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REVISTA MENSUAL ILÜ$TRA»A TOM^XÍÍI ' ' ^ £ i t NÚMERO II

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  • REVISTA MENSUAL ILÜ$TRA»A

    TOM^XÍÍI

    ' Í ' ' ^ £ i t

    NÚMERO II

  • REVISTA MENSUAL ILUSTRADA

    JUNTA DE REÍI>ACCIÓ1«

    pRPSinF.XTK; Segismundo Moret y Prendergast.

    y -/. Alvares Quintero, Rafael Anclrade, Manuel Antón, Gumersindo de As car ate, Aureliano de Beruete, Adolfo Bonilla y San Mir-, Infanta Paz de Borbón, Tomás Bretón, Julio Burell, José Canalejas, Conde de Gasa-Segovia, Condesa del Oastellá, José Ecliegariy,tura Farinelli, J. Fitzmaurice-Kelly. R. Foulclié-Délbosc, Eloy Garda de Quevedo, Edmundo González-Blanco, Rafael María debi'Of Josa Híarvá, Gabriel Maura, Marcelino Menénd'ea y Pelayo, A, Morel-Fatio, Conde de las .Navas, Miguel de los Sanios Olivar,cinto O. Picón, Julio Puyol, Santiago Ramón y Cajal, Blanca de los Ríos, José Rodríguez Carracído, Francisco Rodríguez Marín,fupi Salillas, Áraos Salvador, Joaquín Sorolla, Leonardo de Torres Qicevedo, Rafael Urefia, Alfredo Vi cent i'. Práxedes Zancaca.

    DIRECTOR: Mariano Miguel de Val y Samos.

    A. 1» I O ^ ^ ^ ~Págíiits.

    ¡FLUENCIA DI! LAS IDUiS EN LA EVOLUCIÓN DE LOS PUEBLOS.— AntO 1110 Gota 6:i

    '•PRESIONES DE SERRANÍA: PEÑA AGUDA.—LA ESCALERA.—EL BARRANCO DE LA MUELA.—UbaldO Faei l teS Redolido 7)

    v HOMBRE QUE BAJÓ DEL CIELO. . . (fantasía burlesca).—Andrés González-Blanco 8'

    ; s ojos DE ELISA FIÍ ISK (poesía).—Lino Ramón Campos Ortega 9=;.Go; í. UN CRÍTICO; LA APOTEOSIS (poesías).—.! Pous Samper 95

    >; INFORMACIONESTÜALIDAD:

    Aniversario de la muerte de Costa.—Manuel Bar to lomé Cossío Q\ • '

    LÍTICA. —V. Calvo-Acacio 1CK:

    .ITKAK.IERA:

    El gene/ral Santón üelaj/a.—Elias Sancho 10ÍContribuyentes yanquis 11¿

    JABÉMICA:

    Academia de la Poesía Española "• 1U

    BÍ-IOÍÍÍ?.¿FICA:

    La columna de foc (poesías), de Gabriel Alomar.—E. Gómez de Baquero l ióObras completas de D. Marcelino Menéndez y Pelayo.—José Rogerio Sánchez 11GAventuras contemporáneas, de E. Silvela; Nieve, sol y tomillo, de Antonio Andión.—Levantino 117Impresiones de mi viaje á Buenos Aires, de D. Manuel Menaclio US

    UROS BKCIUIDOS 119

    PRECIOS DE SUSCRIPCIÓN Y DE VENTA.—TARIFA DE ANUNCIOS

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  • oioiioieca A i c i N t í U d e Autores EspañoleaMEDALLA DE ORO EN LA EXPOSICIÓN HISPANO-FRANCESA DE ZARAGOZA (1908)

    OBRAS CLÁSICAS Jg OBRAS MODERNAS ® OBRAS REGIONALESPOESÍAS TEATRO NOVELAS ACTUALIDAD COSTUMBRES CRÍTICA CUENTOS

    O B R A S P U B L I C A D A SLos Sitios de Zaragoza, juzgados por los generales de hoy, franceses y españoles.—S. M. el Bey D. Alfonso Xt

    generales López Domínguez, Primo de Rivera, Bonnal, Gallieni, Bazaine-Haiter, Azcárraga, Weyler, P|vieja, Ochando, Luque, Martítegui, González Parrado, Echagüe, Suárez Inolán, Hoi'e, Marvá y MadariaEpílogo del teniente coronel Ibáñez Marín. Retratos y autógrafos. (Edición de lujo.)—Precio: 10 pesetas,

    Romancero de los Sitios de Zaragoza.—Fernández Shaw, Sancho, Gil, Cavestany, iiarroder, Taboada, Inaldo de Quirós, Enciso, Navas, García Redel, Cortines Murube, Valenzuela, Pomar, Fernández y GonzáiLassa, Aquino, Guijarro, Rueda, Rey, Gilí, González Amurrio, Val, Bonilla, Alonso, Rodao, Abelláu y Sdo val. Prólogo de Mariano Miguel de Val. Profusión de grabados. (Edición de lujo.)—Precio: 5 pesetas.

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    mentado en la edición que de sus Obras publicó la Real Academia Española, valiéndose de la péñola de JEmilio Cotarelo y Mori.—Si Bachiller Alonso de San Martín.—Precio: 2 pesetas.

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  • Influencia de las ideas en la evolución de los pueblosEn el singular estudio de las distintas civilizaciones habidas desde el ori-

    gen del mundo se demuestra que siempre se guían éstas en su desenvolvi-miento por un exiguo número de ideas fundamentales. Si la historia de lospueblos se redujera á la de sus ideas, podríamos sostener que esta historia nosería muy amplia.

    Se sabe que,la evolución de un pueblo principalmente depende de su cons-titución psíquica. Sabemos también que si los sentimientos hereditarios—cuyoconjunto constituye el carácter del individuo—tienen una gran fijeza, puedengradualmente transformarse bajo el influjo de diversos factores. En la pri-mera categoría de estos factores se encuentran las ideas.

    Pero para que las ideas posean una cierta influencia en los pueblos, con-viene que desciendan poco á poco de las regiones inestables de la conciencia,de esas móviles zonas é inconscientes de los sentimientos, donde se elaboranlos pensamientos y los motivos de nuestros actos. Las ideas forman parte encierto modo del carácter de la persona y obran profundamente en su conducta.

    Guando las ideas han experimentado esa especial modificación que las fijaen el inconsciente del hombre, su potencia sobre el alma de las multitudes esabsoluta. Cesan entonces de ser influidas por el razonamiento. El individuodominado por una idea política, religiosa ó de otra índole, es inaccesible átodos los argumentos que se le opongan, por sutiles que sean, porque se creeplenamente convencido de la misma. Todo cuanto pueda tentar por artificiosde la razón ó por deformaciones del pensamiento en contra de la nueva nociónque se le objeta, entrará en el plan de los conceptos que le dominan.

    No pudiendo adquirir las ideas poder alguno más que después de haberdescendido de las regiones de la conciencia á las del sentimiento, se concibeque éstas se formen, se establezcan y se extingan con una extremada lenti-tud. Si esto acontecía en los tiempos pasados, era porque las civilizaciones ca-recían de estabilidad, de fijeza. Si, por otra parte, las ideas no podían, luegode establecidas, transformarse poco á poco, y por último desaparecer, los pue-blos se hallaban incapacitados para realizar progreso alguno. Merced á la len-titud de nuestras transformaciones psíquicas, convinieron en varias épocasciertos hombres hacer triunfar una nueva idea, y en otras edades de la Histo-ria otros hombres se empeñaban en destruirla. Los pueblos más civilizadoshan sido aquellos cuyas ideas directrices supieron mantener á una idénticadistancia la variabilidad y la firmeza. La Historia está repleta de esos resi-duos, de esas reliquias de los países que no han sabido mantener tan perfectoequilibrio.

    Lo que realmente sorprende cuando se recorre la historia de los pueblos,es la rareza de sus ideas, la lentitud con que se transforman y el inmenso po-der ejercido por ellas. Las civilizaciones son los resultados de determinadasideas, y cuando éstas vienen á modificar la civilización, están destinadas á

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    transformarse en seguida. La Edad Media ha vivido sobre dos fundamentalesideas: la idea religiosa y la idea feudal. Sus artes, su literatura y la nociónentera de la vida han surgido de estas dos ideas. Durante el Reaacimiento es-tos dos conceptos se modifican algún tanto; el ideal del viejo mundo grecola-tino se impone en Europa, y luego la sublime noción sobre la vida, la filosofía,literatura y artes comienzan á transformarse. Algo más tarde la autoridadde la tradición vacila, se quebranta, las verdades científicas vienen á sustituirgradualmente á las creencias antiguas, y la civilización entra en una nuevafase. Hoy muchas ideas de diferente índole han perdido gran parte de su do-minio en una porción de países, por cuya circunstancia todas las institucionessociales que se apoyaban sobre ellas amenazan socavarse.

    Desde el punto de vista, no de su validez, sino de la transcendente impor-tancia de su papel, podemos distinguir las ideas en dos clases. De una parte,las grandes ideas directrices, generales y permanentes, sobre las cuales reposauna civilización entera: además de la idea feudal y la idea religiosa, algunosconceptos políticos en los tiempos modernos. De otra parte, las ideas momen-táneas, transformadas ó variadas, más ó menos deducidas de la idea general,que cada era ve nacer y morir: tales son las teorías que han guiado las artesy literatura en determinadas épocas; las que dieron lugar, por ejemplo, al ro-manticismo, al naturalismo, al misticismo, etc.; fueron tan superficiales comola moda, y cambiaban como ella. Se puede compararlas á las diminutas olasde los pequeños ríos, que surgen y se desvanecen sin cesar en su superficie,mientras que las ideas fundamentales las comparamos á la corriente profundade los mismos.

    De las diversas ideas momentáneas que nacen en el curso de las edades,algunas llegan á ser nociones fundamentales directrices; pero conviene hallartoda una serie de circunstancias especiales que suelen encontrarse rara vez.

    Esta es la génesis del desenvolvimiento de las grandes ideas directrices,de las que vamos á ocuparnos.

    Antes de examinar las leyes de propagación de las ideas debemos deciralgunas palabras respecto de su aparición y de su relativa validez según lostiempos y las razas.

    Es tan difícil designar el verdadero creador de una gran idea como indi-car el de una gran invención. Cuando una, idea nace y es capaz de ejercer suinfluencia, del mismo modo que las grandes invenciones, sobre la suma de nu-merosas y pequeñas ideas anteriores, ha experimentado ya una larga elabo-ción y múltiples transformaciones. Los primeros creadores de la idea son,pues, muy anteriores á sus propagadores. Los cerebros que la concibieronvivían en inaccesibles regiones para las multitudes, y su pensamiento, comoconsecuencia de la nueva idea, ejercerá un influjo quizás considerable en elmundo; pero ellos no lo verán. Si pudieran asistir á su ulterior desenvolvi-

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    miento, no encontrarían, probablemente, el fruto de sus pesquisas. De laseminencias en que nació la idea desciende ésta en la sociedad de capa en capa,alterándose, modificándose sin cesar, hasta tomar una forma especial accesibleal alma popular que ha de hacerla victoriosa. í

    Entonces se presenta reducida á un número exiguo de palabras, á un solovocablo quizás; pero éste evoca poderosas imágenes, seductoras ó terribles,y, por consiguiente, tumultuosas, transcendentes; sílabas cortas con frecuen-cia, que poseen el mágico poder de explicarlo todo, de responder á todo,mucho más si se trata de espíritus pusilánimes. La palabra socialismo repre-senta para el obrero moderno una de esas fórmulas maravillosas y sintéticascapaces de dominar los espíritus.

    Desde el punto de vista filosófico se puede discutir el valor de una idea; res-pectivamente á la influencia que puede ejercer en la masa popular, su discu-sión está desprovista para ésta de todo interés. Aquel valor no es el de la ideaque importa conocer, sino la positiva acción que ejerce sobre las almas.

    En materia científica la idea puede tener por sí misma una verdadera efi- ,cacia, independiente del tiempo en que ha surgido, conservándola más allá deesta época.

    Con respecto á las instituciones, moral, gobierno, creencias, etc., la ideano tiene más que un valor relativo; su éxito depende en primer término delentusiasmo, del fascinador deslumbramiento que inspira ó infunde; y eii se-gundo término, de la raza y de la época en que ha nacido. Determinadasdoctrinas filosóficas ó ciertas creencias no podían propagarse en otros tiem-pos más que en algunos pueblos. Cuando surgió la idea que representa á lapalabra cesarismo en el mundo romano era necesaria, puesto que sobrevivióno solamente á su creador, sino á cada uno de los que le reemplazaron, ápesar de la muerte violenta de la mayoría de éstos. Tres siglos más tarde todatentativa en poner en práctica una tal idea fracasó. En nuestros días los go-biernos representativos, que tienen tan fuertes raíces en algunos pueblos euro-peos, no subsistirían en otros.

    Esta no es, pues, la verdad absoluta de una idea que importa distinguir.De verdades absolutas apenas conoce el hombre alguna. El dominio de unaidea tiene por medida su éxito, su utilidad, y estos elementos emanan de lascondiciones que rodean al creador, del medio y de las razas. Por desgracia, laexperiencia sola puede probar la oportunidad de una idea, y la Historia nosdemuestra lo que valen las experiencias de este género cuando se. obtienenresultados positivos. .

    No ha habido más que un pequeño número de grandes hombres que hayanprevisto esa oportunidad de una idea. La noción de unidad nacional, que esfundamental en la política moderna, es muy antigua, puesto que Oarlomagiioya trató de ponerla en práctica. No podía ser transportada entonces á la juris-dicción de los hechos: la obra de este grande hombre pereció con él, como unainfinidad de ideas.

    Las ideas tienen una supremacía inmensa cuando han penetrado en el alma

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    de las multitudes; entonces nadie puede detener su marcha; conviene qué suevolución se cumpla y se sufran todas sus consecuencias. Lo más frecuente—como las ideas socialistas hoy—tienen aquéllas por defensores los mismosque están señalados para el porvenir como las primeras víctimas. No hay másque borregos que siguen débilmente al guía que ha de conducirles al matade-ro. Rindámonos ante la colosal potencia de la idea. Cuando ha llegado á ciertoperíodo de su evolución, no hay razonamientos ni demostraciones que contraella prevalezcan. Para que los pueblos puedan librarse del yugo de una ideason necesarios siglos ó revoluciones violentas, ó Jas dos cosas á la vez. ¿Cómose constituyen las ideas en el mundo y cómo so propagan? Estudiemos estetema detenidamente.

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    Los principales factores de la propagación de las ideas en el alma de lasmuchedumbres son: la afirmación, la repetición, el prestigio, el contagio y la fe.En esta enumeración no entra el razonamiento: su influencia sobre el progresode las ideas puede considerarse completamente nula. La afirmación íntegra, sen-cilla y absoluta, desprovista de toda prueba y de todo raciocinio, es uno de losmás seguros medios de hacer penetrar una idea en el alma de las multitudes. Sila afirmación es concisa y está desprovista de toda apariencia de pruebas ó dedemostración, adquiere cierta autoridad. Los libros religiosos de los más di-versos pueblos y los códigos de todas las edades han procedido siempre porpura afirmación. Los hombres de Estado llamados á defender una causa polí-tica cualquiera, como los industriales propagando su producto por el anuncio,saben el valor de la afirmación.

    Carece la afirmación, sin embargo, de influencia real, si no es con la expresacondición de ser constantemente repetida, lo más posible y en los mismos tér-minos. La cosa afirmada llega por la repetición á incrustarse en los cerebroshasta el punto de que éstos terminan por aceptarla como si fuera una verdaddemostrada. Así se logra lo que llamamos una corriente de opinión, y enton-ces el potente mecanismo del contagio interviene. Al llegar las ideas á unacierta fase disponen de una potencia tan intensa como la de los microbios. Nohay más que sentimientos como el miedo y el valor que sean contagiosos;las ideas lo son también, con la condición única de haber sido suficientementerepetidas.

    Desde que el mecanismo del contagio ocurre, la idea entra en la fase que leha de conducir al éxito. La misma opinión que antes la rechazaba, opta portolerarla después, y concluye por aceptarla. La idea adquiere una fuerza pe-netrante y sutil que se filtra ó infunde progresivamente en las gentes, creandoal mismo tiempo una especie de atmósfera, una manera general de pensar,como esa nube de polvo de los caminos que todo lo penetra; la idea se deslizaen todos los conceptos y en todas las producciones de una época, y se hace fre-cuente, común, habitual. Participa entonces de ese sólido acopio de heredita-

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    rías banalidades, de juicios ya hechos, formados, que los libros contienen yque la educación nos impone.

    Lo que contribuye sobre todo á dar á la idea creada en la mente de las mul-titudes por la afirmación y repetición, propagada después por el contagio, uninmenso y misterioso poder, es que ella termina por adquirir lo que designa-mos con el nombre de prestigio.

    Cuanto ha dominado en el mundo las inteligencias de los hombres, ha sidoimpuesto principalmente por esa irresistible fuerza expresada por la palabraprestigio. Este es un término que aplicamos de maneras muy diversas; por esono es fácil definirlo. El prestigio puede comportar determinados sentimientos,tales como, la admiración ó el temor; pero puede también existir sin ellos. Ale-jandro Magno, Buda, César, Confucio, Mahoma, etc., poseían para sus respec-tivos pueblos el mayor,prestigio.

    El prestigio es en realidad una especie de dominación ejercida sobre nues-tro espíritu, como la de un individuo, una obra ó una idea. Esta dominaciónreduce á la inercia todas nuestras facultades críticas y llena nuestra almade sorpresa, de respeto. El sentimiento provocado es inexplicable—como todoslos sentimientos—; pero debe ser del mismo orden que la fascinación experi-mentada por un sujeto hipnotizado. El prestigio es el más poderoso recurso detoda dominación. Los dioses, los reyes y las mujeres jamás hubieran remadosin él.

    Infinidad de factores entran en la génesis del prestigio: uno de los más im-portantes ha sido siempre el éxito. Todo hombre que tiene éxito, toda idea quese impone, acaban por el hecho de ser puestos en duda. La prueba de que eléxito es una de las bases principales del prestigio, es que este último desapa-rece siempre con él. El héroe á quien la multitud aclamaba la víspera es des-acreditado en público ó insultado por ella al siguiente día si le sorprende elfracaso. La reacción, por tal circunstancia, será tanto más viva cuanto el pres-tigio haya sido mayor. La multitud considera entonces al héroe caído como áun igual, y se venga por haberse sometido á la superioridad que ya no reco-noce. Suelen los firmes creyentes despedazar con furor las estatuas de sus an-tiguos dioses. La Historia lo ha evidenciado.

    El prestigio enajenado por el fracaso se pierde bruscamente. Puede em-plearse-para la discusión de un modo progresivo; procedimiento de efecto muyseguro.

    El prestigio tiende á perderse desde el momento en que se comienza á dis-cutir. Los hombres que guardaron durante mucho tiempo su prestigio jamástoleraron la discusión. Para hacerse respetar de las masas populares, convienesiempre tenerlas á una cierta distancia.

    La historia de este siglo proporcionará á los psicólogos interesantes ejem-plos de la génesis y desaparición del prestigio. Uno de los más sorprendentesserá aquel que la posteridad de era en era recordará; el que habrá dado lahistoria del hombre ilustre que modificó la faz del globo y las grandes relacio-nes comerciales de los pueblos.

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    El ejemplo más notable de prestigio que conoció el último siglo, el que noshizo comprender mejor la absoluta influencia ejercida en el alma de las mul-titudes, á modo del de los fundadores de creencias, de doctrinéis filosóficas yhasta de imperios, fue el que poseyó Napoleón en tiempo de su poder. Con ungesto suyo sus soldados sacrificaban su vida, y hubieran acabado sin vacilaciónalguna con la de los seres que les eran más queridos. Davoufc decía con res-pecto á la abnegación de Maret: «Si el Emperador le decía: Importa á los inte-reses de mi política destruir á París sin que salga nadie de la villa ó se esca-pe, Marét guardaría el secreto, estoy seguro; pero no se podría impedir com-prometerlo á pesar de hacer salir á su familia: por miedo á que le adivinarael pensamiento, dejaría allí á su mujer é hijos.» Cuando un hombre ó una ideallegan á ejercer un tal prestigio, el mundo les pertenece.

    Pero estos casos representan formas extremas. Para constituir en sus másnimios detalles la psicología de prestigio, convendría colocar aquéllas al ex-tremo de una serie que descendiera de los fundadores de sistemas filosóficos éimperios hasta casos de particulares que tratan, por ejemplo, de deslumhrar ásus convecinos con un nuevo traje, una insignia honorífica ó cualquiera otrabagatela.

    Entre los términos extremos de esta serie podrían colocarse todas las for-mas habidas de prestigio en los diversos principios de una civilización: cien-cias, artes, literatura, etc., y veríamos que él compone el fundamental ele-mento de la persuasión. Conscientemente ó no, el ser, la idea ó la cosa quetienen prestigio son imitados en seguida, é imponen á toda una generación de-terminada manera de pensar y de traducir su pensamiento. La imitación es,por otra parte, inconsciente, y es lo que la hace perfecta.

    Se sabe que por la repetición, el contagio y el prestigio los hombres decada época poseen un cierto fondo de ideas de calidad intermedia que las hacesemejantes las unas á las otras, y hay quien reconoce por sus produccionesartísticas, científicas, filosóficas ó literarias la época misma en que vivieron.Estos son modos de sentir y de pensar que conducen á obras del entendimientomuy parecidas. Felicitémonos de que esto así suceda, porque es precisamenteese lazo inextricable de tradiciones, de ideas, de sentimientos, de creencias,de modos de pensar idénticos que forman el alma del pueblo. Estado de lavida tanto más estable cuanto ese intricado lazo sea más sólido.

    Acabamos de ver cómo la idea se impone; pero en el grado en que la hemosconstituido no existe todavía sino en las capas superiores de una nación. Des-ciende después á sus capas profundas, y si las inspira hasta el punto de in-fluenciar realmente á las multitudes, conviene la intervención de esa catego-ría de creyentes á quienes la intensidad de su fe les impone la necesidad depropagarla: he aquí los apóstoles. Esto se realiza merced á aquellos creyentescuya idea puede penetrar en la inmensa mayoría de las masas y ejercer todasu acción. Los apóstoles están verdaderamente convencidosr.de tal modo fas-cinados, que ante la nueva idea todo desaparece para ellos. La ideafija absorbepor completo todo su funcionalismo mental. Se reclutan en esas deplorables

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    neurosis tan estudiadas hoy, y estos sobrexcitados, estos semilocos limitancon los umbrales de la vesania.

    Por absurda que pueda ser la idea que ellos defienden, y por utópico quesea el fin que persiguen, todo razonamiento se embota ante su plena convic-ción. El menosprecio, las persecuciones y las befas no les conmueven, ó nohacen más que excitarles cada vez más; el interés personal, la familia, todo losacrifican; el mismo instinto de conservación queda anulado en ellos, hasta elpunto de que la única recompensa que anhelan es la de llegar á ser mártires, lade morir por su idea. La intensidad de su fe da á sus palabras un colosalpoder sugestivo; las multitudes siempre están dispuestas á escuchar al hombredotado de una voluntad firme, al que sabe imponerse á las mismas. Es unhecho comprobado que los hombres en conjunto reunidos pierden por com-pleto sus facultades volitivas y se tornan inconscientemente hacia el queposee una. Este es un rebaño servil que no sabe marchar sin su dueño; unaasamblea de hombres incapaces de obrar si carecen á su cabeza de un jefe.Estos instigadores, estos jefes nunca han faltado en los más diversos pueblos;pero para lograr su fin ha sido necesario que todos estuviesen animados deesas enérgicas convicciones que hacen los apóstoles. Entre éstos los ha habidotambién provocadores, incitadores sutiles, que no persiguieron otra cosa queintereses personales, tratando de engañar al pueblo ignorante, ó bien lison-jeando sus bajos instintos. Pero éstos son los menos.

    Los grandes convencidos que han levantado el alma de las masas, los Pedroel Ermitaño, los Savonarola, los Oonfucio, etc., no han ejercido fascinaciónsino después de haber estado ellos dominados, -ensimismados por una creencia.Presentan esa formidable potencia de ejercer sobre sus semejantes el estadoespecial llamado fe, fuerza todavía misteriosa y cuya psicología no se ha expli-cado hasta que ella misma ha llevado sus investigaciones sobre los fenómenoshipnóticos y estudiado la transformación y combinación inconsciente de laidea en imagen y sensación, el desdoblamiento del Yo, la coexistencia de per-sonalidades múltiples en un mismo sujeto, la anulación de la conciencia, la su-gestión á plazo fijo, la hipnotización negativa, etc. Los creyentes aludidospueden compararse á nuestros hipnotizados: son los absolutos esclavos de suensueño.

    El poder de la fe no puede ser puesto en duda. Los grandes sucesos de laHistoria han sido realizados por obscuros creyentes, no existiendo en ellos másque su fe.

    Los adeptos eran, por regla general, sumisos sectarios, como los pastoresprocedentes de los desiertos de Arabia, de quienes los contemporáneos supo-nen apenas la existencia, que han sometido á los dogmas de Mahoma una granparte del mundo grecolatino y fundado uno de los más vastos imperios queha conocido la Historia. En el nombre únicamente de la fe nueva que elevabasus almas, como los heroicos soldados de la Convención, pusieron en armas átoda Europa.

    La fe no tiene otro enemigo serio que temer que la misma fe. Está pre-

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    viamente segura del triunfo cuando la fuerza material que se le opone sehalla al servicio de sentimientos poco vigorosos, de creencias debilitadas. Perosi se encuentra ante una fe de la misma intensidad, la lucha llega á ser muyviva, obstinada, y el éxito es entonces determinado por circunstancias acceso-rias, con frecuencia en el orden moral, tales como el espíritu de disciplina yla mejor organización. Estudiando de cerca la historia religiosa de los aludi-dos árabes, se demuestra al momento que en sus primeras conquistas, másfáciles é importantes, encontraron adversarios moralmente débiles ó apocados.Tal sucedió en Siria y otros puntos, donde no hubo más que armas bizantinasformadas en su mayor parte de mercenarios apenas dispuestos á defenderse ósacrificarse por una causa cualquiera. Animados de una fe vigorosa, airosa-mente sus fuerzas dispersaron estas tropas sin ideal sin esfuerzo alguno, comoen otros tiempos un puñado de griegos sostenidos por el amor á su patriavencieron á las innumerables huestes de Jerjes. La Historia pone en eviden-cia que cuando dos fuerzas morales igualmente poderosas se hallan en f>re-sencia una de otra, la mejor organizada es la que se sostiene mejor.

    En ciertos dogmas filosóficos, como en política, va siempre el éxito del ladode los creyentes, jamás de los escépticos. Si el porvenir parece pertenecer álos socialistas no obstante la inquietante incertidumbre de ciertas de sus teo-rías, es que ellos, y nadie más que ellos, son verdaderos convencidos. Las cla-ses directoras modernas han perdido su fe en todo: no creen en la posibilidadde defenderse contra el raudal amenazador que por todas partes les rodea.

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    Cuando después de un período más ó menos largo de tanteos, de incesan-tes recorridos de escritos, de modificaciones, de revisiones, de discusiones ypropagandas, una idea ha adquirido ya su forma definitiva y penetra en el es-píritu de las gentes, constituye un dogma, es decir, una de esas verdadesabsolutas que no se discuten más; constituye entonces una de esas creenciasgenerales acerca de las que la vida de las sociedades reposa. Su carácter uni-versal le permite desempeñar un papel preponderante. Las grandes épocas dela Historia, por ejemplo, el siglo de Augusto, son aquellas en que las ideasdirectrices, salidas de los períodos de tanteos y de discusionss, son dueñas so-beranas del pensamiento de los hombres; llegan á ser sus refulgentes faros,que todo lo esclarecen con sus potentes focos: así reciben aquéllos una direc-ción análoga.

    La idea transformada en dogma tiene como característica que se halla porlargo tiempo al abrigo de toda discusión. Se le demuestra fácilmente en todoslos dominios de su época. Ha ejercido en todas las edades un imperio ab-soluto.

    Durante estos veinte siglos últimos los más poderosos genios de la Huma-nidad, como Newton, Pascal, Bacon, Leibnitz, Gralileo, etc., no han supuestoun momento en que la verdad de un tal concepto pudiera ser discutida. Nada

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    nos demuestra mejor la sugestión provocada por ciertas ideas como los humi-llantes límites de nuestra mente.

    Desde que un dogma nuevo es implantado en el alma de un pueblo, se tornaen inspirador de sus instituciones, de sus artes, de su conducta. Disponesus representantes, posee entonces la intolerancia acerca de todas las demáscreencias, y la época de la discusión ya ha pasado. El dominio ejercido sobrelas almas por la idea triunfante es completo. Los hombres de acción no pien-san más que en realizarla, en ponerla en práctica; los legisladores tratan deaplicarla; los filósofos, artistas y literatos no se preocupan más que de tradu-cirla bajo diversas formas.

    La noción fundamental de otras ideas momentáneas, accesorias, contingen-tes, puede surgir; pero siempre presenta las huellas indelebles de aquélla.

    Los hombres de cada era se encuentran prendidos en una inmensa ó intrin-cada red de opiniones, de costumbres, de doctrinas y tradiciones creadas porsus propias ideas, de cuya tiranía no saben sustraerse, haciéndolas muy aná-logas las unas á las otras.

    Lo que principalmente guía á los hombres, arrastrándolos con un despo-tismo jamás ejercido por ningún opresor, es la costumbre y la opinión. Prác-tica y concepto que regulan los más insignificantes actos de nuestra existen-cia, y el espíritu más independiente apenas se esfuerza en eximirse de ellosSuele representarse á los soberanos asiáticos como déspotas que carecen de unguía que trate de disimular sus hueras fantasías, sus absurdas ideas, encerra-das en muy estrechos límites. Por lo general, el conjunto en Oriente de estra-tagemas, de ardides, es muy copioso, y el yugo de las creencias muy domi-nante. El déspota más personal jamás se contenta con cualquiera de los dosaludidos guías, la opinión y la costumbre, que saben infinitamente más que él.

    El hombre moderno se halla en uno de esos extraños y.críticos períodos dela Historia, entre las antiguas ideas, que han perdido ya su imperio, de las queprocede la civilización, y las nuevas ideas, todavía no formadas; en estas eta-pas referidas es tolerada la discusión. Conviene, pues, transportarse, ora áaquellas edades de antiguas civilizaciones, ora únicamente tres siglos atrás,para darse exacta cuenta de lo que pudo ser el dominio de las costumbres y dela opinión. Los griegos nos dicen que fueron completamente libres; pero la his-toria imparcial nos pone en evidencia de que cada ciudadano estaba bajo latiranía de un conjunto rígido de tradiciones y creencias por completo inviola-ble: estaban, por tanto, sometidos al yugo de la opinión y de la costumbre. Elmundo griego, efectivamente, no conoció ni libertad política, ni libertad reli-giosa, ni libertad en la vida privada, ni libertad de ningún género. El ciuda-dano ateniense estaba bajo la ley, que le obligaba á asistir á las asambleas óreuniones periódicas, á las funciones religiosas y á las fiestas nacionales. La

    . pretendida libertad del mundo antiguo no era otra cosa que la forma incons-ciente, y, en su consecuencia, la sujeción absoluta del individuo á la tiraníade determinadas ideas, al yugo abrumador de los hombres de Estado de aque-llos tiempos.

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    Ese conjunto de medios de supremacía de antes lo sentimos hoy menos; eldominio sobre las almas resulta ahora muy débil. Tanto es así, que las ideasantiguas no serán remplazadas por ideas nuevas aunque posean el mismo po-der, y habrá lucha é incerfcidumbres en los espíritus. La Humanidad ha lle-gado á una época de transición en que las viejas tradiciones están quebranta-das, y la discusión de los nuevos conceptos puede tolerarse. Filósofos, pensa-dores y escritores pueden ensalzar la época actual y deben aprovecharse deella. Quizás sea ésta una edad de decadencia; pero es uno de esos extraordina-rios momentos en que la manifestación de las opiniones es libre.

    Cada vez más desaparecerán las viejas ideas; éstas se hallan incluidas enesa fase de usura que conduce á la muerte; pero conviene que hayan perdidotodo su imperio sobre las almas; tan quebrantadas, tan desacreditadas comoestán, nos dirigen todavía. No creemos en ellas; pero sentimos inconsciente-mente su poder. Este dominio, tan aminorado como se le supone, es muchomayor que lo imaginan los que se consideran los más capaces para librarsede tradiciones y prejuicios de toda índole. Si se analizaran uno por uno todoslos principios de la civilización, se encontraría en quéparte estaban las ideasdel pasado, y no las del presente, que nos guían. Consideramos á veces quecambian completamente las cosas que están á nuestro alrededor, y en reali-dad no cambian más que los nombres; las ideas heredadas de nuestros antepa-sados subsisten.

    * *

    Hacer la historia de la evolución de las ideas que han inspirado las diver-sas civilizadones, sería referir á un solo punto de vista la Historia entera. Esdudoso que una tan larga y pesada tarea instigue jamás á los psicólogos; perolo que les induzca aiigún día quizás será establecer la génesis y el descubri-miento de las distintasideas científicas. Éstas se hallan sometidas, como lasdemás ideas, á las leyes generales de la evolución, propagándose de maneramás idéntica; pero como es generalmente su duración menor que la de lasotras ideas, su estudio resulta muy sencillo. Las ciencias no escapan á las le-yes generales que rigen los principios de cada civilización. También procedende un número exiguo de ideas fundamentales, variables en los diversos perío-dos que marcan sobre cada ciencia especial una profunda huella. Toda la físicamoderna se deduce de la idea de la indestructibilidad de la energía; la biologíaactual, de la noción del transformismo por vía de selección; y la patología, dela acción de lo infinitamente pequeño.

    Lo característico de las ideas científicas es poseer una validez menos rela-tiva que la de las ideas políticas, morales y religiosas; pero conviene que seanverdades absolutas y directrices de la ciencia, y que se vayan modificandocada cincuenta años. Todas estas ideas no son otra cosa que hipótesis proviso-rias. Su punto verídico y único consiste en que ellas explican el mayor númerode hechos posibles en un momento determinado. La hipótesis de Darwin sobrela evolución de los seres explica muchos más hechos que la teoría de Cuvier

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    acerca de las creaciones sucesivas. La hipótesis de las ondulaciones luminosasmanifiesta un número mayor de fenómenos que los que la precedieron.

    Poco importa que estas grandes ideas directrices sean erróneas; si no seplantea el problema desde el transcendente punto de vista del progreso del; es-píritu humano, no fuera muy temerario afirmar que el error es infinitamentemás útil que la verdad. Las verdades consideradas como absolutas nunca sediscuten, ni provocan investigaciones. Las ideas sostenidas como hipotéticasprovocan muchas, por el contrario. Las investigaciones hechas para defenderla hipótesis de la emisión y la de las ondulaciones han dado lugar á los mejo-res descubrimientos de la óptica. La teoría tan debatida del transformismo haproducido en algunos años más investigaciones que se habían originado en to-dos los siglos anteriores. En la época, por el contrario, en que todo lo escritopor Aristóteles ó Tolomeo era considerado por absolutas verdades, por dog-mas, ninguna investigación seria podía realizarse, y durante una porción desiglos se contentaba la ciencia coa tradiciones, no pudiendo llevar á cabo nin-gún progreso. El método de investigación más fecundo es el de imaginar unahipótesis cualquiera, tratar de comprobarla después, y modificarla á medidaque se demuestren nuevos hechos.

    La gran superioridad de las ideas científicas sobre las demás ideas estribaen que permite la experiencia demostrar muy deprisa su valor, mientras que elde las ideas morales, políticas ó de otra índole se realiza muy lentamente. Elestablecimiento y la desaparición de las ideas científicas tiene lugar con unaextrema rapidez; su evolución es más pronta que la de las otras ideas, perosigue las mismas fases. La historia del desenvolvimiento de las ideas demues-tra que aunque las ideas científicas no sean encaminadas sino por los más es-clarecidos talentos, por las inteligencias más elevadas, nunca exige su estable-cimiento menos de veinticinco años, y todavía mucho más. Las más netas, lasmás fáciles de demostrar, las menos hipotéticas y las que menos se prestan ála controversia, han exigido menos tiempo para hacerse admitir. Tal sucediócon la doctrina de la circulación de la sangre.

    La institución de las ideas nuevas se efectúa bajo el influjo de factores quehemos ya descrito: la afirmación, la repetición, el contagio, el prestigio. Podíaagregarse, pues, tratándose de ideas científicas, el razonamiento; pero se em-plea éste la mayoría de las veces de una manera tan débil, que, en rigor, espreferible omitirlo. Cuando interviene, es para destruir una idea admitida,y no para establecer ninguna otra.

    La idea científica nueva apenas se impone; para la inmensa mayoría dementalidades es de suponer que aunque cultive un hombre las ciencias, nopor esto su inteligencia debe sustraerse al yugo de los dogmas preestablecidos.Los dogmas científicos suelen ser los más opresores de todos.

    La idea científica generalmente se constituye por el prestigio del que laimpone, y en realidad no puede efectuarse de otro modo. «Se puede objetará esta aserción que Darwin no tenía título alguno, ni cátedra, ni autoridad, ycarecía de prestigio cuando dio á conocer sus personales observaciones. Pero

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    es fácil responder que es casi único este ejemplo, y, además, que la doctrina,desde su aparición, fue sostenida en Inglaterra por hombres que poseían ungran crédito. Por otra parte, nacido el insigne profesor en el país en que lacapacidad mental de las gentes se mide exclusivamente por el número de mé-ritos, la obra inmortal del Origen de las especies no hubiera encontrado unlector. Pero comprendió pronto el eximio autor que no había de ridiculizarseabordando cuestiones estudiadas desde largo tiempo por los especialistas másilustres.»

    Cuando el insigne Charcot introdujo en la ciencia los fenómenos del hipno-tismo, descritos hace siglo y medio por investigadores cuyo único defecto eracarecer de todo prestigio, las demostraciones del profesor convencieron al mundomédico sencillamente por la fama que poseía el sabio, no obstante haber sidoconocidos los fenómenos hipnóticos antes de él.

    Merced al prestigio la idea científica alcanza su evolución. Ésta encuentraapóstoles que la propagan. Se va desenvolviendo en un limitado círculo pararepartirse después. Encuentra una oposición muy grande en el medio en queha surgido, porque choca á la fuerza con muchas cosas antiguas y estableci-das. Los héroes que la han adoptado se hallan excitados por esta oposición,que no hace más que persuadirles de su superioridad sobre el resto de los hom-bres, y la defienden con energía, no seguramente porque sea verdadera—ge-neralmente no saben nada—, sino porque la han aceptado. La nueva ideacada vez es más discutida, es decir, en realidad, aceptada en conjunto porlos unos y rechazada en conjunto por los otros. Se formulan afirmaciones ónegaciones y muy pocos argumentos; los solos motivos de aceptación ó derechazo de una idea no son más que motivos de sentimiento para la inmensamayoría de los cerebros, en los que el razonamiento no desempeña ningúnpapel.

    Gracias á estas controversias, siempre apasionadas, la idea progresa lenta-mente. Las nuevas generaciones,que la encuentran dudosa, tienden á adoptarlapor el solo hecho de ser discutida. Para la juventud, ávida de independencia,la oposición á las cosas recién aceptadas es la forma de originalidad más fácil-mente accesible.

    La idea continúa agrandándose. Aceptada más cada vez por los sabiosoficiales, termina propagándose por el mecanismo del contagio, y se insinúatímidamente al principio y de un modo atrevido después en los libros clási-cos. Su triunfo entonces es completo. Como los dogmas, la nueva idea inter-viene en materias que no se discuten. No tenemos más que leer la historia dela mayoría de los países para convencernos de la serie sucesiva de fases porque han pasado en sus diferentes creencias.

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    Después de haber reinado durante un tiempo generalmente largo, la ideatermina por usarse y morir. Pero antes de que una i

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    diables conflictos entre la ciencia y la conciencia, cambios de concepto muyrápidos para que el ingenio humano no haya tenido tiempo aún de adaptarseá ellos.

    En tales conflictos han ocasionado este estado de anarquía da las ideas queparece la característica de la Edad Moderna. En la juventud, artistas y letra-dos estas mismas luchas han tenido por resultado un universal escepticismo,una suerte de indiferencia moral y, sobre todo, una completa incapacidad deentusiasmarse, de sacrificarse por una causa cualquiera, por un ideal, y, final-mente, un culto exclusivo á los intereses inmediatos y personales.

    El verdadero daño para la civilización moderna esfcá precisamente en lapérdida de la confianza de los hombres en el valor de las ideas, sobre el que sebasa aquélla, renunciando éstos á defenderlas. De lo que resulta que asistimoshoy con indiferencia á los temibles ataques de un partido cuyo influjo se ex-tiende más cada vez, y cuya pujanza sobreviene por hallarse constituido deuna porción de creyentes perfectamente convencidos de la verdad de sus dog-mas, que con invariable celo propagan.

    Sin duda desconocemos el mundo real, y si nos parece percibirlo, es por lasapariencias nada más, sencillos estados de conciencia cuya eficacia es muyrelativa. Pero cuando nos colocamos desde el punto de vista social podemossostener que para una cierta época y para una sociedad determinada existencondiciones de vida, leyes morales é instituciones que poseen una absolutavalidez, pues que esta sociedad no podría subsistir sin ellas. Desde que suvalor está comprobado y la duda sobre esta validez se distribuye en las inte-ligencias, la sociedad está destinada á desaparecer.

    El nihilismo filosófico que hoy propagan en las débiles mentes del pueblovoces autorizadas, le instiga á pensar sobre la absoluta injusticia de nuestroorden social, sobre lo absurdo de casi todas las jerarquías, y le lleva directa-mente al socialismo y al anarquismo.

    No es posible citar desde el origen del mundo una sola, civilización, unasola doctrina, una sola institución que haya podido mantenerse apoyándosesobre ideas cuya certeza estaba puesta en duda. Las multitudes se vuelvenhacia los convencidos y nunca escuchan á los escépticos. Los hombres de Es-tado modernos están muy persuadidos de la influencia de las instituciones ymuy poco de la de las ideas; pero la ciencia muestra evidentemente que lasprimeras son hijas de las segundas, y que no han podido jamás subsistir sinellas. Las ideas representan los'motivos invisibles de las cosas. Cuando handesaparecido, los secretos soportes de las civilizaciones, de las instituciones,están rotos, destrozados. Esto siempre fue para un pueblo un momento mástemible que el en que sus viejas ideas bajaron á la obscura necrópolis dondereposan sus héroes.

    Antonio Gota.

  • IMPRESIONES DE SERRANÍA

    Peña Aguda.—La Escalera.—El barranco de la Muela

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    Os lo voy á contar tal y como penetra por mis ojos, como acaricia ó sacudemi alma, y galopa en tropel por mi cerebro. Sin más purezas ni galanuras deestilo que las variadísimas ó impuestas por la impresión del segundo y delminuto, sin más rebuscamiento y orden que el libre encuentro y desorden delque no detiene la mano que escribe, porque es tan pujante el ansia de liber-tad de lo aprisionado durante la excursión del día, que se atropella en la rejade la boca, se asoma por el cristal de los ojos y agita el accioneo de las ner-viosas manos. Así os lo voy á contar; es decir, así quiero que lo veáis y losintáis conmigo.

    Yo no sé si amáis á la Naturaleza como yo la amo; si las cresterías de unamontaña, donde chocan y se desmenuzan los rayos del sol, ó las escabrosida-des y misterios de un barranco, de donde se deslizan y ascienden las mudassombras para reñir de ladera en ladera y de loma en loma el diario y crepus-cular combate con el astro que se vistió de oro en la mañana y se retira ma-jestuoso y sangriento por la tarde; yo no sé, repito, si todos estos accidentesy momentos de vida en la Naturaleza muerta serán para vosotros cosas tanvulgares y molestas que las conceptuéis únicamente necesarias y viables paraalimañas menos racionales y cómodas que el hombre. Pero ¿qué queréis?, yodebo tener varios injertos en mi espíritu. Desde el llano ansio llegar á lascumbres, y en ellas me detengo infantilmente maravillado de lo que contem-plo, y en ellas me encuentro entristecido por mi insignificante pequenezcuanto más grandiosa es la altura. Me deslizo por cortados vericuetos y simasbuscando los misterios del alma de la tierra que hoy me sostiene y mañaname aprisionará... El tronco viejo de cuerpo resquebrajado y carcomido, laroca de fantasmagórica silueta, el precipicio de brava é irregular arquitec-tura y el picacho de valientísima arrogancia me hablan de la juventud delSol y de la niñez de la Tierra, me cuentan historias de pueblos y generacio-nes que allí dominaron y que desde allí se hundieron. Picachos que hoy sir-vieron de pedestal á mi figura habrán servido de garfios desgarradores dondese balancearon en algún tiempo los despeñados cuerpos de ejércitos asaltan-tes y de ejércitos huidos; simas que hoy borraron mi viva silueta habrán tra-gado las disformes siluetas de otros hombres que allí llegaron sin vida ó que enel frío desamparo de sus antros la perdieron... La Naturaleza es historia queno oyen todos los que escuchan, ni leen todos los que conciertan letras...

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    II

    Son las cinco de una mañana de limpio horizonte y temperatura primave-ral; subiendo á media ladera al castillo me encuentro en su desigual lomo. Eseste castillo una cordillera de piedra que como enorme murallón se extiendeá lo largo del serrano pueblo por la parte, del Saliente. Desde su alto, y mien-tras espero al tío Juan, que me servirá de compañero y guía, contemplo elpueblo, colocado todo lo más llanamente posible en un estrecho valle y dis-tribuido en tres barrios: Santa María, el más grande; San Miguel, donde estásituada la casa solariega y veraniega de mis hermanos, y por tanto mi casaen esta ocasión, y La Pinilla, y dividido y circundado por tres brazos del ríoque en el pueblo nace y que unidos con otro brazo, «Ríoafuera», forman enNeila el llamado Najerilla. A mis pies baja y se corta la ladera junto á lascasas por un grandioso peñasco llamado La Cueva, y del que por negro bo-quete nace tranquila y mansa la transparente y helada agua que constituyehermoso tesoro negado á grandiosas capitales.

    Por las grandes y cónicas chimeneas, construidas con pequeños trozos deteja, se extiende en la atmósfera el humo delatador de almuerzos y merien-das. Movibles y desperdigadas figuras negras concurren á la iglesia, cujachata torre y musgosos muros acaricia el naciente sol: son las mujeres de sayacorta y negro mantillo, que rezando salen de sus casas y rezando vuelven. Porcallejuelas, puentes, vados y veredas salen al campo hembras y varones. Ungrupo de estos sexos marcha por la «Carrera»—peñascoso camino que une dosbarrios—. Fórmanlo un hombre y dos mujeres: él, enjuto y alto, lleva al hom-bro una guadaña; de las dos mujeres, una es vieja y seca: marcha con losbrazos caídos, imprimiéndoles un machacante movimiento vertical; la otra esjoven y rechoncha, pisa fuerte y bracea enérgicamente, zarandeando el cuerpo;las dos empuñan hoz y cuelgan á la espalda liada cuerda de crin. La jovencanta:

    Esta es la tonada nuevaque viene de los pinares;de los pinares á Huerta;de Huerta-Arriba á Canales:«—Te tengo pisar el pie.—Que no me l'has de pisar;que soy marinero, niña,y navego por la mar.»

    Abandonan mis ojos é imaginación el cuadro y recorren la ladera de laDehesa guiados por el campanilleo de la numerosísima cabrada del pueblo,que por entre matorros da los primeros retozos y mascadas, y escucho el estri-dente, agudo y largo silbido del pastor que las guía. En esta contemplaciónme sorprende la presencia del tío Juan, que, montado en su blanco caballo y

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    conduciendo en las alforjas el talego de nuestra merienda, la bota del vinoy mis trastos de pintar, ya hermanados de antiguo con botas y talegos,sube y llega hasta donde me encuentro, y caballero y peatón emprendemosla marcha.

    Por un vallecillo caminamos siempre en pronunciada ascensión, y llegamosal pinar. El espeso y salutífero bosque nos hace escuchar sus rumores, noshace aspirar con fuerza sus aromas purificadores de pulmones, y con su tupidotoldo nos libra del sol, que filtra esparcidos sus hilos de oro.

    Como colosales velas elévanse rectos los arrogantes pinos, unos de troncolimpio y ondulante capota, otros de caprichosas ramas que se besan, entrela-zan, acarician ó azotan, según la fuerza del aire. Marchamos contentos y mar-chamos á pie, tanto por lo incómodo de la postura en cuesta, cuanto por migusto y deseo en andar. Cruzamos barrancos golpeados por arrojaos, escalamosempinadas y pedregosas cuestas, nos escondemos entre rocas y espesos y em-barazosos matorrales, salimos á praderas, nos perdemos en un inexpugnablelaberinto de peñas, bosque alto y secos pinos blancos como disformes filonesde plata... Nuestras piernas vense atenazadas por culebreantes ramas y raí-ces; el caballo, inteligente y noble, encuéntrase á cada paso entallado por lasalvaje red. De vez en cuando alcanzamos á ver negruzcas partes de la peñas-cosa cima objeto de la excursión, y animosos seguimos la brutal subida, milveces cortada por los caídos y raros troncos, semejantes á macabros y fantás-ticos esqueletos de gigantescos animales antediluvianos.

    Cerca de las ocho hacemos alto en Los Paulazos, donde, requerida la me-rienda y tumbados en el mullido suelo, almorzamos apetitosamente mientrasmis ojos se recrean en el examen del comedor, y el tío Juan me cuenta, entremascada y trago, antiguas y recientes tropelías y destrozos causados por lahambrienta y sanguinaria lobada en ovejuno y borreguil rebaño.

    Forma el piso del comedor una kilométrica pradera de verde alfombradonde retozan y pastan buen número de yeguas y potros que arrogantes nosmiran, piafan y cabriolean. Enfrente de nosotros se eleva y extiende hastaconfundirse lateralmente con los pinos colosal murallón de plomiza, roja ymusgosa piedra, ornamentada en grietas y salientes por matorrales y retorci-dos y equilibradores árboles; esta muralla, obra de titanes arquitectos é inge-nieros, sirve de cerramiento y sostén por esta parte á una dilatadísima cuencasituada en su alto y donde se encuentra, entre otras, la famosa Laguna Ne-gra, de agua limpia y corriente, alimentada por filtraciones de la superiorcampiña, y quizás por surtidores del fondo lagunoso. A nuestra espalda com-pleta el comedor el hermoso pinar.

    Mientras reponemos nuestras cansadas fuerzas con parte de los fiambres yregeneradores manjares remojados con el fresco y morado chorrito de la em-pinada bota, asoma por entre las pinochadas y heléchos un enorme mastín decabeza, melenas y garras leoninas, de ojos dormilones y sangrientos, de comi-suras inferiores babeantes y descubridoras de afilados colmillos, de ancho yfuerte collar, desgarradoramente erizado por púas orinescas; ni ladra, ni avan-

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    za, ni retrocede; silba el oculto pastor, y desaparece el amenazador y silen-cioso mastín. •

    Puestos nuevamente en marcha, encontrámonos al poco trocho rodeadosde ovejas que dejan de triscar, se arremolinan y nos contemplar; en medio deellas está el pastor: es de alguna edad; es la misma figura de creación primi-tiva que aparece en los remotos tiempos de la infancia del mundo por nosotrosconocido, que se señala en las historiadas páginas de la Biblia, que continúay camina por cuentos, historias y leyendas, y en carrera tan larga es siempreel mismo, es siempre igual en su forma y en su fondo: la misma costra de ru-deza apergamina su piel; los mismos músculos acerados atenazan su enjutocuerpo; el mismo rebelde mechón cierra su frente; igual vaguedad somnolientainexpresan sus pequeños ojos; idéntico corte en labios y comisuras deja entre-ver un algo que, entre sonrisa y mueca, crea lo que conocemos por «socarro-nería». Viste zamarra, chaleco, corto calzón y zajones de piel; cubre las pan-torrillas con pardo y grueso paño, y líalas con peludas y delgadas correas;calza abarcas, empuña grueso y largo garrote, y cuelga borreguil zurrón á laespalda. Cambiamos los buenos días, explicárnosle nuestra misión por aquellasalturas, torna nuestra bota á empinarse en rueda, y, tras la despedida, él con-tinúa con su rebaño, el perrazo nos contempla, y quizás nos perdona, desde loalto de una peña, y nosotros, con la misma dificultosa marcha, llegamos á loalto, y ya estamos al pie de Peña Aguda.

    III

    Alzase esta inmensa mole en uno de los puntos más elevados de la sierrade Urbión —famoso y desde aquí descubierto pico, considerado por los geógra-fos como uno de los puntos que en España alcanzan mayor altura sobre el ni-vel del mar—>, interrumpiendo la línea de los pinos. Cortada vertical y bra-vamente por el lado de Neila, se asienta sobre una escarpadísima y larga la-dora de amenazadores precipicios formados por colosales peñasoos que se sos-tienen apuntalados entre sí sobre el derrumbadero y forman millares decuevas. Por entre estos peñascos suben, cual números de un gigantesco ejér-cito asaltador, retorcidos y añosos pinos... Yo voy á situarme en el borde dela ladera para dominar el paisaje, y no siendo posible el descenso del caballo,nos separamos para unirnos abajo en el arranque del natural talud. El tío Juan,con la caballería, dará por la cumbre la vuelta á la peña en busca de trochaviable, y yo decididamente me despeño...

    Imposible es dar idea de mi tremendo descenso; inenarrables son mis des-lizamientos, mis saltos, mis equilibrios, mis incertidumbres y mis decisiones:tan pronto estoy en lo alto de una paña, como sumido en las obscuras concavi-dades y vericuetos... Brinco de pico en pico, me arrastro de agujero en agu-jero..., y así, tras sudores, esfuerzos, cuidados, suspendida y recobrada respi-ración, llego al hondo pinar y me tiendo en el resbaladizo suelo.

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    Lo que aparece ante mi vista es de verdad hermoso: la mole de piedra serecorta iluminada por el sol, que más la endurece, en caprichosos cortes declarobscuro sobre la azul atmósfera; los tonos metálicos de la roca contrastanen un derroche de luz con el verde del monte bajo, con la corteza de color aca-ramelado y fino de los troncos en pie y con el plata de los secos troncos ven-cidos... Es un paisaje que con libertad admirativa de palabra puede llamarse¡brutal!

    Llega el tío Juan y me ayuda en la confección de un caballete, y mientrasél fuma y mira, yo investigo y pinto... Pasan cuatro horas, suspendo mí tra-bajo, recojo los bártulos, y, encaminándonos á una cercana cueva, comemos ála sombra y al fresco.

    Colocadas sobre el caballo las alforjas con toda la impedimenta, empren-demos el retorno, que es, naturalmente, cuesta abajo. Sucédense las mismasdificultades que á la subida: troncos vivos se yerguen rectos buscando aire ysol para sus ondulantes capotas; troncos muertos se retuercen y agarrotan enel suelo; el calzado, pulimentado en sus suelas por el continuo roce del resba-ladizo pavimento, cubierto de una capa de seca hoja de pino, nos hace patinar,con grave peligro de nuestros cuerpos, que describen variadísimos ziszás;otras veces nuestras piernas se hunden en mullido colchón de hojas de haya,y así llegamos tras hora y media á la salida del bosque, donde hacemos unpequeño descanso y donde damos la última mano á la flácida bota. En marchaotra vez...; mas no para aquí eldecidido reposo: por la cresta del castillo saleá nuestro encuentro el joven párroco; mi buen compañero del día toma sen-dero más recto para su casa, y yo continúo.

    IV

    —Buenas tardes.—Buenas tardes.Alzase el sombrero de teja, alzóme el sombrero ancho, estréchanse nues-

    tras manos, hay informes saludables de nuestras respectivas familias, hay re-lato variadísimo de mi reciente excursión, y el sacerdote me propone, en vistade mi seguridad de no cansancio, otra más pequeña excursión que me agra-dará y completará el montaraz día.

    Nos ponemos en camino, él delante y yo detrás, pues la anchura de estossenderos no permite otra línea que la de fondo.

    La caída de tarde es hermosa; un airecillo fresco y suave nos envuelve,jugueteando con los vuelos de su esclavina y con las sueltas puntas de mi pa-ñuelo anudado al cuello. Subimos culebreante cuesta, cruzamos Prado delValle, dividido por pedregoso y enmarañado arroyo,- y policromado por pe-queñas parcelas de segado heno, amarillento y ondulante centeno y trigo, yflorecillas mil.

    El sol empieza á ocultarse por la curva línea, manantial inagotable de ha-

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    yas y pinos, deri'amando como don de despedida su polvo de oro sobre la in-mensa mancha verde obscuro. Marchamos despacio, parándonos algunos mo-mentos para tranquilizar el agitado corazón. Bordeando el pinar salimos á unpequeño raso, y la tierra falta á nuestros pies...; estamos en la conjunción dedos laderas, y por vertiente caída baja la vista deslizada hasta un profundobarranco que separa La Robledilla de La Muela. Como aplastadas matas con-témplanse á vista de pájaro las copas de los pinos moradores de aquella mis-teriosa garganta.

    —¿Por aquí se baja, señor cura?—Sí, señor — me contesta—. Estamos en La Escalera... Por aquí suben y

    bajan, no sólo las personas, sino las caballerías...Una sonrisa mía de respetuosa duda le hace soltar la carcajada y afirmarse

    en su aserto, cuya realidad llega á mi vista primero por una yegua en pelo,y momentos después por una mujer albardada, de curtido y sudoroso rostro,desgreñado pelo, saya á media pantorrilla, calzadas abarcas, y portadora sobresus lomos de una no pequeña carga de leña gruesa. Este caso es normalmenterepetido en este pueblo.

    Dedicado el hombre al pastoreo, se pasa el llamado verano — aquí es muybenigno—por estas sierras, y el otoño, el invierno y la primavera por veredas,cuerdas y cañadas cruza y vive en los campos extremeños, en los manchegos,en los dos castellanos; faldea, sube y baja los Picos de Europa, y como en lasantiguas épocas bíblicas, marcha conduciendo rebaños propios y ajenos enbusca del pan diario.

    Grandes partidas de ganado lanar, de yeguas de vientre, de potros, devacas, bueyes y terneros salen de este pueblo y son pasteadas y vendidas porEspaña, y, por tanto, el ganado caballar es raro preste más servicio que enla época del acarreo y trilla, ocupación que dura normalmente de diez á quin-ce días, y el vacuno durante el labrado para la preparación y siembra, quepor la calidad del terreno es insignificante; el resto del tiempo en que el ga-nado está en el pueblo no está sino en su término jurisdiccional, el vacuno bajola custodia de pastores, y el caballar por los altos de las sierras en completalibertad y sin más custodia que su propio instinto. Cuando se necesita una ca-ballería, sale el necesitado de su casa con el cabezón á la espalda, y empleandouna mañana ó un día entero, con ella da y con ella torna, para volverla á sulibertad cumplida su misión. De modo que, dadas las condiciones de estos seresracionales ó irracionales, la mujer labra con las vacas, la mujer acarrea á lo-mos tanto como una yegua, la mujer trilla y avienta, ayudada en ocasionespor su hombre, que de la majada llega en semana de descanso; la mujer metela paja, que conduce en grandes sábanas de grueso lienzo, y la mujer, al igualque el hombre, empuña su hacha, trepa si es preciso á los pinos, corta lasramas, las ata con su cuerda de crin, y carga con la leña que á ella y sus pe-queños dará calor en el nevoso y helador invierno.

    En la negra y campanuda cocina se orean y curan los ricos jamones, pi-cantes longanizas y gustosísimos lomos; en el arca están las monumentales

  • hogazas, apergaminadas exteriormente y esponjosas y duras siempre; en elrío el caldo y en el sebo de las ovejas la grasa: con estos tres componentes secuecen las sopas en caldereta, siendo el manjar más común y solicitado porgrandes y chicos. En un rincón de la casa están, cuando están y como joyas,las patatas y los titos (guisantes), cogidos secos y comidos á falta de garban-zos, que no se dan bien en esta tierra.

    Como compendio de la vida de estas gentes se puede citar el caso no ex-traordinario de un casamiento en que el segundo ó tercero día sale el reciéncasado para Extremadura, y vuelve á los ocho meses, y en que de los doce álos cincuenta y tantos ó sesenta años hace el varón esa vida montaraz yerrante lejos de su familia racional, y compartiendo, al igual que los tempo-rales, sus dichas y sus penas con su familia irracional.

    Todo esto acude á mi memoria en muchos momentos, y esto pasa por mimente al cruzarnos y dar las «Buenas tardes» á la cargada mujer, clasificadaen el hogar y fuera de él después de la vaca, de la yegua, de la oveja, de lacabra y del cerdo... Ninguna se queja... Así fueron sus abuelas, así fueronsus madres, así son ellas..., así serán sus hijas... Están contentas con su suer-te, y son felices... ¿Qué será suerte?... ¿Qué será felicidad en la vida?...

    Empieza el descenso. El cura aparece y desaparece tras brezos, retamas ypeñas... Yo le sigo. Se baja de costado, se baja de frente, se baja resbalando,se baja de salto. Las manos se agarran á los peñascos y á las matas... Lasmanos y brazos se extienden en el espacio formando equilibrador balancín.El bastón del cura y mi pastoril garrote constituyen salvador apoyo, y asínos encontramos en la garganta que, siempre bajando, nos conduce—con elmismo piso, en cuya composición entra un arroyo de orillas y lecho de rocasque lo escalonan y que cruzamos de corto en corto trecho—por aquel desfi-ladero.

    Elévase á la derecha escarpadísima y kilométrica montaña de piedra, dandoidea de una inmensa catedral de caprichosa y fantástica construcción: es LaMuela. Alzase á la izquierda otra montaña de entrañas semejantes: es LaRobledilla; de ella nos sale al paso con valerosa majestad una roca de medrosasilueta, y su contemplación me habla de castillos feudales, de congreso debrujas y duendes, de nidos de buitres, águilas y buhos, de vivero de reptilesdañinos..., y me parece percibir lamentos de seres martirizados, chasquidosde huesos y feroces rugidos que chocan y retumban en mi cerebro, en mi co-razón y en el endurecido y quebrado barranco... Don Clemente, el cura, se ríey me llama con cariñosa palabra soñador, visionario, romántico y chiflado ar-tista... Yo se lo agradezco de todo corazón, y dejo á mi pensamiento libre ensus ensueños, y ensancho mi garganta para gritar: «¡Hermoso!... ¡Esto es bra-vamente hermoso!», y dejo á mis piernas que se endurezcan al trepar por tanduro y desigual piso, y dejo á mi alma disfrutar de salvajes y grandiosas liber-tades que la Naturaleza entrega al hombre que sabe comprenderlas, y dejo ámis ojos que impresionen en su avara retina las hermosuras que me rodean...

    El arroyo, en sus millonésimas cascadas y chorreras, me cuenta millonési-

  • — 86 —

    mos misterios; los matorrales y grietas rocosas, instrumentados por el viento,me cantan extrañas sinfonías, y la esquila del ganado me habla de dulzurasmelancólicas.

    Las sombras del crepúsculo vanse acostando en la hondonada, y nosotros,ágiles,como corzos, saltamos, subimos y bajamos, saturados nuestros rostrospor el fresco airecillo, que juguetea con los vuelos de la esclavina del señorcura y con las puntas de mi pañuelo anudado al cuello.

    El sol abandonó por completo los últimos picachos, no quedando de él nioro ni sangre; del pinar baja resbalando el zumbido constante del aire filtradoen suurdimbre, y cuyo zumbido se enlaza al inmenso golpeteo de los saltosde agua; brillan algunas hogueras en las tenebreces de los montes, dando ra-zón de la existencia de solitarios pastores, y por la cumbre de Cabeza-Herreraasoma la luna, que con su resplandor nos descubre confusamente unos bultos:son la silueta de las vacas que arrastran el arado. Salta de piedra en piedra,y á su compás oigo la copla que con voz hombruna, amartillada y fatigosacanta la hembra labradora de andares machos:

    Ya vienen los pastores.No viene el mío.

    Alguna picaronale lia entretenido,le ha entretenido...

    ¡Arriba, resalada!Le ha entretenido.

    Ubaldo Fuentes Redondo.Neila (Burgos).

    -oQo-

  • El hombre que bajó del cielo.,

    (FANTASÍA BURLESCA)

    En el invierno de 1890, por .las vísperas de Todos los Santos, un aconteci-miento insólito—de esos que hacen á mis compañeros de oficina decir pensati-vamente: «Es grave la cosa, la cosa es grave...»—vino á interrumpir la per-fecta uniformidad de mi vida burguesa, que hasta entonces se deslizara tanmansa y serenamente como una nube viajera en un cielo de verano.

    Por aquel tiempo mi laboriosidad en el empleo que ocupaba en la Secre-taría del Arzobispado hiciórase notoria por todos los círculos eclesiásticos ófarmacéuticos de la población, y hasta transcendiera, bien que fuese para de-primirme, á la pañería del Maragato, donde, infortunadamente, leíanse Las Do-minicales del Librepensamiento... El señor provisor, que era harto inteligenteen asuntos melódicos, y que, como él acostumbraba á decir, sabía rascar untanto la guitarra, ensalzara con perífrasis mitológicas (de seguro escogidasla noche anterior en el Appendix de diis et heroibuSj que guardaba con escru-pulosidad á la cabecera de su cama para consultar prolijamente) mi periciaen el arte de Orfeo, que el secretario del Ayuntamiento, sujeto indocto en lasartes liberales, confundió con Morfeo...

    Digo que mi nombre era traído y llevado en aquella bendita época por lastertulias de la población, y así que llegó á oídos del señor arzobispo—frayVictorino—la fama de mis buenas dotes, tanto filarmónicas como burocráticas,hízome llamar á su despacho y familiarmente púsome la mano en el hombro,reforzando esta prueba de cariño archiepiscopal y cardenalicio con la siguientefrase, lentamente burilada en la soledad de su estudio, como supe después:«Usted, don Raimundo, es un Hércules del papel sellado»; frase que yo en se-guida apunté, bajando las escaleras de palacio, en mi cartera de los días fes-tivos, que estaba forrada en piel de nutria...

    Todos estos prolegómenos son bien necesarios para entrar en materia. Yoquiero consignar aquí hechos, meramente hechos fnow what I want is facts,ha dicho Dickens), y para ello es menester disertar—y más largamente de-biera—sobre mi vida y obras. Y con el fin de que resalte lo extraordinario delcaso, bueno será poner en claro lo vulgar de mi anterior existencia. Así unglorioso timbre de armas más resplandece sobre una frente de villano...

    Habéis, pues, de recordar que mi existencia había transcurrido tan en calmacomo pasa la breve jornada de un jilguero bien cuidado que todas las maña-nas se calienta al dulce sol de las vidrieras, sorbe con avidez su jicara de aguafresca y devora el limpio alpiste que una cariñosa mano le preparó...

    La mano que preparaba mi rico alpiste y hasta mi sabrosa jicara era la

  • bien rolliza y blanca de doña María de las Angustias, á quien yo tenía porsolícita patrona desde el año de 1884, en la octava del Corpus.

    En mi vida de empleado no había ni bruscos infortunios ni grandes júbi-los. Todo iba en placidez y en bonanza, así como también en monotonía. Asis-tía puntual y cotidianamente á la misa de ocho, que decía en la catedral elseñor prefecto de ceremonias, con quien antaño me vincularan Jazos de sin-cera amistad. No menos puntualmente presentábame en la cámara eclesiás-tica, donde ya solía estar el fiscal diocesano fumando su aromático vuelta-abajo.

    Mi costumbre, acrisolada con los años, era rehuir los cafés y las tertuliasaprés-midi; mas si me instaban ofreciéndome valioso concurso, yo accedíacon la benevolencia que me caracteriza... Después de mediodía retornaba ála oficina, y á la salida—que era en verano á las seis, á las cuatro en invier-no—daba mi acostumbrado paseo por la plaza Mayor, dirigiendo hacia el ho-gar mis pasos cuando ya se iban encendiendo los faroles.

    Érame grato á la noche, tras un largo día de duro trabajo mecánico, arran-car en el silencio de mi habitación melodías plañentes y desconsoladoras alcornetín medio oxidado que de mi abuelo conservaba guardado en lo más re-cóndito de mi baúl, libre de profanas miradas, por no comprometer mi digni-dad de hombre serio y administrativo, con pingüe sueldo de tres mil pesetasy buenas relaciones on las tertulias de los comercios que hay bajo los sopor-tales.

    Mi casa de huéspedes era en la solitaria rúa del Villar. En aquellas horasnada turbaba el recogimiento de la callejuela, y mientras veía encenderse unaá una, como lámparas de hospital, en la niebla enrarecida y flotante de lanoche, las luces de la ciudad, yo procurábame el placer honesto de la músicasportiniana limpiando asiduamente con pasta «Amor» el borde del instru-mento y poniendo delante do la lira el papel pautado donde destacaban las no-tas negras de las corcheas y de las fusas, así como los borrones obscuros delos compases de silencio, en tanto que sentía moverse por la cocina con pa-chorra y pesadez aplomada la masa de carne de doña Angustias, que rumiabasilenciosamente el eterno despecho que, por mi desgracia, siempre concibiera,y en hartas ocasiones declarara con desabrimiento, contra aquel mi solaz ar-tístico, bajamente artístico...

    II

    Aquella noche yo había encendido mi velón de aceite antes que de costurebre porque llovía y venteaba recio, y meditaba pasar la velada entregado á mplacer favorito y al partido de lotería que por deferencia á doña Angustiaveíame obligado á jugar todos los jueves y domingos del invierno en el comedor, bajo la luz amorosa y familiar de la lámpara, cubierta con pantalla dpapel verde...

  • Aunque la noche anterior doña Angustias me reprendiera con acritud, yoproseguía en mi clandestino concierto con una asiduidad que ya iba desconso-lando á la paciente matrona, patiens ut ego oeternus...

    Hallábame afinando el agradable cornetín cuando acertaron ,á sonar en mipuerta dos golpeoitos suaves, dados, siu duda alguna, con los nudillos de unamano débil y temblona. Abrí con. indecisión la puerta; sorprendido como es-taba, ó, por mejor decir, incomodado con aquella visita intempestiva que ve-nía á importunar de tan extemporáneo modo las más felices horas que en mipacífica vida se contaban desde largo tiempo atrás, desplegué al abrir una fu-ria musitada en mi genio apacible.

    Tropecóme con un hombrecillo ruin, amojamado, endeble, de semblanterugoso como una mascarilla roída, de nariz respingada, sobre la que cabalga-ban unos penetrantes lentes azules; labios gruesos y carnosos como los bofesde un buey, y en el mirar un rasgo tal de cansancio y dejadez, que parecíacomo si hubiese salido de una tumba donde morara luengos siglos. Con voz cas-cada como la de un centenario saludóme indefiniblemente, pero en tono de fa-miliaridad tan suelta como si un acendrado compañerismo nos tuviese unidospor largos años.

    Yo retrocediera espantado á vista de aquel visitante ignoto y raro; mas re-cobróme, porque, en verdad, aquello no tenía nada de maravilloso ni sobrena-tural; era para mí tan vulgar como el acudir todas las mañanas á mi querida.Secretaría. Prevalido de mi osadía—que yo confirmé no acudiendo al auxiliode mis devotas imágenes, como solía en casos tan graves de aflicción—, el su-jeto inválido dirigióme la palabra.

    —-Yo venía aquí, señor don Raimundo, á ponerme á sus órdenes para con-ducirle al planeta Saturno...

    Yo, desconcertado, á poco estuve de no dar con mi cuerpo en tierra. Va-cilé; mas repáseme con la dignidad que conviene á un empleado de docemil reales.

    —... al planeta Saturno, región de las Ocho Lunas, distrito de las VeinteEstrellas, donde le espera con ansia el alma de su hermano en profesión y an-tiguo compañero don Celedonio de la Riba...

    Retrocedí más espantado, sintiendo una opresión de miedo como si aquelnombre hubiese quemado los labios del hombrucho, incandesciéndolos cual elcarbón de Isaías. En aquel momento dudé; dudé si tendría ante mí la figuradel Espíritu Infernal, y acudí entre mí á la protección gloriosa de NuestraSeñora del Carmen. Aquel nombre que había pronunciado era el de mi exce-lente amigo don Celedonio, que fuera, como yo, cofrade vitalicio en la Herman-dad de los Dolores. El terror de representármelo desterrado en las concavida-des desconocidas de un planeta, ajeno demudóme el semblante, y no me erizólos cabellos porque yo tenía la santa y casta costumbre de ablandarlos y pu-lirlos todas las mañanas con aceite de almendras...

    —Pues bien—continuó tranquilamente el varón respetable, clavando en mísus lentes azules—; el planeta Saturno, en la región de las Ocho Lunas...

  • — 92 —

    congregábase sobre unas sierras, y á nuestros pies bramaba un ronco marde hielo...

    El espectáculo era imponente, y bastante más lo había de ser para mí,pobre empleado de provincias, bien poco acostumbrado á estas grandes esce-nas del Cosmos... Sentíme exiguo en aquella inmensidad de magnificencias, yreclamé con voz apagada el socorro proficuo del señor obispo fray Victorino ..

    Pero el hombre de los lentes azules, tomándome suavemente de la mano,invitóme á emprender en su compañía una excursión intrépida, aunque rica ensabrosas peripecias, á las cavidades más recónditas del planeta Saturno, allídonde se encontraba el alma de don Celedonio, mi antiguo hermano de Co-fradía.,.

    Subíamos por una escala do seda como hecha con carne de ángel y con le-che de los manantiales de la gloria... A mí, gran amigo de los símiles bíbli-cos, parecíame la escala de Jacob...

    No sé cuánto tiempo caminamos por aquel dulce sendero. El sujeto taci-turno iba á mi lado sin hablar; sus lentes azules más y más se esfumaban enla claridad de aquellas regiones, donde refulgía una aurora eterna. Marchába-mos con lentitud; nuestros pies se deslizaban insensiblemente sobre el terreno;por todos lados nos circundaban fulgores magníficos y maravillosos, ponién-donos en la figura nimbos de oro brillante; siempre reinaba el día, y los len-tes azules de mi compañero taciturno más y más se hundían en la claridadcelestial que florecía en aquellas alturas como una planta exótica, esfumán-dose, emblanqueciéndose...

    Un anochecer hálleme en una ciudad que era inmensa y que era misterio-sa. En el cielo, muy azul y sereno, esplendían prodigiosamente ocho grandeslunas sobre los ocho puntos del horizonte, gloriosas y lumíneas como unaaparición arcangélica. Toda envuelta en la claridad lechosa, la ciudad dormía.Las casas eran altas, sencillas y majestuosas, brillando como escudos deplata... Por las calles discurrían algunos hombres gigantescos, desnudos, en-teramente desnudos, haciendo más hermosa su desnudez atlética el fulgor ar-gentino de las Ocho Lunas...

    A uno de ellos hasta le encontré vagos parecidos con un lejano parientemío obeso que muriera de apoplejía en las vísperas de Navidad del año 50...Todos me saludaron muy afectuosamente, riendo entre sí, á lo que yo podíacomprender, de mi bajeza física, Yo sentíame tristemente ruborizado anteaquellos hombres forzudos y agigantados... Contáronme particularidades desu planeta que fuera prolijo narrar aquí. No se conocía la sensualidad; los ha-bitantes vivían desnudos, castamente desnudos, sin pensamientos terrenales,atentos sólo al culto del Muy Alto. En aquellos olvidados mundos no había en-trado lo que los terrenos llaman civilización; mas vivíase en santa paz y con-cordia, sin guerras, sin envidias, sin mezquindades... Todo iba tan sereno comoel curso de los astros en la infinidad del espacio. Ni un pensamiento impuromancillaba sus almas, ni un deseo degradante ocupaba sus corazones. Las ciu-

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    desde entonces ser mensajero del Enemigo Malo... Y retomando mis bríos decatólico y de español, repliqué con denuedo á las gentilezas incrédulas delgalán:

    —Yo soy católico apostólico romano, como lo acreditan mi fe de bautismo ylas imágenes piadosas que ahí ve...

    Y señalóle la cabecera de mi púdico lecho, donde colgaban piadososcromos y litografías descoloridas de la Virgen Santísima y del patriarcaSan José.

    El hombre vaciló, curvándose, sin embargo, con respeto ante aquella ma-nifestación escandalosa de mis creencias y devociones. Yo proseguí con empujey con aspereza:

    —Como católico, creo en todo lo que cree mi Santa Madre la Iglesia. Creo,pues, que hemos de resucitar en cuerpo y alma, y esas inmundicias de la trans-migración y otros equívocos no me tocan ni en la puntera del zapato...

    Y con vehemencia verdaderamente bélica, haciendo retroceder al sujeto,que quedó varado en el dintel de la puerta como un bergantín viejo en unaroca dura:

    —Impiedades en mi casa, no las consiento... ¡Caramba!...

    III

    Encontróme súbito caminando por una vereda larga y desolada que árbo-les crecidos bordeaban y fuentes ocultas adormecían. El hombre que me trajoel recado de Saturno iba junto á mí hosco y mudo. En el silencio de la callejayo sentía el trepidar de sus botas claveteadas que golpeaban rudamente losguijarros. A intervalos yo escuchaba sobre mi cabeza el vuelo agitado de los-cuervos, y la estridencia de sus graznidos más me henchía de aquel terrorinerte y frío que me iba silenciosamente minando; en el horizonte lucía unaalborada clara, y fue entonces cuando conjeturó que habíamos caminado du-rante toda la noche por ásperas sendas. Larga y monótona como un calvariofue nuestra jornada por caminos tortuosos que yo nunca viera. Al anochecerencontróme en la cumbre de una alta montaña. Divisábanse desde aquella emi-nencia reinos y ciudades que me aparecían tan pequeños como un hormigueroescalando las bajas colinas—que así eran á nuestra vista lo que los hombresllaman elevadas cordilleras—•; caminos pedregosos retorcíanse y trenzábansecomo las astucias de la serpiente enemiga; de frente yo tenía grandes terri-torios poblados, lagos, pantanos y mares adormecidos ó inmóviles como in-mensas láminas de plata y de cobre, torres y edificios insignificantes comopiezas de ajedrez; á nuestra altura vagaban manadas de nubes espesas comovellones, hileras de nublados compactos y obscuros que se cernían amena-zadores sobre las ciudades ó se disolvían en fuertes aguaceros sobre loscampos áridos; en los confines del horizonte la masa torva de una tempestad

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    congregábase sobre unas sierras, y á nuestros pies bramaba un ronco marde hielo...

    El espectáculo era imponente, y bastante más lo había de ser para mí,pobre empleado de provincias, bien poco acostumbrado á estas grandes esce-nas del Cosmos... Sentíme exiguo en aquella inmensidad de magnificencias, yreclamé con voz apagada el socorro proficuo del señor obispo fray Victorino ..

    Pero el hombre de los lentes azules, tomándome suavemente de la mano,invitóme á emprender en su compañía una excursión intrépida, aunque rica ensabrosas peripecias, á las cavidades más recónditas del planeta Saturno, allídonde se encontraba el alma de don Celedonio, mi antiguo hermano de Co-fradía.,.

    Subíamos por una escala do seda como hecha con carne de ángel y con le-che de los manantiales de la gloria... A mí, gran amigo de los símiles bíbli-cos, parecíame la escala de Jacob...

    No sé cuánto tiempo caminamos por aquel dulce sendero. El sujeto taci-turno iba á mi lado sin hablar; sus lentes azules más y más se esfumaban enla claridad de aquellas regiones, donde refulgía una aurora eterna. Marchába-mos con lentitud; nuestros pies se deslizaban insensiblemente sobre el terreno;por todos lados nos circundaban fulgores magníficos y maravillosos, ponién-donos en la figura nimbos de oro brillante; siempre reinaba el día, y los len-tes azules de mi compañero taciturno más y más se hundían en la claridadcelestial que florecía en aquellas alturas como una planta exótica, esfumán-dose, emblanqueciéndose...

    Un anochecer hálleme en una ciudad que era inmensa y que era misterio-sa. En el cielo, muy azul y sereno, esplendían prodigiosamente ocho grandeslunas sobre los ocho puntos del horizonte, gloriosas y lumíneas como unaaparición arcangélica. Toda envuelta en la claridad lechosa, la ciudad dormía.Las casas eran altas, sencillas y majestuosas, brillando como escudos deplata... Por las calles discurrían algunos hombres gigantescos, desnudos, en-teramente desnudos, haciendo más hermosa su desnudez atlética el fulgor ar-gentino de las Ocho Lunas...

    A uno de ellos hasta le encontré vagos parecidos con un lejano parientemío obeso que muriera de apoplejía en las vísperas de Navidad del año 50...Todos me saludaron muy afectuosamente, riendo entre sí, á lo que yo podíacomprender, de mi bajeza física, Yo sentíame tristemente ruborizado anteaquellos hombres forzudos y agigantados... Contáronme particularidades desu planeta que fuera prolijo narrar aquí. No se conocía la sensualidad; los ha-bitantes vivían desnudos, castamente desnudos, sin pensamientos terrenales,atentos sólo al culto del Muy Alto. En aquellos olvidados mundos no había en-trado lo que los terrenos llaman civilización; mas vivíase en santa paz y con-cordia, sin guerras, sin envidias, sin mezquindades... Todo iba tan sereno comoel curso de los astros en la infinidad del espacio. Ni un pensamiento impuromancillaba sus almas, ni un deseo degradante ocupaba sus corazones. Las ciu-

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    dades eran alegres y tranquilas como mármoles antiguos; los hombres que lasocupaban vivían risueños y amigos como viejos patriarcas de tribu. Hiciéron-me grandes encomios de la belleza de sus tierras, de la fertilidad de sus pastos,de la riqueza de sus ganados... Hablaban en lenguaje terreno, pero dandograndes gritos, como hombres despavoridos y amedrentados...

    El sujeto taciturno de los lentes azules seguía mirándome risueño, plácido...

    IV

    En El Clamor de Ablanedo, periódico que se publica bisemanalmente, apa-reció ha días, bajo el título satírico de Nuevo Cyrano, un artículo firmado conel nombre de un acreditado periodista local, artículo en el que se denigra ba-jamente mi nombre con ocasión de las memorias que yo publiqué tituladasViaje á Saturno en una Noche, escritas con cierta soltura y donaire de pluma,que me parecieran bien dignas de tenerse en cuenta. En ese suelto se dejamuy malparada mi personalidad pública de funcionario eclesiástico. Dícensecosas horrendas de mi humilde persona, y hasta se implora el auxilio de lasautoridades «para que nos ayuden en la obra laudable de desenmascarar farsan-tes que trafican con la pluma». ¡Eso de farsante es grave! Yo, ante calificativotan opresor, creíme obligado á protestaré He aquí mi protesta leal y honrada.En mi vida privada hay amarguras; pero ninguna me es tan dolorosa como eseadjetivo infame. Juro, pues, bajo la fe de mi palabra honrada, que en mi Viajeá Saturno (que yo doy al público, comprimido como aquí lo veis) no hay bro-ma, farsa, ni engaño... Wi yo soy hombre que tan fácilmente me «morfinice»,como dice el ilustrado é insultante periodista, abusando de los neologismos con