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DEMOCRACIA Y SOCIEDAD Helio Jaguaribe * I. REQUERIMIENTOS GENERALES Como régimen político, y en sentido general como un proceso de toma de decisiones que abarca al conjunto de la sociedad, la democracia es al mismo tiempo un estado mental colectivo y un estado de hecho. Es un estado mental colectivo en la medida en que depende de una creencia suficientemente generalizada: que la legitimidad del poder político se funda en el consentimiento de los ciudadanos. Es un estado de hecho en la medida en que la aplicación social efectiva del régimen democrático depende de ciertas condiciones objetivas, tanto internas como externas a la sociedad que éste habrá de gobernar. Es la cultura política de una sociedad lo que determina sus criterios de legitimidad. Tales criterios pueden ser de diversas clases, como lo revela la historia de las ideas políticas: tradicionales, carismáticos o ra- cionales, según la formulación de Max Weber. La legitimidad racional tiende a requerir el principio democrático del consentimiento de los go- bernados en la medida en que se acepte la igualdad básica de los hombres y se reconozca el valor de la libertad humana. Si los hombres son esen- cialmente iguales, en el sentido de que están dotados de la misma natura- leza y condición, independientemente de otras contingencias; si hay una libertad individual inherente a la condición humana y esa libertad cons- tituye un valor irrenunciable para todos los hombres, como la condición propia de su humanidad, la preservación de tal libertad exige que su re- gulación, requerida por la vida social, se establezca por el consentimiento recíproco de los miembros de la sociedad. El principio de la legitimidad democrática, descubierto y formulado por la Grecia Clásica y reformulado por la filosofía de la Ilustración, se convirtió en el principio fundamental de la legitimidad en todas las cul- turas racionales modernas. Las culturas racionales que precedieron a las modernas han podido aceptar formas de legitimidad alternativas a causa de la intervención de las convicciones religiosas en la formación del con- cepto de la autoridad. Partiendo del supuesto de que en la relación del hombre con Dios el fundamento de toda autoridad reside en Dios, las formas de autoridad no consentidas podrían justificarse con el alegato de la delegación divina (a los reyes, el papa, los aristócratas). En la época * Del Instituto de Estudios Políticos y Sociales, Río de Janeiro. [Trad. Eduardo L. Suárez.] 349

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DEMOCRACIA Y SOCIEDAD

Helio Jaguaribe *

I. REQUERIMIENTOS GENERALES

Como régimen político, y en sentido general como un proceso de toma de decisiones que abarca al conjunto de la sociedad, la democracia es al mismo tiempo un estado mental colectivo y un estado de hecho. Es un estado mental colectivo en la medida en que depende de una creencia suficientemente generalizada: que la legitimidad del poder político se funda en el consentimiento de los ciudadanos. Es un estado de hecho en la medida en que la aplicación social efectiva del régimen democrático depende de ciertas condiciones objetivas, tanto internas como externas a la sociedad que éste habrá de gobernar.

Es la cultura política de una sociedad lo que determina sus criterios de legitimidad. Tales criterios pueden ser de diversas clases, como lo revela la historia de las ideas políticas: tradicionales, carismáticos o ra- cionales, según la formulación de Max Weber. La legitimidad racional tiende a requerir el principio democrático del consentimiento de los go- bernados en la medida en que se acepte la igualdad básica de los hombres y se reconozca el valor de la libertad humana. Si los hombres son esen- cialmente iguales, en el sentido de que están dotados de la misma natura- leza y condición, independientemente de otras contingencias; si hay una libertad individual inherente a la condición humana y esa libertad cons- tituye un valor irrenunciable para todos los hombres, como la condición propia de su humanidad, la preservación de tal libertad exige que su re- gulación, requerida por la vida social, se establezca por el consentimiento recíproco de los miembros de la sociedad.

El principio de la legitimidad democrática, descubierto y formulado por la Grecia Clásica y reformulado por la filosofía de la Ilustración, se convirtió en el principio fundamental de la legitimidad en todas las cul- turas racionales modernas. Las culturas racionales que precedieron a las modernas han podido aceptar formas de legitimidad alternativas a causa de la intervención de las convicciones religiosas en la formación del con- cepto de la autoridad. Partiendo del supuesto de que en la relación del hombre con Dios el fundamento de toda autoridad reside en Dios, las formas de autoridad no consentidas podrían justificarse con el alegato de la delegación divina (a los reyes, el papa, los aristócratas). En la época

* Del Instituto de Estudios Políticos y Sociales, Río de Janeiro. [Trad. Eduardo L. Suárez.] 349

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moderna esta forma de entender la autoridad política no ha resistido la prueba de una crítica doble: 1) la crítica de la religión, o por lo menos de la no separación entre el universo religioso y el universo profano, y 2) la crítica, dentro del marco de la propia teoría de la delegación divina, en el supuesto de que tal delegación deba hacerse en favor de un hombre o unos cuantos hombres privilegiados y no de todo el pueblo, cuando to- dos los hombres son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.

En el mundo moderno las únicas objeciones al principio democrático que se han formulado sin incurrir en una contradicción interna inmediata se fundaron en la irracionalidad política que condujo a algunas formas de la legitimidad carismática, como ocurrió en las diversas modalidades del fascismo. Sin embargo, el problema de todas las formas de la irracio- nalidad política reside en el hecho de que también implican finalmente la negación del concepto de la legitimidad misma. En efecto, si la legitimi- dad derivara supuestamente de los atributos carismáticos de un líder, lo que expresaría una situación de hecho, nada impediría el surgimiento concomitante de otros líderes carismáticos, cuyas legitimidades se anula- rían recíprocamente. En tales condiciones, el concepto de la legitimidad como tal desaparece y sólo subsiste la aplicación efectiva del poder a secas.

En este sentido es importante tomar en cuenta el hecho de que las ver- siones autoritarias del pensamiento de Marx, como el leninismo, con las que se ha pretendido conservar el conjunto de su estructura racional, han debido sostener el principio de la legitimidad democrática, así sea en una forma artificial. El leninismo se presenta como una concepción democrá- tica en la medida en que pretende —además de superar la mera "demo- cracia formal"— mantener el principio del consentimiento popular y de delegación del poder mediante el alegato de que los líderes supremos son delegados del Partido y que este es intrínsecamente la vanguardia repre- sentativa del proletariado, una clase que constituye a su vez la gran ma- yoría de la población.

A pesar de la universalización del principio democrático de la legiti- midad desde el inicio de la edad moderna, la aparición y la preservación efectivas de los regímenes democráticos no depende para una sociedad dada sólo de la aceptación general de tal principio. La aplicación efectiva de la democracia, no como una mera aspiración sino como la norma efec- tiva de la organización de una sociedad, depende de condiciones objetivas, internas y externas a esa sociedad, como hemos indicado.

Las condiciones objetivas externas se relacionan con el disfrute de una

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soberanía efectiva por parte de un país, lo que comprende un margen su- ficiente de autodeterminación internacional. Los países que no disfrutan de una soberanía efectiva, aunque la tengan nominal, no alcanzan un gra- do de autodeterminación suficiente para someter a sus gobiernos al con- senso popular. Por ejemplo, los países como Polonia, sometidos a una dependencia estricta de la Unión Soviética, y en el otro bloque los países de Centroamérica, sometidos a una dependencia estricta de los Estados Unidos, están colocados en una situación internacional tal que sus gobier- nos deben respetar ciertas líneas políticas y ciertos tipos de relación con el país hegemónico, cualquiera que sea en este sentido la voluntad del pueblo.

Las condiciones objetivas internas se refieren al grado en que puedan ajustarse al régimen democrático las relaciones de la masa con la élite. Estas son relaciones funcionales que ocurren en el ámbito de cualquier régimen social posible, incluso en el límite de la hipótesis de una sociedad sin clases. Las relaciones de la masa con la élite expresan la forma a tra- vés de la cual se conciben, adoptan y ejecutan los proyectos colectivos en cualquier sociedad. Pero si hacemos a un lado su carácter funcional y necesario, tales relaciones se realizan, empírica e históricamente, bajo condiciones dadas de la estratificación social, en función de un régimen de participación dado. Tales condiciones y tal régimen pueden ser ajus- tables o no a las formas democráticas de la regulación social y, según que ocurra o no tal ajuste, la sociedad de que se trate poseerá o no las condiciones objetivas internas necesarias para la observación efectiva de la democracia.

IL LA RELACIóN MASA-éLITE

El tratamiento completo de la relación masa-élite requeriría un desarro- llo superior a los límites de este estudio. Para nuestros fines actuales basta subrayar dos aspectos de la cuestión. El primero se refiere a la ar- ticulación interna del sistema social. Analíticamente el sistema social se descompone en cuatro subsistemas: el participativo, el cultural, el económico y el político. El subsistema participativo regula las formas de la participación existentes en una sociedad: quién es miembro y quién no lo es, y en qué condiciones. Su estructura elemental es familiar: pa- dre, madre, hijos, etcétera. En las sociedades más complejas el subsistema de participación determina, a través del régimen de participación, la es- tratificación social, la posición social de cada estrato, sus derechos y de- beres, etcétera.

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El subsistema cultural abarca y regula las actividades orientadas ha- cia la producción de símbolos y la formulación de creencias: religiosas, filosóficas, estéticas, éticas, políticas, científicas, tecnológicas, o simple- mente símbolos expresivos. El subsistema económico abarca y regula las actividades orientadas hacia la producción de bienes y servicios. El sub- sistema político abarca y regula las actividades orientadas hacia la formu- lación y la aplicación de las decisiones públicas.

En todos los subsistemas se diferencian tres niveles de actividades: los niveles de la élite, la subélite y la masa. La élite formula y toma deci- siones. La subélite detalla y vigila. La masa ejecuta materialmente las decisiones. Esa división funcional, que en principio podría corresponder a una distribución objetivamente correcta de los papeles de acuerdo con la capacidad de cada actor —como quería Platón en La República—, siempre ocurre en la realidad en función de un régimen de participación que confiere ciertos privilegios a ciertos grupos. En las sociedades primi- tivas de carácter familiar los ancianos constituyen el grupo privilegiado. En las sociedades de clases, de acuerdo con el periodo histórico y las ca- racterísticas de la sociedad de que se trate, los grupos privilegiados son los de los patricios, los nobles, los burgueses o el estrato superior del partido.

El segundo aspecto de la cuestión que es importante mencionar se refiere a los tipos de relaciones masa-élite que tienden a ocurrir en el marco de una sociedad de clases. En realidad, a pesar de la estratifica- ción clasista, una sociedad puede presentar formas unilineales o plurili- neales de las relaciones masa-éZiíe. Ocurre el primer caso en las socieda- des antiguas. Un patricio es un miembro de la élite en todos los subsiste- mas: es el pater-familias, el hombre ilustrado, rico en propiedades y líder político. El esclavo es masa en todos los niveles: participativo, cultural, económico y político. Y el plebeyo es subélite también a todos los niveles. En cambio, en una sociedad occidental contemporánea avanzada, un pro- fesor universitario pertenece a la élite cultural y quizá pertenezca a la masa en los otros niveles. Un gran jugador de fútbol pertenece a la élite al nivel participativo y a la masa al nivel cultural. Un líder político per- tenece a la élite política y quizá sea miembro de la masa en los otros niveles.

Las sociedades unilineales no pueden ser democráticas para el total de la población. Sólo los miembros de la élite estarán capacitados para gobernar. Los esclavos quedarán inevitablemente excluidos del proceso de toma de decisiones. Ni siquiera la democracia de Pericles pudo esca- par a tales restricciones. En cambio, las sociedades plurilineales pueden

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ser democráticas aunque estén estratificadas en clases, porque la circula- ción de las élites al nivel político no necesariamente ocasiona cambios a los otros niveles.

Lo que determina en una sociedad clasista, en lo tocante a las relacio- nes masa-élite, la compatibilidad o no de tales relaciones con el régimen democrático es el grado en que los cambios ocurridos en la composición de la élite política generen o no algunos cambios importantes en los otros subsistemas. Este grado expresa la medida de la integración social de la sociedad en cuestión. Cuanto mayor sea el grado de integración social menos influirá la rotación de la élite política sobre los otros planos so- ciales. En cambio, en las sociedades que tienen un grado de integración social relativamente bajo, aunque no sean de manera estricta unilineales, los cambios importantes de la composición de la élite política afectarán correspondientemente la composición de la élite económica y de la élite participativa y, en consecuencia, la composición de la élite cultural. En tal caso la élite económica y la élite participativa, identificadas con la élite política, no permitirán que cambie significativamente esta última, lo que imposibilitará el funcionamiento de un régimen democrático.

Estos principios generales explican el hecho de que en las sociedades altamente integradas como la sueca la rotación de socialistas y conserva- dores en el gobierno tenga escaso efecto sobre el régimen general del país. Las sociedades democráticas menos integradas, como la francesa, todavía pueden experimentar rotaciones importantes en su élite política (como la de Giscard a Mitterrand), pero mostrarán consecuencias impor- tantes en los otros planos sociales. En el otro extremo, las sociedades que tienen niveles bajos de integración social, como las latinoamericanas, se ven impulsadas a impedir toda rotación importante de su élite política, mediante los golpes militares y bajo la presión de la élite económica y de la élite participativa.

IIL LA INTEGRACIóN SOCIAL

El concepto de integración social tiene una importancia decisiva para la determinación de la compatibilidad entre la democracia y el régimen de participación de una sociedad dada. ¿Qué entendemos por integración social?

En su sentido más amplio el concepto está tratado ya en la consi- deración anterior. Una sociedad tiene una mayor integración social cuan- to más plurilineal sea su tipo de relaciones masa-élite y cuanto menos se

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vea afectada la élite de cada subsistema por los cambios que ocurran en los demás subsistemas. A su vez, este sentido general deriva de tres va- riables principales: ij la integración económica, 2) la unidad cultural, y 3) el acuerdo básico con el régimen político.

La integración económica de una sociedad se indica por la distancia que media entre el nivel más alto y el nivel más bajo de su ingreso. En las sociedades de alta integración económica las remuneraciones de la mano de obra entre las actividades mejor y peor pagadas presentan una diferencia moderada. La razón de 1 a 5 suele considerarse entre las más favorables. Las diferencias mayores de 1 a 20 manifiestan ya una declinación marcada de la integración económica. Debe añadirse que en las sociedades de integración económica muy elevada es también mode- rado el ingreso personal neto derivado de los rendimientos del capital, debido a una tributación altamente progresiva. En tales condiciones el ingreso personal disponible tiende a presentar una brecha de 1 a 10 y raras veces pasa de 1 a 20.

A su vez el grado de unidad cultural es una variable indicativa de la homogeneidad cultural de la población. Este nivel depende de tres con- diciones principales. El primero se relaciona con la homogeneidad cul- tural de una sociedad en su conjunto. Las sociedades pueden estar seg- mentadas por razones étnicas, religiosas o regionales. Pero la mera hete- rogeneidad étnica no implica necesariamente una falta de unidad cultural. Las sociedades cuyas poblaciones tienen orígenes étnicos diferentes, como la norteamericana, pueden alcanzar en su conjunto un alto nivel de uni- dad cultural. De la misma importancia en la formación de la unidad cul- tural es la medida en que las polarizaciones provenientes de la vida rural y urbana, o de la estratificación social, generen o no profundas diversifi- caciones culturales. En el caso de la sociedad brasileña, por ejemplo, las diversificaciones culturales provienen de tales polarizaciones en medida mucho mayor que de la multiplicidad étnica del pueblo.

La segmentación cultural genera problemas graves para la integración de un país porque la población se alinea masivamente de acuerdo con los grupos culturales en el caso de numerosas cuestiones decisivas, y todo ocurre como si hubiese muchas sociedades en ese país, tantas como los agrupamientos culturales distintos.

La tercera variable importante para la determinación de la integra- ción social se relaciona con la aceptación colectiva del régimen político. Tal aceptación no corresponde necesariamente a la aprobación de las au- toridades actuales o de las políticas aplicadas. Sólo significa el recono-

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cimiento de la legitimidad del régimen. En la medida en que el régimen político de una sociedad no se considere legítimo o por lo menos acepta- ble por parte de una mayoría clara de la población la integración social de esa sociedad se verá correspondientemente afectada, porque su élite política perderá representatividad y sólo subsistirá si recurre a la com- plicidad de la élite económica y de la élite participativa. Esto significa que los mecanismos de preservación de la unidad social serán coercitivos y no consensúales.

IV. LA DEMOCRACIA CONTEMPORáNEA

La democracia contemporánea, tal como se ha constituido en Europa des- de fines del siglo xviii hasta la primera mitad del xix, ha sido el producto de la combinación de las ideas de la Ilustración y el proceso de surgi- miento de la burguesía. La burguesía —liberada en el curso del si- glo xviil de los lazos que la ligaban al absolutismo monárquico, y dada la profunda erosión, de jure y de facto, de los privilegios de la nobleza— ha podido establecer en la Europa noroccidental, en nombre de la raciona- lidad social y la libertad humana, un régimen político basado en el con- sentimiento de los gobernados, pero también en un régimen de propiedad que aseguraba el predominio incontrolado del capital y en un régimen de participación que excluía una participación activa de las masas en el proceso político, primero de jure y luego de facto.

Las crisis sociales europeas que han ocurrido desde mediados del si- glo XIX hasta principios del xx han puesto de manifiesto la creciente difi- cultad de preservar en una forma recíprocamente compatible los ingre- dientes principales de la democracia burguesa generada en el siglo xviii. Las grandes masas, las que acumuló la industrialización en el centro ur- bano, legalmente liberadas de los yugos que impedían su participación política, también han logrado liberarse en la práctica de las manipulacio- nes de la burguesía. En última instancia las grandes masas han reclamado una participación mayor en las decisiones generales de la sociedad y me- jores condiciones de trabajo, sueldos y niveles de vida. Tales reclamacio- nes se oponían a la premisa implícita de la democracia burguesa en el sentido de que la libertad política sería ejercida de modo predominante por la burguesía en la práctica, si no legalmente. Y también se oponían al régimen de participación sólo capitalista que estaba excluyendo prác- ticamente a las masas.

El bonapartismo y la primera fase del bismarquismo han representa-

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do los esfuerzos de la burguesía por rescatar los privilegios de su clase socioeconómica, así fuera a expensas de la democracia política. Pero el paso del tiempo ha evidenciado que no podrían contenerse las reclamacio- nes de las masas, ni mediante artificios (los distritos podridos) ni me- diante la represión (bonapartismo). Entre las diversas opciones surgidas, en la teoría y en la práctica, desde la segunda mitad del siglo xix hasta los primeros decenios del xx, la conversión de la democracia burguesa en democracia social se volvió la más viable en lo referente a la política y la más justificada en lo tocante a la teoría.

La democracia social, en su forma madura, es el producto evolutivo de la combinación teórica y práctica del liberalismo de la Ilustración con la reflexión crítica del marxismo y otras corrientes socialistas. Por otra parte, es una evolución sobre la que se han ejercido decisivas influencias realimentadoras, en términos positivos por la práctica misma de formas cada vez más sociales del ejercicio de la democracia, y en términos ne- gativos por el reconocimiento de las consecuencias totalitarias de la ver- sión leninista del pensamiento de Marx.

En síntesis, las líneas fundamentales de la teoría y la práctica de la democracia social son la combinación de la preservación de la libertad, en todas sus modalidades, con la restricción y la corrección de los efectos antisociales del capitalismo y del régimen de libre empresa y de mercado libre, dentro de una orientación que conduce a la promoción de la igual- dad básica de todos los ciudadanos.

De nuevo, una discusión amplia de los problemas de la democracia social rebasaría los límites de este estudio. Lo importante, para nuestros fines, es la consideración de tres aspectos fundamentales de este régimen tanto en la teoría como en la práctica. El primero de ellos, y el más im- portante, se refiere al éxito extraordinario de la democracia social en el curso de los últimos decenios, ya sea en su versión socialdemócrata más estricta, como ocurre en Suecia, o en su versión más diluida del "nuevo trato" de Roosevelt. El hecho es que los países que han adoptado el régi- men demócrata social, en una forma u otra, han logrado combinar un desarrollo extraordinario, en todos los planos de la sociedad, con un ré- gimen de paz social básica y de creciente consenso entre las diversas clases.

El segundo aspecto se refiere a los elementos críticos del régimen. Los críticos de la izquierda han denunciado, con razón, las insuficiencias so- ciales de la democracia social. No se han profundizado desde hace largo tiempo las intenciones igualitarias, y las cosas se han estancado en un

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estado en que las desigualdades y los privilegios sociales subsistentes, aunque tolerables —por lo menos en el sentido de que se toleran de he- cho—, son todavía muy grandes e injustificados. Además, la eficiencia de los servicios sociales del Estado benefactor ha sido dispareja en todos los países, y particularmente escasa en lo referente a la vivienda popular. Por su parte, los críticos de la derecha, también con razón, señalan la ten- dencia del Estado benefactor hacia la insolvencia, lo que genera presiones inflacionarias incontrolables, y acusan a la democracia social de haber establecido, en términos generales, un sistema donde las demandas supe- ran a las ofertas y donde la eficiencia económica tiende a declinar.

Por último, el tercer aspecto se refiere a que existe un consenso básico, entre estudiosos, partidarios y críticos de la democracia social, acerca de que el régimen tiene capacidad para reformarse por sí solo. La democra- cia social conserva las sociedades abiertas donde, a pesar del condiciona- miento denunciado por los críticos de la izquierda, tales como Marcuse, o de las fallas económicas subrayadas por los críticos de la derecha, tales como Friedman, hay amplio campo para las críticas y para el cambio. Con todas sus deficiencias, las sociedades que han seguido en una u otra forma la senda de la democracia social disfrutan en nuestra época, al mismo tiempo, la mejor condición inmediata para todos sus miembros y los me- jores instrumentos para nuevos avances.

V. EL GRADUALISMO DIALéCTICO

Esta breve reflexión sobre la democracia social, como modelo y como ex- perimento, requiere una consideración final en lo relativo al proceso de su establecimiento y su mejoramiento.

Una de las grandes discusiones generadas por el pensamiento de Marx y por su aportación a una teoría y una práctica del cambio social es la que ha enfrentado, por una parte, a quienes creen que la maduración ple- na de las condiciones objetivas para el socialismo representan un requisito para cualquier intento de instauración de tal sistema, y por la otra parte a quienes creen que sería posible anticipar en varias formas la revolución, siempre que existan para tal propósito una vanguardia revolucionaria bien organizada y combativa y condiciones propicias para la toma del po- der político. De un lado se colocaron los mencheviques rusos y la social- democracia alemana, y del otro Lenin y sus seguidores.

Sin tratar de entrar aquí a considerar los méritos de la problemática del pensamiento de Marx y de su interpretación, sería importante subrayar

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simplemente el grado en que la práctica histórica ha puesto muy en claro el hecho de que todos los intentos de promoción del cambio social, des- de el voluntarismo puro de una vanguardia revolucionaria hasta la toma violenta del poder político y su ejercicio subsecuente en profundidad, han producido resultados completamente diferentes del proyecto ideal en cuyo nombre se ha ejecutado la acción. Existe sin duda un abismo entre la so- ciedad humanitaria y libertaria vislumbrada por Marx y el totalitarismo burocrático de la Unión Soviética. En cambio, los procesos graduales adoptados por la democracia social europea no han conducido a un paraí- so terrestre, pero han construido sin duda sociedades incomparablemente mejores que cualquiera otra del mundo contemporáneo, desde cualquier punto de vista.

Por otra parte, debemos tomar en cuenta que el gradualismo puro, entendido en una forma lineal, tiende, como los críticos de izquierda de la social democracia han aseverado, a los rendimientos decrecientes y la im- potencia final. El desarrollo social, como el desarrollo económico, no es un proceso lineal, aunque en todo proceso de desarrollo hay un predominio estadístico de los momentos de progresión gradual. El desarrollo es tanto un proceso dialéctico como gradual. Hay momentos en que el proceso requiere un salto cualitativo para seguir avanzando. Pero el éxito de tales momentos depende, entre otras cosas, de la maduración previa de ciertos requerimientos a través de acumulaciones predominantemente cuantitati- vas, lo que confiere viabilidad a los saltos cualitativos.

Concluimos de estas consideraciones que existe, en cierto sentido, un camino básico a seguir en el proceso de desarrollo social, en la que deben alcanzarse y consolidarse ciertas etapas antes de que pueda saltarse a una etapa superior. Desde luego, estas nociones de dirección y etapas no deben tomarse en un sentido mecánico, ni en función de una trasposición literal de las experiencias anteriores (como lo hace Rostow). La historia ofrece siempre un amplio campo para la innovación, así como la intervención de la libertad humana y del mero azar en formas imprevisibles. Sin em- bargo, el estudio histórico y comparativo pone en relieve el principio del gradualismo dialéctico y las implicaciones que contiene acerca de cierta dirección hacia el desarrollo, marcada por etapas sucesivas, cualitativa- mente diferenciadas.