España bajo el nieto de Luis, Felipe V. El
retrato de estado de Felipe, coincide con el de Luis. La corte española se formó de acuerdo
al modelo francés y el rey se hizo más visible y accesible.
La corte de Viena, siguió aún más de cerca el modelo francés. El emperador Leopoldo I,
que reinó en 1658 a 1705, no era sólo rival de Luis XIV, sino también su cuñado. También
Leopoldo era aficionado a la música y el ballet y la ópera florecieron en su corte.
La presentación oficial del primogénito y sucesor de Leopoldo, José I, que reinó de 1705 a
1711, fue aún más parecida a la de Luis XIV. La elección de José como Rey de Romanos
en 1690 se celebró con una entrada triunfal en Viena. Se le aclamó como un “nuevo sol”.
Su sarcófago se decoró con relieves conmemorativos de cuatro victorias sobre los
franceses. Hasta en la tumba siguió compitiendo con Luis.
Punto 2 La revolución inglesa
Tenenti, Alberto. De las Revueltas a las revoluciones.
La Inglaterra de los primeros Estuardo, 1600-1640.
La fase propiamente revolucionaria de la historia inglesa puede decirse que comienza
aproximadamente hacia 1640. Sin embargo, sería incorrecto no citar el conjunto de
elementos con los que desde comienzos del siglo XVII se dibujaron las premisas de la
posterior subversión.
Isabel, la reina Tudor, era la más claramente comprometida en las luchas del continente en
este período. Durante su reinado, se encabezaron diversas iniciativas y campañas militares.
La lucha contra España, fue en gran parte la causante de la primera reorganización de las
fuerzas navales. El siglo puede considerarse sin duda como el siglo en que se creó la marina
inglesa, especialmente por la institución en 1558 del Navy Board. Al enfrentamiento
armado con Felipe II le siguió una campaña interna de endurecimiento de las penas
pecuniarias impuestas a los católicos no conformistas, al tiempo que se dictaban penas de
destierro, prisión o muerte para los jesuitas que hubieran sido aprisionados.
La lucha por el dominio del mar se convirtió a partir de entonces en unos de los leitmotiv
del crecimiento de la nación inglesa y en uno de los principales factores de referencia de la
historia europea.
Al analizar la historia inglesa del siglo XVI nos encontramos con una continua intersección
de los factores religiosos con los políticos y los socioeconómicos internos, y con una
ampliación discontinua y más bien parcial en los asuntos internacionales. A la activa
presencia europea y atlántica del período isabelino le siguieron intervenciones más aisladas
en la época de los primeros Estuardo (Jacobo I y Carlos I), durante las que, por otra parte,
se registró una notable expansión marítima y comercial.
En el plano político-religioso el punto de partida representado por la instauración de la
Iglesia anglicana por parte de Enrique VIII resultó decisivo y sus consecuencias durarían
muchos siglos. La alianza entre la Iglesia y la monarquía se rompió durante algunos años,
pero no tardó en ser restablecida, con notables divergencias respecto a cuanto había
sucedido en las Provincias Unidas.
La situación política y social
Durante el reinado de Maria I Tudor se aprobó una ley que condenaba por alta traición al
que negara al Parlamento el derecho de establecer o modificar la sucesión real.
A la muerte de Isabel, no estaba muy claro donde residía en última instancia el fundamento
de la soberanía. Según la teoría monárquica inglesa del siglo XVI, el rey tenía un poder
absoluto, no limitado por la autoridad de las leyes positivas sino solamente por las leyes
naturales y divinas. Se estaba dibujando una tendencia hacia el absolutismo de tipo
continental, opuesta a la que consideraba que la soberanía residía en la unión rey-
Parlamento.
En los 44 años de reinado de Isabel I las sesiones parlamentarias apenas tuvieron una
duración de tres años. Las más altas instituciones reales eran en Consejo privado y la
Cámara estrellada, además de las Cortes de justicia y los jueces de paz. Hasta 1640 la
Cámara de los Comunes mantuvo una escasa representatividad y de ahí que a partir de esta
fecha la exigencia de ampliación del sufragio constituya una de las cuestiones más
debatidas. Sin duda alguna el papel de los Comunes fue ampliándose progresivamente a
partir de la segunda mitad del siglo XVI, y se acentuó la aspiración de los miembros de la
gentry a formar parte de dicha Cámara. De esta forma, no sólo satisfacían el deseo de
aproximarse a la corte y de ascender en su posición social, sino también de influir en la
actividad legislativa.
Los intereses del soberano eran prácticamente inseparables de los intereses de los
terratenientes (gentry). Esta clase se había enriquecido considerablemente gracias a la venta
de las posesiones eclesiásticas promovidas por la Corona tras la adopción de la Reforma y
la constitución de la iglesia Anglicana. El gobierno central los necesitaba como miembros
de los Comunes para imponer tasas, como jueces de paz (remunerados con el prestigio del
cargo) y como lugartenientes para mantener el orden. Esta clase de gentilhombres, esta
pequeña nobleza rural de barones y caballeros dominó la evolución interna inglesa durante
todo el período examinado. A ellos y los otros propietarios rurales que supieron destacar e
imponerse se les añadieron otros gentilhombres procedentes del comercio, de la industria.
A pesar de que entre burgueses y nobles existían ciertas divergencias, les unía un común
afán de poseer tierras, como medio de ascender en la escala social. Las clases estaban
organizadas jerárquicamente pero de manera gradual. Así, los yeomen y los freeholders se
diferenciaban de los miembros de la gentry, por ser cultivadores directos, pero su estrato
inmediatamente superior se aproximaba mucho al de los gentilhombres. A su vez, los
propietarios (husbandmen) alcanzaban en muchos casos la condición superior de los
yeomen. Por debajo de ellos, estaban los copyholders es decir, los que poseían un lote de
terreno del castillo por voluntad del señor.
En el siglo XVI, las cercas perjudicaban a una población agrícola creciente, para la que los
terrenos comunales eran especialmente valiosos. En el siglo XVII los cercados, supusieron
sobre todo una explotación más intensa de la tierra, en la que ya no se cultivaba solamente
cereales, sino también trébol, colza, nabos. Esto aumentaba la dependencia de los
habitantes de la villa del gentilhombre propietario, quien muchas veces eran también el que
les proporcionaba el trabajo.
Desde el siglo XVI muchos jóvenes nobles ingleses habían optado por dedicarse al
comercio, generalmente en la filas de los mercaderes (titulares de los derechos exclusivos
de exportación de productos textiles). Se ha observado que en los 100 años anteriores a
1640 el comercio, la industria y la agricultura florecieron gracias también a la incidencia
baja de los impuestos. Tampoco hay que olvidar que desde 1530 llegaron a Inglaterra,
impulsados sobre todo por motivos religiosos, muchis artesanos franceses, alemanes,
flamencos. Se fueron creando compañias comerciales, hasta llegar a la creación de la
Compañía Inglesa de las Indias Orientales, fundada en septiembre de 1599.
Inglaterra constituía pues, un país en pleno florecimiento económico, acompañado de un
cambio social. Entre 1570 y 1640 se convirtió en el principal productor de carbón de
Europa, a mucha distancia de los demás. Gracias al carbón pudieron introducirse muchas
innovaciones técnicas en actividades tradicionales (como la fabricación de ladrillos y
vidrios, la fermentación de cerveza). Hasta los tres primeros decenios del siglo XVII la
produción inglesa de estaño fue también la primera de Europa.
El Puritanismo
Isabel I convirtió la religión anglicana en un instrumento de gobierno. La gente se
acostumbró a la idea de que la Iglesia y el Estado dependieran de la misma autoridad y al
uso de la lengua nacional en la liturgia. Sin embargo, con el paso del tiempo, la
interpretación predominantemente política del protestantismo promovida por Isabel I
provocó reacciones inspiradas en la convicción de la autonomía del creyente.
Las estructuras eclesiásticas impuestas por Enrique VIII habían resultado ser muy poco
satisfactorias para quienes pretendían inspirarse seriamente en el calvinismo. Aunque en sí
misma no era una doctrina revolucionaria, el calvinismo se proponía sin embargo, abarcar
todos los aspectos de la vida del hombre a través de un sentimiento de responsabilidad
personal. En la práctica, el vocabulario religioso calvinista pudo utilizarse para expresar
abiertamente el rechazo de los aspectos injustos, y opresivos, que también existían en la
sociedad inglesa.
De los gérmenes separatistas nacieron en el período isabelino el congregacionalismo y,
durante el reinado de Jacobo I, el baptismo. Browne, auténtico fundador del
congregacionalismo, fundó en 1581 la primera congregación completamente separada de la
Iglesia de Inglaterra. Browne defendía la libertad de púlpito, y la elección de los
predicadores por parte de la comunidad, la igualdad entre sus miembros y la
interdependencia de la Iglesia respecto del Estado. En cuanto a los baptistas, propugnaban
el bautismo de los creyentes y se mantenían fieles al principio arminiano del valor universal
del sacrificio de Cristo.
El calvinismo lo introdujeron sobre todo los ingleses que emigraron al otro lado del canal
de la Mancha y que fueron seducidos en el modelo de Ginebra. Precisamente en los últimos
veinte años del reinado de Isabel I un número cada vez mayor de no católico se alejó del
anglicanismo. Debido a la exigencia de pureza de la Iglesia que reivindicaban, estos no
conformistas fueron llamados “puritanos”, pero el término incluyó a un conjunto
heterogéneo de personas que tenían en común el rechazo a la forma como era gobernada la
iglesia anglicana. Para los puritanos ingleses la sociedad ideal era aquella en la que los
hombres glorificaban a Dios con la oración y con el trabajo.
El puritanismo se difundió entre todos los sectores sociales y también en el campo inglés,
defendido sobre todo en los centros mercantiles y por una parte de la gentry. Aunque la
reina combatió enérgicamente el puritanismo, lo abrazaron las clases medias, a cuyos
miembros ayudaba a afirmar su independencia y a adquirir conciencia de su estatus propio.
Los puritanos, todavía creían que podían purificar la Iglesia actuando en su seno, en el
mismo sentido que el calvinismo. Pero más que crear, tendieron a suprimir lo que les
separaba. Esta postura les unió cuando se trataba de combatir a sus adversarios, pero les
dividió a la hora de construir algo nuevo.
Los sectores ingleses más proclives al puritanismo fueron la burguesía media y los
comerciantes, porque consideraban que el tipo de moralidad que predicaban centraba en el
valor del trabajo y de la vida sobria.
El movimiento puritano inglés había llegado ya prácticamente a su apogeo en el decenio
1630-1640. Desde 1630 hubo varios centros de contrabando de libro puritano, difundidos
muchas veces por los escoceses. Las perspectiva puritana de las relaciones entre el saber y
religión llevó a afirmar que el estado de inocencia y el dominio del hombre sobre lo creado
podían al menos en parte ser recuperados, el uno por medio de la fe y el otro por medio de
las artes y de las ciencias.
Los Primeros Estuardo
Jacobo I, hijo de María Estuardo y rey de Escocia desde 1567, subió al trono de Inglaterra
en 1603 gracias a los consejeros de la difunta Isabel I. A pesar de no ser mal recibido de
entrada, el nuevo rey no tuvo entre los ingleses el fuerte carisma que, por ejemplo, tuvo
entre los franceses, su nuevo príncipe, Enrique IV.
Jacobo I adoptó una postura de tendencia claramente absolutista. Según él, el rey estaba por
encima de las leyes y podía superarlas o invalidarlas sin tener que dar cuentas a nadie. Los
teóricos isabelinos habían llegado tan sólo a reconocer a la reina, en circunstancias
especiales establecidas por los estatutos y por la tradición, la facultad de situarse al margen
de la ley o de ser dispensada de su cumplimiento. Jacobo I, se apropió de la teoría del
derecho divino de la realeza. Según los teóricos que lo apoyaban, tenía el derecho de
imponer tributos al margen del Parlamento, de dirigir la política exterior y de disponer
libremente de las uniones dinásticas y de los asuntos del gobierno.
La postura de los Estuardo chocaba pues directamente con las prerrogativas de que el
Parlamento ambiocionaba que se le reconocieran. Por una parte, se sostenía que la
soberanía residía en el rey-solo, por otra parte se afirmaba que el poder de legislar se
atribuía solamente al rey-en-el-Parlamento. En otras palabras, según la teoría parlamentaria
inglesa de comienzos del siglo XVII, el rey-en-el-Parlamento controlaba y gobernaba la
actuación del rey-solo. El poder de legislar y de imponer tributos, de legitimar y de juzgar
sin apelación sólo podía corresponder al rey-en-el-Parlamento.
Los primeros decenios del siglo XVII constituyeron pues una fase de tensión constitucional
y política en sentido amplio. No se trataba solamente de divergencias teóricas o jurídicas.
Los enfrentamientos constitucionales se enredaban con los religiosos y con sus
repercusiones sociales y económicas. Lo que se discutía no era ni la existencia ni la
autoridad del rey, sino los límites y modos de actuación. Las distintas oleadas de
reivindicaciones parlamentarias chocaron básicamente contra una realeza tanto menos
proclive a admitir condicionamientos en cuanto que la tendencia general de los estados
occidentales era concentrar el poder de forma vertical en manos de un aparato centralizador
a cuya cabeza se encontraba el monarca.
El drama de los Estuardo consistió en no disponer de los medios ni de las oportunidades
para instaurar un régimen de perfil absolutista y al mismo tiempo negarse a aceptar el
compromiso con el Parlamento. Ni Jacobo I ni Carlos I, pueden ser considerados tiranos, ni
se comportaron de una forma mucho más arbitraria que los príncipes que les habían
precedido. Autoritarios por temperamento y desconfiados frente al Parlamento, no
consiguieron llegar a un acuerdo con los elementos más activos de la vida política y social
inglesa de su época.
Entre luces y sombras transcurrió también la primera fase del reinado de Carlos I, quien
sucedió a su padre en 1625. Convencido asimismo de que su autoridad emanaba del
derecho divino, soñó con la grandeza de Inglaterra cuyas fuerzas navales potenció
considerablemente a base de conceder premios a los constructores de barcos que superaran
a las 2OO toneladas. Extendió el proceso de deforestación y cercamientos. Prácticamente
privado de recursos por la oposición del Parlamento, el monarca pactó la paz con Francia, a
la que ingenuamente había atacado y le cedió el Canadá en 1629. Entre esta fecha y 1640,
Carlos que había decidido no volver a reunir el Parlemento, ejerció su gobierno de manera
personal. Estableció un impuesto marítimo, que, aunque sirvió para dotar a Inglaterra de
importantes unidades navales, despertó irritación por no haber sido aprobado por los
Comunes.
Hacia la crisis
La fidelidad y adhesión a la monarquía eran todavía muy fuertes en la época de Carlos I,
incluso entre los perseguidos por no conformismo. A comienzos de los años treinta del
siglo XVII, sin embargo, casi nada hacía presagiar que Inglaterra se encaminaba hacia una
guerra civil y hacia una revolución institucional.
Los gobiernos de los dos primeros Estuardo habían defendido por todos los medios los
privilegios de las oligarquías locales frente a la expansión de las iniciativas mercantiles
londinenses en los condados. Aunque no de forma generalizada, fueron los ambientes
económicos de la capital los que proporcionaron después al Parlamento rebelde el apoyo
financiero e incluso militar indispensable. Además, los dos soberanos, y sobre todo Carlos
I, fueron especialmente torpes a la hora de manejar los asuntos religiosos, por lo que
suscitaron reacciones y resentimientos cada vez más vivos y amplios. También en este
caso, la única institución capaz de aglutinar el descontento y utilizarlo resultó ser el
Parlamento.
El Parlamento constituía una instancia política bastante fluida, cuya fuerza era difícil de
medir. Sin duda, Jacobo I, cometió el error de despreciar a los squires y a los burgueses que
se sentaban en las cámaras, del mismo modo que estos últimos no siempre pusieron los
intereses del país por encima de sus propias reivindicaciones de casta política y económica.
Muy pronto se instauró una dialéctica frustrante entre el monarca y los Comunes: el
primero disolvía con demasiada facilidad la Asamblea cuando sus reivindicaciones le
parecían excesivas, pero de las nuevas elecciones salían grupos políticos cada vez menos
dóciles.
Tras haber disuelto un segundo parlamento en agosto de 1625, Carlos I se encontró
enfrentado al que eligió en 1628. Militaban entre las filas de los opositores en primer lugar
teólogos puritanos y ricos comerciantes, además de personalidades de la gentry del campo.
Durante el reinado de Carlos I la oposición parlamentaria fue planteando numerosas
exigencias: disminuir los gastos de la corte, aboliar la venta de títulos y cargos, reformas la
administración, ampliar la representación en la vida políitica, limitar la autoridad de los
obispos y hasta purificar la doctrina y el ceremonial anglicanos. Aunque era cuestionado
por el rey, el Parlamento se atribuía el derecho de presentar propuestas de ley en forma de
petición al soberano. A este procedimiento recurrieron los Comunes y la Cámara de los
Lores en la primavera de 1628. Esta petition of right condenaba cualquier imposición de
tributo que no hubiera sido adoptada por el Parlamento o los arrestos arbitrarios. Aunque
Carlos acepto esta petition, apenas tuvo efectos inmediatos, porque el rey siguió
encarcelado algunos miembros de los Comunes y embargando las mercancías de quienes no
pagaban los tributos impuestos por él. Al no aprobar la propuesta rel de posponer las
sesiones, el Parlamento fue disuelto por el monarca en marzo de 1629 y no fue convocado
de nuevo hasta 11 años más tarde. No había ley que fijara la periodización de las sesiones
parlamentarias.
Mientras las largas vacaciones parlamentarias hacían que disminuyera el consenso al
gobierno civil real, poco después se produjeron otros acontecimientos que debilitaron la
adhesión a su actuación en materia eclesiástica. Aunque a Jacobo I le repugnaba la
persecución religiosa y era partidario de una tolerancia bastante amplia, consideraba
indispensable ostentar la primacía episcopal e intervenir en materia de fe y religión. A pesar
de ser rey de Escocia, se las ingenió para que el presbiteranismo de aquel país no llegara a
Inglaterra. Nombrados por la Corona, cuya supremacía admitían, los jefes de la Iglesia
anglicana podían decretar excomuniones que comportaban la pena de prisión, la pérdida de
derechos políticos e importantes multas. Esto suscitó la preocupación de los puritanos,
porque además Jacobo I prohibió a sus predicadores tratar cuestiones religiosas
controvertidas.
Con el reinado de Carlos I se desarrolló la tendencia a alejar aún más claramente el
anglicanismo de su originaria inspiración calvinista. En 1628 fue nombrado obispo de
Londres William Laud, para quien la solemnidad del culto servía para inspirar a los fieles el
respeto a la divinidad y una vida moral. Laud favoreció la intervención de la Iglesia
anglicana en la jurisdicción civil y adoptó medidas para resaltar el papel de los ministros
del culto.
Algunos aspectos concretos de la actuación del primado suscitaron una fuerte reacción en
contra. Laud no dudó en extremar cada vez más el rigor de la censura y en controlar a los
predicadores, sancionando con penas cada vez más graves a los transgresores. Además,
indujo a Carlos I a imponer la uniformidad religiosa en Escocia y a someter a la Iglesia
presbiteriana al control de la Corona. Escocia, que era profundamente diferente de
Inglaterra y tenía muchos prejuicios antiingleses, había adoptado desde hacía tiempo el
calvinismo, que en aquel país había acabado con la jerarquía y el centralismo. Laud dirigió
su actuación hacia dicho país, el canon eclesiástico anglicano acabó siendo aplicado en
1637 a los escoceses, que se vieron obligados a someterse al New Prayer Book inglés.
Sin embargo, la fuerte reacción local ya estaba concretando en el Scottish National
Covenant, credo político religioso de la Iglesia escocesa y a la vez declaración de la
separación de la Iglesia anglicana. El Convenant, proclamaba el rechazo de todas las leyes
que pretendieran menoscabar la autoridad religiosa de los predicadores y ministros
calvinistas. Ante el juramento colectivo de los escoceses de luchar contra cualquier
innovación eclesiástica de sello anglicano, Carlos I, cedió y abolió el Prayer Book. Pero
cuando el representante real disolvió la asamblea escocesa, esta rechazó la disolución y se
proclamó la guerra. El ejército escocés derrotó con facilidad a las tropas reales, Carlos I
tuvo que aceptar el tratado de Ripon (21 de octubre de 1640) que le obligaba a pagar el
salario al ejército escocés.
Estando así las cosas, el rey Estuardo se vio obligado a convocar de nuevo un Parlamento
que acabaría por imprimir un inesperado giro revolucionario a la historia inglesa. Frente a
los miembros de los Comunes, los pares que defendían aún al monarca habían
experimentado una perdida de prestigio y de influencia. Con los Estuardo, el gobierno real
se había vinculado mucho más a una aristocracia más bien parasitaria, cada vez más
obligada a compartir el poder real con la gentry, mientras que las clases de los yeomen, los
comerciantes y los artesanos estaban en ascenso. Las familias de la burguesía rica
disputaban ya con éxito los mandatos parlamentarios a los linajes de la antigua nobleza, y la
gentry, había conseguido quer fueran elegidos sus propios candidatos frente a los de la
Corona o la nobleza. La composición de los Comunes dio como resultado una mayoría de
gentilhombres del campo,que comprendieron que sus intereses eran afines a los de los
comerciantes. Los trabajadores de los distritos industriales, también se aprestaron a militar
bajo la bandera del Parlamento, con lo que la Cámara resultó ser mucho más fuerte que
antes frentre al soberano.
5-La revolución civil y Cromwell
El Parlamento Largo
Antes de verse obligado a firmar con los escoceses el tratado de Ripon, acuciado por las
exigencias bélicas, Carlos había convocado al Parlamento pero, irritado una vez más por las
reivindicaciones y las simpatías filopuritanas de sus miembros, el soberano lo disolvió al
cabo de un mes (3 de mayo de 1640). Trágico destino el de la monarquía Estuardo, quien,
además de escocés (y como tal menos aceptable para los ingleses), era considerado
filofrancés por su matrimonio. La situación presentaba varios aspectos contradictorios
porque, aunque la mayoría de los súbditos era partidarios de la monarquía, consideraban
que Carlos I estaba sometido al poder extranjero. Asimismo, varios factores impedían al rey
gobernar como monarca absoluto: desde el rechazo de la gentry, que controlaba el poder
local hasta la falta de una sólida burocracia estatal y de un ejército permanente.
Tras más de un decenio de malentendidos entre el soberano y el país, la situación cargada
de tensión estaba madura para estallar en un conflicto en términos globales. Los miembros
del Parlamento no podían dejar de sentirse irritados por el hecho de que los Estuardo
siguiendo los pasos de Isabel I, les denegaran incluso el derecho a la palabra durante las
sesiones. Pero había todavía mas. Los parlamentarios defendían la soberanía de su
asamblea como representante del país. Los puritanos,que se les habían unido, se mostraban
contrarios a la instrumentación de la Iglesia anglicana para tener bajo control la vida civil.
El Short Parliament de la primavera de 1640 se había negado a votar las asignaciones
necesarias para pagar el ejército que debía enfrentarse a los escoceses. El 3 de noviembre
Carlos convocó de nuevo a la asamblea que, debido a la posterior duración de su actividad,
recibirá el nombre de Long Parliament. Aunque el número de pares que constituía la
asamblea había aumentado a 244, el sistema electoral había dado entrada en los Comunes a
una mayoría de gentilhombres, acompañados de grupo de hombres de leyes y unos pocos
comerciantes acaudalados. Los pares no sólo representaban el pasado feudal sino también
la propiedad inmobiliaria. La nueva mayoria era bastante puritana, hostil a Laud.
Londres, donde se concentraba casi la octava parte de la población de todo el reino,
constituía el centro de la oposición parlamentaria.
Aunque Carlos intentó dividir a sus adversarios, pocas semanas después de haber sido
convocado, el Parlamento comenzó a adoptar una serie de disposiciones mal vistas por el
rey. El 15 de febrero de 1641 se dispuso que el Parlamento se reuniera al menos cada tres
años y que durante los primeros cincuenta días su actividad no pudiese ser suspendida ni
aplazada. La ley del 10 de mayo, privó a la Corona del derecho de disolver las Cámaras.
Finalmente, el 22 de novimebre fue anulada la prerrogativa real, hasta entonces
indiscutible, de elegit a sus propios ministros y consejeros: en adelante el monarca sólo
podía nombrar a los ministros aprobados por el Parlamento destituirlos únicamente a
petición de las Cámaras.
El Parlamento pretendía acabar de una vez por todas con las arbitrariedades reales y con un
régimen concebido como emanación directa de una autoridad impuesta por gracia divina.
Pero este primer edificio, equilibrado entre Lores, Comunes y el rey, entra en crisis a raíz
de la ejecución de Carlos I y la abolición de la Cámara alta.
En Enero de 1642, el rey ordenó el arresto de cinco miembros de la oposición
parlamentaria. Como Londres se sublevó en defensa de los acusados, Carlos decidió
abandonar la capital para ponerse a la cabeza de sus fuerzas que estaban en provincias.
Tal vez una de las causas de la posterior derrota del monarca fue la escasa preparación
militar de la aristocracia. En el verano de 1642, tanto Carlos I como el Parlamento llamaron
a la población a las armas mientras los prohombres locales se mostraban dudosos y
divididos. Los soldados del rey Estuardo comenzaron a atacar y saquear las viviendas de
los puritanos, mientras las tropas parlamentarias asaltaban y saqueaban las de los papistas.
Anque la monarquía tuvo muchos defensores entre la alta y la pequeña nobleza, los
gentilhombres y propietarios se alinearon en el bando del Parlamento, que encontró su
mejor apoyo en las ciudades y en las zonas rurales industriales.
El movimiento radical
Aunque el Parlamento Largo continuó sus actividades mucho más allá de 1643, a partir de
1644 ya no fue el único protagonista de los acontecimientos. Si bien en su seno
predominaban los enemigos de la voluntad real, todos ellos (nobles rurales y grandes
burgueses) aspiraban llegar a un compromiso. Hacia 1643, las cuestiones constitucionales
fueron quedando relegadas y pasaron a primer plano las agitaciones sociales, el radicalismo
religioso y las exigencias del nuevo ejército puritano.
Desde 1640, ni el presbiterianismo ni el congregacionalismo conseguían suscitar un
consenso general, ya que estaban divididos en cuestiones doctrinales, aunque ambas
confesiones se declaraban puritanas. Los presbiterianos deseaban en la práctica la
organización calvinista, basada en la rígida estructura de una Iglesia que ya no era
episcopal sino fundada en ministros y ancianos colocados al frente de cada parroquia. Los
congregacionalisas defendían la adhesiónn voluntaria a la congregación de los fieles y la
necesidad de no imponer una doctrina religiosa y una disciplina eclesiástica uniformes,
puesto que consideraban que se podía participar eficazmente de la Iglesia de Dios mediante
una profunda convicción interior.
Aunque los principales jefes de la oposición parlamentaria en 1640 no parecían mostrarse
favorables a un cambio en la forma de gobierno de la Iglesia, en diciembre de aquel año se
presentó a la Cámara una petición dirigida a abolir el episcopado, que fue aceptada pero no
fue ratificada. Entre el 10 y el 11 de marzo de 1641 se presentó la propuesta de excluir a los
eclesiásticos de los cargos civiles, y de apartar a los obispos de la Cámara de los Lores: de
este modo los ministros anglicanos perderían la facultad de actuar como jueces y de formar
parte del Consejo privado. La auténtica persecución contra los ministros anglicanos
comenzó a principios de 1643, con comités de depuración en cada condado e inquisidores
fanáticos. Unos 3000 eclesiásticos perdieron sus beneficios y sus cargos, muchos otros se
vieron reducidos a la miseria y sus bienes fueron confiscados. Sin embargo, las presiones
de los escoceses para que Inglaterra también adoptase el sistema presbiteriano no eran bien
acogidas por la mayoría parlamentaria.
Si las fricciones y los enfrentamientos religiosos resultaban ser tan agudos como los
político-constitucionales, no tardaron en aparecer también problemas que además afectaban
al orden social. En el clima de libertad y de anarquía religiosa que se había creado
florecieron muchas sectas, extremadamente variadas en sus matices ideológicas y en la
audacia de su actuación. Las más extremistas desarrollaron su actividad entre 1643 y 1647,
generalmente se inspiraron en los principios puritanos, aunque a veces mostraban un talante
más bien radical.
Las teorías revolucionarias y los proyectos de cambio radical de los grupos extremistas
provocaron la desconfianza y la oposición instintiva entre las filas de los propios puritanos.
Pero aquella especie de suspensión del orden tradicional que se había creado dejó al campo
libre a las tendencias minoritarias que presentaban programas subversivos.
Sobre todo entre 1643 y 1647 hubo una especie de estallido de libertad de conciencia y de
asociación, se pretendió transferir la ética del plano individual al comunitario y en
ocasiones se llevó al igualitarismo hasta las últimas consecuencias, hasta la abolición de
toda diferencia social.
Uno de los grupos de inspiración milenarista fue el de los “quinto monarquistas”, entre sus
representantes se encontraba Thomas Harrison. Aspiraban a la destrucción completa del
viejo orden y a la asunción de todos los poderes por parte de los “santos”, que imponían la
máxima justicia sobre la tierra.
Algunos radicales, consideraban el conflicto como una guerra entre Cristo y el Anticristo.
Los “separatistas” consideraban que los verdaderos fieles debían separarse de los demás u
constituir una iglesia formada solamente por “santos”. Aproximadamente en torno a 1641,
y con gran escándalo por parte de muchos parlamentarios, algunos comenzaron a sostener
que el Parlamento debía obedecer los mandatos del pueblo. Poco despues aparecieron los
“levellers”, inspirados en las ideas de Lilburne, en cuyas obras defendía el derecho a la
igualdad entre todos los hombres. Según ellos, la igualdad se basaba en una ley natural, que
ninguna consideración podía anular, y se alcanzaría un futuro mejor cuando triunfaran el
derecho natural y la ley de la razón.
De hecho, los niveladores se convirtieron en teóricos del rechazo a la opresión, la pobreza y
la falta de libertad de las clases inferiores. Para los niveladores el poder emanaba sólo del
pueblo, que legítimamente podía transmitirlo y delegarlo. La igualdad civil, exigía, según
ellos, el sufragio universal y el abandono del criterio censual.
La mayor parte de los cabecillas niveladores, desde Liburne, Overton, Prince o Wildman,
gozaban de una buena posición económica y social. Sin embargo, sus reivindicaciones eran
radicales y no se limitaban a la extensión del derecho de voto sino que llegaban hasta la
abolición de la Cámara de los Lores y de la propia monarquía. En el terreno económico,
propugnaban la disminución de los impuestos t el aumento de los salarios, además de la
abolición de los monopolios en nombre de la libertad de comercio. No exigían la
equiparación de las condiciones económicas ni la abolición de la propiedad privada, ni
mucho menos las comunidad de bienes. Como representantes sobre todo de las clases
urbanas medio-bajas llegaron a tener influencia notable entre los suboficiales y soldados del
ejército puritano organizado por Cromwell.
Posturas claramente extremistas adoptaron también los cavadores (diggers), para quienes la
igualdad originaria de cada uno implicaba el derecho a la propiedad para todost justificaba
la repartición de bienes. Presentaron en abril de 1649, un proyecto de explotación colectiva
de las tierras no cultivadas y de las incautadas a la Corona. Su representante Winstanley, se
atrevió a denunciar que la religión era un engaño y la doctrina del castigo eterno un
embuste, cuya finalidad era mantener la desigualdad radical sobre la tierra. Creía en una
religiosidad interior.
Las sucesivas y a veces pasajeras conquistas políticas, tras haber sido impulsadas por el
Parlamento, se vieron sobrepasadas no tanto por las reivindicaciones de los sectarios como
por el radicalismo puritano, que halló su fuerza y su instrumento en el ejército
cromwelliano.
El Regicidio
En la primera fase de la guerra civil, entre 1643 y 1644, el partido real y el parlamentario,
buscaban todavía un compromiso, ya que la ruptura no les parecía inevitable. Al principio,
los jefes del movimiento en contra de los Estuardo, incluidos los militares, no tenían la
intención de continuar la lucha hasta alcanzar una victoria completa. Además Carlos tuvo la
posibilidad de crear en 1642 una especie de contraparlamento, la mitad de cuyos miembros
serían los Lores y una tercera parte los Comunes que se habían pasado espontáneamente a
su bando. Fue el nuevo ejército, constituido a partir de 1644 el que incubó ideas y tensiones
radicales, que la moderación calvinista y el realismo de sus dirigentes apenas pudo frenar.
De este modo, el régimen parlamentario se orientó a su pesar hacia un gobierno más
autoritario y hacia una especie de dictadura puritana. La necesidad de construir un frente
común contra los partidarios de Carlos I se transformó en la exigencia de organizar un
ejército formado por auténticos puritanos.
El hombre que mejor supo expresar sus tendencias y que supo organizarlos militarmente
fue Oliver Cromwell. Elegido por primera vez al Parlamento en 1628, cuando abrazó el
puritanismo, regresó a la Cámara en 1640, y defendió inmediatamente la necesidad de
organizar fuerzas armadas parlamentarias.
La verdadera ascensión de Cromwell se inició en el posterior enfrentamiento de Newbury
(27 de octubre de 1644), en el que las tropas reales fueron de nuevo derrotadas, aunque no
de manera rotunda. Carlos I confiaba sobre todo en el apoyo de los grandes terratenientes,
en su poder y en sus medios: de ahí que sus tropas estuvieran formadas por aristócratas t
caballeros, reclutados entre sus parientes, amigos y vecinos, y además por sus criados,
campesinos y siervos. A este ejército, Cromwell supo oponerle tropas aguerridas y
compactas.
Cromwell reorganizó el ejército a partir del invierno de 1644-1645; su New Model Army
fue presentada a los Comunes el 9 de enero de 1645 y se le concedió autoridad para
designar a los máximos responsables. Sus tropas fueron excelentemente equipadas y
recibieron una paga regular. Entre estos dominaban los puritanos, ya sea independientes o
sectarios.
Aunque la mayoría parlamentaria, preocupada por conservar el apoyo de las clases
hacendadas, quiso licencias las tropas, el New Model Army intuyó que se había convertido
en un factor político decisivo y no vio con buenos ojos los intentos de movilización.
Además entre sus filas, se habían ido abriendo ideas radicales, y el puritanismo se había
revestido de propósitos revolucionarios y había organizado su propia representación a partir
del Consejo general.
Con el pretexto de convertirse en portavoz de los militares, ese Consejo comenzó a debatir
cuestiones políticas y sociales, mientras en 1647, el Parlamento se decantaba por el uso de
la fuerza contra este organismo. En respuesta, el 15 de junio de aquel mismo año el ejército
afirmó en una declaración su derecho de hablar en nombre del pueblo y reclamó la
depuración de las cámaras y la disolución del Parlamento. Como los londinenses se
rebelaron, el ejército entró en la capital y la ocupó, proponiendo una radical reforma
política con la constitución de un Consejo de Estado.
La situación se complicó aún más con la huida del rey, quien llegó a un acuerdo con los
escoceses e intentó pactar con el Parlamento en contra del new model army. Cromwell se
lanzó contra los escoceses, los derrotó en Preston e instauró un régimen durísimo en
Edimburgo.
El rey fue capturado y se estableció un Alto Tribunal de Justicia compuesto por 150
miembros. El 27 de enero de 1649 el tribunal decidió que por todas sus traiciones y sus
crímenes, Carlos Estuardo fuese decapitado.
Cromwell
Una vez consumado el acto cruento, Inglaterra buscó en vano un cauce diferente para la
revolución. El 6 de febrero de 1649 se suprimió la Cámara de los Lores y el 19 de mayo se
proclamó una Commonwealth. Se prohibió designar sucesor de Carlos I y el Parlamento se
atribuyó, en nombre del bien común, la plena y suprema autoridad. La oposición de los
niveladores contra el gobierno oligárquico.puritano fue desarticulada en mayo, pero el
nuevo régimen resultaba minoritario e inseguro.
Todos los adultos mayores de 18 años fueron obligados a jurar fidelidad al nuevo régimen,
mientras que los católicos y los partidarios del rey fueron perseguidos con confiscaciones y
detenciones.
Inmediatamente después del regicidio, Cromwell tuvo que ocuparse en primer lugar de los
asuntos de Escocia y de Irlanda. Los escoceses no sólo no aceptaron la condena de Carlos I
ni la autoridad de un parlamento debilitado, sino que se apresuraron a proclamar rey al hijo
del monarca Estuardo, Carlos II. En su expedición contra Escocia, Cromwell se enfrentó a
Leslie, a quien derrotó con dificultades en Dunbar y más tard venció claramente en
Worchester, aunque el nuevo rey consiguió huir. Tampoco fue fácil la campaña de
Cromwell en Irlanda, caracterizada por crueles masacres y por la expropiación de las tierras
de los católicos.
Estos éxitos militares aumentaron la adhesión al régimen republicano, cuyo principal punto
de referencia era Cromwell. El caudillo puritano, siguiendo las huellas de Isabel I, decidió
constituir una gran alianza protestante europea dirigida contra la católica España. Esto
favoreció la confluencia de grupos sociales muy dinámicos en apoyo del nuevo régimen
que se estaba configurando. La idea de Cromwell fue crear una república comercialmente
activa., que desempeñara en el escenario internacional una función religiosa e imperial a la
vez.
Su Parlamento estuvo formado por 460 miembros, 30 escoceses y 30 irlandesesm cuyas
cualidades morales eran supervisadas por el Consejo de Estado y en la designación de sus
miembros eran favorecidos los terratenientes ricos y miembros de la gentry. Se privó de los
derechos civiles a los católicos y a cuantos se habían opuesto a la causa parlamentaria de
1641 o habían estado comprometidos en la rebelión irlandesa.
Como el protector y su Consejo consideraron que la colaboración del Parlamento no había
sido satisfactoria, lo disolvieron el 22 de enero de 1655, sin agotar el plazo de tres años
previamente fijado.
Luego se convocó a un nuevon Parlamento, que se convirtió en un dócil instrumento del
lord protector, ya que más de un centenar de los elegidos fueron rechazados por el Consejo
de Estado por motivos políticos y varias decenas ni siquiera se presentaron a la asamblea.
Así reducida la asamblea, declaro hereditario el protectorado. Un año después Cromwell
disolvió nuevamente el Parlamento, porque le pareció hostil tras la llegada a los Comunes
de los miembros que no habían querido entrar en un primer momento.
A la muerte de Cromwell, su hijo Richard se convirtió en jefe de estado, quien dimitió en
1659.
6- La gloriosa revolución.
El restablecimiento del hijo del Estuardo decapitado fue la materialización de una claro
reflujo antirrevolucionario, aunque no se tradujo en una reacción propiamente dicha. Carlos
II fue proclamado rey justo al día siguiente de la muerte violenta de su padre. A comienzos
de 1660 un núcleo importante del ejército, capitaneado en Escocia se pronunció a favor de
su retorno al trono inglés. Carlos II, supo orientar los acontecimientos a favor suyo. El
monarca prometía una amplia amnistía, la tolerancia religiosa, y el pago de los atrasos del
ejército. El 1 de mayo, los Lores ya reconocieron la necesidad de la monarquía y la
legitimidad de Carlos II, y poco después lo hicieron los Comunes.
De esta forma, el monarca Estuardo puso regresar al trono sin condiciones, heredando todos
los poderes que tenía su padre excepto los que habían sido abolidos por el Parlamento
Largo. La aceptación de la prerrogativa real de violar la ley en aquellas ocaciones en que el
monarca adujera razones de necesidad política podía sin duda reavivar la doctrina del poder
absoluto del soberano. Este punto seguía siendo la manzana de discordia entre la Corona y
el Parlamento. La corriente tory, que no tardaría en constituirse, admitiría que Carlos II
pudiese usar sus propios poderes libremente, a condición de no entrar en conflicto con los
derechos de los propietarios. La corriente whig, en cambio, consideraba que el monarca
debía usar sus prerrogativas en defensa de los intereses reales del a pueblo a través del
Parlamentp, es decir, en la práctica sobre todo de acuerdo con los intereses de la clase
dominante.
La alianza que se estableció en 1660 entre Carlos II y la corriente anglicana y tory,
proporcionó a la Corona apoyo y defensa de sus prerrogativas.
Carlos II 1660-1665
Una de las herencias que el monarca hubiera querido asumir del régimen cromwelliano era
el mantenimiento de un ejército permanente. Si no lo consiguió, fue sobre todo porque su
regreso al trono precisamente se había visto favorecido por la general hostilidad contra el
ejército y contra su molesta presencia política. Sólo se aceptó una guardia real compuesta
por miles de hombres.
Una vez más, las iniciativas y el comportamiento del rey, contribuyeron a alterar las
relaciones que se había creado, y el Parlamento, por su parte, no dudó en ponerles freno.
Sus miembros, y en especial la corriente whig, se oponían al clientelismo que se había
creado, a la corrupción ministerial y a la inserción de funcionarios gubernativos entre sus
filas. Muy significativa resultó la controversia que estalló hacia 1670 acerca de los orígenes
de los Comunes. Los tory se inclinaron por la tesis de que el rey sólo debía conservar la
facultad de la iniciativa legislativa, mientras que para los whig la autoridad emanaba del
Parlamento y por lo tanto la ley estaba por encima del soberano.
Los años 1681-1685 se caracterizaron por una reacción conservadora. Carlos II no sólo dejó
de convocar el Parlamento sino que dio muestras de autoritarismo en el control de las
autonomías locales, y pareció qye se producía un cierto deslizamiento hacia una primacía
monárquica. A su muerte, ocurrida el 6 de febrero de 1685, recibió los sacramentos de la
Iglesia de Roma e inmediatamente lo sucedió su hermano Jacobo II.
La lucha política religiosa
La Iglesia Anglicana sobre todo, después de la restauración de los Estuardo, no se libraba
de ciertas inclinaciones absolutistas al equiparar el derecho divino del rey con el de los
obispos. Por otra parte, apenas recuperado su carácter oficial, a partir de 1660 sus dirigentes
quisieron hacer pagar a los presbiterianos y a los independientes los abusos cometidos
anteriormente a costa de los anglicanos. Les fueron restituidas entonces todas las
posesiones arrebatas a la Iglesia del Estado y a la Corona. Sin embargo, el intento de
reimplantar una uniformidad anglicana fracasó y los obispos regresaron, pero sin su antiguo
poder. En definitiva, el monopolio anglicano disminuyó tras la restauración y el Parlamento
afirmó enérgicamente su propia supremacía sobre la jerarquía episcopal.
Estaba tácitamente reconicida la existencia de comunidades protestantes separadas.Desde el
inicio de la Restauración los disidentes, bastantes perseguidos, se orientaron hacia el
quietismo, las sectas abandonaron la escena política y muchos antiguos contestatarios
emigraron.
Hobbes sostenía que los súbditos quedaban libres de cualquier obligación ante un soberano
que no fuese capaz de garantizarles protección (no existiendo ningún límite al derecho
natural de cada uno a protegerse a sí mismo).
En un contexto parecido se insertaron las posturas de John Locke. Para Locke, las leyes
naturales y las leyes científicas eran comparables a las leyes de Dios. De ello, derivaba que
el Estado natural tuviera un valor normativo para el presente y permitía creer en la libertad
del individuo, propia de cada uno, en la que el Estado no podía interferir. Para Locke,
existía un contrato social que era un compromiso constante entre las partes que lo habían
firmado, renovable cuando los gobernantes traicionaran la confianza que en ellos habían
depositado.
Estas soluciones, no sólo permitieron a Inglaterra dotarse de un nuevo y duradero sistema,
sino además en los ámbitos duraderos más avanzados. Hobbes y Locke constituyen los dos
polos de un fecundo enfrentamiento del mismo modo que el gobierno y el ambiente de los
Estuardo por un lado, y las exigencias del Parlamento y de la gentry por otro, fueron los dos
focos del campo en el que maduró el proceso político creativo que desembocó en la
Gloriosa revolución.
La Gloriosa revolución
Jacobo II sucesor de Carlos II, decidió continuar por la vía del absolutismo en la que se
había inspirado su predecesor, sobre todo a partir de 1680. El hecho de haber constraído un
segundo matrimonio con María de Módena y de haberse rodeado de un círculo filorromano
no podía dejar de chocar con la mayoría protestante.
La tensión aumentó más en la primavera de 1688, cuando Jacobo II tuvo un hijo de su
matrimonio con María de Módena: Jacobo Francisco Estuardo. El riesgo de que el trono
pudiera permanecer en manos católicas se hizo pronto e inesperadamente mucho mayor, y
la reacción fue enérgica e inmediata. Así, cuatro representantes de los whis y tres tory
pidieron a Guillermo de Orange que interviniera en Inglaterra en defensa de los derechos
dinásticos (en realidad, sobre todo religiosos) de su esposa María Estuardo, primogénita del
rey.
La mayoría de los whig, sostenían que Jacobo había perdido el derecho a la lealtad de sus
súbditos por haber pretendido subvertir la constitución. Sin embargo, consideraron entonces
inoportuno admitir con Locke, que la violación de la ley por parte del soberano y su
consiguiente pérdida del derecho de poder comportase la total disolución del gobierno y la
apelación al pueblo. Los tory, también se alinearon con esta postura cuando Jacobo se dio a
la fuga, como si la huida fuera una abdicación y, por lo tanto, se produjera simplemente un
vacío dinástico.
El recién nacido hijo varón del monarca fue ignorado y el trono permaneció vacante. Entre
el 11 de diciembre de 1688 y el 22 de enero siguiente las dos cámaras reunidas en forma de
Convention se atribuyeron el derecho de regencia como si no hubiera un monarca legítimo.
Hubo dos etapas constitucionales fundamentales: la de la Declaration of rights en febrero
de 1689, y la de Bill of Rights en el otoño siguiente. En la primera se creó una monarquía
de poderes limitados y se ofreció la Corona a María y a Guillermo de Orange en calidad de
consorte. En la segunda se declaró la ilegalidad de mantener un ejército permanente en
tiempos de paz sin la autorización del Parlamento. Se dio paso a una monarquía
constitucional, adoptando la teoría del contrato de John Locke. Se sancionó el derecho de
libertad de expresión para los miembros del Parlamento. La antigua rivalidad entre la
Corona y los otros dos estates dio paso a la colaboración entre los poderes, reservando al
Parlamento el papel dirigente.
Gloover. Los debats de Putney
Wildman, estaba profundamente interesado en la política republicana. Su conocimiento de
la teoría política republicana ya estaba presente en sus obras en tiempos de Los debates de
Putney, como puede verse en varios textos, con o sin su firma, de este período. En enero de
1648 publicó los Putney Projects, que constituían su análisis de los acontecimientos en el
seno del Consejo General del Ejército a finales de 1647, incluyendo los debates de Putney.
Este panfleto ataca a los nobles por tramar la concesión del control y gobierno de la milicia
a Carlos y a un consejo de Estado; los acusaba también de conspirar para reestablecer el
veto real sobre la promulgación de leyes, y permitir a delicuentes detentar un cargo público
al cabo de cinco años, si así lo deseaba el consejo de Estado. El argumento central de los
Putney Projects, cargado de retórica y alusiones clásicas, era similar a la teoría neo-romana
de la libertad puesta de relieve por Skinner (que el pueblo a través de sus representantes
electos, era soberano y que el mantenimiento de la perniciosa figura del rey, convertiría a
los hombres en esclavos). Todo poder declaró Wildman está originalment en el Pueblo, ya
sea directamente, por consenso o acuerdo de sus miembros, o indirectamente, por mutuo
acuerdo entre aquellos que son elegidos por el pueblo para que lo representen.
Wildman también demostró en Putney Projects que consideraba el New Model como un
ejército de milicianos. En Putney escribió, los nobles habían convencido al ejército para
actuar sólo dentro de su ámbito propio, como soldados; y no entrometerce en los asuntos
del Estado, convirtiendo a esos ingleses heroicos y galantes en unos mercenarios.
Hay folletos que pueden demuestrar que Wildman estaba pensando en términos
republicanos ya antes de Putney. Para ello, es preciso determinar la probable autoría de
algunos panfletos levellers anteriores a Putney: England´s Miserie and Remedie, Vox
Plebis, London´s Liberty in Chains Discovered, y The Charters of London.
England´s Miserie and Remedie apareció el 14 de septiembre de 1645. Fue una de las
primeras publicaciones de los años cruciales (1645-9) de la historia de los Levellers, que
dio comienzo con la campaña para liberar y reivindicar a Lilburne tras su encarcelamiento
en Newgate, por ataques publicados contra la Cámara de los Lores. El panfleto contenía
una serie de argumentos que fueron siempre recurrentes en las obras posteriores de los
Levellers. Afirmaba que los miembros del parlamento eran agentes del pueblo, pero, por el
trato ilegal y arbitrario que habían dispensando a Lilburne, habían ido en contra de la
voluntad popular y habían degenerado en una tiranía.
En England´s Miserie and Remedie, el poder de la Cámara de los Comunes fue definido de
un modo sorprendentemente republicano. La Cámara de los Comunes estaba al servicio del
pueblo, elegida por este para ocuparse de su libertad y bienestar, contra cualquier tiranía
surgida dentro del país. El panfleto defendía, basándose en el ejemplo de la república
romana, que el pueblo tenía el derecho de derrocar un gobierno injusto, puesto que era
soberano. Por consiguiente, para recobrar su libertad Lilburne tenía derecho a apelar al
pueblo por encima del parlamento.
En novimebre de 1646, los levellers publicaron Vox Plebis, que casi con certeza fue escrito
por el mismo autor que England´s Miserie and Remedie. Éste fue uno de una larga serie de
panfletos en defensa de la liberación de Lilburne y Overton de las prisiones de Newgate y
de la Torre, respectivamente. Vox Plebis, afirmaba que el pueblo era soberano y que
Lilburne tenía derecho de apelar al pueblo por encima de la Cámara de los Lores y la de los
Comunes para recuperar sus derechos basados en la ley común. Al encarcelar a Lilburne en
contra de la ley el Parlamento había degenerado en una tiranía. Lo más notable de Vox
Plebis es que sus secciones claves consisten en una colección de máximas y ejemplos
tomados, a veces textualmente, de la traducción inglesa de 1636 de los Discorsi de
Maquiavelo. El autor utilizaba los argumentos de este último para justificar la soberanía
popular. También trazó un paralelismo explícito y directo entre la Cámara de los Comunes
y los tribunos de la plebe romanos. Esto es una prueba concluyente de la influencia del
republicanismo en la formación del pensamiento Leveller y de la presencia de las ideas
republicanas de Maquiavelo en el discurso político inglés anterior a 1649.
Uno de los objetivos prácticos de Vox Plebis era presionar a los Comunes para llevar ante
los tribunales la acusación de traición hecha por Lilburne contra el coronel King (las
acusaciones de Lilburne contra King habían sido uno de los motivos de su
encarcelamiento). Una vez más, los argumentos fueron tomados de una serie de citas de
Maquiavelo en los Discorsi en las que había expuesto que “los Estados más sabios y mejor
gobernador del mundo nunca hasta ahora perdonan a ningún hombre por un crimen notorio
cometido contra la mancomunidad, no importa los buenos servicios que antes le hubiera
prestado.
Vox Plebis, tenía otro objetivo (denunciar a los comites comarcales como opresivos y
contraproducentes para la causa del Parlamento).
El autor de Vox Plebis, creía que Inglaterra, a menos que aprendiera la lección de la caída
de la República romana (que había provenido de la avaricia y el despotismo de sus
gobernantes) acabaría también derivando en una tiranía. La solución que se daba a los
parlamentarios era incrementar el número de súbditos libres, y convertirlos en sus socios, y
no en sus vasallos, y, como en England´s miserie, enseñar a la multitud a comprender y
emplear su poder sobre él mismo y sobre el resto de senadores para reformar sus abusos. La
obtención de una mayor libertad, suponía un incremento de la soberanía popular.
A finales de 1646, Lilburne publicó dos panfletos, Londons Liberty in Chains Discovered,
y su segunda parte The Charters of London. Allí se hacía defensa de una drástica
ampliación del derecho de voto en las elecciones al Consejo de los Comunes de Londres,
controlado por los presbiterianos.
Algunos argumentos procedentes de Maquiavelo que habrían de encontrarse más tarde en
Putney se encuentran en estos cuatro folletos: que el pueblo, incluyendo a los más pobres
era soberano, que era la fuente de justicia y de virtud política y que debería tener derecho a
voto; que todos, no importa los poderes que fueran, debían ser igualmente responsables
ante el pueblo y ante la ley, y que los cargos debían estar sujetos a una rotación a través de
una elección anual y de la destitución en caso de mala conducta. Es significativo que las
pruebas de la autoría de esos cuatro panfletos apunten a Wildman, el principal portavoz de
los Agitadores de Putney
El primero, England´s miserie llevó la anónima firma de un “abogado auténtico” y adoptó
la forma de una opinión legal sobre su muy amigo Lilburne. El segundo, Vox Plebis,
también era anónimo. No obstante, el autor fue identificado por Lilburne en septiembre de
1647 como un “abogado confeso, juicioso e instruido”. Todo ello apunta a Wildman a
quien le gustaba definirse como la autoridad legal de los levellers. Su rol en Putney también
pareció ser el de abogado. Su primera intervención en los debates fue para anunciar que
diversos caballeros y soldados del país, habían querido que hablara por boca de ellos y que
en su nombre, expresara su mensaje.
En cuanto a London´s Liberty in Chains, las pruebas y argumentos empleados en este
ensayo son identicos a los usados por Wildman en un debatre sobre la constitución de
Londres en 1650.
Por lo tanto, ¿cómo hemos de interpretar los Debates de Putney, dado el conocimiento por
parte de los Levellers del humanismo cívico florentino? Lo que salta a la vista es que los
argumentos de los Levellers y los Agitadores, eran considerablemente más laicos y
republicanos que los de los representates de los altos cargos gubernamentales. De hecho, en
oposición a Pocock, fueron los nobles y no los Levellers, quienes veían el New Model
Army como un grupo de “santos en armas” y quienes querían presentar a los debates como
un intento de conocer la voluntad de Dios. El primer día de los Debates, Cromwell afirmó
con toda claridad que su objetivo era presentar esto como el fundamento de todos los actos
y hacer lo qur fuere voluntad de Dios.
En cambio, Wildman, tenía intereses más laicos y despreciaba cualquier intento de llegar a
una postura unificada con referencia a la palabra de Dios. Declaró su reverencia por todo
cuanto llevara sobre sí la imagen de Dios, pero afirmó que era imposible demostrar que
cualquier argumento que se pretendiera resultante de una experiencia espiritual tuviera
realmente un origen divino. Incluso en las cuestiones puramente espirituales, afirmó, la
autoría divina era difícilmente determinable por referencia a las Escrituras, ya que no se
podía demostrar que las propias Escrituras fueran palabra de Dios.
Quizá la forma más sucinta para describir la dinámica de los Debates de Putney sea
centrarse en la dicotomía entre los diferentes modelos constitucionales o variantes
republicanas propuestos por los dos bandos.
Los documentos rivales debatidos en Putney fueron: Head of Proposals de Ireton y
Agreement of the People de Wildman.
Las propuestas de Ireton, habían creado, durante un período de al menos diez años en la que
la mayoría de los poderes fueron investidos en el consejo de Estado, una república
oligárquica, con un rey débil, un poderoso Consejo de Estado, una Cámara de Lores y una
Cámara de los Comunes elegidos por un sufragio sin reformar, según el cual podían votar
quienes arrendaban tierras.
Los Agreement of People, se orientan hacia la teoría republicana, de la cual se autor era
conocedor. Así, los requisitos para tener derecho al voto se pueden entender como un
intento de afianzar el poder político del pueblo llano en una legislatura unicameral y
virtualmente desprovista de restricciones.
El objetivo general se vio complementado por una serie de propuestas republicanas
adicionales diseñadas para evitar la corrupción del poder del Estado por partre de los
“Grandes”, tal y como había propuesto Maquiavelo en sus Discorsi. La primera de estas
propuestas en la insistencia en la limitación de los mandatos de los cargos públicos. Se
proponía limitar el mandato parlamentario a dos años. Estas disposiciones se hicieron
también extensivos a los cargos del gobierno local. Esto es, claro está, un sistema
republicano clásico de rotación administrativa, que incorporaba elecciones anuales, como
en el modelo romano, tal y como Wildman había propuesto en los otros escritos.
Otra importante característica de las propuestas constitucionales de los Levellers fue su
insistencia en el derecho del gobierno a deponer detentadores de cargos ejecutivos que
hubieran traicionado su confianza. De nuevo, éste fue un rasgo importante del pensamiento
político republicano, basado en los modelos republicanos romanos y en el ostracismo
ateniense.
Cuando el Agreement fue leído en Putney, Ireton atacó inmediatamente las propuestas de
los Levellers sobre la cuestión del sufragio. Su argumento principal era que dar el voto a
quienes no tenían propiedades en última instancia conduciría a la negación de toda
propiedad.
La reacción de los Levellers y los Agitadores a esta línea de debate adoptó dos formas. La
primera, fue negar que pretendieran la abolición de la propiedad privada., si bien se
reafirmaron en sus propuestas de que todos, o potencialmente todos, los hombres deberían
tener el derecho de voto. Rainsborough defendió que, al margen de cual fuera el sistema
electoral, todos los hombres tenían el derecho de respetar la propiedad por mandato divino:
“no robarás”. Petty, sostuvo que puesto que el gobierno fue prumeramente elegido por
hombres para preservar la propiedad de todos, el dar a todos el derecho de elegir supondría
una protección aún mayor de la propiedad. Wildman cambió la dirección del debate,
centrándose no en las posibles consecuencias futuras de la reforma propuesta, sino en los
derechos de ésta: “un inglés cualquiera tiene el mismo derecho que el inglés más poderoso
a elegir a su representante”. Y agregó que era una máxima irrebatible “que todo gobierno
reside en el libre consenso del pueblo”.
El segundo alegato de los Levellers y de los Agitadores en favor del sufragio popular fue el
del miliciano radical: que incluso los más plebeyos entre los soldados habían luchado por
obtener sus derechos como ciudadanos. No habían combatido únicamente para defender la
propiedad de los ricos, Rainsborough fue quien abrió esta vía de debate: si los soldados
rasos no iban a poder votar, “me gustaría saber por qué hemos luchado”.
Estas posturas demuestran que se empleó en Putney una retórica republicana subyacente
justamente con otra retórica puritana más de conquista y de derechos comunes. Respaldan
el concepto central de la idea neo-romana de libertad, que un hombre no puede ser libre al
menos que pueda participar en el gobierno de su estado. En Putney los Levellers y los
Agitadores habrían de ir más lejos que los eruditos maquiavélicos posteriores, al incluir a
todos los hombres, incluyendo a los más pobres, en la definción de quien debería ejercer
esta libertad.
Hay, por tanto, una dimensión añadida a la interpretación de los Debates de Putney. Entre
otras cosas, Putney fue una discusión en torno a versiones alternativas de republicanismo
(una oligárquica y exclusivista), y el otro popular y democrática. La influencia del
republicanismo radical sobre las propuestas constitucionales de los Levellers fue
claramente identificada.
Los Levellers, reconocieron que no había nada de igualitario o democrático inherente al
republicanismo. De hecho, el republicanismo a menudo está asociado a una cultura política
aristocrática y elitista. Los Levellers sabían de las motivaciones de sus aliados
republicanos, particularmente Ireton y Cromwell. Wildman,echó mano de sy formación
humanística, especialmente de la lectura de Maquiavelo, y redescubrieron un lenguaje
solapado de republicanismo popular que había sido originalmente articulado por el pueblo
llano de la civilización clásica. Su modelo era el de una mancomunidad rudimentaria.
Posteriormente, para no enemistarse con las clases propietarias, que identificaban
democracia con el desgobierno de la chusma y con el comunismo, lo compensaron
garantizando la titularidad de propiedad privada. De este modo,orientaron a las clases bajas
hacia la política parlamentaria y las alejaron de los alzamientos ingenuos y condenados al
fracaso, que habían caracterizado la política de las clases bajas hasta ese momento.
Inventaron así, el moderno concepto de democracia liberal y auténticamente representativa
(para los varones al menos).
Morgan, La invención del Pueblo.
El derecho divino de los reyes
La monarquía siempre ha necesitado estrechos lazos con la divinidad y, el mundo
occidental por lo menos, la política se ha mezclado con la teología.
Y en Inglaterra, las ficciones jurídicas que acompañaron las funciones cotidianas del
gobierno del rey lo dotaron con los atributos de la divinidad. Él era, por lo tanto, perfecto,
inmortal. De modo que, al ser perfecto, no se podía cometer ninguna injusticia, ni lanzarse
ninguna acción legal contra él.
Así, la ficción fue mantenida en Inglaterra como un instrumento que daba a la mayoría un
cierto control sobre el hombre, al que la ficción para someterlos de manera absoluta.
En Inglaterra de la primera mitad del siglo XVII, la doctrina del derecho divino de los
reyes, tal como fue expuesta por Jacobo I e interpretada por su hijo Carlos I, llegó a su
punto más alto.
Jacobo, que reinó en Inglaterra entre 1603 y 1625, se había mostrado como el campeón del
protestantismo al demostrar, para satisfacción de los ingleses por lo menos, que Dios no
tenía trato alguno con el papa. Dios confería la autoridad directamente a los gobernantes
legítimos, incluyendo a Jacobo I. Como era el lugarteniente de Dios, no podía hacer el mal,
y dentro de su reino, el derecho que se le había conferido y la autoridad que iba con él no
podían ser cuestionados. Podía pedir consejo e información a sus súbditos en el
Parlamento, pero la suya era una autoridad concedida por Dios.
El gobierno era su gobierno, el pueblo incluyendo a los miembros del Parlamento eran sus
súbditos. Los miembros de la Cámara de los Lores, aunque ocupaban esos sitios por
derecho propio, eran súbditos. Los Comunes, que representaban al resto del pueblo, eran
súbditos tanto de manera individual, como en su calidad de representantes. Pero los
súbditos tenían derechos. Era acerca de estos derechos, que el rey y los Comunes a veces
discutían.
Pero si ni Jacobo, ni Carlos parecían estar cerca de la imagen de Dios o de actuar como tal,
tampoco los Comunes se mostraron o actuaron como meros súbditos, a pesar de la
repetición ritual de la alegación de no ser más que eso. Sería erróneo, aceptar, en sentido
literal la identificación de la Cámara de los Comunes con los súbditos. Pero sería
igualmente equivocaso descartarla como carente de sentido. Los miembros de la Cámara de
los Comunes, no ocupaban su lugar por derecho propio, como lo hacían los miembros de la
Cámara de los Lores. Los Comunes, eran representantes, y alegaban representar a todos los
súbditos. La representación es en sí misma una ficción, y al igual que otras ficciones, podía
restringir las acciones de aquellos que adhirieran a ella. Porque afirmaban representar a
todos los súbditos, los caballeros que ocupaban las bancas, tenían que actuar no
simplemente para su clase, sino para todos los demás.
Expresaban sus derechos de manera universal. En la Petición de Derechos de 1628,
afirmaron los derechos de todos los súbditos del rey a no tener que pagar impuestos ni a ser
encerrados sin “el consentimiento común por ley del Parlamento” y el “debido proceso
legal”.
La ficción de su propio status como representantes y la ficción del status del rey como
lugarteniente de Dios exigían que ellos hablaran en términos universales si es que iban a
hablar. Incluso, cuando reclamaban su privilegio de no ser arrestado durante la sesiones, los
Comunes tenían el cuidado de declararlo esencial para los derechos de todos los súbditos.
No es, quizá, sorprendente que la Cámara de los Comunes, al interpretar el papel elegido,
se haya sentido obligado a exigir derechos para todos los súbditos. Lo que es más
extraordinario es que ellos hayan podido convertir el sometimiento de los súbditos y la
exaltación del rey en un medio para limitar la autoridad de éste.
Al poner la rectitud, la sabiduría y la autoridad del rey en el plano de la divinidad, la
Cámara de los Comunes negaba la posibilidad de que cualquier otro mortal compartiera
estos atributos reales; en particular, negaba la posibilidad de que el rey los transfiriera a
cualquier súbdito.
Esto no significa que el rey no pudiera delegar autoridad para hacer cumplir sus leyes, el
rey podía estar presente en los tribunales de justicia a través de sus jueces. Lo que el rey no
podía transferir era su participación con Dios, que lo dotaba de un poder absoluto.
En el nivel más simple se puede ver como funciona lo dicho anteriormente, en ocasion de la
indignación de los Comunes en 1628 por una elección parlamentaria en Cornualles, en la
que un grupo de magnates locales trató de impedir la elección de dos ex miembros, Eliot y
Coryton. Ambos se habían negado a pagar el préstamo forzoso de 1626, que el rey había
exigido a los principales ciudadanos después de que el Parlamento le hubiera negado los
fondos que necesitaba. Eliot y Coryton, habían sido encarcelados, hasta que el rey,
habiendo convocado a un nuevo Parlamento, los liberó de mala gana. En época de la
elección Cornualles, estaba pidiendo al rey la concesión de algunos privilegios, y varios de
los señores del condado se mostraban deseosos de dar una señal de paz no eligiendo a los
dos hombres para Westminster.
Lo significativo del caso, no es que los Comunes castigaran un intento de influir en las
elecciones, sino los fundamentos sobre los que lo hicieron. Robert Phelips, quizá el
miembro más astuto de la Cámara de los Comunes en cada enfrentamiento con el rey,
explicó la necesidad de proceder con particular severidad contra los poderosos de
Cornualles: “Si la razón no me falla”, dijo en el primer discurso después del conocido
asunto de Cornualles, “debemos ser precisos ante esta injuria para que ningún súbdito se
atreva a arrogarse el juicio de su Majestad”.
Los magnates de Cornualles fueron derrotados fácilmente, ya que no pudieron alegar
autorización del rey para lo que habían hecho.
En tanto los Comunes castigaban el atrevimiento de los otros súbditos, se habían trepado
ellos mismos al corazón del rey. No se dijeron a sí mismos “El rey es sabio y bueno. Por lo
tanto hagamos lo que él quiere”, sino que dijeron. “El rey es sabio y bueno. Por lo tanto
debe querer lo que queremos”.
El rey con su cuerpo político, deseaba siempre lo mejor para sus súbditos, para todos ellos y
seguramente ningún súbdito estaba más capacitado para saber lo que era mejor para todos
que los representantes de todos los súbditos del rey reunidos.
Los miembros del Parlamento, indudablemente, eran también súbditos, pero habían sido
investidos con la responsabilidad de representar a sus iguales, los demás súbditos y de
informar al rey de cualquier abuso cometido para quienes pretendían actuar siguiendo sus
órdenes. Estaba bien que ellos, pero sólo ellos, subieran hasta el corazón del rey y
expresaras las verdades colocadas allí por Dios, aún cuando el mismo rey no se hubiera
dado cuenta de ellas.
Al mismo tiempo,y de manera más significativa, correspondía al Parlamento, en su calidad
de más alto tribunak del país, castigar a quienes engañaban al rey, despojándolos de los
privilegios especiales obtenidos del rey. Los súbditos más temibles eran los propios
ministros y favoritos del rey que lo rodeaban en su corte. Se necesitaba mucho coraje para
atacar a los hombres a quienes el rey aprobaba tan directamente, y la Cámara de los
Comunes no podría haberse atrevido a hacerlo sin el estímulo de rivales dentro de la misma
corte del rey.
Desafortunadamente para Carlos, pensó que podía ganar la partida dándola por terminada.
Después de 1629, se las arregló sin convocar al Parlamento durante once años, durante los
cuales algunos de los miembros debieron de haber reflexionado acerca de las consecuencias
posibles de exaltar al rey, especialmente a un rey que parecía estar llevando a la Iglesia
inglesa cada vez más cerca de Roma. Pero cuando Carlos, que necesitaba desesperadamente
fondos, convocó lo que dio a llamarse el Parlamento Largo, en noviembre de 1640 la
Cámara de los Comunes volvió de inmediato a la tarea de derribar a aquellos que habían
subido por encima del lugar adecuado de los súbditos. Los culpables incluían a casi todos
los que estaban cerca del rey, el conde de Strafford, el arzobispo Laud, el presidente de
justicia Finch, los jueces del tribunal del rey, la mayoría de los obispos. Y otra vez las
acusaciones eran las mismas: “Strafford, había trepado al trono y había asumido para sí el
poder del soberano”, “Laud había llegado al punto de colocarse por encima del rey”.
Pero si los Comunes parecieron retomar la política parlamentaria donde la habían dejado en
1629, ya no se podía seguir manteniendo la farsa. Las ficciones del derecho divino y del
sometimiento de los súbditos habían sido forzadas demasiado, no sólo por parte del rey,
sino también por parte de los Comunes mismos. En sus esfuerzos iniciales de poner a los
otros súbditos en su lugar los Comunes mismos habían comenzado a elevarse a una altura
que no correspondía a un súbdito. Después de haberse subido al corazón del rey, los
Comunes estaban pensando en su trono.
El derecho divino de los reyes nunca había sido más que una ficción, y usado como lo
hicieron los Comunes, condujo a la ficción que lo reemplazó, la soberanía del pueblo. Al
aceptar el derecho divino del rey, al insistir en que su autoridad es pura e indivisible, la
Cámara de los Comunes había avanzado un gran trecho haciendo que la autoridad fuera
inviable, salvo en las condiciones que ella dictaba. Al elevar al rey, prepararon su
destrucciónm y al humillar a los súbditos poderosos, hicieron lugar para el ascenso de los
humildes; hicieron lugar, las nuevas ficciones, en efecto, a un mundo donde todos los
hombres son creados iguales y los gobiernos obtienen sus poderes de aquellos a quienes
gobiernan.
El enigma de la representación
La ficción que reemplazó al derecho divino de los reyes es nuestra ficción. Solamente un
cínico entre nosotros se burlará de la dedicación de Lincold “al gobierno del pueblo, por el
pueblo y para el pueblo”.
El pueblo está conformado por los gobernados, y los gobernantes también son, por lo
menos en esta ficción, a la vez súbditos y gobernantes.
En los siglos XVIII y XIX, la ficción de la representación fue en ocasiones explicada y
defendida como un medio por el cual todos los diferentes “intereses” económicos y sociales
en un país tenían una voz en su gobierno.
La representación comenzó como una obligación impuesta desde arriba, y con el paso de
los años en el siglo XVI, el rey o la reina ampliaron la obligación asignando representantes
a nuevos municipios, no porque los residentes lo exigieran, sino más bien porque caballeros
rurales con poderosas relaciones, persuadieron al monarca para que concediera el voto a
municipios donde podían estar seguros de controlar las elecciones. El resultado fue que
muchas comunidades pudieron extender la representación, mientras que otras más grandes
fueron ignoradas.
Pero ni el rey ni los Comunes trataron de hacer que la base legal de la representación fuera
otra que la geográfica. Los miembros podían, en efecto, ser elegidos dentro de un estrato
social estrecho, pero seguían siendo representantes de condados y de municipios.
Para el siglo XVII la definición geográfica local de la representación se había convertido en
un ingrediente esencial del gobierno inglés. En la Cámara de los Comunes inglesa, podría
decirse que el único interés, aparte del geográfica en el siglo XVII era, el interés del la
gentry de Inglaterra, hombres cuyo nacimiento y cuya riqueza no eran suficientes para
brindarles un sitio en la Cámara de los Lores, pero sí para hacer que fuera deseable para
ellos, para el rey y para algunos de sus súbditos que tuviera un lugar en el gobierno. Sin
embargo, no veían sólo como caballeros o como representantes de caballeros. Fuera cuales
fueses sus poderes, en el país o en el exterior, estabana en Westminister como
representantes, no de su clase, sino de sus localidades.
Tan pronto como los representantes empezaron a hacer leyes y políticas para una sociedad
más amplia que aquella a la que sus comunidades pertenecían, no dejaron de ser súbditos,
pero sí meros súbditos. De la misma manera, aunque no dejaron de ser agentes de las
diferentes localidades, sí dejaron de ser meramente eso. Las leyes que dictaban no sólo
obligaban a sus propias comunidades, sino a todo el reino, a todo el país, a toda la sociedad.
Al hacer política para un cuerpo más grande, tuvieron que pensar en otros términos
diferentes de los deseos y necesidades de sus comunidades.
Cuando los ingleses dieron ese paso en la década de 1640, no afirmaron la soberanía
de cada condado o municipio. Estaban reemplazando la autoridad del rey, y el rey
había sido el rey de toda Inglaterra. No era cuestión de que los condados o municipios
declararan de manera individual su independencia del rey. El pueblo cuya soberanía
se reclamaba, era el pueblo de todo el país.
Lo que ocurrió fue que los representantes elegidos por ciudades y condados individuales
asumieron los poderes de gobierno sobre todo un país y alegaron que sus poderes provenía,
no de la ciudad o del condado que los eligieron, sino del pueblo soberano como un todo. Y
si bien, habría sido lógicamente posible que una elección nacional otorgara poderes de
gobierno a un cierto número de hombres, tal procedimiento difícilmente les hubiera
covenido a los miembros del Parlamento en su lucha contra el rey.
Quizá no sería exagerado decir que los representantes inventaron la soberanía del pueblo.
La soberanía del pueblo, fue un instrumento por el cual los representantes se elevaron ellos
mismos a la distancia máxima por encima del grupo de personas que lo habían elegido. Fue
en nombre del pueblo que se convirtieron en todopoderosos.
Cuando la autoridad del rey fue removida, el conflicto de los intereses locales con la
soberanía del pueblo se hizo mucho más aguda. En un Parlamento, donde los representantes
elegidos por un puñado de votantes tenían autoridad total sobre comunidades que no podían
votar en absoluto, hubo exigencias más inmediatas de una manera más racional y equitativa
de la reciente soberanía popular. De hecho, en Inglaterra del período de la República, se
adoptó un plan racional de representación parlamentaria, sólo para ser abandonado durante
casi otros dos siglos, después de la restauración del monarca en 1660.
La invención del pueblo soberano
Cuando el Parlamento empezó a contarle historias al Pueblo en la Grand Remostrance de
1641, los miembros no tenían ninguna intención de derrocar a su rey. Se necesitaron siete
años y las sucesivas purgas de disidentes antes de que se decidieran a deshacerse del
monarca y la monarquía.
Así, se necesitaba una nueva ideología, una nueva razón fundamental, un nuevo conjunto
de ficciones para justificar un gobierno en el que la autoridad de los reyes estaba por debajo
de la del pueblo o sus representantes.
La ideología de la soberanía popular, tal como era expuesta por los partidarios del
Parlamento en década de 1640 le debía mucho a las luchas contra los reyes, así como
también le debía algo a la doctrina del derecho divino que vino a reemplazar, pero el
cambio de énfasis era crucial: el deber hacia Dios cedió el paso a los derechos de los
hombres.
Sin embargo, la vieja ideología del derecho divino no había excluido en general al pueblo
de un papel nominal en la creación de los reyes. No era necesario entonces, que los
partidarios del Parlamento contra Carlos I inventaran una nueva base popular para el
gobierno, sino que tenían que ampliar y hacer más explícito el supuesto papel del pueblo
como origen y definición del gobienro. La definición, tendría que conferir al Parlamento
poderes de gobierno independientes de los que el pueblo pudiera haber conferido al rey, y
preferiblemente superiores. El objetivo inmediato de las ficciones era ampliar el poder no
del pueblo mismo, sino de los representantes del pueblo. En consecuencia, las primeras
formulaciones de soberanía popular en Inglaterra, de las que nunca escapó del todo,
otorgaron al pueblo el poder supremo de elevar a sus representantes elegidos.
El portavoz más elocuente de la nueva ideología fue Henry Parker, secretario del ejército
del Parlamento. Según su opinión, el pueblo de la nación, haciendo uso de sus poderes
otorgados por Dios, decidió ser gobernado por reyes de sucesión hereditaria. Al hacer la
elección, pusieron límites a los poderes del rey en leyes fundamentales y previeron posibles
limitaciones subsiguientes para ser impuestas por sus representantes en el Parlamento. Si el
rey, infringiera la confianza puesta en él, el pueblo a través de sus representantes podía
resistirse con todo derecho y en última instancia deponerlo. Dado que por este
razonamiento, el Parlamento había efectivamente creado al rey y le había puesto límites,
resultaba obvio que el Parlamento era el mejor juez de esos límites. Esta formulación, tenía
la gran ventaja de dotar al Parlamento no sólo de una parte de los poderes de gobierno, sino
también del poder inherente al pueblo, el poder de dar comienzo, cambiar y dar por
terminados los gobiernos. Aunque era una minoría de la población la que votaba, sólo se
necesitaba un esfuerzo de la imaginación para ver a las elecciones parlamentarias como el
acto por el que “el pueblo” confería al Parlamento su poder soberano.
Que la acción directa del supuesto pueblo debía seguir siendo ficticia, aparte del elemento
de realidad de las elecciones parlamentarias, era algo que estaba totalmente de acuerdo con
las necesidades y los deseos del Parlamento en la disputa con el rey. El Parlamento
necesitaba el apoyo popular, necesitaba hombres que lucharan contra los ejércitos del rey y
necesitaba dinero para pagarles, pero no quería que ningún cuerpo popular fuera del
Parlamento metiera manos en el asunto. Aunque la nueva ideología podía alentar sin
peligro un mayor grado de participación popular en el gobierno que la antigua, su propósito
seguía siendo el mismo; persuadir a las mayorías para hacer que se sometieran al gobierno
de las minorías.
Los monárquicos comenzaron a cuestionar las bases de esta nueva ficción. El Parlamento,
que afirmaba representar a una entidad cambiante (el pueblo), en realidad, sólo
representaban a una pequeña fracción. Mujeres, niños, e incluso la mayoría de los adultos
varones poco o nada tenían que ver con la elección de los representantes. Y mientras
algunos municipios y ciudades del país tenían asignados representates, algunos de los más
grandes no los tenían.
Los autores monárquicos llegaron incluso a sugerir que el pueblo podía retirar todo el poder
de la Cámara de los Comunes y colocarlo en el rey solo. Si el pueblo era soberano, podía
poner el poder donde quisiera. A medida que la disputa continuó, aunque el ejército
parlamentario llevaba la ventaja, sus voceros en la prensa estaban dispuestos a reconocer
que “el partido más grande es el del rey”.
En la medida que los monárquicos rechazaban en general la soberanía popular, estaban
discutiendo una causa perdida. Pero al desafiar la afirmación del Parlamento de ser el único
depositario de esa soberanía, ampliaron las dimensiones de la ficción y colaboraron en su
futuro éxito como base del gobierno moderno.
Al dotar al pueblo con la autoridad suprema, pues, el Parlamento pensó solamente en
dotarse a sí mismo. Esta intención dominó su respuesta a la presión popular, incluso en la
forma tradicional de las peticiones. Cuando “los más importantes habitantes de la ciudad de
Londres” hicieron una petición de una menor intransigencia en las negociaciones
parlamentarias con el rey, el Parlamento respondió que su condición de depositaria de los
derechos de todo el reino no le permitiría satisfacer a una parte del reino, y en estallido de
franqueza admitió “no queremos que el pueblo nos solicite nada en absoluto”.
El Parlamento que asumió esta arrogante posición es apropiadamente el Parlamento Largo.
Votado en 1640, siguió siendo el cuerpo gobernante del reino en 1653. Durante ese tiempo
la mayoría de sus miembros partieron para unirse al rey o murieron,o fueron expulsados y
la mayoría no fue reemplazada en nuevas elecciones. Fue esta minoría, siempre en
disminución, la mayoría de ellos elegidos en 1640, la que decidió expresar hasta 1653 la
voluntad del pueblo.
Gracias a sus ejércitos, el Parlamento sobrevivió al desafío monárquico en el campo
de batalla. Pero la debilidad misma de su afirmación de representar al pueblo,
combinada con su larga duración y la creciente lejanía de sus electores, invitaba a
desafíos que iban más allá del creado por los monárquicos.
Para el verano de 1645, mientras las fuerzas del rey, trastabillaban hacia la rendición,
voces desde dentro de las filas comenzaron a exponer las deficiencias de la pretensión
parlamentaria y a solicitar reformas que achicaran la brecha que separaba la ficción
de los hechos.
Las voces venían de muchas direcciones. Un grupo, creyendo que la Quinta Monarquía
anunciada en el Apocalipsis estaba cerca, solicitó el establecimiento de inmediato de un
gobierno teocrático en manos de santos. Otro grupo, que llegó a ser conocido como los
cavadores (diggers), decidió abandonar casi todas las relaciones y las instituciones que los
habían ligado a otros hombres hasta ese momento. Armados solamente con azadas y
visiones místicas, empezaron a cavar en los terrenos comunes y solicitaban poner fin a la
propiedad privada y a las diferencias sociales. Pero otro grupo, etiquetado por su
adversarios como niveladores (levellers), aunque no logró conseguir la mayoría de sus
objetivos, estuvo mucho más cerca.
Que los levellers, llegaran a estar tan cerca del éxito como lo estuvieron en su propio
tiempo se debió a la influencia que ejercieron sobre otro grupo que también estaba
insatisfecho con el Parlamento, concretamente el ejército que libraba las batalles de éste.
Tanto el ejército, como los levellers, dentro y fuera del Parlamento, estaban comprometidos
con la supremacía del Parlamento sobre el rey. Pero al igual que los monárquicos, con los
que en algún punto casi unieron fuerzas, se fueron sintiendo cada vez más descontentos con
el Parlamento, tal como existía. Y su descontento, los impuso a pensar más seriamente el
significado de la soberanía popular, de lo que lo habían hecho los miembros del
Parlamento.
Lo que inicialmente provocó la insatisfacción de los levellers y del ejército, e incluso de
otros grupos, no fue tanto lo que el Parlamento era o no era, sino lo que hacía o dejaba de
hacer. Los miembros del Parlamento se fueron inclinando cada vez más a favor de una
Iglesia presbiteriana nacional, y fueron empujados en esta dirección por la necesidad de
ayuda militar de Escocia, donde los prebiterianos tenían el control. Hacía 1645 parecía que
el Parlamento, dado su curso, iba a imponer el prebiterianismo a todos. Pero, tal como
estaban las cosas, los hombres que componían el ejército se inclinaban cada vez más a
apoyar la Independencia, es decir, la libertad religiosa y la independencia de las diferentes
congregaciones. Oliver Cromwell en particular, que condujo a la caballería en victorias
espectaculares sobre las fuerzas del rey, apoyaba la libertad religiosa, al igual que John
Lilburne, un teniente coronel tan intrépido con la pluma y la tinta como la era de Cromwell.
Las propuestas de los levellers, desmentían el nombre que sus adversarios les habían
puesto. La palabra “levellers” (nivelador) implicaba un deseo de nivelar las diferencias
sociales y económicas. Sin embargo, los mismos levellers, se quejaban muy poco acerca de
la composición social de la Cámara de los Comunes. Ellos expresamente negaban tener
alguna intención de nivelar los patrimonios, y querían que la Cámara también los negara.
Sus propuestas para reformar la Cámara estaban dirigidas, no tanto contra el hechode que
estaba dominada por una elite social como contra la desigual descripción geográfica de las
bancas y su larga duración. Querían elecciones anuales y una asignación de escaños entre
los condados de Inglaterra proporcional a su población. Hablían ampliado el derecho al
sufragio, excluyendo sólo a las mujeres, a los niños, a los criminales, a los sirvientes, a los
indigentes.
La extensión del sufragio y de la representación podría muy bien haber dado como
resultado una cierta ampliación en la composición de la Cámara de los Comunes para que
incluyera a hombres de menor rango, pero si ése fue el objetivo de los levellers, no lo
expresaron. A pesar del propósito de la eliminación de la Cámara de los Lores, los levellers
no propusieron la abolición de la nobleza.
Aunque la reforma de la Cámara de los Comunes propuesta por los levellers apuntaba a
permitirle hablar más sinceramente de lo que ellos consideraban la voluntad del pueblo,
nunca reclamaron como hizo Henry Parker, que el Parlamento fuera “el pueblo” mismo.
Y a medida que se fueron sintiendo más y más desilucionados con el Parlamento existente,
fueron pensando cada vez más en términos no meramente de reformarlos, sino de encontrar
maneras adicionales, alternativas, más directas, de expresar la voluntad popular, y con ello
controlar a cualquier parlamento futuro que escapara al control popular, como lo habría
hecho éste.
Los levellers, efectivamente, habían identificado el problema principal de la soberanía
popular, el asunto de poner límites a un gobienro que hacía derivar su autoridad de un
pueblo por quien sólo él, según aseguraba, tenía el derecho de hablar.
Richard Overton, reiteró la idea el siguiente año al decir a los miembros del Parlamento: “ni
ustedes, ni nadie más puede tener poder alguno para involucrar al Pueblo en los temas que
conciernen a la adoración de Dios”. Una vez que se admitió que había poderes que el
pueblo no podía conferir a su gobierno, era natural extender la limitación acerca de lo que
el pueblo podía otorgar, así como limitar la amplitud de los poderes que otorgaba o había
otorgado. Overton proporcionó una base teórica para la primera clase de limitación
proporcionando un poder igual a todos los hombres sobre sus propios cuerpos.
Lo que los levellers, proponían era un “Acuerdo del Pueblo”1 que debía ser firmado por
todos los ingleses que estuvieran de acuerdo con transferir a sus representantes los poderes
allí especificados.
El Parlamento no podía legislar sobre religión, no podía reclutar hombres para el ejército o
la marina, no podía otorgar privilegios o exenciones legales a ninguna persona individual ni
a ningún otro grupo, no podía enviar a prisión por deudas, ni imponer penas graves para
delitos triviales. Asimismo, se consideraba que “ninguna ley del Parlamento es o puede ser
inalterable, y por lo tanto, no puede constituir una seguridad suficiente para evitar daño a
alguien, por lo que otro Parlamento puede decidir, en caso de que sea corrupto; y además,
los Parlamentos deben recibir la totalidad de su poder y su confianza de aquellos que se la 1 No todos defendían la república, aunque muchos si, y la entendían más como un medio que como un fin. Su principal texto programático es el “Pacto del Pueblo”, una auténtica ley constitucional, en donde mediante el sufragio universal, se elegían unos representantes legisladores (Cámara de los comunes), siendo un poder delegado por el pueblo. También este “Pacto” tenía aspectos “contractualistas”, muy al estilo del futuro “Contrato social” de Rousseau. También es considerado como un modelo al futuro “Bill of Rights” de la independencia de los Estados Unidos
otorgan, por tanto el pueblo debe declarar cuál es su poder y su confianza”. La respuesta del
Parlamento existente a la propuesta fue como podía esperarse: el Acuerdo del Pueblo,
proclamó la Cámara de los Comunes, es sedicioso, “destructor de la esencia de los
Parlamentos y del gobierno fundamental del Reino”.
Aunque los levellers continuaron insistiendo en la adopción del Acuerdo del Pueblo como
una constitución fundamental, el Consejo del Ejército, cada vez más dominado por Oliver
Cromwell, y su yerno, Henry Ireton, desvió sus esfuerzos e hizo del ejército mismo el
instrumento para el supuesto control popular del Parlamento.
Al hacerse cargo del gobierno, el ejército continuó actuando a través del Parlamento. Fue
un Parlamento que debía su existencia más a los mandatos del ejército que a la elección
directa, pero el ejército justificaba sus dictados en nombre de pueblo. Incluso mientras
continuaban debatiendo un posible Acuerdo del Pueblo, los portavoces del ejército
explicaban que aunque era reclutado por el Parlamento, en realidad era el agente apropiado
del pueblo.
Después de la ejecución del rey, que fue más allá de la deposición que los levellers
proponían, protestaron con vehemencia (los levellers) contra las “nuevas cadenas de
Inglaterra” impuestas por el ejército y por lo que quedaba del Parlamento Largo al gobernar
sin la autorización del pueblo y sin considerar los límites que habrían sido fijados por un
Acuerdo del Pueblo”. El ejército respondió, en marzo de 1649, arrestando a Lilburne,
Overton y Price. Un motín producido por sus partidarios en mayo de 1649 fue rápidamente
aplastado, y con él desapareció toda esperanza de un Acuerdo del Pueblo. En septiembre, el
infatigable Lilburne hizo público un llamamiento a la acción popular para elegir una
asamblea representativa para reemplazar y derrocar al Parlamento existente y establecer los
principios del Acuerdo. Pero para entonces la debilidad de la respuesta dejó en claro que la
causa de los niveladores estaba perdida.
Los dos cuerpos del pueblo
La desaparición de los levellers y su Acuerdo del Pueblo, dejó sin respuesta a la pregunta
de cómo las personas reales podrían ejercer la reconocida “soberanía del pueblo” sobre un
gobierno cuya afirmación de representarlo se estaba haciendo cada vez más difícil de
acreditar. La credibilidad del gobierno sin reyes sólo se hacía más dudosa por el esfuerzo de
fortalecerla a través de un “Compromiso” al que se suponía que todos los ciudadanos
suscribían. El nuevo compromiso decía simplemente que los firmantes “serían leales y
fieles a la República de Inglaterra tal como está establecido ahora sin rey, ni Cámara de
Lores”. En lugar de un Acuerdo del Pueblo que ponía límites al gobierno, éste ofrecía al
Parlamento y a sus amos militares un cheque en blanco para gobernar como quisieran.
En apoyo de una apuesta por el poder tan audaz, los voceros del ejército del Parlamento
ofrecieron argumentos que entregaron la soberanía del pueblo a los batallones más fuertes
en una nueva especie de derecho divino.
Marchamont Nedham, que iba a obtener una reputación no merecida como pensador
político, proclama la superioridad del gobierno existente tanto sobre la monarquía como
sobre la clase de gobierno prevista en el Acuerdo del Pueblo.
La respuesta de los que tuvieron el valor de darla fue negar que los miembros de la Cámara
de los Comunes pudieran otorgarse a ellos mismos el valor supremo. Si el gobierno del rey,
los Lores, y los Comunes, juramentados en la Liga Solemne y el Pacto, iba a ser
modificado, debía serlo por el pueblo mismo, no por los representantes elegidos por el
ejército entre los representantes elegidos por el pueblo para formar parte de ese gobierno
que el ejército y lo que quedaba del Parlamento Largo, habían destruido.
Los adversarios del compromiso, se había aferrado a una distinción que iba a volverse
fundamental para el desarrollo posterior de las ficciones que constituyeron la soberanía del
pueblo: la diferencia entre el poder de legislar expresado en una asamblea representativa
elegida, por un lado, y lo que hoy se llamaría poder constituyente, es decir, el poder de
comenzar, terminar o cambiar el gobierno del que esa asamblea era una parte, por otro lado.
El poder constituyente tenía que ser superior al legislativo. El ejército, alegaba para sí ese
poder, alegó ser el pueblo cuando purgó la Cámara de los Comunes de aquellos miembros
que, precisamente, habían traicionado su confianza.
El ejército hizo valer su reclamo otra vez cuando Cromwell disolvió sucesivamente lo que
quedaba del Parlamento Largo y luego el Parlamento Barebones, cuyos miembros habría
nombrado él mismo. En diciembre de 1653 decretó un la nueva constitución, el
“Instrumento de Gobierno”, que le concedía la mayoría de los poderes que antes
correspondía al rey, asistido por Consejo de Estado y un Parlamento elegido. La muerte de
Cromwell fue seguida de cambios, incluyendo la destitución de los miembros
sobrevivientes del Parlamento Largo y finalmente la restauración de la monarquía en 1660.
La mayoría de estos cambios fueron hechos en nombre del pueblo soberano. Aunque
muchos de los monárquicos que dieron la bienvenida al regreso del rey estaban dispuestos a
reafirmar su derecho divino, otros se daban cuenta que el derecho divino ya no era
necesario para la monarquía, ya que la soberanía del pueblo no ofrecía ningún obstáculo
para la restauración del rey.
Lo que la soberanía popular requería, por lo menos a los ojos de los que pensaban
seriamente en ello, era un medio por el que algún cuerpo o varios capaces de hacerlo
pudieran hablar de manera decisiva y auténtica en nombre del pueblo para controlar al
gobierno, fuera o no monárquico, dentro de los marcos y los límites que ese cuerpo con voz
determinara para él.
La mayoría de aquellos que se ocuparon del problema reconocieron la necesidad de
establever un conjunto de leyes fundamentales que expresaran la voluntad del pueblo de
una manera perdurable, superior a las necesidades y ambiciones de las personas que
pudieran ser asignadas para llevar a cabo las tareas cotidianas del gobierno.
Isaac Penington: sostenía que el Parlamento debía conservar la condición de súbditos. No
debían intentar administrar el gobierno, debía ser lo que el nombre de la Cámara de los
Comunes implicaba, personas comunes y corrientes, y debían regresar tan rápidamente
como fuera posible a ser simples súbditos, para sentir los efectos de las medidas que ellos
aprobaban como representantes. Al indicar cuáles debían ser esas medidas, Penington no
intentó excluir al Parlamento de hacer cambios constitucionales. Describía sus poderes
constituyentes, correctivos y modificatorios como poderes extraordinarios, “por encima del
poder común existente”, con lo cual parece haber querido referirse al poder ejecutivo o
“administrativo”. Se abstuvo de especificar de qué manera debían ser seleccionados
aquellos que iban a ejercer ese poder. Aparentemente serían elegidos de manera indirecta
por el voto popular, pero claramente debían de ser diferentes del Parlamento. Lo que se
había desviado en Inglaterra, era que el Parlamento había asumido este alto poder que
anteriormente se centraba en el rey. El correcto uso del Parlamento, sostenía, era ser un
límite a las extravagancias del poder. La solución de Penington no era crear un nuevo
cuerpo representativo, sino restaurar el Parlamento para devolverlo a su viejo
carácter.
Harrington: estaba convencido de que la distribución del poder político en cualquier
gobierno estable debe depender de la distribución de la tierra. En Inglaterra, tanto la tierra
como el poder habían estado alguna vez en manos del rey y la nobleza, pero durante el siglo
precedente la tierra se había distribuido mucho más extensamente entre la gentry y la
yeomanry. Las guerras civiles, argumentaba, eran el producto del desequilibrio producido
mientras el gobierno se ajustaba al cambio. El gobierno estable, debía ser entonces,
republicano, que era en eso que se había convertido con el poder político tan extensamente
distribuido.
Harrington, no tenía las esperanzas puestas en establecer una república por la acción del
pueblo o sus representantes. En lugar de ello, tenía sus ojos puestos en un héroe
conquistador Oliver Cromwell, para poner en práctica su plan. Los representantes (elegidos
por voto popular) debían estar limitados a su carácter local de súbditos. Debían ser lo más
aproximado posible a una réplica del pueblo en general. Debían ser competentes para
comprender de qué modo una ley propuesta, diseñada por el senado republicano, los
afectaría como súbditos y por lo tanto aceptarla o rechazarla.
El plan leveller de un Acuerdo había sido descartado, pero la idea detrás de él, de un pueblo
que actúa por separado de su gobierno para crearlo y limitarlo es lo que está en el corazón
de la soberanía popular. Después de descartarlo, varias personas continuaron pensando en
el tema de dar al pueblo una voz de control fuera de la estructura del gobierno:
Henry Vane: sostenía que el ejército era lo que más acercaba a una encarnación del
pueblo. Había llegado el momento, para que el ejército usara ese poder y así alcanzara los
objetivos por los cuales había luchado contra el rey y había destituido un Parlamento
irresponsable, debía ejercer la soberanía del pueblo para establecer constituciones
fundamentales de gobienro.
La manera de llevar a cabo el establecimiento de constituciones fundamentales era a través
de un “consejo general o convención de hombres fieles, elegido para ese propósito por el
consentimiento libre de todo el cuerpo de partidarios de esta causa”. Correspondía al
general al mando del ejército encargarse de las elecciones y decidir el momento y lugar de
reunión. Tal vez, las más importantes de las recomendaciones de Vane fue de que esta
“convención no se ocupa precisamente de legislar, sino solo de debatir libremente y acordar
los detalles que, a modo de constituciones fundamentales, se establezcan y sean
inviolablemente observadas, como condiciones sobre las cuales todo el cuerpo así
representado dé su consentimiento para incorporarlo en la organización civil y política, y
bajo la forma visible de gobierno allí decidida”. Cuando el documento estuviera
terminadao, debía ser “suscripto por cada uno de los miembros del cuerpo de manera
individual en testimonio del consentimiento particular de cada uno de todos dado por ese
mismo acto.
La acusación de sedición tanto contra Vane como contra los levellers puede recordarnos
que la soberanía popular seguía siendo, como las ficciones que la precedieron, una manera
de conciliar a las mayorías con el gobierno de las minorías.
Los gobiernos que se sucedieron desde 1642 hasta 1660 no llegaron a lograr el equilibrio
correcto.
Ninguna de las propuestas de Vane, Harrington o Penington fue considerada seriamente.
La revolución cautelosa
En 1661, las nuevas elecciones produjeron un Parlamento cuyos miembros, que
permanecerían allí durante los próximos dieciocho años, demostraron desde el principio
una deferencia hacia el rey que pareció significar la muerte definitiva de la soberanía
popular. Por una ley esopecífica, los miembros negaron cualquier autoridad legislativa
aparte de la del rey y con su aprobación restringieron las peticiones populares, dejaron sin
efecto la Ley Trienal y le restauraron a la Iglesia de Inglaterra la preeminencia.
El clero de la Iglesia restaurada respondió con gratitud con reafirmaciones del derecho
divino del rey. Durante los siguientes treinta años, con la ayuda de autores seculares de la
misma idea, hicieron lo máximo que pudieron para desmantelar todos los instrumentos de
opinión que ubicaban el origen y la justificación del gobierno en el pueblo.
De esto se seguía que las leyes diseñadas por los representantes del pueblo en el Parlamento
obtenían toda su autoridad sólo del monarca que las aprobaba. Sólo el rey poseía soberanía.
El rey no puede equivocarse y si lo hiciera, el pueblo debe soportarlo.
Ni el Parlamento Convención de 1660 ni sus sucesores bajo Carlos II votaron el dinero
suficiente para cubrir las necesidades del rey. Por cierto, si Carlos hubiera estado dispuesto
a reducir sus gastos, podría haber vivido muy bien durante bastante tiempo con lo que le
asignaron. Pero Carlos acumulaba deudas, y cuando los comunes descubrieron que él les
mentía con regularidad acerca de para qué necesitaba el dinero, se volvieron cada vez más
precavidos respecto a concederle las sumas que él pedía sin algún tipo de garantía.
El Parlamento, promulgó leyes adicionales para castigar cualquier tipo de disenso con la
restaurada Iglesia de Inglaterra. Pero el mismo Carlos II no era de ninguna manera
intolerante y sus ambiciones políticas incluían adquirir libertad de movimiento tanto
respecto de la Iglesia como del Parlamento. Su primera prueba en aguas turbulentas fue una
Declaración de Indulgencua en 1662 por la que habría suspendido la vigencia de las leyes
contra el disenso tanto católico como protestante de la Iglesia de Inglaterra, desafiando os
estatutos parlamentarios. La ola de protestas que debió de enfrentar indicó que el momento
no era el adecuado. La Cámara de los Comunes, respondió con una resolución de “que
leyes parlamentarias penales, en temas eclesiásticos, sólo pueden ser derogados por ley del
Parlamento”.
Como poco a poco se hizo evidente que Carlos no tendría hijos legítimos, Jacobo, entonces
duque de York, se convirtió en heredero forzoso. Un rey católico era una posibilidad
alarmante. Carlos disolvió cuatro Parlamentos en poco más de dos años, en varias
ocasiones ofreció medidas que protegieran a la Iglesia y mantuvieran la administración del
gobierno en manos protestantes en caso de una sucesión papista. Pero se mantuvo firme en
su insistencia de no permitir que se alterara la sucesión. Sobre esta cuestión el
Parlamento y el país se dividieron por primera vez en whigs, que apoyaban la
exclusión, y tories, cuyo miedo a alterar la Constitución interfiriendo en la sucesión
superaba su miedo a un rey papista.
En la histeria producida contra el complot papista, los whigs temían que Jacobo o cualquier
otro soberano católico, una vez en el trono y apoyado por las fuerzas siniestras e
inescrupulosas dentro y fuera del país, eliminara todas las barreras constitucionales contra
el catolicismo y el gobierno arbitrario que iba con él.
El tipo de soberanía popular de los whigs hacía hincapié de manera consecuente, en la
adhesión a la antigua constitución de rey, Cámara de los Lores y Cámara de los Comunes.
Negaron vigorosamente la afirmación tory de que la autoridad legislativa derivaba
únicamente del rey y reafirmaron el reclamo de principios de la década de 1640 de que el
poder del Parlamento, otorgado directamente por el pueblo, estaba coordinado con el
otorgado al mismo tiempo al rey. Pero esto no significaba que el Parlamento era superior al
rey. Aunque ratificaban el derecho del pueblo a resistir a un monarca papista, sus esfuerzos
concretos para excluir a Jacobo daban por supuesta la continuidad inalterada del gobierno
existente, que habría requerido el consentimiento del rey y de la Cámara de los Lores tanto
como el de la Cámara de los Comunes. Tanto su estrategia como la aplicación de la
soberanía del pueblo sobre la que se apoyaban requerían la cooperación de un monarca
reinante que no hubiera perdido, por lo menos hasta ese momento, su derecho al trono.
Después de la disolución de su último Parlamento en 1681, Carlos tomó medidas para
asegurar que cualquier futuro Parlamento que pudieras tener que convocar fuera más dócil
que los que habrían tratado de excluir a su hermano. Dado que la mayoría de los miembros
representaban a los municipios, dio comienzo a un ambicioso proyecto para reducir y
controlar los cuerpos ejecutivos y el electorado de los municipios “regulando” sus cartas.
Carlos obtuvo tanto éxito que cuando murió en 1685, Jacobo lo sucedió en el trono con un
mínimo de oposición organizada.
Jacobo abandonó totalmente a los tories y apostó a conseguir el apoyo de los disidentes con
dos Declaraciones de Indulgencia, comparables a aquellas con las que Carlos se había
quemado los dedos en 1662 y 1672. Algunos disidentes mordieron el anzuelo, pero el
resultado real fue el de unir a whigs y a tories en una causa común contra un rey que
parecía decidido a cumplir con todas las predicciones hechas por aquellos que habían
buscado su exclusión.
Desafortunadamente para Jacobo, el conde de Danby, un una tentativa anterior en busca de
aprobación popular, habría arreglado el matrimonio de María, la hija de Jacobo, con
Guillermo de Orange, el campeón de la causa protestante contra la católica Francia. María
no compartía el entusiasmo de su padre por Roma, y en ausencia de su hermano varón, era
la primera en la línea de sucesión al trono inglés. El 10 de junio perdió su lugar cuando
Jacobo, además de todos sus otros pecados, se convirtió en padre de otro vástago, varón.
El 10 de octubre, Guillermo, con la asistencia de un gran número de importantes políticos,
dio a conocer una declaración en la que se detallaban las muchas violaciones del rey a la
ley inglesa y al derecho constitucional, y la sospecha generalizada de que su supuesto
nuevo heredero no había sido dado a luz por la reina. Guillermo convocó a un Parlamento
libre, con los antiguos requisitos electorales.
Este era en efecto, un ultimatum, hecho público antes del desembarco de Guillermo con un
ejército para llevarlo a cabo. El ejército no tuvo que dar un sólo golpe. Para fin de año
Jacobo había huido a Francia y una reunión de ex miembros del Parlamento le había pedido
a Guillermo que asumiera la administración temporaria del gobierno y que convocara a una
convención para hacer de todo ello una situación permanente.
La Convención, no sólo podía juzgar la actuación anterior del rey Jacobo y cancelar su
contrato, sino que también podía comprometer a la comunidad en nuevo contrato sobre las
mismas bases, u otras diferentes, con un nuevo rey o una nueva reina.
Cuando la Convención, se reunió el 22 de enero, la mayoría de sus miembros whigs y
algunos tories, estuvieron de acuerdo en una cosa: Jacobo, conservara o no el título de rey,
no se le debía permitir regresar a Inglaterra, por lo menos en el futuro inmediato. En el
primer día de sesión, sin demasiado debate, votaron una misiva de agradecimiento a
Guillermo por haberlos librado del papismo y le pidieron que continuara la administración
del gobierno “hasta que hagamos una solicitud adicional”.
Tan pronto como Guillermo estuvo en el trono, pidió dinero a la Convención. Los
miembros, por lo tanto, tuvieron que dedicir si tenían el poder de recaudar impuestos, algo
que ellos mismos habían dicho en su propia Declaración que sólo un Parlamento podía
hacer. La solución alcanzada, después de muchas cavilaciones, fue declararse Parlamento
sin tener que llamar a nuevas elecciones.
Pero la Declaración de los Derechos tuvo que ser interpretada no como una innovación,
sino como una restauración de la antigua constitución, establecida por primera vez cuando
antepasados sabios salieron de un estado de naturaleza y crearon el gobierno en el que la
Cámara de los Comunes continuaba hablando en nombre del pueblo.
Así pues, de manera cautelosa, los ingleses restablecieron la soberanía popular como la
ficción de gobierno imperante con el Parlamento sin reformar como beneficiario.
LEER ÚLTIMA PARTE EL PUEBLO EN ARMAS (capítulo 7).
Brenner, Mercaderes y revolución.
La interpretación social tradicional de la Revolución inglesa
En las décadas intermedias del siglo XX, la interpretación social tradicional dominó la
historiografía. Desde esta perspectiva, una burguesía en ascenso, compuesta por
comerciantes e industriales en las ciudades y por terrantenoentes sin títlulo nobiliario o de
la baja nobleza (gentry) y pequeños hacendados en el campo (yeomen), crecidos en los
intersticios del antiguo orden, entraron en conflicto con una vieja aristocracia que había
sido incapaz de adaptarse a las nuevas presiones y oportunidades de la emergente economía
de mercado, y en último término derrocaron a esta aristocracia en la Revolución inglesa.
Desde este punto de vista, el ascenso del comercio más la revolución de los precios
proporcionaron el motor original del desarrollo capitalista en la Inglaterra de los Tudor.
Una nueva burguesía urbana y particularmente una burguesía rural emprendedora
compuesta por gentry y yeomen aprovecharon los nuevos mercados y los arrendamientos
ajustados para aumentar su riqueza y su poder. En contraste, buena parte de las viejas clases
terratenientes fueron incapaces de responder: mantenían una relación paternalista con los
arrendatarios (que era lo opuesto a lo que hacía falta para sacar el máximo beneficio
comercial de la tierra); se mostraban reacios o incapces de aumentar el precio de los
arrendamientos (mientras que beneficiaban a arrendatarios y a quienes estaban dispuestos a
cobrar arriendos muy elevados) y por último, las secciones de la aristocracia se vieron
afectadas por sus elevadas necesidades de consumo.
Para compensar sus dificultades económicas, la aristocracia se vio obligada a pedir ayuda a
la monarquía. Ésta proporcionó socorro mediante cargos cortesanos, y cobrando impuestos
extraparlamentarios a la economía burguesa de reciente desarrollo, limitando su
producción. Como respuesta, la monarquía, se vio obligada por su interés material, a luchar
por la libertad comercial y por las libertades parlamentarias.
Brenner sostiene que esta postura, no ha podido explicar por qué los señores, sometidos a
las presiones y a las oportunidades económicas del período no podían despojarse de sus
clientes y transformar sus heredades en tierras aprovechables y más rentables.
En cuanto a las necesidades de consumo mayores de los aristócratas cortesanos en
comparación con la gentry rural, no es fácil entender por qué éstas no podían quedar
cubiertas, o más que cubiertas, por el acceso de los aristócratas cortesanos a cargos
lucrativos y dádivas.
Brenner plantea distintas críticas. En primer lugar, ahora está bastante claro que, lejos de
sufrir una crisis económica en el período anterior a la Guerra Civil, los pares, que incluían
la mayoría aunque ni mucho menos todos los grandes terratenientes de Inglaterra,
disfrutaron de una asombrosa prosperidad económica. Ésta fue una época de ascenso, no de
descenso, para la aristocracia y para la clase terrateniente en su conjunto. Dado el aumento
en el precio de los arriendos y de los alimentos, así como la mejora agrícola en los años
comprendidos entre 1580 y 1540, tanto nobles como gentry debían obtener buenos
resultados, siempre que hubieran dejado de mantenerse como señores militares y pudieran
asumir la posición de propietarios absolutos y de terratenientes comerciales, imponiendo a
sus arrendatarios, unos arriendos determinados por el mercado. Para 1640, había emergido
en Inglaterra una clase terrateniente, en general era capitalista, en el sentido de depender de
que los agricultores comerciales pagasen arriendos competitivos, y no una clase
terrateniente dividida entre sectores avanzados y atrasados.
En segundo lugar, como consecuencia directa de su transformación socioeconómica, las
clases terratenientes superiores pudieron, en términos relativos, constituirse en una
aristocracia extraordinariamente homogénea. Había pocas distinciones sociales o políticas
drásticas entre los ocupantes de la capa superior de la clase terrateniente, compuesta en
gran medida, aunque no completamente, por pares, y los de capas inferiores. Como
resultado, los pares y otros grandes terratenientes sin título, que tendían a ocupar el
liderazgo político y los puestos de gobierno más elevados (en el Consejo del rey, “en la
corte”, así como en ambas cámaras del Parlamento y en los principales cargos de gobierno
de cada condado) diferían principalemte en cantildad y en calidad de los demás miembros
de la nación política inglesa. Además, entre la clase terrateniente inglesa y sus arrendatarios
agricultores capitalistas no había un abismo insuperable como el que separaba a las
aristocracias de buena parte de Europa y sus arrendatarios campesinos.
En tercer lugar, la Revolución inglesa enfrentó inicialmente a una clase de terratenientes
socioeconómicamente y políticamente unificada contra el monarca y su limitado número de
partidarios, procedentes en gran medida de los cortesanos dependientes (pregunta mía: no
eran terratenientes?), las capas superiores de la jerarquía eclesiástica, y los mercaderes y
magistrados privilegiados de Londres.
Las versiones existentes de la interpretacion social tradicional han sido incapaces de
especificar, cuál era la burguesía revolucionaria y cuál no. Han sido incapaces, por lo
tanto, de superar la propuesta de que dicha burguesía estaba constituida, al menos en
parte, por las “clases comerciales” en general, sin definirlas adecuadamente o
distinguir entre ellas.
Las críticas revisionistas
La actual escuela revisionista fundamenta su crítica a las ortodoxias historiográficas
precisamente tomando como punto de partida el descrédito del argumento dado por la
interpretación social tradicional de que las ideas constitucionales y religiosas opuestas que
se plantearon en el transcurso de los conflictos del siglo XVII representaban armas
ideológicas, respectivamente, de una burguesía rural y urbana en ascenso y una aristocracia
feudal en decadencia. Los revisionistas, interpretan que el fracaso de la interpretación social
tradicional significa que es imposible ofrecer cualquier interpretación social.
Basándose en el rechazo a cualquier base social sistemática para los conflictos políticos del
siglo XVII, los revisionistas presentan una versión alternativa: durante las primeras décadas
del siglo XVII, las unidades políticas eran incontables facciones cortesanas atomizadas,
provincianas comunidades condales, grupos de interés económico definidos estrictamente,
y políticos ambiciosos, así como, por supuesto, monarcas y favoritos. En este marco, han
entendido el vaivén de los acontecimientos políticos en general, como resultado de las
luchas desorganizadas y a menudo mal informadas entre las dispares unidades opuestas que
pretendían garantizar sus intereses privados usualmente efímeros y alcanzar sus
ambiciones. Principal exponente, Russell. Sostiene que el Estado inglés no estaba
preparado para la guerra como consecuencia del miope provincianismo de las clases
terratenientes (la falta de interés de las comunidades condales por los asuntos exteriores, la
negativa de estas comunidades a financiar operaciones militares), y la consecuente falta de
base financiera de la Corona). En opinión de Russell, el giro del Parlamento, se debió a su
rebeldía contra las exigencias económicas del Estado. Asimismo, para Russell, la Guerra
civil sólo se situó en la agenda debido a otro acontecimiento exógeno: el estallido de la
rebelión irlandesa.
Hacia una nueva interpretación social
La fundamental objeción a primera vista a la concepción planteada por los revisionistas
sobre la política del siglo XVII como algo constituido por choques entre intereses
individuales y de grupo en esencia particularizados dentro de un contexto político general
de consenso ideológico es que puede demostrarse que los conflictos políticos análogos
sobre cuestiones constitucionales y religiosas esencialmente similares estallan en múltiples
ocasiones durante el período anterior a la Guerra Civil y, de hecho, durante todo el siglo
XVII, y que quienes se oponían entre sí en estos enfrentamientos plantearon
constantemente su postura en función de conjuntos de principios muy similares, principios
que son incomprensibles meramente como racionalizaciones improvisadas para propiciar
intereses estrictamente personales, facciosos o locales a corto plazo. Desde este punto de
vista, ciertamente las guerras proporcionaron en muchos casos una ocasión de conflicto.
Pero no tanto porque planteasen problemas indisolubles a una monarquía escasa de recursos
y de personal enfrentada a una nación política insensible a las necesidades del Estado
contemporáneo. Se debió más en general, a que la declaración de guerra de la monarquía
tendía a hacer aflorar precisamente las cuestiones de principios constitucionales y religiosos
(referentes a las competencias parlamentarias, a las libertades individuales, y al carácter y a
la seguridad del régimen protestante) más debatidos.
De esta forma, Brenner sostiene que una de las mejores formas de devolver el conflicto de
principios sobre la constitución y la religión al lugar que le corresponde en el centro de la
interpretación política del siglo XVII es la de volver a asociar las ideas constitucionales y
religiosas con los contextos sociopolíticos y económicos de los que surgieron: las
experiencias que debían comprender, los intereses que debían perseguir y las estructuras
que defendían
Brenner afirma, por lo tanto, que los exponentes de la interpretación social tradicional no
andaban, de hecho, desencaminados en un aspecto fundamental: buscaron muy
adecuadamente las raíces de los conflictos políticos del siglo XVII en problemas
estructurales que afloraron como consecuencia de la transformación a largo plazo de la
sociedad inglesa en una dirección capitalista a partir del período medieval tardío. Los fallos
principales de su teoría derivan, por el contrario, de la posición básica de que la transición
al capitalismo se produjo en Inglaterra mediante la aparición de una sociedad burguesa en
el seno de una estructura feudal en gran medida inerte y restrictiva que abarcaba a una
parte significativa de la clase terrateniente. En contraste, el autor sostiene la idea de que el
capitalismo se desarrolló en Inglaterra desde finales del período medieval mediante la
autotransformación de la vieja estructura, específicamente la autotransformación de las
clases terratenientes.
Como resultado, el ascenso del capitalismo se produjo dentro del caparazón de la propiedad
señorial y por lo tanto, a largo plazo, sin contradicciones con la aristocracia terrateniente, ni
en detrimento de ella, sino para beneficio de dicha clase. Al mismo tiempo, las “clases
comerciales”, lejos de ser uniformemente capitalistas o estas ideológicamente unificadas,
estaban divididas, y de manera crucial enfrentadas, como consecuencia de sus diversas
relaciones con la producción, la propiedad y el Estado. Este punto de vista, permite,
empezar a enteder las diferentes perspectivas políticas y religiosas de los grandes actores
sociopolíticos tratados en el libro como, en aspectos cruciales, respuesta a diferentes
intereses y experiencias arraigados en sus diferentes relaciones con el desarrollo capitalista
y las consecuencias de dicho desarrollo.
La transición del feudalismo al capitalismo en la tierra equivalió en esencia a la
transformación de la clase dominante en una clase cuyos miembros dependían
económicamente, en último término, de sus competencias jurídicas y del ejercicio directo
de la fuerza sobre un campesinado que poseía sus medios de subsistencia, en una clase
dominante cuyos miembros, que habían cedido el acceso directo a los medios de coerción,
sólo dependían económicamente de sus propiedad absoluta de la tierra y de las relaciones
contractuales con arrendatarios comerciales libres y dependientes del mercado (que cada
vez contrataban más trabajadores asalariados), defendidos por un Estado que había acabado
por monopolizar la fuerza. La dependencia que los señores feudales tenían en último
término de sus poderes extraeconómicos feudales se demostró en el período de caída de la
población, a partir de mediados del siglo XIV. En esta época, los señores se vieron
obligados a retornar a la reacción señorial y a la legislación parlamentaria para tener una
esperanza de mantener sus impuestos señoriales, pero no lograron impedir el hundimiento
de sus señoríos bajo la presión de la resistencia y la huida de los campesinos, lo cual les
hizo perder la capacidad de recibir rentas coercitivas, y de impedir que los campesinos
alcanzasen su condición de hombres libres. Acabaron, por lo tanto, dependiendo
económicamente sólo de su tierra. Como consecuencia, sufrieron un desastroso descenso de
ingresos. Los señores sí consiguieron en la época posterior garantizar la nuda propiedad de
sus fincas, en parte contra las reivindicaciones de los arrendamientos consuetudinarios, en
parte manteniendo amplias parcelas de explotación directa como herencia del período
medieval. Consiguieron así, capacidad para exigir rentas comerciales y competitivas, no
sólo consuetudinarias y fijas, a sus arrendatarios, y no sólo pudieron aprovechar el aumento
de precios de los alimentos y la tierra que marcaron la mayor parte de la Edad Moderna
inicial, sin también la creciente competencia en el mercado de tierras y de productos entre
sus agricultores arrendatarios comerciales. Debido a su autotransformación, los grandes
terratenientes consiguieron, así, acumular su riqueza y su poder social directamente sobre la
base de la propiedad y el desarrollo capitalista.
Brenner, continuación resúmen fer
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Aunque la monarquía no tenía el objetivo a largo plazo de establecer un estado absolutista y
las clases parlamentarias no tenían el objetivo consciente de establecer la soberanía
parlamentaria, los dos estaban casi obligados a perseguir sus objetivos políticos y defender
su propia concepción de la monarquía mixta (las prerrogativas y los derechos allí
defendidas) de modo que podían con facilidad conducir en una u otra dirección. Es decir,
meramente para defender su propia concepción del statu quo, la monarquía estaba casi
obligada a intentar aumentar los recursos económicos y administrativos que fuese capaz de
obtener mediante el ejercicio de la prerrogativa: establacer, por así decirlo, una base
material independiente para sí misma, en especial para aumentar y mantener su clientelismo
patrimonial. Las clases parlamentarias, por su parte, tendían a intentar limitar drásticamente
la capacidad del monarca para imponer tributos sin consentimiento parlamentario y
restringirle el uso de la Iglesia, para fines políticos. No es sorprendente, por lo tanto, que
tanto la monarquía como las clases parlamentarias tendieran a formular principios
divergentes para explicar y justificar sus acciones, y que la monarquía acudiera a
justificaciones de derecho divino para su obligación de defender el bien público , y las
clases parlamentarias recurriesen a las ideas tracionales de derechos de propiedad y
parlamentarios. Tampoco asombra, que cada uno intentase asegurar su objetivo, mediante
el establecimiento de alianzas con otros elementos sociales con los que compartían
intereses sociales. La Corona, tendía a basar su grupo o alianza estableciendo alianzas con
otras fuerzas sociales, principalmente representantes superiores de la jerarquía eclesiástica,
cortesanos dependientes y mercaderes de compañías ultramarinas privilegiadas
londinenses. Las clases parlamentarias tendían a buscar aliados entre otras fuerzas sociales
preocupadas por la defensa de la propiedad privada absoluta, la oposición a la exacción
arbiraria de tributos y la defensa de la causa protestante: en especial entre los arrendatarios
y los campesinos que explotaban sus propias tierras en el campo; los ministros calvinistas
y, en último término, los nuevos mercaderes, los artesanos y los pequeños comerciantes
londinenses.
La tributación extraparlamentaria
Por la idea de la monarquía mixta que siguió constituyendo el marco conceptual aceptado
para la política en la primera mitad del siglo XVII, se suponía que el monarca, en sus
asuntos ordinarios, “vivía por sí”, es decir, basándose en los recursos económicos
políticamente sancionados que le correspondía por las prerrogativas: tierra, privilegios
feudales de diversos tipos, y (más controvertido) impuestos sobre el comercio (imposition).
El Parlamento, estaba en teoría obligado a cubrir las necesidades extraordinarias de la
Corona, sobre todo los gastos militares. No obstante, debido al costoso enfrentamiento de
Isabel con España, cuando Jacobo I ascendió al trono en 1603, la Corona se encontraba en
enormes dificultades financieras que amenzaban su libertad de acción y con ella la
estructura política de doble autoridad. Aún así, Jacobo se sintió obligado a establecer
numerosas gastos de patronazgo para consolidar su dominio y, para empeorar las cosas, era
incapaz de controlar su generosidad con sus amigos. El resultado fue que la Corona, pronto
se vio metida en una deuda creciente, resultado de un gran déficit anual que se había
descontrolado.
Para solucionar su crisis financiera, la monarquía tenía tres alternativas. Podía pedir al
Parlamento que le aprobara subvenciones; podía alcanzar con el Parlamento un acuerdo que
posibilitara un aumento de las fuentes regulares de rentas extraparlamentarias para la
Corona; o podia acudir a medidas para obtener dinero mediante privilegios
extraparlamentarios. La Corona debía acudir a métodos privilegiados de financiación del
gobierno, y en este campo, los impuestos extraparlamentarios sobre el comercio parecían
especialmente prometedores.
No era accidental que la Corona intentase que el peso de sus impuestos extraparlamentarios
recayera, en su mayor parte, sobre los mercaderes de las compañías ultramarinas. Creía,
con razón, que podían contar con estos comerciantes, porque el gobierno monárquico había
demostrado ser un firma apoyo para sus intereses.
Los mercaderes de compañías estaban más que dispuestos a cumplir su parte de este trato.
Para empezar, su capacidad de mantenerse, de obtener beneficios comerciales, dependía de
la capacidad para comprar barato y vender caro, y por consiguiente, de su capacidad, para
impedir el comercio excesivo en dichos mercados y así, en gran medida, de su capacidad
para ejercer control político en sus mercados. Los mercaderes de la compañía, no sólo
comerciaban basándose en decisiones individuales acerca de la asignación de recursos;
comerciaban en estrecha coordinación con otros miembros de sus compañías
reglamentadas. Las compañías conseguían regular el comercio porque podían, por medios
políticos, limitar la entrada en su actividad, esto sólo era posible mediante privilegios
obtenidos por carta estatal.
Los mercaderes, dependían de una propiedad privada políticamente construída y la
monarquía estaba dispuesta a creársela y mantenérsela a cambio de apoyo político y
financiero. Los mercaderes de compañía, junto a la jerarquía eclesiástica, proporcionaron la
base sociopolítica mejor y más consistente para la Corona durante las décadas anteriores a
la Guerra Civil. En los años culminantes de la crisis de 1637 y 1640, los impuestos sobre el
comercio constituyeron quizá el 40 por 100 de los ingresos anuales de la monarquía y, en
ese período crítico los mercaderes mostraban mucho menos deseo que las clases
parlamaentarias de protestar contra los gravámenes extraparlamentarios.
Las clases parlamentarias contra los gravámenes extraparlamentarios del comercio.
En claro contraste con los mercaderes de compañías ultramarinas, las clases terratenientes
parlamentarias presentaron una oposición constant, militante y de principio a los impuestos
extraparlamentarios sobre el comercio, porque éstos parecían amenazar la posición de los
grandes clases terratenientes en el Estado, y por lo tanto, la propiedad de éstas. Las clases
parlamentarias eran libres de oponerse a estos impuestos sin ambiguedad, porque su
propiedad privada ya no dependía directamente de poderes y privilegios políticos, con el
resultado de que no dependían directamente del apoyo del Estado para su supervivencia
económica. Esto los aportaba de sus homólogas en Europa, ya que su base material
dependía de la propiedad privada políticamente constituida (cargos valiosos, privilegios
concedidos por la Corona).
En 1610, la Cámara de los Comunes proclamó como organismo que las imposiciones
constituían una infracción directa de la ley fundamental o del derecho de propiedad, que el
rey necesitaba el consentimiento parlamentario para imponer tributos y que las
imposiciones eran, por tanto, nulas de pleno derecho y carecían del efecto jurídico. De
permitir las imposiciones extraparlamentarias, concluía, se vería amenazada la autoridad
del Parlamento, y quizá su existencia misma. En 1614, cuando la Cámara de los Comunes
se movilizó de nuevo para declarar ilegales las imposiciones, sus miembros plantearon casi
con exactitud los mismos argumentos. Jacobo disolvió los parlamentos de 1610 y de 1614
en gran parte por estos conflictos sobre las imposiciones.
En 1625, cuando el conflicto político empezaba a intensificarse, los Comunes adoptaron la
medida extrema de conceder a la Corona el tonelaja (tonnage) y el impuesto por libra de
peso (poundage) sólo por un año y emitieron una advertencia implícita de que el cobro de
imposiciones extra parlamentarias por parte de la Corona sería, objeto de protesta y
resistencia.
Al final del Parlamento de 1626, la Cámara de los Comunes convirtió de nuevo las
imposiciones, así como el tonelaje y el poundage extraparlamentarios, en una cuestión de
derecho, pero la Corona siguió de todos modos recaudando estos gravámenes. Los
impuestos sobre el comercio, se convirtieron en un elemento central de los conflictos
culminantes que tuvieron lugar en las sesiones parlamentarias de 1628 y 1629. Por otra en
parte en 1626-1627, el gobierno había establecido un Préstamo Forzoso. Como resultado en
1628, las protestas de los parlamentarios por los impuestos extraparlamentarios sobre el
comercio se unieron a su oposición al Préstamo forzoso, y de manera poco sorprendente,
los argumentos fueron más o menos iguales en ambos casos.
Poco después, el Parlamento aprobó la Petition of right que reafirmaba el mismo principio,
y Carlos I acabó por aceptarla. No obstante, sólo dos semanas después al descubrir que
Carlos no había renunciado realmente al derecho de cobrar imposiciones
extraparlamentarias sobre el comercio, los parlamentarios se vieron obligados a organizar
una nueva protesta contra ellas, antes de la inminente suspensión del Parlamento por parte
del rey. Menos de un año después, el período de sesiones de 1629 concluyó en tumulto, y
los Comunes exigieron de nuevo que el país se opusiera el gobierno arbitrario negándose a
pagar impuestos sobre el comercio.
El conflicto en materia de religión y política exterior
La intensificación del conflicto sobre el cobro de tributos extraparlamantarios durante la
tercera década del siglo XVII fue acompañada, por supuesto, por la profundización de los
conflictos sobre las cuestiones irrelacionadas de política exterior y religión. De hecho, a
finales de la década de 1620, las significativas diferencias sobre la religión y la política
exterior amenazaban con explotar precisamente porque se manifestaban en un contexto de
desacuerdo acerca de la autoridad del monarca y los derechos de los súbditos.
La Revolución Bohemia de 1618 y el posterior ataque de las tropas católicas de los
Habsburgo a la Bohemia y el Palatino protestantes, gobernado por el elector Federico,
yerno de Jacobo I, situaron la defensa de la causa protestante urgentemente en la agenda y
sacaron a relucir las diferencias implícitas de la consideración de la religión y política
exterior. Jacobo, intentó que el rey de España interviniese a favor de Federico, en conexión
con su esfuerzo más amplio de establecer una alianza anglo-española, que debía
consagrarse mediante acuerdo matrimonial. Su objetivo, por lo tanto, era el de evitar los
costos posiblemente desastrosos que supondría la guerra en un momento en que el gobierno
se encontraba ya de por sí en una profunda crisis económica, frenar la creciente
dependencia del Parlamento que seguramente provocaría una política bélica y evitar
comprometerse con los holandeses republicanos.
Por el contrario, el arzobispo Abbot y una serie de facciones cortesanas entrelazadas y
dirigidas por el conde de Pembroke intentaban inducir a la Corona a salir en defensa de
Federico estableciendo alianzas con las potencias protestantes europeas para atacar España.
A pesar del alto precio y de la incoveniencia que posiblemente la intervención militar en el
extranjero podría tener para las localidades, la Cámara de los Comunes expresó, en 1621 y
1624, su entusiasmo por una guerra contra España. En el Parlamento de 1624, pareció por
un breve momento que la Corona y las clases parlamentarias se habían unido en sus
perspectivas sobre la política exterior en general. Buckingham y Carlos habían establecido
una alianza con las facciones antiespañolas del Consejo Real y de la nobleza en general, así
como con antiguos opositores a la política real en los Comunes, en torno a una ofensiva
antiespañola.
Desde 1625-1626, secciones crecientes del Parlamento, dejaron de apoyar la política
exterior belicista de la Corona, no porque se opusiera a la guerra en general debido a su
precio, sino porque esta políticaq suponía aventuras militares muy diferentes a los que ellos
habían aprobado en 1624. Incluso mientras que el Parlamento había completado su tarea,
Carlos y Buckingham negociaban con Francia una alianza que establecía la tolerancia a los
católicos que Jacobo había prometido no conceder.
La participación del país en la guerra supuso un aumento de la presión sobre el régimen e
intensificó el conflicto. Ocurrió, en primer lugar, porque el monarca patrimonial, inclinado
a asumir lo que él y sus colaboradores inmediatos consideraban el lugar y el poder que les
correspondía entre los monarcas de Europa, adoptó políticas exteriores específicas por
medio de una tributación extraparlamentaria, así como otras formas de gobierno arbitrario.
El rey y sus consejeros más cercanos tomaron la creciente oposición del Parlamento a la
política exterior de Carlos en 1625-1626, y más en particular la insistencia en procesar a
Buckingham, el primer ministro de Carlos, como afrentas a la dignidad real y, al menos
implícitamente, como cuestionamientos del derecho real a escoger sus propios consejeros.
Carlos respondió disolviendo el Parlamento. Más para seguir gobernando y prosiguiendo
sus objetivos sin el respaldo económico del Parlamento, se vio obligado, entre 1626 y 1628,
a confiar en los tributos arbitrarios: promulgó el Préstamo Forzoso y empezó a recaudar de
manera sistemática y forzosa imposiciones extraparlamentarias, así como tonelaje y
poundage. Al hacerlo, intentó justificar sus acciones en términos absolutistas.
En este contexto, las diferencias en materia religiosa, pasaron a ser diferencias
fundamentales sobre la naturaleza del Estado y la función que el desempeñaban los sujetos
principales. Por su parte, ante el distanciamiento de buena parte de las clases terratenientes
parlamentarias respecto a sus políticas, el gobierno de Carlos llevó a su conclusión lógica
las perspectivas sobre la religión y la Iglesia que Jacobo había empezado a aplicar en el
período de breve pero intensa polarización acerca del tratado matrimonial con España, a
comienzos de la década de 1620. Maniobró para consolidar su apoyo a miembros de la
jerarquía eclesiástica de los cuales dependía. Esto es explicable, parecería, porque los
miembros de las capas superiores de la jerarquía eclesiástica dependían de que la
monarquía los nombrara para cargos estatales efectivos, que mantenían casi como
propiedad privada. A la Corona, le interesaba, por consiguiente, fortalecer la Iglesia e
incluso estaba dispuesto a defender las pretensioes jurisdiccionales del clero para formar un
contrapeso a las clases parlamentarias.
Por otra parte, a medida que las iniciativas políticas exteriores e interiores del gobierno,
lideradas por el duque de Buckingham, se desviaban cada vez más agudamente de lo que
los parlamentarios consideraban haber aprobado, y en especial, a medida que la Corona
acudía al gobierno extraparlamentario basándose en los impuestos extraparlamentarios
para proseguir sus iniciativas, los líderes de las clases parlamentarias se vieron obligados a
activar la resistencia extraparlamentaria en los condados. Al hacerlo, se aliaron con un
emergente movimiento de oposición londinense liderados por mercaderes ultramarinos y
acabaron por apoyar cada vez más las actividades propagandísticas, y la organización
religiosa-política de los clérigos calvinistas militantes, en especial en Londres y en East
Anglia.
Las clases parlamentarias y los mercaderes de las compañías ultramarinas