Rodríguez Adrados, Francisco - Palabras e Ideas. Estudios de Filosofía Griega

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FRANCISCO RODRIGUEZ ADRADOS Palabras e ideas EDICIONES CLÁSICAS MADRID

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Francisco Rodríguez Adrados - Palabras e ideas. Estudios de filosofía griega«El presente volumen recoge una serie de 22 artículos publicados por mí sobre temas diversos de Filosofía griega desde 1955 hasta ahora mismo: uno de los trabajos está inédito todavía en este momento. Han aparecido en diversos libros y revistas: en ocasiones en inglés, francés e italiano y no en español; a veces en España, a veces fuera de España. Se acompaña una relación de las publicaciones originales. He evitado recoger cosas publicadas en libros anteriores y otras sobre el pensamiento de Hesíodo y los líricos y trágicos: éstas serán re-cogidas en una colección de artículos míos sobre Literatura griega, colección paralela a ésta.Como podrá verse fácilmente, se incluyen una serie de trabajos de tema general, al comienzo y al final: los primeros sobre el concepto mismo de filosofía griega, los segundos sobre el tratamiento de ciertos temas en la misma. Entre estas dos secciones va la dedicada a la línea de la Filosofía presocrática y la más amplia, dedicada a la línea de la Filosofía griega que va de los sofistas a Platón y a través de Sócrates. Como se verá, quedan fuera Aristóteles y las Filosofías helenísticas. Sobre el cinismo he publicado una serie de artículos que se recogerán en una colección de ellos dedicados a la Fábula. [...]Mi interés por la Filosofía griega comenzó por Sócrates cuando yo era recién licenciado y corregía las pruebas de la Vida de Sócrates de Antonio Tovar. La huella de este libro se encuentra, sin duda, en algunos trabajos míos aquí recogidos, en los que también hay reacciones frente a aspectos de él. Pero es imposible estudiar a Sócrates sin tomar postura frente a los sofistas y Platón. Esto es lo que hice más tarde; en conexión con temas de teoría política, en otros». (Fr. R. Adrados).Francisco Rodríguez Adrados es en la actualidad Profesor Emérito de Filología Griega de la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de la Lengua.ÍNDICEPrólogo 1. La filosofía griega como género literario 2. Filosofía india y Filosofía griega 3. Los presocráticos 4. El sistema de Heráclito: estudio a través del léxico 5. Cara y cruz de los sofistas 6. La teoría del signo en Gorgias de Leontinos 7. Lengua, Ontología y Lógica en los sofistas y Platón8. De la paideia trágica a la socrático-platónica 9. El concepto del hombre en la edad ateniense10. La ética griega desde sus comienzos a su elaboración por los sofistas y Platón 11. Tradición y razón en el pensamiento de Sócrates 12. La lengua de Sócrates y su filosofía 13. La interpretación de Platón en el siglo XX 14. El filósofo platónico 15. La estructura del diálogo platónico16. El Banquete platónico y la Teoría del Teatro 17. La teoría del signo lingüístico en un paisaje del Banquete platónico18. Sobre nombre y cosa en Platón 19. Platón y la reforma del hombre 20. La teorización de la politeia en la Grecia clásica durante el período de las hegemonías 21. Ciencia griega y Ciencia moderna 22. Teorías lingüísticas de la Antigüedad: panorama actual y desiderata

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FRANCISCO RODRIGUEZ ADRADOS

Palabrase

ideas

EDICIONES CLÁSICAS MADRID

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«El presente volumen recoge una serie de 22 artículos publicados por mí sobre temas diversos de Filosofía griega desde 1955 hasta ahora mis­mo: uno de los trabajos está inédito todavía en este momento. Han apare­cido en diversos libros y revistas: en ocasiones en inglés, francés e italiano y no en español; a veces en España, a veces fuera de España. Se acompaña una relación de las publicaciones ori­ginales. He evitado recoger cosas pu­blicadas en libros anteriores y otras sobre el pensamiento de Hesíodo y los líricos y trágicos: éstas serán re­cogidas en una colección de artículos míos sobre Literatura griega, colec­ción paralela a ésta.

Como podrá verse fácilmente, se incluyen una serie de trabajos de te­ma general, al comienzo y al final: los primeros sobre el concepto mismo de filosofía griega, los segundos so­bre el tratamiento de ciertos temas en la misma. Entre estas dos secciones va la dedicada a la línea de la Filoso­fía presocrática y la más amplia, de­dicada a la línea de la Filosofía grie­ga que va de los sofistas a Platón y a través de Sócrates. Como se verá, quedan fuera Aristóteles y las Filoso­

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fías helenísticas. Sobre el cinismo he publicado una serie de artículos que se recogerán en una colección de ellos dedicados a la Fábula. [...]

Mi interés por la Filosofía griega comenzó por Sócrates cuando yo era recién licenciado y corregía las prue­bas de la Vida de Sócrates de Anto­nio Tovar. La huella de este libro se encuentra, sin duda, en algunos traba­jos míos aquí recogidos, en los que también hay reacciones frente a as­pectos de él. Pero es imposible estu­diar a Sócrates sin tomar postura frente a los sofistas y Platón. Esto es lo que hice más tarde; en conexión con temas de teoría política, en otros». (Fr. R. Adrados).

Francisco Rodríguez Adrados es en la actualidad Profesor Emérito de Filología Griega de la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de la Lengua.

EDICIONES CLÁSICAS es un proyecto editoiial al servicio del Mundo Clásico

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PALABRAS E IDEASESTUDIOS DE FILOSOFÍA GRIEGA

EDICIONES CLASICAS MADRID

Armauirumque
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Seríes Maior Dirigida por Alfonso Martinez Diez

y José Joaquin Caerols Pérez

Primera edición 1992

© Francisco Rodríguez Adrados O EDICIONES CLÁSICAS, S.A.

Magnolias 9, bajo izda.28029 Madrid

I.S.B.N. 84-7882-060-4 Depósito Legal: M-13305-1992 Impreso en España

Imprime: EDICLÁSMagnolias 9, bajo izda. 28029 Madrid

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A Emilio Lledó, que recorre los mismos caminos. Con amistad.

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ÍNDICE

Prólogo............................................................................... IX1. La filosofía griega como género literario ..................... 1

2. Filosofía india y Filosofía griega .................................... 15

3. Los presocráticos ...........................................................27

4. El sistema de Heráclito: estudio a través del léxico ....... 35

5. Cara y cruz de los sofistas ..............................................91

6. La teoría del signo en Gorgias de Leontinos...................97

7. Lengua, Ontología y Lógica en los sofistas y Platón ..113

8. De la paideia trágica a la socrático-platónica ............... 1599. El concepto del hombre en la edad ateniense ............... 183

10. La ética griega desde sus comienzos a su elabo­ración por los sofistas y Platón ..................................209

11. Tradición y razón en el pensamiento de Sócrates . . . . 233

12. La lengua de Sócrates y su filosofía.............................251

13. La interpretación de Platón en el siglo XX .................279

14. El filósofo platónico ................................................... 313

15. La estructura del diálogo platónico............................ 349

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16. El Banquete platónico y la Teoría del Teatro ........... 353

17. La teoría del signo lingüístico en un paisaje delBanquete platónico ................................................... 391

18. Sobre nombre y cosa en Platón ................................. 399

19. Platón y la reforma del hombre ................................. 407

20. La teorización de la politeia en la Grecia clásicadurante el período de las hegemonías ........................439

21. Ciencia griega y Ciencia moderna ..............................46322. Teorías lingüísticas de la Antigüedad: panorama

actual y desiderata ............................................... 515

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PRÓLOGO

El presente volumen recoge una serie de 22 artículos publi­cados por mí sobre temas diversos de Filosofía griega desde 1955 hasta ahora mismo: uno de los trabajos está inédito toda­vía en este momento. Han aparecido en diversos libros y revis­tas: en ocasiones en inglés, francés e italiano y no en español; a veces en España, a veces fuera de España. Se acompaña una re­lación de las publicaciones originales. He evitado recoger cosas publicadas en libros anteriores y otras sobre el pensamiento de Hesíodo y los líricos y trágicos: éstas serán recogidas en una colección de artículos míos sobre Literatura griega, colección paralela a ésta.

Como podrá verse fácilmente, se incluyen una serie de tra­bajos de tema general, al comienzo y al final: los primeros so­bre el concepto mismo de filosofía griega, los segundos sobre el tratamiento de ciertos temas en la misma. Entre estas dos sec­ciones va la dedicada a la Filosofía presocrática y la más am­plia, dedicada a la línea de la Filosofía griega que va de los sofistas a Platón a través de Sócrates. Como se verá, quedan fuera Aristóteles y las Filosofías helenísticas. Sobre el cinismo he publicado una serie de artículos que se recogerán en una co­lección de ellos dedicados a la Fábula.

Creo, y no es por repetir el tópico, que el conjunto forma una colección muy coherente, sin que se noten demasiado las diferencias de la fecha original de publicación. Se notan, desde luego, en la bibliografía utilizada (y, en el artículo sobre «La interpretación de Platón en el siglo XX», en el hecho de que la reseña termina en fecha ya pasada: habría que continuarla). Se encontará en cambio, a veces, insistencia en las mismas ideas.

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Mi interés por la Filosofía griega comenzó por Sócrates cuando yo era recién licenciado y corregía las pruebas de la Vi­da. de Sócrates de Antonio Tovar. La huella de este libro se en­cuentra, sin duda, en algunos trabajos míos aquí recogidos, en los que también hay reacciones frente a aspectos de él. Pero es imposible estudiar a Sócrates sin tomar postura frente a los so­fistas y Platón. Esto es lo que hice más tarde; en conexión con temas de teoría política, entre otros.

En efecto, el estudio de Tucídides y de la política griega en general, así como el de Hesíodo, los líricos y los trágicos, temas a los que he dedicado varios escritos, añadió perspectiva y me llevó a terrenos más o menos afines. También, a veces, al de los presocráticos.

Otro punto de partida, que se refleja muy claramente en al­gunos de los capítulos de este libro, es el de la Lingüística. No hay pensamiento sin palabra y el estudio de las palabras y de la lengua en general es un buen camino para la investigación del pensamiento. Pero esto, que es generalmente reconocido, es poco practicado. Aquí se intenta en varios trabajos (sobre todo los relativos a Heráclito, Sócrates y Platón) lograr un mejor co­nocimiento del pensamiento griego a través del estudio de la Semántica, de los niveles de lengua y de las estructuras forma­les en general.

Pienso que estos enfoques, más algunos otros todavía (por ejemplo, la comparación con la Filosofía india, a la que he de­dicado algunos trabajos, o el interés por la Historia de la Lin­güística), pueden ayudar a iluminar algunos aspectos del pensamiento en la edades arcaica y clásica. Y no sólo en el de­talle, sino en su conjunto. La publicación dispersa de los traba­jos perjudica a esa visión de conjunto: espero que aquí pueda percibirse mejor.

Por eso es preferible dar aquí los trabajos en orden sistemá­tico, el arriba esbozado, orden que no tiene relación con las fe­chas de publicación original. Espero que del conjunto puedan

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obtenerse algunas novedades sobre el pensamiento griego, del que, se quiera o no, deriva el nuestro.

Nunca se ha perdido de vista a lo largo del libro este tema de la repercusión del pensamiento griego en el posterior, hasta nuestros días, se trate de influencias o de paralelismos determi­nados por una serie de constantes que se repiten en el pensa­miento humano y en las situaciones históricas. El libro es obra de un filólogo y, por tanto, trabaja sobre el pensamiento griego a partir de los textos y las palabras, no de ideas generales. Pero las consecuencias sí que pueden tener, aquí o allá, una trascen­dencia que rebasa lo griego. Explícita o implícitamente este punto de vista está siempre presente en el libro.

Doy a continuación una relación de las publicaciones origi­nales de los trabajos aquí recogidos.

1: Historia, Lenguaje y Sociedad. Homenaje a Emilio Lledó. Barcelona, Crítica, 1989, pp. 15-24. 2: Jubilee Volume o f the Oriental Research Institute. Poona, India, 1972, pp. 1-8 (en in­glés). 3: Prólogo a A. J. Cappelletti, Mitología y Filosofía: Los Presocráticos. Madrid, Cincel, 1986, pp.9-16. 4: Emerita 41, 1973, pp. 1-43. 5: SaberLeerlO, 1989, pp.5-6. 6: Logos Seman- tikós. Studia Lingüistica in honorem Eugenio Coseriu. Ma­drid, Gredos, 1981, I, pp.9-19. 7: Revista de Occidente 96, 1971, pp.340-365 y 99, 1971, pp.289-309. 8: Paideia y Humani­tas. Santiago de Chile 1989, pp. 119-135. 9: El Concepto del hombre en la antigua Grecia (en colaboración). Madrid, Fa­cultad de Filosofía y Letras, 1985, pp.49-79 (2a ed., Madrid, Coloquio, 1986). 10: Revista de Occidente 35, 1984, pp.23-47. 11: Bulletin Budé A, 1956, pp.26-40 (en francés). 12: Methexis, Buenos Aires (en prensa). 13: Actas del I I Congreso Español de Estudios Clásicos. Madrid, S.E.E.C., 1964, pp.241-273. 14: E l héroe trágico y el filósofo platónico. Madrid, Taurus, 1962, pp.37-74. 15: Prólogo a P. Bádenas, La estructura del diálogo

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platónico. Madrid, C.S.I.C., 1984, pp.IX-XI. 16: Emérita 37, 1969, pp. 1-28. 17: RSEL 10, 1980, pp.331-337. 18: Philologica. Homenaje a D. Antonio Llórente. Universidad de Salamanca, 1989, II, pp.415-418.19: Anuario de Filosofía Política y Social. Buenos Aires, 2, 1982, pp.177-207, también Taula, Palma de Mallorca, 2,1985, pp.7-26. 20: Tra Grecia e Roma. Roma, Isti- tuto della Enciclopedia Italiana, 1980, pp.41-53 (en italiano). 21: Revista déla Universidad de Madrid 9, 1960, pp.359-402. 22: RSEL 13, 1983, pp.1.26.

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1. LA FILOSOFÍA GRIEGA COMO GÉNERO LITERARIO

Cuando tomamos en nuestras manos un tratado de historia de la filosofía griega nos encontramos con un conjunto de estu­dios sobre los llamados presocráticos (que a veces son contem­poráneos de Sócrates), los sofistas, el propio Sócrates, con Pla­tón y sus otros discípulos, Aristóteles y las distintas escuelas he­lenísticas. En realidad, esto es lo que desde la Antigüedad se cali­fica de filosofía. Y a partir del paralelo con las filosofías alemanas del siglo XVIII y siguientes, que trataban de dar una Weltanschauung general del mundo, muchos ven igualmente en esas filosofías griegas sistemas generales de interpretación del mundo y guía de la conducta del hombre.

Todo esto es cosa de los filósofos e historiadores de la filosofía, que han dejado marcado fuertemente su punto de vista. Pero los filólogos— wir Philologen que decía Wilamowitz polemizando fiente a Nietzsche— encontramos al punto una serie de problemas.

Para empezar, no vemos la historia de la filosofía griega como una serie de respuestas a problemas generales, eternos, a los que han dado otros filósofos, desde la India a nuestros días, respuestas coin­cidentes o no. Vemos un reflejo de problemas que se planteaban dentro de la cultura griega, independientemente del grado de coinci­dencia que, a posteriori, se descubra con otras culturas. Y no nos parece justo aislar a los pensadores, cuya obra explican los tratados de historia de la filosofía, de otros diversos pensadores que no se mencionan en esos tratados.

Por ejemplo, de los poetas. Pues si aquello que decía Cicerón de que Sócrates bajó la filosofía «del cielo a la tierra» es riguro-

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sámente inexacto, pues los problemas humanos ocupaban ya a un Heráclito o un Demócrito, por no hablar de los sofistas, hay que añadir todavía que su verdadero precedente está en los poe­tas. Que, ciertamente, la Teogonia de Hesíodo contiene prece­dentes de los «principios» o άρχα'ι de los presocráticos, pero que no resulta menos cierto que el propio Hesíodo, Arquíloco, Solón y Esquilo (por nombrar sólo los principales) son el co­mienzo del pensamiento h u m a n o de los griegos. Sin haberlos leí­do, nada puede comprenderse sobre el razonar de un Sócrates. Es puramente artificioso separar a estos autores de los filósofos y en­viar los primeros a la historia de la literatura, a los segundos a la de la filosofía. Se rompen así conexiones evidentes. Y hay otra más, luego, con autores como Hipócrates o Tucídides.

No hay más que fijarse en la terminología. Los términos «fi­losofía» y «filósofos» se han usado, ya desde la Antigüedad, pa­ra denominar un conjunto de escritos y doctrinas, aproximada­mente el mismo que se estudia en nuestros tratados modernos con el nombre de filosofía, así como a sus autores. Pero es una evidente generalización. Se dice1 que Pitágoras inventó el nom­bre de «filósofo»; en todo caso, es usado por Platón y su escuela. Pero no por sus predecesores jonios. Jenófanes (2.12) se llama a sí mismo σοφός, «sabio», Heráclito (1) se define a sí mismo por estar «despierto» al λόγος en mayor medida que sus contempo­ráneos. Para sí mismos eran σοφοί, «sabios». La modesta expre­sión de «filósofo», esto es, amigo de la sabiduría, se aplica estric­tamente a los socráticos; sólo por extensión a los demás cuando se quiere buscar una denominación común. Los estoicos, los cí­nicos y otros, se calificaban a sí mismos, otra vez, de σοφοί. Ese es su ideal, los demás hombres son Ιδιώται, «particulares». El nombre σοφιστής significa, también, sabio o técnico o filósofo.

Pero ese término de σοφός no les es exclusivo. Es el que se da­ban a sí mismos los poetas desde Píndaro (Olímpica 1.9, etc.): el término ποιητής sólo aparece desde Heródoto; de esto ha escri­to nuestro homenajeado2. Pero es además un título que se daba a

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un adivino (Esquilo, Siete, 382), un augur (Sófocles, Edipo Rey, 484), un piloto (Esquilo, Supi 770), un escultor (Eurípides, fr. 372), incluso a los héroes astutos y aun tramposos de los relatos de Heródoto (2.120, 8.58, etc.). Ciertamente, era para Sócrates (y, se nos dice, ya para Pitágoras) demasiado ambicioso: él sólo bus­caba, y esa búsqueda le distinguía del hombre vulgar (y de los sofistas y presocráticos) que creían saber. Pero, ya hemos dicho, se trata de una generalización. No es sólo que otros se llamaran a sí mismos σοφοί o algo equivalente, es que en Parménides, en Jenófanes, en Heráclito, en los estoicos y en tantos más hay una clara afirmación de su propio saber. Y no hablemos de los sofis­tas. Un filósofo como Platón no está menos convencido de su doctrina: ha podido decirse3, pienso que con razón, que sus diálo­gos, su investigación, no son sino algo que recubre creencias pre­vias básicas y categóricas.

Entonces, no es sólo el aspecto crítico y racional el que de­fine la filosofía. Después de todo, crítica, y crítica virulenta a veces, es lo que había ya en los presocráticos, cuando Jenófa­nes (10 D.) arremetía contra Homero y Hesíodo, Heráclito (1) contra el hombre común, Parménides contra los que vi­vían atrapados en el mundo de la δόξα. Y, de otra parte, lo que comprendemos con el nombre de «filosofía» no está tan alejado del mundo de las creencias prerracionales, religiosas o no, como el tópico querría hacemos creer.

Jäger4 fue el primero, pienso, que escribió sobre la «teología» de los presocráticos (que, por cierto, eran llamados simplemente «físicos» por Aristóteles y Teofrasto, y no «filósofos»). Sus «prin­cipios» tienen algo de divino, igual que luego las ideas platónicas.Y algo de religioso hay en un Heráclito, que escribe en estilo ora­cular y consagra su escrito a la Ártemis de Éfeso; en un Parméni­des, que presenta su filosofía del Ser como revelación de una diosa; en un Empédocles, un médico o profeta que predicaba una doctri­na de salvación. Incluso en un Sócrates, con su δαιμόνιου y su relación con Apolo y el oráculo. No hablemos de Platón, que

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para los neoplatónicos es el fundador de una verdadera reli­gión, ni de Epicuro con su antirreligión religiosa ni de los estoicos con su λόγος- Zeus del himno de Cleantes.

La verdad es que la llamada filosofía griega ha nacido ya de la poesía religiosa (lírica, tragedia), ya de la didáctica de un Hesíodo. Los temas de la conducta humana, de la superación de la ϋβρις, del descubrimiento de lo humano como contrapuesto a lo divino, vie­nen de ahí. El filósofo σοφός es continuador del poeta σοφός. Lue­go, en Platón, existe la rivalidad entre el filósofo, de un lado, y el poeta y el rétor de otro5: pero en sustancia, discuten los mismos te­mas, pertenecen a un mismo ámbito intelectual.

Puede decirse, igual, que su tipo humano deriva del de ellos. Hay dos clases de poetas en la edad arcaica. Los que, grandes personajes de su dudad, son sus educadores y maestros: un Arquíloco, un Tir- teo, un Solón, una Safo, un Esquilo. Y hay los poetas viajeros, que llevan su sabiduría a toda clase de fiestas y certámenes: un Estesícoro, un Simónides, un Píndaro. Igual los filósofos. Tales es el gran oráculo de Mileto, Heráclito el de Éfeso, Parménides el de Elea. Pero luego hay los que viajan: para no hablar de los sofistas, las anécdotas6 nos presen­tan a Anaxágoras y Demócrito renunciando a sus bienes o quedán­dose con lo indispensable para recorrer el mundo. Por otra parte, hay una tradidón antigua7 que describía a los presocráticos como hombres que seguían la vida práctica (un Tales, un Heráclito, dando consejos políticos en sus patrias) y otra que los presentaba como puros teóricos. Ya los poetas eran así. Un Tirteo y un Solón dirigían la lucha de Esparta o Atenas contra sus enemigos, un Pín­daro daba consejos a los tiranos. Otros como Simónides cultiva­ban simplemente el arte.

Nótese, también, que las escuelas filosóficas nacen y viven a la manera de instituciones anteriores ligadas a la religión. La Academia platónica es formalmente una organización pa­ra rendir culto a las Musas8, ni más ni menos que el Museo de Alejandría, posteriormente. Pero el estudio de Arquíloco era practicado, antes, en la Paros clásica y helenística, en tomo a

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un Heroon o templo en honor al poeta. El modelo está en los tíasos o cofradías religiosas en honor de tal o cual dios, celebra­do en sus fiestas; en las heterías o grupos políticos en cuyos ban­quetes se cantaba lírica, así en el caso de Alceo; en grupos no po­líticos como el de Safo, que a veces se ha comparado a la Acade­mia platónica9. La Estoa, el Jardín y las otras filosofías helenísti­cas, nunca abandonaron este modelo.

Ciertamente, a partir de un momento nuestros autores tien­den a eliminar el mito —o lo usan como ejemplo, así Protágoras o el mismo Platón—, separan o buscan separar a Dios del hom­bre y la Naturaleza, argumentan de forma que es —pretende ser— puramente racional. Pero no acaparan este dominio: un historiador como Tucídides, un médico como Hipócrates hablan también, en definitiva, de iguales temas.

A decir verdad, es cuando se crean sistemas del mundo y la vida humana que alguien considera completos, cuando entramos en un género ya propio, la filosofía. Hemos dicho: «alguien considera». Porque Platón, en quién podría colocarse el comienzo del proceso, no aspira a ese sistematismo. Se ríe en su Carta VHáú intento de Dionisio el Joven, el tirano, que parece que escribió un tratado de filosofía platónica: lo habría escrito él mismo, dice (341b y ss.), si fuera posible. Platón vuelve sobre sus temas, completa y cambia sus respuestas, deja lagunas10. Y las filosofías posteriores, pese a su in­tento sistemático, tienen mucho de parcial.

Es, pues, difícil definir la filosofía antigua: esa definición ha ido creándose poco a poco, pero es más que dudoso que los es­critores antiguos se clasificaran a sí mismo de ese modo, al me­nos hasta Platón. Sus planteamientos —religiosos o no—, sus te­mas, son diferentes. Los límites con otros espacios de la literatu­ra griega son fluidos.

Todo esto no hace sino confirmar que hay algo de anómalo en cuanto a la filosofía en relación con otros géneros literarios griegos. Se inserta ciertamente en la música (cf. Platón, Fedón 61a). Pero es una música muy especial.

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Piénsese que la épica y la lírica, los dos géneros fundamenta­les de los griegos en la época arcaica, se crearon en las fiestas po­pulares. Eran la expresión de las mismas y tienen, pese a la existencia de subgéneros, una indudable unidad; unidad de contenido y de forma. Lo mismo el teatro, en sus dos principales subgéneros.

Pero aquí ni es la fiesta ni ninguna ocasión social el motor del florecimiento, ni hay una unidad formal.

Comencemos por ésta. Hay poetas como Parménides y Em­pédocles que continúan la poesía didáctica hexamétrica, a la ma­nera de Hesíodo. Hay autores como Heráclito y Zenón que es­cribe un σύγγραμμα, un escrito que es un ejemplar único, como el que Heráclito consagró a la diosa de Éfeso (Diógenes Laercio, en 9.6) o el que Zenón leyó en Atenas a un grupo de amigos (Platón, Parm. 127b y ss.). Al menos en el caso del primero, se trata, tras un prólogo imitado de la lírica, de un agregado de má­ximas de estilo oracular y oscuro: un tipo de compósición imita­do de la didáctica11. Otros escritos, luego, entraron dentro del grupo de las τέχναι o «artes» que proliferaron en el siglo V a.C. y que van de las de Hipócrates a la de Sófocles sobre el coro o la de Arquéstrato sobre la cocina. Así hay que comprender muchos escritos de los sofistas. Pero otras veces se trata de la transcrip­ción del «discurso largo», del ensayo oratorio o epidictico con el que deslumbraban a sus discípulos: en obras platónicas como el Protágoras, el Fedro y el Banquete quedan ejemplos de lo que eran esos discursos.

Y luego viene el «discurso breve», es decir, el diálogo socráti­co hecho de preguntas y respuestas, algo que no estaba destina­do a la escritura, pero que Platón y otros convirtieron en un gé­nero literario imitando, creo, los artificios del teatro12. Pero este género evolucionó luego; el diálogo ya en obras de Platón como República y las de la última época y no digamos en las primeri­zas de Aristóteles, se convirtió en un pretexto para exponer una doctrina. Cuando el propio Aristóteles y luego sus discípulos, así

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como los estoicos y otros, volvieron al tratado, reanudaron una tradición y pusieron las bases del futuro.

Pero aquí no acaba todo. Se volvió otra vez al himno (Olean­tes), al poema didáctico (Lucrecio), se ensayó la carta (ya Platón, luego Epicuro, etc.). Y se inventaron nuevos procedimientos ex­positivos: la χρεία o máxima de los cínicos, que utilizaron tam­bién la parodia, la diatriba, la mezcla de prosa y verso, el diálogo mítico, la fábula... Y otros más.

A infinitos contenidos, corresponden también, como se ve, for­mas infinitas. Formas que no son exclusivas: a decir verdad, es el diálogo la única que es propia, que se inventó para la filosofía.

Ciertamente, la filosofía moderna no ha desconocido el poe­ma filosófico, ni el teatro filosófico, ni el diálogo (imitación del antiguo), ni las máximas o sentencias cortas a la manera de Witt­genstein. Pero hay en ello una influencia antigua y, además, es secundario y marginal. No así en Grecia.

Y recordemos los distintos niveles de la prosa filosófica, en rela­ción con sus autores y con el público destinatario y con el contenido también. Pues la forma no es irrelevante: tiene mucho que ver con el contenido. Sócrates no escribió, pero su estilo popular, que usa anécdotas, símiles y fábulas, es muy diferente del de Platón, con su prosa que es propia ya de una clase cultivada y es poetizante y retó­rica a veces: busca otro público, no hace tanto una crítica de la mo­ral tradicional como quiere construir un sistema de ética y de esta­do. Y a su vez esta prosa es muy distinta de la científica y sin preten­siones literarias de un Aristóteles o de los estoicos. O de la prosa ac­cesible y mundana de los epicúreos. O de la voluntariamente vulgar, shocking, de los cínicos13.

Toda la vida griega está metida dentro de su filosofía, hay mil intenciones en ella y esto se refleja, cómo no, en su forma. Y en sus conexiones, de que hemos venido hablando, con los otros gé­neros. Entonces, el problema es una vez más: ¿dónde encontrar la unidad?

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Una solución, sin duda parcialmente acertada, es la que consiste en partir de Sócrates, Platón, Aristóteles y las filosofías helenísticas y considerar que todas estas escuelas, que están en relación íntima de dependencia y crítica entre sí, tienen precedentes. Los tienen los estoicos en Heráclito, los epicúreos en Demócrito y los sofistas, Pla­tón en Parménides. Aristóteles critica a los físicos y el mismo Sócra­tes se refiere a ellos aunque sea para distinguirse14. Se refiere y se opone sobre todo a los sofistas. Así se forma la idea de un «corpus» de escritos relacionados entre sí.

Es lo que sucede con la fábula, que he estudiado en otros lu­gares15, y cuyo corpus se organiza en tomo a obras helenísticas como son las colecciones de fábulas y la Vida de Esopo, salpica­da de fábulas. Realmente hay diferencias notabilísimas de conte­nido y estructura entre ellas. Pues bien, muchas de esas fábulas aparecían ya en las épocas arcaica y clásica como «ejemplos» dentro de escritos en verso y en prosa: presentaban; de otra par­te, problemas de limites con el mito, el símil y la anécdota. Aque­llas que más próximamente coincidían con los géneros fabulísti- cos de la edad helenística, son las que fueron consideradas como fábulas. Se trata de un a posteriori ·, no de un a priori como en el caso de géneros que hemos mencionado que aparecen en contex­tos sociales, festivos en definitiva, muy definidos y ofrecen una clara unidad formal.

A partir de Sócrates y los socráticos la filosofía es un género pro­saico, dialógico o expresado en tratados; sólo por búsqueda del ar­caísmo o de innovaciones muy particulares hay en la época helenísti­ca variaciones de este cuadro. Esto explica, quizá, que el teatro sea de­jado fuera de la filosofía por más que debata a veces los mismos temas y que se hable de Eurípides como de «filósofo en la escena».

Ahora bien, dentro de aquellos «precedentes» arcaicos que hemos visto que quedaron englobados bajo el epígrafe de «filo­sofía», los hay de varios contenidos y formas, incluida la hexa- métrica, tan próxima aún a la antigua poesía didáctica. Y, de otra parte, como ya hemos dicho, no todos los precedentes ar­

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caicos fueron considerados como filosofía. No Hesíodo, no la Lírica, no las Cosmogonías. Ni tampoco la prosa paralela del si­glo V. Un Hipócrates y un Tucídides, por más que estén en la lí­nea racionalista y desmitologizante que se hizo característica de lo que llamamos filosofía. ¿Por qué?

Una segunda respuesta, que puede ser complementaria de la anterior, es que se incluyó en el concepto de «filosofía» todo es­crito que, comportando una serie de rasgos de contenido comu­nes (dentro de un amplio espectro), no estaba ya incorporado en otro género. Al crearse ya como algo especializado, a partir de los sucesores de Sócrates, el nuevo género de los escritos filosófi­cos, se amplió hacia atrás, según decimos, por el criterio de los pre­cedentes que en las épocas arcaica y clásica se encuentran. Pero se­leccionando dentro de éstos: por muy precedentes que fueran, no se incluyeron en la filosofía ni la épica, ni la didáctica, ni la lírica, ni el teatro, ni la historia y géneros conexos, ni la medicina. Tales, Herá­clito y los demás, eran huérfanos de esas clasificaciones, aunque sus conexiones con esos géneros no pueden negarse. Fueron clasifica­dos, pues, como «filosofía».

Pero hay, seguramente, un tercer punto de vista que añadir, complementario de los anteriores: el punto de vista social y hu­mano de los autores de filosofía, de su lugar en la sociedad.

Hemos dicho antes que hay ciertos puntos de contacto con los poetas. Desde luego, pero el filósofo está mucho más aislado, mu­cho más desarraigado que el poeta. Los poetas viajeros, sus más di­rectos predecesores, comparecen en fiestas de las ciudades, en un contexto institucional, dentro de tradiciones respetadas. La crítica de los yambógrafos, un Arquíloco o un Hiponacte, es también tradi­cional en ciertas fiestas. Pero el filósofo, viajero o no, es alguien nue­vo. Es un individuo aislado que trae un mensaje individual que ni se produce ni se difunde en la fiesta u otro contexto social, como, por ejemplo, el de las escuelas de médicos. Ciertamente, en un momento dado se crearon grupos de amigos o discípulos conformados sobre el

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modelo de los antiguos tíasos o asociaciones religiosas. Pero en el principio las cosas fueron de otra manera.

Se trata, a veces, de un ciudadano importante, activo en polí­tica, que se dirige a sus conciudadanos con un mensaje personal que arranca de una crítica: un Tales o un Heráclito. En el fondo está aislado. De Tales se cuentan anécdotas que reflejan su aleja­miento de la vida práctica, como aquélla de cuando mirando las estrellas se cayó en un pozo, provocando la risa de una esclava tracia (ya Platón, Tht. 174a). Heráclito cree que sólo él está des­pierto para el λόγος (fr. 1); está enfrentado a sus conciudadanos, a los que compara con los perros que ladran a los que no conocen (97). Y los efesios dicen de él esa palabra cruel (121): «Y si uno es el mejor, que lo sea entre otros y en otro lugar». ¿Y qué decir de Par­ménides, que cree que sólo él conoce la verdad, los demás están pri­sioneros de la δόξα?

Un Emplédocles viaja convertido en una especie de médico, mago y profeta. Otros se desarraigan más: Demócrito, Anaxágo- ras, Diógenes de Apolonia marchan a Atenas, como harán más tarde los filósofos helenísticos a partir del otro Diógenes. Igual los sofistas. Todos ellos se dirigen a un público individual o co­lectivo, leyendo sus escritos, tal Zenón según el Parménides 127b, o por medio de επιδείξεις, que nosotros llamaríamos conferencias, tales los sofistas. Son formas nuevas, en definitiva, de contacto social y de enseñanza.

Hay, pues, datos sociales para definir no ya la filosofía, sino el grupo de sus creadores y difusores, los filósofos. Incluyen un enfrentamiento con sus conciudadanos en general, como el de Heráclito o Parménides, sin duda el de Jenófanes, que criticaba la concesión de premios a los atletas, cuando él era más digno (fr. 2.11). O un distanciamiento, un considerarse pertenecientes a un grupo social distinto, más o menos tradicional en el caso de Empédocles, nuevo en el caso de los sofistas y de los filósofos posteriores que operan a través de escuelas.

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Así, el caso de Sócrates, que chocó con la democracia radical y luego con los Treinta tiranos y fue condenado por la democra­cia moderada restaurada el 403 a.C., no es anómalo: sirve un po­co de lazo de unión con sus predecesores y sus herederos. Platón huye de Atenas y cree que todos los políticos que actúan en su ciudad son detestables, no hay esperanza de reforma, sólo de una revolución —por persuasión, ciertamente— para imponer un sistema creado como nuevo de pies a cabeza. Huye también Aristóteles para evitar, dice, que los atenienses cometan un segundo crimen contra la filosofía. Diógenes y los tímeos rompen con toda convención social, critican toda la cultura de las clases poderosas. Epicuro, en su jardin, se aisla y nada quiere saber de la política. Los estoicos que a veces, como los platónicos, se mezclan en ella, se con­sideran una clase aparte, la clase de los sabios. Domiciano sacó la consecuencia cuando expulsó a los filósofos de Roma, como antes los Treinta habían prohibido a Sócrates enseñar y los efesios abomi­naban de Heráclito.

Todo esto no tiende a romper los lazos de contenido y forma de lo que llamamos filosofía con otros géneros diversos: existen y bien claros. Las líneas de pensamiento que condicionan y explican a Só­crates, por ejemplo, son mucho más amplias que lo que llamamos filosofía. Pero entre ellas se ha elegido sólo algunas para entrar den­tro de este concepto: las que no estaban organizadas ya literaria­mente en un género y eran representadas por individuos nuevos, que de un modo u otro rompían críticamente con su contexto so­cial, enseñaban de una manera nueva y no tradicional.

Entonces y como consecuencia, si queremos estudiar el pensa­miento griego y, concretamente, el de los que (por una generaliza­ción) llamamos filósofos, debemos ampliar nuestro campo de inves­tigaciones. No podemos aislar a esos füósofos del conjunto de la li­teratura griega, ni de la sociedad griega. No debemos considerar el término «filosofía» como respondiendo a una especie de idea aisla­da que lo conexiona con centurias futuras, pero no con el contexto circundante y con un pasado muy complejo.

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El concepto de filosofía no es algo que nos es dado sin más: hay que preguntarse por él, βαυμ,άζειν, investigar. Es el resulta­do de circunstancias históricas, literarias, sociales muy concretas. En estas breves páginas no hemos hecho más que abrir el tema: sin duda, puede continuarse investigándolo.

Y aún en ese «corte» un tanto convencional que representa dentro del pensamiento griego lo que llamamos filosofía, hay que buscar menos coherencia de la que se suele. Decimos que hay crítica y alejamiento del ambiente social tradicional. Sí, des­de luego. Pero oscilamos entre un intento de reconstruir valores fijos, que sustituyan a otros tradicionales ya demasiado critica­bles, y sistemas puramente relativistas. Entre intentos de crear nuevas religiones y el ateísmo. Entre la contemplación puramen­te teórica y la voluntad de reformar el Estado. O entre el aleja­miento del mismo o la crítica sin más de lo colectivo. Todo ello hay que estudiarlo, insistimos, tras ponerlo en su recto contexto: dentro de la «filosofía» y fuera de ella.

Lo notable es que el bloque de temas y de pensamiento de que hemos hablado, unificado de una manera contingente e histórica dentro de unas líneas de unión internas que tampoco pueden negar­se, pero que se proyectan hacia fuera, ha quedado ya siempre como «la filosofía». Con algunas excepciones, ciertamente: las ciencias que no tenían un status especial, como lo tenía la medicina, están englo­badas en los presocráticos, en Aristóteles, en los epicúreos y estoicos, también en Platón en cierta medida, en la filosofía. Luego la especiali­zación creciente fue dejándolas fuera.

Pero, fuera de esta excepción, a lo largo de la Edad Media, de la época del humanismo y de la posterior, todo ese conjunto de temas fue ya «la filosofía». Ciertamente su relación con la religión, la religión cristiana ahora, fue difidl, pues proceden de orígenes di­ferentes. Son notables los intentos sucesivos de dar a esta religión un apoyo en los distintos sistemas filosóficos, desde el neoplatonismo al aristotelismo; y no tiene nada de extraño que en definitiva haya cho­cado con la filosofía, que impuso finalmente, de manera bien griega,

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su posición crítica. Ni tiene gran cosa de extraño que esa filoso­fía que transcurre por cauces más o menos derivados de los grie­gos se haga eco, de un modo u otro y llegando en ocasiones mu­cho más lejos, de las dos líneas de la filosofía de los griegos: la esencialista y moralista, y la relativista, probabilista, individua­lista y hedonista. Pero no ha producido, como produjo la filoso­fía de los griegos, intentos de reconstrucción de una visión reli­giosa del mundo, aunque sí de idealismos en busca de un indivi­duo, una sociedad y un estado nuevos.

La filosofía griega, como los propios griegos de la edad roma­na lo vieron (un Diógenes Laercio, por ejemplo), es la creación de un grupo de nuevos profesionales que eran un nuevo produc­to social y que escribían cosas que «no eran» de los géneros ya conocidos. Se apoyaban en ellos y en toda la tradición, para se­guirla o criticarla. Son hechos sociales, en definitiva, los que con­formaron el concepto de filosofía. Pero hechos sociales apoya­dos o relacionados con contenidos que buscaban una novedad, una ruptura —aunque fuera para reconstruir—. Fuera de la filo­sofía también se buscaron a veces y las fronteras continuaron siendo permeables. Fue el factor social de los filósofos, su ense­ñanza, su público los que fijaron en definitiva esas fronteras.

Y, como decíamos, puede decirse que así se fijó un modelo para todo el futuro. Un modelo, de otra parte, que se escindió con la creación del nuevo tipo del científico y de la ciencia —es­cisión ya iniciada en la Antigüedad—. Así, en definitiva, un mo­delo de la vida humana y de pensamiento y acción que continúa actuante debe ser visto, si quiere ser entendido, a la luz de sus orígenes griegos. Aunque haya, luego, tantos factores nuevos que no es este el momento de explotar.

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Notas

1. Cic., Tuse. 5.3.9; Diógenes Laercio, Proem. 12.

2. E. Lledó, E l concepto de «poiesis» en la Filosoßa griega, C.S.I.C., Madrid 1961.

3. C. R. Scherer, La question platonienne, Neuchâtel 1938, p. 247.

4. W. Jäger, La Teología de los primeros filósofos griegos, FCE, Méjico 1952.

5. Véase mi artículo «El banquete platónico y la teoría del teatro», Emerita 37(1969) ( y aquí p.279ss.).6. Cf. Diógenes laercio 2.7 y 9.35.7. Cf. W. Jäger, «Sobre el origen y evolución del ideal filosófico de la vida», apéndice a su Aristóteles, Méjico 1946, p.467ss.8. Cf. P. Boyancé, Le cuite des Muses chez les philosophes grecs, París 1937.9. Cf. Máximo de Tiro, 18. 9.10. Cf. mi trabajo «La interpretación de Platón en el siglo XX», de Actas del Π Congreso Español de Estudios Clásicos, Madrid 1964, pp.241-373 (y más abajo, pp.???ss.).11. Cf. mi trabajo «Los géneros literarios griegos», Revista 1616,1, pp.159-172.12. Cf. el artículo citado en la nota precedente y P. Bádenas, La estructura del diálogo platónico, CSIC, Madrid 1984.13. Cf. mi trabajo «Sociolingüistica y Griego antiguo», RSELl 1(1981)311- 329.14. Cf. sobre todo Fedón, 97. Y en general, A. Tovar, Vida de Sócrates, Madrid, Revista de Occidente, 1947, pp.97ss.

15. Sobre todo en mi Historia de la fábula greco-latina, Universidad Com­plutense, Madrid 1979-1986,3 vóls.

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2. FILOSOFÍA INDIA Y FILOSOFÍA GRIEGA

Mientras que el estudio comparativo de las religiones se ha desa­rrollado considerablemente, no ha habido un desarrollo paralelo en la comparación de las diferentes filosofías. En particular, los estu­dios sobre filosofía india raramente se refieren a la filosofía griega y viceversa. Lo más, algunas veces, se compara un detalle y se discute si se trata de una coincidencia o de un préstamo. Como ejemplo puedo citar la comparación del alma con un carro tirado por caba­llos en el Fedro de Platón y en la Katha Upanißad. Por otra parte, hay alguna especulación, más bien vaga, sobre la posible influencia «oriental» en el Orfismo, el Pitagorismo y el Estoicismo.

Y, a lo que puedo ver, la especulación sobre posibles influencias occidentales en la filosofía india es menor aún. Sin embargo, el he­cho de que la religión de los Bhagavatas era bien conocida por los griegos (recuérdese la inscripción de Taksila de hacia el 180 a. C., re­lativa a un griego miembro de esta religión) debería atraer nuestra atención a las similaridades entre la bhakd, un rasgo central de la religión de Krgna, y el amor o agápe, que es central igualmente en el culto de dioses helenísticos como Isis. Este es sólo un ejemplo del ti­po de problemas que valdría la pena estudiar.

No voy a referirme aquí a estos problemas de posibles préstamos o influencias entre las dos filosofías o religiones, sobre todo en la edad helenística, en que ambos pueblos estuvieron en contacto directo. Es­toy tratando tan sólo de dejar constancia de algunas similaridades sin intentar explicarlas. Lo importante es comprobar que existen.

En realidad, lo que sucede es que cuando cada una de las dos filosofías es estudiada las diferencias entre las dos tienden a ser subrayadas. La filosofía india partió de los comentarios al Veda

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y la interpretación del sacrificio. Esto llevó a una especulación me­tafísica que buscaba la salvación o liberación. Sólo a propósito de esta investigación se prestó atención al problema del conocimiento.Y todo este pensamiento se desarrolló en una atmósfera religiosa, aunque a partir de un cierto momento su espíritu se hizo diferente del Veda. En forma opuesta, en Grecia hallamos filósofos que eran, al menos en muchos casos, individuos que criticaban las viejas tra­diciones, racionalizándolas; que, en términos generales, no busca­ban la salvación, sino el conocimiento por sí mismo; que abierta­mente preconizaban la acción y frecuentemente la acción política.

Esas diferencias son obviamente importantes y no intento mini­mizarlas aquí. La filosofía india, que parte de una concepción reli­giosa del mundo, culmina en una posición religiosa que une una in­terpretación del Todo con una búsqueda de la salvación del hombre al entrar en el Brahma, lejos del mundo de la acción. La filosofía griega progresa por la vía de la racionalización, de la ciencia, de la edificación de las reglas de conducta para la vida del hombre en este mundo. Pero esto no es todo. En la filosofía griega hay muchos puntos de semejanza con la filosofía india. Son precisamente aque­llos que son considerados más característicamente indios y que sin embargo están también presentes en Grecia. Es simplemente nece­sario ver las similaridades disimuladas por d uso de diferentes pala­bras y planteamientos. De otra parte, las posiciones materialistas y ra­cionalistas, que en Occidente se considera que tienen su origen en la cultura griega, se encuentran en una forma similar en la India.

Para empezar, hay que recordar que en las culturas griega e india los puntos de partida son comunes o similares. Por ejemplo, la reli­gión politeísta de Homero y el Veda \ las cosmogonías similares, sin duda de origen mesopotámico, que se encuentran en el Veda, He­siodo y los órficos; el sentido de la proximidad entre el hombre, los dioses y la naturaleza en la más antigua cultura de ambos pueblos. Otro ejemplo: una religión como la de Krpna, que está centrada en el tema del dios que nace y muere entre milagros, que es dios de amor y salvación, claramente pertenece al mismo grupo de religiones

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agrarias que las de Deméter y Dioniso en Grecia y otras que pueden citarse en Mesopotamia y Egipto. Es, pues, lógico que de esas religiones puedan surgir constelaciones de ideas paralelas.

Y a partir de un momento concreto, características de la mente humana que son generales y que trabajan sobre idénticos puntos de partida, producirán resultados más o menos paralelos. Es claro que el número de combinaciones posibles es limitado y ocurrirán dupli­caciones y repeticiones. Por ejemplo, tanto en India como en Grecia la mente humana busca la unidad que existe debajo de la aparente multiplicidad. La crítica que se hace de Homero y las Teogonias y la del Veda, es paralela. También lo son las inconsistencias y las ambi­güedades. En ambos lugares se dan, por ejemplo, soluciones monis­tas y dualistas y a veces transiciones entre imas y otras.

Al mismo tiempo, en los sistemas dualistas hay varias posibi­lidades. A veces las mismas soluciones aparecen en India y Gre­cia, a veces no. Por ejemplo, una oposición como la de espíritu y materia en Anaxágoras recuerda claramente la oposición entre el Atma-Brahma y la Prakrtí : así en ciertos pasajes de la Gita, mientas que en otros la Prakrtí es más bien un despliege del Brahma. A partir de aquí, hay una lógica que lleva a posiciones paralelas cuando se vuelve a la tesis de la unidad. Para el Vedan­ta, la Prakrtí es ilusión, maya ; igual que en Parménides hay al lado del mundo del ser el mundo de la opinión, la doxa. De otra parte, unidad en el sentido materialista existe tanto en el SSmkh- ya como en algunos sistemas griegos: en Demócrito y Epicuro los dioses son materiales.

Finalmente, considerándolo todo, aunque sin dar por el mo­mento juicios sobre las razones de la similaridades y las diferen­cias, sería una tarea importante la de hacer un estudio de unas y otras, estableciendo el juego de elementos y de sus posibles combi­naciones, que producen diferentes sistemas filosóficos tanto en la India como Grecia, del mismo modo que con frecuencia producen soluciones paralelas a problemas paralelos. Esto puede verse incluso sin entrar en el problema de los posibles préstamos e influencias.

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Un buen punto de partida podría ser el considerar el aspecto social del origen de la filosofía griega y de la india y el origen y carácter de los escritos en que una y otra se reflejan. Este estu­dio, pienso, mostraría que las diferencias no son tan definidas o tan universales como se piensa.

Esos escritos son en la India, como es sabido, una serie de co­mentarios a los diferentes Vedas que interpretan sus aspectos míti­cos, rituales y metafisicos. Llegan, es cierto, a posiciones muy dife­rentes. A veces no hay distinciones claras entre los géneros repre­sentados por los BrShmana, los Aranyaka y las Upanisad. En estas obras, hay transiciones casi imperceptibles entre lo que conocemos como religión y lo que conocemos como filosofía. Vemos que, al contrario de lo que sucedió en Grecia, la épica de tipo tradicional continuó desarrollándose hasta el siglo IV d. C. e incluye pasajes que no son básicamente diferentes de las Upanisad. De otra parte las diferencias de doctrina son mucho menos importantes que las que hay entre los diferentes filósofos presocráticos. Otro rasgo dis­tintivo, no hallado entre éstos, es que las Upanisad son presenta­das dramáticamente, en forma dialogada, reflejando discusiones abiertas y no sólo la doctrina de un maestro.

Estas son las diferencias. Pero, realmente, del mismo modo que la especulación india sobre el Uno —el Brahma u otras formas— es un desarrollo de ciertas partes del Veda en las que aparecen doctrinas cosmogónicas sobre Prajapati, sobre el Uno, sobre Puruça, puede igualmente decirse que toda la filoso­fía presocrática consiste en una serie de derivaciones de las Teo­gonias. Correspondiendo a la evolución desde el Caos a la crea­ción del mundo en Hesíodo, en los presocráticos hay una evolu­ción desde los diferentes principios o arfcfta/hasta la creación del mundo. En respuesta a los diferentes intentos de definir el Brah­ma en el Brhad-Araiiyaka y otras Upanisad, encontramos la multiplicidad de las arkbai(agua, fuego, aire, el Uno, el Ser). Es­tos intentos fallaron repetidamente y fueron repetidamente reno­vados. Tanto en Grecia como en India esos principios son divi­

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nos, se despliegan automáticamente para crear el Cosmos, de­jando en la sombra a los viejos dioses de la creación (un dhstar, un Hefesto, un Prometeo). Jäger ha escrito un libro sobre la teología de los primeros filósofos griegos1.

Los escritos de los presocráticos son, en realidad, nuevas cosmo­gonías que «interpretan» y sustituyen a las viejas. Son ya en verso ya en prosa. Del mismo modo, las cosmogonías órficas existían toda­vía en verso y prosa en el siglo VI a. C., así la de Ferécides de Siros. Existían también comentarios a esas cosmogonías, como el que co­nocemos por el papiro de Derveni, del siglo IV a. C., que da «inter­pretaciones» que no son muy diferentes de las de los filósofos.

Y los filósofos se pueden presentar como inspirados: así Par­ménides, que en esto no se diferencia de la Gltä. Pueden no limitar­se al puro conocimiento, sino aspirar a la liberación, como Empédo- cles, que en esto coincide con los Orficos, los Pitagóricos y los filó­sofos indios.

Así, puede verse que por más que los filósofos griegos hayan sido presentados como hombres puramente racionales en lucha contra la tradición, esto no es toda la verdad. Empédocles es un guía religioso en modo alguno diferente de los predicadores órficos o de poetas que imparten una purificación como Terpan- dro, Taletas y otros. El poeta que oficia en los grandes festivales religiosos y dirige los coros, que es un sophóso «sabio» que trae favores divinos a la ciudad, es en realidad una especie de sacer­dote. Así es como los griegos lo veían. Sin embargo, ciertos filó­sofos como Empédocles, Tales y Heráclito eran también honra­dos por su sabiduría, que a veces era considerada divina.

Un paralelo a la creación de la filosofía en un diálogo entre un grupo de gente libre de las obligaciones de la vida diaria y de­dicada al ocio intelectual, como sucede en India, existe en Gre­cia. En India, las Upanisad reflejan las discusiones de los brah­manes con sus discípulos, con los reyes que eran sus protectores, con sus mujeres y con los ascetas; esto es, las de un círculo en parte profano, en parte sagrado. En Grecia, podemos comparar

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el circulo socrático, del cual surgió una línea de la filosofía griega en una fecha más tardía que la de la India. A pesar de la mayor racionalización, un Sócrates no está realmente tan lejos de los brahmanes de las Upanipad : después de todo, sus relaciones con Apolo, su daimonion, su búsqueda de la salud del alma, todo es­to le hace digno de ser comparado con ellos. Circunstancias so­ciales semejantes han producido géneros literarios comparables.

Dejando este tema, voy a pasar a examinar los problemas del monismo y del dualismo, de la salvación y el conocimiento, de los primeros principios, el alma, el mundo y la divinidad personal.

Es cierto que en la India la búsqueda de la salvación es el princi­pal objetivo, mientras que los griegos a veces se detienen en el puro conocimiento, que es a veces, como en Platón, deseado con el pro­pósito de que ilumine la conducta en la vida social. Aún asi, el sal- vadonismo de la religión de Deméter, del Qrfismo y de dertos filó­sofos ya mendonados, debe ser objeto de atendón. Es importante comprobar que en Platón hay una verdadera doctrina del karma y de la transmigración de las almas, cosas que a veces se conside­ran de origen oriental. Su ascetismo lleva al alma lejos de los sen­tidos, preparándola para la muerte, como se afirma en el Fedón ; intenta realmente liberar d alma del cuerpo, obteniendo así una vida feliz para ella. Es derto qué no se llega al tema de la unión con Dios, aunque sí al de la üuminadón por obra del Bien. La doctri­na de la hénosis, la unión, aunque sea momentánea, del alma con Dios, aparece luego en Plotino.

El problema de la unidad es a veces presentado en las Upanipad, como es bien sabido, en términos más vagos que en las filosofías más tardías del VedSnta y el SSwkhya. En estas filosofías un dualis­mo es la idea dominante, como ya he dicho, mientras que en las Upamgaddomina un monismo que es a su vez una superadón de la oposidón AtmS-Brabma. Condbe el mundo como un despliegue de esta unidad primordial. En realidad, d Brahma es, en d origen, una de las varias cristalizadones del movimiento hacia la unidad que es ya visible en el Veda. En la GltSsu. oposidón respecto a PrakrGes,

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como se ha dicho, un tanto vacilante: a veces es muy clara, a ve­ces PrakrS procede defmidamente del Brahma.

La búsqueda por los griegos de una unidad primordial les lle­vó a posiciones que, aunque no idénticas, son comparables. Para empezar, no hay nada que sea comparable a la oposición provi­sional de Atm S y Brahma·, el concepto de ñus en Anaxágoras cubre sin duda ambos campos, de la misma manera, el concepto de logos en Heráclito (hay el lógos del alma y el del mundo, que son el mismo). Son, en verdad, conceptos que no son exactamen­te idénticos a los indios, pero son ciertamente comparables. En Platón, de otra parte, hay una oposición entre el alma racional (noûs) y el Ser, las Ideas. Pero de todos modos hay una relación, porque sólo el nous es capaz de conocer el Ser.

La oposición griega de espíritu (noûs) y materia en Anaxágo­ras puede ser comparada, como he dicho, con la oposición india entre Brahma y Pm kfS\ del mismo modo que la oposición pla­tónica del alma racional (noûê) y el alma pasional y el cuerpo en Pla- tóa El ascetismo platónico, que aspira a aislar el alma de los apetitos del cuerpo, es comparable al ascetismo indio, que no rechaza la ac­ción, sino el «apego» a sus consecuencias: así en la GitS.

Otras ideas opuestas que se encuentran en la filosofía griega presentan diferencias más marcadas. Así, la oposición en Herá­clito del ser, también definido como fuego, al lógos, con cuya ayuda se organiza a sí mismo y se desarrolla; o la de Empédocles, para el cual los elementos son opuestos a las fuerzas del Amor y la Discordia que organizan y desorganizan a los primeros siguiendo un ritmo cíclico. Sin embargo, hay algo comparable entre estas teo­rías dualistas y cualesquiera otras que implican un proceso que or­ganiza una realidad existente. Incluso oposiciones de conceptos co­mo la de Demócrito entre átomos y cambio, o la de Aristóteles en­tre materia y forma, tienen ciertos puntos de contacto.

He de resaltar que, en todo caso, el dualismo griego es más radi­cal que el indio, que en definitiva siempre busca una unidad. Pero que es comparable puede ser visto, entre otras cosas, por el hecho de

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que la concepción cíclica de las creaciones y destrucciones del mundo existe en ambas culturas y por d de que en ambas el principio espiritual tiene atributos divinos, incluso el carácter de un dios perso­nal. Del mismo modo que hay una vacilación entre reconocer en el Brahma im principio o un dios, el Uno «quiere y no quiere», según Heráclito, ser llamado Zeus. Los estoicos identificaron formalmente el lógos con Dios: Cleantes, en particular, le dio el nombre de Zeus.

Tanto en India como en Grecia el Conocimiento está dirigido básicamente a reconocer un último substrato uniflcador de la realidad o, al menos, un dualismo final en el cual está fundado. Aunque en Grecia la identificación del alma con el principio bá­sico del mundo no es tan clara como en la India, hay, como he dicho, una relación o similaridad que hace posible el Conoci­miento. Si en Platón es el noús el que reconoce las ideas, antes de esto Parménides había establecido ya una relación directa en­tre el phroneín o «pensar» y el Ser. El Conocimiento obtenido de este modo es, para los filósofos griegos, el más alto valor que el hombre puede alcanzar y tiene incluso un significado religioso. Aristóteles proclama abiertamente esto cuando dice que la vida teorética es el más alto modelo, puesto que es la de Dios.

La idea del Conocimiento como un poder de salvación no existe, ciertamente, en Greda, aunque Platón no está lejos de esta manera de pensar cuando postula que el único objetivo del Conocimiento es Dios. Aquí tenemos el comienzo de los rasgos semidivinos que guían la conducta del sabio. Es apartado del mundo de los sentidos y de las apariencias exteriores, del mismo modo que en la India el Conocimiento le libera del mohaso «confusión» que existe cuando el alma permanece unida al intelecto y la «mente» (buddhi[ manas), que son parte de Prakrñ o «naturaleza».

Las grandes diferencias que existen entre las filosofías de Greda y la India tienen su raíz en la insistencia india en ideas como las del karma, el samsiïra y la Liberadón o Salvadón, que a su vez de­penden de la identificadón de Atina y Brahma. Aunque en Greda

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PALABRAS EIDEAS

hay trazas de cosas similares a estos conceptos, estos paralelos son obviamente menos importantes. Aquí suceden dos cosas.

Las filosofías presocráticas son en cualquier respecto puramente teóricas, pese a las trazas de religión halladas en ellas y al hecho de que de un modo u otro aproximan los conceptos de hombre y mun­do: el lógos, la dike o «justicia», etc., se refieren a ambos, como r- tam en la India. Pero cuando el tema de la conducta y el destino humanos entraron en el interés preeminente de Sócrates y sus segui­dores, hubo ahora un punto de partida puramente humano. Sócra­tes intentaba definir racionalmente las virtudes. Por mucho tiempo que emplee en ocuparse del alma y por mucho que Platón enlace las virtudes con el concepto de Dios, es claro que ambos están interesados en la conducta del hombre en este mundo, y no tanto al servicio de su salvación como al de la comunidad humana. En la filosofía griega hay un interés en la política que la distingue de la filosofía india. Ello no im­pide que haya elementos y orientaciones comunes a ambas.

Es muy claro que estos elementos comunes se acentuaron en la edad helenística, o por un influjo de ideas orientales, o porque se había alcanzado un punto en la cristalización de las ideas anteriores o porque ambos factores se combinaban. Ya he mencionado los rasgos comunes que se hallan en la bhakti india y la agâpë helenísti­ca. Pero estos obvios paralelismos religiosos no se repiten en las filosofías. La división griega entre Filosofía y Religión es un fac­tor que obviamente separa la filosofía griega de la india, pero te­mas como el de la «simpatía universal» y el «deber» de los estoi­cos o el humanismo de los epicúreos están en la misma línea que ciertos temas indios2.

Por otra parte los estoicos, con su identificación del Logos y Dios, hacen posible una síntesis entre Filosofía y Religión, reconstruyendo así la unidad que nunca había perdido la India. Plotino, más tarde, y, sobre todo, la concepción religioso-filosófica de San Agustín estable­cen entre el alma y Dios una relación que puede ser comparada a la que subyace al «yoga de la acdón» y a la teoría de la bhakti

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Con esto he pretendido tan sólo ofrecer algunas ideas sobre la comparación de las filosofías india y griega y de las respectivas religiones en la medida en que están unidas al pensamiento filo­sófico, siendo complementarias del mismo. Un análisis de ele­mentos y conceptos, una comparación de los mismos y de los grupos y sistemas que forman haría posible una descripción ra­cional y científica de similaridades y diferencias, junto con una interpretación de los diferentes sistemas de la India y Grecia. Es­ta comparación podría, por supuesto, incluir los sistemas persas.

Es importante descubrir los puntos de partida iniciales, sus posi­bilidades de evolución, sus logros, el resultado de confluir con ele­mentos de origen diferente o de las necesidades de diferentes edades y culturas. Es obviamente necesario explicar los fenómenos históri­cos de influencias recíprocas o préstamos. Pero el problema puede ser propuesto también en forma inversa. Una descripción de los ele­mentos que son comunes y de aquellos que son diferentes en las dife­rentes fases del pensamiento religioso y filosófico sería un buen co­mienzo para el estudio histórico de influencias y préstamos. Más inte­resante aún es el hecho de que ello nos ayudaría a avanzar en el estu­dio de las constantes del pensamiento humano, de sus necesidades más profundas, de su modo de funcionar. Progresaríamos en nuestra comprensión de algo que no está definido por fronteras o eras y que reaparece misteriosamente cuando se pensaba que se había perdido.

En el mundo antiguo Grecia y la India son los lugares donde ele­mentos de las viejas religiones politeístas agrarias, que son funda­mentalmente idénticas, se desarrollaron más; en lo esencial, inde­pendientemente. Este desarrollo presupone que esas religiones fue­ron superadas. Es, por ello, interesante comparar las dos filosofías que de allí nacieron. Todo lo que estas páginas intentan es atraer la opinión a un campo que, quizá como consecuencia de la especiali­zación exigida por la ciencia moderna, ha sido ignorado por dema­siado tiempo. Puede, sin embargo, ser especialmente fructífero, no sólo para el más profundo conocimiento de las respectivas filosofías

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y religiones, sino también para colocarlas en el lugar adecuado en el campo de los estudios referentes al hombre.

Notas

1. Véase la traducción española, La Teología de los primeros filósofos grie­gos. México, Fondo de Cultura Económica, 1947.

2. Cf. más detalles en mi Aáoka. Edictos de la Ley Sagrada, Barcelona, Edhasa, 1987, p.65 ss.

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3. LOS PRESOCRÁTICOS

El panorama intelectual de los siglos VI y V a. de C. está en una gran medida dominado por una serie de pensadores a los que convencionalmente llamamos los presocráticos. Digo con­vencionalmente porque, de una parte, algunos de ellos, como Demócrito, son contemporáneos de Sócrates, y, de otra, existen otros pensadores, íntimamente relacionados, a veces, con ellos, que solemos clasificar de manera diferente, como poetas y sofis­tas principalmente.

Este libro1 sigue la clasificación convencional, que tiene unas ciertas, aunque no totales, justificaciones; diremos que es una clasificación útil, aunque nunca debamos perder de vista que nuestros pensadores están en íntima relación con tantos y tantos aspectos de la vida y del pensamiento griegos en general. Este li­bro, muy concretamente, hace ver que en Hesíodo y, sobre todo, en su Teogonia, están las raíces y la estructura de la realidad. In­siste también en que en movimientos religiosos como el orfismo y la religión de los misterios hay otras raíces antiguas del nuevo pensamiento. Y no deja de exponer, a propósito de los distintos filósofos de que se ocupa, su dedicación a los temas humanos que son propios de la sabiduría gnómica tradicional y de la Líri­ca y la Tragedia. Otro volumen de la misma serie se ocupa de los sofistas, tan semejantes y tan desemejantes de los llamados pre­socráticos. Son contemporáneos de las últimas generaciones de ellos, como se sabe.

Así, los presocráticos son sólo una parte, aunque una parte esencial, del espléndido despliegue intelectual, de la constelación de nuevas personalidades autónomas que caracteriza esos siglos

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de la cultura griega. En realidad, había comenzado en el siglo VIH, con Hesíodo, y había continuado en el VII, con Arquíloco, Estesícoro y tantos otros, entre ellos los creadores de productos tan típicamente griegos como la ciudad-estado y la estatuaria. Dentro de esas personalidades destacan los poetas, que imparten una sabiduría al tiempo tradicional y religiosa y al tiempo origi­nal y profundamente vivida. Hay dos tipos: los que, continuan­do a los antiguos aedos, viajan de ciudad en ciudad contribuyen­do con sus cantos al esplendor de sus fiestas; y los que prefieren permanecer enraizados en sus ciudades nativas, al menos en tér­minos generales, y se constituyen en maestros de las mismas. Es­tesícoro y Simonides, entre otros, pertenecen al primer tipo; Ar­quíloco, Safo y Solón, junto a muchos más, al segundo.

Los filósofos que nos ocupan siguen a veces la línea del pri­mer tipo de poetas y de múltiples artistas y artesanos que crea­ron la clase internacional de los sabios de Grecia. En esto los so- Jlstas serán como ellos. Un Demócrito o un Anaxágoras gastan su dinero y abandonan sus campos para cultivar su vocación in­telectual en el escenario de Grecia, y más concretamente de Ate­nas. Hay excepciones, pero si un Heráclito se queda en su Éfeso \iatal es un extraño en ella: la máxima que dice que los perros la­dran a los que no conocen o la frase que atribuye a los efesios aquello de que «ninguno de nosotros sea el mejor y, si lo es, que lo sea en otro lugar y entre otros», bien lo testimonian.

Otras veces son las circunstancias de la época, a saber, el avance implacable del imperio persa a partir de la ocupación de Jonia el 546 y de la represión de su sublevación el 494, las que provocaron la expatriación de los filósofos —igual que la de los poetas— y facilitaron la difusión de sus doctrinas en el Occiden­te. Un Jenófanes o un Pitágoras fundan así en Sicilia y en Italia escuelas de pensamiento que luego se desarrollan allí.

En definitiva, un impulso intelectual que se generó en las ciu­dades griegas del otro lado del Egeo, en las colonias de Jonia, en Asia Menor, y de Tracia, en lo que hoy es la Grecia septentrio­

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nal, se difundió de una manera o de otra por toda Grecia: llegó, sobre todo, a Atenas y a Sicilia e Italia. A partir de cosmogonías míticas cuyo representante más ilustre es Hesíodo y a partir, también, de diversas doctrinas orientales sobre los orígenes del mundo, doctrinas bebidas bien en sus fuentes originales, bien en versiones griegas que hoy desconocemos, nuestros filósofos espe­cularon sobre los temas que se llamaron «físicos». En primer tér­mino, sobre los orígenes del mundo. Pero especular sobre los orígenes era para nuestros pensadores especular, también, sobre el mundo mismo.

Las líneas generales del desarrollo de su pensamiento, por di­ferentes que fueran de pensador a pensador, nos resultan claras. Alejándose cada vez más de lo mítico, tendieron a crear barreras entre lo divino, lo natural y lo humano. Sustituyeron, como ele­mentos primordiales y elementos que forman el sustrato de la multiplicidad del mundo accesible a los sentidos, los datos míti­cos por datos abstractos. Buscaron, debajo de esa multiplicidad, una unidad o una dualidad o, en todo caso, un número reducido de elementos: el despliegue de los mismos o la acción de unos so­bre otros, crea la realidad. Con esto el testimonio de los sentidos tiende a ser sustituido por el análisis racional y se abren camino conceptos como el de ley natural. La teoría del conocimiento, la lógica, la metafísica y la matemática encuentran igualmente aquí sus puntos de arranque.

Claro está que la ligazón con el antiguo pensamiento mítico es todavía transparente muchas veces y las barreras entre dios, naturaleza y hombre también lo son con frecuencia. El desplie­gue del mundo, desde el caos al cosmos, en Hesíodo encuentra un paralelo en el despliegue de los principios monistas de un Ta­les, un Anaximandro o un Anaxímedes. Esos principios se lla­man a veces el agua, el aire o el fuego, aunque otras veces sean ya plenamente abstractos como lo «indefinido» (άπειρον), «la razón» (λόγος), «el espíritu» (νους), etc. O hay una doble per­cepción, un doble punto de vista: «el Uno» de Heráclito es, al

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tiempo, «el Fuego». Ciertos conceptos, como el lógos de Herá­clito o «la justicia» (δίκη) de Anaximandro o «el amor» y el «odio» de Empédocles, son al tiempo humanos y naturales.

El hecho es que existe un gran salto y que ese salto, pese a las críticas de Aristóteles y los socráticos en general, ya no dejó nun­ca de ser válido. Dentro de Grecia, estoicos y epicúreos conti­nuaron simplemente la física de los presocráticos. Fuera de ella, oposiciones como la de materia y espíritu, la de materia y ener­gía, etc., han dominado durante milenios el panorama científico. Conceptos como el de ley natural son todavía válidos. E incluso se han encontrado en los presocráticos precedentes de conceptos, como el de la ley estadística, de los átomos, de posiciones mate­rialistas y relativistas (en Demócrito). Y por primera vez halla­mos plateados problemas como el de lo uno y lo múltiple y sen­tados los fundamentos de una serie de ciencias, a algunas de las cuales hemos aludido más arriba.

Es un mundo complejo y fascinante éste de la física de los pre- socráticos, física e íntimamente unida a veces a consideraciones que afectan a lo humano. A veces es muy diferente de lo que nos es familiar. Así, por ejemplo, la indistinción entre evolución y es­tructura: un principio original está, en el fondo, siempre presen­te; una ley evolutiva es a la vez una ley estructural (el logos de Heráclito). Pero otras veces encontramos aqui las raíces de ideas y conceptos, muy diferentes con frecuencia, que sí que nos son familiares. Ello desde la oposición entre materia y espíritu (y el cuerpo y el alma) antes aludida a ese «Uno» abstracto y esférico a la vez de Parménides, que flota entre algo mítico, algo especu­lativo y una especie de idea platónica o neoplatónica. O a los átomos y el azar de Demócrito o a especulaciones entre místicas y matemáticas en Pitágoras. Al llegar a este punto hemos de in­sistir otra vez en el enraizamiento profundo de nuestros pensa­dores en el mundo griego, cosa que a veces se pierde de vista. Sus pensadores han vivido profundamente, a veces con el sufrimien­to de sus vidas desarraigadas, las vicisitudes dramáticas de ese

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mundo. Su horizonte espiritual son sus poetas, sus movimientos religiosos. Cierto que el interés por la física y la metafísica es su señal de identidad, su principio de clasificación, para volver a la terminología antes mencionada. Pero sólo hasta cierto punto.

Véase, por ejemplo, que sus especulaciones sobre los orígenes no sólo se reencuentran en los órficos y otros cosmólogos, sino también en un poeta como Alemán. Que la lucha entre un con­cepto mítico y uno abstracto de la divinidad —ese dios que «quiere y no quiere ser llamado Zeus»— encuentra un eco nada menos que en el Himno a Zeus del Agamenón de Esquilo. Que las especulaciones de los poetas sobre conceptos como la justi­cias o la medida o la razón, aunque hayan partido del mundo humano, no han sido, sin lugar a dudas, ajenas a su aplicación, en los presocráticos, al mundo divino.

Nótese que nos hallamos ante personalidades tan seguras de sí mismas, tan originales, como las de los poetas predecesores, coetáneos y rivales suyos. El poeta griego es por definición el σο­φός: el sabio que relaciona a la divinidad con los hombres. Pero igualmente los presocráticos tienen conciencia de esa su sabidu­ría. Leánse las orgullosas palabras de Heráclito en el primero de sus fragmentos o los no menos orgullosos versos en que Jenófa­nes proclama la injusticia del trato preferente dado a los atletas «no siendo dignos como yo». O la crítica de los antiguos poetas en uno y otro filósofo. Este orgullo no lo perdieron nunca los fi­lósofos griegos, si prescindimos de la ironía de un Sócrates. También los estoicos, los cínicos y los epicúreos se proclamaron sabios y guías de la humanidad.

Por otra parte, el poeta canta porque está inspirado por los dioses. Pero nuestros filósofos hay ocasiones en que proceden de una manera nada diferente. El poema de Parménides nos ofrece en su prólogo la revelación que al poeta hace la diosa. Empédo- cles tiene también un conocimiento divino, su poesía es una ver­dadera revelación. El tono profético no falta en Heráclito ni en otros filósofos. Claro está, al lado de esto está la fe en el lógos,

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en la razón que hace descubrir un mundo diferente del de los sentidos.

Hay un desgajamiento, a veces violento, a veces gradual, de nuestros filósofos respecto a su matriz en la vida griega, a saber, el mundo de la religión y la poesía. Nótese que algunos de ellos son todavía poetas. En hexámetros cantan Parménides y Empé­docles, en dísticos Jenófanes. En realidad, a partir de géneros tradicionales, a saber, el poema didáctico de tipo hesiódico y la elegía han creado nuevos géneros literarios, ya en verso, ya en prosa. Este ha sido un avance no pequeño dentro de la historia de la literatura y del pensamiento. Merece la pena que nos deten­gamos un momento sobre ello.

Hesíodo, combinando géneros épicos y didácticos que corrían por Grecia, creó el nuevo tipo de poema provisto de un prólogo que anticipa lo que va a seguir. El cuerpo principal, a su vez, se organiza ya con criterios cronológicos (dominantes, aunque no únicos, en su Teogonia), ya con otros que intentan sistematizar acumulaciones diversas de proverbios y de fábulas. Pues bien, este modelo es el que grosso modo siguen los presocráticos allí donde nuestros datos nos permiten una cierta posibilidad de ob­tener conclusiones.

Así, muy concretamente, en los casos de Heráclito y de Par­ménides. Conocemos el prólogo del primero, en que enfatiza que sólo el filósofo está despierto al lógos, que es al tiempo su propia doctrina; una doctrina que es la que va a desmenuzar en una se­rie de aforismos de corte profético. Ya hemos aludido al prólogo del segundo, que anticipa la doctrina de la verdad, que se expone luego en forma sistemática. Tenemos aquí prólogos igual que los de Hesíodo, con alusión a sus autores (como hacen también con frecuencia líricos e historiadores) y a la doctrina que va a desa­rrollarse luego en forma más o menos sistemática.

Los progresos del pensamiento van unidos siempre a la evolu­ción de la forma en que se expresa. Partiendo de un contenido y una forma poéticas en Hesíodo y otros autores, los presocráticos

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han creado su nuevo pensamiento, ya en buena medida abstrac­to y especulativo. Y han creado para él una forma adecuada, de­rivada de su predecesora. Han creado el tratado filosófico, que desde pronto tiende a escribirse predominantemente en prosa y que da paso pronto, desde el mismo siglo V, al tratado científico.

Por otra parte, tampoco es enteramente justo el aislamiento de nuestros pensadores respecto a los sofistas ni a Sócrates y los socráticos. Aquella frase de Cicerón de que Sócrates hizo bajar la filosofía del cielo a la tierra, no es enteramente justa. Los preso­cráticos se habían ocupado de lo humano en términos ya de con­ceptos y virtudes absolutos, ya relativos. Habían hablado de las relaciones del hombre y su ciudad, habían incluso a veces (en el caso de Pitágoras, sobre todo) luchado para reformarla. El enla­ce con la actividad teórica de los sofistas —otros peregrinos en tierra extraña— es palpable muchas veces. Unos y otros, como continuadores o como críticos, dependen de la antigua poesía, que los sofistas comentaban para sacar sus conclusiones, a veces novedosas, otras no tanto.

Pero, por otra parte, algunos de los temas de los presocráticos sobre el origen de la cultura humana, la definición del hombre como ser racional, etc., se encuentran en uno y otro sector. Na­turalmente, las diferencias en cuanto a los objetivos de ambos grupos son también, a veces, grandes.

Toda la vida intelectual griega constituye un complicado mo­saico en que se cruzan diferencias y convergencias. El paso de lo mítico a lo racional, la preocupación por el problema de los orí­genes y por la esencia última de la realidad, la abertura a nuevos puntos de vista «científicos» son lo característico de los presocrá­ticos, dentro de las grandes diferencias de unos respecto a otros. La trascendencia de todo esto para el futuro no puede exagerar­se. Pero en este libro se hacen ver, al tiempo, sus conexiones con otros sectores del mundo griego, su enraizamiento dentro del mismo.

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Hay, en efecto, una comprensión en relación con el futuro, con lo que éste demuestra que es vital y decisivo. Y hay una comprensión en relación con el pasado y el entorno, que hace ver las fuerzas motrices, las conexiones. Hemos querido, en este prólogo, insistir en lo uno y en lo otro. Pero es en la lectura del libro en la que el lector encontrará las últimas claves. Hemos in­tentado, solamente, prepararlo con este viático para adentrarse en el mismo.

Notas

1. A. J. Cappelletti, M itología y Filosofía: Los Presocráticos, Madrid, Cin­cel, 1986.

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4. EL SISTEMA DE HERÁCLITO: ESTUDIO A PARTIR DEL LÉXICO

I. MÉTODO Y ESTADO DE LA CUESTIÓN

1. Método

El incompleto sistematismo del léxico de los presocráticos ha procurado desde siempre muchas dificultades a su estudio. A partir de escasos fragmentos, sometidos a veces además a múlti­ples problemas, intentamos obtener sentidos claros y unívocos, como en una filosofía de tipo sistemático, a partir de términos procedentes de la lengua común y usados ya en sentido prefilo- sófico, ya con tendencias a una especialización, por otra parte a veces vacilante. Como hay vacilación en la asignación de varios términos a los conceptos que se crean, con lo cual se presenta el grave problema de si hay o no sinonimia. Y el no menor de si, caso de que en determinadas distribuciones de dos palabras se presente esa sinonimia, también se da en otras. En suma, los sis­temas léxicos de la lengua griega normal no han quedado aboli­dos, a veces subsisten; pero en ocasiones se introducen otros sis­temas nuevos, con alteración del sentido de las palabras. Y son sistemas, repetimos, vacilantes, contradictorios a veces incluso dentro de un mismo autor; por otra parte, su reconstrucción no es fácil dado el carácter fragmentario de nuestro material.

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Y, sin embargo, d estudio del léxico, no de las palabras aislada­mente, sino de los sistemas que forman y, dentro de cada una, de las distintas distribudones, es el mejor camino para tratar de penetrar en d pensamiento de los presocráticos. Y para penetrar no solamente a nivel sincrónico, sino también al diacrónico, desde el momento en que podemos tomar como punto de arranque o comparadón el siste­ma del griego no contemporáneo y los posteriores. Con frecuencia es posible darse cuenta de cómo unas determinadas tensiones dentro de los sistemas léxicos de los diversos niveles cronológicos e individuales se traducen en la evoludón posterior de esos sistemas y, lo que es de­cir lo mismo, del pensamiento que expresan.

Esto es verdad sobre todo cuando se trata de estudiar el pen­samiento de la época griega arcaica. En otro lugar1 hemos ex­puesto nuestro convencimiento de que en esta fecha hay sistemas léxicos notablemente diferentes no solamente de los actuales, si­no también de los del s. IV a. C. en adelante, a partir de Platón y Aristóteles. Con éstos se crean unos sistemas léxicos que perma­necen esencialmente vivos en las grandes clasificadones del vo­cabulario abstracto e intelectual de las lenguas europeas moder­nas. Pero dentro de esa época arcaica hay muy notables diferen­cias de unos autores a otros, muy diversas tentativas de sistema­tización. Tiene lugar una verdadera aventura del pensamiento, que lleva, a partir de los sistemas léxicos primarios del griego, ya hada los sistemas que se impusieron en el futuro, ya a vías más o menos cerradas, al menos provisionalmente. Esto es bien conoci­do. Y no se puede decir que se haya desatendido en su estudio el apoyo que puede propordonar el léxico. Se trata solamente de dar a este estudio mayor sistematismo, introdudendo en él lo que la moderna Semántica ha descubierto sobre las reladones que contraen las palabras entre sí y sobre la interdependenda en­tre contexto (distribución) y significado2. Esto, entre otras, tiene la ventaja de alejar de nosotros la tentación de que hablábamos al prindpio, de definir rápidamente en forma monolítica el signi­ficado de tal o cual palabra o de decretar con no menor rapidez

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la sinonimia de dos. Nunca hay que perder de vista que nos ha- llamos ante sistemas léxicos in statu nascendi, de sistemas y sub­sistemas que se entrecruzan y coexisten sin que a veces se note la diferencia fácilmente.

Tanto para estudiar sistemas de pensamiento como para ver las especializaciones del léxico que éstos comportan, hemos apli­cado tentativamente este método en un artículo dedicado a Safo3 y en otro dedicado a Platón4.

Sobre todo, ha sido aplicado detenidamente en una serie de tesis doctorales (por prescindir de otros trabajos) dirigidas por nosotros5. Vamos a intentar aquí algo semejante en lo relativo a los términos y conceptos centrales del pensamiento de Heráclito.

Estos términos y conceptos centrales han sido estudiados mu­chas veces y sobre ellos se han logrado grandes progresos; luego precisaremos esto muy concretamente por lo que se refiere al tér­mino λόγος. En realidad, lo esencial sobre lo que este término es para Heráclito está dicho: caben algunas precisiones, ciertamen­te, pero más importante es apartar lo que no es el λόγος para él, separando la ganga de los desarrollos estoicos que, pese a todo, se han infiltrado en algunos estudiosos modernos, aunque en menor grado, ciertamente, que en los antiguos. El estudio de las distribuciones del término y de otros que a veces se consideran como sinónimos suyos (δίκη, νόμος, etc.) en los fragmentos con­servados puede ayudar a esta tarea. El gran problema consiste en distinguir entre los significados que presta Heráclito a λόγος en los fragmentos conservados y aquellos otros emparentados con ellos (y propios de λόγος en otros autores), pero que en él se encaman en otras palabras. Para Heráclito aquí no hay propia­mente λόγος, aunque con ello el sistema pierda en sistematismoo conserve arrastres de fecha anterior. Eso sí, puede estudiarse una tensión por la cual el término λόγος tiende a ampliar su sig­nificado, lo que cristalizará en sistemas posteriores. Por otra par­te, un segundo y gran problema es el de las relaciones entre λό­γος de un lado y πΟρ, θεός (y otros términos más) de otro. La

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indefinición, a veces, del uso de Heráclito lleva todavía hoy a in­terpretaciones que se aproximan a la tesis estoica de la naturale­za ígnea del λόγος y de su carácter divino. Pero la distribución de los tres términos, veremos, sólo en escasa medida coincide. Hay que perseguir su historia desde el griego hablado al sistema de Heráclito y, luego, a través de las líneas que éste deja abiertas, hasta el sistema de los estoicos. O sea, la labor que ya se ha hecho de separar en nuestros testimonios entre lo que es verdaderamente de Heráclito y lo que es interpretación inconsciente, en sentido estoico, del mismo, debe proseguirse. Pero al hacerlo, se verá en el sistema de Heráclito, por lo que los antiguos —y a veces los modernos— han leído en él, algo que no es otra cosa que posibilidades implícitas en el mismo. Y es igualmente importante ver desde qué puntos de partida antiguos ha llegado Heráclito a dar a términos como λόγος, δίκη, νόμος, πυρ, θεός y otros más las posiciones que ocupan en su sistema, posiciones más o menos ñjas o vacilantes, pues a veces se conserva prácticamente el uso antiguo.

Hay que advertir que el método de estudio del léxico ha de modi­ficarse para aprovechar al máximo los fragmentos. No sólo cuando aparece el término λόγος, por ejemplo, hemos de someter a estudio el fragmento; sino también cuando aparecen otros términos siste­máticamente conexos con él. Lo cual, ciertamente, comporta ries­gos, que nos obligarán a proceder con prudencia. No pueden expri­mirse los fragmentos en exceso, ni pueden forzarse definiciones uni­tarias. Intentamos proceder con el máximo respeto al material y dentro de los límites, más bien escasos, de nuestros datos.

2. Opiniones sobreXôyoç, δίκη, θεός en Heráclito

Puede decirse, pasando ahora a lo que podríamos llamar el estado de la cuestión, que las interpretaciones modernas llegan a una casi coincidencia en un punto central, aunque necesitado de ulteriores precisiones: que λόγος es, de una parte, la palabra o

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explicación o doctrina de Heráclito; y de otra parte es una «co­sa» casi corpórea, una realidad objetiva inserta en el mundo. Es la doctrina y es aquello explicitado por la doctrina: sobre la uni­cidad en el pensamiento arcaico del nombre y la cosa y sobre la concepción «corpórea» de ésta como única posible en él se han expresado con justeza, a propósito precisamente de Heráclito, autores como Busse6, Guthrie7 y otros; y el doble sentido es aceptado en forma prácticamente unánime. Pues λόγος como doctrina de Heráclito aparece constantemente en los fragmentos e incluso es en el fr. 1 el título del libro, según una interpretación muy difundida de Diels; pero otras veces hay una distinción muy clara de Heráclito y el λόγος, así en 50 ούκ έμοΟ, άλλά του λόγου άκούσαντας ‘no prestándome oído a mí, sino al λόγος’, el alma tiene λόγος (45,115), hay λόγος que es ξυνόν (2, cf. 50). El mis­mo fr. 1, referido al λόγος o doctrina de Heráclito, no excluye al propio tiempo el segundo sentido si se entiende, como Busse8 y Kirk9 y como la misma traducción de Diels-Kranz (ad. loe), que quiere decir ‘siendo el λόγος este’: es decir, siendo la verdad o esen­cia del mundo ésta, a saber, la doctrina del presente libro. Cierta­mente, si se traduce con Marcovich)0, ‘of this Truth, real as it is’, de­saparece el primer sentido; pero éste está bien testimoniado en otros fragmentos.

Se echa de ver, por otra parte, una tendencia a rechazar las in­terpretaciones del λόγος como ‘razón’ (humana o universal). Un buen argumento en contra de ellas puede hallarse en los estudios del sentido de nuestro término en general a lo largo de la historia de la lengua griega. Minar y Guthrie 11 han dado dos exposicio­nes de los distintos sentidos de λόγος, en época arcaica y clásica y de ambos se deducen análogas consecuencias. Minar hacer ver que los sentidos antiguos son los de ‘cómputo’, ‘proporción’, ‘exposición’, ‘fórmula’, pero no ‘razón’; por lo cual critica justa­mente interpretaciones de λόγος por Zeller, Inge y Aall como ‘razón universal’, ‘alma divina del mundo’, a la manera estoica: y también otras en el sentido de ‘razón humana’ que se encuen­

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tran (al lado de las anteriores) en el léxico de Kranz. Guthrie, por su parte, señala que los sentidos de ‘principio general o re­gla’ y ‘facultad de la razón’ difícilmente se encuentra o no se en­cuentran en el s. V. Ya Gomperz12 había hecho ver que λόγος no significa nunca ‘razón’ en el s. V. Con todo, la interpretación del λόγος como «Denkgesetz» o razón humana fue defendida nada menos que por Reinhardt en su Parmenides13 y la de ‘Razón’ o ‘Inteligencia Universal’ ha tenido, a más de los ya citados, una larga serie de adhérentes14. Y si las formas más extremas de estas dos teorías parecen superadas, existen otras formulaciones de las mismas no tan tajantes que todavía dejan sentir su peso.

Ello depende de que la definición doble del λόγος ya como doctrina (en este caso de Heráclito), ya como una «cosa» verda­dera y universal existente en el mundo, deja en el segundo térmi­no mucha ambigüedad todavía; mayor ambigüedad aún si se tie­ne en cuenta que queda abierto el problema, todavía no tocado por nosotros, de la relación del λόγος con Dios. Veamos las más notables de las interpretaciones existentes.

Así, para Snell15 el λόγος es no sólo la doctrina, sino el significa­do que hay en el mundo; traducción a pesar de todo insuficiente pa­ra el aspecto objetivo del significado de la palabra. El λόγος, nos di­ce Heráclito una y otra vez, es lo común, lo regular.

Otros autores han profundizado más. Por ejemplo, para Mi­nar no se puede eliminar de λόγος el aspecto de la proporcionali­dad, medida y relación; no está lejos de la armonía (cf. 51,54)16. Para Gigon el λόγος, a más de la palabra de Heráclito, es la ver­dad eterna consistente en la lucha o tensión de los opuestos17. Marcovich por su parte18 señala que no hay definición formal del λόγος, pero supone unidad de los opuestos, unidad oculta del mundo. Kirk es más preciso: el λόγος es el elemento de or­den, estructura u organización del mundo19.

Todo esto es, pensamos, completamente exacto: luego lo ve­remos con mayor detalle. Pero deja abierta la puerta por la cual se pasa de una interpretación del λόγος como algo estático a una

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interpretation dinámica: y aquí entramos precisamente én el te­rreno de lo que es discutible. ¿Es el λόγος un elemento que en­contramos en una descripción sincrónica del mundo y que Herá­clito sólo puede concebir como un universo corpóreo? Esto pa­rece indudable. Pero ¿es solamente esto o al tiempo es un univer­sal diacrónico, una regla o plan u orden en el cambio? Los intérpretes modernos, en general, piensan así o, mejor dicho, no establecen distinción: lo primero, para ellos, equivale a lo segun­do, Kirk20 habla de ‘plan’, Marcovich21 habla de ‘rule’, por ejemplo.

En realidad, estos autores22 tienen sin duda razón en cuanto que Heráclito habla de diversos procesos que tienen lugar κατά λόγον, είς λόγον (1, 31) y de seguir o apoyarse τώ ξύνω o τω λόγω (2, 72, 114; son términos sinónimos, cf. infra). La contex­tura del mundo consiste en el λόγος y el devenir tiene lugar de acuerdo con este λόγος. Las bases del concepto de ley natural es­tán sentadas. Pero es más dudoso que dicho concepto esté estric­tamente desarrollado. Tanto es así que los autores tienden a con­cebir ese λόγος como una fuerza, un agente — de carácter divi­no, conforme al pensamiento arcaico—. Ciertos autores identifi­can en virtud de ello el λόγος con el θείος νόμος del fr. 114, así Jäger23, quien habla de ley universal, de espíritu del cosmos. Pero con ello se acerca peligrosamente a la concepción estoica del λό­γος, no testimoniada en los fragmentos, incompatible en reali­dad con ellos. Igual la interpretación de Guthrie24 cuando dice que el λόγος es la ley por la cual el mundo es ordenado y que puede ser comprendida por la mente humana, la fuerza divina que trae orden racional al universo. Por eso otros autores son más cautos o vacilan. Así, Kirk tiende a identificar, de un lado, a λόγος y θεός; pero aunque entiende como λόγος el θείος νόμος añade que en otros lugares el λόγος ocupa el lugar que en auto­res posteriores ocupa el dios, con lo que parece distinguirlos25. Marcovich va menos lejos: para él26 el λόγος es sólo análogo, no idéntico a la ley divina.

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La vacilación de la concepción del λόγος como estructura o plan, de un lado, y como Dios, de otro, en un autor como Kirk, quien llega a atribuir a λόγος el fragmento según el cual Dios es invierno y verano, etcétera (infra p. 80) es demasiado grande. Todo esto necesita una clarificación. De un lado parecemos ha­llamos ante un conjunto de relaciones entre elementos, unifica­dos así en un κόσμος (fr. 30) y que evolucionan de acuerdo con esas relaciones: ante una descripción puramente empírica en la cual el λόγος no es un agente. Precisamente Heráclito dice bien claramente (fr. cit.) que este κόσμος no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombre, sino que siempre fue, es y será: su evolu­ción se atribuye, a continuación, al sustrato consistente en el fue­go, que se enciende y apaga conforme a medida, es decir, a λό­γος; esto es, siendo él el factor dinámico, como todas las άρχαί de la filosofía presocrática. Ahora bien, de otro lado se piensa en el λόγος como una especie de demiurgo agente de la evolución, demiurgo de carácter divino y ello después de rechazar como es­toica la concepción del λόγος como Razón o Espíritu del mundo y de eliminar de los fragmentos de Heráclito, como procedente de los testigos que nos los transmiten, la frase según la cual el λό­γος es el que διοικεί o rige el Universo27.

Nada de esto resulta claro y menos si se piensa que la concep­ción del λόγος como relación entre elementos, concebida como algo corpóreo o sustancial, es una innovación en la lengua grie­ga, heredada de un λόγος ‘cómputo’ o ‘relación’ no atado a una hipóstasis temprana de carácter mítico, como δίκη. No hay dato alguno explícito para afirmar un carácter divino, ni siquiera de agente; es una ‘ley natural’ como nosotros la concebimos. Lo cual no elimina el problema, sino que, al contrario, lo agudiza, de la relación del λόγος con los aspectos religiosos y tradiciona­les presentes en el pensamiento de Heráclito. Lo que no puede hacerse es saltarse los problemas o darlos como resueltos con fórmulas más bien contradictorias y confusas.

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La confusión aumenta cuando se tiende a identificar de algún modo al λόγος con el fuego (y con otros términos o conceptos más). Es sabido que el fuego es la forma corpórea del λόγος para los estoicos. En Heráclito el fuego aparece como una άρχή que a través de evoluciones produce el κόσμος todo y a la que se atri­buyen rasgos (la eternidad, cf. άείζωον, fr. 30) considerados co­mo divinos: cosa nada extraña, pues todas las άρχαΐ los presen­tan y en un fragmento, el 64, el Rayo se nos presenta como timo­nel del Cosmos. Es una especie de Dios-Fuego con rasgos míti­cos, en forma un tanto discrepante del Fuego de otros fragmentos, que evoluciona automáticamente, aunque sea con­forme a medida o λόγος. A partir de aquí se ha llegado, de una manera más bien precipitada, a identificar a Dios y el Fuego; y, dado que el Logos se ha considerado como divino, a identificar en definitiva, más o menos decididamente, Dios, Fuego y Logos, lo cual es, en realidad, una doctrina estoica atribuida a Heráclito sobre la base de muy escaso apoyo de sus fragmentos o, mejor, de ninguno.

Esta identificación, presente ya en Zeller procedente de los antiguos intérpretes de Heráclito, ha cobrado nuevo rigor desde que Reinhardt28, en un artículo dedicado principalmente a com­batir la tesis de que ya era propia de Heráclito la teoría estoica de la ecpyrosis o conversión final del mundo en fuego, insistió en la autenticidad heraclítea del calificativo φρόνιμον atribuido al fuego por Hipólito. Pienso que tiene razón, igual que en la críti­ca de la ecpyrosis (en esto último tienden últimamente a dársela todos). Pero que el fuego sea ‘racional’ o, si queremos, ‘lógico’ (puesto que φρονέειν, φρόνησις se atribuyen en diversos frag­mentos a quiénes conocen el λόγος), no quiere decir que Fuego y Logos sean uno y lo mismo. Más bien, pienso, debe interpretarse en el sentido de que el Fuego, como hemos indicado, y con él to­das las cosas, evoluciona de acuerdo con el λόγος o el μέτρον (que viene a ser lo mismo, veremos). Inténtese, si no, permutar los términos λόγος y πυρ en los fragmentos y se verá cómo esto es

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imposible. El estudio que haremos a continuación lo mostrará más claramente.

Y, sin embargo, autores que dan del λόγος definiciones empí­ricas y racionales, no míticas ni religiosas, que nosotros hemos suscrito, admiten una identificación o aproximación del Logos y el Fuego que nada recomienda: ni el Fuego es relación o estruc­tura, ni el Logos sustrato del que por un despliegue interno surja la entera realidad, algo comparable a las demás άρχαΐ aunque ya no aparezca como aquéllas en un total aislamiento. Así, Marco­vich nos dice29 que Dios es Fuego y es Extracósmico: afirmacio­nes difíciles de conciliar entre sí, en realidad el Fuego está en el Cosmos, ya que es el que lo rige; Kirk por su parte30 distingue entre Fuego y Logos, pero los aproxima cuando los llama coex- tensivos o aspectos diferentes y cuando considera al Fuego una especialización del Logos. Ahorramos al lector el detalle de otras interpretaciones: de una manera u otra Gigon, Mond'olfo, Guthrie y otros distinguidos estudiosos de Heráclito aproximan o identi­fican los dos conceptos. Con lo cual tiende a borrarse lo que de propio y original hay en la concepción de cada uno de los dos conceptos.

3. Panorama de la filosofía de Heráclito

De todo esto resulta un panorama de la filosofía dé Heráclito más bien confuso, en el cual las líneas que en unos momentos se trazan con acierto se hacen borrosas en otros. Y más si introdu­cimos una serie de términos más (μέτρο v, δίκη, νόμος, φύσις, άρμονίη), más o menos próximos a λόγος, a veces identificados simplemente con él; los diversos elementos en los cuales se trans­forma el Fuego y que están en oposición entre sí; el Uno y Todas las cosas (ëv y πάντα, άπαντα), a su vez clasificadas en diversos pares de opuestos, que constituyen una definición del «conteni­do» del Cosmos alternativa con la que arranca del Fuego y que

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se entrecruza con ella; ερι,ς y πόλεμος, que definen las relaciones entre los opuestos, como el λόγος, y que, por tanto, están en una determinada relación con este término. El más vario es, de todos modos, el papel del término θεός; y, en general, la atribución de propiedades consideradas comúnmente como divinas y el uso de hipóstasis mitologizadas. Hay un sustrato de tipo religioso y mí­tico que invade variamente las diferentes zonas del sistema de Heráclito y que debe ser comprendido: pero que no debe llevar precipitadamente, pensamos, a la conclusión de la identidad de todos o los más términos y conceptos que hemos enunciado —que es la conclusión a que llegaron los estoicos y contra la que, en cierta medida, han reaccionado los autores modernos—. Intentamos aquí clarificar las cosas en la mayor medida posible sobre la base de un estudio léxico.

Este estudio —anticipamos aquí algunas cosas— perfila posi­ciones visibles aquí o allá en la bibliografía heraclítea; y llega a sentar la existencia en Heráclito de una filosofía binarista, opuesta a la monista, basada en una sola άρχή, de los milesios. Pero este binarismo no opone, como los binarismos del s. V, ma­teria y espíritu (Anaxágoras) o materia y azar (Demócrito), con el fm de explicar el proceso de la evolución. Heráclito continúa unido a los milesios en cuanto que su πυρ, el Fuego, se despliega autónomamente a lo largo de un proceso que, dado que el fuego es a su vez un dato de nuestra experiencia, revierte también a él. Pero junto a este nivel sustancial, a este sustrato, hay otro nivel más, puesto que el mundo es un κόσμος, una suma de elementos ordenados. Hay, a saber, un nivel estructural cuyo término más característico es el λόγος.

Ahora bien, ni en el nivel sustancial ni en el estructural Herá­clito ha llegado a conceptos únicos y omnipresentes: su léxico lo deja ver bien claramente. Hay en el primero vacilación entre el Fuego y el Uno y entrecruzamientos entre las dos series que de ahí salen. Hay en el segundo, junto a λόγος, otros términos que sólo en parte coinciden con él. Pues hay que tener en cuenta que

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a veces Heráclito hace una descripción sincrónica y otras unas diacrónica; que a veces se refiere a lo cósmico y otras a lo huma­no. Por otra parte, la tendencia a concebir el proceso por el jue­go de un sujeto y un objeto, se hace presente. Y se entrecruzan concepciones religiosas que tienden a identificar más o menos claramente con lo divino determinadas partes del sistema. Este no es absolutamente claro y unitario ni en cada nivel, ni en cada perspectiva cronológica, ni en los diversos sectores del mundo. Tiene puntos de partida diferentes entre los que se han estableci­do colaboraciones y conflictos.

A partir de aquí, estaban abiertas varias posibilidades. La que identifica al Logos con el Fuego y lo divino y lo concibe como una inteligencia universal creadora idéntica con la inteligencia humana, no es más que una de esas posibilidades, de tipo entre místico y ético; por más que sea la que acabó por triunfar y la que, al menos en parte, se mantiene en la interpretación del pro­pio Heráclito. Otras posibilidades eran el nacimiento de un con­cepto evolucionado, no religioso, de la ley natural y una concep­ción estructural de la realidad. No se llegó ni a lo uno ni a lo otro.

Es efectivamente claro que el centro de la filosofía de Herácli­to no está colocado en la idea de una sustancia racional que pro­mueve la creación y recreación del mundo a partir de otra sus­tancia diferente ni a partir de sí misma. El centro está en la des­cripción del mundo mismo. Es una descripción que no sólo com­prende unidades, sino también relaciones entre esas unidades: es decir, es una descripción estructural. Es cierto que esas unidades provienen y se subsumen en una sustancia o sustrato, llámese el Fuego o el Uno; pero tan importante como esto es que entran en relaciones recíprocas. La descripción del mundo es, pues, una descripción estructural. El hecho de la estructura entra luego en una determinada relación con el proceso de cambio; pero en sí es independiente, tiene un interés por sí mismo. La prueba es que el cambio, en principio, continúa considerándose como un desplie- ge autónomo a partir del elemento primordial.

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Heráclito, podemos pensar, bebe de dos tradiciones. De un lado están las viejas άρχαΐ de los milesios, sustrato de la evolu­ción creadora, y más atrás aún está el Caos hesiódico, factor a su vez de creación. De otro lado están las unidades creadas: ya en Hesíodo, Tierra y Cielo, Día y Noche, etc. Entre estas unidades hay con la mayor frecuencia un elemento de oposición: así ya en Hesíodo, luego en Anaximandro, Anaxímedes, Alcmeón, los pi­tagóricos, Empédocles, diversos escritos hipocráticos, Platón, etc. Es una constante en la Filosofía griega, a partir del pensa­miento prefilosófíco, este desarrollo de opuestos sucesivos, gene­ralmente organizados en pares; a veces en forma de árbol genea­lógico o con tendencia a él, otras de modo menos organizado. Pero ningún pensador ha atribuido la importancia que Heráclito le atribuyó al hecho mismo de la oposición, a que sólo la tensión entre las unidades opuestas las unifica a niveles superiores, crea una estructura. Cf. más detalles infra, p. 63 ss.

Esa estructura es designada con el término concreto y preciso de λόγος, sólo ahora dotado de este significado de estructura opositiva de la realidad a partir de significados antiguos como ‘relación’, ‘cómputo’ en general; aunque al tiempo se usen tam­bién términos heredados como δίκη, νόμος, φύσις, άρμονίη, μέ- τρον que introducen matices especiales. Pero estos términos tie­nen significados al tiempo que más limitados, más vagos y flu­yentes, abiertos a la expresión de la diacronía incluso. Pueden al­gunos indicar el agente y sufrir hipóstasis y mitologización. En cambio, λόγος es el término técnico creado o adaptado para un significado inequívoco, preciso, aunque al lado se conserven al­gunos usos prefilosóficos. Y está lejos de la hipóstasis y la mito­logización, aunque sea concebido sustancialmente. Es la verda­dera idea nueva, creadora, de Heráclito. Porque en el nivel que hemos llamado sustancial hemos visto que hay una notable he­rencia del pasado. Hay en realidad una confusión de elementos: hay opuestos que provienen de las especulaciones cosmogónicas y, luego, de los milesios (tierra, agua, fuego, calor, frío): otros del

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mundo humano (vida, muerte), a veces con precedentes en He­siodo o en las oposiciones comunes de la lengua; otros son ha­llazgos del propio Heráclito, a veces con elementos de sorpresa o de juego de palabras para captar la atención del oyente; y hay la generalización πάντα. De otra parte, el hecho mismo de la opo­sición no es nada unitario: hay oposiciones de tipos muy diferen­tes, entre los cuales Heráclito aparentemente no distingue31.

El nivel que hemos llamado estructura] y que sólo secundaria­mente puede llamarse funcional, en cuanto el λόγος, o sus cuasi- sinónimos son presupuestos por la evolución de los contrarios, constituye, pues, ¿1 aspecto más original del pensamiento de He­ráclito, el más nuevo también, verdadero hállazgo que no produ­jo todos los frutos que de él podían esperarse porque la dicoto­mía materia/espíritu invadió toda la filosofía griéga, viniendo a interpretarse el λόγος en el segundo sentido, no obstante su coincidencia en el sistema estoico con el Fuego. Vamos a estu­diar, pues, en primer término este nivel; y dentro de él, antes que nada, el uso de la palabra λόγος. Nos ocuparemos primero de su distribución inmediata (conexiones verbales, pronominales y ad­jetivales), para tratar de obtener de aquí una primera definición del significado. Pero esta primera definición puede precisarse, en una segunda fase, con los datos aportados por el estudio del ob­jeto del λόγος en Heráclito, así como de las palabras concomi­tantes y de sus construcciones. Las conclusiones de aquí obteni­das pueden luego completarse con el estudio de los semisinóni- mos del λόγος ; pero este estudio tiene otra faceta, el de aquellas relaciones estructurales y funcionales que Heráclito no llega a in­cluir en su concepción del λόγος pero que son, por decirlo así, una ampliación natural del mismo, abierta al futuro.

Sólo una vez realizado este estudio cobra todo su sentido el del nivel que hemos llamado sustancial, centrado en el Fuego, el Uno y sus divisiones, con sus aspectos sincrónico y diacrónico, natural y humano. Añado luego algunas consideraciones sobre

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el impacto en el sistema de Heráclito de la tradición religiosa centrada en el concepto de Dios32.

Π. EL NIVEL ESTRUCTURAL:EL ΛΟΓΟΣ Y SUS CUASISINÓNIMOS

I. Distribución y significado del término λόγος

a) Distribución primaria.

Hay en primer lugar cinco tipos de conexiones verbales del término:

1. Λόγος como sujeto de έστί o en construcciones transfor­mables en una de este tipo: 1 του 8è λόγου τούδ’ έόντος (=ό λό­γος έστίν οδε, cf. p. 5); 2 to ö δε λόγου 8’ έόντο ξυνου (=ό λό­γος έστίν ξυνός); 39 ου πλείων λόγος (sc. έστί, con G. objeti­vo); 115 ψυχής έστι λόγος έαυτόν α&ξωυ (con G. subjetivo); 31 <γη> θάλασσα διαχέεται καί μετρεεται εις τόν αύτόν λόγον, όκοΐος πρόσθεν ήν; 45 οϋτω βαθυν λόγον ^χει. sc. ψυχή (=«?στι λόγος ψυχής, con G. subjetivo). El λόγος se nos aparece ya ab­solutamente, diciéndosenos simplemente que existe, ya con G. obj. o subj. (ciertas cosas tienen λόγος o hay λόγος acerca de ciertas cosas), ya con un predicado adjetival: es ξυνός ‘común’ .

2. Λόγος, como complemento de λέγω (διηγεΰμαϋ y άκούω: así debe entenderse 1 t o ö λόγου 8è τουδ’ έόντος, que seguía a las palabras iniciales de Heráclito, que se reconstruyen así:

'Ηράκλειτος Βλόσωνος Έφέσιος τάδε λέγει33; 50 ούκ έμοΟ, άλλα του λόγου άκούσαντας; 108 όκόσων λόγους ήκουσα; cf. también 1 καί πρόσθεν ή άκουσαι (sc. τόν λόγον)... όκοΐων έγώ διηγευμαι, 34 άξύνετοι ,άκούσαντες (todo el contexto implica otra vez que se refiere al λόγος) y 114 ξύν νόω λέγοντας Ισχυρί.-

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ζεσθαι χρή τώ ξυνώ πάντων (seil, τώ λόγω, cf. ρ. 61). Notemos finalmente que 39 ou πλείων λόγος implica que el λόγος es im λέγειν de algo o alguien.

El λόγος es algo que se pronuncia y que se escucha: son los únicos verbos que llevan el término como régimen. Cf., sin em­bargo, infra 5.

3. Sujeto de cosa + verbo de proceso + el λόγος como norma;1 γινομένων πάντων κατά τόνδε τόν λόγον (=πάντα γίνεται, etc.) 31 <γη> θάλασσα διαχέεται καί μετρεεται είς τόν αύτόν λόγον όκοΐος πρόσθεν ήν ή γενέσθαι γη .

Las unidades que integran el Cosmos sufren evolución, des­crita en voz media, y el mismo hombre experimenta mutaciones en presencia o de acuerdo con un determinado λόγος. Hay una clara oposición entre un ‘ser’ del λόγος y un devenir del sujeto de estos verbos: el λόγος actúa como un modelo o norma que es se­guida, no en ningún caso como un agente.

4. Sujeto de pers. + verbo de relación + λόγω en D.: 72 ω μά­λιστα διηνεκώς όμιλουσι (λόγω, aunque se excluye como de M. Antonino) τοΰτω διαφέρονται; 2 δεΐ επεσθαι τώ ξυνώ (sc. τώ λόγω); 114 Ισχυρ[£εσθαι χρή τώ ξυνώ πάντων (sc. τώ λόγω); cf. también 87 βλάξ άνθρωπος έπί παντί λόγω έπτοήσθαι φιλεί. El hombre está con el λόγος en una relación que puede ser de trato, oposición o seguimiento.

5. Λόγος como sujeto + verbo trans. + reflexivo: 115 ψυχής έστι λόγος εαυτόν αΰξων. Es la única excepción a la regla de que λόγος no lleva un verbo transitivo y es bien significativa, pues el complemento directo es el propio λόγος. La frase viene a equivaler a ό λόγος αυξεται: el λόγος se desarrolla, aumenta. Y se confirma que no es nunca un sujeto agente.

De todas maneras, las conexiones verbales no son suficientes para lograr una definición del λόγος. Pero vemos que es algo que «es», que es propio del todo o las partes del todo, que tiene relación con el hablar y el escuchar, que es un correlato del deve­nir del mundo natural y la acción humana (y un correlato exter-

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no, que sirve como objeto de referencia, cómo medida, como al­go con lo que se está de acuerdo o desacuerdo). Vemos también que no es un sujeto agente34, que en ningún modo es causa de esa evolución o esa acción ni deviene él mismo, sino que es pura per­manencia.

Las conexiones pronominales y adjetivales vienen a precisar este cuadro, haciéndonos ver que no hay un solo λόγος, sino va­rios tipos y calificando a algunos de ellos. Distinguimos cuatro grupos de distribución, superponiéndose a veces dos en una mis­ma frase:

1. Uso absoluto, con artículo: 2 t o ö Sé λόγου τοΰδ’ έόντος;50 oÜK ¿μου, άλλά του λόγου άκουσαντας. Hay un λόγος gene­ral, calificado de ‘común’; el contexto de los fragmentos indica que se dirige a todos los hombre y se refiere a la estructura total del Universo.

2. Uso no absoluto, que implica la existencia de varios λόγοι; ello se logra ya mediante la indeterminación, ya mediante los pronombres demostrativos o anafóricos: 115 ψυχής έστι λό­γος...; 45 οϋτω βαθυν λόγον έχει (el alma); 1 του 8è λόγου τουδ’ έόντος... κατά τόν λόγον τόνδε; 31 είς τόν αύτόν λόγον.

Esta distribución añade algunas precisiones. Además del λό­γος general hay un λόγος del alma, lo que implica que otros ele­mentos de la realidad pueden tener su propio λόγος. Esto lo confirma 31: se trata del λόγος relativo al cambio de la tierra en mar y viceversa, uno entre muchos existentes. En cuanto a 1, im­plica que ‘este λόγος’, el libro o la doctrina de Heráclito, es pre­cisamente ‘el λόγος’ general de que hemos hablado.

3. Pluralización y cuantificación, explícitas ya: 39 ου πλείων λόγος; 87 έπΐ παντί λόγω; 108 όκόσων λόγους ήκουσα. Los con­textos implican en estos pasajes el uso prefilosófico; palabras, re­latos que se oyen de uno o que uno oye o por los que uno se asusta. Pero no por tratarse de un uso prefilosófico escapa este tipo de λόγος de la definición provisional deducida de las cone­xiones verbales 3 y 5. Tampoco en la nominal 1; en la 2 propia­

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mente son posibles el λόγος particular de un elemento o parcela de la realidad y el λόγος-palabra o doctrina. Decíamos que en el fr. 1 Heráclito juega con el doble sentido de λόγος, precisamente.

4. Adjetivación: el λόγος general es calificado en 2, de ξυνόν ‘común’ y es fácil deducir que τω ξυνω es τω λόγω en 114 ( es al­go dicho en que todos deben apoyarse y está en conexión con el νόμος θείος, cf. p. 69); en 45 de βαθύς (οϋτω βαθυν λόγον εχει). El contexto de los frs. 2 y 114 hace ver que λόγος se refiere a to­dos los hombre y es una propiedad de todas las cosas (τω ξύνω πάντων, se habla de ‘im solo νόμος divino’). El λόγος general de que hemos hablado es de todo el Universo, está en relación con todos los hombres; el mismo adjetivo ξυνός se aplica en 80 a πό­λεμος, la oposición entre pares de unidades que es la esencia misma del λόγος, cf. los numerosos fragmentos'sobre la dificul­tad de la investigación del λόγος. Podría, pues, aplicarse perfec­tamente al λόγος general; como, inversamente, ξυνός se aplica a dos términos opuestos (103), es decir, a un λόγος particular.

Podríamos concluir y resumir diciendo que λόγος es algo que se dice y se oye: hay muchos λόγοι. Pero hay un λόγος propio del todo y que se refiere a todos los hombres; y hay otros λόγοι propios de parcelas del todo, se refieren también a todos los hombres. Pero ahora se trata de algo que es dicho —por Herácli­to y, veremos, por el sabio en general— y que al propio tiempo tiene una entidad autónoma, existe como correlato del devenir y de la conducta humana, les sirve como modelo o norma o medi­da. Ya hablamos al comienzo de este doble sentido, normal des­de el punto de vista del mundo ideológico de la Grecia arcaica. Pero que para la palabra λόγος es un desarrollo nuevo, tal vez calcado, como se ha propuesto, del Ιερός λόγος de ciertos cul­tos, que es revelación de la realidad profunda —como realidad profunda, escondida, es el λόγος—. En todo caso, lo notable es que el λόγος no ha avanzado por el camino de la hipóstasis ni de la mitificación, como es normal para tantos términos y concep­tos del pensamiento arcaico: pueden verse a este respecto mis

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dos trabajos arriba citados sobre Safo y Platón. El £ρος ‘amor’, no es sólo algo que tiene la poetisa, sino también algo que la tie­ne, que actúa con violencia sobre ella, que está en trance de con­vertirse en dios. El Bien platónico es también activo, favorece el crecimiento del mundo moral como el Sol el del mundo físico, tiene rasgos que lo hacen aproximarse a dios. Así ocurrió con el λόγος entre los estoicos35. Pero no en Heráclito: no es ni una Mente universal ni siquiera una Ley universal o una Ley de pen­samiento.

Por otra parte, tampoco es algo, que devenga: su verbo carac­terístico es «ser», al lado de los verbos de devenir o de acción pa­ra los sujetos naturales o humanos. Lo característico de él es la existencia: sólo en un fragmento se nos dice que el λόγος del al­ma ‘se acrece’, sin duda al desarrollarse el hombre: es un caso particular.

Lo que no hemos dicho todavía es lo que el λόγος es: aunque su correlación con el devenir y la conducta, su carácter común y recóndito, su misma permanencia como propiedad del Cosmos o de sus partes y, al tiempo, su conexión con la idea de explica­ción o exposición (palabra y pensamiento a la vez), llevan a la conclusión de que se trata de algo característico del mundo y sus componentes, de una verdad que los explica y que está presente en sus mutaciones, que se conforman a ella: una esencia o última realidad concebida, eso sí, corpóreamente, pero no única, pues el mundo cósmico y el humano están al lado.

b) Derivación y distribución secundaria.

Si el λόγος de Heráclito es «el λόγος» se deduce que éste es la doctrina del filósofo. La verdadera realidad expresada por la pa­labra λόγος será, entonces, lo que aquél concibe como tal.

Sin embargo, conviene introducir una distinción entre el uso de λόγος referido a la totalidad de la doctrina de Heráclito y el

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uso referido a una parte de ella. Porque, lo hemos dicho, hay un dualismo que opone al λόγος a una segunda realidad, cósmica y humana.

La distribución secundaria de la palabra puede dar luces so­bre esto y ayudamos, al propio tiempo, a precisar el concepto de λόγος. Me refiero con esto a la distribución que rebasa las rela­ciones de nombre-vèrbo y nombre-adjetivo (artículo, pronom­bre) estudiadas en el apartado anterior. Encontramos una serie de oposiciones al término, de explicaciones sobre el comporta­miento de los que siguen el λόγος, de calificaciones de éstos y de los que no lo siguen, etc., que añaden luz a lo dicho en las pági­nas anteriores. Y ello en relación tanto con el λόγος general co­mo con los λόγοι particulares: en cuanto esencias o estructuras corpóreas, prescindiendo ahora de su carácter de explicaciones, doctrinas.

Por otra parte, tiene también interés el estudio de un derivado de la palabra λόγος. Concretamente, el verbo όμολογέω nos per­mite lograr una definición del λόγος general mediante una ora­ción de infinitivo.

En 50 του λόγου άκουσαντας δμολογειν σοφόν έστιν 'èv πάντα elvai resulta claro36 que se dice que los que escuchan al λόγος deben ‘decir con él’ o ‘coincidir con el λόγος en que’: hay una recreación etimológica. Pues bien, lo que el λόγος dice y lo que dicen los que le escuchan es que todo es uno. El λόγος dice que todo es uno y, por tanto, consiste en el hecho de que todo es uno. Es la fórmula general del mundo: hay unidades, elementos cuyo conjunto es la unidad o que son todos iguales; Heráclito usa las dos maneras de hablar en relación con el tema de la uni­dad de los opuestos. Es una nueva vía, complementaria de la que se apoya en una αρχή, para establecer la unidad del mundo: ésta consiste simplemente en que los elementos que lo componen son en definitiva una unidad.

El factor de exposición o discurso del λόγος está muy presen­te aún, de todas formas, en este fragmento, que es muy útilmente

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completado por 51. Los hombres que no comprenden la doctri­na anterior, nos dice Heráclito, no saben que διαφερόμενον έαυτω συμφέρεται· παλίντονος άρμουίη δκωσπερ τόξου καί λύρης «que lo apartado coincide: unión de tensiones contrarias, como la del arco o la lira»37. Resulta claro que la coincidencia o unidad entre todo par de unidades divergentes es λόγος; άρμο- νίη es, por tanto, un sinónimo para indicar la unión entre estos pares opuestos. El λόγος no es sólo la doctrina de la unidad de todas las cosas, sino también esa misma unión entre ellas.

O sea, queda confirmado el doble carácter de doctrina y «co­sa» del λόγος: en este último sentido es ya la conexión entre to­dos los componentes del Cosmos ya entre pares de opuestos, pa­ra lo que se emplea también el término άρμονί,η (y σύλλαψις).

Evidentemente, aunque la doctrina de Heráclito rebasa la doctrina del λόγος, ésta es la más nueva en él, su verdadera aportación: de ahí que la doctrina de Heráclito sea, por antono­masia, la doctrina del λόγος y la palabra signifique al tiempo el λόγος real del Cosmos.

Todo esto es explicado, en realidad, directamente por Herá­clito en el fragmento 1: «Siendo el λόγος este (e. d., el de mi li­bro), los hombres se comportan constantemente como ignoran­tes, antes de oírlo y una vez que lo han oído; pues sucediendo to­do (neutraliza la oposición entre lo cósmico y lo humano) de acuerdo con este λόγος, se comportan cual inexpertos cuando experimentan palabras y acciones tales como las que yo expongo dividiendo cada cosa conforme a naturaleza y explicando cómo es; mientras que a los demás hombres se les escapa lo que hacen despiertos como lo que olvidan dormidos». Aquí las palabras clave έγώ διηγεύμαι κατά φύσιν διαιρέων έκαστον καί φράζων δκως implican que el λόγος de Heráclito, que responde al verdadero, consiste en dividir conforme a naturaleza todos los componentes del mundo y explicar cómo son. El λόγος consiste en la estructura y la explicación de esa estructura: el ser de una cosa es el conjunto de sus partes, el conocimiento de la misma

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consiste en reconocer esa estructura. Λόγος es estructura opositi- va del mundo, concebida al tiempo como algo que dice el filóso­fo y algo que habla a los hombre; pero que éstos con frecuencia no comprenden. La naturaleza, la φύσις del mundo consiste, así, en estar fragmentado o dividido de una determinada manera; el λόγος explicita esta división, añade la idea de explicación, de verdad. De ahí que la φύσις guste de ocultarse (123), que el λό­γος del alma sea profundo y no se puedan encontrar sus πείρα- τα, sus límites o conexiones con otras entidades opuestas (45); de ahí la continua insistencia en la dificultad de la búsqueda de la verdad.

Estas explicaciones de Heráclito en los frs. 51 (suplementado por 50) y 1, dadas mediante una oración de infinitivo o lo que equivale a una oposición, hallan todavía útil complemento en la distribución secundaria consistente en perseguir a través de sus fragmentos dos series de términos estrechamente asociados con el λόγος: de un lado, las calificaciones de los que aceptan el λό­γος y las de los que no lo aceptan, los verbos de entendimiento y lengua y sustantivos de ellos derivados aplicados a unos y otros; de otro, los adjetivos que se atribuyen al mismo λόγος-exposi­ción y al λόγος-realidad.

Ya el fr. 1 es bien explícito respecto a los que reciben y no re­ciben el λόγος: en principio, Heráclito y los «otros», respectiva­mente; estos últimos se comportan (γίνονται, frente a la esencia- lidad del λόγου) como άξύνετοι ‘ignorantes’ ‘que no compren­den’, como άπείροισιν ‘inexpertos’, ευδοντες ‘dormidos’. Las cosas les pasan inadvertidas (λανθάνει) mientras que el verbo propio del que conoce el λόγος es ‘explicar’ (διηγεΰμαί, φρά£ων).

Yendo de fragmento en fragmento es fácil alargar las listas de los adjetivos, de los verbos y de los abstractos atribuidos a las dos clases de personas; alguna vez, los propios de los conocedo­res del λόγος se atribuyen a Dios (78 γνώμας) o al Uno (32 σο­φόν): en el primer caso, siguiendo una vía tradicional, en el se-

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gundo, por asimilación de las ideas de sabiduría y unidad. Sobre esto volveremos.

El procedimiento es sencillo y tal vez sea suficiente con alguna ejemplificación. Si en 1 los άξύι^τοι son los que no ‘escuchan’ al λόγος, esto nos recuerda inmediatamente 34 y nos suministra un nuevo calificativo de los mismo, ‘sordos’ (άξύι^τοι άκούσαντες κωφοισιν έοίκασιν). La metáfora de los dormidos y los despier­tos nos lleva automáticamente a otro fragmento, el 89, que opo­ne el mundo ‘uno y común’ Çém καί κοινόν) de los ‘despiertos’ (τοις έγρηγορόσιν) al particular de los dormidos (των κοιμω- μένων). A partir de estos adjetivos estamos llegando, pues, a una nueva definición del mundo del λόγος, es decir, del λόγος. Pero puede darse que no encontremos el adjetivo referido a los cono­cedores (o ignorantes) del λόγος, sino su actividad o bien una sustantivización de una cualidad propia de los mismos. Esto es lo que ocurre con σοφός. Así en la definición del λόγος en 50, vista arriba, se nos indica que el aceptarlo es σοφόν; y en otros fragmentos se nos dice (108) que la sabiduría (τό σοφόν) está se­parada de todo, o sea, se opone a la ignorancia del común de los hombres, y (41) que hay una sola sabiduría (ev σοφόν) referida sin duda al λόγος porque se habla a continuación de γνώμην (cf. infrn) y de πάντα, pero difícil de definir porque el pasaje está co­rrompido. Esta única sabiduría se opone a la πολυμαθίη de Pitá­goras y otros (40, 129), a la σοφίη aparencial de Homero (56). Pero hay la verdadera σοφίη definida en 112 como decir la ver­dad (άληθέα) y obrar entendiendo (se. el λόγος) conforme a na­turaleza: todo un conjunto de términos pertenecientes a la filoso­fía del λόγος.

Sin entrar más en el detalle, tenemos el νόος y φρήν de los sa­bios, opuesto a la falta de los mismos en los que escuchan a los aedos (104 cf. también 40 y 114); tenemos los verbos característi­cos de los que ‘conocen’, es decir, saben de la unidad de todas las cosas, de su λόγος común. Así φρονέαν, calificado de ξυνόν en 113, negado a los πολλοί en 17 igual que el γινώσκειν, referido

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en 80 al carácter ξύνον del πόλεμος, negado a Hesíodo en 57 por ignorar la unidad del día y la noche, cf. también 23 y 104. Así εΐ- δέναί en 80 (carácter ξυνόν del πόλεμος), 57 negado a He­síodo, por su distinción del día y la noche). Así varios verbos de ‘decir’, ya citados. Pero es sobre todo γινώσκω el verbo emplea­do, comúnmente en oposición a μανθάνω, para expresar el ver­dadero conocimiento de la unidad de todo, según ha estudiado Giuseppe Nenci38. Se asocia en este sentido a φρονέω en 17; en 86 se refiere al conocimiento de lo que Plutarco califica de των θείων; en 22 se niega a los que ignoran al filósofo —y, por tanto, no admiten el λόγος—; en 57 a Hesíodo (igual que είδέναι) que desconoce la unidad del día y la noche; en 108 a los que ignoran el carácter aparte de la sabiduría; cf. también 5. Naturalmente, términos como φρόι/ησις, σοφίη y γνώμη se usan en el mismo sentido. Precisamente en 2 se habla de ‘la φρόνησις particular’ de los ignorantes del λόγος, por oposición al carácter común de éste; en 129, paralelamente, hay una εαυτού σοφίην ‘sabiduría particular’ de Pitágoras. En 41 y 78 se habla de γνώμη, γνώμας referido al conocimiento ‘único’ y al de Dios, opuesto al de los hombres.

En esta relación, que no es completa, ha podido verse que los términos (adjetivos, verbos, abstractos) referidos al conocedor del λόγος, explícita o implícitamente, no sólo se entrecruzan en­tre sí, sino también con la otra serie a la aludíamos más arriba: la de los adjetivos que califican al λόγος. Ya hemos visto que en es­te caso se encuentra explícitamente ξυνός ‘común’, cf. p. 51; pe­ro conviene añadir ahora que hay que tomar en consideración igualmente a είς ‘uno, el mismo’, que figura en distribuciones paralelas a otras de ξυνός en que λόγος no es explícito, pero sí implícito. Estas relaciones cruzadas se complementan todavía con otra: la calificación implícita del ξυνός con un adjetivo pro­pio de los conocedores del mismo, de donde su sustitución por σοφίη, φρόνησις, άληθέα.

Así se descubre un tejido perfectamente coherente.

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Repasemos primero lo relativo a ξυνός y su sinónimo κοινός. Hemos visto que en 2 se habla de τοΟ λόγου δ’ ¿όντος ξυνού: a la comunidad y al ser del λόγος se oponen el ‘vivir’ y la Ιδίαν φρόνησιν de los πολλοί, es decir, son varias las doctrinas y varios sus exponentes pese a haber un solo λόγος, común a todos. He­ráclito da, en cierto modo, un salto, arrastrado por su gusto de las oposiciones: hay un elemento común a todas las cosas, un λό­γος o relación; pero resulta un tanto artificial deducir de ahí que su comprensión es propia de uno solo (Heráclito o Dios o τό σο­φόν) mientras que «los muchos» tienen teorías múltiples. Para él, sin embargo, se trata de dos aspectos de lo mismo; y ello no opta a una trascendencia general del λόγος a escala humana. Los λό­γοι de los diversos hombres son en realidad falsos, éstos sólo viven ‘como si tuvieran’ una idea propia (cf. 17 έωυτοΐσι δέ δοκέουσι).

De una manera semejante, en 28 πόλεμος, la tensión u oposi­ción entre las cosas, manifestación particular del λόγος en cada pareja de opuestos, se dice otra vez que es ξυνός; en cambio de todas las cosas, expresión que subsume el conjunto de los opues­tos, se dice que devienen (γινόμενα πάντα). Y en 103 se califica de ξυνόν el comienzo y fin en una circunferencia: se trata ahora ya claramente de comunidad entre dos opuestos. Estos dos frag­mentos insisten en la calificación de un λόγος. El 114 es más in­teresante, aunque tampoco mencione explícitamente al λόγος, al que ya hemos visto (p. 14) que se refiere. Aquí τό ξυνόν se sus- tantiviza y equivale al λόγος; se asocia al νόος (ξυν νόω λέγον­τας Ισχυρίζεσθαι χρή τώ ξυνώ πάντων), se opone a πάντων y se pasa a considerarlo bajo el aspecto de un νόμος calificado de ‘uno’ (ενός). Indirectamente, el λόγος es calificado de ‘uno’, más o menos sinónimo de ξυνός. Y en 89 ocurre lo mismo otra vez, el κόσμος, es decir, el mundo en cuanto provisto de λόγος, es 'ένα καί κοινόν ‘uno y común’.

Que etc se refiere al λόγος, aunque sea notable que no se lle­gue a aplicar a la palabra, no parece cuestionable; el mismo he­cho de que sólo Heráclito o Dios o τό σοφόν sean capaces de

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elucidar el primero, mientras que «los muchos» fracasan en la empresa, habla en este mismo sentido. Pero ello no implica una sinonimia absoluta de ξυνός y ele. Lo primero se dice de dos unidades o elementos en cuanto forman un conjunto; se dice también del λόγος en general, es decir, del hecho de que todas las unidades o elementos de la realidad tienen comunidad (de donde τό ξυνόν = ό λόγος) y de que esta verdad lo es para todos los hombres; se dice de la tensión o guerra entre los opuestos, en cuanto hecho general, ξυνόν; y también del mundo sometido al λόγος, en cuanto dotado de comunidad entre los elementos y verdad para todos los hombres. Esto lo hace bien claro el fr. 113, que asocia el concepto de ξυνόν al de φρονεΐν y al de ‘todos’ (ξιτ vóv έστι πάσι τό φρονβϊν), en contradicción, si bien sólo apa­rente, con la constante queja sobre la incomprensión de los mu­chos. En cuanto a εΐς, es pronto para definirlo todavía, pues a partir de su aplicación al λόγος, que hemos deducido de su co­munidad con ξυνός, en 89 y 114, hay que estudiar aún los otros fragmentos en que también se refiere en algún modo al λόγος, pero sin la presencia de ξυνός. De todos modos, los dos frag­mentos citados nos dicen que el νόμος y el Cosmos son uno solo. Una norma común a todas las cosas, un mundo con comunidad entre todos sus elementos, son evidentemente «uno solo». Es una consecuencia lógica: pero es ya decir una cosa diferente. Son dos matices decir que dos cosas tienen comunidad y decir que son una misma; con referencia a la totalidad de los elementos, decir que forman un todo único. Esta idea de la unicidad se aplica también (opuesta a πολλοί) al conocedor del λόγος. Es tan pri­mordial como el propio λόγος y sólo secundariamente se aplica a él: procede del nivel sustancial, no del estructural, pero se apli­ca al primero como, inversamente, los adjetivos propios del λό­γος se aplican al segundo (el Uno es σοφόν 84, el Rayo es φρόνι­μον39). Nótese que, después de todo, etç no se aplica estricta­mente al término λόγος, sino sólo a otros emparentados con él, νόμος y κόσμος.

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Podemos ahora aprovechar los diversos usos del adjetivo etc para profundizar en el impacto de la idea de la unidad en el pen­samiento de Heráclito; podemos, al propio tiempo, estudiar los términos opuestos a él. Y podemos concluir atendiendo a los usos sustantivados, ahora ya, no sólo de los calificativos del λό­γος, sino también de los conocedores del mismo.

Del mismo modo que la totalidad de las unidades del Cosmos y el λόγος que las relaciona son algo ξυνόν e igualmente un par de unidades opuestas, Heráclito, con un punto de vista ligera­mente diferente, emplea el adjetivo etç. El camino derecho y el torcido son uno y el mismo (59); el que sube y el que baja, igual­mente (60); la naturaleza de todos los días es una sola (106); la misma sabiduría (τό σοφόν), que al sustantivar im adjetivo del conocedor de λόγος, viene a equivaler al conocimiento de éste, es una sola (41). En cambio, se critica con el adjetivo ίδιος la Ι­δίαν φρόνησιν de los que no se dan cuenta de que el λόγος es co­mún (2), se refugian en Ιδιον los «dormidos» que no saben que el mundo es uno y común (89), se critica también la έωυτοϋ σοφίην ‘sabiduría particular5 de Pitágoras (129); siempre en oposición al conocimiento absoluto, el conocimiento del λόγος, que es unita­rio, no πολυμαθί,η.

Al nivel de todo y al de los pares de componentes, la idea de la unidad alterna con la de la comunidad: el λόγος comprende la una y la otra. Pero la de la unidad, además de esta diferencia, tie­ne una esfera de empleo más amplia, según hemos anticipado. Por una paradoja a la que hemos hecho referencia, Heráclito atribuye aquí y allá el conocimiento del λόγος a un individuo destacado que se opone a los πολλοί o los otros hombres; ambos términos se asocian así a las dos series, a su vez asociadas con el λόγος y el desconocimiento del λόγος. Puede faltar el λόγος ex­plícito, así en 2 (los muchos viven como si tuvieran una ciencia particular, aunque el λόγος es común), en 1 («yo» se opone im­plícitamente a los otros hombres), en 43. Puede haber una am­pliación de la oposición y referirse a la preferencia por el indivi-

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duo excelente frente a los muchos (cf. 29, 33,49, 104, a veces en forma implícita).

Más aún y sobre todo: es frecuente el uso sustantivado de '¿v (10, 32, 41, 50, 57), opuesto explícita o implícitamente a πάντα, ¿παντα. Pero así como la sustantivación de ξυνός nos da un equivalente del λόγος (‘lo común’ es el λόγος por antonomasia) e igual la de άληθής (112), en cambio el Uno no es el λόγος, pese a que el λόγος sea uno (a decir verdad, sólo se deduce esto implí­citamente, tal vez Heráclito no haya llegado a formularlo). La distribución es diferente como es diferente el juego de oposicio­nes y los términos subordinados. Llegamos a la misma conclu­sión anticipada, que se confirmará al estudiar £v: nos hallamos ante otro plano, por más que cada uno de ellos o los adjetivos que les son propios sirvan para calificarse recíprocamente.

Podemos, con esto, añadir algunas precisiones a la definición del λόγος dada a continuación del estudio de la distribución pri­maria del término (cf. p. 48ss.). La verdadera y oculta realidad del todo está en el hecho de su unidad; unidad total lograda a través de la unidad parcial de una serie de pares de opuestos. Pe­ro el término «unidad» es más bien secundario respecto al otro de «comunidad»: procede de que la estructura de relaciones que une los distintos elementos de la realidad es unitaria y única, su conocimiento es la única ciencia digna de este nombre, un único hombre que la conozca es superior a todos los demás. La idea propiamente estructural de la comunidad que surge de la rela­ción entre los opuestos, tiende a borrarse ante la idea de la uni­dad a que se llega en definitiva y que procede de la antigua idea milesia de la unidad profunda de toda realidad.

Lo que ha hecho Heráclito es no contentarse con la unidad de lo real en cuanto sustancial: junto a esa sustancia existe una es­tructura. Sin las relaciones jerarquizadas que ésta implica, no hay Cosmos. La verdadera sabiduría, el verdadero conocimien­to, es conocer esa estructura; la cual, por su parte, es modelo del devenir del sustrato sustancial, definido ya como Fuego, ya co-

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mo Uno. Pero es éste el que deviene, aunque al ajustarse al λό­γος sea calificado de sabio (σοφόν, φρόνιμον, cf. p. 75). Lo cual no obsta para que la estructura tenga una existencia en cierto modo corpórea, comparable a la del nivel sustancial; aunque nunca se pierda de vista que es una estructura que explica, da noticia de la verdadera realidad. Es por ello, insistimos, el funda­mento del pensamiento del filósofo, su verdadera explicación del mundo en cuando descripción; indirectamente, explica también el cambio. Sobre esto volveremos.

El λόγος de Heráclito es en un cierto sentido su doctrina, pe­ro en otro más estricto su doctrina de la estructura opositiva de la realidad, que culmina en la unidad, así como esa misma es­tructura. Esta tiene varios niveles, como los tienen la comunidad y la unidad. A ella se atribuye la idea de λόγος, con rotura con los milesios, que veían la φύσις en la άρχή. Pero no tiene com­ponentes: éstos, los opuestos, pertenecen al nivel sustancial; sólo sus relaciones pertenecen al estructural o del λόγος.

2. Los cuasisinónimosdel λόγος.

Hay una serie de palabras cuya área de uso coincide parcial­mente con la de λόγος, aunque incluso cuando se hallan en idén­ticas distribuciones introducen un matiz diferencial, que nos es útil para caracterizar mejor el λόγος. Pero la zona de no coinci­dencia es también interesante: nos muestra algo que Heráclito no quiso o no llegó a calificar de λόγος, aunque esté próximo a él. Por otra parte, la terminología de las relaciones estructurales aporta también datos a nuestro conocimiento.

Algunos semisinónimos los hemos visto ya. Aparte de que la sabiduría se refiere al conocimiento del λόγος, lo común y lo verdadero son prácticamente el λόγος: es un modo de destacar estos aspectos de él. También hemos visto que φύσις, naturaleza o verdadera constitución, viene a equivaler a λόγος: le da el ma­

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tiz de esencia profunda, aunque no lleva explícitas las notas de la estructura y el conocimiento, propias del λόγος. Y hemos aludi­do a la άρμονίη de tensiones opuestas, como la del arco y la lira (51), que viene a equivaler a un λόγος parcial, a la relación entre dos opuestos: aquí la ‘conexión’ (incluso ‘clavija’) indica lo mis­mo que otras veces se ve como oposición. El fr. 54, que dice que la άρμονίη oculta es más excelente que la visible nos lleva, efecti­vamente, al carácter oculto o profundo de la φύσις y del λόγος: adjetivo éste de ’excelente’ que todo nos lleva a situar, dentro de la tradición griega, en las proximidades del de ‘sabio’ y demás términos de conocimiento relacionados con el λόγος.

Veamos ahora dos grupos de cuasisinónimos, el primero de los cuales permanece sensiblemente dentro de los límites del λό­γος, mientras que el segundo los rebasa ampliamente.

^Μέτρον, Ιρις.

Μέτρον aparece en dos fragmentos, el 94 y el 30, ambos rela­tivos al movimiento, que incluye el cambio físico: pero hay apro­ximadamente igual distribución a la de λόγος a este respecto. El 94 "Ηλιος γάρ οΰχ ΰπερβήσεται μέτρα, el δέ μή, Έρινίκς μιν Δίκης επίκουροι έξ^υρήσουσι implica sin duda una previa afir­mación de existencia del μέτρον; el Sol ?xei μέτρα, lo que es una transformación de μέτρον έστι ' Ηλίου (cf. p. 64). Al frag­mento se le han buscado varias interpretaciones, dando a μέτρον un valor ya temporal, ya espacial ‘órbita’, valores que induda­blemente tiene, pero sin duda como parte de uno más general40. El Sol tiene su medida: esto no sólo se deduce de la comparación con la medida del Fuego en su evolución, de la que vamos a ha­blar inmediatamente a propósito del fr. 30, sino del hecho mis­mo de que para Heráclito el Sol nace cada día (fr. 6), alimentán­dose del elemento húmedo en el que, sin duda, se disuelve. Es lo mismo que se deduce del fr. 31 sobre el intercambio entre el Fue-

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go y el Mar. Por otra parte, nótese que el que deviene es el Sol, no es un agente la medida, que es simplemente seguida o respeta­da, como el λόγος. Y que cuando hay un castigo, éste tampoco es atribuido a la medida como agente, sino a un factor mitologi- zado, ‘las Erinis servidoras de Dike’, sin duda con eco de Anaxi­mandro 1 cuando dice que los elementos nacidos del απεριου, su άρχή, se dan δίκη o castigan unos a otros cuando cometen άδι- κιη. La inserción de Dike en todo el proceso nos lleva otra vez a la esfera del λόγος, según veremos. Pero insistimos en que aquí el μέτρου «es» y constituye un modelo o norma en el devenir del Sol, que prácticamente es una manifestación del Fuego, esto es, del nivel sustancial.

Ese μέτρου implica una relación entre dos elementos: en nuestro caso, el Sol y lo Húmedo. A ello se refiere sin duda tam­bién el fr. 30, donde se nos describe el Fuego, sustrato del Cos­mos: πυρ άείζωου, άπτόμευου μέτρα καί άποσβευυύμευου μέ­τρα. Aquí tenemos la distribución 3 de p. 49, con la diferencia de usarse un acusativo de relación en vez de con κατά: el Fuego se apaga (y, sin duda, se convierte en mar y luego en otros elemen­tos, conforme al fr. 31) y luego vuelve a crearse a partir otra vez del mar, al cual revierten previamente los otros elementos41. En definitiva, hay un μέτρου entre el Fuego y el Mar y la evolución del primero transcurre de acuerdo con ese μέτρου.

Esto es confirmado todavía por lo que sigue, relativo al cam­bio recíproco entre Tierra y Mar: <γη> θάλασσα διαχέεται, καί μετρέεται είς τόυ αύτόυ λόγου όκοΕος πρόσθευ ήυ ή γευέσθαι γη. Hay, «es», un λόγος entre ambos elementos; el intercambio entre ambos se realiza de acuerdo con él. Διαχέεται καί μετρέε- ται είς τόυ αύτόυ λόγου viene a equivaler a διαχέεται είς τόυ αύτόυ μέτρου.

Vemos, pues, que μέτρου no es un principio activo, sino que, igual que λόγος, se refiere a una relación entre dos elementos, la cual es tenida presente en el momento de la evolución. Pero aña­de un matiz importante a esta relación: en vez de aludir a su as-

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pecto de explicación denota la idea de la medida. Dos elementos no sólo están opuestos en el sentido de que hay entre ellos una comunidad o unidad que se traduce diacrónicamente en un cam­bio recíproco. Nosotros nos inclinaríamos a comprender esta medida como relación entre pesos, pero la concepción de Herá­clito es probablemente corpórea, espacial. Cuando piensa sin­crónicamente sobre los opuestos, encuentra que hay entre ellos una άρμονίη ‘conexión’ ‘engarce’ ’clavija’; o bien un ’límite’, ex­presado con varias palabras: τέρματα (120), πείρατα (45), πέ­ρας (opuesto a άρχή, 103). Esto implica una extensión o volu­men de los opuestos, que es respetada en el cambio: la diferencia entre los volúmenes, diferentes, de A y B se mantiene estable, és­ta es su «medida». Es una concepción, como se ve, más precisa que la que indica la simple comunidad y oposición, que es el ver­dadero hallazgo de Heráclito, coordinado con este otro punto de vista, procedente de una reflexión diferente sobre la evolución de la άρχή. A su vez, la concepción de los opuestos como unidad ya hemos dicho que es todavía otro giro distinto, procedente de una tercera vía: del pensamiento de la άρχή.

Έρις y πόλεμος son, por su parte, designaciones de la oposi­ción basadas en una concepción antropocéntrica.’'Epiç se cita en 80 dos veces: una para decir que £ρις es δίκη ( es decir, λόγος, cf. mfra)\ otra para afirmar que todo transcurre de acuerdo con epiç y χρεών. Otra vez tenemos el doble empleo: la £ρις «es»; el nivel sustancial deviene conforme a £ρις. Se añade χρεών, proce­dente de una concepción, en sus orígenes religiosa, que luego ha de tener gran éxito en Demócrito. En definitiva: nos hallamos ante un nuevo sinónimo del λόγος, a un nivel particular: y lo que aporta es una concepción humanizada de la oposición de los ele­mentos. Pero ëpiç aún no se ha convertido en un agente ni se ha mitologizado, como en Hesíodo y luego en Empédocles.

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b) Πόλεμος, Δίκη, Νόμος.

Esta segunda serie de cuasisinónimos nos lleva a un terreno parcialmente distinto: en parte mantienen las mismas distribu­ciones y, por tanto, los mismo significados, pero en parte tienen otras radicalmente diferentes, propias del agente. Con ello es concomitante un elemento de mitologización; también es nota­ble que todas estas palabras procedan de un nivel antropológico (como ya £ρις), sea que se usen en él o en el cósmico o en forma indistinta. Por primera vez se llega a un significado no atribuido a λόγος: hay un arranque en la concepción del λόγος, solamente.

Veamos, primeramente, las distribuciones paralelas a las de λόγος y a las de μέτρον y ë ρις.

En el mismo fr. 80, citado a propósito de £ρις, se nos dice que πόλεμος es ξυνός: se trata, ya lo hemos dicho, del principio de la oposición entre los contrarios, esto es, de lo que hemos califica­do de λόγος particular, un sinónimo de ?ρις. Como este térmi­no, πόλεμος procede de la esfera humana, aunque el devenir de ’todas las cosas’ de que habla el fragmento hay que entenderlo como de carácter cósmico o general.

El mismo fragmento establece que ‘£ρις es δίκη’: es decir, δίκη es un género en que hay que incluir £ρις. Por tanto, si ?ρις es un ‘λόγος particular’, δίκη es el ‘λόγος general’ de que hemos hablado. El matiz diferencial entre λόγος y <!ρις es, evidente­mente, que el segundo término asimila la relación entre las uni­dades (el λόγος) a las relaciones humanas calificadas de δίκη. En vez del carácter explicativo del λόγος tenemos aquí una estructu­ra opositiva calificada de justa, esto es, de algo de acuerdo con una normalidad que es y debe ser42. Pero se trata de una justicia general, aparte de las convenciones de una determinada socie­dad: esto se demuestra por el fr. 102, que nos dice que para Dios todas las cosas son justas mientras que los hombres distinguen entre lo justo y lo injusto. Para Dios, que también en otros frag­mentos es el único conocedor del λόγος, todo es justo: la existencia

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de los opuestos es necesaria para el orden del mundo, por más que los hombres pueden valorar negativamente uno u otro término.

Junto a estas distribuciones hay otras, ya lo hemos dicho, en que los cuasisinónimos del λόγος, hipostasiados y en parte mito- logizados, desempeñan el papel del agente de la evolución: deri­vación en cierto modo esperable a partir de los usos de λόγος y demás como ‘modelo’ ‘norma’, pero que choca con el postulado básico de que la evolución es un devenir espontáneo del sustrato sustancial. Y que, sin embargo, en un momento dado ampliará en el mismo sentido el significado del término λόγος.

Lo que hace Heráclito, en realidad, no es otra cosa que tomar prestadas algunas hipóstasis de Homero o Hesíodo y engarzarlas con su concepción de un devenir cósmico sometido a regla, sólo que convirtiendo, con ayuda de esos préstamos, la regla en un agente, como hemos dicho. O, si se quiere, en una Ley cósmica y humana al propio tiempo, lo que no es el λόγος hasta fecha muy posterior a Heráclito.

El fr. 53, pese a la apariencia, presenta una distribución de πό­λεμος distinta de las que venimos considerando. Aquí πόλεμος πάντων μέν πατήρ έστι equivale en realidad, transformado, a πόλεμος τίχτει πάντα: es decir, hay ima construcción de sujeto + verbo transitivo + compl. del nivel sustancial. La continuación hace esto absolutamente claro: καί τούς μέν θεούς έδειξε, τούς 8è άνθρωπους, etc.

Dos cosas hay que observar respecto a este fragmento. Una, que se refiere al mundo humano, cosa por lo demás esperable en πόλεμος, pero el πάντων puede interpretarse también como re­ferente al cósmico. Otra, que la frase πάντων μέν πατήρ έστι, πάντων 6è βασιλεύς está calcada sobre el verso homérico fre­cuente, referido a Zeus, que le llama πατήρ άνδρών τε θεών τε, cosa que sin duda tuvo en cuenta Crisipo43 al decir que Heráclito identifica a πόλεμος con Zeus. Sin que esto sea cierto en absolu­to, es claro que πόλεμος está personificado y semideificado, co­mo es normal en las hipóstasis arcaicas.

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Lo mismo puede decirse para Dike en los frs. 28 b y 94. En el primero hay la misma construcción sujeto + verbo trans. + compl.: Δίκη καταλήψεταί ψευδών τέκτονας; no sabemos a qué se refiere exactamente, aunque es dudoso que a un castigo tras la muerte, como quieren lo estoicos y Clemente. En todo caso, de­be tratarse de una vindicación del orden cósmico alterado, como en 94: si el Sol no respeta sus μέτρα, Έρινύες μιν Δίκης έπίκου- ροι έξευρήσουσιν. No es Dike, como en Hesíodo y en el frag­mento anterior la que ejercita el castigo, sino las Erinis, sus auxi­liares: para el caso es lo mismo. Lo notable es que en el fragmen­to en cuestión la actividad es del Sol, aunque conforme a μέ- τρον; pero cuando esperaríamos que el μέτρον violado actuara, no es así, sino que interviene Δίκη. El orden del mundo es justo, sabemos; y esa Justicia es la que lo favorece, no un Orden (λό­γος, μέτρον) hipostasiado. La mitologización, por otra parte, es evidente.

Hay que hacer notar que, como ocurre con λόγος, se mantie­nen usos triviales de δίκη(23), δίκαιος (102) y πόλεμος (67).

Finalmente, vamos a referirnos a νόμος. Este término aparece en el uso agentivo y es calificado de uno y de divino en un frag­mento ya estudiado por nosotros, el 114. Lo copiamos íntegro, pues es de difícil interpretación:

ξύν νόω λέγοντας Ισχυρί£εσθαι χρή τω ξυνω πάντων, δκωσπερ νόμω πόλις καί πολύ Ισχυροτέρως· τρέφονται γάρ πάντες οΐ άνθρωπειοι νόμοι υπό ένός του θείου- κρατεί γάρ τοσοΟτον όκόσον έ θέλει καί έξαρκεϋ πασι καί περιγίνεται-

Según muestra interpretación ya presentada, que por lo de­más responde a la opinión general, el fragmento comienza di­ciendo que hay que exponer y seguir el λόγος, ‘lo común a todas las cosas’. La mención del νόμος de la ciudad es sólo una com­paración; y al decirse a continuación que hay que seguir el λόγος mucho más que el νόμος de la ciudad «porque todos los νόμοι humanos se alimentan del divino, que es único», se identifica en cierto modo el λόγος con este νόμος divino. Pero sólo en cierto

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modo: pues precisamente la razón de que el λόγος sea sustituido por el νόμος divino es que el término λόγος jamás tiene una dis­tribución de agente. Sí la tiene aquí el νόμος (transformada en transitiva la oración es ό θειος νόμος τρέφει πάντας τούς άνθρωπείους νόμους), Y se distingue además no sólo por la cali­ficación de ‘uno’, nunca expresamente atribuida al λόγος (cf. p. 61), sino, sobre todo, por la de ‘divino’, que hace coincidir al νό­μος con los usos hipostasiados de πόλεμος y δίκη. Por otra par­te, la hipóstasis del 5 tiene un conocido paralelo en Píndaro, fr. 169 (νόμος ό πάντων βασιλεύς, comparable también con el fr. 53 de Heráclito). Por ello, hay que rechazar la interpretación de que en nuestro pasaje el νόμος es el equivalente del λόγος y, así, éste es calificado de divino. Al contrario: cuando Heráclito po­día haber llegado a postular una actividad del λόγος se ha visto forzado a cambiar el término y usar un procedimiento de hipós­tasis tradicional. El λόγος, su nueva creación de tipo puramente racional, no estaba todavía maduro para ese papel.

De todas manera, conviene hacer notar que la intervención como agentes de varios cuasisinónimos del λόγος es, por así de­cirlo, marginal. En ningún lugar ponen en movimiento la evolu­ción del nivel sustancial, salvo en el caso de πόλεμος, que se re­fiere más bien al cambio de situación social de los hombres, un hecho de la experiencia cotidiana. En cambio Δίκη y las Έ- ρινύες lo que hacen es castigar las desviaciones del orden cósmi­co. Y el νόμος divino alimenta los νόμοι humanos, en cierto mo­do λόγοι particulares, un poco a la manera como el λόγος del al­ma se acrece a sí mismo (cf. p. 49). No llega a concebirse con ca­rácter general una fuerza o motor de la evolución cósmica: sólo hay aproximaciones y ello con términos tradicionales y religio­sos, no con λόγος.

Y también que, inversamente, νόμος aparece como no agenti- vo, «es», en el fr. 33 y lo mismo se deduce de su papel de apoyo o modelo en 11: ambas veces la palabra es usada en el sentido tri-'

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vial, pero no parece dudoso que el «ser», para Heráclito, precede en todo caso al devenir o al valor agentivo.

Finalmente, merece la pena fijar la atención en el hecho de que estos cuasisinónimos no van en conexión con los términos del saber, como hemos visto que es el caso del λόγος. Ello prue­ba una vez más que pertenecen a otra esfera. Como, inversamen­te, el λόγος-, repetimos, no es divino. En cambio los términos ξυ­νός y etc se emplean o pueden emplear en todos los casos, si bien etc tiene su centro de expansión en el nivel sustancial.

m . EL NIVEL SUSTANCIAL:EL FUEGO, EL UNO, LOS CONTRARIOS, LOS HOMBRES

Puede servimos de introducción el fr. 30, en que la doctrina de ambos niveles aparece expuesta conjuntamente:

κόσμον TÓvSe, τόν αυτόν άπάντων, ούτε τις θεών οϋτε άνθρώπων έποίησεν, άλλ’ ήν καί εστιν καί £σται- πυρ άεΙ£ωον, άπτόμενον μέτρα καί άποσβεννύμενον μέτρα.

El κόσμος ‘el mismo para todos’, es decir, común, no puede dejar de tener una relación con el λόγος, al igual que el κόσμος ‘uno y común para los despiertos’ de 89. Esto ya lo hemos apun­tado arriba44. Pero no es menos claro, por la continuación del fragmento, que κόσμος incluye el nivel sustancial. En realidad, el fragmento es explícito: ninguno de los dioses ni hombres hizo el κόσμος (lo que explícitamente testimonia contra la idea del λό­γος-agente y del λόγος-divino), «sino que existió y existe y existi­rá siempre; es Fuego siempre vivo, que se enciende conforme a medida que se apaga conforme a medida». Hay dos elementos: el Fuego y la medida (el μέτρον) y de su conjunto, el κόσμος, se puede predicar el ser; pero uno de ellos, el Fuego, evoluciona so­metido a la norma del segundo, el μέτρον. El adjetivo άεί£ωον del Fuego le confiere, en cierto modo, un carácter divino, al con­

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ferirle, por decirlo así, una vida personal. Pues hay una vida del Fuego, que consiste en una cadena de creación de otros elemen­tos para volverse siempre al Fuego, según hemos ya adelantado; solamente, esas creaciones de opuestos a partir de opuestos tie­nen lugar conforme a su medida, al λόγος existente entre ellos. De ahí la calificación del Fuego como ‘sabio’ (φρόνιμον), cf. p. 75. La calificación de κάλλιστος dada al κόσμος en el fr. 124 no deja de apuntar en esta misma dirección de la relación del κόσ­μος con el λόγος, pues está emparentada, como decíamos arri­ba, con la noción de la sabiduría, propia del λόγος45.

El adjetivo άεί£ωον y el ser sujeto de verbos de proceso (πϋρ άπτεται, άττοσβέννυται) caracteriza la distribución del Fuego por oposición a la del λόγος. A su vez, el «sen> y la comunidad del κόσμος, aproximan éste al λόγος, como hemos dicho; pero es claro que si consiste en fuego y éste deviene, el κόσμος deviene también.

Los demás testimonios de Heráclito sobre el Fuego coinciden en que en ellos (o en transformaciones fácilmente deducibles) el Fuego es sujeto de un proceso; con frecuencia se indica aquello en que deviene:

31: πυρός τροπαί· πρώτον θάλασσα, etc. (= πυρ τρέπεται είς θάλασσαν, etc.)

67: άλλοιοϋται 8έ δκ ώσπερ πυρ.90: πυρός άνταμοιβή τά πάντα και πυρ άπάντων (= τά πάν­

τα ανταμείβεται είς πϋρ καί πυρ είς τά πάντα).Nótese que, junto a la idea de evolución entre opuestos en 31,

90 introduce la del cambio o trueque: todas las cosas se cambian por dinero y viceversa. El Fuego es una especie de medida, que establece la relación, el μέτρον entre las cosas. En cuanto a 67, el -cambio’ del Fuego consiste en sus modificaciones al mezclarse con perfumes: se trata de una comparación.

En realidad, la idea del proceso que arranca del Fuego y que, sin duda, revierte de nuevo al Fuego (a juzgar por la creación diaria de un nuevo Sol) no es otra cosa que la del despliegue de

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toda la realidad a partir de la άρχή, por ejemplo en el fr. 1. de Anaximandro. Los testimonios antiguos aplican al Fuego de Heráclito el carácter de άρχή. Y lo tiene pese a las cavilaciones de algunos estudiosos modernos: el hecho de que junto a él exis­ta el nivel estructural, el λόγος, y de que no se nos diga expresa­mente que el Fuego es el origen de todo, sino que se considere más bien como un sustrato siempre presente, implica ciertas mo­dificaciones respecto a la concepción primitiva, pero ésta está claramente en la raíz.

La radical distinción entre el λόγος y el Fuego se echa de ver también claramente en la distribución. No sólo que el primero sea incompatible con los verbos de devenir; es que el Fuego, por su parte, no admite las conexiones verbales 2, 3 y 4 del λόγος ni tampoco las nominales 2, 3 y 4, según fueron estudiadas en p. 48 ss. Lo mismo puede decirse del Uno.

La sistematización de la teoría de los contrarios ha dado, por otra parte, un nuevo carácter a la doctrina de Heráclito. Este no distingue sincronía de diacronía: en su concepción los contrarios «son» pero, al tiempo, nacen uno del otro constantemente. Es la misma dualidad de ser y devenir que se da en el Fuego y, luego veremos, en el Uno, pero no en el λόγος ni en sus cuasi sinóni­mos, que solamente «son». Cierto que nuestros fragmentos nos conservan pares de contrarios considerados como coexistentes y otras veces pares considerados como alternativos. Marcovich ha podido así dar una lista de contrarios simultáneos (άνω / κάτω, άρχή / πέρας, θεοί / άνθρωποι, etc.) y otra de contrarios sucesi­vos (ήμέρη /ενφρόνη, νοϋσος / ύγιείη, λιμός / κόρος, etc.)46. Pe­ro, si bien a veces uno de estos pares no es fácil de concebir fuera de una de las dos listas, porque Heráclito colecciona toda clase de contrarios con fines ilustrativos muy particulares, buscando la paradoja, con frecuencia el que Heráclito los cite como simul­táneos o sucesivos es puro azar: para él, sin duda, ambas cosas eran la misma. Por ejemplo, βίος / θάνατος se nos presentan (48) como nombre y acción del arco, coexisten: en cambio £ών /

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τενηκός van en una lista (88) de contrarios sucesivos. No cabe duda, en definitiva, de que el día y la noche, lo caliente y lo frío, lo joven y lo viejo, el fuego y el agua, etc., son para Heráclito tanto realidades coexistentes como términos alternativos. Ello se traduce en que ‘existe’ un λόγος entre dos contrarios y éstos cambian o se transforman ‘de acuerdo con el λόγος’.

Y también se traduce en un hecho distributional importante: mientras el λόγος y sus cuasisinónimos no activos ‘son’ y en cambio el Fuego ‘deviene’, según acabamos de decir y es supues­to también por los frs. 94 y 6 sobre el Sol, pero también ‘es’, lo que se deduce del fragmento citado 30, los contrarios llevan, igualmente, ya el verbo είμί ya uno de devenir. Hemos visto, en efecto, que el camino recto y el torcido, el día y la noche, etc., ‘son’ la misma cosa o el uno ’es’ el otro. Pero, de otra parte, es frecuentísimo el verbo γίνομαι usado con los contrarios. Por ci­tar un solo ejemplo (36): ψυχησιν θάνατος ϋδωρ γενέσθαι, ϋδα- TL Sk θάνατος γην γενέσθαr έκ γης Sè ϋδωρ γίνεται, έκ νδα- τος 8è ψυχή.

En suma: el nivel estructural, el λόγος y sus cuasisinónimos, es; el nivel sustancial, el fuego y los contrarios a él subordinados, es y deviene al propio tiempo. Deviene de acuerdo con el λόγος porque son los contrarios los que se cambian en sus contrarios y precisamente en la medida que les es propia. Y como un acto de la Ley o Justicia dentro del orden universal. Pero son ellos los sujetos del devenir, no los objetos, como en las filosofías dualis­tas a partir de Anaxágoras y luego en los estoicos. El esporádico uso agentivo de ciertos semisinónimos del λόγος tiene una fun­ción mucha más modesta. Aunque coincidan, como siempre que hay hipóstasis, con el Fuego en una tendencia a la mitologiza- ción o divinización.

Esta mitologización justifica, en lo relativo al Fuego, una dis­tribución especial en dos pasajes. Uno de ellos, el del Sol que no viola su medida (94), ya estudiado; otro (64) el de que τα Sé πάν­τα οίκί.£ει κεραυνός ‘todo lo gobierna el rayo’, que nos recuerda

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a Zeus manejando el rayo para imponer su voluntad. Son cons­trucciones de sujeto + verbo trans. + compl., absolutamente anómalas. Testimonian un pensamiento marginal, de origen reli­gioso, lo mismo que en lo relativo a δίκη y νόμος, donde tam­bién la mitologización y el pensamiento marginal se traducen en una distribución marginal47. El central de Heráclito no es éste, sino el definido por las distribuciones normales de λόγος y de­más, πϋρ y los contrarios. Lo confirma el hecho de que el mismo Heráclito afirme, en 30, que ninguno de los dioses ha construido este mundo: niega que en la interpretación del mundo, en defini­tiva, puede introducirse el esquema sujeto + verbo trans. + compl. Una combinación, que hemos estudiado, del «ser» y el «devenir» es lo único que admite.

Tenemos, pues, en el nivel que hemos llamado sustancial, de un lado el Fuego, como totalidad; de otro, una serie de contra­rios procedentes, como hemos dicho, ya de las cosmogonías o los filósofos presocráticos, ya de la experiencia común y la mis­ma lengua. La relación entre ellos es objetivamente variable, aunque para Heráclito las diferencias se borran ante la noción común de £v, el hecho mismo de la oposición superada. En el úl­timo apartado insistiremos sobre este punto. Pero conviene que digamos, ahora ya, que designar como sustancial el nivel que se opone al estructural es una simplificación. Heráclito no conoce una diferencia de forma y sustancia, en realidad. Aristóteles diría que hay ambas en el Fuego y en las demás unidades. O que hay una sustancia única y formas diferentes. Aquí no nos interesan estas distinciones: lo importante es que los elementos que com­ponen el κόσμος sólo producen éste en virtud del λόγος, es decir, de la superación de su multiplicidad en la unidad; y que esos ele­mentos son ya concebidos como «siendo», ya como «devinien­do» unos en otros.

Esto es lo esencial y se conserva en una visión alternativa que Heráclito nos da de todo el nivel que, por comodidad, seguire­mos llamando sustancial. En ella no aparecen el Fuego y los

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contrarios con nombres individuales, sino el Uno y todas las co­sas (άπαντα): aquí son abstraídos los rasgos diferenciales de los elementos, todo lo que no sea su unidad superior y su multiplici­dad a niveles inferiores. Por lo demás, este punto de vista se en­trecruza con el anterior ocasionalmente: cuando, por ejemplo, se nos dice que el Fuego es el cambio de todas las cosas (90) o cuando se hace equivaler a θεός (equiparable aquí al Uno, cf. p. 76) una serie de pares de opuestos (67).

Ese Uno, ya lo vimos, se ha utilizado a veces adjetivamente para calificar los contrarios y, en cierto modo, el λόγος, aparece como sustantivo en una serie de fragmentos.

Que ‘todo es Uno’ es la sabiduría del λόγος (50), ya lo hemos visto, y diacrónicamente se nos dice (10) que entre las συλλάψιβς o conexiones está έκ πάντων ëv καί έξ ένός πάντα ‘de todo uno y de uno todo’. Es decir: así como lo que difiere y lo que coinci­de, lo que concuerda y lo que no, son en el fondo uno y lo mis­mo, igual el Uno y todas las cosas, por una evolución recíproca. En ambos fragmentos la concordancia de la teoría de la unidad con la del λόγος es evidente: ambas son una y la misma. De aquí que en 32 lleve un adjetivo σοφόν tomado de la esfera del λό­γος: el Uno es sabio porque en sus evoluciones se adapta al λό­γος, hay un cierto grado de personificación, como en el pasaje en que se nos dice del Fuego que es φρόνιμον. Por otra parte el Uno, como el λόγος, reaparece a varios niveles: así, cuando se nos dice que el día y la noche es Uno (57), pues hay un λόγος que las opone. Uso, por lo demás, implícito en el adjetival (cf. supra, p. 58). Como hay un λόγος general y otros particulares. Pero a diferencial del λόγος, que sólo «es», el Uno, como el Fue­go, es y deviene. Y carece, como el Fuego, de una serie de distri­buciones propias exclusivamente del λόγος y sus cuasisinónimos, a las que hemos hecho referencia.

La abstracción lograda en la presentación del nivel sustancial con los términos Uno y ‘todas las cosas’ no es, por otra parte, obstáculo a que también aquí se haya mezclado secundariamen­

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te un nivel de pensamiento religioso. Buscando apoyos tradicio­nales a su Uno o tratando de confrontarlo con el mundo del pensamiento tradicional, en el fr. 32 nos dice Heráclito que ‘el Uno, la única cosa sabia48, no quiere y quiere recibir el nombre de Zeus’. Que el Uno está aquí en cierto modo hipostasiado aca­bamos de decirlo: el ser 'év sujeto de un verbo de voluntad acaba de apoyar esta conclusión. Introducida la hipóstasis estaba abierto, como siempre, el camino de la divinización: pero Herá­clito vacila sobre ella. Se da cuenta de que el Uno sólo en parte corresponde al Zeus de la religión; de igual modo que no hay una divinización decisiva del Fuego.

Sin embargo, paradójicamente, esta divinización se da clara­mente en el fr. 67, tan citado: ‘Dios (δ θεός) es día y noche, in­vierno y verano, cuando se mezcla con perfumes recibe nombre según la percepción placentera de cada uno’. En este fragmento, que recuerda tantas especulaciones posteriores de los místicos sobre lo divino, pero está en la tradición antigua de la polioni- mia de los dioses y respira un panteísmo también tradicional, Dios ocupa el lugar que en otros fragmentos ocupan el Fuego o el Uno. El Fuego, precisamente, es usado solamente como una comparación. Por un momento, la tendencia de todos los preso­cráticos a divinizar la άρχή, en cuanto activa, cristaliza en grado superior al de otros fragmentos que hemos citado y es Dios el que cifra la unidad del estrato sustancial.

Finalmente, hay que decir que este estrato está representado otras veces por los hombres. Por más que el λόγος actúe como modelo tanto del devenir como de la conducta humana, que tér­minos de origen humano se apliquen al devenir del κόσμος, que πάντα y πάντων se usen a veces en foima ambigua que tanto conviene al mundo humano como al no humano, esta asimila­ción del hombre al cosmos en general no puede ser completa, por un simple hecho de experiencia. Por ello en ocasiones Herá­clito se refiere a la conducta de los hombres que, cuando sabios o ‘despiertos’, conocen el λόγος y obran conforme a él; son, e

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igual los dioses, un componente del nivel sustancial. Así, en el fr. 53 opone dioses y hombres y, entre éstos, libres y esclavos, rela­cionados entre sí por πόλεμος, es decir, λόγος. También el alma del hombre tiene λόγος, lo hemos visto; y el alma es fuego. Con cierto esfuerzo, la vida humana es acoplada al esquema general. Normalmente, άνθρωποι va con verbos de proceso, correspon­dientes al γίνομαι del devenir cósmico, o con el mismo γίνομαι (así en 1); pero también, claro está, «son».

IV. CONCLUSIONES

El sistema de Heráclito se comprende mejor si se consideran sus puntos de partida49, que pueden reducirse esquemáticamente a tres:

1. La idea de la unidad que subyace a la multiplicidad del mundo y que ha dado origen tanto a la cosmogonía de Hesíodo y otras más, como a las especulaciones de los milesios sobre la άρχή. Se postula siempre un sustrato original —el caos, el agua, el aire, etc.— que no opone un sujeto y un objeto, sino que se despliega automáticamente hasta producir la multiplicidad de la realidad, expresada ya por lo que nosotros llamaríamos entida­des naturales (cielo, tierra, montañas...) o elementos (memoria, justicia, lo caliente, lo frío...), pero que en fecha antigua es con­cebido corpóreamente y se hipostasía con frecuencia. Tanto la άρχή como sus derivados tienen con mucha frecuencia, en la tra­dición anterior a Heráclito, carácter divino.

2. Los opuestos que existen en el léxico y que, a veces, habían sido ya utilizados por las Cosmogonías y los físicos.

3. La tradición religiosa según la cual «el dios» o Zeus es el que cumple (τελεί), junto a la tradición religiosa del carácter di­vino de una serie de hipóstasis. Zeus e hipóstasis como Dike

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(Justicia) son considerados como regentes del mundo, con poder sobre la naturaleza y los hombres.

A partir de aquí Heráclito ha introducido innovaciones pro­fundas. Mantiene, ciertamente, la noción de la άρχή, aunque con dos niveles de abstracción diferentes (el Fuego y el Uno), co­mo también los elementos en que se descompone ya son denomi­nados con sus nombres usuales, modificada en cuanto que el Fuego y el Uno no sólo son el origen, sino también los elemen­tos en que se descompone ya son denominados con sus nombre usuales, ya como ‘todas la cosas’ ‘lo otro’, ‘los contrarios’. Pero esta noción es modificada en cuanto que el Fuego y el Uno no sólo son el origen, sino también el último fundamento siempre presente; y, sobre todo, en cuanto que la explicación del ser y el devenir del mundo se da ahora no a partir de la sola άρχή, sino del juego de ésta y otro nivel, el que hemos llamado estructural.

La gran hazaña de Heráclito ha sido la u t i liz a c ió n a fondo del principio de los opuestos y la generalización de que el lazo entre ellos está precisamente en su oposición; los opuestos son comu­nes, constituyen en realidad una unidad y ello en varios niveles hasta alcanzarse la unidad total del ser, la άρχή. Junto a las uni­dades hay sus relaciones, que a su vez explican la evolución de imas a otras. Unidades sin relaciones no son nada; tampoco es nada la άρχή sin el total de relaciones entre sus componentes. La suma de lo uno y lo otro es todo ordenado, κόσμος. Es posible, como algunos han afirmado50, que haya en esto influjo pitagóri­co, pese a los dicterios de Heráclito contra la πολυμαθί,η del filó­sofo de Samos. Por otra parte, el tercer punto de partida de que hemos hablado, la concepción tradicional de la divinidad, tam­bién deja sentir su influjo: aquí y allá encontramos hipóstasis más o menos divinizadas, y ello tanto en el nivel estructural (πό­λεμος, δίκη, νόμος) como en el sustancial (el rayo, Dios); y en­contramos la concepción del proceso como juego entre un sujeto divino y un objeto natural o humano.

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Pero ello no ocurre en lo relativo al λόγος, el término en que se subsume la idea de las relaciones dentro de lo real como expli­cación de la realidad total: el que Heráclito coloca en el centro de todo su pensamiento, dejando la άρχή en su periferia y en su periferia también la divinidad activa. Aunque quedan restos de su sentido trivial de ‘exposición’ ‘doctrina’ en general, en lo esen­cial se ha constituido en un término técnico que designa a una realidad estructural concebida corpóreamente, pero no hiposta- siada como un ser personal o divino; una relación que «es», pero que es el fundamento de la evolución de la άρχή y sus derivados, concebida todavía, en lo fundamental, como una actividad autó­noma, a la manera tradicional.

Heráclito no llega más allá de afumar, con el término λόγος, que existe una serie de relaciones entre elementos opuestos, rela­ciones que se respetan o siguen en la evolución. Son relaciones de oposición evidentemente, a diversos niveles; de oposición que es al tiempo unión (άρμονίη). Y que es calificada variamente: hemos hablado de los diversos cuasisinónimos del λόγος, pero además hay que añadir las vacilaciones al designar los contra­rios. En 10, por ejemplo, se los llama ya ‘no enteros’, ya ‘cosas que difieren’ ya ‘cosas que disuenan’; como hemos visto que se habla ya de su comunidad, ya de su unidad, ya de la discordia o lucha entre los mismos.

Por otra parte, si examinamos con un criterio moderno las di­ferencias entre los contrarios hallamos la más absoluta heteroge­neidad: se mezclan lo natural y lo humano, lo sincrónico y lo diacrónico; pero no al azar, sino porque para Heráclito todo ello se funda en el mismo λόγος. También son irrelevantes matices como los que nosotros llamamos tipos de oposición. Para Herá­clito, diríamos, todas las oposiciones son exclusivas; y sin embar­go en algunas de ellas, si las miramos despacio, esta exclusividad es falsa. Por ejemplo, los médicos y las enfermedades son opues­tos e identificados en 58 sobre la base, bien estrecha, de que cau­san iguales efectos (al maltratar el cuerpo). Otras veces, la oposi­

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ción se refiere a adjetivos que valoran en sentidos contrarios un nombre desde puntos de vista diferentes: el mar es el agua más pura y más nociva, según los puntos de vista respectivos de los peces y los hombres (61). La oposición es aquí puramente relati­va a terceros.

Tampoco llega Heráclito a una diéresis sistemática del Uno mediante bifurcaciones escalonadas, a la manera de los árboles genealógicos de Hesíodo en la Teogonia o de Platón en el Sofis­ta, ma. correlaciones sistemáticas entre pares de contrarios, co­mo en la conocida tabla pitagórica de los contrarios. En general procede mediante simples ejemplificaciones que dan pares de contrarios sin relación entre sí. Así incluso en fragmentos en que aparecen varios: en 67 («dios es día y noche...»). Hay, sin embar­go, ciertos intentos de sistematismo: así en 21, 26, 62 y otros fragmentos en que la vida y la muerte, la luz y la noche, el estar despierto y dormido, entran en un juego complejo. Por otra par­te, aunque domina el tipo de oposición binaria, no es el único: en 31 el Mar se convierte la mitad en Tierra y la mitad en πρηστήρ, el Fuego cósmico.

Heráclito se centra, insistimos, en el hecho de la relación entre los elementos del Uno y en que esta relación o diferencia se man­tiene en el cambio, que tiene asi una regularidad; además, en que el conocimiento de esto es la verdadera sabiduría, la única que busca y consigue el sabio porque es la que constituye la explica­ción del Universo natural y humano.

Sin embargo, hemos visto también que existen los cuasisinó- nimos del λόγος: de la tradición anterior ha recogido una serie de términos que indican en algún modo relación en el ámbito humano (discordia, guerra, justicia, medida) y los ha utilizado como sinónimos parciales del λόγος. Logra así expresar matices que la palabra λόγος no expresa: la relación entre los contrarios es cuantitativamente estable, es algo justo y debido la existencia de ambos términos, etc. Heráclito ha hallado aquí otra fuente, a más de las ya mencionadas, para perfeccionar su sistema. Pero es

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algo lateral: no sólo porque se conservan usos triviales de las mismas palabras, sino porque la distribución es parcialmente di­ferente, algunas desempeñan a más de la otra la fundón de agen­te, aunque no llega a concebirse la evolución como una acdón transitiva. En todo caso, ya lo hemos dicho, hay un proceso por el que se llega a la asimilación semántica de los término e incluso al desarrollo de un papel propiamente agentivo, creador, del λό­γος; pero esto ya es filosofía estoica, no heraclítea, aunque algu­nos autores antiguos califiquen al λόγος de Heráclito como divi­no y hablen de que διοικεί el Universo; y aunque algunos auto­res modernos les sigan en mayor o menor medida.

También tiene interés e x a m in a r en qué sentido y en qué medi­da mantiene Heráclito, insertándola aunque sea marginal y con­tradictoriamente en su sistema, la idea tradidonál de lo divino.

Hipóstasis y divinizadón parcial o total la hemos encontrado en dos lugares del sistema de Heráclito: en el nivel estructural en cuanto el prindpio en que se resume es considerado como agente y en el sustancial; pero en éste tanto en esas m is m a s circunstan­cias (con "Ηλιος, κεραυνός) como cuando es descrito simple­mente como existente. Esta es la diferencia, que se colma cuando el λόγος —la clave del nivel estructural en cuanto «es»— se diviniza posteriormente y, sobre todo, cuando ambos niveles se funden en el λόγος divino e ígneo de los estoicos.

La idea de lo divino como agente, fuerza decisiva, está en el primer tipo de divinizadones: se confirma con las palabras ex­presas de Heráclito en 114 a propósito del θείος νόμος que, nos dice, ‘extiende su poder cuanto quiere y es sufidente para todos y todavía queda’. Las divinizaciones, totales o pardales, de este tipo, tienden un puente entre el nivel estructural y el sustandal al hacerlos coinddir en una idea de agente que es en prindpio ex­traña a ambos; pero hay que observar que no se trata tampoco de la creadón del mundo, que es negada taxativamente a Dios (30). Es un carácter agentivo más bien marginal, referente a la marcha, el gobierno del mundo.

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Por su parte, el carácter divino o semidivino del nivel sustan­cial en cuanto «es» —proclamado dubitativamente a través del Uno que no quiere y quiere ser llamado Zeus (32) y tajantemente cuando este concepto se sustituye por el de Dios (67) pero indi­cado tan sólo con relación al fuego (30)— es fundamentalmente no agentivo. Se refiere sin duda al mismo «sen> del principio sus­tancial, a su eternidad expresamente mencionada en 30; también a su carácter de totalidad, de superación de los opuestos, en co­nexión con tendencias monoteístas como las que se abren paso en Jenófanes y con las panteístas implícitas ya en el carácter divi­no de la άρχή de que hemos hablado. También, incluso, con la polionimia tradicional de los dioses en la tradición hímnico-reli- giosa.

Resulta notable que otro rasgo de lo divino, tradicional y muy presente en Heráclito, cual es la sabiduría, no haya sido uti­lizado para una divinización del λόγος. Son sabios quienes lo co­nocen, Dios —se nos dice otras veces— es su único conocedor; pero el λόγος es sólo lo conocido, por más que hay un hablar del λόγος, implícito en el ‘oírlo’ de 1,2 y otros fragmentos.

Es evidente que este plano divino a que nos estamos refirien­do tiende a echar un puente entre los niveles estructural y sustan­cial, como hemos indicado: hasta que llega el momento de la de­finitiva unificación de los dos en él. Aunque todavía en el himno de Oleantes el νόμος es considerado como compañero de Dios, no idéntico a él, mientras que el λόγος es presentado como regi­do por Zeus; y ya como propiedad de Dios, ya como persona es considerado el λόγος por Filón. De esta separación, a pesar de todo, hay un eco en el Evangelio de San Juan; el Logos era en el principio, estaba junto a Dios y era Dios. También la formula­ción de la unidad de λόγος y Fuego es a veces vacilante, aunque es claro que para los estoicos el griego es ‘un aliento ígneo’51. Pe­ro es totalmente clara la hipóstasis y divinización del λόγος, lla­mado Zeus por Oleantes. Es Pensamiento ígneo, Ley cósmica

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que modela la materia en formas individuales, los seres vivos en hombres.

Así, el curso posterior de la teoría del λόγος tiene ya puntos de apoyo en Heráclito, aunque difícilmente hubiera transcurrido en esa dirección sin el influjo de las filosofías espiritualistas, so­bre todo el Platonismo: lo que había en el λόγος heraclíteo de principio racional que explica el ser y el acontecer como una re­gularidad, su abertura al concepto estructural y evolutiva, tiende a perderse. Y también los λόγοι, particulares dentro de los com­ponentes del nivel sustancial y la misma idea de una estructura opositiva dentro de éste. El nivel sustancial se degrade en mate­ria, movida por el principio espiritual que tiene el Universo, el Logos al que le queda como herencia antigua su presencia ígnea.

Sin embargo, no ha sido sólo el impacto de las filosofías espi­ritualistas utilizando los elementos religiosos y tradicionales (in­cluidos los conceptos de «ley», «justicia», etc.) que desde el prin­cipio se interferían con el sistema de Heráclito, lo que tendía a aproximar los dos niveles heraclíteos, el estructural y el sustan­cial. Hemos visto que ya en Heráclito había intercambios entre ellos, de resultas del hecho de que, en definitiva, son dos intentos de explicar la unicidad profunda de todo lo real, intentos coordi­nados entre sí. Por ello, mientras el Fuego y el Uno son y devie­nen, algunos cuasisinónimos del λόγος se ven implicados, aun­que sea indirectamente, en el devenir: a través de su conversión en agentes. Inversamente, si el λόγος está constantemente en co­nexión con los términos del conocimiento ( es sabio, son sabios quiénes lo conocen, ‘pensar’ ‘conocer’ es descubrirlo), aislada­mente el Fuego y el Uno son calificados de ‘sabios’, en cuanto en su evolución siguen al λόγος. Y éste a su vez indirectamente es calificado de ‘uno’. En cambio, cuando el sistema aparece en to­do su rigor, sólo el λόγος lleva adjetivos, ‘común’ y ‘sabio’; el Fuego, el Uno no los llevan. El de άείζωον, que se aplica en 30, como hemos visto, al Fuego, equivale en realidad a un subraya­do poético del rasgo del «ser».

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Pensamos que la anterior exposición puede cobrar más relieve mediante un esquema de un tipo usual en Semántica estructural y que expresa la relación entre los términos estudiados (dejando aparte sus usos triviales, prefilosóficos), aunque sea perdiendo algunos de los matices. Se refiere à los semas o rasgos, deducidos del estudio distribucional, de los términos generales usados en el sistema: prescindo de los contrarios y sus especificaciones. El + indica la presencia del rasgo, su falta ya la ausencia (el λόγος no deviene, etc.) ya la falta de datos. El [+] quiere decir que el rasgo ha sido tomado en préstamo por un nivel al otro o, en otro caso, proviene del pensamiento religioso, a veces a partir del comienzo mismo de la teoría de la άρχή. Naturalmente, faltan una serie de detalles que se encontrarán en la exposición anterior.

Prescindiendo de κόσμος, que integra rasgos de los dos gru­pos, los demás términos se clasifican muy claramente en el nivel estructural (2-9), caracterizado por el «sen> y el carácter de «sa­bio o bello», «oculto» y «común», y el sustancial (10-14) que usa «ser» y «devenir» y carece de esas calificaciones. En uno y otro nivel los términos propios, λόγος y πυρ / 'év respectivamente, ca­recen de valor agentivo, que en cambio tienen una serie de cuasi- sinónimos, que también admiten divinización y hacen de puente entre ellos. Pero la divinización penetra en cierta medida (el cua­dro no puede precisar más) en los términos centrales del nivel sustancial; no en el estructural, λόγος, ni siquiera en el término común κόσμος.

A partir de este esquema, tomando unos o otros rasgos distin­tivos, sería fácil trazar otros que visualizaran espacialmente cier­tas relaciones. Por ejemplo, un área de λόγος y otra de πΟρ / év podrían representarse interferidas por una tercera, en parte ex­terna y en parte común a ellas, que comprendiera los té r m in o s

agentivos (y, evidentemente, otros extraños al sistema de Herá­clito). Otra cuarta área, comprendiendo toda la de los agentivos más la totalidad de πυρ /'év más otro espacio externo aún, sería la de las hipóstasis divinizadas (en mayor o menor medida). Y

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habría otras posibilidades aún. Aunque, téngase en cuenta, ni el cuadro ni la exposición anterior, dada nuestra escasez de datos, permiten precisar todos los rasgos relevantes de las oposiciones de los términos dentro de cada nivel, sobre todo del estructural; algunos de ellos han sido expuestos, sin embargo a lo largo de este trabajo.

SER,SER

NOR­MA

DE­VENIR

AGEN-TE

d i ­v i n i ­z a d o

SABIO,b e l l o

OCUL·TO

CO­M U N

UNO

I κόμος + + + + W

2 λόγος + + + +

3 φνοις + +

4 άρμονίη + + +

5 μέτρον +

6 ÉpLC +

7 πόλεμος + [+] [+] +

8 8ίκτ\ + M [+]

9 νόμος + H [+] M

10 πΟρ + + [+] M

11 *Ηλίος + + M [+]

12 κεραυνός

13 CV + + [+] [+]

14 άνθρωπος + +

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Notas

1, «Subclases de palabras, campos semánticos y acepciones», RSEL 1(1971)5-23.2,- Cf. una visión panorámica de la Semántica sincrónica y diacrónica en mi Lingüistica Estructural, Madrid 1969 (2* ed. 1974), pp.545ss. y 751ss. Allí se da también la bibliografía más notable hasta la fecha. Cf. también, posteriormente, «La Semántica estructural: estado actual y perspectivas», Habis 2(1971)9-34; «La investigación del significado, tarea de la nueva Lin- güistica», Studia Hispanica in honorem R. Lapesa, Madrid 1972, pp. 501- 519; y trabajos diversos de varios lingüistas europeos como Coseriu (a la bibli­ografía recogida en Ling. Estructural añádese la exposición de conjunto de Geckeier, Strukturelle Sematik, ed. Th. Elwert, Wiesbaden 1968, pp.3-16, y «Lexikalische Solidaritäten», Poetica 1(1967)203-303), Pettier (buena expo­sición en Baldinger, Teoría Semántica, Madrid 1970, que añade ideas de Heger y otras propias), Apresjan («Analyse distributionnelle des significa­tions et champs sémantiques structurés»), Prieto y otros. En España cf. principalmente R. Trujillo, EI campo semántico de la valoración intelectual en español, La Laguna 1970, más varios trabajos dirigidos por mí a los que hace regerencia infra, n. 5.3,- «El campo semántico del amor en Safo», RSEL 1(1971)5-23.4,- «Lengua, Ontologia y Lógica en los sofistas y Platón», Revista de Occi­dente 96(1971)340-365 y 99(1971)285-309 (recogido infra pp.ll3ss.).5,- Elvira Gangutia, «El campo semántico Vida/Muerte de Homero a Pla­tón», Madrid 1968 (en prensa actualmente, extracto publicado en 1969); Carlos Roura, «El campo semántico Tiempo de Homero al ático del siglo V», Madrid 1970 (extracto publicado en 1970); José Luis Calvo Martínez, «Investigaciones estructurales sobre el vocabulario religioso griego (El cam­po semántico de la acción sacral)», Madrid 1971; más directametne relacio­nada con nuestro tema actual, en cuanto se refiere a los sistemas léxicos cen­trales de un pensador, Tomás Calvo Martínez, «El poema de Parménides (A partir de un estudio estructural del léxico relativo al «conocer» y al «de- cir»)», Madrid 1971. Damos una referencia más detallada de estos trabajos en RSEL 2(1972)409-416.6,- Adolf Busse, «Der Wortsinn von Logos bei Heraklit», RbM 57(1926)203-214, sobre todo 207.

7,- W. K. C. Guthrie, A History o f Greek Philosophy. I. Cambridge 1962, p.428.8,- Art. cit., p.205 ss.

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9,- Heraclitus, The cosmic fragments, Cambridge 1970, p.37 ss.

10,- Heraclitus, Greek Text with a short Commentary, Mérida, Venezuela 1967, p. 8 ss.11,- E. L. Minar, Jr., «The Logos of Heraclitus», CPh 34(1939)323ss.; Guthrie, ob. dt., p.420 ss.12,- Philosophical Studies, Boston 1953, p.88 ss.13,-Bonn 1916, reimpr. 1959, p.217 ss.

14,- Cf. R. Mondolfo, Heráclito, Méjico 1967, p. 134 ss.15,- «Die Sprache Heraklits», .íferaneí 61(l926)353ss.; arranca de la traduc­ción de Diels-Kranz del fr. 1.16,- Minar, art. cit., p.206 s.17,-Cf. O, Gigon, Untersuchugen zu Heraklit, Leipzig 1935, p.4ss.

18,- Ob. cit., p.8ss.19,- Ob. cit., p.69.

20,- Ob. cit., p.39.21,- Ob. cit., p.87.22,- Y otros muchos; cf. Mondolfo, ob. cit., p. 133.23,- Teología de los primeros filósofos griegos, trad, esp., Méjico 1952,cap. 7.

24,- Ob. cit., p.428 s.25,- Ob. cit., pp.43,54,188.26,- Ob. cit., p.96.27,- Cf., por ejemplo, Sexto al fr. 2, Marco Aurelio al 72. Sobre la doctrina cf. por ejemplo el himno a Zeus-Logos de Cleantes.

28,- K. Reinhard, «Heraklis Lehre vom Feuer», Hermes 77(1942)1-27 cf. sobre todo p.25 ss.29,- Ob. cit., p.421.30,- Cf. G. S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos, Madrid 1969, p. 284 ss.; y ob. cit., p.420 s.31,- Cf. Marcovich, ob.dt., p.l58ss; Kirk y Rave, ob. dt., p.268ss.

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32,- Cito los fragmentos por el texto de Marcovich, pero con la numeración de Diels-Kranz.33,- Cf. I, p.150, en la ed. de Diels-Kranz, Die Frangmente der Vorsokrati- ker, Berlín 1954; Busse, art. cit., p.204; W. Kranz, «Der Logos Heraklis und der Logos des Johaunes», ΛΑΛ/93(1950)82.34,- Sobre la falta de actividad del λόγoc de Heráclito, cf. ya Busse, art. cit., p.211.

35,- Ya antes, en Crisógono, a fines del s. V o comienzos del IV, se habla de la fuerza creadora del θείος λόγος; cf. Busse, art. cit., p.212.36,- Cf. Kirk y Raven, ob. dt., p.69.37,- Acepto συμφέρ^ται, con Marcovich y otros que se apoyan en Platón, frante al όμολογίίΐ de Hipólito. Συμήχρόμενον/δια.φίρόμίνον son dos de los pares de términos utilizados en 10 para expresar que los opuestos son diferentes y al tiempo la misma cosa.

38,- Cf. «Il rapporto ΜΑΘΗΣΙΣ / ΓΝΩΣΙΣ in Eraclito», /»/»6(1951)123-129.39,- Reinhard, art. cit., p.26.40,- Cf. Kirk ob. dt., p.284 ss., Guthrie, ob. dt., p.465.41,- Sobre la interpretación de 31 en este sentido, cf. Kirk, p.325. La de Marcovich, p.284 ss., según la cual el intercambio aludido es solamente en­tre θάλασσα y πρηστήρ, viene a ser equivalente para nuestro punto de vista.42,- Sobre este carácter de δίκη, cf. mi obra Ilustración y Política en la Gre­da arcaica, Madrid 1966, p.56 ss.43,- S V F II., nr. 636.

44,- Cf. Kirk, ob. dt., p.3llss., quien concluye (p. 315) que se refiere a un todo ordenado: «The idea behind κόσμος, would be similar to that of λό­γος».

45,- Cf. ob. dt., tabla en la p. 160.46,- Ob. cit., p. 160.47,- Posiblemente se refiere también a este pensamiento marginal el fr. 41, pero no podemos establecer el detalle por estar el texto corrompido: las co­rrecciones no presentan seguridad.48,- Sobre esta interpretación cf. Kirk, ob. dt., p.393 ss.49,- Cf. ya supra p. 1 Iss.

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50,- Cf. Minar, art. cit., p.336ss.; Guthrie, ob. dt., p.435ss.51.- Cf. S V F Π,ητ. 1.009.

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5. CARA Y CRUZ DE LOS SOFISTAS*

Sin los grandes sofistas que de todos los rincones de Grecia acudieron a impartir su enseñanza en la Atenas de Pericles, el mundo de la cultura jamás habría sido lo que es. Seguidos o combatidos, fueron ellos los que pusieron en marcha la idea de una enseñanza intelectual destinada a servir a la vida política y a fundar el principio mismo de que existe la posibilidad de una educación y unas artes que abren caminos y producen resulta­dos, fuera de toda tradición y de toda herencia nobiliaria. Esto que nos parece hoy obvio, fueron ellos los que lo descubrieron.

Y sin embargo, los sofistas han tenido mala prensa: en parte porque, por circunstancias varias, sus enseñanzas fueron exage­radas y distorsionadas en el ambiente de crisis moral de fines de la guerra del Peloponeso. En parte, porque sólo conocemos a los sofistas a través de sus rivales, Platón y los platónicos, que, por otra parte, identificaban a toda la escuela con sus epígonos más desmoralizados. De ahí que de los sofistas sólo nos hayan llega­do algunos cuadros más a menos subjetivos trazados por Platón y Jenofonte, sobre todo, y una serie de frases desprovistas de contexto y sujetas a toda clase de interpretaciones.

Es sabido que, pese a todo, a partir de esos mínimos restos la ciencia filológica europea ha reconstruido, en la medida de lo posible, sus enseñanzas. Sus fragmentos recogidos por Diels-

* Este trabajo es uo coraeotario al libro de Jacqueline de Romilly, Les grands sophistes dans l'A thènes de Pendes, París 1988.

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Kranz, junto con los de los presocráticos, han sido traducidos, comentados, estudiados una y otra vez. Pero en España conta­mos con varias traducciones de los presocráticos (la última, la excelente publicada por Alberto Bernabé, De Tales a Demócri­to. Fragmentos presocráticos; Madrid, Alianza Editorial, 1988) y sin embargo no hay ninguna, lamentablemente, de los sofistas, que son tan interesantes como aquéllos.

Descifrar enigmas

Estudiar a los sofistas —como a los presocráticos— es un po­co la tarea de descifrar enigmas, y en ello, dice la autora del libro comentado, está el encanto. Pero no sólo en esto. Si la gran línea de la filosofía griega que nos ha sido relativamente bien transmi­tida y que tanto ha influido en distintos sistemas religiosos y filo­sóficos que se han sucedido, es una línea esencialista primero, re­alista después (la de Platón y Aristóteles, en definitiva), existe la segunda línea, la de Demócrito, los sofistas y Epicuro, línea rela­tivista y puramente humanista, que está en realidad más próxi­ma a ideas que nos envuelven a partir del siglo XVIII. Hay, tan­to o más que una influencia, una confluencia, un redescubri­miento. La sofística tiene, pues, una innegable modernidad.

Pero hay que apresurarse a declarar que no se trata de «sofís­tica» en el mal sentido que la palabra ha tomado a partir de Pla­tón, su rival. El sophistes es, originariamente, el sabio: el sabio un poco ingenuo, demasiado creído en sí mismo, como son los descubridores. «Mi patria era Calcedonia y mi profesión el sa­ber», decía Trasímaco, uno de ellos. El descrédito de la palabra hizo sustituirla por la más modesta de philosophos, amigo del saber: el que duda y busca, el que (al menos antes de solidificarse las doctrinas) no pretende dar seguridades ni obtener resultados prácticos.

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Pero Jacqueline de Romilly, una figura capital del helenismo francés, bien conocida por sus estudios sobre Tucídides, los trá­gicos y todo el pensamiento griego, distingue muy claramente entre los «grandes sofistas», los creadores de una escuela por lo demás muy varia en el detalle de su doctrina, y una serie de epígo­nos que exageraron d relativismo y que, en realidad, más que sofis­tas eran hombres de acción que utilizaban la doctrina sofística como «alibi» para justificar sus métodos y sus ambidones den­tro de la política ateniense en los duros y tristes años del fin de la guerra del Peloponeso. Fue la guerra la que destruyó los valo­res, la que hizo que todo paredera lícito. Aunque no puede ne­garse que se aprovechó, aunque fuera distorsionándolo, un entramado de ideas.

Yó mismo, en mi Ilustración y política en la Grecia clásica (Madrid, «Revista de Occidente», 1966) y en la versión reducida publicada varias veces con el nombre de La democracia atenien­se, había distinguido entre una primera y una segunda sofística, enlazando sólo la primera con el movimiento más amplio de la Dustradón y de la Democracia. Jacqueline de Romilly insiste ahora muy detenidamente en este tema, tratando de precisar las posidones de los primeros sofistas y las ideas de cada uno de ellos.

Apasionados por el saber

Pero, ¿quiénes son estos sofistas? Realmente, sólo dentro de imas bases anteriores de pensamiento humanista puede com­prenderse que en lugares tan alejados entre sí del mundo griego —<ie Asia Menor a Sicilia, de Trada al Peloponeso— surgiera prácticamente al mismo tiempo toda una generadón de hombres apasionados por el saber, de maestros itinerantes tan seguros de ayudar a mejorar a los hombres que se hacían pagar por ello. Y sólo dentro del ambiente liberal, democrático y humanista de

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Atenas, que no excluía ciertas reacciones tradicionalistas, pudo darse esa floración intelectual.

Porque antes la poesía o la filosofía se propagaban en peque­ños círculos de iniciados, mientras que ahora nos hallamos ante una verdadera enseñanza para todos: para los que podían pagarla, cier­tamente, pero su eco iba mucho más allá de los discípulos estrictos. Tucídides, Aristófanes, Eurípides, tantos otros, están llenos de sofís­tica, no tanto en doctrinas concretas como en métodos dialécticos e intelectuales. A través de fuentes diversas, Platón en primer térmi­no, vemos el entusiasmo de todos, de los más jóvenes sobre todo, pero también de ricos ciudadanos como Calías o estadistas como Pericles, ante el nuevo fenómeno. Era una verdadera revolución. Aunque dentro, por supuesto, de un ambiente general de interés por lo humano que ya se traslucía en Esquilo o en Fidias.

Nuestra autora describe muy bien ese entusiasmo, esa nove­dad; las reacciones críticas también, que unían a personajes tan diversos como Anito, el acusador de Sócrates, y el propio Sócra­tes. Porque la sofística venía a hacer tabla rasa de todo: éste es el título de uno de los capítulos («La tabla rasa»), al que sigue cierta­mente otro titulado «La reconstrucción a partir de la tabla rasa».

Pero empecemos por el principio. Atenas tenía una educación tradicional, música y gimnasia, y sus «sabios» eran los poetas, que insistían en el poder del dios, que fijaba los límites de la jus­ticia, y en unas «leyes no escritas». Y ahora resulta que Protágo­ras, el príncipe de los sofistas, el amigo de Pericles, inicia su tra­tado sobre los dioses con aquella afirmación famosa de que no es posible asegurar si existen o no existen. Y dice en su Del esta­do original que la justicia es algo construido por el hombre, un acuerdo utilitario basado en que el hombre es capaz de racioci­nio y de persuasión. Y cree que todo es discutible, replanteable.

Fue, decimos, una revolución que colocaba al hombre en el centro de la escena: antes era definido sólo con relación al dios, como un ser inferior y subordinado a él. Ciertamente, el hombre queda solo, tiene que construir su propia vida, sus propias nor­

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mas. Y a veces utiliza esto en el sentido del inmoralismo. Pero tiene en sus manos su destino, puede juzgar por sí mismo los acontecimientos. Era, en la época previa a la guerra del Pelopo­neso, desde los años cuarenta del siglo V, e incluso en los co­mienzos de esa guerra, en los veinte, un panorama apasionante.

Y los sofistas eran optimistas. Se ofrecían como profesores del arte oratoria, pero no se trataba sólo de un aprovechamiento práctico de las posibilidades de una Atenas con democracia di­recta; creían que podían, mediante una ciencia, sacar lo mejor de cada hombre, formarlo intelectualmente al propio tiempo. Creían en la posibilidad de un acuerdo entre los hombres, en un sistema político gobernado por estos principios. No por imposi­ciones de la sangre o del poder.

Medida de las cosas

Jacqueline de Romilly insiste mucho en todo esto porque, ya se sabe, el relativismo sofístico, a partir de la frase protagórica de que el hombre es la medida de todas las cosas o de la afirmación gorgia- na de que el orador es, simplemente, un «artífice de persuasión», fue muy lejos. Hay una indiferencia de base ante las consecuencias de la elección humana. Pero a partir de un relativismo metafísico absolu­to, los grandes sofistas aceptaron restricciones de tipo práctico. No se puede aspirar a hacer política en una ciudad negando sin más to­das sus leyes. El que éstas sean relativas, que puede haber en otra ciudad otras diferentes, no dice nada en principio contra ellas. Y pa­ra intentar convencer hay que dar argumentos muy exactos relati­vos a la utilidad y hay que apoyarse en opiniones difundidas. La misma religión tiene una utilidad política.

Se llega así a la reconstrucción del concepto de «virtud»: es una virtud que el hombre crea y justifica, pero que ha de tener una utilidad para la ciudad y para el ciudadano.

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6. LA TEORÍA DEL SIGNO EN GORGIAS DE LEONTINOS

1. No suelen ser demasiado atendidas las ideas de los sofistas griegos en los modernos tratados de Historia de las Lingüistica, pese a las cosas interesantes que su estudio puede aportar, pensa­mos, a la historia de la teoría del signo lingüístico. Gorgias de Leontinos, por ejemplo, ni siquiera es citado en obras modernas como la Geschichte der Sprachwissenschaft de Arens, aunque ocupaba un lugar de honor en la vieja Geschichte der Sprachwis­senschaft bei den Griechen und Römern de H. Steinthal. Se ha progresado mucho, en cambio, en la interpretación de la teoría del signo en Platón (Crátilo) y Aristóteles, progreso en el que mucho se debe a nuestro homenajeado1. Esta teoría está en de­pendencia respecto a la polémica presocrática sobre si los nom­bres (όνόματα) son φύσει o θέσει, por naturaleza o convención: polémica con cuyo estudio se abre el libro de Steinthal y que ha sido continuo objeto de atención posteriormente tanto o más que entre los lingüistas entre los historiadores del pensamiento2.

Para que podamos hacemos una idea del lugar que Gorgias ocupa dentro de la historia de la teoría del signo, tenemos que decir algunas cosas previas. Al centrarse Platón y Aristóteles en el problema de si el signo, el όνομα, es por naturaleza o por con­vención, para llegar a una solución mixta en el Crátilo y a una favorable a la convención (a una especie de fijación tradicional, διαθήκη, más concretamente) en Aristóteles, dejaron sin tocar en sus pasajes de teoría Lingüística algunas opiniones suyas que por más que pertenezcan a su ontologia y su epistemología, tienen

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trascendencia lingüística innegable. Es conveniente llamar sobre ellas la atención aquí.

Es claro que para Platón las ideas se expresan por nombres: la idea del Bien es tö άγαθόν, etc., independientemente de que éste sea im signo natural o motivado. Ciertamente, la solución conci­liadora del Sócrates del Crátilo, en el sentido de que los nombres aunque en cierta medida φύσει, tienen un grado de fidelidad a las cosas (πράγματα, πράξεις) que es variable, le lleva a postu­lar que a veces la investigación de las cosas debe hacerse a través de sí mismas, έξ αύτών (439 d), no de los nombres. Y es cons­ciente también del problema de la sinonimia. Pero en términos generales puede decirse que existe en Platón la creencia fírme de que las palabras corresponden a las ideas, son por ello un instru­mento de enseñanza y clasificación (δργανον διδασκαλικόν καί διακριτικόν, Crátilo 388 c). Las ideas se descubren mediante di­cotomías sucesivas, cortando la realidad por su διαφυή o articu­lación (Político 259 d, 289 c, Sofista 264 e). Y a esas ideas así elu­cidadas corresponden palabras.

Ahora bien, si la realidad se organiza en dicotomías escalona­das, las palabras también: los clásicos ejemplos del Sofista son bien conocidos. En los «campos semánticos» platónicos no hay más oposiciones que las binarias. Y, del mismo modo que afir­ma que cada idea es unitaria gracias a su οίκεία φύσις, su «pro­pia naturaleza», es evidente para él que cada palabra tiene un significado unitario, decidido de una vez para siempre. Ün signi­ficado de otra parte no influido ni por el emisor ni por el recep­tor: en realidad, Platón confunde la lengua natural con lo que es la lengua científica o el ideal de la lengua científica. Y llega así, sin querer, a dar definiciones que son en realidad una falsifica­ción dé la lengua griega de cada día3. Por supuesto, se atiene ex­clusivamente al valor representativo de estas palabras o signos, las demás funciones del lenguaje quedan proscritas en el Gor­gias; o, todo lo más, en el Fedro se consideran secundarias, pues­

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tas al servicio de la función representativa. Son meros auxiliares en la difusión de la verdad.

En definitiva: el signo presenta exacta correspondencia con la cosa, es unitario, se organiza en oposiciones binarias de interpre­tación subjetiva. Y no se diga que esto es lo que sucede en el len­guaje científico y que, a su lado, está el natural. Esta oposición no existe para Platón. Por otra parte, no hay problematismo en la relación de palabra y cosa (salvo cuando interviene el tema de la oposición νόμος/φύσι,ς). Hay una dicotomía: de un lado están las cosas y acciones (πράγματα y πράξεις), con una organiza­ción propia, objetiva. De otro está el nombre. Ciertamente, ha­bría que introducir algunos retoques en este cuadro si quisiéra­mos incluir en él la teoría de la predicación, desarrollada princi­palmente en el Sofista sobre la base de las objeciones que Platón se ponía a sí mismo: pero no antes.

Las cosas no son muy diferentes en Aristóteles, con tal de que sustituyamos las ideas por los conceptos. Existe la misma dicoto­mía cosa/nombre, la misma unicidad de los conceptos, el mismo dar por supuesto que las condiciones del lenguaje científico son o deben ser las de todo lenguaje. Avanza, eso sí, al distinguir ya claramente, dentro del nombre, entre forma fónica (φωνή) y su significación (πάθημα), al señalar su relación κατά συνθήκην, por una convención tradicional, con la cosa e insistir en su función de signo, de significar una cosa existente o no, pues puede ser sólo pensada4.

2. Frente a este panorama, y sin desconocer lo que tiene de positivo en el desarrollo de la teoría del signo, hay que señalar que presocráticos como Demócrito, Protágoras y Gorgias, sobre todo, aportan la importante novedad de su relativismo, de su percepción de los desajustes entre lenguaje y realidad, de su com­probación del gradualismo de ésta y, por tanto, de aquél: así cuando en el Protágoras platónico este sofista discute las apresu­radas identificaciones sinonímicas entre las virtudes o entre el

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Bien y el Placer que Sócrates propone. Aportan, sobre todo, la novedad de introducir el juicio del receptor o los receptores para decidir si un λόγος es correcto o no. En definitiva, aunque con vacilaciones teóricas y terminológicas, aun no distinguiendo los problemas de las palabras y la sintaxis, estos pensadores abrie­ron por primera vez la posibilidad de una Lingüística dirigida a la lengua natural, tal como es, no a una encorsetada por rigores o necesidades ideológicos o científicos.

Y dentro de ellos merece, pienso, un lugar de honor Gorgias de Leontinos, el rétor siciliano que vivió y enseñó en Atenas a partir del año 427 a. C. en que llegó a ella como embajador de su ciudad natal. Es un teórico de la retórica que escribió una TékhnS o tratado (desgraciadamente perdido), pero también algunos dis­cursos que nos han llegado y en los cuales desarrolla el tema del lenguaje y la retórica: el Epitafio, la Helena y el Palamedes. Pe­ro, sobre todo, es el autor del tratado Sobre el No Sero Sóbrela Naturaleza, que conocemos a través de un resumen en Sexto Empírico y de otro en el tratado pseudo-aristotélico De Melisso Xenophane Gorgia. Vamos a ocupamos de él preferentemente, porque a sus preocupaciones ontológicas y epistemológicas une otras claramente lingüísticas que pensamos son interesantes en el contexto de la teoría del signo5.

Este interés del tratado de Gorgias para la historia de la teoría del signo fue objeto ya de mi atención en un artículo que he cita­do (Rodríguez Adrados 1972) y ocupó luego a Elvira Gangutia en un libro colectivo Introducción la Lexicografía griega6. Pien­so que, después de esto, se pueden añadir todavía cosas nuevas. Por supuesto, es estimulante e indispensable la abundante bibli­ografía, fundamentalmente filosófica, en tomo a Gorgias, en la que hay que destacar, sobre todo, los libros de G. Calogero (1932), E. Dupréel (1948), M. Untersteiner (1954) y H. J. Newi- ger (1973), aparte de obras generales como el vol. III de la nueva historia de la Filosofía Griega de Guthrie7.

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Ahora bien, es lo más frecuente que el interés de los autores esté preferentemente volcado del lado de la ontología y la episte­mología de Gorgias y de sus relaciones con las de Parménides y otros presocráticos. Las relaciones de las ideas del rétor griego con la moderna teoría semántica, son dejadas en olvido.

3. El tratado Sobre el No Ser puede reconstruirse bastante bien sobre la base de los dos extractos o resúmenes que se nos han conservado. Ofrece una triple tesis, que trata de demostrar con un modo de argumentación derivado del eleatismo de Par­ménides y de Meliso: nada existe; y si existiera, no sería cognos­cible; y si lo fuera, no sería comunicable mediante el lenguaje (λό­γος). Ahora bien, prácticamente nadie cree en la sinceridad del nihilismo de Gorgias: se ve en él una especie de parodia de Par­ménides y aun de la totalidad de los presocráticos, una surenchè­re que a los que proponían que existía como verdadera o última realidad un solo principio —escuela que culmina en Parméni- des— o bien dos —la materia y el espíritu de Anaxágoras, por ejemplo— o cuatro —los elementos de Empédocles— responde: no existe ninguno. Pero no es pura broma sin seriedad. Parodia y seriedad son compatibles, como dice últimamente Guthrie9 y aceptan prácticamente todos los expositores. Al negar el Uno de Parménides quedan como existentes las cosas, la múltiple y abi­garrada realidad de los πράγματα10. No se niega la existencia de las cosas ni su percepción. Es más, se abre el camino a una con­cepción relativista del conocimiento y de la verdad. Sobre este tema, sobre el del lenguaje también, en íntima conexión con él, Gorgias avanza, bien que tentativamente y entre varias ambigüe­dades, en un sentido que diríamos moderno.

Como ya vio Steinthal, quien, sin embargo, como otros tan­tos, radicalizó las cosas demasiado dejándose llevar de los plan­teamientos que llamaríamos demagógicos de Gorgias, lo esencial en éste es la separación entre el Ser —las cosas, mejor dicho—, el Pensamiento y el Lenguaje. Son mundos diferentes, entre los

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cuales el paso es difícil, no automático, diríamos. No hay, por decirlo asi, un calco directo de la realidad en el pensamiento hu­mano ni de éste o de la realidad en el lenguaje.

Esta manera de expresarse de Gorgias aparece, naturalmente, retrasada respecto a ciertos avances, que hemos aludido, en la fi­losofía posterior a él; habla de λόγος sin distinguirlo del ονομα o palabra, es decir, es incapaz de imaginar una teoría de la predi­cación o una teoría sintáctica en general. Por tanto, si utilizamos su exposición para ver lo que en ella puede referirse a una teoría del signo, hay que advertir que hablamos del signo en sentido muy general, no de los distintos tipos de signos: no de la palabra, concretamente. Pero, con todo, Gorgias, que quedó, como toda la sofística, un tanto abandonado y marginado por el triunfo de la otra línea de la filosofía griega, la línea esencialista, presenta­ba, en germen al menos, una serie de avances que sus sucesores los socráticos tácitamente rechazaron y que, sin embargo, antici­paban logros de la Lingüística moderna.

Son tres los puntos a que queremos hacer referencia, breve­mente. El primero, la consideración del signo como distinto no sólo de la cosa sino también de un «pensamiento» que nosotros llamaríamos significado. El segundo, la toma en consideración, para el significado del signo, de los factores dependientes de la existencia de un emisor y un receptor. El tercero, el descubri­miento de la función impresiva del lenguaje.

4. Tras haber negado que «algo exista», en la argumentación a favor de que, aunque existiera, no sería cognoscible Gorgias deja constancia de que las cosas, πράγματα, son captables por la vista y el oído, es decir, por los sentidos. O sea, el que para Par­ménides y Platón es el mundo de la δόξα, de la opinión, es para él la verdadera y única realidad. Primitivismo materialista, pien­san algunos. Pero en realidad lo que sucede es que la realidad, de un lado, y los contenidos del pensamiento (τα φρονούμενα), de otro, son dos planos diferentes. La vista, el oído captan las co-

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sas, mientras que el pensamiento capta los objetos del pensa­miento. Gorgias desarrolla, así, según suele reconocerse, ideas de Empédocles (311 A 86) sobre la especialización de los órganos de los sentidos. Y de ningún modo afirma que la sensación sea la única vía de conocimiento, sino todo lo contrario.

Hay, ciertamente, en Gorgias, como, diríamos, en toda la fi­losofía griega, una primacía del problema de la verdad, del pro­blema epistemológico. Pero, prescindiendo de él, queda su afir­mación clara de que las cosas y los contenidos del pensamiento no se corresponden con exactitud. Esos objetos del pensamiento son descubiertos por el acto del φρονεϊν, del γνώναι, que implica a la vez conocimiento y pensamiento, pero que lleva a algo que no es un calco exacto de la realidad, aunque tenga relación con ella.

Al llegar aquí podemos proponer la correspondencia aproxi­mada entre lo que para Gorgias son τα φρονούμε να, los objetos del pensamiento, y lo que para la Semántica moderna es el pen­samiento o significado. La lengua, es sabido, no se refiere al mundo de las cosas (referentes), sino al de las cosas organizadas y clasificadas de una manera en principio arbitraria. Hay rela­ciones entre cosas y significado, pero no identidad. Ese mundo organizado es una necesidad para que pueda ser expresado por la lengua: un mundo ilimitado por medios limitados. Por otra parte, el mundo real es en cierto modo un continuum que ha de ser expresado con signos discontinuos. Pues sólo a los significa­dos, diferentes para las distintas lenguas, se dirigen éstas. O sea: la organización triangular cosas-significados-signos lingüísticos se encuentra anticipada en cierta medida en Gorgias con su dis­tinción cosas (πράγματα^ο^είοβ de pensamiento (τα φρονούμε- να), lenguaje (λόγος). Tenemos, pues, un sistema temario o triangular en vez de uno binario o dicotómico. como aquel al que vuelven Platón y Aristóteles, después de volver a atribuir al nous o espíritu el papel central en el descubrimiento de la reali­dad verdadera.

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Porque para Gorgias, lo mismo que el pensamiento no accede a las cosas, tampoco accede a ellas el lenguaje. Son «cosas» (el lenguaje es un σώμα, cuerpo, Helena 8) de orden o nivel diferen­te. Ahora bien, directamente el lenguaje es referido por Gorgias a la exposición de las cosas, los seres, no a la de los objetos del pensamiento.

Nos dice, efectivamente, que el logos es el que μηνύει, δηλοΐ «indica», «muestra» los seres, siendo «una cosa diferente de la realidad» (3.84 versión de Sexto). La versión pseudoaristotélica llega a hablar de «signo» (σημειον) e insiste en que lo que se «di­ce» es «lo dicho» (lógos, lenguaje), no cosas. Es decir, tenemos aquí una teoría del signo que anticipa la de Aristóteles: lo anó­malo es que, en esta fase de la exposición, Gorgias haga un plan­teamiento dicotómico, no temario: habla de la relación co­sas/pensamiento, primero, de la relación cosas/lenguaje, después. ¿Es que Gorgias, tras haber establecido la separación entre las cosas y el pensamiento no ha dado el paso siguiente de hacer de­pender, con distinción desde luego, el lenguaje del pensamiento (el significado)?

He anticipado que hay mucho de vacilante en Gorgias, que combate el eleatismo y el esencialismo en general con una lógica eleática y un eleatismo exagerado, que combina su interés onto- lógico con un interés lingüístico, etc. Ahora bien, pensamos que el interés lingüístico, al que está dedicada la tercera parte del es­crito, es el esencial, la culminación: lo demás es trabajo prepara­torio11. Sería extraño que toda la parte segunda, relativa al cono­cimiento y el pensamiento, quedara olvidada al hablar del lógos, que une pensamiento y expresión lingüística.

La verdad es que, aquí como en todo, Gorgias se debate entre la exposición de una doctrina propia y la crítica, por exageración y reducción al absurdo, de doctrinas ajenas. Es este último inte­rés el que ocupa el primer lugar, el que domina, por así decirlo, el primer nivel de la exposición. Pero debajo de él hay un segun­do nivel constructivo, más o menos vagamente formulado. Den­

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tro de él existen los que Newiger ha llamado «puentes»12 entre los sectores de las cosas, el pensamiento y la lengua. Estos «puentes» son los que nos aproximan, en una cierta medida, a la concepción ternaria o tripartita del signo lingüístico en la que la lengua se refiere a los significados y éstos a las cosas. Puntos que no veía, por ejemplo, Steinthal, quien sin embargo tiene el méri­to de haber introducido a Gorgias en su Historia de la Lingüísti­ca griega pese a que, naturalmente, la teoría del significado se le escapaba.

El escrito de Gorgias ataca frontalmente, es bien claro, el t ó γάρ αύτό φρονεΐν έστί,ν τε καί είναι «lo mismo es pensar y ser» de Parménides (3). Mediante el juego a través de los opuestos y otros argumentos especiosos, concluye que el ser o las cosas no son pensables. Ahora bien, es de suponer que las «cosas pensa­bles», τα φρονούμενα, sean, en un segundo nivel, algo en rela­ción con «las cosas», esto es, una parte, al menos, de esas cosas: o bien, un aspecto de las mismas, el aspecto captado por un ór­gano especial, del mismo modo que otros aspectos son captados por la vista o el oído. Se trata de pensamiento en cuanto conoci­miento (este segundo aspecto se expresa mejor con γιγνώσκειν, el primero con διανοεΐσθαι, verbos que también usa). Cuando se nos dice (3.83) que el ser, aunque sea captable, es intransmitible a otro, se nos está diciendo que esa captación o conocimiento es el φρονεισθαι, que por tanto el mundo de τα φρονούμενα tiene que ver, aunque sea en forma deficiente, con el del Ser.

Esto se confirma, sobre todo, con la teoría del lenguaje, en la parte tercera. La comunicación es mediante el lógos, que es «una cosa distinta del Ser», lo que se ha visto u oído no es comunica­ble con este lógos (3 b, 21 s.), que depende de otro órgano dife­rente. Ahora bien, lógos ss dos cosas. De un lado, es ciertamente la palabra, el lenguaje con el que comunicamos. Pero de otro es al propio tiempo aquello que comunican la palabra o el lengua­je, su sustrato. El que habla, habla, pero no comunica un color o una cosa: el que ve, ve un color, el que oye, oye un sonido, pero

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«el que habla, habla un lógos» (cf. 3 b, 21 ss.): Es decir, comuni­ca un lógos. «Por un órgano es captado lo visible, por otro el ló­gos » (3.86). Es la conocida ambivalencia de la palabra lógos, que se da también en Heráclito: es a la vez el significado de la palabra (la realidad que ésta explica) y la palabra.

Cierto que se nos dice que es «otra cosa que la realidad sub­yacente» (τό υποκείμενου 3.84). Pero es, sin embargo, una espe­cie de realidad subyacente: difiere—se nos dice— «de las demás realidades subyacentes» en que es captado por otros órganos (3, 86). Es, pues, una realidad especial que «se forma de los objetos exteriores», del «encuentro» con el color, de la «impresión» pro­ducida por el sonido (3.85).

El lógos es una cosa filtrada, deducida del conjunto de las co­sas con ayuda de un criterio, un órgano especial; y automática­mente, es a la vez palabra comunicada. Ésta es la intención pro* funda, por más que se nos diga que «las cosas no son λόγοι» (3b, 26). Así como las «cosas» son vistas, etc., las «cosas pensables» (referencias) son pensadas, el lógos es dicho. La diferencia es que, al ser dicho, el lógos se convierte en instrumento de comuni­cación, en palabra o lenguaje.

Ahora bien, el lógos objetivo, aquel que es parte de la reali­dad subyacente, que todavía carece de su aspecto de expresión o comunicación, viene a equivaler a τά φρονούμε να: otro elemen­to «pensable», sólo que con acentuación de su factor de conoci­miento. Hay ambigüedades de lenguaje, hay acentuación de as­pectos diferentes: pero, en definitiva, el que tanto τά φρονούμε- να como el lógos se refieran, aunque imperfectamente, a las «co­sas», no los hace opuestos entre sí: esto no está dicho en ninguna parte. Implícitamente, son la misma realidad contemplada desde dos aspectos diferentes. Es el significado, aquel imperfecto calco y organización de la compleja realidad, el que es de verdad co­municado cuando Parménides y los demás piensan que, en la Ciencia al menos, lo que se comunica es el Ser. O sea, en definiti­va, el lenguaje y sus elementos los signos (aunque aquí no son

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distinguidos) implican una relación signo/significado mientras que hay otra cosas/significado: una concepción ternaria o trian­gular del signo que responde al famoso triángulo de Ogden y Ri­chards, en definitiva.

5. Es mucho más conocido lo que Gorgias dice respecto a la relación del significado del signo con la existencia de un emisor y un receptor. No es consciente de la multifundonalidad del signo, pero sí del hecho de que los distintos receptores captan significa­dos diferentes de él. Puesto que ellos no son semejantes entre sí, los significados que captan tampoco son semejantes. Esto debe ser completado con lo que dice Protágoras (en el diálogo plató­nico de este nombre) sobre la relatividad de las cosas según a quien se destinen, sobre el tema de la opinión correcta, etc. El sa­bio, el orador, debe exponer un significado correcto, acertado o, en definitiva, útil, y hacerlo aceptar. En Gorgias (Helena, Pala- medes) se dicen cosas semejantes. Por ejemplo, el programa de la Helena, según el exordio, es la correcdón o aderto (όρθότης) de los λόγοι, el orador quiere dar «un cierto razonamiento al lo­gos»... «mostrando la verdad» (cf. 80, 90, 92). No puedo exten­derme aquí sobre la teoría de la verdad en Gorgias y Protágoras, tema para el que mando a la exposición de Untersteiner13. Pero pienso que no es central en Gorgias el tema de la «tragedia del conocimiento», sino el de su incertidumbre y la manera de redu­cirla o utilizarla al servicio propio14. Aquí interviene la aplica­ción de su doctrina a la práctica. El Jógos es ambiguo, permite engaño (άπάτη), deja lugar a persuasión (πειθώ), ha de adaptar­se a las circunstandas (es decir, al estado de ánimo y carácter de los receptores).

Toda esta posidón práctica, sobre la que insiste con razón Dupréel, deriva de las tesis sostenidas en el Sobre el No Ser. Al abandonarse el Ser para volverse a las cosas y al desconectare és­tas, al menos pardalmente, del significado y el lenguaje, queda un amplio margen de juego para el orador. Por supuesto, todo

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esto equivale a reconocer la realidad de las lenguas naturales, al tiempo que en ontología y epistemología se toma una posición nada idealista.

Así, en definitiva, toda la doctrina de Gorgias es coherente. En ella la teoría lingüística depende de la práctica de la retórica y, a su vez, fundamenta una ontología antiparmenídea y antii­dealista. Lo que aquí hemos querido resaltar es que todo ello tie­ne como centro una teoría del signo de tipo triangular: hay la co­sa, el significado y el significante y no se accede directamente a la primera, sino con mucho trabajo y dificultad. Hay luego que prestar atención al receptor e, implícitamente, al emisor (de ahí la enseñanza que Gorgias da a los futuros oradores): sólo aten­diendo a estos factores se puede dar al signo un sentido aceptado ampliamente y más o menos próximo a la verdad. Sobre ésta Gorgias es un tanto escéptico. «Si todos tuvieran —dice— re­cuerdo del pasado, pensamiento del presente y previsión del fu­turo, el lógos no engañaría igual que ahora» (Helena 11). Y aña­de: «Si a través de los λόγοι, la verdad se pudiera hacer pura y transparente a los oyentes, sería fácil hacer el juicio de lo que he dicho. Pero ya que esto no es así...» En suma: el lógos está dis­tante del Ser, por las razones que sabemos. Y a lo que se puede aspirar es a un acuerdo, una opinión aceptada: a una opinión «correcta», todo lo más. Protágoras no opinaba de otro modo: como Gorgias, quería ayudar a sus discípulos a lograrla e impo­nerla. Pero nunca fundamentó su posición tan hondamente co­mo el rétor de Leontinos.

6. Finalmente, un último punto: Gorgias insiste en la función impresiva del lenguaje. Tampoco aquí hacemos una exposición detallada, que puede hallarse en la bibliografía, sobre todo en la referida a la Helena. Sólo queremos insertar la doctrina de Gor­gias en la teoría moderna del signo.

A ella responde este subrayado de la función impresiva. El ló­gos actúa sobre el oyente: forma o pone el sello al alma de los

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oyentes, les divierte, les persuade (Helena 13); les engaña tam­bién, lo hemos visto. Es un gran poderoso, un μέγας δυνάστης (.Helena 8). Y su acción se compara a la de un hechizo15. La retó­rica o arte del lógos es, así, un «artífice de persuasión», como di­ce el propio Gorgias en el diálogo platónico de igual nombre (452 e - 453 a) con gran escándalo de Platón, para quien lo que importa es el criterio de verdad.

Entre este poder del lógos y su debilidad en el Sobre d No Ser, donde aparece tan alejado de la verdad, de la comunicación, se ha encontrado a veces una discordancia. No hay tal, si se piensa en los dos aspectos del lógos. Es el significado en cuanto transmitido: algo inseguro, alejado del Ser. Pero es también la transmisión, el signifi­cante: y, en cuanto tal, es activo, capaz de acción irracional, impresi- va. Para imponer su propia concepción de la realidad, el orador ha de utilizar estos factores irracionales, impiesivos del lógos. Los cua­les implican, a su vez, el conocimiento del καιρός u ‘oportunidad’, el del alma de los destinatarios en definitiva. Sólo así se pueden ma­nejar adecuadamente los recursos del lógos.

Así, con todas las vacilaciones terminológicas y otras que se quiera, Gorgias, a partir de su práctica de la oratoria, ha elaborado una teoría del lenguaje en cuanto signo lingüístico que toma en cuenta muchos más factores que la línea más difundida de la filoso­fía griega y que se aproxima grandemente a lo que hoy es nuestro pensamiento. A ella ha llegado a través de un conocimiento realista y práctico de la lengua y un rechazo de teorías idealistas que tienen fundamentos muy diferentes: crear una base para el conocimiento científico. la noción de lenguaje que hemos tratado de exponer y de la que su ontología es una pura derivación.

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BIBLIOGRAFÍA

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c) Artículos:

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Rodríguez Adrados, F. (1971), «Lengua, ontología y lógica en los sofistas y Platón», Revista de Occidente 96, pp. 340-365 y 99, pp. 285-309. Reimpreso en Estudios de Semántica y Sintaxis (1975)209-246, Barcelona, traducido en Sprache und Bedeutung (1977)141-171, Munich, y recogido aquí, p.ll3ss.

Notas

1,- Coseriu 1967 y 1969.2,- Cf. por ej. F. Heiniman, Nomos und Physis, Basilea 1945.3,- Veáse sobre todo esto con más detalle mi articulo Rodríguez Adrados 1971.

4,- Cf. Coseriu 1969, p.59ss.5,- Además de la edición de Diels-kranz 1954, ΙΠ, los textos de Gorgias pueden verse en M. Untersteiner 1949.

6,- Gangutia 1975, p.l9ss.7,- W. K. C. Gutrie 1969, pp,192ss.8,- Véase últimamente sobre este tema el libro Newiger.9,- W. K. C. Guthrie 1969, pp.293.10,- Cf. Untersteiner 1969, pp.36 y 38, nota asi como Newiger 1973, pp. 178. También Dupréel 1948, p.68.11,- Cf. en el mismo sentido Dupréel 1948, p.67ss. Pero «la ciencia del dis­curso» de que habla Dupréel es menos amplia que el objeto real del tratado: el lenguaje y su relación con la verdad.

12,- Newiger 1973, p.183 y pasajes allí aludidos.

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13,- Untersteiner 1954, p. 140 ss.14,- Rodríguez Adrados 1964, p.238ss.15,- Para una comparación del lenguaje del propio Gorgias con el de los he­chizos y conjuros, cf. J. De Romilly 1975, p.lss.

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Armauirumque
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7. LENGUA, ONTOLOGÍA Y LÓGICA EN LOS SOFISTAS Y PLATÓN

Cada vez se es más consciente de la íntima interrelación de los problemas de lengua y los problemas de pensamiento: de que es imposible estudiar un sistema ideológico prescindiendo de las palabras en que se expresa en su lengua original y de la concate­nación en sistemas de esas palabras. Al tiempo, sabemos hoy que la lengua es un repertorio de datos e ideas, de clasificaciones del mundo, que está al alcance del hombre común. La ciencia arranca siempre de él, aunque en definitiva lo supere, transfor­mando el sentido de las palabras y el sistema que forman dentro de los diversos campos semánticos. Por otra parte, se es hay muy consciente del problematismo de la relación entre lengua y realidad.

En Grecia el origen de la reflexión sobre la lengua es al tiem­po el origen de la reflexión sobre la realidad. Pero pronto se to­mó conciencia de la diferencia y de ello resultó el nacimiento de un nuevo plano de la lengua: la lengua científica. Es el modelo de todas las lenguas científicas posteriores; como la diferencia entre palabra e idea es la base de todas las interpretaciones pos­teriores de la realidad, por lejos que estemos del idealismo plató­nico. Creemos, por tanto, que la historia de la lucha en tomo al significado de las palabras y a la relación entre palabra y reali­dad en que estuvieron empeñados los primeros pensadores grie­gos tiene un valor ejemplar: da al fenómeno esa claridad que tie­nen las cosas «en estado de nacimiento», como decía la antigua física.

Por otra parte, solamente el desarrollo de la moderna semán­tica facilita una comprensión del origen de la teoría de las ideas

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que hasta ahora era difícil de alcanzar. Como facilita, igualmen­te, la comprensión de en qué consiste la tarea de crear un voca­bulario científico y en qué consiste un vocabulario científico. Pues los rasgos de éstos son universales, independientemente de los sistemas de cosas o conceptos a que se refieran y de nuestra adhesión o rechazo de los mismos. Todo esto, pensamos, puede ser ejemplificado, aunque lo hagamos aquí de una manera un tanto sumaria, a propósito de los sofistas, de un lado, y de Só­crates y Platón, de otro. Por razones de comodidad expositiva co­menzamos por este último.

I

En cualquier diálogo platónico qüe nos propongamos estu­diar encontramos una serie de palabras cuyo significado se in­tenta definir, al tiempo que se establece un sistema de relaciones entre los significados: se trata de lo que llamamos ideas: en grie­go idea o eidos, palabras que a veces se traducen también por «forma». Es bien sabido que Platón entiende por idea o eidos una realidad independiente, un todo cerrado trascendente que halla su reflejo o copia en realidades del muiido de los sentidos que tienen el mismo nombre que aquéllas y «participan» de ellas, aunque nunca haya quedado bien definido en qué consiste esa participación. Por ejemplo, las cosas calientes o frías son frías o calientes porque participan del frío o el calor; y lo mismo las co­sas bellas o buenas. Nuestra Justicia, nuestro Valor participan igualmente de una Justicia o un Valor extraterrestres, accesibles al conocimiento por parte del noús o inteligencia, la parte supe­rior del alma, no por los sentidos. Y en el Parménides se plantea, aunque Platón vacila sobre este punto, la posible existencia de una idea del hombre, el agua, el fuego, el cabello o la suciedad.

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O sea, existen dos realidades: la del mundo sensible y la del mundo inteligible, ambas expresadas por las m is m a s palabras. Y la verdadera realidad es la del mundo inteligible, integrada en entidades cerradas e inalterables, no graduables o cambiantes o relativas como las del mundo sensible. Pero es sobre todo el campo de los conceptos morales el que sirve de punto de partida a la construcción, que se hace problemática para el mismo Pla­tón cuando lo rebasa.

Hay, pues, en Platón, un plano de la lengua y un plano onto- lógico, que sustituye en él a lo que para nosotros es el plano de los conceptos. Para nosotros y ya para Aristóteles, «lo bueno», «lo bello», «lo frío», «la virtud», etc., son simples abstracciones: esto es, el resultado de quedarse con las notas comunes de una serie de referentes diferentes. Es el concepto algo que subsume la realidad, clasificando datos complejos en unidades homogéneas, pero que carecen de todo carácter trascendente, de todo carácter de modelo de la realidad. Si tienen algo de común el concepto y la idea es que ambos se refieren a entidades unitarias y que am­bos se expresan por palabras. Aparte de esto, todo es diferente: las ideas se refieren a un plano ontológico, los conceptos a un plano lógico; la identidad de idea y palabra se entiende, en lo esencial, como el resultado de un nombrar las cosas según su na­turaleza, mientras que la identidad de concepto y palabra puede entenderse como el resultado de una convención o, incluso, en el pensamiento nominalista, como procedente de una interpreta­ción que se obtiene con ayuda de la lengua de una realidad pre­via indiferenciada.

Pero hemos simplificado demasiado al proponer que en Pla­tón existen un plano lingüístico y un plano ontológico y en Aris­tóteles un plano lingüístico y un plano lógico o conceptual. La afirmación relativa a Aristóteles, que cae fuera de nuestro tema de hoy, es cierta. La relativa a Platón es esquemática, incompleta.

Pues existe el grave problema de en qué medida en el último Platón se trata no de ideas, sino de conceptos, como a veces se

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ha propuesto. Existe el no menos grave problema de en qué me­dida en los primeros diálogos, los llamados socráticos, aparece igualmente el concepto, como quiere la interpretación aristotéli­ca (Metafísica, A 987a, 32 ss., M 1078b, 12 ss.) según la cual Só­crates descubre el concepto con ayuda del método inductivo y Platón, para conciliar el concepto socrático y la tesis heraclítea de que todo es fluido y cambiante, acaba por oponer el mundo estable de las ideas al mundo inestable de la realidad sensible. Si algo de esto es verdad tendríamos que considerar en Platón no dos planos, sino tres: el de la lengua, el del concepto y el de la idea, con la salvedad de que los dos últimos son alternativos.

Hoy es una tesis generalmente aceptada la de que la lengua está en tal relación con el mundo de la realidad que denota, que en buena medida no se adapta a entidades de la' misma previa­mente existente, sino que las crea para nosotros. Nos sugiere una serie de clasificaciones que tendemos a tomar como la verdadera y única realidad —aunque la comparación con otras lenguas o con una fase distinta de la nuestras nos desengaña fácilmente de ello—. Se ha dicho repetidas veces que datos fundamentales de la filosofía griega y posterior, por ejemplo, las categorías aristo­télicas, están fundadas simplemente en la lengua griega. Hasta tal punto ha llegado la desconfianza en las lenguas llamadas na­turales que la misma lógica se ha creado un lenguaje suyo forma­lizado, independiente de la lengua, para poder trabajar sin inter­ferencias de esta. Por otra parte, los mismos griegos eran bien conscientes del problema de la relación entre lengua y realidad; Platón, hemos de verlo, acepta en una gran medida que las pala­bras son copias de las cosas, mientras otros predecesores suyos afirmaban esto en sentido absoluto y radical y otros pensadores, en cambio, sentaron la doctrina de la arbitrariedad del signo y afirmaron la inutilidad de la ayuda del lenguaje para descubrir una verdad generalmente válida. Con ayuda de nuestro conoci­miento actual de lo que es el significado de las palabras y de los sistemas en que estos significados se organizan en los llamados

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campos semánticos, podemos, me parece, avanzar por un cami­no que no es totalmente nuevo, pero del que no se había obteni­do todo el beneficio posible: el de ver cómo diferentes concepcio­nes de lo que es la lengua, de lo que son la palabras, facilitan una mejor comprensión de los planos ontológico y lógico en Sócrates y Platón y también en otros pensadores.

Con este mejor conocimiento me refiero a dos cosas entre sí indisolubles: el significado de las palabras aisladas y las relacio­nes entre esos significados. Pero también a otro punto todavía: el concepto popular, vulgar, inanalizado, dé lo que es el significado de las palabras y de lo que son los sistemas en que se organizan series de palabras cuyos significados están en relación. Esta con­cepción popular, todavía vigente, es, esta es nuestra tesis, la que está en la base de la ontología y la lógica socrático-platónica y de sus precedentes en Grecia; otra concepción diferente, diría que más moderna y más aproximada a nuestra concepción actual de lo que es la lengua, está en la base de lógica y la teoría del cono­cimiento de pensadores como Protágoras y Gorgias. Natural­mente, no voy a exponer aquí, ni siquiera en resumen, cuáles son las ideas sobre el significado de las palabras y sobre los campos semánticos que son más generalmente aceptadas o que personal­mente me parecen más aceptables. Esto equivaldría a exponer un tratado completo de Semántica, lo que me es imposible; lo he hecho, por lo demás en otras ocasiones. Pero al hablar de las ideas comunes o populares sobre el significado y los campos se­mánticos y al criticarlas, algo he de decir por fuerza de Semánti­ca moderna y de su formulación griega hablaremos más adelante.

La idea ingenua del hablante de una lengua es que las pala­bras que enuncia equivalen a realidades existentes de por sí, pre­vias a la lengua. Sin embargo, palabras como «río», «arroyo», «hierba», «árbol», etcétera, implican clasificaciones de entidades que en otra lengua pueden clasificarse en forma diferente; pero esto, repito, no lo siente el hablante ingenuo. Para él se trata de entidades imitarías. Y estas palabras cuyo referente es accesible a

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los sentidos constituyen el modelo conforme al cual se conciben referentes ideales tales como «belleza» o «libertad». El hablante, sin previo análisis, considera que ya que existe la palabra, debe existir también la cosa. Y una cosa unitaria. Lo que les ocurría a los interlocutores de Sócrates le ocurriría hoy a cualquier hom­bre de la calle; preguntado qué es la Justicia o el Valor, daban una respuesta que suponía una definición unitaria, válida para siempre; y luego se sorprendían cuando encontraban excepcio­nes, es decir, hechos de justicia o valor, en el uso normal de las palabras, que sin embargo no encajaban con la definición. Esa fe en el significado unitario permanecía, sin embargo, inconmovi­ble y ello tanto en el interrogado como en Sócrates: los diálogos llamados aporéticos suelen terminar con una duda sobre el con­tenido de tal o cual virtud, pero de lo que no se duda es de que ese contenido unitario debe existir.

Esta manera de pensar es, insisto, habitual todavía. Mientras cualquier lingüista medianamente informado sabe que una pala­bra significa cosas diferentes en diferentes contextos sintagmáti­cos y opositivos, que una cosa es seco en tiempo seco (opuesto a húmedo o lluvioso) y otra en vino seco (opuesto a dulce), si pre­guntamos al primero que nos encontremos qué es ¿eco pretende­rá dar una definición unitaria exhaustiva y se quedará descon­certado al hacerle ver que no cuadra, por ejemplo, para vino se­co. Tampoco caerá en la cuenta de que las definiciones son solo opositivas, no esenciales; ni de que una misma palabra significa cosas diferentes para diferentes personas. Nuestros tratadistas si­guen esforzándose en definir la estilística o la filosofía: cosas que tienen límites fluyentes y aún sentidos contradictorios según los casos o las personas. Por extraña y repelente que resulte para nuestro pensamiento la idea platónica, su origen es fácilmente comprensible. Procede de ese pensamiento visual por el que se equiparan los referentes ideales y los sensibles. Como detrás de «el lobo» hay un animal que es distinto de la palabra, detrás de «el Bien», debe haber, pensamos, un referente —y en esto no nos

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equivocamos. Pero concebimos ese referente, a imitación del lo­bo, como algo exento, corpóreo por decirlo así. Es la lengua quien nos predispone a este modo de pensar: la lengua, que crea todos sus abstractos a partir de concretos, que crea sistemas si­métricos en que a cada nombre responden un adjetivo, un verbo y un adverbio, y que tiene la propiedad de poder, mediante lo que llamamos una transformación, pasar de la expresión nomi­nal de una cosa a la adjetival o verbal, o bien viceversa, etc.; y siempre con estricto paralelismo entre los casos en que hay un referente aprensible por los sentidos y aquellos en que no lo hay. Junto a un adjetivo agathós «bueno» se crea así un nombre tó agathón, «el Bien», y se imagina que hay un referente de este equivalente: puede actuar como sujeto o como complemento di­recto, etc. Contrariamente, el lingüista ha llegado a la conclusión de que no es siquiera cierta la definición del concepto como abs­tracción de rasgos comunes, ni existe la imagen mental unitaria; Stern y Cassirer han escrito cosas definitivas sobre esto. Hay una presuposición de unidad no analizada junto a un mecanismo que hace que en determinados contextos suijan automáticamente sentidos especiales.

Pero volvamos a los griegos. La noción tan común de que Só­crates descubre el concepto y sólo Platón llega a la idea, que ya está, según dijimos, en Aristóteles, debe descartarse si no como inexacta, si como imprecisa. Es cierto que Sócrates no tenía una orientación ontológica, sino ética; que su distinguir y su limitar el sentido de las palabras, absolutamente igual que el de Pródico cuando oponía sinónimos, tiene un fin protréptico porque está convencido de que el conocer qué es tal virtud equivale a practi­carla. Platón ha de luchar con la ontologia y la lógica eleáticas, que se fundan en la existencia del ser, y ha de crear a partir de su arranque socrático y de este enfrentamiento con Parménides to­da una Ontologia. Y sin embargo, el Sócrates de los diálogos aporéticos, que no da corola definición de las virtudes, pero su­giere en qué sentido debe buscarse, está seguro de que esa defini­

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ción existe. De que se refiere a una realidad autónoma dotada de actividad, un algo que está frente a la conciencia y la condiciona. Esas virtudes o esa virtud total a que Sócrates apunta no es, tal vez, todavía la idea, en cuanto no se insiste en su trascendencia ni se plantea el problema de su relación con la realidad sensible; pero tiene rasgos claramente característicos de la idea y aun de toda la concepción popular según la cual los referentes están do­tados de autonomía y actividad. Es un estadio previo de la idea, un precedente, no un concepto abstracto. Esta es aproximada­mente la posición de Stenzel1, que no hago más que completar desde el punto de vista del plano lingüístico: es de la interpreta­ción de éste de donde parte Sócrates y ello sobre la base de la concepción a que nos hemos referido.

La historia de la filosofía a partir de Aristóteles, obsesionada por la oposición que existe entre el Concepto y la Idea, se ha obstinado en presentar como únicas posibles dos formulaciones extremas. De un lado, ha aproximado las definiciones o tentati­vas de definición de Sócrates al concepto aristotélico; de otro, ha forzado y llevado a límites extremos la formulación de lo que es la idea en Platón. Nos hemos referido a lo primero y ahora pasa­mos a este segundo extremo.

Ha sucedido que las formulaciones más extremistas que Pla­tón nos ha dejado de lo que son las ideas, sobre todo aquéllas que aparecen en un contexto mítico como las del Fedro, han da­do la pauta a la mayoría de los autores para establecer qué son las Ideas platónicas. Al tiempo, en la medida en que Platón nos da formulaciones ambiguas o vacilantes, sus intérpretes se han empeñado en una lucha para aclarar lo que él no pudo o quiso aclarar: así en lo relativo al chorismós o separación entre las ideas y las cosas, al modo como la realidad participa de ellas o las imita. Y cuando, en los últimos diálogos, cuya intención es más lógica que ontológica, surgen problemas en tomo a la inter­pretación de las Ideas, se nos quiere obligar a que decidamos ta­jantemente si son ideas en el sentido extremista a que aludíamos,

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realidades cuasicorpóreas flotando en un espacio extraterrestre —o son pura y simplemente conceptos a la manera aristotélica.

Creemos que hay que tomar una actitud mucho más matiza­da. En el Parménides, Platón nos hace ver que, por muchas que sean las dificultades a la teoría de las ideas, él sigue considerán­dolas como un fundamento necesario de todo pensamiento y abriga esperanza de que puedan resolverse esas dificultades. Y rechaza expresamente la teoría conceptualista de las ideas, por lo que nosotros debemos rechazar la teoría de Kucharski y otros2, de que en los últimos diálogos se trata de conceptos, no de ideas; o bien de predicados lógicos3. Hay mayor acierto cuando un au­tor reciente4 afirma que el Solista es un diálogo sobre lógica es­crito en lenguaje metafísico; el interés se ha desplazado, pero no hay una negación de la posición anterior. Por otra parte, es bien claro que Aristóteles fuerza las cosas cuando intenta obligar a Platón a declarar si las ideas están «separadas» o no de la reali­dad sensible; o cuando autores modernos se empeñan en aclarar la relación entre ideas y cosas, que Platón explica solo metafóri­camente, hablando ya de «participación», ya (sobre todo en los últimos diálogos) de «copia», y dejándonos constancia clara en el Sofista de que esto era un problema para él5. No digamos na­da de los intentos de identificar la idea del Bien con el Demiurgo.

Para nosotros resulta bien claro que Platón arranca exacta­mente de Sócrates, esto es, de la definición de sustantivos o sus- tantivaciones del mundo moral, que estima a priori que debían ser absolutas y unitarias; y que tendía a considerar los referentes como activos e independientes. Como humano ts lo que tiene re­lación con un hombre, bello es lo que tiene relación con la «be­lleza»; y si a partir de aquí la «belleza» se considera paralela a «hombre» y, sin embargo, no está al alcance de nuestra vista, si imagina de una manera vaga e indefinida que debe existir de al­gún modo; mientras que en una nueva fase se llega a la idea mis­ma del «hombre», aceptada por lo demás con reluctancia, para­lela a la de la «belleza». Si en todo este proceso, sometido a múl­

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tiples vacilaciones y con el punto de vista ontológico ya en pri­mer plano ya no, hay algo nuevo respecto a Sócrates, ello depen­de en primer término, como apuntábamos, de la necesidad en que se halló Platón de abrir paso a su sistema dentro de la pro­blemática del eleatismo, que condicionaba la discusión ontológi- ca de su tiempo. Si el Uno existe, hay que ponerlo en relación con el mundo de las ideas, haciéndolas avanzar hasta convert­irlas en puras esencias. Pero perseguir esta problemática nos ale­jaría demasiado de nuestro tema.

Lo que aquí queremos hacer constar es la identidad funda­mental de los referentes unitarios socrático-platónicos con lo que es el significado de las palabras en cuestión según la concepción popular más extendida. Entiéndase bien: Sócrates y Platón com­baten contra definiciones populares, improvisadas y falsas, de las palabras, para sentar otras que, por lo demás, con frecuencia acaban de falsear el significado de las mismas. No son las defini­ciones concretas lo que en este momento nos interesa, sino el he­cho de que tanto las definiciones populares como las socrático- platónicas tienen innegables presupuestos comunes. Lo cual tie­ne una transcendencia inmensa en la historia del pensamiento: lo que Sócrates y Platón vieron como las unidades naturales en que se articula la realidad tiene su punto de partida en la lengua grie­ga. Y al concebir como en cierto modo exentos y como dotados de actividad esos fragmentos de realidad acotados por las pala­bras, no hicieron más que elevar a categoría filosófica el pensa­miento lingüístico común.

Esto último lo hemos afirmado con relación a la concepción de la lengua que continúa siendo común cuando se procede con nuestro instinto lingüístico natural. Pero era mucho más verdad en Grecia, puesto que, al fin y al cabo, nosotros podemos desen­tendemos del todo de una tradición que ha sustituido la idea por el concepto. Sócrates y Platón pisaban sobre una tradición muy diferente. Veámosla brevemente.

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Si examinamos los nombres de la divinidades que aparecen en la Teogonia de Hesíodo nos encontramos con una curiosa mez­cla. De un lado están los nombres tradicionales de dioses cuya etimología es impenetrable; de otro las que llamaríamos entida­des naturales, tales como Tierra, Cielo u Océano; de otro las que, desde nuestro punto de vista son abstracciones, tales Thé- mis (Justicia), Mnemosÿne (Memoria), etc. Para el segundo gru­po hay una concepción ambivalente: los miembros de este grupo se nos presentan a veces como personas pero puede ocurrir tam­bién que sean meras entidades naturales, que Gaia o Tierra, por ejemplo, esconda a sus hijos en sus cavernas, que son al tiempo el vientre de la diosa y las cuevas de la tierra. Para el tercer grupo es claro que no se trata de abstractos, sino de entidades autóno­mas capaces de actividad. Aquí el grado de personificación o di­vinización es variable: el escribir con una mayúscula o minúscula a veces es cosa del editor. Ya en Homero podemos vacilar si en­tender o no antropomórficamente términos como griego «mie­do»: los argumentos en uno u otro sentido varían de peso según los pasajes.

Estos términos que oscilan entre una hipótesis divinizada y una entidad en todo caso considerada como independiente y ac­tiva, son los que Fränkel, sobre todo a propósito de Píndaro, ha estudiado con el nombre de Wesenheiten o Esencias6. A veces corresponden a entidades naturales, son islas o ciudades, por ejemplo; a veces son Kharis, Moira, Hébe, Ate, Hybrís, Hesychía, etcétera. El poeta tiene posibilidad de crear Wesenheiten, aun­que otras veces utiliza las ya existentes, que incluso han penetra­do en ocasiones en el culto. Pero no es solo Píndaro: no hace mucho yo estudiaba cómo en Safo éros, póthos, etc., son consi­derados casi como sustancias que rodean o impregnan a la per­sona amada y están dotadas de actividad en cuanto despiertan el amor del amante; cómo adquieren un carácter semidivino. El grado en que se cumple la hipóstasis, en que hay una «separa­ción», para expresamos a la manera aristotélica, es variable.

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Comparar estas Wesenheiten, estas entidades intuidas visual- mente, consideradas como activas y casi personales, pero con un grado de separación variable, con la ideas platónicas, nos parece totalmente lógico. Vemos también aquí cómo el significado de una palabra cobra esa autonomía y ese carácter activo de que hablábamos. La lengua griega mantuvo abierta esta posibilidad mucho tiempo: en la comedia, notablemente, hallamos constan­temente usado el procedimiento y Cratino introducirá como per­sonaje la Botella, Aristófanes la Paz, la Realeza, los dos Argu­mentos, etcétera; en la tragedia misma, Esquilo introducirá a Fuerza y Violencia en el Prometeo. No se trata de artificios poé­ticos como en la poesía clasicista posterior, se trata de un uso vi­vo de la lengua, que se considera que se refiere a realidades uni­tarias, casi corpóreas, casi personales: a veces totalmente hipos- tasiadas y personificadas. El propio Parménides, cuanto estable­ce que solo el Ser existe y le da caracteres cuasidivinos, está hispostasiando el participio ón del verbo eimí, ser. Y es la creen­cia en el sentido unitario de las palabras lo que le llevará, a él y a sus discípulos, a ver dificultades en la predicación, es decir, a ad­mitir el uso del mismo verbo con otro sentido. Solo el Ser es, el no Ser no es: y el Ser es en el sentido de la permanencia invaria­ble, considerado único para todo el verbo. Piénsese en los distin­tos principios o archaí de los otros filósofos presocráticos, a ve­ces con rasgos divinos, siempre ejerciendo una actividad que ex­plica al despliegue todo de la realidad: en el lógos heraclíteo, la Eris y la Philía de Empédocles, etc.

En esta línea están, evidentemente, Sócrates y Platón, que lle­ga a atribuir a su Bien rasgos cuasidivinos en pasajes bien cono­cidos de la República. Tratan, eso sí, de precisar, de definir en qué consiste esa unidad; y Sócrates centra en este punto su inte­rés, mientras que Platón lucha trabajosamente por establecer el status metafísico y lógico de sus ideas, en parte próximas al mundo real, a veces próximas o aún superiores al mundo de lo divino. Pero no solo desde este punto de vista merece la pena

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echar una ojeada al mundo de los referentes ideales del mundo presocrático. Daremos un paso adelante si hacemos ver que in­cluso la concatenación de las que, por abreviar, llamaremos ideas, tiene estos mismo precedentes.

La lingüística moderna ha establecido que los significados de las palabras no deben estudiarse aisladamente, puesto que, como decíamos, se organizan en campos semánticos.

Dejamos de momento de considerar las organizaciones más complejas de estos campos para hacer alusión al tipo de todas ellas: la oposición binaria.

Estas oposiciones binarias dominan el panorama de la dialéc­tica socrático-platónica. Es más, han tendido a ser consideradas prácticamente como únicas muchas veces: así, en la tendencia socrática a la unificación de todas las virtudes, considerando el total como opuesto al vicio; o sea, en el establecimiento de dos series de sinónimos opuestos entre sí, tal como se ve en los pri­meros diálogos de Platón. De igual modo, a lo largo de todos los diálogos de Platón domina la técnica de la diéresis o división de las entidades ideales en otras subordinadas, con la exclusión en general de oposiciones entre más términos; hay además una ten­dencia a considerar esta oposiciones binarias como contradicto­rias, es decir, a sentar que si uno de los términos es verdadero el otro forzosamente es falso, lo que, al igual que las oposiciones binarias, es solo un caso de los que se dan en la lengua. Un caso es también que no exista sinonimia parcial entre los opuestos, es decir, que uno de los términos o bien los dos no puedan usarse como equivalentes del otro en ciertos contextos. O sea, Sócrates y Platón tienden a subordinarlo todo al principio binario, con si­nonimia de las dos series, y, dentro de él, a las oposiciones con­tradictorias y exclusivas, con daño a veces del rigor lógico. Pero sobre esto volveremos. Lo que nos interesa ahora es el hecho de que las oposiciones binarias arrancan de la lengua griega, son en realidad la unidad elemental de organización de los campos se­mánticos en todas las lenguas; y, en segundo término, el de que

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incluso en el detalle de cómo son concebidas esas oposiciones, hay precedentes dentro del pensamiento griego anterior, que ge­neraliza ya algunas de las posibilidades que ofrece la lengua.

Este tema de la polaridad en el pensmiento presocrático ha si­do bien estudiado por G. E. R. Lloyd en su libro Polarity and Analogy, Two types o f argumentation in early Greek thought, Cambridge, 1966. Lloyd parte con razón del pasaje de la Física de Aristóteles (A 5 188 b, 27 ss.) en que el estagirita manifiesta que los presocráticos partían siempre de dos archaío principios opuestos. Esto es cierto en muchos casos, aunque también hay excepciones. Pero basta recordar el Fuego o Luz y la Noche en Parménides, el Amor y la Discordia en Empédocles, los pares de contrarios en Alcmeón, la tabla pitagórica de los contrarios, también Meliso analiza en términos de contrarios los cambios en el mundo físico (frío y calor, duro y blando) y hay que hacer referencia, sobre todo, a la teoría cosmológica del Sobre la Na­turaleza del Hombre, de Hipócrates, que arranca de lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco. Todo esto nos lleva por una vía di­recta a las ideas opuestas del Fedón, derivadas recíprocamente la una de la otra y que no pueden coexistir juntas en la misma cosa, así lo caliente y lo frío, lo grande y lo pequeño. O sea, que no hay solamente definiciones esenciales, como antes hemos postu­lado, sino también y al mismo tiempo definiciones opositivas. Un físico nos dirá que el calor y el frío no existen, que hay gra­dos cambiantes de temperatura; pero en cambio para Platón hay un frío y un calor absolutos como hay la vida y la muerte, lo jus­to y lo injusto. Que la base de esta concepción es lingüistica, sal­ta a la vista.

Y ello es más claro todavía si se tiene en cuenta que esta con­cepción bipartita de cada esfera de la realidad la encontramos desde el griego más antiguo. En Hesíodo, en la genealogía que nos lleva desde el Caos nacen las dos parejas: Tierra y Eros, Ere­bo y Noche; de esta segunda, la constituida por Eter y Día. Por otra parte, se tiende a clasificarlo todo, en el pensamiento prefi-

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losófico, por oposiciones polares semejantes: dioses olímpicos y ctónicos, etc. Y Homero está lleno de expresiones bipolares: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, tierra y mar, abiertamente y en secreto, por engaño y por violencia, etc7. A veces, ciertamen­te, cambian levemente los términos opuestos, con sinónimos que indican matices.

Estas oposiciones, como decimos, han continuado desarro­llándose en el pensamiento griego: naturaleza y convención, en­tendimiento y sentidos, Ser y no Ser son algunas de las que en­cuentran Sócrates y Platón en su ambiente intelectual, con las que han de luchar. Como decíamos, hay cierta tendencia a elimi­nar la sinonimia que en la lengua se suele dar en cada término, a descartar las oposiciones entre varios términos (que se dan, por ejemplo, en la Teogonia de Hesíodo), a hacerlas contradictorias: recursos estos que Platón critica en rivales suyos como Zenón o los megáricos o los sofistas Eutidemo y Dionisodoro, pero que él mismo practica a veces. La antigüedad de esta tendencia a que­darse con solo aquellos modos de oposición de la lengua natural que son más exclusivos y cerrados se ve claramente en la tabla pitagórica de los opuestos. En ella, oposiciones como derecho/iz­quierdo, que admite un término intermedio, son consideradas idénticas a las de limitado/ilimitado, par/impar, que no lo admi­ten. Las exhaustivas y contradictorias, que se aplican a cualquier referente y en que la verdad de un término implica la falsedad del otro, van al lado de otras que no son ni exclusivas ni contra­dictorias. Todas ellas se consideran exclusivas, es decir, sin posi­bilidad de neutralización. Y, finalmente, los primeros términos de todas ellas se asimilan como equivalentes e igual los segun­dos. Son tendencias éstas, por lo demás, que se dan en los siste­mas opuestos del pensamiento primitivo. Basta aludir a la doc­trina del Ying y el Yang en el pensamiento chino. El Ying impli­ca oscuridad, frío, el sexo femenino, la noche, la luna, la tierra, el oeste, el norte, suave, débil, detrás, debajo, a la derecha, muerte; el Yang, lo contrario. Podemos hablar de una conformación fi­

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losófica, a efectos de organizar un sistema coherente más amplio que el de la lengua, de los opuestos elementales de ésta. Otra su­peración es la de Heráclito: el negar los opuestos. Pero esto equi­vale a establecer una realidad más alta que los subsume, a estable­cer géneros más altos que las especies.

El camino que llevamos recorrido nos hace ver cómo el análisis de la realidad por el pensamiento religioso y filosófi­co se realiza como una continuación del análisis lingüístico de la misma: ya estableciendo entidades que corresponden a los refe­rentes ideales de las palabras, ya oponiendo entre sí estos refe­rentes en forma binaria, ya, en una segunda fase, introduciendo modificaciones en el sistema de la lengua; modificaciones que consisten unas veces en aceptar solo un tipo de oposición como modelo, otras en establecer sinonimia allí donde la lengua no la presenta, otras —veremos— en dar definiciones de las palabras que en realidad no atienden a los hechos lingüísticos y en esta­blecer sus relaciones en forma que tampoco responde a la de la lengua.

Todo el pensamiento religioso y filosófico arranca de la len­gua, esto resulta indudable; pero a partir de un cierto momento se produce una disparidad entre lengua y pensamiento. Platón —no sabemos si Sócrates— era consciente de ello, al menos par­cialmente. Y al llegar a este punto nos es forzoso retroceder y pintar un panorama de aquello que los propios filósofos griegos tomaban a propósito de ella. Es un punto decisivo para com­prender y juzgar los distintos sistemas ontológicos, lógicos y epistemológicos.

Un buen punto de partida es el diálogo platónico Crátilo, de­dicado precisamente al estudio de cuestiones de este tipo. En él, efectivamente, se presentan las tres tesis fundamentales en tomo a esta cuestión: que las palabras son physei, por naturaleza, y responden exactamente a la verdad de las cosas que designan, te­sis del heraclíteo Crátilo que Sócrates halla poco coherente con el «todo fluye» del filósofo Efeso y con las formas contradicto-

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rías de nombrar las mismas cosas; que las palabras proceden de una convención o acuerdo, son, digamos, signos arbitrarios, tesis de Hermógenes que Sócrates tampoco acepta; y la tesis del pro­pio Sócrates, esto es, de Platón, consistente en que a veces se pu­de acceder a la verdad a través de las ideas. Veamos en qué con­sisten en líneas generales las tres tesis.

Según la primera, las palabras son un revestimiento natural de las cosas, por así decirlo. De aquí se deduce que es imposible mentir: un dios habría dado a cada cosa el nombre que le corres­ponde. Esta teoría trata de fundamentarse mediante el estudio de los que nosotros llamamos signos motivados, aquellos que son analizables en elementos de significado inferiores; dé donde uña serie de caprichosas etimologías. Lo que nos interesa hacer notar es que esta misma doctrina es atribuida por nuestras fuen­tes a Antístenes, aunque los detalles son dudosos. En su «Sobre la educación o sobre los nombres», Antístenes sentaba que el fundamento de la educación es el estudio de los nombres; que es imposible contradecir o hablar falsamente8. Si cada cosa tiene un logos, entoces dos logoi aparentemente contradictorios se refie­ren a cosas diferentes.

Esta identidad entre lengua y realidad resultaba evidentemen­te una traba para el desarrollo de la interpretación de esta. De aquí que, por más que partiera también él de la lengua, Platón hubiera de liberarse, al menos parcialmente, de ella. No sabe­mos quiénes, a más de Crátilo y Antístenes, eran partidarios de esta doctrina, que estaba bastante extendida a juzgar por la referencia en el Sofista (235 c, ss.). Una extensión de la misma es la imposibilidad de la predicación. Para Licofrón, es ilegítimo colocar «es» entre sujeto y predicado nominal, porque equivale a convertir una unidad en una multiplicidad; pero se puede consi­derar un nombre seguido de un adjetivo como una unidad. La imposibilidad de la predicación se ve más clara todavía, sin en- bargo, en las objeciones combatidas en el Sofista y en las dificul­tades entre el Uno y lo Múltiple que se presentan en el Parméni-

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des. La filosofía de Parménides presentaba a Platón el desafío de cómo conciliar el Uno con la multiplicidad de las ideas; y al pro­pio tiempo, la sustancialidad de éstas convertía en un problema su relación y, sobre todo, el hecho de que pudieran referirse a una misma cosa dos contrarias entre si. Pero esto nos aleja de nuestro tema actual, puesto que no se trata ya de la identidad de lengua y realidad, sino de los problemas resultantes, a partir de aqui, para comprender la estructura sintagmática de la lengua. En ella cada palabra acompaña a otras en un texto continuo, mientras que es difícil establecer una relación entre sí de referen­tes autónomos, ideales, por otra parte de jerarquía diversa. Este es el problema con que tuvo que debatirse Platón en sus últimos años y que resolvió dejando un tanto en la penumbra el proble­ma ontológico, sin llegar a retirar sus doctrinas anteriores, y cen­trándose en el problema lógico y en el lingüístico.

La posición contraria a ésta está representada en el Crátilo, según indicamos, por Hermógenes. Defiende este que las pala­bras no tienen relación alguna con las cosas. Se trata de una synthêkëo convención. Cualquiera que lee esto piensa inmedia­tamente en la doctrina de la arbitrariedad del signo, que atribui­mos por rutina a Saussure y que es la que ha aceptado la Lin­güistica actual, sin dejar de reconocer que existen algunos signos motivados. Es curioso considerar la antigüedad de esta doctrina y más curioso resultará todavía considerar las consecuencias que de ella obtuvieron sofistas como Protágoras o Gorgias. Por ello merece la pena detenerse un momento en la historia de esta cuestión.

Esta historia puede seguirse cómodamente en un artículo de Coseriu titulado precisametne «L’arbitraire su signe. Zur Spät­geschichte eines aristotelischen Begriffes»9. Coseriu ha recogido en im cuadro las denominaciones del signo como willkürlich, ar­bitrate, etc., en autores como Hobbes, Locke, Leibnitz, Lessing, Hegel, etc.; fortuito dice el Brócense en fecha más antigua. Estas expresiones y las de los que hablan de institutio, así Abelardo, remontan en definitiva a Aristóteles, de quien Coseriu cita varios

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pasajes, empezando por el de De interpr. 16 a 19, que dicen que el signo es katá synthékBn, por convención. Nosotros sabemos que la expresión remonta al Crátilo de Platón. Coseriu ha visto bien que de ella derivan traducciones e interpretaciones del tipo adplacitum, ex arbitrio y luego willkürlich, etc.

Vemos pues que, con anterioridad a Sócrates y Platón, el es­tadio natural de la interpretación ingenua de la lengua, que ellos corrigen sin superarlo del todo, había sido ya rebasado. Y sin embargo, como tantas veces en la historia, este descubrimiento fue apenas fructífero. En Protágoras y Gorgias vemos el desarro­llo de algunas de sus posibilidades. Pero el esencialismo platóni­co dominó a través del concepto aristotélico, más próximo a las ideas de lo que el Estagirita pensaba, todo el pensamiento posterior.

Claro está, el hecho de la arbitrariedad del signo comporta una serie de posibilidades todavía. A base de un signo arbitrario, puede concebirse una realidad con una organización interna re­flejada en una serie de palabras que designan convencionalmente sus partes: es decir, puede sostenerse todavía una concepción próxima a la platónica. Pero también puede imaginarse que, al contrario, son las palabras las que estructuran la realidad; o que no hay relación necesaria entre ambos planos; hay también una solución intermedia. Más todavía, una vez admitido que el signo es arbitrario, puede pensarse que, como es doctrina hoy admiti­da, tiene relación no solo con el referente sino también con quien lo enuncia y quien lo recibe, es decir, que un mismo signo puede significar cosas diferentes para hablantes diferentes. El contexto extralingüistico cobra también importancia. En suma, son mu­chas las posibilidades abiertas y hemos de explorar, aun dentro de la interrupción que sufrió esta corriente relativista que es la de Demócrito, Protágoras y Gorgias, y de nuestro escaso conoci­miento de ella, sus formulaciones concretas y la utilización de las mismas en la elaboración de teorías lógicas y epistemoló­gicas —e incluso ontológicas— alejadas de la platónica. Pero dejamos este tema para más adelante.

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Y con ello insistimos en la posición que toma el Sócrates del Crátilo, que coincide plenamente con la que hemos hallado en los diálogos platónicos y que ya hemos expuesto en sus líneas ge­nerales. Es interesante notar hasta qué punto era Platón cons­ciente de los desajustes entre lengua y realidad que hubo de ad­mitir para fundar su sistema.

Para el Sócrates del Crátilo los nombres son en cierta medida phúseJ «por naturaleza», en cuanto son imágenes de las cosas y procesos (prágmata y práxeis). Pero son imágenes con grados de fidelidad diferentes. Ello se deduce del hecho de que a veces hay conflicto entre las diversas denominaciones de una misma cosa. Por tanto, para llegar a la verdad de las cosas a veces son útiles los nombres, pero también puede suceder que sea preferible par­tir de las cosas mismas, ex autón (439 d). Hay que buscar otra cosa que las palabras, a saber, la ousía y la alétheia tón óntffn, la verdad de los seres: eii otros términos, las ideas. Pero aquí vienelo más curioso de todo. El ejemplo que se nos da de esas realida­des que hay que aprehender por sí mismas es el de to kalón (439 d): la idea de lo bello. Pero la idea de lo bello es designada exac­tamente por una palabra. O sea: puede darse que una idea no co­rresponda a una palabra (por darse sinonimia y homonimia), pe­ro otras veces sí corresponde. Platón introduce solo una leve co­rrección en la correspondencia entre palabras y realidad esencial.

La prueba de ello es la importancia que siguen teniendo las palabras. En diálogos como el Filebo, el Político y el Sofista se echa de ver esto continuamente. Pero volvamos de momento al Crátilo, que designa a la palabra como órganon didaskalikón kaídiakritikón, instrumento de enseñanza y clasificación (388 c). No tiene razón, pues, Krämer cuando en su Areté bei Platón und Aristoteles (Heidelberg 1959) propone que sólo uniendo el concepto socrático de la areté y la ontologia eleática construyó Platón la suya, basada en las ideas. Sin negar el influjo del elea- tismo, que es grande, es bien claro que el arranque de las ideas

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platónicas es paralelo al del Ser paimenídeo: está en la lengua y en una determinada concepción de su relación con la realidad.

Pero el Crátilo tiene importancia desde un segundo punto de vista: el de lo que nosotros llamamos la sintagmática, la coloca­ción de las palabras unas junto a otras en el discuso. Sócrates no pregunta en este diálogo por la verdad o falsedad de las pala­bras, la deduce de la verdad o falsedad del lógos en que están in­cluidas. El lógos no es ciertamente la oración: es un concepto más amplio, que incluye la oración y unidades superiores a ella. Está compuesta de palabras como se dice en el Político (26 d) dionomázontes gàr légousi toùslôgous, es decir, hay un aplicar nombres a los fragmentos parciales del lógos. Pero más concre­tamente Platón nos dice que el lógos t stá formado de onómata y rhémata, lo que a veces se ha traducido por nombres y verbos. Traducción equivocada. A juzgar por el paralelo que da el mis­mo Platón, la formación de los nombres a partir de letras y síla­bas, parece que rhémata se refiere a lo que llamamos sintagamas o grupos de palabras en función de una palabra. Unidades jerár­quicamente diversas, como son las palabras y los sintagmas, son puestos por Platón unas al lado de otras para estructurar el ló­gos ; esta es al menos la interpretación de Gerold Prauss, que me parece acertada10.

Es curioso ver que lo que a Platón interesa de las palabras si­gue siendo su verdad o falsedad, es decir, su correspondencia o no a las estructuras de la realidad. Aquí no se presenta el proble­ma de la predicación, es decir, el propiamente lógico y gramati­cal. Estamos en plena ontología. La verdad del lógos demuestra la de sus elementos componentes: es un simple agregado de és­tos, una suma. Solamente, gracias al lógos hay un criterio para decidir sobre su verdad o su falsedad. Pero cada idea sigue sien­do cerrada y autónoma, se suma a las demás, no se atiende a la modificación del sentido de las palabras en el contexto en que in­tervienen varias de ellas. Tan primitiva como es la concepción del significado de las palabras, unitario, carente de neutralizacio-

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nes, incluido en oposiciones binarias del tipo más simple, es la concepción de la sintagmática. La unidad prevalece sobre el con­junto en que se engloba, sea paradigmático o sintagmático. Esto procurará problemas a Platón en otros diálogos que ya hemos mencionado.

Pero por primitivo que sea el sistema platónico de los signifi­cados, por mucho que sea una pura caricatura de lo que son en las lenguas naturales, no puede negarse que, siguiendo preceden­tes a los que ya hemos hecho alusión, con ello Platón se aproxi­ma a la creación de un vocabulario científico. Pues el vocabula­rio científico se caracteriza precisamente por la unicidad y falta de equívocos del significado de las palabras, por la falta de neu­tralizaciones, sinónimos y homómimos. por los sistemas simétri­cos en que se organiza. Queriendo seguir el modelo de la lengua, Platón se ha visto precisado a corregirla: a veces dándose cuenta, otras, sin darse. Y ha llegado a un punto en que los orígenes lin­güísticos de su sistema no son más que un recuerdo, en que con palabras de la lengua común ha creado una idea del mundo ori­ginal y, al tiempo, un vocabulario en realidad original, con todos los rasgos que caracterizan los vocabularios científicos. Es algo semejante a lo que le ocurrió a Protágoras cuando, tras sentar una categoría como la del género, quería corregir el uso normal griego para que el género quedara siempre marcado. Platón va mucho más allá: es toda una idea nueva del mundo la que de él emerge. Y alguien que está en los antípodas de su pensamiento, el Calicles del Gorgias, procede en forma parecida.

Pero no vamos a detallar esto. Sólo queríamos sentar las ba­ses del problema de la relación entre lengua y pensamiento en la Sofística y en el movimiento socrático-platónico. Hemos visto que la posición ingenua está superada por ambos. Primero por la Sofística con su relativismo y su admisión de la arbitrariedad del signo, si bien no creemos que esto sea propio de todos los so­fistas, sino sólo de algunos, y si bien, además, había diferencias de detalle entre los mismos sofistas relativistas. Pero después Só-

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crates y Platón, que arranca de un pensamiento más tradicional, del esencialismo propio del hombre común en Grecia y fuera de Grecia, se ven llevados, por la fuerza misma de las cosas, a mo­dificar sus posiciones, a crear a partir de la lengua, forzándola, un sistema nuevo. Son puntos de partida bien diferentes: pero en uno y otro caso la lengua es decisiva para las nuevas formulacio­nes ideológicas. Intentaremos exponer en rasgos generales cuáles son las consecuencias que en una y otra corriente se dedujeron, desde el punto de vista ontológico, lógico y epistemológico, de las dos opuestas posiciones sobre la relación entre lengua y realidad.

II

En diálogos platónicos como el Protágoras y el Gorgias ve­mos desarrollarse ante nosotros el debate entre las dos concep­ciones de la lengua, propias respectivamente de la Sofistica y de la escuela socrático-platónica, que hemos descrito en páginas an­teriores; y, con ellas, vemos desplegarse y enfrentarse las conse­cuencias de varios órdenes que de esas concepciones lingüisticas se deducen. Aunque igual podría decirse, ciertamente, que las concepciones lingüísticas tienen relación con concepciones onto- lógicas, lógicas y epistemológicas propias de cada una de las dos escuelas. Por otra parte, los datos que de estos diálogos obtene­mos sobre las ideas de los sofistas, deben completarse con los fragmentos, escasos por demás, que de ellos conservamos: los de Protágoras y Gorgias en primer término, también los de filóso­fos como Demócrito que coinciden con ellos más o menos com­pletamente. Y, claro está, el conjunto de los diálogos platónicos arroja nueva luz sobre todas estas concepciones; sobre todo los de última época, tales el Filebo, el Político y el Solista, que nos presentan la problemática interna del platonismo enfrentado con los postulados del eleatismo.

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En el Protágoras y el Gorgias el panorama que se nos presen­ta es el de la refutación por parte de Sócrates de las teorías de es­tos sofistas; no solo de ellos, sino también de la escuela entera de Gorgias en el diálogo de este nombre, de Hipias en el Protágo­ras. Al relativismo de los sofistas, a su falta de fe en la existencia de una verdad universalmente válida o, al menos, de una adqui­sición definitiva de la verdad por el hombre, responde la dialécti­ca socrático-platónica, en que ésta es defendida y precisada.

Desde un punto de vista cronológico, sería lógico que empe­záramos nuestra exposición de estos diálogos y de los temas que en ellos se desarrollan y son completados con datos diversos, a partir de la posición de los sofistas. Posición, por lo demás, en modo alguno unitaria y monolítica. Pero el esencialismo socráti- co-platónico, que se nos presenta como una reacción contra ellos, y que lo es en realidad históricamente, es sin embargo mu­cho más tradicional que los sofistas; hemos visto que enlaza con la posición tradicional respecto al significado de las unidades lin­güísticas, que veía en ellas unidades de sentido en cierto modo exentas o autónomas, con capacidad para la hipóstasis incluso. Podría decirse que Sócrates y Platón defienden una tradición esencialista frente a los ataques disolventes de la Sofistica, por más que, al hacerlo, hayan por fuerza de darse cuenta de que in­troducen en ella innovaciones que la racionalizan y hacen cohe­rente. Hemos visto que Platón era plenamente consciente, en el Crátilo, de que la lengua solo en parte calca fielmente la reali­dad. Por ello se comprenderá que, desde el punto de vista expo­sitivo, nos resulte más práctico comenzar por precisar y concre­tar lo que en nuestra anterior conferencia dijimos sobre la rela­ción entre lengua, ontologia y lógica en Socrátes y Platón, para ocupamos después de los sofistas, cuya posición, pese a la cro­nología, es más avanzada e innovadora.

Decíamos que para Platón en el Crátilo a veces es más conve­niente descubrir la verdad de ta ónta, los seres, a partir de ellos mismos, y que esto venía a equivaler a preconizar el estudio de

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las ideas. Decíamos que las ideas no eran, en el origen, más que significados de palabras más o menos hipostasiados y que, por tanto, aun allí donde Platón recomienda apartarse de la lengua, opera en definitiva a partir de la lengua. ¿En qué consiste, enton­ces, ese apartarse de la lengua de que hablábamos?

Consiste en dos cosas. Desde el punto de vista de Platón se trata de que una misma idea puede expresarse por varias pala­bras, que entonces se convierten en sinónimos: hay falta de co­rrespondencia, pues. Como puede suceder, aunque esto no lo in­dica Platón, que a una forma de una palabra correspondan dos contenidos, dos ideas, es decir, que se trate de dos homónimos. Esto desde el punto de vista de Platón. Pero si aplicamos ahora nuestro porpio punto de vista vemos que va más lejos en ese de­sajuste entre lengua y ontología. Ya hemos apuntado que las re­laciones entre las ideas tienden a ser establecidas por Sócrates y Platón sobre esquemas simplicisimos que solo muy parcialmente corresponden a los de la lengua: y ello inconscientemente del ale­jamiento que cobran respecto a ésta. Con ello es solidario un se­gundo hecho: el de que la misma definición de tal o cual idea, es decir, de tal o cual palabra o grupo de palabras, está falseada respecto al uso normal de la lengua.

Hoy establecemos el significado de las palabras de un campo lingüístico mediante una recogida cuidadosa de los hechos, es decir, reuniendo un dossier de las distintas distribuciones en el plano sintagmático, de las distintas oposiciones en el paradigmá­tico; estudiando sus frecuencias y sus transiciones; tratando de ver en qué medida las acepciones se unifican en planos sucesivos de abstracción o si esta unificación no existe. De igual modo, las relaciones entre las palabras deben estudiarse sobre datos objeti­vos. Las posibilidades de la conmutación nos dan estos tipos de relación: exclusiva, o sea, sin neutralización alguna; distintiva, en que ambos términos pueden sinonimizarse, con frecuencias esta­dísticas variables; privativa, en que uno de los dos términos es negativo, es decir, puede sustituirse por el otro. Es el estudio di­

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recto de los datos lingüísticos el que nos lleva más allá de este punto, haciendo ver la estructuración de todo el campo: posibles casillas vacías, simetría más o menos lograda, oposiciones no bi­narias u oposiciones binarias sobre rasgos distintivos diferentes, existencia o inexistencia de géneros implícitos, es decir, de bifur­caciones en un árbol de palabras de las que salen dos o más espe­cies, opuestas entre sí, pero que en la lengua estudidada no tie­nen una palabra propia que las exprese.

Nada de esto ocurre en Sócrates ni en Platón. Buscan defini­ciones absolutas por el simple sistema de sugerir una y de ir co­rrigiéndola hasta acercarla a un esquema que es siempre aproxi­madamente el mismo, depende de la concepción moralista que opone simplemente la Virtud, considerada al tiempo como cono­cimiento y acción, como expresión de finalidad propia del suje­to, y el Vicio. Y los esquemas en que organizan las ideas y que expresan su concepción del mundo son campos semánticos sim­plificados, esquematizados, regularizados. Querríamos poner aquí algunos ejemplos de este modo de proceder, que desde un arranque lingüístico llevan a una filosofía completamente autó­noma del plano de la lengua.

Un diálogo como el Laques nos da una idea bien clara del proceder socrático. Se trata de definir la andreía, el Valor. El ge­neral Laques presenta ion primer ensayo de definición; cuando un soldado permanece en su puesto decidido a rechazar al ene­migo en vez de huir, es un hombre valeroso. Pero —arguye Só­crates— el método de lucha de los escitas consiste en huir y no puede decirse que no sean valerosos. Laques propone entonces una segunda definición: el Valor es la firmeza de ánimo. Pero Sócrates añade que para que el Valor sea bueno, útil, debe ir acompañado de la inteligencia: aquí Sócrates ha introducido una condición necesaria del Valor que, ciertamente, no está en la len­gua. A partir de aquí, el general Nicias presenta un tercer ensayo de definición: el valor es la ciencia de las cosas que merecen mie­do o confianza. Como de costumbre hay una objeción de Sócra-

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tes que, esta vez, se apoya en el uso lingüístico. No parece que con esta definición pueda seguirse llamando valerosos a anima­les como el león y la pantera, dice. Sócrates sugiere que no debe en realidad atribuírseles valor, y Nicias le da la razón, introdu­ciendo una distinción entre Valor y Temeridad. Con ello, una vez más, se fuerza la lengua. Y se avanza más todavía por este camino cuando Sócrates pregunta si, con la anterior definición, el Valor no viene a equivaler a la Virtud toda entera. Los males y los bienes son los que en realidad merecen miedo y confianza; o sea, se llega a la conclusión de que es la Virtud entera la que debe ser definida.

Podríamos poner igualmente como ejemplo otros varios diá­logos del grupo de los aporéticos o socráticos para hacer ver có­mo, en definitiva, se tiende a sentar la unidad de la Virtud, una bajo diversos nombres sinónimos y centrada toda ella en el co­nocimiento y la práctica del Bien y del Mal. El grupo de diálogos culmina, como se sabe, en el Protágoras, donde la tesis es soste­nida abiertamente. Y no hay riesgo de que nos hallemos ante una alteración platónica del pensamiento socrático: más o me­nos conscientemente, con resultados tal vez no claramente for­mulados, Sócrates avanzaba en esta misma dirección. Jenofonte es buen testigo de ello. El examen de las definiciones propuestas aparece en la Memorables (3.4.7), e igual el método consistente en distinguir y definir, en sentir las hypotheseis o «presupuestos» (4.6.13) y la búsqueda paso a paso de la esencia de las cosas (tí estibékaston tôa ôntôn, 4.1). Esta búsqueda se dirige en definiti­va siempre en el sentido de hallar la unidad de lo específicamente humano, del alma y su areté (cf. Mea. 3.8.9).

La sugerencia de que el Valor, la sophrosyne(en el Cármides) y otras virtudes son en defintiva la ciencia del Bien y del Mal, nos lleva a una idea, la de la areté (llamada eidos en Gorgias 503 e, se habla de su parousía o presencia, como la de una idea, en 506 d), expresada por una serie de sinónimos: posición en de­sacuerdo con la lengua, que mediante una serie de palabras seña­

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la matices, coincidencias y diferencias. Es notable cómo en el Protágoras la idea de la unidad de las virtudes en la Virtud es justificada sobre un análisis lingüístico deficiente. La dikaiosÿüè es hósion y lo hósion es dikaion, etc.; es decir, de la Justicia se puede predicar la Verdad y de la Verdad la Justicia, siendo otras predicaiones semejantes posibles. Pues bien, de ahí deduce Pla­tón que todos estos conceptos se equivalen. Falsamente, por su­puesto; el mismo Platón descubrirá lo que es la predicación en el Sofista. Pero de momento la cosa queda así: una palabra tiene un sentido único, la aparición de dos palabras referida la una a la otra demuestra identidad de sus significados en este contexto y en todos los demás. Ciertamente, ello no ocurre sin ciertas vaci­laciones. Los rasgos que se atribuyen a la Virtud en estos prime­ros diálogos son aproximadamente los rasgos de la Justicia en la República. Y junto a la definición esencial y exhaustiva se abre paso, sobre todo en el Gorgias y luego en la República, la ten­dencia a definir la Virtud y la Justicia como una taxis u orden, una ordenación armónica de elementos distintos. En el mismo Gorgias lo kalón, lo hermoso, es definido en función de dos téls o fines, a saber, el beneficio o el placer. Y en los últimos diálogos se encrespa la discusión en tomo al problema de lo uno y lo múl­tiple, cuyo conflicto, reconoce el Filebo (15 d), va implícito en todo pensamiento humano. Es, para repetirlo en sus plabras, una enfermedad de los lógoi que es inmortal y no envejece. Pero estos son nuevos desarrollos del pensamiento socrático-platóni- co. Volvamos a su núcleo original, que es la lengua corregida, idealizada en el sentido que sabemos.

El Gorgias nos permite como ningún otro diálogo el estable­cimiento de campos semántidcos ideales. Veámoslos, dividién­dolos en tres puntos:

a) Hay en primer lugar una doble reducción de sinónimos. Lo dikaion o justo es al tiempo kalón o hermoso y agathón o bene­ficioso, siguiendo una de la dos posibles interpretaciones del ka­lón, que también puede ser hëdÿ, placentero. Inversamente, lo

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ádikon o injusto es aischrón o feo y por tanto kakón o dañino (la segunda definición posible de lo aischrón comporta lÿpë, do­lor). Se han convertido en sinónimos totales palabras que en la lengua lo son parcialmente, si acaso. La posición de Polo, de que obrar la injusticia es aischrón, pero agathón o beneficioso, está mucho más próxima del uso popular, precisamente por ser me­nos imitaría y regular. Sócrates llega a establecer, a partir de este sistema, que hacer la injusticia es kakón, peijudicial, en un senti­do que no es el de la lengua: el del mal moral para la propia al­ma. Un nuevo sistema, el del moralismo, está siendo descubier­to; pero la lengua griega está siendo traicionada. En menor me­dida esto ocurre cuando términos tales como Gphélimos, agathós, cbrésimos, son usados como sinónimos totales, e igual lÿpë, álgos, etcétera. Platón no hace más que avanzar por el ca­mino de la división bipolar de todo el vocabulario en dos series dentro de cada una de las cuales hay sinonimia, tendencia implí­cita ya en ciertos sistemas primitivos a que hemos aludido y pre­sente también en la reclasificación del vocabulario por las ideo­logías de todos los tiempos. De una serie de pares de opuestos con rasgos diferentes y que en parte se recubren, en parte no, ha hecho un sistema unitario de tipo bipolar.

b) Más complejo es el cuadro que Platón traza en el mismo diálogo de las distintas téchnai o artes y empeiríai o prácticas. Como siempre ocurre en estos esquemas, una de las series está desvalorizada: aquí la de las empeiríai, calificadas también de kolakeíaio ‘adulaciones’. Pero continuemos viendo las simetrías. Hay artes del cuerpo y artes del alma; hay prácticas del cuerpo y prácticas del alma. En cada uno de estos cuatro apartados, que presentan una doble simetría (oposiciones arte / práctica y alma / cuerpo), hay una subdivisión binaria: las artes del alma son la Justicia y la Legislación, las del cuerpo la Medicina y la Gimnás­tica; las prácticas del alma son la Retórica y la Sofistica, las del cuerpo la Culinaria y la Cosmética. Los primeros términos de estas oposiciones binarias presentan una oposición dos a dos:

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Justicia y Medicina curan el alma y el cuerpo respectivamente, Legislación y Gimnástica los mantienen en buen estado, e igual, aunque se trata de prácticas acientíficas, los términoscorrespon- dientes de la otra serie. Todo simétrico y equilibrado. La única asimetría consiste en que las dos artes del alma, la Justicia y la Legislación, son especies de un género que es la Política; en cambio, los otros pares de opuestos no tienen en la lengua griega ninguna palabra que les sirva de género: Platón no ha sido capaz de encontrarla ni siquiera forzando las cosas. Frente al género explícito Política existen en las otras tres ca­sillas géneros implícitos, diríamos nosotros.

La simetría se basa en postular rasgos opositivos relevantes que son igualmente sistemáticos. Las artes se distinguen de las prácticas por su fin: aquellas son prós to béltiston, buscando el bien, estos próschárín, buscando el placer o la adulación; son eí- dffla, falsas imágenes de las primeras. La oposición del tipo Jus­ticia/Legislación, etc., es igualmente finalista, se basa en fijar más precisamente el fin. Al lado hay las otras oposiciones que son subsidiarias de la oposición cuerpo/alma. A través de ésta, el sis­tema se engarza con todo el resto del sistema platónico. Y el fi- nalismo es dominante en las definiciones.

Toda esta bella simetría de términos opuestos sobre rasgos igualmente simétricos que presuponen una determinada concep­ción de la realidad, todo este binarismo moralizante es la esencia misma del platonismo. Pero, insistimos, arrancando de la len­gua, pretendiendo definir palabras de la lengua en sí y en sus re­laciones, ha llegado a algo totalmente nuevo. A establecer sino­nimias y antinonimias radicales, a trazar un esquema rígido que es un nuevo programa de vida, pero no una descripción de la lengua griega.

c) Dentro todavía del Gorgias &s interesante lo que se dice en términos generales sobre la clasificación de las artes y sus princi­pios. Se empieza por oponerlas a las prácticas como basadas en el conocimiento y tendentes al Bien, lo que, evidentemente, no

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responde al uso griego. Luego se dividen por su instrumento: las que son diá lógGn, por medio de palabras, y las que no. A conti­nuación por el fin: dentro de las primeras, hay las que tienden a peíthein, persuadir, y las que no. El siguiente criterio es el del co­nocimiento: Sócrates hace admitir a Gorgias que el orador «sa­be», «conoce», con lo cual conecta —si esto fuera verdad— el dominio de la Retórica con el de la acción; si esto fuera verdad, decimos, porque el verdadero paso siguiente en la clasificación socrática de las artes es precisamente el de negar a la Retórica es­te carácter: es un persuadir sin conocimiento, no es un arte por tanto, es una práctica.

Aquí nos hemos encontrado no con un paradigma que inclu­ye varios parámetros, como en el caso anterior, sino con un ár­bol en el que se procede por dicotomías, tal como los que Platón ejemplifica en los diálogos posteriores. Lo que ahora nos intere­sa es, sin embargo, el mismo punto que estamos variamente ata­cando: se trata otra vez de forzar la realidad, de aprovechar los componentes morales del significado de las palabras para elimi­nar todos lo demás y subordinarlo todo a la antinomia entre lo beneficioso y dañino moralmente, con s in ó n im o s en uno y otro lado; de imponer los esquemas previos alma/cuerpo, saber/no sa­ber, el finalismo, etc.

Pero no se crea que es sólo Platón quien, sobre el precedente de Sócrates, nos da un ejemplo relevante de lo que es la reclasifi­cación del léxico de una lengua al servicio de una doctrina que escinde el mundo rigurosamente en dos mitades sin zonas de transición ni incoherencia. Calicles, el defensor cerrado del in- moralismo en el diálogo, no procede de otra manera, aunque sus resultados sean exactamente los contrarios. Decíamos previa­mente que la Sofística es un nombre demasido vasto que com­prende muchas doctrinas diversas.

La argumentación de Sócrates en el Gorgias; frente a Polo, se ha basado en hacerle admitir que el término aischrón, feo, que en realidad indica una valoración negativa sobre fundamentos

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muy varios, contiene un elemento moral: es aiskhrón hacer la in­justicia. Este elemento moral es generalizado luego indebida­mente. Pues bien, Calicles es claramente consciente de esto. Y preconiza acabar con la ambigüedad, también él, pero de un mo­do opuesto. Lo que Polo ha admitido es así nomöi, por conven­ción; pero es physei, por naturaleza, todo lo kákion, lo dañino, como por ejemplo el adikeísthai, el sufrir la injusticia, es auto­máticamente aíschion. Desde el punto de vista de la phÿsis todo lo aischrón, lo feo o vergonzoso, es automáticamente kákion y viceversa, no hay posibilidad de que algo sea al tiempo aischrón y agathón, etc. Frente al moralismo socrático-platónico, el in- moralismo de Calicles; ambos igualmente exigentes, ambos igualmente irrespetuosos para la realidad de la lengua, mucho más ambigua, representante de un tipo de moralidad más huma­na y vacilante, en la que conviven los principios morales con los del beneficio y el deseo de triunfo.

Pero volvamos a Platón. Y, dentro de él, insistamos en el pro­cedimiento característico de su estudio ontológico y lógico en los últimos diálogos, la diéresis de la realidad en unidades sucesivas, por bifurcaciones generalmente contradictorias y exhaustivas. Veamos sus precedentes, veamos sus problemas en relación con la concepción unitaria, de origen eleático, del mundo inteligible. Pero veamos sobre todo su relación con la organización de los campos léxicos del Griego. Pues es sabido qué el esquema del ár­bol, con o sin géneros implícitos, se da en los campos léxicos de todas las lenguas; si bien suele haber multitud de neutralizacio­nes, de casillas vacias. Los grandes árboles simétricos y sin neu­tralizaciones solo se dan en las taxonomías, esto es, en la lengua científica. Pero es que Platón, forzando la lengua en ocasiones, está creando no sólo un nuevo sistema sino también, como de­cíamos, una lengua científica sin ambigüedades ni neutralizacio­nes, sin sinónimos ni homónimos: el modelo de todas las lenguas científicas posteriores, nacidas de las lenguas naturales, pero do­tadas de características que las apartan de éstas, que las hacen

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cobrar al final un carácter autónomo, a veces en contradicción con la lengua natural de que nacen. Platón no escapó a esta ley general.

El procedimiento de la diéresis o bipartición tiene por finali­dad llegar a una definición precisa de las ideas. Parte del princi­pio de que la realidad tiene una clara articulación: contiene enti­dades naturales, que se dividen en dos y éstas en dos y así sucesi­vamente. No cometiendo ningún salto en la descripción de esta articulación ni alterando el orden jerárqueico de la misma, se lle­ga a definir las ideas mediante sucesivas eliminaciones de aquello que no son. Esas entidades o ideas escalonadas se cortan por su diaphyé o articulación, igual que se hace con la víctima en un sa­crificio: son expresiones del propio Platón en el Político (259 d, 287 c) y el Sofista (265 c). Se atiende así a todas las diaphoraí o diferencias que existen en las ideas (.Político 285 e). Estas ideas, en los ejemplo que Platón nos da de la diéresis, sobre todo en el Político y el Sofista, tienen un nombre: como adelantábamos, la discordancia entre lengua y realidad es solo un caso especial. Por tanto la diéresis es una délo sis lógffi ton óntffn, un sacar a luz los seres o ideas con ayuda del lógos \ pero, al tiempo, se nos dice que «lo otro», es decir, el dominio negativo que acompaña a ca­da idea, está dividido en partes y cada una lleva un nombre. El que es capaz de establecer rectamente las dicotomías y llegar así a la defmción de las ideas es el verdadero dialéctico.

Todo este esquema nos recuerda los campos semánticos de que hoy nos ocupamos, con sus árboles, sus rasgos distintivos que separan los significados de las diferentes palabras. El con­cepto de koinönia o comunidad entre ideas próximas, que apare­ce en el Sofista (264 d-e), coincide también con nuestras doctri­nas sobre las relaciones entre las palabras dentro de los campos. Va Platón más allá que nosotros, en cambio, cuando atribuye a cada idea, esto es, a cada palabra, una naturaleza unitaria, su oi- keiâphÿsis (Sofista 261 c); sin embargo, en otras formulaciones se contenta con exigir una semejanza del contenido total de la

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idea (Político 285 b). Pero, sobre todo, ya hemos adelantado los desajustes entre la diéresis platónica y la organización de los sig­nificados en las lenguas naturales: los excesos de su binarismo; el abuso en considerar exhaustivas y contradictorias todas las dico­tomías, en forma que si un término es inadecuado se acepta que el otro es adecuado; la arbitrariedad en escoger los rasgos distin­tivos, sobre la base de juicios a priori. De ahí que este procedi­miento, que es sin duda anterior a Platón, pues hay precedentes en las Nubes, de Aristófanes (740 ss.), y el De Arte hipocrático (2), y que fue cultivado ampliamente en la última Academia, so­bre todo en relación con la Ciencia Natural, sugieran las bromas de los cómicos y las críticas de Aristóteles, en la Metaphysica y los Analytica Posteriora. Por lo demás, el propio Platón es cons­ciente de los problemas del método (cf. Sofista 262 b, e), mien­tras Aristóteles lo considera aceptable con ciertas correcciones (A. Post. 91 b 28 ss., 97 a 19).

El método dierético se funda en la concepción de la lengua como revistiendo en lo fundamental una realidad que puede des­cubrirse dividiendo según las ideas y en dos (kat’eíde kai díkha, Político 262 e), arte que Platón, en el Filebo (16 c-d) explica que fue un don de los dioses a los hombres traído por Prometeo y aplicado deficientemente por los hombres.

No vamos a entretenemos explicando más de cerca el método mediante los ejemplos tan conocidos, puestos por el propio Pla­tón, del arte de tejer o del pescador de caña o del sofista. Pensa­mos que tiene más interés el indicar cómo el análisis lingüístico dentro de una determinada línea que hemos tratado de describir y, por supuesto, con numerosas deficiencias, acaba por producir problemas. Estos problemas son de dos órdenes: los que noso­tros llamaríamos hoy de orden paradigmático y los de orden sin­tagmático.

Decíamos que la ontologia platónica hace crisis en el enfren­tamiento con el eleatismo, con su afirmación del Ser único, naci­do también él de un arranque lingüístico, a saber, el participio

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del verbo «ser». La concepción estratificada de la realidad se aplicaba con más o menos acierto a la descripción de dominios del mundo animal o vegetal, también a la de las artes o técnicas. Dominios restringidos, ciertamente. Pero si al lado existe el Ser o bien una idea suprema, llámese el Bien o la Belleza, es lógico que Platón tienda a establecer una pirámide que alcance a esa unidad extrema. Y que intente introducir también en el sistema entida­des ideales correspondientes a palabras de esfera de aplicación muy amplia, tales las que designan el Movimiento y el Reposo. Puede imaginarse una pirámide ideal que todo lo abarque. Pero Platón no llegó jamás a construirla en detalle. El carácter casi re­ligioso de los últimos escalones y su falta de base empírica, se lo impidieron. A este respecto citaba yo hace unos años a Bréhier criticando al P. Festugiére (REG 61, 1948, pp.479ss.) con su afirmación de que entre el punto de llegada de la ascensión dia­léctica —el Uno y el Bien— y el de partida de la dialéctica de­scendente o dierética, existe un hiato, pues siempre, en la prácti­ca, se parte en esta de una multiplicidad de elementos: los cinco géneros del Sofista, las cuatro especies del Filebo, los esquemas geométricos o aritméticos del Timeo.

Pero otras veces el problema de la paradigmática platónica no es éste, sino el de conciliar precisamente la unidad y la multiplici­dad, la dificultad misma por tanto de lograr ese sistema jeráqui- co total. No podemos entrar aquí en este grave problema. El he­cho es que, arrancando de un análisis lingüístico, cierto que con­dicionado por una serie de aprioris, Platón pierde de vista la len­gua a partir de un momento dado: y que la lucha por descubrir una organización total en las entidades de origen lingüístico, pe­ro ya con total independencia de la lengua, lucha en la que ha de enfrentarse con los epígonos del eleatismo, le lleva a un d o m in o

metafisico totalmente alejado ya de la lengua.Decíamos que también en la sintagmática la concepción lin­

güística de Platón produce problemas. Si las ideas son entes ce­rrados, unitarios, resulta difícil comprender lo que es un texto

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lingüístico cualquiera, que consiste precisamente en un adaptar­se entre sí de los significados de las palabras. El problema sobre la predicación nace de aquí precisamente. Y es Platón, sin em­bargo, el que puso las bases fundamentales de la solución de este problema. Ello fue por la vía que lógicamente había que esperar: la admisión de la existencia de acepciones de las palabras. Una cosa es el ser existential y otra es el ser copulativo. El Cambio puede significar cosas distintas en distintos contextos (Sofista 265 a). Platón no clarificó totalmente las cosas, dejó las ideas en­terizas en los escalones inferiores —tal en la definición del pesca­dor de caña en el Sofista— y aun para los superiores se expresa en forma más bien ambigua, sin renunciar a su antigua metafísi­ca, pero manejando sus términos más bien con intención lógica. Por esta vía las ideas, nacidas de la lengua pero álejadas luego a vastas distancias de ella, vuelven a aproximarse a lo que son los significados de las palabras: no exactamente a conceptos, no hay una definición clara y tajante, pero queda abierto el camino a una evolución que ha de venir luego y que hace coincidir lógica y lengua. Evolución a la que luego seguirá otra que establezca lo que tienen de común y tienen de diferente estos dominios.

A partir del nominalismo medieval se establecen nuevas bases de las que en definitiva depende la Lingüística moderna. El prin­cipio de la arbitrariedad del signo es una de estas bases. Pero he­mos visto que estas doctrinas, o al menos algunos de sus rasgos esenciales, proceden precisamente de la época de la ilustración ateniense: son anteriores a Platón, hemos explicado la postura de éste como una reacción moderadamente conservadora frente a ellas. No dejaríamos completo este ensayo si no dijéramos al­gunas cosas sobre aquellos pensadores griegos que, audazmente, osaron afirmar que la palabra es un signo y un signo arbitrario y sacaron a partir de ahí consecuencias que hoy, al estudiarlas, nos sorprenden por su modernidad, o al menos por su audacia.

Decíamos que no hay una unidad ni siquiera aproximada en­tre las doctrinas de los sofistas. La sinonimia de Pródico, cuando

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distingue entre isos y koinós, amphisbëteîn y erízein, eudokimeSn y epaineîsthai, etc., está en la línea socrática de postular una realidad articulada en entidades a cada una de las cuales respon­de una palabra distinta. Protágoras, en la parodia aristofánica, llega a más: querría corregir la lengua, para que la forma se adaptara perfecta y simétricamente al contenido, un contenido de tipo universal; y en otro lugar, cuando critica a Homero por dirigirse a la Musa en imperativo, postula en el fondo que a cada palabra responde un significado único también de valor general. El mismo Demócrito califica el lenguaje de cosa, de nómos, pero deriva este nómos directamente de la naturaleza. Son otras for­mulaciones, muy concretas, las que más nos interesan.

En los pasajes protagóricos del Protágoras y el Teeteto plató­nicos se encuentran doctrinas bien conocidas y muchas veces es­tudiadas —también nosotros hemos dicho algo sobre ellas en nuestra Ilustración y Política en la Grecia clásica— que nos van a ocupar en este contexto desde el punto de vista de la concep­ción de la lengua que dejan traslucir y que, como es natural, tie­ne consecuencias que afectan a todo el pensamiento del Sofista. Podríamos sentar al menos tres puntos en los cuales la concep­ción de la lengua por Protágoras difiere claramente de la socráti- co-platónica:

a) El primero de estos puntos se refiere a la descripción del significado. La tajante pregunta socrática de si la virtud es una o múltiple'parece desenfocada a Protágoras. Para él existen virtu­des y existe también la virtud; es algo así como la existencia de distintas partes de la cara: nariz, ojos, etc. Existen transiciones. Al discurrir sobre los conceptíos de hósion, «santo», díkaion, «justo», etc. Protágoras no acepta la argumentación socrática de que el poderse predicar unos de otros deduce que son idénticos. Tienen secillamente puntos comunes; nosotros diríamos que son conciliables en determinados contextos. Otras veces Protágoras acepta la existencia de diferencias de grado: el placer no es un concepto unitario, hay una «métrica» (Protágoras 365 d): el

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hombre reacciona o no ante el estimulo según los grados y for­mas en que éste se presenta. Todo esto tiende a describir el signi­ficado de las palabras como algo menos fijo de lo que los tradi- cionalistas pensaban, sometido a grados y transiciones. Y ese significado no se convierte, claro está, en una entidad exenta. Sin llegar a establecer una teoría semántica clara, contradiciendo a sus propias afirmaciones en otros lugares, Protágoras sienta las bases para postular una mayor distancia entre palabras y reali­dad subyacente, para liberarse de la idea de una estructura natu­ral de la realidad.

b) Cualquier tratado moderno de Lingüística señala que un signo tiene una forma y un contenido o significado, no idéntico al referente; pero que este significado varía en función de quien enuncia el signo y quien lo recibe. Protágoras, igualmente, acep­ta, como es bien sabido, que el significado del signo está en fun­ción de aquel individuo o grupo humano que lo enuncia. Esta es la traducción lingüística de la famosa frase según la cual «el hombre es la medida de todas las cosas». Hoy se está de acuerdo en que Protágoras se refería, más que al hombre individual, a los diversos grupos o colectividades que se integra; y que por «co­sas» se refería antes que nada a los valores. El pasaje protagórico del Teeteto (166 d) en que aparece esta doctrina, niega a las pala­bras un valor universal de verdad. Esta es una consecuencia de la pistemología protagórica cuya base lingüística consiste en la ad­misión de la existencia de diversos hombres o sociedades huma­nas: hecho que no puede ponerse en duda. Ahora bien, Protágo­ras afirma que algunas de las percepciones de los hombres son más correctas que otras y por tanto más convenientes. Hay una normalidad, diríamos, en las percepciones del hombre sano res­pecto a las del enfermo, o en las ideas que el sofista, apoyado en el uso del lógos, hace aceptar a la comunidad. En el fondo deba­timos siempre con significados; y en el fondo también, hay uno que es preferido en cuanto racional y eficiente; pero en términos de verdad, son equivalentes. De aquí que, cuando se trata de sig-

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niíicados puramente gramaticales, en los que coinciden todos los hablantes, Protágoras, tácitamente, acepta puntos de vista tradi­cionales, va más allá que la tradición incluso.

c) Finalmente, Protágoras señala (en Protágoras 333 d ss.) que conceptos como el de Gphéümon «útil», y otros tantos son puramente relativos. Una cosa es útil para los hombres, otra pa­ra la vacas, otra para los perros, etc. En términos modernos: el signo significa cosas diferentes para los diferentes destinatarios del mismo si los perros y las vacas pudieran serlo. Hay otra vez una acentuación del factor de lo relativo del significado.

A partir de estas bases, que sacaban a la luz una serie de as­pectos del significado de las palabras, que, sin ser desconocidos del todo, solían quedar en la penumbra, Protágoras ha edificado un sistema de pensamiento humano, no una ontologia. Y un sis­tema de pensamiento humano que, pese a su proclamado relati­vismo, no rompe radicalmente con el tradicional. Hemos visto que existen conciliaciones: pese a todo, se admite que hay un sig- nifcado «correcto» (orthós), basado en los criterios de racionali­dad y utilidad. Después de todo, Protágoras enseña la virtud, una virtud con un contenido fijo. Es el sofista el capaz de esta­blecerlo, el capaz de llevar de significados que pueden se verda­deros, pero que deben descartarse, al significado conecto. El que puede, según la frase tan repetida como alterada, muchas veces, en su sentido, «convertir en fuerte el argumento débil», es decir, hacer aceptar el significado que a algunos les parecía incorrecto. El Jógos es común a todos los hombres y de ahí la posibilidad de un significado con valor, a pesar de todo, general.

Pero donde, más allá de Protágoras y sin sus conciliaciones, que responden al pensamiento ilustrado y liberal de los años de Pericles, se penetra con increíble profundidad en el problema del signo lingüístico es en Gorgias de Leontinos, el rétor llegado a Atenas el año 427 como embajador de aquella ciudad siciliana y que es con razón sonsiderado como el verdadero fundador de la prosa artística ática. Además del diálogo platónico Gorgias, de

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que ya hemos hablado, son los fragmentos que de él conserva­mos, sobre todo los Juguetes o discursos sobre temas ficticios y dos versiones diferentes del Sobre él no ser, lo que nos ilustra so­bre sus posiciones.

Es bien sabido que este tratado, del que nos han llegado dos versiones más o menos alteradas, tansmitidas por el escrito pseu- do-aristotélico De Melisso y por Sexto Empírico, defiende la te­sis del más absoluto nihilismo: que nada existe; que si existiera, seria inaprehensible por el hombre; y que si fuera aprehensible, sería incomunicable. Son numerosos los estudios e interpretacio­nes de este enigmático escrito y la opinión que domina es que se trata o bien de un puro juego de ingenio o bien de una parodia de la filosofía de Parménides, con intención polémica contra ella. Esta última es la opinión de Guthrie en el tercer volumen, apare­cido el año pasado, de su Historia de la Filosofía Griega. Sería, por así decirlo, una reducción al absurdo de Parménides. El «no ser» es impensable sin dejar de existir, pero el «ser» está cogido en la contradicción entre el concepto de eternidad (que supone infinitud y, en definitiva, no estar en ninguna parte), y el de ser engendrado, y entre el de lo Uno y lo Múltiple; por otra parte, si el «no ser» es, se deduce que el «ser» no es. Todo esto es argu­mentación del tipo de la de los epígonos de Parménides, que ya conocemos: suponemos también nosotros que hay en Gorgias una reducción al absurdo de los propios métodos y metas de la dialéctica parmenídea.

Pero nos resulta notable que las dos siguientes proposiciones hayan recibido mucha menos atención que la primera. Contie­nen elementos que concuerdan en gran medida con otros escritos de Gorgias y que se refieren al tema de las dificultades de los sen­tidos para aprehender la verdad y de las palabras para expresar lo que los sentidos aprehenden. Y sin negar que, en último tér­mino, existe una verdad, por difícil o imposible que sea su descu­brimiento y transmisión. Su existencia se manifiesta claramente en el Encomio de Helena 11; el lógos no engañaría si pudiéramos

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tener presentes todas las circunstancias, cosa que no es fácil, lo que hace que prevalezca la dóxa, la opinión. Tesis, por lo demás, no tan lejana de Protágoras. Pues bien, resulta claro a partir de aquí que la primera proposición de Gorgias sobre que nada exis­te no responde a su pensamiento. El enlace con las otras dos proposiciones se fundamenta en la dosis de escepticismo que a todas ellas es común. Pero para mí no tiene duda que son las dos últimas las que, a juzgar por las concordancias con el Encomio de Helena y otros juguetes, constituyen lo verdaderamente im­portante. La primera es la paradoja que abre la exposición de la verdadera doctrina gorgiana.

Tampoco vamos a detenemos en la segunda proposición, la de que la realidad es inaprehensible por los sentidos. Se refiere a la inádecuación que a veces se encuentra entre nuestros pensa­mientos y la realidad extema. La esencial para nosotros es la ter­cera: el lógos es inadecuado para transmitir las percepciones de los sentidos.

Gorgias parte de la doctrina de Empédocles (en Teofrasto, De sensu 7), de que cada órgano de los sentidos cubre un domi­nio independiente. Unas cosas son visibles, otras audibles, etc., luego no pueden comunicarse con un héteron, un «otro» que es la palabra. Para Gorgias, solo los sentidos son capaces de adqui­rir información; pero información adecuada a cada uno. El ló­gos, por supuesto, cae dentro del campo de uno de los sentidos, a saber, el oído; pero lo que llega al oído es sencillamente eso, ló­gos, no la realidad en tomo (tí hypokeímena y tí ónta, 3.127). Hay una clara conciencia de que lo que llega a nuestros oídos es algo distinto del ser (3.131). Este algo distinto es calificado con la palabra sémeion, es decir, signo: «por medio de la palabra o de otro signo diferente», se dice exactamente (3.263). También se nos dan algunas precisones más sobre el carácter de este signo que es la palabra. El lógos, dice Gorgias, procede de las expe­riencias externas que se presentan a nosotros (3.138). No es la palabra la que representa la experiencia extema, sino la expe-

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rienda extema la que da un sentido a la palabra (3.143). O sea: Gorgias ve que existe una cierta relación entre las percepciones de los sentidos —que no distingue claramente del pensamiento— y su signo el Jógos·, pero se trata de realidades diferentes, la tra­ducción ha de ser por fuerza inexacta. Estas afirmaciones de la versión del escrito de Gorgias transmitida por Sexto, se confir­man por lo que dice la del pseudo-Aristóteles. En ésta (3bis.270) se nos dice: «Y aunque sea posible conocer y decir aquello que se conoce, ¿cómo el que oye, oirá lo mismo?». Y se añade que los diversos perceptores del Jógos captarán sentidos diferentes del mismo, porque no son iguales a todos los respectos ni se encuen­tran en las mismas condiciones.

El Jógos-signo significa, pues, algo diferente para sus diferen­tes receptores: verdad bien patente, pero que ha tenido que venir la Lingüística moderna a redescubrir. Hay un cierto elemento común, una cierta relación entre las percepciones y el Jógos1. pero inestable y vaga, como son vagas las mismas percepciones. Un fragmento cuya atribución a Gorgias es probable, aunque no se­gura, el 28, avanza todavía al referirse al caso de signos cuyo re­ferente es completamente inaccesible a los sentidos. «Aquello que ninguna mano coge y ningún ojo ve, ¿cómo puede expresar­lo la lengua o percibirlo el oído del oyente?», pregunta. Posición extrema contraria al esencialismo tradicional y al socrático-pla- tónico sobre todo, que creía que precisamente con la interven­ción del pensamiento y no de los sentidos era captable el Ser.

Todas esta ideas relativas, de un lado, a la distancia entre el signo y el referente y, de otro, a los diversos valores del signo pa­ra los distintos oyentes, están presentes igualmente en los Jugue- teso paígnipa, aunque sin tantas precisones técnicas. El Palame­des, por ejemplo, afirma (35) que no es posible mostrar a través de las palabras (ton lógon) la verdad de los hechos. En otro pa­saje, veíamos, se afirmaba que la verdad podrá descubrirse si co­nociéramos todos los datos o circunstancias: pero que esto no es posible. Por esto Gorgias y los sofistas en general, no se obstinan

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en demostrar la verdad, sino que buscan simplemente tó eikós, lo verosímil. Gorgias, por ejemplo, para dilucidar las razones o sinrazones de Helena, arranca del estudio de los motivos que es eikós, verosímil, que Helena tuviera para abandonar a Menelao y seguir a Paris.

Sin negar radicalmente la existencia de una Verdad, Gorgias se contenta con menos y da razones para ello. Y, por otra parte, ha puesto de relieve un elemento del /diasque también han estu­diado los modernos: lo que hoy llamamos su valor impresivo, que se superpone al puramente representativo. Platón no quiere, salvo en algunos lugares aislados, distinguir entre los dos. Pero para Gorgias lo importante es convencer al auditorio. El lógos tiene esa capacidad, pero no por los valores que hoy llamamos lógicos, sino por otros emotivos o irracionales. Una y otra vez se nos propone la comparación con los hechizos, palabras podero­sas. Es ello lo que explica, en una de las hipótesis de Gorgias, que Helena no pudiera resistir a París.

Ahora bien, la persuasión, que es en definitiva el arte del ora­dor, tiene que operar sobre la doctrina del kairós, de la oportu­nidad. Cada auditorio y cada persona es movida por razones y sinrazones particulares: el orador no puede dejar de tenerlo en cuenta. Esto, que es la suma inmoralidad para Platón, no es más que una nueva consecuencia de la doctrina de que el lógos sólo parcialmente nos es común, de que el signo despierta en cada re­ceptor respuestas diferentes.

Con esto no hemos hecho sino trazar algunos grandes rasgos de las que pudiéramos llamar doctrinas lingüísticas de Gorgias, nacidas bajo la precisión de crear una teoría que fundamentara su arte oratorio, como la doctrina lingüística de Sócrates y Pla­tón nace del intento de fundamentar una nueva moral de base racional. Sería interesante hacer ver el eco de la doctrinas gorgia- nas y las sofisticas en general en un autor como Eurípides, donde el desajuste entre lengua y realidad, el problema de la arbitrarie­dad del signo lingüístico, etcétera, son una y otra vez objeto de

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debate. También deberíamos ocupamos de los demás sofistas y comparar más detenidamente estas tesis con las sostenida por Crátilo en el diálogo platónico de igual nombre. Pero no tene­mos hoy tiempo para ello.

Lo que querríamos destacar, para terminar, es que, si bien los sofistas han penetrado menos profundamente que Platón, ape­nas han penetrado en realidad, en el estudio de los campos se­mánticos y tampoco se han acercado al estudio de las acepciones ni de la sintagmática; en cambio, sus puntos de partida sobre el significado de las palabras, aunque exagerados y en cierta medi­da desenfocados, presentan rasgos de modernidad asombrosa. Un cierto escepticismo y una teoría del conocimiento un tanto cómoda y facilona han sido el resultado.

El acierto de ciertas intuiciones lingüísticas, por lo demás en parte imprecisas, no garantiza, por supuesto, el acierto de todas las consecuencias filosóficas de ellas deducidas. Pero es cierto que esos aciertos en la concepción de la lengua, si hubieran teni­do más eco y hubieran sido perfeccionados todavía, habrían evi­tado el retroceso que es desde el punto de vista lingüístico el esencialismo platónico, que hubo de ser luego matizado por su propio autor.

Pero, aparte de esto, es el papel mismo de la investigación de lo que es el significado de las palabras en la construcción de to­das las ontologías, lógicas y epistemologías antiguas, lo que que­ríamos poner aquí de relieve. Estimo que una atención mayor al punto de vista lingüístico permitiría penetrar más íntimamente en los problemas de sus orígenes y evolución.

N o t a s

1.- Studien zur Entwicklung der Platonischen Dialektik von Sokrates zu Aristoteles. 3. Neudruck, 1961, p,145ss.

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2,- P. Kucharski, Les dentins du sa voir dans les derniers dialogues de Pla­ton, Paris 1949.3,- T. Cross, «Logos and Forms in Plato», M ind 1954, p.447ss.; J. Xenakis, «Essence, Being and Fact in Plato: An Analysis of one of Theaetetus «koi- na», Kant-Studien 49(1957-58)173, n° 12.4,- A. Deaño, «El Sofista de Platón y la prehistoria de la lógica formal», Emérita 38,1970, pp.131-147, sobre todo p.146.5,- Cf. sobre esto, N. Hartmann, «Zur Lehre vom Eidos bei Platon und Aristoteles», APAW, Ph.-H. Kl. 1941, n° 3; Sir David Ross, Plato’s Theory o f Ideas, Oxford 1951, p.225ss.6,- Dichung und Philosophie des frühen Griechentums, Nueva York 1951.

7,- Cf. p. 91.

8,- Cf., Arist., Met. 1024 b 32, Top. 104b 20, D. L. 9.53.9,- En Archiv, 204, pp.81-112.10,- Platón und der logische Eleatismus, Berlin 1966.

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8. DE LA PAIDEIA TRÁGICA A LA SOCRÁTICO-PLATÓNICA

En el Banquete platónico encontramos el más claro testimo­nio del duelo entre la Poesía (más concretamente el Teatro) y la Filosofía, la de Sócrates y Platón, por el alma de Atenas. Así es como veía el diálogo un libro de Gerhard Krüger1 y así lo expli­caba yo, con ulteriores precisiones, en un trabajo titulado «El banquete platónico y la teoría del teatro»2.

En realidad, Teatro y Filosofía aparecen bajo la advocación de Eros, que significa en todos los casos una búsqueda, una ape­tencia de felicidad. Tienen, pues, mucho de común, pero dentro de esa comunidad hay una rivalidad manifiesta: hay una vieja discordia (παλαιά διαφορά) entre la Filosofía y la Poesía, como se dice en la República (607 b). El Banquete deja bien clara la su­perioridad de Sócrates, es decir, de la Filosofía. Da la más pro­funda definición de Eros y permanece despierto y marcha a re­anudar su vida ordinaria cuando sus rivales quedan hundidos en un profundo sueño. Pero no es menos claro lo que hay de común.

El mito aristofánico de los hombres partidos, que recobran su antigua felicidad cuando se unen en la primitiva esfera, deja bien claro que esa reconstrucción del mundo feliz de los orígenes es la esencia de la comedia. Y el retórico parlamento de Agatón califi­ca a Eros de salvador excelso (σωτήρ άριστος) en el sufrimiento, el miedo, la añoranza, la palabra (πόθος 197 e): es a la esencia de la tragedia a lo que se refiere.

Pues bien, esa misma curación, esa misma felicidad es la que ofrece la Filosofía a través de la definición socrática de Eros co­mo el que busca la Belleza y de la propia imagen de Sócrates co­

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mo el hombre que despierta un divino entusiasmo, como Eros redivivo. Y no hay más que pasar a otros diálogos para confir­mar esto. Es el cuidado del alma lo que Sócrates predica en la Apología (29 d, 30 b) y el filósofo es calificado de médico y de único verdadero político en el Gorgias (521 d), mientras que en la República la Filosofía es la que introduce la Justicia en el al­ma y las ciudades de los hombres.

Recuérdese el pasaje bien conocido (473 d) que dice que «a no ser que los filósofos reinen en las ciudades o que cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y adecuadamente la Filosofía (...) no hay tregua, querido Glaucón, para los males de las ciudades y creo que tampoco para los de la raza humana». Y en la Carta VII (326 e ss.) Platón imagina la vida en Siracusa ba­jo el gobierno filosófico como infinitamente feliz (άμήχανον μα­καριότητα).

Todo esto no puede entenderse de un modo suficiente si no se recuerda que tanto el Teatro como la Filosofía —lo mismo la so­crática que una serie de pensadores anteriores— aspiran a la educación del hombre. A ser sus guías y ofrecerle una imagen del mundo, solucionar sus problemas en la conducta privada y la pública, sacarle de los riesgos y dolores que envuelven constante­mente a los héroes de la poesía y al hombre común, sobre todo en cuanto intenta destacar.

Quizá esto sea menos claro o esté más lejos de nosotros por lo que se refiere a la Poesía, pero es clarísimo para la Filosofía. Pa­ra prescindir de precedentes anteriores, es bien conocido que con los sofistas comienza para los jóvenes de Atenas que lo desean y pueden pagarlo un verdadero currículum educativo más allá de la música y la gimnasia de la enseñanza de los niños. Ahora y luego con Sócrates y los socráticos comenzamos a ver usado el verbo παιδεύω en el sentido general de «educar», no ya en el pri­mario y etimológico referido a la educación elemental del niño.

En el diálogo de Platón que lleva su nombre, Protágoras con­fiesa «ser sofista (esto es, sabio) y educar (παιδεύει^) a los hom-

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bres» (317 b); y más adelante (319 e ss.) se presenta como espe­cialista en la paideia o educación, por contraste con Pendes que no supo educar a sus hijos.

Y ésta es la esencia misma del socratismo y del platonismo, por grandes que sean las diferencias respecto a las formas socia­les de la enseñanza y al contenido de la misma. Sócrates confiesa en la Apología 24 c que se dedica a ‘educar a los jóvenes’ (παι­δεύει v τούς νέους). El verbo se usa como sinónimo de πλάττειν ‘formar5 (cf. Lg. 671 e) y Platón habla de ‘formar almas con pa­labras’ (R . 377 c). Las citas podrían ser infinitas. En realidad, la enseñanza de los sofistas tenía un componente práctico, pero la socrático-platónica se dirige no a otra cosa que a la formación moral del hombre, formación basada en la búsqueda de la ver­dad y que tiene por finalidad orientar el comportamiento en la vida por el camino de la justicia y de la felicidad. Pero siempre y en todos los casos hay una gran fe en el poder de la educación, que «crea naturaleza» según Demócrito (B 33).

Es bien sabido que fue Werner Jaeger quien tomó el término paideía —que pasó a significar «cultura» en general— como Leitm otiv para su amplia y famosa exposición del desarrollo de la reflexión sobre el hombre entre los griegos. Arrancó, es bien claro, del uso lingüístico de los sofistas y platónicos, que amplia­ron el etimológico y común de la palabra: es en Platón, en reali­dad, en quien culmina la exposición de Jaeger. Pero cuando ésta amplía el concepto y lo refiere también a la poesía arcaica y clá­sica, cuenta con precedentes antiguos.

Efectivamente, Protágoras nos presenta, en el diálogo plató­nico (316 d), como predecesores suyos a Homero, Hesíodo y Si- mónides, además de los poetas «proféticos» Orfeo y Museo. Y el propio Platón dice en un pasaje de la República (606 e) que Ho­mero fue el educador de Grecia. Es cierto, realmente, que antes de llegarse a la educación por parte de sofistas y filósofos habían sido los poetas los educadores de Grecia. En la escuela, desde luego, donde su estudio caía dentro del concepto de la música.

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Pero también en la fiesta y en el banquete. Esto en términos ge­nerales y sin precisar cosas bien sabidas: del teatro diremos luego algo más.

Hay que pensar que tradicionalmente los sabios, σοφοί, eran los poetas. Los sofistas no hicieron más que continuarles en su vida errabunda y su enseñanza, aunque ésta revistiera una forma y un contenido diferentes y aunque prefirieran el nuevo término de σοφισταί, que significaba simplemente «sabios», pero busca­ba una distinción. Y los socráticos fueron otros continuadores, al tiempo que rivales, de los poetas, aunque, al cambiarse par­cialmente el contenido de la enseñanza, se cambiara una vez nlás el nombre y se tomara el más modesto de «filósofos». En defini­tiva, poetas y filósofos son los educadores del pueblo griego y es­to lo veían bien los antiguos, a los que Jaeger no ha hecho otra cosa que seguir.

«Sabio» es como se consideraban a sí mismo los poetas: por ejemplo, un Píndaro (O. 1.9,1. 145) o un Aristófanes (cf. Nubes 520 ss.). Éste introduce en las Ranas el debate entre Esquilo y Eurípides para ver quién es más sabio educador del pueblo. Pues no sólo conocen los poetas la verdad, como de sí mismo procla­ma Hesíodo (Ib. 22 ss.), sino que imparten a todos las normas del correcto comportamiento: así el mismo Hesíodo, Arquíloco, Solón, Teognis, Píndaro y tantos otros. Eran hombres inspira­dos, en contacto con la divinidad, y el fin de sus enseñanzas era evitar futuras desgracias, por ejemplo, errores que Hesíodo desa­conseja a Perses y a los reyes; o bien procurar una educación moral, política y práctica en términos generales, tal la que im­parte Teognis a Cimo.

Éste es el papel que desempeñan los trágicos y los cómicos en Atenas: en su tiempo eran considerados como los «poetas» por excelencia, los sabios y consejeros por antonomasia. Heredan es­te papel y esta consideración de sus predecesores los poetas líri­cos: el teatro es poesía lírica, aunque tenga características espe-

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dales. Y se representa, igual que la lírica coral, en un concurso público con ocasión de una gran fiesta de la comunidad.

Pero hay diferendas y es éste el punto que quiero tocar aquí rápidamente. La lírica está dividida entre la antigua línea que consideraba la «virtud» como algo heredado, propio de los no­bles y por lo tanto en última instanda inenseSable, y la más «moderna» que se dirigía al hombre en general. Ya desde Hesio­do se proclama que la conducta injusta es causa de desgracia pa­ra todos, también para los reyes; y Solón advierte de sus peligros a todos los atenienses por igual. Pero para los poetas aristocráti­cos las virtudes son connaturales con los nobles, no hay real­mente posibilidad de enseñanza. Todo lo más, Píndaro aconseja aquello de «llega a ser lo que exes» (γένοω otoc ¿σσΐ μαθών P. 2.72): desarrollar unas ciertas capaddades por lo demás innatas. ‘Sabio es el que sabe mucho por naturaleza’ (0 .2.86), dice.

A veces explídtamente, otras implídtamente, el poeta lírico se constituye en guía de la comunidad. Pero, con ciertas excepcio­nes, su mensaje llega directamente sólo a pequeños grupos: los participantes en fiestas muy específicas, los comensales de dertos banquetes, los que acompañan una boda o una ceremonia fúne­bre. Y las filosofías, si cabe la palabra, que se exponen, no pue­den ser más diversas. Puede tratarse del elogio de la acdón y del riesgo, así en el caso de un Tirteo o un Píndaro. O hay una visión moralizada del mundo, en virtud de la cual la acdón injusta es castigada, así en Hesíodo o Solón. O se piensa más bien en lo in­cierto del éxito humano: los dioses intervienen en fonna imprevi­sible, no —o no siempre— para castigar al malvado. Así con fre­cuencia en Arquíloco, también en el mismo Solón. Y mezclada variamente con esta ideologías está la que proclama, apoyada por el dios de Delfos, la necesidad de aceptar una moderadón y un límite, de centrarlo todo en la sôphrosÿne.

No voy a entrar aquí en detalles y envío para ellos a publica­ciones mías anteriores como Ilustración y Política en la Grecia Clásica3 o E l Mundo déla Lírica Griega Antigua\ entre la muy

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abundante bibliografía. Me interesa solamente establecer el con­traste con el teatro ateniense, una vez que hemos visto los puntos comunes. Para luego estudiar la continuidad y el contraste entre este teatro y la filosofía socrático-platónica.

Aquí hallamos poesía que se representa para el pueblo todo de la ciudad, no para un grupo restringido. Es en las Leneas y las Dionisias, las más grandes fiestas «musicales» de Atenas, organi­zadas por la ciudad misma. Hay un jurado constituido por los propios arcontes de la ciudad, ésta paga la entrada mediante la caja de espectáculos (tbéôrikôn) a los ciudadanos no pudientes, los gastos que los «coregos» organizadores deben afrontar son una prestación equivalente a lo que nosotros consideraríamos un impuesto del Estado.

Consecuentemente, el teatro se dirige a todos, imparte su lec­ción a todos. Son, en principio, problemas colectivos —sociales, políticos— los que se debaten. Está en el centro del poder y los súbditos, la conducta justa o injusta de unos y otros y sus conse­cuencias. Y de la relación y enfrentamiento de los sexos, hom­bres y mujeres. Y luego las grandes preguntas: ¿por qué el dolor y el sufrimiento?, ¿qué intervención tienen los dioses en ellos?, ¿es que la injusticia es castigada o no siempre es así?, ¿un hombre debe ser juzgado por su éxito en la acción o ésta debe tener sus límites?, ¿qué relación debe haber entre la moral agonal, la de los héroes homéricos y pindáricos, y la de sGphrosÿne, es decir, la moderación y el límite?

Ciertamente, no podemos esperar una respuesta unitaria de los distintos poetas. El temario, de otra parte, se amplía en Eurí­pides, con paso frecuente a lo individual y lo privado. Pero resul­ta esencial que no se trata tan sólo de establecer una verdad, una doctrina: se trata de aconsejar, educar, al pueblo de Atenas.

En ocasiones el poeta lo hace ver claramente en los versos fi­nales del corifeo, así en el Edipo Rey.

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Ciudadanos de Tebas, mirad, éste es Edipo.Descifrador de enigmas y hombre el más poderoso, todos a su fortuna miraban con envidia.¡Mirad ahora a qué ola llegado ha de infortunio!No juzguéis, pues, dichoso a otro mortal alguno que no haya aún contemplado aquel último día en tanto no termine su vida sin dolor.

‘Ciudadanos de Tebas’: de Atenas, podría decirse. Me gusta­ría referirme al libro de Bernard Knox, Oedipus at Thebes5, en que ofrece el paralelo entre Edipo y la ciudad de Atenas. Pero no es necesario. El final puede ser así de explícito o puede, simple­mente, presentar hechos que constituyen una advertencia, así en el casi de uno que se repite varias veces en diversas tragedias de Eurípides:

Mil cosas cumple Zeus en el Olimpo, cumplen los dioses muchas no esperadas: lo creído no tuvo cumplimiento, a lo increíble halló salida el dios.Tal fue el fin de esta tragedia.

En todo caso, es igual. Si se presenta el drama de Agamenón o el de Creonte y Antigona o el de Medea y Jasón, es a los ate­nienses a quiénes se dirigen los trágicos. Se trata de advertencias para no obrar en una dirección equivocada, poniendo el orgullo o el deseo de poder o la rotura desvergonzada del compromiso por delante de lo que es justo. La tragedia es una parábola, una fábula que ofrece la realidad de todos los tiempos y lugares a tra­vés de lo sucedido en el antiguo mito de tal o cual localidad. En la comedia ni siquiera hay este travestismo, los consejos son da­dos directamente. También tiene su justicia la comedia, dice el héroe de Acamienses (500).

Puede decirse en resumen, sin exagerar, que en el siglo V ate­niense el principal instrumento educativo que está vivo y no es

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una simple herencia del pasado, es el teatro. Es su dominio el que vinieron a disputar la sofística primero y la filosofía después.

En el teatro hay adoctrinamiento del pueblo y hay una visión humanista, general, de los problemas del hombre. Con Eurípides se extiende ya explícitamente —antes implícitamente muchas ve­ces— a la mujer, el labrador, el hijo natural, el siervo. Y hay un ambiente democrático, horror y miedo a la tiranía, un ideal de un pueblo libre y respetuoso con el poder, de un poder unido a normas de piedad y moderación, respetuoso a su vez del súbdito. Un soplo de libertad en todas partes. Pero una angustia, tam­bién, por el destino humano.

Imposible es, en todo caso, dar una definición general de la ideología de la tragedia: no la hay exactamente, hay infinitas va­riedades. Ni vamos a entrar en el debatido tema de «qué es la tragedia» que, por ignorar lo que precede, ha dado lugar a veces a respuestas demasiado exclusivistas. Pero hemos de hacer un es­fuerzo para trazar algunas líneas generales, es desde fuera, por oposición, como mejor se llega a definiciones en casos como és­te. Si la filosofía vino a sustituir al teatro como educadora de Atenas, es que veía en aquél insuficiencias, cosas que ella vino a superar. Hablemos primero de la tragedia, luego diremos algo de la comedia.

La tragedia trata de ilustrar, mediante ejemplos del mito, el mundo de la acción humana y reflexionar y aconsejar sobre ella. Sus principios son dos: que todo lo humano es solidario, los hombres no pueden dividirse en clases con distinto ideal de com­portamiento; y que el hombre no puede renunciar a la acción, la acción es su grandeza, pero comporta al tiempo peligros. En realidad, el punto de partida está en la moral tradicional, po­pular, que se basa en los valores del éxito (ser άγαθός), de la san­ción social (que convierte algo en καλόν, hermoso), de los lazos de familia y amistad (el φίλος o amigo es tratado en forma dife­rente del έχθρός o enemigo). Pero que acepta también criterios restrictivos, basados en el de la δίκη o justicia, entre otros.

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Ahora bien, en la dura realidad de las luchas ideológicas y políti­cas del siglo V, todos estos conceptos estaban en fase de revisión, eran discutidos o variamente interpretados. Llega un momento de vacío en el dominio de la ética: es el que intentó llenar Sócra­tes. Antes la tragedia.

Es claro que ésta, y en realidad el teatro todo, representa una reacción antihomérica, antiheroica, antiaristocrática, por muy homéricos, heroicos y aristocráticos que puedan ser sus temas. No hay más que ver cómo el de la guerra de Troya es invertido por Esquilo y Eurípides. El primero, en el Agamenón, afirma a través del coro (472) que no desea ser un destructor de ciudades, se centra en el tema de las urnas fúnebres que vuelven en lugar de guerreros (338 ss.), en la injusticia sufrida por los vencidos y en la de la guerra misma, en la muerte del héroe vencedor, asesi­nado por su esposa. El segundo insiste una y otra vez en el tema de las cautivas troyanas.

La tragedia no canta a los héroes triunfantes, describe sus errores y su muerte, llora a sus víctimas. Todos son hombres. Tiembla ante el poder excesivo de los gobernantes, tanto por ellos como por el pueblo. Ya la violación de las leyes divinas, ya de las de simple humanidad, trae el castigo. La lección es sophrosyne. Se continúa así una línea ya comenzada por la líri­ca, pero se lleva mucho más lejos.

Pero esta definición es muy insuficiente. La tragedia, que con­dena al héroe, le canta y le llora al mismo tiempo, Y el héroe no tiene sôphrosÿne\ ni siquiera una Antigona, el coro así se lo re­procha (852 ss.) y ella no se defiende, confiesa (924) que su pie­dad ha sido una impiedad. Sólo tienen una sophrosyne completa ciertos personajes secundarios, los «buenos» que diríamos, un Pelasgo en las Suplicantes de Esquilo, por ejemplo. Y éstos no son héroes trágicos: con ellos no habría tragedia. Ni siquiera la habría con sólo un personaje como Neoptólemo (en Filoctetes de Sófocles), que abandona un momento su sôphrosyne para re­tomar luego a ella.

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La tragedia ha realizado, sin embargo, un intento, de la mano de Esquilo en sus trilogías, para superar el problema trágico, el del héroe como representante de una humanidad superior y el del hombre en general: el hombre está hecho para la acción y la acción comporta riesgo de infatuación y de caída. La modera­ción, la temperancia, la sôphrosÿne en suma, aleja de ese riesgo, pero aleja al tiempo lo que es la vocación y la grandeza del hom­bre. La tragedia nos presenta los momentos decisivos, centrales de la vida humana: y en ellos hay riesgo, exceso, sufrimiento. Obrar es sufrir y sin obrar no hay verdadera vida humana.

En diversos lugares me he ocupado de esa superación por Es­quilo del dilema trágico6, algo que, por lo demás, es cosa bien conocida. Pero querría añadir imas palabras para hacer ver que esa superación no niega la tragedia, sino que a ella se llega preci­samente a través de la tragedia (tema del aprendizaje por el do­lor, πάθα μάθος, Ag. 177). Entonces, si la conciliación no evita la tragedia, entonces, ¿cuál es la enseñanza? Éste es el problema: el problema de toda la tragedia, que —anticipamos— intentaron re­solver los socráticos.

En la tragedia de Esquilo hay, efectivamente, una ambivalen­cia. Cierto que Zeus y Prometeo llegan a un acuerdo, que el en­frentamiento de hombres y mujeres, en la trilogía de las Supli­cantes, se salva mediante la boda de Hipermestra, que la funda­ción del tribunal del Areópago y el perdón de Atenea libera a Atenas de la rueda de las sangrientas venganzas, por poner algu­nos ejemplos. Pero no es menos cierto que siempre ello sucede a través de la muerte o, al menos, del sufrimiento. No parece que haya posibilidad de un aprendizaje previo que evite las catástro­fes: el aprendizaje viene después de éstas. Salvo que un personaje sea pura sôphrosÿne·. pero entonces, como decíamos, no será un héroe trágico. Y el héroe trágico es, pese a todo, un modelo de humanidad: criticado, pero admirado y llorado.

Tras Esquilo, el tema de la conciliación pierde relieve cada vez más. Aparece esporádicamente en tragedias como el Hipóli-

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to o Alcestis de Eurípides: pero domina cada vez más la tragedia del hombre individual.

La acción de éste está envuelta en dudas profundas y contra­dictorias. La caída del héroe puede ser interpretada como casti­go justo, así a veces en Esquilo (Ag. 461 ss.). Pero los intérpretes de Sófocles —un Bowra, un Diller, un Opstelten, entre otros7— estiman todos que el origen del acontecer humano está para el poeta en el mundo divino y en la propia ignorancia del hombre; también en su fuerza y su grandeza, que le llevan a una acción que arrastra sufrimiento. Los orígenes de éste son todavía más oscuros para Eurípides.

La tragedia, como aquella parte de la lírica a la que continúa, es una reflexión sobre el acontecer humano que sólo se compren­de como un resultado de la crisis de las aristocracias. Ahora ya sólo importa lo humano general y se proclama söphrosyne. Pero los griegos, a diferencia de los filósofos indios, proclaman la ne­cesidad de la acción: ¿cómo no iban a pensar así si vivían en un mundo que hervía de conflictos externos que habían llevado a Atenas a su grandeza, y cuando el régimen democrático era por definición el libre juego de la acción, dentro de reglas por lo de­más violadas a veces, de todos los ciudadanos?

Ésta es la ambigüedad de la tragedia, no disímil de la que se encontraba en la moral popular de todos los días. El salirse del límite de la söphrosyne es la causa de la caída de los grandes; pe­ro una moral de pura söphrosyne aleja de la acción. Un Agame­nón, un Edipo, una Antigona con sôphrosÿne no serían Agame­nón, Edipo o Antigona. Cierto que a veces los poetas trágicos, Eurípides sobre todo, exponen esa añoranza de la paz, de la feli­cidad en un mundo lejano, sin problemas. Pero es sólo una año­ranza. El mundo real es el mundo de la acción, que presentan a través de la vestidura del mito. La tragedia lo describe, explica las caídas y derrotas, por lo demás muy variamente.

Querría, quizá, que no existiera: pero existe. Y la tragedia no da una fórmula para traer al mundo la paz y la felicidad. No da,

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por ejemplo, una fórmula de acción puramente racional, sólo perturbada a veces por la τύχη o fortuna, como la que preconiza Tucídides. «No obréis como este héroe», es lo único que dice. No hay un consejo sistemático, positivo, que una la moralidad con la acción.

Tampoco en la comedia. Sí, da ejemplos de cómo derrocar a los Cleón o traer la paz, de cómo el que abusa es derrocado, mientras que triunfa el hombre sencillo, que incluso puede con­vertirse en el nuevo jefe del pueblo; puede, caso de Pistetero, al­canzar un poder realmente divino. Una vez más hay, en la parte negativa, una advertencia. Pero la parte positiva tiene demasia­do sabor a comedia: a algo gratificante y lúdico que no tendrá virtualidad alguna cuando pase la representación. La guerra se­guirá, un morcillero no llegará a jefe del pueblo (prescindiendo de que la comedia se ríe de sí misma, el morcillero es más tram­poso que Cleón), nadie impondrá su dominio sobre los dioses.

Tenemos, pues, la doctrina de la justicia que se impone, del exceso que se paga, de la fortuna que derroca al grande, de la ne­cesaria moderación y sophrosÿne. Hay crítica de quiénes proce­den sin tenerla en cuenta y sufren las consecuencias. Pero no re­sulta un mundo claro, moral y racional. Sigue existiendo un mundo trágico en que los valores de la acción, política y otra, son necesarios e importantes y son inseparables del abuso y del sufrimiento.

Los mismos poetas desesperan a veces y esto es bien visible en un Eurípides o un Aristófanes. Y, entre tanto, seguía la guerra del Peloponeso en que la acción se hacía cada vez mas directa y brutal y los valores restrictivos se degradaban cada vez más. De­saparecía la fe en los dioses y en el castigo divino y una gran desesperanza recorría Atenas, inmersa en una guerra civil. ¿Que hacer?

Son varios los intentos que se realizaron para sanar la visión trágica de la vida humana, para dar una norma positiva más allá de una sophrosÿne incapaz de orientar por sí sola la vida y la ac­

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ción humanas. Nosotros vamos a ocupamos de la solución so- crático-platónica: hemos visto que en el Banquete platónico es presentada como la superación de la paideía trágica, como la verdadera paideía. Es mérito de Jaeger el haber visto en Platón una intención educativa antes que la meramente política: algo que incluye, desde luego, la política, pero que la rebasa. Pero he­mos de ver, muy brevemente, otras soluciones, con objeto de co­locar en su verdadera perspectiva la que nos interesa.

Antes hemos de insistir en la conexión de todas estas propues­tas que diríamos educativas con la situación social y política de la Atenas del siglo V. Hemos dicho que el teatro está en relación estrecha con la crisis de las aristocracias. Pero hay que añadir que, aunque íntimamente ligado a la democracia, incomprensi­ble siii ésta, sólo en el caso de Esquilo suministró una teoría de­mocrática, la que he llamado en mi Ilustración teoría de la de­mocracia religiosa: una conciliación de los diversos estamentos del estado gracias a una justicia protegida por la divinidad, co­mo se ve en los Persas, las Suplicantes o la Orestea. En el caso de los demás trágicos el problema político sólo se trata indirecta­mente, a partir del tema del destino humano: y éste ya hemos visto lo complejo y contradictorio que es. En cuanto a los cómi­cos, no están en disposición de suministrar una teoría.

Pues bien, las diversas posiciones o teorías que tratan de sa­nar la visión trágica del mundo, crear un modelo educativo posi­tivo, están en muy estrecha conexión con el mundo político. Tra­tan en un caso, el de la primera sofística, de crear una nueva teo­ría democrática, que es al tiempo, en verdad, una nueva idea del hombre y del comportamiento que de él ha de esperarse: para es­to lo educan los sofistas. En otros casos, las nuevas teorías ético- políticas proceden de la crisis de la democracia, como la tragedia procede de la crisis de las aristocracias y las tiranías. Entre éstas ha de incluirse, desde luego, la socrático-platónica. Por supues­to, una y otras, todas ellas, tratan de superar la concepción trági­ca: hacer un mundo más previsible y seguro.

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Hablo muy brevemente de la sofistica, puesto que no es el te­ma de esta exposición. Pero sin tocarla al menos, en imposible comprender lo que sigue, puesto que Sócrates y Platón se pre­sentaron a sí mismos, precisamente, como superación de los so­fistas tanto o más que de los poetas. En otro lugar toqué el tema y ahora puede verse, entre otra bibliografía, el excelente libro de Jaqueline de RomiUy8.

Frente a la teoría religiosa de la democracia —es el reflejo de la justicia, protegida por los dioses— los sofistas, al menos Pro­tágoras que es aquél cuyas ideas sobre este punto mejor conoce­mos, piensan que la garantía de la democracia está precisamente en el hombre. Hay una igualdad humana basada en la común posesión del lógos, la razón. Y la justicia es un acuerdo utilitario basado en que el hombre es capaz de raciocinio y persuasión, el modelo de la virtud* del correcto comportamiento, es construido por el hombre y de él depende su sanción, que busca reformar al delincuente.

Esta filosofía humanista y relativista, que deja en manos del hombre el control de la vida humana y el establecimiento de sus ideales, contrastaba fuertemente no sólo con la idea de la san­ción religiosa que defendía valores fijos, tradicionales, sino tam­bién con la ambigüedad de la tragedia y la visión trágica de la acción y la vida humanas. Fue creada en los años previos a la guerra del Peloponeso y en los primero años de ésta. Y su opti­mismo no fue justificado por los hechos o, al menos, así pensa­ron los socráticos. El hundimiento de los valores morales que acompañó a esa guerra, el surgimiento de teorías inmoralistas, a favor del reconocimiento de los derechos del más fuerte, como la del Calicles del Gorgias platónico, así se lo hacían pensar. En re­alidad, el optimismo protagórico y su racionalismo, por impor­tante que fuera luego para el futuro, quedó pronto abandonado en Grecia.

¿Qué quedaba entonces en Atenas para reconstruir un mode­lo de reglas de conducta? Quedaba el pragmatismo de un Tucídi-

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des, que proponía que el control del deseo de poder estuviera simplemente en el reconocimiento de lo que, tras un estudio desapasionado, se revela como peligroso. Hay un cálculo racio­nal que hay que seguir para, sin violentar la naturaleza humana, no dejarse llevar al precipicio: aunque, como decíamos arriba, hay factores de puro azar o fortuna que son difíciles de contro­lar. De otra parte, un Isócrates propone la reconstrucción de la antigua democracia moderada, en que la costumbre y la religión ponían el límite a las apetencias inmoderadas: puro utopismo nos­tálgico.

Y hay la solución, si es solución, que consiste en desentender­se de toda vida pública, en limitarse a un puro hedonismo en la vida privada. Solución que cada día se hacía más frecuente en Atenas desde fines del siglo V y a la que los epicúreos dieron un soporte teórico.

Así encontró las cosas Sócrates. Los antiguos valores, contra­dictorios en buena parte pero que en otros tiempos convivían en un compromiso vital, estaban desacreditados y no había otros para sustituirlos. Así, en los diálogos platónicos que llaman apo­réticos, los de su primera época, Sócrates empieza preguntándo­se qué es la piedad, qué es el valor, qué es la sôphrosÿne, qué es la justicia, qué es, en suma, la virtud. Sus interlocutores no lo sa­ben y él tampoco llega, de momento, a una respuesta decisiva. Pero al menos está seguro de una cosa: que hay que llegar a defi­niciones claras y terminantes, racionales, sí, pero válidas para to­dos. Que el relativismo sofístico es insuficiente. Y lo es, desde luego, la ambivalencia trágica: hay que orientar la vida del hom­bre fuera de riesgos incontrolables.

Ante la presión de la guerra, el frágil equilibrio entre virtudes agonales tradicionales y cortapisas también tradicionales había saltado. Había guerra externa, guerra civil interna, guerra dentro de cada ciudadano. El control religioso preconizado por un Es­quilo y el otro puramente racional de un Protágoras se habían revelado insuficientes. Había que orientar de nuevo, desde el

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principio, toda la vida humana. Pues, como dice el Sócrates pla­tónico, hay que cambiar radicalmente todos los supuestos de la vida humana. Es la πβριαγωγή, el giro, de que habla la Repúbli­ca (518 d). Si Sócrates tiene razón, dice el Calicles del Gorgias (481 c), «nuestra vida, la de los humanos, estaría trastornada y hacemos todo lo contrario de lo que debemos».

A lo largo de su vida, desde el 469, Sócrates ha vivido los tiempos de Cimón en que Atenas era poderosa y había una con­ciliación de los ciudadanos, basada en el recuerdo de la lucha co­mún contra el persa y en los valores tradicionales y religiosos. Vivió luego la pendiente igualitaria, al tiempo promovida y fre­nada por Pericles con su nueva concordia, y el período brillante de la erección del Partenón y del poder y el prestigio de Atenas. Pero luego vino, entre esperanzas de rápido triunfo, la guerra del Peloponeso, que más tarde degeneró en una guerra sin esperanza y en una verdadera guerra civil. Llegó la derrota del año 404 y la tiranía de los Treinta y la restauración democrática.

Sócrates no intervino activamente en la política, salvo cuando sus deberes militares le llevaron a Potidea, a Anfípolis y a De- lion. Pero él, un ateniense del común, fue quedándose solo poco a poco. Sin duda asistió a las representaciones trágicas, aludidas con frecuencia en los diálogos platónicos, pero es bien claro que no daban solución a su búsqueda, ésa de que hable en la Apolo­gía, ésa que en el Banquete simboliza Eros. Ni menos la comedia que, a su vez, desconfiaba de él y le satirizaba en las Nubes sin comprenderle bien. Ni los físicos, ni siquiera Anaxágoras, como se nos dice en el Fedón (97 ss.). Ni, menos que nadie, los sofistas.

Sócrates conversa con todos y no está con unos ni con otros: trata solamente, de fundar para el hombre común un ideal de vi­da que no distingue virtudes públicas y privadas. Pero va de cho­que en choque, de desengaño en desengaño. Dentro del círculo aristocrático, se distancia de su discípulo Alcibiades, a quien, en las Memorables de Jenofonte (1.2.12 ss.), critica por su improvi­sación y su ambición. Cuando, por una ley de la democracia ate-

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niense, hubo de presidir el año 406 la Asamblea que condenó a muerte, contra toda justicia, a los generales vencedores en la ba­talla de las Arginusas que, sin embargo, no habían podido resca­tar los cadáveres de los muertos, Sócrates chocó con la tiranía de las mayorías. Luego chocó, el 403, con los treinta tiranos, que quisieron hacerle cómplice de uno de sus crímenes. Finalmente, es bien sabido, fue condenado a muerte el 399 por la democracia moderada restaurada tras la caída de los Treinta. Aceptó la sen­tencia, no huyó: cumplía así, pensaba, su deber de ciudadano.

Su propia vida manifiesta hasta qué punto Sócrates con­sideraba esencial un nuevo giro de la paideia, la creación de un nuevo ideal de vida. En esta misma dirección dirigió su pensa­miento y su actividad Platón, cuyas experiencias son paralelas: él mismo nos las cuenta en la Carta VU. Platón, perteneciente a una de las familias aristocráticas de Atenas, disgustado por los excesos de los radicales de Atenas a fines de la guerra del Pelo- poneso —los mismo que fueron responsables de la muerte de los generales de las Arginusas— vio en el régimen oligárquico de los Treinta —uno de los cuales, Critias, era su tío— el comienzo de una nueva felicidad. Pero los Treinta, con sus crímenes, «hicie­ron que pareciera oro el régimen anterior» (Carta V7/324d). Se restauró la democracia y Platón hubo de exiliarse: estaba fuera de Atenas cuando Sócrates murió. Y renunció a la política acti­va. Concluyó que todos los políticos que actuaban en Atenas eran detestables, que había que construir de raíz un nuevo siste­ma y que los males de los hombres no concluirían hasta que o los filósofos se hicieran con el poder o los poderosos adquirieran al filosofía. Platón se embarcó así en la construcción de esa «ciu­dad de palabras», ciudad ideal a la que consagró desde entonces su vida. Y que trató de llevar a la realidad, sin éxito, en Siracusa.

Es bien conocido el problema de la dificultad de distinguir en­tre el pensamiento socrático y el platónico: no vamos a entrar aquí en él. Quiero dejar constancia, sin embargo, de que he sos­tenido en otra parte9 que Sócrates trató de salvar, redefmiéndo-

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las, las virtudes tradicionales. Pero las interiorizó y racionalizó, intentado fijarlas de una vez para siempre.

Ciertamente, dejó su obra incompleta, pues Platón precisa­mente dedicó su vida a esta investigación. Es sobre él sobre quien voy a hablar principalmente: en qué medida sus ideas son obra suya y en qué otra heredadas, no tiene en este contexto un interés tan grande.

Lo primero que hay que decir es que, frente a las antiguas in­terpretaciones de Platón como interesado antes que nada por la teoría del conocimiento o como autor de un sistema filosófico completo, la moderna rectificación de que su primer interés era político tampoco es completamente exacta. Sí, quiso intervenir en la política de Atenas (y en esto difiere de Sócrates, que intervi­no muy a pesar suyo) y sufrió desengaños. Pero para el uno y para el otro la política no es más que una parte o una consecuen­cia. Es la debida conducta del hombre en la vida toda lo que les interesa. Tratan, ya lo hemos dicho, de establecer un nuevo siste­ma de ideas que sean imbuidas a la juventud de Atenas, Una nueva paideía que sustituya a la del teatro y a la de los sofistas.

El problema es éste. La hybris, el exceso que deriva del deseo de autoafirmación y acción propio de cada hombre, lleva al cho­que, al sufrimiento, a la catástrofe. Pero los trágicos saben y Tu- cídides lo dice abiertamente, que ese deseo y esa acción son con­naturales con el hombre, no pueden ni deben ser desarraigados. ¿Cómo desenganchar a los hombres de la pendiente trágica?

Ciertamente, la experiencia dice que admoniciones a posterio­ri como las de los trágicos son bastante inútiles. Por otra parte, los hombres no creen ya gran cosa en la sanción divina y la prác­tica ha demostrado que el control del pensamiento racional es insuficiente. Y no es solución, en una época humana, la brutali­dad de una Calicles, que llama justicia al abuso del poderoso y lo justifica y trata de quitar los controles de la ley. Ni parece sufi­ciente el frío cálculo de un Tucídides, que se limita a recomendar una prudencia racional y práctica. Ni es posible volver a los

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tiempos de Solón, como querría Isócrates. Y hay quien no se re­signa a renunciar a todo ideal y prefiere dejarse vivir muellamen- te, fuera de obligaciones autoimpuestas o impuestas por la ciu­dad. ¿Qué hacer entonces, repetimos? ¿En qué fe educar a los jó­venes? ¿Por qué camino exento de riesgos dirigir la ciudad? La primera y la segunda preguntas son la misma: es una nueva ideo­logía y una misma paideia lo que buscan.

Pues bien, para Platón, sin duda ya para Sócrates, la respues­ta es bien clara: hay que ir a una reforma del hombre. Platón es el primero que propone una reforma del hombre; o quizá el se­gundo, si tomamos en cuenta a los budistas. Luego otros le han seguido, en sentidos por lo demás muy diferentes: entre ellos los cristianos y los marxistas. Pero limitémonos a este primer refor­mador, que es nuestro tema.

La propuesta es muy simple. Si hay en el alma humana un elemento que causa problema, lucha, infidelidad, la solución es bien simple, arrancarlo. Desterrar el deseo de poder, de riqueza, quedarse con la sola fraternidad humana, la sola bondad. La sffphrosyne domina ahora todo el campo; aunque en realidad es­te concepto y el mismo de la phrónSsis y el de la areté o virtud en general es destronado por el ahora omnipresente de la dücë o justicia.

En la educación de los filósofos se nos presenta, en la Repú­blica., un paradigma de toda la educación del hombre: de esa búsqueda, esa aspiración al descubrimiento, por vía racional pri­mero, de iluminación después, del último Bien. Un Bien que es activo, que guiará la vida humana. Aunque Platón incurre en una de sus contradicciones, limitaciones más bien: restringir al filósofo lo que, en realidad, es patrimonio del hombre en gene­ral. Pues el filósofo es aquel en quien domina el alma racional, que es «el hombre en el hombre».

Vida privada y vida pública son lo mismo. He aquí algunas citas del Gorgias. Lo que hay que inculcar en el alma de los ciu­dadanos es la justicia, la sffphrosyne y las restantes virtudes (504

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d). El que quiere ser feliz ha de seguir la sôphrosÿne, huir del de­senfreno (507 c-d). Hay la vía del placer y la de lo excelente (βέλ­τιστοι) (513 d). ¿Qué importan los puertos, astilleros, muros, tributos y demás sin sffphrosyne y justicia? (519 a). Es preferible, es la conclusión bien conocida, sufrir la injusticia a hacerla. Y hay que reorientar totalmente la vida humana, como los prisio­neros de la caverna deben, para ver la verdad, girar la cabeza en dirección a la entrada de la misma y a la luz: es la «conversión» de que hablábamos antes, prefigura de la «conversión» religiosa, que aparece ya en las versiones posteriores del platonismo.

He aquí, pues, la solución. ¿Pero es posible esa cirugía del al­ma que se nos propone, ese cambio radical de la naturaleza hu­mana, que ansia la acción?

Parece dificil. En cuanto a Sócrates, el moralismo puro le lle­vó a la muerte. Es un alto ejemplo, el del nuevo heroísmo que lleva a la muerte por una idea: no por la fama, como el de Aqui- les. Pero no es una solución viable para todos. A su vez, la ciu­dad platónica tiene una extensión, población y riqueza limita­das, para evitar tentaciones de la hybrís. Pero es igualmente du­doso que este modelo logre imponerse a nivel general.

Los platónicos primero, el mismo Platón (aunque de mala ga­na, casi por compromiso) después, intentaron establecer una constitución platónica en Siracusa, primero amigados con Dio­nisio Π, luego haciéndole la guerra en unión de Dión. Y Dión murió asesinado por uno de ellos. Es una historia triste, en la que no voy a entrar aquí. Posteriormente, los platónicos intervi­nieron más de una vez en luchas similares en las ciudades. No es­taban inmunes a las tentaciones normales del hombre.

En realidad, la propia ciudad platónica no es ajena a los anta­gonismos. La clase de los filósofos, conocedores de la verdad, educadores en el Bien, goza en ella de un poder grande. Ejerce la censura de la poesía, condena, incluso a muerte, a los rebeldes irrecuperables. Platón, que ha querido sanar las diferencias entre las dos ciudades, la de los pobres y la de los ricos (R . 422 e ss.),

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ha dejado viva esa fuente de enfrentamientos: la que hay entre el poder y los súbditos que se desvían. Ni más ni menos que en el Budismo, en el Cristianismo y en el Marxismo, otras reformas del hombre. Ciertamente, el día en que se llegara a la igualdad perfecta en todo, a la desaparición del Estado, esa fuente de vio­lencia desaparecería: pero Platón ni como utopía ha osado pro­ponerlo10.

Así, el platonismo es una doctrina para una minoría, una es­cuela, una secta diríamos, y aun dentro de ella tiene problemas. Ciertamente, el influjo del moralismo platónico (y socrático) ha sido inmenso, mayor que el de la tragedia: en Isócrates y su idea de Humanismo, en el Estoicismo, en el mismo Cristianismo. Su esfuerzo no ha sido vano. Pero en sí, en su pureza, fracasó. Es utópico aislar al hombre del sufrimiento, que es parte de su vida.

Hay que aceptar, ciertamente, que la violencia dentro del Es­tado platónico era algo puramente doctrinario, no el resultado de ambiciones personales: pero esta violencia doctrinaria es qui­zá la más peligrosa. Fuera de ella, el filósofo tendía a huir de la acción. Es bien sabido que, en la República, el filósofo se resiste a volver a entrar en la caverna una vez que ha salido, es como un hombre que se refugia de la tempestad resguardándose de ella junto a un muro, lo hace por conciencia de su deber para con los demás hombres. No por otra razón fue Platón a Siracusa a tra­tar de ayudar a Dión (Carta V II326 e).

En el fondo, es la vida contemplativa la que atrae al filósofo, más tarde Aristóteles la declarará la más alta, la única digna de Dios. En el Teeteto está el manifiesto fundacional de este ideal. El filósofo, se nos dice (175 d), ha nacido «para la libertad y el ocio». Se dedica simplemente a la investigación de la virtud y la práctica de la misma.

Pero estamos en un mundo de hombres y es propio del hom­bre la acción. Abandonada a sí misma, en libertad total, es bar­barie. Pero la pura restricción es inhumana. El ideal de la vida contemplativa no es para todos: y esta vida también lleva a sus

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enfrentamientos. Ni es ideal una vida congelada en una ciudad que se autolimita, que es teóricamente perfecta y aborrece la idea del progreso. Huyendo de la visión trágica del mundo, abando­nando el principio del homo mensura y de la autolimitación ra­cional. buscando principios racionales sí, pero fijos y puramente interiorizados, pasivos diríamos, Platón ha querido reforzar los lazos de hermandad entre los hombre. Lo ha hecho a un precio muy alto y con unos resultados difícilmente extendibles a la ge­neralidad de los hombre.

Cierto, estaba cansado de guerras y discordias, de ambiciones y fracasos. Pero quizá pecó de ambicioso en demasía. El hombre es como es, con sus grandezas y caídas, que están íntimamente enlazadas entre sí. Quizá haya que, simplemente, aceptarlo, po­niendo las limitaciones posibles y viables, no uná cirugía tan ra­dical como imposible. Deshumanizadora a fin de cuentas.

Estos son los dos momentos culminantes de la paideía del si­glo V ateniense: el trágico y el platónico. Aunque tampoco hay que olvidar el de la primera sofística, la de Protágoras. No se pueden entender aisladamente, son reacciones en cadena: entre sí ÿ con el entorno social. La crisis de la aristocracia, la de la demo­cracia religiosa, la de la democracia tout courten la época, están en el fondo de todo ello. Se trata de intentos de sanar al hombre, de darle una seguridad, una estabilidad; e igual a la sociedad. Pe­ro los trágicos no ocultaban lo que era inalcanzable con estos in­tentos, a saber, la solución del problema de la acción y del sufri­miento. Protágoras, Sócrates y Platón quisieron salvarlo por dis­tintas vías.

Su éxito fue muy relativo. Pero también fue relativo su fraca­so, como lo fue el de la democracia en una situación particular­mente difícil. La democracia ateniense logró, mediante un acuer­do entre clases con un control tradicional y religioso, quitar la mecha a la revolución que proponía el nuevo reparto de la tierra. Sucumbió por unas circunstancias muy particulares que trajeron la guerra externa y la interna, ligada a la primera. Y esa caída su­

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ya fue acompañada, lo hemos visto, de una gran crisis de ideas. Pero dejó una serie de semillas que fructificaron a través del tiempo y del espacio. Siempre en tensión difícil, bien es cierto.

La idea trágica, la idea democrática, el relativismo humanista, el moralismo a ultranza han resurgido en efecto aquí y allá. Se trata de constantes humanas. La gloria de Atenas es haberlas descubierto, con sus grandezas y sus limitaciones. Nosotros he­mos tratado de hacer comprender las distintas posiciones, las distintas escuelas de paideía, dentro de un cuadro histórico con­creto, el de la Atenas del sigjo V. Ver una cosa en sus orígenes, siempre da luz. Pero el debate no acabó allí: continúa en circuns­tancias cambiantes. Hay, junto a un problema histórico, un pro­blema general de ideas que luchan entre sí, se sustituyen o se alian, apresan parcelas de una verdad que en su totalidad se nos es­capa.

Los cuadros generales continúan vivos. Esta perennidad de los grandes hallazgos de la cultura griega, aunque hayan nacido en circunstancias muy particulares, es lo que les presta actuali­dad siempre renovada. Lo que hace que la historia y las ideas y la paideía de los griegos permanezcan vivas entre nosotros, si sa­bemos mirarlas cara a cara.

N o t a s

1,- Gerhard Krüger, Einsicht und Leidenschaft, 3* ed., Frankfurt am Mein 1963.2,- En Emerita 37,1969, pp. 1-28.

3,- Madrid 1966 (reeditado varias veces con el título de La democraáa ate­niense).4,- Madrid 1981.5,- New Haven 1957.

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6,- Cf. por ejemplo Ilustración y Política..., cit., p.l55ss.7,- Cf. C. M. Bowra, Sophoclean Tragedy. Oxford 1965 (2* ed.); H. Diller, G öttliches und menschliches Wissen bei Sophocles, Kiel 1950; J. C. Opstel- ten, Sophocles and Greek Pessimism, Amsterdam 1952. También mi peque­ño libro E l héroe trágico y el filósofo platónico, Madrid, Taurus, 1962.8,- Véase mi Bustradón..., p.202ss. y J. de Romilly, Les grands sophistes dans l ’Athènes de Peridès, Paris 1988.9,- Cf. «Tradition et raison dans la pensée de Socrate», Bull. Assoc. Guillau­m e Budé 1956, p.27ss.; «El concepto del hombre en la edad ateniense», 2* ed., Madrid, p.64. Estos dos trabajos se recogen en este libro, pp.233ss. y 183ss. respectivamente. Cf. ya antes Antonio Tovar, Vida de Sócrates, 2‘ ed., Madrid 1954, cap. Π.10,- Cf. mi estudio sobre el tema. «Platón y la reforma del hombre», recogi­do aquí, p.407ss.

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9. EL CONCEPTO DEL HOMBRE EN LA EDAD ATENIENSE

El estudio de concepto del hombre en los siglos V y IV ate­nienses no puede hacerse sin relacionarlo con la definición arcai­ca del hombre por sus limitaciones con respecto a la divinidad. Desde este punto de partida hasta el ideal platónico de la imita­ción de Dios hay un largo camino cuya meditación es provecho­sa. Toda la problemática de la cultura ateniense se refleja con claridad en él.

Es bien conocido el ideal apolíneo del «Conócete a ti mismo», el lema grabado en el templó de Delfos, cuya significación origi­nal era la de «conoce tus limitaciones respecto a la divinidad». Este ideal nace como respuesta a las necesidades de una época, la de los siglos VII y VI, que vive la entrada de la personalidad individual en la vida griega, entrada tumultuosa que se revela tanto en los movimientos políticos que se oponen al viejo orden aristotélico como en el movimiento literario del lirismo. Este li­bre despliegue de las fuerzas espirituales del hombre exige el na­cimiento de una norma que le asigne un cauce; y el sentido de responsabilidad que afecta ahora a un número cada vez mayor de individuos exige una explicación de lo que, en el curso de la historia y de la vida está por encima de las fuerzas y, muchas ve­ces, de la comprensión humana. Esta norma y esta explicación son halladas en el reconocimiento de los límites del poder huma­no y de lo incomprensible de los decretos de los dioses.

Es interesante hacer notar que la idea de la divinidad sola­mente se relaciona con la del hombre desde este punto de vista. Es indiferente para nuestro objeto que esté representada por

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Zeus, el más poderoso de los dioses, o por fórmulas más o me­nos generales y elusivas: 0eoL, δαίμων, etcétera. El hecho es que es la barrera que se opone al gran pecado humano, la δβρι,ς o desmesura, que tanto puede ser soberbia como injusticia. Nun­ca, en cambio, aparece la divinidad sentando una norma positi­va a la conducta humana: la άρετή o cualidad excelente del hombre nunca es definida en función de ella. Dentro de esta lí­nea general de relación entre el hombre y el dios hay, natural­mente, diversos matices y maneras de concebirla: desde no juz­gar la conducta de los dioses, considerándola simplemente como un hecho, hasta sublevarse contra ella: desde interpretarla como envidia divina contra la prosperidad excesiva a darle categoría moral de castigo del hombre injusto. En Arquíloco y la colección teognídea, Solón y Píndaro, Esquilo y Heródoto, sobre todo, en­contramos testimonio de estos diversos puntos de vista y de po­lémica entre ellos. No vamos aquí a detenemos en esta proble­mática. La interpretación de la relación hombre-dios desde el punto de vista humano depende, sin embargo, de ella. General­mente se deduce la consecuencia de que hay que autolimitar los propios objetivos y, de otra parte, tener valor ante la adversidad que no podemos evitar. Este es el «Leitmotiv» que aparece una y otra vez en nuestros fragmentos de Arquíloco y en Teognis. El hombre carece de verdadera independencia. «Tal es el ánimo de los hombres» —canta Arquíloco1— según el día que les envía Zeus»; y el mismo poeta se consuela así de las adversidades2: «Corazón, corazón atormentado por inmensos dolores, cobra valor si vences, no te jactes de ello, y si eres vencido, no gimas re­fugiándote en tu casa...: date cuenta de las alternativas a que está sujeto el hombre...».

Aunque a veces, como decíamos, los dioses aparecen como castigadores del hombre injusto, jamás, como también hemos visto, dan una norma positiva para la conducta humana. Tam­bién aquí la oposición al pensamiento platónico, cuando hace de Dios el modelo del hombre, no puede ser más tajante. ¿Cuál es,

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entonces, el criterio de la άρετή en la época preática? Evidente­mente, es un criterio premoral del que nos interesa distinguir dos fases, muchas veces entremezcladas. La primera está constituida por el ideal aristocrático de la virtud heredada, concepto indiviso que reúne en sí notas para nosotros tan dispares como las de an­tepasados ilustres, riqueza, fortaleza física, valor militar e, inclu­so, en ciertos casos, dotes poéticas: Píndaro refleja bien este pun­to de vista. Pero junto a él hemos de señalar otro que domina to­da la polémica sobre la esencia de la άρετή que aflora repetida­mente en la elegía3. Si un primer autor desconocido que los demás critican, la habían identificado con el triunfo en los Jue­gos, Tirteo dirá que es el valor militar, Jenófanes, la sabiduría, y Solón, la φρόνησις o prudencia inteligente; y todos ellos darán la misma justificación: el interés de la ciudad.

Pero no hay que olvidar que esta reacción contra el individua­lismo excesivo no alcanza, ni mucho menos, la difusión de la que consistía en ponerle un límite y no en marcarle una meta. Crite­rios de άρετή puramente individualistas pueden encontrarse en esferas tan diferentes como la agonal, a que acabamos de aludir, la de la riqueza —conforme, en definitiva, a la conclusión de Teognis, w. 699-718— o, sencillamente, la consecución de aque­llo que se apetece. Safo, cuando afirma4 que lo más bello es aquello que se ama, expresa un punto de vista aproximado a éste.

Esta valoración de la conducta del hombre en función de sus deberes para con la ciudad y de sus limitaciones respecto a la di­vinidad es lo más a que llega la reflexión de la edad jónica. Es posible que en Heráclito, cuando identifica el λόγος humano con el principio que mueve el mundo y, en definitiva, con Dios, aliente una concepción más alta, pero, por lo que sabemos, las consecuencias no fueron obtenidas expresamente por el filósofo de Efeso y, en general, la filosofía presocrática se ocupó poco del tema del hombre y mucho más del estudio de la naturaleza. Fue­ron los poetas quienes, como ya antes en los días de Homero y

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Hesíodo, hubieron de expresar el pensamiento contemporáneo sobre el hombre y, en gran medida, de crearlo.

Si éstas eran, con diversas variaciones, las ideas predominan­tes respecto al ideal asequible al hombre y deseable para él en los momentos en que se iban a crear en Atenas necesidades y cir­cunstancias diferentes que producirían una renovación completa del pensamiento sobre el hombre, no deja también de tener inte­rés el indagar, aunque sea por encima, si la educación contempo­ránea respondía o no a estas preocupaciones.

Diremos que en casi todas las ciudades griegas, y muy espe­cialmente en Atenas, la educación carecía de elementos reflexi­vos. Era una educación puramente tradicional, que trataba de moldear la humanidad futura en el ejercicio físico y en la imita­ción de los héroes del pasado tal como daban noticia de ellos los poetas y, sobre todo, Homero. Pero más que la escuela, era la vi­da ciudadana la que constituía el principal factor educativo. Y la vida ciudadana implicaba una serie de normas tradicionales y de limitaciones también tradicionales, que se oponían al individua­lismo excesivo, a las innovaciones audaces, a los excesos. La po­lítica ateniense estuvo, hasta avanzada ya la guerra del Pelopo- neso, en manos de las grandes familias aristocráticas, que dieron el modelo de la actuación pública. Ciertos excesos de pensamien­to y de acción respecto al Estado o a la religión tradicional eran inconcebibles en Atenas. Al mismo tiempo, todos los supremos valores estaban unidos a las relaciones entre el individuo y la co­munidad. En muchas ciudades de Jonia esto no era ya así, pero sí en Atenas, donde el individualismo había tenido poco desarro­llo. Si los poetas-pensadores de los siglo VII y VI crearon toda una ideología, relativamente coherente, para mantener al hom­bre dentro de sus límites y encauzarle al servicio del Estado, en Atenas, en la práctica, el imperio de la tradición hacía que la ma­yoría de los ciudadanos se mantuvieran aún instintivamente en este estado de espíritu.

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Con estos antecedentes podemos evaluar mejor la trascenden­cia del movimiento sofistico, que quita todo límite al libre des­pliegue de la individualidad y señala como norma de conducta no el bien de la ciudad, sino el triunfo del individuo. Es como una segunda ola de individualismo que sigue en el siglo V a aquella otra que había roto en los siglos VII y VI en la ciudades griegas de Asia y de las islas y, con menos intensidad, en las de­más. El movimiento que hemos dado en llamar apolíneo porque fue adoptado y difundido —que no creado— por los sacerdotes de Delfos logró levantar hasta cierto punto una barrera ideológi­ca contra todo exceso. En ciertas ciudades continentales, como Atenas sobre todo, la tradición de la vida pública y privada ac­tuaba en la misma dirección. Si esta nueva ola de individualismo resultó mucho más difícil de canalizar que la primera, es porque no se limitaba a actuar, sino que intentaba justificarse con ayuda de un aliado poderoso: el pensamiento racional. Y, sin embargo, la tradición ateniense, en las personas de Sócrates y Platón, lo­gró, con ayuda de este mismo pensamiento racional, superar el individualismo sofístico. Superarlo, entendámonos, como teoría; porque de la praxis de la vida ciudadana se apoderó ahora de tal manera, que resultó imposible desalojarle y quedó en herencia a la edad helenística. De una manera parecida, en la edad anterior el individualismo, al que habían querido poner un freno y una meta los más altos pensadores y poetas —que era lo mismo—, se impuso en la práctica en Jonia, en las islas y en gran parte de las colonias.

Pero no adelantemos las peripecias de esta lucha. Habíamos llegado al momento en que los sofistas proclamaban abierta­mente su desacuerdo con el orden tradicional y proponían una nueva concepción del hombre. Decíamos que esta vez el indivi­dualismo venía apoyado por una fuerza temible: el pensamiento racional. El pensamiento racional es tan antiguo como los grie­gos: basta para convencerse de ello echar una ojeada que compa­ra la Diada y la Odisea con el Mahûbhàrata indio o los Nibelw-

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gos germánicos. El antropomorfismo y la ausencia de magia de la religión homérica, la escasez del elemento fantástico, la ten­dencia a la armonía y al equilibrio, todo habla en este sentido. En todas las manifestaciones de la vida griega se encuentran ras­gos semejantes. Pero es en el estudio de la naturaleza donde el pensamiento racional griego realiza sus conquistas más brillan­tes y aparece, al tiempo, más puro y sin compromisos. La con­cepción de la fisiología jonia o estudio de la naturaleza como una teología o estudio de Dios, como ha intentado Jaeger5, no altera este panorama. En cambio, cuando se intenta discutir so­bre el tema del hombre, la situación varía. En primer lugar, los exponentes del pensamiento sobre el hombre son siempre aristó­cratas, que tratan de justificar y mantener la antigua coherencia de la polis. Ni siquiera es excepción Arquíloco, hijo de una escla­va tracia y de un padre aristócrata, Telesicles, el colonizador de Tasos; en su poesía la veta popular está mucho más enraizada en su sentimiento que en su pensamiento, que es, en suma, el de la aristocracia contemporánea. Solón pone su mira en contener al pueblo dentro de ciertos límites6. Este es el sentir de la crítica más reciente. Y es lógico que así ocurriera, pues era la aristocra­cia la que, a pesar de todo, continuaba a la cabeza de la vida pú­blica e intelectual; aun obrando, a veces, contra su tradición, buscaba en conjunto una justificación y una norma. Pero, ade­más, ocurría que el único medio de expresión de que se disponía para esta clase de cosas era el verso y a él iba adherida, por así decirlo, una parte no pequeña de la manera de pensar tradicio­nal.

Ahora, por primera vez, hacia los comienzos de la guerra del Peloponeso, aparecen en Atenas unos hombres, los sofistas, que van a aplicar al tema del hombre el pensamiento racional, agu­zado por la especulación jonia sobre la naturaleza. Este tema ya está agotado: con métodos puramente teóricos no se puede lle­gar más allá. Además, no les interesa. Los sofistas son hijos de ciudades en las que el individualismo ha recorrido ya, en la vida

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práctica, todos sus caminos. Y, por si fuera poco, actúan en otra, Atenas cuyas tradiciones les son extrañas. No son nobles ni están ligados en modo alguno al pasado. Sus medios de expre­sión son la palabra hablada, que en la vida política y judicial ha ido adquiriendo posibilidades nuevas, y la prosa, que han inicia­do filósofos y logógrafos y que ahora va a desarrollarse más. Nada hay, pues, que les ate; muchas son las cosas que les incitan a ir contra el orden establecido. Se comprende, pues, que si em­plean la razón para justificar el nuevo individualismo que traen, esto quiere decir que, si, a veces, la aplican a este nuevo terreno para satisfacer su interés científico, con mayor frecuencia echan mano de ella como de un instrumento preparado por otros y que va a ayudarles a conseguir sus propios objetivos. Cuáles son és­tos, yá lo hemos indicado sumariamente. Veámoslos ahora más despacio.

Los sofistas se ven atraídos por Atenas en el momento de su gran esplendor, que hace de ella la primera potencia de Grecia. Más que el ciudadano de cualquier otra ciudad, el ateniense te­nía abierto el camino para participar en forma relevante en el gobierno de su ciudad: el régimen democrático se lo abría con tal de dominar los secretos de su funcionamiento y el arte de la ora­toria. Consecuentemente, todo el pensamiento genuinamente ateniense —Solón, el teatro, Tucídides, Sócrates— tiene por te­ma casi exclusivo el de la conducta humana o, dicho de otro mo­do, la moral y la política. Por eso los sofistas llenan una necesi­dad cuando ofrecen ayudar a los jóvenes atenienses para triunfar como ciudadanos, esto es, para sobresalir en la política. Esta en­señanza tiene por centro la de la retórica, que es el arma decisiva. Gorgias, en cuya Sicilia natal ésta se había desarrollado mucho, abrió el camino que siguieron los demás. Pero no bastaba una enseñanza retórica limitada a prescripciones técnicas. El joven ateniense, como hemos visto, encontraba en la tradición una se­rie de normas y de trabas. Los sofistas estaban libres del peso de esa tradición, que en sus ciudades, como también hemos visto,

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estaba muy debilitada; la de Atenas no pesaba sobre ellos. En consecuencia, necesitaban crear una teoría del hombre que no li­mitara a éste con relación a ningunos principios ni pusiera a su esfuerzo ninguna meta extraña al individuo mismo. Se trata, en suma, de una exacerbación demagógica del ideal democrático: nunca ha sido predicada con tanta claridad. Las viejas barreras deben caer. Es la crítica relativista de la tradición la que intenta­rá lograrlo.

Si estudiamos la temática de los sofistas veremos que una gran parte procede de la tradición poética de que antes hemos hablado. En la forma misma de la exposición sofística, en la que con tanta frecuencia se utiliza el mito y se citan y discuten los an­tiguos poetas, se denota esta misma influencia. Y, sin embargo, el espíritu es diferente. Es posiblemente en la etnografía jónica7 donde habían hallado el principio de oponer a la naturaleza o φύσις el νόμος que podemos traducir ya por ley, ya por tradi­ción, ya por convención humana. Los sofistas vierten en esta an­tinomia las antinomias arcaicas que oponían la realidad y la apariencia. Así resulta una valoración positiva de todo lo que sea φύσις, por su vigencia universal; y una negativa de todo lo que sea νόμος, por su condicionamiento local y temporal. En es­te sentido8 debe tomarse la formulación clásica por Protágoras del relativismo sofístico: el hombre es la medida de todas las co­sas. Pero otras veces no son diversas sociedades humanas las que fundan diversos νόμοι —a los que, según Protágoras, deben adaptare los miembros de las mismas, aun conscientes de la limi­tación de esa norma—. Para Calicles, en el Gorgias platónico, debe seguirse a la naturaleza, que identifica con la ley del más fuerte. Los más de los sofistas propugnan también esa sumisión a la naturaleza, cuya interpretación no suele ser tan explícita co­mo la de Calicles, aun estando de acuerdo en el fondo. Una in­terpretación diferente, la de Antifonte cuando cree en la igual­dad natural de todos los hombres, no es menos revolucionaria.

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No vamos a seguir aquí en detalle las diferentes teorías sofísti­cas. Lo que nos interesa es dejar patente cómo los sofistas crean un humanismo puro, en el que el hombre no es contrastado con nada extraño a él. Así tenemos que en el tratado de Protágoras Sobre los dioses, el más célebre de los sofistas manifestaba que no sabía si existían o no existían. Las ciudades y con ellas el νό­μος fueron creadas por una necesidad, para que los hombres pu­dieran defenderse de las bestias y convivir entre sí: ésta es la doc­trina del D el estado original, otro de los escritos de Protágoras. Aun esta tesis moderada, que asigna una cierta función a la ley, le arranca todo prestigio tradicional. ¿Cómo no iba a dejar abierto el camino, al igual que las más radicales, al amoralismo de la retórica tal como era enseñada por Gorgias y los demás so­fistas? La definición por Gorgias de la retórica como πάθους δημιουργός, ‘artífice de persuasión’, se comprende así fácilmen­te. Como se comprende la preocupación de todos ellos por ‘ha­cer fuerte el argumento débil’ (τόν ήττω λόγον κρεί,ττω ποιεϊν) y su fundamentación de toda demostración en griego, ‘lo verosí­mil’. El relativismo, en efecto, por fuerza había de extenderse también a la teoría del conocimiento. Es suficiente citar el título de otra obra de Protágoras: La verdad o argumentos demoledo- res(’ Αλήθεια ή καταβάλλοντες).

Y si el hombre aparece como completamente autónomo res­pecto a una limitación o norma o verdad no creada por él, que todo lo más puede subsistir alguna vez por pura conveniencia, su desligamiento de todo vínculo de sangre, de toda ley de herencia, es creencia unánime de los sofistas. Si en la edad anterior se ha­bía discutido sobre ello, ahora ya no ofrece duda que la άρετή no se hereda, sino que todos pueden aprenderla. Como en otras cosas, aquí la democracia ateniense había preparado el camino para esta conclusión.

De esta manera, las tendencias individualistas que se desarro­llaban en la democracia ateniense fueron impulsadas y no refre­nadas por los hombres de pensamiento. Se ve bien el nexo que

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une la comente sofística que pretende ayudar a la juventud ate­niense a triunfar en la política mediante la enseñanza de la retó­rica y la que intenta sentar una nueva teoría ético-política. A ve­ces ambas aparecen en el mismo sofista; otras no.

No deja de tener interés hacer aquí aunque sólo sea una alu­sión a otra tercera corriente sofística que pudiéramos calificar de científica. Es bien conocido que Protágoras es considerado gene­ralmente como fundador de la Gramática; Prótico, de la Sinoni­mia; Gorgias, de la Estética; Hipias, del tipo de erudición que habían de continuar los alejandrinos. Como no es nuestra inten­ción hacer aquí una historia del movimiento sofístico, veamos solamente en qué relación están estas actividades de los sofistas con su concepción del hombre. Como jonios, han justificado in- telectualmente la nueva emancipación del individuo que arranca de las circunstancias de la historia ateniense del siglo V y que ellos fomentan. Como jonios también, han aprovechado algunos elementos de su enseñanza retórica o de sus explicaciones teóri­cas para desarrollar cuerpos de doctrina independientes ya. La sinonimia de Pródico parte de las distinciones entre palabras afi­nes que ha de tener presentes el orador; la teoría de los modos en Protágoras tiene también su raíz en la doctrina retórica sobre el uso de las diferentes proposiciones: la estética de Gorgias no ha­ce más que estudiar la manera de obrar de la poesía para mejor comprender la esencia de la retórica. Y así lo demás. Se trata, en realidad, de subproductos de lo que realmente interesaba a los sofistas: el potenciar hasta el máximo las fuerzas del hombre in­dividual. El hecho de que esta potenciación estuviese fundamen­tada intelectualmente explica este ulterior desarrollo.

En este estado se encuentra la reflexión sobre el hombre cuan­do aparece Sócrates en la escena ateniense. El pensamiento ra­cional se había volcado a favor de la tesis de la independencia to­tal del hombre. Con respecto a él se han de valorar las demás co­sas y no al revés. Irremediablemente, todas las teorías más o me­nos conservadoras que los poetas habían sustentado antes

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quedaban sin defensa ante esta nueva fuerza. Una gran mayoría de atenienses continuaba rechazando en la práctica los nuevos puntos de vista. Pero, ¿quién podía discutir teóricamente con los sofistas? Y, sin embargo, la teoría de éstos dejaba al hombre en el mayor desamparo. Este no admitía limitaciones, es cierto, ni siquiera tenía por qué temer las consecuencias de acciones consi­deradas como malas; su éxito no estaba condicionado por sus antepasados, ni podía ser estorbado por consideraciones de con­veniencia general que una larga tradición hacía sacrosantas. Pe­ro, en cambio, carecía de normas de conducta. Buscar el éxito puede ser una norma en ciertas circunstancias; pero no tiene sen­tido en otras muchas. Una espantosa soledad, una falta total de protección era lo característico del ideal humano foijado por los sofistas.

El enfrentarse teóricamente con este ideal es la hazaña de Só­crates. Lo hizo como únicamente podía hacerlo: convirtiendo el pensamiento racional, de un elemento destructor de viejas nor­mas, en uno constructor de otras nuevas.

Tenemos, pues, que hacer del pensamiento moral el núcleo de todo el filosofar socrático. Este es, en general, el camino de toda la moderna investigación9, que diverge de la afirmación aristoté­lica de que las más importantes aportaciones de Sócrates son el descubrimiento de la definición y el del método inductivo. Luego veremos por qué Aristóteles enfocaba desde este punto de vista la obra de Sócrates; por ahora nos basta con anotar que tanto en éste como en Platón el tema del hombre, la preocupación por se­ñalar una nueva mera al quehacer humano, es el decisivo. En otro caso no se concebiría la perfecta oposición en que ambos pensadores atenienses se sienten frente a los sofistas. Común con ellos, aparte del interés humanista, no tienen más que una cosa: la creencia en el poder de la razón. Creencia tan viva o más que la de los sofistas; el Sócrates de los diálogos platónicos se nos aparece innumerables veces como pendiente de los resultados de una argumentación que, en cierto modo, avanza por sí sola sin

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ayuda de nadie y es la que va a decidir si su interlocutor está o no en lo cierto. Sólo con sus propias armas se podía derrotar a los sofistas. De ellas y de la modestia socrática, modestia de ate­niense tradicional carente de la pretenciosidad sofística, nacen esos dos nuevos frutos que son la ironía y la mayéutica. Pero el objetivo es ahora completamente diferente: es la creación de una moral racional basada en valoraciones objetivas. En vez de des­truir, construir. De este objetivo se deduce una concepción del hombre que en Sócrates está aún implícita muchas veces y en Platón se manifiesta ya claramente. De la pregunta ¿cuál es el cometido del hombre? se pasará inmediatamente a esta otra: ¿Qué es el hombre?

Frente a la doctrina sofistica, toda la moral socrática y plató­nica está basada en el objetivismo. En esto concuerdan con la antigua tradición poética, que, como ya vimos, era una reacción conservadora frente al despertar del individualismo. Algo de la norma tradicional aristocrática perduraba en ella, aunque tendía a valorar todas las antiguas άρεταί o excelencias en función de su utilidad para la comunidad. Ahora podemos afirmar, parale­lamente, que en el fondo del objetivismo socrático queda algo de las antiguas tradiciones sociales, políticas y religiosas que en Atenas, como vimos, se mantenían con más firmeza que en otras partes: concretamente, que en las ciudades jonias de donde pro­ceden los sofistas. No en vano era Sócrates un ciudadano ate­niense. La fidelidad de Sócrates a lo fundamental de la religiosi­dad ateniense y su obediencia incondicionada a las leyes de Ate­nas, ha sido relacionada con acierto con ese sustrato ateniense a que nos referimos10. De él depende también, indudablemente, su manera de presentarse en público y el manejo del diálogo. Sócra­tes no ha venido a derrocar nada, sino a perfeccionar. Cree que la aplicación del método racional tendrá este resultado y hará, por ejemplo, conducirse mejor en política y ejercitar mejor las virtudes tradicionales, una vez conocida mejor su esencia. Pero hay más. El conocimiento viene a coincidir con la acción: nadie

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hace el mal a sabiendas, sino por desconocimiento del bien. Es decir, no se trata ya solamente de que conociendo mejor lo que es la ευσέβεια o piedad, por ejemplo, se pueda practicarla mejor no por haber ya peligro de error. Es que el obrar contra la ευσέ­βεια es contrario a la naturaleza del hombre y, por tanto, peiju- dicial a éste. Al tratar de definir lógicamente una virtud tradicio­nal, Sócrates se ha encontrado con que ha interiorizado lo que antes no era más que una suma de prescripciones externas. Un poco más en este mismo camino y tratará de definir en términos generales qué es la virtud.

Así, pues, el racionalismo socrático, al querer fundamentar normas objetivas, ha evitado los escollos que podían crear dife­rencias de criterio y dar así alas al relativismo, y lo ha hecho de la manera más radical de todas: colocando esta normas en el in­terior del hombre. Gon esto quedaba descubierto el concepto del «alma» (ψυχή) como lo esencial de la personalidad. Inspirándose en la medicina, Sócrates habla de la salud del alma. El obrar mal la destruye.

Esta es la gran revolución socrática. Revolución de la que ha­llamos antes aislados anticipos, pero que sólo ahora se abre paso con una formulación tajante. No importa que Sócrates no llegue muchas veces a conclusiones firmes sobre qué es la virtud y que en su filosofía haya más de método que de sistema; los cimientos de una nueva moral quedan con él bien sentados.

Hay en estos resultados alcanzados por Sócrates una parado­ja que queremos aquí iluminar brevemente. El individualismo, refrenado en la poesía arcaica por límites y normas extraños al individuo, se había abierto libre paso en los sofistas, degeneran­do en un relativismo absoluto. Contra este relativismo va la po­lémica socrática, que se alimenta, como vimos, del objetivismo de la tradición ateniense. Pero el resultado de esta polémica es superar el relativismo colocando la norma no fuera del indivi­duo, como en la edad arcaica, sino dentro de él. La nueva moral que se crea ahora es totalmente individualista. En esto Sócrates

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está de acuerdo con las tendencias de los tiempos, pero no con los tradicionalistas atenienses, cuyas normas eran de tipo social y político.

Es evidente que la nueva moral socrática llevaba incluso im­plícitas consecuencias más graves que ésta: la de ver en la salud del alma del individuo el criterio de la acción política, tal como lo vemos en el Gorgias de Platón. En todo caso, el planteamien­to socrático no podía ser aceptado sin más por toda la ciudad. Estaba destinado a chocar muchas veces con la realidad exterior, que siempre ha tenido otros criterios. Formó, es cierto, un grupo de hombres escogidos, y a través de ellos influyó más o menos en los demás; pero la creencia estricta en los principios socráticos era difícil que se extendiera mucho. Y el hombre común volvió a lanzarse en búsqueda de nuevos ideales menos difíciles y ab­sorbentes. Estos ideales se resumen en el ideal de la humanitas de la edad helenística. Dejémoslo ahora de lado y sigamos las peripecias de la revolución socrática estudiando al tiempo el concepto del hombre que implica.

Sócrates no sacó todas las consecuencias de sus ideas. Es evi­dente que el poner en la salud del alma el supremo criterio de ac­ción implica un distanciamiento, si no una condena, de la políti­ca ateniense. Pero esto estaba aún demasiado lejano —es el dra­ma de la vida de Platón— para que el pueblo ateniense lo viera así. Puede decirse que el choque de Sócrates con Atenas fue mo­tivado por cuestiones más periféricas en su pensamiento. Si éste culmina en el ‘cuidado del alma’, su comienzo está en la raciona­lización de las normas de conducta. No es que Sócrates llegara a sentar normas concretas sobre lo que se debía hacer en cada oca­sión. Al menos, aun aceptando en principio una gran parte de la herencias tradicional ateniense, aplicó su crítica racionalista a al­gunos puntos de ella. Un paso adelante consistió en llegar a la conclusión superior de que la norma debe ser interior. Pero, por lo pronto, el intento de racionalización de la realidad política — crítica de ciertas instituciones democráticas igualitarias y exigen-

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cia de una especialización en los problemas politicos—, de la re­alidad social —exigencia de una especialización para el mejor éxito de la educación— y de la religiosa —moralización de la misma11—, fue lo que más hostilidad suscitó contra su persona. De aqui salieron, sin duda, las acusaciones de que corrompía a los jóvenes —y desde el punto de vista estrictamente tradicional era verdad— y de que introducía nuevos dioses, lo que, literal­mente, era falso, pero tal vez no lo fuera en el sentido de purifi­car la concepción de lo divino. La lucha de Sócrates con los so­fistas le había llevado a resultados que no eran más aceptables para los tradicionalistas atenienses que los de aquéllos.

La búsqueda socrática de nuevos objetivos del obrar humano tuvo dos consecuencias en que hemos de detenemos. Como esta búsqueda empleaba un método racional, nacieron, como en el caso de los sofistas, lo que al hablar de éstos llamábamos sub­productos de su ocupación intelectual. Sólo que ahora no nacen por curiosidad científica hacia cuestiones que surgen en el estu­dio de lo que más interesaba. Sócrates no esa un jonio. Ahora, lo que se constituye en cuerpo de doctrina es el método mismo de la investigación: la dialéctica. Tal vez no sea demasiado audaz afirmar que todas las ciencias en general nacen en Grecia como derivación ocasional del estudio de la conducta humana —mo­ral es una palabra que se ha quedado demasiado estrecha—. So­bre esto hemos de volver a propósito de Aristóteles.

La otra consecuencia, a la que ya hemos aludido, es el naci­miento de un concepto del hombre que ha de desarrollar luego Platón. Si primero era un ser con cierta limitaciones y normas extemas, y luego totalmente independiente, ahora continúa sien­do absolutamente autónomo, pero lleva dentro de sí la norma de su obrar. No es la ganancia en bienes exteriores la que debe deci­dir éste, sino la salud del alma. El alma, de otra parte, es definida como un principio racional al que basta conocer el bien para obrarlo. Dios permanece ausente en esta definición del hombre.

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Hemos de llegar a Platón para que este nuevo desarrollo se produzca. Tratemos de ver cómo y en qué medida su pensamien­to depende del planteamiento del problema del hombre por Só­crates.

La preocupación fundamental de Platón, según hoy es reco­nocido generalmente, es el tema de la conducta hum ana12 La teoría de las ideas es para Platón, antes de nada, un medio de probar sus verdades favoritas: por ejemplo, la inmortalidad del alma en el Fedón o la forma en que tiene lugar el conocimiento del Bien en la República. Por lo demás, ya Aristóteles había vis­to con razón13 que es una derivación de un descubrimiento so­crático, el del concepto. De igual modo se puede afirmar que el filosofar de Platón sobre el hombre deriva en línea recta de Só­crates, tanto que muchas veces es difícil decidir cuál es el punto a que llega el pensamiento de éste y en que comienza el de Platón. De aquí ha partido el error de los críticos ingleses Burnet y Tay­lor14, de querer atribuir a Sócrates la casi totalidad del pensa­miento platónico.

El conflicto que veíamos dibujarse entre la doctrina de Sócra­tes y la realidad ateniense se agrava considerablemente en Pla­tón. Si Sócrates criticaba el que cualquier joven, sin conocimien­to especiales, de dedicase a la política en Atenas y el que el sorteo decidiese sobre quién había de desempeñar determinados cargos públicos, Platón funda la teoría de los filósofos-gobernantes, verdaderos especialistas de la política. Pero no se trata sólo de una aplicación a ultranza del principio socrático de la técnica o, pudiéramos decir, de la racionalización del trabajo. Del fin últi­mo del filosofar socrático, la consecución de la salud del alma, Platón deduce explícitamente que el fin de la política es el perfec­cionamiento moral del hombre. Con esto, el conflicto llega a su culminación. El fracaso dé Platón al intentar aplicar estos princi­pios a la política real, constituye, como es sabido, la tragedia de su vida. Con íntimo dolor ha de reconocer en la República que el modelo de Estado que ha descrito no existe más que en el

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mundo de las ideas. De una manera semejante, Platón entra en conflicto, si no con la religión, sí, al menos, con la mitología he­lénica. Lo que no tolera en el mundo de los hombres, no puede tolerarlo Platón en el de los dioses. La mitología es racionalizada y moralizada. Mayor aún es el radicalismo en el problema de la educación. Toda la tradición educativa basada en la poesía es descartada por fomentar las tendencias irracionales y ser amoral. La nueva teoría educativa, desarrollada ampliamente en la Re­pública, tiende al desarrollo de la razón mediante el cultivo de las matemáticas y la dialéctica.

En suma, la filosofía o recto uso de la razón para llegar al co­nocimiento moral invade ahora todos los terrenos. Al mismo tiempo, se precisa la concepción del hombre de Sócrates. Lo más característico de ésta era el considerar el alma como algo que hay que cuidar ejercitando la virtud, que es su salud. Esta ejerci- tación se producía automáticamente cuando se la conocía. El co­nocimiento lleva a la άρετή y ésta a la salud del alma. Así, toda la filosofía socrática es una exhortación al conocimiento racio­nal, fuente del bien obrar (φρόνησις). La moral es concebida co­mo una racionalización de la conducta. Esta concepción subsiste íntegra en Platón, con algunos desarrollos y correcciones. Como un desarrollo hemos de considerar la paradoja platónica —¿tal vez ya socrática?— de que el hacer el mal es peor que sufrirlo, puesto que aquello afecta al alma y esto no. Otro desarrollo es la importancia que cobra la oposición alma-cuerpo, con el consi­guiente desprecio del segundo y predicación del ascetismo. La consideración de la vida del filósofo como una ‘preparación para la muerte’, según la expresión del Fedón15, en tanto que se pres­cinde del cuerpo en todo lo posible, e incluso la misma teoría de la inmortalidad del alma, tienen sus raíces en la concepción so­crática del hombre, por más que el pensamiento de los pitagóri­cos y de la órfica no hayan dejado influir.

Podríamos seguir insistiendo sobre este tema, pero es hora ya de pasar a otro afín: las correcciones introducidas por Platón. El

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alma no es exclusivamente racional para el fundador de la Aca­demia, quien debe, para ajustar siquiera un poco la teoría socrá­tica a las realidades, sentar la teoría de las tres almas: la racional, la pasional y la concupiscible.

Pero hay una jerarquía entre las tres, en la que el alma supe­rior es la racional, a la que deben someterse las otras para que se establezca la justicia y surja la salud del alma. El principio socrá­tico continúa, pues, actuante. El dominio de la razón es lo natu­ral. Y la razón es el hombre en el hombre: cuando16 el alma pa­sional es comparada a un león y la concupiscible a una bestia in­munda, la racional es comparada a un hombre, en el que ha de prevalecer cada día más el elemento racional sobre el pasional y el instintivo. De ahí la teoría platónica de la educación, tendente a desarrollar cada vez más ese elemento racional, al que hemos aludido ya. Al desarrollarse el elemento racional, no sólo domi­nará mejor al león y a la bestia, sino que conocerá mejor el bien y, por tanto, obrará mejor.

Hemos querido poner de relieve hasta aquí que, por impor­tantes que sean estas aportaciones platónicas, están en el fondo implícitas en el pensamiento de Sócrates. Hay, sin embargo, un rasgo que es esencial en el pensamiento platónico y que no está implícito en el de Sócrates. El objetivismo de éste había estable­cido la necesidad de normas, cuyo criterio era la salud del alma del que obraba. Los esfuerzos socráticos, partiendo de ahí, para unificar la virtud culminan en Platón en la concepción de la Idea del Bien. Como en Sócrates, se llega a ella por el conocimiento; la razón aplicada al mundo objetivo es verdad, y la verdad cobra así categoría moral. Lo nuevo es la atribución de carácter divino a la idea del Bien. Si el Bien es el fundamento de la μετρητική o «ciencia de medir (con criterio moral)», de Dios se dice en las Le­yes 17 que es la ‘medida de todas las cosas’. Y el acercamiento a la άρετή es concebido18 como una όμοίωσις μάλιστα τω θεώ, una ‘aproximación a Dios en todo lo posible’. Así, el filósofo, que busca esa aproximación, es19 un φυτόν ουράνιον, un ‘ser ce-

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lestiaT. Y la αρετή superior, meta del esfuerzo humano, resulta divinizada.

Posiblemente ha sido por el camino de la moralización de lo divino, iniciado en realidad desde el mismo Homero, por el que Platón ha llegado a esta última identificación, no expresada cla­ramente en ninguna de sus obras y presente, sin embargo, en va­rias de las de su segunda y última épocas. Pero desde este mo­mento no sólo se ha creado una nueva religión basada en el Bien, igual que hay una nueva política basada en él: además, ahora, el concepto del hombre es indefinible por sí solo sin acu­dir al de Dios. Dios, en efecto, es el modelo del hombre si éste ha de hacerse cada día más perfecto. Los poetas arcaicos habían di­cho que dioses y hombres son de una misma familia20, pero ja­más habían llegado a esta conclusión. Partiendo de presupuestos socráticos, Platón ha pasado de un pensamiento exclusivamente humanista, como el de los sofistas y Sócrates, a uno que es inca­paz de definir al hombre fuera de su relación con la divinidad. Esta relación no es ahora concebida como un límite puesto al obrar humano. Antes de Platón está todo el proceso de la racio­nalización e interiorización de las normas de conducta. Dios es ahora el modelo del hombre.

Así, la socrática pasa a convertirse en una religión racionalis­ta y moralista que no llega a las masas más que indirectamente y poco a poco. No es esto valorar en menos su influjo, que en con­junto ha sido grandísimo. Es hacer ver que, tomada en bloque, no podía convertir al hombre de la calle. En los últimos escritos de Platón se palpa esta desilusión. El, cuya fuerza había consisti­do siempre en seguir sin vacilar las consecuencias de sus ideas, por paradójicas e insólitas que fuesen, intenta un compromiso con la realidad en las Leyes. En el Filebo introduce el placer co­mo elemento integrante, con la φρόι/ησις, de la felicidad huma­na. En el Parménides vacila Sobre uno de sus principios más fir­mes: la teoría de las ideas. Y en otros escritos se desvía un tanto de las preocupaciones más fundamentales de su filosofía: así en

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el Timeo. En sus últimos tiempos, las enseñanzas que impartía en la Academia eran principalmente las Matemáticas y la Dia­léctica, que en su concepción primera no son más que un método para el desarrollo intelectual y, por tanto, moral. Como ya he­mos anotado al hablar de los sofistas y de Sócrates, cada vez van surgiendo y perfeccionándose más ciencias autónomas cuyo arranque está en la preocupación por la conducta del hombre.

En realidad, la religión platónica estaba ya fundada desde la República; era lógico que el trabajo intelectual del maestro se desviara ahora hacia otros objetivos. La doctrina platónica de­bía ser simplemente aceptada o rechazada. Si su influjo ha sido imperecedero, no es menos cierto que en conjunto fue rechazada por sus contemporáneos. En la última época de la Academia ya era discutida y humanizada. Sería demasiado largo narrar aquí la historia de cómo sus seguidores, los académicos, fueron muti­lándola cada vez más, para evitara el radicalismo opuesto al mundo que tanto estorbaba a su difusión, hasta acabar al fin en un sistema escéptico. Igual búsqueda de una adaptación a la re­alidad y a la vida late en obras aristotélicas como las Eticas o la Política.

En efecto, después de los estudios de Jaeger21 podemos seguir la evolución de Aristóteles desde el pensamiento aún platonizan­te de sus primeros escritos al ya independiente de los de edad madura. En el Protréptico, la φρόνησις o conocimiento es con­cebida aún en términos casi platónicos, pero se considera necesa­ria para la felicidad la unión a la misma de la virtud y el placer; esto, que es un desarrollo del Fiíebo, supone que la virtud ya no es completamente dependiente de la φρόνησις. De aquí nace la teoría de las tres vidas; aunque la contemplativa es la más alta de ellas, en la Ética Nicomáquea su fundamento, la φρόνησις o co­nocimiento, busca una base natural y no depende ya de lo tras­cendente. En esta misma línea de observación y estudio de la realidad humana están la nueva teoría de la virtud, conside­rada como un justo medio entre dos extremos; la nueva psicolo­

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gía, más compleja que la platónica y superadora de su ràçiona- lismo; la nueva política, que admite diversos regímenes igual o casi igualmente aceptables, etc. Con Aristóteles, Dios deja de ser el modelo del hombre; y la ética, la política y la teoría del cono­cimiento dejan de ser parte de la teología. La filosofía, que se ha­bía alejado del mundo, vuelve a ponerse en contacto con él. El centro del pensamiento sobre el hombre se centra en la idea de la felicidad, que ya no se funda exclusivamente en el conocimiento del Bien y que, además, puede ser diferente para hombres dife­rentes. El punto de vista continúa siendo, pues, individualista; no podía ser de otro modo. Este planteamiento nuevo del pro­blema del τέλος o destino del hombre es decisivo para toda la época helenística, cuya filosofía se resume en la pregunta de cuál es la felicidad del hombre. Es característico que ahora tenga muy poca relevancia el problema de la aceptación o no aceptación de las normas tradicionales. En una época de individualismo cada vez mayor, estas normas de carácter social y político pierden im­portancia. Como la misión del hombre no es el triunfo en la vida política, como en la época sofistica, sino una felicidad que no suele trascender del ámbito de la vida privada, no tiene ahora mayor interés la polémica iniciada por la sofística, aunque la continúan los cínicos y, en cierto modo, los epicúreos. La ética tratará de sentar nuevas normas objetivas, las más veces sin fun­damento trascendente, aunque los estoicos sean en esto una ex­cepción.

Volviendo a Aristóteles y su escuela, diremos que otra conse­cuencia de la evolución que hemos seguido es que su atención se desvía cada vez más de los temas morales. Aristóteles es, ante to­do, un científico al que gusta razonar sobre cualquier tema. El pensamiento racional, desarrollado en relación con el tema de la conducta humana, se hace autónomo y crea las distintas cien­cias. En Aristóteles y sus discípulos y en los discípulos de sus dis­cípulos, como son los hombres de la escuela de Alejandría, cul­mina este proceso de la creación de ciencias particulares que he-

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mos venido siguiendo desde los sofistas. Por ello, Aristóteles no podía comprender ya plenamente qué era lo esencial en el pensa­miento de Sócrates.

Este es el fin de la gran aventura socrática de crear una moral racional. Desde el punto de vista ideal, sus resultados son tras­cendentales: desde el del ateniense medio de los siglos V y IV, tu­vo al menos la virtud de acabar con el relativismo absoluto de la sofística. Al final tampoco pudieron mantenerse el racionalismo y el transcendentalismo platónicos. Se trata ahora de fundar normas objetivas, válidas para todos los hombres, pero en gene­ral de base no trascendente. Y queda consolidado, más que nun­ca, el individualismo: el hombre no es una pieza de la colectivi­dad, sino que encierra un valor autónomo.

No carece de interés, para concluir, examinar brevemente al­gunas manifestaciones del pensamiento ateniense sobre la con­ducta humana fuera de la esfera de la socrática. En Jenofonte — que no podemos considerar socrático verdadero— se revela una continuación de la tradición aristocrática curiosamente fundida con el nuevo moralismo. Su ideal es el del caudillo aristócrata Con sus virtudes militares, que a veces recuerdan claramente el ideal socrático-platónico del dominio de sí mismo y de la justi­cia. En el discurso que en la Gropedia pronuncia Ciro antes de morir22 y en el retrato de Ciro el Joven en la Anábasis23 se ve cuán íntimamente unidos permanecen en el pensamiento de Je­nofonte rasgos como el de la obediencia a los dioses, el éxito mi­litar y político, la falta de orgullo, la generosidad y, al tiempo, la σωφροσύνη y la cordura (φρόνησις). Se tendía, pues, a crear una serie de normas de conducta concretas en la formulación de la cual no dejaban de entrar elementos de la socrática, cuyo sistema de pensamiento se rechazaba, sin embargo. Se ve que, en defini­tiva, la dirección de la ética de Aristóteles era la que estaba en el ambiente, aunque, naturalmente, de una forma menos filosófica y más empírica.

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Algo semejante ocurre en Isócrates. Discípulo del sofista Gor­gias, cree como éste en el valor supremo de la elocuencia; pero distingue entre un uso moral y un uso amoral de la misma y re­comienda el primero. Personalmente, la utiliza en ideales cons­tructivos y no para aumentar por cualquier medio su poder. En­tre las virtudes que predica, la fortaleza y el dominio de sí mis­mo, por ejemplo, son perfectamente socráticas24. En el A Nico- cles trata por primera vez de dar una especie de catecismo de la conducta en el que resuenan ecos de doctrinas de varias proce­dencias. Aunque el ideal de Isócrates —el hombre culto y elo­cuente— es muy diferente del de Jenofonte, hay, como puede verse, un fondo común.

Con esto llegamos al fin de la edad propiamente ateniense. El intento de crear un concepto del hombre que ponga a éste en re­lación íntima con Dios ha fracasado provisionalmente. El hom­bre individual busca nuevos objetivos. Por todas partes se trata de fundamentar ideales éticos que, aunque más unidos a la vida común y corriente, llevan en gran parte sello socrático. Lo gana­do por la interiorización de la norma moral no se pierde ya, aun­que subsista la competencia entre varias concepciones de la mis­ma. En la época helenística se verán las contradicciones que hay ya ahora latentes entre los diversos ideales que en el siglo IV es­tán en aparente buena armonía: sin embargo, continuará vigente el ideal socrático de la felicidad interior. Pero al faltar el criterio trascendente, el hombre se halla otra vez en soledad. En Jeno­fonte y en Isócrates se trata de compensar esto, en parte al me­nos, con el nuevo ideal de la φιλανθρωπία25, la humanitas, que une a los hombres entre sí por lazos de amor y comprensión, ya que los antiguos lazos sociales y políticos no tienen ahora valor ético.

En suma, en el siglo IV nos hemos quedado otra vez sin un concepto coherente del hombre. La consideración del hombre como ser racional no es ahora exclusiva, aunque continúa ac­tuando. Tal vez la aceptación de una especial naturaleza, común

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a todos los hombres y fundamento de sus deberes, sea la conclu­sión más generalmente aceptada. Pero nadie ha definido clara­mente esa naturaleza humana.

N o t a s

1,- Fragmento 212.2,- Fr. 211.3,- Tuteo, fr. 8; Teognis, w . 699-718, Solón 30 y Jenófanes 2.4,- Fr. 16 V.5,- La Teología de los primeros filósofos griegos (trad, española, Méjico 1952).6,- Fr. 25.7,- Cf. Heinimann, Nomos und Physis, Basilea 1945.

8,- Cf. Nestle, Vom M ythos zum Logos, Stuttgart 1948, pp.268 ss.9,- Cf. sobre todo el libro de Maier, Sokrates, Tubinga 1913.10,- Cf. A. Tovar, Vida de Sócrates, Madrid 1954,2* ed., capítulo Π.11,- Cf. Tovar, obra citada, pp. 135ss.

12- En este sentido, cf. ante todo Jaeger, Paideia (trad, española, Méjico 1942-1945).13,- M etafísica, 1078 b.14,- Burner, Greek Philosophy, I, Londres 1914; Taylor, Varia Socratica, Oxford 1911, Sócrates, 1933 y otras obras.15,- Fedón 64 c.16,- República 488 b.17,- Leyes 716 c.18,- Teeteto 176 b.19,- Timeo 90 c.

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20,- Pindaro, N. 6.1 y sigs.21,- Resumidos en su Aristóteles (trad, española, Méjico 1946).22,- 8.7.

23,-1.9.24,- Cf., por ejemplo, A ntídosis289-90.

25,- Cf. Ciropedia, 1. c., e Isócrates, A Filipo 114, así como Snell, Die E nt­deckung des G eistes, Hamburgo 1948, cap. XI.

Armauirumque
Armauirumque
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10. LA ÉTICA GRIEGA DESDE SUS COMIENZOS A SU ELABORACIÓN

POR LOS SOFISTAS Y PLATÓN

Desde el comienzo mismo de la literatura griega hay una serie de juicios de valor y de instrucciones y sarcasmos relativos al comportamiento humano. De un lado, se trata de una descrip­ción: tal o cual tipo de conducta procura éxito o fracaso y elogio o crítica. De otro, se trata de una exhortación a seguir determi­nados tipos de conducta o de una crítica de otros, siempre en función de las consecuencias que reportan.

Hay, en definitiva, una teoría incluso en una época poco teó­rica, que prefiere ocuparse de casos concretos y colocarlos a la luz de los casos concretos, también, del mito, la fábula o la anéc­dota; y hay una presión social en relación con esa teoría. Pode­mos decir, de definitiva, que hay una ética.

Al decir «una» hemos introducido, sin embargo, una palabra ambigua. En cierto sentido hay más de una ética: no se espera lo mismo del comportamiento de los nobles que del pueblo, de los hombres que de las mujeres, por ejemplo. Y esa espera depende de los tiempos, de las circunstancias políticas y sociales. No deja de haber, sin embargo un ambiente general, unos rasgos comu­nes. Entre otros, éste: no hay en Grecia una diferencia entre una ética individual y una ética política. La conducta humana se de­senvuelve, por supuesto, en un medio social y, muy comúnmen­te, en un medio político. La conducta del gobernante y del súb­dito, de las clases sociales, de la ciudad en sus relaciones con otras son, sin duda, temas políticos, pero son, al tiempo, en Gre­cia, los temas más comunes del pensamiento ético.

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Así seguirá siendo hasta el final del periodo de que aquí nos ocupamos, el de los sofistas y los socráticos, entre los que desta­ca Platón. En la ética que, por llamarla de algún modo, llama­mos popular y en las de las escuelas de los filósofos, por contras­tantes que éstas sean, existe el concepto inmutable de que cada sistema político, cada politeia, tiene un ethos, una manera de ser y de comportarse los ciudadanos. No bastan reglamentos y constituciones, esto de nada vale si los ciudadanos no se imbu­yen en las esencias del régimen político: esencias éticas, en suma. Platón habla del «hombre tiránico», el «hombre aristocrático», etc., más que de la tiranía y aristocracia. Y la teoría más común en historiadores y oradores, por no hablar de los filósofos, es que la ruina de los sistemas políticos procede die la ruina ética que a ellos subyace.

Pero con esto estamos adelantando cosas y saliéndonos lige­ramente de nuestra intención central, que no es otra que explicar los orígenes y la esencia de las elaboraciones de la ética griega por sofistas y socráticos a partir de la que hemos llamado ética popular. No podíamos, sin embargo, dejar de hacer esta llamada dé atención inicial a las relaciones entre ética y política, a su in­distinción en cierto sentido más bien. La ética griega, con sus evoluciones y sus crisis, está, en efecto, íntimamente ligada no sólo a los cambios de sociedad sino también a las crisis de los sis­temas políticos.

Es en los momentos de crisis, efectivamente, cuando tienen lugar las más claras formulaciones ético-políticas. Esto es cierto para la evolución de la moral popular y algunas cosas hemos de decir sobre ello. Esta es la moral griega original y primera, es también la que subsiste, por debajo de los sistemas de los filóso­fos, a lo largo de toda la historia griega. Ahora bien, la gran cri­sis de la ética griega es la que va unida a la crisis social y política de los años anteriores a la guerra del Peloponeso y a los años de esta guerra: podríamos decir que de la consolidación de la demo­cracia de Pericles con el tratado con Esparta del 446 a la derrota

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ateniense del 404. De esta crisis deriva la ética sofistica, causa, a su vez, del surgir de la ética socrática.

Parece oportuno, siguiendo el consejo de Horacio, no comen­zar la exposición de la primera ética griega por el huevo de Leda, sino penetrando in mediares presentando una imagen de esa cri­sis decisiva. Nada mejor para ello que contrastarla con el estadio previo a ella.

Este estadio previo podríamos ejemplificarlo muy bien con los Persas de Esquilo, que en el año 472, poco después del gran triunfo ateniense en las guerras médicas, nos ofrece la ideología de la que en otro lugar he llamado «democracia religiosa»: sínte­sis de aristocracia y pueblo, bajo el patrocinio de unos dioses que protegen unas determinadas normas de conducta. Los antiguos problemas éticos, sociales, políticos de una larga historia de en­frentamientos civiles, de conflictos ideológicos, quedan aquí su­perados. La falta más grande es la hybris, es decir, ese abuso del fuerte sobre el débil que se califica también de injusticia y que se ejemplifica con la tiranía de Jeijes sobre su pueblo, la invasión de pueblos extraños y aim la subversión de la naturaleza. La hybris es castigada por la divinidad con la derrota. Frente a ella está la conducta del que respeta los derechos de los demás, in­cluidos los gobernantes y los pueblos extranjeros, del que acepta límites defendidos por los dioses, por quienes es premiado.

Todo esto tiene claras implicaciones tanto políticas como éti­cas, para usar la dicotomía que es habitual en nuestro lenguaje: para los griegos, insisto, se trata de lo mismo. Ha habido un lar­go paso desde los tiempos en que, para los héroes homéricos o los atletas pindáricos (por lo demás contemporáneos de Esquilo) la norma fundamental de conducta era el destacar sobre todos, ser el primero, aun a riesgo del esfuerzo y el sufrimiento: «ser siempre el primero o superior a los demás» era el consejo dado a AquÜes por su ayo Fénix.

Ahora, en cambio, el hombre que se impone sobre todos, que busca sus objetivos sin respeto para los demás, es objeto de abo­

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minación. Peor aún: no triunfa, sino que sufre la derrota. Hay un ideal que busca la medianía y el equilibrio, el valor al servicio de la comunidad y no en busca del brillo egoísta, el respeto. Y está apoyado por la divinidad. No es que falten en época arcaica anticipos de este ideal, los hay hasta en Homero: pero ahora es el preponderante.

Todo es claro y transparente en Esquilo, como lo es en la so­ciedad que, idealizándola, refleja. Pero demos un salto y deten­gámonos en la Antigona de Sófocles, escrita en el aflo 442, cuan­do Pericles era el máximo dirigente de Atenas y la democracia había dado ya un paso más en sentido igualitario. Es una época que ya anticipa la crisis que se acelerará luego por el impacto de la guerra —de una guerra que comenzó como defensiva y pasó a ser ofensiva—. Un aliado, la isla de Samos, ha de ser sometido por la violencia: y en la expedición participan tanto Pericles co­mo Sófocles. Dentro de la ciudad, con el ostracismo de Tucídi- des el de Melesias, la oposición tradicional ha sido vencida, aun­que no convencida. ¿Qué opina, en estas circunstancias, un Sófo­cles que siente la religiosidad y el horror a los tiranos de la anti­gua Atenas, pero que no es exactamente un hombre de los nuevos tiempos?

Sófocles vacila y siente miedo. En Antigona presenciamos, al contrario que en los Persas, un enfrentamiento ciudadano que es al propio tiempo un enfrentamiento familiar. El tirano que cree que todo le es lícito, Creonte, ha de ceder, pero se mantiene en el poder. Su sobrina Antigona afirma la primacía de los deberes para con la familia, la libertad del individuo frente a un estado que abusa, pero su suerte es la muerte. Y ni siquiera es una tra­gedia en blanco y negro, de buenos y malos. Antigona, habla de su «santo delito». El coro habla de que ha procedido contra la justicia. Hay una rebeldía contra una constitución mala y defec­tuosa, pero no se niega su legitimidad en un cierto sentido.

Las situaciones respectivas de gobernantes y súbditos, hom­bres y mujeres, están en cierto modo confusas. El tema de la jus-

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ticia queda borroso. La solución teatral de la revuelta individual, por justificada que esté, y lo está, comporta problemas y, sobre todo, no da una respuesta a un nivel general, político. No hay una integración de los puntos de vista, como en Esquilo.

La ética griega estaba fundada en el equilibrio de dos clases de valores: los valores agonales y los restrictivos, definidos en términos generales como «justicia» (dike). Pero los valores ago­nales se hacían problemáticos, como acabamos de ver; y el con­cepto de justicia estaba expuesto a una tensión muy fuerte. Si en un momento dado, en Esquilo, implicaba un respeto dentro de una cierta desigualdad, un sistema de reciprocidades, cada vez más tomaba un tinte igualitario. Había una lucha sobre lo que le era permitido al individuo sobresaliente, sobre lo que era real­mente la justicia. Lucha correspondiente a la evolución de la so­ciedad ateniense. El pueblo ya no se contentaba con tener el con­trol de la actuación de los hombres políticos; a partir de la muer­te de Pendes el año 429 colocaba a sus hombres en el poder, proponía a la política exterior de Atenas objetivos que no pue­den calificarse de justos, llegaba a atemorizar y humillar a sus adversarios aristocráticos.

La ética de la sodedad igualitaria promovida por la democra­cia de Pericles forma en realidad un sistema inestable. Basta leer, para darse cuenta de ello, el discurso que Tucídides, en su libro segundo, atribuye a Pericles con motivo del entierro de los muer­tos del primer año de la guerra. Tradicionalmente, en estos dis­cursos se hacía el elogio de las virtudes de los muertos: ahora Pe­ricles —o Tucídides— aprovecha la ocasión para hacer el elogio de la politeía de Atenas, es decir, tanto de los hábitos de vida de los atenienses como del régimen político en ellos fundado.

Pues bien, los valores humanos, democráticos, liberales, de la politeía ateniense, tal como en el pasaje aludido son descritos, representan en definitiva un sutil equilibrio que presentaba fisu­ras que, bajo la presión de la guerra, no tardaron en explotar. Se trataba dé una serie de valores fijos, tradidonales; o, por mejor

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decir, de dos series. Una estaba fundada en las antiguas virtudes agonales del valor, el éxito de las empresas que enriquecían a Atenas. Otra, en la eliminación de antiguas restricciones y tabús: Atenas es una dudad libre, la vida de cada cual no está sometida a vigilancia ni censura, hay igualdad para todos.

El discurso consiste, precisamente, en demostrar que las dos series de valores son conciliables entre sí, no incompatibles como un espartano pensaría. Son compatibles la igualdad y la acepta­ción del liderazgo de los grandes; la libertad y la ley; el trabajo privado y la dedicadón pública; la cultura y el trabajo; la como­didad de vida y el valor personal. Puede haber sido así, sin duda, en un momento, pero el hecho mismo de que el discurso esté es­crito «a la contra», desde una posidón defensiva, hace ver el es­fuerzo que subyace al nuevo sistema de valores. Lo que explica su quiebra, ya iniciada sin duda por entonces.

La lucha en tomo al concepto de justida no estás en modo al­guno, concluida. En el propio Tucídides, dirigentes políticos co­mo Cleón o como los embajadores atenienses enviados a Melos, admiten abiertamente que la justida sólo es respetada en una posición de igualdad de fuerzas y propugnan aquello que antes era calificado de hybris o abuso, sin miedo a castigo divino de ninguna clase. Por otra parte, las tendendas igualitarias llevan a una lucha contra conceptos restrictivos de la justida en el caso de las mujeres, los hijos naturales o los esclavos, lo que no deja de producir reacción. No hablemos de los enfrentamientos de las clases sociales, cada una de las cuales cree tener la justicia a su favor. Añadamos la condenda de las diferencias de la moralidad de los distintos pueblos, lo que quita fe en las normas heredadas.

Pero hay otros puntos de conflicto más. Pese a lo que digan Pericles o Tucídides, a la larga la moralidad basada en el sacrifi­cio por la patria, en el esfuerzo, en el servido a los condudada- nos, sucumbió ante los estímulos de una sociedad afluyente. Hay una privatización, un poner por delante los intereses privados, aunque sea a costa de las grandes palabras del respeto al jura-

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mento, la fidelidad, etc.: basta leer los discursos de Lisias para darse cuenta de ello. Incluso los lazos familiares se relajan, ya por obra de las pasiones políticas, ya de la primacía de lo indivi­dual. Por supuesto, el papel de la religión en la ética experimenta un declive.

Hay, en la guerra del Peloponeso, y aun antes, demasiada dis­crepancia entre las pomposas declaraciones públicas sobre los valores tradicionales defendidos por los dioses, valores al servi­cio de la sociedad, y la realidad de los hechos. Demasiada impre­cisión sobre lo que es la justicia, demasiada flexibilidad en la aceptación pública de toda clase de conductas. Valores absolu­tos y otros relativos, por lo demás interpretados muy variamen­te, convivían malamente. En una sociedad cambiante, que bus­caba la igualación entre bruscas reacciones, que perdía rápida­mente la fe en el poder efectivo de dioses que toleraban tales ca­tástrofes, no existía, esta es la verdad, en la época que nos ocupa, una línea clara de conducta para el individuo ni existía, pese a la apariencia, un ideal político coherente. Este es el panorama que hay que tener a la vista para comprender la irrupción de los so­fistas y, luego, la de Sócrates y Platón.

Pero a su vez este panorama sólo se comprende dentro de un cuadro histórico referente a la evolución de la ética, la sociedad y la política griegas. Todo arranca, evidentemente, del ideal ago­nal a que ya hemos hecho referencia, el ideal de la superioridad y el triunfo, premiados con la riqueza y la gloria, que es propio de los héroes homéricos y fundado en la creencia de los nobles en su propia superioridad natural, por nacimiento. A partir de aquí, en la moral popular de todos los tiempos, el éxito en cualquier actividad es premiado socialmente: se considera algo kalón, her­moso, mientras que el fracaso es aiskhrón, feo. Son los dos con­ceptos cardinales de la ética griega.

Junto al ideal agonal hay desde siempre, claro está, elementos restrictivos, No sólo la derrota y el fracaso son algo aiskhrón·. lo son, desde el propio Homero y luego cada vez más, comporta­

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mientos como el abuso cometido sobre el débil (la mujer, el he­raldo, el mendigo, etc.), que merece respeto; o como la ruptura de ciertos tabús, tales como el del incesto o la violación del jura­mento o el de dar muerte a un familiar. Todo esto es, como deci­mos, aiskhrón, feo o vergonzoso, y tiende a calificarse no sólo como hybrís, abuso, sino también como adikía, injusticia. Pero no sólo está sancionado socialmente, sino que también recibe castigo divino: así ya en Homero, pero sobre todo luego en Ar­quíloco, Solón y Esquilo. En estos últimos autores se llega a más: se acepta la tesis de la repercusión social de la injusticia, cu­yos funestos resultados alcanza al pueblo todo. Y alcanzan a los descendientes del culpable cuando éste escapa a ellos, por la idea de la solidaridad familiar.

La primacía de la clase aristocrática encuentra gravísima opo­sición en los siglos VII y VI, como es sabido. De esta oposición nace, sin duda alguna, la oposición a la moral agonal más extre­ma, como la encontramos luego en los trágicos: Arquíloco ata­cando a Licambes, Alceo a Pitaco, Solón hablando en términos generales o refiriéndose a Pisistrato, enfrentan el ideal de la justi­cia a la moral agonal, aquél no es ya para ellos un simple com­plemento. Esos hombres que abusan, esos tiranos tienen hybrís y la hybrís es castigada. Otra reacción diferente es la corriente ideológica inspirada por el santuario de Delfos en los siglos VII y VI, la que sustituye el ideal de «ser el primero» por el ideal de la medida y la oportunidad, conforme a las conocidas máximas del oráculo; la que propugna aquello del «conócete a ti mismo», entre otras.

A lo largo de los siglos se han mantenido las antiguas reglas de moralidad más primarias relativas al juramento, el incesto, la acción sangrienta, a que antes nos hemos referido. Se han am­pliado con la aceptación de un concepto de la justicia que tiene relevancia política, se refiere a las relaciones entre las clases, bien que con criterios variables: cuando menos, se exige un respeto, cuando más, una igualdad. Ahora bien, la moralidad más gene-

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ralizada en el siglo VI y que pénétra ampliamente en el V, contie­ne otro elemento, derivado éste de la antigua moral agonal. El éxito y el juicio social siguen siendo esenciales. Y el concepto de justicia no estorba, sino que quizá apoya, la antigua máxima, siempre vigente hasta el socratismo, de que es kalón, bello, hacer bien al amigo y mal al enemigo.

Existe, por supuesto, la tensión de que venimos hablando. Se refleja desde pronto en teorías como la de Heráclito sobre el ca­rácter racional de la justicia; posteriormente, en las de los sofis­tas de que, contrariamente, toda norma es convencional y todo comportamiento es cosa de enseñanza más que de naturaleza.

Con esto recobramos el hilo más arriba abandonado. La creación de la democracia ateniense por Clístenes, a partir del año 510 a. C., supuso en realidad una inversión de las alianzas: los aristócratas y el pueblo se unieron contra el tirano, creando un régimen que, en el fondo, representaba un equilibrio entre los dos sectores. Esta alianza quedó sellada definitivamente con la victoria de Atenas sobre los persas en las guerras médicas, victo­ria que fue considerada como sanción divina al régimen de Ate­nas. Este es el sentido profundo del concepto de la dike o justicia en Esquilo, de su concepción de las relaciones entre gobernantes y súbditos. Se trata de un equilibrio en que las virtudes agonales se alian con las de la justicia y unas y otras logran, así, la protec­ción divina y el triunfo.

Posteriormente, según hemos visto ya, las virtudes tradiciona­les sufren una erosión cada vez más grande por efecto de las cir­cunstancias sociales e históricas y de la justicia. Hay una diversi­ficación de la ética ateniense y , con máxima frecuencia, una con­tradicción íntima de las normas de conducta, una escisión entre lo tradicional y lo real, la teoría y la práctica. Surgen ecos de la vieja hybris ínsita en la naturaleza humana, que ya se envuelve en frases y disimula, ya se proclama abiertamente.

Nos hallamos ante las consecuencias, pues, de un largo proce­so histórico y de importantes mutaciones sociales, intelectuales y

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políticas. Hay una escisión entre diversas concepciones de la mo­ralidad, hay contradicción íntima, muchas veces, en la morali­dad de cada cual. La situación se agrava conforme transcurre la guerra del Peloponeso, que lleva a situaciones en que algunos creen que todo está permitido. Pero las raíces están ya antes, a partir de la época de la Antigona, de que antes hemos hablado. La prueba de ello es que de este tiempo data el comienzo de la actividad de los sofistas para crear una nueva ética al tiempo que una nueva teoría política. En 444, efectivamente, está testimo­niada la presencia de Protágoras en Atenas, asesorando a Peri- cles en la fundación de Turios.

Con esto entramos en una nueva fase de la ética griega. Los protagonistas son ahora no los poetas, como hasta este momen­to, sino los sofistas y filósofos: estos últimos raramente habían intervenido en este dominio hasta el momento. Conviene antes que nada dar una ligerísima idea del ambiente intelectual del momento.

En otro lugar he hablado del movimiento de la Ilustración griega, prefiriendo el término al de sofística, demasiado desgas­tado y ambiguo. Tiene la ventaja, además, de que engloba tam­bién la filosofía; y el inconveniente de que no se puede negar que sea parte de la Ilustración el movimiento socrático-platónico, que representa, sin embargo, lina reacción.

Nos hallamos, en todo caso, ante una serie de ilustrados ex­tranjeros, llamémoslos filósofos (como Demócrito y Anaxágo- ras) o sofistas (como Protágoras, Pródico, Hipias, entre otros) que actúan y enseñan en Atenas. El rasgo distintivo entre filóso­fos y sofistas es que éstos se dedican a la enseñanza de la juven­tud para intervenir en la política; pero, para nosotros, es una di­ferencia en cierto modo accesoria. El hecho es que unos y otros reflexionan sobre el fenómeno político ateniense y la sociedad ateniense, tratan de obtener una teoría coherente del comporta­miento político en la democracia y del comportamiento humano dentro de ésta. Echan de menos, sin duda, esta teoría: Esquilo es

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demasiado esotérico y mítico; se refiere, además, a un momento ya pasado. Para construirla trabajan sobre conceptos antiguos como el de la hybris, pero se asientan en una nueva concepción de la naturaleza humana: del hombre en general, no de sus clases o de determinados individuos.

Frente a un empirismo en parte tradicional y con frecuencia contradictorio, los nuevos ilustrados describen cuál es y cuál de­be ser el comportamiento humano: todo de una pieza. Un plan­teamiento igualitario, racional (el hombre es antes que nada ra­zón, para casi todos ellos), diríamos que laico, en general, en­vuelve y explica incluso los elementos heredados. Frente a la mo­ral heredada, aceptada por vía tradicional o impuesta por el imperio de los hechos, ahora se trata de fundar una moral expli­cada, justificada racionalmente. Y frente a posiciones objetivis- tas, normas de una vez para siempre y con pretensiones de vigen­cia general, ahora se ofrece un punto de vista relativista, como es bien conocido: al menos en los principales sofistas. Aunque hay algo en que no hay relativismo: en la aceptación de los aspectos fundamentales de la naturaleza humana, del poder de la educa­ción y, a lo que podemos ver, del sistema democrático como úni­co propiamente humano, aceptable.

Por supuesto, esta nueva ideología o grupo de ideologías coe­xiste con las tradicionales, cada vez más degradadas o evolucio­nando en dirección al privatismo de la época helenística. A veces se contamina con ellas; el inmoralismo más radical se reviste de doctrina filosófica en un Calicles o un Trasímaco. Pero no hay duda de que nos encontramos ante un giro de la historia.

Es notable la diferencia del ambiente de que proceden, del es­tilo de vida diríamos, de los dos grupos principales, a que hemos aludido, de los pensadores del movimiento: más notable si se tie­ne en cuenta que las conclusiones a que llegaron son práctica­mente homogéneas. Vamos a ponerlo de reheve a propósito de los dos más notables de todos ellos, el sofista Protágoras y el fi­lósofo Demócrito.

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Protágoras, como los demás sofistas, forma parte del grupo de intelectuales jonios que viajan a las ciudades y notablemente a Atenas para dedicarse a la enseñanza remunerada de la juven­tud. Fundamentalmente, la enseñanza de la oratoria, lo que quiere decir prácticamente la enseñanza de la política. Garó es­tá, esto supone la existencia previa de nn estado democrático. Precisamente en su tratado Sobre el estado original, del que pro­cede el mito del Protágoras platónico, se fundamenta el estado democrático como acorde con la naturaleza humana.

Es la enseñanza de que hablamos la base de la actuación de los sofistas. Les de un alto status social: son no sólo profesores de retórica, sino grandes personajes recibidos en las casas de los ricos de Atenas, conferenciantes internacionales, por así decirlo, adulados por un público entre progresista y simplemente snob. Es a partir de su enseñanza como llegan a una fundamentación teórica de su posiciones o a un ataque de las contrarias, tal como se refleja en tratados de Protágoras como el titulado La verdad o discursos demoledores o Sobre los dioses.

Inversa es la posición de un Demócrito. También él es un jo- nio que llega de viaje a Atenas, aunque las circunstancias preci­sas estén envueltas en la oscuridad. Pero es un simple pensador que escribe tratados sobre las más diversas materias del mundo humano y el mundo físico; un intelectual puro cuya leyenda cuenta que vendió sus bienes para viajar y dedicarse al estudio. No termina en la teoría, empieza en ella. Pero sus conclusiones fundamentales son las mismas: fe en la naturaleza humana, en que domina el logos o razón: búsqueda de un acuerdo o conci­liación basado en ésta. Y, desde luego, fundamentación de todo el sistema en la democracia: «La pobreza en la democracia —di­ce— es tan preferible a la que llaman felicidad de los tiranos co­mo la libertad a la esclavitud».

Acabo de aludir al optimismo de esta escuela y debo insistir en ello, porque toda teoría ética parte de una concepción funda­mental, que puede ser optimista o pesimista, de la naturaleza hu­

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mana. Es en suma optimista, quizá melancólicamente optimista, la antigua ideología heroica y aristocrática, que salva al hombre superior gracias a sus hazañas, pero que no se hace ilusiones res­pecto a los aspectos sombríos de la naturaleza humana. Luego, toda la corriente reformista, délfica, a partir del siglo VI, así co­mo la democracia religiosa de Clístenes y Cimón y, diríamos, to­da la tragedia, son fundamentalmente pesimistas. Buscan o año­ran un acuerdo entre clases y personas, gobernantes y súbditos, pero temen que sea la hybrís el elemento dominante en la natu­raleza humana y la razón sea impotente contra ella. «Sólo por el dolor se alcanza el conocimiento», dice Esquilo. Una institución como es el ostracismo, que previene los previsibles excesos de los grandes, un pensamiento trágico en que incluso una conciliación final como la que solía haber en las trilogías de Esquilo pasa a través del sufrimiento y la muerte, son exponentes de ese pesi­mismo.

No así en el caso de los nuevos ilustrados. Protágoras está se­guro de su capacidad para enseñar, como Gorgias lo está de la suya para persuadir. Esa enseñanza se basa, según él, precisa­mente en las capacidades de la naturaleza humana. Frente a los animales, el hombre se distingue por descubrir el fuego y la cul­tura en general; y su «respeto y justicia», que le hace capaz de convivir en sociedad. Todo ello está en relación con el lógos, la razón, que es lo propio de él. Gracias a que todos participamos en eso lógos, somos capaces de convencemos unos a otros. Cier­to, no todos lo tienen en igual proporción: pero todos son capa­ces de seguir al que tiene la idea más acertada, más saludable. Es el procedimiento democrático: pero, como decíamos, la demo­cracia es, por así decirlo, la expresión de lo humano.

Apenas hay alusión en lo que de Protágoras conocemos a las fuerzas de la hybrís. Pero, indudablemente, Protágoras era opti­mista respecto a la posibilidad de dominarla. E incluso de corre­girla: lo demuestra su teoría del castigo. Castigamos a los delin­cuentes, dice, no para vengamos de ellos, sino para educarlos.

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Así, todo el proceso político y aun el judicial forma parte de un mismo proceso educativo. Su finalidad no es teológica ni trans­cendente. Se trata, simplemente, de hacer posible la vida social mediante un comportamiento racional. Hay una búsqueda cons­tante de lo conveniente para todos. Lejos está el deseo de la glo­ria individual como lejos está el cuidado socrático y platónico por la salud del alma. Hay una conveniencia colectiva que es, al tiempo, una conveniencia individual.

No están muy alejadas las posiciones de Demócrito. Este alu­de explícitamente a la hybris, pero es no menos optimista que Protágoras. La educación es capaz de crear naturaleza; y se in­siste constantemente en la idea de la conciliación y el acuerdo, logrado por vía racional. Existe el mismo pragmatismo que en Protágoras: «Justicia: hacer lo que es preciso que sea», dice uno de sus fragmentos. Y otro insiste en que la finalidad del nómos, que puede traducirse tanto por ley como por hábito o norma, es «hacer el bien a la vida de los hombre». La historia humana es considerada, a esta luz, como progreso constante, debido a la ex­periencia y el estudio.

Hallamos siempre, en definitiva, una moral racional, igualita­ria, que busca la conveniencia de todos mediante la persuasión, la educación y el acuerdo. No tiene un fundamento divino, como cuando Arquíloco, Solón o Esquilo creían que el hombre injusto se atraía la ira de los dioses. Tiene un fundamento en la razón humana, puesta al servicio de las conveniencias de los estados y las sociedades. Y va acompañada de una creencia en su éxito que puede calificarse de prerracional o, si se quiere, de derivada del espectáculo del progreso de un estado como el ateniense al que esos principios tratan de proporcionar una teoría.

Una teoría un tanto vaga y generalizante, por lo demás. No hay que olvidar que, junto a principios que afectan a todo el gé­nero humano, encontramos aquí y allá el reconocimiento de lo que hay de diferencial. Una simple mirada a las costumbres de los diversos pueblos circundantes llevaba fácilmente a cualquier

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griego sin prejuicios a esta conclusión. La formulación clásica es el principio protagórico del homo mensura, del «el hombre es la medida de todas las cosas». Mucho se ha discutido sobre esta cé­lebre frase, enunciada por el sofista en un contexto de teoría del conocimiento en su La verdad. Parece, de todas formar, que con ella se reconoce, en definitiva, la diferencia de puntos de vista y de necesidades entre las diversas sociedades. Una moral utilitaria como es la de los sofistas, es fuerza que llegue a la conclusión de que necesidades diferentes crean morales también diferentes.

Esta es una de las dificultades que ha podido ponerse a la mo­ral sofística: para la escuela socrático-platónica, la esencial. Por­que parece, entonces, que el carácter general o universal de la ra­zón humana no crea normas de conducta generales o universa­les: que el principio de la razón y el de la conveniencia pueden discrepar o, mejor, que la segunda puede introducir matizacio- nes, sistemas especiales. No sabemos exactamente cómo resol­vían los sofistas estos problemas. Una vía, quizá aceptada por Hipias, consiste en distinguir entre unas normas generales, unas leyes no escritas, que deberían respetarse por cualesquiera leyes particulares. Esas leyes no escritas, mencionadas por Tucídides, son, por decirlo así, una secularización de las leyes no escritas de carácter divino de que hablaba la Antigona. Pero no tenemos demasiada claridad sobre ello.

En todo caso, es bien claro que con esto se acentúa el derrum­bamiento de las antiguas «virtudes» puramente tradicionales, no racionales, y fundadas, definidas, de una vez para siempre. Pen­sadores como Platónn vieron en este realismo o gradualismo una invitación a deslizarse por un plano inclinado que conducía a la inmoralidad.

Por otra parte, estaba abierto el problema de la conexión con la nueva moral, entre intelectual y utilitaria, con el mundo de la praxis. A nivel popular estaba vigente la ideología que llamaba «hermosas» a cosas referentes ya al éxito y el propio provecho, ya a una serie de restricciones a favor del grupo familiar, los

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amigos, la comunidad. La moral del estado, si cabe hablar así, insistía más en lo primero que en lo segundo y bajo la presión de la guerra muchos individuos tendían a acercarse a este punto de vista. Los ilustrados buscaban, por el contrario, una conciliación basada en la razón, pero insistían al propio tiempo en el princi­pio del provecho, la conveniencia.

En un mundo difícil, en que el sistema político y social que servía de base a sus inducciones y generalizaciones tendía a de­sintegrarse, la ideología progresista, igualitaria y liberal de la pri­mera sofística, que hemos ejemplificado con Protágoras y De- mócrito, no tenía muchas posibilidades de hallar amplia acepta­ción. Para los tradicionalistas era un germen corrosivo que aca­baba con las virtudes tradicionales defendidas por la religión, virtudes intocables en cualesquiera circunstanciás. Para los nue­vos inmoralistas, esa moral ilustrada era más bien una ingenui­dad superada por los hechos.

Los primeros sofistas e ilustrados habían tratado, por prime­ra vez en la historia, de crear un sistema ético con todas sus pie­zas para sustituir a otro en que se unían elementos tradicionales y resultados de la reciente evolución histórica: un sistema dese­quilibrado, desestabilizado. La vieja conciliación de la democra­cia religiosa y de Esquilo, resucitaba ahora a un nivel más am­plio y general, es una conciliación e igualdad, de origen racional, entre todos los hombres lo que se propone. Sirve de base al ideal democrático de un Pericles, más igualitario que el anterior, pero al degradarse ese sistema democrático, la nueva ética de los ilus­trados pasó a ser un elemento más en la confusión de ideas de la época.

Un elemento que, por otra parte, pronto quedó desfasada dentro de los propios círculos intelectuales. Surgió, en efecto, una sofistica que es la que, atacada por sus enemigos, cedió su mala fama a la totalidad del movimiento, incluso a su fase inicial arriba descrita. Es una sofística en la que ya no hay optimismo en el poder de la razón, que, más bien, se utiliza como un instru-

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mento al servicio de causas demasiado antiguas. Platón atribuye, sin duda con acierto, a Gorgias la paternidad de toda esta co­rriente. Para Gorgias la retórica —es decir, la política— es sim­ple artífice de persuasión, se desinteresa totalmente por la mora­lidad o inmoralidad de las conclusiones. Por otra parte, Gorgias estima que la razón no tiene fuerza para imponerse: el orador, el político, tienen que apoyarse más bien en estímulos afectivos o pasionales, en la oportunidad, etc.

Asistimos, aquí, al derrumbamiento no sólo de la ética racio­nalista, sino de toda ética. Y más todavía cuando Trasímaco de Calcedón define la justicia como «la conveniencia del más fuer­te» o cuando el Calicles del Gorgias platónico instaura una espe­cie de «moral de los señores» del mismo signo. Dentro del dese­quilibrio creciente de los elementos componentes del concepto de lo «bello», concepto determinante de la moral popular, Cáll­eles elimina los elementos restrictivos, deja sólo los de la afirma­ción del propio yo. Si los primeros ilustrados habían tratado de corregir la mentalidad trágica, el temor al predominio de la hybris, ahora vuelve a renacer la aserción del triunfo de las fuer­zas con que el hombre se afirma a sí mismo, busca su éxito a ex­pensas de quien sea.

Pero no hay rechazo de una fuerza vista con aprensión y te­mor. Ese dominio del fuerte es considerado como natural, como lógico. Es, en cierto modo, una mentalidad homérica renovada, pero con negativa explícita de los contrapesos y equilibrios de la antigua sociedad. Llegamos, digámoslo de una vez, al inmoralis- mo puro: a la falta total de solidaridad, de conciliación, de hu­manidad.

La ideología de los primeros ilustrados producía, aquí o allá, frutos muy distintos de los queridos por sus fundadores, aunque no pueda negarse que todo movimiento relativista puede evolu­cionar en direcciones ajenas a esa voluntad. En los tiempos de la guerra del Peloponeso no existía, pues, solamente el inmoralis- mo práctico, derivado de circunstancias históricas o del simple

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desgaste de un sistema. Existía el inmoralismo sistemático, teóri­co. Y subsistían, más que otra cosa como un pío deseo, la ética y política racionales, igualitarias, de los primeros ilustrados. Ética y política que para los tradicionales eran la arkhè kakôn, el co­mienzo de los males. Sin darse cuenta de que los males habían comenzado mucho antes.

Una revolución ética tiene siempre como base una revolución social y política, según hemos venido viendo. Esto no falla en es­te caso. Por no hablar de la posición política de Sócrates, que en todo caso criticaba a la democracia de su tiempo, es sabido que Platón describe en su Carta VIIsa desengaño sucesivo de demó­cratas radicales y aristócratas rencorosos y aun de la democracia conservadora que se restauró en Atenas en el 403 y que condenó a Sócrates a muerte. Y que su política, que es aí tiempo una éti­ca, es un intento para reconstruir todo un sistema nuevo, de pies a cabeza.

Hay en Platón, y aun antes en Sócrates, una reacción que es, en realidad, una restauración del mundo de valores fijos tradi­cionales, liberado de sus elementos de contaminación. De ahí la oposición cerrada a los sofistas. Pero esa restauración se funda precisamente en el mismo instrumento que los sofistas utiliza­ban, la razón. Trataba de demostrarlo todo, organizado, en vez de repetir simplemente un mos maiorum que se había demostra­do incapaz de resistir a los embates de los tiempos. No es extra­ño que el público en general, Aristófanes en Las nubes y los jue­ces del 399 vieran en Sócrates una espede de compañero de viaje de los sofistas, más peligroso en cuanto que ateniense. Desde el punto de vista estricto de la tradidón los sofistas y Sócrates pre­sentaban un frente común contestatario, aunque fuera con in- tendones muy diferentes, Trataban, en definitiva, de sustituir la tradidón por sistemas coherentes radonalmente fundados.

Fuera de esto, las diferendas no podían ser mayores. Sócrates trataba, ya lo hemos dicho, de reconstruir una moralidad funda­da en virtudes absolutas: sólo que buscaba redefinirlas. Las vir-

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tudes tradicionales se le hacían problemáticas y en los primeros diálogos platónicos contemplamos las aporías de un Sócrates que intenta definir de nuevo el valor, la piedad, la templanza, etc. No se concluye nunca en una clara solución, pero siempre queda claro que estas virtudes son cosa de conocimiento; y en un diálogo posterior, el Protágoras, se llega a la conclusión, quizá ya puramente platónica, de que en realidad hay una sola virtud, que es cosa de conocimiento, que es cosa enseñable.

Hay todo un giro copemicano en esto, que se resume en el principio socrático de que nadie hace el mal a sabiendas, de que sólo pecamos por ignorancia: la esencia de una moral intelectua- lista. Pero hay otro giro copemicano todavía.

El antiguo concepto de tó kalón, lo bello y hermosos, hemos dicho que contenía una mezcla de elementos agonales y restricti­vos: pueden resumirse bajo los conceptos de tó agathón, es decir, lo bueno o conveniente, y la diks o justicia. Pues bien, si en la tradición había un equilibrio más o menos precario entre estos elementos, si los ilustrados más antiguos suprimían el conflicto acudiendo a la suprema instancia de la razón, si un Calicles defi­nía la justicia por la conveniencia del más fuerte, Sócrates tomó un camino contrario a este último. Sólo la justicia es convenien­te, es éxito: Platón, en el Gorgias, llega a proponer la sinonimia de los dos conceptos y la de ambos con el de tó kalón, cortando así el nudo gordiano de la ética griega.

¿Cómo se llega a este extremo, cuándo es de conocimiento vulgar que el hacer la justicia puede reportamos inconvenientes? Acudiendo a ese giro copemicano al que hemos aludido. La conveniencia no es conveniencia extema, de bienes materiales, de triunfo.

Es conveniencia del alma, es la salud del alma que sólo la jus­ticia restituye. De ahí que el castigo sea una cura: en esto hay coincidencia con Protágoras.

En suma: Sócrates ha interiorizado la ética, la ha referido al alma individual. Es el «cuidado del alma» el que recomienda en

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la Apología platónica. Esto es antipolítico, en el sentido de la política tradicional. Hay, en realidad, todo un programa de con­versión como el que se propone en él Gorgias. En la medida en que haya podido existir una política socrática, es claro que ha debido de ser radicalmente diferente de lo que habitualmente se entendía como política: ha debido de ser algo relacionado con la salud del alma de los ciudadanos. En todo caso, ésta es la políti­ca platónica.

Sócrates no ha roto con el principio de la racionalidad ni con el de la conveniencia. Pero ha saltado a otro plano. Al hacer ab­solutas las virtudes o, si se quiere, al restituir el absolutismo de las virtudes tradicionales, las ha, simultáneamente, interiorizado. Ya no está el criterio o la sanción en la opinión de la gente, ya no hay conflicto entre la aserción del propio yo y la restricción, en­tre lo colectivo y lo individual. Ahora todo es individual, racio­nal e interno. Es la salud del alma lo que se busca, a ella debe es­tar subordinado todo. Hay una cierta retirada del mundo exte­rior; la política socrática, en la medida en que existe, es algo deri­vado, subordinado. Idea continuada por Platón aunque, para él, la política haya sido el punto de partida y un punto de interés dominante.

Porque Platón, ya lo hemos dicho, si de un lado lo que hace es desarrollar las ideas de su maestro, de otro llega a la especula­ción filosófica por causa de un desengaño político o de una serie de desengaños políticos. El aristócrata ateniense que es Platón difícilmente podía imaginar, en su juventud, un campo de acción diferente del de la política. Y si luego se retiró de ella en Atenas, no dejó de intentar hacerla en Siracusa, si bien dejó un poco en segundo término ese obsesivo interés suyo, para dedicarse al cul­tivo de la ciencia. Aunque no puede olvidarse que en sus últimos años se dedicó todavía a la construcción teórica de una segunda ciudad ideal después de la de la República: la de las Leyes.

La ética platónica entra totalmente dentro del sistema de su política o, mejor dicho, una y otra están profundamente involu-

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eradas, aunque no coinciden ya al ciento por ciento: esto era ahora imposible. Los fundamentos socráticos de su ética ya los conocemos; y hemos aludido también a los de su política, aun­que no enteramente, pues de Sócrates hereda, entre otras cosas, el principio de la especialización dentro de las actividades al ser­vicio de la ciudad. Hay, por supuesto, otros influjos más como el de los pitagóricos o el de sociedades reales de su tiempo, sobre todo la espartana.

Entre infinitos aspectos del pensamiento ético-político de Pla­tón que nos es imposible desarrollar aquí, sí querríamos fijamos predominantemente en uno quizá no siempre bien atendido. En Platón la ética es intelectualista como en Sócrates, es también in­dividualista: su finalidad es llevar al conocimiento del Bien, que produce su cumplimiento automático. Pero hay una diferencia en cuanto ese Bien es una idea, la idea más alta: hay un desplaza­miento metafïsico y aun religioso. Y hay algo que aquí nos inte­resa más todavía: hay una cierta tensión, a diferencia segura­mente de Sócrates y desde luego de sus predecesores, entre ética y política. Por más que la finalidad de la política sea, simplemen­te, el perfeccionamiento moral del ciudadano, del individuo en suma.

Curiosamente, Platón sigue en su República dos conceptos de la justicia muy disímiles entre sí. La clase de los filósofos, la más alta, es una clase de iguales, como ocurría paralelamente en Es­parta y como correspondía al pensamiento sofistico: extraña coincidencia. Pero la justicia que relaciona a esa clase con las otras dos, la de los guerreros y la de los menestrales, es una justi­cia no igualitaria, sino geométrica, proporcional, a la manera de la de los pitagóricos y las sociedades aristocráticas.

La clase de los filósofos da el modelo de lo que debe ser el hombre. Hay igualdad, hay conocimiento racional, hay acción eficaz y especializada, hay justicia interna y salud dentro del al­ma. En cierto modo, hay un socratismo socializado. Pero Platón tenía presente, al mismo tiempo, las realidades de la política,

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quería construir una ciudad que funcionara: se defendiera, se nu­triera. Al hacerlo, tenía que acudir a un esquema de clases, pues otro totalmente igualitario se le presentaba como inimaginable.Y al describir esas clases, en cierto modo olvidaba el modelo de la perfección humana que él mismo describía a propósito de los filósofos.

Hay en esto una cierta contradicción. Y esta contradicción se refleja cuando Platón nos presenta al filósofo que no quiere vol­ver a descender a la caverna o salir a campo abierto y mojarse, al servicio del gobierno de la comunidad.

Se ha dicho muchas veces, es bien sabido, que Platón ofrece una sociedad cerrada e incluso que ofrece una dictadura. Todo esto es parcialmente verdad, aunque no lo es menos que el mo­delo del verdadero hombre, el filósofo, es ampliable, en sí, a toda la humanidad. Que el gobernante, se nos dice en el Politico, ha de someterse libremente a la ley.

Platón es el último momento en que los intereses éticos, los políticos y, añadamos, los de la teoría del conocimiento y los re­ligiosos se combinan, aunque sea con cierta dificultad, como acabamos de hacer ver. Las escuelas platónicas se especializan en las diversas direcciones y lo mismo las interpretaciones poste­riores del platonismo. Las escuelas de filosofía a partir de Aris­tóteles diferencian ya claramente los distintos dominios: el esta- girita, por ejemplo, se ocupa de ética y política en tratados dife­rentes, los epicúreos abominan de toda política.

Los elementos utópicos de la política platónica ejercen, pese a todo, una cierta influencia. Pero lo que es esencial es su ética, culminación de la socrática, aunque al propio tiempo limitada estrictamente a una clase especial de ciudadanos. Para el futuro, esto no tiene mayor importancia: como decimos, esa clase reúne en sí las esencias del platonismo. El hecho es que aquí culm ina el movimiento socrático de crear una ética fundada en valores ab­solutos dilucidados por vía racional; una ética que consiste en un descubrimiento del alma o de la conciencia, como quiera decirse.

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Y que lleva en sí su propia sanción, por más que Platón añada otras de tipo religioso derivadas del orfismo.

La decadencia de la ética tradicional, de la aristocrática pri­mero y la democrática después, ha llevado, ahora, a estas conse­cuencias. De las dos reacciones teóricas y racionalistas contra ella, la de los primeros ilustrados, con su igualitarismo y su rela­tivismo, quedó de momento descartada. La del socratismo evo­lucionó hasta el platonismo. Y paradójicamente, pese al insisten­te interés político de Platón, ha llevado a la construcción de una serie de valores que, en definitiva, pueden prescindir de lo políti­co y se encaminan más bien por el camino de la ciencia y la reli­gión. En cuanto al hombre de la calle, siguió mal que bien vi­viendo con la antigua moral popular con sus contradicciones — aumentadas por el influjo de los sistemas racionalistas, sean de tipo sofistico, sean de tipo platónico.

Esos dos tipos de sistemas dejaron una impronta decisiva en toda la ética y aun la filosofía griega posteriores. Cierto que la sofística fue denigrada por las escuelas socráticas: no dejó por ello de transmitir sus rasgos esenciales al epicureismo. A su vez, el platonismo, con su mundo de valores fijos y su ética racional, es la matriz de las filosofías dominantes luego en la Antigüedad: la de Aristóteles y, más marcadamente, el estoicismo.

Es una bipartición entre dos ramas violentamente enfrentadas y que, sin embargo, están emparentadas por algunos de sus prin­cipios y por las circunstancias de su nacimiento. Dos ramas que representan de algún modo, pensamos, una bipartición no sólo del espíritu griego, sino del espíritu humano. Con los sistemas creados en Grecia como réplica a la crisis de valores de fines del siglo V, se creó, por así decirlo, un primer esquema, una falsilla por la que iba a discurrir, en buena medida por lo menos, el pen­samiento posterior. Pensamos que, por ello, no deja de presentar interés el ofrecer un esquema de las circunstancias de su naci­miento y de sus características originales.

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11. TRADICIÓN Y RAZÓN EN EL PENSAMIENTO DE SÓCRATES

Si el estudio de la cultura griega presenta un verdadero interés en sus diversas manifestaciones, lo debe a este valor de paradig­ma que ofrecen algunas de ellas para la cultura occidental mo­derna. Hechos históricos recientes, que nos parecen difíciles de analizar a causa de la complejidad de las influencias culturales que reflejan y de los desarrollos propios de la Europa moderna, se nos muestran en los griegos más claros, más fáciles de captar, más próximos a los orígenes; y estas mismas diferencias nos ayu­dan a hacemos una idea más clara de lo que hay en ellos y en no­sotros de universalmente humano.

Si hay un campo en que este punto de vista aparezca fecundo, es cuando se estudia la evolución del pensamiento griego, par­tiendo de concepciones religiosas del mundo y de la vida para terminar en otras visiones completamente racionales. No me re­fiero solamente a lo que se entiende hoy por «filosofía», término que ha tomado un sentido demasiado restringido. Entre todos aquellos a los que nosotros llamamos filósofos, como entre los poetas, se sigue desde Homero un diálogo apasionante sobre los puntos vitales del mundo moral y del mundo espiritual. Hesíodo y Solón, Pindaro y Eurípides, participan en este diálogo, lo mis­mo que Pitágoras o Sócrates, Platón o Aristóteles. El afianza­miento gradual en Grecia de una moral fundada en un sistema racional, la crítica de los dioses y la pérdida de la fe, el triunfo de la razón todopoderosa con sus éxitos y con sus terribles derrotas, la nueva ola de religiosidad, todos estos hechos con sus encade­namientos y sus conflictos —a menudo en el interior de un mis­

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mo individuo— no deben ser olvidados por cualquiera de los que tratan de comprender la trágica conmoción espiritual que el mundo moderno ha sufrido desde la época de la Reforma. Sin duda no todo es comparable en éstos dos casos, puesto que en Europa el Cristianismo formaba un centro de discusión al cual Grecia no ofrecía ningún equivalente ni aun aproximado; y, ade­más, Grecia ha dado soluciones difíciles o imposibles en el seno de una cultura cristiana, como, por ejemplo, en Platón, la extra­ña o íntima alianza del racionalismo más extremado y de la más fuerte religiosidad.

El conflicto de la tradición y de la razón en el pensamiento de Sócrates es particularmente ejemplar. Batallador infatigable al servicio de la verdad ̂fundador de la lógica, inventor de una mo­ral establecida racionalmente y cuyo conocimiento implica la práctica, Sócrates a la vez—como lo han puesto de manifiesto los últimos estudios publicados sobre él— es un defensor de las tradiciones de su ciudad natal. Esta es la razón por la que el es­tudio del racionalismo socrático, que opera sobre un fondo de creencias y costumbres que él quiere a toda costa reformar, pero no eliminar radicalmente, es mas instructivo que el del raciona­lismo radical de los sofistas: éstos renuncian a todo compromiso con el pasado, al cual aplican un racionalismo destructor. Su postura es semejante a la que adoptarán a menudo los militantes del movimiento europeo de la Ilustración, mientras que la de Só­crates nos permite seguir las acciones y reacciones de las fuerzas tradicionales, lo mismo que las del nuevo pensamiento racional; e ilumina con una gran claridad otros aspectos de la Ilustración. El libre juego de sus fuerzas explica sin duda la mayor parte del pensamiento socrático y una buena parte del de sus herederos es­pirituales. Es curioso ver esta especie de movimiento lógico que arrastra al pensamiento de toda la escuela socrática a una dis­tancia considerable de su punto de partida repetirse en época moderna. No menos interesante es estudiar cómo de este conflic­to entre fuerzas inicialmente tan diversas nacen precisamente los

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frutos más sabrosos de la filosofía socrática, y también del pen­samiento moderno.

No es, pues, el análisis del pensamiento socrático, hecho ya tan a menudo, el que aquí nos interesa. Es el estudio del mundo espiritual en que vive Sócrates y de las fuerzas que, proviniendo de este mundo, actúan igualmente sobre su pensamiento. Se ha escrito tanto sobre Sócrates que, para el gran público, su perso­nalidad aparece como una especie de roca aislada sin relaciones íntimas con el universo que le rodea y con sus problemas, aparte de su oposición a los sofistas, cuyas doctrinas desfiguran tan a menudo los manuales.

Más que un contradictor, Sócrates es el que viene a coronar y sobrepasar, a la vez, el movimiento griego de los «Ilustrados» que alcanza su apogeo en el siglo quinto. Este movimiento se de­sarrolla en dos direcciones diferentes, de las que una sola nos conduce a Sócrates. La primera corresponde a las escuelas filo­sóficas jonias que tratan de crear una concepción racional del Universo. Esta corriente desaparece cuando, con la supremacía política y civilizadora de Atenas, el tema del hombre se convierte en el centro de interés; no vuelve a aparecer más que a partir de Aristóteles, aunque bajo formas diferentes.

La segunda dirección se puede seguir en la poesía griega en general, como lo hemos indicado más arriba. El problema de la falta y del castigo, el de la justicia y de la existencia del mal sobre la tierra, el de la naturaleza de la virtud y de la posibilidad de en­señarla, el del verdadero carácter de los Dioses y del comporta­miento del hombre hacia ellos, todos estos temas tan frecuente­mente suscitados y tratados durante el siglo quinto ateniense, provienen de esta misma tradición poética, de la que los sofistas aparecen como los herederos naturales. Hasta en la forma em­pleada por ellos —uso del discurso continuo y de la interpreta­ción de los mitos y de los poetas— esta influencia se transparenta.

En esta dirección es en la que hay que situar a Sócrates, que a su vez hereda, para transformarla, una gran parte de la corriente

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sofística. Pero la relación de Sócrates con los sofistas no es tanto un simple desarrollo como una simple oposición; y para apre­ciarla en su justa medida, es necesario volver a trazar brevemen­te las líneas generales del movimiento sofistico.

Este movimiento, como es sabido, está compuesto por hom­bres que provienen de Jonia, que poseen la movilidad y la vivaci­dad del espíritu de los jonios, y que prefieren ponerla al servicio de investigaciones prácticas para uso del hombre antes que dedi­carse al estudio de la naturaleza. La física jonia estaba agotada; con los métodos puramente teóricos que empleaba, no podía so­brepasar los resultados ya alcanzados. Cuando, atraídos por el esplendor político e intelectual de Atenas, los sofistas llegan a es­ta ciudad, son conquistados en un cierto sentido por su espíritu; y, abandonando sus especulaciones sobre el primer principio del Universo, consagran su talento a servir al hombre ateniense. Los intelectuales de Atenas se interesaban menos por la geografía, por la etnología, por la ciencia natural en general, que por el hombre como ser social: por su conducta en la vida privada —la moral— y en la pública —la política— aunque una y otra no ha­yan sido jamás perfectamente delimitadas. El único género poé­tico que floreció en Atenas —su creadora— fue el teatro, es decir el más «real» de todos; son en suma la conducta y el alma huma­nas las que se estudian a través de sus múltiples personajes. El único poeta del Atica fuera del teatro, Solón, trata temas mora­les y poéticos. Si el único de los elegiacos griegos que ha sobrevi­vido fue Teognis, se debe a que al tratar estos temas, fue adopta­dos por Atenas. El nuevo género en prosa creado por Atenas, la elocuencia, es por excelencia político y judicial. Se puede situar en la misma línea el paso, con Tucídides, de la historia legenda­ria y mitográfica de Heródoto, presidida por la intervención di­vina, a una historia contemporánea y política, presidida por la acción y el pensamiento humanos.

En un medio humano tal, los sofistas se consagran a la educa­ción de la juventud, soñando con asegurarle el triunfo en la vida

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práctica y especialmente en la política. Hasta este momento la educación ateniense había sido puramente tradicional y basada en Homero; la tradición familiar, el ejemplo de la vida cotidiana, era entonces la escuela de los hombre públicos atenienses. Una serie de reglas y de valores, más o menos aceptados por todos, se oponían al individualismo excesivo, a las innovaciones audaces, a los progresos demasiados rápidos. Los grandes triunfos de la democracia, señalados por los nombres de Solón, Clístenes, Efialtes, Pericles, transformaron las instituciones atenienses más que estos jonios apátridas, hijos de una civilización escéptica y cansada, declaran que la finalidad de la vida es alcanzar el éxito sin pararse en escrúpulos. La elocuencia misma, el gran arma de la vida política de Atenas, no tiende a otra cosa que a convencer al auditorio; con o sin razón. No hay en adelante argumentos justos o injustos, sino argumentos más o menos fuertes.

Pero los sofistas son jonios; no pueden dejar de justificar inte­lectualmente esta actitud amoral. El método empleado por los sofistas para justificar sus excesos es el de la crítica racionalista de la tradición, de todas las tradiciones religiosas y sociales que daban a Atenas su cohesión. Esta crítica se justificaba en nom­bre de un relativismo, interpretado y por otra parte de diversas maneras. A la tradición y a las instituciones en general se oponía la naturaleza, que se convertía en el único valor absoluto. Los sofistas explotan con un criterio relativista uno de los temas guías de la etnografía jonia: la oposición entre phÿsis y aómos, entre naturaleza y tradición.

Podemos, pues, analizar el papel de los sofistas como una sín­tesis de estos diversos elementos: como móvil, un interés huma­no de tipo práctico de acuerdo con el clima contemporáneo de Atenas, pero llevado hasta el amoralismo; y como justificación, un relativismo absoluto. Esta justificación teórica se constituye en parte en el sentido de la poesía antigua, que trataba temas hu­manos en parte semejantes y cuya influencia no fue despreciable, formal y temáticamente, sobre los sofistas. Pero si esta poesía ha

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suministrado los temas y los problemas, el espíritu es por el con­trario este espíritu racionalista y desarraigado de la Jonia con­temporánea. La razón —se puede decir— no tiene en la sofistica más que una misión puramente destructiva: la de eliminar los obstáculos que la tradición imponía al desarrollo egoísta de la personalidad individual.

No es sorprendente, y muchas veces ha sido señalado, que Só­crates, al vivir en el mismo medio ambiente que los sofistas de Atenas, esté dominado por algunas de sus preocupaciones o in­fluenciado por algunos de sus puntos de vista o procedimientos de método. Lo que importa precisar es en qué puntos su posi­ción espiritual se apoya en otras bases, y en qué otros puntos, parte de unos mismos principios, pero saca de ellos consecuen­cias diferentes. Sólo este punto de vista permite Explicar el hecho de que, en su pensamiento, tradición y razón se opongan de una manera totalmente diferente a como en los sofistas.

En la medida en que Sócrates representa un punto de vista que se podría llamar anterior al de los sofistas, esta anterioridad no se refiere a la identidad de dirección con la antigua poesía jo- nia, sino al hecho de que Sócrates es ciudadano ateniense. Anto­nio Tovar ha puesto muy bien de relieve el carácter tradicional de la vida ateniense con relación a Jonia. Hasta el siglo quinto, Atenas no ha desempeñado un papel importante en el escenario político de Grecia; ha permanecido un poco aislada, sin gran vi­da literaria o cultural. Ninguna otra ciudad griega conservaba tan vivo el sentimiento de la religión y de la moral tradicionales. Incluso la actitud exterior de Sócrates es más antigua, por así de­cirlo, que la de los sofistas. Frente a su método de enseñanza ba­sado en la exposición continua y en la interpretación de los mi­tos y de los poetas —tenemos un ejemplo ilustrativo de ello en el Protágoras de Platón— Sócrates emplea un método más popu­lar, el diálogo. Los sofistas conservan una posición doctoral y distante y no tienen más que un círculo reducido de discípulos; cuando salen de estas limitaciones es para hacer una exhibición

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con fines de propaganda. Por el contrario, Sócrates conversa con todo el mundo y en todos los sitios. Rehúsa hablar de discípulos, sólo tiene amigos, aparte de los curiosos que le siguen a veces. Su tono jamás es doctoral; y su famosa modestia se refiere sin duda al mismo estado de espíritu. Es indudable pues que la enseñanza socrática proviene de un medio más tradicional, más elemental.Y lo que llama la atención en el aspecto exterior de Sócrates, se encuentra en su misma doctrina; si podemos hablar de «doctri­na» en él. Me refiero a su posición ante las tradiciones religiosas y políticas de Atenas. Nunca, que sepamos, ha dirigido sus críti­cas contra las primeras. Jenofonte lo defiende expresamente y afirma que practicaba regularmente las ceremonias del culto. Otros testimonio nos hablan de la fe apolínea de Sócrates en la profecías, etc., de su famoso daimónioa, y, en general, de su reli­giosidad profunda. Por lo que respecta a su concepción del nó- mos o ley de la ciudad, no hay mejor testimonio de ello que el hecho de haber permanecido en prisión para dejarse imponer la sentencia del pueblo, a pesar de las posibilidades de huida que se le ofrecían. Todo el diálogo titulado Critón, que pertenece a la primera época de Platón, en la que seguía más de cerca las ense­ñanzas de su maestro, es un magnífico documento del profundo amor de Sócrates por Atenas y de su sumisión, en razón de la gratitud que cree deberle, a la más injusta de las decisiones, a su propia sentencia de muerte. Sus sentimientos religiosos y cívicos forman un vivo contraste con la teoría y la práctica de los sofis­tas. Es evidente que la frase inicial de la obra de Protágoras Só­brelos dioses pone en duda su existencia. Otros sofistas los des­pojan de su carácter sobrenatural y los convierten en simples ini­ciadores humanos de la cultura, según la teoría de Pródico. A to­dos les falta, en general, el profundo sentimiento cívico de Sócrates; son en realidad apátridas, desarraigados de sus ciuda­des de origen; y cuando algunas de sus ideas los ponen en peligro en Atenas, se apresuran a abandonar la ciudad de Pericles, como

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hizo Protágoras. Jonia estaba muy lejos de aquellas épocas de patriotismo que reflejan los viejos poemas de Calino.

Es particularmente interesante, cuando se estudia la figura de Sócrates, ver la reacción de esta actitud tradicionalmente ate­niense ante las ideas y las preocupaciones que, contemporáneo de los sofistas, compartía con ellos y que eran esencialmente el interés por los temas humanos y la fe en la razón. Se observa una doble acción, pues sus antiguos principios le obligan a sacar con­secuencias independientes en los dos campos; y las novedades que Sócrates acepta imprimen un carácter muy particular a las formas y creencias antiguas. Le fue imposible crear un todo ar­monioso, un cuerpo de doctrina, sacando todas las consecuen­cias de sus principios, y terminó por colocarse apartado por igual de los sofistas y de los tradicionalistas atenienses. En todo caso, esta posición del problema nos presenta a un Sócrates ante todo reformador y no un simple destructor como lo fueron los sofistas, aunque no lo fueran por el placer de destruir sino con miras interesadas. En Sócrates, en vez de una lucha de la razón contra la tradición, nos encontramos a la vez una racionaliza­ción de la tradición y una razón constructiva, que trata de fun­dar un ideal de vida absoluto y alejado de todo relativismo.

Ya he dicho que los lazos de unión de Sócrates con los sofis­tas eran esencialmente su interés por el hombre y su fe en la ra­zón. Hemos visto que el interés humano era ¿n los sofistas de ti­po práctico; de hecho, este interés era exigido por el medio ate­niense; pero concibieron este servicio al hombre en un sentido muy especial, el de ayudarle a triunfar sin admitir limitaciones de ningún tipo. También en Sócrates el interés por el hombre es esencial. Es conocido ese texto famoso en que manifiesta que pa­ra añadir alguna cosa a sus conocimientos, cuenta con los hom­bre de la ciudad, y no con la naturaleza. Se sabe también que no se interesa apenas por la ciencia de la naturaleza, tal como lo atestigua el Fedón de Platón. En general, todos los campos del conocimiento, excepto los que se refieren al hombre, son ajenos

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a Sócrates. Por el contrario, los sofistas, aunque el esfuerzo de su pensamiento trata de desarrollar las posibilidades del hombre en los campos que hemos indicado, se dedican también a otras dis­ciplinas secundariamente como la gramática, la erudición, etc.

Pero hay otra cosa: en Sócrates el interés por el hombre es la fuerza motriz de su pensamiento, y la fe en la razón, —tan visi­ble en los diálogos de Platón (donde el Jógoses tan a menudo el verdadero protagonista, imponiéndose como una realidad frente a las ideas falsas o a la ausencia de ideas de sus interlocutores)— esta fe, no desempeña otra función más que la de ponerse al ser­vicio del hombre. Aunque Aristóteles afirma que el descubri­miento más característico y más importante de Sócrates es el del método inductivo y el de la definición —dicho de otra manera, los fundamentos de la lógica— hoy Meyer y con él la mayor par­te de los que han estudiado el socratismo, piensan que esta lógi­ca no es para Sócrates un fin en sí, sino un método, una ayuda para determinar qué virtud debe perseguir el hombre.

Ahora bien, hemos indicado ya que el rasgo más característi­co en Sócrates es la interacción de sus concepciones de ateniense tradicional y las que le emparentan con el pensamiento de los so­fistas. Como ateniense tradicional, Sócrates concebía las posibi­lidades de perfección del hombre de una manera totalmente dife­rente de los sofistas, que tienden a romper el orden social y polí­tico tradicional, en nombre de un individualismo explosivo. Só­crates ha comprendido que el orden social y político tiene muchas lagunas y que algunas de sus cosas no son defendibles. Esta es la razón por la que la otra mira de su vida consiste en fundar nuevas reglas de conducta umversalmente válidas. En otros términos, estimamos que el objetivismo de la moral de Só­crates y su pretensión de una validez universal se refieren al he­cho de que él se esfuerza por sobrepasar, pero no destruir pura­mente y simplemente, reglas de conducta tradicionales, igual­mente objetivas y absolutas. Partiendo de datos comunes con los sofistas, Sócrates llega o conclusiones radicalmente opuestas. Pe­

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ro ha llegado el momento de recordar que la aplicación —co­mún a Sócrates y a los sofistas— del pensamiento racional a la tradición ateniense, no es suficiente para explicar el nacimiento y las características de la norma socrática. Existe otro factor, que pertenece estrictamente a Sócrates y que está tan profundamente enraizado en el corazón de su ser que es difícil determinar su ori­gen. O mejor dicho, este algo es un destello que no viene de nin­guna parte y que es la gran idea original de su espíritu: me refie­ro a la interiorización de las reglas de conducta. Sin duda, mu­chos otros habían mostrado antes que él que no ignoraban una norma de conducta interior, pero es en él donde se presenta por primera vez en toda su pureza. La idea del «alma» como sede de lo mejor de la personalidad, tal como aparece en el famosos «cuidado del alma» de Sócrates, constituye tal vez su aportación más nueva. Hay en ella desarrollos originales, aunque condicio­nados por el objetivismo ateniense.

Ciertamente, el «cuidado del alma» consiste esencialmente en seguir la virtud; y como este concepto era confuso e incompleto, Sócrates se ha consagrado, con su lógos, de definir las diversas virtudes. Encontramos aquí el esquema trazado más arriba. Contra el relativismo de los sofistas, Sócrates coincide con la tra­dición griega· y ateniense y da a las «virtudes» un valor absoluto. Pero el avance es decisivo: en adelante se tratará de fijarlas por procedimientos racionales. Y esto es a la vez la creación m is m a de la dialéctica.

He dicho al comienzo que numerosos elementos «exteriores», por decirlo así, de la personalidad de Sócrates, provenían de la tradición normal de una ciudad donde la cultura era mediocre. Se corría el riesgo de atribuir a Sócrates rasgos completamente vulgares, si se olvidase que al lado de éstos ponía de manifiesto otros que no lo eran en absoluto: la atracción irresistible de su personalidad, tan bien descrita por Alcibiades en el Banquete platónico, el desprecio de todos los bienes materiales —lo cual se le reprochaba tan violentamente en Atenas—, los éxtasis en los

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que a veces caía, como lo cuenta el mismo Alcibiades a propósi­to de la campaña de Potidea. Ahora bien, de todos estos com­portamientos tradicionales y por decirlo así «vulgares», Sócrates ha sacado novedades de una importancia extrema. Así, de un gé­nero tan normal y tan vulgar como el diálogo, Sócrates ha saca­do la lógica. Su modestia, que oponíamos a la vanidad de los so­fistas y que no era en el origen más que una protesta del hombre de la calle, con su buen sentido, contra una pretensión infunda­da, le lleva igualmente a consecuencias capitales. Esta modestia, junto con la ironía, ésta también de origen popular, conducen a Sócrates a profesar un método más que un sistema cerrado; y es­to es tal vez la razón más decisiva para explicar la floración de las escuelas de filosofía socrática. Como Sócrates, según decía de sí mismo, no sabe nada, como su única preocupación es la de «buscar la sabiduría», se encuentra con que la sabiduría es esto, la razón, el logos, lo cuales ocupan el centro de la filosofía socrá­tica. De ahí, una consecuencia: el aprendizaje de una cosa nueva se convierte en un descubrimiento del sujeto sobre sí mismo, lo cual pronto o tarde debía conducir a la teoría de la reminiscen­cia. Una vez más el buen sentido popular y la creencia en la ra­zón se han unido de una manera indisoluble.

Los resultados de esta posición espiritual de Sócrates, tan particular, han sido fecundos y han permanecido fecundos, ade­más, cada vez que circunstancias semejantes se han reproducido; pero no es menos evidente que estos resultados desagradan tanto a los que defienden la tradición como un todo intangible como a sus enemigos más encarnizados. Sócrates es simplemente un re­formador; y su obra estaba expuesta a los mismos peligros que la de todos los reformadores. Pero además es un reformador que basa sus postulados en la razón y que, por este hecho, los defien­de sin concesiones y no hace nada por atenuar los choques. Por esto su situación es más peligrosa que la de los antiguos poetas jonios que, cuando dictan nuevas reglas morales, las apoyan en la experiencia, en tradiciones ya existentes que se oponen a otras,

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y no tienen nunca el radicalismo de un doctrinario. Sócrates no tiene una doctrina cerrada, pero tiene un método, que a veces le arrastra a consecuencias opuestas a las ideas comúnmente admi­tidas, a veces da lugar al menos a temer esta oposición. En reali­dad, la actitud de Sócrates respecto a los problemas concretos muy a menudo nos es desconocida al detalle: más de una vez sin duda, no ha llegado a fijar su posición al respecto, pues la crítica racional, cuando nace, no amplía más que gradualmente su cam­po de aplicación. Hay sin embargo algunos aspectos que pode­mos entrever.

A las reglas ideales que Sócrates trata de justificar, deben de corresponder forzosamente determinadas posiciones personales frente al orden social, político y religioso de Atenas: y a menudo estas posiciones no coincidirán con la tradición. En realidad, es­ta posición de Sócrates con respecto al orden político y social se nos escapa en su detalle; no conocemos más que su solidaridad general con las leyes de la ciudad. Sabemos sin embargo que Só­crates es el autor de un principio, derivado de su posición racio­nalista, que se oponía a las concepciones del ateniense medio. Es lo que podríamos llamar el principio de la técnica. Cada arte (te­chos) exige conocimientos especiales y es absurdo lanzarse ale­gremente y sin preparación a la política. En esto, Sócrates —que coincide en este punto con los sofistas—, choca con el sentir de Atenas, cuya democracia estaba basada en el principio contrario. En Jenofonte sobre todo, Sócrates censura a los jó­venes que se lanzan a la política, sin considerarla una ciencia especial. Sabemos muy concretamente que era opuesto a la elección de magistrados por sorteo, que era normal en Ate­nas. Sabemos, por otra parte, que nunca tomó parte en la vi­da política, salvo cuando fue designado por sorteo miembro del Consejo ateniense; y esta ocasión demostró, según Platón, que desconocía el funcionamiento de la Asamblea Popular, a la que sin duda no tenía costumbre de asistir. Esta abstención de la política práctica era criticada en Atenas —lo sabemos

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por Tucídides. Si Sócrates la practicaba, no era que se creyese in­capaz; es porque creía firmemente que la Constitución ateniense no permitía una actividad benéfica para la ciudad, sino que por el contrario exponía a peligros mortales al que trataba de servir­la: en el Gorgias, Platón lo indica expresamente. La confusión platónica de la política y de la moral que domina este último diá­logo, era sin duda ya la de Sócrates; no podía admitir los fmes de la política independientes de la perfección interior del hombre, dicho de otra manera de la adquisición de la virtud, único fin verdadero de su filosofía. El poder material en sí mismo no po­día satisfacerle. Así nace una oposición radical a la política ate­niense, que se manifiesta más por la abstención y la crítica que por una actividad pública, pero que no debió ser menos reproba­da por el común de los ciudadanos. Y dejamos a un lado la acti­tud valiente de Sócrates en circunstancias en que el régimen zo­zobraba en lo arbitrario, como sucederá en varios episodios bien conocidos: la condena de muerte, a pesar de la oposición de Só­crates, de los generales vencedores en la batalla de las Arginusas o su actitud bajo el régimen de los Treinta Tiranos, cuando tra­taron de comprometerle en su política de terror y se resistió con audacia. Y esto es por lo que se ha hablado a menudo del fondo político del proceso de Sócrates y aunque la razón decisiva estu­vo en otra parte, ésta tuvo una influencia innegable.

El principio de la «técnica» socrática se nos aparece en otro campo en el que chocaba especialmente con la tradición atenien­se; es de la educación. Sócrates afirma que él mismo o cualquier otro educador especializado está en mejor situación que los pa­dres para educar a la juventud. Así, aun cuando esto era en él una meta de perfeccionamiento moral, es cierto que, al menos de una manera provisional, Sócrates abría una brecha en el bloque coherente de Atenas. La acusación de corromper a la juventud responde sin duda a esta atracción de los jóvenes con respecto a Sócrates que los aleja en cierta medida de sus padres y les inculca

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el hábito de ejercitar su razón, con como consecuencia real o po­sible la crítica de todo el orden social ateniense.

Más difícil es aún el problema de las innovaciones de Sócrates en materia de religión. En lo esencial, sabemos que estaba imido a la tradición. No se conserva ninguna huella de críticas que hu­biera hecho de la religión griega. Puede ser que Sócrates no haya nunca llegado a tomar plena conciencia del aislamiento al que su método racional debía forzosamente conducirle un día, respecto a estas concepciones atenienses tradicionales que aceptaba en principio. El moralismo socrático debía a la larga provocar un choque con la mitología —una parte que no era en principio él punto sensible de la religión helénica— pero sobre todo con la concepción misma de los dioses. Tal vez es preciso relacionar es­to con la acusación, indiscutiblemente falsa, que se hacía a Só­crates «de introducir dioses nuevos».

Hay una cierta lógica de las ideas en virtud de là cual la dis­tancia que separa a Sócrates de las concepciones tradicionales se amplía en Platón, aunque los motivos no cambien. El pensa­miento platónico es en muchos aspectos un simple derivado del de Sócrates; en él se ve explicitarse lo que en Sócrates estaba ape­nas implícito; se ve tomar relieve lo que hasta ese momento se desdibujaba en la niebla. Hemos indicado ya cómo la posición de Sócrates respecto a la política encuentra su coronación en la teoría platónica de los filósofos-gobernantes, verdaderos espe­cialistas, tal como los exige el principio de la técnica. El objeto de su gobierno es, bien entendido, el perfeccionamiento moral de los ciudadanos. Podemos pues establecer igualmente que la críti­ca racionalista y moralista de la mitología griega, tal como se ha­ce en la República, no es más que una consecuencia de los prin­cipios establecidos por Sócrates.

El conflicto entre Sócrates y el pueblo ateniense es en definiti­va el resultado de una paradoja. El objeto de los esfuerzos de Só­crates no es otro que el fundar racionalmente ciertos principios de vida que se oponen al individualismo y al relativismo destruc-

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tor de los sofistas. Coincide en esto en tanto en cuanto no estaba en contradicción con lo que su razón reclamaba. Ahora bien, es­ta libertad concedida a la razón para criticar y construir debía forzosamente alterar una buena parte de la tradición ateniense. Sócrates se convierte en un reformador que no conserva de co­mún con los fondos tradicionales de su pueblo más que su oposi­ción al relativismo, su esfuerzo por establecer normas estables y objetivas. Es cierto que su crítica no se extendió a todos los cam­pos del orden social, político y religioso; pero el principio mismo de la crítica al aplicarse a toda manifestación de la vida indivi­dual o colectiva, abría el camino a ataques ulteriores contra lo que los atenienses consideraban como lo más sagrado. En suma, los atenienses terminaron por tener sospechas de él —destino co­mún a todos los reformadores.

Tal es la tragedia de Sócrates, tal es uno de los dos aspectos de su pensamiento, que me proponía esclarecer hoy; por ser el más confuso no es menos interesante. Este no es tal vez el rasgo más decisivo en la personalidad de Sócrates y no es el más im­portante para el porvenir. Pero es sin duda el que llamaba más la atención del pueblo ateniense, y el que menos se le perdonaba. Se le perdonaba menos que a los sofistas estas desviaciones de la tradición ateniense, precisamente porque era ciudadanos de Ate­nas. Al mismo tiempo, no hay ninguna duda de que el conflicto entre Sócrates y la tradición es ejemplar en la historia. Es curioso hacer un paralelo entre Sócrates, el inventor de la dialéctica (te­nía una fe absoluta en sus resultados) y Descartes, el inventor de la duda metódica (cuyo optimismo racionalista era igualmente absoluto). Descartes, al abandonar los métodos de la Escolásti­ca, quiere precisamente fundamentar más sólidamente principios como la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Pero al mismo tiempo, preconizaba el examen y la crítica y exigía la evi­dencia en las materias en que hasta entonces no se pedía tanto ri­gor: y todo esto ponía en peligro el edificio que la Edad Media había construido para proteger la fe. Más tarde, con el tiempo,

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debían aparecer otros que atacarían los dogmas mismos y la esencia del dogmatismo.

Sería sin embargo un error relacionar en todos los aspectos el movimiento socrático con otra corriente de racionalismo euro­peo que es más semejante en ciertos puntos a la sofística. Al lado de semejanzas innegables, querría notar los rasgos diferenciales. A menudo, aunque no sea siempre, los «ilustrados» europeos tie­nen un matiz anti-religioso que no existió nunca en Sócrates y en sus discípulos. Sócrates heredó de la tradición ateniense un fon­do religioso que debía producir con Platón frutos espléndidos, y casi una nueva religión. Esta alianza de racionalismo y religiosi­dad, es, como lo dijimos al principio, un rasgo característico del mundo antiguo, pues se trata precisamente de una religiosidad que encuentra su fundamento en este pensamiento racional, usa­do tan a menudo para apoyar solamente una religiosidad ya existente. De una parte, hay un elemento de la filosofía socráti­ca, al cual hemos hecho ya alusión y en virtud del cual su pensa­miento y sobre todo el de sus continuadores, no degenera nunca en un puro criticismo de formas de vida tradicionales. Por el contrario, encuentra en ello un terreno propicio para enseñanzas absolutamente nuevas, que constituyen su valor más permanen­te. El «cuidado del alma», la interiorización de la regía moral, de lo cual ya hemos hablado, hace que el conflicto entre Sócrates y Atenas (cuyo carácter estrictamente ejemplar hemos tratado de mostrar) no sea sin embargo el elemento decisivo. Aunque oca­sionalmente hayan debido destruir, los socráticos han sabido construir también una doctrina positiva cuya importancia para el porvenir del pensamiento humano es imposible de calcular. Lo que ha sucedido, es que poco a poco han tenido que renun­ciar a aplicar su doctrina a la vida de la Ciudad y se han refugia­do en la teoría pura, destinada a un grupo de hombres escogi­dos. Es por esto por lo que tal vez su éxito ha sido más universal en definitiva y cuenta más que el conflicto entre Sócrates y Ate­nas y el de Platón con los tiranos de Siracusa. En la raíz de este

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éxito, se encuentra la voluntad de Sócrates de sobrepasar la tra­dición en vez de negarla pura y simplemente.

Pero todos estos aspectos del socratismo y del platonismo son bastante conocidos para que tengamos necesidad de insistir en ellos. Su origen en la posición personal de Sócrates —la relación que existe en él entre las fuerzas de tradición y de razón— es lo que me he esforzado por esclarecer aquí. Cuando se ha tratado de utilizarlas conjuntamente en vez de oponerlas simplemente como hadan los sofistas, se ha llegado a resultados magníficos, tales como del descubrimiento de la dialéctica y la fundación de una moral racional objetiva. Tales éxitos, como los peligros que arrastra la colaboración entre estas dos fuerzas— donde la razón encuentra un freno capaz de producir resultados fecundos, pero no de suprimir su fuerza corrosiva— merecen ser meditados por todos lo que ven en la historia del pensamiento humano otra co­sa que una serie de hechos y de anécdotas: el resultado del en­cuentro y de la colaboradón entre diversas fuerzas espirituales, resulta que varía según la forma y el grado de su oposición o de su colaboración. Este punto de vista nos permite distinguir las diferencias y semejanzas verdaderamente ejemplares entre diver­sos momentos históricos. El que representa Sócrates es tal vez el más interesante de todos, para quien aspire a estudiar los proble­mas del pensamiento.

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12. LA LENGUA DE SÓCRATES Y SU FILOSOFÍA

1. ¿Cómo llegar a la lengua de Sócrates?

En las más de trescientas páginas de la bibliografía socrática de Andreas Patzer1 no hallo ningún estudio sobre la lengua de Sócrates, sólo algunos que rozan el tema indirectamente, casi sin querer. Y, sin embargo, pese a lo que a primera vista parezca, es un tema sobre el que se pueden decir cosas y que es importante, pienso, para el conocimiento en su filosofía.

¿Cómo averiguar algo sobre la lengua de un hombre del que ningún escrito nos ha llegado? Evidentemente, por las coinciden­cias de nuestros testimonios. O sea, de la misma manera que in­tentamos saber algo sobre la filosofía del maestro.

Se dirá, por supuesto, que la tarea no es tan fácil. Creo que lo es más que en el otro caso.

Efectivamente, sobre la filosofía de Sócrates hay opiniones muy discrepantes. Remito al libro siempre útil de Antonio To­var2, a lo que sobre el tema he escrito en otro lugar3 y a la erudi­ta revisión del mismo en el libro de Mario Montuori4. Hay diferen­cias abismales entre los que creen en una fase «física» del pensa­miento de Sócrates, apoyados en Aristófanes y en conocidas mani­festaciones del Fedón, y los que la niegan, sobre la fe de la Apología. Hay exposiciones fundamentalmente éticas, basadas so­bre todo en Jenofonte, y hay otras que no hallan diferencias entre el Sócrates real y el de Platón. Otros han hablado de la «leyenda so­crática». Me excuso de entrar en el detalle en este lugar.

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Últimamente Montuori ha afirmado que la acusación de Me- leto sobre la corrupción de los jóvenes y el ateísmo coincide con Aristófanes y responde a hechos históricos: la oposición de Só­crates a la religión tradicional y a los métodos de la democracia es lo que motivó su condena. No duda en hablar de falsificación en relación con la Apología platónica.

Pero esto es excesivo. En mi libro presenté un panorama más matizado: el temple de Sócrates no es antirreligioso ni antidemo­crático, pero una concepción racional de la religión y una con­cepción técnica de la política, hecha cosa de una ciencia a la que son ajenos «los muchos», todo unido a una desconfianza en la política práctica y a una visión de sus excesos en Atenas, planta­ron el germen de una ruptura con la religión tradicional y el esta­do democrático.

Platón fue un producto lógico, llevó todo esto más allá. Pero no falsificó nada en la Apología', el élenchos que en ella se hace en relación con los conceptos morales y políticos deja bien clara la postura de Sócrates. Si acaso, hay cosas que se escamotean más o menos, pero que se entreven.

Dejo este tema. Lo que me interesa en este contexto es hacer ver que el estudio de la lengua no ofrece los problemas que ofre­ce el estudio de la filosofía. Pues resulta claro que la regla de Schleiermacher, según la cual las coincidencias entre el Sócrates platónico y el de Jenofonte remontan al verdadero Sócrates, nos ofrece, como mucho, un común denominador, una imagen dis­minuida de su doctrina. Y luego: ¿qué parte de la doctrina que está sólo en Platón o sólo en Jenofonte remonta a Sócrates? Y la que no coincide, ¿en qué medida es platónica o jenofontíaca? ¿Y qué hacer con Aristófanes, cuya imagen de Sócrates coincide bien poco con la otra, pese a Montuori?

Cada uno de nosotros resuelve estos problemas a su manera. Aunque es claro que las coincidencias Platón-Jenofonte forman el núcleo, lo más seguro de lo que podemos proponer. Pues bien, las coincidencias de lengua se refieren a las coincidencias doctri­

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nales, pero las rebasan. Con otros contenidos, probablemente platónicos o jenofontíacos, continúan iguales recursos lingüísti­cos; son los de los Sökratikoi lógoide que habla Aristóteles5.

O sea: la lengua de Sócrates allí donde hay coincidencias doctri­nales en la exposición de estos autores, debe atribuirse a Sócrates. Esta lengua se usa también allí donde no hay coincidencias doctri­nales: en nuestros dos socráticos, en los demás y... en Aristófanes6. Naturalmente, cuando hay otro tipo de lengua unido a innovacio­nes doctrinales de tal o cual autor de entre éstos, esta lengua es suya, no de Sócrates.

Por esto decía más arriba que la elucidación de la lengua de Sócrates es más simple que la de su doctrina. Se encuentra inclu­so desligada de ésta o cuando hay una doctrina de dudosa auto­ría: por simple tradición. Más aún: cuando en la coincidencia Platón-Jenofonte se duda, pese a todo, del carácter socrático de la doctrina (pienso en la «leyenda socrática» de Dupréel y Gi- gon, así como en la renovada desconfianza sobre el oráculo de Delfos y en la supuesta «falsificación» de Platón y los so­cráticos), estas dudas no alcanzan a la lengua: nadie iba a crear un modelo falsificado de la lengua de Sócrates.

Pero es que la lengua da, a su vez, testimonio sobre la filoso­fía o ciertos aspectos de ella, es indesligable. De ahí la impor­tancia de su estudio.

2. Sócrates y Jos géneros literarios griegos.

Al hablar de lengua lo hacemos en el sentido más amplio: el que lleva de la elocución más elemental al texto. El concepto se extiende desde los elementos lingüísticos más elementales a los de estilo y, eventualmente, a los literarios.

Por supuesto, la lengua de Sócrates a la que podemos en cier­ta medida llegar es aquélla que usaba en su diálogo con las gen­tes, sobre todo los jóvenes, de Atenas. No podemos precisar en

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qué medida esta lengua difería de la que usaría en otras circuns­tancias. Pues es sabido que éstas condicionan el tipo o nivel del concepto de «lengua» en forma amplia, como hemos dicho. El contenido del dialogar filosófico condiciona la lengua, evidente­mente.

En todo caso, la diferencia es sin duda menor que la que ha­bría, por ejemplo, entre la lengua de Platón y la de sus escritos. El escribir condiciona especialmente; y los Sökratikoi lógoi son ya un género literario. Tienen características propias de estructu­ra y composición. Estas faltan o están sólo apuntadas en el dia­logar socrático. Por otra parte, los diálogos socráticos son, como dice Aristóteles en un pasaje citado más arriba, obras de imita­ción, es decir, dramáticas, aunque imitan sólo con palabras. A ve­ces transcriben directamente el diálogo, a veces lo narran. En cam­bio, los diálogos del propio Sócrates, en la medida en que pueden reconstruirse, son lengua en primer grado, no referencia de segundo grado. Faltan, pues, una serie de ingredientes literarios.

Colocar el dialogar de Sócrates dentro de la Literatura griega y, más concretamente, de la Filosofía, es poner de relieve su sin­gularidad. Como he hecho ver en otro lugar7, los escritos que clasificamos como filosofía toman su forma literaria de diversos géneros y sólo-el diálogo es una forma propia, creada para la Fi­losofía. Es forma literaria que parte de la base que es el dialogar de Sócrates.

Este representa, pues, una ruptura; y una ruptura a partir de niveles le lengua populares. Si acaso hay un precedente, es en la parénesis, que se encuentra en la literatura desde Homero y so­bre todo en Hesíodo y la lírica; pero apenas en el diálogo.

Hace ya tiempo que Rudolf Hirzel8 hizo notar que el diálogo es más original y arcaico que el monólogo. Toda la literatura griega precedente, en verso o prosa, tiende hacia el monólogo, que acaba por conformarse en el tratado; el diálogo está repre­sentado brevemente, tan sólo, en la literatura sapiencial.

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En ella el sabio contesta a las preguntas que se le hacen, tal en el famoso diálogo de Solón y Creso en Heródoto, que continúa una vieja tradición9. Habla ex cathedra, ni más ni menos que un Heráclito o un Demócrito (o un Píndaro). Pero Sócrates se aleja de este modelo tanto como del de escritos filosóficos en «monó­logo», cuales los de los filósofos citados. Aunque el oráculo le llama «sabio», él se proclama sólo filósofo: y a ello responde un modo de expresión lingüística muy diferente. Es, pues, un error de Gigon10 aproximar la imagen de Sócrates a los de los siete sa­bios. «No he sido nunca maestro de nadie», dice en la Apología 33 a.

Como es muy diferente el otro tipo de diálogo, si es que es diálogo, que puede comparársele: el de los sofistas. Barker11 dijo que Sócrates era «uno de ellos» y no parece alejarse sensiblemen­te la opinión de Montuori12 cuando sigue a Aristófanes presen­tando a Sócrates como un sofista: un maestro del arte de la pala­bra y señor del Lógos. Pero el Protágoras 334 c ss. deja bien cla­ra la oposición entre el ‘discurso largo’ de los sofistas y el hábito socrático de ir obteniendo conclusiones parciales mediante pre­guntas y respuestas: hábito que incluso Aristófanes documenta. Ni el discurso largo ni las antilogías son propias de él. Ni siquie­ra diálogos «sofísticos» como el de los atenienses y los melios en Tucídides V 86 ss. y algunos del teatro: aquí se trata de enfrenta­mientos de dos tesis contrapuestas.

El diálogo es habitual en la vida humana, pero de aquí ha sur­gido un diálogo especial, el de Sócrates cuando intentaba refutar o definir, cuyas características intentaremos elucidar. El solo he­cho de que expresara su filosofía mediante un recurso tan antiguo y tan nuevo, tan original, demuestra que tenía conciencia de repre­sentar algo totalmente nuevo. Sócrates se ha colocado consciente­mente fuera de los géneros literarios griegos, fuera de las expresio­nes tradicionales de la Sabiduría, creando la Filosofía, Amor a la Sabiduría. Aunque de aquí surgiera un verdadero género literario nuevo, el diálogo filosófico de los socráticos.

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Sócrates se ve a sí mismo muy lejos de los viejos maestros de sabiduría, que usaban el monólogo, y de los nuevos maestros que usaban el discurso largo y la antilogía en un estilo muy ela­borado. La única coincidencia está en los temas y en la concien­cia de oponerse a «los muchos» (Pl. Ap. 28 a, Cri. 44 d). De ahí, una nueva manera de expresarse, opuesto a la de ellos. Hemos de ver, en efecto, cómo este género especial de diálogo que es el de Sócrates comporta un uso también especial de la lengua.

3. Sócrates y los niveles socioJingü/sticos del griego.

El diálogo socrático, en la medida en que podemos conocerlo a través de nuestras fuentes, no intenta en absoluto ofrecer ca­racterizaciones sociolingüísticas de Sócrates ni de sus oponentes. La lengua es siempre la misma. En esto procede igual que los có­micos y que la literatura griega en general, con algunas excepciones.

Y, sin embargo, es claro que tenía que haber diferencias. No vamos a recoger aquí datos bien conocidos sobre el origen arte­sano de Sócrates, que sin duda se refleja en su insistencia en la especialización y técnica que requiera cada oficio y que él pretendía llevar a la política. He hecho notar en otro lugar13 que Sócrates es una excepción, socialmente hablando, en la Atenas de su tiempo: es el único intelectual de la época que no procede de las clases aristo­cráticas o acomodadas.

La diferencia se refleja en esto: no hace literatura, sólo dialo­ga. Quizá también en esto otro: es el único que propone ideas in­novadoras susceptibles de llevar a una rotura con la tradición ateniense. Por lo demás, Tovar14 ha hecho notar que tampoco era pobre, su pobreza es pura elección {Ap. 23 b); el que luchara como hoplita testimonia que tenía una renta de al menos 200 dracmas anuales.

Pero no hay referencia a particularidades lingüísticas de los interlocutores: las que presentan los diálogos dependen de la na-

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turaleza de los mismos y son unitarias. No se registran diferen­cias de lengua entre aquellos con quienes Sócrates conversaba en el ágora, las palestras, los gimnasios, los pórticos, los talleres ar­tesanales, las casas ricas de Atenas. Había entre ellos artesanos y, también, miembros de la sociedad más distinguida de Atenas: ricos y pobres, jóvenes y viejos, atenienses y extranjeros, nobles y artesanos, hombres de estado y poetas. Esto es tan conocido que no necesita documentación. Es claro que entre ellos tenía que haber diferencias de lengua.

Ahora bien, en su conjunto, los distintos géneros literarios griegos se caracterizan por niveles sociolingüísticós de partida y estilizaciones diferentes. En un estudio que publiqué hace años15 ofrecí un cuadro esquemático en el que yo asignaba a Hiponacte y los cínicos a la lengua vulgar; a los yambógrafos, Aristófanes y ciertos textos helenísticos, a la popular; a Heródoto, los socráti­cos, Lisias y autores helenísticos como los Epicúreos y Menan­dro, a la cultivada, que huye del vulgarismo a veces presente en el grupo anterior y tiene una voluntad de estilo muy señalada.

Pero hay que distinguir entre los socráticos y Sócrates. Les es común rehuir el vulgarismo: términos groseros, designaciones populares, lengua mínimamente intelectual, cosas que a veces entran en la lengua «popular». Pero Sócrates está, en cierto mo­do, próximo a ésta en su sintaxis y en el uso de una serie de re­cursos como los constantes símiles y comparaciones, la fábula, la parodia e ironía. Hemos de verlo más despacio. Y se despega conscientemente del lenguaje «elevado» de sofistas y rétores. Nó­tese la parodia de Gorgias en X. Smp. 2. 26 y Pl. Grg. 467 b. Con todo, habría que proponer una aproximación de la lengua popular de Sócrates a la lengua cultivada: en ello no dejó de in­fluir su filosofía, como veremos.

En la Apología platónica Sócrates hace una magnífica des­cripción de su manera de hablar; como coincide con el estilo de lo que nos transmiten nuestras fuentes, incluida la Apología a pesar de ser técnicamente un discurso, refleja evidentemente los

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hechos. Comienza diciendo Sócrates (17 b-c) que no va a decir «discursos en bello lenguaje, como los de éstos, por sus giros y sus palabras, ni llenos de afeites, sino que vais a oir cosas dichas al azar, con las palabras que se me ocurran». Continúa diciendo que «vais a oír mi defensa con el mismo lenguaje con que acos­tumbro a hablar en el ágora y en las mesas de los cambistas» (17 c). Y pidiendo que «no atendáis a la forma de mi lenguaje» (18 a). Nada de lenguaje retórico: lenguaje «casual», es decir, hablado.

A lo largo de la obra se insiste en las preguntas, la «investiga­ción» punto por punto (32 b, 24 c, etc.); este es «el modo acos­tumbrado» (27 b). «Sueles dedicarte a las preguntas y respues­tas», se le dice a Sócrates en el Critóa (50 c). Pero también se alu­de a la parénesis: es «lo que acostumbro» (29 d) y también al élenchos o refutación: «despertando, persuadiendo y criticando a todos» dice 31 e en una fórmula que todo lo resume.

Pues bien, todo esto es confirmado por Jenofonte. En su Apología 2 ss. Sócrates insiste en el carácter improvisado de su discurso ante los jueces. El prólogo de Mem. (1.1.15) dice explí­citamente que «siempre dialogaba investigando qué es lo piado­so, lo bello, etc.» Diversos interlocutores hablan de su «costum­bre» de preguntar y su ejemplificación a base de los artesanos (por ej. 1.2.36 s.). Jenofonte insiste en su uso de la parénesis (cf. por ej. 1.3.8 y 2.1.1).

Evidentemente, los datos principales están en el uso mismo del lenguaje por parte de Sócrates en nuestras fuentes, pero es útil que también haya formulaciones explícitas que insisten en el lenguaje coloquial, el léxico común, el uso frecuente de la pre­gunta y el lenguaje impresivo (imperativo, voluntativo) siempre en frases cortas, el recurso constante a las comparaciones y símiles.

Todo esto es lenguaje popular, asimilable al del yambo de Arquí- loco o Aristófanes, pero con dos diferencias: que Sócrates huye del vulgarismo y lo excesivamente primario (infantil, afectivo, insultan­te); y que, quiera o no, su investigación le fuerza a preferir ciertos

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usos sintácticos y, a partir de un cierto momento, a ir cambiando el sentido de las palabras.

Nos encontramos, pues, con la combinación de un nivel so­cio-lingüístico de tipo popular y coloquial, pero refinado, con datos que provienen de la propia filosofía que Sócrates cultiva y del método de la misma.

4. E l popularísmo ático del lenguaje de Sócrates y su filosofar.

Queremos insistir en una serie de rasgos: la presencia constan­te de las comparaciones y símiles, de las fábulas, de las anécdotas y mitos, de la parodia e ironía, de la paradoja, de la atenuación y la sustitución del lenguaje representativo por el impresivo y ex­presivo, del tono personal. Vamos a ir viendo uno a uno estos aspectos del lenguaje socrático, tratando de ejemplificarlos en nuestras diversas fuentes. Veremos que varios y, sobre todo, el uso que de ellos hace Sócrates, están en conexión con su filosofía.

a) Comparaciones y símiles.

Es muy característico del lenguaje coloquial el uso de compa­raciones y símiles y el razonamiento por una analogía basada en ellos. No se trata de los símiles de la épica, sino de algo más fa­miliar y cuotidiano, siendo también familiares y cuotidianos los objetos de comparación: sobre todo, animales domésticos, suce­sos de la vida ordinaria, artesanos y actividades artesanales.

El discurso socrático apenas avanza sin un «como», una com­paración (tipo de Ap. 31 b «como un padre a un hermano»). Más frecuentemente va acompañada de una condicional. La Apología platónica se abre con el recuerdo de las palabras de Sócrates a Calías (20 a): «Si tus hijos hubieran nacido potros o temeros...». Poco después (2 b) se hace una reducción al absurdo dirigida a Meleto: «¿hay quien no cree en los caballos, pero sí en

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las cosas caballares?» y sigue con los flautistas. Y así constante­mente. En X. Mem. 1.2.37 Caricles le dice a Sócrates: «Debes dejarte de tus zapateros, carpinteros y herreros, creo que están ya machacados de tanto ser citados por ti». Constantemente se nos habla de la investigación como un «partear» (Tht. 149 b), de la busca de discípulos como una «caza». Sócrates es el tábano (Pl. Ap. 30 e), sus ojos son como los de un cangrejo (X. Smp. 5.5). Constantemente el filósofo es comparado con el médico, el sofista con el cocinero que daña a la salud (así en Grg. 464 b, 521 e).

El procedimiento pasa a Platón, baste recordar la compara­ción de Sócrates con el sileno en Smp. 215 a: es, evidentemente, heredado. Cuando los autores tardíos hablan de Sócrates, sus anécdotas, verdaderas o falsas, ponen en sus labios constante­mente comparaciones de este tipo. Así, por ejemplo, en relación con Jantipa. Cuando, tras unas escena, rompe en llanto, Sócra­tes dice que tras los truenos llega la lluvia (D. L. 2.36). Hace una comparación con los gansos, que aunque molestan dan huevos y crían (D. L. ibid.), otra con las gallinas que revolotean (Plu., Mor. 461 d).

Todo esto es bien sabido, podría ejemplificarse mucho más. La comparación constante y el razonamiento por analogía son populares. En Arquíloco y Aristófanes pueden espigarse mil ejemplos.

b) Anécdotas y mitos.

El discurso de Sócrates está salpicado de anécdotas. Al co­mienzo de Pl. Ap. (20 a ss.), Sócrates recuerda su conversación con Calias, a quién recomendó hacerse discípulo de Eveno: en vez de teorizar sobre los sofistas, prefiere contar esta historia. Luego habla de la consulta de Querefonte al oráculo, que justifi­ca su investigación filosófica: sea auténtica o no la historia, Só­crates da a su investigación, sin duda comenzada antes, una ex­

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plicación fundada en un hecho concreto. A Teages, que quiere hacerse discípulo suyo, Sócrates le cuenta lo que le pasó con él al nieto de Aristides (Tbg. 130 a).

Siempre son anécdotas relacionadas con su filosofar. En rela­ción con él están las anécdotas que cuenta sobre su propia vida: su actuación en la Asamblea de las Arginusas y cuando los Treinta quisieron complicarle en la muerte de León de Salamina , en Pl. Ap. 32 d; su antigua lectura de Anaxágoras en Pl. Phd 97 b ss. Igual operan los socráticos cuando cuentan anécdotas de su vida y otras veces más (recuérdese, por ej., la anécdota de Tales en Tht 174 a). Lo mismo la tradición posterior hemos presentado algunas anéc­dotas sobre Jantipa. Los cínicos, sobre todo, heredaron este proceder. La filosofía de Sócrates nunca actúa en el vado, siempre en nnas cir­cunstancias humanas concretas.

Análogo papel representan las referencias míticas, frecuentes sin duda en el lenguaje popular. La misma Apología de Platón ofrece una: el diálogo de Aquiles y Tetis en que el primero manifiesta su vocadón heroica, modelo de la de Sócrates (28 c ss.) El mundo real y el mítico se aproximan: Sócrates gustaría seguir en el Hades su in- vestigadón son los héroes muertos. Y no sólo aquí. En Thg. 124 c ss. hay una serie de ejemplificadones con Egisto, Peleo, Periandro, Arquelao e Hipias: de los personajes dd mito se pasa a los históri­cos, no hay diferencia.

Por su parte, Jenofonte nos hace ver en Mem. 1.2.56 ss. y Smp. 2.4 cómo Sócrates usaba en su parénesis pasajes de Home­ro, Hesíodo, Epicarmo y Teognis; en diversos pasajes platónicos se usa igual a Eurípides y otros poetas.

Todo esto era absolutamente habitual y hay que diferenciarlo claramente del uso de los sofistas de hacer una larga exégesis de un mito o de un pasaje poético, como las que hace Protágoras del mito de Prometeo y de un poema de Simónides en el diálogo platónico de igual nombre (Prt. 320 c ss., 339 a ss.). Ni hay huella alguna de origen socrático en d caso de los mitos platónicos: esto se ha dicho

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muchas veces. Ni de los largos discursos de diálogos como el Simposio o el Fedro.

Pero la anécdota y el mito usados como se dice arriba son fre­cuentes en autores como Arquíloco y Aristófanes. En el primero baste citar como anécdota la del adivino Butusíades, cuya casa es robada mientras profetiza en unos Juegos (Epodo V); como mito, el de Heracles y Neso, con el que el poeta trata de desani­mar a un rival en amor (Epodo X II). En el segundo, anécdotas más o menos inventadas relativas a los sibaritas ( Vesp. 1429 ss., 1435 ss), a Efudión (ibíd. 1381 ss.), a Laso y Simónides (ibíd. 1409 ss.), a Cleónimo (Av. 1470 ss.), a Orestes (ibíd. 1482 ss.), etc.; mitos relativos a Melanión (Lys. 783 ss.), a Timón (ibíd. 805 ss.), entre otros. La alusión a los antiguos poetas también es ha­bitual.

c) Fábulas.

Hemos estudiado en otro lugar16 cómo la fábula está enraizada, desde el comienzo, en los géneros yámbicos y luego en las obras de los socráticos. Su carácter popular, crítico y didáctico al tiempo, ex­plica esto.

Para referirme a los socráticos, diré que algunas de sus fábu­las son tradicionales, aunque sin testimonios anteriores: así segu­ramente «Las ovejas y el perro», X. Mem. 2.7.13; «Los leones y las liebres», Antístenes en Arist. Pol. 1284 a; «La zorra y el eri­zo», Arist., Rh. 1393 a; «El águila y el hombre», Arist. HA 619 a; «Esopo en el astillero», Arist. Met. 356 b, sobre todo. Viene de Estesíroso «El jabalí, el caballo y el cazador», Arist., Rh. 1393a. Y son seguramente fábulas nuevamente creadas, pero sobre es­quemas tradicionales, varias de Platón: «El Placer y el Dolor», Phd. 60 b; «Origen del Amon>, Smp. 189 a; «La riqueza y la Pobreza», Smp. 203 b; «Las cigarras», Phdr. 259 b.

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Es bien claro que el uso de la fábula en la crítica (élenchos) y la parénesis en los socráticos procede de Sócrates: del fondo po­pular de éste y, sin duda, del yambo y la comedia. Hay que aña­dir otra escuela socrática, la de los cínicos, a la que hemos atri­buido en el libro aludido y en otros lugares el papel fundamental en la renovación y difusión de la fábula en época helenística.

d) Parodia e ironía.

Sobre la presencia frecuentísima de la parodia y la ironía en el lenguaje popular, no es preciso insistir demasiado. Aunque no falta, ciertamente, en todos los géneros literarios a partir de Homero, es especialmente frecuente en los yambógrafos y los cómicos17.

Aunque es difícil distinguir la sátira y parodia socrática de la platónica, hemos visto arriba la parodia del lenguaje de Gorgias. Ciertamente, la sátira de los sofistas en pasajes como el bien co­nocido del comienzo del Protágoras, debe mucho a Platón; pero la crítica de los sofistas está ya bien clara en pasajes que hemos aludido de Apología y Teagesy se podrían añadir otros.

Un buen ejemplo, en Ap., es el élenchos de Meleto en Ap. 24 e ss.: refutación en que entra un juego de palabras entre el nom­bre de Meleto y el «preocuparse» de la verdad. Hay aquí sarcas­mo e ironía. No menos duro es el élenchos de Estrepsídades en Nubes 227 ss.

Pero no hemos de insistir en esto porque la mayor parte del fi­losofar de Sócrates es refutar verdades demasiado apresurada­mente afirmadas, dejando al descubierto la ignorancia de sus in­terlocutores, y provocando su irritación.

Por lo demás, todo esto tiene conexión con el tema de la iro­nía socrática. Es algo que ha hecho correr mucha tinta y sobre el que pueden resumirse algunas cosas, derivadas de la investiga­ción sobre el tema18. Aunque elpojveia no aparece hasta Platón, el término βϊρων es más antiguo: figura por primera vez en un

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pasaje de Aristófanes (Nu. 449) en que Estrepsíades enumera las cualidades nada recomendables que ha de reunir el que quiere ingresaren la escuela de Sócrates.

Desde luego, no tiene el sentido de la famosa «ironía socrática» que Arist., E N l108 a define como un ‘fingir rebajando’ (προσποίη- σις έπΐ τό ¿ίλαττον), por oposición a la jactancia o άλα£όνεια, que es un ‘fingir exagerado’. Esta ironía es una proclamación de ig­norancia: una ignorancia fingida según sus interlocutores (cf. X. Mem. 1.2.36: «sueles preguntar sabiendo cómo son las más cosas», le dice a Sócrates Calides), verdadera según él. Es su «sólo sé que no sé nada» que le impulsa a su búsqueda; su σκοπεΐσθαι, su έζετά- ζειν.

Esta ironía socrática es, en definitiva, un derivado de la «iro­nía» popular. El eíroD es un palabrero, un embrollón, uno que rehuye la palabra simple y directa que dice amar Sócrates (Ap. 17 b, 18 a, etc.), cubre los hechos con palabras, pone pretextos, tergiversa, aplaza, engaña. A veces es sinónimo con el a/azán, el jactandoso (al que lo opone Aristóteles). No se excluye el disi­mulo de lo que se sabe bien, así en Ar., Av. 1211 (que hay quien ha creído, innecesariamente, que está influido por el uso socrático).

Sócrates niega hablar «irónicamente», pero sus contemporá­neos veían en su preguntar en vez de afirmar, dudar cuándo en el fondo tiene preparada una respuesta, una «ironía». Empleaban el término en un sentido más amplio: en Ap. 38 a Sócrates dice que «si digo que esto ( d renunciar a filosofar con los jóvenes) es desobedecer al dios, no vais a creerme, pensaréis que pongo pretex­tos»: ésta es aquí la traducdón del verbo βίρωνβίκσθαι. Sin el em­pleo del término es ironía en nuestro sentido, por ejemplo, el «boni­ta vida sería la mía» (si aceptara desterrarse) de PI. Ap. 37 d o el «rá­pidamente aprenderías» de Ar. Nu. 647.

Como se ve, Sócrates niega la «ironía», el jugar con las pala­bras, en cualquier sentido que sea. Pero la verdad es que la iro­nía que le es propia, ese preguntar muchas veces capcioso que lleva al inocente interlocutor a donde el filósofo quiere, no es si-

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no un subgénero «filosófico» de la ironia popular, que tampoco le es ajena. Y que todo el procedimiento de eludir con las pala­bras decir el fondo del propio pensamiento y escurrirse de varias maneras, es propiamente popular. Si bajamos a otro nivel, son los trucos, verbales y de conducta, del héroe cómico. Y si com­paramos con los sofistas o con Heráclito o Parménides o los de­más, veremos que es un medio de expresión filosófica muy dife­rente del acostumbrado.

Es del nivel popular, en esto y en tantas cosas, de donde arranca la filosofía de Sócrates.

e) Paradojas.

El uso paradójico del lenguaje indica, ciertamente, una inver­sión del pensamiento tradicional. Implica también la continua­ción de la vieja tradición de la máxima, que era con el ejemplo mítico el recurso didáctico de Homero, Hesíodo, la lírica más elevada. Pero indica, en realidad, su inversión. El lenguaje popu­lar es adepto a estas expresiones vivas que causan sorpresa y schock y traen así una carga excepcional de información.

Esta inversión de la verdad que todos reconocen, de lo espe­rado (eso es lo que significa paradoja), es característica del len­guaje popular y crítico. Por citar a Arquíloco, es lo que hace en mil ocasiones. Por ejemplo cuando dice aquello de «En la lanza tengo el pan de cebada...» (2), «¿Qué me importa aquel escudo? Váyase enhoramala: ya me compraré otro que no sea peor» (12), «buena mujer que hace los honores a los huéspedes» (17, de una prostituta), «Muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo una sola decisiva» (37), «llena de pensamiento traicioneros, en una mano llevaba agua y en la otra fuego» (70, en vez de pan y sal), «Cuan­do la miseria de todos los griegos se concentró en Tasos» (161, se esperaba «en Magnesia»), «Siete muertos habían caído, que ha­bíamos alcanzado a la carrera, ¡y somos mil los matadores!»

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(167). El procedimiento, claro está, no es exclusivo de los yam- bógrafos: recuérdese el γνώθι σε αυτόν del templo de Delfos, que fue un modelo para Sócrates.

Este es el fondo de las conocidas paradojas socráticas19, las nuevas máximas que sustituyen a las de sus predecesores. Son bien conocidas, no necesitan documentación: «sólo sé que no sé nada», «nadie obra el mal a sabiendas», «una vida sin examen no es vivible para el hombre», «mejor sufrir la injusticia que ha­cerla», el «cuidado del alma» o «cuidado de sí mismo».

f) La atenuación.

Decíamos que la lengua de Sócrates es coloquial, pero exenta de vulgarismos. Es un ático standard, que se vale de lengua co­mún entre los distintos estratos sociales. Y es una lengua refina­da. Conoce la cortesía ática y esto la lleva a la atenuación: a ese ponerse en la sombra voluntariamente, rebajar la propia impor­tancia del que habla. Esta tendencia del ático culto recibe un im­pulso por obra de la modestia socrática: de su presentación como la de alguien que no expone doctrinas ya hechas, sino que investiga con ayuda del interlocutor.

El estudio de este y otros aspectos de la lengua de Sócrates re­queriría un amplio estudio: aquí sólo vamos a apuntar algunas cosas. Advirtiendo que estos aspectos en cierta medida son pre­vios a Sócrates (por tanto, comunes con sus interlocutores) y son mantenidos, luego, por la literatura socrática posterior. Aquí só­lo vamos a indicar algunos datos a partir de los más antiguos es­critos socráticos de Platón y de los de Jenofonte, añadiendo lue­go algunas cosas de la Nubes, para que se vea que son rasgos an­tiguos en Sócrates y que cualquiera que intentara hacer de él un retrato literario, había por fuerza de insistir en estos rasgos.

La oración aseverativa que expresa una doctrina es rara; tam­bién la que la presenta como conclusión, con un άρα o un οΰκοΟν

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generalmente. Pues bien, cuando la hay es frecuente que vaya acompañada de un ’ίσως. Es el tipo frecuentísimo que puede ejem­plificarse con X. Ap. 7 ίσως Sé t o i ... ό θεός ... προξενεί μοι. Otras veces estas restricciones adverbiales son diferentes, por ej. τώ ye σω λόγω (Pl. Ap. 28 b).

También es frecuente que en las aseverativas el indicativo se sustituya por el optativo potencial: es una afirmación menos ta­jante, más cortés. Es el tipo tan frecuente φαίην dv (por ej., Pl. Ap. 30 b, también φαίη δ’ âv Cri. 48 a), δεινά dv οδν εΐην εΐρ- γασμένος (Ap. 28 d). Con la mayor frecuencia se combina con el anterior: Pl. Ap. 28 b ίσως dv οδν εΐποι τις, 38 b ’ίσως dv δυ- ναίμην, 28 b φαύλοι γάρ dv τω γε σώ λόγω εΐεν.

Otras veces, todavía, la restricción se presenta mediante ver­bos de opinión o apariencia, introducidos bien parentéticamen- te, bien rigiendo la aseverativa. Son los tipos μοι δοκώ, φαίνε­ται, δοκοΟσι, £οικε y otros emparentados. Se combinan con los anteriores, recuérdese φαίην dv.

Pero estos recursos son insuficientes. Es frecuentísimo que la oración aseverativa sea substituida por una interrogativa. A ve­ces este recurso crea una expresividad especial, véase más abajo; otras neutraliza, evita la afirmación directa y tajante. Los ejem­plos son infinitos: véase, entre mil pasajes, el comienzo de la Apología de Jenofonte, donde a partir de 3 encontramos largas series de interrogaciones de Sócrates que equivalen a afirmacio­nes: del tipo de 3 «¿No te parezco haber vivido practicando una defensa?». A veces la interrogación se combina con los recursos anteriores.

Otras veces, ciertas manifestaciones de voluntad se atenúan haciéndolas depender de un verbo de voluntad, una especie de petición de permiso al interlocutor para interrogarle (έπιθυμεΐς, βούλη), o de excusa por parte de Sócrates que le interroga (cf. Ar. Nu. 482 βραχέα σου πυθέσθαι βούλομαι). Se trata de equi­valentes de afirmaciones como «voy a interrogarte».

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También es atenuado el sistema impresivo de la lengua, que normalmente usa el imperativo. No es que éste falte, pero con frecuencia se usan sistemas substitutivos. Lo que hacen funda­mentalmente, es usar el impersonal o un cambio de personas.

El impersonal es frecuente: con χρή, Set, άνάγκη y también con las formas en -t é ον. Se dice χρή o liv έπισκοπεΐσθαι τοϋτο ο bien έπισκεπτέον. En realidad, se trata de una investigación en co­mún de Sócrates y su interlocutor, lo que se refleja en expresiones del tipo πει,ρώμεθα, πυθώμεθα, etc. También éstas, en realidad, comportan una ocultación cortés, como la de Aquiles cuando dice (Π 22.393) έπέφνομεν "Εκτορα διον: en realidad, quien investiga es Sócrates. Pero se evita al propio tiempo el imperativo que todo lo pone aparentemente en manos del interlocutor (είπε, ώδε σκόπει, κρίνου, φράσον).

Se crea una confortable ambigüedad, como hace con frecuen­cia la lengua coloquial; el recurso es adoptado por la modestia socrática, no deja de tener un cierto parentesco con la ironía. Pa­ralelamente, las objeciones que podrían surgir se atribuyen a un impersonal «alguien», «uno»: tipo muy frecuente de Pl. Ap. 28b, citado arriba: ίσως άν ουν ε’ίποι τις, que combina otros dos recursos atenuativos.

g) Uso de recursos impresivos y afectivos.

La lengua impresiva y afectiva introduce una variación res­pecto a la puramente objetiva, representativa. Esto es bien carac­terístico del lenguaje popular.

El tema nos llevaría muy lejos, vamos a señalar solamente al­gunos casos. Hemos aludido ya a la frecuencia de los imperati­vos y subjuntivos deliberativos en la parénesis. Hemos dicho también que la sustitución de las oraciones aseverativas por las interrogativas (y por las exclamativas) puede derivar de un deseo

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de evitar afirmaciones demasiado tajantes, también de una bús­queda de dar relieve, despertar la atención.

Algunos ejemplos. Con las oraciones de tipo impresivo sobre todo es frecuentísimo que Sócrates se dirija a su interlocutor con un vocativo: bien de su nombre propio, bien del tipo ώ βέλτισ­τε, ώ ταν, ώ άριστε, ώ άριστ’ άνδρών, etc. Otras veces el refuer­zo viene de juramentos: πρός Διός, μα At’ , ι/ή τόν κύνα, etc.

Muy frecuente es que las interrogaciones se abran con un im­perativo del tipo είπε (είπέ δή, είπέ μοι), φράσον, σκέψαι, σκό- πει, δρα, etc.; o bien con interjecciones nacidas de los imperati­vos (ίθι δή, φέρε, äye δή). Suelen añadirse partículas del tipo de δή. Las intervenciones de Sócrates en Nubes ejemplifican espe­cialmente bien el procedimiento (cf. w. 344, 392, 378, 479, 635, 670), presente igualmente en los otros escritos socráticos.

Igual de frecuente es que las interrogaciones se abran con otras interrogaciones previas, que sirven para llamar la atención. Es el tipo de Pl. Ap. 24 b όράς, ώ Μέλητε, δτι σιγάς...; καίτοι ούκ αίσχρόν σοι δοκεϊ είναι...;, Cri 50 c Tí οδν àv εΐπωσιν οί νόμοι ;ΤΩ Σώκρατες, ή καί ταϋτα ώμολόγητοήμΐν...;

Este recurso (y el uso del vocativo) se da también ante las ora­ciones impresivas y las aseverativas. Ante las primeras el tipo es el de Ar. Nu. 368 ποιος Ζεύς; Ού μή ληρήσεις. Ante aseverati­vas: Pl. Cri. 50 a τί έροΟμεν, ώ Κρίτων; Πολλά γάρ áv τις έ χοι...είπεΓν, Ar., Nu. 691 Όράς; Γυναίκα τήν ΆμυνΙαν καλεΐς; Αρ. 3 Πώς;'Ότι ούδέν άδικον διαγεγένημαι ποιων.

Es bien claro, en definitiva, que el método de Sócrates arran­ca de una raíz popular, de un diálogo nada intelectual. Se dirige al hombre, a todas sus potencias e instintos. Sólo a partir de aquí se explica su persecución de la inducción y definición (Ar. Met. 1078 a) así como su élenchos (que es parte de lo mismo) y su pa­rénesis (que es su conclusión y, sin duda inconscientemente, su punto de partida).

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h) E l personalismo.

No habrá que insistir, después de esto, en el personalismo, que es parte de lo mismo. El «yo» de Sócrates está resaltado in­sistentemente, de diversas maneras; igual el «tu» de su interlocu­tor, que se convierte en «yo» cuando contesta en estilo directo. Ambos son abrazados por el «nosotros» al que se exhorta a con­tinuar la investigación. El objetante o posible objetante es borro­so, distante: es un «uno», un «alguien», ya lo hemos dicho.

Así, una vez más, un rasgo de la lengua popular, el persona­lismo unido a la indefinición cuando aquél no interesa, es usado por Sócrates para su filosofar. No hay ganancias generales de pensamiento, sólo acuerdos escalonados entre un «yo» y un «tu». Esto es bien característico del discurso corto que cultiva. Aunque se le puedan objetar cuestiones de método, como llevar al interlocutor por caminos que ignora y que Sócrates conoce de antemano. O el convertir a ese interlocutor en una máquina de decir «sí». O que, en definitiva, un acuerdo entre dos no arrastra necesariamente la verdad.

5. E l impacto de la filosofía en la lengua de Sócrates.

Este impacto lo estamos viendo constantemente: Sócrates usa conscientemente la lengua coloquial ática de un nivel cultivado y la modifica levemente prefiriendo ciertos giros y usos que le resultan útiles para la expresión de su filosofar. Veamos a continuación algu­nas modificaciones más directas de la lengua, con esa misma finalidad.

Hay dos puntos, para ir a lo esencial, en que la lengua de Sócra­tes está condicionada muy directamente por su filosofía. Me refiero a la sintaxis y al léxico. Y una más: la falta de estructuras literarias cerradas.

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a) La sintaxis.

Hemos visto ya lo esencial del uso oracional de Sócrates. El élençhosy la definición operan por una serie de preguntas esca­lonadas, separadas por las respuestas a cada una: al final, hay una respuesta en una oración aseverativa. Véase, entre muchos, un bonito ejemplo de esas interrogativas encadenadas gracias a partículas continuativas en Lys. 286 e ss. Aunque las aseverativas puedan sustituirse por interrogativas y haya diversos elementos secundarios, como los imperativos y los vocativos. Y aunque en los diálogos aporéticos no haya, al final, verdadera conclusión. La parénesis opera por una serie de imperativos o de subjuntivos voluntativos que engloban al propio Sócrates, aunque también puede recibir los mismos elementos adicionales.

Es muy difícil que, siendo así las cosas, pueda crearse un texto seguido, un «discurso». Por ejemplo, las dos Apologías, la de Platón y la de Jenofonte, son pseudo-discursos que incorporan diversos diálogos. Al ser éstos narrados, nace en realidad aquí el género de la diatriba, luego cultivado por los cínicos (y por los Padres de la Iglesia).

Ni siquiera es fácil que se creen grandes períodos a base de hi­potaxis. Las más frecuentes entre las subordinadas son las condi­cionales: la pregunta de Sócrates se refiere a determinadas circuns­tancias, la precede entonces un «si...»; también una temporal, un «cuando...» A veces se indica la finalidad de la pregunta, la sigue una final o una consecutiva. Y hay pequeñas expansiones: una rela­tiva, una completiva (esta generalmente como aposición a un ante­cedente). De otra parte, las condicionales y otras subordinadas pue­den multiplicarse y entrar en correlaciones.

Con ayuda de estos elementos puede llegarse, en casos excep­cionales, a una cierta complejidad. Pero el periodo está domina­do por las correlaciones y las aposiciones y presenta las más ve­ces una clara inconcinidad o asimetría.

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Igual puede decirse de los períodos encabezados por una ase- verativa, raros como hemos dicho. Aquí puede jugar ampliamen­te la coordinación de varias, pero pueden introducirse también condicionales y otras oraciones con las finalidades mencionadas. Es raro que de úna subordinada dependan otra u otras; pero puede darse, acudiendo a los mismos recursos de la aposición, la correla­ción y la asimetría.

Incluso si se llega a un período muy extenso, lo que ocurre ra­ras veces, todos estos rasgos están presentes. Vamos a poner un ejemplo tomado de P. Ap. 28 d ss.

Aquí una aseverativa potencial έγώ ouv Seivá dv είην εΐργασ- μένος es determinada por una condicional, en la forma que he­mos apuntado. Pero este «si...» es a su vez determinado por dos temporales coordinadas, después de cada una de las cuales va un verbo principal de la condicional. Ahora bien, estas dos temporales son asimétricas (δτε μέν... y του Sè θεού τάττον τος, un genitivo absoluto), las dos llevan una correlación (ôté μέν... τότε Sé... του δέ θεού τάττοντος... ένταυθα 8è...), tras ellas los dos verbos de la condicional son asimétricos también (¿μενον... λί.ποιμι τήν τάξιν).

Con esto no acaba la cosa: tras el ötc μέν άρχοντες έταττον el sujeto es definido por una oración de relativo, el verbo princi­pal de la condicional «ίμβνον lo es a su vez por una local y una comparativa («permanecí a pie firme donde aquellos me situa­ron, como cualquier otro») y lleva una coordinada (καί έκινδίτ vevov άποθανεϊν). Pues bien, en la otra temporal correlativa las cosas son muy diferentes, el término equivalente a la subordina­da του 8k θεου τάττοντος lleva una modal («como yo creí y en­tendí») de la que dependen dos infinitivos en cadena, el primero con dos sujetos coordinados. Y el segundo verbo principal de la condicional lleva un participio que determina al sujeto.

En definitiva: existen ya procedimientos para determinar cla­ramente nombres y verbos e indicar circunstancias, pero todo ello en forma improvisada, paratáctica y asimétrica.

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Todo esto indica cómo procedía el filosofar de Sócrates. La selección de los tipos de oración y de su frecuencia, sobre todo la crítica y la exhortación, introduciendo cuando es preciso cir­cunstancias restrictivas, más elementos impresivos, de insisten­cia, y otros personalistas o afectivos, críticos también. Y siempre se avanza con completa libertad, sin esquemas sintácticos prees­tablecidos.

b) E l léxico.

Es interesante sobre todo el léxico consistente en los nombres que nosotros llamamos abstractos, aunque sobre su interpreta­ción por parte de Sócrates quedan abiertas dudas. Comparando nuestras fuentes socráticas se puede establecer cuáles eran usa­dos más frecuentemente por Sócrates. Puede intentarse, incluso, tratar de ver cuáles fueron creados por él: pero nos exponemos a errores por nuestro fragmentario conocimiento de la literatura anterior. Lo que sí podemos establecer es la frecuencia y las pe­culiaridades del uso. Y lo mismo para una bastante larga serie de verbos y adjetivos.

Un uso como el de φρόνησις en los socráticos, por ejemplo, no se encuentra antes de ellos y debe retrotraerse a Sócrates. En términos generales es bien sabido que los intentos del Sócrates de nuestras fuentes más fidedignas en relación con las virtudes y demás «abstractos» consiste en ver siempre un fundamento de conocimiento.

Piénsese que este objetivo fundamental de la investigación socrá­tica no está sólo asegurado por Platón, también por Jenofonte, cf. Ap. 1.1.16 (entre otros pasajes): «siempre dialogaba sobre las cosas humanas, investigando qué es la piedad, qué lo bello, qué lo feo, qué lo justo, qué lo injusto, que la templanza, qué la locura, qué el valor, qué la cobardía, etc.» En las mismas Nubes hay vocabulario

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socrático: φροντίς, τα θεία πράγματα, γνώμη, διάλεξις, τι σο­φόν, άμαθής, δυσμαθής, etc.

Este vocabulario es fundamental, tanto más cuanto que intere­sa no sólo a la investigación y la definición (más o menos lograda), también a la parénesis. Como dice Guthrie20, para Sócrates una pa­labra debe tener un sentido «verdadero», los demás son falsos; y esas definiciones eran «persuasivas», buscaban modificar la conduc­ta de los hombres.

A propósito de Platón yo estudié hace años este tema e hice ver21 que, en definitiva, al polarizarse en un solo sentido y entrar los dis­tintos términos en sistemas sinonímicos (el de άγαθός, καλός, δί­καιος, por ejemplo) y en oposiciones exclusivas, sin zonas neutras ni polisemia (la de άγαθός / κακός, por ejemplo). Lo que vale para los adjetivos, vale igualmente para los abstractos.

Pues bien, no hay duda de que los comienzos del uso «especial» de los términos morales remonta a Sócrates. No hay en él una ter­minología filosófica ni conciencia de que «su» léxico defiera del co­mún: cree que obtiene el significado «verdadero». Pero qué duda cabe de que en su filosofar el léxico griego está seleccionándose (si es que no se crean términos nuevos), variando en frecuencia, especiali­zando su sentido.

Y esto no sólo para adjetivos y abstractos «morales», también para ciertos verbos. Es claro que Sócrates introduce en contextos especiales verbos muy propios de él como έπιμέλομαι, θερα­πεύω, έξετά£ω, έλέγχω, φροντίζω, πείθω. Lo cual quiere decir que su significado se altera.

El estudio del vocabulario socrático está pendiente: creo que pue­den aportarse sobre él algunas cosas. Aquí se apuntan solamente al­gunos hechos. Pero es claro que este vocabulario es una y la misma cosa que la filosofía socrática, que es «lengua sobre la lengua» (la len­gua común), es decir metalengua. La investigación de la realidad con­sistía para Sócrates, antes que nada, en la investigación de las pala­bras22; y esa investigación llevaba a modificar su sentido original. De ahí lo peculiar de la lengua de Sócrates.

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Pero no era mi intención hablar aquí sobre las ideas lingüísti­cas de Sócrates, sólo sobre su lengua. Y hacer ver el influjo en és­ta de su filosofía, tras haber visto que, conscientemente, Sócrates puso el fundamento de ésta en la lengua popular de la sociedad cultivada de Atenas.

c) La composidóo ¡iteraría.

Las unidades literarias (la obra y sus elementos estructurales) son unidades lingüísticas, por muy nuevas y personales que sean. Una obra literaria es, en definitiva, un signo lingüístico. No pue­do entrar en el detalle23. Pero sí quiero señalar el hecho de que existe una diferencia esencial entre el filosofar oral de Sócrates y los Diálogos Socráticos escritos por Platón y los demás.

La división de los géneros literarios griegos en abiertos y ce­rrados24 clasifica a los Diálogos Socráticos entre los segundos: son obras dramáticas ciertamente diferentes del teatro pero no disímiles y con estructuras que se organizan en forma previsible. En cambio, el filosofar de Sócrates si se clasificara como género literario sería uno de estructura abierta, imprevisible, al modo de la épica.

Pero ni siquiera puede considerárselo como género literario. Pues está inmerso en la vida, nunca se sabe cuándo termina la una y cuando comienza el otro; o si se interrumpe, duplica, abando­na. Es otro rasgo más de la lengua de Sócrates, tomando este térmi­no de «lengua» en su sentido más amplio. Y es, naturalmente, un rasgo de origen popular. Pero consubstancial con el filosofar del maestro, que no puede comprenderse fuera de este cuadro.

6. Coadusión.

Con más o menos seguridad, más o menos precisión en los lí­mites, se puede llegar a un cierto conocimiento de la lengua de

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Sócrates. Este trabajo es un ensayo que podría continuarse en fonna más exhaustiva. Como he dicho al comienzo, es más fácil para nosotros llegar a la lengua de Sócrates que a su Filosofía. Hasta podríamos hacer un catálogo tentativo de su sintaxis y su léxico, en sí y en sus sentidos y sus frecuencias.

En todo caso, la elección de la lengua popular de tipo cultiva­do de Atenas por parte de Sócrates, y del diálogo dentro de ella, fue una elección consciente. Sólo a partir de esa lengua pudo Só­crates construir o intentar construir su pensamiento. Y ese nue­vo pensamiento selecciona dentro de esa lengua en cuanto a ele­mentos y frecuencias. Pero, a su vez, la lengua es un instrumento privilegiado para acercamos, al filosofar de Sócrates: a sus intere­ses, motivos y propósitos. Y hasta a sus conclusipnes, por indeci­sas que éstas sean o por discordantes 0 meramente confluyentes.

Notas

1,- Andreas Patzer, Bibliographia Socratica. Friburgo-Munich, Alber, 1985.2,- Vida de Sóqrates. Madrid, Revista de Occidente, 1947, p.21ss. Hay una reedición de 1954.3,- Ilustración y Política en la Grecia Clásica. Madrid, Revista de Occiden­te, 1966, p.492ss. (reeditado con el titulo La Democracia Ateniense, Ma­drid, Alianza Universal, última reedición de 1988).4,- Sócrates. An approach. Amsterdam, Gieben, 1985. Cf. p.25ss.

5,- Poética 1447 b 9. Cf. W. K. C. Guthrie, Sócrates, Cambridge University Press, 1971, p. lOss.6,- Renuncio a hacer intervenir en la reconstrucción algunos pequeños res­tos de diálogos socráticos que conservamos: confirman los otros testimo­nios, pero se trata de pasajes muy breves y sin mayor interés desde nuestro punto de vista. Los datos que ofrecen son muy pobres. Me refiero, sobre to­do, a pequeños fragmentos de los diálogos de Esquines el Socrático (en la edición de H. Dittmar, Berlín, Weidmann, 1912, que hay que suplementar ahora con el Corpus deiPapiri F ilosofía Greci e Latini, I, ed. de F. Adorno

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y otros, Florencia, Olschki, 1989, p,120ss); y a algunos diálogos anónimos (uno editado en PKöln 5,1985, p.34ss. y otro en POxy. 3699). De todas maneras, no debe renunciarse a encontrar materiales suplementarios para este estudio.7,- «La filosofía griega como género literario», recogido aquí p.lss. Tam­bién A. Bernabé, «Los filósofos presocráticos como autores literarios», Emérita 47( 1979)387-304.8,- Rudolf Hirzel, Der Dialog, vol. I, Leipzig 1895 (cf. la reimpresión de Hildesheim, Olms, 1963, p.2ss.)

9,- Cf. Trabajos míos como «The Life of Aesop and the Origins of Greek Novel», QU, N. S., 1,1979, pp.93-112.10,- Olof Gigon, Sokrates, sein Bild in Dichtung und Gechichte. Bema 1947.11,- E. Barker, Political Thought o f Plato and Aristotle. Nueva York y Londres 1959, p.46.12,- Ob. cit., p.121.

13,- «Littérature el société à la fin de la Guerre du Péloponnèse», Index 17(1989)5-10.

14,- Ob. cit., p.73ss.15,- «Sociolengüística y griego antiguo», R SE L 11(1981)311-329.16,- Historia delà Fábula Greco-Latina, vol. I. Madrid, Universidad Com­plutense, 1979, pp.261ss. y 391ss.17,- Remito a los pasajes citados de mi libro sobre la fábula, asi como al ar­ticulo «Hechos generales y hechos griegos en el origen de la sátira y la críti­ca», en Homenaje a Julio Caro Baroja. Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1978, pp.43-63.

18,- Cf. sobre todo W. Büchner, «Ueber den Begriff der eironeia», Hermes 76(1941)322-358; G. Dore, «L’ironia greca», A tti Lincei, serie Ottava, 20(1965)19-38; L. Bergson, «Eiron und Eironeia», Hermes 99(1971)409- 422; O. Markantonatos, «On the origin and Meanings of the word ΕΙΡΩ­ΝΕΙΑ», ÄF/C103(1975)16-21; F. Amory, «Eiron and Eironeia», Classica et Mediaevalia 33(1981-1982)49-81; A. Escobar, «ΕΙρώναα. Nuevos apuntes para una perspectiva diacrónica», Actas del VII Congreso Español de E stu­dios C lásicosll, Madrid 1989, pp. 161-167.19,- Cf. Sobre ellas M. J. O’Brien, The Socratic Paradoxes and the Greek M ind. Chapel Hill, The University of North Carolina, 1967.

20,- Ob. cit. pp. 11 lss., 117ss.

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21,- «Lengua, Ortología y Lógica en los sofistas y Platón», recogido aquí, p. 113ss. También en Estudios de Semántica y Sintaxis, Barcelona.22,- No es de creer que la problemática que hay aqui implícitamente fuera descu­bierta por Sócrates, pese a los precedentes en los presocráticos. Como se sabe, es Platón, en él Crátilo sobre todo, quien la pone al descubierto. Cf. sobre esto, entre muchísimas cosas más, mi trabajo <&obre nombre y cosa en Platón», recogido aqui p.399ss.23,- Cf. por ej. mis trabajos «La nueva Lingüística y la comprensión de la obra literaria», Cuadernos Hispano-Americanos, oct.-dic. 1969, pp.55-79 y «Las unidades literarias como lenguaje artístico», RSEL 4(1974)129-153 (ambos recogidos en Estudios de Semántica y Sintaxis, cit., p.69ss.)

24,- Cf. mi «Los géneros literarios en la Literatura griega», Revista 1616, (1978)159-172.

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13. LA INTERPRETACIÓN DE PLATÓN EN EL SIGLO XX

La contemplación del inmenso volumen de la bibliografía platónica en nuestro siglo produce al que se acerca a ella una es­pecie de vértigo y hace dudar de la empresa de determinar las lí­neas generales en que se mueve el estudio de Platón y señalar cuáles son más características de nuestro tiempo y cuáles, en opi­nión del disertante, ofrecen mayores perspectivas para el futuro; empresa ésta que es, en sustancia, la que pienso acometer en el presente estudio. A falta de una bibliografía sistemática de Pla­tón desde el año 1900, señalemos que el volumen de Lustrum1 dedicado a la bibliografía platónica de 1950 a 1957, que com­prende los trabajos en cuestión con pequeños resúmenes e indi­caciones, abarca 308 páginas, siendo así que queda pendiente para otro volumen de la Revista la bibliografía de la mitad, aproximadamente, del contenido de la filosofía platónica. Súme­se mentalmente la bibliografía correspondiente a los años 1900- 1950, tal como puede extraerse de L ’année philogigue o de trata­mientos especializados: los de Ritter en los Bursians Jahresberi­chte 2 y otros posteriores de Strycker, Schuhl, Capizzi y Rosen- meyer3. El resultado es que resulta imposible a una sola persona dominar con perfección toda esta inmensa producción, y aun te­ner contacto físico con ella.

Pero no es ésta, ni con mucho, la mayor dificultad para un trabajo como el mío, que no se propone dar una bibliografía ex­haustiva sobre todas y cada una de las cuestiones controvertidas, sino que sólo intenta, como queda indicado, orientar sobre la marcha de estos estudios y sobre las vías más fructíferas dentro

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de ellos. Al fin y al cabo son tantas las coincidencias en puntos de vista iguales o semejantes; tanto lo que se refiere a cuestiones secundarias respecto al núcleo central de la filosofía platónica, que, con un poco de práctica, no resulta difícil clasificar los dis­tintos libros y artículos en grupos correspondientes a las diversas interpretaciones. Como una ley general, podría formularse la si­guiente: rara es la idea que ha sido sostenida una vez y no vuelve a resurgir nuevamente de sus cenizas, sea por perduración, sea por reencuentro casual. Así, podremos ir señalando nuevas co­rrientes en la investigación platónica, pero esto no querrá decir nunca, entiéndase bien desde el principio, que los puntos de vista anteriores no continúen teniendo representantes. Y repre­sentantes con juicio propio y directo sobre los problemas y los textos, pues no quiero aludir con esto a tantos tratados de Histo­ria de la Filosofía antigua que se acogen a la cómoda paz de re­petir un esquema de la Filosofía platónica que ha dejado de ser válido desde hace más de 40 años.

Hay, pues, evidentemente, verdaderas nuevas provincias en la interpretación del platonismo; pero hay, al lado de ellas, la per­duración de puntos de vista diferentes. Esas nuevas provincias pueden, de otra parte, encontrar precedentes en la investigación anterior. Hay, pues, determinados desplazamientos, pero éstos no son absolutos. De otra parte, existen cuestiones muy contro­vertidas, al juzgar sobre las cuales difícilmente se puede evitar el reproche de personalismo y subjetivismo. Parece, pues, honrado, exponer este estado de cosas antes de embarcamos en lo que pre­tende ser un juicio orientador sobre la investigación del platonis­mo. A cada punto concreto pueden presentarse contradicciones, y a nosotros mismos nos sería fácil recogerlas. En algún caso, lo haremos incluso. Pero para que la cosa no quede envuelta en unas borrosas generalidades, vamos a poner de antemano algu­nos ejemplos. La cuestión es de importancia suficiente para justi­ficarlo.

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El siglo XIX y los comienzos del XX nos han entregado el Corpus Platonicum con las cuestiones de autenticidad resueltas en sentido positivo, salvo en el caso de la Epinomis y algún pe­queño diálogo que ya separó Bumet en su edición; además, con un orden de composición de los diálogos que, en líneas genera­les, es comúnmente aceptado y que se deduce del estudio estadís­tico del empleo de ciertas partículas y fórmulas. Pues bien, en fe­cha reciente (1949) se ha negado por G. Müller4 la autenticidad de la Carta VII, que para tantos es central para el conocimiento de la formación del pensamiento de Platón; este mismo autor ha pretendido en 1952 negar a Platón las Leyes5; por no hablar de Zürchen, para quien, en un libro de 19546, el Corpus Platonicum entero sería obra de Polemón, utilizando apuntes de la Acade- mis. En cuanto a la cronología, si las líneas generales están sen­tadas, el detalle es movedizo, lo que a veces tiene importantes re­percusiones de interpretación. En algún caso, la innovaciones propuestas son revolucionarias: así en el de Böhme, quien, en un libro de 19597, coloca el Gorgias, creo que sin razón, a la cabeza de la obra platónica, con lo que queda prácticamente eliminado todo el período «socrático» de la misma; eliminación que, dicho sea de paso, realizan también otros por caminos diferentes8, mientras que en cambio Bumet9 y Taylor10, como es bien sabido, han pretendido encontrar doctrina puramente socrática en los diálogos de Platón en que interviene el personaje Sócrates. Y es­tos no son más que unos pocos ejemplos.

Se comprenderá fácilmente que en cuestiones de interpreta­ción de la doctrina platónica, las divergencias son mucho mayo­res. Hoy día, por ejemplo, se ha llegado a establecer una estrecha conexión entre la vida de Platón y el desarrollo de su filosofía; se ha volcado el interés sobre la Política de Platón, considerada an­tes como mera utopía intranscendente para el sistema de su filo­sofía, y se han iluminado también los aspectos religiosos del pen­samiento platónico. Pues bien, hay quien continúa negando la importancia de esta biografía, o quien considera el pensamiento

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de Platón como un bloque homogéneo sistemático, o quien pres­cinde de la Política y los elementos irracionales del conocimien­to. De todo esto veremos ejemplos. Por supuesto, existen tam­bién las exageraciones que reducen la filosofía de Platón a bio­grafía o el platonismo a misticismo. Y existe la posición de bus­car rupturas constantes en el pensamiento platónico y negar lo que hay en él de unidad y desarrollo Orgánico, que es la mayor parte pese a todo. Hemos de ver ejemplos en seguida.

Por de pronto vamos a limitamos a aludir por lo menos a al­gunos problemas del platonismo que, si se refieren a un punto concreto, no dejan de tener trascendencia suma para la interpre­tación general. Nos referimos con esto a la teoría de las ideas. El conceptualismo de Natorp, que infundía en Platón sus propias concepciones kantianas, parecía haberse extinguido, siendo Rit­ter su último representante. Pero he aquí que Peris lo resucita en un libro de 1945". Frente a esta teoría, la antigua idea cristiana de las ideas como «pensamientos de Dios» encuentra defensores, por ejemplo, J. Moreau.12 Al lado están las teorías tradicionales, que prestan a las ideas vigencia objetiva; múltiples diferencias de detalle hay entre ellas, según lo que se piense del χωρισμός aris­totélico. Pero, sobre todo, son grandes las divergencias al estu­diar la suerte que corre la teoría de las ideas en los diálogos de la última época: ¿Es abandonada y sustituida por una concepción de lo Inteligible como una abstracción, según cree Kucharski?13 ¿O se trata sólo de una modificación, en el sentido de una mayor aproximación del mundo ideal al sensible, como piensan mu­chos? No faltan tampoco quiénes, como Ross14, creen que hay una evolución de la teoría de las ideas en el sentido de acentuar la trascendencia, ni quiénes, como Chemiss, ven en los últimos diálogos un método heurístico basado en una metafísica inalte­rada. Añádanse las teorías contradictorias sobre las ideas-núme­ros15 de que habla Aristóteles16, las dudas sobre la relación entre las ideas supremas de los diversos diálogos entre sí y con Dios17, y se tendrá una pequeña noción del estado de confusión que rei­

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na en nuestras exposiciones de la Ontologia platónica. Cosas análogas podrían decirse acerca de la Psicología, de la Teoría del Conocimiento, etc. Más adelante hablaremos de esta última en otro contexto. Y también de la Política, donde la polémica entre los que aislan la República del Político y las Leyes, y los que ven en esto diálogos una doctrina fundamentalmente unitaria, es más fuerte que nunca.

Estas discrepancias afectan también a la interpretación de di­versos diálogos. Por ejemplo, el Fedro, cuya cronología es muy discutida. Va un abismo entre ver en este diálogo «verlorene Stunden des Spiels», ‘horas perdidas de juego’, como quería Wi­lamowitz18 o, por el contrario, pensar que en él descubre Platón las verdaderas potencias de su mundo, para decirlo con la for­mulación de Singer19. Y no hablemos de las contradictorias in­terpretaciones del Parménides, que para unos indica una ruptura de Platón con su propia filosofía para iniciar una nueva Ontolo­gia y una nueva Dialéctica20, o bien «una solución del misterio del Uno por la intuición del Intelecto»21; para otros es una con­fesión del fracaso platónico22 o, al menos, el planteamiento de cuestiones que nunca llegó a resolver.

Pero es el momento de dejar de fatigar la atención de mis oyentes con estas indicaciones —sumarias, por lo demás— sobre la caótica maraña de la exégesis platónica, para intentar servirles de guía en alguna medida en este laberinto. Conviene, antes de hacerlo, descargar un poco de culpa a la investigación moderna sobre el tema, pues no querría en modo alguno que se entendiese que mi opinión sobre ella es pesimista. No es este el caso, ni mu­cho menos. Es cierto que hay mucho trabajo inútil, parcial y aun disparatado, que habría que haber esperado que no viera la luz después de otros tratamientos, muy superiores, de los temas res­pectivos. También lo es que quedan muchas cuestiones contro­vertibles, en las que es comprensible que se adopten posiciones divergentes. Pero no es menos verdad que el avance en métodos y en resultados ha sido inmenso y que el Platón de las Historias

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de la Filosofía del siglo pasado —repetido a veces, y esto es lo malo, en las de éste— nos resulta una sombra del que después hemos ido descubriendo. Y también hay que tener en cuenta el hecho de la dificultad de captar el pensamiento platónico, tan vario y cambiante dentro de su unidad fundamental, que ya en la Antigüedad fue interpretado en sentidos tan antagónicos co­mo el sistema escéptico de los académicos, el lógico y epistemo­lógico de Aristóteles y el místico de los neoplatónicos. No exage­ra un platonista moderno, René Schaerer23, cuando afirma que Platón es el más exasperante de los grandes escritores de la Anti­güedad. Ello se debe a la forma misma en que expone su filoso­fía, a saber, en investigaciones parciales desde diversos puntos de vista y cuya marcha y drama interesa a veces tanto o más que el resultado. Precisamente una de las grandes conquistas de la in­vestigación platónica reciente es el cada vez mayor cuidado en considerar las circunstancias en que brota cada afirmación, en no interrogar a los textos llevando nuestro esquemas mentales, en no buscar en Platón respuestas a problemas que no ha preten­dido plantear o resolver, en no considerar nunca un diálogo co­mo un tratado doctrinal, en relación estrecha con otros, sobre un punto determinado. Ello no ocurre, sin embargo —y ello es na­tural—, sin recaídas en los antiguos métodos y tentaciones; la virtud de no buscar en un texto más de lo que realmente puede damos independientemente de nuestras preocupaciones, es terri­blemente difícil para un filólogo. Y sin embargo, es el propio Platón el que en la Carta VIIU se burla del intento de Dionisio de Siracusa de escribir un sistema de su filosofía, diciendo que ni él mismo puede escribir su obra como μάθημα, doctrina.

Todo esto justifica el que los avances de la exégesis platónica no tengan lugar sin retrocesos y vacilaciones. Más que un siste­ma, hemos de buscar en Platón una serie de ataques a diversos problemas, desde puntos de vista también diversos, aunque den­tro de una línea general de pensamiento. Las peripecias de la biografía de Platón, la misma lógica interna de las ideas, las exi-

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gencias crecientes del pensamiento del filósofo, sugieren los te­mas y su tratamiento. Esta filosofía se nos presenta in Herí, y con frecuencia ofrece, tanto o más que soluciones, indicaciones sobre los problemas a resolver y sobre el camino que debe llevarse en la investigación. Con frecuencia, da simples ejemplos del trabajo en la Academia. En suma, la herencia socrática en cuanto a la manera de hacer la filosofía es todavía muy fuerte, y los proble­mas de interpretación del socratismo son en buena medida seme­jantes a los del platonismo. Aristóteles y los filósofos helenísticos se nos aparecen ya como profesores que explican una doctrina definida y procuran dar a cada pregunta una respuesta; una res­puesta dentro de un conjunto coherente. En Sócrates y Platón, por el contrario, hay más bien la aplicación de una línea general de pensamiento y de un método de investigación al rico desplie- ge de la realidad. Por esto precisamente dejarán abiertas tantas posibilidades.

Tras esta visión panorámica sobre la bibliografía platónica y lo que ésta debe pretender —y pretende en los casos mejores—, creemos que el mejor medio para ganar rápidamente una base para juzgar cuáles pueden haber sido los progresos dentro de nuestro siglo —que es nuestro tema—, es presentar con breve­dad en qué consiste la imagen de Platón que nos ha legado el si­glo XIX. A estos efectos puede decirse que el siglo XIX termina aproximadamente con la primera guerra europea; la gran época de la filología alemana a comienzos de siglo es prácticamente una continuación suya.

Tomemos como ejemplo la Philosophie der Griechen, de Eduardo Zeller, que en numerosas ediciones revisadas ha domi­nado el panorama de la Historia de la Filosofía Griega durante mucho tiempo a partir de 1844; su doctrina es todavía seguida en lo esencial por muchos Manuales. Aquí nos encontramos con una concepción absolutamente ahistórica: la doctrina de Platón se nos presenta como un sistema. Bien es cierto que Zeller no cree ya en la «planmässiger Anordnung» de Schleiermacher y

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que acepta la existencia de un grupo de diálogos socráticos, que llega hasta el Gorgjas\ pero cree que la Filosofía de Platón lleva dentro de sí una división «der Sache nach», en el contenido, ya que no en la forma. Se trata de la división en Dialéctica, Física y Etica. Es curioso ver cómo se acepta el sistematismo de los aca­démicos continuadores de Platón y de las demás filosofías hele­nísticas, buscando en él una enciclopedia de respuestas a los pro­blemas presentados por las diferentes parcelas de la realidad. La dialéctica o, más bien, la teoría de las ideas, está en el centro de este sistema. La antropología se expone en conexión con la me­tafísica. Dentro de ella, se nos dice que el Estado no interesaba a Platón, que sólo se ocupaba de él como medio para implantar la virtud en el mundo. Por supuesto, falta toda alusión a los facto­res místicos del conocimiento, como es de regla a partir de Schleiermacher.

Cosas parecidas ocurren en la Historia, de la Filosofía A nti­gua de Windelband, cuya primera edición es de 1888 y que tam­bién ha tenido muchas reediciones y refundiciones y ha ejercido gran influencia25. Sigue en cierta medida la doctrina evolucionis­ta de Hermann, que distinguía en los diálogos un grupo socráti­co, otro dialéctico y otro constructivo: Windelband llama al se­gundo propedéutico, lo que hace ver bien claramente dónde está para él el verdadero sistema de la filosofía platónica. Este se en­cuentra por supuesto en la teoría de las ideas. Es curioso obser­var que Windelband la refiere a la teoría del conocimiento en ge­neral, sin hacer insistencia en el conocimiento moral, que es en el que fue creada. A la Política apenas se la presta atención; cree que a los gobernantes se les enseña la teoría de las ideas —y no, mejor, la dialéctica para llegar al conocimiento del Bien— y no encuentra ningún lazo profundo entre la República y las convic­ciones de Platón sobre la reforma del Estado26. En suma, de la Etica socrática nace la teoría de las ideas y de ésta la Etica, Psi­cología, Retórica y Política platónicas.

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Finalmente, todavía tenemos un panorama semejante en el monumental Platón, de C. Ritter. Aunque el volumen II, por di­versas circunstancias, no apareció hasta el 1923, es fiel continua­ción del I, aparecido en 1910; en conjunto constituyen, por su es­píritu, la culminación del platonismo del siglo pasado. Ritter fue precisamente el más ilustre representante de los investigadores que, por el llamado método estilométrico, fijaron con una preci­sión razonable la cronología de los diálogos; estos trabajos, que comenzaron en 1867 con la edición del Solista y Político de Campbell, no pudieron ser usados por Zeller (que luego los re­chazó expresamente). Pues bien, pese a ello, Ritter lo que hizo fue poco más o menos lo que sus predecesores. Separó los prime­ros diálogos, sobre los que afirma cosas que hoy nos parecen tan descaminadas como que lo esencial del Fedón es su parte onto- lógica27, o que el Gorgias parte del «Grundbegriff» (por no decir idea) del Bien28. Como se ve, lo esencial continúa siendo la On­tologia y el elemento biográfico y el personal desaparecen; tam­poco se menciona el político. En su segundo tomo, Ritter expo­ne el sistema de la filosofía platónica según el resto de sus escri­tos. La Ontologia figura, como siempre, en primer lugar. Fuera de ella, se da un catálogo de las opiniones de Platón sobre todo lo humano y divino; catálogo ordenado según nuestros concep­tos y rellenado buscando aquí y allá pasajes de Platón de los que se quieren sacar afirmaciones coherentes. La despreocupación por el enlace de esta doctrina con el socratismo o con la vida de Platón, o con las condiciones de la tradición del pensamiento y la política griegas, es total. Parece como si se tratara de especula­ciones a partir de un primer principio, llevadas a cabo en el vacío y no en la Atenas del siglo V y IV a. C., y por una persona con­creta como es Platón.

Este curioso y excepcional ahistoricismo decimonónico en re­lación con la filosofía de Platón —del cual podríamos poner otros ejemplos— se explica, de un lado, por la fuerza de la tradi­ción antigua que buscaba sistemas de filosofía, como los de la

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época helenística; por el paralelo que se estableció entre la episte­mología platónica y las de Leibnitz y Kant, lo que trajo la conse­cuencia de que se colocara en el centro y se quisiera extraer de ella todo el resto de la filosofía platónica; y, también, por los prejuicios sobre la autenticidad de determinadas obras (sobre to­do la Carta VII) y la lentitud con que fue abriéndose paso la idea de que es posible fijar la cronología de los diálogos. Sea ello como fuere, el hecho es que ha quedado prácticamente reservado para nuestro siglo, ya bastante avanzado, la tarea de relacionar la sucesión de los escritos de Platón con la biografía del filósofo.

Efectivamente, si quisiéramos resumir las aportaciones del si­glo XX al conocimiento de Platón, deberíamos referimos funda­mentalmente a tres series de hechos: lo relativo a la evolución de la filosofía de Platón en relación con su biográfia; el descubri­miento del papel de los temas políticos en su filosofía; y el de los elementos místicos de la misma.

1. Biografía y Filosofía.— La unión de la biografía de Platón con una exposición de la doctrina de los diálogos aparece por primera vez en el Platón, de Wilamowitz, cuya primera edición se remonta a 191 δ29. Wilamowitz procede de la más estricta es­cuela filológica, historicista, que logra con él penetrar en un do­minio reservado antes principalmente a los filósofos, que lo tra­taban con espíritu sistemático y ahistórico30. Tras las huellas de Wilamowitz sigue una serie de autores dependientes de las ideas de Stefan George, que buscan en la filosofía de Platón antes que nada al hombre Platón como una totalidad: así Hildebrant31 y Singer32, los cuales añaden a la imagen de Platón los rasgos mís­ticos que le negaba Wilamowitz. Esta consideración de la bio­grafía está luego siempre presente más o menos —con algunas contradicciones, veremos— en la biografía posterior.

La imagen del pensamiento de Platón que ahora se establece es en sustancia la siguiente: Platón tiene, por familia y naturale­za, una vocación eminentemente política, según él mismo mani-

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fiesta en la Carta VII. Los desengaños de la política ateniense, que culminan en la ejecución de Sócrates, le hacen romper con la política activa y retirarse a una vida más justa y humana; el ma­nifiesto de esta retirada es el Gorgias. Pero no es una retirada de­finitiva, sino que en ella está presente el deseo de prepararse para cuando llegue la hora de la acción; y de prepararse no sólo a sí mismo, sino también a la futura clase gobernante, para la cual funda la Academia, cuyo manifiesto fundacional es el Menón y quizá el Fedro. La preparación consiste en el conocimiento del Bien por la dialéctica, lo cual se traducirá automáticamente en su cumplimiento, según el viejo principio socrático; esta teoría está escrita en la República, que queda colocada así en el centro de la filosofía de Platón. El momento de la acción llegó, aunque un poco tarde, con el segundo viaje de Platón a Siracusa, llama­do por Dionisio y Dión, y la find intervención de la Academia en Siracusa. El desastre final de esta expedición —Dión, triunfa­dor, muere asesinado por miembros de la propia Academia—, acaba con las ilusiones de Platón de influir directamente en la política de su tiempo imponiendo su ideal. Esta renuncia está ex­presada en el nuevo ideal de vida propuesto en el Teeteto: el del puro científico dedicado al cultivo de la ciencia. Esto es lo que es el último Platón y la última Academia: en la investigación del Bien se ha creado una dialéctica, que es la que ahora se cultiva en diálogos como el Parménides, Sofista, Teeteto, etc. Pero no sin nostalgia de Platón por su antiguo ideal del filósofo gober­nante, que vuelve a tocar en el Político y las Leyes, tratando de acomodarlo a la realidad33.

Este es, en forma muy sucinta, el esquema de estas nuevas ex­posiciones de la filosofía platónica. En ellas la Ontología y la Teoría del Conocimiento nacen de la Política y Ética —que son uno y lo mismo—. Por primera vez se llega a comprender la Po­lítica platónica. De ahora en adelante serán voces aisladas34 las que, por una extraña incongruencia, continúen negando impor-

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tanda para la evoludón de su filosofía a las experiendas de Pla­tón en Sicilia.

Conviene, sin embargo, no engañarse y creer que con retrazar la reladón entre los diversos diálogos platónicos y las etapas de la vida del maestro queda explicada su filosofía. Sería demasiado fácil. Este Platón de los filólogos deja abiertas todavía demasia­das cuestiones a los filósofos. En una gran medida el desarrollo de las diferentes cuestiones está condidonado no por la biogra­fía, sino por las conclusiones anteriores o por los problemas pen­dientes; es decir, por la problemática interna de las ideas. Esto no es admitir ni mucho menos que Platón haya pretendido ñus­ca hacer una espede de endclopedia filosófica produdda en fas­cículos. Pero es claro que diálogos sin respuestas clara al tema, como los llamados socráticos, el Protágoras; el Paiménides, pre­paran el campo a discusiones ulteriores; que en la última época hay una especie de plan de trabajo, como se manifiesta entre otras cosas, por el grupo del Político, el Sofístay un diálogo pro­metido y no escrito35, el Filósofa, que un mismo tema es reelabo- rado y vuelto a investigar repetidas veces, así el del Protágoras en el Menón, el de la República en el Político y las Leyes, etc. De otra parte, si es derto que algunas preocupadones se hacen más frecuentes en determinadas etapas de la vida de Platón por cir­cunstancias dependientes de la misma, no es menos cierto que también podemos encontrarlas fuera de ese momento; por ejem­plo, el Sofista halla precedentes en el Fedón (reladones entre las ideas) y en el Fedro (método dicotómico). El biografismo lleva­do a la exageración es un grave error; testigo, el desafortunado capítulo de Wilamowitz que describe el Fedro como «un feliz día de verano»36, es decir, como una experiencia biográfica y no una meditación filosófica. Concretamente, muy poco puede aportar la biografía a la exégesis de los diálogos metafísicos de la última época, por lo que en esas exposidones quedan notablemente descuidados.

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Así, en definitiva, poseemos hoy un criterio doble para el es­tudio de la génesis de la obra platónica: el biográfico y el de la dinámica interna de las ideas. Según los temas o los autores pesa mucho más uno u otro; y evitadas las exageraciones de ambos métodos, hay que decir que no son incompatibles, sino comple­mentarios.

2. La Política platónica.— Es, según acabamos de ver, el planteamiento biográfico que tiene lugar a partir de Wilamo­witz, el que coloca la Política en el centro del pensamiento de Platón. Al lado del nombre de Wilamowitz hemos colocado ya los de Singer y Hildebrandt; añadamos todavía el de Jäger, cuya Paideia37 destaca más bien el aspecto educativo es decir, la vo­luntad de reforma de la Sociedad; el de Diés, que dió la fórmula definitiva al decir que la filosofía no fue originariamente para Platón otra cosa que «de l’action entravée», que no renuncia más que para realizarse con más seguridad38; etc.

Sólo a partir de este momento puede comprenderse el naci­miento de la filosofía platónica en Atenas, donde es lo político lo que priva, y como continuación del pensamiento socrático, que se refiere esencialmente a la conducta humana. La filosofía pla­tónica consistió esencialmente en la elevación a plano filosófico, por influjo socrático y pitagórico, de la antigua política aristo­crática. En esta y otras cosas, Platón parte de una tradición grie­ga, que depura y moraliza mediante la aplicación de algunas ideas fundamentales, sobre todo de herencia socrática: la situa­ción es, pues, exactamente la contraria de la que se pensaba cuando se deducía todo el sistema de la filosofía platónica de la teoría de las ideas.

Este punto de vista es incluso útil para poder formar un juicio sobre el resto de la doctrina platónica. Una gran parte de las di­ficultades y problemas que a Platón se le presentaron al desarro­llar la teoría de las ideas, proceden precisamente de que las ideas pertenecen originariamente al mundo moral. Cuando el interés

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de Platón se dirige a toda la realidad, tiene que admitir, aunque sea con repugnancia, como se ve en el Parménides, ideas de to­das las cosas, con lo que el mundo ideal se convierte en un doble inútil de la realidad y, además, Platón se expone al argumento del tercer hombre; de otra parte, en vez de la idea del Bien, en que culmina la especulación ético-política, surgen otras esencias supremas difíciles de identificar con ella; también son graves los problemas concernientes a la relación entre las ideas; se agrava la necesidad de definirse acerca del χωρισμός y la participación; y se siente la insuficiencia de la teoría para explicar el mundo físi­co, con lo que se introducen otras causas eficientes (el Demiur­go, el alma del mundo) cuya relación con las ideas es difícil de establecer. Vemos así que, de golpe, la teoría de las ideas ha perdido su monolítica unidad y se nos aparecen las causas de su desarrollo y vacilaciones. Algo parecido podríamos decir de la Dialéctica, cuyo desarrollo, exigido por los nuevos temas a que se aplica, deja un tanto en la sombra la Ontología en los últimos diálogos. En la in­vestigación ético-política, Platón ha desarrollado su metafísica y su dialéctica, que luego, llevado por un afán ya puramente científico, ha aplicado al estudio de otras parcelas de la realidad, con lo que di­cha metafísica y dicha lógica quedan sometidas a diversas tensiones.

Volviendo sobre la política platónica, para estudiarla convie­ne como siempre, combinar el principio biográfico con otros sis­temáticos o relativos a las circunstancias de cada diálogo. En otro lugar he destacado39 cómo el ideal del filósofo gobernante, por más que tenga raíces socráticas, no se hace plenamente cons­ciente hasta el Gorgias, hacia el año 387, seguramente en cone­xión con el primer viaje de Platón a Italia y Sicilia, que le puso en contacto con la política pitagórica. Este ideal vuelve a mani­festarse en el Fedro, en la República y en otras obras. Cuando falta, ello puede ser evidentemente por no estar en conexión di­recta con el tema del diálogo. Concretamente, el ascetismo ajeno al mundo y el ideal del puro conocimiento que se predica en el Fedón, ha creado problemas a los biógrafos de Platón; véanse,

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por ejemplo, las páginas de Hildebrandt sobre el tema40. No es que haya verdadera contradicción, porque también a los filóso­fos de la República les duele tener que bajar a la caverna para arreglar las cosas de este mundo41; pero es significativo que en el Fedón no se aluda a esta bajada. Evidentemente, la atmósfera en que se desarrolla este diálogo, la misma demostración de la in­mortalidad del alma, se conjugaban bien con el ideal del puro conocimiento y mal con el de la acción. Platón se ha dejado arre­batar aquí por él, como en el Teeteto, por ejemplo, lo cual no es obstáculo para que resurja luego otra vez el ideal del filósofo-go- bemante, que traduce el conocimiento en acción. Hay una dupli­cidad, una íntima contradicción en el hombre Platón, cómo ha visto, por ejemplo, Bannes42. Según puede verse, la exégesis pla­tónica es muy delicada y no se puede proceder por esquemas en linea recta sin exponerse a simplificaciones engañosas.

Precisamente es el ideal del puro conocimiento el que a partir de un momento dado y por razones ya expuestas ha prevalecido en Platón, aunque no sin retrocesos al antiguo ideal. Nada de ex­traño tiene que haya anticipos de él en la primera parte de su vi­da; bien que en el Fedón el conocimiento es aún antes que nada conocimiento moral. Ambos ideales tienen raíces diferentes y han vivido independientemente después de Platón; la gran haza­ña de éste es su síntesis a partir del principio socrático de la uni­dad del conocimiento y la acción, pero ello no ha sucedido sin que estuvieran constantemente en simultánea atracción y repul­sión dentro de la obra de Platón y de su mismo pensamiento.

Como detalle más bien anecdótico sobre el interés que última­mente ha despertado la política platónica, quiero al menos alu­dir a la polémica en tomo a la República, atacada como antide­mocrática por Popper43 en 1945 y luego por otros, y defendida por Wild44 y varios autores más. En realidad, las acusaciones de totalitarismo hechas al estado ideal platónico no calan en la en­traña de su política, como tampoco las críticas a determinadas instituciones de la República o las Leyes.

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3. Conocimiento místico. Los mitos. La religión platónica.— El destacar estos aspectos del pensamiento de Platón, ha sido la tercera aportación fundamental de nuestro siglo al estudio de su filosofía; bien que la resistencia que continúa encontrando en al­gunos sectores es mayor que la que encuentra la consideración biográfica y política arriba descrita.

En Wilamowitz encontramos todavía al λόγος como la única arma de la investigación platónica del Ser; de ahí su radical in­comprensión de diálogos como el Fedro y Banquete y del mito platónico en general. Son los hombres del círculo de Stefan George, a saber, Friedemann, Bannes, Singer y Hildebrandt, a los que ya hemos hecho referencia, quienes por primera vez des­de el siglo XVin sentaron la importancia de los elementos irra­cionales del platonismo, aquellos precisamente que la Antigüe­dad tardía y el Renacimiento habían considerado pomo más ca­racterísticos de Platón. Estos autores, que criticaron el filologis- mo excesivo y preconizaron un método «poético» de interpretar a Platón, buscando en él la totalidad del hombre, en íntima con­tradicción a veces, vieron bien la clara coexistencia en Platón de un elemento racional y otro místico-intuitivo, mientras que el Platón de Wilamowitz es más bien un erudito moderno con vo­cación política. No es negable que esta reacción fue en algunos puntos más allá de lo justo, como cuando Bannes dice que re­nuncia a la fidelidad histórica buscando «Sinnzusammenhän­ge»45 o cuando Singer46 sostiene que la República es un mito al que conduce la dialéctica. Pero, con todo, es sólo justo decir que estos autores, y con ellos Friedländer47 que tiene muchos puntos de contacto, han abierto nuevas vías al conocimiento de Platón.

La filosofía platónica tiene una carga religiosa original que se reconoce, por ejemplo, en la teoría del alma del Fedón; el alma se nos presenta como emparentado con lo divino y el mundo ideal, de donde su aprehensión de las ideas. De origen religioso es igualmente la doctrina de la anámnesis. Se trata de una base óríica o pitagórica que ha recibido un esquema mental socrático.

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En el mismo Fedón, como en otros diálogos, llega un momento en que Platón no puede ya expresarse conceptualmente y lo hace por medio de un mito. Pues bien, en ese mito el conocimiento del mundo ideal por el alma es concebido como una contemplación. Es decir, el conocimiento no es pura inducción racional, aunque se llegue a él mediante el ejercicio previo de la razón, que es des­crito como purificación.

Friedländer y Stenzel48 han estudiado detenidamente en di­versos diálogos la final revelación del Ser por vía de iluminación, después de una investigación racional hecha en amor. los princi­pales pasajes son los muy conocidos de la Carta V II16 y de la República*°; también otros del Fedro y el Banquete en que re­suena el lenguaje de los misterios. Ellos mismos han señalado que la revelación del Ser es la culminación de la dialéctica y que, de otra parte, no se llegó jamás a una unio mystica, sino que el límite entre el alma y el objeto supremo del conocimiento queda perfectamente trazado. Es decir, el misticismo platónico no es exactamente compa­rable al neoplatónico ni al cristiano o musulmán. Hay, pues, una fi­sura dentro del sistema platónico, como hay otra desde el momento en que la suprema Esencia y Dios sólo en parte son equiparables, según veremos.

Este grupo de autores no ha quedado aislado, sino que inclu­so se ha llegado más lejos y nos encontramos con visiones de la filosofía de Platón que la aclaran con rasgos más bien neoplató- nicos, dejando en la penumbra otros aspectos. Me refiero sobre todo a los libros de Robin51, Festugiére52 y Moreau53, que proce­den de los años treinta y son ligeramente posteriores a los ante­riores. Algunas veces, conviene decirlo, los rasgos místicos del platonismo han sido exagerados. La concepción de que el Uno y el Bien son Dios y son aprehendidos por el conocimiento místi­co, creemos que tiene mucho de cierto y representa al menos un aspecto del pensamiento platónico. Pero el engarce entre él y el puramente racional no está llevado a la perfección; como ha he­cho notar Brehier criticando al P. Festugiére54, entre el punto de

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llegada de la ascensión dialéctica —el Uno y el Bien— y el de partida de la dialéctica descendente existe un hiato, pues que se parte siempre de una multiplicidad de elementos, los cinco géne­ros del Sofista, las cuatro especies del Filebo, los esquemas geo­métricos o aritmétricos del Timeo. En suma, hay un difícil en- samblamiento de las estructuras lógica y mística del platonis­mo55; también aquí éste constituye una síntesis de elementos pre­viamente separados y separados también después de la muerte del maestro. De otra parte, la teoría neoplatónica de las ideas se adapta mal a las ideas platónicas.

Después de estos trabajos, y aún procurando dejar de lado lo que en algún caso tienen de unilateral o exagerado, se compren­derá que hoy ya no escandalicen afirmaciones como la Schae­rer56 de que la esencia del platonismo es supradiscursiva. Tam­bién, que el papel del mito como sustitutivo del diálogo y con un valor diferente haya sido comprendido; en realidad, ya en la épi­ca el mito y la comparación constituyen, entre otras cosas, pro­cedimientos descriptivos57. Sobre el mito platónico —y con él las metáforas, etc.—, como medio de expresión allí donde la razón no puede dar una demostración rigurosa, sin dejar por ello de aspirar a la verdad en su núcleo central, hay una abundante bibliografía58. Y se llega también a una mejor comprensión de la religión platóni­ca. Partiendo de un intento por moralizar y purificar la religión popular griega —esto es en sustancia la religión de la ciudad, en las Leyes59—, Platón llegó casi a identificar la idea de Dios con la suprema Esencia, constituyéndolo en modelo de la acción hu­mana60. Pero hoy se admite que en este Dios modelo confluye, junto con la especulación sobre el Bien, la experiencia religiosa61.

Con esto damos por concluida nuestra visión panorámica so­bre los aspectos fundamentales en los que hay una renovación de los estudios platónicos en el siglo XX: se trata de la considera­ción histórico-biográfica y de la importancia central que se atri­buye a los elementos religiosos y políticos del platonismo. Resul-

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ta interesante observar que casi todos los libros fundamentales proceden de la época entre las dos guerras, es decir, de 1918 a 1939, en que los estudios platónicos alcanzaron un auge extraor­dinario. Después hay estudios de detalle en estas mismas direc­ciones, repeticiones y —no hay inconveniente en decirlo— retro­cesos inadmisibles, a veces. Parece como si el cuadro de las res­puestas posibles estuviera ya trazado y la elección entre ellas continuara siendo difícil y arriesgada. Y sin embargo, no puede decirse que todo esté dicho y resuelto sobre el platonismo; la prueba es que, aunque con menos novedad, continúan publicán­dose cosas excelentes.

Querríamos dedicar la última parte de nuestro trabajo a dar unas ideas sobre los problemas y métodos de la investigación platónica en la actualidad. Puede decirse que una vez perdidas ciertas pretensiones desmedidas a las que ya aludimos y teniendo ante nosotros tantos datos sobre la evolución y el sistema de la filosofía platónica y sobre el carácter literario de los escritos que la recogen, poseemos un aparato cada vez más fino y sensible para esta difícil investigación. Voy a señalar algunos puntos de vista que deben tenerse en cuenta al realizarla y que, en la prácti­ca, son atendidos en diversos trabajos. Pero que, sin duda, son descuidados en muchos otros y que, en todo caso, pueden con frecuencia perfeccionarse o aplicarse de una manera más conti­nuada y metódica. De otra parte, esta revisión de problemas y métodos debe mostrar los criterios que han de seguirse para bus­car una solución —o elegir entre las existentes— en los proble­mas controvertidos, con lo cual acabaremos por dar con una idea sobre el estado actual de la investigación platónica. Bien en­tendido que no descarto el riesgo del subjetivismo en las aprecia­ciones que siguen y que, como anuncié al comienzo, pueden en­contrarse fácilmente voces discrepantes. En todo caso, creemos que es útil, antes de buscar soluciones precipitadamente, llamar la atención sobre los problemas y métodos, lo que va haciéndose

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cada vez en mayor medida —pondremos ejemplos— y es un buen síntoma.

Antes que nada hemos de referimos a la nueva conciencia de lo que es el diálogo platónico, a la que ya hemos aludido. El li­bro de Schaerer a que ya hemos hecho referencia, ha descubierto en toda su crudeza el error de proceder como si esta unidad ele­mental de la filosofía platónica no existiera: bien despiezando los diálogos y tratando de recomponer luego un todo coherente; bien tratando de tomarlos como exposiciones doctrinales sobre puntos diversos y procurando relacionarlos como » fueran los capítulos de un libro. Por el contrario, puede decirse que en Pla­tón lo esencial es el diálogo, y lo secundario o derivado la doctri­na: un mismo tema puede estar enfocado desde puntos de vista diferentes, según el interés del diálogo, y puede faltar en Platón cualquier ensayo por relacionar esos dos enfoques. Otras veces los diálogos dejan conscientemente cuestiones abiertas: ya he­mos dado ejemplos. En ninguna parte nos da Platón, para poner otro, una teoría epistemológica cerrada: hay más bien una bús­queda constante de ella, a veces desde puntos de partida diferen­tes, a veces desatendiendo aspectos que antes habían interesado en primer término. Aun cuando se elabora una doctrina concre­ta, según ocurre en la República, por ejemplo, puede ser objeto de revisión en ulteriores diálogos; pero revisión no sistemática, entiéndase bien, sino promovida en parte por otros intereses. La finalidad de cada diálogo es arrastramos en una búsqueda, pre­sentamos una escena del drama de la filosofía, no damos una doctrina sistemática. El mismo método de exposición varía al in­finito, según las circunstancias. Y ello en relación con frecuencia con el contenido, como hemos indicado al hablar del mito. En estas circunstancias, obligar a Platón a contestar a un cuestiona­rio sobre problemas que no se planteó o no resolvió, como ya hi­zo Aristóteles y continúa haciéndose todavía, es falsearlo. Y lo mismo ocurre cuando se le simplifica negándole sus elementos místicos y religiosos, o los puramente racionales, o los ético-polí­

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ticos. Y cuando se le quiere forzar a manifestarse sobre la rela­ción entre conceptos a los que se llega por caminos diferentes, como los de Dios, el Uno y el Bien.

Una vez sentada esta base previa, se puede abordar el gran problema que se nos presenta cuando queremos formamos una idea de conjunto de la filosofía platónica. Si la exposición abso­lutamente sistemática de la misma, es decir, como una doctrina, no puede ya defenderse —si la hubiera tenido no habría escrito diálogos, sino tratados, que rechaza explícitamente en el Pe­dro62—, no por ello es justo dejar de reconocer que, como en el caso de Sócrates, y como era a priori esperable, hay algunas lí­neas centrales en tomo a las cuales se organiza su filosofía. En realidad, podrían resumirse en pocas líneas: ideal del conoci­miento ético, con su aplicación a la práctica política; creencia en que ese conocimiento, y no sólo ya el moral, tiene lugar por vía racional y descubre estructuras más puras que las de la realidad, que de ellas deriva y por ellas se explica; tendencias al emparen­tamiento del mundo ideal con el divino y nuestra alma; manifes­tación de ese mundo superior en sus escalones más altos al cono­cimiento mediante la vía intuitiva o iluminada, con lo que queda superada y completada la vía puramente racional, que es una preparación y vuelve a ser utilizada en la dialéctica descendente. Sobre el origen de estos varios elementos y la παλίντονος αρμο­νία en que se hallan, hemos dicho ya algo, y algo más añadire­mos; no hay duda de que en Platón, destacándose ya unos, ya otros, forman un sistema coherente. Pero ir más allá para dar un esquema total de la filosofía platónica en que se excluya en lo posible la evolución, el principio biográfico, etc., es un peligro contra el que hay que insistir, tanto más cuanto que vuelve a ten­tar una y otra vez la pluma de platonistas por lo demás distin­guidos como Shorey63 y Chemiss64.

Para explicar la relación entre las doctrinas de los diálogos allí donde no son casables fácilmente, se han postulado y se postu­lan dos explicaciones principales: una, la existencia de una «Ent-

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wicklung» o evolución en el pensamiento platónico; otra, el di­verso punto de partida desde el que están abordadas ciertas cuestiones en diálogos diferentes. Aunque hemos aludido ya a ambos puntos de vista, por lo demás en forma alguna incompa­tibles, añadiremos algunas cosas.

El hablar de evolución es en realidad decir todavía muy poca cosa. En primer lugar, puede con ello quererse aludir a los distin­tos temas que sucesivamente interesan al filósofo en las diversas etapas de su vida; es la consideración biográfica, ya tratada, que hemos visto que es necesaria, pero insuficiente, dado que con frecuencia es la misma problemática interna de las ideas la que se refleja en la serie de los diálogos, es decir, el punto de vista bio­gráfico está contrabalanceado por el sistemático. Otras veces se lla­ma evolución a lo que es una simple profundización de una misma doctrina, al ser examinada más de cerca; esto es lo que ocurre, sin duda, con la teoría del alma al pasar del Fedón al Fedro y la Repú­blica. nada de lo esencial varía, pero se introduce el principio de la división en ties. Todavía otras veces se trata de rectificaciones im­puestas por las circunstancias y que no atañen tampoco al núcleo central: así, las del Político a la República y las del Menón al Protá­goras, las teorías más absolutas son corregidas por la admisión de una virtud o una política basada en el recto juicio, en la θεία μοϋρα o en la όρθή δόξα, que completan pero no eliminan el anterior pos­tulado de la virtud y la política descubiertas por vía radonal.

Sin embargo, con cierta frecuencia se ha pretendido hallar en Platón una evolución que consiste en una completa rectificación del rumbo. Esto es notablemente lo que pretenden Kucharski y una amplia corriente de investigación para la Ontologia platóni­ca: en los últimos diálogos las ideas «separadas» de los anterio­res se habrían convertido en conceptos. Del είδος, que repre­senta aquello que es común entre una serie de homónimos, se habría pasado a la ιδέα o a la φύσις, abstracción a partir de di­versos heterónimos, representados por los géneros y especies de las cosas reales.

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El problema es difícil y debe ser resuelto con ponderación. Ninguna duda hay de que la dialéctica de los últimos diálogos conduce a la lógica aristotélica y, por decirlo de una vez, avanza en el sentido de la abstracción y generalización. Pero no consta en modo alguno que Platón haya sido consciente de que la dia­léctica dierética contiene implícita, a la corta o a la larga, una modificación de la Ontología. En el Parménides st ven los incon­venientes de la antigua65, pero no se propone una solución con­cretamente; y se rechaza expresamente la definición de las ideas como conceptos con un argumento que hace ver cómo instinti­vamente Platón negaba la posibilidad de conocer algo que no tu­viera existencia autónoma. Lo que ocurre es que el interés de Platón se ha desplazado al examen de la realidad, lo que le lleva al pensamiento del σύνδεσμός entre toda ella y no deja en la sombra, de momento, el mundo ideal en que se basa. Pero ya ha­bía precedentes de esta postura, según vimos, en el Fedón, cuan­do se habla de la relación entre las ideas; de otra parte, en su últi­ma época el mismo Platón, en el Timeo, vuelve a hablar de las ideas en los términos antiguos. Hay, pues, una revolución real, aunque no aún una ruptura; para el futuro tenemos, sin embar­go, de un lado la teoría del conocimiento místico, de otro la lógi­ca desligada de toda metafísica. En Platón todo esto se halla más bien en potencia; nótese que ya no se habla de reminiscencia. No se puede decir, pues, con Rose, que la teoría de las ideas perma­nezca inmutable e incluso con mayor tendencia a la trascenden­cia de las mismas66; tampoco hay que negar las repercusiones metafísicas de la nueva dialéctica. La ampliación de la curiosi­dad de Platón a nuevas zonas trae por fuerza consecuencias que minan sus propios punto de partida; hay una línea clara de evo­lución, pero no una ruptura consciente. En el Parménides no abandona la esperanza de una restauración de la teoría de las ideas sobre las bases clásicas. Tampoco es ajeno Platón a los problemas que se abren a sus pies, ni intenta dar fórmulas defini­tivas. Se limita a investigar en una dirección determinada y a tra-

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tar de resolver aspectos parciales dando ejemplos de investiga­ción.

Como se ve, si no se puede dar un sistema de la filosofía de Platón, si hay unas líneas fundamentales; y si trazar un esquema evolutivo a la manera escolar no le hace justicia, no es menos cierto que hay modificaciones, oscilaciones y novedades en su pensamiento. El que podamos contemplar esta filosofía en su nacimiento y vida, no como un resultado, que es siempre lo muerto, la hace verdaderamente exasperante para quien busque esquemas simples, tendiéndole una y otra vez su trampa.

Todo esto debe ser completado con el segundo punto de que hablábamos arriba: es el diverso punto de partida con que están abordadas ciertas cuestiones en diálogos diferentes. En realidad, ya hemos puesto un ejemplo al ocupamos de la teoría de las ideas. Otro podría ser el problema de las más elevadas esencias. Si en la República ésta es el Bien, ello se debe al planteamiento ético-político del diálogo y de toda la primera parte de la obra platónica. La Belleza del Banquete viene a ser la misma idea ob­servada desde un punto de vista diferente, según se ha reconoci­do con frecuencia. Pero cuando en la segunda parte de la obra platónica se aborda el problema desde al punto de vista de la re­lación entre lo ,Uno y lo Múltiple, se llega al Ser absoluto (παν­τελώς δν) del Sofista y a otras definiciones equiparables. Puede decirse que son sinónimos del Bien y la Belleza; pero la verdad es que Platón ha prescindido al formularlo de la consideración éti­ca, y que no queda perfectamente trazado en el detalle un siste­ma metafísico común. De otra parte, está todavía el problema, que tanta tinta ha hecho correr, de la identidad o no identidad del Bien con el Demiurgo o Dios del Timeo, y de la relación en general con éste de todo el mundo ideal. Hay día se ha abordado por Diès67 y Rutenberg68 dentro del espíritu de que vamos dando ejemplos: el Bien es un Dios filosófico al que se llega por induc­ción y que es considerado la plenitud del Ser; el Demiurgo es el Dios activo de la experiencia religiosa: pero en un segundo esta­

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dio el Bien ha recibido rasgos religiosos y se revela por ilumina­ción mientras que dios es concebido como puro espíritu. Como se ve, el problema es demasiado complejo para contentarse con un sí o un no. También en las ideas en general influyen elemen­tos conceptuales y otros de base religiosa de los que luego habla­remos. Es claro, naturalmente, que la teoría platónica del cono­cimiento tiene, según hemos visto, raíces en estos dos planos y según los casos se destaca ya uno ya otro, sin que se llegue a un ajuste perfecto entre ambos. Y la pintura como eros del ascenso al conocimiento, puede faltar a veces y presentársenos como pu­ramente racional, pero ello no quiere decir que en una época de su vida falte esa consideración. Platón nos presenta aspectos de su filosofía, no síntesis de su filosofía. Al hacer una nosotros, de­bemos tener cuidado en no violentar tantos factores como he­mos descrito.

Cuanto mejor conocemos la naturaleza e intención de la obra platónica y nos libramos de tantas interpretaciones de conjunto posteriores, mejor se ve la dificultad de una exégesis, que justifi­ca en cierto modo tantas contradicciones y retrocesos. A esta di­ficultad, por decirlo así, interna, esto es, dependiente de la mis­ma contextura de la filosofía platónica, hay que añadir la proce­dente de razones externas a ella, más concretamente, del afán de encontrar en Platón nuestras propias doctrinas y conceptos. En este terreno hay que reconocer que se han logrado grandes avan­ces en nuestro siglo. Hoy podemos ya concebir la identidad de moral y política, el desarrollo de la Dialéctica de ser un método de investigación, hasta convertirse en objeto de cultivo por sí misma y base para el desarrollo de ciencias nuevas, la mezcla de elementos racionales y religiosos en la Teoría del Conocimiento y la Ontologia. Todo esto resultaba durante mucho tiempo in­comprensible, y de ahí los tremendos errores o limitaciones de la comprensión de Platón desde sus más inmediatos continuadores hasta comienzos de siglo; para algunos autores y para una buena parte del gran público culto, hasta hoy mismo.

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También para la comprensión de la Dialéctica y la Ontología platónica es necesario renunciar a buena parte de nuestras cate­gorías mentales, que proceden de fecha posterior a su muerte. En este terreno se ha producido en los últimos años un sensible avance, aunque menos acusado y regular que en los arriba aludi­dos. Refirámonos una vez más a la teoría de las ideas, en la que, como en otras tantas cosas, se quiere obligar a Platón a concre­tar en lo que aquél no concretó, limitándose a sentar los apoyos exteriores de la realidad. El estado original de la ideas es, según indica la propia etimología, lo visual o intuitivo. El hecho de que lo inteligible sea el Ser, es una evidencia de sentimiento: la con­templación de la idea no depende de su definición. Esta visión se atribuye al concepto socrático por una inferencia posterior. Friedländer69 y Festugiére70 han insistido sobre estos puntos de vista. Para comprenderlos hay que pensar que la totalidad del pensamiento griego ha tendido siempre a sentar tipos o modelos ideales, que son al tiempo más verdaderos que la realidad y su modelo o fuente. Recuérdense las fuerzas personificadas semimí- ticas de la antigua concepción griega: la Gracia, la Ruina, la Fortuna, el Destino (Χάρις, ’Άτη, Τύχη, Μοίρα) y tantas otras, que en Píndaro sobre todo influyen en la manera de ser y com­portarse de los hombre71. Recuérdense también toda la especula­ción jónica sobre la φύσις o verdadera naturaleza, la de Parmé­nides sobre el Ser y, en otro orden de cosas, los géneros litera­rios, los tipos de la estatuaria, las «vidas» posibles del hombre, las constituciones llamadas «puras», etc. En otro lugar me he de­tenido más despacio en el examen de esta mentalidad71, que per­cibe antes formas típicas, independientes en cierto modo de los objetos a que se refieren, que el movimiento o estado de transi­ción. A esta mentalidad le resulta bastante ajena la pregunta que desde Aristóteles se le hace sobre si las ideas están o no «separa­das» de las cosas. En 1941 Nicolai Hartmann señaló que el χωρισμός que tanto criticó Aristóteles no es esencial para Pla­tón72. Luego Ross73 ha vuelto a insistir en que el vocabulario de

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Platón oscila entre hablar de «copia», que sugiere trascendencia, y «participación», que sugiere inmanencia; pero Platón nunca llegó a definir más claramente la participación. Se trata más bien de metáforas, formas de acercarse a una verdad difícil de alcan­zar, lo que se ve porque del Timeo se deduce que las ideas no es­tán en el espacio ni en el tiempo. No acierta, pues, la afirmación de Aristóteles de que el mundo ideal resulta ser conceptualista. De otra parte, hemos vista que Platón vacila ante las dificultades de la teoría, y que otras veces ésta queda un tanto en la sombra, lejos del centro de sus preocupaciones, y no saca consecuencias que a nosotros nos resultan lógicas. En suma, hay que hacer un esfuerzo mental para no violentar el pensamiento del maestro y, también, uno de modestia y autolimitación para no tratar de en­cajarlo en categorías en relación con las cuales querríamos defi­nirlo. Nos exponemos —y aquí cito a Kucharski74— a poner eti­quetas hechas a cosas vivas, en pleno crecimiento o lucha, y que van asociadas a la reflexión sobre el saber y sobre la esencia mis­ma de las cosas.

Querríamos todavía, antes de concluir, insistir sobre un últi­mo punto: mediante sucesivas aproximaciones, acercamos más a la entraña de la exégesis platónica y del propio platonismo, pues lo que es un principio metódico se traduce en fuente de interpre­taciones importantes. El análisis del pensamiento platónico debe hacerse desde el punto de vista biográfico y el de la dialéctica in­terna de las ideas. A más de ellos ha comenzado a utilizarse con éxito el recurso a la historia preplatónica de las mismas, no sólo en cuanto hay influjo de Sócrates y otros filósofos, sino en cuan­to proceden de concepciones más difundidas en amplios sectores que han quedado «traspuestas» filosóficamente. Muchas veces, en efecto, las íntimas tensiones de atracción y repulsión entre las distintas partes del sistema platónico nos hacen ver en éste una síntesis orgánica de elementos de origen diferente; y viceversa, estos orígenes nos explican su tratamiento en el sistema. Ya he­mos dicho alguna cosa en este sentido. Es preciso referimos an­

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tes de continuar a los nombres de Friedländer75, Schuh!76, Diès77, Dodds78, Robin79, Boyancé80 y Lain81 entre otros. Sin embargo, me parece que queda bastante por decir en este terreno y, sobre todo, que no se ha sacado suficiente partido de los estu­dios particulares para la concepción del conjunto.

En estudios anteriores82 he insistido sobre el hecho de que Só­crates y Platón buscan una restauración de las antiguas normas de conducta, amenazadas por el relativismo sofístico, mediante su conversión en principios racionales, lo que no sucedió sin una violenta ruptura. Más concretamente, Platón restaura el antiguo ideal aristocrático del sabio, que es al tiempo conductor de hom­bres y poseedor de la recta γνώμη o juicio, ideal reflejado, por ejemplo, en los Siete Sabios; y también, el antiguo ideal de la unión del conocimiento racional y el inspirado o divino, tal co­mo aparece en Empédocles, Parménides, etc., y, en el ultimo ex­tremo, en el rey primitivo, sabio, chamán y sacerdote al mismo tiempo. Hay, pues, una síntesis platónica de elementos que antes de él estaban disociados y que, al ser traspuesto filosóficamente, viven en íntima pugna al mismo tiempo. Las fisuras y el proble- matismo del sistema platónico se explican muchas veces así, y también su descomposición e incomprensión tras su muerte. Pa­ra ejemplificar más en detalle, son claros y se han señalado mu­chas veces los precedentes religiosos de la catarsis que es el cono­cimiento, del parentesco del alma con las ideas, del castigo tras la muerte, de la acción del demiurgo, etc. Nosotros mismos he­mos señalado precedentes griegos a la manera de pensar que se refleja en la teoría de las ideas o en el empleo del mito. Añada­mos que la calificación de θείος, divino, que se da a todo lo que está fuera del mundo real82, y que justifica el emparentamiento de Dios, el alma y las ideas, corresponde a un concepto de lo di­vino propio de la religión popular. Pero no sólo la metafísica y teoría del conocimiento platónicas son en gran medida transpo­sición, sino también su ética y política, por ejemplo, ya que el ideal socrático de la σωφροσύνη o dominio de sí era una raciona­

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lización de la σωφροσύνη como virtud superior en Atenas; y el estado platónico se ha reconocido muchas veces que tenia su ins­piración en los estados aristocráticos. Todo esto no quita nada de su mérito, puesto que la aspiración es ahora muy diferente por efecto de la transposición filosófica y la síntesis genial. En cierto modo, una serie de creencias desintegradas e incompletas han sentido la necesidad de integrarse unas a otras para, tras­plantándose al plano más depurado del espíritu, la moral y la ra­zón, constituir el núcleo de una interpretación del hombre y del Ser en su conjunto. Se ha creado el ideal platónico, que busca una base unitaria de la realidad y una identificación de la acción y el pensamiento fundada precisamente en esa trascendencia. Pe­ro para la comprensión de este núcleo del sistema en cuanto a creación y en cuanto a organismo, y, también, de sus diversos y un tanto fluctuantes desarrollos, es importante examinar sus precedentes, junto con los datos biográficos de Platón y la inte­racción de las fuerzas en presencia. Resulta por demás ingenuo y falso el sistema que postula que de la teoría de las ideas, nacida a su vez del concepto socrático, nace el sistema platónico como una enciclopedia de respuestas a todos los problemas.

Con esto hemos dado un esquema, esperamos que hasta cier­to punto aproximado, de lo que es hoy la imagen de Platón y lo que puede esperarse de la investigación platónica. Imagen, por lo demás, inevitablemente subjetiva y criticable, como ya adver­tí. Espero no haber sacrificado en ella lo que en la filosofía pla­tónica hay de voluntad de sistema y unidad, ni, tampoco, lo que hay de pura tentativa intelectual, con sus vacilaciones, impreci­siones y aún contradicciones, o lo que hay de fuerzas en conflic­to por obra de la síntesis de elementos precedentes que han sido transpuestos filosóficamente y que a veces continuaron acercán­dose o combatiéndose en el alma de Platón. La exégesis platóni­ca es complicad^, y la vieja cuestión de si es cosa de filólogos o filósofos debe ser superada, puesto que ambos métodos y puntos de vista son indispensables. Pero creemos que cada vez tenemos,

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pese a todo, un instrumento más fino para practicarla, y que hay que esperar que nuestra imagen del platonismo sea cada vez más rica y matizada, y las discrepancias menores. El texto del filóso­fo, siempre retador, está como un problema vivo ante nosotros y, cual la vieja esfinge, sigue pidiendo a los intérpretes que descu­bran su secreto. El riesgo del error no puede ser disculpa para no intentarlo, porque —usando palabras del maestro— es un bello riesgo y la esperanza grande : καλός γάρ ό κίνδυνος καί ή έλττίς μεγάλη.

Notas

1.- Lustrum4,1959 [I960]: «Plato 1950-57», por H. Chemiss.2.- Los últimos en vol. 220,1929, pp.37-108 y 225,1930, pp.121-68.

3.- E. de Strycker, «Vingt ans d’études platoniciennes» E C 4(1935)219-36 y «Chronique platonicienne» 1929-34», AC4(1935)227-43; A. Capizzi, «Studi su Platone dal 1940 ad oggi», Rassegna di Filosofía 2(1953)225-238; P. M. Schuhl, «Etat présent des études platoniciennes», Actes Congr. Strassb., 1938, p.213-32 y «Platon (quirae années d’études platoniciennes)», Actes Congr. Tours, 1953, pp.149-69; T. G. Rosennmeyer, «Platonic Scholarship 1945-55», CW50(Í957)183ss.

4.- G. Mueller, «Die Philosophie im pseudoplatonischen 7. Brief», Αιτώ. Phil 3(1949)251-76.

5.- Studien zu den platonischen Nomoi, Müchen 1951.

6.- Das Corpus Academicum in neuer AufTasung, Paderborn 1954.7.- Von Sokrates zur Ideenlehre, Bema 1959.8.- H. Flashar, Der Dialog Ion, Berlin 1958, p. 104ss.9.- Platonism, 1928.

10.- Plato, the man and his work, 1929.

11.- Hugo Peris, Platon. Sa conception du Kosmos, 2 vols., New York 1945.

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12,- La construction deñdealismeplatonicien, Paris 1939; «Platon et l’idea- lisme chrétien», REA 49(1947)65-67.13,- P. Kucharski, Les chemins du savoir dans les deriers dialogues de Platon.14,- Sir David Ross, Plato’s Theory o f Ideas, Oxford 1951 cf. p.230.15,- Sobre ellos cf. Stenzel, Studien zur Entwicklung der platonischen Dia­lektik, Berlin 19312; Ross, o.e., p.176 ss.; Chemiss, The Riddle o f the earlier Academy, 1945, p.17 ss.; Robin, La théorie platonienne des idées et des nombres, 1908. Las interpretaciones son muy diferentes. Otros dudan de la comprensión de Aristóteles: as! Singer, Platon der Grüder, 1927, p.227 ss.16,- Cf. Kucharsky, o.e., p.290 ss. y más bibliografía en Lustrum 4, p.256.17,- Cf. infra p.255.18,- Platon, 19293, p.450.19,- Platon der Gründer, 1927, p. 188.

20,- Asi Kucharky, o. c., p.285ss.; Chung-Hwan-Chen, CIQ 8(1944)101ss.; etc.

21,- Dies, Parménide, vol. Budé, Paris 1923, p.47.22,- Cf. por ejemplo G. Colli, Ώ Parmenide platonice. Pisa 1950.23,- La question platonicienne, Neuchâtel 1938, p.9.24,- 341b ss.25,-W. Windelband, Geschichte der antiken Philosophie, 1888.26,- Los filósofos serian pocos por tradición aristocrática familiar y porque no es posible dar a muchos esta educación (o.e., p. 179 de la 4* ed.).27,-1, p.565.28,-1, p.420.

29,-3* ed., 1929.30,- Pero cf. ya excepciones como la de Pohlenz, Aus Plato's Werdezeit, Berlin 1913: el Fedro nos daría el programa de la Academia, que busca, a más de ciencia, fomentar la amistad del grupo, p.355; Platón intenta antes que nada mejorar a sus contemporáneos, como Sócrates, p.404. Hay aún muy poca insistencia en la vocación política de Platón.31,- Platon, p. 133 (19592).32,- O.c.

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33,- Cf. una exposición más detenida en mi trabajo «El filósofo platónico», Madrid, Taurus,1962, (recogido aquí p.313ss.).34,- Asi la de Chemiss en Lustrum 4, p.257.35,- Cf. Sofista 217a.36,- O. c., p.450ss.37,-1* ed. del vol. Π, Berlín 1944; del m , 1947.

38,- Introducción a la República, col. Budé 1932, v.

39,- O. c., en p.253, n. 33.

40,- O. c., p,164ss.41,- Resp. 520e.42,- Platon. Die Philosophie des heroischen Vorbildes, Berlín 1935.43,- The open Sdety and its ennemies, Iondon 1945,2* ed. 1950.

44,- J. Wild, Plato’s modem enemies and the theory o f Natural Law, Chica­go 1953.

45,- O. c., p.2.46,- O. c., p.68.47,- Platon I. Eidos, Paideia, Dialogos, Berlin 1928. Π. Die platonische Schriften, Berlín 1930, 2* ed., 1960.48,- «Der BegrifT der Erleuchtung bei Platon», Die A ntikei, 1926, p.235-57.49,- 341c.50,- 507e ss.

51,- L. Robin, Platon, Paris 1935.52,- A. J. Festugiére, Contemplation et vie contemplative selon Platon, Pa­ris 1936.

53,- La construction de l ’idealisme platonicien, Paris 1939; L ’âme du monde de Platon auzStoiciens, Paris 1939.54,- /?¿?C761(1948)479ss.55,- Cf. Leyes 716c.56,- O. c., p.247

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57,- No es, por tanto, un sucedáneo inferior (contra Schaerer, o. c., p.248 y Edelstein, «The function of the myth in Plato’s Philosophy», J. Hist. Id. 10(1949)463ss.).58,- Cf. Hildebrant, o. c.\ P. Frutiger, Le mythes de Platon, Paris 1930; A. de Marignac, Imagination et Dialectique, París 1951, etc.59,- Cf. Reverdin, La religion delà d té patonidenne, Paris 1945.60,- Cf. C. G. Rutenberg, The doctrine o f the imitation o f God in Plato, New York 1946, p. 13 ss.

61,- Cf. en este sentido también el libro de Listenburg, Goden hedgoddelij- ke in de Dialogen von Plato, Utrecht 1955.62,- 275c.63,- What Plato said, Chicago 1933.64,- Su bibliografía platónica en Lustrum 4 está llena de polémica contra la existencia de una evolución en la Ontologia, la Psicología y la Politica pla­tónicas.65,- Parménides, 130 c, etc.66,- Cf. supra p.245, n. 14.67,- Autour de Platon Π, p.523 ss.68,- O. c., p. 12 ss.

69,- O. c., I, p.16.70,- O. c., p.218 ss.

71,- Cf. «Ciencia griega y ciencia moderna», Revista déla Universidad de Madrid 9(1961)359ss. (y aquí p.466ss.).

72,- N. Hartmann, «Zur Lehre vom Eidos bei Platon und Aristoteles», APAW, P.-H. Kl. 1941, núm. 8.

73,- O. c., p.225ss.74,- O. c„ p.281.75,- O. c., I, p.80.76,- Essai sur la formation de la pensée grecque,Vatis 1934. Louvain 1956.77,- La transposition platonicienne, en o. c., Π, p.400ss.

78,- The Greeks and the Irrational, p.209 ss, trad. esp. Madrid 1961.

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79,- Quelques survivances dans la pensée philosophique des grecs d’une mentalité primitive, /?ii£749(1936)255-92,80,- Le culte des Muses chez les philosophes grecs, Paris 1937.

81 .-La curación por la palabra en la Antigüedad clásica, Madrid 1958.82.- «Tradition et raison dans la pensée de Socrate», Bull. Budé 1956, p.27 ss.; «El filósofo platónico», en E l héroe trágico y el filosófico platónico. Madrid 1962 (ambos recogidos aquí, pp.233ss. y 313ss.83,- Cf. J. Van Camp y P. Canart, Le sens du m ot Oetoç dans Platon, Lou­vain 1956.

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Armauirumque
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14. EL FILÓSOFO PLATÓNICO

Presentar una imagen del tipo ideal del filósofo en Platón vie­ne a ser tanto como ofrecer una imagen de su propia vocación e ideal de vida. Difícil tarea ésta hoy más que nunca, cuando ve­mos en el pensamiento del maestro un universo completo, una grandiosa síntesis que hacen coherentes algunas ideas centrales; universo y síntesis procedentes de una problemática que hereda, tendentes a una disgregación y especialización que le suceden y sometidos en su vida a una revisión y reelaboración constantes por efecto ya de su propia dinámica interna, ya de las experien­cias del filósofo en el duro choque de su voluntad reformadora con el mundo. Si la interpretación puramente mística de Platón, común en la última Antigüedad y en el Renacimiento, nos resul­ta insuficiente, también lo es la exclusivamente racional y episte­mológica que centra toda su filosofía en la teoría de las Ideas y que ha predominado durante mucho tiempo, a partir de Schleier­macher, por efecto de las comentes kantianas y hegelianas. Jäger y otros han hecho ver aquello que salta a la vista en la mayor parte de los diálogos y que además está impuesto por la herencia socrática; el ideal de la perfección del hombre y del estado es el verdadero arranque del pensamiento platónico y constituyó para el filósofo una obsesión nunca abandonada. En el estudio de es­tos temas es donde se desarrolla la Teoría del Conocimiento, que interesa luego por sí misma y de la cual es parte, en realidad, no sólo la Dialéctica sino también el descubrimiento por vía de ilu­minación de la realidad más alta.

Al tiempo, el descubrimiento de una cronología, bien fijada en lo esencial, de los diálogos, ha permitido sentar un orden y

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aun una evolución en el pensamiento filosófico de Platón, así co­mo relacionarlo estrechamente con las etapas de su vida. Hecho este último esencial para nuestro tema, ya que la filosofía es para el maestro ante todo un ideal de vida y, concretamente, el que él mismo ha querido seguir.

Hoy en día estamos, a consecuencia de todo esto, un tanto de vuelta de los sucesivos intentos de definir cuál es el sistema de la filosofía platónica; y concebimos ésta más bien a la manera de una creación que va surgiendo como algo vivo de puntos de par­tida diversos gracias al despliege de algunos postulados y ten­dencias fundamentales. Estos postulados y tendencias, junto con aquellos puntos de partida y con las experiencias vitales de Pla­tón, son precisamente los que determinan la imagen de la vida fi­losófica. Su estudio no nos obligará, por tanto, a penetrar en to­do el detalle de la doctrina platónica, pero sí en la consideración de finalidad de la misma, de las fuerzas espirituales a que apela, de sus precedentes históricos y de sus líneas generales de evolu­ción; así como, de otra parte, habremos de ocupamos de la rela­ción que existe entre la vida de Platón y su enseñanza en la Aca­demia, de un lado, y el desarrollo de su pensamiento, de otro.

Tal vez sea la forma más directa de penetrar en lo que es para Platón la vida filosófica presentar en breve esbozo las dos versio­nes, en parte diferentes, que dio de la misma en dos etapas por lo demás no demasiado distantes de su vida; la una en la Repúbli­ca, la otra, posterior, en el Teeteto. En la República, como es bien sabido, el filósofo se nos aparece como el miembro de un reducido grupo que gobierna la ciudad. «A menos que los filóso­fos —nos dice Platón— reinen en las ciudades o que cuantos ahora se llaman nobles y dinastas practiquen noble y adecuada­mente la filosofía, y que vengan a coincidir una y otra cosa, la fi­losofía y el poder político, y sean detenidos por la fuerza los mu­chos caracteres que se encaminan separadamente a una de las dos, no hay, amigo Glaucón, tregua para los males de la ciudad ni tampoco, según creo, para los del género humano»1. Esta es la

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gran paradoja platónica que —se nos dirá— sólo escandaliza a la multitud porque no sabe distinguir al verdadero filósofo. Este es el que gusta de contemplar la verdad2, el que asciende de las cosas bellas a la belleza en sí3. Es el dialéctico que, pasando por una larga etapa de formación intelectual que Platón nos descri­be, es capaz de llegar a un conocimiento superior, el del mundo ideal, que se le revela de repente por la acción de ese sumo prin­cipio que es el Bien, comparado con el sol que en el mundo sen­sible nos permite ver las cosas. Ese mundo ideal al que llega Pla­tón y cuyo descubrimiento ha de ocupamos todavía, es, ante to­do, un mundo de esencias como la Justicia, el Valor, la Belleza; sólo con reluctancia y duda admite en él las ideas de las cosas materiales; y aun las del dominio de la matemática, que tanta importancia tienen en la formación del alma, constituyen sólo un escalón en la ascensión hacia las ideas superiores, y su conoci­miento es de un grado inferior, es διάνοια, no νόησις4. La reali­dad más alta es un mundo de formas o ideas absolutas —el κόσ­μος νοητός, mundo inteligible— en el que se encuentran presen­tes todos los principios del mundo de la conducta humana en su estado puro, perfecto y sin mezcla. El dialéctico que llega a al­canzarlo es un sinóptico que puede establecer todas sus conexio­nes, toda su estructura interna5; y que por el método de la διαί- ρεσις o clasificación puede volver a descender al mundo sensible y hacerlo por primera vez objeto de ciencia al fijar su relación con las ideas. ¿Cómo no va a ser este filósofo el verdadero gober- nante si es el único que puede penetrar a fondo en el conoci­miento y juicio de la conducta humana? En él culminan dos pos­tulados de origen socrático: el de que la política debe ser una ciencia, τ^χνη, basada en el conocimiento de qué es la virtud; y el de que el conocimiento se traduce en acción: el filósofo qu£ conoce los más altos principios éticos ha por fuerza de practicar­los. Filósofo es, por tanto, el que posee la πολιτική άρετή, la virtud política.

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Al tiempo, el filósofo es, respecto a los guerreros y artesanos, lo que en el alma es la parte racional a la afectiva o la concupis­cente; es natural que impere, a fin de que se establezca la justicia en el Estado del mismo modo que el alma racional debe imperar sobre las otras dos para que se establezca la justicia en el indivi­duo. Si el alma racional es el hombre en el hombre —el hombre frente al león y la bestia en la imagen de la República—, parale­lamente el filósofo será el más alto representante de la especie humana. Y surge la teoría de las tres vidas, cuyos lemas son, de inferior a superior, los deήδo '̂ή, άρβτή y φρόνησις, esto es, pla­cer, valor y conocimiento; pero conocimiento que implica la ac­ción, que es la característica del filósofo6. Este representa, por supuesto, el ideal más alto. Platón reconoce en la República7, en la Carta V IIs, en el Fedro9 y en otros lugares, que sólo puede ser alcanzado por muy pocos. Se requiere, ante todo, una natu­raleza especia], que en el Fedro se describe míticamente como procedente de haber pertenecido al cortejo de Zeus en la proce­sión de las almas ántes de encamarse en los cuerpos; luego es precisa una lenta y penosa ascensión hacia la idea, que en la Re­pública se realiza por medio de la dialéctica (y su preludio la ma­temática) y en el Banqueteen virtud del éros \ ideales ambos que se complementan y que caracterizan uno y otro toda la vida del filósofo, según hemos de ver. Y, finalmente, llega ese último mo­mento de la iluminación, de la revelación al alma del ser supe­rior. Sólo queda el descenso hacia la tierra para hacer fructificar esa verdad entre los hombres.

Ese ideal de vida filosófica se repite en muchas ocasiones. En el mito del Fedro, las almas que en la procesión celeste han con­templado más o menos fugazmente las ideas, se encaman en una de las nueve vidas que allí se distinguen y que, por orden de per­fección, comienzan en la vida filosófica y acaban en la tiránica. La que haya tenido una mayor contemplación irá a encamarse en un amante de la sabiduría (φιλόσοφος) o de la belleza, en un cultivador de las musas o en un amador: es decir, en un filóso-

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fo10. Pero más adelante se nos dice11 que las almas que han perte­necido al cortejo de Zeus son las que buscan un amante que tam­bién haya sido componente de este cortejo, al cual se define co­mo «filósofo con aptitud natural para el mando». Es decir, en dos pasajes distintos se hacen coincidir en el filósofo los dos pre­dicados fundamentales que se le atribuyen en la República, es el que más ha contemplado la Verdad (y, en consecuencia, mejor llega a elevarse a ella en esta vida) y, al tiempo, el más apto para el mando (ήγημουικός). De un modo parecido, en la Carta VII comienza Platón por describimos el papel de mando atribuido al filósofo y luego12 se nos cuenta su ascensión al conocimiento por la dialéctica, ascensión que culmina en la revelación de la Idea.

Esta es, en breves rasgos, la imagen del filósofo en el pensa­miento de Platón en la culminación de éste; trataremos de buscar sus precedentes y, luego, sus etapas de desarrollo en los diálogos. Pero hemos preferido presentarlo de antemano para hacer ver tanto la unidad espléndida de la construcción como sus puntos de tensión interna, que habían de precipitar su evolución. Me re­fiero de una parte al racionalismo extremado, de herencia socrá­tica, de su concepción de la virtud política, que es simple conoci­miento: de ahí que los imperativos de la realidad tiendan a alejar un tanto la imagen del político de la del filósofo, como veremos. De otra parte, el filósofo, cuyo interés más grande está en el co­nocimiento estricto de la verdad, tiene que procurar naturalmen­te desentenderse de la práctica y ello ocurre ya desde la misma República y luego, más claramente, en el ideal del filósofo en el Teeteto, al cual he aludido al principio: el filósofo es el hombre criado «para la libertad y el ocio»13, que nada sabe de la política de su ciudad; sólo su cuerpo se halla en la ciudad, pero su pensa­miento, desprendiéndose de todas las cosas terrenas, elevado más allá de la tierra «geometriza» y «astronomiza» y estudia la naturaleza del Universo14. ¡Cuán lejos de aquel Sócrates que de­cía en la Apología que él nada sabía de la ciencia de la naturale­za que Aristófanes le atribuíals, en el Fedro sólo se interesaba

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por los hombres de la ciudad y no por la naturaleza16; y de aquel Platón joven que, según él mismo nos dice en la Carta VII11, te­nía como los demás su objetivo en la vida política! Aquí ya está fundado el ideal de la vida teorética en Aristóletes y los filósofos y científicos alejandrinos. Pero no sin remordimientos de Platón, que volverá otra vez, en las Leyes y la Carta VII, a defender, con nostalgia y con concesiones resignadas, su viejo ideal.

Pero no es la única línea de tensión dentro de la imagen del fi­lósofo la que va a separar al político del científico. El hombre teorético que crea como ideal el último Platón y que él mismo representa en el período final de su vida en la Academia, el que halla su reflejo en la dialéctica descendente o dierética del Sofis­ta, el Político, etc., acude puramente a su razón, y en nada parti­cipa de la contemplación mística de que habla el propio Platón en otros pasajes y que va a dejar una herencia tan fecunda. Va a crearse la ciencia pura, que se liberará de toda mística e incluso de toda metafísica; de toda ética incluso. Nadie más distante de los científicos helenísticos que los filósofos, de tendencia ética fundamentalmente, de este mismo período y que, de otra parte, los místicos como Filón y luego Plotino. En Platón, sin embar­go, y desde luego en su idea del filósofo, están los gérmenes de todos ellos, y al tiempo se advierte la lucha y el esfuerzo por re­ducir todas estas concepciones a una unidad.

Creemos que desde ahora mismo resulta evidente el hecho de la síntesis platónica, equilibrio inestable sólo asegurado por su personalidad y por las ideas centrales de la mente del maestro; por lo tanto, pronto a romperse. Vamos a continuación a hablar de sus precedentes, sus puntos de partida, así como de su elabo­ración dentro del pensamiento del maestro; pero también de su evolución y de la desintegración que se produce a su muerte. El resultado de esta desintegración es la creación de nuevos mun­dos, tanto dentro del pensamiento político como del ético, el científico y el místico.

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El principal testimonio acerca del origen del tipo ideal del fi­lósofo en Platón está en las manifestaciones autobiográficas de la Carta VII, escrita al final de su vida y sobre cuya autenticidad hoy no se duda. Platón, a quien su nacimiento aristocrático y to­das las tradiciones de su ciudad empujan a la acción política, se siente lleno de esperanza, a los veinticuatro años de edad, cuan­do en el año 404, derrotada Atenas, es derrocada allí la demo­cracia y es implantado, por imposición de Esparta, el régimen conocido en la Historia como gobierno de los treinta tiranos. Dos de ellos, Critias y Cármides, eran tíos del filósofo. Hay que conocer el odio y desprecio acumulado entre los aristócratas griegos contra el gobierno democrático para interpretar las po­cas palabras de Platón: «creí que iban a gobernar la ciudad cam­biando su gobierno de injusto en justo»18. Piénsese en los dicte­rios contra el δήμος, el pueblo cuyo poder constituye la demo­cracia, en la colección de elegías del siglo V que se nos transmi­tieron bajo el nombre de Teognis19: sólo el noble tiene recto juicio (γνώμη) para distinguir el bien del mal; es por antonoma­sia άγαθός, bueno —que es tanto como justo, valiente, sabio al tiempo—, mientras que el hombre del pueblo es κακός, inferior en toda clase de cualidades humanas. Y en cuanto al sistema, baste recordar la frase de Alcibiades en Esparta, según Tucídi- des, en la que se define la democracia como όμολογουμ^νη άνοια, insensatez reconocida20. Esta posición de principio no abandonó a Platón a lo largo de toda su vida: sus sucesivos esta­dos ideales son regímenes aristocráticos regidos por una clase su­perior, la de los filósofos.

De ahí la desilusión del joven Platón cuando vió, según sus propias palabras, que los Treinta «en poco tiempo hicieron que pareciera oro la anterior constitución». La violencia y la injusti­cia fue el final en que desembocó aquel tan deseado estado aris­tocrático, que intentó en vano hacer cómplice a Sócrates, el más sabio de los atenienses. Platón —nos dice él mismo— se sintió a disgusto y se apartó de aquel régimen inmoral. La restauración

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democrática que le siguió procedióla pesar de violencias y ven­ganzas inevitables, con una moderación que parecía abrir una cierta esperanza; pero fue su crimen aquél que más podía herirle: la condena a muerte de Sócrates, bajo la acusación de impiedad, que a él menos que a nadie convenía. Y aquí viene el emotivo pasaje en que Platón nos cuenta cómo se convenció de que eran tales los hombres que actuaban en la política, en la cual las nor­mas morales y las leyes se corrompen, que le resultaba difícil practicar rectamente la política; de que todos los regímenes de gobierno existentes eran malos; y de que debía aguardar a una oportunidad mejor para la acción. Pero aguardar no es abando­nar la esperanza; y en el mismo pasaje nuestro filósofo nos dice que no renunció a la de encontrar alguna vez mejores posibilida­des gracias a las perspectivas que la recta filosofía pudiera abrir en la investigación de lo que es la justicia en el individuo y la co­munidad. Es este el ideal, que se nos anuncia explícitamente, del filósofo gobernante o el gobernante filósofo. Sólo para saltar más alto ha retrocedido Platón unos pasos.

El choque brutal, la ruptura entre política práctica y filosofía que es la muerte de Sócrates, no es, pues, bastante para apartar a Platón del cansino de su vocación. Al contrario; surge la respues­ta en la negación de verdadera personalidad el antagonista. El fi­lósofo no es otra cosa que el verdadero político. Es en el Gor­gias, que suele fecharse en los años del 387 al 385, unos catorce después de la muerte del maestro21, donde éste aparece transfigu­rado como paradigma del nuevo Platón que ahora surge. En la figura de este nuevo Sócrates, que ya no es el hombre que ignora y pregunta para tratar de hacer brotar la verdad, sino el porta­dor de una fe y un mensaje, es en la que Platón proclama, con pasión y violencia, su nueva vocación. Surge en él ahora clara­mente la idea de la vida filosófica, ya presagiada en la figura del Sócrates de diálogos anteriores, pero nunca tan teóricamente ex­plícita. El diálogo se abre con la crítica por Sócrates de la Retóri­ca, el alma de la política de su tiempo, defendida por Gorgias y

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Polo y calificada por Sócrates de amoral —busca la persuasión, sin importarle de lo justo y de lo injusto— y de acientífica —es una pura práctica o rutina que no puede penetrar en la esencia de las cosas—. Gorgias y Polo incurren en contradicciones por no atreverse a negar un último principio moral que distingue ac­ciones hermosas y feas y que todo el mundo reconoce aunque se niegue a extraer sus últimas consecuencias. Y Sócrates demues­tra que el sumo mal es cometer la injusticia, más que sufrirla, puesto que la justicia representa la virtud propia de nuestra al­ma, que por lo tanto queda án ella enferma. Pero no es sólo es­to. Frente a un tercer interlocutor, Calicles, que piensa dedicarse a la política activa en Atenas, Sócrates demuestra que el ideal del poder, que culmina en el del tirano, lo que busca en el fondo es la satisfacción de las propias pasiones y ambiciones; no se dirige al pueblo πρός τό βέλτιστον, conforme al interés de su perfec­ción moral22, e incluso los más famosos de los estadistas atenien­ses —Pendes, Cimón, Milcíades, Temistocles23— han añadido poder a Atenas, pero no han hecho mejores a los atenienses. Existen dos vidas, la que busca satisfacción de los deseos y pa­siones, y la del filósofo, que busca la perfección moral, el domi­nio de sí mismo o σωφροσύνη, el imperio de la justicia en el al­ma: el gran problema es elegir entre ellas24. Si Sócrates tiene ra­zón —reconoce Calicles25— resultaría que «nuestra vida, la de los humanos, estaría trastornada y que hacemos todo lo contra­rio de lo que debemos». Pues bien, es la vida de Sócrates la que hay que elegir, despreciando las críticas que, por boca de Cali­cles26, se hacen contra ella: que el hombre que la siga no sabrá defender su vida en una ciudad como Atenas; y que ésta será una vida inútil, pues que será vivir «oculto en un rincón, susurrando con tres o cuatro jóvenes».

Tenemos aquí presentado por primera vez conscientemente el ideal de la vida filosófica: investigación de la verdad moral y práctica de la misma. Platón reconoce abiertamente el peligro que es para el filósofo intervenir en la política activa de su ciu­

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dad: si me matan —es lo único que podrá alegar este Sócrates platónico, tan poco socrático— matarán a un hombre justo, siendo ellos injustos27. Mejor es esto que realizar una retórica y una política tendentes a adular a la masa dándole groseras satis­facciones y que, además, carecen de todo conocimiento científico de su objeto28 y exigen de su servidor ser igual a ese pueblo al que se quiere saciar; es decir, llevar la vida no filosófica. Esta re­tórica y política hacen olvidarse de la gran cuestión de cómo hay que hacer para vivir mejor el tiempo que se viva, poco o mu­cho29. Pero hay más: si el ideal del gobierno es la perfección mo­ral del pueblo, todos esos políticos de que se ha hablado hasta aquí no lo son de verdad; el verdadero político es el filósofo, el único que conoce el bien moral y puede establecer su imperio. «Creo que soy uno de los pocos atenienses —dirá Sócrates30— que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos».

Si la gran síntesis que es la vida filosófica en la República y el Fedro tiene en estos diálogos una base metafísica, en la Carta VII y el Gorgias, interpretado a su luz, hemos visto cómo se lle­ga a ella a partir de la vocación política del aristócrata Platón, elevada a un plano superior por la dolorosa experiencia de su ju­ventud y por el magisterio socrático. Es un ideal que va a conti­nuar acompañándole, con varias vicisitudes. Ellas dependerán del juego de factores a que hemos aludido ya al principio: de un lado, las experiencias de esta vida misma; de otro, la dinámica interna de las ideas y los principios que se conjugan en la síntesis platónica. Vamos a estudiar, con la brevedad que exige el tiempo disponible, cómo se va fijando en el maestro el ideal de la vida fi­losófica, cómo luego evoluciona de manera más o menos abier­tamente confesada, siguiendo el esquema que empezamos por trazar. Pero antes de ello permitidme otra vez dar un salto atrás para escarbar con cierta detención en los precedentes históricos sobre los que opera Platón en la coyuntura dramática de su desengaño juvenil, para afirmar con más pasión que nunca la

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unidad que debe establecerse entre las dos fuerzas espirituales ahora enfrentadas. Recordad que el que os habla en un filólogo clásico que no puede resistir la vieja tentación de estudiar tanto o más que las construcciones espirituales de la Antigüedad, las fuerzas que en ellas se manifiestan, sus orígenes y su evolución.

He hablado de vocación política del aristócrata Platón y del influjo del magisterio de Sócrates. Estos dos factores y el juego que entre ellos se establece merecen, efectivamente, un estudio más detenido. Y también nos demorará otro nuevo factor, al que hasta ahora no hemos aludido: el conocimiento de los pita­góricos de la Italia meridional en el primer viaje de Platón, hacia el año 388 a. C.

El hecho de que Platón sea un aristócrata, que desciende por su padre del rey Codro y por su madre de Solón, no es el único que le lanza por el camino de la política; ésta era en Atenas el ideal del hombre libre, y sólo unos extranjeros despreciables co­mo los sofistas y un hombre original y extraño como Sócrates se apartaban de él. Lo importante es notar que Platón se encuadra desde el principio en el partido que propugnaba la implantación de un régimen estrictamente aristocrático, pues miembros de la más alta nobleza, como Pericles, habían acaudillado el partido popular, y ya desde Solón mismo la aristocracia había ido per­diendo una a una sus principales posiciones y aim muchas de sus exigencias en la organización del estado. Así, la revolución aris­tocrática del año 411 no tarda, bajo Terámenes, en adquirir un carácter moderado. Los «treinta tiranos» del año 404 y sus se­guidores, entre los cuales se encontraba inicialmente Platón, son un grupo nostálgico y reaccionario, que sólo con ayuda del ex­tranjero triunfador pudo imponerse y que pronto, acorralado por la oposición general, se vió forzado a defenderse con las ar­mas más brutales. Sus ideas las hemos comparado con las que descubrimos en la Colección Teognídea y en el Pseudo-Jenofon- te. Acabó defendiendo un privilegio —el del poder—, pero co­menzó, justo es decirlo, por propugnar un ideal. Platón lo dice

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en el pasaje célebre de la Carta VE: creyó que ese régimen iba a implantar la justicia. La justicia, en una oligarquía estricta, es el dominio de los nobles en gracia a que hereditariamente repre­sentan el tipo más alto de la άρετή, de la excelencia humana.

Por Píndaro y Teognis, sobre todo, nos enteramos de este ideal unitario de la nobleza griega, que encierra en sí cualidades para nosotros tan opuestas como el valor guerrero; la supe­rioridad en los juegos atléticos; el recto juicio o γνώμη en la polí­tica, el tribunal de justicia o la vida común; la otra cara de la γνώμη, que es el conocimiento expresado en las máximas y, de ahí, la capacidad educativa; también, si se quiere, el don de la poesía (en Píndaro) y la actuación como sacerdote, dado que a las familias aristocráticas pertenecen los antiguos cultos. Ideal verdaderamente integrador de la personalidad humana, expresa­do en la palabra άριστος ‘noble’, que es literalmente ‘el mejor’, y de la que se hace sinónima la de άγαθός, que es no sólo ‘bueno’, sino también superior en todo. Alév άριστεύειν καί ύπείροχον ίμμεναι άλλων, «ser siempre el mejor y superior a todos» es ya el consejo de Hipóloco a Glauco en la Diada31 y en él puede re­sumirse el ideal de la antigua nobleza. Pero conviene añadirle el espíritu de clase, el creer que esa capacidad superior es cosa de φύσις ‘naturaleza’: «llega a ser lo que eres» puede ser el lema del ideal educativo de Píndaro32; de ahí que se insista una y otra vez en el tema de la amistad entre los nobles, como se ve en Teog­nis33, y en el de la enseñanra de la nueva generación noble en los ideales de vida de la antigua. Para ello se emplean ante todo la máxima y la vida en común, que incluye a veces la relación eróti­ca, como en los versos de Teognis precisamente, entre el maestro y el discípulo.

Ninguno de estos ideales echará de menos en las obras de Pla­tón nadie que medianamente las conozca. En primer lugar y ante todo, la concepción imitaría de la excelencia posible en el hom­bre y, muy especialmente, de la acción politica y la sabiduría moral. Luego, la idea de un grupo reducido de hombres de natu­

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raleza superior, que es el único capaz de verdadera filosofía34. Y la relación de amistad, el carácter de círculo aparte, de ese gru­po, que halla su expresión en la Academia platónica —compara­ble, desde este punto de vista, como veremos, con las heterias o asociaciones aristocráticas y, también, con el ideal platónico del éfos pedagógico en el Fedro o con la afirmación de la Carta VII35 de que la contemplación del Ser sólo se produce después del largo estudio en común. Finalmente, la sociedad clasista de la República y las Leyes, en la que impera el pequeño grupo de los filósofos.

Este ideal aristocrático del político que es sabio al propio tiempo ha cristalizado en algunos tipos humanos, en parte exis­tentes históricamente, en parte conformados por una tradición posterior, sin que sea siempre dado señalar los límites. Jäger ha visto bien36 que en la imagen que ha llegado a la posterioridad de los filósofos presocráticos se mezclan dos tradiciones, la que los pone como ejemplo del ideal de la vida teorética, que arrancan­do del último Platón y de Aristóteles continúa en Teofrasto, y la que valora por encima de ella el βίος πρακτικός, la vida práctica o política. Sin entrar aquí en el detalle, es posible que varias ve­ces haya existido una síntesis basada en el ideal unitario anterior; y ello es especialmente claro en el caso de los llamados Siete Sa­bios37, los sabios griegos por excelencia, que unen en sí acción política y conocimiento ético y constituyen el precedente del filó­sofo o «aspirante a sabio» platónico; ya que en su estricta for­mulación, sabio es únicamente Dios38. Ya en Heródoto estos sa­bios presentan rasgos legendarios; esta leyenda actúa en el senti­do de acumular en sus figuras la acción y el pensamiento y muy concretamente el pensamiento «délfico» de la aristocracia de la época, con sus célebres máximas que prescriben la autolimita- ción del hombre. Pero no por ello es menos evidente que en al­gunos casos al menos esta pintura responde a la realidad. Plena­mente histórica es la figura de Solón, antepasado de Platón pre­cisamente, máximo político en Atenas, legislador, poeta que

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alumbra una nueva moral al colocar el ideal de la justicia en el centro de la política y de la conducta humana en general. Eforo en Esparta fue Cilón, dictador en Mitilene Pitaco, tirano en Co- rinto Periandro, juez y embajador Bión; pero si han pasado a la posteridad como sabios es porque supieron unir esta su actua­ción pública con un superior conocimiento moral y humano y una conducta justa39. Representan la alianza del poder y el espí­ritu, un espíritu que se manifiesta sobre todo en la máxima —co­mo en los poetas aristócratas Píndaro y Teognis, por no hablar de Focílides—, y que penetra su actuación pública y su vida.

No creemos preciso ahondar más en el detalle y dar ulteriores paralelos de este mismo ideal, los cuales podrían buscarse tam­bién en la figura de Licurgo, en varios de los filósofos presocráti- cos y aun en poetas como Alceo y Esquilo. Un poeta-filósofo co­mo Jenófanes se creerá en el caso de justificar su σοφία, su sabi­duría, en cuanto que es útil a la ciudad40. Añadamos tan sólo que este ideal unitario es un desarrollo del rey primitivo, guerre­ro, juez, sacerdote, todo en una pieza. Falta la coherencia, el ri­gor filosófico de la transposición platónica41. Fue necesario el desengaño político del joven Platón en las alternativas del poder en su ciudad natal para que se viera forzado a reconocer íntima­mente que ese ideal del hombre superior unitario, si había de ser mantenido, debía ser antes que nada profundizado filosófica­mente. Es el retroceso para saltar más alto de que hablábamos arriba.

Que el principal impulso para este salto lo recibió Platón del magisterio de Sócrates, fue indicado ya antes y sobre ello no es posible la duda: basta pensar que antes de ser formulado en abs­tracto, el ideal del filósofo se nos presenta encamado en Sócra­tes, como vimos, en el Gorgias\ en el Sócrates semireal y semimí- tico de Platón, ciertamente.

En otro lugar42 he hecho ver cómo Sócrates representa una reacción que trata de salvar las antiguas normas de conducta, las antiguas άρεταί o virtudes —templanza, valor, piedad, justicia,

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etc.— buscando para ellas no una justificación basada en la tra­dición, sino en una definición de las mismas por Vía racional. Como estas άρβται son las mismas que intervienen en la vida política, su dialéctica tenía a la larga una trascendencia en esa es­fera, por más que él se mantuviera personalmente alejado de las actividades políticas cuando esto no era inevitable. Si bien no lle­gaba, según parece, a definiciones de las que se considerara satis­fecho, la búsqueda de nuevos principios objetivos del obrar arrumbaba los antiguos y hacía temer incluso por aquellos que no entraban en su círculo de intereses. Concretamente, su lema del cuidado del alma —0eperneta της ψυχής — como ocupación superior del hombre; su predicación de la necesidad de fundar una ciencia para cada actividad, incluida la de la política; su uni­ficación real o potencial de moral y política, le convertían en un reformador que, como otros, sufrió castigo por ver y querer co­rregir las imperfecciones del presente. No por ello deja de partir de la tradición de su patria, heredada en definitiva, aun en la de­mocracia, de la de la aristocracia griega43. Antes que Platón, Só­crates ha elevado a un plano superior el ideal aristocrático grie­go. La política es cosa de una clase especializada: pero no por­que ésta tenga un conocimiento heredado, sino porque es una τέχνη, una ciencia sometida a principios racionales que por lo demás Sócrates no llega a establecer completamente. Hay unas normas que deben guiar la conducta privada y pública: pero hay que descubrirlas mediante el razonamiento. El conocimiento de estas normas y su cumplimiento se da en unas mismas personas: pero ello porque el conocimiento en general se refleja automáti­camente en la acción. Sócrates parte aquí del ejemplo de los anti­guos oficios artesanos, cuyo conocimiento hace la obra perfecta44.

Sin embargo, en Sócrates todavía no está desarrollado, que sepamos, el verdadero ideal del filósofo-gobernante; todo lo más, está en él presente en potencia. Sócrates investiga, tantea, abre caminos; Platón tiene ya respuestas concretas. La necesidad de una política científica desemboca en la teoría de los filósofos

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gobernantes; la tesis de que el conocimiento del bien lleva a su práctica, al establecimiento de un Bien que es un puro principio esencial, con caracteres que nosotros atribuimos a Dios, y a cuya contemplación ha de llegar el verdadero filósofo para descender luego a la acción. Es la pasión política de Platón y su postura aristocrática, que unifica el conocimiento moral y la acción polí­tica, lo que vuelca todas las posibilidades del pensamiento socrá­tico no en el sentido de la acción en general, sino concretamente en el de la acción política. El ideal aristocrático queda «traspues­to» al ideal platónico: es una clase especial de hombres que ha contemplado el Bien y la Belleza, la esfera más elevada del Ser, la que en virtud de ese conocimiento ha de implantar la justicia en el estado. Y, efectivamente, en los primeros diálogos en que Sócrates incorpora el papel del verdadero filósofo, aún está fue­ra del ángulo de visión su actividad política. Y ello porque histó­ricamente nunca soñó, como Platón, con llegar al poder en la ciudad para imponer en ella una filosofía que era, aun antes que nada, un método y un plan de investigación a lo largo de algunas ideas centrales. En la Apología, Sócrates es el justo condenado injustamente, el héroe, comparado con Aquiles, que prefiere la muerte antes que violentar las leyes de su ciudad natal45; no aún el político. En el Fedón, el mismo Sócrates representa el ideal de la vida filosófica en cuanto asceta que se concentra en el espíritu para lograr el conocimiento; conocimiento que se aplica sola­mente, sin embargo, a la pureza de su propia vida, recompensa­da tras la muerte. Sólo en el Gorgias, Sócrates el justo es presen­tado por primera vez como el verdadero político. Este Sócrates es ya Platón, que en el Fedro y la República habrá de abandonar la referencia a Sócrates, demasiado lejana de la realidad, para definir el nuevo ideal de la vida filosófica en los términos que arriba precisamos. Evidentemente, sólo poco a poco Platón ha sacado todas las consecuencias de los presupuestos de que par­tía: desarrollo de una doctrina dependiente de Sócrates sobre la base de un ideal ético-político de raíz aristocrática.

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De este modo, Sócrates y Platón han llegado a una restaura­ción en el espíritu de la antigua sociedad y la antigua política tra­dicionales. Han utilizado como elemento constructivo el factor puramente disolvente que era la razón en manos de sus predece­sores los sofistas, a cuyo relativismo y nihilismo oponen una mo­ral y una política fundadas en valores objetivos. Pero lo que era aún pura tendencia y método en Sócrates es ya realidad bien fija­da en Platón; y éste, sobre todo, se orienta de un modo decidido, por su directa relación con la tradición aristocrática más pura, en el sentido de la acción política. A más de reformar su vida, va así a reformar la de todos los demás. Y ha recreado de nuevo —y esto es lo que aquí más nos interesa— un concepto unita­rio del hombre, después que había sido roto por el vendaval de la sofistica; antes ya, en cierta medida, por el racionalismo de los filósofos y los poetas jonios y por la misma lógica del progreso y de la vida.

Esta síntesis platónica tiene todavía un precedente al que ya hemos hecho alusión y que vamos a tocar aquí aunque sea en forma somera: el de Pitágoras. Es conocida la relación estrecha entre Platón y Arquitas de Tarento, comenzada sin duda en el primer viaje de Platón, cuando visitó la corte de Dionisio I de Si­racusa hada el año 388 a. C. Tras la catástrofe que acabó con el dominio político de la secta pitagórica en el sur de Italia en el año 454, sólo Tarento poseía un gobierno pitagórico, cuya per­sonalidad más destacada era Arquitas, que, además de filósofo, matemático, músico, inventor y escritor fue general victorioso contra los lucanios y mesapios no sólo de Tarento, sino de la liga de los italiotas46. Arquitas heredaba una tradidón pitagórica: el gobierno de una dudad por los filósofos. Crotona, en efecto, ha­bía sido el escenario del gobierno de Pitágoras y sus discípulos.

Es característico que este hecho del gobierno pitagórico en el sur de Italia, establecido históricamente sin ningún lugar a du­das47, haya sido algunas veces recogido como dato accesorio sin reladón con la verdadera filosofía pitagórica; otras, pasado en

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silencio o negado incluso4*, El punto de vista de las escuelas aris­totélicas, que oponían el βίος θεωρητικός, la vida teorética, y el βίος πρακτικός, la vida práctica o política, ha continuado ha­ciéndose sentir lo mismo aquí que en el caso de Platón. Afortu­nadamente, en uno y otro se ha producido ya la reacción.

La política pitagórica es concebida hoy como una política aristocrática, basada en una clase superior que impone su ley y que ha buscado el apoyo, ante el peligro de insurrección —que ni aun así logró conjurar—, de su grupo más fanático y duro, el de la secta pitagórica. Esta formaba una especie de hetería apar­te, cuyos miembros se comprometían al secreto. Entre la política pitagórica y el resto de la filosofía de la secta existe una relación evidente49. He aquí algunos datos a este respecto. El mismo prin­cipio del orden que domina el mundo —llamado por primera vez κόσμος, orden— es el que rige la relación de las clases socia­les; y el imperio del número hace que el concepto democrático de igualdad sea sustituido por el de la llamada «igualdad geométri­ca», que viene a equivaler a que cada uno tiene los derecho que su valor merece. El imperio de Dios se refleja en el de la orden y su fundador, cuya palabra es una verdadera revelación: αύτός £φα, magister dixit. EI principio de la armonía impone el de la amistad entre la clase dirigente. La ley es sagrada y todos deben ayudarla y combatir a los τελέως κακοί, los absolutamente ma­los. Los deberes de mando y obediencia están sancionados por premios y castigos en la otra vida, tomados de la doctrina órfica.

Partiendo de un régimen aristocrático, los pitagóricos han creado un sistema de gobierno con una base cósmica y teocrática que permite a la clase dirigente practicar las virtudes propiamen­te pitagóricas —la amistad, el ascetismo purificador, la virtud moral, el cultivo de la ciencia—. Grande es la impresión que de­bió de causar a Platón este sistema cuando lo conoció, aunque probablemente ya suavizado, en la Tarento de Arquitas. Cierto que la trasposición filosófica de la aristocracia en Platón es muy diferente, de entronque puramente socrático; pero no hay duda

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de que la política pitagórica debió de constituir una fuerte incita­ción para convertir la filosofía puramente socrática, que buscaba el perfeccionamiento de la conducta humana, en la platónica, que postula el ideal del filósofo-gobernante. A poco de la vuelta de Italia escribe Platón el Gorgias, que contiene pasajes fuerte­mente pitagorizantes50 y en el que por primera vez el Sócrates platónico se califica a sí mismo de único verdadero político de Atenas. De aquí vendrá luego la perfecta estructuración en la República de la vida filosófica a la manera platónica.

El testimonio de los diálogos de Platón, el de su Carta VII, y, finalmente, el estudio de los precedentes históricos e ideológicos, creemos que serán suficientes para convencer de la profunda se­riedad que no ha impedido la ligereza de la crítica racionalista al hacer de Platón un teórico puro que se ocupa de teoría del cono­cimiento y tratar frívolamente la gran tragedia de la vida del filó­sofo: su choque con la realidad al intentar llevar a la práctica su ideal en Sicilia. El que tenga curiosidad por este episodio de la deformación histórica de la figura de Platón puede leer, por ejemplo, las páginas especialmente incomprensivas que dedica a esta grave crisis de su vida uno de los máximos representantes de la gran época de la filología alemana, Eduardo Schwarz, en su li­bro, traducido al español, Figuras del Mundo Antiguo51.

Pero no adelantemos los acontecimientos. Imaginémonos un momento a Platón recién regresado de Italia, fresco todavía el recuerdo del príncipe filósofo, su amigo el pitagórico Arquitas; fresca la impresión causada por una filosofía que une en un solo sistema de pensamiento el estado y el cosmos, el conocimiento y el gobierno. La terrible crisis de conciencia que se había abierto a la muerte de Sócrates está ya superada. La unidad socrática de pensamiento y acción es llevada ahora con decisión al marco de la política y enriquecida con desarrollos metafisicos; el antiguo ideal aristocrático de Platón está salvado, pero es elevado a un plano superior. Ha sido descubierto el nuevo ideal de la vida fi­losófica, que se vierte en la oposición socrática de la vida justa y

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la injusta, a su vez heredera de los dos caminos de la virtud y el vicio en los versos de Hesíodo52 y en la alegoría de Pródico53. Pues bien, desde este momento mismo Platón no solamente va a servir a esta nueva vocación que proclama en el Gorgias, va a dedicarse a la formación de la futura clase de gobernantes que serán los filósofos. Es el momento de la fundación de la Academia.

Organizada bajo la forma de un θίασος o grupo reunido en rededor de un culto, el de las Musas54, la Academia recuerda, de otra parte, a las heterías o clubs políticos aristocráticos; ello in­cluso en la relación de φιλία o amistad entre los miembros y en el fomento de esta relación y de la formación de unas creencias y un sentido de la vida propios del grupo mediante banquetes es­trictamente regulados, de los cuales es trasposición el diálogo que lleva este título55. Pero también en este punto debió de reci­bir Platón un impulso del ejemplo de la Sociedad pitagórica, a la cual, mucho más que al círculo de los amigos de Sócrates, se ase­meja la Academia platónica56; bien que la sociedad pitagórica toma a su vez el modelo de las heterías aristocráticas57. En la Academia y los pitagóricos tenemos en el centro al maestro, ob­jeto de veneración y luego de divinización; en tomo, a los discí­pulos, unidos entre sí y con él por lazos de amistad, gracias a los cuales progresan en el conocimiento.

Convenía quizá decir esto porque, al ser la Academia en los últimos tiempos un lugar de cultivo de la ciencia pura, y al ser sus herederos el Liceo, el Museo de Alejandría e, incluso, nues­tras Universidades, se tiende demasiado a considerarla en su in­tención como un lugar dedicado al estudio de la filosofía pura58. Como el concepto de filosofía en Platón, la enseñanza de la Aca­demia tenía dos vertientes. Una de ellas es el conocimiento de las ideas, llevado a cabo por la dialéctica, según la República y el Menón —que se considera el manifiesto fundacional de la Aca­demia— o por el eros según el Fedro y A Banquete, es decir, por la investigación dialéctica en común de maestro y discípulos. No hay que imaginar la enseñanza de la Academia, salvo quizá en su

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último periodo, como una serie de cursos regulares59. Hay, si, una propedeútica matemática, descrita en el Menón y la Repú­blica, en cuanto la dialéctica eleva a nuestro conocimiento por encima del nivel de los objetos sensibles; pero luego sólo queda la larga discusión e investigación en común de la dialéctica, que culminará en la contemplación individual de la realidad más al­ta. Como en la República, como en el mismo Menón, en la Aca­demia el fin del conocimiento es la acción60. Y esto no es una pu­ra posición teórica, puesto que tenemos datos abundantes de la actividad política de los discípulos de Platón. Larga es la lista que habría que recordar a este respecto61. Mencionemos al me­nos a Eufreo, consejero de Perdicas de Macedonia, a cuya corte enseña la geometría y la filosofía; a Corsico y Erasto, consejeros igualmente de Hermias de Atameo; a Formión, el reformador de Atenas; a Dión de Heraclea, el que dio muerte al tirano Clearco de Heraclea; a los platónicos convertidos en tiranos o que quisie­ron alcanzar la tiranía, como Querón en Pelena, Eneón en Lampsaco, Timeo en Cízico; recordemos también a las ciudades que llaman a Platón o le piden un discípulo para redactar sus le­yes, como Cirene, Megalópolis, Pirra, etc.

Pero sobre todo, hablemos del discípulo amado, de Dión, y con él de la propia intervención política de Platón, narrada por él en sus cartas VH y VIII y conocida también por Plutarco y otras fuentes. Corre el año 367. El viejo tirano Dionisio de Sira­cusa, al que conoció Platón en su primer viaje en un episodio in­fortunado, soldado de fortuna que salvó el helenismo en Sicilia, pero que nada quiso saber de la filosofía, ha muerto. Ha subido al trono Dionisio II, muy joven aún, y es éste el momento en que Dión, su tío, cuñado de Dionisio I, llama a Platón. Es el mo­mento de la acción, es la oportunidad única de, con ayuda de su discípulo Dión, convertir a Dionisio a la filosofía y llevar el estado fi­losófico a la realidad.

Difícil debió de ser la decisión para Platón. En ese momento ya no es joven: tiene unos sesenta años. Su convicción íntima de

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la posibilidad de realizar su ideal ha debido de vacilar. En el Me- πόα parece ya reconocer otra especie de virtud política que es connatural y no deriva de la Cienda62 y quizá se preparan ya las concesiones de las Leyes y la Carta VIH. La Academia tiende a convertirse en un refugio para el cultivo de las Ciencias que, cual ramas, se han ido desgajando del árbol de la investigación plató­nica del Bien. En el Teeteto ha fundado Platón el ideal de la vida puramente teorética, alejada de toda actividad práctica. Y, sin embargo, aunque alejado a veces del primer plano, aunque pues­ta en duda en la misma República63 la posibilidad de realizarlo en la tierra, continúa vivo y presente como el escalón más alto el ideal del gobierno filosófico. El filósofo de la República que ha contemplado el Bien64 siente la tentación de no fcajar a la caver­na; de permanecer en contemplación indefinida sin cuidarse de los prisioneros encadenados en el mundo sensible; pero acabará por bajar, porque es un hombre justo al que se le ordenan cosas justas65. Igual Platón. Dión ha convertido a la vida filosófica a un grupo de siracusanos y espera convertir al propio Dionisio, después de lo cual la vida de éste y la de toda Siracusa ha de ser άμήχανον μακαριοτητι, infinitamente feliz; pero para ello re­quiere la presencia del maestro, que supo en un tiempo despertar su deseo de una vida mejor. El propio Dionisio le llama66. «Exa­minando yo y dudando —dice Platón— si debía aceptar o no, venció la opinión de que era preciso, si alguna vez se había de in­tentar poner en práctica las teorías sobre las leyes y el gobierno, hacer la prueba ahora; pues con convencer a uno solo, daría cumplimiento a toda aquella felicidad». Ante la alternativa de dejar pasar la ocasión, nos dice Platón, «me avergonzaba de mí mismo, no fuera que tuviera que llegar a acusarme de ser pura doctrina y no haberme lanzado a la acción y que me expusiera a traicionar la hospitalidad y la amistad de Dión».

No me es posible relatar por menudo el fracaso de la gran aventura platónica, de la que lo que nos interesa en este contexto es su ejemplaridad. Pronto choca el filósofo con las camarillas y

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los partidos; Dión es desterrado y vive en la Academia. Y luego llega el magnífico riesgo, la expedición de Dión y la Academia para conquistar el trono de Siracusa, y tras él el triunfo y luego otra vez la guerra inmisericorde de la ambición y la desconfianza humanas y, finalmente, el crimen; Dión muere asesinado el año 353, y asesinado por miembros de su expedición, por compañe­ros de la Academia. Con él perece el ideal unitario del filósofo platónico; ya no será Dión, será Aristóteles, el puro teórico que no quiso descender a la caverna, el heredero principal de Platón. Pero aquel a quien iba dirigido su amor, cantado seguramente en el Fedro, era el primero; a él el maestro dedicó en su muerte aquel bello epigrama que concluye con el verso famoso:

ώ έμήν έκμήνας ψυχήν £pom, ΔίωνDión, que enloqueciste con el amor mi alma.

Sólo nos queda por considerar ahora la otra mitad del ideal platónico de la vida filosófica, tan preñada de significación para el futuro. Es la vida contemplativa del puro científico, ya anun­ciada en el Teeteta es el ideal del puro conocimiento. Echemos antes una última mirada a la historia ulterior de la primera mi­tad del escindido ideal.

Antes de la muerte de Dión seguramente había escrito Platón su Político, en que éste era otra vez conocedor del Bien, el hom­bre regio que, en bien de la humanidad, sabe estar por encima de las leyes. Pero la parte dianoética de su carácter está ya en un se­gundo plano; y en las Leyes, la última obra del filósofo, en que se proyecta una nueva constitución, esta separación se hace más acusada todavía. Pero si los medios para la práctica de la nueva política —como en la conciliatoria Carta VIH— son suavizados, llegándose a una especie de constitución mixta, si el ideal con­templativo se distancia del de la virtud política, ésta es definida siempre en los mismo términos: busca el establecimiento de la justicia, que en el Filebo se procurará hacer compatible con el

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concepto del placer. En vez del conocimiento de las ideas entra ahora en escena el conocimiento y la imitación de Dios; el alma humana debe enriquecerse y perfeccionarse por una imitación del alma suprema que es Dios, conocida sin duda por la expe­riencia religiosa67, aunque también objeto de prueba racional. Tal estado tiende, como en el Político, a realizarse en forma de una monarquía68, lo que no es incompatible con el imperio de las leyes ni la existencia de la clase de los filósofos. Solamente, en las Leyes la actuación de éstos en la vida pública es considerada, mucho más que en la República, con una obligación penosa69, que les aparta de su verdadera vocación teorética y les hace en­trar, en parte al menos, en un mundo semejante al de la política.

La aproximación de Platón a las posibilidades terrestres en la Carta VIII, el Filebo y las Leyes, no hace más que procurar po­ner en práctica una parte al menos del antiguo ideal al que, en el fondo, nunca renunció. Cada vez más laica y alejada de todo modelo metafisico, la teoría política griega, en Isócrates, Aristó­teles, Cicerón, etc,, depende claramente de él. Un género litera­rio que inicia Isócrates y que luego tiene gran fortuna, el de los consejos al príncipe, tiene su antecedente en el ideal platónico del filósofo. Y no cabe duda de que las monarquías helenísticas y el imperio romano, así como, a la larga, las monarquías europeas, han intentado recoger en mayor o menos grado su ideal de justi­cia. Así, el gran teórico no ha dejado de ejercer su influencia so­bre la práctica por el hecho mismo del carácter absoluto, funda­do metafísicamente, que dio al antiguo ideal aristocrático de la justicia, profundizado hasta hacerlo generalmente humano.

Pero nos hemos alejado del ideal unitario de la vida filosófica y vamos a volver a considerarlo en lo que tiene de conocimiento. Si hasta aquí hemos hablado del eterno conflicto entre el poder y el espíritu, en tensión íntima dentro de la tesis platónica, ahora vamos a ver en uno de los elementos de esta síntesis, el ideal del hombre como ser cognoscente, cognoscente del modelo superior del Bien concretamente, una nueva grieta que, como las de un

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edificio, señala las etapas y materiales de su construcción y avisa a la vez de la futura ruina: es la dualidad entre los dos modos del conocimiento, el conocimiento lógico o racional y el conoci­miento inspirado. Grieta innegable, por más que el artista que hay en Platón trate de llamar la atención sobre la armonía del edificio en su conjunto y por más que la dificultad del empeño haga más grandiosa, única, esa armonía.

El camino del conocimiento, metáfora que aún hoy repetimos cuando hablamos de método, nos es pintado una y otra vez por Platón como una ascensión penosa que tiene lugar en la Repú­blica con ayuda de la Dialéctica, en el Fedón de un modo seme­jante gracias a la pura contemplación del νους del alma-razón, en el Banquete por el amor que nos arrastra de las cosas bellas a la Belleza en sí. En realidad, los dos factores van unidos: así se ve bien claro en la Carta VII y el Fedro, en pasajes ya aludidos, y en el mismo Fedón cuando, en el momento de la duda produci­da por las objeciones de Simmias y Cebes, se opone al filósofo, amigo del saber, el μισολόγος, desconfiado en la fuerza de la ra­zón. En todos estos pasajes se trata del concepto mismo del filó­sofo: es inseparable de él el de la elevación dialéctica a la Idea por amor a la m ism a. Ya en el Gorgias, el primer manifiesto de la vida filosófica, Sócrates es presentado como un enamorado de la verdad al igual que Calicles lo es del pueblo, esto es, del poder.

No es, pues, una pura y simple investigación solitaria y desa­pasionada la que lleva a la verdad, a la verdad moral quiero de­cir. Eróses un genio que hace de intermediario y nos lleva a un mundo superior, saltando de escalón en escalón por sus imita­ciones. Hay igualmente una dialéctica ascendente que nos lleva a eses sumas realidades cuya relación no es éste el lugar de definir, pero que representan todas ellas la suma esencia, el mundo inte­ligible, visto desde distintos puntos de vista: el Bien de la Repú­blica, las Ideas del Fedón, la Belleza del Banquete, el Ser absolu­to del Solista10, el Viviente inteligible del Timeo71. Es un ascenso difícil y doloroso, que el hombre no hace de grado; pero que,

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buscando las causas finales, va descubriendo un mundo armóni­co de esencias, relacionadas y organizadas entre sí, hasta llegar a la suma unidad. Platón lo describe en el Fedón con términos to­mados de la catarsis órfica. Este ascenso no se hace con el apoyo de la pura lógica, sino que, aparte del eros, interviene el princi­pio de la anámnesis; el alma, que es de la misma naturaleza que las ideas72, ha contemplado éstas antes de su nacimiento y puede así recordarlas mediante el estudio de sus copias en el mundo sensible. La razón pura y autónoma, sin apoyo externo, sólo se emplea en la dialéctica descendente, la que a partir de las últimas realidades busca por διαί,ρεσι,ς, clasificación, trazar un cuadro inteligible del mundo y de este modo da origen verdadero a las diversas ciencias.

Pero no es esto lo esencial. Hemos contemplado hasta aquí en todo caso una intervención del νους, de la mente —ayudada en el Fedro por el alma afectiva—. Pues bien, al llegar a un cierto punto ya no hay acción sino pasión: hay un instante que llega en forma repentina y en el cual se nos revela el Ser superior como si un rayo de luz descendiera sobre el alma. El objeto último del conocimiento —dice Platón en la Carta VII73 en términos seme­jantes a los que emplea respecto al Bien en la República— no puede describirse. Sólo se llega a él cuando, tras larga investiga­ción, «repentinamente, como una luz que se enciende de un fue­go que brota, se implanta en el alma y se alimenta ya a sí mis­ma». En otro pasaje74 se dice igualmente cómo tras la investiga­ción conceptual hecha en amor, brilla la sabiduría sobre el todo. En la República el Bien, que ya es la Idea superior, ya algo en la otra vertiente del Ser75, se nos declara inexpresable y sólo se nos muestra la etapa final de su revelación como el brillar de un Sol que hace posible el conocimiento76. En el Fedro las almas, antes de venir a este mundo, contemplan el suprem Ser, lo que es un anticipo de la contemplación alcanzada por el filósofo; el len­guaje considera esa contemplación como una iniciación en los misterios, en los que, como es sabido, había, por lo menos en

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Eleusis, una epifanía súbita y luminosa77. Es importante notar que en estos y algunos otros pasajes comparables en el Fedón (contemplación del mundo ideal)78 y el Banquete (contempla­ción de la Belleza)79 se habla siempre de la actividad del filósofo.

Frente a la evidencia de estos pasajes, la crítica racionalista ha solido negar sistemáticamente la existencia de una experiencia mística, eslabón último del conocimiento, en Platón. El que no pueda expresarse en el lenguaje discursivo, como dice el propio Platón en pasajes que hemos citado, no implica que se trate de puras metáforas y símiles poéticos para expresar el conocimiento intelectual, sino al contrario. Es curioso el empeño de Wilamo­witz, por ejemplo80, por dejar bien sentado que el discurso de Diotima en el Banquete sobre la revelación de la Belleza es una fábula sin sentido profundo y su afirmación81 de que Platón aprehendió lo eterno «durch das reine Denken seiner reinen See­le», por la pura razón de su puro espíritu. Incluso Stenzel82 y Friedländer83, que con tanto cuidado e intuición han estudiado estos pasajes, comparándolos con el repentino deslumbramiento del místico, con lo inefable del momento de la unión, afirman ta­xativamente que Platón, a pesar de todo, no es un místico. He­mos de llegar al P. Festugière84 para que quede sentado que no podía haberse equivocado tan radicalmente toda la Antigüedad, que con Plotino y San Agustín salvó para toda la mística poste­rior —la cristiana y también la musulmana— el esquema con­ceptual y la expresión en imágenes del misticismo platónico, que todavía resuena, por ej., en los versos de nuestro San Juan de la Cruz: sin otra luz y guía/ sino la que en su corazón ardía./ Aques­ta me guiaba/ más cierto que la luz del mediodía.

Buen ejemplo éste de lo que pueden aportar una formación y una mente católicas al estudio de la religión antigua. Este nuevo punto de vista va ya difundiéndose ampliamente; en su Entdec­kung des Geistes, Bruno Snell, uno de los más inteligentes filólo­gos actuales, nos habla, por ejemplo, de la revelación del conoci­miento divino en el Banquete85.

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Conviene, sin embargo, añadir algunas precisiones. Platón es un místico sólo en parte; y es otras cosas además de un místico. Está presente en él el momento de la revelación de la realidad su­perior, en cierto modo, como veremos, de Dios; falta la unió mystica, pues el límite entre el alma y Dios queda siempre per­fectamente trazado. La mística es solamente la culminación de la dialéctica y es a su vez el punto de arranque para otra dialéctica, la dialéctica descendente, cuyo fin es describir científicamente el mundo sensible. Hay una síntesis armónica, como antes dijimos y como comprobaremos dentro de un momento al ver el reflejo de este doble método de conocimiento en la figura ideal del filó­sofo. Pero esta síntesis implica una tensión, una de tantas tensio­nes dentro del cuadro de la filosofía platónica que han sido y son el tormento de quienes pretenden reducirla a esquemas claros y definitivos.

Ese algo inefable cuyo conocimiento se revela al alma en la revelación mística es ciertamente la suprema esencia del ser, co­mo se dice en los pasajes que hemos utilizado; pero, al menos cuando se la concibe como el Bien —en la República—, es al mismo tiempo algo más que esto. El hecho mismo de que aquí y en la Carta VII se califique de inexpresable ya lo indica; el que esté más allá del Ser (έπ έ κείνα της ουσίας) y ea causa de la esencia de las cosas inteligibles86, el que tenga una capacidad de acción al revelare a la mente humana, todo esto le confiere para nosotros caracteres divinos. En la larga disputa sobre si el Bien de Platón es o no igual al demiurgo, el dios creador del Timeo, me parece la más acertada la posición de Rutenberg87, a la que ya estaba próxima la de Diès88. El Bien —y sus equivalentes en otros diálogos— es un dios filosófico al cual se llega por induc­ción, considemádolo como la plenitud del Ser; es por ello objeto de pensamiento. El demiurgo es al contrario el dios activo de la experiencia religiosa. Pero —añadimos— en un segundo estadio se han mezclado y confundido parcialmente ambas deidades: el Bien toma rasgos del Dios de la experiencia religiosa y se revela

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por medio de ella; de otro lado, Dios es concebido como puro νους, puro espíritu. Una prueba clara de este carácter heterogé­neo del Bien y del Ser supremo en general tal como lo concibe Platón es el hecho, puesto de relieve por Bréhier89, de que entre el punto de llegado de la ascensión —el Uno y el Bien— y el de partida de la dialéctica descendente existe un hiato que Platón no ha llenado. Esta dialéctica parte siempre de una multiplicidad de elementos: los cinco géneros del Sofista, las cuatro especies del Filebo, los esquemas geométricos o aritméticos del Timeo. En realidad, mística y dialéctica, únicas en la vida del maestro por la necesidad de una fe que reafirmaba su confianza en la Ciencia, quedan sólo provisionalmente unidas. Hay aquí una brecha que pronto se ampliará. Plotino aísla la dialéctica progre­siva y la mística; de una forma ya clara ésta busca el conocimien­to de Dios y la unión con Dios, aparte de todo el problema del conocimiento racional y de la ciencia. Y la Ciencia, por su parte, tiende a desentenderse de las últimas realidades y a limitarse al campo que es accesible a la pura razón. Todo misticismo está ausente de Aristóteles y los científicos de Alejandría. Una vez más, la herencia platónica se ha fragmentado entre varios herederos.

También aquí, como en el caso precedente, la ideología plató­nica era el resultado de una síntesis personal. Para buscar los precedentes de la dialéctica no tenemos que retroceder más lejos de Sócrates, aunque podamos citar también a Parménides y a otros. Del conocimiento místico no hallamos en Sócrates más rastro que su célebre δαιμόνιον, que parece reducido a la esfera de la conducta. Pero en los poetas y filósofos arcaicos hay toda una larga serie de testimonios, estudiados por Snell90, de un co­nocimiento superior procedente de Dios. Citemos sobre todo a Parménides, cuya visión del Ser, precedente inmediato de las Ideas platónicas, nos la presenta él mismo como revelación de la diosa; el conocimiento es una especie de gracia91. Pensemos tam­bién en los misterios, cuyo lenguaje e imágenes se toman presta­do en los pasajes centrales del Fedro y el Banquete, en los que

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los fíeles creen recibir una revelación divina. Y en personajes co­mo Pitágoras —que tanto influyó en Platón— y Empédocles, los cuales se presentaban como seres semidivinos cuya doctrina es una forma de revelación. Conocimiento por inspiración divina y conocimiento por inspiración humana estaban claramente sepa­rados antes de Platón, aunque a veces coexistieran, sobre todo en los pitagóricos y en Parménides y Empédocles, influidos por ellos o por el Orfismo. En todo caso, se hablaba siempre de una revelación que luego se explicitaba racionalmente. Son preceden­tes éstos —como en el caso de la fusión de la acción y el pensa­miento— heredados a su vez de la antigua unidad del chamán, sabio, mago y rey de las religiones primitivas; pero nada más. Y en pensadores como Demócrito y Anaxágoras la escisión es to­tal. También opera Platón aquí en el sentido de una restaura­ción, que llega más lejos que la que antes estudiamos, pero no por acumulación de elementos, sino por su estructuración orgá­nica. La insuficiencia de la razón para llegar a la realidad más al­ta fue completada por la fe. Sólo el cristianismo, a partir de S. Pablo y luego de S. Agustín, creó, no sin influjo platónico, una construcción equilibrada de ciencia y fe en cierta medida seme­jante. En la época en que la Iglesia pesa decisivamente en el po­der temporal, es cuando sobre la tierra se ha construido la más aproximada realización del ideal platónico92.

Pero no es mi tema un análisis de la doctrina platónica, y no insistiré sobre este punto. Si lo he abordado es porque la Teoría del Conocimiento ha de repercutir forzosamente sobre la imagen del filósofo. En ninguna parte está esto expresado directamente mediante una descripción detallada de su φύσις especial. Es fá­cil, sin embargo, reunir pasajes de los que se deduce su capaci­dad para aprender93, su amor a la verdad94. Y en el Banquete, bajo los rasgos de Sócrates, se nos da una imagen de esa natura­leza semidivina, demoníaca, del filósofo que le eleva a una con­templación directa de la Belleza y la divinidad. Es el famoso pa­saje en que Alcibiades, en vez del elogio de Eros, el demon que

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eleva a la contemplación de la suprema belleza, hace el de Sócra­tes, el gran erótico, que, como ciertas esculturas de los silenos, lleva, dentro de su fealdad, un dios95. Su palabra arrastra como un conjuro, tiene un poder sobrehumano; es un ser inspirado96 que cae en éxtasis97 y tiene la fuerza única de abstenerse de la be­lleza terrestre y ambicionar la eterna; nadie le es comparable. Y ¿quién es el Eros del Banquete más que el mismo Sócrates, feo corporalmente, aspirando en su pobreza a la Idea, uniendo el mundo de lo sensible y el de la realidad más alta?98. Sócrates, ser demónico, humano y divino al mismo tiempo es, la máscara transparente de Platón, lógico y poeta, explorador de la tierra y descubridor de mundos divinos; divino también él para toda la Antigüedad, objeto de culto heroico desde su misma muerte. Só­lo su persona hizo posible que por un momento se conjugaran ideales ya antes de él separados y separados otra vez a su muerte. Su tipo ideal del filósofo es él mismo y difícilmente otro habría podido repetirlo.

En sus últimos años, alejado ya del pensamiento de la realiza­ción de su ideal de un modo absoluto, los elementos místicos del mismo parecen aislarse gradualmente de los intelectuales, aun­que de ellos quede un reflejo en el nuevo ideal de la imitación de Dios; un Dios que es fundamentalmente el de la experiencia reli­giosa, aunque la doctrina de su imitación por el alma humana haya surgido seguramente por paralelismo con la doctrina de la imitación de las Ideas por las cosas de este mundo. La verdadera actividad de Platón y la Academia es en estos años el cultivo de la ciencia pura, tal como se refleja en una larga serie de diálogos y como nos lo testimonian datos diversos99. Lo que antes era só­lo método en la investigación ético-política, se convierte en fm: es el ideal del científico puro que ya alumbra en el Teeteto, que impulsaba a los filósofos de la República a contemplar con dis­gusto su deber de bajar a la caverna del mundo y hacía que Pla­tón vacilara ante el viaje a Sicilia. Con él resucita antiguos idea­les de los filósofos jonios, que su exclusivo interés por el hombre

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le habían hecho desdeñar al principio; pensamos, por ejemplo, en Demócrito100 cuando decía que prefería descubrir una rela­ción causal a ser rey de los persas. En una palabra: Platón ha re­descubierto el ideal de la vida teorética, usando el nombre que le dio Aristóteles. Todavía en éste, a pesar de todo, la formación intelectual es la decisiva para la formación moral101; todavía la idea de la Ciencia está teñida de un cierto matiz religioso. Es la herencia de Platón, que, disminuida y sin el carácter absoluto de la concepción del maestro, perdura a través de lo mejor de la Ciencia antigua y hay que esperar que no se extinga por comple­to dentro del mundo especializado de la Ciencia moderna.

Notas

1,- R. 473, d-e.2,- R. 475 e.3,- R. 476 e.4 ,-Λ 511 e.5,- R. 537 d.

6,- Cf. Jäger, E l ideal filosófico de la vida (Apéndice a su Aristóteles, trad, esp., Méjico 1946), p.475, n. 1. La teoría de las tres vidas es de Aristóteles, pero parte de la psicología platónica, aunque cambia la vida filosófica en una ya puramente teorética.7,- R. 492 e.

8,- Ep. VH, 343 e.9,- Phaedr. 250 a.10,- Phdr. 248 d.

11,- Phdr. 252, d. e.12,- Ep. VH, 342 a ss.

13,- Theaet. 175 d.

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14,- Theaet. 173 d-e.\S.-Ap. 19 c.16,- Phdr. 230 d.17,- Ep. Vil, 234 b.

Ep. V27, 324 d ss.19,- Cf. mis Líricos Griegos, Π (Barcelona 1959,3* ed., Madrid 1990), p. 143 a.

20,- Tucídides, V I89.21,- Cf. la edición del Gorgias de E. R. Dodds, Oxford 1959, p.26.

22,- Gorg. 502 a ss.23,- Gorg. 515 css., etc.24,- Gorg. 492 d.25,- Gorg. 481 d.26,- Gorg. 485 c-d.27,- Gorg. 521 b.28,- Gorg. 514 a ss.

29,- Gorg. 512 d ss.30,- Gorg. 521 d.31,-ZZ V I208.

32,- Cf. Jäger, Paideia, p.236.33,- Cf. por ejemplo v. 26 ss.34,- R. 494 a, etc; Ep. VII, 343 e.35,- 341 c.36,- E l ideal filosófico de la vida (editado como apéndice del Aristóteles, trad, esp., Méjico 1946).37,- Sobre su vida, máximas y leyendas, véase ante todo el libro de Snell, Leben undMinungen der sieben Weisen, Munich 1952.

38,- Phdr. 278 d.39,- Aunque no faltan críticas sobre algunos de ellos. Cf. sobre todo esto el libro de Snell.

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40,- Fr. 2,11.41,- Sobre la trasposición platónica de conceptos prefilosófícos, cf. Diés, Autour de Platon, Π, p.400 ss.

42,- Cf. «Tradition et raison dans la pensée de Socrates», en Bull. Assoc. Guillaume Budé, 1956, recogido aqui p.233ss.43,- Sobre esto, cf. Bull. Assoc. Guillaume Budé, 1. c., p.31, etcétera; y antes Tovar recogido aqui p. ss.44,- Cf. Hirschberger, Die Phronesis in der Philosophie Platone, Leipzig 1932.45,- Cf. Hildebrant, Plato (4* ed., Berlin, 1959) p.50ss.; C. C. Coulder, «The tragic structure of Plato’s Apology», PhQ. 12(1933)137-43.46,- Cf. Edwin Minar, Jr., Earlypythagoreanpolitics, Baltimore 1942, p.86 ss.47,- Cf. sobre esto y lo que sigue, además del liero de Minar que acabamos de citar, el de K. von Fritz, Pytagorian politics in Southern Italy, New York, Columbia University Press, 1940. Sobre la política pitagórica gene­ral, cf. también Delatte, Essai sur la politique pythagoricienne, Lieja 1922.

48,- Cf. por ejemplo Erich Frank, reseña del libro de Von Fritz, en AJPh 64(1943)220-25.

49,- Cf. sobre esta Minar, Ob. cit., p.95ss.50,- Cf. Dodds, Ob. cit., p.26 y 296ss.51,- Madrid 1942 (p.75ss.).52,- Op., p.287 ss.53,- En Xen., Mem., 2.1.21ss.

54,- Cf. sobre esto Howald, Die plat. Akademie und die moderne Universi­tas Litterarum, Zürich 1921, quien pone demasiado en el centro este ele­mento cultural.55,- Hans Herter, Platons Akademie, 2* ed., Sonn, 1952, p.9.

56,- Cf. P. Friedländer, Platon, 1 Berlin y Leipzig 1928, p. 104ss.57,- Cf. Minar, Ob. cit., p.l8ss. De los pitagóricos habria tomado Platón el culto a las Musas según Boy anee (Le cuite de les Muses chez les Philosophes Grecs, París 1937, p.267ss.).

58,- Así todavía H. Cherniss, The riddle o f the early Academie, Berkeley University press, 1945.

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59,- Sobre todo esto cf. Chemiss, ob. dt.60,- Sobre el Menón, cf. la ed. de A. Ruiz de Elvira (Madrid 1958), p.25ss., e infra, p.38, sobre la Academia, Herter, ob.dt., p,15ss.61,- Cf. Schuhl, «Platon et l’activité palitique de l’Académie», REG 59(1946-47)46-63; Friedländer: Ob. dt,. p,118ss.

62,- Cf. Ruiz de Elvira, ob.dt.63,- 592 b.64,- 519 b ss.65,- 520,- 520 e.66,- Ep. Vil, 326 e ss.67,- Cf. C. G. Rutenberg, The doctrine o f the imitation o f God in Plato, New York 1946 (sobre todo p. 13, sobre el conocimiento de Dios).

68,- 709 e ss.69,- Cf. Festugière, Contemplation et vie contemplative selon Platón, Paris, Vrien, 1937, p.445ss.70,- Sopb. 249 a.

71,- Tim. 30 cd.72,- Phaed. 79 c.73,- 341 c.74,- 344 b.75,-’Επ’ ¿KeCva τής ούσίας (R. 509 b).76,- R. 507 e ss.77,-Pbdr.248 c,249c, etc.78 .-Phdr. 111 a.79,- Smp. 210 e y 211 d.80,- Platon, p. 381 ss.81,- P.391.82,- «Der Begriff der Erleuchtung bei Platon», Antike 2(1926)235-57.

83,- Ob.çit., p.68.

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84,- A. J. Festugière, Coatemplarioa et vie contemplative selon Platon, Pa­ris, Vrien, 1937.85,- Piénsese también en el conocimiento por vía irracional del poeta y el adivino, según Platón, Cf. Dodds, The Greeks and the Irrational, p.218ss.86,- R. 509 b.

87,-Ob. cit., p.l2ss.88,- Ob. cit., p.523ss.89,- Ä^i761(1948)479ss.90,- Ob. cit., cap. VII.91,- Snell, Ob. cit., p.l48ss. de la traducción inglesa.92,- Cf. Ziegler, Von Platóns Staatheit zum christlichen Staat. Olten 1948.93,- Cf., por ejemplo, Theaet. 143 E ss.94,-Cf. supra, p.41.

95,- Smp. 215 ass.96,- 218 b: μαΐ'ίας τε καί βακχείας; 219 c: δαι.μοΐ'ίψ97,- 220 c.

98,- Cf. Hildebrant, ob. cit., p.201.99,- Jäger, Aristóteles (trad, esp., Méjico 1946), p.l9ss.100,- Fr. 118 Diels. Cf. F. Boll, Vita contemplativa, Heidelberg 1923.101,- Cf. Jäger, «El ideal filosófico de la vida», en el Aristóteles citado, p.492.

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15. LA ESTRUCTURA DEL DIÁLOGO PLATÓNICO

No es que la Literatura sea solamente forma, como alguna bien conocida escuela ha propugnado: es íntima relación y cohe­sión de forma y contenido, potenciándose recíprocamente. Y la Filosofía, y sobre todo la antigua y dentro de ella la platónica, es Literatura, un tipo especial de Literatura.

Demasiado tiempo, en efecto, se ha limitado el estudio de la Literatura a cuestiones eruditas y a contar argumentos y elucidar cuestiones ideológicas e históricas. Demasiado tiempo se ha limi­tado el estudio de la Filosofía, a elucidar las intenciones de sus creadores, y explicar el impacto que en nosotros (en aquellos «nosotros» que estén preparados para ello) producen. Es inexcu­sable investigar la interacción de forma y contenido. Pór lo que a platón respecta, por ejemplo, es verdaderamente mínimo lo que en este campo se ha hecho dentro de una bibliografía platónica que es abrumadora.

Sin embargo, el movimiento que estudia los elementos forma­les de la Literatura griega ha progresado mucho últimamente; en parte, en relación con problemas sobre el origen de las obras lite­rarias, sus reales o supuestos elementos heterogéneos, etc. En parte también, ya directamente. Es el teatro, quizá, el sector de la literatura griega que más se ha beneficiado de estas nuevas co­rrientes (también Homero y Hesíodo, por supuesto, pero aquí con mucha mezcla de ganga tradicional).

Todo esto está dentro de la moderna aproximación del estu­dio de la lengua y el de la literatura: estilística, gramática del tex­to, etc. Aproximación que es en parte una reconstrucción de mo­

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dos de pensar tradicionales que nunca debieran haberse olvida­do. Pero supone un paso adelante en una dirección en parte diferente.

En realidad, se está empezando. Nos cumple decir que España ha sido uno de los lugares en que estos puntos de vista primero se han abierto paso. Personalmente, me interesé por ellos hace tiempo y de ello he dejado constancia en libros y artículos relativos, sobre todo, el teatro, la lírica y la fábula. Pero aquí quiero referirme a tra­bajos dentro del círculo de mis discípulos que se han ocupado de di­versos autores desde este punto de vista. El libro de Pedro Bádenas sobre Platón debe colocarse, así, para ser rectamente comprendido, al lado de los de Javier de Hoz sobre Esquilo (Salamanca 1979), de José María Lucas sobre Sófocles (Madrid 1982) y de Dolores Lata sobre Hipócrates (aún no aparecido). Sobre las mismas bases, se es­tán realizando trabajos sobre otros autores. Y hay que añadir publi­caciones españolas independientes en el origen, pero de una orienta­ción más omenos próximas.

Para ceñirme ahora a Platón, es notable lo que se repite la co­nocida anécdota sobre su vocación teatral y lo que se insiste en los rasgos dramáticos, trágicos o cómicos, de determinados diá­logos; y la falta de atención a estos rasgos en el detalle. El pre­sente libro1 mostrará, pienso, cómo hay que atacar el problema.

No es que vayamos a decir que un diálogo platónico como los aquí estudiados es teatro: no es teatro, un diálogo es cosa dife­rente. Pero tiene una serie de rasgos comunes con el teatro. Mu­chas de las unidades que recurren pueden recibir justamente los mismos nombres (prólogo, agón, coro, etc.), siempre que se esta­blezcan las naturales diferencias, al tiempo que los rasgos coinci­dentes. Un estudio analítico seguido de uno que establezca cómo Platón combina las unidades que descubrimos en una unidad total, al servicio de la exposición vista de sus ideas, es lo que necesitamos.

La Literatura griega, incluida la Filosofía, lo mismo la en ver­so que la en prosa, está altamente formalizada, lo que permite con mayor facilidad estudios como éste. De ellos saldrá, espero, un mejor conocimiento de esa Literatura, de las ideas que en ella

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se expresan, de la manera de trabajar de los autores, de sus in­tenciones. Saldrá un conocimiento de la obra literaria y filosófi­ca como el de algo vivo y vital. Incluso para el conocimiento del fondo de las obras resultarán ganancias.

Pienso que este libro de Pedro Bádenas, que no es, por su­puesto, un estudio a fondo de la totalidad de los aspectos forma­les de la literatura platónica, pero sí un avance importante, será un acicate para aquellos que quieran embarcarse en esta empre­sa. Una empresa que tiene mucho de nuevo, aunque haya de ba­sarse, por fuerza, en el conocimiento de la labor de nuestros pre­decesores y que exige del autor y del lector un dominio de la his­toria de las ideas, de las circunstancias de la Atenas Clásica y, al tiempo, una sensibilidad y unos conocimiento literarios, real­mente grandes. Pues una obra aislada no puede comprenderse si no se coloca en el universo formal e ideológico en que ha nacido: del que depende y contra el que reacciona.

Es en este contexto en el que hay que colocar, pienso, el libro que hoy ve la luz, que considero importante dentro de los estu­dios platónicos y dentro de los estudios literarios en general. Ojalá sea seguido de muchos del mismo tipo y ojalá su metodo­logía y sus ideas hallen eco en el mundo de los estudiosos de la Literatura y de la Filosofía, antiguas y modernas. Porque se teo­riza mucho, pero lo que es hoy urgente es que descendamos a la arena y nos arriesguemos en estudios concretos como éste, aun­que los métodos no estén completamente maduros y deban me­jorarse sobre la marcha.

Notas

1.- Perdro Bádenas, La estructura del diálogo platónico al que estas páginas sirven de prólogo, Madrid 1985.

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16. EL BANQUETE PLATÓNICO Y LA TEORÍA DEL TEATRO

1. El Banquete platónico termina, como es sabido, con una escena orgiástica: una tropa de comastas irrumpe en la casa de Agatón, reina el desorden, se bebe. Erixímaco y Fedro .se van; Aristodemo, el que hizo el relato a Apolodoro, narrador a su vez del Banquete, se queda dormido. Pero al despertarse Aristode­mo encuentra aún despiertos y bebiendo a Sócrates, Agatón y Aristófanes: los tres personajes principales del diálogo. Aristode­mo no cuenta todo lo que decían, pero sí lo principal (223 d): «que Sócrates les estaba forzando a reconocer que era cosa del misino hombre el saber componer Comedia y Tragedia y que el que por su arte era autor trágico era también autor cómico». Los dos poetas conceden esto forzados por la argumentación y no siguiendo a Sócrates de buen grado (ού σφόδρα έττομένους). Después van durmiéndose por este orden, primero Aristófanes y luego Agatón, mientras que Sócrates se marcha, después de la­varse, al Liceo y pasa el día según su forma habitual.

Esta conclusión resulta a primera vista extraña y hasta inco­herente en el Banquete. Puede decirse que no ha llamado mucho la atención; generalmente, en las exposiciones modernas del diá­logo, se mencionan las palabras de Sócrates como una pura anécdota. En este sentido, Wilamowitz1 puede decir, por ejem­plo, que la manifestación de Sócrates indica que para Platón Tragedia y Comedia son complementarios. Pero la cosa es más compleja y, además, no queda integrado el pasaje en el cuerpo del diálogo. Un poco más lejos va Friedländer2 cuando anota que la paradoja socrática contradice el pasaje de R. 395 a, en que

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se dice que las mismas personas no son capaces de imitar la Tra­gedia y la Comedia, sino que cada uno de estos géneros tiene sus propios actores; y señala que Leg. 816 d-e, donde se afirma que no es posible comprender lo serio sin lo risible, viene a aclarar la contradicción.

El pasaje de Friedländer es, sin embargo, bastante desorienta­dor. Prescindiendo de que seguimos sin comprender la relación entre la paradoja socrática y el tema y las ideas del diálogo, hay que hacer notar varias cosas. En primer lugar, el pasaje de la Re­pública señala simplemente un hecho: que los actores de la Co­media son distintos de los de la Tragedia; y se apoya en este he­cho de la división del trabajo en la imitación para propugnar una especialización en la vida de los guardianes del Estado: de­ben ser δημιουργοί ¿XeuOeptac «artífices de libertad». Pero Pla­tón, pese a señalar la dificultad existente para «imitar» cosas di­ferentes una misma persona, dice textualmente que Tragedia y Comedia son cosas semejantes (τά δοκοΟντα έγγύς άλλήΧων είναι) «cosas que parecen estar próximas». No hay, pues, verda­dera contradicción. Y menos puede decirse que haya una aclara­ción de la contradicción en las Leyes, en el pasaje en que Platón autoriza en su nuevo Estado, sin tanto rigorismo como en la Re­pública, la representación de la Tragedia y la Comedia; esta últi­ma para que los ciudadanos tomen ejemplo de. lo que no se debe hacer y representada por esclavos y extranjeros, con objeto de evitar el influjo pernicioso de la cosa «imitada», cuando es mala, sobre el «imitador». La frase dé las Leyes aludida arriba se refie­re a que lo serio y lo risible se sirven de contraste: de ahí el valor educativo de la Comedia. No hay conciliación, ni se plantea si­quiera el problema de las relaciones entre los géneros.

2. El pasaje del Banquete por el que hemos comenzado nues­tra exposición presenta, sin embargo, un punto de vista que no está aislado dentro de la obra platónica. Si ha llamado poco la atención es, aparte de por la dificultad de establecer sus conexio-

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nes con el resto del Banquete (debida a que Platón presenta vo­luntariamente la paradoja socrática en forma aislada y enigmáti­ca), porque el estudio de la Poética platónica se ha centrado casi exclusivamente en el de unos conocidos pasajes de los libros II- III y X de la República más, marginalmente, el del pasaje aludi­do arriba de las Leyes y del Ión. El gran escándalo de la expul­sión de los poetas del Estado platónico ha atraído primordial- mente la atención. Sucede además que la justificación platónica de la expulsión se centra muy principalmente en la inmoralidad de toda mimesis de segundo grado, como es la del poeta; y esto nos lleva a la teoría de la mimesis que, aunque en una forma di­ferente, aparece también en el centro de las ideas sobre la Poesía en la República y Leyes y, por supuesto, en Aristóteles. Aquí surgían suficientes problemas como para brindar un amplio campo de trabajo a los estudiosos de la Poesía como mimesis o «imitación». En definitiva, como un simple prolegómeno a la teoría aristotélica expuesta en su Poética.

Podemos señalar algunos de estos problemas. Frente a la po­sición del libro X de la República, según la cual la maneas poéti­ca es en sí inmoral por ser la copia de una copia y estar muy ale­jada del verdadero Ser, en los libros II y ΠΙ no figura para nada este punto de vista metafíisico: lo que importa es que la mimesis influye en el carácter del que la practica, tiene un efecto educati­vo o desmoralizante, según los casos; y aunque predomina el punto de vista negativo no faltan (396 c-d, 397 d) indicaciones de que puede haber una mimesis poética aceptable, referida a accio­nes virtuosas. En las Leyes se deduce de aquí la admisión de la Tragedia, aunque sometida a censura (816 d-817 d), y se recurre al expediente de la representación de la Comedia por esclavos y extranjeros. Estas ideas están emparentadas con las que, con precedentes anteriores, desembocan en la Poética de Aristóteles asignando la Tragedia a la imitación de acciones serias (σττου- δαίαι) y la Comedia a la de acciones inferiores (φαυλαι). Se tra­ta, pues, de establecer las relaciones entre las dos teorías y entre

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una y otra, según aparecen en Platón, y la exposición aristotéli­ca. Y esto enlaza con el problema general del origen y evolución de la teoría de la mimesis, lo que a su vez lleva al estudio de la kátharsis aristotélica y sus precedentes; y todo ello, a su vez, de­be integrarse de algún modo con las ideas del Ión sobre el origen de la poesía en una manía inspirada por los dioses y que es la misma estudiada desde otros puntos de vista en el Fedro.

3. Basta este somero repaso para hacer ver que no es fácil tra­zar un cuadro coherente de la Poética platónica ni integrar ésta con sus precedentes y sus derivaciones. Son muchas y discordan­tes las conciliaciones propuestas: a este punto hemos de referir­nos más adelante.

El Banquete platónico, como decíamos al comienzo, no casa a primera vista en esta problemática. Nosotros creemos, sin em­bargo, que una interpretaciones cuidadosa del mismo lleva a la conclusión de que contiene afirmaciones importantes sobre la esencia del teatro, las cuales a su vez dan luz al problema general de la Poética platónica y aun aristotélica.

Esta interpretación debe tener un arranque en el sorprendente pasaje del final del diálogo al cual nos hemos referido: el que afirma que es cosa del mismo hombre componer Tragedia y Co­media, pese a que en la realidad de Atenas los autores cómicos no escribían tragedias ni los trágicos comedias (aunque sí dra­mas satíricos). Se trata, simplemente, de demostrar que en el pa­saje final se da relieve a algo que se ha preparado a lo largo de todo el diálogo: una consideración del Teatro en bloque, como opuesto a la Filosofía, inferior a ella desde luego, pero esencial­mente semejante en cuanto está bajo el patrocinio del mismo Eros, responde a una búsqueda de algo que sólo la Filosofía cla­rifica y que da eudaimonía, felicidad. Dentro del Teatro, la dis­tinción entre Tragedia y Comedia es secundaria, contrariamente a la posición aristotélica, cuya difusión, respondiendo por otra parte a la praxis, convierte en paradoja la afirmación socrática.

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Por otra parte, la comunidad entre Tragedia y Comedia está especialmente destacada por Platón en un pasaje del Filebo (47 c ss.), relativo a las emociones «mixtas», que ha sido estudiado por Atkins3 a propósito de la teoría poética de Platón. En la Trage­dia hay mezcla de dolor y placer: los espectadores lloran al tiem­po que se alegran (όταν άμα χαίροντες κλάωσι), es como el pla­cer que acompaña a los trenos. Más difícil y laboriosa es la argu­mentación a favor de que en la Comedia hay la misma mezcla. El placer viene de contemplar el fracaso de los amigos que se ha­cen falsas ilusiones que no son peligrosas para los demás; al tiempo hay un φθόνος o «envidia» calificado de «dolor injusto y placen) (λύπη τις άδικος...καί ήδονή) y que no queda claro a qué se refiere. Es difícil integrar estas apreciaciones con los datos reales de la Comedia: más bien parece que Platón fuerza las co­sas para lograr un perfecto paralelismo, según concluye en 50 b: μηνύει δή νΰν ό λόγος ήμιν èv θρήνοις τε καί έν τραγωδίαις <καΙ κωμωδίαις>, μή τοις δράμασι μόνον άλλα καί ττ] του βίου συμπάση τραγωδία καί κωμωδία, λύττας ήδοναΐς άμα κε- ράννυσθαι, καί èv άλλοις δή μυρίοις «nuestra argumentación nos indica ahora que en los trenos, las tragedias <y las come­dias:», no solo en el teatro sino en todala Comedia y Tragedia de la vida, los dolores se mezclan con los placeres; y también en otras muchas cosas».

Esta unión del dolor y el placer en el teatro y la vida, lejos de ser algo extraño a Platón, es un tema que le es caro. Respecto a la Tragedia, las manifestaciones del Filebo coinciden casi exacta­mente con las de R. 605 c-d relativas a Homero y «demás poetas trágicos»; cuando «imita» a los héroes lamentándose «nos ale­gramos y entregándonos le seguimos con placen) (έπόμεθα συμ- πάσχοντες). Y, en términos generales, podemos hacer alusión al pasaje del Fedón (60 c) en que se explica la estrecha relación del placer y el dolor, que se siguen siempre el uno al otro, y se cuenta la «fábula» esópica de la unión de ambos por las cabezas, por obra de Dios. Pero es en el Banquete, sobre todo, donde Platón

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hará hincapié en la mezcla constante de los elementos dolorosos y placenteros en la vida del hombre y presentará, en los discursos de Aristóteles y Agatón, un panorama sensiblemente uniforme de lo cómico y lo trágico, lo que culminará en la paradoja socrá­tica del final del diálogo.

4. El análisis del Banquete, desde nuestro punto de vista, va a partir de la exposición de las conclusiones del libro de Gerhard Rrüger, Einsicht und Leidenschaft*, única exposición del mis­mo, en lo que nosotros sabemos, que haciendo excepción de lo que antes hemos dicho, atiende de manera destacada, en el análi­sis de la obra, al papel en la misma de la poesía. Pues es lo fre­cuente que las exposiciones del Banquete se limiten a los temas de la Belleza, el Amor, la Filosofía, las Ideas: temas que son los decisivos, evidentemente, desde el punto de arranque que es el estudio de la poesía.

El Banquete—y Krüger lo ha visto bien— presenta el drama del enfrentamiento entre la Poesía y la Filosofía, con la victoria, como es lógico, de la Filosofía; conclusión bien distinta de la in­genua de H. M. Wolf5, según la cual en esta obra Platón absuel­ve a Aristófanes de la muerte de Sócrates y éste hace la paz con los poetas. Bien que, por otra parte, en el diálogo, aunque consi­derada inferior, la Poesía anticipa, en cierto modo, lo que va a lograr la Filosofía y está intuitivamente en la misma línea.

En vez del tradicional paralelismo entre Fedón y Banquete, considerados como tragedia y comedia, respectivamente, habría que postular uno entre el Gorgias y el Banquete. Si el Gorgias debate el pleito entre la Retórica y la Filosofía, enemigas en la Atenas que sirve de fondo a los diálogos de Platón y en la del si­glo IV como rivales que son puesto que ambas pretenden su su­perioridad educativa, el Banquete dirime un pleito semejante y más antiguo, esta vez entre Filosofía y Poesía. La Poesía es la primera formadora del pueblo griego y por tanto archirrival de la Filosofía, que venía a desbancarla; más aún que la Retórica,

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que es posterior a aquella. Como el mismo Platón dice (R. 607 b) «hay una vieja discordia entre la Filosofía y la Poesía» (παλαιά μέν τις διαφορά φιλοσοφία τε καί ποιητικτη); cf. también Leg. 817 b. La teoría de la Poesía como múnesish supone un carácter educativo, para bien o para mal: esto es trasposición de su papel real en la educación griega. Y es causa de problemas y vacilacio­nes, en cuanto cierto elementos de la poesía pueden ser dañinos —hasta que se llega a la solución radical de R. X, retirada luego en las Leyes. De aquí arranca el planteamiento del Banquete, só­lo que éste se centra no sobre qué es la Poesía o qué medios em­plea o cuál es su fm inmediato, sino sobre su fuerza motriz y su última búsqueda. Y explica lo que la Filosofía tiene de común con ella y lo que tiene de superador.

5. Pero antes de considerar todo esto más despacio y exponer en qué relación se encuentra el Banquete con el resto de la teoría poética platónica y griega en general, para centrar el tema con­viene indicar cuáles son las interpretaciones de Früger sobre las ideas cardinales y la organización del diálogo.

Para Krüger el Banquete es una fiesta dionisíaca, consistente en una serie de agones que culminan en el de Agatón y Sócrates, que está preparado desde el principio: en 175 d, efectivamente, se plantea ya el encuentro entre ambos, aplazándose para el final y diciéndose que lo decidirá el propio Dioniso. El ambiente dioni- síaco aparece desde el principio y luego es destacado tres veces al final con la entrada de Alcibiades y su comastas; con la compa­ración de Sócrates con sátiros y silenos, pertenecientes al mundo dionisíaco (el relato de Alcibiades es calificado por Sócrates de drama satírico); y con la nueva entrada de otro grupo de comas- tas ebrios.

El tema central de la obra es para Krüger la poesía, que es en cambio en la República un tema secundario. Los poetas Aristó­fanes y Agatón luchan con Sócrates sobre la esencia del Eros, del cual es una encamación Sócrates mismo (p. 156). Sócrates logra,

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en efecto, definir cuál es el objeto de la búsqueda de Eros, sobre la cual los poetas no lograban claridad (aunque Aristófanes veía ya que no se limitaba a la sexualidad). Es la eudaimonía o felici­dad, la posesión del Bien, lo que supone la eliminación de la Temporalidad y la Relatividad. El triunfo de Sócrates es simbo­lizado por el momento en que Alcibiades, tras coronar a Aga- tón, vencedor en el concurso trágico, corona a Sócrates νικώντα ív λόγοις πάυτας άνθρώπους «que vence en los debates a todos los hombres» (213 e). Sócrates vence porque es el más amante de la sabiduría, pues era sobre la sabiduría el agón (175 e); también los poetas tenían pretensiones en este terreno.

Según Krüger, Aristófanes, con su mito de los antiguos hom­bres divididos en dos por Zeus como castigo de su hybrís y del reencuentro de las dos mitades por obra de Eros, hace Comedia trágica. Y Agatón, con su eficiencia y petulancia, su blandura, paz y sabiduría, que tratan de dominar el reino del· pathos, hace Tragedia cómica. En cuanto a la obra del filósofo, puede califi­carse de Tragedia y Comedia (p. 295). Y más adelante (p. 308) se nos dice que la unidad de ambos géneros pertenece a la Filoso­fía, mientras que Aristófanes y Agatón nos han hecho recono­cerla involuntariamente. Este sería el sentido de la aporía socrá­tica, cuya consideración abrió estas páginas.

6. Las ideas de Krüger son muy ilustrativas y colocan el Ban­quete, en su conjunto, en su verdadera perspectiva: un agón en­tre la Poesía y la Filosofía que sigue al agón que ha dado el pre­mio en el concurso trágico a Agatón y que está, como aquél, co­locado en un marco dionisíaco. Agatón, o sea la Tragedia, ocu­pa el lugar de honor entre los antagonistas de Sócrates y esto quedó preparado ya desde el comienzo del diálogo. Pero frente a su sabidúría o pretendida sabiduría está la búsqueda de la sabi­duría por parte del filósofo: que esto significa la palabra. Y es és­ta la que se impone. Eros es su encamación mítica: como el filó­sofo, busca insaciablemente, y lo que busca es el Bien. En el mito

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socrático, puesto en boca de Diotima, es, como el filósofo, ni de­masiado sabio ni ignorante total; busca lo que no tiene, no es el ser esplendente encomiado por Agatón. Pero en definitiva se re­conoce que hay un principio común entre Filosofía y Teatro: es­te Eros, que es su fuerza motriz y que representa la búsqueda de algo que sólo el filósofo define, pero que el poeta intuye ya en cierto modo. Se podría decir, como en el Fedón (61 a), que la Fi­losofía es la mayor μουσική.

Habría que precisar y completar una serie de cosas a este res­pecto. Y habría que revisar totalmente la posición de Krüger en lo relativo al problema de las relaciones entre Comedia y Trage­dia. Pues no creemos que la superación de su antinomia se reali­ce para Platón solamente al nivel de la Filosofía (y aun aquí, a veces, sólo como resultado de la interpretación divergente de los filósofos y de los no filósofos). Es claro que el problema de la re­lación de los dos géneros no es esencial para Platón. En definiti­va, Aristófanes no hace más que preparar el terreno para el dis­curso de Agatón, como a él se lo habían preparado Pausanias y Erixímaco; la atención recae de lleno sobre Agatón, que es consi­derado como una especie de representante de toda la Poesía, y la antinomia de Comedia y Tragedia pierde en relieve. Pero no to­talmente, como se deduce de la paradoja tan aludida por noso­tros de que el hacer Tragedia y Comedia es cosa del mismo hom­bre. Como Platón ve cosas comunes entre Teatro y Filosofía, aunque ésta sea superior, igualmente las ve entre Comedia y Tragedia, aunque también ésta ocupe el lugar destacado. Un análisis de los diversos discursos puede hacerlo ver claramente, creemos. En realidad, ya en pasajes de la República y el Filebo, citados más arriba, se hacía alusión a una cierta comunidad en­tre Tragedia y Comedia. Aparte de que ambas son mimesis, el pasaje del Filebo hacía notar que hay comunidad en sus efectos: mezcla de dolor y placer.

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7. El tema nos lleva, antes que a nada, a un análisis de los dis­cursos de Aristófanes y Agatón. Ambos aparecen claramente en­frentados a los dos anteriores, los de Pausanias y Erixímaco.

Frente a Pausanias, ambos rebasan, al hablar de Eros, la esfe­ra de lo sexual. Los hombres partidos de Aristófanes buscan reencontrar la unidad primera: su yo total. El sexo es solamente un medio para esto. Eros es médico, la curación da la eudaimo- nía. Agatón, por su parte, apenas roza el tema propiamente eró­tico. Su Eros es joven y bello, da φιλία y βίρήνη: amistad y paz. Su άρβτή consiste en δικαιοσύνη, σωφροσύνη, άνδρεία, σοφία: justicia, temperancia, valor, sabiduría; da paz y mansedumbre, benevolencia, ayuda en los terrores y deseos, es un salvador (σωτήρ αριστος, 107 e).

Frente a Erixímaco, el Eros de Aristófanes y Agatón carece de conexiones cósmicas: es simplemente humano. En cambio, para Erixímaco, como es sabido, consiste en la fuerza que actúa en la naturaleza y busca la conciliación entre los contrarios. Pero es un precedente que, aplicado a lo humano, no sólo traiga la ά- ρετή o virtud (como ya en Pausanias), sino también la ευδαιμο­νία o felicidad. Y se nos dice concretamente que trae la concor­dia (όμόνοια), la amistad (φιλία); se nos habla de «el cuidado y curación de Eros» (trepl ’Έρωτος φυλακήν καί ΐασιν, 188 c), de que nos da toda la felicidad. Es importante hacer notar que esa «curación de Eros» tiene lugar en los sacrificios y en el dominio de la mántica; o sea, dice Platón, en lo que representa una comu­nidad de dioses y hombres. Aquí está ya presagiado, evidente­mente, el teatro, junto con los demás rituales emparentados con él.

Por otra parte, hay que destacar el hecho de que tanto Aristó­fanes como Agatón —y luego Sócrates— abandonan el punto de vista de que existen dos Eros. Estos dos Eros, de los que habla Eurípides, IA 538 ss., son paralelos a las dos Eris de Hesíodo (Op. II) y arrancan de la misma raíz: una moralización que irrumpe en el mundo premoral de lo divino tradicional y, con­cretamente, de «Wesenheiten» (con palabra de Fränkel) como

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estos dos démones. Son el resultado de un moralismo ético uni­do a la Dustración, como ve bien Krüger (p. 102); es algo impío desde el punto de vista de la religión tradicional, para el que es­tas fuerzas son en sí respetables y divinas. Frente a los dos Eros bueno y malo de Pausanias, Erixímaco introduce una tímida co­rrección, al admitir (187 e) que se siga al Eros Pandemos (el vul­gar o malo) mientras se pueda recoger el placer que da sin la dxo- λασία o desenfreno que comunica: algo así como en un pasaje que aludíamos de las Leyes podía representarse en la ciudad la Tragedia y la Comedia con determinadas precauciones. Pero Aristófanes y Agatón llegan a más: tácitamente, niegan la exist­encia de un Eros «malo», que lleva al vicio y el desenfreno. Todo Eros da esa liberación y esa felicidad de que hablamos. Y Sócra­tes, luego, reconoce abiertamente que todo Eros es del Bien y de la Felicidad, que no hay otra cosa que todos los hombre amen sino el Bien (205 d-e), con polémica clara contra Pausanias y Eri­xímaco.

Por lo tanto, en Aristófanes y Agatón la búsqueda que sim­boliza Eros tiene un valor puramente humano y trae felicidad, es una liberación y una medicina; y ni esa búsqueda ni sus efectos son escindidos en dos. Esto es muy importante, porque la teoría de Aristóteles y la del mismo Platón en la República y las Leyes diferencian la Comedia y la Tragedia como dos mimesis diferen­tes: la primera de acciones serias (σπουδαΐαι) y la segunda de ac­ciones malas (φαϋλαι), realizadas, respectivamente, por hombres buenos y malos. Esto no va sin dificultades y contradicciones a las que nos referiremos más adelante. La ausencia de esta teoría, que arranca, según veremos, de los pitagóricos y Damón y ha si­do adaptada al teatro a partir de sus orígenes en la música y la danza, significa un evidente acercamiento entre Tragedia y Co­media. No se alude a su oposición: aunque Platón evidentemen­te la conocía, aquí resulta irrelevante. Y se niega explícitamente una oposición sobre el principio ético referido.

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8. La presencia de Aristófanes y Agatón son cualquier cosa menos casuales en el Banquete. El diálogo tiene lugar en casa del primero para celebrar su victoria y queda encuadrado entre el primer diálogo Sócrates-Agatón, con aplazamiento de la discu­sión, y el último enfrentamiento entre Agatón y Sócrates, con victoria de éste. Aristófanes precede inmediatamente, en el orden de los discursos, a Agatón, que no hace sino exponer de otra for­ma sus ideas. El mito de Aristófanes precede inmediatamente, en el orden de los discursos, a Agatón, que no hace sino exponer de otra forma sus ideas. El mito de Aristófanes es calificado clara­mente de cómico (189 b) y en el discurso de Agatón se ha reco­nocido muchas veces6 las características del estilo de este trágico. No puede decirse que las palabras de uno y otro no tengan rela­ción con la esencia de la Comedia y la Tragedia, respectivamen­te: esencias que aquí aparecen bien próximas. En la escena final sólo los dos poetas y Sócrates permanecen despiertos; si éste les fuerza a reconocer el parentesco de los dos géneros que repre­sentan, no hace más que poner de relieve cosas implícitas en el diálogo. Luego, el orden en que sucumben al sueño —primero Aristófanes, luego Agatón— mientras Sócrates prescinde de esta necesidad, da claramente el orden de su valía: primero Sócrates, luego Agatón (la Tragedia), después Aristófanes (la Comedia). Pero los tres son superiores a los demás comensales y están den­tro de la misma línea.

Concretando más, se ha insistido poco, en la bibliografía que conozco, en el carácter eminentemente cómico del mito narrado por Aristófanes. Todo lo más se dice7 que nos presenta a todo Aristófanes in nuce, con su don de invención, que no retrocede ante lo naturalista y fálico, su nostalgia por un pasado mejor, su finura poética8. Esto es más, ciertamente, que, con completa des­conexión con la Comedia, buscar las fuentes del mito ya en Em- pédocles, ya en los órficos, ya en Babilonia9. De todas formas, no querría negar absolutamente la existencia de mitos más o me­nos semejantes; en el mismo Platón tiene ciertos paralelismos el

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del Protágoras, como se ha reconocido varias veces. Son mitos sobre los orígenes del mundo y sobre la Edad de Oro. Pero la verdad es, creemos, que el verdadero paralelismo próximo, sea cual sea la inspiración remota, está en los temas usuales de los cómicos. Me refiero a sus rasgos generales; en cambio, no hay paralelos exactos en las Comedias conocidas10.

9. El tema de la perfección original del mundo, luego turbada de algún modo, es un tema cómico frecuentísimo. Es el mundo de las aves, luego destruido arteramente por el hombre, en las Aves de Aristófanes; el de la época en que Pluto tenía aún vista y repartía justamente las riquezas, en el Pluto del mismo poeta; el de obras como La Edad de Oro, de Eúpolis, Los Animales, de Crates, Los Plutos, de Cratino, Los salvajes, de Ferécrates y otras más. Pero este tema del paraíso perdido se encuentra en re­alidad en toda la Comedia: siempre hay que eliminar un obstá­culo que nos devuelva a una felicidad pasada, aunque no se loca­lice en la Edad de Oro: sean los buenos viejos tiempos sin sofis­tas (Nubes), aquéllos en que Atenas estaba en paz (Acamienses; Paz, Lisístrata), aquéllos otros en que en la escena ateniense rei­naba Esquilo (Ranas) o los anteriores al imperio de los demago­gos (Caballeros). El héroe cómico elimina precisamente ese obs­táculo y, en cierto modo, la antigua felicidad es reconstruida: las aves se imponen a hombres y dioses, Pluto recobra la vista, se hace la paz, Cleón es derrocado, Esquilo es devuelto a la tierra, es quemada la escuela de Sócrates. No hay comedia conservada o conocida de algún modo de la que no pueda trazarse este es­quema. Esto es paralelo al mito del Banquete: Eros logra devol­ver a los hombres, aunque sea por momentos, a la felicidad ori­ginal. Los hombres «partidos», por piedad de Zeus, son rehe­chos en la forma actual y no aspiran a una unión duradera en la cual, olvidados de cualquier otra cosa, perecían; pero tienen al menos ese βρως σύμφυτος «amor nacido con ellos» que les de­

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vuelve a su antigua naturaleza e intenta hacerles uno de dos y sa­nar la naturaleza humana (191 c).

En la Comedia, el inventor del gran remedio es el héroe cómi­co, estudiado magistralmente por Whitman11. El héroe, débil y cobarde, es también valiente y arriesgado; pero, sobre todo, su triunfo llega mediante medios imprevisibles, fantásticos e irrea­les. Todo le es posible; hacer la paz en una ciudad en guerra, su­bir a los cielos, bajar a los inflemos. No hay limitaciones para él. Ridículo y contradictorio, aspira a un alto ideal de armonía y paz, y logra la felicidad para él y, con frecuencia, para toda la ciudad; felicidad simbolizada casi siempre en su boda o trato se­xual y en su participación en una fiesta de tipo orgiástico. El obstáculo que el héroe cómico tiene que remontar es algo con­trario a la naturaleza humana tal como el cómico la concibe: la gue­rra, la muerte, la tiranía, la poesía o la filosofía desmoralizantes.

Todo esto es igual en el mito aristofánico del Banquete. Y quien hace aquí el papel del héroe cómico es precisamente Eros: «el dios más amigo de los hombres, auxiliar suyo y médico de aquellos males de que, curados, resulta la mayor felicidad para la raza humana» (189 c-d). Pero Aristófanes no hace su retrato a la manera como correspondería al héroe cómico y luego Agatón hace una descripción idealizada, como joven y bello. Solamente Sócrates añade aquello que al mito de Aristófanes le falta. Por­que el Eros ni sabio ni ignorante, hermoso ni feo, pero en busca ardiente e ingeniosa de soluciones, el Eros engañador (δολερός), hijo de Poros y Penía, y dotado de la ingeniosidad que ésta pro­porciona12, este Eros presenta exactamente los rasgos del héroe cómico. También el héroe de la Comedia es saludado como Sal­vador, como nuevo dios restaurador del mundo13, también él es, en cierto modo, sobrehumano. Hay que notar, de otra parte, que nada más común en la Comedia que la presencia de estas perso­nificaciones de valor religioso: piénsese, en Aristófanes, en figu­ras como la Paz, las Nubes, la Realeza (Avei), la Pobreza y Ri­queza (Pluto) y tantas otras más; personificaciones comparables

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a otras como el Pueblo (Caballeros), la Botella (en Cratino), las Ciudades (en Eúpolis). Newiger ha dedicado un libro a este tema14.

10. Es, pues, un tema cómico el presentado por Platón en el discurso de Aristófanes; este mismo indica su carácter serio y fes­tivo al tiempo al decir (189 b) que pretende decir γελοία, pero no καταγέλαστα: cosas que hacen reir, pero no provocan despre­cio. Tiene aquí plena conciencia Platón, a diferencia de sus oscu­ridades de otros lugares, del valor de la Comedia. Y consciente­mente la enlaza con la tragedia. Pues, por un lado, el mito aristo- fánico tiene elementos trágicos bien claros, mientras que el dis­curso de Agatón deja un tanto en penumbra aquello que más podía diferenciar a la Tragedia de la Comedia. Es lo común más que lo diferencial, evidentemente, lo que en este momento le in­teresaba.

Elemento trágico en la Comedia es el de la hybris de los pri­meros hombres, que hizo tomar a Zeus la decisión de partirlos en dos; y el de la piedad de Zeus, que rehizo la forma de los hombres cortados para permitirles el amor. En las comedias que conocemos no encontramos, me parece, ni un tema ni otro, pese a que en ningún modo son incompatibles con ellas; más bien la alteración de la perfección original es concebida como un caso de hybris. La Comedia, como explicamos en otro lugar15, ha eli­minado, por polarización con la Tragedia, ciertos elementos propios de esta; y Platón, que intuye la esencial proximidad de los dos géneros, se los devuelve.

Inversamente, Agatón presenta la Tragedia en su forma más próxima a la Comedia. Agatón es el autor de la tragedia Anthos, cuyos personajes y trama eran inventados. En su discurso no menciona más que indirectamente los temas míticos de muertes y catástrofes, los temas dolorosos de la Tragedia: cuando habla (197 d) de que es ¿v ττόνω, èv φόβω, έι> πόθίρ, έυ λόγω κυ­βερνήτης, επιβάτης, παραστάτης τε καί σωτήρ άριστος: «en el dolor, en el temor, en el amor, en la palabra, piloto, soldado

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embarcado, compañero de fila, salvador excelente». El acento está puesto en el fin de la Tragedia, no en su recorrido: en esa amistad, felicidad, paz, que comporta, igual que la Comedia. Con objeto de poder presentar este panorama con minima dis­torsión, la Tragedia es representada por Agatón, él mismo μαλα­κός ‘muelle’ —según nos es descrito y según el estilo mismo del pasaje lo indica— igual que es μαλακός aquel en quien habita Eros (195 e). Eros, que podría ser muy bien un personaje en el ti­po de teatro representado por el Anthos de Agatón. Con objeto de buscar la mayor proximidad de Tragedia y Comedia, no son presentadas en la forma más semejante. Y ello con la finalidad de hacer ver lo que tienen de común y que se resume en el demon bajo cuyo patrocinio son colocadas y que simboliza una búsque­da también. En cambio, cuando a Platón le interesan otros as­pectos del teatro —su tipo de mimesis, o de cosas imitadas, su efecto inmediato en los espectadores— nos presentará a Trage­dia y Comedia como opuestos.

11. El papel de Eros en el diálogo merece una investigación más detenida. Puede decirse, en suma, que es el que lo unifica y esto no ya en el sentido trivial de que versa sobre el amor o en el de que está envuelto en un clima erótico: la presencia de la pare­ja de amantes Pausanias-Erixímaco, el juego amoroso final entre Sócrates, Agatón y Alcibiades, las palabras de Alcibiades sobre su intento de seducir a Sócrates. Todo esto es verdad, pero está puesto al servicio de algo más profundo: Eros es el que unifica a Comedia, Tragedia y Filosofía; y la investigación sobre su esen­cia es una investigación sobre la esencia del Teatro y la Filosofía.

Son claras las razones por las cuales el centro de unificación no podía ser el dios Dioniso, patrono del teatro. Es demasiado antropomorfo, su perfil es demasiado fijo para permitir nuevas especulaciones y designarle como patrono de la Filosofía. Su re­lación con la esencia del teatro era, incluso, poco clara en parte. Eros ha sido modelado a su imagen en forma completamente libre.

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Quedan huellas en el Banquete, sin embargo, de este arranque a partir de lo dionisíaco. Hemos señalado más arriba que todo el diálogo es la presentación de una fiesta dionisíaca y que es el propio Dioniso el que va a decidir el agón Sócrates-Agatón (175 e) y ello para afirmar que todos los presentes están bien prepara­dos para hablar de asuntos eróticos. La relación entre Afrodita y Eros aparece luego especificada, en diversos sentidos, en los dis­cursos de Pausanias y de Agatón. Este entona un verdadero himno a Eros, tributándole el culto que, injustamente, le niegan las ciudades. Luego, en la comparación con el sátiro y el sileno, Sócrates es introducido en el mundo de los símbolos dionisíacos; y más adelante se nos habla concretamente de la μανία y la βακ­χεία filosóficas: la atracción ejercida por Sócrates, según Alci­biades la describe, es comparada con la de la flauta del sátiro Marsias, sus oyentes experimentan la misma locura que los cori- bantes (215 b-d). Se trata una vez más de la fuerza de atracción de los ritos musicales de tipo dionisiaco, calificados de μανία —lo cual nos lleva a la definición de la fuerza de la Poesía en el lón.

En realidad, hay una transición constante entre el mundo de Dioniso y el mundo de Eros. El Sócrates que nos describe Alci­biades, con su ambigüedad entre lo festivo y lo serio, con su bús­queda apasionada de la sabiduría, con su figura entre fea y her­mosa es, se ha reconocido muchas veces, una contrafigura de Eros. Pero también podría pensarse en Dioniso, dios de la ale­gría y de la muerte, que provoca la burla y da la liberación, per­seguido y triunfante, afeminado y viril. Los temas de la felicidad, de la alegría, de la curación, de la liberación, del éxtasis, de la in­mortalidad incluso, que aparecen una y otra vez como propios de Eros, son también propios de Dioniso. Ya para Homero16 es χάρμα βροτοΐσι; y son frecuentes invocaciones cultuales como Λυαϋος, Λύσιος, ‘liberador’, Σωτήρ, ‘dador de riquezas’, Ιατρός ‘médico’, Πολυγηθής ‘abundante en alegría’, Πλουτοδότης ‘da­dor de riquezas’, Ευεργέτης, ‘bienhechor’17. Da la locura del éx­

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tasis a las ménades, produce un mundo maravilloso y milagroso fuera de toda normalidad, da la inmortalidad18.

12. Pero los aspectos sombríos del culto dionisíaco, su apari­ción como dios destructor que empuja a la locura criminal, no se encuentran en Eros. Platón se interesaba por ciertos aspectos co­munes de la Comedia y la Tragedia, aquéllos que definen su esencia como la búsqueda de una felicidad y una armonía perdi­das en el conflicto del mundo; por ello, le era útil su nuevo de­mon Eros, modelado sobre el viejo demon Dioniso, pero purifi­cado de ciertos aspectos suyos —de igual modo que, lo hemos visto, purifica a la Tragedia, en el discurso de Agatón, de sus as­pectos más sombríos, del duro camino a través del cual lleva al conocimiento y la paz. Con más razón todavía Dioniso era com­patible sólo en parte con la visión platónica de la Filosofía como búsqueda del Bien y la Belleza supremos elevándose a través de toda una serie de escalones. Eros en cambio puede alcanzar, co­mo símbolo y paradigma del filósofo indigente e iluminado, el patronazgo de la Filosofía al tiempo que el del Teatro. Y tanto en la Filosofía como en el Teatro la existencia de elementos trá­gicos y cómicos es una realidad completamente subordinada. En esto sí que es cierto que Eros es comparable a Dioniso, de cuya multivalencia tragicómica hemos hablado en otra ocasión19.

El demon Eros tiene, pues, en lo esencial, comunidad con Dioniso, pero le rebasa y reforma al tiempo. Es el principio de la vida, referido a los hombres o a la naturaleza; la fuerza creadora que aspira a la totalidad, a la unión con algo que está fuera de nosotros y sin embargo está emparentado con nosotros. Está próximo al demon de la República, que preside la conformación de la vida de cada individuo. A la vez, este Eros es μανία, locura: como Sócrates encadena a sus oyentes de una manera casi mági­ca, de igual modo, en el Ión, existe el influjo irracional que hace componer —crear— al poeta y que luego contagia al oyente, se­gún la comparación del imán. Como μανία es descrito Eros,

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igualmente, en el Fedro: y también aquí hay elementos comunes con el Banquete, en cuanto aparece igualmente —aunque con diferencias de detalle— la misma búsqueda de algo lejano a no­sotros y sin embargo próximo: la de la persona que ha perteneci­do al cortejo del mismo dios en la procesión de las almas antes del nacimiento, a la que luego se somete a un proceso de educa­ción que es un proceso de asimilación, de unión.

Todo el Banquete está, pues, presidido por la idea de esa bús­queda a tientas que es la vida del hombre, búsqueda simbolizada por el demon Eros, que toma su modelo del culto dionisíaco y de otros emparentados como el de los coribantes, citado con fre­cuencia. El Teatro y la Filosofía no son sino dos aspectos de esa búsqueda; en uno y en otra lo trágico y lo cómico son matices, aspectos de menor importancia. Porque el acento está puesto no en el cómo, sino en el hecho mismo de la búsqueda y en el objeti­vo de la misma.

Sobre este objetivo hay unanimidad entre los interlocutores del Banquete, por lo menos en una cosa: los resultados de su consecución. Son para el alma humana felicidad, alegría; es un sanar lo que está enfermo y viciado, una repristinación de un an­tiguo paraíso. Sócrates no disiente de esto; solamente hace ver que Agatón ha atribuido a Eros lo que es propio de los dones de Eros. Eros mismo es el Buscador, el Filósofo: y aquello que bus­ca es el Bien y, en definitiva, la inmortalidad mediante las obras. Los poetas no lo sabían aunque en sus obras buscaban la inmor­talidad, como la buscaban sus héroes. El Filósofo alcanza una nueva conciencia y su vía es la más exacta.

13. Parece claro, pues, que el Banquetees esencial para com­prender la teoría platónica del Teatro como unidad en lo esen­cial y como escalón inferior a la Filosofía. Y es fácilmente com­prensible la paradoja socrática sobre la proximidad de Tragedia y Comedia, por otra parte presente también en otros lugares de Platón: la diferenciación viene cuando del punto de vista relativo

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a las fuerzas motrices y los fines nos desplazamos al del modo, los diferentes tipos de mimesis.

Este es precisamente el punto de vista predominante, decía­mos, en la República y las Leyes de Platón y en la Poética de Aristóteles; en la investigación moderna también. Creemos que el hacer ver que es sólo un punto de vista que debe complemen­tarse con este otro, puede ser de utilidad incluso para buscar so­luciones a los problemas que se plantean en la interpretación de la teoría de la mimesis. Pero antes hagamos observar que, en el mismo Aristóteles, hay todavía un eco de la antigua investiga­ción sobre el fin del Teatro y de las antiguas conclusiones sobre la unidad esencial del fin de éste: allí donde habla de la οίκεΐα ήδονή ‘placer propio’ de la Tragedia (Poet. 53 b. 11 y 58 a 21), que presupone la existencia de la otra oliceia ήδονή de la Come­dia, en todo caso ήδοναί o placeres una y otra. A este placer de la Comedia y la Tragedia hemos visto ya que también se refiere Platón en el Filebo y la República. Pero, por supuesto, fuera de toda implicación metafísica como las que aparecen en el Ban­quete, debidas a la conexión, rota en estos otros lugares, con la Filosofía.

Pero la investigación sobre los orígenes de la teoría aristotéli­ca debería tener en cuenta todavía en otros aspectos el hecho de la existencia de los precedentes platónicos del Banquete, a los cuales añadimos los del Füebo e incluso los del Liás, donde se nos dice que el Bien que buscamos con ayuda del £ρως es un ol- k í l o v (221 d-e, aunque aquí no hay todavía referencia al Tea­tro)20. La communis opinio sobre los orígenes de la Poética, en efecto, está bien representada por Rostagni cuando afirma21 que esta obra significa fundamentalmente una reacción contra los pasajes de la República bien conocidos relativos al Teatro. La objeción platónica al Teatro, basada en la desvalorización de la mimesis, queda eliminada al no admitirse la teoría de las ideas y al hablar Aristóteles del carácter general (καθόλου) de la Poesía; la condenación de la inmoralidad de ciertos pasajes es con­

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testada al hacer ver Aristóteles que el protagonista de la Trage­dia no puede ser completamente malo y también con el mismo silencio sobre el carácter heroico y mítico de la tragedia, conside­rado así como no esencial; finalmente, la condena de la exacer­bación de las pasiones por la Tragedia precisamente una purifi­cación o κάθαρσις (para Rostagni, que sigue fuentes bizantinas, según él derivadas del libro II de la Poética, también la Comedia ejercería una κάθαρσις).

Todo esto es sin duda verdad, como también lo es la comuni­dad entre Aristóteles y Platón en cuanto a colocar la mimesis en el centro de toda la teoría y en cuanto a la división en géneros. Pero no es, creemos, suficiente.

14. Existen en la Poética, al menos, tres indicios de las dificul­tades en que Aristóteles se debate al fundar su nueva teoría, que tiende a superar la del Banquete y las demás de base irracionalis­ta (que proceden, veremos, de antes de Platón), precisamente por causa de su irracionalismo y de sus implicaciones metafísicas:

a) Junto a la teoría de que la Tragedia proviene del Ditirambo y la Comedia de los himnos fálicos, existe la otra según la cual la Tragedia procede del σατυρικόν: término que no sabemos exac­tamente a qué se refiere, pero que creemos que está en conexión con el drama satírico y que, desde luego, implica un carácter ye- Xotov ‘risible’, que luego, paulatinamente, perdió la Tragedia (49 a 20). En otro lugar22 hemos manifestado nuestra opinión de que se trata de una teoría inconciliable con la otra, siendo por tanto inútiles los intentos de Wilamowitz y otros en este sentido, no menos que ciertas atetesis modernas. Procede quizá de la etimo­logía de la palabra τραγωδία; en todo caso implica la creencia de que puede haber habido, en la prehistoria del Teatro, un género tragicómico, luego «purificado» hasta convertirse en la Trage­dia. A este respecto no podemos por menos de recordar que en el Banquete (222 d) Sócrates califica de «drama satírico o silénico» el discurso de Alcibiades y su mismo comportamiento: con alu­

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sión desde luego a la comparación de Sócrates con el sátiro y si- leno, pero también al carácter mixto, entre cómico y serio, del discurso. Todo esto refleja un ambiente que veía en el drama sa­tírico, que contiene elementos dé Comedia y Tragedia, algo his­tóricamente previo a ellas y consustancial en el fondo a ambas. En formas distintas, Platón y Aristóteles se hacen eco de lo mis­mo: Aristóteles sólo como precedente histórico, eliminando así la dificultad.

b) Junto a la descendencia real de la Tragedia y Comedia a partir del Ditirambo y los Himnos Fálicos respectivamente, Aristóteles señala una descendencia ideal: Homero y los Yambó- grafos serían, desde este punto de vista, los progenitores, pues el uno elogia las acciones nobles y los otros censuran las malas (oposición σπουδαίος / φαύλος). Pero hay una dificultad en el hecho de que Homero, como autor del Margites; es señalado (48 b 28 ss.) como precedente (anterior supuestamente a los Yambó- grafos) de la Comedia. Esto contradice a la teoría de que según la naturaleza de los poetas, unos (οι σεμνότεροι) imitan las ac­ciones hermosas y otros (ol ευτελέστεροι), las inferiores (τάς των φαύλων), con lo cual se fundamenta la oposición de los dos géneros23. Contradice también el riguroso paralelismo de Trage­dia y Comedia como encomio (έγκώμιον) y censura (ψόγος), respectivamente, pues Aristóteles se ve obligado a aclarar que en el Margites Homero «dramatizó» cosas risibles, pero no censu­ras (ού ψόγους, άλλα τό γελοΐον δραματοποιήσας). Una vez más, pues, nos encontramos de im lado con la incompatibilidad y oposición absoluta de los géneros; y de otro con la aceptación de su posible compatibilidad en un mismo autor, como en la pa­radoja socrática del Banquete. Aristóteles no ha logrado una co­herencia absoluta.

c) Finalmente, Aristóteles conoce muy bien (48 b 11) el placer que produce la vista de lo horrible (otov θηρίων τε μορφάς των άτιμοτάτων καί νεκρών «como las formas de los animales más viles y de cadáveres»): podríamos recordar los aspectos ya horri­

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bles ya risibles de los démones del mundo de lo dionisíaco, como los sátiros y el mismo Dioniso, heredados luego por la concep­ción popular del demonio. Podríamos hacer también alusión a toda la teoría del placer trágico, a partir de pasajes como el έττό- μεθα συμπάσχοντες «le seguimos con placer» de R. 605 d. So­bre esto insistiremos al hablar, a continuación, de la κάθαρσις o purificación. De momento, notemos que esta teoría, en la preci­sa formulación de Aristóteles, va en contra de la otra según la cual las acciones φαυλαι son imitadas por la Comedia para cen­surarlas y las καλαΐ por la Tragedia para elogiarlas; nuestro pa­saje no se refiere concretamente a ningún género teatral, es pre­vio, pero revela un punto de vista no escindido, anterior incluso a la teoría del placer trágico a que acabamos de aludir y de la que hemos de hablar más.

14. La οίκεΐα ήδονή o placer propio de la Tragedia a que se refiere Aristóteles se produce, según es bien sabido, mediante la kátharsis ά&\'έλεος ‘piedad’ y el φόβος ‘miedo’: de la piedad que sentimos ante el destino del héroe y del miedo que éste nos inspi­ra. Creemos que hay que renunciar a las interpretaciones «obje- tivistas» de la kátharsis, tal la de Düring24, para quien se trata de la resolución del conflicto trágico, el cumplimiento de la Justicia y la rehabilitación del héroe; o la de Else25, para quien la káthar­sis es «a process carried forward in the emotional material of the play by its structural elements, above al by the recognition». Pensamos que es más acertada la interpretación común, a que hemos apuntado y que ve en ella «the consequence and justifica­tion of tragic pleasure, rather than pleasure itself», como dice Lucas26. Como se ha visto a partir de Bemays y aun desde antes, el término es de origen médico y se refiere a una purgación, sin duda sobre un principio homeopático: como en Platón, Leyes 790 d para los enfermos mentales curados por los coribantes con sus agitaciones, imitadas por los mismos. Pero este ejemplo (a diferencia del de la niñera que mece al niño agitado) testimonia

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que en el proceso hay asociaciones de tipo sacral, lo cual es bien normal en un tipo de medicina referido a procesos mentales y aun en todos los tipos, en fecha antigua. Cf. sobre todo esto el comentario de Lucas27. Precisamente la danza de los coribantes es comparada en el Ión y el Fedro con la μανία poética y la atracción dionisia ejercida por Sócrates, respectivamente28.

Esto nos sitúa en el mismo centro de la cuestión que estudia­mos: vemos el hilo que, pese a su distancia, enlaza la Poética de Aristóteles con la teoría poética del Ión y del Banquete; dado que en uno y otro caso hallamos fenómenos religiosos de tipo orgiástico que ya son colocados (por Platón) en la base de la Poesía, ya (por Aristóteles) en la de la kátharsis operada por la misma Poesía (o por un género de ella). En otro pasaje de Aris­tóteles, muy citado a este respecto, el de Política 1339 a 11 ss., se nos dice que la música ya sirve para la μάθησις ya para la kátharsis y se atribuye esta última finalidad a' la música or­giástica de la flauta (1341 a 21 ss.); más adelante se habla de los μέλη «éticos, prácticos y entusiásticos» y se relacionan estos últi­mos (y quizá los segundos) con la kátharsis. Esto nos recuerda la comparación de la atracción de Sócrates con la ejercida por la música de la flauta de Marsias en el Banquete platónico (215 b ss., el mismo pasaje en que se compara la excitación ique produce a la de los coribantes); los términos ένθεος, ένθουσι,ασμός, έν θουσιά£ειν aparecen también en los pasajes del Ión, el Banquete y el Fedro a que nos venimos refiriendo: indican, como se sabe, la posesión por la divinidad, banalizada en nuestro «entusiasmo».

No podemos, pues, separar la teoría poética de Aristóteles, con su insistencia en la kátharsis, de aquella, recogida por Pla­tón, que veía en la Poesía el efecto de una μανία inspirada: am­bas arrancan de los cultos orgiásticos, con sus efectos terapéuti­cos. De otra parte, el pasaje de la Poética y otros más, que aún no hemos mencionado, nos llevan a establecer relaciones entre la teoría del entusiasmo y la kátharsis de un lado, y la de la mime­sis, de otro; entre ellas existe una relación de origen, que vamos a

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exponer siguiendo el importante libro de Koller29 y que nos dará nuevas luces para comprender mejor tanto la posición de Aristó­teles como las varias tentativas de Platón, en cuanto constituyen diversos intentos de lograr soluciones originales dentro de una problemática heredada.

15. Koller ha establecido que los términos μίμος, μίμησις, μιμεισθαι vienen del mundo de las danzas y representaciones sa­crales; el uso más antiguo de la palabra μίμος (en Esquilo, Fr. 71 M.) se refiere a ejecutantes del ditirambo dionisíaco que mu­gían como toros (quizá con máscara): φοβεροί 8è μίμοι ύπο- μυκώνται «terribles m im o s mugen»; y es a partir de frases del ti­po μιμεΐσθοα Πρωτέα «representar a Proteo» de donde sale el sentido banal de ‘imitar’. Por otra parte, los pitagóricos y Da- món, en su teoría musical, que está en la base de la teoría poética de Platón y Aristóteles y que se reconstruye a partir de estos au­tores y, sobre todo, el libro Π de Aristides Quintiliano, sentaron que la música es, igual que la danza, una mimesis del ethos y los patbe del ejecutante; μιμήματα τρόπων «imitaciones de caracte­res» llama Platón, Leg. 655 d a las danzas30. De ahí y solamente de ahí viene su influjo sobre las almas, por desarrollo de un ethos correspondiente31; influjo del cual la kátharsises sólo una parte, la relativa a aliviar la piedad y el terror, mientras que otra parte es la παιδεία o educación. La coincidencia de los pa­sajes de Aristides (procedentes de Damón) en que se tratan estos temas y el de la Política de Aristóteles citado arriba, es total; hay que añadir que uno y otro atribuyen los efectos educativos y los catárticos a dos tipos diferentes de música, siendo el segundo el de la entusiástica32. Añádanse los pasajes de Platón referentes a los efectos de la mimesis teatral sobre los espectadores (en la Re­pública; lo que le lleva a su abolición de la poesía en su Estado; y en las Leyes, cf. supra).

No es, sin embargo, en el Teatro, sino en la Música donde ha surgido la teoría de la mimesis y la kátharsis que luego es aplicada a

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aquél por Platón y Aristóteles (del primero hay alusión a la kátharsis en Leyes 790 d, cf. supra). Mejor dicho, si la Música es considerada aparte por los teóricos musicales, el arranque últi­mo de la teoría está en la danza; con frecuencia hacen referencia a ésta también. E incluso la concepción de los diversos géneros teatrales como distintos tipos de mimesis, de acciones σπουδαίοι y φαύλα L, serias e inferiores respectivamente, la Tragedia y Co­media, halla su precedente en este otro terreno. En Aristóxeno (en Ateneo 631 c-d) hallamos una clasificación de las danzas en griego, a la cual corresponde el pasaje Leyes 814 e ss., donde Pla­tón habla de las danzas griego (entre ellas la έμμέλει,α de la Tra­gedia) y luego las opone a la Comedia. En Aristides Quintiliano hay igualmente una clasificación paralela de las danzas, colocan­do a las auléticas en el sector depreciado33. Es claro que toda es­ta teoría remonta más allá de Platón, esto es, a Damón y los pi­tagóricos.

16. El pasaje de Platón que acabamos de citar hace ver que se intentaba relacionar la división moral de las danzas con la oposi­ción, dada por los hechos de Atenas, entre Tragedia y Comedia; y también queda claro que la relación no era fácil de establecer, dado que si en este pasaje se coloca a la Tragedia (como en la Poética de Aristóteles) dentro de la imitación seria, ello es contra la clasificación en otros lugares de todo lo orgiástico en el sector infravalorado y contra la misma tesis platónica de que la Trage­dia conducía a emociones que deben evitarse, de donde su exclu­sión del Estado platónico en la República y su censura en las Leyes.

El pasaje de la Política de Aristóteles nos lleva aún más pro­fundamente dentro de esta problemática. En él se establecen pa­ra la música dos clases de espectadores: los libres y educados, de una parte, y la gente grosera, integrada por artesanos, jornaleros y demás, de otra. Sólo a los segundos se dirige la música entu­siástica, de finalidad catártica, mientras que a los primeros va di­rigida la educativa. Y, sin embargo, en la Poética, como sabemos

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bien, la oposición entre un género supravalorado y otro infrava­lorado se hace entre Tragedia y Comedia, aunque en realidad ambas pertenecen al tipo que en toda esta tradición se considera «entusiástico». La división ética entre imitación de acciones σπουδαΐαι y φαυλαι, nacida en la música y la danza, se ha adap­tado, mal que bien, en Aristóteles, a los dos géneros teatrales. En realidad, veíamos que ya Platón apunta en esta misma dirección en un pasaje de la República, así como también en otro de las Leyes aludido más arriba y también, sin duda, en el del Filebo, igualmente citado, en que se habla del ψόγος de la Comedia. He­mos visto que esto era una dificultad para Platón en cuanto in­cluso la Tragedia es condenada en la República o, en el libro X, se denuncia toda mimesis poética. También es un problema para Aristóteles, que vacila entre la definición de la Comedia como ψόγος «censura» o como γελοΐον «cosa risible» (lo que nos lleva lejos del esquema inicial) y que, como hemos visto siguiendo a Rostagni, trata de escapar de la aporía platónica sobre la Trage­dia quitando énfasis a su elementos mítico y heroico y afirman­do que el protagonista de la Tragedia no es absolutamente bue­no ni absolutamente malo. Por otra parte, Aristóteles ha mante­nido la función catártica de la música «entusiástica» atribuyén­dosela a la Tragedia, pese a la mayor valoración de ésta; desaparece así la oposición entre kátharsis y paideía al ser la pri­mera valorada positivamente. Esta es, evidentemente, una gran ganancia de Aristóteles. Ignoramos si la Comedia tenía también para él, como quiere Rostagni, una acción catártica; los prece­dentes de la teoría anterior parecen indicar que sí.

17. Toda esta problemática puede explicamos, decíamos, las vacilaciones de Platón y Aristóteles y las divergentes soluciones que ofrecen para unos mismos problemas.

Aristóteles se centra en la mimesis, extendiéndola de la danza (y música) y los géneros teatrales a toda la Poesía, con alteración de su sentido original: ya Platón le había precedido, con vacila-

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dones. Prescinde de la teoría del «entusiasmo» y la μανία como motoras de la poesía, aunque se queda con la doctrina de la κά- θαρσις, bien que dotada de una nueva dignidad al referirse a un género valorado positivamente (por polémica contra Platón, que quiere desterrar los afectos) y con algunas otras huellas de la pri­mera. Utiliza en forma nueva, sobre precedentes ya platónicos y aun anteriores, la oposición «moral» entre dos géneros de mime­sis : son la Tragedia y la Comedia, pero la oposición está mitiga­da en la forma que hemos indicado. Con todo no hay duda de que la definición de la Comedia está dada en estricta antítesis con la de la Tragedia, como ha visto Rostagni34; bien que en esta antítesis, al insistir en que la acción de la Comedia es sin dolor (49 a 35), Aristóteles capta algo verdaderamente esencial. En cambio, el decir que el héroe cómico no es ni del todo malo ni del todo bueno, es una trivialidad sin gran contenido. Y el man­tener absolutamente alejadas desde el comienzo a la Tragedia y la Comedia (con ciertas contradicciones que hemos destacado) como productos de dos tipos de hombre diferentes y dotados de una esencia totalmente diferente es, como hemos dicho en otro lugar35, convertir arbitrariamente la separación de géneros del s.V en algo eterno y paradigmático, cuando es el producto de una polarización progresiva que no puede ocultar las raíces comunes de ambos géneros ni lo que en ellos continuaba habiendo de co­mún. De esa comunidad, tan clara en el Banquete platónico, só­lo queda en la Poética una desvaída ήδονή, que es por otra parte distinta para cada género.

Hay, naturalmente, otras innovaciones aristotélicas más, en las que no vamos a entrar aquí, y que proceden principalmente de la observación realista de los hechos contemporáneos sobre todo: el centrar la acción de la Tragedia en la peripecia y la anagnórisis; el insistir en el hecho del «cambio» más que en la di­rección de ese cambio36. E innovaciones negativas que respon­den a una oposición a tesis platónicas; sin duda a las de la Repú­blica y las Leyes, como ya hemos explicado; pero también a las

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del Banquete y el Ιόη. La eliminación por Aristóteles de la teoría del «entusiasmo», su silencio sobre el significado último del Tea­tro, su esfuerzo por oponer al máximo los dos géneros (salvo en no hacer del todo malos ni buenos a los héroes de la Tragedia y la Comedia, para responder á una objeción de la República), nos parece que apuntan en esta dirección. La polémica está siempre y en todo momento sobreentendida, no es explícita nunca.

18. Dando un salto atrás, pasemos revista a los varios inten­tos platónicos de abordar el problema del Teatro y de la Poesía en general. Hemos visto hasta aquí pasajes de los libros II-III y X de la República y de las Leyes que se centran en el problema educativo. Por ello consideraban al Teatro desde el punto de vis­ta de lo que es: mimesis de acciones diversas que producen sobre las almas influjos también diversos (y que responden a autores y actores también diversos). El problema es relacionar estos tipos de mimesis con la bipartición moral en el sector de lo σπουδαϊον y lo φαϋλον, lo bueno y lo malo (derivada, por lo demás, de la ética aristocrática)37. Platón opera sobre el precedente de Da- món en relación con las danzas, pero cae en dificultades que le llevan, pese a su valoración de la Tragedia, a proscribirla en defi­nitiva o bien a censurarla (solución conciliadora de las Leyes, co­mo la de admitir la representación de la Comedia por extranje­ros y esclavos). Frente a esta posiciones es totalmente nueva y tajante la de Resp. X: proscribir toda /nráea?mediante un argu­mento ontológico. La mimesis seré, luego salvada por Aristóteles como propia de la naturaleza humana y relacionada con el deseo de aprender.

Ahora bien, han sido menos atendidos los pasajes en que el Tea­tro es estudiado, no desde el punto de vista de lo que es —mime­sis—, ni de su acción sobre los espectadores (paideia, kátharsis, etc.), sino desde el de sus raíces y sus fines o resultados últimos.

Todavía puede decirse que la teoría del placer que producen la Comedia y la Tragedia (mezclado con dolor) aparece en el Fi­

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lebo, según hemos visto, y que también está aludida en la Repú­blica (605 d) y por el propio Aristóteles. Esta es quizá una ver­sión disminuida de la teoría del Banquete de que vamos a ocu­pamos para cerrar este trabajo; o tal vez la verdad sea la contraria.

19. El hecho es que en el Banquete tenemos una teoría del Teatro completamente diferente, tendente a descubrir en él, co­mo decíamos arriba, sus fuerzas motrices y su último fin. Hemos visto que su arranque no es distinto del de la teoría de la mime­sis, hay luego una escisión del foco de interés y es esto lo que ha­ce que, secundariamente, ya se destaque, ya se disminuya la opo­sición entre Tragedia y Comedia.

El Teatro como mimesis es un desarrollo, probablemente an­terior a Platón, de la concepción de la danza y música como mi­mesis, el arranque está en las danzas dramáticas de origen reli­gioso, que eran calificadas en griego de mimesis. Pero la mimesis suponía una enajenación o posesión (μανία, ένθουσιασμός); los ejecutantes, en este tipo de danzas, revisten una nueva personali­dad, dejan de ser ellos mismo, se sienten transportados a un mundo de fuerzas divinas. Son estas fuerzas las que, con los nombres mencionados, y, también, con el de Eros, explora Pla­tón. Popularmente se hablaba también de Dioniso y de otras di­vinidades de este tipo. En suma, como el teatro es sólo una clase de mimesis especializada (y con esto me refiero a las mimesis ri­tuales antiguas, no a la extensión del concepto por Aristóteles), de igual modo la μανία y las demás maneras de nombrar la fuer­za motriz del Teatro pertenecen igualmente a un dominio más amplio: determinados cultos religiosos, la locura amorosa y otras más, la profecía, la poesía de origen religioso (o sea, toda). Dentro de este dominio, un nombre como Dioniso especifica un sector determinado (no sólo Tragedia y Comedia); Platón inno­va con su Eros, que une los campos del teatro, d amor y la Filosofía.

Koller38 ha dejado en claro que ya Demócrito y Gorgias fun­daron su teoría poética en la idea del «entusiasmo»; se desintere-

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saron, pues, de la mimesis, pero el segundo al menos insistió, en cambio, fuertemente en el efecto mágico del lógos sobre los oyentes (la ψυχαγωγία o ’captación del alma’). Lo mismo suce­de en el Ión platónico, seguramente influido por Gorgias. Por otro lado, el Lisis presenta unas ideas sobre el amor que antici­pan algunas del Banquete ; es una manía, pero una manía útil y hermosa que sirve a la elevación del hombre. Todos estos diálo­gos son reconocidos como anteriores al Banquete. Este repre­senta en cierto modo una síntesis de las ideas de los mismos, uniendo en un único planteamiento, bajo el patrocinio de Eros —la nueva forma especializada de la μανία— el amor, el Teatro y la Filosofía.

20. El Banquete es considerado generalmente como práctica­mente contemporáneo de la República; ya se coloca primero un diálogo, ya el otro. Cualquiera de las dos hipótesis puede justifi­carse por lo que respecta al tema que nos interesa: se trataría de dos planteamientos con intereses diferentes, dándose dos solu­ciones distintas en la República, las cuales, a su vez, se deberían a que en los libros II-III se trata de la educación de los guardia­nes, mientras en el X se alcanza un punto de vista superior39.

Pero sería especialmente ilustrativa una tercera hipótesis, la presentada por A. Díaz Tejera sobre la base de un estudio lin­güístico del vocabulario platónico40. Según este autor, los libros II-IV de la República procederían de hacia el año 384, a la vuelta de Platón de su primer viaje a Sicilia; los libros últimos de la Re­pública serían posteriores, de hasta el 367. Así se explicaría el ra­dical cambio de postura de Platón a lo largo de la República. Veíamos ya que su primer intento de solución en esta obra era un compromiso poco satisfactorio, en cuanto Homero y los trá­gicos «imitan» acciones inmorales. Podría pensarse que a conti­nuación viene el nuevo planteamiento del Banquete, y que, sien­do imposible éste para la República por el interés educativo de esta obra, y siendo poco convincente el primero (a más de escan­

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daloso) se llegó en el libro X de esta obra a la nueva solución: la desvalorización de toda mimesis poética.

De todas formas, lo que me resulta claro es que el Banquete presupone el conocimiento de la teoría que distingue dos géneros de imitación absolutamente diferentes. La teoría de los dos Eros, sostenida por Pausanias y Erixímaco, debe ser interpretada, creemos, en este sentido: ya dijimos algo al principio. Recuérde­se que los φαύλοι aman el Eros pándSmos, que busca los cuerpos más que las almas, mientras que son positivamente valorados los que siguen el Eros hijo de Afrodita Urania (ó καλώς προτρέπων ¿pdv «el que induce a amar con belleza», 181a); semejante es la posición de Erixímaco, aunque éste, mas conciliador, permite obtener el placer del Eros pándSmos con tal de librarse de la άκο- λασία o desenfreno que proporciona. Nótese qué aún no se ha mencionado el Teatro, y, por tanto, Platón está libre del espino­so problema de tener que decidir a qué género se refiere cada uno. Pero la atribución a cada uno de un tipo de hombre, con una división de base ética, así como de unos efectos (virtud o vicio), es un paralelo bien claro a lo dicho hasta aquí. Y se hace más claro cuando, ya dentro del tema del Teatro, Aristófanes y Agatón nie­gan tácitamente la división de Eros —lo cual coincide con la aproxi­mación de sus versiones de la Comedia y la Tragedia a que hemos hecho referencia—. La Comedia, en efecto, no queda desvalorizada (aunque sea inferior a la Tragedia) y la Tragedia es de todas formas inferior a la Filosofía. Sócrates dice ya explícitamente que no hay dos Eros: sólo hay Eros del Bien, sólo hay búsqueda de la βύδαιμο- νία o felicidad y esto, aunque confusamente, tanto en la Tragedia como en la Comedia.

21. El estudio del Teatro es en el Banquete, decíamos, un es­calón o presupuesto para el estudio de la Filosofía, que se en­cuentra en la misma línea, aunque a un nivel más alto. Y, efecti­vamente, la finalidad última de Teatro y Filosofía está en una búsqueda común de Felicidad, de curación de la naturaleza hu­

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mana. No es lo importante el camino, con sus accidentes, trági­cos o cómicos, sino la aspiración a una felicidad superior a la que el hombre disfruta y que, sin embargo, es en algún modo connatural con él. En la superación del conflicto —de la división del hombre en el mito de Aristófanes, de los miedos y sufrimien­tos en Agatón—, en la reconstitución de una alegría perdida, se encuentra esta felicidad. Sólo el filósofo, que es contrafigura de Eros, llevará más lejos estos atisbos, hasta alcanzar la inmortali­dad mediante el τί,κτειν έν τώ καλψ o «engendrar en la belleza», hasta ascender a la belleza eterna a través de las bellezas terre­nas, amadas con σωφροσύνη o templanza.

Esta búsqueda, este ideal de liberación, esta aceptación de que el mal y el error pueden ser superados, aunque sea en medio del sufrimiento, es algo realmente presente en todo el Teatro griego y ello se explica por sus orígenes dionisíacos41. Al lado de esta comunidad esencial, la diferencia entre Comedia y Tragedia casi se desvanece; y más después de que ambas están presentes en la imagen del filósofo. De ahí la paradoja socrática de que es del mismo hombre —pese a lo que ocurría en la Atenas contem­poránea— el componer Tragedia y Comedia. La proximidad de los dos géneros a la Filosofía está en el Banquete bien clara des­de que, en vez de competir en él tres trágicos o tres cómicos, co­mo en la escena ateniense, compiten un cómico, un trágico y un filósofo (precediéndoles un enamorado y un médico); el premio lo da esa especie de Dioniso que es Alcibiades acompañado de sus comastas, el cual, en sus palabras, une la imagen de Sócrates con símbolos dionisíacos en lo que el mismo Sócrates llama dra­ma satírico —el único género que faltaba en el diálogo.

La interpretación platónica del Teatro en el Banquete no nie­ga la otra, basada en la mimesis, en realidad se complementan42. Pero es tan importante como ella, posiblemente más importante. Pues en definitiva, nos lleva a una idea de la Comedia y de la Tragedia que se nos antoja más cercana a los hechos, más próxi­ma a los orígenes y esencias del drama, que las especulaciones de

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Aristóteles, consistentes en, sobre diversos precedentes, exagerar lo que separa a los géneros dramáticos, y en aplicar un descripti- vismo formalista que no se interesa por fines ni intenciones. Wi- lamowitz, en su famosa definición de la Tragedia, no hará sino proseguir esta misma línea.

Por otra parte, la relación entre Teatro y Filosofía en el Ban­quete no es disímil de la de la República. Aquí hay, ciertamente, una polémica abierta contra la poesía mimética, que debe ser sustituida en la educación por la Filosofía; pero la situación es esencialmente la misma, aunque considerada desde otro punto de vista. El Teatro es superado por la Filosofía, pero es prece­dente de ésta; y no se oculta el atractivo que presenta para Pla­tón ni aquello que de correcto moralmente puede haber en él.

Posiblemente ha sido el ensamblamiento de la teoría del Tea­tro con la de la Filosofía y el ambiente mítico y metafísico del Banquete el que ha desviado la atención de lo que tiene de im­portante como testimonio e interpretación sobre el Teatro anti­guo. Tal vez también el arte sabio de su composición, en que los elementos se presuponen unos a otros y se conjuntan gradual­mente, sin esquemas chillones y simplistas. Es fácil, como decía­mos, que Aristóteles polemice tácitamente con él. En todo caso, ha sido su revisión formalista y demasiado racional, llena por otra parte de eclecticismo, de una tradición anterior a él, la que ha dado la pauta para las interpretaciones y discusiones futuras. Cuando es en definitiva un conglomerado poco original y bas­tante incompleto y contradictorio que pende de una rica tradi­ción que podemos ahora entrever en cierto modo.

Notas

1,- Platón, 3‘ ed., Berlín 1929, p.392.

2,- P. Friedländer, Platón. Eidos. Paideia. Diálogos, Berlín 1928, p.319.

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3,- J. W. Atkins, Literary Cristidsm in Antiquity, Gloucester, Mass, 1961,I, p.56ss.4,- 3* ed., Frankfurt a. M., 1963.5,- Plato, Bema 1957, p. 133.6,- Cf. por ejemplo P. Lévêque, Agathon, Paris 1955, p.l25ss.7,- Cf. H. Gauss, Handkommentar zu den Dialogen Platos, 2. Hälfte, Cap. Π. Das Gastmahl, p.81ss,

8,- Cf. sin embargo las oponiones de Sykutris y Robin de que este discurso recuerda la trama de una comedia. Cf. Sykutris, p.l 19 de su ed., Atenas 1934; Robin, p. LIX de su 6* ed., Paris 1968.9,- Cf. K. Ziegler, «Menschen- und Weltuschmerzen», NJb 33(1913)529ss. asi como las dudas de Friedländer, ob. cit., p.208 y Bignone, Empedocle, Torino 1916, p.579. Cf. más datos en Dover, «Aristophanes’ Speech in Pla­to’s Symposium», JHS 86(1966)41ss., quien dice con razón que la Comedia acepta toda clase de materiales folklóricos y populares.10,- Esto ha sido comprobado por Dover en su art. citado (alude sólo a los Hombres-Hormiga de Ferécrates y a una Iφάρους] πογονία en P. Oxy. 427). Pero el hecho tiene un interés mínimo: la relación del discurso con la Come­dia en su conjunto es clarísima, como esperamos hacer ver. Y no compren­demos que Dover niegue profundidad al discurso y no crea que representa un avance hacia un mejor conocimiento del Eros. Cree que simplemente es un testimonio de «moralidad popular», atacado luego por Diotima.11,- Cedric H. Whitman, Aristophanes and the comic Hero, Cambridge, Mass,. 1964, sobre todo cap. II, «Comic Heroism», pp.21ss.12,- Cf. Franti&k Novotny, «Poros otee Erotuw» Listy Filologické 7, 82(1959)39-49, con citas de Eurípides 641 N., Teócrito 21, 1-3 y pasajes del Pluto te Aristófanes.13,- Cf. F. M. Comford, The Origin o f attic Comedy, Cambridge 1934, pp.8ss., 21ss.14,- H. J. Newiger, M etaphor und Allegorie. Studien zu Aristophanes. Mu­nich 1957.15,- Cf. Ementa 35,1967, pp.249ss.16,- II. 14 325.

17,- Cf. F. Otto, Dionysos, Frankfurt 1939, p. 105.

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18,- Cf. sobre este tema W. K. Guhrie, The Greeks and their Gods, Iondres 1962, p. 174: en realidad esto está testimoniado sólo para Zalmoxis, que es un dios emparentado con Dioniso.19,- «Das Komische und das tragische im athenische Theater», Das A lter- tum 18(1972)137-151.

20,- Sin embargo, no suelen tomarse en cuenta. Cf. una revisión de la bilbio- gradía moderna sobre la Poética en E. Zeller-R, Mondolfo, La filosofía dei greci nel suo sviluppo storico, Parte seconda, col. VI, a cura di Armando Plebe, Firenze 1966, p.266ss.21,- A. Rostagni, «Aristoteles e l’Aristotelismo nella storia dell’ estetica an­tica» Scritti M inori, I, Torino 1955, p.76ss.; también en el prólogo a su edi­ción Aristoteles. Poética',Torino 1945 (l*ed. 1927).22,- Emérita I.e., p.253ss.23,- G. Else, A ristotle’s Poetics: the argument, Harvard Univ. Press, 1963, p.l35ss. sostiene, siguiendo a Finsler, Platon und die arist. Poetik, Leipzig 1900, que Aristóteles no habla de los dos caracteres-tipo de unos y otros poetas, sino sólo de los dos tipos de acciones imitadas. Esto es poco sosteni- ble; cf. en contra D. W. Lucas, Aristotle, Poetics, Oxford 1968, p.75ss.24,- Aristoteles, Heidelberg 1966, p. 177ss.

25,- Ob. cit., p.439.26,- Lucas, ob. cit., p.275.27,- Ob. cit., p.238ss.28,- Cf. sobre la kátharsis bibliografía como F. Dirlmeier, «Kátharsis pathe- mátom», Hermes 75(1940)81-92; W. Schadewaldt, «Furcht und Mitleid» Hermes 83(1955)129-171; W. J. Verdenius, Kátharsis pathemáton, en Au­tour d ’Aristote, 1955, pp.367-373.

29,- H. Koller, D ie M imesis in der Antike, Bema 195430,- Cf. Koller, ob. cit., p.83.31,- Cf. Aristides Quintiliano, p.95.

32,- Cf. Koller, ob. cit., p.85.33,-Cf. Koller, ob. cit., p.164.34,- L. c., p.214.

35,- Cf. John Jones, A ristotle and Greek Tragedy, Londres 1962.

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36,- Cf. Else, I. c., p. 3 y nota 24.

37,- Ob. cit., p.l45ss„ 157ss.38,- Cf. Jäger, Paideia, II, trad, esp., México 1944, p.436.39,- En Ementa 29(1961)242ss., «Ensayo de un método lingüístico para la cronología de Platón», sobre todo p.282ss.

40,- Cf. la conferencia citada en p. 15.41,- Son forzados intentos de conciliación entre la teoría «entusiástica» de la Poesía en el Ión y la condenación de la mimesis los de W. J. Verdenius, «Platon et la poésie», Mnemosyne 3, 12(1944-45)118-150 (minimiza la con­dena de la poesía); id. Mimesis, Leiden 1949 Qa obra de arte es imitación del Bien, evoca la belleza ideal y como tal participa de lo divino); A. Masarac- chia, «Genesi e significato della poesía», R . Crit. St. Filos. 6(1951)119-130 (Platón no condenaría todo el arte, sólo el mimético): J. Duchemin, «Platon et l’héritage de la poésie», Congr. Budé, Tours et Poitiers 1953, Actes 1954, pp. 186-189 (sólo se condenaría la forma más baja de mimesis, habría otra de inspiración y misión elevada); etc.

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17. LA TEORÍA DEL SIGNO LINGÜÍSTICO EN UN PASAJE DEL «BANQUETE» PLATÓNICO

Ahora que la historia de las ideas lingüística se ha convertido en una disciplina, por decirlo así, de moda, se hace más que nun­ca perceptible el daño que ha causado la creciente escisión entre Filología —en el sentido amplio de conocimiento de los textos li­terarios y filosóficos— y Lingüística. Muy concretamente, la his­toria de la Lingüística en la Antigüedad continúa trabajando, fundamentalmente, sobre los datos que recolectó H. Steinthal en su Geschichte der Sprachwissenschaft bei den Griechen und Rö­mer en una época (1890) en que dicho divorcio no existía toda­vía. Algunos datos más han aportado historiadores del estoicis­mo como Pohlenz y algunos otros estudiosos: pero, en definiti­va, estamos donde estábamos. Y si queremos progresar no sólo debemos añadir al viejo material nuevas ideas sino también reu­nir nuevo material. Esto se hace raras veces: E. Coseriu es una de las laudables excepciones. Cierto que en diversos estudios sobre historia de las ideas antiguas pueden encontrarse algunos datos: pero no excesivos y, además, suelen escapar a la atención de los lingüistas.

Personalmente, el haberme interesado siempre por temas de lingüística y el haber seguido cultivando, no obstante, estudios de Filología griega, me hace encontrar cada poco textos griegos antiguos tan interesantes para la historia de las ideas lingüísticas como poco estudiados desde este punto de vista. Los he encon­trado, sobre todo, en los sofistas y Platón, temas a los que he de­dicado dos trabajos «Lengua, Ontologia y Lógica en los sofistas y Platón»1 y «La teoría del signo en Gorgias de Leontinos»2, tra­

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bajo este último que tiene un precedente en una memoria de li­cenciatura inédita, dirigida por mi, de Elvira Gangutia3.

Pero no sólo en estos autores. Apenas tocadas por los lingüis­tas están las sugerentes especulaciones de Sexto Empírico, en su Contra los Gramáticos, que anticipan avances muy posteriores de la fonología, la gramática histórica y el estudio de los niveles de lenguaje: a esta obra se ha dedicado una memoria de licencia­tura, dirigida por mí, de Marta Cobos, inédita por el momento4.Y podría apuntar textos helenísticos susceptibles de producir una cosecha interesante: así, escritos cínicos como la Vida de Esopo.

Pero volvamos a los sofistas y Platón y sobre todo a éste, que es el autor que va a ocuparme aquí. Querría hacer ver que la teo­ría del signo que es más característica de él y que he esbozado en mi trabajo titulado «Lengua, Ontología y Lógica...», no es la única: también en este dominio el pensamiento platónico es mul­tiforme y rico y, por eso, no es de extrañar que en un pasaje del Banquete a que vamos a hacer referencia nos encontremos con ideas diferentes, de sorprendente modernidad.

En el trabajo arriba indicado, al que sólo aludo y no voy ni si­quiera a resumir, hacía yo ver que, salvo en ciertos momentos excepcionales en que Platón propone mirar directamente a la realidad saltando por encima de las palabras, para él la palabra corresponde exactamente a la cosa. La investigación de la reali­dad tiene lugar a través de una exacta definición de las palabras, que poseen un significado único. Ahora bien, esas palabras con­traen entre sí oposiciones en sus diversos escalones, como se hace en el Sofista, de descubre la organización íntegra de la realidad: de ahí que el filósofo defina la lengua en el Crátilo (388 c) como un δργανον διδασκαλικόν καί διακριτικόν, im instrumento de enseñanza y clasificación.

Nosotros opinamos que la realidad y los signos lingüísticos son cosas más complejas y que los segundos, por otra parte, no recogen esa realidad directamente, sino a través de una organiza­

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ción previa de la misma. Los sofistas sabían bastante de esto: así Protágoras cuando, en el diálogo platónico de este nombre (360 a ss.), establecía transiciones o puntos de contacto entre las di­versas «virtudes» y aquí y en otros lugares sentaba criterios de verdad relativos. He estudiado esto con particular detalle en el caso de Gorgias, en el cual hay anticipos del triángulo del signo, de la doctrina de que el signo varía de significado según el emi­sor y de la del valor impresivo del mismo.

Sin embargo, las cosas no son así, en términos generales, para Platón, aunque a veces tenga que recurrir a admitir diferencias entre realidad y palabra. De todas maneras, la palabra continúa, en sí, respondiendo a una idea y es por supuesto unitaria. Más todavía, he hecho ver cómo la filosofía platónica tiende a llevar el binarismo (el binarismo a base de oposiciones exclusivas) a sus límites más extremos: en definitiva, hay todo un sector de la reali­dad y del léxico valorado positivamente y otro valorado negati­vamente. Lo que a su vez lleva a definiciones lingüísticamente forzadas de las palabras, definiciones que están en la base de la argumentación en diálogos como el Gorgias. Palabras como κα­λόν y αίσχρόν toman aquí y en otros lugares un valor puramen­te moralístico, es decir, generalizan uno de los usos de la lengua griega; y se convierten prácticamente en sinónimos de otras pala­bras como, en el caso de la primera, de άγαθόν y δίκαιον y en el de la segunda, de κακόν y άδικον. Sinónimos parciales son con­vertidos en s in ó n im o s totales; se desvanecen oposiciones gradua­les o equipolentes que, sin embargo, existen en la lengua.

Éste es el Platón que estamos acostumbrados a ver, el funda­dor de un sistema idealista que argumenta a partir de una con­cepción parcial y forzada del léxico: que supone la existencia en una lengua natural de léxico propio del lenguaje científico, sin ambigüedades ni polivalencias.

Pues bien, querríamos llamar aquí la atención sobre un pasaje del Banquete t n que la sacerdotisa Diotima argumenta ante Só­crates a favor de una concepción de la realidad —y del léxico

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que la expresa— diferente. Es el pasaje en que, tras el elogio de Eros por parte de Agatón como «bello» (καλός), se ponen las bases para la famosa definición de Eros como hijo de Pobreza y Riqueza y mera aspiración a la Belleza: el pasaje comienza en 202 c y debe interpretarse como doctrina socrática o, por mejor decir, platónica, pues es la culminación del diálogo, la clave en que se cierran todos los arcos del mismo, la tela en que se funden todos los hilos de los discursos precedentes. Diotima, profetisa iluminada, es, por otra parte, una contrafigura del Sócrates ins­pirado y divino del diálogo.

Los puntos de este pasaje del Banquete sobre los que querría­mos llamar aquí la atención son dos: la aceptación de que una palabra puede usarse con dos significados diferentes; y la acepta­ción de excepciones al binarismo. Puntos curiosos, ambos, que se nos antojarían más propios de la sofística que de Platón si no poseyéramos los textos concretos y no pudiéramos.interpretarlos dentro de la filosofía platónica.

Comencemos por el primer punto. El Banquete todo amplía la esfera de significado del término Eros y de su raíz en general al sacar al Amor del ámbito de lo propiamente sexual y llevarlo al de la búsqueda, concretamente la búsqueda de la belleza y de «dar a luz en la belleza». Hay que advertir, para ser justos, que esta posición platónica tiene su punto de partida dentro de la lengua griega, por más que el filósofo la rebase, como siempre. En otro lugar, un artículo sobre «El campo semántico del amor en Safo»5, he hecho ver que la raíz de έράω ‘amar’ entra dentro del campo semántico del deseo, es una de sus varias especializa- ciones. Pero el hecho es que el amor del Banquete es mucho más que lo que comúnmente se entiende por amor, que sirve sobre todo de prototipo o paradigma.

Sobre el hecho cierto de que, en griego, έράω es tanto amar como desear. Platón establece como fundamental este sentido minoritario e infrecuente: de otra parte, lo amplía y lo especiali­za. En definitiva, el Eros o amor es la fuerza que lleva a la propia

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realización mediante el descubrimiento del Bien y la Belleza, de Dios en definitiva, a través de una serie de escalones o grados. Esta doctrina, que tanto peso había de tener en él pensamiento del Renacimiento y aim de épocas posteriores, tiene, pues, una base lingüística, por lo demás radicalizada y forzada.

Platón tiene conciencia de que hace violencia a la lengua cuando reconoce que el sentido usual de έράω y de toda la raíz es el otro. El pasaje es concretamente el siguiente (205 d):

«Así también en relación con el amor. Su aspecto fundamen­tal es todo el deseo del Bien y el máximo y engañoso amor de ser feliz que hay en todo hombre; pero los que se dirigen hacia él de otras muchas maneras, por el camino de la actividad mercantil, de la gimnasia o de la filosofía, no se dice de ellos que amen ni se los llama amantes, mientras que los que proceden conforme a una única idea (είδος) y así Se afanan, reciben el nombre del to­do, se habla de amor, amar y amantes».

Platón reconoce que hay un δλον o totalidad que él califica de amor, pero que tiene como subordinada la idea calificada co­múnmente de amor. Tiene subordinadas también, evidentemen­te, otras ideas, que reciben nombres diferentes. O sea: la palabra £ρως (y las demás de igual raíz) tiene un uso genérico y otro es­pecífico, ni más ni menos que hombre frente a mujer o día frente a noche; para usar ejemplos bien conocidos. De estos usos Pla­tón reconoce como común el específico, como suyo propio, el genérico (aunque insisto que sobre una base popular). A diferen­cia de lo que hace en ocasiones, reconoce la existencia de una po­lisemia (una bisemia al menos).

Es que, en este caso, Platón fuerza la realidad menos que otras veces, se apoya en ella para su construcción, aunque sea al precio de reconocer ese doble significado de una palabra, contra su hábito. Doble significado paliado porque el uso específico es, en cierto modo, considerado como vulgar y desviado frente al genérico, el único filosófico.

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También es llamativo en este pasaje el hecho de que ni siquie­ra es clara en él la presencia del binarismo. Junto a la especie que l la m a r ía m o s «amor sexual» Platón habla de actividad mercantil, gimnasia y filosofía (sin duda una enumeración no exhaustiva) y no dice explícitamente que constituyan en conjunto una segunda rama derivada del έρως genérico, al lado de la del έρως específico.

Aquí enlaza la segunda característica de nuestro pasaje a la que hacíamos alusión: la ausencia del binarismo, precisamente. £1 binarismo es negado explícitamente, frente a Agatón y demás oradores anteriores, por Diotima. Eros no es un dios ni un mor­tal, es un δαίμων, el filósofo es un intermedio entre el sabio y el ignorante. Podríamos decir que, contra lo que sucede en otros pasajes, nos hallamos ante oposiciones graduales, no ante oposi­ciones binarias. Ciertamente, no se trata de transiciones gradua­les, falta de límites definidos, entre los significados de las pala­bras, como dice Protágoras de las virtudes. Suponemos que los tres términos de esas cadenas tienen definiciones monovalentes y definitivas, a la manera platónica. Aun así, el avance es significa­tivo frente a la posición más frecuente. Entre los dos términos opuestos hay un término intermedio, μεταξύ.

Y no es una ocurrencia momentánea, propia de un pasaje. Toda esta doctrina está ligada a la del diálogo en su conjunto. Eros es el intermediario o mediador entre los hombres y los dio­ses, el que hace pasar a los primeros de la indigencia a la riqueza de la belleza divina. Es hijo, como arriba se recordó, de Pobreza y Riqueza.

Hallamos con esto, en el campo de la semántica, una discre­pancia interna dentro del platonismo, como las hay en su psico­logía y en tantas cosas más. Platón no escribe un sistema cerra­do, es bien sabido: dialoga, volviendo sobre los mismos temas a veces desde distinto punto de vista, a veces con cambio más o menos radical de sus posiciones.

Un cambio no demasiado radical, de todas maneras. Sigue habiendo definiciones absolutas, sigue habiendo una valoración

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positiva o negativa, cerrada, de los términos. Hay una distancia grande respecto a posiciones sofísticas, relativistas, como las que hemos aludido. Aun así, esta discrepancia de la teoría lingüística del Banquete respecto a la más usual no deja de tener su interés, sobre todo si se nota que contiene anticipos notables de ideas modernas.

Hay que interpretarla y juzgarla a la luz de las características del diálogo en cuestión. No es un diálogo irracionalista, pero en él el λόγος, la mera razón, es ayudado por las fuerzas pasionales y entusiásticas, por la divina locura de Eros. Esto se ha visto mu­chas veces6.

Este elemento irracionalista es el que es difícil de introducir en el aspecto que la filosofía platónica ofrece en los dos diálogos mencionados. En otros, los factores irracionales y afectivos son simplemente condenados: aquí no. Se encuentran de una manera compleja y matizada con los racionales, están a su servicio. Ésta es en definitiva la razón de la anómala posición de Eros y del fi­lósofo —encamación terrestre de Eros en cuanto buscador de la Verdad y la Belleza— en el esquema tradicional binario del dios y el hombre, la ciencia y la ignorancia. Ésta es la razón de la ad­misión, en definitiva, de una ambigüedad en el uso del término £ρως: la construcción platónica no se separa esta vez de sus ba­ses en la lengua natural como en otras ocasiones, su £ρως filosó­fico está plasmado sobre el ?ρως de la lengua griega y Platón no se atreve a desplazarlo totalmente. Es un Platón más próximo a la realidad humana y vital que otras veces, un Platón que intenta ganar para su filosofía la ayuda de fuerzas íntimas del hombre tradicionalmente enlazadas con el mundo de lo irracional y lo divino. En este intento, Platón se deja llevar por la realidad viva del lenguaje. Y logra, de esta manera, unos anticipos de la mo­derna teoría semántica que otras veces son ajenos a sus escritos.

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Notas

1,-Recogido aquí, p.ll3ss.

2,- Recogido aqui, p.97ss.3,- Recoge cosas de la misma, asi como de mi otro trabajo, en el capitulo inicial de la Introducción a la Lexicografía griega, editada por ella en 1977.4 ,-Leída en 1978.5,- RSEL 1(1971)5-23.6,- Cf. datos en mi trabajo «La interpretación de Platón en el siglo XX», re­cogido aqui, p.279ss.

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18. SOBRE NOMBRE Y COSA EN PLATÓN

En un trabajo publicado hace poco por D. José Mondéjar1 se dedica una larguísima nota a criticar algunas interpretaciones mías del pensamiento platónico en lo relativo a la relación entre lengua y realidad o, más exactamente, entre nombre y cosa (όνο­μα y πράγμα). Creo que hay aquí algunos malentendidos y voy a intentar explicarme en las pocas páginas que siguen, dedicadas a mi antiguo amigo Antonio Llórente.

Mondéjar cita algunos pasajes de un escrito mío en Logos Se- mantikós2 y otros de estudios anteriores3 en que manifiesto mi opinión de que en términos generales Platón considera que las palabras corresponden a las cosas, de donde su valor como ins­trumento de enseñanza y clasificación. Mondéjar argumenta to­do el tiempo a partir del Crátilo y, más concretamente, de su conclusión (439 b) de que las cosas «hay que aprenderlas e inves­tigarlas más a partir de los nombres».

A partir de aquí, pone en duda una serie de afirmaciones mías: sobre todo, que «en términos generales» hay en Platón una «creencia firme» en la correspondencia en cuestión, que sólo «a veces» se accede a la verdad a través de las palabras (según Pla­tón), que Platón introduce «sólo una leve corrección» a la co­rrespondencia palabra-cosa, que para él la lengua «solo en par­te» calca la realidad. Es decir: soy consciente de que, para Pla­tón, la correspondencia nombre-cosa es admitida en parte si, en parte no (hay ciertas diferencias en mis formulaciones de ambas posiciones). Mondéjar, en cambio, pone todo el énfasis en la in­conexión nombre/cosa, que lleva a Platón al programa de inves­tigar las cosas a partir de sí mismas; y duda que en parte alguna

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del Crátilo manifieste Platón esa «creencia firme». Añade un ar­gumento: que la afirmación platónica (Crátilo 388 be) de que «el nombre por tanto es un instrumento de enseñanza y clasificación de la esencia» contiene un sofisma «destapado» por Coseriu en varios escritos y sobre el que el propio Mondéjar insiste.

Quizá yo me haya expresado con excesiva rapidez dando de­masiadas cosas por supuestas, por eso querría, antes que nada, dejar dos cosas en claro:

1.“ Al hablar en esos términos me apoyo no tanto en el Cráti­lo (aunque también en el Crátilo), como en la totalidad de la obra platónica; no tanto en su teorización sobre la lengua como en su uso de la misma precisamente como instrumento para el conocimiento de la realidad y su clasificación. Pensaba, de todos modos, que mis afirmaciones en mo de los trabajos menciona­dos sobre la definición de las ideas de los valores a partir de los nombres en el Gorgias y otros diálogos o sobre el análisis dico- tómico de la realidad a1 partir también de los nombres en el So­fista, eran suficientemente explícitas. No puedo por menos de reafirmarme en lo que dije en un trabajo anterior4. La Historia de la Lingüística viene trabajando con materiales muy escasos, reu­nidos hace ya demasiado tiempo: en lo relativo a Platón, el acento está puesto excesivamente en el Crátilo. Hay que introducir en la discusión materiales nuevos (todo Platón) que el lingüista que no es filólogo clásico o historiador de la Filosofía suele dejar de lado.

2.* Resulta incongruente la crítica moderna de tal o cual afir­mación platónica. No se trata de lo que opinen Coseriu o Mon­déjar (o lo que opine yo mismo) sobre la exactitud o al contrario de las formulaciones platónicas, sino de estas mismas formula­ciones. Que de la correspondencia, firme o no, nombre-cosa no puede concluirse aquello de que «el nombre es un instrumento de enseñanza y clasificación del Ser», es una opinión: pero Pla­tón lo concluye. Si es acertado o no, tampoco interesa en este contexto. El caso es que lo concluye, no sólo en el pasaje citado del Crátilo, sino que es aludido más adelante: la δύμανας de los

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nombres en enseñar (435 d ss.), las cosas se aprenden principal­mente a través de los nombres (439 a). Cierto que en este último pasaje se continúa diciendo que las cosas pueden también cono­cerse «a partir de sí mismas» (como ya dijimos) y que, aunque ni Crátilo ni Sócrates están capacitados para decidir cuál de los dos modos de aprendizaje es el mejor, al segundo le gustaría recono­cer que es preferible el que parte de las cosas. Pero no está nega­do, en forma alguna, el primer pasaje.

Y con esto comienzo algunas aclaraciones sobre mi postura. Tenemos que distinguir entre los pasajes en que Platón discurre sobre la lengua, sobre su relación con la realidad, y aquellos otros en que aplica la lengua (aquí nos limitamos a los nombres, όνόματα) para la investigación de ésta. Los primeros están prin­cipalmente en el Crátila manifiestan, en ocasiones, la idea de que hay una distancia, mayor o menor, entre el nombre y la co­sa, pero de que de todos modos el nombre es un instrumento pa­ra la investigación de la cosa, pues que la investigación directa sea preferible ya hemos dicho que no pueden decidirlo Sócrates ni Crátilo. Es bien sabido que Platón conoce las críticas y las contracríticas de las teorías de la lengua φύσει y νόμω y que en uno y otro caso ve la posibilidad de desajustes nombre/realidad; igual cuando, en el mismo diálogo, investiga los nombres como «imitación» (μιμήσις): es claro que en el pensamiento platónico la «imitación» se acerca más o menos al Ser, pero siempre hay una distancia. Y, todavía, cuando investiga al νομοθέτης o «le­gislador» que impuso los nombres y que puede acertar más o menos.

Pero nunca, ya decimos, niega en el Crátilo la utilización de los nombres para el aprendizaje y enseñanza de la realidad. In­siste en ello en la Carta Séptima 342 a. Dice explícitamente (Re­pública 596 a) que llamamos ideas a «cada multitud de cosas a las que damos un mismo nombre». La relación explícita entre idea y nombre reaparece en Cármides 175 b y Fedón 102 a. Evi­dentemente, hay un tipo de nombres que se ajustan al Ser, pues.

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En realidad no son en absoluto excluidos en el Crátilo. Muy concretamente, la discusión contra la teoría φύσει todo lo que argumenta es que no todos los nombres son correctos o adecua­dos: de ahí el riesgo (κίνδυνος) de la investigación mediante los nombres. Pero Platón va más lejos: el sabio y el dialéctico pue­den superar ese riesgo, cf. Crátilo 392 c.

A este uso de los nombres por el dialéctico corresponde la in­vestigación platónica en su obra general. En otros lugares he he­cho ver que Platón considera los nombres de los valores —que son los utilizados en su investigación— como de sentido unita­rio, equivalente al de la idea que designan, y como organizados en sistemas de correlaciones que presentan términos con oposi­ción exclusiva entre sí. Por ejemplo, κακόν es lo contrario de κα­λόν en todas y cada una de las distribuciones. Eso sí, el sentido unitario que se presupone en todas y cada una de las distribucio­nes tiene que ser elucidado por el filósofo: y esto es exactamente lo que hace Platón. Como dije en mi trabajo ya citado5, Platón no vacila en forzar el uso real de la lengua griega para obtener esos campos semánticos de organización binaria y exclusiva, con sentido unitario de cada ténrdno. «Descubre» así, dentro de la lengua griega, algo que se «oculta» al común de los hablantes: nombres que por su significado corresponden exactamente al Ser que recubren, son propiamente nombres φύσει. Esto aclara y precisa, pienso, lo que yo decía sobre la creencia de Platón en la correspondencia nombre = cosa: es una creencia que se limita a los nombres de valor, que exige un conocimiento profundo y que no excluye discrepancias y desajustes. Y que es aceptada incluso en el Crátilo, al menos para algunos casos.

Platón es muy consciente de que, cuando investiga en sus diá­logos aporéticos lo que es la σωφροσύνη, la άνδρεία, la ευσέ­βεια, etc. —es decir, la templanza, el valor, la piedad— o, luego y en definitiva, lo que es la areté, lo que está investigando es el significado que, según él, tienen esas palabras en la lengua grie­ga. Las palabras, bien investigadas y establecidas sus relaciones,

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son ciertamente un instrumento para «aprender» ( y «enseñar») el Ser que subyace a ellas. Y en el Solista, la investigación de las redes semánticas en que las palabras se organizan, consistentes en ramificaciones con sucesivas dicotomías, equivale a la investi­gación de la realidad subyacente, que es así analizada, secciona­da, siguiendo sus propias coyunturas igual que hace el sacrifica- dor con la víctima {Sofista 265 c, Político 259 d, 287 c). El Sofis­ta es, como afirma Coseriu6, «la más importante aportación po­sitiva de Platón a la problemática de la Filosofía del lenguaje». Pues bien, es bien claro que en este diálogo las «partes» o ideas en que se fragmenta el Ser están revestidas de nombres que se adaptan a ellas: conocer estos nombres, su significado y sus rela­ciones es conocer el Ser y su articulación.

A esto es a lo que yo me refería cuando decía que en general Platón acepta la correspondencia nombre = cosa y que lo excep­cional es, en él, la posición crítica, más o menos negativa. Habría debido precisar, quizá, que Platón usa un determinado lenguaje, como instrumento de investigación del Ser precisamente, pero que es consciente de que ese lenguaje no es el único existente: hay que escoger las palabras y hay que investigar su verdadero significado, cosa del filósofo y el dialéctico. Precisamente en un pequeño trabajo mío aniba citado7 hacía notar yo que Platón no es ajeno a una concepción del signo lingüístico que admite una oposición ternaria. Y en el Crátilo son evidentes otras varias posiciones respecto al lenguaje, en que se nos presenta la existencia de nombres que no responden a un verdadero conocimiento cientí­fico y son, por tanto, engañosos. En otros diálogos diversos se nos ofrece, finalmente, una visión del lenguaje en que el sentido de los nombres es cambiante, depende del emisor y del receptor aquello que sabía muy bien Gorgias, como hice ver en un artículo ya citado. Pero que Platón rechaza en casi toda su obra: busca un signo lin­güístico no mediatizado por los afectos del que habla o escucha, aje­no a toda retórica. Todavía: en algún pasaje del Gorgias (482 e ss.) hace ver Platón que conoce el triple plano del nombre, «lo pensado»

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(el referente) y la cosa, ni más ni meaos que Gorgias en el «Del No Sen>, como hice ver en d trabajo aludido.

Pero de todos estos tipos de nombre Platón se queda, en su investigación, con los que responden exactamente a la cosa, des­pués de una investigación detenida. Desde nuestro punto de vis­ta, esa investigación fuerza d sentido de esos nombres en la len­gua griega; pero Platón prefiere hacer esto —sin darse cuenta, evidentemente— a dar el «salto» investigando la realidad direc­tamente, más allá de la barrera lingüistica. Teóricamente, admite la posibilidad de ese salto: pero hemos visto que, en la práctica, no ha propuesto un medio para darlo. Prefiere partir del lengua­je: o, mejor dicho, de un sector del lenguaje, previamente inter­pretado Platonico more.

Partir solamente del Crátilo para investigar las ideas platóni­cas sobre el lenguaje, es un error. Entre otras cosas, porque impi­de ver d Crátilo en su justa perspectiva. Platón, que hace filoso­fía a partir del lenguaje y, más concretamente, de una determina­da concepción del lenguaje, de un determinado tipo de lenguaje, no deja por dio de conocer el problematismo de la relación del nombre y la cosa. En el Crátilo se lo presenta, sin llegar a solu­ciones absolutamente claras: aunque hay las tres concepciones (se deduce) del lenguaje φύσει, del lenguaje νόμω y de posiciones más matizadas que, en realidad, son un tanto indiferentes a di­cha oposición y se centran en la idea de que el lenguaje es mime­sis, de que hay un «legislador» y de que hay un grado variable de relación entre el nombre y la cosa. Coseriu ha visto muy bien que las dos posiciones φύσει y νόμω son más que otra cosa sim­ples puntos de partida de la investigadón, cuya intendón es el problema de la reladón de que estamos hablando. El diálogo no es absolutamente claro y terminante en sus conclusiones—es más bien del tipo aporético— y de ahí la tinta que ha hecho ver­ter y los equívocos a que ha llevado. Es un momento, de otra parte, en que Platón, con alusión a sus predecesores y al proble­ma del lenguaje en general, hace una espede de crítica de sí mis-

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mo, del riesgo del filosofar a partir del lenguaje, de una determi­nada concepción del lenguaje. Algo asi como cuando en el Par- méoides critica la teoría de las ideas, presenta objeciones contra día: entre otras cosas, dominios periféricos a los que no se adapta bien.

Pero no creo, después de todo esto, que pueda dejar de ser cierto que en su investigación Platón acepta, sin discusión previa siquiera, la idea de la correspondencia nombre = cosa (sin tin referente que sea un término intermedio). Que otras posiciones son en él absolu­tamente marginales y, en realidad, relegadas a niveles afilosóficos de conocimiento. Que esta posición es aceptada explícitamente para un sector del lenguaje, al menos. Que la investigación «a partir de las cosas misma») es, para él, un pium desiderium y que, pese a la criti­ca a que d principio es sometido y al riesgo que confesadamente im­plica, el nombres sigue siendo utilizado por él como «instrumento de enseñanza y clasificación dd Ser»8.

Notas

1,- «El pensamiento de J. Huarte», R F E 64(1984)95ss.2,- Studia Lingüistica in honorem Eugenio Cosiríu, 1, Madrid, Gredos, 1981: «La teoría del signo lingüístico en Gorgias de Leontinos, p.9-19, reco­gido aquí, p.97ss.

3,- «Lengua, ontologla y lógica en los sofistas y Platón», recogido aqui, p,113ss.; y «La teoría del signo lingüístico en un pasaje del Banquete plató­nico», recogido aqui, p.391ss.4,- «Teorías lingüisticas de la Antigüedad: panorama actual y desiderata», RSEL 13(1973)1-26, sobre todo p.4 y 11. (recogido aqui en p.SISss.).

5,- «Lengua, Ontologia y Lógica...», p.ll3ss.6,- D ie Geschichte der Sprachphilosophie von der A ntike bis zur Gegen­wart. I, Tubinga 1969, p.53.7,- «La teoría del signo lingüístico en un pasaje del Banquete platónico» d t

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8,- En un trabajo de M.a Angeles Durán, «Concepto platónico de la len­gua», RSEL 18(1978)119-148, se desarrollan y llevan más lejos algunos de los puntos de vista arriba expuestos, que por otra parte estaban implícitos en trabajos míos anteriores.

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19. PLATÓN Y LA REFORMA DEL HOMBRE

Hay muchos Platones en Platón: los intérpretes han sacado a luz unos u otros según las cambiantes corrientes y modas de la historia, sus discípulos próximos y lejanos han procedido igual. Hoy voy a ocuparme solamente de uno de ellos: de aquél que quiso continuar el programa socrático de llevar a cabo una re­forma radical del hombre que acabara con sus insolaridades y egoísmos, que aunara conocimiento y moralidad, que sanara su alma imbuyéndola del ideal de la justicia. Pero que quiso conti­nuarlo no sólo al nivel del hombre individual, sino también al ni­vel de la sociedad y del Estado.

Notable destino el de este reformista del hombre y de la socie­dad que es Platón. Si Sócrates selló con su sacrificio, con su mar­tirio, esa vocación suya de reformar al hombre, Platón opuso a toda la práctica política contemporánea una doctrina de la socie­dad y la política ideales, dentro de las cuales había de florecer el hombre nuevo. Pero no se autoinmoló como Sócrates: cuando se estrelló con los problemas prácticos de la reforma política, que intentó implantar en Siracusa, se retiró a la torre de marfil de la Academia y proclamó el nuevo ideal de la vida teorética o con­templativa, la vida de la Ciencia o de la Religión, según sus di­versos intérpretes y sus diversos continuadores. Así surgieron nuevos Platones.

Sólo poco a poco ha llegado a comprenderse que la raíz de la vocación y de la obra de Platón está no sólo en Sócrates, con su racionalismo y su moralismo a ultranza, su «cuidado del a lm a » y su desprecio del poder y del placer, sino también en una voca­ción política profunda. Una vocación heredada de sus antepasa­

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dos aristocráticos y transformada, convertida en un idealismo y reformismo radicales, casi revolucionarios, despues de las pro­fundas decepciones que el filósofo sufrió en la Atenas de fines del siglo V, pero de esto hablaremos luego.

Es notable esta lentitud de compresión de lo que es centro de la actividad intelectual y la voluntad de acción de nuestro filóso­fo. Notable porque es el mismo quien en la Carta VII—cuya au­tenticidad nunca debería haberse puesto en duda y menos ahora después del libro de Von Fritz1— nos habla de su vocación, de sus frustraciones, de su decisión de crear una política al servicio del hombre, con todas sus piezas. Con las limitaciones que en ciertos aspectos pueden tener sus enfoques de la Filosofía griega, es a Wilamowitz, el principe de los helenistas alemanes de fines del siglo pasado y del primer tercio de este, a quien más que na­die hay que atribuir el honor de este hallazgo.2

No era fácil este hallazgo. Sobre el modelo del aristotelismo y de las filosofías helenísticas, la filosofía platónica fue pronto considerada como un sistema total de conocimiento que ponía igual énfasis en toda clase de saberes. Esta era la postura de Dio­nisio II de Siracusa, de quien hemos de hablar aquí, cuando es­cribió un tratado de filosofía platónica, provocando la ironía del maestro3. Y la de los filósofos de la Academia que le continua­ron. Ahora bien, sin llegar a ser un corpus sistemático de filoso­fía como todavía en tiempos modernos han creído autores como Zeller, Windelband y Rittei4, es claro que las obras de Platón tocan temas numerosos conexionados entre sí: unos u otros han sido puestos en primer plano según los tiempos y las circunstancias.

En manos de los neoplatónicos antiguos y de sus continuado­res cristianos, el platonismo pudo ofrecer una comprensión reli­giosa del Universo en que el hombre, a través de las criaturas, ascendía escalón a escalón en el c a m in o del conocimiento y de la aspiración a la unión con Dios: de Plotino a San Juan de la Cruz y Fray Luis transcurre esa idea. Más o menos próximo está el platonismo estetizante y mucho menos místico de la Academia

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florentina y de poetas como Shelley. Pero luego hay una terrible ruptura cuando, sobre el modelo de los sistemas del idealismo alemán, a partir de Kant y aun desde antes, se pasó a ver en la teoría del Conocimiento y en la Ontologia platónica el verdade­ro arranque de lo que ahora se veía como un sistema global de filosofía.

Sin entrar en más detalles, se verá, tras estos antecedentes, que fue un acto no exento de valor el colocar al Platón político en el centro de la escena. El punto de partida está, como he di­cho, en la Carta VII, complementada con la VIII. Muy breve­mente, la historia es la siguiente.

Platón procédé de una familia de la aristocracia ateniense, es­tá por su madre emparentado con Solón, el antiguo legislador y poeta, que encamaba un ideal que nunca abandonó a nuestro fi­lósofo. Nacido el 427, era joven al terminar, con la derrota de Atenas el 404 la guerra del Peloponeso. El enfrentamiento de Atenas con el bloque peloponesio se había doblado con una ver­dadera guerra civil en que los oligarcas y los demócratas radica­les se habían hecho alternativamente culpables de graves exce­sos. Las opiniones de Platón estaban al lado de los primeros. Y así, cuando la derrota ateniense los devolvió al poder y forma­ron el 403 el que llamaríamos un gobierno colaboracionista ali­neado con los espartanos vencedores, Platón se llenó de entu­siasmo. «Creí que iban a gobernar la ciudad —dice— cambian­do su gobierno de injusto en justo»5.

Pero este gobierno colaboracionista, conocido por la historia como de los Treinta Tiranos, incurrió en las más graves violen­cias y crímenes, en las que en vano intentó complicar a Sócrates. De ahí la desilusión de Platón: «En poco tiempo hicieron que pareciera oro la anterior constitución»6, nos dice. Más grave aún: la restauración democrática que siguió a la caída de los Treinta, abrió con su decreto de amnistía y su deseo de sanar la viejas heridas y restaurar los antiguos valores, un camino a la es­peranza. Pero sólo por un momento. Porque fue ella la que, en

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nombre de esa restauración tradicional, condenó a muerte a Só­crates, el hombre justo que buscaba conocer y cultivar el hombre interior, fuera de toda política.

Platón, su discípulo, gime por su pérdida. «Esta fue —dice al final del FedótP— la muerte de nuestro amigo, de un hombre, como nosotros diríamos, de entre los de aquel tiempo de los que tuvimos experiencia, el mejor y además el más sabio y el más jus­to». En la Carta. V IIsaca las consecuencias políticas. Platón se desilusiona y piensa que en aquel ambiente no se puede partici­par en la política, que las ciudades todas están mal gobernadas y que sólo queda refugiarse en la «recta filosofía» y contemplar a partir de ella la justicia en la ciudad y en el individuo8.

El resultado está, es bien sabido, en los diálogos políticos de Platón. Primero en el Gorgias, de los años 90, inmediato a la muerte de Sócrates, ataque apasionado contra el establishment político ateniense y proclamación de Sócrates como el único ver­dadero político de Atenas9, opuesto a aquéllos otros que traían a la ciudad riqueza y poder, pero también corrupción. Luego en la República, primera exposición del nuevo estado ideal, basado en la justicia: posterior al Gorgias, pertenece a la época de madurez de Platón, entre el 374 y el 367 a. C. Y finalmente, en sus dos ampliaciones y correcciones, ya de la época de la vejez, que llega hasta la muerte de Platón el 347: el Político y las Leyes.

Pero no se trata tan sólo de teoría. Platón no renunció a la ac­ción: sus viajes a Sicilia, pieza fundamental en su biografía hu­mana y filosófica, trataron de llevar a la práctica el programa implícito en aquellas conocidas palabras de la República', «a no ser que los filósofos reinen en las ciudades o que cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y adecuadamente la filosofía, no hay tregua, querido Glaucón, para los males de las ciudades y creo que tampoco para los de la raza humana»10. Los dos viajes decisivos, el segundo y el tercero, son efectivamente posteriores a esta obra. Al fracaso de Platón, expresado trágica­mente en la muerte de su amigo Dión, el filósofo-gobernante de

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Siracusa que fue asesinado por otro de sus discípulos, Calipo, responde la retirada del maestro a la Academia, de donde en re­alidad sólo contra su intimo deseo y para ser fiel a sí mismo ha­bía salido para realizar su último viaje. Pero a pesar de todo, aunque sea en términos más moderados y realistas, en él Político y las Leyes insistió Platón una vez más en sus planes de reforma, después del desastre de Siracusa.

No es posible contar aquí en detalle la aventura siracusana de Platón: luego daré algunos detalles más, en el momento en que sean necesario. Conviene, de todos modos, tener presentes la lí­neas generales. En un primer viaje, invitado a la corte del viejo tirano Dionisio I, soldado de fortuna que había luchado con éxi­to contra los cartagineses que amenazaban a las ciudades grie­gas, conoció y atrajo a su filosofía a Dión, rico siracusano casa­do con una hija del tirano, que a su vez se casó con una hermana de él. Cuando sube al trono su hijo Dionisio II, un diletante de carácter débil, Platón acude a su llamada: pero Dión se hace sos­pechoso a Dionisio de querer recortar su poder y es desterrado; Platón también pierde el favor del tirano y a duras penas puede regresar a Atenas. Esto sucede en el 367, después de escrita la República, es la primera desilusión. Pero fue más grave la segun­da, cuando en 361-60 Dionisio le llamó de nuevo, con promesas de levantar el destierro de Dión. Fue entonces cuando, igual que el filósofo que en la República sólo por un sentimiento del deber vuelve a bajar a la caverna de la que ha salido11. Platón volvió a Siracusa: decidió que debía, dice en la Carta V ü n, hacer ahora el intento de «convenciendo a uno solo, dar cumplimiento a toda aquella felicidad» de la ciudad ideal; quería, añade, no ser acusa­do de ser un puro o mero logos.

Esta fue, como digo, la segunda desilusión; una vez más hubo de regresar frustrado. Pero fue aún más grave la tercera, cuando Dión lanzó una expedición desde su destierro y ocupó el poder por la fuerza, sin el apoyo de Platón, para verse envuelto en lu­chas partidistas en las que, tras perdonar a su rival Heraclides,

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ante sus nuevas insidias y perjurios permitió que fuera asesinado, para ser luego él asesinado a su vez por uno de sus compañeros de escuela. El hombre que iba a introducir un régimen que crea­ría una vida «de definitiva felicidad»13, resulta que ha estado im­plicado en definitiva en una lucha implacable por el poder. Cier­to, él no ha querido entrar en ella, no ha pasado de las ideas a la revolución activa. Pero lo ha hecho su discípulo amado, Dión, en cuya rectitud ha creído hasta el final: y éste se ha manchado y ha fracasado. Platón vuelve a su Ciencia: teoría del conocimien­to, dialéctica, matemáticas, dentro del círculo de la Academia. Y, de cuando en cuando, vuelve a especular sobre la verdadera política.

Este es su drama, pero no es sólo éste. Porque Platón no ha chocado sólo con la política de Siracusa, ha chocado también con muchos de sus intérpretes modernos. Esa política ideal que traería la felicidad, ¿qué es en realidad? ¿Es justicia o es opre­sión? ¿Es progreso moral del individuo o es esclavitud del mismo dentro de un estado todopoderoso? ¿Se basa en la Ciencia, en la Religión o en modelos ancestrales y en peligrosas utopias?

Porque no se trata ya del choque entre la teoría y la praxis brutal de la política, sino del juicio sobre la misma teoría. Este discípulo de Sócrates, que buscaba la salud del alma, comparán­dose a un médico, pero dentro de una sociedad y un estado que la hiciera posible, ¿no habrá contribuido a crear leviatanes que aplastan al hombre?

El hecho es que a partir de un cierto momento no han faltado críticas a la política platónica: a veces, comparándola con deter­minados sistemas o regímenes, con los cuales es identificada y con los cuales es juntamente condenada. Nietzsche calificó su sistema como una espede de Cristianismo antes de Cristo, lo que en sus labios no era precisamente un elogio: se refería a todos los elementos igualitarios a base de sophrosyne, justicia y colectivis­mo, que chocaban con el ideal nietzscheano del dominio de los fuertes, querido por la naturaleza. Luego, en nuestro siglo, el es-

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tado platónico comienza a ser comparado, a partir de Russell en 1920, con el estado comunista: a veces como simple constatación de hecho, a veces con elogio, más frecuentemente con crítica. Con un enfoque más amplio, pero con alusión más precisa a los fascismos, comienza toda una bibliografía que, partir del libro de Karl R. Popper, The opea Society and its enemies, de 1945, condena el estado platónico como represivo y negado a la liber­tad. Con frecuencia estas críticas se unen a denuncias de su aris- tocratismo y de su inspiración en las sociedades dorias, la espar­tana más precisamente. Y esto no es más que un pequeño mues­trario de opiniones14.

Que haya en el estado platónico elementos heredados de la cultura aristocrática de Grecia y de las constituciones cretense y espartana, no puede negarse: que haya elementos comparables a los de sociedades inspiradas por la Iglesia cristiana o el comunis­mo o el fascismo, por grandes que sean las diferencias entre estos sistemas, tampoco. Pero calificar el estado platónico con concep­tos religiosos o políticos como estos, es no hacerle verdadera jus­ticia. Primero, no hay un modelo único de organización social cristiana: puede pensarse, por ejemplo, en la Iglesia primitiva o en la orden de San Benito o en la Ginebra de Calvino o en las misiones jesuíticas del Paraguay; y tampoco hay modelo único en el comunismo o en los regímenes reaccionarios. Segundo, el estado platónico es muy complejo, hay en él elementos que justi­fican cualquiera de esas y otras equiparaciones y otros que las desmienten.

Por ejemplo, es un estado que se dice fundado en la Ciencia, pero que depende en definitiva de un principio trascendente que en la República es el Bien y en las Leyes es Dios. Es colectivista e igualitario, pero también clasista, como se ven con las tres clases de los filósofos, guardianes y gente común, dedicada a las activi­dades productivas, en la República, con las cuatro clases timo- cráticas en las Leyes Aunque esas clases no son castas, se puede pasar de unas a otras; y está ciertamente regido por una clase, la

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de los filósofos, en la República, pero por un Consejo con repre­sentantes diversos y unos magistrados, en las Leyes; por un Rey, en el Político. De otra parte, tiene aspectos represivos, que llegan a la pena de muerte que se impone en las Leyes a los impíos in­curables; y aspectos que diríamos progresivos, como la igualdad en el trato a las mujeres, la enseñanza general obligatoria impar­tida por el estado, el reparto de tierras en lotes iguales (esto últi­mo en las Leyes, que abandonan el puro colectivismo de la clase de los guardianes en la. República). Podría decirse que a cada ejemplo de paralelismo exacto con uno de los sistemas mencio­nados o con otros más, se ha propuesto un contraejemplo. Por otra parte, a veces es arbitrario calificar tal o cual rasgo con un solo y definitivo adjetivo político moderno. ¿Es que la represión es propia sólo del fascismo? ¿Es que todo colectivismo ha de ca­lificarse de comunista? ¿Es que las clases nc se encuentran, se di­ga lo que se quiera, un poco en todas partes?

Toda esta investigación de la política platónica ha sido y con­tinúa siendo un tanto precipitada y pardal. Y, sin embargo, hay que afirmar que, en líneas generales, una serie de semejanzas con sistemas, por lo demás, tan alejados entre sí como el Cristianis­mo, el Budismo, el Comunismo, son innegables. Semejanzas ge­nerales, entiéndase, unidas a otras parciales con tal o cual siste­ma de entre éstos (o subsistema de uno de ellos), unidas también a contradicciones aquí o allá. Tampoco son negables otras seme­janzas con sistemas de tipo conservador, relativas por lo demás a rasgos que a veces se encuentran igualmente en los primeramen­te mencionados.

Pienso que éste es un hecho y que un hecho ha de tener expli­cación. Y que de otra parte, esa semejanza general de que hablo puede ser una ayuda para tratar de penetrar, una vez más, en la esencia íntima del sistema platónico: esencia que se nos escapa con demasiada frecuencia.

Porque es más claro decidir qué es lo que «no es» el estado platónico que decir lo que es. No es una oligarquía ni una tiranía

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ni una democracia. Esto lo dice muy claramente la República y en realidad en un leitm otiv de Platón15. No es una democracia —es el primer régimen, hay que reconocerlo, contra el que reac­ciona Platón, por causa de sus experiencias en Atenas— porque, según él, este régimen estimula las apetencias del individuo; el hedonismo y el consumismo, que llevan al simple deseo de po­der, a los enfrentamientos de grupos, al individualismo desenfre­nado. Tampoco es una oligarquía: en ella, afirma, no hay una ciudad sino dos, la de los pobres y la de los ricos, dos ciudades en lucha abierta16. Por ello Platón, que no ignora los peligros de la pobreza17, teme mucho más a los de la riqueza; lo dice en la República18 y en las Leyes llega a soluciones prácticas como difi­cultar el comercio en su ciudad ideal, negar a los ciudadanos las actividades económicas salvo las de la agricultura, poner límites inferiores y superiores a la riqueza de los ciudadanos. Y por su­puesto, el estado ideal no es tampoco una tiranía, el régimen más odiado, aquel que parte la ciudad en dos grupos que son en este caso el tirano y todos los demás y que presenta en el propio tira­no el caso extremo de incontinencia y abuso.

No es, pues, la ciudad platónica ni una democracia, ni una oligarquía ni una tiranía. Aunque tiene elementos democráticos como la elección de ciertos cargos públicos y la rendición de cuentas de los magistrados; ciertos elementos oligárquicos tam­bién, como las enormes distancias que separan a las clases en la República, donde los guardianes se reproducen en condiciones semejantes a las de los animales de raza y las diferencias entre las clases son impresas en las mentes mediante el mito, que se ha ca­lificado bien de propaganda, de que proceden de metales dife­rentes19. No hay, en cambio, elementos tiránicos: el Rey del Polí­tico está siempre sometido a la Ley. Y esta ley viene a equivaler al Bien de la República o al dios de las Leyes: los gobernantes, uno o muchos, están sometidos a una doctrina de fundamente en definitiva religioso.

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Pero continuamos: el estado o la ciudad platónica no es de­mocracia ni oligarquía ni tiranía, aunque contenga elementos de los dos primeros sistemas, junto a elementos teocráticos y otros diversos. ¿Qué es, entonces?

Al llegar aquí, hay que detenerse un momento y llamar la atención sobre un punto que creo es importante. Ya dije que ha significado un paso decisivo en el desarrollo de los estudios pla­tónicos el hacer ver que son la doctrina de Sócrates y la vocación política de Platón los dos puntos de arranque de la doctrina de éste: la epistemología, la dialéctica, la ontología y tantas cosas más son, en realidad, derivados al servido de la política, aunque luego hayan cobrado independencia. Pero se ha perdido a veces un tanto de vista que se trata de una política al servido de algo: al servido del perfecdonamiento dd individuo humano. Arran­que socrático y punto de vista político se aúnan en esta defini- dón. En definitiva, el sistema político platónico está al servido de la reforma dd hombre. En el pasaje que antes dtábamos so­bre la necesidad dd gobierno de los filósofos, se dice bien clara­mente: mientras éste no llegue, no hay esperanza ni para las du- dades ni para el género humano.

Ha sido Werner Jäger el que en diversos escritos pero, sobre todo, en su Paidáa10, ha hecho ver muy claramente que d esta­do platónico tiene como finalidad la educadón del hombre. A ella está subordinado el ejercido del poder. Y lo que se busca es la areté o virtud, que es la salud dd alma: el gobernante es una espede de médico. Pues el hombre perfecto sólo en el estado per­fecto es posible21.

O sea, si se habla de la política como centro del sistema de Platón, hay que precisar que se trata de una política que a través de la perfecdón dd estado busca en definitiva la perfecdón del hombre. No la busca individuo a individuo como Sócrates, que se abstenía cuidadosamente de intervenir en política; si en el Gorgias se nos habla de Sócrates como dd único verdadero polí­tico de Atenas, éste es un nuevo Sócrates, d Sócrates que encar­

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na el ideal platónico del filósofo gobernante una vez fracasada la política práctica de Atenas, que dio muerte al Sócrates histórico. Es el momento de la nueva política, la que Platón atribuye en el Gorgias y aun en la República (pero ya no en el Político ni en las Leyes) a su nuevo Sócrates platónico, personaje central de esos diálogos.

Por tanto, si Jäger introdujo un correctivo necesario en la in­terpretación de la política platónica, a su vez esta doctrina preci­sa de un correctivo no menos necesario. Su concepto de Paideia o educación como finalidad de toda la filosofía platónica y de todo el estado platónico, es justo. Pero es demasiado amplio, co­mo se ve porque en su misma obra es interpretada como paideia o educación no sólo la obra de Sócrates y Platón, sino también la de tantos y tantos escritores, desde la poesía arcaica y clásica a Isócrates y Jenofonte. En un cierto sentido esto es verdad. Pero hay una diferencia de grado. Hay un salto cualitativo.

Y es que ahora no se trata ya de conformar las nuevas genera­ciones y a la sociedad en general a modelos tradicionales, una nueva libertad y racionalidad individual, como en el caso de los sofistas. No: lo que ahora se pretende es toda una reforma del hombre, primero individualmente, en el caso de Sócrates, luego en el marco de la reforma del hombre. Y cuando hemos dicho que, pese a todo, la teoría que la funda tiene puntos comunes con otras teorías, bien políticas bien religiosas con repercusión social, a las que hemos aludido, con ello hemos querido decir que todas ellas, incluida la platónica, pertenecen por así decirlo a un mismo género, a un mismo orden de hechos, por grandes que sean sus diferencias. Se trata siempre de sistemas al servicio de la reforma del hombre dentro de una marco colectivo. De intentos de eliminar el individualismo hedonista y autoafirmativo con va­lores colectivos o sociales. Trátese de sistemas religiosos o ateos, constructores de un estado o de m a comunidad religiosa, de un tipo u otro, por su misma naturaleza tienen puntos comunes con el sistema platónico. Y ello no sólo en el punto de partida sino

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en ciertas consecuencias, incluidos los aspectos represivos. De es­to hemos de hablar.

Pero de momento, volvemos al comienzo del sistema platóni­co, a Sócrates. Y aludamos, siquiera sea brevemente, a su pro­grama de reforma, para hablar luego de su continuación en Pla­tón. Por muchas que sean las dudas sobre las diferencias entre el Sócrates histórico y el Sócrates del Gorgias y de la República, al­gunas cosas si que son claras.

El Sócrates histórico, conocido por los primeros diálogos de Platón y por los de Jenofonte, entre otras fuentes, es un Sócrates que busca. Está seguro de que el hombre medio está desorienta­do sobre lo que son de verdad las diferentes virtudes y la virtud en general: mezcla valores moralísticos y otros de pura afirma­ción personal, que aspira al éxito y al placer. Sócrates se dedica a minar la confianza en esos valores mixtos, que hunden a la socie­dad en el caos de los individualismos en conflicto; y busca nue­vos valores, que sospecha que se resumen en una única areté o virtud y que tienen que ver con un conocimiento racional. Fren­te a esta búsqueda socrática, Platón, en la época que nos intere­sa, afirma: tiene ya una doctrina definida.

De otra parte, es bien sabido por documentos históricos y por las mismas afirmaciones del Gorgias que Sócrates nunca intervi­no en la política activa: no sólo por miedo a chocar y a perder en ella la vida —lo que al final ocurrió, de todos modos— sino tam­bién por desconfianza en el sistema. La política, para él, debía ser cosa de conocimiento: no sólo en los primeros diálogos pla­tónicos, también en las Memorables de Jenofonte22 queda esto muy claro. También lo es que para un moralista como él el obje­to de la política no podía ser el desarrollo económico o material, o el poder del individuo o la ciudad. Pero Sócrates no pasó de la abstención y la crítica, no propugnó ningún sistema positivo. Se dedicó a un examen que buscaba, en definitiva, la reforma del hombre fuera del marco político.

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Finalmente y procediendo una vez más esquemáticamente. Aquello que diferencia la vida de Sócrates del conjunto de las de­más de los mortales es, más que esa crítica y esa búsqueda de una doctrina, su muerte. Sócrates prefiere morir antes que con­tradecirse, que faltar a lo que considera su deber. Su deber para con Atenas a la que, aunque esté equivocada, debe obediencia, como dice muy claramente el Critóa, y su deber para consigo mismo: una vez que el conocimiento ha señalado cuál debe ser la verdadera virtud, no hay derecho a traicionarla.

Sócrates, 42 años más viejo que Platón, vivió la misma situa­ción dramática de Atenas a finales del siglo V. Las alternativas entre los dos partidos extremos —con ocasionales apariciones del centro—, las revoluciones, los crímenes de unos y otros. Co­gidos en este torbellino, maestro y discípulo se mantuvieron aparte. Pero Sócrates no huyó y, por consecuencia consigo mis­mo, aceptó la muerte. Es el prototipo del mártir y del santo. Pla­tón huyó —incluso físicamente— y su renuncia a la política le llevó no a la muerte, sino al ideologismo reformista y aim revo­lucionario. En la historia, hay paralelo a uno y otro tipo de con­ducta: los ejemplos están en la mente de todos. No se trata, aho­ra, de juzgarlos, sino de exponerlos.

Es quizá más airoso, a primera vista al menos, el papel de Só­crates. Ahora bien, su conducta no proporcionaba una salida a la sociedad de su tiempo, más que en la medida en que ejerció una influencia difusa, a largo plazo, sobre tantos y tantos indivi­duos en las centurias venideras. Pero el ideal del mártir y del san­to no es multiplicable al infinito. Atenas, mal que bien, a base de situaciones políticas y sociales contradictorias y difíciles, de arre­glos provisionales, de transacciones no siempre honestas, fue sa­liendo adelante, viviendo. Sócrates murió. El moralismo puro lleva a la muerte; la vida es compleja e impura, pero sigue adelante.

El acto de Sócrates, de otra parte, tenía una gran carga revo­lucionaria. No se trataba de morir por la gloria, como Aquiles, o por la patria, como Héctor o los héroes espartanos de Tirteo. Se

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trataba de morir por un principio moral, por un derecho de la persona humana: y en esto no tenia más precedente que una he­roína de ficción, Antigona. Por muchas que sean las diferencias entre Sócrates y Platón, y he tratado de subrayarlas, la muerte de Sócrates fue fuente de inspiración para Platón, fue el arran­que mismo de su sistema de reforma. Buscó crear una ciudad en que ningún Sócrates muriera, en que todos los ciudadanos fue­ran, por así decirlo, Sócrates vivientes. La paradoja es que, como la Atenas contemporánea, también esta ciudad acabó teniendo su censura y su inquisición. Pero ésta es otra historia: ya volveré sobre ella.

Para el Platón del Gorgias, como he anticipado, Sócrates, que jamás actuó de grado en política, fue el único verdadero político de Atenas. Esto no puede tomarse al pie de la letra, sólo es cierto en el sentido de que su conducta y sus ideas son inspiradoras de una nueva política. Pêro sí puede tomarse al pie de la letra la otra afirmación del Gorgias33, la que hace Calicles, el personaje nietzscheano que lleva a sus últimas consecuencias, por lo demás deformantes, la política tradicional al defender la teoría del dere­cho del más fuerte. Si Sócrates tiene razón, dice Calicles, enton­ces eso significa que toda la vida humana está anatetramménos: vuelta del revés.

Esto quiere decir que Sócrates propone un cambio radical en la vida humana: aquello que los hombres religiosos llamarían una conversión y que los hombres políticos llamarían, si se transpone al plano de la ciudad, una revolución. En qué sentido, el Gorgias lo especifica bien claramente. Basta recoger una po­cas afirmaciones: los políticos deben ocuparse de que los ciuda­danos sean mejores24, deben buscar crear justicia y las demás vir­tudes en el alma de los ciudadanos25; éstos deben alejar su alma de los deseos26 y para ser felices deben buscar la justicia aunque ésta les traiga contratiempos personales27; son criticables los po­líticos que como Pericles han llenado la ciudad de puertos, asti­lleros, murallas e ingresos sin justicia ni temperancia28.

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Platón ha visto que en la enseñanza y en la vida de Sócrates había implícita una revolución pendiente y ha sacado las conse­cuencias. En el Gorgias plantea ya esta revolución en términos políticos. La República no hará más que continuar por este ca­mino, definiendo y precisando: estableciendo ya una doctrina, un molde para una nueva ciudad que el filósofo oscila entre con­siderar como un nuevo modelo realizable y una utopía: sobre es­to he de volver.

La conexión de la República con el Gorgias ha sido a veces descuidada en demasía por los intérpretes modernos, y ello no deja de ser comprensible porque el modelo que Platón nos ofrece resulta, a veces, abierto a las mismas críticas que Sócrates hacía al estado tradicional. Pero esa conexión existe claramente y no ha sido Jäger el único en verlo. Baste citar la afirmación de H. G. Rankin29 cuando dice que el mensaje socrático en modo algu­no estaba muerto en la República. Baste recordar que en ella la ateté o virtud sigue siendo la salud del alma30 y se sigue identifi­cando al estadista con el médico. Sólo que ahora el estado es el educador y se afirma que el hombre perfecto sólo en el estado perfecto, en ese parádeigma o modelo que se nos propone31, pue­de darse. Igual en las Leyes. «Todo lo que hemos dicho —afirma esta obra expresamente—31 tenía por fin ver cuál es la mejor for­ma de gobierno y la mejor forma de vida individual». La política va unida a la virtud: los ciudadanos de Magnesia, la ciudad ideal de las Leyes, deben tener cuidado de su cuerpo y su alma a fin de adquirir la virtud33.

Todo esto es sobradamente conocido, aunque no está de más recordarlo porque a veces la discusión de las obras políticas de Platón pierde de vista sus verdadera raíces y fines y se embarca en controversias sobre los detalles concretos y en críticas sobre los mismos desde el punto de vista de modernas ideologías. Pero quiero insistir todavía en un punto: Platón, igual que en el Gor­gias, tiene conciencia en la República de que nos hallamos ante una verdadera revolución. En el mito de la caverna, el prisionero

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liberado que va a contemplar la verdad, se nos dice que es forza­do a «levantarse y girar el cuello»*4. Este giro es la conversión que significa un cambio radical en la vida humana, una revolu­ción. Ese hombre liberado es el hombre educado que vivirá en adelante teniendo un objetivo, un skopós3S. La educación —que ahora imparte el estado— no es ya una socialización por la cual se imbuye al niño de los valores colectivos tradicionales, sino un giro que le dirige a una nueva meta. Meta que no va a alcanzar aisladamente, sino dentro de una colectividad organizada: de una dudad o un estado, como quiera decirse. El modelo no va a ser uno tradicional, sino uno creado de todas sus piezas, al servi­cio de un ideal en que lo individual y lo colectivo se confunden.

Con esto vuelvo al comienzo. El tema fundamental de Platón más que la política propiamente dicha es la reforma del hombre a través de la política. Sus teorías políticas tienen un fondo co­lectivista e igualitario que encuentra precedentes, como es bien sabido, en ideas de reformadores utopistas como Faleas y Heca- teo y cuya presencia en el ambiente general está bien testimonia­da por su eco en la Asamblea de las Mujeres de Aristófanes, del año 39236. Trataban de eliminar las diferencias económicas que eran fuente de discordia civil. Platón continúa esto, es bien claro. Pero une dos elementos más: la voluntad socrática de reforma del individuo; y su propia voluntad política. La síntesis está a la vista: un modelo nuevo de estado, igualitario y colectivista, que está al servicio de la reforma del hombre. Un estado revolucio­nario.

Ahora bien, el término «revolucionario» resulta a veces ambi­guo y conviene aclararlo. Ya he dicho a qué se refiere: a una conversión, un cambio radical de objetivo. En Platón, además, no sólo al nivel del individuo, sino también al de la ciudad. No queda dicho con esto si se aspira a imponerlo por la violencia, según el segundo sentido, sentido secundario, que ha adquirido entre nosotros el término revolución. Un movimiento del tipo del platónico es por fuerza revolucionario en el primer sentido,

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puede serlo o no en el otro, el de la conquista violenta del poder. Ya veremos la historia de cómo sucedieron las cosas, a este res­pecto, en el movimiento platónico: algo hemos adelantado ya al ocupamos de los intentos de implantar el estado platónico ideal en Siracusa.

De momento vamos a quedamos con que el estado platónico es revolucionario en el primer sentido: el de implantar un cam­bio radical en la orientación de la vida humana e implantarlo mediante la creación de una colectividad organizada con esa fi­nalidad. Este es el punto común, al que antes hemos aludido, en­tre el Cristianismo, el Budismo o el Comunismo, con sus múlti­ples variantes. Siempre hay como punto de partida una sociedad pluralista, escéptica respecto a los criterios decisivos de la ver­dad, inmersa en ambiciones económicas y de poder y trabada en esa búsqueda por múltiples obstáculos y contradicciones. Ese punto de arranque puede ser la sociedad democrática de la Ate­nas de los siglos V y VI a. C., o la sociedad brahmánica de la In­dia del siglo VI a. C., o el imperio romano o la Rusia de los Za­res; y podrían ponerse otros ejemplos más. Frente a ella surge el ideal de la creación de un hombre nuevo, libre de apetencias in­controladas, buscando su íntima perfección, en una relación de unidad y colaboración con sus semejantes. A cambio de limita­ciones, estos movimientos ofrecen liberación de las presiones ex­teriores y felicidad.

Claro está que las diferencias entre estos movimientos son in­mensas. Pueden ser religiosos o ateos, crear un nuevo estado o una comunidad de fieles, imponerse por la violencia o por un compromiso o no imponerse, buscar la felicidad en esta vida o en la otra. El platonismo es ambiguo en varios de estos aspectos: se proclama Ciencia y es al tiempo Religión, busca la felicidad aquí pero también en la otra vida, vacila íntimamente sobre si volcarse en busca del poder o quedarse en la vida teórica y, en el primer caso, sobre si limitarse a ejercer la persuasión para llegar a ese poder o acudir, como hizo Dión, a la violencia. De todas

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maneras, por grandes que sean las diferencias, parece claro que también son importantes los rasgos comunes, que justifican to­das esas comparaciones, por precipitadas que sean, entre el pla­tonismo y movimientos como los citados. Y que producen una problemática interna que nosotros vamos a estudiar en el plato­nismo pero que es en buena parte común.

El platonismo —y cada cual puede buscar los paralelos fuera de él, en los demás reformismos colectivistas— propone cierta­mente un modelo que es una sociedad cerrada: en esto tiene Pop- per toda la razón. La felicidad se compra con limitaciones, aun­que sea al precio de que un Calicles diga que la felicidad del que ya no tiene deseos es parecida a la de una piedra37. La libertad se sacrifica al orden. Y el orden reclama sacrificios. Más aún: el or­den trae contradicciones respecto al ideal igualitario o, al menos, eso es lo que a nosotros nos parece.

Jäger dice con razón38 que cuando en su República Platón co­mienza a desarrollar el tema de la educación de los guardianes, nos da la sensación de que queda un tanto olvidado el tema de la justicia. Por otra parte, esos guardianes tienen terribles limitacio­nes: no tienen familia ni propiedad, como las tiene el resto de los ciudadanos. Y los filósofos que constituyen la clase más alta se nos dice una y otra vez que sólo por un sentimiento del deber re­nuncian a su verdadera vocación, la búsqueda de la verdad, y vuelven a la caverna, al trato con los hombres y a su gobierno. ¿Dónde está, entonces, su felicidad? La pregunta no nos la hace­mos nosotros solos, se la hace también Adimanto a Sócrates; y este contesta que lo que interesa es la felicidad de la comunidad39.

Pero se plantea la duda de si es ésta una respuesta suficiente para el hombre individual; de si al intervenir un nuevo instru­mento, el estado, para procurar la felicidad al individuo, este no tiene ahora que sacrificarla a ese nuevo instrumento. O, si se quiere, a sus conciudadanos. Por otra parte, es el filósofo el más alto ejemplar humano, aquel que responde a lo que es en el alma el Doús o «intelecto», el «hombre en el hombre». Pero aquí se

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nos presentan dos cuestiones. Primera: ¿es que el más alto ideal humano queda limitado sólo a una clase y no es extendible a to­da la humanidad? Segunda, si el ideal del filósofo es el conoci­miento y no la acción, ¿es que el más alto ideal humano es el solo conocimiento, como dijo luego Aristóteles? ¿No estará el filóso­fo Platón transplantando al común de la humanidad su propio ideal de vida, un ideal que convive en él en una armonía discors con su vocación política?

En el estado preplatónico, o sea, en la Atenas real de su tiem­po, existían las clases y los enfrentamientos entre ellas, enfrenta­mientos que Platón quiso desarraigar al abominar al mismo tiempo de la democracia, la oligarquía y la tiranía. ¿No resucitan ahora, otra vez, dentro de su estado? Cualquiera que eche una ojeada a las demás corrientes ideológicas e institucionales que hemos comparado con el platonismo encontrará que también en aquéllas que quisieron con más o menos éxito sustituir la compe­tencia por un sentimiento de hermandad, el problema de las cla­ses revive insidiosamente una y otra vez. No quiero poner ejem­plos demasiado evidentes, que cualquiera puede aducir. Pero el problema teórico no es tan simple. Porque el platonismo (y no sólo el platonismo) ha propuesto que esa igualdad y hermandad pueden compaginarse con las desigualdades funcionales. No soy yo quien va a dictaminar sobre un tan profundo problema: sólo lo dejo ahí pendiente.

Voy a pasar, eso sí, una breve revisión al problema de las cla­ses en los modelos ideales platónicos, revisión que nos llevará al problema del poder y al de la doctrina.

En la República, la clase de los filósofos no es más que una subdivisión de la de los guardianes. Por debajo está la del común de los ciudadanos. Son clases no exactamente hereditarias, se puede pasar de imas a otras y su derivación de metales diferentes no es más que un mito. Pero es claro que tienen ocupaciones di­ferentes, educaciones diferentes, consideración diferente: son cla­ses, pues, por más que ese clasismo esté fundado en diferentes

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cualidades personales, conocidas por la observación, y diversas pruebas o exámenes.

Lo notable es que, como decíamos arriba, hay una cierta in­consecuencia al atribuirse la formación más propiamente huma­na a sólo lina clase, la de los filósofos, para los que el poder es al tiempo un privilegio y una carga. Y al atribuirse una reglamen­tación más propiamente colectivista a la clase de los guardianes (incluidos los filósofos). Son verdaderos funcionarios, pagados por el estado para que se dediquen a una función específica. La clase productiva, la tercera, sigue poseyendo propiedad privada y familia ya no se nos habla de su paideia. Hay, parece, una cier­ta inferioridad: se le pide sobre todo söphrosyne, acatamiento. Cierto, debe a las clases superiores seguridad y paz, pero el géne­ro de justicia que se le atribuye es ese más bien pasivo de admitir su guía y superioridad. No podemos dejar de pensar en el papel de los hombres comunes frente a la comunidad de los monjes budistas o al de los fieles respectos a la Iglesia o al del hombre común frente al Partido. Cierto, el principio de la igualdad se mantiene en una cierta medida: todos aceptan una misma doctri­na, todos están al servicio de una misma comunidad, todos son protegidos40.

Pero subsiste, pese a todo, una cierta duda. ¿Es que un régi­men que propugna la supresión del egoísmo individualista, una igualdad, se ve pese a todo, por imperativo de los hechos, some­tido a esta clase de esquemas, a esta sustitución, potencialmente al menos, de unas opresiones por otras?

Quizá fueron objeciones de este tipo las que llevaron al Platón de las Leyes a modificar su esquema de las clases y sustituirlo por otro. En la ¿ejes Platón renuncia a la negación de la propie­dad y la familia, aunque no deja de considerar este modelo como el óptimo41. Si la realidad es que ese colectivismo extremo era propio de las dos primeras clases de la República, en suma, de la clase gobernante, en las Leyes a moodificar su esquema de las clases y sustituirlo por otro. En las Leyes ha desaparecido y se

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hacen esfuerzos para salvar el abismo entre las clases. El sistema de educación que se propugna, a partir de la infancia, es común para todos. Todos participan de la propiedad y la familia: cada una de éstas recibe un lote de tierras que no puede enajenarse. El elemento dirigente está constituido, de una parte, por una serie de Consejos y funcionarios que se eligen por votación; de otra, por el Consejo Nocturno, verdadero guardián de la Ley en su sentido más profundo. Está formado por una serie de funciona­rios y ciudadanos distinguidos42.

Platón ha hecho aqui un esfuerzo para evitar la escisión entre clase gobernante y clase gobernada. La educación, como deci­mos, es común para todos, a todos (y no sólo a los gobernantes, como en la República) se les prohíben las actividades económi­cas lucrativas excepto las agrícolas, para todos hay límites míni­mos y máximos de riqueza. El más importante funcionario de la ciudad es el epimelStSs tés paide/as, llamado también de otras varias maneras, y que viene a equivaler a un ministro de Educa­ción43: sus atribuciones se extienden a toda la ciudad.

Así se eliminan, al menos en principio, las objeciones: si luego en la práctica los diversos funcionarios acabarían por elegirse dentro de una especie de Nomenklatura o no, no se nos dice. Pe­ro Platón es consciente de que la igualdad total es imposible: es­tablece cuatro clases timocráticas, es decir, según los bienes, cla­ses que son tenidas en cuenta para que haya un equilibrio entre derechos y obligaciones (cargas públicas, impuestos, etc.). O sea: hay una cierta mezcla de un estado igualitario y uno timocrático: en realidad, ya en la República la timocrada era el régimen pre­ferido de entre los tradicionales.

Por otra parte y con relación al estado en su conjunto, no a tal o cual dase, la dudad platónica en derto sentido no es una ti­ranía, pero en otro sí que lo es. Ya he dicho que la tiranía es el régimen más abominado, en cuando que carece de ley o identifi­ca la ley con la voluntad de un individuo. Pero el Político favore­ce un estado monárquico en que, eso sí, su dirigente está someti­

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do al imperio de una ley superior que él no dicta. Y cuando Pla­tón, en la teoría y en la práctica, trató de llegar al estado ideal persuadiendo al tirano a que gobernara filosóficamente (esto es, platónicamente), no estaba muy lejos de esa síntesis. Piénsese que en el Politicos1 arte del gobierno de hombres es considera­do como una subdivisión dentro del arte del pastoreo (agdaio- trophiké) y que en su mito los dioses aparecen como gobernan­tes de los hombres44. No se está lejos de un culto a la personali­dad del gobernante o como quiera llamárselo. Cierto, en versio­nes posteriores no se trata de un gobernante, sino de un grupo de gobernantes: pero ello no cambia la cosa.

El hecho es que el platonismo, y lo mismo otros sistemas que más o menos de cerca se le parecen, cuando aspira a adquirir una implantación social tiende inevitablemente hacia un sistema teocrático: un sistema encamado en la Verdad absoluta, que a su vez es revelada a través del gobernante o del gobierno. A esta Verdad se llega, en el platonismo, y lo mismo en otros sistemas que más o menos de cerca se le parecen, a través de una investi­gación dialéctica que en sus últimas fases se convierte en una re­velación mística: así es descrito el proceso en la República. En otros sistemas hay variantes diferentes, ya religiosas, ya no: pero siempre es común el dato de que todo el sistema está sostenido por una Verdad que un personaje o un órgano supremo es en­cargado de mantener, explicar y difundir.

Ya he dicho que en el platonismo esa Verdad superior se defi­ne variamente: ya es el Bien en la República, ya la Ley en el Polí­tico y las Leyes. Así como en los anteriores diálogos son el filó­sofo-rey y el conjunto de los filósofos, respectivamente, quienes la mantienen, en las Leyeses el Consejo Nocturno. Se trata, co­mo queda dicho, de un intento por huir tanto de connotaciones tiránicas como oligárquicas y de connotaciones clasistas en gene­ral. Esta especie de Concilio o de Praesidium que es el Consejo Nocturno se ocupa no tanto del detalle de la legislación, como de la interpretación profunda del sentido de la Ley, de su mante-

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nimiento, de la vigilancia ejercida sobre todo el sistema. O sea que su autoridad no depende de un principio democrático, aun­que pueda darse ese sistema para elegir determinados magistra­dos y Consejos, sino que depende de una instancia más alta. Di­ríamos que en definitiva de Dios. Ya, por lo que respecta al Polí­tico, A. E. Taylor45 afirmó que la ley «is a surrogate of God». En la República el Bien es un elemento activo, que guía todo el pro­ceso moral: algo así como un Dios impersonal no alejado de ciertos principios activos, divinos también, de los presocráticos, pensemos en el Logos de Heráclito o el Ser de Parménides. En cuanto a las Leyes, la cosa es más clara todavía: remito a las pá­ginas que han escrito sobre esto, entre otros, W. Jäger46 y M. Vanhoutte47.

Todo esto nos lleva, en definitiva, a un fundamento teocráti­co de la sociedad y el gobierno. Bien sé que esto es negado tajan­temente en el caso de otros sistemas a que he hecho alusión y no voy a entrar aquí en la discusión teórica: lo que es evidente es que, a efectos prácticos, se acepta siempre la verdad de una Doc­trina bien revelada, bien, en todo caso, de un origen inde­pendiente de la voluntad de los súbditos: doctrina previa a ellos y, teóricamente, inmutable e intangible, objeto de veneración y respeto. Sólo dentro de ella cabe, en Platón, un cierto democra­tismo: división de poderes, elecciones, exámenes48.

La reforma del hombre nos ha llevado en Platón primero al colectivismo, luego a un clasismo más o menos encubierto, más tarde a una Verdad inmutable y todopoderosa, interpretada, im­partida y defendida por un órgano específico. Ni que decir tiene que la Verdad es intolerante y que si Platón ha eliminado al tira­no arbitrario y omnipotente, a las clases opresoras, a los indivi­duos anarquizantes y ansiosos de poder, en su lugar ha instaura­do un principio cuya autoridad es muy superior a los individuos o razonamientos que lo han establecido. Ahora tenemos una teocracia que defiende al Estado por todos los medios. El liberti­naje ha sido reprimido, el orden establecido, pero se ha entrado

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en un camino del que no se puede salir: en un modelo para el que Platón querría la fijeza de las instituciones de los egipcios49.Y un modelo que se defiende, incluso, con la muerte del rebelde. No hay estado o sociedad de este tipo sin su checa o su inquisi­ción. Por tener, tiene hasta un infierno.

De otra parte, una cosa es proclamar la reforma del orden y la justicia en términos generales y otra muy diferente encamar esto en una reglamentación detallada. La República es bastante vaga e imprecisa en los detalles del estado platónico, e igual el Político. Pero las Leyes, obra de la que se dice, y no sin razón, que contiene una serie de concesiones a la realidad, ofrece una reglamentación estricta en lo político y en lo legal. La República dice, ciertamente50, que en el estado ideal las leyes van a ser inne­cesarias, pero mientras llega la obra que lleva ese título tiene su­perabundancia de leyes. Cierto, las leyes son un vehículo de edu­cación de los individuos por parte del estado, de ahí sus preám­bulos. Pero no puede negarse que el estado platónico tiende a convertirse en una maraña legal que puede llegar a ser arbitraria y opresiva. El estado teocrático pasa a ser así —y no es el único ejemplo— una tiranía legal, un imperio de las normas pequeñas, el casuismo y el funcionario. Aunque éste es, por desgracia, un modelo diríamos que general y ya lo era en la Atenas de aquel tiempo. A veces, leyendo las Leyes, no puede evitarse la impre­sión de que este último estado platónico no es tan diferentes, en la práctica, de algunos estado contemporáneos suyos. Y eso que dispone de ventajas iniciales como la selección de sus ciudadanos y la limitación de su número.

No pretende ser todo lo que precede una requisitoria contra el estado platónico ni contra todo sistema social organizado sobre bases doctrinales. Sí pretende, en cambio, poner de relieve una constante: la especie de lógica diabólica que persigue al hombre que busca la pureza y la renuncia al egoísmo. Si lo hace indivi­dualmente, corre el riesgo de convertirse en marginado o en már­tir; si lo hace colectivamente, corre el riesgo de comprar la paz y

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la seguridad con restricciones de toda índole y con la presión de un sistema ante el cual se siente impotente. Ahí fue a parar la re­belión de Sócrates, el mártir fundador que luego Platón institu­cionalizó, a partir de su humana rebelión contra la injusticia: fue a para a uno de esos leviatanes colectivistas en los que la injusti­cia y la justicia vuelven a mezclarse. Ni más ni menos que en la Atenas contemporánea: aunque, ciertamente, de una manera muy diferente.

Por supuesto, todo el mundo reconoce hoy que hay no sólo en su arranque, tan humano, sino en sus resultados, una cierta evolución, un cierto progreso. Independientemente de sus pro­pios logros, esos sistemas han difundido unas doctrinas que han perneado toda la sociedad, han contribuido a mejorarla. No menos cierto es que han propagado, en ocasiones, la intolerancia y la violencia.

Así también el sistema platónico. Isócrates, que percibía bien las dificultades del platonismo, recibió su influjo humanizador y con él toda la tradición que le sigue en Roma, de la que Cicerón es el nombre más ilustre. El moralismo Platónico halla eco en el aristotélico, el cínico, el estoico, el cristiano. Los tratados sobre la educación de príncipes, por ejemplo, desde la época helenísti­ca a la de nuestro Humanismo, le son deudores. Todo esto es verdad. No lo es menos que ya en la Antigüedad los platónicos se entrometieron en política aquí y allá, no solamente en Siracu­sa, y se ganaron a veces la fama de amigos de la tiranía. Entre ellos hay consejeros de reyes, también otros que conspiraron, con o sin éxito, contra los tiranos, como Quión de Heraclea con­tra Clearco, o que alcanzaron o buscaron ellos mismo la tiranía, como Querón en Pelena, Eneón en Lámpsaco, Timeo en Cízico.

Pero dejemos el tema de la continuación de la escuela, que no es el nuestro de hoy, y volvamos a algo qüe la actuación de esos discípulos nos trae al pensamiento. Hemos dicho que el sistema platónico es en sí revolucionario en cuanto que propugna una inversión total de valores; pero nos hemos abstenido respecto al

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tema de si es revolucionario en un segundo sentido, el de querer imponerse por la fuerza. ¿Intentó una alianza con el poder, co­mo el Cristianismo constantiniano? ¿Lo conquistó por persua­sión, como en el caso de Asóka, el rey budista de los Maurya? ¿O quiso dar un asalto al poder, a la manera de Lenin?

La realidad es más compleja, porque hay algo de todo esto. Para explicarlo, hay que volver a la República y a la Carta VII. y, sobre todo, a la empresa de Platón y de Dión en Siracusa.

Para empezar, el estado ideal platónico no debe ser calificado de mera utopía. Es cierto que nace dentro del ambiente de las utopías socialistas de Greda, a su vez inspiradas seguramente por los «paraísos» originales de las viejas creencias (reinado de Crono, etc.). Sobre ellas escribió un libro importante R. Von Pöhlmann51: su característica general es que no intentaron pasar a los hechos. Platón, sí. Ya he aludido a su biografía humana, narrada por él mismo en la Carta VIL intentó lograr en Sicilia aquel estado justo y feliz que pronto vio que en Atenas le estaba vedado. En otro lugar he tratado de perfilar las circunstancias y las características de esa pasión política de Platón, cambiada de signo por la enseñanza socrática52. El hecho es que el propio Pla­tón nos plantea abiertamente, en los dos escritos dtados, las dos alternativas que se le abrían para hacer real el estado filosófico: que el filósofo se convirtiera en tirano o que el tirano se convir­tiera en filósofo. El primer camino era el de la revoludón; el se­gundo, el de la persuasión y el acuerdo. Es claro que él siempre prefirió el segundo. Y que persiguió la persuasión del tirano por­que, como él mismo dice, es más fácil persuadir a uno solo que a muchos: desesperaba de persuadir a la Asamblea de Atenas a abandonar sus poderes y dejar paso al estado filosófico53. Aun­que la verdad es que sus intentos de persuadir al tirano no tuvie­ron mayor éxito, tampoco. Fracasó primero con Dionisio I y luego con Dionisio II, pese al carácter de intelectual diletante de este último, a su adhesión a la filosofía platónica cuando no se trataba de llegar a la práctica. Fracasó dos veces y, en realidad,

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su tercer viaje, según él mismo nos cuenta, lo hizo sólo a ruegos de Dionisio y Dión, sin fe intima, solo con la conciencia de que cumplía su deber, de que al menos evitaba que se le criticara co­mo un «mero lógos».

O sea, Platón intentó, mis que llegar al poder, llevar su filoso­fía al poder mediante el adoctrinamiento, la conversión diría­mos, de un rey o tirano. Quiso hacer de Dionisio H un primer Constantino o un primer Asoka. Pero procedió, hay que añadir, con íntima vacilación. A partir de un momento, Platón vaciló entre la voluntad de acción y la voluntad puramente contempla­tiva. En esto difiere de otros fundadores de religiones y de siste­mas políticos. Ya en el Gorgias, ante las arremetidas de Calicles, Platón cita los versos de Eurípides: «¿Quién sabe si vivir es morir y morir es vivir?»54. Más adelante dirá en el Fedón que la filoso­fía es una preparación para la muerte55 y centrará todo el objeti­vo del filósofo en la inmortalidad individual. Y en el último pe­ríodo de su vida nos presentará al filósofo, en el T e e te to como el hombre «nacido para la libertad y el ocio», dedicado a la pura investigación. Ya el filósofo de la República, según dije más arri­ba, sólo reluctantemente abandonaba la ciencia y se dedicaba a la cosa pública.

Con todo, Platón hizo el intento. Pero desde pronto puso sus esperanzas, más que en lo que él mismo lograra, en lo que logra­ra su catecúmeno de Siracusa, su discípulo amado, Dión. Dión siguió el mismo método de la persuasión como consejero de Dionisio: y sólo logró despertar las sospechas de éste y ser deste­rrado, con lo que su programa de persuasión del tirano quedó fracasado totalmente. Las promesas de Dionisio de perdonarle si Platón volvía a Siracusa, no se cumplieron. Platón hubo de re­gresar, y cuando encontró a Dión en Olimpia, éste le propuso un nuevo método, el método revolucionario: conquistar por la fuer­za el poder para implantar el estado filosófico en Siracusa. Pla­tón no aceptó57.

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En realidad, se estaba al final de un camino. La desintegra­ción del orden democrático de Atenas sólo dejaba dos salidas. Una, la restauración tradicionalista, que buscaba el sueño impo­sible de hacer volver a la ciudad los antiguos valores. Se buscó ya por la violencia extremista (revolución del 411), ya por vía consensual y democrática (restauración democrática del 403) e Isócrates continuó predicándola en el siglo IV: pero era una vía cerrada, que todo lo más posibilitaba un ir tirando, un estanca­miento. La otra era la platónica: la creación de un sistema ideal y coherente, en parte renovador, en parte con valores comunes con la tradición. Como en el otro caso, se podía intentar impo­ner este sistema ya mediante su libre aceptación, ya revoluciona­riamente. Tras el destierro de Dión, solo quedaba esta última vía.

Es seguro que Platón no la quiso. Él mismo nos dice58 que no se dio cuenta al principio de que se embarcaba en la empresa de destruir la tiranía de Dionisio; y cuando Dión le habló en Olim­pia de la expedición que proyectaba, ya he dicho que Platón no la aprobó59.

Pero no es esto lo esencial. Dión realizó la expedición, con­quistó el poder en Siracusa, lo afirmó varias veces tras sufrir re­veses y, al final, hubo de permitir un asesinato, el de Heraclides, y fue asesinado a su vez. Dión es el Lenin de este Marx, un Lenin malgré Juiy ciertamente de no excesivo formato. Fracasado además.

El drama de la reforma platónica del hombre y del estado no es sólo que haya llegado, para liberar al hombre de angustias, presio­nes e injusticias, a propugnar un modelo de estado en parte más jus­to, en parte más opresivo todavía. Esta es, en realidad, la primera parte del drama. La segunda es que ese sueño ni siquiera llegó a re­alizarse y en la medida en que se intentó realizarlo, los platónicos se encontraron inmersos en todas las impurezas de la realidad.

Platón siempre creyó en la rectitud de intenciones de Dión y también los más de los intérpretes modernos, aunque no falta quien, como G. Ryle60 nos habla del «verdadero Dión» como de un ambicioso más, embarcado en una simple lucha por el poder.

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Admitamos que esto no es así. Pero Dión, en el período en que se trataba de persuadir primero a Dionisio I y luego a Dionisio II, buscó su amistad como cualquier otro político y se procuró el máximo posible de influencia. Nada extraño que Dionisio Π se llenara de sospechas al enterarse de sus tratos con los cartagine­ses. Luego, para hacerse con el poder, Dión tuvo que aliarse con los demócratas que querían el reparto de tierras, con el que él (a diferencia del Platón de las Leyes, que, ciertamente fundaba una ciudad desde el principio) no estaba de acuerdo. Hubo de nego­ciar, más tarde, con Dionisio Π, que continuaba defendiéndose en la isla de Ortigia, despertando de nuevo las sospechas de los demócratas. Por otra parte, fue inevitable desde pronto úna lu­cha por el poder entre él y Heraclides, en la que, paso a paso, uno y otro llegaron a todos los extremos: Dión, al de asesinar a su rival, al ver su ingratitud cuando le perdonó. La ludia de par­tidos y personas, incluidos los académicos, se interpuso en d ca­mino de la implantación del estado filosófico. Estos factores de­masiado humanos no han estado ausentes en ninguna otra lucha por el poder, incluso por el poder de una idea: en este caso han estado más presentes todavía, las ideas son más absolutistas e implacables que los hombres. Pero es que, además, la lucha fra­casó: ni siquiera el éxito, la mejora, aunque sólo fuera pardal, de la condidón humana, pudo justificarla. Dión murió: Platón vol­vió a la Academia, a la vía de la escuela y de la ciencia.

Aquí no acabaron, dertamente, ni el socratismo ni el plato­nismo, cuyo influjo, aliado a partir de un derto momento al del Cristianismo, ha dominado la mente humana durante siglos y aun milenios. Pero su estreno en Grecia llevó a resultados me­lancólicos. ¿Es que una idea generosa de reforma del hombre es­tá condenada, en cuanto rebasa el marco individual, a crear sis­temas incontrolables, sistemas que por su propia dinámica van más allá de la voluntad de sus fundadores? ¿Es que constantes que aparecen en la experiencia socrático-platónico y que más o menos se repiten luego varias veces en la historia son inevitables?

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¿Será verdad aquella frase de Pascal, citada por Koestleer61, de que «el hombre no es ni ángel ni bestia y la desgracia quiere que el que quiere hacer de ángel haga de bestia?».

En todo caso, no puede negarse que la aventura de Sócrates y Platón es ejemplar si se la enfoca a través de este principio o in­tento básico suyo de la reforma del hombre. Las debilidades de los sistemas liberales, individualistas, consumistas, competitivos, pluralistas, escépticos, están a la vista de todos. A su lado hay que poner los idealismos del corte del idealismo platónico y de otros semejantes: tratan de dar un golpe radical de timón, vol­verlo todo a la felicidad primera, como en el mito del Político hace Dios cuando el mundo, por su propia inercia, se inclina de­masiado a la decadencia y corrupción. ¿Hasta qué punto lo lo­gran? ¿En qué medida necesitan ellos m ism os de otra reforma, la reforma de la libertad y del espíritu creador del individuo, del ex­ceso y el hedonismo incluso? Cada cual puede dar su respuesta.

Notas

1,- Kurt Von Fritz, Platon in Sizilien, Berlin, Walter die Gruyter, 1968.2,- Platón, Berlin 1919, (5* ed., 1959). Sobre las cambiantes orientaciones de los estudios platónicos en este siglo véase mi «La interpretación de Platón en el siglo XX», en A ctas del Π Congreso Español de Estudios Clásicos, Madrid, S.E.E.C., 1964, pp.241-273, y aquí p.279ss.3,- Carta V27341 b-c.

4,- Sobre esto y lo que sigue véanse detalles de mi articulo citado5,- Carta HZ7324 d ss.6,-Carta V1T324 d.

7,- F edón\\% 2L

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8,- Carta VII326 a.9,- Gorgias 52\ d.10,- Repúhica 473 e.11,- República 520 a ss.12,- 328 b-c.13,- Carta W7327b.14,- Véase Manuel Femandez-Gatiano, «Platón, hoy», E C 16(1972)269-291.

15,- Cf. también Carta VU326 d.

16,- República 422 e ss.17,- República 559 a..18,- 555 c.19,- República 415 a ss.20,- La primera edición alemana es de Berlin 1933. Hay traducción españo­la en el Fondo de Cultura Económica, de Méjico (1942 y ss.).21,- Cf. W. Jäger, ob. d t., Π, p.285ss.

22,-m 9 ,10 ss.23,-481 d.24,- 502 e.25,-504 d.

26,- 505 b.27,- 507 c.28,- 519 a.29 Plato and the Individual, Londres 1964, p.137.30.. 444 c-e.

31.- 472 d.32.-702 a-b.33,- Cf. M. Vanhoutte, La Philosophie politique de Platon dans les Lois, Lovaina 1954, p.l57ss.

34,- 519 c.

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35,- 519 b-c.36,- Sobre todo esto, véase mi «La teorízzaziones della Politda nella Geda clasica durante il período delle egemonie», en Tra Greda e Roma, Roma 1980, pp.41-53, sobre todo 50ss. (y aquí p.439ss.)37,- Gorgias492 c.

38,- Paideia Π, p.255.39,- 519 e.40,- Cf. J. Wild, Plato’s theory o f man, Cambridge 1946, p. 107ss.4 1 L eyesiyi a ss. y Morroy, Plato’s Getan City, New Jersey 1960, p,103ss.42,- Sobre la organización de la ciudad de las Leyes, véase G.R. Murray, ob. dL

43,-Cf. 965, d, etc.44,- 271 d.

45,- Plato. The Sophist and the Statesman, Londres 1961, p.204ss.46,- Ob. d t., ΙΠ. p.277ss.47,- Ob. d t., p.325.

48,- Cf. J.M. Crombie, Análisis de las doctrinas de Platónl, Madrid 1979, p.180sSl49,- Leyes 656 d-e.50,- 425 b-c.51,- Geschichte der sozialen Frege un des Sozialismus in der antiken Welt, Munich 1923 .

52,- E l héroe trigcoydfH ósofo platónico, Madrid, Taurus, 1962, y aquí p.313ss.53,- Leyes 109 e-710 e, Carta W7328 c.54,- Gorgias, 492 c55,- Fedón 64 a.56,- Teeteto 175 d.

57,- Cf. Carta V27350 b y ss. y Von Fritz, ob. a t, p. 58; Carta VU321 a.59.· Cf. Von Fritz, ob. a t, p.63ss. Este libro es esencial para todo lo que sigue.60.- Ob. d t., p.66ss.

61.- Le yogui e t Je commisaiie, Paris 1954, p.13.

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20. LA TEORIZACIÓN DE LA POLITEIA EN LA GRECIA CLASICA

DURANTE EL PERÍODO DE LAS HEGEMONIAS

En la última parte del s. VI a. C. comienza a construirse la he­gemonía espartana sobre la mayor parte del Peloponeso, mien­tras que otras ciudades-estado, Atenas y Samos principalmente, muestran tendencias propiamente expansionistas. En Grecia, el mismo tiempo, Tebas ocupaba el primer puesto dentro de las ciudades de la Liga Beoda. Así se iban construyendo hegemo­nías que ponían en riesgo la absoluta independencia de la ciu- dad-estado y que tendían a enfrentarse unas a otras y a influir en la política interna de las dudades.

Sin embargo, es a partir del 477 a. C., cuando, con la funda- dón de la Liga Marítima ateniense y su progresivo enfrenta­miento a la Liga Peloponesia, que culminó en la guerra del Pelo­poneso, d papel de las dudades hegemónicas y de sus enfrenta­mientos, pesó decisivamente en la historia de Grecia. Y así fue luego durante el s. IV, en que Atenas, Tebas y Esparta compe­tían entre sí, con varia fortuna, por el puesto de dudad hegemó- nica de Grecia. Puesto que fue finalmente ocupado, como es de todos sabido, por Macedonia, aunque todavía quedara espado para la intervendón ocasional de otros príndpes helenísticos y para las Ligas Aquea y Etolia. En suma, es entre el 477 y el 338a. C., fecha de la batalla de Queronea, cuando más explídtamen- te sale a luz el juego entre los estados independientes y las Ligas dirigidas por una dudad hegemónica: es a él al que vamos a refe­rimos.

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Y vamos a referimos para hacer ver cómo surge la teorización de la politeia, que es, para los griegos, algo más que una consti­tución escrita o no escrita: el término se refiere, como ha hecho ver con precisión no hace mucho Mme. de Romilly1, a las condi­ciones de la vida política y la misma vida política en un estado particular. A la constitución, ciertamente, pero también a la con­ducta humana en que se asienta y que la defiende y justifica, tan­to en lo relativo a la política interna como en cuanto a la externa.

En esos años, casi dos siglos, Grecia pasa por experiencias traumáticas. Tras rechazar —con voluntad no unánime, como se sabe— al extranjero persa, se ve implicada, tras varias alternati­vas, en una guerra civil que lleva, como no podía ser menos, a confrontaciones políticas dentro de cada ciudad. Grecia contem­pla luego la prepotencia de los «liberadores» espartanos, la re­construcción en cierta medida del poderío ateniense, el ascenso de Tebas y la caída de Esparta; finalmente, toda ella queda bajo la hegemonía macedonia y dispuesta a lanzarse sobre el viejo enemigo persa. De otra parte, en la guerra y en la paz era para todos evidente el contraste y la lucha entre los diversos regíme­nes: la democracia ateniense, las oligarquías, el peculiar régimen espartano. Además, dentro de la democracia hallamos realiza­ciones muy diversas de la m ism a· no es la misma la de Cimón que la de Pendes que la de Cleón y sus sucesores ni que la pa­trios politeia que sin mucho éxito se trataba de restaurar en el s. IV. Y vemos las revoludones oligárquicas, no solo en Atenas si­no también fuera de allí, y el desencanto popular y el desarrollo de un cierto apoliticismo que abría, en definitiva, los brazos a las monarquías que se preparaban.

La reflexión política, aguda desde el mismo comienzo de la li­teratura griega, hubo por fuerza de intensificarse en estas cir­cunstancias. Y esto ha dejado tal huella en la literatura atenien­se, que es el 95% de la literatura de la época (incluso Heródoto puede contarse dentro de ella), que puede muy bien decirse que es, esencialmente, una literatura política. Es en ella donde por

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primera vez hay una teoría general de la democracia —con su varia problemática—, de la política exterior, del régimen espar­tano, del Estado en general. Surge poco a poco, en movimientos aislados, como parte y componente de prácticamente todos los géneros literarios áticos, sin disponer, en cambio, de un género propio. Esto es lo notable. Porque incluso obras estrictamente políticas como ciertos tratados (la Constitución de Atenas del Viejo Oligarca o la Constitución de Lacedemonia de Jenofonte, por ejemplo), o ciertos diálogos (la República de Platón, por ci­tar uno) no son más que parte dentro de géneros más amplios; de otro lado, no se ha llegado nunca a distinguir, como entre no­sotros, una teoría estrictamente política de una teoría moral.

Más que de una literatura política strictu sensu se trata de una parte de la literatura ateniense que es más estrictamente po­lítica dentro de un conjunto que es en buena medida político, to­do él. Hemos de examinar aquí, pues, cómo y en qué medida son utilizados los distintos géneros literarios dentro de la edificación de una teoría política o de varias y contrastantes teorías políti­cas, con sus conexiones moralistas y sus implicaciones con la práctica. Y hemos de ver, luego, los distintos planteamientos teóricos que conducen a la elaboración de esa teoría política.

Por supuesto, la literatura política ateniense es una continua­ción la de la edad arcaica. Sobre ella ha dado un esquema en mi Ilustración y Política en la Grecia Clásica 2, que está en la base de parte de mi tratamiento de los contenidos, no del de las formas.

Limitándome ahora a éstas, los elementos políticos de los di­versos géneros literarios de la edad arcaica —épica y didáctica, lírica de diversos tipos, filosofía— utilizan, fundamentalmente, los siguientes recursos:

a) La exhortación o parénesis: así en Hesíodo, Tirteo, Solón, Teognis, Alceo, Heráclito, etc. con mayor o menos extensión se­gún los casos.

b) La máxima, en los mismos autores y otros más; a veces se amplía en reflexiones de mayor extensión.

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c) £1 ataque o sarcasmo, en los yambógrafos, Alceo, Safo, So­lón, Teognis, etc.

d) El encomio, menos frecuentemente.Hay que advertir que estos recursos se emplean con frecuen­

cia en contextos puramente personalísticos, pero que en otras ocasiones se parte de aquí para manifestaciones de trascendencia general en relación con temas como los de justicia, las clases so­ciales, la naturaleza humana, la conducta del ciudadano en gene­ral y el destino mismo de la ciudad3. Con frecuencia se recurre a la apoyatura en el mito —así cuando Alceo narra el de Ayax y Casandra al amenazar a Pitaco, incumplidor del juramento, en S 262—, en la fábula —así Arquíloco cuando en sus Epodos criti­ca a Licambes y a otros nobles de Paros—, en el símil —así él de la nave del estado, que rueda de Arquíloco a Alceo y Teognis4— y en la anécdota y el relato histórico, por no hablar ya de razo­namientos propiamente dichos que introducen los poetas.

Esta breve introducción de los precedentes arcaicos hace posi­ble comprender mejor el desarrollo de la literatura política en la edad ateniense. En ella, junto a géneros antiguos como son la lí­rica (pensemos sobre todo en Píndaro) y la filosofía jónica (De­mócrito, etc.), encontramos, por supuesto, géneros que podemos llamar nuevos: él teatro, la historia, la oratoria, el diálogo, el tra­tado son los principales. Pero dentro de ellos recurren los anti­guos procedimientos y recursos, a los que se añaden, por supues­to, otros nuevos. Reaparecen la máxima, la parénesis, el sarcas­mo, el encomio, y con ellos la fábula, el mito, etc.

Pero, claro está, no todo es antiguo, ni mucho menos. Los gé­neros son nuevos en su conjunto, por más que contengan ele­mentos antiguos; no son lo mismo, por ejemplo, un mito ejem- plifícador dentro de un poema lírico y una tragedia, que es un mito dramatizado; o un ejemplo anecdótico o histórico y una obra histórica; o una parénesis dentro de la lírica y un discurso de Demóstenes. Estos nuevos marcos permiten formulaciones e intenciones nuevas; aparte de que se interprenetran unos con

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otros, encontramos el diálogo o el discurso dentro de la historia o del teatro, por ejemplo.

En definitiva, puede decirse que en la época que nos interesa son profundizados los planteamientos teóricos, generales, sin que el personalismo sea por ello abandonado. Solo ahora sur­gen, por ejemplo, las investigaciones sobre la causa de tales o cuales comportamientos de determinadas constituciones o regí­menes, la investigación sobre los orígenes del Estado, los plan­teamientos reformistas y aun utopistas. La crítica, la exhorta­ción y el encomio se fundan ahora en un pensamiento político mucho más concreto y preciso: de ahí la crítica, por ejemplo, de determinadas concepciones de la democracia en obras de Sófo­cles y Aristófanes, en pasajes de Tuddides, en discursos de Isó- crates; o que se propugnen comportamientos políticos muy pre­cisos en esas obras y en otras más.

Hay pues, ahora ya, una teoría política propiamente dicha, teoría desarrollada ampliamente y no a través de personalismos o solamente de breves parénesis y máximas —que no dejan de existir, sin embargo—. He aquí, detallando más ampliamente lo que acabamos de apuntar, los principales géneros en que esa teo­ría se expresa; géneros y los que podríamos llamar subgéneros, es decir, géneros menores incluidos dentro de otros. Señalamos5:

1. La tragedia. Es, como decimos, mito dramatizado; muy frecuentemente, mito de trascendencia política, en el que proble­mas políticos actuales son tratados bajo el simbolismo del mito. No nos referimos tanto a alusiones más o menos seguras a la ac­tualidad política menuda como a grandes problemas: libertad frente a tiranía en los Persas de Esquilo, derechos del poder y de los súbditos en el Prometeo o la Antigona, tema de los vencedo­res y vencidos, de la culpa y el castigo (con trascendencia política en la Orestea, las Troyanas, etc.). El mito borra ciertos contor­nos, por ejemplo, tanto el poder democrático como el que no lo es han de expresarse a través de la figura del héroe. Aun así la

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tragedia configura diversas concepciones del poder político, in­cluso dentro de un sistema democrático. Es exposición y al pro­pio tiempo parénesis, enseñanza dirigida al pueblo todo. Siem­pre con una mentalidad antiagonal, humana, en definitiva de­mocrática6.

2. La comedia. Aquí tenemos mitos inventados, bien que so­bre esquemas muy tradicionales, sobre todo el del triunfo del sal­vador de la ciudad, del restaurador de la paz y la concordia7. Por supuesto, el tema propiamente dicho es abiertamente actual: la guerra y la paz en la guerra del Peloponeso, por ejemplo; o el conflicto entre un estado y una administración cada vez más opresiva y la libertad del ciudadano. Descartando la problemáti­ca, demasiado intrincada para ser aquí algo más que aludida, del conservadurismo y el progresismo, lo serio y lo propiamente có­mico, es claro que la comedia no solo presenta modelos de socie­dad y juicios de valor sobre ellos, sino que también sugiere un programa que a veces puede llegar al utopismo, pero que proce­de de una reflexión política seria.

3. E l m ito en general. Montando entre los géneros, señalamos la presencia del mito político. Por no insistir sobre los cultivados por el teatro, señalemos su utilización en tratados y ensayos so­físticos como el Sobre el estado original de Protágoras (mito de Prometeo) y las Horas de Pródico (mito de Heracles y la Virtud); en discursos epidicticos como el Palamedes de Gorgias; en diálo­gos como el Diálogo Troyano de Hipias. Platón desarrolla mitos políticos originales en diálogos como el Político (mito sobre los orígenes y evolución de la sociedad) o el Critias y el Timeo (la Atlántida).

4. Presentación exótica, en diálogo o narración novelesca. Con la discusión de temas políticos en contextos míticos, inclui­da en los tres apartados anteriores, puede compararse el diálogo

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entre personajes extranjeros o exóticos, al menos algunos de ellos. Muchos de estos diálogos están incluidos en la Historia de Heródoto8: baste citar el de Solón y Creso (1.29 ss.), el de Bias o Pitaco y el mismo Creso (1.27), el de Artabano y Darío y, luego, Jeijes (4.83, 7.10-11, etc.; y, sobre todo, el famoso diálogo de los tres persas sobre la mejor forma de gobierno (3.92 ss.). Quizá es­te también, pero desde luego los primeros, en que un sabio de consejo a un rey, proceden de esquemas de la literatura oriental conocidos, entre otras fuentes, por el Libro de Ahikar asirio. Hallaron reflejo, también, en la leyenda de Esopo, luego con­vertida en una Vida escrita en época helenística, en que Esopo aconseja igualmente a su amo, a los samios, a Creso, a los del- fios9. Dentro de este ambiente hay que colocar obras novelísticas como la Ciropedia de Jenofonte — presentación en la figura de Ciro del gobernante ideal— y, aún en el s. IV, la descripción de pueblos ideales en ambiente exótico o de idealización de pueblos primitivos (Teopompo, Eforo, Hecaro de Abdera, Evémero, di­versos mitos platónicos10).

5. Diálogos. Así como los diálogos anteriores aparecen en el contexto de otras obras y con el condicionamiento de un am­biente exótico, a veces novelístico, hay otros diálogos «exentos», que forman obra completa, y son colocados en el ambiente de la realidad griega contemporánea. Es, como se sabe, un género que nace de la enseñanza socrática, aunque no se ha insistido sufi­cientemente sobre el impacto ejercido en él por el teatro11. Desde el comienzo mismo una buena parte de esta producción es de contenido político. Baste citar diálogos de Esquines como Mil- c/ades, Aspasia, Alcibiades, etc.; de Jenofonte como Memora­bles, Hierón, etc.; y los bien conocidos de Platón. Esos diálogos carecen de la envoltura mítica del Diálogo Troyano de Hipias y de la tragedia; hallan su paralelo en el diálogo tantas veces políti­co de la comedia y los historiadores.

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6. Discursos. En época arcaica hallamos elegías y otros poe­mas exhortativos que son verdaderos discursos, demegorfai en verso. Plies bien, si bien de la oratoria de la época de Cimón y Pericles nada queda, salvo pequeñas frases o motivos, puesto que no se escribió, a fmes del siglo la oratoria comienza a escri­birse y tiene, con la mayor frecuencia, tema político. Este es el caso de la oratoria que llamaríamos propiamente parlamentaria, como buena parte de la Demóstenes a partir del discurso Sobre las Asociaciones, del 354; y de la epidictica, de tema general, ya mítico (así el Palamedes de Gorgias antes citado) ya actual (la mayor parte de la producción de Isócrates). Pero ni en uno ni en otro caso se trata solo de exhortación: ésta está fundada en un análisis de situaciones políticas y politeíai y en críticas y juicios de valor sobre las mismas. Hay una verdadera teoría política. Y también, más concretamente, en discursos epidicticos del tipo del discurso fúnebre (los de Gorgias y Lisias, por no hablar del de Pericles en Tucídides Π y del Menéxeno platónico).

7. Historia. En Heródoto y Tucídides sobre todo, pero no so­lo en ellos, el relato de los hechos históricos da lugar a reflexio­nes sobre las causas de los m ism os en la divinidad o en la natura­leza humana. Pero, sobre todo, de aquí surgen, en relatos, diálo­gos o discursos contrapuestos, en reflexiones del autor directa­mente también, especulaciones sobre las ventajas e inconvenientes de los diversos regímenes políticos, las diversas politeíai, —así como sobre la actuación de pueblos y gobernantes12. Estas obras incluyen algunos de los elementos que hasta aquí hemos mencionado.

8. Tratados. Sobre el precedente de obras en prosa anteriores,de contenido filosófico o cosmogónico, surge ahora toda una li­teratura que podemos calificar variamente como de ensayos otratados, luego ya propiamente como de tratados. Es este un pa­norama bien conocido desde fines del siglo V y luego en el IV, con obras como Del Estado, Sobre el estado original, D éla Vir-

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tud, de Protágoras y otras de varios solistas, como la Pequeña Cosmología y Sobre la Tranquilidad de Espíritu de Demócrito; como diversas Constituciones, piénsese en la Constitución de Atenas áe\ llamado Viejo Oligarca o la Constitución de los Lace- demonios de Jenofonte (autor, también, de otros varios tratados políticos) y, luego, en las Constituciones de los discípulos de Aristóteles y la de Atenas del propio maestro. Hay luego obras generales ya descriptivas, ya reformistas o utópicas, desde las de Faleas e Hipodamo a la Política de Aristóteles. En obras como éstas se combinan, en dosis varias, la descripción de los hechos políticos, la crítica, las propuestas de reforma, sin excluir las uto­pias. Su diferencia respecto al diálogo y, en parte, a la historia, es en buena medida solo formal.

Esta rápida descripción de géneros políticos —insisto, solo parcialmente políticos y con indistinción las más veces respecto a posiciones moralistas— puede hacer ver la riqueza de la esplén­dida floración en este sentido de la literatura ateniense. Nos pre­senta las diversas politeíai con sus tipos humanos característicos y con su contraste con la práctica, indica sus defectos y ventajas, explica las causas de su origen y decadencia, propone reformas o alternativas. Pero, al tiempo, se tocan temas más generales, co­mo el del origen del Estado y de toda la vida política: origen que se coloca en la naturaleza humana entendida, por lo demás, de maneras cambiantes. Hay que hacer ver que hay una tendencia a pasar de las exposiciones míticas y simbólicas a la presentación directa de los hechos, de los que se sacan conclusiones bien de interpretación de las causas, bien de exhortación a la acción. Es a partir de fines del s. V cuando con Tucidides y, luego, la orato­ria y el diálogo, se avanza más decididamente en esta dirección.

Naturalmente, hay que tener en cuenta el contexto político en que se mueve toda esta literatura. Es, primero, el de la que en otro lugar he llamado democracia religiosa, que funda en princi­pios divinos el equilibrio del régimen: así, sobre todo, en Esqui­

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lo. Luego, el de la democracia de fundamento humano o ilustra­do, cuya teoría crean sofistas como Protágoras, pero que es con­trastada por pensadores más religiosos, como Sófocles o Heró- doto, con posiciones más tradicionales. Más tarde, sobreviene en Atenas y fuera de allí la crisis de la democracia, que es la que produce la mayor explosión de la literatura política: desde la crí­tica radical de ciertos sofistas del tipo de Trasímaco y Calicles (en sus versiones platónicas), al reformismo de los que querían restaurar, como Isócrates, la pa tío s politeía y a la propuesta de reconstrucción política platónica, por no mencionar diversos utopismos. Pero no es solo esto: en el mundo griego y bárbaro continúan viviendo regímenes tiránicos y monárquicos, regíme­nes oligárquicos, el régimen espartano, todos ellos objeto ya de critica ya de admiración.

Y quedan todavía otros temas políticos esenciales. Así, el de la política externa, que hace chocar el concepto de inde­pendencia y el de hegemonía, que pone en varia relación politeía y política exterior (en realidad un derivado de la politeía). O el de la relación de evolución política y moralidad, comportamien­to humano (epitadeúmata, trópoi). La estabilidad y decadencia de los estados, que son el tema central, ¿tienen o no que ver con el respeto a normas tradicionales y aprobadas por los dioses? Y, en definitiva, ¿cuáles han de ser los comportamientos y las carac­terísticas de gobernantes, pueblos y estados para conseguir esa ansiada estabilidad que es lo que todos lo pensadores buscan allí donde nosotros buscamos el progreso13?.

Como decíamos más arriba, por mas que la literatura de la edad arcaica se ocupe, en Hesíodo, Solón, Hecateo, etc., de te­mas generales que tienen que ver, desde puntos de vista religio­sos y morales, con esa estabilidad y esa decadencia, es ahora cuando el tema es ampliamente investigado en relación con los diversos regímenes políticos concretos: sobre la base de ejemplos ya míticos, ya imaginarios, ya reales. Como decíamos también, ahora la exhortación, la crítica, la reflexión, son más amplias y

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se refieren a esos modelos concretos. Pero, sobre todo, ahora es cuando, por primera vez, hallamos descripciones detalladas del funcionamiento de modelos políticos —míticos, imaginarios o reales, insistimos—, así como investigaciones de las causas del comportamiento histórico de las politeíai, sobre todo al nivel hu­mano, y propuestas de reforma de éstas y aim de creación de otras todas enteras, de una pieza.

Pasamos con esto, como puede verse, de la forma al fondo de la literatura política ateniense. Pues ateniense es, insistimos, la mayor parte de esta literatura, incluso cuando sus autores no han nacido en Atenas. Es sin duda, el espectáculo de la democra­cia ateniense —también de otras, pero sobre todo de ésta— el que llevó a Demócrito y a los sofistas a su teorización sobre la democracia; y contribuyó grandemente, es claro, al pensamiento de Heródoto. Incluso Píndaro, cuando justifica una concepción aristocrática de la sociedad y del Estado, fundada en diferencias de «naturaleza» entre los hombres y en diferencias de comporta­miento entre las clases (habla de ciudades en que gobiernen «los sabios» y de otras dominadas por «el pueblo violento», cf. Piti- cas 2.87), combate precisamente el modelo ateniense. Este está, en la edad que estudiamos, en el centro de la reflexión política.

Y son los atenienses, a su vez, los que en primer término espe­culan sobre todos los fenómenos que saca a luz la sociedad grie­ga. Sobre los conflictos entre griegos y persas, iluminados por Esquilo; sobre la guerra del Peloponeso, transformada en ejem­plo perenne por Tucídides; sobre los riesgos de la democracia de­sestabilizada, de que hablan Tucídides, Aristófanes, Eurípides; sobre la constitución de Esparta, fuente de inspiración para tan­tos pensadores; sobre los problemas del hegemonismo, estudia­dos por Isócrates; sobre la decadencia de la polis, de que se ocu­paron tantos autores y, finalmente, Demóstenes.

Pero vemos ahora, haciendo una sumaria clasificación cuyos puntos a veces se entrecruzan, algunos de los temas fundamenta­les, de las líneas de fuerza de la literatura política ateniense.

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1. Descripción déla vida política. La descripción de las distin­tas politdai marchó, curiosamente, con retraso respecto a la ex­plicación de los hechos, la búsqueda de causas y la investigación de la reforma. Es fácil espigar, aquí o allá, en trágicos, cómicos e historiadores detalles sobre las constituciones de diversos esta­dos y su funcionamiento así como descripciones en general tópi­cas de la tiranía, la oligarquía y la democracia. Pero son cosas que se escriben de pasada dentro de la descripción de los proce­sos históricos. Incluso cuando a comienzos de la guerra del Pelo- poneso el Viejo Oligarca escribe su Constitución de Atenas, es notable que, confesadamente, su finalidad no es la descripción científica, desinteresada: se trata de explicar por qué el pueblo ateniense obra como obra, por qué existe un régimen que es para el autor tan absurdo en sí mismo. Al contrario, la Constitución de los Lacedemonios de Jenofonte busca, se nos dice desde el principio, la explicación de por qué Esparta es tan fuerte y está tan bien gobernada. Hay que llegar a la Constitución de Atenas de Aristóteles y a los libros del ΠΙ al VI de su Política para en­contrar ese estudio científico y analítico que buscamos, compa­rable al de sus obras de Historia Natural. Suponemos que tam­bién estaría en las otras Constituciones, obra de sus discípulos, pero no creemos que estuviera en las Constituciones en verso (iémmetroipoliteiai) de Critias.

2. Explicación déla vida.política. Como decíamos, no es tan­to el ascenso al poder de las ciudades hegemónicas ni la creación de los regímenes políticos lo que interesa en la Antigüedad como el espectáculo de la ruina de los grandes y de la desintegración de los regímenes. Los fundamentos de la democracia ateniense, su proceso de creación, por ejemplo, hemos de reconstruirlos traba­josamente. Pero en cambio, bien a través de mito (en la trage­dia), bien directamente (en la comedia, la historia, las explicacio­nes de oradores y teóricos) se nos presentan una y otra vez esos dramas entre humanos y políticos. En relación con los mismos

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están los estudios del por qué de la estabilidad de un régimen co­mo el lacedemonio por Jenofonte, los intentos de reforma ideal de un Platón, un Faleas y un Aristóteles (en Política VII-VIII), los de reforma más pragmática, si puede hablarse así, de un Isó- crates, las exhortaciones patrióticas de un Demóstenes.

Naturalmente, la explicación de la vida política es demasiado compleja y multiforme para ser abordada aquí. Va desde la ex­plicación de la derrota persa por su régimen tiránico y su despre­cio por la ley divina (Esquilo, Persaó) a la critica de la conducta irracional de los gobernantes y el pueblo de Atenas por parte de un Tucídides. Pero incluso en este autor ha hecho notar Mme. de Romilly una posición moralista, que enlaza la decadencia po­lítica con la decadencial moral: cosa, por supuesto, clara en Pla­tón, Isócrates, Demóstenes, etc. No se trata ya de un castigo di­vino, sino que, pragmáticamente, se reconoce esa relación entre egoísmo particularista y decadencia del Estado. Puede separarse, en Greda, el proceso histórico de cualquier trasfondo divino; no de una moralidad, una conducta humana. La politeía no es nun­ca un simple conjunto de reglamentos escritos, una constitudón: tiene un alma que está en la conducta social de gobernados y go­bernantes. Es muy clara, por ejemplo, la reacdón de las dudades contra hegemones que no las respeten, trátese de Atenas o Es­parta; es muy clara la decadencia de los regímenes por d desa­rrollo exagerado de sus peculiaridades; es muy clara la razón de la inferioridad de Atenas ante Filipo. No es que los historiadores ni los teóricos desatiendan las razones de reladón de fuerzas, economía, etc.: es que se consideran secundarias, salvo que sean manejadas con inteligencia y con sacrifído de lo individual a lo colectivo.

La ligazón de las costumbres o comportamientos de los tíu- dadanos (epitadeúmatá) y las diversas politeíaies una constante. La encontremos ya en Esquilo, donde van a la par, en los Persas, la libertad y d valor de los atenienses con el régimen democráti­co, la servidumbre y cobardía de los persas con d tiránico: don­

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de el primer cuadro produce la victoria, el segundo la derrota. El panorama ofrecido por Heródoto no es muy diferente. Tras infi­nitos ejemplos que pudiéramos poner dentro del teatro, saltemos a la oración fúnebre de Pericles en Tucídides, que expone preci­samente las virtudes humanas del pueblo de una ciudad demo­crática. Y a Platón, que más que por el estado tiránico, oligár­quico, etc., está interesado por «el hombre tiránico», «el hombre oligárquico», etc. Y a Jenofonte, que explica la estabilidad de Lacedemonia por los hábitos de vida de sus ciudadanos. Por no hablar de Isócrates y Demóstenes, donde es constante el ligar unas determinadas virtudes humanas a la antigua democracia, unos vicios a la democracia decadente de su época. En Aristófa­nes se encontraban ya precedentes de esto.

3. Teoría y crítica de las diversas politeíai. Se realiza, unas ve­ces, sobre criterios generales, temas no adscribibles exactamente a una sola. Otras, sobre la base de las clasificaciones usuales de las politeíai, con tipos diferentes, con frecuencia, dentro de una misma. En cierto modo (y con una excepción, Lacedemonia), se admite la existencia de una tipificación general.

Dentro de ella, sucede a veces que se admite la existencia de una forma correcta y otra degenerada de cada politeía, así en Platón y Aristóteles, presagiando la forma degenerada una en­trada en escena de una politeía diferente. Otras veces, se postula la existencia de politeíai mixtas, así ya en Aristóteles y luego, so­bre todo, en Polibio.

En realidad, puede decirse que la más antigua teorización po­lítica ya desde la época arcaica, se realiza en tomo a la crítica de la tiranía. Y ésta es la situación, en una gran medida, durante los siglos V y IV a. C.: lo mismo en Pindaro que en Esquilo, en Só­focles que en Heródoto, en Jenofonte (Hierón) que en Platón. Más concretamente, lemas como el de la eleutheria o «libertad», el de la eunomía o «buen gobierno», el mismo lema de la dike o «justicia» se ha visto muy claramente en un autor como Heródo-

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to se refieren tanto a la democracia como al régimen espartano, por ejemplo. Todos ellos, en bloque, se oponen a la tiranía14.

Claro está que algunos de estos lemas son objeto de interpre­tación diferente en la democracia y en los regímenes aristocráti­cos u oligárquicos: así el de «justicia», que es más o menos igua­litario según los casos, o el de phÿsis «naturaleza», que tiene un sentido muy diferente para los poetas aristocráticos —la «natu­raleza» es cosa de clase, de nacimiento—, para la ilustración so­fistica —el concepto va unido al de lógos o razón en Protágoras o Hipias— y para Tucídides, que estudia pragmáticamente las reacciones de la naturaleza humana en diversas situaciones con objeto de edificar sobre ellas toda una teoría del comportamien­to político. Otras veces, una determinada politeía produce lemas propios: así el de la isonomía o «igualdad legal» que es, muy po­siblemente, según ha afirmado Ostwald15, una bandera o slogan del movimiento democrático de Clístenes, aunque tiene orígenes más antiguos.

Pero dejemos los lemas, la literatura ática nos proporciona, sobre todo, ya teorías sobre las diversas variantes de la politeía democrática y su comportamiento en la guerra y la paz, ya críti­cas de las mismas.

Tenemos, fundamentalmente, la teoría de la que he llamado «democracia religiosa», la de la época de Cimón, explidtada pa­ra nosotros principalmente por Esquilo; y la de la democracia ilustrada, fundamentada por sofistas como Protágoras y filóso­fos como Demócrito. En ambos casos la base está en un entendi­miento de clases e individuos dentro de la libertad y del respeto a la ley, que es algo voluntariamente aceptado. Pero ese entendi­miento se fundamenta, en un caso, en la complementariedad de los elementos opuestos, fundada religiosamente, y en el otro en la guía de la razón, que hace posible la persuasión ejercida por una sabiduría política superior. En mi libro sobre el tema, arriba citado, he tratado de precisar estas dos teorías16.

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Esto en cuanto a la teoría. Pero al lado de la teoría está la crí­tica: crítica no solo de teorías, sino de la práctica. Crítica es la que realiza Sófocles en Antigona y Edipo Rey, sobre todo, con­tra posibles tendencias estatistas, contrarias a los derechos indi­viduales y religiosos, que él temía pudieran surgir de la democra­cia ilustrada de un Pericles. Críticas son las de un Oeón y, más tarde, las de Demóstenes relativas a la debilidad de la democra­cia en sus enfrentamientos externos; o las de Aristófanes y otros autores más acerca de aspectos internos del funcionamiento de la democracia ateniense. También las de Isócrates cuando en el Panegírico y el De la Paz, sobre todo, censura a Atenas por se­guir en política exterior principios antidemocráticos como es el de un trato desigual a los aliados.

4. Refotmismo y utopismo. Críticas de este tipo, bien claras en el Platón de la Carta VU, del Gorgias, etc. y, aun antes, en to­da la enseñanza socrática, están en la base de programas de re­forma política que oscilan entre el posibilismo y la utopía pero que tienen la común característica de comportar esquemas teóri­cos muy radicales.

Están, de una parte, programas que diríamos colectivistas, como los de Faleas, Hecateo y Platón, también los expuestos con una óptica cómica por el último Aristófanes (Asamblea y Pluto). Oscilan entre ser pura teoría y ser puro utopismo, pero en ciertos momentos dejan a sus autores la tentación de impo­nerlos por vía que llamaríamos revolucionaria: recuérdese el in­tento platónico de convertir a los gobernantes en filósofos o al revés y las vicisitudes de sus intervenciones en Siracusa. Otras ve­ces se trata, simplemente, de ofrecer el modelo de paraísos exóti­cos en tierras lejanas o en épocas remotas, como algunos a los que hemos aludido.

La problemática económica y social del s. IV está en la base de casi todos estos intentos, como lo está la necesidad de lograr una nueva concordancia y solidaridad entre clases e individuos.

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Platón, por ejemplo, cuida del bienestar económico de las clases inferiores (Leyes 936 b), aunque la verdad es que teme más a los efectos desestabilizadores de la riqueza que a los de la pobreza. Tampoco puede decirse que estas constituciones sean tiránicas o puramente oligárquicas, como se afirma con frecuencia. Incluso cuando, en el Político, Platón investiga las cualidades que preci­sa el «pastor de hombres» que ha de dirigir la sociedad humana, no se olvida de insistir en que, puesto que no es un dios, debe de estar sometido a una ley voluntariamente aceptada: esto queda claro en el mito del Político, asi como en pasajes como Leyes 713 c y siguientes17.

Es más, todos estos reformismos y utopismos cultivan un pensamiento igualitario, incluso cuando ha de convivir con otro que se apoya en la distinción de clases diferentes. Faleas no solo propugna un reparto igualitario de la tierra —semejante a otros igualitarismos en Aristófanes y Platón—, sino también una ins­trucción generalizada, igual que Platón en las Leyes. Ciertamen­te, la concepción igualitaria ha de chocar, a veces, con la «igual­dad geométrica» de las clases, presagiada antes por los pitagóri­cos y por Esparta.

En todo caso, lo notable de estas construcciones es que bus­can, como arriba decíamos, no el progreso económico ni la ex­pansión territorial ni la difusión de un modo de vida considera­do como superior: buscan el equilibrio y la estabilidad. Estas po- liteíai tratan de ser una medicina contra las dramáticas crisis de la historia, basadas en las fuerzas de philotimía o ambición ínsi­tas en la naturaleza humana. Son las crisis que han ejemplificado los trágicos y los historiadores y que los primeros han querido curar a base de sffphrosÿnS y Tucídides a base del conocimiento pragmático de la naturaleza humana.

Ahora se aplica una concepción de la igualdad y la razón a veces un tanto especial. Se toman, en todo caso, precauciones. La ciudad ideal no puede pasar, en las Leyes, de un corto núme­ro de habitantes, no ha de estar cerca del mar para no caer en las

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tentaciones de la riqueza y el poder, su ejército ha de ser pura­mente defensivo18.

Con mucha frecuencia se ha puesto de relieve cómo estas ciu­dades ideales, basadas en un colectivismo sometido a una ley previa muy fuerte, se alejan de lo que fue el curso real de la histo­ria, que a través de una cadena de hegemonías llevó a la cons­trucción de Filipo: una especie de superestado que incluía ciuda­des autónomas que, poco a poco, fueron quedando reducidas a una vida puramente local. El mismo Aristóteles, se ha señalado, no supera este planteamiento tradicional en el estado ideal que, también él, propugna en los libros VE y VIII de su Política. Su estudio de las politeíai griegas le ha llevado a construir otra más con lo mejor de ellas y, en opinión del autor, sin sus elementos peligrosos y desestabilizantes: nada más19.

Estos elementos peligrosos y desestabilizantes dependen, en parte, de circunstancias materiales o externas, que actúan sobre tendencias a la hÿbris propias de la naturaleza humana: tenden­cias tiránicas, podemos decir. Pero también dependen, en defini­tiva, sobre todo en Platón, de la falta de una educación general, basada en la razón, que induzca a los ciudadanos a la virtud po­lítica, que es en el fondo equivalente a la virtud en general. La fundamentación en la conducta y la moral de toda política se re­vela, una vez más, característica de los griegos. Ya en Pericles (en Tucídides) o en los discursos de Gorgias, o en Esquilo, había vir­tudes «democráticas», como hay en Píndaro virtudes aristocráti­cas. Estas virtudes pueden variar, pero intervienen siempre inde­fectiblemente, en toda politeía y en el concepto mismo de poli­teía. Pero no olvidemos que entre estas virtudes está la de la sa­biduría, la inteligencia en la conducta política, que alcanza en Tucídides máxima valoración, carácter de guía de todas las de­más. Como, inversamente, en la fase mis antigua las virtudes to­das están condicionadas por el punto de vista religioso del dios que hace triunfar o fracasar, a veces en relación con la conducta justa o injusta, a veces en forma inexplicable. Este resto inexpli-

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cable merece ser destacado: en Tucídides se presenta en forma laica como una azar impredecible.

Diferente en parte de los demás es el caso de Isócrates, tildado tantas veces de idealista y reaccionario y que, sin dejar de ser es­tas dos cosas, intentó, sin embargo, abrir una vía nueva al futu­ro. Cierto que su reforma interna era simplemente la vuelta a aquella pátrios politeia un tanto irreal e inalcanzable. No lo es menos que, en política exterior, no se limitó a las críticas, sino que propugnó, en los discursos antes aludidos y en otros más, un nuevo proceder. Consiste en extender a la política exterior los principios democráticos de la eúnoia o benevolencia y la homó- noia o concordia: principios que estaban en el centro de la teoría democrática, por lo demás, desde el sofista Antifonte y que son, en definitiva, «virtudes». El concepto de hegemonía no se abolía, pero tendía a transformarse en el de la Liga de ciudades o confe­deración, que efectivamente desempeñó un cierto papel en la his­toria griega posterior, como se sabe20.

Este reformismo ¡socrático, a nivel interno y extemo, fue des­bordado por la evolución de las fuerzas históricas, que llevaban a superar los viejos problemas por caminos diferentes, los de las monarquías helenísticas. Pero en función del futuro contiene tantos elementos salvables como los reformismos más o menos utópicos de que antes nos hemos ocupado.

5. Origen del Estado. Finalmente, es bien sabido que los filó­sofos griegos fundaron teorías sobre la organización de la socie­dad y la politeia a partir de un estado original imaginado a la luz ya de los pueblos salvajes, ya de los mitos sobre los orígenes que conocemos a partir de Hesíodo, sobre todo en la comedia. Esta teoría, cuyos principales representantes son Demócrito, Protágo- ras, Platón y Aristóteles, busca unas veces establecer los funda­mentos humanos de la cultura y la vida política, otras explicar y justificar determinadas politdaiexistentes o ideales. Hay, cierta­mente, precedentes en los mitos sobre héroes culturales como

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Prometeo o Palamedes, que se han utilizado junto con ciertas in­ducciones y extrapolaciones puramente intelectuales. Hay cone­xión con algunas de las utopias o poüteíai de pueblos imagina­rios a que hemos hecho alusión. Pero son éstas, de todos modos, construcciones que tienen el gran mérito de haber suministrado, por primera vez, un marco explicativo a toda la vida social, cul­tural y política del hombre.

Con esto terminamos. Los griegos han descubierto la refle­xión política y la han vertido en un número creciente de géneros diferentes. Esta reflexión sigue a la praxis, que critica o elogia o explica o cuya reforma propone. No es puramente gratuita: se trata de formar, educar al político y al ciudadano, a veces de propugnar nuevos regímenes. Pero es una reflexión política que, desde puntos de vista diferentes, busca definir, clasificar, estable­cer causas, aplicar remedios basados en la investigación de las mismas. Una época de máxima ebullición política en las ciuda­des, de regímenes contrastantes, de guerras incesantes, de con­flictos entre independencia y sum isión a una hegemonía, colecti­vismo e individualismo, religión y laicismo, etc., se prestaba evi­dentemente para esta reflexión mejor que la anterior y la siguien­te, que tampoco fueron estériles en este campo, sin embargo.

La reflexión política no crea los sistemas de la praxis, que si acaso trata de reformar, sin gran éxito. Los explica y justifica frente a sistemas precedentes o contrastantes. La crisis de unos sistemas promueve la formulación teórica de los que siguen, so­bre todo de la democracia en sus diversas variantes; promueve, también, la crítica. La crisis de la totalidad de la vida política en el s. IV promueve las ideas reformistas radicales, a veces utopis­tas. Siempre con estrecha interconexión entre los modelos políti­cos y los modelos humanos en que se apoyan, con crítica moral, diríamos.

Debajo de toda esta teorización, igual que antes de ella, fluye el río de la historia, que con frecuencia la deja superada y atrás.

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Asi, sobre todo, cuando llega la época helenística. Pero un mun­do tan pequeño como él de Grecia, bien que inserto en el más amplio del Oriente Próximo, es sin embargo, gracias a la multi­plicidad de ciudades y situaciones, suficiente para suministrar un modelo al rico y amplio mundo de las teorías políticas griegas. He tratado de hacer ver que, por diferentes que sean, tienen ras­gos comunes, lo cual implica que nosotros podemos teorizar so­bre los mismos hechos de manera a veces divergente. Pero aun así las teorías políticas griegas tienen tantos elementos umversal­mente humanos, válidos en situaciones comparables, que su vi­gencia, al menos como punto de contraste, está garantizada. Es­to sin tener en cuenta el hecho de su originalidad, de su naci­miento, prácticamente sin precedentes extraños, a partir de los hechos mismos de la vida de las politeíai contemporáneas.

Notas

1,- The R ise and Fall o f States according to Greek Authors, Ann Arbor 1977, pp.30ss., 39ss.2,- En Madrid, Revista de Occidente, 1966. Hay una edición abreviada con el titulo de la democracia ateniense (varias reediciones).3,- Véase un panorama general en mi estudio citado, Ilustración y Política, p.31ss.4,- Cf. mi trabajo «Origen del tema de la nave del estado en un papiro de Arquíloco», v4e¿yp/iw35(1955)206-210.

5,- Sobre la literatura politica ateniense véanse alguna observaciones, bas­tantes limitadas, en R. J. Bonner, Aspects o f Athenian Democracy, Bercke- ley 1933, p,109ss.6,- Es muy extensa la bibliografía sobre la interpretación politica de la tra­gedia. He aqui unas pocas referencias a Esquilo: G. Murray: Aeschylus, the creator o f Tragedy, Oxford 1940 (hay trad, esp., Buenos Aires 1943); G. Thompson, Aeschylus and Athens, 2a ed., Londres 1946; K. Reinhardt, A es­chylus als Regisseur und Theologe, Bema 1949; E.T. Owen, The Harmony

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o f Aeschylus, Toronto 1952; E.R. Dodds, «Morals ans Politics in the Ores­teis», PCPh S, N. S., 1960; G. Cerri, Ulinguaggio politico ne!Prometeo di Escbilo, Roma 1976; F. R. Adrados, «Struttura formale ed intenzione poe­tica nell’Agamennone di Echilo», en A tti del VI Congresso Intem azionale su i drama antico, Siracusa 1977, pp.91-121. Sobre Sófocles: V. Ehrenberg, Sophokles und Perikies, Munich 1956; C. M. Bowra, Sopbodean Tragedy, Oxford 1944; H. Diller, Menschliches und göttliches Wissen bei Sophocles, Kiel 1950; B. Knox, Oedipus at Thebes, New Haven 1957; F. R. Adrados, «Religión y politica en la Antigona», RU M 13(1964)493-525; id., Bustra- άόη y Política cit., p.l55ss. las opiniones acerca de Euripides son mucho más complejas y es imposible exponerlas aqui.7,- Cf. Whitmann, Aristophanes and the Comic Hero, Cambridge, Mass., 1964

8,- Cf. W. Aly, Volksmärchen, Sage und Novelle bei H erodot und Seine Zeit, 2* ed., Gotinga 1921, p.21; O. Regenbogen, Solon und Krösus, art. de 1930 en W. Marg, Herodot, Munich 1952, p.374ss., entre otros (también nuestra Historia déla fábula Greco-Latina I, Madrid 1979). Sobre el diálo­go, cf. H. Apfel, D ie Verfassungsdebatte bei Herodot, Düsseldorf 1957.

9,- Cf. «The Life of Aesop and the Origins of Greek Novel in Antiquity», Quademi U rbinatiN. S. 1,1979, pp.93-112.

10,- Cf. R. von Pöhlmann, Geschichte der sozialen Frage und des Sozialis­m us in der antiken Welt, 2* ed., Munich 1923,1, p.84ss.; Π, pp.5s. y 283s.11,- Cf. P. Bádenas, La estructura del diálogo platónico, Madrid 1984; del mismo autor, «Indicaciones para un estudio de la estructura literaria del Protágoras», H abisS, 1984, p.34ss.12,- Entre otros muchísimos estudios merecen ser citados: J. L. Myres, He­rodotus, Father o f H istory, Oxford 1953; H. Strasburger, «Herodotus und das Perikleische Athen», en la colección citada de W. Marg, p.574ss.; H. R. bnmerwahr, Form and Thought in Herodotus, Cleveland 1966; W. Foma- ra, Herodotus, Oxford 1971; K.H. Waters, Herodotus on Tyrants and Des­pots, Wiesbaden 1971; etc. Sobre Tucídides: J. H. Finley, Thukydides, Cle­veland 1942; O. Regenbogen, «Thukydides als politischer Denker», Hum. Gym. 44(1933)2-25; J. de Romilly, Thucydide et l ’imperialisme athénien, Paris 1947: A. F. Woodhead, Thucydides and the Nature o f Power, New Haven 1970. Véase también mi Ilustración y Política dt., passim13,- Temas estudiados en el libro de Mme. de Romilly citado en nota 1.

14,- Véase entre otros autores M. Ostwald, Nomos and the Beginnings o f the Athenian Democracy, Oxford 1969.

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15,- Ibid., p,153s.

16,- Respectivamente, pp.ll8ss. y 195ss. Sobre la «democracia religiosa» puede verse también la bibliografía de Esquilo en nota 6; sobre la «demo­cracia racionalista», obras como E. A. Havelock, The Liberal Temper in Greek Politics, New Haven 1957; D. Loenen, Protagoras and the Greek Community, Amsterdam 1940. Véase también la bibliografía sobre la sofis­tica en general (por ej., E. Dupréel, Les sophistes, Neuchâtel 1948 y M. Un­tersteiner, The Sophists, Oxford 1954) y Demócrito (F. Enriques-M. Maz- ziotti, La dottrina d i Democrito d i Abdera, Bolonia 1948).

17,- Para la teoría politica platónica hay que hacer referencia a exposiciones clásicas como la de la Paideia de Jäger y la Greek Political Theory, Plato and his predecessors de E. Baker (2* ed., Londres 1925). Doy una orienta­ción bibliográfica en mi articulo «La interpretación de Platón en el siglo XX», recogido aqui, p.279ss. Véase también la parte ΙΠ de Ilustración y Po­lítica cx\.., p.487ss.18,- Sobre el igualitarismo y el geometrismo de las dudades ideales griegas véanse también las reconstrucdones topográficas de L. Moya Blanco, Las dudades ideales de Platón, Madrid 1976.

19,- Sobre el concepto de constitudón mixta, cf. K. von Frizt, The Teory o f m ixed Constitution in A ntiquity, Nueva York 1954.20,- Para Isócrates, véase el libro de Mme. de Romilly dtado más arriba y también su trabajo «Eunoia in Isocrate, on the Political Importance of Creating Good Will», JH S 78(1978)92-101. Sobre las circunstancias politi­cas que están en la base de las ideas de Isócrates, cf. T. S. Ryder, Koine E i­rene, Oxford 1965.

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21. CIENCIA GRIEGA Y CIENCIA MODERNA

I. ALGUNAS PRECISIONES

Un título tan amplio como el que encabeza estas lineas exige que a continuación le acompañen una serie de aclaraciones y de restricciones. Tomando la palabra Ciencia en su más amplia acepción de conocimiento racional —de la naturaleza, del hom­bre, de Dios— según lo haremos aquí, es obvio que el estableci­miento de las relaciones entre la Ciencia griega y la moderna se­ría nada menos que una historia completa de la Ciencia. No es esto, naturalmente, lo que intentamos en este ensayo. Lo que nos interesa es hacer algunas indicaciones sobre las estructuras centrales y las fuerzas motrices de la Ciencia griega y sobre la medida en que continúan vivas en la moderna, bien por tradi­ción cultural, bien por razones basadas en la esencia misma del conocimiento científico. Pero no es sólo esto, sino que en deter­minados momentos partes de la Ciencia griega, olvidadas o no valoradas durante un cierto tiempo, han vuelto a incorporarse al pensamiento moderno. Y todavía queda una última cuestión, ín­timamente relacionada con la anterior ¿qué actualidad, qué ca­pacidad para influir o para actuar como modelo ejemplar queda en nuestros días a la ciencia griega? No se trata, pues, más que de ideas centrales, no de la transmisión de determinados conoci­mientos. Pero precisamente son estas ideas centrales de la ciencia griega las verdaderamente fecundas; buena prueba de ello es el hecho de que en época moderna hayan sido redescubiertas tan­

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tas ganancias luego olvidadas de la ciencia griega y que el nau­fragio de la mayor parte de la producción científica helenística —en Ciencia natural y Ciencia humana— no haya sido un obs­táculo insuperable para el desarrollo de la Ciencia renacentista y moderna1.

Pero la Ciencia es solamente una abstracción, es una creación de un tipo humano, el tipo del científico, que, como la Ciencia, proviene de Grecia. Resultará extremadamente interesante ob­servar en qué medida este tipo humano persiste o ha cambiado; y en qué otra puede hoy día recibir ayuda de su predecesor el es­tudioso griego. No digamos sabio, título pretencioso y huero que ya los pitagóricos y luego Sócrates cambiaron por el de filó­sofo, amigo de la sabiduría. Aunque luego el título de filósofo se restringe a los cultivadores de un sector especial de la sabiduría. Tal vez la combinación de ambos puntos de vista, el relativo a la Ciencia y el que concierne a sus cultivadores, nos permita ganar algunos atisbos sobre el tema siempre vivo de la actualidad de la Ciencia griega. Si bien el esquematismo y el carácter fragmenta­rio de los resultados será inevitable, aunque no sea más que por la imposibilidad de dominar tan amplio campo.

Π. LA CIENCIA GRIEGA

1. E l conocimiento del hombre

No puede haber empeño que más atemorice a un helenista que el hacer una síntesis de la ciencia o cualquier otra rama de la cultura griega. Son tan complejos los hechos que toda selección se opera mediante una reducción que falsifica. Y, sin embargo, no hay más remedio, al tratar nuestro tema, que dar a modo de ensayo algunos rasgos generales de la ciencia griega.

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La ciencia griega nace de la reflexión sobre un mundo escindi­do en dos esferas, una divina y otra no divina —humana o natu­ral, según los casos—. Estas dos mitades se interpenetran am­pliamente; y a través del polo que es Dios se relacionan secunda­riamente naturaleza y hombre. Andando el tiempo, el foso entre lo divino y lo no divino tenderá a ahondarse por influjo de la ra­zón, el λόγος, fuerza analítica que buscará cada vez más ardien­temente una definición de «lo que es» prescindiendo de toda me­tafísica. Pero siempre quedará esa vocación de unidad tan carac­terística de los griegos. Y una tendencia a considerar la Ciencia como un estudio de entidades, en el principio complementarias de Dios, el cual por definición es «lo que es», la esencia más alta.Y quedará también la alianza de racionalismo y conocimiento religioso, inspiración, poesía.

A decir verdad, la imagen del mundo de la Grecia arcaica, no tiene una gran originalidad; coincide aproximadamente con la de otros pueblos en un estadio histórico semejante. En la India, por ejemplo, se dedujo de ella una cosmovisión panteística. En Grecia hay, hasta la pérdida de la fe y aun después, un panteís­mo larvado; pero lo característico es que, sin romperse los lazos que unen las dos esferas, se alejan una de otra por obra del λό­γος y al tiempo quedan penetradas de λόγος. La razón busca unidad, una unidad que descubre en todas partes las leyes del es­píritu humano; pero al tiempo clasifica, distingue géneros y espe­cies y trata de descubrir en cada lugar una especial naturaleza. No hay panteísmo, sino sistema armónico y completo o tenden­cia al sistema. Así, el poder del λόγος es el que verdaderamente crea la imagen griega del mundo; imagen que pasa de mística a lógica, a conjunto de conocimientos organizados en forma cohe­rente y racionalmente establecida: es decir, a Ciencia.

Tal vez no sea inoportuno concretar estos conceptos median­te algunos datos.

La concepción de lo divino en Grecia está desde el comienzo mismo considerablemente humanizada y racionalizada. Baste ci-

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tar el antropomorfismo de los dioses desde Homero; la casi total falta de magia y tabús primitivos en la epopeya; la penetración solamente tardía y episódica de religiones místicas y de salvación como el dionisismo y el orfismo. Esta racionalización es progre­siva y en una segunda fase moraliza completamente la idea de Dios, pero al desposeerla al tiempo de rasgos propiamente reli­giosos —así ya en Aristóteles— provoca su decadencia. Pero al tiempo el pensamiento griego ha hecho un notable esfuerzo por aislar al hombre del dios, oponiéndolos como entes en el fondo de la misma naturaleza, pero con grados y matices diferentes. Toda la antropología de la edad arcaica está construida en fun­ción del dios: así, con matices diversos en Arquíloco, Solón, Pin­daro, Heródoto, etc. El hombre tiene un límite en su acción, li­mite construido por la esfera de lo divino; el que lo traspasa su­fre las consecuencias. Este límite puede concebirse variamente: ya como prescripciones morales, ya como el exceso de felicidad, etc. Heródoto funda toda su filosofía de la Historia en el castigo del hombre —Creso, Polícrates, Jerjes— que de una manera o de otra traspasa el límite de su condición h um ana. Hay un agudo sentido de la insuficiencia del obrar humano, que no es capaz de asegurarse el éxito, dependiente de los dioses2. Y un agudo senti­do al mismo tiempo de la chispa divina que hay en el hombre, contrapeso y complemento de la humanización del dios: una es la raza de los dioses y la de los mortales, canta Píndaro3. De ahí que el hombre tenga a pesar de todo la obligación de la acción, que en los casos decisivos se convierte en heroísmo. Esta es la fuente del ideal del héroe trágico4. Hay, pues, oposición dentro de una unidad superior, como decíamos.

Este universo escindido, decíamos también, es el punto de arranque de la Ciencia griega, no su conclusión. El λόγος, que ha conformado del modo someramente descrito una concepción básica de la humanidad, continúa actuando en el sentido de ais­lamiento que también anticipamos. El conocimiento del hombre individual y del hombre colectivo —de la historia— se desgaja

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en primer término de esta teología. Pero todavía en la mentali­dad arcaica de que hemos hablado no hay propiamente una φιτ σις, una naturaleza del hombre; el hombre consiste en un puro cambio, pura contingencia, frente a la realidad absoluta que es Dios. Es curioso e interesante notar el paralelismo que existe — que yo sepa no ha sido observado hasta ahora— entre esta con­cepción del hombre y las de historicistas modernos que, como Ortega, hablan de «yo y mi circunstancia» o de que el hombre tiene historia, no naturaleza. Baste citar a Arqufloco: «tienen ta­les pensamientos (los hombres) según las circunstancias en que se encuentran5»; «date cuenta de las alternativas (βυθμόν) a que está sujeto el hombre6»; o también a Heródoto: «el hombre es pura contingencia7». Apresurémonos a notar las diferencias: el contrapeso trascendente y absoluto en los griegos; su sentido he­roico de la vida humana o de la historia, pues no es histórico un cambio que renueva situaciones análogas en función de fuerzas también constantes.

Esta última observación nos ayuda a recoger un hilo que está­bamos a punto de perder. Frente al ente supremo que es Dios, los griegos acabaron por llegar en la época clásica a una defini­ción esencial del hombre; en otras palabras, a una definición po­sitiva y no ya dialéctica de la naturaleza humana. No es suficien­te ya la definición del hombre como un ser limitado por el dios y dependiente de factores externos, ni su complemento heraclíteo de ver su carácter constante precisamente en la inconstancia. Al fin y al cabo, es un rasgo invariable que bien podemos calificar de φύσις, puesto que no lleva a una evolución del tipo humano ni a una distinta manera de ser hombre. Pero no es suficiente, decimos. A este hombre heraclíteo sucede un hombre parmení- deo, al que se aplica el concepto de φύσις, lo invariable siempre dentro de la variabilidad, la verdadera esencia de una cosa; con­cepto nacido en la Ciencia natural y en el que se transfunden an­títesis diversas que oponían la realidad a la apariencia8. Se bus­can los rasgos distintivos de la naturaleza humana o, dentro de

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ellos, los de los distintos tipos humanos (los βίοι.), o bien los de las diversas constituciones. Se hacen juicios de valor sobre irnos y otras.

Las definiciones de la naturaleza humana en general o de los «tipos» de hombres o de constituciones en particular que se esta­blecen pueden variar, como es lógico. Imposible entrar aquí de­tenidamente en este tema. Hacemos sólo unas breves indicacio­nes. Ante todo hemos de manifestar que, productos de la aplica­ción del λόγος a la vida y de una diferenciación frente al dios o fíente a otros tipos, son abstracciones que seleccionan ciertos elementos de la realidad y representan al propio tiempo lo que nosotros Hamanns ideales. Es decir, pretenden ser tanto una des­cripción de la realidad como modelos a seguir o evitar.

En otros lugares me he ocupado con cierta detención de la imagen del hombre en Sócrates y Platón, en sus precedentes ate­nienses e incluso, luego, en cierta medida, en su continuador Aristóteles9. Lo esencial de esta concepción es que el hombre es un ser de razón, elemento éste que le une con Dios; su ideal es el dominio de sí mismo, esto es, de los elementos no racionales y del cuerpo. Este ideal del dominio de sí, de la σωφροσύι/η con palabra griega, estaba ampliamente difundido en la Atenas del siglo V y bastó racionalizarlo para llegar a la concepción socráti- co-platónica. La culminación de esta concepción del hombre lle­ga en el momento en que la άρίτή o excelencia humana se conci­be como conocida racionalmente y practicada automáticamente tras su descubrimiento; conocimiento y acción quedan así estre­chamente unidos. En Platón este ideal unitario se completa con el matiz religioso que toman tanto la idea suprema del Bien co­mo su descubrimiento. Bien que el ideal unitario se escinde pron­to, ya en el propio Aristóteles, aunque no sin dejar en la imagen ideal del filósofo y el científico, según veremos, huellas de ideales éticos y religiosos; ni sin dejar en todos los sistemas de pensa­miento posteriores —piénsese en el estoicismo y epicureismo— un fuerte anhelo de unidad.

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No todas las imágenes del hombre en el siglo V describen la naturaleza humana con los colores socrático-platónicos. Frente a esta concepción, que racionaliza ideas tradicionales y amplia­mente difundidas, está la de la Sofística y la de Tucídides. En ellos se contrapone lo natural al νόμος, la tradición o norma; y este νόμος es aproximadamente lo que la línea de pensamiento que se depura y culmina en los socráticos, considera como natu­raleza; como naturaleza, ciertamente, que hay que llevar a su perfección mediante el cultivo cada vez más a fondo de la razón, que no está totalmente realizada en el hombre medio y que al ser en definitiva semejante a la de Dios ha de tener a Dios por mo­delo10. En cambio, en la Sofística y en Tucídides el hombre, que está aislado de Dios y es la medida de todas las cosas, tiene valo­res propios no racionales; en las concepciones sofísticas más ex­tremadas, la tendencia a dominar al débil, la ambición, las nece­sidades de la autodefensa, etc.

Es característico del pensamiento griego que esta oposición se exprese como una diferencia entre dos concepciones del hombre. En el fondo, como se ve bien en el Gorgias platónico, se trata más bien de dos tipos humanos respecto a cuya primacía se hace un juicio de valor: el tipo infravalorado, para los partidarios del opuesto, no es el «verdadero hombre», como sostienen Calicles y Sócrates en el diálogo en cuestión11. En la República hay igual­mente una jerarquía entre los tres tipos humanos que se descri­ben, el filósofo, el hombre pasional y el concupiscente; en reali­dad, sólo el primero es verdaderamente humano; el alma racio­nal, a la que corresponde, es el hombre en el hombre, frente al alma pasional —imagen del león— o la concupiscente —imagen de la bestia12—. Recuérdese la supervaloración aristotélica de la vida teorética —βίος θεωρητικός— y la polémica entre sus discí­pulos sobre las excelencias de esta vida —propugnada por Teo- frasto— o de la práctica —defendida por Dicearco—. O también el ideal exclusivista del sabio estoico frente al Ιδιώτης o profano. En cada caso la vida preferida se juzga la verdaderamente propia

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del hombre, la que expresa su verdadera φύσις. Este hábito de pensar por tipos se puede observar en la detallada descripción de tipos humanos defectuosos en los Caracteres de Teofrasto o en ciertas comedias de Menandro, como el Δύσκολος o Misántropo.

Pero no se trata solamente, ni mucho menos, de la definición de la naturaleza del hombre o de ciertos tipos de hombre. Se tra­ta también, entre otras cosas, de los diferentes tipos de socieda­des humanas, de constituciones políticas. Es evidente que las constituciones de Platón y Aristóteles tienen su precedente en ideas ampliamente difundidas; pero aquí alcanzan nitidez y con­secuencia plenas. Lo característico es que se establecen juicios de valor sobre las distintas constituciones, que tienen una vigencia universal y absoluta. El paso de una a otra no se concibe como una creación mediante un proceso histórico, sino como un ciclo que en Platón va progresivamente del estado ideal a la timocra- cia, la oligarquía, la democracia y la tiranía; y en Aristóteles dis­tingue una subespecie buena y otra degenerada de cada constitu­ción. Cada una de ellas no consiste en una serie de rasgos aisla­dos, sino que implica una imagen del hombre y tiene un ethos peculiar. En Platón son todas ellas formas corrompidas de la constitución ideal, en que el gobierno está en manos de una clase de hombres que representan la naturaleza humana por excelen­cia, la razón; su implantación no es concebida como un proceso histórico o gradualmente preparado, sino como una conversión del tirano o un derrocamiento del mismo. Estos recursos extre­mos provienen de la falta de confianza de Platón —por experien­cia personal— en lo que sería el proceso lógico: la aspiración de las constituciones a su forma superior, la constitución perfecta. En Aristóteles no desaparece la idea de la constitución ideal, y aunque las tres que describe son el resultado de un estudio empí­rico, hay un ideal en cada una de ellas y aim una jerarquía de va­lor entre ellas también. Las especulaciones posteriores sobre la constitución mixta marchan por el mismo camino.

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Siempre tenemos ante nosotros el sistema, provisto de una φίτ σις propia que constituye al tiempo su descripción, su ideal y el punto de partida de su degeneración. Largo seria hacer el re­cuento. En el mundo moral tenemos las ideas platónicas, creadas primeramente en él; en Aristóteles, los conceptos. Se opera siem­pre por definiciones esenciales, ahistóricas, cuyo juego explica la realidad. O citemos, en historia, la concepción de Tucídides; aunque basada sólo en el estudio del comportamiento de su pro­tagonista humano, en el fondo es, como la de Heródoto, una re­petición de situaciones fijas, derivadas de unas leyes también fi­jas. De ahí la imagen de la historia como magistra uitaey la con­sideración de sus leyes, fundadas en la naturaleza humana, como κτήμα ές áeC, posesión para siempre. La historia es así una cien­cia de leyes, como la ciencia natural13; algo que es muy diferente de lo que luego se ha entendido por historia. Está, como la con­cepción tucidídea del hombre, próxima a Heráclito: el cambio produce siempre un eterno retomo, una identidad en suma. La concepción de Platón y Aristóteles es parmenídea: la historia consiste en las alteraciones del verdadero ser, aunque en estas al­teraciones hay una ley. El resultado es el mismo: se parte de si­tuaciones-tipo con lina φύσις determinada que contienen en po-, tencia la evolución ulterior. Hay siempre un ideal; y el hecho mismo del cambio y de las transiciones no es valorado por sí en lo que tiene de historia pura, esto es, de libertad. Nótese que cuando, después de Tucídides, la historia pierde su carácter filo­sófico para convertirse en narrativa, en opus maxime oratoríum, Aristóteles le negará el carácter de ciencia en cuanto no estudia τά καθόλου14, lo general.

Insisto en todo esto porque, desde Spengler, se ha señalado muchas veces como una tara de la cultura griega su falta de sen­tido histórico. En cierta medida es esto verdad, según vamos viendo. Pero no es menos cierto que la concepción griega, que enfoca la historia —cuando no es meramente narrativa—, así como el conocimiento del hombre y sus valores morales, desde

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otra perspectiva, puede proporcionar un correctivo necesario al desenfrenado historicismo que tan de moda ha estado. Hemos de volver sobre este punto.

Estos principios actúan en Grecia lo mismo en las creaciones espirituales que en su estudio, esto es, las ciencias del espíritu, de entre las que ya hemos aludido a la Historia y la Ética. Creacio­nes espirituales: piénsese ante todo en los géneros literarios, bien definidos incluso formalmente, o en la búsqueda de la unidad orgánica de la obra literaria15; o, en el campo del arte, en los ti­pos sucesivos de la estatuaria, caracterizados todos ellos por las normas genéricas y la falta de realismo individualmente. La im­portancia del concepto de imitación en la literatura y el arte pos­teriores —poesía helenísticas, prosa aticista, estatuaria neo-áti­ca—, que viven de imitar más o menos perfectamente los tipos antiguos, considerados como perfectos, nos indica la parte para­lizante y antihistórica de esta mentalidad. Sus logros en la conse­cución de tipos modélicos son de todos conocidos.

El desarrollo de las ciencias del espíritu, a partir de Aristóte­les, sigue también este recorrido. Domina la corriente parmení- dea que fija estructuras ideales «verdaderas»; Tucídides no tiene un auténtico continuador en la Historia hasta llegar a Polibio. Unicamente, a partir de Aristóteles, se parte para fijar estas es­tructuras del análisis de la realidad, que es clasificada; pero nun­ca se pierde la noción de que el tipo ideal, al que no responden exactamente las especies a él subordinadas, representa la aspira­ción de todas ellas. La Poética o Retórica o Gramática se ocu­pan no sólo de cómo «son» los productos de tal o cual parcela de la actividad espiritual del hombre, sino también de cómo deben ser. Estos son los fundamentos de nuestras ciencias del espíritu tal como se han mantenido a lo largo del tiempo, muchas veces hasta el presente; en realidad continúan todavía vivamente arrai­gados en la mente popular, mucho más aún que en nuestros li­bros, de donde han sido arrancados muchas veces por un siglo de historicismo.

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No podemos detenemos largamente sobre el detalle de estos hechos, pero pondremos al menos un par de ejemplos. Uno es el de la teoría literaria, basada a partir de Aristóteles en la conside­ración de los géneros literarios. Realmente los productos litera­rios griegos aparecen organizados en géneros, como hemos di­cho. Pero se busca una mayor precisión en la definición de estos géneros, lo cual requiere atribuirles notas que sólo parcialmente poseen o fijarles, por tanto, una aspiración. Pocas formas más gráficas de expresar el concepto griego de la creación espiritual que la breve formulación de Aristóteles sobre la historia de la tragedia16: «la tragedia, tras muchos cambios, dejó de cambiar, una vez que adquirió su propia naturaleza (φύσιν)». En vez de considerar la forma clásica de la tragedia como el resultado de una evolución, considera la evolución como tendencia al fin; se trata, en definitiva, de una causa final. Así pues, no nos halla­mos ante una afirmación aislada en Aristóteles, sino que está muy dentro del núcleo mismo de su pensamiento; es una idea central suya la de que las cosas que están en potencia se realizan en acto bajo el influjo de las causas finales y con la concurrencia de las otras. Y nada de extraño tiene que esta naturaleza descrita por Aristóteles sea para otros objeto de imitación, puesto que se la presenta como una realidad atemporal. Desde el punto de vis­ta moderno podemos acusar a esta concepción de ahistórica, quitarle validez general, considerarla esquemática o incompleta incluso para la tragedia griega, decir que rompe conexiones evi­dentes con otros géneros; no cabe duda, sin embargo, de que la tragedia se presentaba como un bloque compacto a los contem­poráneos de Aristóteles y que la descripción de éste, lograda por abstracción, constituye también un conocimiento científico, más o menos completo, de la misma.

Nuestro último ejemplo será el de la Gramática. Como otras ciencias, se ha desarrollado de necesidades prácticas; nace del cultivo de la retórica por los sofistas, que llegan a la distinción de sinónimos (Pródico) o a la de los géneros y modos (Protágoras).

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Con ello establecen cómo debe decirse y aun llegan a corregir a Homero por su empleo del imperativo17 o al griego noimal por ciertas irregularidades en el empleo del género18. Es decir, se crea un sistema ideal de la lengua. Por el mismo camino marchan los gramáticos alejandrinos, modelos de la Gramática latina y de to­da la Gramática occidental hasta el siglo pasado. La Gramática analogista, que es a la que nos referimos, establece modelos de conjugación y declinación, junto a los cuales existe ciertamente una serie de excepciones. Las categorías gramaticales no son en modo alguno arbitrarias y los estoicos crearon una delicada red de conceptos —muchos todavía valederos— para explicar su juego. Claro está —y ésta es una vez más la limitación de este modo de pensar— que una vez establecida la φύσις de una len­gua, toda alteración se concibe como corrupción y el griego, en su uso literario, quedó fosilizado en el estadio del ático, lo que constituyó un grave obstáculo para la cultura posterior. ¡Y qué decir de la poesía escrita en dialectos muertos hace siglos! En Roma se produjeron fenómenos semejantes. Parece claro que se trata, pues, de concepciones muy arraigadas y no de meras elu­cubraciones de eruditos aislados.

No vamos a insistir con más ejemplos —Lógica, Retórica, etc.— para no alargamos desmesuradamente. Las líneas genera­les quedan, creemos, suficientemente claras. Tras un primer esta­dio que define al hombre por relación a Dios, el despliege del pensamiento racional busca definiciones esenciales del mismo, de sus excelencias y vicios, o de los tipos de hombre o de socie­dad, preconizando siempre una jerarquía de valores; el escalón superior es presupuesto por los anteriores, que tienden a él; a su vez, puede producir los demás por degeneración, pero también puede y debe ser imitado. Esta es la concepción que hemos lla­mado parmenídea. Otras veces lo constante, la φύσις, es el cam­bio, pero el cambio conforme a ciertas leyes fijas que dan resul­tados previsibles; es la concepción heraclítea que si en algo difie­re es principalmente en no poner el acento en las estructuras y ti­

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pos y sus relaciones de valor, en eliminar los conceptos de mode­lo y de corrupción; no en crear el concepto moderno de historia. Más fecunda en la Antigüedad es la primera concepción. Apre­hende los productos culturales, los clasifica y reduce a tipos, que son definidos como su verdadera naturaleza y como el modelo a imitar. Estas ciencias del espíritu que así nacen son generalmente subproductos del estudio de la naturaleza humana: así, la Lógica y Política nacen del método de investigación de la conducta del hombre. Otras veces, nacen de la práctica: así la Retórica y Gra­mática. O bien, en una tercera fase, del puro afán de comprender la realidad: así por ejemplo, la Teoría Literaria. En todos los ca­sos hay algo de común; ese λόγος griego de que hemos hablado, que cobra autonomía y cada vez se aplica a campos más am­plios, y que siempre busca últimas realidades, bases seguras en que encontrar apoyo para no perderse en el torbellino de lo múltiple.

2. E l conocimiento déla naturaleza

La estructura del conocimiento griego de la naturaleza es mu­cho más generalmente conocida que la del hombre; por eso sere­mos más breves.

Es de sobra sabido que la filosofía presocrática constituye una investigación sobre la φύσις, la naturaleza o fondo perma­nente de todo lo que existe. Es decir —y cada vez más—, es un esfuerzo de abstracción que va a llevar a dos concepciones: una, la de que esa naturaleza consiste en una sustancia inalterable, base de lo real —que es pura apariencia— y que a su vez se arti­cula en un sistema regular, cuya descripción constituye la Cien­cia; otra, la de que es la única forma en que se presenta esa sus­tancia, con lo que desaparece el concepto de «apariencia» dentro de ese monismo unificador. De la primera corriente obtendre­mos la idea de la Ciencia como clasificación y definición de reali­dades esenciales dentro de un orden universal; la otra contiene

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en potencia un estudio de las leyes físicas que no llegó a realizar­se más que muy incompletamente.

Para comprender la historia del pensamiento griego sobre la naturaleza, como en el caso del pensamiento sobre el hombre, hay que partir del pensamiento religioso inicial de los griegos. El mundo, según él —Hesíodo es nuestro más claro testimonio— se nos explica como obra divina; obra de ordenación, no de crea­ción. Hay, pues, una oposición dios-mundo, como hay una dios- hombre, con lo que el hombre y el mundo están colocados en igual plano. La búsqueda de una definición esencial del mundo es estrictamente paralela a la del hombre. Y, también, paralela­mente, se hallará que hay una parte divina en el mundo; precisa­mente aquella que constituye su verdadera esencia o —en otras filosofías— la que lo organiza en un conjunto inteligible. La he­rencia del pensamiento religioso es evidente; la naturaleza ha continuado teniendo siempre para los griegos algo de divino en cuanto que sus distintos sectores están poblados de dioses y que a los dioses se atribuyen tantos fenómenos naturales: «todo está lleno de dioses», dijo todavía Tales de Mileto19. Y todavía en la medicina hipocrática encontramos la idea de un influjo del cos­mos en el hombre, una religiosidad general que, sin embargo, aísla al tiempo al hombre del dios en cuanto considera la enfer­medad como un fenómeno natural.

Lo nuevo de la concepción del mundo de los griegos —como de la del hombre, según hemos visto— es que se emplea para lo­grarla la razón pura, con su tendencia a buscar la unidad en la multiplicidad y la organización en el desorden; con la misma ca­rencia de visión para el movimiento, como no sea subordinado al estado inicial o final. Pero no falta la continuación del conoci­miento religioso o inspirado, como no se quiebra, a pesar de to­do, según decimos, la concepción entre dualista y unitaria del primitivo pensamiento religioso. Snell ha estudiado en un artícu­lo interesante20 cómo varios de los filósofos presocráticos pre­sentan su Ciencia como revelada, inspirada —piénsese en Par-

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ménides, Empédocles, Pitágoras; también en la presentación de la filosofía de Heráclito—; en Platón la iluminación es el último grado de la Ciencia, posterior a la investigación racional, y nun­ca queda abandonada21. Aunque, ciertamente, la razón tiende a convertirse en fuente única del conocimiento; Aristóteles y Ploti- no reciben partes diferentes de la herencia platónica. Y casi no es preciso subrayar el hecho de que la Ciencia antigua es cosa de conocimiento, no instrumento de poder; las artes y oficios que pudiéramos considerar precedentes de la moderna técnica que­dan, como puramente empíricos, alejados de la ciencia.

Las ideas sobre la naturaleza son, en líneas generales, parale­las a las relativas al hombre, que hemos expuesto en primer lu­gar a pesar de datar de fecha más reciente. Ya hemos descrito su­mariamente los dos sistemas fundamentales, coincidentes por lo demás en lo esencial. Comenzamos por el primero. La φύσις o base fundamental del mundo que se esconde debajo de la reali­dad en los sistemas de los milesios, se convierte en pura esencia (tó öv) en Parménides, y frente a ella la realidad es apariencia; éste es en lo fundamental el sistema de Platón, de Aristóteles y de la ciencia griega en general, bien que Platón distinga una consta­tación de esencias y que después de él la sustancia pierda su ca­rácter trascendente, se incorpore al mundo de lo real, y las diver­sas ideas en que se organiza en Platón se cambien en el núcleo esencial de las cosas. Dentro de estas concepciones la verdadera realidad es concebida como algo orgánico, con lo que, como adelantamos, nacen una serie de ciencias que estudian su siste­ma: ante todo la Geometría y demás ciencias matemáticas, en que los griegos se sintieron particularmente a gusto porque se trabaja sobre realidades ideales; luego las ciencias en que se ex­presan relaciones matemáticas entre entes, como son la Astrono­mía o la Música; también las ciencias naturales en cuanto que ordenan y clasifican: Botánica, Zoología. La contrapartida con­siste en la incapacidad para el estudio de lo considerado como individual o, en general, ajeno a la sustancia; el mundo de la

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apariencia en Parménides y Platón, las cualidades en Aristóteles, etc. Contrapartida también es la limitación y falta de autonomía del concepto de ley natural, pues el movimiento apenas es consi­derado como existente más que dentro del mundo de la aparien­cia y es en cierto modo un equivalente de la corrupción22 de que hablamos al tratar de las ciencias del espíritu; apenas si en Aris­tóteles se introduce en la idea misma del Ser, pero de una mane­ra aún vacilante.

Toda la corriente de la Ciencia griega que venimos estudian­do concibe la realidad como un κόσμος, orden, con una base unitaria. La construcción no puede ser más paralela a la que he­mos encontrado en el mundo de lo humano, y es también com­pletamente paralelo el método y el espíritu de las ciencias natu­rales y matemáticas de los griegos y el de las ciencias humanas. En el centro de este hecho está no solamente el empleo de un mé­todo racional, sino también el convencimiento de la estructura racional de la realidad. En las ciencias del hombre se parte para ello del concepto del alm a, cuya esencia es la razón. La naturale­za del hombre es al tiempo la de lo que llamamos su ideal, que viene a ser, en definitiva, Dios. En el mundo no humano Dios está representado en cierto modo por las esencias. Afirmación ésta demasiado simplificada ciertamente y cuyo desarrollo resul­taría demasiado prólijo. Al menos en Parménides y Platón es claro que el ente o la idea suprema, si no son un dios religioso, aparecen claramente emparentados con el concepto de lo divino —en cuanto razón— y con el del alma —racional23—, mientras que la apariencia está relacionada con el cuerpo. Este emparen­tamiento del ente con un dios que es razón pura viene a equiva­ler a pensar la realidad como esencialmente racional y esta racio­nalidad como una propiedad que la une a Dios. En cierto modo Dios es el modelo de la realidad; aunque las estructuras que po­ne de relieve el análisis no tienen el carácter de ideales de la natu­raleza —como es el caso en el hombre—, pues la naturaleza es perfecta debajo de la apariencia. Cuando las ideas pierden su ca­

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rácter trascendente heredan sin embargo y hereda toda la ciencia posterior la noción de la realidad como esencialmente racional y aun divina.

Junto a esta corriente de la ciencia griega, que es la esencial y que hemos unido al nombre de Parménides, conviene mencionar la que arrancó de Heráclito. De la antigua idea de la φύσις nace también aquí la del fondo único de todo lo real —que en Empé- docles se escinde en los cuatro elementos—, pero no se acepta en cambio que sus manifestaciones sean pura apariencia. Se trata de transformaciones. Desde ese momento mismo se plantea la cuestión de la causa de esas transformaciones y las respuestas son múltiples: bien se trata de una propiedad de la materia que la hace idéntica a lo divino y a lo lógico, una representación de Dios en el mundo como el alma lo es en el hombre (Anaxágoras, Empédocles); bien, finalmente, se prescinde de toda trascenden­cia y del concepto mismo de casualidad y queda un probabilismo que explica las combinaciones de la materia (Demócrito).

Es obvia la riqueza de posibilidades científicas que tiene esta corriente del pensamiento griego; ya hemos dicho algo de ello más arriba. Sin embargo, hay que reconocer que en términos ge­nerales no dio por lo pronto todo su fruto, debido al triunfo de la corriente parmenídea en el siglo V en Atenas. Heráclito se fijó sobre todo en la identidad esencial de las diversas fases de la reali­dad más que en determinar las leyes de sus transformaciones; Ana­xágoras y Empédocles no debieron pasar de concepciones gene­rales. Demócrito no tuvo continuadores, pues los epicúreos se li­mitaron casi a repetirle. El desarrollo del interés por el hombre en el siglo V contribuyó también a que no prosperara esta co­rriente de Ciencia natural; en realidad el pensamiento no históri­co —en nuestro sentido al menos— de los griegos hizo que con­tinuara interesando más que nada la determinación de una natu­raleza única, base de lo real. Pero ya se concebía como algo lógi­co y regular —o sometido, en Demócrito, a las leyes de la probabilidad— el paso de un estadio a otro, de modo que que­

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daba vía libre para el concepto de ley. Hemos visto que Tucídi­des lo aplicó ya en el campo de los hechos humanos. En las cien­cias de la naturaleza, cuando la necesidad impulsó a explicar los fenómenos y no ya a describir estructuras, se aplicó también des­de pronto el concepto de ley: así, antes que en ninguna parte, en Medicina. La Medicina primero y la Historia después fueron las primeras ciencias de leyes de los griegos.

Conviene hacer observar que esta ley (νόμος) es un concepto tomado del mundo humano; antes de Hipócrates había hablado de ley natural Anaximandro24, empleando otra palabra pareci­da, δίκη o justicia. Es decir, el mundo tiene una norma que es de naturaleza cuaá-humana, una norma racional que posee inclu­so, en el origen, una vertiente moral y jurídica.

Ciertas ciencias tienden naturalmente a organizarse más en forma de leyes que de estructuras. Tras el paréntesis que consti­tuye el momento del pensamiento más propiamente ateniense, en el período helenístico la corriente que hemos llamado heraclí- tea se abre paso nuevamente. Junto a las ciencias paimenídeas como la Matemática y otras que hemos mencionado, tienden a constituirse ciencias de leyes que continúan el espíritu de la Me­dicina hipocrática. Ante todo la Biología, por obra de Aristóte­les. Es notable estudiar cómo las que pudiéramos llamar leyes biológicas de Aristóteles están en función de estados iniciales o terminales: es la limitación de que hablábamos antes. Así, la ley de la conversión del tipo, que justifica la existencia de órganos inútiles por el género superior a que aquél pertenece; o la de la economía en el desarrollo de los seres, que contrabalancea el de­sarrollo de unas partes con la atrofia de otras. Siempre está pre­sente la idea del esquema o sistema general de que se parte o a que se llega. Lo cual es, ciertamente, consustancial con toda ciencia; pero pone el hecho del cambio en una perspectiva a priori que hace que no sea estudiado por sí mismo en la medida suficiente para lograr muchos descubrimientos que quedaron re­servados para el futuro.

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Posiblemente, fue la Mecánica el campo en que, con la Medi­cina, más fecundamente aplicaron Aristóteles y sus seguidores el concepto de ley natural; más fecundamente aún que en la Medi­cina en cuanto a los resultados, por razones obvias. Ejemplos de leyes que han quedado definitivamente estableadas son la del paralelogramo de los movimientos en Aristóteles, las de la pa­lanca, los centro de gravedad y muchas de la hidrostática en Ar- químedes, otras más en Hierón, que se anticipa al concepto de Ciencia aplicada.

Hay, pues, un fermento fecundo en las ciencias griegas de le­yes, aunque la constante presencia de la corriente parmenídea, el interés por la estructura, asi como la falta de experimentación y de instrumentos adecuados de observación y, además, hechos externos como la conquista romana, hayan disminuido sus posi­bilidades.

A lo largo de toda esta exposición —de cuyo carácter necesa­riamente esquemático nos disculpamos una vez más— hemos in­tentado poner de relieve algunos de los rasgos fundamentales de la Ciencia griega. Se trata siempre de conocimiento, de lograr definiciones esenciales de la realidad mediante la aplicación del λόγος. Pero la base religiosa de la ciencia griega no se ha borra­do nunca y siempre llegamos a estructuras racionales interpreta­das como una proyección de lo divino. La Ciencia investiga lo que realmente «es»; el cambio tiene un papel subordinado — transición entre diversas formas de la realidad— o incluso se en­cuentra sólo en el mundo de la apariencia. Así, la Ciencia griega, en su estudio racional del mundo y del hombre, ha mantenido un ethos religioso y no ha perdido el sentido de la unidad entre las distintas facetas de la realidad.

Es fácil ver el paralelismo, ya aludido, entre conocimiento del hombre y de Dios: se base en que se parte de iguales principios y se trabaja con iguales métodos. Hay diferencias, por supuesto, como hemos notado. Aquí insistiremos en los rasgos unitarios; no en los ya mencionados, ano en los nacidos secundariamente

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del paralelismo en cuestión. Al mundo le son aplicados concep­tos nacidos en la consideración de las estructuras humanas: κόσ­μος ‘orden’ en los pitagóricos, δίκη ‘justicia’ en Anaximandro. Surge, inversamente, el concepto del hombre como microcosmo.Y se echa de ver, sobre todo, que una determinada concepción del hombre responde a una concepción del mundo también de­terminada, y viceversa. En los pitagóricos, en Platón, en Aristó­teles, luego en los epicúreos y estoicos, hay sistemas coherentes que aplican unos mismos principios a toda la realidad. Este ras­go unitario de la Ciencia griega se puede en parte atribuir a los restos de una concepción religiosa que todavía alberga; pero hay que añadir que fue la identificación de lo divino y lo racional la que suministró la fe necesaria para la aplicación de esto último, en la confianza de encontrar un mundo organizado según esque­mas regulares y perfectos, es decir, racionales y en cierto modo divinos, o, en el caso del hombre, con aspiración a lo perfecto. El racionalismo de la ciencia griega es al mismo tiempo religiosidad y humanismo.

3. E l científico griego

Quedaría incompleto nuestro esquema de los rasgos más ca­racterísticos de la ciencia griega si no hiciéramos algunas indica­ciones al menos sobre el tipo de hombre que le ha dado origen. Se trata, y ello es bien sabido, de un ejemplar humano que ahora aparece por primera vez: el que con ayuda de su razón trata de profundizar en la imagen religiosa del mundo, hallando la verda­dera φύσις de Dios, de la naturaleza y el hombre y sus secretos lazos de unidad. Su acto es un acto libérrimo, inspirado por el puro deseo de conocimiento y como tal representa el prototipo de toda la dedicación científica posterior.

Pero sería un error si nos representáramos al científico griego como un puro teórico que trabaja aislado sobre un sector limita­

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do de la realidad. Esto no es cierto ni en el caso siquiera de la ciencia helenística. El unitarismo de la concepción de la ciencia se refleja también en el tipo humano que la crea; e, igualmente, el elemento religioso que en ella se conserva y su aspiración a la verdad absoluta.

Hemos indicado que tanto las ciencias naturales como las hu­manas nacen de la profundización racional de una concepción religiosa. Además, las ciencias del hombre se desarrollan tam­bién a partir de la reflexión sobre la praxis de la vida humana — conducta individual y política— y, aunque menos, las ciencias de la naturaleza no dejan de tener conexión con la práctica; ya he­mos aludido a la Medicina. Así, resulta que en Grecia el cultivo de la Ciencia no ha perdido nunca un cierto ethos religioso y que, al menos en lo concerniente a las ciencias humanas, especu­lación y acción práctica no se han separado durante mucho tiempo. Del concepto unitario de la ciencia se desprende todavía otra consecuencia: ciencias naturales y humanas han sido con frecuencia cultivadas por las mismas personas.

Conviene, pues, desechar definitivamente la imagen de los fi­lósofos jonios como modelos de la vida teorética, según nos los presenta una tradición peripatética que parte de Teofrasto y en algunas ocasiones, de antes?5. Por el contrario: cuando tenemos datos, el filósofo se nos presenta muchas veces como un hombre inspirado, a veces provisto de rasgos sacerdotales o incluso mila­grosos. Este es el caso de Empédocles, de Parménides, de Pitágo- ras, a quiénes ya hemos aludido. En Heráclito, aunque no se nos habla de conocimiento inspirado, hay un evidente tono proféti- co, de unción religiosa26. Jenófanes es un rapsodo obsesionado con el tema de Dios. La sabiduría de casi todos ellos tiene, a más de la vertiente natural, una vertiente humana, ambas en estrecha conexión entre sí y con su idea de lo divino: así en Heráclito, Pi- tágoras, Jenófanes, Demócrito, etc. Con frecuencia son al tiem­po hombres de acción y su filosofía humana tiene también esta segunda raíz: así Pitágoras y sin duda Heráclito. Puesto que «lo

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que es» es al tiempo «lo que debe ser», estos filósofos pueden ser reformadores; así Pitágoras y luego Solón. En cuanto a Platón, en otro lugar27 he trazado con cierto detenimiento su imagen del tipo ideal del filósofo, en el que confluyen con el cultivo de la virtud y la acción política elementos puramente cognoscitivos, ya racionales ya inspirados. En el mismo Platón se unen a su vo­cación de reformador su amor a la pura theoria y su misticismo. Este rasgo no puramente racional está representado también en Sócrates por el famoso δαιμόνιον y por su actividad en la con­quista de las almas para una nueva vida.

Claro está que se nos dirá inmediatamente que nos estamos refiriendo a los orígenes de la Ciencia, a su nacimiento de la Teo­logía y de la práctica, y que se trata de un estadio germinal que en Grecia misma dio lugar al nacimiento del teórico puro. Esto es parcialmente cierto; pero sólo parcialmente, porque el cuadro que hemos trazado ha dejado una huella profunda en la concep­ción griega del científico. Este no se limita a cultivar intelectual­mente una Ciencia determinada; lo característico de él es la fe en su misión, en sus posibilidades de éxito y, naturalmente, en su instrumento, el λόγος, que es lo que une al hombre y el dios. De aquí el término de φιλόσοφος, amante de la sabiduría: no hay conocimiento sin amor. Los filósofos son en la República28 τής άληθεί,ας φιλοθβάμονες, los que aman contemplar la verdad; la verdad es άλήθεια ‘lo que no se oculta’, el fondo permanente de la realidad. Pocos pasajes más expresivos de la fe en el λόγος que aquel del Fedón29 en que Sócrates reanima el valor de sus discí­pulos, desmoralizados por las objeciones de Simmias y Cebes, atacando a los que, por un desengaño, se convierten en μισολό- γοι odiadores del λόγος. Pero no es solamente este amor y esta fe casi religiosa en el λόγος y en su éxito en descubrir la verdade­ra estructura de lo real —contemplada también con ojos religio­sos— lo que caracteriza a la Ciencia antigua. El λόγος no es so­lamente pensamiento, sino también palabra; y el trabajo científi­co se concibe cada vez más como una investigación en común de

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un grupo de hombres apasionados en la búsqueda de la verdad y unidos entre sí por lazos de afecto30. El antiguo filósofo-profeta tienda a ser sustituido por la colectividad de los espíritus supe­riores, cuyo perfeccionamiento científico representa un perfec­cionamiento moral, un acercamiento a Dios. La Academia, el Liceo, el Museo de Alejandría, es decir, los precedentes remotos de nuestras Universidades, tomaron su forma externa de los θία­σοί o asociaciones cultuales. La ciencia es en cierto modo una forma de culto; como la poesía y la música tiene algo de divino. En el Fedón platónico se nos dice concretamente que la Filoso­fía es la mejor μουσική, cuyo cultivo es impuesto a Sócrates por imperativo divino31. Y aunque a partir de Platón los elementos místicos de su doctrina se disgregaron de los puramente raciona­les, siempre continuó viva la consideración del filósofo, como la del científico y el poeta, como un hombre inspirado, un θείος άνήρ cuya memoria fue objeto de culto en ocasiones. En el mis­mo Aristóteles la pura contemplación, misión del científico, es la ocupación de Dios, y su vida es la más alta de las vidas humanas.

En la época helenística aumenta progresivamente el espeda- lismo del científico a pesar de que se trata de crear nuevos siste­mas coherentes como el estoico y el epicúreo. Pero en realidad todo el espíritu de las ciencias de esta época es perfectamente co­herente, según hemos mostrado, y existen todavía hombres co­mo Eratóstenes, que cultivan las más diversas especialidades: matemático, poeta, geógrafo, filólogo, cronólogo, fue, además, educador de príncipes. Ya es una claro antecedente del uomo universale del Renacimiento, que recogió el ideal de un tipo hu­mano basado en el principio de la unidad de la Ciencia.

Más interesante, sin embargo, que esta ambición universalista del científico, que en época helenística aparece ya solamente en casos aislados, son los rasgos de este tipo humano, heredados del periodo anterior, y su inserción en la sociedad. Hay que contar con que todavía nos hallamos en un estado social en que el ideal humano general es el de no depender para el sustento del propio

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trabajo, sino tener tiempo libre (σχολή, otium) para actividades reputadas superiores. Entre ellas queda comprendido el trabajo del científico e, igualmente, el del poeta; una vez más bailamos a ambos en el mismo plano. Por tanto, el trabajo científico es libé­rrimo, sin n in g u n a imposición o limitación externa. El creci­miento de la producción científica alejandrina es orgánico, no conforme a plan, Se van creando escuelas, grupos que investigan juntamente y con métodos comunes, aunque en toda libertad; es una herencia de las antiguas escuelas filosóficas. Los temas a es­tudiar van ofreciéndose ellos mismos paulatinamente; por ejem­plo, en Alenjandría a los editores de los textos antiguos suceden los comentaristas y a éstos los tratadistas de Gramática, Métrica, etc. La actividad científica tiene un carácter aparte de todo oficio productivo en el que se exige una eficiencia medida y tasada. La consideración del científico (y del poeta) como un hombre supe­rior, cuya actividad es cuasi-inspirada y que trata de descubrir el plan verdadero, y por tanto divino, del mundo, le libra de esas servidumbres. La sociedad llega a protegerle, subviniendo con frecuencia a sus necesidades por medio de fundaciones reales. La posición aparte, semirreligiosa, del concepto de Ciencia, se refle­ja en su persona.

m. EL PROBLEMA DE LA CONTINUIDAD DE LA CIENCIA GRIEGA

1. La Ciencia hasta el siglo X IX

Imposible trazar un cuadro comprensivo de la concepción griega de la Ciencia y el científico en su evolución hasta el mo­mento actual. Cabría resumirla, sin embargo, con una palabra: por grandes que hayan sido sus conquistas, por mucho que se

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hayan profundizado a veces los fosos que separan las ciencias naturales y humanas entre sí y a unas y otras de una concepción religiosa del mundo, sus conceptos fundamentales —creencia en la posibilidad de una definición racional y exhaustiva del hom­bre y del mundo y aspiración a ella— no han peligrado hasta fe­cha reciente. Quede entendido que soslayo la cuestión de en qué medida se trata de una herencia que ha llegado a través de la An­tigüedad tardía y la Edad Media y en qué otra hay influjo direc­to a partir del Renacimiento.

Las ciencias en general siguieron durante este tiempo tratan­do de descubrir una verdad absoluta para cada esfera de la reali­dad o para la realidad en general. La fe en la razón y en sus re­sultados es grande; en ciertos momentos la creencia en la razón adquiere un carácter casi religioso, como entre los griegos. De ahí los diferentes «sistemas» filosóficos, que aspiran a dar una visión coherente del hombre y del mundo. Ciencias como la Gramática o la Historia y Crítica literaria se mueven dentro de las mismas líneas que las ciencias respectivas en la Antigüedad; buscan estructuras perfectas, normas, modelos. La noción de modelo está presente incluso en la pura creación literaria o artís­tica; baste pensar en movimientos como el Renacimiento y el Neoclasicismo; el mismo Barroco trabajó con elementos clási­cos, a veces en mayor medida que el Renacimiento y Neoclasicis­mo. Si el espíritu cambia desde la Antigüedad a cada uno de es­tos movimientos, ello no es obstáculo para que los hombres de la época consideraran la literatura y el arte antiguos como modelos absolutos. Incluso la Revolución Francesa creyó que estaba re­sucitando la República romana.

Por todo esto puede verse hasta qué punto es reciente el des­cubrimiento de lo que nosotros llamamos espíritu histórico. To­das las concepciones de la historia que ven en ésta un desarrollo que busca la realización de un ideal fijo dependen al fin y a la postre de ideas de tradición griega; en ellas el acento está puesto no tanto en el cambio en sí como en su resultado, y nos presen­

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tan ese mismo cambio como algo sujeto a una ley estricta. Asi, la concepción de San Agustín —la Historia como preparación de la Ciudad de Dios— y luego, en época moderna, la concepción progresista que parte del siglo XVIII, la dialéctica del espíritu de Hegel, el materialismo histórico de Marx32. Sólo es nueva la idea de que la ley de la Historia consiste propiamente en un progreso y el estado ideal está al final de ella. De otra parte, continúa viva la corriente que considera la Historia como maestra de la vida y espejo del obrar humano, siguiendo la concepción tucidídea. Así, por ejemplo, en Maquiavelo.

Como se ve, el hombre va siendo aislado de Dios, pero conti­núan buscándose definiciones esenciales y modélicas. Algo seme­jante sucede con las ciencias de la Naturaleza. Hay un gran salto, ciertamente, cuando se introduce el método experimental y cuando el concepto de naturaleza se cambia por el'de ley natural por obra de Bayle. Pero en realidad, como dijo Ortega33, se trata solamente de una depuración. Es más, hemos visto que el con­cepto de ley natural está implícito en la filosofía de Heráclito y aun fue desarrollado más o menos completamente después de él. Heráclito, es verdad, se fija más que en el cambio en lo que está antes y después de él; el cambio no hace más que justificar la esencial identidad. Pero era inevitable que una aplicación a la re­alidad de este esquema de pensamiento llevara a fijarse en el cambio mismo. Lo esencial es que continuó pensándose en leyes fijas y absolutas y en una base material única, indestructible.

Si esto ocurre en la Física, otro tanto puede decirse de las hoy llamadas Ciencias Naturales. La introducción de la teoría darwi- nista turba durante un momento el panorama de una ciencia acostumbrada al método lineano, que es esencialmente aristoté­lico. Pero en realidad su idea matriz es comparable al progresis­mo de las concepciones históricas contemporáneas, que ya he­mos calificado. Nótese que, como en la Historia, esta idea del progreso está desprovista de todo fmalismo.

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Habría que completar este cuadro con la indicación del lugar que en él ocupa el cristianismo. Naturalmente, éste varía según las épocas y los distintos sistemas de pensamiento. A veces es el centro de una formulación comprensiva de la estructura total de Universo; otras, se prescinde de él en las ideas sobre uno u otro sector de la realidad, o se le niega incluso. Pero siempre —y esto es lo que aquí nos interesa— hay la ambición de establecer un sistema de verdades universalmente válido.

Dividida en especialidades estancas, aislada de toda metafísi­ca y penetrada por la idea del progreso, el método experimental y una atención mayor para el cambio, formulado en ley, la Cien­cia continuó conservando, sin embargo, una estructura interna fundamentalmente griega: es cosa de conocimiento y busca ver­dades universales que se cree capaz de encontrar. En gran parte la conserva todavía a pesar de los nuevos factores de que hemos de ocupamos. E igualmente, y aún en mayor medida, se ha con­servado durante todo este tiempo el tipo griego del científico, aunque perdiendo cada vez más, a partir del Renacimiento, sus rasgos universalistas. La Ciencia ha continuado siendo una acti­vidad aparte, rodeada de una fe y un respeto que la colocaban con frecuencia en la cúspide de la escala de valores: de ella se si­gue esperando la verdad. Se trata de una actividad no racionali­zada; su crecimiento es puramente orgánico, dejado a sus fuerzas internas. Se admite sin discusión la suprema libertad del científi­co, cuya finalidad es el puro conocimiento, y que procede con auxilio de su sola razón y de una inspiración que ya en Grecia perdió su carácter absolutamente religioso, pero que quedó co­mo un sedimento, admitido en la práctica, de antiguas creencias. Como en Grecia, el trabajo en las ciencias humanas y de la natu­raleza se organiza en congregaciones de hombres doctos, que forman las Universidades o se encuentran en las cortes de ciertos príncipes. El mecenazgo y los cargos académicos, cuando no los bienes personales, hacen posible ese otium, que se sigue conside­rando indispensable. Y el valor social de la ciencia se valora

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igual que en Grecia; es la verdadera formación del espíritu por el conocimiento, y la educación mantiene con ello el antiguo ideal de lograr el perfeccionamiento del hombre en cuanto ser de razón.

2. La crísis en las ciencias del hombre

Toda esta situación, como hemos adelantado, ha entrado en franca crisis: crisis de conciencia de que la misión de la Ciencia es el puro conocimiento y de la fe en que éste sea asequible; crisis de la creencia misma de que la verdad sea la pura regularidad y causalidad y, en las ciencias humanas, de que haya realmente ideales absolutos y estructuras modélicas; crisis de la fe en el va­lor de la misma razón. La situación varia mucho de unas a otras parcelas del conocimiento, pero tiene algunos rasgos generales comunes que afectan al concepto mismo de Ciencia creado por los griegos y mantenido en lo esencial hasta ahora.

A partir del Romanticismo, y simultáneamente con la crea­ción de ciertas concepciones históricas a que ya hemos aludido, se desarrolla un historicismo puro, que se niega a reconocer je­rarquías de valores y estudia la historia como mera evolución sin rumbo. Este historicismo invade como una avalancha todas las ciencias del espíritu. Es evidente que se trata de una adquisición formidable de la humanidad, que abre nuestra mente a una com­prensión de toda la producción del espíritu humano; desde aho­ra no habrá creencias o sistemas, obras literarias o artísticas que sean preteridas por no coincidir con lo que la época considera como modelo a imitar. En todo podremos encontrar verdad y belleza y no concebiremos ya la actitud de los constructores del gótico, que derruían previamente la fábrica románica, o los del barroco, que incrustaban sus fachadas o sus coros en las cons­trucciones góticas. La historia será desde ahora una especie de museo de las capacidades h u m a n a s . Pero al tiempo el historicis­mo es un arma de doble filo en cuanto que relativiza absoluta­

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mente todo lo que toca. Llevado al extremo no deja más que la evolución y pasa por encima del resultado de la misma como un conjunto coherente. Y, sin embargo, para los contemporáneos de este producto es él el que cuenta y el que debería describir la Cienda, no su historia. Hay, pues, parcialidad. Veamos,por po­ner un único ejemplo, lo que ha hecho el historicismo con el es­tudio de las lenguas. La antigua descripción de una lengua como un sistema orgánico completado con unas cuantas excepciones —hechos de vocabulario en suma—, sistema que es al tiempo el ideal lingüístico de los que hablan esa lengua y antes y detrás del cual sólo quedan formas imperfectas o corrompidas del mismo, fue pronto arrumbada. Todas las épocas de la lengua, todos sus niveles tienen igual valor; de la lengua de un momento dado se estudia tan sólo el origen de sus elementos, uno a uno y aislada­mente. Se quiebra la idea de que la lengua organiza la realidad conforme a un sistema de categorías lógicas, pero no se crea otra interpretación de la misma que la sustituya. Ni se distingue si­quiera entre lo que en la lengua de un momento dado hay de sis­tema —la Gramática— y lo que permite una elección del ha­blante. El más craso atomismo y relativismo ha dominado —y la ola no ha pasado todavía— el estudio del lenguaje; para este tipo de Ciencia —cuyos logros, de otra parte, no pueden discutirse— la lengua es pura historia y evolución y no lo que es con eviden­cia para cualquier hablante: un sistema de signos para expresarse y entenderse.

Otros casos son menos tajantes y el historicismo y el relativis­mo no han llegado tan lejos; la existencia de los estilos artísticos, por ejemplo, es algo que se impone. Mas nos interesa atender un momento, en este contexto, a las repercusiones de este punto de vista en la teoría general del hombre y de la historia. Se trata de hechos bien conocidos, pero el punto de vista que hemos acepta­do puede ilustrar algo de su interna conexión. Y, de paso, se nos mostrará en toda su crudeza el vacío final a que conduce esta posición antitética al concepto helénico de la ciencia.

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En pocos autores se encuentra más claro este pensamiento historicista que en ciertos pasajes de Dilthey y de Ortega, aunque al tiempo apunta ya en ellos una superación del mismo. «Cuan­do se desgarran las entidades abstractas —dice el primero34— queda como residuo el hombre, en situaciones distintas unas de otras, dentro del medio de la naturaleza». No es la razón pura la que explica los hechos humanos, sino la vida (Leben). Ortega, a su vez, con mucha mayor precisión, nos hablará de «yo y mi cir­cunstancia» y de razón vital o histórica. El hombre es historia y no naturaleza; drama y no cosa35. Lo que le caracteriza es la li­bertad de elección, su abertura a toda clase de posibilidades, aunque esté condicionado por el mundo precedente y circundan­te. Idea verdaderamente valiosa, pero que ha sido comprada a cambio de negar lo que hay de constante en el obrar humano, de meta en su camino, de adquisiciones permanentes. En algún lu­gar se nos presenta la evolución histórica como un· simple recha­zar lo ya vivido36. En otro se declara tajantemente al hombre moderno como un desheredado que no puede contar para nada con el pasado37. Y, cuando más, se reconoce al hombre una na­turaleza que consiste en un mundo heredado de sus mayores38. Es interesante notar que en Ortega, al prescindirse de los valores absolutos del hombre, de su búsqueda de la superación de sí mis­mo en forma no condicionada históricamente, no por ello deja de sentir la necesidad de definir una estructura del hombre en ge­neral o de las sociedades humanas en particular. Pero será una estructura abstracta, que ha de ser llenada históricamente39, o se hablará de «proyecto», de «el yo que cada cual siente tener que ser»40. Queda así una última incógnita, que no puede resolver la pura consideración existencial enmarcada en los conceptos de circunstancia y libertad. Es mérito de anticipación el suyo el en­treverlo aquí y en otros pasajes; asi cuando, en las Meditaciones del Quijote41, escribió que «hay dentro de cada cosa la indica­ción de una posible plenitud». Y, de otra parte, Ortega preconiza

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ya —y en realidad también Dilthey— un estudio de las diferen­tes estructuras históricas en cuanto tales. Sobre ésto volveremos.

Evidentemente, el desconocimiento anterior, prácticamente, de la categoría de la histórico, ha llevado a una reacción apasio­nada que, como suele ocurrir, ha llegado demasiado lejos. Al aplicar la razón sin la perspectiva de la historia se han logrado definiciones y escalas de valores que no son sin arbitrariedad. Los sistemas de pensamiento creados han tenido que ceder ante los hechos. No debería ser éste motivo suficiente para, como conclusión de estos fracasos —limitaciones más bien— de la ra­zón, oponer en forma absoluta razón e historia, naturaleza y hombre, y disolver los segundos términos de estas oposiciones en pura acción o evolución sin metas objetivas que sean algo más que creaciones de una época. Lo que hay de diferente en los di­versos estadios históricos no debe cegamos para lo que hay de común en todos, en cuanto a aspiración y en cuanto a resultados incluso. Y el programa de describir las unidades culturales cohe­rentes que produce el curso de la historia ha de completar el de la explicación de su origen; explicación que no tiene por qué re­huir el estudio de sus constantes históricas, de las adquisiciones definitivas o los desarrollos paralelos, efecto de idénticas tenden­cias de la naturaleza humana.

El error a que lleva el relativismo absoluto se ve claro, sobre todo, cuando se persigue hasta sus últimas consecuencias en una aplicación detallada, como hizo Spengler. Diferencias profundas existen entre sus ideas de determinismo histórico y las de Dilthey y Ortega. Pero sus diferentes ciclos de cultura incomunicables representan muy bien esta misma inanidad final del esfuerzo hu­mano, destinado a no tener éxito permanente ni repercusión, co­mo no sea una respuesta negativa.

En sustancia, esto mismo es lo que sucede en las nuevas con­cepciones del hombre que conocemos con el nombre de exist- encialismo y coinciden en negar la naturaleza humana y rehuir todos los conceptos universales e inteligibles, e incluso renunciar

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al razonamiento lógico y la demostración42. Lo más característi­co de ellas consiste en la insistencia no sólo en las limitaciones del hombre, sino también en la inutilidad y absurdo de su obrar, en su extrañamiento en el mundo y en el patetismo que de este sistema se deduce. Conclusión no ilógica desde su punto de par­tida. Denigración sistemática del hombre, pasivismo43 que con­trasta con el pensamiento griego y posterior en todas sus fases, incluso, desde luego, con el del Ortega.

Pero aim sallándonos de la corriente propiamente existencialista, hay que reconocer que un espíritu relativista, antirracional y an­tisistemático, ha invadido de tal modo la escena intelectual que es imposible encontrar una época con menor unidad de creencias y vivencias, con mayor incoherencia cultural que, la nuestra. Las concepciones más diferentes coexisten una al lado de otra como si hubiéramos perdido el sentido de la verdad objetiva y de la je­rarquía de valores44; y para muchos la razón es sustituida por los nuevos mitos modernos, por filosofías políticas cuasi-religio- sas45, mientras que otras veces se nos invita a abandonar el do­minio de la razón sobre las fuerzas primarias del psiquismo, es decir, a la antítesis de la concepción platónica y griega en general.

Hay, pues, un ambiente general que obliga a revisar las con­cepciones griegas de la Ciencia, pero que llevado al extremo con­duciría a un puro nihilismo atomizante; aunque nadie puede ne­gar que arranque de principios que suponen una ampliación del conocimiento del hombre y de sus creaciones culturales. Es nece­saria una síntesis, síntesis que hay indicios de que va encauzán­dose ya en el presente y a algunos de cuyos anticipos hemos alu­dido. Pero antes de hablar de este tema conviene que echemos una ojeada a las ciencias de la naturaleza.

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3. La crisis en las ciencias déla naturaleza

Como en Grecia, en virtud de su contenido, las ciencias de la naturaleza no son absolutamente comparables con las del hom­bre; pero sí lo son en parte, porque el sujeto cognoscente es el mismo —el hombre— y el método científico, en los primeros principios, es también el mismo. Es, pues, de esperar que en una época dada la idea de la ciencia en su conjunto tenga rasgos en cierta medida coincidentes. Aunque al hablar de crisis no quera­mos decir en modo alguno decadencia o ruptura definitiva con el pasado, sino hora de vacilación sobre conceptos hasta aquí in­conmovibles, que pueden quedar no sólo confirmados, sino tam­bién profundizados a la postre.

Con un cierto retraso respecto a las ciencias del hombre, las de la Naturaleza han introducido conceptos que tienen alguna comunidad con el historicismo y relativismo de que hemos ha­blado. Hace tiempo que Ortega señaló cómo la teoría de la rela­tividad, que hace depender el tiempo de la situación de la perso­na que lo mide, tiene relación con su perspectivismo. Sin negar la realidad objetiva, la imagen de ésta aparece diferente para obser­vadores diversos. El principio griego de que lo real es captable por la razón con una formulación única y definitiva, queda en entredicho. El principio de indeterminación, de Heisenberg, so­bre cuya interpretación filosófica se ha discutido mucho, ha sido entendido de un modo semejante por su propio autor46: la obser­vación misma de los corpúsculos del átomo impide la determina­ción de uno u otro dato relativo a ellos; no se pueden conocer to­dos simultáneamente. Luego el hombre se proyecta sobre el ob­jeto de su estudio y esa proyección impide un conocimiento um­versalmente válido. Naturaleza es lo observable47.

De otra parte, ha atraído mucho la atención filosófica la real o supuesta negación de la causalidad en la física actual. En reali­dad, la sustitución de la ley natural anterior por la ley estadísti­ca, que se dio primero en genética y luego en la física atómica a

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partir de la teoría de los quanta, no representa más que el resul­tado del conocimiento imperfecto de un sistema48. Hay otra vez una limitación de nuestra capacidad cognoscitiva. El optimismo racionalista de los griegos queda lejano. Aunque en realidad no se atenta profundamente a lo esencial de su espíritu49, se deja de lado por lo pronto la aspiración a la ley absoluta.

Por su parte, las Geometrías no euclidianas has puesto de re­lieve que la Geometría de los griegos es solamente una de las geometrías posibles. Una vez más se ve que lo real abarca una inagotable riqueza de formas, lo que no quita validez, aunque sí carácter exclusivo, a las estudiadas por los griegos.

También es muy característica la crisis de la intuición en la Fí­sica moderna. Hoy día se tiende a una formulación matemática de la naturaleza más que a dar una imagen de la misma; y se acepta generalmente el principio de complementáriedad, de Nils Bohr, según el cual pueden ser adecuadas imágenes intuitivas contradictorias de un mismo fenómeno. Realmente, también aquí se reconoce lo incompleto de nuestro conocimiento.

Vemos, pues, que en suma en las ciencias no humanas, a pe­sar de sus inmensos progresos, se va disolviendo el optimismo racionalista de los griegos —y de la Ciencia posterior, en ellos inspirada— que creían que el hombre podía llegar a describir ex­haustivamente la naturaleza sin proyectar en ella la sombra de su humanidad. Esto es lo que representan el relativismo, el probabilismo y la crisis de la intuición. Al menos, se reconoce todavía la existencia independiente de la naturaleza, y la misma aceptación de que hay factores humanos que condicionan su co­nocimiento nos aproxima a una mejor comprensión del objeto estudiado. Y si algún día se llega a descubrir de una manera de­cisiva que el λόγος que actúa en la naturaleza es distinto en al­gún respecto de nuestro λόγος humano, ello no afectaría al nu­cleo mismo de la concepción griega consistente en que en todo caso en la naturaleza actúa un λόγος, una regularidad, que es descubierta por el trabajo de nuestro λόγος humano actuando

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muchas veces contra el testimonio de los sentidos. La misma producción de resultados excepcionales —en genética o física atómica— puede explicarse como, en definitiva, la consecuencia de una probabilidad estadísticamente ínfima, pero existente y derivada de la repercusión del comportamiento de unos cuantos elementos iniciales. En realidad, el principio del probabilismo es­tá ya implícito en Demócrito. Es esta filosofía y no ya la de He­ráclito la que está cada vez más en el fondo de la Ciencia moder­na; en realidad la gran diferencia entre ambas es la falta en la primera de la base metafísica de la segunda, que considera la ley natural como emparentada en definitiva con Dios y con el λόγος h u m a n o . Demócrito se inhibe sobre este problema, y también la Ciencia moderna, pero más que nada por razón de método y por insuficiencia de los medios de observación.

El paralelismo con las ciencias del espíritu es, pues, parcial, como anticipamos. Todavía podría señalarse la tendencia a des­cribir, más que estado en sí, el paso de uno a otro. No se trata ya de un evolucionismo que conduce a un fin señalado. La genérica mendeliana, al separar entre sí los caracteres hereditarios, con­vierte en arbitrarios —mejor, en predecibles solamente por esta­dística— los tipos resultantes por combinación de dichos carac­teres. Claro está que luego se ha avanzado desde este resultado. En la física atómica se ha llegado a la disolución de la antigua oposición entre materia y energía —corpúsculo y onda, si se quiere—; e incluso se llega al resultado de que los corpúsculos son diversos estados estacionarios de una materia única; este es­tudio está solamente en su iniciación. En general puede decirse, con Teilhard de Chardin50, que hemos presenciado la invasión gradual e irresistible de la físico-química por la historia; siempre, claro está, que entendamos historia metafóricamente. La natura­leza, en conjunto, se nos aparece como un proceso y no como una cosa. Por aquí se va al estudio de la constitución y estructu­ra de tipos o formas únicas. Algo semejante ocurre en las cien-

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cías del espíritu, sólo que aquí decididamente tenemos que admi­tir un factor no lógico: la libertad humana.

En definitiva, es claro que, por lejos que reconozcamos estar del conocimiento absoluto de realidades regulares, o incluso ne­guemos la posibilidad de llegar á él, por mucho que la práctica nos lleve a prescindir en la investigación de la idea de la solidari­dad y unidad de lo real, por mucho que se ponga de relieve el he­cho del cambio, lo m is m o en las ciencias del hombre que en las de la naturaleza actúan en su fondo más íntimo concepciones de origen griego. El criterio de juzgar la Ciencia como poder, de ha­cer de la Ciencia una especie de andlla technicae, no logra elimi­nar en las minorías más escogidas el concepto más puro de la ciencia. Lo que queremos hacer ver aquí es que esta intimidad esencial de la Ciencia tiene una base helénica hoy replegada tal vez en sí misma, pero pronta a salir a la superficie en cualquier momento. Y también que en los campos más diversos alientan los impulsos en este sentido, por lo que nuestra descripción de la crisis sólo ha aislado en realidad uno de los elementos de la com­pleja situación actual. Al señalar los elementos que faltan en la concepción griega, o bien lo precipitado o excesivamente opti­mista de su aplicación, nuestro tiempo puede enriquecerla y ha­cerla más valiosa. La reacción historicista y relativista pasará, pero dejará sus ganancias; como también pasará la concepción utilitarista. Sin embargo, antes de dar los datos de este nuevo pa­norama, hemos de considerar todavía la crisis actual desde un último punto de vista, el más grave seguramente para el porve­nir: la repercusión del estado de cosas someramente descrito en la concepción de lo que es el científico y de lo que representa la Ciencia en el campo vital del hombre.

De naturaleza diferente es el problema que ha planteado a la Ciencia moderna de la naturaleza el desarrollo de la técnica. Aquí se ha producido un fenómeno susceptible de alterar radi­calmente la concepción griega. En la Antigüedad es principal­mente la Medicina la ciencia que busca resultados prácticos y la

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práctica que tiene base científica. Actualmente todas las ciencias de la naturaleza están al servicio de la técnica, que ha logrado avances tan grandes que se ha colocado, a los ojos de la multi­tud, como el signo y la finalidad de la Ciencia. No es el conoci­miento, sino el poder, el que caracteriza la Ciencia para esta multitud. La búsqueda obsesiva del progreso técnico puede a la larga sacar a la Ciencia de su papel central en la cultura humana, quitarle la atención que merece por sí misma y dañar así a la propia técnica. Por lo pronto, el juzgar el avance de la ciencia por sus aplicaciones prácticas ha ocasionado ya un optimismo científico que desconoce el carácter casi siempre problemático de esta actividad humana, cuya especialización creciente hace que sólo pueda ser vivida íntimamente por un grupo de iniciados. Se produce así él hecho paradójico de que al mismo tiempo que los científicos niegan la posibilidad de un conocimiento perfecto de la realidad, la multitud se deja llevar del optimismo despertado por los éxitos de las aplicaciones prácticas de la Ciencia. Al tiem­po se pretende, con un absurdo parangón, que las ciencias hu­manas progresen en el sentido de procurar la felicidad del hom­bre, como si fueran cosa de eficiencia, no de conocimiento. Las dificultades internas de su avance, las continuas rectificaciones —comunes por lo demás a las ciencias de la naturaleza— irritan y desconciertan. La Ciencia, que buscaba una imagen unitaria del mundo, se fragmenta y especializa en manos de pequeños grupos de estudiosos, mientras que la masa desconfia de sus re­sultados en tanto que no directamente aplicables a la práctica.

4. La crisis en la concepción del científico

Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre la crisis de la Cien­cia en nuestro tiempo se refleja inevitablemente en la concepción que la sociedad tiene del científico, lo cual, a su vez, repercute o repercutirá sobre la tarea de éste. Pero no se trata de sus dudas

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de conciencia, por decirlo asi, o de su negación misma, en deter­minados casos, de la posibilidad de lograr una descripción de la realidad racional y universalmente válida. El científico, en defi­nitiva, continúa aspirando al conocimiento, aplicando con amor su capacidad racional, como exigía Platón; pero no es por esto por lo que se le juzga, sino por su éxito; o mejor, por lo que con­sidera éxito o falta de éxito la masa de los hombres, incluso a ve­ces él mismo.

El panorama presenta una doble vertiente. De un lado, el científico ha sido, por así decirlo, desacralizado y deshumaniza­do. Ya no es el hombre de excepción que trata de lograr concep­ciones unitarias del mundo y la divinidad o, al menos, de un am­plio dominio de la realidad. Las necesidades de la especializa­ción y del estudio de por sí de las más mínimas partículas de la realidad le han aproximado a lo que es un trabajador especiali­zado en un campo cualquiera, aunque aún conserve el sello espe­cial de ganar nuevos datos para el conocimiento. El trabajo me­tódico y menudo provoca la racionalización del trabajo, en cier­ta medida necesaria y útil. Pero se pierde o tiende a perderse la noción del papel de la inspiración, de la intima libertad del tra­bajo del científico. La Ciencia va pasando a convertirse en ofi­cio, lo que en buena parte es inevitable. Pero este hecho mismo quita trascendencia humana general a la labor del científico, al que ya no se pide que actúe como guía de la colectividad en la solución de los grandes problemas; un cierto escepticismo nacido de la divergencia de las soluciones y de la crisis de la fe en la ra­zón, actúa en ese mismo sentido. En definitiva: sólo se reconoce al científico un campo de acción limitado y aun dentro de él se sigue su labor con cierto escepticismo, con cierta falta de aprecio por lo que significa para la colectividad.

De otra parte —y por esto hablamos de una doble vertiente—, en forma un tanto contradictoria se siguen con un entusiasmo creciente los avances de la Ciencia en cuanto tienen una aplica­ción práctica. Las ciencias que no la tienen, esto es, las ciencias

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puras del hombre o de la naturaleza, se resienten de este punto de vista, según veíamos. Al científico desacralizado y aislado de la comunidad de que hablábamos, cuyo trabajo se miraba con escepticismo, se le pone este modelo y se le mide con esta medida de la ciencia prácticamente aplicable. Ya que la ciencia es un ofi­cio especializado, se exige eficacia en este oficio. Y cuando la na­turaleza de una ciencia dada excluye la aplicación práctica inme­diata, no por ello deja de pedirse al científico esa racionalización propia del trabajador especializado que hoy es, desde luego, sien­do al propio tiempo más que esto, que es lo que a veces se olvida.

Hay, pues, una mezcla de un fondo de desconfianza con la presentación de un modelo de actuación sólo en parte impuesto por el método de trabajo y el objeto mismo del estudio: ambas cosas son en sustancia la misma. La imagen del científico griego «nacido para la libertad y el ocio», como quería Platón51, esto es, que emplea su tiempo libremente en la Ciencia en la forma que le dicta la inspiración de cada momento, tiende a perderse. Las manifestaciones concretas de esta tendencia son infinitas y se dan en todos los climas en mayor o menor grado. Ya hemos aceptado arriba que en cierta medida la explicación sistemática de un campo, el trabajo en equipo, la racionalización en general, tienen una existencia justificada por las nuevas necesidades del trabajo científico y que, sobre el modelo de la investigación apli­cada a la solución dé problemas técnicos, se quiera hacer de la Ciencia una pura y simple profesión como otra cualquiera. «La Ciencia es incoercible e irreglamentable», dijo ya Ortega52. Olvi­dar ese su carácter, tan puesto de relieve por los griegos, de in­vestigación racional, sí, pero hecha con amor y por puro deseo de conocimiento, contando con la inspiración variable de cada momento, para reducirla a una actividad oficinesca con lugar y horario señalado o bien a una investigación sobre temas previa­mente fijados y con resultados controlables a plazo fijo, es matarla a la larga.

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Y no es otra la consecuencia de llevar más allá de cierto limi­tes los planes prefijados, de no apreciar más que las grandes obras de conjunto logradas mediante el trabajo de equipo, de los sistemas de contratos o de horarios, ensayados aquí y allá y siempre fracasados, puesto que confunden la labor científica con la puramente utilitaria. ¿Cómo puede esperarse que se someta a control y medida algo tan personal e intimo como la búsqueda de la verdad? O piénsese en los intentos de aislar la ciencia y la enseñanza: como si la enseñanza de una Ciencia ya hecha, muer­ta, pudiera sustituir al ejemplo vivo de la Ciencia que se hace, o como si no fuera la enseñanza el mayor estímulo, al hacer volver una y otra vez sobre el mismo tema, para percatarse de las difi­cultades de las soluciones propuestas y para buscar otras nuevas. Hoy el hombre de ciencia es cada vez más dependiente del Esta­do, sustituto de los antiguos mecenas; sería un error que éste, con la mejor intención de un mayor rendimiento del hombre de Ciencia, olvidara los principios de libertad un tanto anárquica, si se quiere, que éste heredó de los griegos. Derroche de energías sobre unas materias, abandono de otras, mal uso a veces, quizá, de la libertad; éstas y otras pueden ser las consecuencias de la fal­ta de racionalización del trabajo científico; las de la racionaliza­ción más allá de ciertos límites son la esterilidad. En todos los países se siente una tendencia en esta última dirección, lo que es probablemente el mayor peligro que hoy amenaza a la Cien­cia, más que los problemas planteados dentro de ésta y a los que antes nos hemos referido.

IV. LA SÍNTESIS DE LA CIENCIA DE TRADICIÓN GRIEGA Y LA MODERNA

Esta última afirmación se debe a que, como ya hemos adelan­tado, existen indicios de que las reacciones contra la concepción

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griega de la ciencia tienden a ceder para dar paso a una síntesis en la que el historicismo y la menor fe en el poder de la razón hu­mana se combinan con el estudio de las estructuras que resultan de la evolución. La Ciencia tiende a ser otra vez descripción y ex­plicación de realidades que constituyen sistema; también de los elementos comunes a los diferentes sistemas y de las leyes de su creación. El historicismo y evolucionismo, el relativismo mismo, profundizan la ciencia de tradición griega, pero no la destruyen.

Pero no es sólo esto, sino que tampoco está muerta la gran tradición helénica de las grandes síntesis o sistemas de conoci­miento que ligan las explicaciones de campos muy diversos de la realidad. Junto al éspecialismo atomizante apunta muchas veces la idea de las conexiones entre los diversos campos de estudio. Y pasa rápidamente el positivismo que no reconoce el papel del in­telecto humano y cree que las cosas nos hablan directamente. Hay un cierto retomo, parece, hacia posiciones más griegas.

1. G eodas del hombre

El campo de la Lingüistica, al que ya antes me he referido, ofrece un buen ejemplo del cambio de mentalidad que se va re­flejando en las nuevas concepciones de las ciencias del espíritu. Al panhistoricismo de que hemos hablado se ha opuesto cada vez más, a partir de Saussure, la idea de una estructura propia de cada lengua en un momento dado, independientemente de su historia. Saussure, como se sabe, separó tajantemente sincronía y diacronía, lengua —es decir, sistema obligado de la Gramáti­ca— y habla —es decir, elección individual o de un nivel supe­rior entre varias posibilidades de expresión. De él parte la Fono­logía, que ha demostrado que, de entre los infinitos fonemas existentes, cada lengua selecciona y dota de valor distintivo a un número de ellos, relacionados entre sí sistemáticamente. En el campo de la Morfología y Sintaxis han trabajado con conceptos

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semejantes la escuela de Copenhague y una serie de estudiosos que parten de los métodos de la Fonología. Se llega en suma al estudio de estructuras lingüísticas aisladas, que no son suma de elementos, sino acoplamiento entre ellos para lograr un medio de expresión inequívoca. La idea del modelo lingüístico, tan abandonada por el historicismo, cobra de nuevo vigencia. Y se ha adquirido la conciencia de que la lengua tiene unas leyes in­ternas, que no se basan en la pura Lógica, ni siquiera en la Psico­logía, sino también en necesidades propias de todo sistema se­masiológico. Pero esto no es la negación de la historia; después de la fuerte reacción antihistoricista que hemos vivido, cada vez vamos penetrándonos más del hecho de que historia y sistema se condicionan recíprocamente. No sólo llegamos a la descripción científica de dichos sistemas, sino que intentamos otra vez trazar una teoría general de la lengua que no se diluya en el simple fe­nómeno de la evolución arbitraria. Y rechazamos, de otra parte, el mecanismo automático con que explicaba la evolución la Lin­güistica positivista; el factor humano de la libertad se combina con elementos procedentes de la naturaleza misma de todo siste­ma de signos o de las condiciones físicas del hablar. Nuestra Lin­güística es más consciente de sus limitaciones que las anteriores, pero en definitiva profundiza la idea griega de la descripción co­herente de un sistema de hechos, que constituye al tiempo un modelo y una norma. La profundiza al introducir la dimensión de la historia y, después de ello, volver en una segunda fase al es­tudio de lo que es suprahistórico, a la idea de una regularidad general. Claro está que, en todo esto que expongo, se trata más bien aún de tendencias, de vías abiertas, y que no faltan las dis­crepancias; pero yo al menos creo que los intentos que van ha­ciéndose en esta dirección —sobre todo en el campo de la Fono­logía— son los de más porvenir en el panorama actual53.

El ejemplo precedente, concerniente al campo de la Lingüísti­ca, no está ni mucho menos aislado54. Voy a poner por lo demás otro: el de la Psicología de la Gestalt. Todo este amplio movi­

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miento ha hecho ver que nuestra concepción de la realidad tiene lugar por Gestalten, formas o configuraciones, que son diferen­tes de sumas de unidades. El hombre tiene una tendencia origi­nal a ordenar la realidad en formas comprensibles. Nada de ex­traño, pues, que su principal sistema expresivo, la lengua, orga­nice la realidad —y, por tanto, se organice a sí misma— en cate­gorías generales. Podemos esperar igualmente que los demás productos culturales del hombre tengan una consistencia interna y no sean pura suma de elementos que casualmente están presen­tes en un momento dado. Pero volvamos a la Gestalpsycbologie. En realidad responde a la Gramática puramente estructural y, como ella, necesita el correctivo de la historia; en este caso, la ex­plicación de cómo se forman las Gestalten. López Ibor55 ha ex­puesto en forma interesante cómo va por aquí la evolución de la Psicología. La forma nace por diferenciación de lo informe, lo caótico, y en oposición a ello. Y tiene sus leyes internas y aun pueden existir varios sistemas en ellas. La teoría de los estilos ar­tísticos —entre otras— puede obtener beneficios de este nuevo punto de vista, mediante la combinación del estudio de la estruc­tura de cada uno con el de su génesis y evolución y las leyes fun­damentales de todos ellos.

En cuanto a la Historia en general, a la consideración de una evolución en línea recta o, por el contrario, puramente arbitraria y caótica, opuso ya Spengler el estudio de ciclos distintos de cul­tura, con una coherencia interna y un sello propio cada uno. Ahora bien, el fatalismo que presidía a su concepción y la inde­pendencia de los ciclos la hacían inútil para el progreso de la Ciencia de la Historia. La nueva concepción de Toynbee salva estos escollos al basarse en la libertad. Las culturas nacen para él por un fracaso, en definitiva, en lograr una concepción que satis­faga a todo un pueblo. Hay una dinámica histórica y humana en la creación de la cultura como respuesta a un obstáculo interno y en su desintegración. Cada cultura debe estudiarse inde­pendientemente, en su estructura y función de origen; pero que­

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da la posibilidad de pervivenda de dertos elementos en otras culturas, o en el legado de toda la Humanidad y, también, la de una última cultura que no sea demolida como las demás por sa­tisfacer mejor a las necesidades del hombre.

De otra parte, la filosofía de la Historia de Jaspers, por dife­rente que sea de la de Toynbee, coindde con ella en esta supera­ción del historicismo absoluto. Las adquisidones de la humani­dad en lo que él llama tiempo-eje, por ejemplo, son para él defi­nitivas e irremplazables, aunque sean perfeccionares.

En realidad, ya Dilthey y Ortega trazaron el programa, aun­que en forma un tanto vaga y, a veces, con demasiado lastre his- toricista, del estudio de la «base psicológica que se manifiesta en este proceso [unidad del hombre, de los grupos humanos, etc.}» . Ortega ha visto que hay una lógica histórica: «hay que averiguar cuál es esa serie, cuáles son sus estadios y en qué con­siste el nexo entre los sucesivos57». Pero este nexo no es pura oposidón, como tampoco es pura continuación. Hay aquí todo un programa de estudio que llevar a cabo. Habría que ver cómo parte de su estructura se conserva, aunque en una nueva fun­dón; cómo actúan una serie de constantes que producen en una situadón dada diversas posibilidades; cómo la decdón de una de ellas arrastra una serie de consecuencias imprevisibles para el futuro. Y al tiempo habría que atender a la parte propiamente sistemática: cómo se llenan las «casillas vacías», cómo se busca la coherencia sacrificando elementos, etc. En definitiva, se podrá quizás algún día llegar por este camino al establecimiento de le­yes históricas, a la manera de Tucídides. Leyes, dertamente, con- didonadas por la presencia de un factor propiamente histórico: la libertad.

Así, en definitiva, si realmente es derto que las Ciencias del hombre se encaminan a la descripción de estados coherentes y al establecimiento de leyes que los unen entre sí, no parece inade­cuado pensar que, con todas las diferencias a que hemos aludi­do, introduddas por el pensamiento histórico, persiste vivo el

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concepto griego de la Ciencia como estudio de lo general y abso­luto. De lo absoluto que hay dentro de la libertad humana, que permite llegar, lo más, a leyes probabilísticas y no excluye nunca el caso excepcional. Rectificando el optimismo griego de consi­derar al hombre como pura φύσις, no por ello hay que dejar de admitir en él este factor de φύσις, de cosa estable sin la cual no podría ser objeto de ciencia. De aquí el valor modélico, no sólo en resultados, sino también en planteamientos de problemas, que puede tener en nuestro tiempo la Ciencia griega del hombre.

2. Ciencias de la naturaleza

Ya hemos aludido más arriba al hecho de que la crisis de las ciencias de la naturaleza parecía tender a una nueva síntesis que salvara lo esencial del concepto griego de la Ciencia: descripción de realidades inteligibles; aunque, como en las ciencias del hom­bre, con un complemento que es ya una conquista definitiva: atención por sí mismo al proceso creador de los diferentes esta­dios de la realidad.

Efectivamente, el proceso creador de la Naturaleza se concre­ta en formas, tipos, sistemas. El campo observable se complica con esto respecto al que estaba ante los ojos de los griegos, pero no se niega su existenda, reduciéndolo todo a puro proceso. Si en algún momento existió esa tentación, cada vez está más aban­donada. Tras la genética mendeliana, por ejemplo, ha surgido el llamado neodarwinismo, que ya no ve en la mutación surgida al azar la única razón de la evolución biológica. La mutación ha de combinarse con la selección natural —eliminación de formas inaptas para la existencia— y la recombinación de genes para que se creen tipos orgánicos estables. La idea del organismo no puede desecharse y sustituirse por la de una suma de característi­cas. Con Uxküll se llegó al descubrimiento de que un organismo persiste en su forma y cada animal se encuentra adaptado al me­

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dio y hay discontinuidad en la evolución, que se realiza en tipos diversos58.

La ciencia físico-química llega igualmente a la concepción de un Universo sometido a niveles sucesivos de organización, a es­tructuras cada vez más complicadas59. El paralelismo con con­cepciones semejantes en las ciencias del espíritu salta a la vista.

Como vimos, no todo el pensamiento griego es eleatismo, que atribuye carácter de mera apariencia a los sucesivos niveles de la realidad. En Heráclito y Demócrito no se afirma su carácter aparencial y en ellos hay una base para toda una Ciencia —no muy desarrollada en Grecia— de la evolución (con leyes absolu­tas, lógicas o estadísticas) y de los estadios anterior y posterior de la misma. De todas maneras, las tres filosofías griegas coinci­den en afirmar la unidad fundamental de lo real; y hay que reco­nocer que la Ciencia moderna está avanzando por este camino monista más que nunca desde los tiempos de la Física jonia. Una oposición clásica, como es la de materia y energía, se ha venido abajo. La Física, a través del estudio del átomo, ha invadido la química, y ésta, a su vez, se inserta en el campo de la Biología. Las concepciones y leyes con que trabaja la Física Atómica se han reencontrado en el estudio de la Astronomía. Parece como si el Universo fuera un inmenso despliege de estructuras comple­jas logrado a partir de unos principios que cada vez se conside­ran más simples y omnipresentes. Por importantes que sean las conquistas frente a las concepciones griegas —entre ellas una mayor modestia—, mucho del fondo de éstas permanece o es re­descubierto. Así como los griegos llegaron a estas concepciones desde una base metafísica, de arriba a abajo, diríamos, ahora se logran de abajo a arriba, por un método experimental e inducti­vo. En todo caso, no cabe duda de que el pensamiento griego continúa siendo una lección para el científico moderno y así ha sido reconocido muchas veces60.

Esto se ve hoy más claro que nunca porque hemos pasado de la fase del positivismo, que sólo creía en los hechos observados

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en cada pequeño campo. El papel central de la mente humana en la investigación —idea bien griega por cierto— hoy no es puesto en duda; y hemos visto que, así como se ha criticado la aplica­ción precipitada de la razón, también ha llegado el momento de reconocer los limites de la observación. Los teóricos se han ade­lantado cada vez con mayor frecuencia a la comprobación expe­rimental o empírica; y se reconoce que la Ciencia va guiada por el pensamiento y su evolución, en consecuencia, nada tiene que ver con una línea continua61. Nunca ha sido mayor la interac­ción entre Filosofía y Ciencia. Con esto se llega otra vez, poco a poco, a intentar ganar visiones de conjunto. Incluso el aislamien­to a que se había llegado entre hombre y naturaleza tiende a ve­ces a e s f u m a r se . Este aislamiento es, no hay que dudarlo, de ori­gen griego; pero en Grecia hombre y naturaleza estaban al tiem­po enfrentados con lo divino y penetrados por ello, de modo que a veces surgía una cierta comunidad. Hoy en día se llega cada vez más al estudio conjunto del complejo alma-cuerpo y ello se traduce, entre otras cosas, en el Psicoanálisis y la Medicina Psi- cosomática. Es interesante a este respecto que Lain Entralgo ha­ya encontrado a ésta raíces griegas62.

Y, finalmente, en los mejores de los científicos se echa ver, pa­sado ya el optimismo positivista, que la Ciencia deja siempre una incógnita, desplazada constantemente pero irreductible, que no puede despejar. Ante este problema, habrá, naturalmente, una posición creyente, que buscará en la realidad las huellas de Dios y hablará, por ejemplo, de finalismo en el estudio de la evolución de las especies; habrá otra que no llegará a precisar tanto y se contentará con el misterio. En todo caso, la ingenuidad positivis­ta nos hace hoy sonreír bastante más que la ingenua pretensión de los griegos de captar de un golpe la verdadera esencia de lo real, llegando a una concepción monista. Sin querer predecir el futuro parece claro que, como en las ciencias del hombre, hemos llegado, en una a manera de espiral, a un punto de vista no de­masiado distante del de los griegos, aunque éste se halle grandio-

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sámente enriquecido. Si esto es así, la crisis de que hablábamos puede ser el comienzo de una nueva síntesis que nos acerque a una Ciencia cada vez más perfecta, en la medida en que ésta es asequible al hombre, pero planeada sobre el esquema griego.

Así, pues, los conceptos centrales de la ciencia natural pare­cen orientarse en una dirección definida sin bruscas roturas con su tradición helénica. Si hay un peligro para la ciencia éste se ha­lla, de un lado, en la visión parcial a que forzosamente obliga la especialización, aunque esto puede paliarse con síntesis realiza­das de tiempo en tiempo; pero, sobre todo, en su subordinación a la técnica y su conversión en mero auxiliar de ésta, con las re­percusiones consiguientes en toda clase de ciencias y en la con­cepción de lo que es el científico. Ya hemos hablado de ello. Es contra este peligro contra el que ha de luchar principalmente la tradición helénica de que nos hemos ocupado. Y no cabe duda de que en este respecto más que en ninguno la Ciencia griega si­gue teniendo un valor ejemplar como modelo. Hay que decir a este respecto que no todo el panorama que se nos ofrece es tan sombrío como el que hemos esbozado antes. No es sólo que la verdadera concepción de la Ciencia continúa alentando en todo verdadero científico, sino que cada vez surgen más voces que cla­man contra la reducción de la Ciencia pura al papel de auxiliar de la técnica y las mismas industrias favorecen la llamada inves­tigación fundamental63. La necesidad de una ciencia humana y de una visión panorámica que compense los excesos de la espe­cialización y el practicismo, es reclamada una y otra vez. El mis­mo tipo humano del hombre que aplica su talento a la investiga­ción de campos científicos aparentemente distantes, y ello no en forma incoherente, sino a partir de un enfoque y unas preocupa­ciones fundamentales, no ha desaparecido: en la mente de todos hay ejemplos ilustres. El individuo humano, cuando hace Cienda, se resiste a pesar de todo a la radonalizadón y profesionalizadón total. También aquí cuando se siguen las huellas de los griegos ello se debe fundamentalmente a la constancia de la naturaleza humana,

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del mimo modo que el mantenimiento de lo fundamental de su concepción de la Ciencia hay que atribuirlo a que contenía al me­nos una partícula de la Verdad. Ninguna negación mejor del histo­ricismo y relativismo radicales. Lo cual debe completarse con la consideración dd influjo histórico directo o indirecto, de la cienda griega, y con la afmnadón de que su valor como modelo en los momentos de crisis continúa siendo importante.

Notas

1.- Sobre este naufragio de la ciencia helenística, cf. esta misma RUM l(1953)544ss.2.- Cf. por ejemplo Arquíloco, frs. 7, 206, 207, 210 (cito por mi edición, Barcelona 1957, reedición Madrid 1990); Teognis 133-42, 161ss.; Pindaro, Pi. 8.7ss.; Solón 1.42ss.; etc.

3,- Neta. 6. lss. ; también Pi. 8.95ss.4,- Cf. más detalles sobre esto en mi conferencia «El héroe trágico», recogi­do aquí p.313ss.5.- Fr. 212.6,- Fr. 211.7,-1.32.8,- Cf. F. Heinimann, Nomos und Physis, Basilea 1945.

9.- Cf. «El concepto del hombre en la edad ateniense», recogido aquí, p. ss.; «Tradition et raison dans la pensée de Sócrate» (recogido aquí, p.233ss.); «Hombre y mujer en la sociedad y la vida griegas» y «Eurípides» (en el libro E l descubrimiento del amor en Greda, Madrid 1959, reeditado en 1985; «El filósofo platónico» (recogido aquí, p.313ss.).10,- Teeteto 176 b.

11.- Gorgias 485 d.12.- República 588 d.

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13,- Cf. mi Tuddides, I, p.32ss. (Madrid, Hernando, 19S2, reeditado en 1984).14,- Poética 1451 b.15,- Aristóteles, Poética 1450 b.16,- Aristóteles, Poética 1449 a.17,· Aristóteles, Poética 1456 b.18,- Aristófanes, Nubes 558 ss.19,- Fr. A. 22.20,- «Human Knowledge and divine Knowledge among the early Greeks» (cap. 7 de The discovery o fde mind, trad, ingl., Oxford 1953).21,- Cf. mi trabajo «El filósofo platónico», cit.22,- En cierto modo, porque se trata de una mera apariencia.

23,- Doy sobre esto algunas precisiones en el trabajo arriba citado «El filó­sofo platónico».

24,- Fr. A 9; B I.25,- Cf. sobre esto Jaeger, «Sobre el origen y la evolución del ideal filósofo de la vida» (publicado como apéndice al Aristóteles, trad, esp., Méjico 1946).26,- Cf. Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos (trad, esp., Mé­jico 1952, p.114).27,- L. c. en n. 9.28,- 476 a.

29,- 89 d-e.30,- Cf. Platón, Carta VU 344 b.31,- Fedón 60 d-61 a.32,- Cf. Ortega, E l sentido histórico, p.937 (en Obras, 3* ed., 1943, Π).33,- H istoria como sistemas, p.30 (Madrid, Rev. de Occidente, 1958).34,- Introducción a las Ciencias del Espíritu (trad, esp., Méjico 1944), p.422.35,- H istoria como sistema, ed. cit., p.44ss.

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36,- Cf. por ejemplo H istoria como sistema, ed. cit., p.34ss.; «Pasado y por­venir del hombre actual» (en Hombre y cultura en e l siglo X X , Madrid, ed. Guadarrama, 1957), p.323ss.37,- «Pasado y porvenir del hombre actual», p.342. Este historicismo a ul­tranza no aparece, por lo demás, en todos los escritos de Ortega. En E l sen­tido histórico, porjemplo, habla (p.941, ed. cit.) de las perfecciones espuma­das del curso de la historia, de carácter sobrehistórico, que pueden ser nues­tras maestras. Sobre el concepto de sistema en Ortega y Dilthey, cf. infra.38,- Prólogo a la Introducción a las Ciencias del Espíritu, de Dilthey, (Rev. de Occidente, 1956), p.XI.39,- E l origen déla Filosofía (en Offener Horizon, Munich 1953).40,· D el optimismo en Leibnitz, (en Fremdesgabe fü r Ernst Robert'Curtius, Bema 1956.41,-1, p. 311 (en Obras, ed. cit.).43,- Cf. Bréhier, G enda y humanismo, 1958, p.65ss.44,- Cf. Romains, «El conocimiento del hombre en el siglo XX» (en Hom­bre y cultura en el siglo X X ), p.220ss.45,- Cf. Jaspers, La razón y sus enemigos en nuestro tiempo (trad, esp., Buenos Aires 1953), p.75ss.; Danielou (en Hombre y cultura en el siglo X X ), p.266.46,- W. Heisenberg, La imagen de la Naturaleza (trad, esp., Barcelona 1957), p.44ss.47,- Zubiri, Naturaleza, H istoria y Dios, p.373; cf. también Bréhier, ob. cit., p.36.

48,- Heisenberg, ob. cit., p.37ss.49,- Otra cosa seria si se confirmaran las dificultades al concepto de suce­sión temporal (anterioridad de la causa al efecto) en la física atómica.50,- E l grupo zoológico humano (trad, esp., Madrid 1957), p.40.

51,- Teeteto, 157d.52,- M isión déla Universidad (en Obras, ed. cit., Π, p. 1358).53,- Doy un ejemplo de esta concepción de la Lingüistica en mi libro, Evo­lución y estructura del verbo indoeuropeo (Madrid, 2* ed., 1979).

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54,- Cf. en general E. A. Cassirer, «Structuralism in modern Linguistics», Word l(1945)99ss.55,- «Sobre el concepto de forma en psicología», /?i/A/7(1958)230ss.56,- Dilthey, ob. cit., ρ.423.57,- Historia como sistema, ed. cit., p.Sl.

58,- Cf. Lopez Ibor, «La idea del hombre en la biología moderna», p.216ss., en E l descubrimiento de la intimidad, Madrid 1944).59,- Cf. C. Paris, «El concepto de forma en física», /?£M/7(1958)195ss.60,- Cf. por ejemplo Heisenberg, ob. cit., p.58ss.61,- J. Ferrater, La filosofía en e l mundo de hoy, Madrid 1959, p,181ss. También Ortega «Bronca en la física» en M editación de là técnica, Madrid 1957, p.ll7ss.; Bréhier, ob. cit., p.21ss.62,- En su libro La curación por la palabra en la Antigüedad clásica, Ma­drid 1958.

63,- Cf. por ejemplo J. M* Albareda, Consideraciones sobre la investigación científica, Madrid 1951, p. 98ss.

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Armauirumque
Armauirumque
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22. TEORÍAS LINGÜÍSTICAS DE LA ANTIGÜEDAD: PANORAMA ACTUAL

Y DESIDERATA

1. Consideraciones generales

Por extraño que pueda parecer, no contamos hoy con un ma­nual amplio sobre las teorías lingüísticas de la Antigüedad que pueda sustituir dignamente a la que continúa siendo la obra fun­damental sobre el tema: la Geschichte der Sprach wissenschañ bei den Griechen und Römer, m it besonderer Rücksicht a u f die Logik é t H. Steinthal, cuya primera edición data de 18831. He­mos de ver que esta obra, cuyos enormes méritos son innegables, tiene, como es lógico, grandes deficiendas, debidas ya a una ex­plicación inadecuada de las fuentes, ya a proceder de una época en que la Lingüística moderna ni siquiera se vislumbraba aún en el horizonte. Voy aquí a exponer, aunque sea sumariamente, los avances logrados desde aquella fecha, así como los desiderata que pueden fácilmente percibirse.

Conviene comenzar dando una idea de la imagen general de la Lingüística antigua —y al decir esto quiero decir, en este tra­bajo, greco-latina— entre los cultivadores actuales de esta Ciencia. Imagen derivada directa o indirectamente del libro de Steinthal y de trabajos posteriores y, también, del contraste que se observa con comentes lingüísticas posteriores. Conviene presentar esta imagen, en parte contradictoria e incompleta, con objeto de que pueda ser confirmada o rectificada, en la medida de lo posible, en las p á g in a s que siguen.

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La lingüística antigua es concebida como un estudio de la len­gua hecho con un interés más lógico y aun ontológico que pro­piamente lingüístico. Es una Lingüística sincrónica, que oscila entre la justificación «lógica», la pura descripción y el punto de vista prescriptivo. No es estructural, en cuanto que sus definicio­nes semánticas tienden a ser absolutas, no opositivas ni distribu- cionales; y se la considera como poco formal. Carecían los anti­guos de interés, se piensa, por puntos de vista sociales e históri­cos. Y su descripción del nivel fonético de la lengua se considera deficiente, por la escasa atención al punto de vista articulatorio y la mezcla de criterios gráficos y fonéticos. No presta atención a las realizaciones o alófonos ni tiene tampoco en cuenta criterios propiamente fonológicos. En suma: es una descripción de la len­gua con poca fonética, basada en la palabra y el paradigma y con no mucho desarrollo de la teoría sintáctica.

Mucho de esto es verdad y es, además, importante en la des­cripción de la Lingüística antigua. Pero mezcla puntos de vista diferentes: los de los lógicos que explican sistemas de pensamien­to y los de los gramáticos de orientación filológica, que son au­tores de descripciones mejores o peores y no tienen orientación prescriptiva. Además, no es toda la verdad: hemos de ver que en una serie de puntos como la teoría del signo, los criterios forma­les, las definiciones opositivas, la atención a factores sociales, etc., la Lingüística antigua había progresado más de lo que se piensa y, convenientemente investigada, puede esto reconocerse mucho más todavía.

Claro está, toda Ciencia progresa a base de criticar a los ante­riores representantes de la misma y esto, aparte de falta de infor­mación o de explicación de las fuentes, explica en cierto modo afirmaciones como la de Pedersen y Spargo2 de que «el mundo antiguo confió a Europa un pesado legado con equivocaciones acerca de la historia del lenguaje». Poco a poco se van corrigien­do estas exageraciones. Y a veces se invierte la corriente tradicio­nal: mientras que la Ciencia moderna, como es sabido, se ha

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creado con máxima frecuencia criticando a Aristóteles, en lo que a la Lingüística respecta ha llegado un momento en que se reen­cuentran en Aristóteles doctrinas que se reputaban modernas: más adelante hablaré de esto a propósito de la teoría del fonema y de la teoría del signo lingüístico.

De todas maneras, no deja de ser llamativo y carente, yo di­ría, de paralelos, el hecho reseñado arriba de que una obra llena de evidentes méritos, pero no menos evidentemente superada co­mo es la de Steinthal arriba citada, no haya encontrado en cien años otra que la sustituya con una extensión aproximada. En mi opinión, aparte de razones circunstanciales que puedan aducirse para explicar este hecho, hay una razón de fondo. En términos generales y salvo excepciones, los filólogos clásicos no están lo suficientemente próximos a la Lingüística moderna como para explorar los textos gramaticales antiguos desde el punto de vista de ésta. Y, a su vez, los lingüistas (también con excepciones) no están lo suficientemente familiarizados con dichos textos como para obtener de ellos nuevas conclusiones. Así, la Lingüística an­tigua se ha convertido en una «tierra de nadie» en la que hacen incursiones aisladas los filólogos, los historiadores de la Filoso­fía, los lingüistas, pero sin que se llegue a obtener una nueva sín­tesis. Con un enfoque al tiempo filológico y lingüístico se pueden obtener, en efecto, nuevas conclusiones, como, por ejemplo, vol­viendo a Aristóteles, las de Belardi sobre la teoría del fonema y las de Coseriu sobre la del signo. Es más: se tropieza fácilmente con textos que habían sido desatendidos y que, sin embargo, son importantes para la teoría lingüística de la Antigüedad. Más adelante se darán ejemplos relativos a Gorgias, a Platón, a Sexto Empírico, a la Vida de Esopo.

Pero la verdad es que se avanza lentamente: resulta significa­tivo que todavía en 1979 se publique, como obra de actualidad vigente, el libro de R. T. Schmidt sobre la Gramática de los es­toicos, de 1839 —aunque sea provisto de notas y bibliografías3.

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El presente trabajo busca, simultáneamente, indicar en qué sentido podría hacerse la nueva síntesis indicada a partir de estu­dios ya publicados y en qué otro esta nueva síntesis podría per­feccionarse investigando nuevos materiales. Naturalmente, se trata sólo de una visión aproximativa, parcial. No puedo en for­ma alguna explicar aquí por menudo el estado de nuestros cono­cimientos, dar una bibliografía completa ni estudiar a fondo nuevos textos. Pero pienso que una llamada de atención en el sentido indicado, aunque sea dentro del espacio aquí disponible, puede tener su interés.

Como prólogo puede resultar útil hacer una referencia a las cosas que faltan o están superadas en el libro de Steinthal al que es forzoso hacer hoy, todavía, constante referencia. Para comen­zar por el final, hay que decir que su mismo título, donde habla de griegos y romanos, debería ser modificado, pues a los griegos se dedican las 750 páginas aproximadas de los dos volúmenes del libro y a los romanos ninguna. En el prólogo de la 21 ed., vol. II, pág. VII Steinthal se disculpa de esta deficiencia diciendo que cuando salió la Γ edición acababa de aparecer la edición de Keil de los Grammatici Latini y que éstos no habían sido suficiente­mente estudiados. En todo caso, la inmensá laguna está ahí. La bibliografía sobre el tema es últimamente bastante copiosa y ha­ce ver que en este campo hay novedades importantes y pueden esperarse otras más. Algo diré más adelante sobre esto.

Pero volvamos al principio del libro. Tras una pequeña intro­ducción, comienza prácticamente por Platón, dentro del cual el Crátilo se lleva la parte del león. Buen estudio, por cierto, aun­que superado muchas veces por la abundante bibliografía poste­rior. Pero es poco lo que se dice del Teeteto y Sofista, en los cua­les veremos más adelante que hay muchas cosas que han pasado por alto lo mismo Steinthal que yo diría que todos sus continua­dores: cosas no explícitamente lingüísticas, pero con repercusión en la teoría de los campos semánticos y las oposiciones léxicas. Pero lo notable no es esto, sino que nada se nos dice, salvo en

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alusiones aisladas, de los demás diálogos, de los sofistas y De- mócrito, y muy poco e incompleto de Georgias.

El resto del primer volumen está dedicado a Aristóteles y los estoicos: buen estudio otra vez, aunque en lo relativo a la teoría del signo hoy, lógicamente, se ha avanzado más y en lo relativo a la teoría de los aspectos verbales Steinthal carece de una orienta­ción clara. Sólo después de la aplicación al griego, por Curtius, de la teoría del aspecto, en fecha ya posterior a la primera edi­ción de la obra que comentamos, ha sido posible mejorar su ex­posición.

En cuando al vol. II, se centra en el estudio de la polémica en­tre analogistas y anomalistas y en una exposición de Dionisio Tracio, seguida de otra demasiado breve de Apolonio Díscolo. Falta todo lo relativo a las teorías de los epicúreos, se toca sólo superficialmente a los escépticos, los cínicos no son ni mencionados.

Como decía al principio, no existen grandes manuales que sustituyan a éste. Tienen una intención mucho más restringida algunas obras que cito a continuación.

1. Muy conocido es el manual de G. Mounin, Histoire de la Linguistique, de 19674. Es un manual muy reducido, al que hay que agradecer que se ocupe de la Lingüística entre los egipcios, sumeroacadios, chinos, hindúes, fenicios y hebreos, aunque re­sulta sumamente desproporcionado que se dedique a estos pue­blos 52 páginas y nueve a los griegos (cinco a los latinos). La Lingüística antigua está tratada de segunda mano, aun así un lingüista como Mounin no ha podido dejar de ver cosas impor­tantes: que los griegos, a través de la escritura, tomaron concien­cia empírica de la segunda articulación, que su fonética no es tan deficiente como se dice, etc. Pero de los problemas teóricos sólo se nos da el clásico de la oposición de naturaleza y convención, sin obtenerse de ello las consecuencias de que luego hablaré.

2. De 1967 igualmente es la edición original de R. H. Robins, A Short History o f Linguistics5. En realidad se trata de una des­cripción hecha con buen criterio lingüístico moderno, pero con

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grandes lagunas debidas a que, con pocas excepciones (sofística, gramática latina), se siguen las colecciones de datos y materiales de Steinthal, sin profundizar mucho, tampoco, sus interpretaciones.

3. La Historia de la Filología Clásica I. Desde los comienzos a la edad helenística de Pfeiffer, es un libro cuya edición original es de 19696. Su intención es, naturalmente, filológica. Aun así merece ser consultado para lo relativo a los sofistas y Gorgías (teoría de la όρθότης όνομάτων), a la teoría del léxico en general en Aristóteles, a la gramática estoica y empírica. Pero deja domi­nios muy grandes sin tocar.

4. También me gustaría hacer una referencia a una obra muy conocida y útil, el libro de H. Arens, La Lingüística. Sus textos y su evolución desde la Antigüedad hasta nuestros días7. Se trata, en realidad, de una recopilación de textos antiguos, acompaña­dos de comentarios. Tanto en la recolección de textos, que inclu­ye algunos, por ejemplo, de Epicuro y Sexto Empírico, como en estos comentarios, se advierte un notable progreso. Arens nota, en relación con las teorías estoicas sobre el significante y el signi­ficado, que «es asombrosa la coincidencia terminológica con la teoría saussuriana de las dos caras de la palabra» (pág. 34). Y atribuye la debida importancia a las teorías epicúreas sobre el origen y evolución de la lengua, sobre base social. De todas for­mas, sus tratamientos son muy sumarios.

5. Merece finalmente nuestra atención el libro de E. Coseriu, Die Geschichte der Sprachphilosophie von der Antike bis zum Gegenwart. Teil I: von der Antike bis Leibnitz, de 19758. Libro importante, pero necesariamente con grandes lagunas, puesto que se trata de un curso universitario. Es acertada la interpreta­ción de lógosen Heráclito como referido al proceso, a su conoci­miento y a su expresión verbal; y notable su estudio del Crátilo platónico, en que llega a la consecuencia de que Platón ve como poco útil la oposición naturaleza/convención por lo que a la len­gua se refiere, no se llega de la palabra a la cosa. Pero es sobre todo el estudio de la teoría del signo de Aristóteles la verdadera

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aportación del libro, que también dice cosas interesantes sobre los estoicos. Se mueve, por lo demás, dentro de los temas tradi­cionales de Steinthal.

Creo que esto es suficiente para dar una orientación. Habría, naturalmente, que añadir trabajos de carácter general que son artículos o capítulos de libros: quiero referirme muy concreta­mente, aquí en España, al capítulo de Elvira Gangutia en el libro Introducción a la Lexicografía griega, por ella misma editado en 19779, que se titula «Teorías semánticas en la Antigüedad» y que estudia de los presocráticos a San Agustín; y a un artículo de Fe­liciano Delgado en la RSEL en 197710. También, fuera de Espa­ña, a un trabajo de A. Szabó11. Por supuesto, habría que añadir innumerables estudios monográficos, a algunos de los cuales aludiré más adelante.

2. Novedades y desiderata

De lo dicho anteriormente pueden ya deducirse algunas apor­taciones a añadir a los resultados del libro de Steinthal: a veces contenidas en los manuales y trabajos posteriores que he citado, a veces no. Y algunos desiderata que existen. Luego ine ocuparé sistemáticamente de diversos problemas y campos de estudio que han sido o deben ser investigados. Pero comenzaré por algu­nas consideraciones generales.

Es la evidencia misma que la evolución de la Ciencia lingüísti­ca a partir de Saussure y Bloomfield ha transcurrido por cami­nos no enteramente disímiles de los de la Ciencia lingüística anti­gua. Esto hace posible una mejor comprensión de las ideas de los antiguos. Sobre todo de sus ideas de teoría lingüística general, que en cierta medida están alejadas de los tratamientos sistemá­ticos de un manual como el de Dionisio Tracio. Porque en oca­siones esas ideas generales habían sido abandonadas o poco cul­tivadas, desatendidas. Y ahora se ha vuelto a ellas. Si además se

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añade la nueva boga de los estudios de Historia de la Lingüisti­ca, parece claro que las circunstancias han variado y que se im­pone un reexamen de las teorías antiguas a la luz de la Lingüisti­ca moderna, pues la vuelta al interés por estos estudios en un pe­ríodo de tiempo muy circunscrito, no permitió que la prolifera­ción de esta bibliografía fuera precedida de estudios preparatorios en profundidad.

Es más: este paralelismo, al menos parcial, entre Lingüística antigua y moderna no siempre ha sido casual, hay que contar con un influjo: ya mediato a través de la tradición intermedia, ya directo, así sin duda en el caso de Saussure.

Quiero a este respecto llamar la atención sobre un articulo de E. Coseriu «L’arbitraire du signe. Zur Spätgeschichte eines aris­totelischen Begriffes»12 en que hace la historia de la teoría de la arbitrariedad del signo desde Aristóteles (se podría evidentemen­te retroceder más arriba) hasta Saussure. Coseriu critica justa­mente a O. Jerpersen por hacer depender a Saussure, a este res­pecto, de Madvig y Whitney. En realidad estos autores están al final de una larga cadena en la que se colocan Boecio, Abelardo, Pedro Hispano, el Brócense, Hobbes, Locke, Leibnitz, Condi­llac, Lessing, Hegel y tantos autores más. Coseriu hace ver la di­versas traducciones del griego aristotélico: Boecio habla de se­cundum placitum, el Brócense de fortuito, los escolásticos de ad placitum, ex institutione, etcétera; los autores alemanes de wil- kürüch, etc., etc. Hay una tradición nunca interrumpida y sin duda refrescada por Saussure en el propio Aristóteles.

Éste es el caso más claro, pero posiblemente no el único. W. Belardi ha hecho ver, por ejemplo13, que «la maggior parte dei concetti operativi fondamentali della Fonología praghese (l’op- posizione, la diflerenza, la relazione, l’alteritá, la privativitá, la bese di comparazione) siano stati gia fissati de Aritotele sul pia­no della logica generale». ¿Hay préstamo o simple coincidencia?

Pero no se trata solamente de esto. Todo el que esté al co­rriente de los planteamientos de la Lingüística moderna irá, ine-

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vitablemente a buscar, dentro de los textos de Lingüistica anti­gua una serie de conceptos que le son familiares. Es lógico que investigadores anteriores no los hayan buscado. El método es fructífero, como hemos de ver cuando hablemos, por ejemplo, de la teoría del signo: hallaremos precedentes de la interpreta­ción tripartita del signo (cosa-referente o significado-significan­te), de la relación del signo con el emisor y receptor del mismo, de sus funciones. La semántica del léxico, tan desatendida en ge­neral, nos hará reencontrar más o menos fielmente tipos de opo­sición, correlaciones, etc. que nos son igualmente familiares. Se nos presentará el problema de la monosemia y polisemia del sig­no, sea lexical o gramatical. Y tantas cosas más: elementos de gramática estructural a vant la lettre, por ejemplo.

No hay que olvidar, sin embargo, que esta comparación de lo antiguo con lo moderno no deja de arrastrar peligros. Remito, por poner un ejemplo, a un reciente artículo de Pierre Pachet14 en que comienza comparando la deixis de los estoicos con el shifting úe Jakobson, para señalar luego las diferencias.

Por otra parte, no siempre se debe mirar a la Lingüística anti­gua con el aire conmiserativo de quien intenta, a la luz de la más desarrollada Lingüística moderna, salvar en ella lo salvable. Yo diría que a veces hay que mirar precisamente a las formulaciones de los antiguos en la fase anterior a aquella en que se fosilizaron y quedaron como cosa fija hasta hoy mismo: hay posibilidades de que, a veces, encontremos en esa fase una inspiración todavía válida hoy día.

Voy a poner un solo ejemplo. Es sabido que en Aristóteles el término πτώσις indica toda flexión y que luego quedó reducido, en los estoicos, a significar «caso». Este abismo entre la flexión nominal y la verbal, de una parte, y entre la flexión nominal y la derivación también nominal, de otra, domina toda la gramática a partir de entonces, al menos la gramática descriptiva15. Pero las críticas que se hacen a Aristóteles no son justificadas y hay que advertir que en fuentes posteriores, como Varrón y Dionisio

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Tracio, se encuentra todavía un uso del término «caso» que se refiere a diversas derivaciones y sistemas opositivos (compara­ción, diminutivo, etc.), dentro del nombre y el adjetivo. Y no son justificadas porque el sistema de los casos no es más que un ele­mento de sistemas de oposiciones complejos, en que intervienen incluso las clases y subclases de palabras. Al dejar en la morfolo­gía la teoría de los casos y poco más y lanzar el resto a la lexico­grafía, la lingüística tradicional ha cometido un error.

En cambio, sí que es error de Aristóteles el hacer derivar del nominativo los otros casos y algo ha quedado siempre de esta idea, aunque ya los estoicos colocaran todos los casos en igual plano. Hubo, sin embargo, dos gramáticos antiguos, Astiages y Filópono, que llegaron a la concepción del δίτομα yeviicóv o no- mea geaemle, es decir, a una base común a los casos (según ellos, erróneamente, primero al nominativo, luego a los de­más)16. Es claro que esta concepción anticipa hallazgos moder­nos y supera la visión tradicional. Es éste un ejemplo de lo fructí­fera que puede ser la búsqueda de cosas nuevas incluso en gra­máticos de segunda fila o mal conocidos. Y no hablemos de otros lugares. Lo más próximo que encuentro a la oposición de öi/ομα y ¿>ήμα en el Crátilo platónico17 es la de foco y presuposi­ción y otras varias (como topic y comment) propuestas por La- koff, Fillmore y otros. Lo más próximo a la teoría estoica sobre los diversos tipos de lógos (apofántico, pragmático, poético) es la teoría de Jakobson sobre las funciones de la lengua. ¿Y no nos recuerdan las especulaciones de Platón sobre frases como «Tee- teto vuela», frases gramaticales pero sin relación con la realidad, la de Chomsky sobre sus famosas ideas verdes sin color que duermen furiosamente?

En fin: se trata de aplicar criterios lingüísticos modernos y ex­plorar, con su ayuda, el material que nos ha sido transmitido; aunque no debe descartarse la posibilidad de que de ese material o de las interpretaciones antiguas del mismo pueden incluso ob­tenerse ganancias teóricas.

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Sin embargo, tan importante como esta tarea es la de buscar nuevos materiales que han pasado inadvertidos o han sido insu­ficientemente explicados.

Se trata, de una parte, de pasajes fundamentalmente lógicos o epistemológicos de diversos filósofos que tienen, implícitamente, interés lingüístico. Es claro que la concepción más antigua, ins­tintiva por así decirlo, pero mantenida por mucho tiempo, es aquella según la cual la palabra recubre la cosa y la cosa es trans­mitida directamente por la palabra: por más que, a partir del Crátilo de Platón, diversos autores vayan desprendiéndose tra­bajosamente de esta idea. Así, cuando Sócrates intenta definir «qué es» el valor, la piedad, la temperancia, etc., lo que está ha­ciendo (o lo que cree que hace) es definir palabras. Sólo a esta luz puede comprenderse la sinonímica de Pródico o aquella frase de Antístenes que dice18 que «el comienzo de la educación es la investigación de los nombres». O, sobre todo, la investigación sobre el significado de las ideas, que se expresan en nombres, y su organización, expresada igualmente en sistemas semánticos: así en diálogos como el Político y el Solista. Sobre todo esto me expresé con cierta amplitud en un artículo publicado hace ya años y titulado «Lengua, Ontología y Lógica en los sofistas y Platón»19 que creo aporta algunas cosas de interés sobre los sis­temas léxicos según Platón. Todo esto tiene precedentes eviden­tes en los sistemas de oposiciones de los presocráticos (Heráclito, pitagóricos). Por otra parte, allí donde menos puede esperarse, una mirada atenta descubre pasajes interesantes desde el punto de vista que en este momento nos ocupa: quiero referirme a otro trabajo mío sobre «La teoría del signo en un pasaje del Banquete platónico»20 en que creo encontrar propuestas platónicas que tienen un traducción lingüística un tanto inesperada en él, den­tro de las teorías sobre el signo. Al hablar de ellas volveré sobre este punto.

En suma, allí donde menos puede esperarse, a priori, se en­cuentra material digno de estudio y con frecuencia dejado total­

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mente de lado en las exposiciones de que disponemos: el lingüis­ta no tiene medios de localizarlo, al filólogo se le escapa. Otras veces, sin embargo, se trata de algo diferente: de material obvia­mente de interés lingüístico y que, sin embargo, no ha sido ex­plotado en la medida de lo posible.

Por poner un ejemplo, algunas referencias hay en las obras generales al Adversus grammaticos del escéptico Sexto Empíri­co, incluso Steinthal se ocupa de él. Pero lo que puede obtenerse para la teoría fonológica y para una concepción de la lengua más unida al «uso» y a la historia de lo que es sólito entre los griegos, es muchísimo más: yo diría que sorprendente. Luego ha­blaré de ello basándome en una tesis de licenciatura presentada en la Complutense de Madrid por Marta Cobos, y realizada bajo mi dirección (1978). Y como digo Sexto Empírico, podría men­cionar otros muchos autores más, y los hay, sin duda alguna, que se me escapan. Por ejemplo, no he encontrado en parte algu­na una referencia a los chistes lingüísticos, de corte cínico, que se encuentran en la Vida de Esopo y de los que, igualmente, hay al­guna mención más abajo.

La verdad es que incluso un gramático tan conocido como Apolonio Díscolo merece todavía hoy un estudio en profundi­dad. Es un autor muy difícil por el cual, desde Steinthal para acá, los historiadores de la gramática griega pasan por encima. Es una suerte que, finalmente, en 1981 haya aparecido una bue­na versión inglesa, la de Fred W. Householder21, que incluye aclaraciones a los lugares difíciles, una bibliografía al día y un índice terminológico. Queda, con todo, mucho trabajo por hacer en Apolonio. Quiero citar a este respecto el Diccionario de la Terminología gramatical griega, de D. Vicente Bécares22. Se re­fiere, por supuesto, a toda la terminología gramatical griega, ocupando Apolonio un lugar importante. Pues bien, para que se vea hasta qué punto está insuficientemente trabajado este cam­po, quiero aludir a la enorme cantidad de vocabulario gramati­cal nuevo que semejante Diccionario añade a los Diccionarios

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griegos generales. Gracias a la amabilidad de su autor he podido disponer de esta obra, antes de aparecer, para el Diccionario Griego-Español, pero me llegó tarde para tenerla en cuenta en el vol. I. Pues bien, comparando la terminología gramatical conte­nida en dicho volumen (por lo demás ya superior a la de los Dic­cionarios anteriores, como él de Liddell-Scott-Jones) con la del Diccionario de Bécares, ha aparecido una gran cantidad de tér­minos nuevos, que se dan en el Suplemento I (que acompaña al vol II) del DGE. Me limito a dar a continuación una relación de esos nuevos términos o acepciones, con su traducción, sin entrar en la ejemplifícación ni dar las citas exactas (las más veces, proce­dentes de Apolonio)23.

άδιαβίβαστος intransitivo.άδιαίρετος inarticulado.άδιάκριτος no cuantiñcado, indiferenciado (del

αιτιώδες, τό άκατάστατος

άκολουθέω

άκΌΐΐ'ώΐ'ητος

άληκτος

άθροισμα άθροιστικώς αιτιατική σύνταξις αΐτιολογική £γκλισις

άδιάπτωτοςάθροισις

número plural); indiferente a la per- sona{del infinitivo). no declinado.reunión, concentración de unidades (en los colectivos).reunión deunidades(en los colectivos), como unidad.construcción con acusativo, modo o subordinación causal, la casualidad.irregular (fe oraciones), τό ά. la irre­gularidad.indiferente (a oposiciones de géneros o casos).concertar (el verbo y la persona), τό ά. lo gramaticalmente correcto (de unaconstrudón).carente de desinenda o terminación (de los nombres de las letras alfa, etc.).

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Téngase en cuenta que todo esto se refiere a una parte minima del léxico, de a a dXXd, y que completa muchas cosas ya recogi­das y conocidas. Incluso el estudio de esta mínima serie de pala­bras nos haría someter a duda y estudio algunas cosas dadas co­mo seguras para Apolonio y otros gramáticos o bien no conoci­das en ellos.

3. Lingüística antigua y fonología

Cualquier persona con formación fonológica que se asome a ciertos textos antiguos, sobre todo a Aristóteles, Poética 1456 b 20, reconoce en los mismos, si bien en forma a veces un tanto desdibujada, una aproximadón a la moderna tóóría del fonema. Sin embargo Mounin24 y Leroy25 no han pasado de afirmar una conciencia del doble plano del lenguaje, concretamente de la existenda de la que Martinet llama segunda articuladón del mis­mo. Pero un trabajo de W. Belardi en un libro ya mendonado26 afirma que en Aristóteles están ya presentes, prácticamente, to­dos los rasgos atribuidos al fonema por la escuela de Praga, co­mo ya arriba dijimos. Creo que tiene razón: es definido como in­divisible, carente de significado y constituyendo unidades signifi­cativas cuando se articulan en un orden dado.

Cierto que en los textos antiguos la palabra habitual στοι- Xetov o ‘unidad’, con frecuencia es usada más o menos indistin­tamente con γράμμα ‘letra’. Ahora bien, existen textos que dis­tinguen muy claramente. Por ejemplo, Melampo, uno de los co­mentadores de Dionisio Tracio, dice27 que στοιχεϊον es una pro- nundadón (¿κφώνησις) y que al lado hay 24 «caracteres» o letras. La triple distindón (letra, nombre de la misma, pronun­ciación) es mencionada en otro lugar próximo28.

Sin embargo, donde más claramente se han sacado las conse­cuencias de una radical distindón entre elementos con valor dis­tintivo y ortografía es en Sexto Empírico. Este autor establece la

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existencia de 10 vocales, cinco breves y cinco largas: el que a ve­ces ( para la e y la o) haya distinción gráfica, a veces (para las otras) no, carece para él de importancia29. Es más: en un pasaje posterior de su obra30 va más lejos al distinguir entre η con cir­cunflejo, agudo o espíritu, porque tienen valor distintivo diferen­te. Observaciones semejantes hace para las vocales breves, según el acento y espíritu. Todo esto sobre la base de la misma triple distinción a que aludíamos más arriba, pero en la cual opone al nombre y la grafía no la pronunciación, sino la «potencia» (8& ναμις)31, lo que es importante. Podríamos traducir por ‘función’.

Todo esto está perfectamente de acuerdo con otras observa­ciones del mismo autor contra las grafías inútiles, es decir, aque­llas que no tienen relevancia fonológica. Es indiferente por ejem­plo, dice, escribir σμίλιον o ίμίλιον (con «sorda o sonora) para designar un bisturí pequeño32. Evidentemente, había una cierta tendencia a marcar el alófono sonoro de la /s/: a Sexto son los fonemas, con su valor distintivo, lo que interesa.

Si pasamos, ahora, a los gramáticos latinos, querría poner de relieve un importante artículo publicado por L. Hernández Mi­guel en la revista Emerítd* y cuyo título es bien significativo: «La descripción distribucional del sistema fonológico del latín según la gramática romana». Partiendo de precedentes griegos en que se habla de la δύναμις ‘función’ y la τάξις ‘orden, distri­bución’ del στοιχεϊον o fonema, Hernández Miguel ha investi­gado detenidamente el uso del ordo o distribución por parte de los gramáticos latinos. Es para ellos igual que la potestas o fun­ción, una característica de la que siguen llamando, a veces, litte- ra, pese a que su elemento fonemático es el que estudia. Son, en definitiva, las restricciones de combinación de vocales, semivoca­les y consonantes, las que son examinadas.

Por otra parte, desde el punto de vista sistemático, hay que decir que las correlaciones de las oclusivas están perfectamente definidas ya en Dionisio Tracio y sus comentaristas; y que hay precedentes desde el mismo Platón.

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Con todos estos datos en la mano no parece arriesgado afir­mar que las líneas generales de lo que es un sistema fonológico eran bien conocidas por los gramáticos antiguos, aunque vacila­ran a veces en ciertos detalles y dejaran cosas sin investigar. Su punto de vista era más estructural y distribucional de lo que ha venido pensándose.

Y hay otros puntos todavía que merecerían atención dentro del estudio de la segunda articulación: así, el de la fonética im- presiva, existente desde el Crátilo por lo menos34 y muy desarro­llada ya en el De compositione verborum de Dionisio de Hali­carnaso.

4. Lingüística antigua y teoría del signo

Que la lengua, en im nivel diferente del fonológico, trabaja con signos, era algo bien evidente para los antiguos. En el Cráti­lo y aun antes aparece el verbo σημαίνω ‘significar’ referido a la lengua35; y luego en Aristóteles el concepto de «signo» se aplica a la lengua en forma muy clara. La polémica sobre si los nombres son «por naturaleza» o «por convención», que viene de los pre- socráticos y la sofistica y sobre la que Platón en el Crátilo toma una posición un tanto vacilante, viendo en definitiva la inade­cuación de esos conceptos a la lengua, lleva a Aristóteles a la cla­ra afirmación de que el nombre es un «símbolo» que «significa» (σημαίνβι) ‘por convención’ (κατά συνθήκην)36. Que se trata de una teoría de la lengua como signo es algo universalmente aceptado.

Ahora bien, las precisiones mucho mayores que hoy en día podemos dar sobre la teoría del signo han hecho que la interpre­tación de las doctrinas de Aristóteles a este respecto, y también las de los estoicos, se haya perfeccionado. Quiero aludir aquí en primer término al libro de E. Coseriu arriba mencionado, Die Geschichte der Sprachphilosophie von der antike bis zum Ge­genwart I, pág. 71 ss., pero también a un trabajo de Elvira Gan-

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gutia igualmente mencionado más arriba y a algunas cosas mías37.

Coseriu ha visto muy bien que Aristóteles describe la doble cara del signo con los términos de φωνή ‘voz’ y πάθημα, que se refiere a experiencias anímicas: el conjunto se refiere a la ‘cosa’, πράγμα. Los nombres son un signo (σήμεl o v ) , pero es inadecua­da la pregunta por su verdad. Todo esto es relacionado por nuestro autor con las doctrinas estoicas, que distinguen entre un significante y un significado, que se identifica con el λβκτόν, que es ya propiamente lingüístico.

Sobre este tema he de remitir al trabajo de E. Gangutia arriba citado, en el que añade la consideración de las doctrinas epicú­reas y escépticas que hacen desaparecer el intermedio entre la ex­presión y la cosa que es el λεκτόν. Por cierto que el estudio de las doctrinas estoicas ha ido ganando continuamente en sutileza y se ha hecho ver, por ejemplo, que pese a su creencia de que la len­gua es «por naturaleza», los estoicos admiten desajustes anoma- lísticos y, en definitiva, la necesidad de un intermedio como el λίκτόν. La bibliografía sobre la gramática estoica ha aumentado mucho: aparte de la más especializada, remito al gran libro de Pohlenz, Die Äoa38, y a la bibliografía del de R. T. Schmidt, Die Grammatik der Stoiker (cf. nota 3). El progreso es grande no só­lo en cuanto al signo, sino también en cuanto a las doctrinas del aspecto y de la oración.

Pero volvamos a la teoría del signo. Quiero recordar aquí un trabajo mío, referente a la teoría del signo en Gorgias de Leonti­nos39, en el que hice ver la clara conciencia de este rétor y sofista, un poco más viejo que Platón, de los desajustes entre la cosa y el pensamiento y entre el pensamiento y la palabra. Steinthal había pasado bastante por alto estas afirmaciones del Sobre el no Ser40 refugiándose en una supuesta falta de sentido de lo subjetivo por parte de los griegos antes de Sócrates. Pienso que he hecho ver que en realidad lo que ofrece Gorgias es una teoría del signo lin­güístico. Τά φροι/ούμει/α, o sea ‘lo pensado’, viene a equivaler a

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una realidad subyacente (τό υποκείμενον) que a su vez es dife­rente de τα δντα ‘el ser*. Tiene a su vez una cara externa, el lógos en cuanto palabra enunciada. Gorgias se anticipó claramente, creo, a la doctrina de Aristóteles. Sólo los estoicos perfecciona­ron esta doctrina en cuanto que consideraron que el significado es algo claramente lingüístico, el XeicTÓv.

Pero Gorgias fue, en otros aspectos, más lejos. Señaló que el logos es un «gran poderoso», un μέγας δυνάστης que cumple obras maravillosas de persuasión. Su Helena desarrolla deteni­damente esta idea. En realidad, toda la doctrina antigua de la re­tórica y aun de la poesía, está basada en ella. Nosotros diríamos: el lenguaje tiene una función impresiva, no sólo una repre­sentativa. Ahora bien, junto a esta referencia del signo al objeto, hay otra al sujeto. En ella está basada la doctrina, también gor- giana y retórica en general, del καιρός u oportunidad: el logos debe ser adecuado al auditorio, sólo así ejerce persuasión. Noso­tros sabemos que el significado es diferente para distintos sujetos o grupos de sujetos y por ello hay que tenerlos en cuenta para hacemos comprender. Por otra parte, no sólo Gorgias, sino so­fistas como Antifonte y otros más están persuadidos de las di­ficultades de establecer la verdad debidas precisamente a esos fac­tores subjetivos.

Estas doctrinas antiguas han sido muchas veces pasadas por alto, por lo menos en sus implicaciones lingüísticas. Un estudio de los textos sofísticos desde este punto de vista resultaría fructí­fero. En los epicúreos, herederos en tantos respectos de la sofisti­ca, se encuentra una conciencia muy viva de que existe comuni­dad de significado dentro de un mismo grupo social41. En reali­dad, el famoso «el hombre es la medida de todas las cosas» pro- tagoreo se ha interpretado, creo que acertadamente, en este mismo sentido social, de acuerdo con la doctrina general sofisti­ca de la diversidad del nómoso ‘convención’42.

De todas maneras, donde más claramente está establecida la relación entre el signo y el sujeto es en el De doctrina Christiana

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de San Agustín. Es notable su definición de la palabra en los Principia Dialectica a él atribuidos como «signo de cada cosa, que puede ser entendido por el oyente y es proferido por el que habla»43.

Éstas son las cosas que, esencialmente, habría que decir para comenzar a establecer una teoría (o conjunto de teorías) antigua del signo. Pero, a partir de aquí, habría que penetrar en la teoría del significado.

5. Lingüistica antigua y teoría de sistemas semánticos y delsignifícado

Como dije más arriba, en obras o pasajes de intención no pri­mordialmente lingüística se encuentran afirmaciones de trascen­dencia lingüística en relación con el tema de los sistemas en que se integran las palabras y con el mismo significado de éstas. Son dos temas difícilmente distinguibles entre sí.

La doctrina predominante, ya lo dije arriba, es la del signifi­cado único de las palabras: sobre los significados sintácticos se ha especulado menos, parece, aunque críticas como la de Protá- goras sobre el uso del imperativo por Homero presuponen la creencia en la unidad de significado. En esa doctrina está funda­da generalmente la doctrina de las oposiciones léxicas, que tam­bién merece estudiarse como precedente de nuestra semántica es­tructural. Pero también aparece aquí y allá la doctrina de la poli­semia de las palabras.

Decía yo más arriba que la búsqueda de Sócrates (del real y del platónico) y las afirmaciones de Pródico se basan en esa doc­trina. Es discutible en qué medida al «definir» una palabra y al declarar a otras sinónimas estos autores se ajustan a la realidad de la lengua o la fuerzan: en otro lugar44 he manifestado mi opi­nión de que esto último es lo más cierto, puesto que la identifica­ción platónica, en el Gorgias y otros lugares, de los conceptos de

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lo justo, bello y bueno (δίκαιον, καλόν, άγαθόν) y de lo injusto, feo y malo (άδικον, αίσχρόν, κακόν) convierte en una sinonimia total la que es solamente parcial.

Desde los tiempos más antiguos la filosofía griega trabaja so­bre sistemas de oposiciones de términos. El libro de G. E. R. Lloyd, Polarity and Analogy 45 está dedicado a este tema. A ve­ces oposiciones simples y aisladas como las de Hesíodo (Tierra y Cielo, Erebo y Noche, Eter y Día, etc.) o las de Heráclito (día y noche, invierno y verano, guerra y paz, etc.) o Pródico son segui­das por una doble serie de términos opuestos, como en los pita­góricos. En realidad, éste es el comienzo del análisis platónico (y luego de las taxonomías científicas, a partir de Aristóteles) a base de dicotomías que luego se subdividen en dos y así sucesivamen­te. El análisis del mundo ideal en los últimos diálogos de Platón y, muy notablemente, en el Político y el Sofista, trabaja con estos principios. La doctrina es que las palabras recubren una realidad fija y unitaria: la división por dicotomías de esta realidad a partir de su principio unitario más alto, se refleja en sucesivas oposicio­nes de palabras. Como he dicho, clasificaciones posteriores que trabajan sobre géneros y especies, están en esta línea.

Si traducimos todo esto al lenguaje de la Lingüística diremos que se trata de oposiciones exclusivas (no privativas ni equipo­lentes) siempre binarias entre palabras con significados únicos.

Ahora bien, cometeríamos un error si creyéramos que es ésta la única doctrina existente en la Antigüedad sobre los sistemas léxicos y sobre el significado de las palabras. Más arriba hice alusión a un pequeño trabajo mío en el que mostraba cómo en un pasaje del Banquete platónico se admitía en la palabra ερως un significado genérico (‘deseo’) y varios específicos, entre ellos el de lo que llamamos «amor». Y también hacía ver la presencia en dicho pasaje de una oposición gradual entre tres términos lé­xicos, «dios», «demon», «hombre», oposición muy enraizada en ciertas doctrinas platónicas.

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Por otra parte, y volviendo al tema de la monosemia o polise­mia, hay que advertir que la όρθότης όνομάτων, la ‘rectitud de significado’ de las palabras, puede entenderse en varios senti­dos46. Por supuesto, en el del significado «verdadero» que es el que pretende la línea de pensamiento que acabamos de mencio­nar. Pero ya he dicho que para los sofistas en su mayor parte las cosas no son así. Ya Antifonte47 negaba la existencia de un signi­ficado unitario. Para Protágoras, cuya posición ya hemos ade­lantado, el concepto de lo recto o correcto, que no es sólo lin­güístico sino sobre todo operativo y utilitario, es algo secunda­rio, a lo que se llega tras un proceso dialéctico y de persuasión. Por otra parte, este sofista admite que la lengua común tiene un uso «incorrecto» pero modificable de los géneros. En cuanto a Gorgias, no cree en un sentido unitario, «verdadero», para todos de las palabras y del lenguaje: de ahí los desajustes y engaños, las oscuridades también48.

Por otra parte, el propio Aristóteles manifiesta muy acertada­mente que existe una polisemia basada en el hecho de que las pa­labras de la lengua son limitadas y la realidad en cambio es infi­nita: remito al excelente comentario de García Yebra a este pa­saje de las Refutaciones sofísticas49. Se ocupó, de otra parte, de diversos aspectos de la lexicografía (sinónimos, glosas, etc.)50 que le acercan a una concepción realista de la lengua. Y lo mismo su­cede con autores como los epicúreos, que basan el dominio de la lengua en la συι/ήθαα o hábito. Pero incluso en los estoicos, pese a que fundan la lengua en la naturaleza, se encuentran cosas de este tipo: basado en la συι/ήθαα Crisipo estudió los desajustes entre la expresión y el contenido, que en cierta medida se refieren a nuestro tema.

Ahora bien, la proliferación de escuelas filosóficas y los cam­bios de orientaciones y tendencias, produjeron en Grecia toda clase de cambios de doctrina. En una época en que florecía ya entre los epicúreos una semántica más social y humana, diría­mos, los cínicos volvían a la tradición antigua de la monosemia y

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la utilizaban para sus chistes y juegos de palabras. En la Vida de Esoptf1 encontramos:

a) Se admite sólo el uso concreto y primario, no el derivado, así cuando le dicen a Esopo χαίρε ‘salve’ (lit. ‘alégrate’) y con­testa «no me duele nada»52.

b) Se rechaza igualmente el uso contextual o implícito, como cuando le piden un lecito y lo lleva vacío de aceite o un barreño y lo lleva sin agua53

c) Se rechaza el singular colectivo: Esopo lleva una lenteja cuando le pidieron φακή ‘lenteja’ (que en griego puede ser ‘lente­jas’)54.

d) En cambio, se admite sólo un sentido pregnante en la anéc­dota55 en que Esopo sólo encuentra ‘un hombre’ (es decir, un verdadero hombre) en los baños.

Se trata, siempre, de sentidos simples, únicos, bien definidos: un retroceso, sin duda.

Como se ve, los antiguos no sólo nos dejaron el modelo de los diversos tipos de diccionarios, sino que sobre léxico y semántica fueron más lejos de lo que dejan reconocer las exposiciones tra­dicionales. Habría que añadir muchas cosas más: los inicios de una análisis semántico componencial en el Crátilo (sobre bases falsas, tal vez presentadas irónicamente; pero el principio está ahí); la que podría llamarse una clasificación de las palabras por campos semánticos en Varrón56; etc.

6. Lingüística antigua y consideración social e histórica dellenguaje

Todas estas teorías, que a veces se nos aparecen como un pri­vilegio y un descubrimiento de la Lingüística moderna, encuen­tran precedentes notables en la Antigüedad, dentro del ámbito de las escuelas que consideran la lengua como un hecho de con­vención, es decir, social y que admiten el anomalismo. En Pla­

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tón, en el Crátilo, se encuentran ya los primeros principios, al menos germinales, de estos puntos de vista.

Nótese que para Protágoras la lengua procede de un acuerdo o unas circunstancias sociales y que admite que esa lengua asi construida y transmitida puede contener errores, inconsecuen­cias. Es reformable con vistas a una regularidad de la forma y el contenido; y él da, es bien sabido, diversos ejemplos en que a un nombre debería dársele un género según él más adecuado o a un nombre una forma más normal en los de su género o en que pro­pone que se cree un nombre femenino dejando como masculino el que es epiceno en griego.

Protágoras es el proponente de una reforma lingüística más radical que la de nuestras Academias, tal vez podamos compa­rarlo con ciertas estandarizaciones del lenguaje en naciones de nueva creación. Lo notable es que después de él, de iguales pun­tos de partida, a saber, una visión de la lengua como producto de convención (historia, diríamos nosotros) llena de anomalías, se saca una consecuencia muy diferente: el uso es el que crea la lengua y el que tiene autoridad sobre ella.

Estas teorías están expuestas sobre todo por los epicúreos: hay ecos sobre todo en Lucrecio, Diógenes de Oenoanda y San Agustín57. En definitiva, la lengua es un hecho social, abierto al cambio58. Ahora bien, donde se encuentran expuestas Con más claridad doctrinas de este tipo, que por lo demás ya dije que ha­bían dejado huella incluso en los estoicos, es en el escéptico Sex­to Empírico. Leyendo su Contra los Gramáticos, dirigido contra los analogistas, se encuentran cosas que sorprenden por su mo­dernidad. Nos dice claramente59 que es el uso el criterio de co­rrección: habla bien el griego el que estáusado (Tpißete) a la costumbre, no el que sabe la analogía. No hay φύσις o naturale­za: a unos les parece buen griego una cosa, a otros otra, y es el uso o costumbre el que decide, de él salen las reglas. El propio Homero lo que hacía era seguir el uso contemporáneo; pero imi­tarlo ahora es perfectamente ridículo.

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Son cosas bien poco conocidas, que yo al menos no encuentro en los tratados sobre Lingüística antigua y que representan, aun­que germinalmente, una línea no disímil de puntos de vista nues­tros bien conocidos. La similitud aumenta si se tiene en cuenta que Sexto combate un punto de vista que es a su vez paralelo al de concepciones modernas que piensan factible desarrollar toda una lengua a partir de un conjunto de fórmulas (pienso en los transformacionalistas, pero ya antes en la escuela de Copenha­gue). Ese punto de vista que Sexto combate es, naturalmente, la doctrina de la Analogía: la idea de que una lengua, el griego, puede concebirse como un desarrollo de unas cuantas reglas re­gulares. Cito a Sexto60: «Los gramáticos quieren, tras reunir al­gunos preceptos universales, juzgar desde ellos cada nombre en particular para ver si es correcto o no. Pero no pueden hacer esto porque no se está de acuerdo en que es universal lo que lo es se­gún ellos, ni tampoco en que se salve su naturaleza universal al aplicarla al detalle».

También en Varrón, que bebe en la tradición estoica, apare­cen explicaciones sociales e históricas de hechos de anomalía: di­ce, por ejemplo61, que antiguamente la «paloma» era un nombre epiceno columba, pero desde que se crían como aves domésticas hay una mase, columbus y un fem. columba.

Conviene no dudar, de todas maneras, que la doctrina cen­tral, por así decirlo, sobre el papel social de la lengua es, en la Antigüedad, la de la corrección lingüística, cuyo fundamento se sitúa en la analogía, la tradición y el uso. Remito a un importan­te libro de E. Siebenbom62. Tiene también esta posición un evi­dente interés actual, como precedente de nuestras Academias y demás intentos de hacer el mundo movedizo de la lengua un ins­trumento válido de comunicación a través del tiempo y de las va­riantes sociales e individuales.

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7. Otros rasgos de la lingüística antigua.Conclusión

He dado algunos ejemplos de aspectos de la teoría lingüística en los que encontramos en la Antigüedad avances mayores que los comúnmente imaginados: bien avances recogidos por la bibliografía que, pese a la ausencia de nuevas síntesis, va todos los años apareciendo, bien otros que pienso que podrían ganarse aplicando nuevos criterios o investigando nuevos materiales.

Para terminar, quiero decir simplemente que se trata de unos cuantos ejemplos y que podría intentarse multiplicarlos. Voy a decir algunas cosas, solamente, sobre las clasificaciones gramaticales.

Es de sobra conocido que una gran parte, la mayor, de las clasificaciones gramaticales que seguimos usando, incluso de las que usan las escuelas que se consideran más avanzadas, son de origen griego. Cierto que algunas de ellas son criticables y que a veces, en la misma descripción de la lengua griega, hemos avan­zado: así, cuando hemos centrado la oposición de las voces en la activa y media, evitando una serie de confusionismos de la gra­mática antigua63.

La gramática de los griegos está centrada, como se sabe, en la palabra y el paradigma. Era esto, sin duda, lo más adecuado a la estructura de la lengua griega: una descripción basada en el mor­fema o monema habría sido prácticamente imposible64. El siste­ma de clasificaciones a que se llega, tras algunas vacilaciones ini­ciales como la de incluir o no el vocativo en el sistema de los ca­sos, es bastante estable. Lo que más se le ha objetado es utilizar un criterio mixto, entre semántico y formal, y a veces dar una se­mántica demasiado «lógica» (así la definición de algunas partes de la oración) o bien floja o aun inexistente (definiciones de los casos, falta de definición de los modos en Dionisio Tracio).

Hay que decir que muchas de estas críticas son acertadas. De todas maneras, el combinar en una definición los rasgos semán­ticos y los formales, como hace, por ejemplo, Dionisio Tracio al

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definir el nombre, no parece en sí criticable. Las definiciones lin­güísticas siguen siendo para nosotros un gravísimo problema: es muy frecuente que no coincidan los rasgos semánticos, los for­males y los distribucionales de una manera absoluta. El intentar dar una semántica y, al tiempo, un sistema de categorías (expre­sadas por la forma) no parece, en principio, incorrecto. Aunque sí es irregular, desde luego, el proceder de una manera diferente en ocasiones diferentes.

De todas maneras, hay que reconocer que el criterio formal es el predominante, y que ¿ te ha sido reconocido como el más sa­no y menos expuesto a errores por una serie de lingüistas moder­nos. Los gramáticos latinos heredaron esta tradición y habría que estudiar el detalle de su empleo por ellos, que tenían frente a sí una lengua diferente de la griega y que les planteaba por ello problemas numerosos. Como ejemplo del trabajo a,hacer en este campo de la definición formal, llamo la atención sobre un artí­culo de Hans-Joachim Hartung sobre los impersonales latinos65.

En general puede decirse que son más acertadas las clasifica­ciones de las clases y subclases de palabras, las categorías y fun­ciones que se establecieron, que la manera de formularlas. De to­das maneras, hay ocasiones en que la manera de proceder de los antiguos, en lo que respecta a significados gramaticales, es mu­cho más estructural y exacta de lo que a primera vista parece. Así, si Aristóteles opone el caso nominativo a los demás, en defi­nitiva lo convierte en genérico frente a los específicos. En cuanto al verbo, el sistema estoico, que Steinthal entendió mal y que ya Dionisio Tracio embrolló, representa un claro sistema en que se involucran oposiciones binarias de aspecto y tiempo. No es mu­cho lo que hay que corregir aquí, salvo la descripción más deta­llada de los significados y el establecimiento de los usos neutros.

Como digo, es más deficiente la exposición del sistema que el sistema expuesto. Pero hay que tener en cuenta que nuestras fuentes principales son Dionisio Tracio y Apolonio (éste poco estudiado, por lo demás), que son manuales prácticos bastante

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distintos del progreso realizado teóricamente. A veces podemos apreciar éste a partir de los autores anteriores que hemos venido mencionando, o de los estoicos (por otra parte, igual que los epi­cúreos, conocidos por resúmenes y referencias insuficientes) o de autores latinos como Varrón o San Agustín.

Nos hallamos, pues, ante las ruinas de los varios sistemas gra­maticales de la Antigüedad. Pero estas ruinas son susceptibles, pese a todo, de ulterior explicación. En parte está ya haciéndose. Con frecuencia, nos quedamos admirador al hallar anticipos y vislumbres que no esperábamos y al alegar esa imagen de cosa elemental y pedestre o bien puramente logicista, que produce, vista de lejos, la Gramática antigua. Hallamos también nuestras mismas aporías y contradicciones, los puntos de vista diferentes que surgen cuando se estudian cuestiones de lenguaje. Incluso encontramos de cuando en cuando atisbos que nos pueden ser útiles. En fin, tras tanta mirada despectiva, hoy estamos en me­jores condiciones que nunca para intentar hacemos una idea más clara de las teorías lingüísticas de los antiguos y, sin abdicar de una postura crítica, ver lo que en ellas puede haber de útil y permanente.

Notas

1.- La 2* ed. es de 1890-91, reproducida anastáticamente por Olms en Hil- deshaim, 1971.2.- H. Pedersen y H. W. Spargo, The Discovery o f Language, Bloomington 1962, pág.l (citado por Feliciano Delgado, «Gramática clásica, gramática española, historia de la Lingüistica» RSEL 7(1977)81-96).

3.- R. T. Schmidt, D ie Grammatik des Stoiker, Braunschweig 1979 (trad, alemana de la Storicorum Grammatica, Halle 1839, reimpr., Amsterdam 1967).

4.- Trad. esp. Historia déla Lingüistica, Madrid, Gredos, 1971.

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5,- Trad. esp. Breve Historia de la Lingüística, Madrid 1975 (ed. original, Bloomington 1967).6,- Trad, esp., Madrid, Gredos, 1981.7,- Madrid, Gredos, 1975, la ed. alemana es de 1969.8,-1* ed., Tubinga 1970.9,- Madrid, C. S. I. C„ pp.3-60.10,- «Gramática clásica, gramática española, historia de la lingüísica», RSEL 7(1977)81 -96.11,- «Die Beschreibung der eigenen Sprache bei den Griechen», Acta Lin­güística Hungariza 23(1973)327-353.12,- A rchiv fü r das Studium der neueren Sprachen und Literaturan 204(1967)81-112.13,- Problem idicultura lingüistica della Greda antica, Roma 1972, p.l 19.14,- «La deixis selon Zénon et Chrysippe», Phronesis 20(1975)421-446.

15,- Sobre el origen de la teoría de los casos cf. Ana Agud, Historia y teoría de ¡os casos, Madrid, Gredos, 1980, p.Slss.16,- Cf. F. Murr, «Miscelánea lingüistica», RSEL 12(1982)247ss.17,- 399 a-betc. Cf. Pfeiffer, ob. d t., p.l 19ss.18,- Fr. 38 Decleva Caizzi.19,- Recogido aqui, pp.l 13ss.

20,- Recogido aqui, pp.391ss.21,- The Syntax o f Apollonius Dyscolus translated and with comen tary by —, Amsterdam, Jon Benjamins. Véase la posterior traducción de V. Bécares, Ma­drid, Gredos, 1987 y mi reseña en Saber Leer 8(1987)10-11.22,- Salamanca, Universidad, 1985.23,- Remito para estos datos al DGE, vol Π, Madrid 1986.24,- Ob. cit., p.93ss.25,- M. Leroy, «Théories linguistiques dans l’antiquité», Les Études Oassi- ques 41(1973)388.

26,- «La conceziones aristotélica del fonema», Problemi d i cultura lingüisti­ca nella Greda antica, Roma 1972, pp. 119-135.

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P a la b r a s e id ea s

27,- En la ed. de Bekker, An. Gr. Π, pp.774.28,- Bekker, An. Gr. Π, pp.773, cf. también Diógenes Laercio 7.57.29,· Sexto, Adv. Gramm. 100 s.30,- Ob. cit., 113-114.31,- Ob. cit., 99.32,- 173-174.

33,- 49(1981)149-177.34,- Aunque lo niega Belardi, Protíem i d i cultura... cit., p.lss.

35,- Cf. por ej. Crat. 393 a, 437 c; cf. antes, menos precisamente, Heráclito 93 D-K.

36,- Cf. D einterpr. 16 a-b. Cf. también El. Soph. 165 a.37,- Sobre Aristóteles lingüista cf. a más del libro de W. Belardi ya citado, otro del mismo autor Π linguagffo nella filosofía, d i Aristotele, Roma 1975; R. McKeon, «Aristotle’s conception of language and the Arts of language», CPh 41(1946)193-206 y 42(1947)21-50; etc.38,- Gotinga, 3* ed., 1964,I, p.37ss.39,· «La teoría del signo en Gorgias de Leontinos», recogido aqui, pp.97ss.40,- Steinthal, ob. a t., p.ll4ss.

41,- Cf. E. Gangutia, ob. d t., p.44.42,- Cf. «Lengua, ontologia...» d t., aqui, pp,113ss.

43,- Cf. E. Gangutia, ob. d t., pp.55ss.44,- «Lengua, ontologia...» d t.AS.- Cambridge, 1966.46,- Cf. últimamente E. Siebenborn, D ie Lehre von der Sprachrichtigkdt und ihren Kriterien Studien zur antiken nonnativen Grammatik, Amster­dam 1976.47,- Fr. 1 D.-K.48,- Helena 11.49,- 165 a. Cf. V. Garcia Yebra, «¿Τό 2ι> σημαίΐ'€ΐι>? Origen de la polisemia según Aristóteles» R SE L 11(1981)33-50.

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F r a n c is c o R o d r ig u e z Ad r a d o s

50,- Cf. Pfeiffer, ob. d t., ρ.151.5 1 Cito por la edidón de B. E. Perry, Aesopica, Urbana, Illinois, 1952 (Vita G).52,- 24, cf. varios ejemplos más en el mismo cap.

53,- Caps. 38 y 39.54,- Cap. 40.55,- Cap. 65.56,- L. L. 7.1-72, palabras de espado, 72-108, id. de tiempo; cf. E. Gangu- tia, ob. d t., p.51.57,- Cf. E. Gangutia, «El pasaje lingüístico de Diógenes Oenoanda», Eiveri- ta 49(1981)343-352.58,- Cf. P. H. De Lacy, «The Epicurean Analysis of Language», AJPh 9(1939)95ss. y E. Gangutia, «Teorías semánticas...» d t., p.42ss.

59,- Ob. d t., p.l81ss.60,- 221 s.

61,- L. L. 9.3862,- Citado supra, nota 46.63,- Cf. C. Garda Gual, E l sistema diatético del verbo griego antiguo, Ma­drid, C.S.I.C. 1970, p. Iss.

64,- Cf. F. Villar y J. López Faca!, «la morfología griega y la segmentadón en morfemas», Emerita 36(1968)199-212.65,- «Die grammatische Theorie der Verba Impersonalia», RbM 118(1975)345-361.