Revista literaria escarnio n°38

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El opio en “La piedra lunar” de Wilkie Collins

[A modo de editorial]

La cuestión de las alteraciones de la conciencia es precisamente la clave del argumento de La piedra

lunar; en particular, las alteraciones derivadas de la ingestión de sustancias químicas. Collins conocía el

asunto de primera mano; debido a sus problemas de reumatismo, con fuertes dolores que le postraban en la

cama durante días, consumía opio con fines analgésicos. Es probable que su experiencia con esa droga le

inspirase el argumento de su novela; en cualquier caso, la clave de los hechos sujetos a investigación en su

libro –a saber: el robo y la desaparición de un diamante– está precisamente en el opio, ya que el autor

material del robo –el personaje central del libro, el joven Franklin Blake– ha actuado durante la noche bajo

los efectos del láudano, tomado por él sin saberlo, de una forma completamente fortuita. Una vez han

pasado esos efectos, Blake es absolutamente incapaz de recordar sus actos; su propia sorpresa ante el robo

es completamente honesta, y hasta tal punto es así que se convierte en el más ahincado investigador del

delito.

Así pues, el ladrón lo es sin tener él mismo constancia de ello. Y ahora viene lo que más nos interesa aquí:

un año más tarde, para llegar a elucidar lo que pasó la noche del robo, Blake acepta someterse a un

experimento. Tal experimento consiste en repetir la ingestión de láudano, en unas circunstancias lo más

similares posible a las de la noche del robo: la misma dosis, la misma hora, el mismo lugar, los mismos actos

previos y las mismas condiciones mentales previas. Reproducido ese contexto, y nuevamente bajo los

efectos del láudano, Blake repite de forma casi exacta los mismos gestos y la misma conducta con los que se

había manejado para sustraer el diamante, y que, como ya hemos dicho, permanecían totalmente

desconocidos para él en el estado de conciencia normal.

En otros términos: el estado alterado de conciencia creado por el opio en la psique de Blake actuó como un

registro cognitivo independiente, inasequible para el estado de conciencia ordinario. Para acceder otra vez a

ese registro, Blake debía someterse a las mismas condiciones que permitieron generarlo en su momento:

sólo así logra recuperar la memoria depositada ahí. En suma: para llegar a recordar su acto opiáceo, Blake

debe “opiacear” de nuevo.

Como ya hemos dicho, Wilkie Collins conocía sin duda las alteraciones de la conciencia procuradas por la

ingestión de opio. Resulta factible, además, visto el argumento de su libro, que hubiera meditado sobre el

hecho de que el opio conduce cada vez a unos mismos paisajes psíquicos, cuya actualización resulta, sin

embargo, prácticamente imposible desde el estado de conciencia ordinario. Y también resulta factible, por

ende, que previera ciertos reparos críticos a esta comprensión, a la que él había accedido por su propia

experiencia, por parte de los lectores que nunca hubieran consumido opio, o que no hubieran profundizado

en sus efectos.

de Casuística (2): La Piedra Lunar Jorge Fraga

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Jean Paul Toulet Contrarrimas

X

Fô ha dicho… “Ese tapiz que urdimos tal “Gusano su sudario, “En que sólo el haz es palmario: ‘‘Es el sino fatal. ‘‘Mas tal vez a otra mirada “El otro lado regala “El sueño, las flores, la gala “De tina pintura hadada.” Del negro oro de tisanas Borracho, y de su arte. Tal canta Fô, y al zig zag parte Entre dos cortesanas.

XXXIX “—Abrázame, pequeña Emilia. Sí, juntos… Lo celebro. ¿Has dado al fin con el cerebro Que falta a tu familia? Di, ¿es cierto que el capellán Está a mal con Correos? ¿Y qué tal Fulano… Loréos, El que va a Mailland?” En la penumbra, con apuro, Te quitabas las medias, Gorrión: alentabas a medias, El cuarto estaba oscuro…

XLIV Los que retornáis de Cathai Con las Mensajerías, Acunados en las folías O del opio o del shai, En palacio de venturina Do el día dice abur, ¿Habéis visto a Boudroulboudour, Princesa de la China. En su pantalón negro clara, Nácar en concha bruna? Jean Chicaille, al claro de luna, ¿A veros se acercara. Como asfódelo lacrimoso De las islas Ouac-Waco, Jurando coser en un saco, A su esposa, el celoso, Tal y como de la corriente Del mar sobre la orilla Un pavo virgen se alza y brilla En el sol naciente?

IX

Nocturno Oh mar, que oigo bullir Tras la noche y su nada. Como seno de enamorada Que no puede dormir; Grave, el viento tunde el cantil... ¿Que hay un canto burlón De sirena en mi corazón?- Corazón, diosa vil. No más lágrimas, ni querer Ser de nadie consolado... Quedo. como sangra un costado. Se ha puesto a llover

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Manual autocultivo de la adormidera

Formas de consumo y métodos de extracción

1.- Formas de consumo: se puede comer, fumar, beber en infusión o

diluido en bebidas alcohólicas, administrar por vía anal; afectando, a

la intensidad y velocidad del efecto, la forma de consumo. El opio

de uso farmacéutico no deberá contener más de un 12-15% de

humedad.

Ingerido: el opio una vez seco se puede pulverizar o realizar una

pequeña bola amasándolo con los dedos, envolviendo ésta con

papel de fumar o introducirlo en una cápsula vacía (para evitar el

sabor amargo, un tanto desagradable) e ingerir. Dosis media: 300-

600 mg según personas y tolerancia.

Laúdano (tintura de opio): mezclar a partes iguales opio, agua y

alcohol etílico, se le suele añadir algunas especias para mejorar el

sabor (no sirve el alcohol de farmacia de 96° ya que contiene una

sustancia para evitar su ingestión). También se puede diluir el opio en un licor de alta graduación.

*Antiguamente se preparaba una bebida mezclando las cabezas machacadas con vino y miel, añadiendo

especias para mejorar el sabor. En algunas zonas de África se fuma la planta, previamente secada y triturada,

mezclada con tabaco y/o cannabis.

Vía anal: con esta forma de administración, moldeando el opio en forma de pequeña bola y como si se

tratase de un supositorio, se evitan muchas de las molestias gástricas que por vía oral se pueden producir.

2.- Métodos de extracción del opio: todas las partes de la planta contienen opio, pero su mayor

concentración se encuentra en las paredes de las cápsulas. De la plantas secas (paja seca de la adormidera) y

principalmente de las cabezas también se puede extraer un alto porcentaje de opio, aunque con una potencia

de dos o tres veces inferior al opio en bruto.

Infusión (el mejor método para aprovechar una pequeña cosecha): moler varias cabezas de adormidera

(vacías previamente de semillas). Echar el polvo resultante en un cazo con agua hirviendo y mezclar

rápidamente, no dejando que hierva más de 3-4 segundos. Se apaga y se deja reposar tapado por 15 minutos

aprox. Colar por un filtro muy fino y endulzar al gusto. Dosis media: 10-15 cabezas según tamaño (2 gr

aprox. en polvo).

Extracto de infusión (sólido): hacer una infusión con las cápsulas secas y trituradas no muy finas en bastante

agua. Agregar el zumo de un limón o vinagre, ayudará a la disolución. Sin filtrar, poner directamente al baño

maría (no debe llegar a hervir) durante una hora aproximadamente, removiendo de vez en cuando. Colar

con un filtro muy fino, tipo café; reservar. Con el residuo vegetal resultante repetir la operación 2 o 3 veces.

Reducir todo el liquido de nuevo al baño maría hasta que se espese y en el fondo de la olla quede una pasta

similar al opio refinado. 150 gr de cabezas trituradas producen entre 12 a 14 gr de residuo seco.

Extracto de alcohol o éter: también se puede realizar una extracción poniendo a macerar las cabezas

trituradas durante unos días en éter de petróleo o alcohol etílico, filtrando el líquido y dejando evaporar el

disolvente, el resultado final es similar al del método anterior (extremar las precauciones, los vapores de los

disolventes pueden ser explosivos).

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Refinado del opio en bruto (preparación apta para fumar): este proceso se basa en el cambio del estado

físico del Opio (de solido a líquido) para facilitar la separación de las impurezas sólidas mediante una sencilla

operación de filtrado.

-El Opio bruto, látex seco de la Papaver somniferum (se recomienda triturar para facilitar la disolución) se coloca en una olla con agua caliente, que no llegue a hervir, revolviendo hasta que se disuelva. Se filtra y se retiran las impurezas (tierra, restos vegetales, etc.). Los filtros de café se embozan fácilmente, es mejor utilizar un filtro permanente de cafetera o una maya muy fina. Se obtiene así un líquido marrón claro que se calienta sin llegar a hervir, al baño María, hasta evaporar el agua casi por completo quedando en el fondo una pasta espesa de color marrón oscuro, retirándola antes de que su consistencia sea parecida a la masilla, ya que si se seca del todo, será muy difícil despegarla del fondo de la olla. Terminar de secar al sol o bajo una lámpara. Una proporción aproximada seria 6 litros de agua por cada 1 kilogramo de opio seco en bruto; lo

importante es que no llegue a quedarse tan seco que se pueda quemar, si es necesario añadir pequeñas

cantidades de agua. Se recomienda no superar los 70/80 ºC para minimizar la destrucción de alcaloides por

efecto del calor. Después de este sencillo pero laborioso proceso el Opio habrá perdido entre un 20% - 30

% de su peso inicial (el Opio es ahora entre un 20% - 30% más puro; se pierde peso ganando en calidad).

También sería posible realizar el refinado a partir del látex fresco ajustando mejor la cantidad de agua. El

Opio así tratado está preparado para fumar siendo también menos indigesto para comer. Si se opta por

consumir fumado, es preferible usar una pipa abierta y una base caliente para vaporizarlo, ya que en la típica

pipa china de cazoleta cerrada el Opio se carboniza e irremediablemente atascaría el pequeño agujero de la

cazoleta. El Opio una vez refinado se puede seguir procesando hasta obtener el chandoo; este es un

procedimiento muy largo, laborioso y bastante complicado para el que se requería una alta cualificación y

preparación práctica.

Conservación: en lugar seco y fresco, la excesiva humedad y las temperaturas altas pueden deteriorar el opio;

si ha sido bien secado resulta muy estable pudiéndose almacenar durante varios años.

(C)n Burgos Fragmento del Manual de autocultivo de adormidera

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La pipa de opio

El otro día hallé a mi amigo Alphonse Karr1 sentado en su diván, con una bujía encendida pese a ser el día muy claro, sosteniendo en su mano un tubo de madera de cerezo provisto de una cazoleta de porcelana en la que hacía gotear una especie de pasta ocre bastante parecida al lacre; esa pasta ardía y chisporroteaba en la chimenea de la cazoleta, mientras él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se iba esparciendo por la habitación con un vago olor a perfume oriental. Tomé, sin hablar, el aparato de manos de mi amigo, y me ajusté a uno de sus extremos; tras unas cuantas inspiraciones, experimenté una especie de aturdimiento que no dejaba de tener su encanto, semejante a las sensaciones de la primera borrachera. Por ser día de folletín y careciendo del placer de estar achispado, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín a saludar a las dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra obligación que ser negro sobre una alfombra de césped verde. Regresé a mi casa, cené y me fui al teatro a sufrir no sé qué comedia; luego, volví a casa para acostarme, acto que es preciso hacer todos los días, realizando con esta muerte de unas horas, el aprendizaje para la muerte definitiva. El opio que yo había fumado, lejos de ocasionar el efecto de somnolencia que esperaba, me puso en proa a una crisis nerviosa como cuando se toma un café cargado, y empecé a dar vueltas por la cama como una carpa en la parrilla o un pollo en el asador, con un perpetuo movimiento de las sábanas, con gran descontento de mi gato hecho una bola sobre la esquina de mi edredón. Finalmente, el sueño tanto tiempo implorado enarenó mis pupilas con su oro en polvo, mis ojos se calentaron, se hicieron más pesados y me dormí. Al cabo de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño. Fue éste: Me hallaba en casa de mi amigo Alphonse Karr, igual que por la mañana en la realidad; él estaba sentado sobre el diván tapizado de amarillo, con su pipa y su bujía encendidas; pero el sol no hacía revolotear en las paredes, como mariposas de mil colores, los reflejos azules, verdes y rojos de los cristales. Cogí la pipa de sus manos, tal como hiciera unas horas antes, y empecé a aspirar lentamente el humo embriagador. No tardó en apoderarse de mí una flojedad llena de beatitud, y experimenté el mismo aturdimiento que había sentido al fumar la verdadera pipa. Hasta ahí el sueño se ajustaba a los más exactos límites del mundo habitable, repitiendo como un espejo las acciones de mi jornada. Yo estaba acurrucado sobre un montón de cojines y eché perezosamente la cabeza atrás para seguir en el aire las espirales azuladas que se fundían en bruma de guata, después de arremolinarse unos minutos. Mis ojos se fijaban naturalmente en el techo, de un negro de ébano, con arabescos dorados. A fuerza de contemplar dicho techo con esta atención extática que precede a las visiones, me pareció azul, de un azul oscuro, como uno de los paneles del manto de la noche. -Has hecho repintar el techo de azul –le indiqué a Karr, que siempre impasible y silencioso había preparado otra pipa, y lanzaba más humo que una estufa en invierno o que un vapor en cualquiera estación. -No, hijito –respondió, sacando su nariz de la humareda–, pero tú tienes rabiosamente el aspecto de haberte pintado el estómago de rojo, por medio de un burdeos más o menos Laffitte. -Sí, tienes razón, pero sólo he bebido un miserable vaso de agua azucarada, en el que todas las hormigas de la tierra habían venido a calmar su sed, como una academia de natación para insectos. -Por lo visto, el techo se había cansado de ser negro y se cambió en azul; después de las mujeres, no conozco nada tan caprichoso como los techos; es una fantasía del techo, cosa corriente. Dicho lo cual, Karr metió la nariz en la nube de humo, con el aspecto satisfecho de quien ha dado una explicación límpida y luminosa. Sin embargo, yo quedé convencido a medias, y me costaba creer que los techos fueran tan fantásticos, por lo que continué contemplando el que estaba sobre mi cabeza, no sin cierta inquietud. Azuleaba, azuleaba como el mar en el horizonte, y las estrellas empezaban a abrir sus párpados de pestañas doradas; estas pestañas, de suprema delgadez, que se alargaban por la estancia llenándola de rayos prismáticas. Unas líneas negras rayaban esa superficie de azul, y pronto reconocí que las vigas superiores de la casa se habían hecho transparentes.

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A pesar de la facilidad con que en sueños se admiten como naturales las cosas más extrañas, todo eso empezó a parecerme un poco turbio y sospechoso y pensé que si mi camarada Esquiros el Mago2 hubiera estado presente, me hubiese dado unas explicaciones más satisfactorias que las de mi amigo Alphonse Karr. Como si este pensamiento tuviera la fuerza de una invocación, Esquiros se presentó de pronto ante nosotros, casi como el perro de aguas de Fausto, que surge detrás de la estufa. Mostraba un semblante muy animado, con aspecto triunfal, y exclamó, frotándose las manos: -He estado en las antípodas y he hallado la Mandrágora que habla.3 Esta aparición me sorprendió y le pregunté a Karr: -¡Oh, Karr! ¿Concibes acaso que Esquiros, que hace un momento no estaba aquí, haya entrado sin que nadie le haya abierto la puerta? -Nada es más sencillo –respondió Karr–. Hay costumbre de entrar por las puertas cerradas; sólo la gente mal educada pasa por las puertas abiertas. Ya sabes que se dice como insulto: «Eres un gran derribador de puertas abiertas». No logré objetar nada contra un razonamiento tan sensato y me quedé convencido de que, en efecto, la presencia de Esquiros era sumamente explicable y legal en sí misma. De todos modos, me miró de manera extraña y sus ojos se agrandaron de forma desmesurada; eran ardientes y redondos como escudos recalentados en un horno, y su cuerpo se disipaba y se diluía en la sombra, de modo que de él solamente divisaba sus dos pupilas llameantes y radiantes. Unas redes de fuego y torrentes de efluvios magnéticos mariposeaban y se arremolinaban a mi alrededor, enlazándose cada vez de manera más inextricable y apretándose siempre; unos hilos centelleantes terminaban en cada uno de mis poros y se implantaban en mi piel casi como los cabellos en mi cabeza. Me hallaba en un estado de sonambulismo completo. Entonces distinguí dos pequeños copos blancos que cruzaban el espacio azul del techo como vellones de lana impulsados por el viento, o como un collar que se desgrana en el aire. Trataba en vano adivinar lo que era, cuando una voz bronca me susurró al oído con un extraño acento: ¡Son espíritus! Cayeron las escamas de mis ojos; los blancos vapores adoptaron formas más precisas y vi claramente una larga fila de figuras veladas que seguían la cornisa, de derecha a izquierda, con un movi-miento ascendente muy pronunciado, como si un soplo imperioso los elevara y les sirviera de alas. En una esquina de la estancia, sobre la moldura del techo, estaba sentada una joven arropada con una larga capa de muselina. Sus pies desnudos colgaban indolentemente cruzados uno sobre el otro; eran realmente encantadores, de una pequeñez y una transparencia que me recordaron los blancos y puros pies de jaspe que surgen de la falda de mármol negro de la antigua Isis del Museo. Los otros fantasmas le golpeaban la espalda, diciéndole: -Nos vamos a las estrellas, ven con nosotros. La sombra con pies de alabastro, respondía: -No, no quiero ir a las estrellas; deseo vivir seis meses más. Pasó toda la procesión y la sombra se quedó sola, balanceando sus piececitos y golpeando la pared con un talón de matices rosas, pálido y tierno como el corazón de una campanilla silvestre; a pesar de tener velada la cara, la intuí joven, adorable y seductora, y mi espíritu se lanzó hacia ella, los brazos tendidos, abiertas las alas. La sombra comprendió mi turbación por intención o simpatía, y pronunció con una voz suave y cristalina como un armonio: -Si tienes el valor de ir a besar a la que yo fui, y cuyo cuerpo está tendido en la ciudad negra, viviré seis meses más y mi segunda vida será para ti. Me incorporé y me formulé esta pregunta: A saber, si yo no era juguete de una ilusión y si todo lo que estaba sucediendo no sería un sueño. Era, en realidad, la última luz de la lámpara de la razón extinguida por el sueño. Les pregunté a mis dos amigos qué opinaban de todo ello. El imperturbable Alphonse Karr pretendió que la aventura era muy común y que él ya había tenido varias del mismo género, y que yo era un gran ingenuo si me asombraba por tan poco. Esquiros lo explicó todo por medio del magnetismo. -De acuerdo, iré, pero estoy en zapatillas... -No importa –replicó Esquiros–, porque presiento un coche a la puerta. Salí y vi, en efecto, un cabriolé con dos caballos, que parecía estar aguardándome. Subí a su interior. No había cochero... Los caballos tiraban del carruaje por sí solos; eran muy negros y galopaban con tanta furia que sus grupas bajaban y subían como las olas del mar, dejando detrás una estela de chispazos. Primero cogieron por la calle de La-Tour-d'Auvergne, luego por la de Bellefond y después por la de Lafayette, pasando acto seguido por varias calles cuyos nombres eran desconocidos para mí.

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A medida que marchaba el coche, los objetos tomaban formas extrañas a mi alrededor: eran casas raras, agazapadas al borde del camino como viejas arpías, cercados de tablas, faroles que se confundían con patíbulos; pronto las casas desaparecieron por completo y el carruaje empezó a rodar por el campo. Atravesamos una planicie triste y sombría... el cielo estaba bajo, de color plomizo, y una interminable procesión de árboles no muy altos corría en sentido contrario al coche por ambos lados del camino, como un ejército de palos de escoba en derrota. No había nada tan siniestro como esa inmensidad grisácea que la escueta silueta de los árboles esmaltaba de negrura... no brillaba ni una estrella, ninguna línea de luz aclaraba la profundidad pálida de aquella semioscuridad. Por fin llegamos a una ciudad desconocida para mí, cuyas casas de singular arquitectura, vagamente entrevistas en las tinieblas, me parecieron de tal pequeñez que pensé no podían estar habitadas por nadie; el coche, aunque mucho más ancho que las calles que atravesaba, no se demoraba en absoluto; las casas se alineaban a derecha e izquierda como paseantes asustados, que dejaban libre el paso. Tras varias vueltas y revueltas, sentí que el coche se fundía bajo mis piernas y los caballos se esfumaron en vapor... Había llegado. Una luminosidad rojiza se filtraba a través de los intersticios de una puerta de bronce que no estaba cerrada; la empujé y me hallé en una sala baja enlosada con mármol blanco y negro, y en el techo una bóveda de piedra; una lámpara antigua, colocada sobre un zócalo de corte violeta, alumbraba con luz débil una figura acostada, que primero tomé por una estatua como las que duermen, juntas las manos, un lebrel a los pies, en las catedrales góticas; mas no tardé en ver que se trataba de una mujer real. Mostraba una palidez exangüe, que comparé con el tono de la cera virgen amarillenta; sus manos, mates y blancas como hostias, se cruzaban sobre su corazón; sus ojos estaban cerrados y las pestañas llegaban hasta sus mejillas; todo en ella estaba muerto: sólo la boca, fresca como una granada en flor, resplandecía con una vida rica y purpurada, sonriendo a medias como en un sueño dichoso. Me incliné hacia ella, posé mi boca sobre la suya y le di el beso que la haría revivir. Sus labios, húmedos y tibios como si el aliento acabara de abandonarlos, palpitaron bajo los míos y me devolvieron el beso con un ardor y una vivacidad increíbles. Aquí se produce una laguna en mi sueño y no sé de qué modo regresé de la ciudad negra; probablemente montado en una nube o sobre un murciélago gigantesco... pero recuerdo perfectamente que me encontré con Karr en una casa que no era ni la suya ni la mía, ni ninguna de las que yo conocía. Sin embargo, todos los detalles interiores, todo el mobiliario y la disposición general me resultaban sumamente familiares; vi claramente la chimenea estilo Luis XVI, el biombo rameado, la lámpara con pantalla verde y las estanterías llenas de libros en los ángulos de la chimenea. Yo ocupaba una poltrona y Karr, los talones apoyados sobre la falda de la chimenea, estaba tendido sobre la espalda y casi la cabeza en un sillón, escuchando con expresión compasiva y resignada el relato de mi expedición que yo mismo consideraba un sueño. De pronto se oyó un fuerte campanillazo y nos anunciaron que una dama deseaba hablarme. -Que entre esa dama –asentí, un poco emocionado y presintiendo lo que iba a suceder. Una mujer ataviada de blanco y los hombros cubiertos con una manteleta negra, entró con paso ligero y se situó bajo la penumbra luminosa proyectada por la lámpara. Por un fenómeno muy singular, vi pasar por su cara tres fisonomías diferentes: se pareció por un instante a la Malibrán, luego a M..., después a la que afirmaba que no se quería morir, y cuya última frase fue: —Dadme un ramito de violetas.4 Pero estas semejanzas pronto se disiparon como una sombra en un espejo, y las facciones tomaron fijeza y se condensaron, y entonces reconocí a la muerta que había besado en la ciudad negra. Su atavío era muy sencillo, pues no lucía otro adorno que un aro de oro en sus cabellos muy negros, que le caían como racimos de ébano a lo largo de sus lisas y aterciopeladas mejillas. Dos manchitas rosas empurpuraban sus pómulos y sus ojos brillaban como globos de plata bruñida; por lo demás, poseía una belleza de camafeo antiguo, y la rubia transparencia de sus carnes aumentaba todavía más ese parecido. Estaba de pie ante mí y me rogó, pregunta bien extraña, que le dijera su nombre. Le contesté sin vacilar que se llamaba Carlotta,5 lo cual era cierto; luego, me contó que había sido cantante y que había fallecido tan joven que ignoraba los placeres de la existencia, y que antes de hundirse para siempre en la inmóvil eternidad, deseaba gozar de la belleza del mundo, embriagarse con todas las voluptuosidades y sumergirse en el océano de los goces terrenales; que sentía una sed inextinguible de vida y amor.

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Así hablando, me di cuenta de una elocuencia de expresión y una poesía que no puedo retratar en absoluto, en tanto anudaba sus brazos como un chal en torno a mi cuello y enlazaba sus delgadas manos en los bucles de mis cabellos. Hablaba en versos de una belleza tan maravillosa que ningún poeta podría igualar, y cuando el verso no bastaba para traducir sus pensamientos, le añadía las alas de la música, y así yo escuchaba trinos, sartas de notas más puras que las perlas más perfectas, filados de voz, fermatas por encima de los límites humanos, todo lo que el alma y el espíritu pueden soñar de más suave, más adorablemente coqueto, más amoroso, más ardiente, más inefable. -Vivir seis meses, seis meses más –era el estribillo de todas sus cantinelas. Yo preveía claramente todo lo que ella iba a decir antes de que el pensamiento llegara desde su cabeza o su corazón a sus labios, y yo mismo terminaba el verso o el canto comenzados; tenía para ella una enorme transparencia, y ella leía en mí con gran seguridad y rapidez. No sé adonde habríamos llegado con estos éxtasis, que no moderaba en absoluto la presencia de Karr, cuando sentí una cosa peluda y ruda que me pasaba por el rostro; abrí los ojos y vi que mi gato restregaba sus bigotes con el mío a modo de saludo matutino, ya que el alba tamizaba a través de los visillos una luz vacilante. Así finalizó mi sueño de opio, que sólo me dejó un rastro de melancolía, consecuencia ordinaria de este tipo de alucinaciones.

Theóphile Gautier

1 Alphonse Karr (1808-1890) participó en la bohemia de la época del Decanato y en las «fantasías» de la mansión Pimodan, aunque al parecer se entregó más a la experiencia del opio que a la del hachís, lo que legitima su presencia en La pipa de opio. 2 Alphonse Esquiros (1812-1876), amigo de Gautier, formó parte de la bohemia romántica del Decanato y publicó en 1838 Le Magicicn, novela de amor y hermetismo. 3 Alusión al relato «La Pee aux miettes» (1882), de Charles Nodier, donde el protagonista va en busca de la «mandragora que canea», narcótico y remedio para la melancolía. 4 Es posible que se refiera a la Cydalise, la musa de la bohemia romántica, amante del pintor Camille Rogier y amiga de Gautier. 5 ¿Quizás una alusión a Carlotta Grisi?

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Clave taxonómica para reconocer adormideras

1.- Hojas glabras con escasos pelos en el envés, aserradas o pinatífidas, las superiores amplexicaules. Botones

florales glabros. Flores rosado-liláceos.

1.- Papaver somniferum

1.- Hojas híspidas, pinatipartidas o pinatisectas, las superiores no ampexicaules. Botones florales híspidos. Flores

rosado oscuro o rojo-anaranjado.

2.-Hojas con segmentos de hasta 3 mm de ancho, rara vez sobrepasa los 5 cm de

longitud. Botón floral casi tan largo como ancho. Cápsula híspida (setosa).

2.- Papaver hybridum

2.-Hojas con segmentos de más de 3 mm de ancho, frecuentemente mayores a 5

cm de longitud. Botón floral más largo que ancho. Cápsula glabra.

3.- Papaver rhoeas

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Tinctura Opii Tr. Opii Tinctura Opii Deodorati P. de los E. U. IX Opii tinctura P.I. Tintura de Opio (Tinclure of Opium) Láudano (Laudanum) Tintura de Opio Deodorizada (Tincture of Deodorized Opium) La Tintura de Opio rinde por cada 100 cc., no menos de 0.95 ni más de 1.05 g. de morfina anhidra. OPIO GRANULADO :100 Gmos. PARAFINA : 50 Gmos. ALCOHOL: 200 cc. AGUA: cantidad suficiente Para obtener próximamente 1000 cc. Caliéntense hasta la ebullición 500 ce. de agua, viértanse sobre el opio granulado que debe estar contenido en vasija apropiada y revuélvase la mezcla con frecuencia durante veinticuatro horas. Transfiérase la mezcla a un percolador, y, cuando el menstruo original deje de gotear, continúese la percolación con lentitud, añadiendo gradualmente agua hasta que el opio quede agotado. Concéntrese el percolato, por evaporación al baño-maría, hasta que mida 150 cc., añádase la parafina y continúese calentando hasta que se haya fundido totalmente. Agítese la mezcla perfectamente y déjese enfriar por reposo. Cuando esté fría hágase una perforación en la capa superior de parafina y decántese el líquido, añádanse a éste 600 cc. de agua y fíltrese, agréguese el alcohol al líquido filtrado, y lávense la parafina que queda y el filtro con pequeñas porciones de agua hasta que los líquidos reunidos midan 950 cc. Valórese una porción de este líquido como se ordena más abajo, y de la cantidad de morfina que contenga, determinada así, dedúzcase por cálculo la de morfina anhidra en el resto del líquido y fíjese el volumen de la Tintura terminada adicionando una mezcla de 1 volumen de alcohol y 4 volúmenes de agua, de modo que cada 100 cc. contengan 1 g. de morfina anhidra. Valoración—Evapórense al baño-maría 80 ce. de Tintura de Opio hasta que todo el alcohol se elimine. Precédase después como se ordenó en la valoración para el Opium, El resultado de la valoración indica la cantidad de morfina obtenida en 40 cc. de la Tintura de Opio. El contenido alcohólico, es de 17 a 19 por ciento, en volumen.

Farmacopea de los Estados Unidos de América Décima revisión decenal Oficial desde 1926

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Kubla Khan

En Xanadú, Kubla Khan mandó que levantaran su cúpula señera: allí donde discurre Alfa, el río sagrado, por cavernas que nunca ha sondeado el hombre, hacia una mar que el sol no alcanza nunca. Dos veces cinco millas de tierra muy feraz ciñeron de altas torres y murallas: y había allí jardines con brillo de arroyuelos, donde, abundoso, el árbol de incienso florecía, y bosques viejos como las colinas cercando los rincones de verde soleado. ¡Oh sima de misterio, que se abría

bajo la verde loma, cruzando entre los cedros!

Era un lugar salvaje, tan sacro y hechizado

como el que frecuentara, bajo menguante luna,

una mujer, gimiendo de amor por un espíritu.

Y del abismo hirviente y con fragores

sin fin, cual si la tierra jadeara,

hízose que brotara un agua caudalosa,

entre cuyo manar veloz e intermitente

se enlazaban fragmentos enormes, a manera

de granizo o de mieses que el trillador separa:

y en medio de las rocas danzantes, para siempre,

lanzose el sacro río.

Cinco millas de sierpe, como en un laberinto,

siguió el sagrado río por valles y collados,

hacia aquellas cavernas que no ha medido el hombre,

y hundióse con fragor en una mar sin vida:

y en medio del estruendo, oyó Kubla, lejanas,

las voces de otros tiempos, augurio de la guerra.

La sombra de la cúpula deliciosa flotaba

encima de las ondas,

y allí se oía aquel rumor mezclado

del agua y las cavernas.

¡Oh, singular, maravillosa fábrica:

sobre heladas cavernas la cúpula de sol!

Un día, en mis ensueños,

una joven con un salterio aparecía

llegaba de Abisinia esa doncella

y pulsaba el salterio;

cantando las montañas de Aboré.

Si revivir lograra en mis entrañas

su música y su canto,

tal fuera mi delicia,

que con la melodía potente y sostenida

alzaría en el aire aquella cúpula,

la cúpula de sol y las cuevas de hielo.

Y cuantos me escucharan las verían

y todos clamarían: «¡Deteneos!

¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!

Tres círculos trazad en torno suyo

y los ojos cerrad con miedo sacro,

pues se nutrió con néctar de las flores

y la leche probó del Paraíso».

Samuel Taylor Coleridge Versión de Màrie Montand

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El Doppelgänger.

En calma está la noche, en las calles no hay sonidos,

En aquella casa vivió mi tesoro.

Hace mucho que Ella abandonó el pueblo,

Pero la casa, sin embargo, no se ha movido.

Allí también hay un hombre mirando fijo hacia arriba,

Retorciendo sus manos presa del dolor.

Me horrorizo al contemplar su rostro:

–La luna me muestra el mío–.

¡Tú, mi Doble! ¡Tú, pálido compañero!

¿Por qué imitas mi querida aflicción,

Aquella que me atormenta en este lugar

Desde hace tantas, tantas noches atrás?

Heinrich Heine

Der Doppelgänger

Still ist die Nacht, es ruhen die Gassen,

In diesem Hause wohnte mein Schatz;

Sie hat schon längst die Stadt verlassen,

Doch steht noch das Haus auf dem selben Platz.

Da steht auch ein Mensch und starrt in die Höhe,

Und ringt die Hände, vor Schmerzensgewalt;

Mir graust es, wenn ich sein Antlitz sehe -

Der Mond zeigt mir meine eigne Gestalt.

Du Doppelgänger! du bleicher Geselle!

Was äffst du nach mein Liebesleid,

Das mich gequält auf dieser Stelle,

So manche Nacht, in alter Zeit?

Heinrich Heine

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Self-portraits and drugs

Bryan Lewis Sauders

“Después de experimentar cambios

drásticos en mi entorno, busqué otras

experiencias que pudieran afectar

profundamente a mi percepción del yo.

Así ideé un experimento en el que

todos los días ingerí un medicamento

(droga) diferente y me dibujé bajo su

influencia: a las pocas semanas me volví

a un estado letárgico y sufrí daño

cerebral leve. Todavía realizo este

experimento, pero a grandes lapsos de

tiempo. Solo tomo medicamentos

prescritos.”

Bryan Lewis Sauders

[1 shot of Dilaudid & 3 shot of Morphine]

[Dilaudid 4 mg]

]]

[Morphine (dosis deconocida)]

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Ilustraciones y fotografía de

Jean Cocteau en su libro Opio.

Crónica de una desintoxicación.

“Abandono de Saint-Cloud”, “El

dolor exquisito”, “Escena de

Orfeo”, “Oreste”, “Sublevación

de las tripulaciones”.

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Parte I [Al lector] Te ofrezco, amable lector, el relato de una época notable de mi vida; confío en que, vista la aplicación que le doy, será no sólo un relato interesante sino también útil e instructivo en grado considerable. Con esa esperanza lo he redactado y esa será mi disculpa por romper la reserva delicada y honorable que, por lo general, nos impide mostrar en público los propios errores y debilidades. Nada en verdad más repugnante a los sentimientos ingleses que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus úlceras o llagas morales y arranca el «decoroso manto» con que las han cubierto el tiempo o la indulgencia ante las flaquezas humanas; a ello se debe que la mayoría de nuestras confesiones (me refiero a las confesiones espontáneas y extrajudiciales) procedan de gentes de dudosa reputación, picaros o aventureros, y que para encontrar tales actos de gratuita humillación de sí mismo en quienes cabría suponer de acuerdo con el sector decente y respetable de la sociedad tengamos que acudir a la literatura francesa o a esa parte de la alemana contaminada por la sensibilidad espúrea y deficiente de los franceses. Tan firmemente lo creo, tanto me inquieta la posibilidad de que se me reprochen esas tendencias, que durante varios meses he dudado si convenía que ésta o cualquier otra parte de mi narración llegase a ojos del público antes de mi muerte (después de la cual, por muchas razones, se publicará en su integridad), y, si en última instancia he acabado por tomar una decisión, no fue sin antes sopesar ansiosamente los argumentos en pro y en contra de ella. Llevados por un instinto natural, la culpa y el sufrimiento se retraen de la mirada del público: solicitan el retiro y la soledad y hasta cuando eligen una tumba se apartan a veces de la población general de los cementerios, como si renunciaran a su lugar en la gran familia del hombre y desearan (en las conmovedoras palabras del Sr. Wordsworth) humildemente expresar soledades de penitencia. Que así sea está bien, a fin de cuentas, y redunda en provecho de todos nosotros: en lo que a mí respecta no quisiera dar la impresión de menospreciar sentimientos tan saludables ni afectarlos en modo alguno, ya sea de palabra o de obra. Pero, de una parte, la acusación que dirijo contra mi persona no equivale a una confesión de culpa y, de otra, es posible que, aunque así fuese, el beneficio que obtendrían los demás de una experiencia comprada a tan alto precio compensaría con creces cualquier violencia infligida a los sentimientos que acabo de mencionar y justificaría una excepción a la norma usual. La debilidad y el dolor no entrañan necesariamente culpa. Se acercan o se alejan de las sombras de esa oscura alianza en proporción a los motivos e intenciones del ofensor y a las circunstancias atenuantes, conocidas o secretas, de la ofensa: en proporción a la fuerza que tuvieron las tentaciones desde un primer momento y a la resistencia que con actos o esfuerzos se les opuso hasta lo último. Por lo que me toca, puedo afirmar, sin faltar a la verdad ni a la modestia, que mi vida ha sido, en general, la vida de un filósofo: fui desde mi nacimiento una criatura intelectual, e intelectuales, en el más alto sentido de la palabra, fueron mis ocupaciones y placeres, aun desde mis días de colegial. Si bien comer opio es un placer sensual, y estoy obligado a confesar que me entregué a él hasta un punto nunca registrado («Nunca registrado» digo: pues hay en nuestro tiempo un hombre famoso [Coleridge] que, de ser cierto lo que se cuenta de él, me ha superado grandemente en la cantidad) en nadie, no es menos cierto que luché con religioso celo por librarme de esta sujeción fascinante y que, después de mucho, he conseguido lo que jamás oí decir de nadie: desatar casi hasta los últimos eslabones la maldita cadena que me oprimía. El triunfo de la disciplina puede alegarse con justicia para contrarrestar cualquier desfallecimiento de la voluntad. Esto para no recalcar que, en mi caso, el triunfo fue indiscutible y, en cambio, el desfallecimiento sujeto a dudas de casuística, en la medida en que se amplíe el término para abarcar actos destinados exclusivamente a aliviar el dolor o bien se reduzca su alcance a fines tales como la producción de un placer positivo. Por lo tanto, no reconozco mi culpa: y aunque lo hiciera, es probable que acabara por resolverme a este acto de confesión, en vista del servicio que con él puedo prestar a toda clase de comedores de opio. ¿Quiénes son? Lector, siento decirte que forman una clase en verdad muy numerosa. De esto quedé convencido hace algunos años al calcular, en una pequeña clase de la sociedad inglesa (la clase de hombres distinguidos por su talento o por su situación eminente), el número de personas de quienes sabía, directa o indirectamente, que eran comedores de opio, tales por ejemplo el elocuente y bondadoso [William Wilberforce], el desaparecido deán de [Carlisle, Dr. Isaac Milner], Lord [Erskine], el Sr.…., el filósofo; un Subsecretario de Estado, ya fallecido [el Sr. Addington, hermano de Lord Sidmouth] (quien me describió la sensación que lo llevara a usar opio por primera vez con las mismas palabras que el deán de [Carlisle], o sea que «sentía como si tuviese dentro ratas que le arañaban y roían las paredes del estómago»), el Sr. [Coleridge] y muchos otros, apenas menos conocidos, que sería enojoso mencionar. Ahora bien, si en una sola clase relativamente tan limitada los casos se contaban por veintenas (y esto por lo que sabía una sola persona) era lógico deducir que toda la población de Inglaterra arrojaría una cifra

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proporcional. Sin embargo, puse en tela de juicio la validez de mi inferencia hasta enterarme de ciertos hechos que me demostraron que no era incorrecta. Citaré dos de ellos. 1.° Tres respetables boticarios londinenses, de barrios muy apartados de Londres, a quienes compré recientemente pequeñas cantidades de opio, me aseguraron que el número de comedores de opio aficionados (como podría llamarlos) es ahora inmenso, y que la dificultad que entraña distinguir a estas personas, para quienes el opio se ha convertido por la fuerza del hábito en una necesidad, de aquellas que lo compran pensando en suicidarse, les causa a diario preocupaciones y disputas. Esto tan sólo por lo que se refiere a Londres. De otra parte, 2.° (lo que tal vez sorprenda aún más al lector), hace algunos años, al pasar por Manchester, varios fabricantes de telas de algodón me comunicaron que sus obreros contraían rápidamente el hábito del opio, hasta el punto de que los sábados por la tarde los mostradores de las boticas estaban cubiertos de píldoras de uno, dos o tres granos, en previsión de la demanda esperada para esa noche. La causa inmediata de tal costumbre eran los bajos salarios, que entonces no permitían a los obreros regalarse con cerveza o licores: se pensaba que al aumentar los salarios cesarían esas prácticas, pero se me hace difícil creer que nadie que haya gustado los divinos placeres del opio pueda luego descender a los goces groseros y mortales del alcohol; doy por sentado Que ahora comen quienes nunca comieron Y quienes comieron siempre, ahora comen más. Aceptan los poderes de fascinación del opio hasta los tratadistas de medicina, sus más grandes enemigos; Awsiter por ejemplo, boticario del hospital de Greenwich, en su Ensayo sobre los efectos del opio (publicado el año 1763), al tratar de explicar las razones por las que Mead no fue lo bastante explícito acerca de las propiedades, antídotos, etc., de la droga, emplea estos términos misteriosos (φωναντα συνετοισι): «Quizá pensó que el tema era de naturaleza demasiado delicada como para divulgarse y, puesto que muchas personas podían usar el opio indiscriminadamente, les inspiró el temor y la prudencia necesarios para evitar que experimentasen los enormes poderes de esta droga: pues hay en ella muchas propiedades que, de ser conocidas por todos, difundirían su empleo harían que entre nosotros la demanda fuese mayor que entre los propios turcos; tal conocimiento», agrega, «podría tener por resultado una verdadera calamidad». No comparto enteramente el carácter inevitable de la conclusión, pero sobre esto tendré ocasión de hablar al final de mis confesiones, cuando presente al lector la enseñanza moral de mi narración. Thomas de Quincey Confesiones de un inglés comedor de opio

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In Memoriam A.H.H.

In Memoriam XV Tonight the winds begin to rise Esta noche los vientos comienzan a soplar y el día que declina ruge en la distancia: la última hoja se pierde en remolinos, los grajos vagan en los cielos. Los bosques arrasados, las aguas crispadas, los rebaños reunidos en el prado; y con intenso brillo sobre árboles y torres emerge el sol aclarando el mundo. Y si estos ensueños no probaran que cruzas con suaves gestos la llanura de cristal líquido, apenas podría soportar la agitación que hace tan ruidosas las ramas yertas; y no es así sólo por miedo; la salvaje inquietud que vive en el dolor embelesada adoraría aquella nube que hacia las alturas siempre se dirige, y empuja hacia arriba un pecho fatigado, y luego se deshace en el triste ocaso, ese muro naciente orlado de fuego. In Memoriam VII Dark House Oscura casa: otra vez regreso a tu lado, a esta larga calle inhóspita, puertas donde mi corazón se habituó a temblar esperando una mano, Una mano que ya no podré estrechar. Obsérvame, pues como un insomne, como un condenado me arrastro muy temprano hacia la puerta. Él no está aquí; pero en la distancia comienza el murmullo de la vida, y como un fantasma entre la lluvia rompe el nuevo día sobre las calles desiertas.

In Memoriam L Be near me Permanece cerca cuando se extinga mi luz, y la sangre se arrastre y mis nervios se quiebren con punzadas lacerantes. Y el corazón enfermo y las ruedas del tiempo giren pausadamente. Permanece cerca cuando mi carne frágil sea atormentada por dolores que rozan la verdad. Y el tiempo lunático siga esparciendo el polvo, y la vida furiosa arroje llamas. Permanece cerca cuando mi fe se marchite, y los hombres, las moscas del último estío que colocan sus huevos, y piquen y canten y tejan sus diminutas celdas y mueran. Permanece cerca cuando desvaneciéndome, y puedas apuntar el final de mi lucha en el atardecer de los días eternos, en el bajo y oscuro abismo de la vida. In Memoriam XCI When rosy plumelets Cuando rosadas plumas coronen al alerce y cante trémulamente el tordo encaramado; o revuele sobre estériles arbustos junto al mar azul el pájaro de Marzo, ven, toma la forma por la cual tu espíritu conozco entre tus pares; que toda la esperanza de los años robados crezca y adquiera brillo en tu frente. Cuando el paso maduro del estío aliente, con infinitas rosas dulces, sobre las mil olas de trigo que ondulan en la granja solitaria, ven; pero no en los insomnios de la noche si no cuando el sol comience a calentar; ven con la hermosura de tu nueva forma y con luz más hermosa que la misma luz. Lord Alfred Tennyson

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La Sinfonía Fantástica de

Louis Hector Berlioz (1830)

[…] En Francia, el opio se consumía esencialmente bajo la forma fumada. En poción, el láudano era ciertamente conocido y frecuentemente usado en la primera mitad del siglo XIX, mas no alcanzó el mismo grado de popularidad que en Inglaterra. En esa época, el opio era también consumido por compositores como Héctor Berlioz (1803-1869), quien asimiló sus experiencias en su Sinfonía fantástica, ejecutada por primera vez en 1830: un artista que languidece de amor se inflige una sobredosis de opio, pero en el lugar que le librará de la muerte que él desea, la droga le proporciona el sueño más fantástico. La Sinfonía Fantástica está dividida en cinco movimientos. 1.- Sueños y pasiones: un joven músico desesperado se ha envenenado a sí mismo con opio y en un largo sueño, tiene una serie de visiones y pesadillas, la idea de su amada viniendo una y otra vez a su cabeza. Recuerda las alegrías y depresiones del pasado, antes de que ella entrase en su vida, y luego el neurótico celoso en que se convirtió cuando ella entró en su vida, teniendo el único consuelo de la religión. 2.- Un baile: evoca la música de un baile, en el que con los giros de la danza, vislumbra a su amada otra vez. 3.- Escena en el campo: en el campo, dos pastorcillos entonan una melodía con sus flautas para llamar a sus vacas. Todo es tranquilidad hasta que la amada aparece de nuevo, provocando inquietud en el héroe. El otro pastorcillo toca su flauta, pero esta vez no hay respuesta. En ese momento, el sol se pone acompañado de un trueno distante. Luego, predomina el silencio en la escena. 4.- La marcha del cadalso: fue escrita en una sola noche. Nos trae el sueño del asesinato de la amada, por el que el héroe es condenado a muerte. La marcha, con su paso regular tiene sus momentos más salvajes, mientras la comitiva se abre paso entre la multitud que se agolpa para ver la muerte de héroe. La amada aparece en el momento en el que el hacha desciende hacia el cuello del héroe. 5.- Sueño de una noche de aquelarre: una salvaje orgía de una celebración demoníaca. La imagen de la amada parece ahora una agudísima burla. Las campanas de la muerte se oyen por encima del himno Dies irae del juicio final y se mezclan con la danza.

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