RUDE. Ilustración y Rev Francesa

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RUDE, GEORGE. Europa en el Siglo XVIII; La aristocracia y el desafío burgués. Cap. X: "Ilustración" (pp.194 a 215) Cap. XV: "¿Porqué hubo una revolución en Francia?" (pp. 299 a 313). Si existe alguna duda sobre las realizaciones artísticas y literarias del siglo XVIII . no puede haber ninguna acerca de su importancia en I ÍI 1-iismt-ia de las ideas. Fue, realmente, una época de sobresaliente vigor intelectual que se difundió por la mayor parte de Europa —una época que los franceses llamaron le siécle des lamieres, los ingleses the Enlightenment, los alemanes die ¿\ujklarung, los italianos ; lian:, y los españoles el siglo de las luces] Un su amplio contexto, la Ilus- tración abarcó casi todas las ramas de conocimiento: la filosofía, las ciencias naturales, físicas y sociales, y su aplicación en la tecnología, la educación, el derecho penal, el gobierno y el derecho internacio- nal. ¡En las ciencias físicas, fue la época de Eulcr en Suiza, de Lomo- nosov (también poeta) en Rusia, del pararrayos de Franklin en Amé- rica, de la Mécanique analytique, de Lagrange, una obra cuya impor- tancia sólo ha sido superada por los Principia, de Newton, en la historia de la mecánica; y de los experimentos de Galvani y de Vol- ta (1783), que condujeron, una docena de años después, al descubri- miento de la electricidad. En la química, Joseph Black descubrió el calor latente (y posteriormente el aire fijo), que ayudó a James Watt a crear su condensador separado; mientras, Cavendish descu- bría el hidrógeno (1760), Priestley el oxígeno (177-1), y Lavoisiei combinaba los dos elementos revelando las propiedades del aire y del agua, y en su Traite élémentaire de chimie (1789) exponía por pri- mera vez el principio de conservación de la materia. En botánica L.inneo, un sueco, reunió su gran colección de plantas y escribió su 194 w . Ilustración 1 9 5 K\itenia tiaturae (1735); mientras que Réamur escribió su Histoire -'melle des ir.sectes ( 1732-42), y Buífon, director del Jardin des Plantes s<> muy vendida Histoire naturelle (1778), que hizo pedazos } antiguos mitos y anticipó modernas teorías sobre la historia de ¡i tierra. En psicología de las sensaciones, Diderot escribió sus Lettres tur les avéneles (1749), Condillac su Traite des sensations en 1754, •• Uelvciius su De Tesprit en 1758. En filosofía, Hume escribió Tra- /,;.,'<> sobre la naturaleza humana (1739-40); Voltaire publicó su Dic- lionñairc pbilosophique en 1764; y, en Kónigsberg (Prusia), Kant es- itibió sucesivamente la Metafísica de la moral en 1775, la Crítica de !.; razón pura en 1781, la Crítica de la razón práctica en 1788, y la Critica del juicio en 1790. Fue una ¿poca todavía más rica en la especulación en las ciencias sociales. Empezó con el gran tratado de Vico sobre filoso! ía de la historia, Scienza nuova, en 1725, seguido por los escritos históricos de Voltaire en Francia, de Hume y Robertson en Escocia, y de Gibbon en Inglaterra. En derecho penal, nos encontramos con De los delitos ; de las penas, de Beccaria (1764). En la nueva ciencia de la econo- mía, Quesnay escribió su Tablean économique, la Biblia de los fisió- cratas, con su defensa de un impuesto único sobre la tierra, en 1758; y en 1776, Adam Smith predicó en favor del libre cambio y del fin ..leí mercantilismo en La riqueza de las naciones. Sobre la educación, aparecen el Linde, de Rousseau (1762) y el Es sai d'éducation nationa- /*, de La Ch.ilotais ( 1763); en la crítica literaria, el Laconte, de Lessing (1766), y la Tilosofia de la historia y de ¡a cultura, de Her- der (1775); y sobre el gobierno y las ideas políticas, De l'esprit des [oís, de Montesquieu ( 1748), y Discours sur l'iuégalité (1755) y Du contra/ social (1762), de Rousseau. Entre estos escritores y pepsadores, había muchos —aunque no todos los que aparecen en esta lista— que recibieron el nombre de pbilosophes o «filósofos». El término, por supuesto, es originario tic branda; y entre los pbilosophes, los más activos y, en muchos as- pectos, los más influyentes eran franceses: hombres como Montes- quieu, Voltaire, Rousseau, Diderot, d'Alembert, Holbach, Buffon, Helvétius, Condillac, Raynal, Turgot y Condorcet (por citar la docena de nombres más conocidos entre ellos). Pero hubo otros en varios países que recibieron también este nom- bre, aunque muchos de ellos se encontraban en un nivel inferior: entre otros, Beccaria, en Italia; Robertson, Hume y Adam Smith, en Escocia; Gibbon y Bcntham, en Inglaterra; Franklin y Jefferson, en Norteamérica; Kant[ Lessing, Grimm, Mendelssohn, Goethe (v po- siblemente HercIeTy Wieland), en Alemania; Vattel, en Suiza; Kolla- taj, en Polonia; y Eomonosov, en Rusia; mientras otros sostenían que

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Capítulos X y XV del libro de George Rude "Europa en el siglo XVIII"

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RUDE, GEORGE. Europa en el Siglo XVIII; La aristocracia y el desafío burgués. Cap. X: "Ilustración" (pp.194 a 215) Cap. XV: "¿Porqué hubo una revolución en Francia?" (pp. 299 a 313).

Si existe alguna duda sobre las realizaciones artísticas y literarias del siglo X V I I I . no puede haber ninguna acerca de su importancia en I Í I 1-iismt-ia de las ideas. Fue, realmente, una época de sobresaliente vigor intelectual que se difundió por la mayor parte de Europa —una época que los franceses llamaron le siécle des lamieres, los ingleses the Enlightenment, los alemanes die ¿\ujklarung, los italianos ; lian:, y los españoles el siglo de las luces] Un su amplio contexto, la Ilus-tración abarcó casi todas las ramas de conocimiento: la filosofía, las ciencias naturales, físicas y sociales, y su aplicación en la tecnología, la educación, el derecho penal, el gobierno y el derecho internacio­nal. ¡En las ciencias físicas, fue la época de Eulcr en Suiza, de Lomo-nosov (también poeta) en Rusia, del pararrayos de Franklin en Amé­rica, de la Mécanique analytique, de Lagrange, una obra cuya impor­tancia sólo ha sido superada por los Principia, de Newton, en la historia de la mecánica; y de los experimentos de Galvani y de Vol-ta (1783), que condujeron, una docena de años después, al descubri­miento de la electricidad. En la química, Joseph Black descubrió el calor latente (y posteriormente el aire fijo), que ayudó a James Watt a crear su condensador separado; mientras, Cavendish descu­bría el hidrógeno (1760), Priestley el oxígeno (177-1), y Lavoisiei combinaba los dos elementos revelando las propiedades del aire y del agua, y en su Traite élémentaire de chimie (1789) exponía por pri­mera vez el principio de conservación de la materia. En botánica L.inneo, un sueco, reunió su gran colección de plantas y escribió su

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K\itenia tiaturae (1735); mientras que Réamur escribió su Histoire -'melle des ir.sectes ( 1732-42), y Buífon, director del Jardin des

Plantes s<> muy vendida Histoire naturelle (1778), que hizo pedazos } antiguos mitos y anticipó modernas teorías sobre la historia de ¡ i tierra. En psicología de las sensaciones, Diderot escribió sus Lettres tur les avéneles (1749), Condillac su Traite des sensations en 1754, •• Uelvciius su De Tesprit en 1758. En filosofía, Hume escribió Tra-/,;.,'<> sobre la naturaleza humana (1739-40); Voltaire publicó su Dic-lionñairc pbilosophique en 1764; y, en Kónigsberg (Prusia), Kant es-it ibió sucesivamente la Metafísica de la moral en 1775, la Crítica de !.; razón pura en 1781, la Crítica de la razón práctica en 1788, y la Critica del juicio en 1790.

Fue una ¿poca todavía más rica en la especulación en las ciencias sociales. Empezó con el gran tratado de Vico sobre filoso! ía de la historia, Scienza nuova, en 1725, seguido por los escritos históricos de Voltaire en Francia, de Hume y Robertson en Escocia, y de Gibbon en Inglaterra. En derecho penal, nos encontramos con De los delitos ; de las penas, de Beccaria (1764). En la nueva ciencia de la econo­mía, Quesnay escribió su Tablean économique, la Biblia de los fisió­cratas, con su defensa de un impuesto único sobre la tierra, en 1758; y en 1776, Adam Smith predicó en favor del libre cambio y del fin ..leí mercantilismo en La riqueza de las naciones. Sobre la educación, aparecen el Linde, de Rousseau (1762) y el Es sai d'éducation nationa-/*, de La Ch.ilotais ( 1763); en la crítica literaria, el Laconte, de Lessing (1766), y la Tilosofia de la historia y de ¡a cultura, de Her-der (1775); y sobre el gobierno y las ideas políticas, De l'esprit des [oís, de Montesquieu ( 1748), y Discours sur l'iuégalité (1755) y Du contra/ social (1762), de Rousseau.

Entre estos escritores y pepsadores, había muchos —aunque no todos los que aparecen en esta lista— que recibieron el nombre de pbilosophes o «filósofos». El término, por supuesto, es originario tic branda; y entre los pbilosophes, los más activos y, en muchos as­pectos, los más influyentes eran franceses: hombres como Montes­quieu, Voltaire, Rousseau, Diderot, d'Alembert, Holbach, Buffon, Helvétius, Condillac, Raynal, Turgot y Condorcet (por citar la docena de nombres más conocidos entre ellos).

Pero hubo otros en varios países que recibieron también este nom­bre, aunque muchos de ellos se encontraban en un nivel inferior: entre otros, Beccaria, en Italia; Robertson, Hume y Adam Smith, en Escocia; Gibbon y Bcntham, en Inglaterra; Franklin y Jefferson, en Norteamérica; Kant[ Lessing, Grimm, Mendelssohn, Goethe (v po­siblemente HercIeTy Wieland), en Alemania; Vattel, en Suiza; Kolla-taj, en Polonia; y Eomonosov, en Rusia; mientras otros sostenían que

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formaban parte del grupo, y por cortesía se les aceptaba a veces: por ejemplo, Federico de Prusia y Catalina de Rusia. Los pbilosophes no tenían en común ningún programa o manifiesto. Lo más cercano a un programa fue la Encyclopédie, ott Dictionnaire raisonné des arts publicada por Diderot y d'Alembert en 17 volúmenes entre 17JI y 1772, y a la que contribuyeron muchos de los principales pbilo­sophes: Montesquieu escribió sobre el «gus to» , Voltaire sobre «esprit» y literatura, Helvétius sobre religión, y Rousseau sobre mú­sica. Además, había importantes diferencias entre ellos. Vico y Montesquieu, por ejemplo, sostenían puntos de vista gradualistas y evolucionistas sobre la historia, que la mayor parte de los pbilosophes posteriores no aceptaban. Ni Voltaire ni Hume —ni , en este campo Gibbon ni Kant— compartían las concepciones de Rousseau, o de Turgot o Concorcet sobre el progreso humano y la perfectibilidad del hombre: Voltaire, en particular, sufrió una conmoción en su creencia en el progreso como consecuencia del terremoto de Lisboa de 1755, y en el Candide, que escribió unos años más tarde, se es­forzó en atacar el optimismo de la filosofía de Leibniz. Diderot, Holbach y Helvét ius eran materialistas o ateos, mientras que Vol­taire, a pesar de los agudos dardos que lanzó contra l'Infáme, con­tinuó siendo deísta durante toda la vida, y Rousseau, como vere­mos, llegó a amenazar con la muerte a los disidentes de la religión civil expuesta en el Contrato social. La disputa entre Voltaire y Di­derot tomó también otras formas: mientras Voltaire era un devoto partidario de la visión mecánica del universo de Newton, Diderot, como Buffon, era favorable a las ciencias de la vida, y consideraba al movimiento como «la esencia de la mater ia» , y al mundo y la sociedad en un estado de constante flujo. No obstante, Voltaire y Diderot unieron sus fuerzas contra Rousseau, al que consideraban los dos un alma perdida: Voltaire desacreditando el Contrato social, y Diderot ridiculizando el Emilio. De hecho, Rousseau, al menos en Francia, era el inadaptado por excelencia.) Mientras los pbilosophes, en general, eligieron a la razón como su guía, Rousseau replicó ante­poniendo el instinto natural, la «sensibi l idad» y las virtudes del hom­bre primitivo; y mientras los demás eran urbanos, cosmopolitas y habitúes de los salones y de la sociedad elegante, Rousseau fue siem­pre el promeneur solitaire, que consideraba a la sociedad como una influencia corruptora y, después de una breve incursión en los salo­nes, los evitó como la peste. 1

Pero incluso con estas diferencias, los pbilosophes tenían ciertas . cualidades distintivas de pensamiento en común. Todos ellos ponían

en entredicho los supuestos básicos que sus contemporáneos habían heredado del pasado, ya fueran filosóficos, teleológicos o políticos.

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u i Ilustración I f F-an generalmente hostiles a la religión organizada o revelada, yjodos I 1 'aban el bárbaro dogma eelesiastico^éT~pecado originaTDaban I , ! Í7fexp ícaaon racional, no teológica ni mística, del mundo.y de la

Tvjcicncia del hombre y su lugar en la sociedad; porque (según afir-¡ ~ Frnest Cassirer)| estaban convencidos de que «e l entendimiento í ¡ ,„ n ) ; ino es capaz por su propio poder, y sin recurrir a la ayuda ' sobrenatural, de comprender el sistema del mundo»JJ Su optimismo \ [visico con tespecto a la capacidad del hombre para dominar la na­

turaleza y para comprender el mundo y la sociedad en los que vive les inclinaba también a un optimismo —aunque ésta no fue, como hemos visto, una cualidad compartida por todos ellos— sobre el futuro del hombre, su perfectibilidad y la posibilidad de felicidad. Además , aunque no fueron políticos prácticos (con la excepción de Turgot), tampoco fueron filósofos de café que se dedicaran a explicaciones abstractas o metafísicas: su «filosofía» era práctica y empírica, y la utilizaban como un arma de critica social" y política, p intentaban persuadir a olios, fueran gobernantes o gobernados, para que pensa­ran y actuaran igual. Los mismos pbilosophes eran muy conscíenfes de ese elemento empírico, didáctico y de cruzada en su pensamiento y comportamiento, y se enorgullecían de ello. En Konigsberg, en 1784, Kant definía la Aufklarung como una «revuelta contra la supersti­ción», y acuñó el lema Sapere at/de, «Atrévete a saber». Turgot escri­bió a Hume que les lumieres significaba la capacidad de cono­cer «las verdaderas causas» . Diderot creía que los pbilosophes debían estar unidos por su común «amor a la verdad, pasión por hacer el bien a los demás, y gusto por la verdad, la bondad y la bel leza» . Para Condorcet, los filósofos eran hombres «menos preocupados por descubrir la verdad que por propagarla», que «encuentran su gloria en destruir el error popular, más que en hacer retroceder las fronteras del conocimiento»; y su grito de batalla debería ser «razón, toleran­cia, humanidad».

¿_De esta forma, los pbilosophes formaban una élite consciente de sí misma, un pequeño grupo de hombres ilustrados y entregados, que se proponían convertir a otros de su tipo tanto por sus ideas como por la fuerza de su ejemplo. Al ser una él ite, su filosofía tenía sus limitaciones sociales: tenían poco que decir para confortar a los po­bres y, como Robespierre dijo más tarde, en son de queja, mostraron poca preocupación por «los derechos del pueblo». «No es a los tra­bajadores a los que hace falta educar —escribió Voltaire—, sino a los buenos burgueses, a los comerciantes»; y también Holbach y Di -

1 Citado por A. V. Judges, «Educational Ideas, Practice and Instimtions». en New Cambridge Modera History, V I H , p. 143.

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derot, admitieron que escribían únicamente para un público educado Y en un capítulo posterior veremos cómo Turgot (con el apoyo de Voltaire) puso su lealtad a los principios fisiocráiicos por cnci-

j- nía del abastecimiento de pan barato para los pobres. J^\~s [Como todos los pensadores, los pbilosophes tenían sus antcp.ts.i-

j * l p V s ^X ^ o s intelectuales: sus ideas, tanto en la filosofía como en las cien-^) v ' f t . cías tísicas o sociales, derivadas en_gran medida de las de escrito-

0 res y pensadores del siglo anterior. De ellos, unos cuantos eran ^ j - 5 franceses,.(^escaFteá) en su Discottrs de la métbode (1651), enseñó,

con su máxima Cogito ergo sum, oue se podía alcanzar la vcul.u! mediante el razonamiento lógico. Pero trazó una tajante división entre el intelecto y la fe; la fe se encuentra fuera del reino de la razón; de este modo, para tranquilizar a la Iglesia, dejó a la religión y a la Biblia intactas. Sin embargo, Pierre Bayle, un francés residente en Amsterdam, reanudó la argumentación donde la había dejado Des­cartes; y en su Dictionnaire historique et critique (1697) aplicó el escepticismo cartesiano y el método científico al estudio de h historia y de la Biblia. Así pues, el campo quedó franco para expío raciones posteriores y sin barreras. Pero fueron los antepasados ingle ses, más que los franceses, quienes proporcionaron a los philosoph sus municiones principales. «S in los ingleses —escribió Grimm— razón y la filosofía seguirían viviendo en la más desdeñable inf; cia en Francia» ; y añadía que tanto Montesquieu como Voltaire «er.u discípulos y seguidores de los filósofos y grandes hombres ingle­ses» J . En primer lugar, se encontraba FrancisCBacoh^el gran prota-gonista del razonamiento inductivo, la ciencia experimental y la inves­tigación empírica. «El verdadero y legítimo objetivo de las cien­cias •—escribió Bacon con palabras que podían haber sido el propio manifiesto de los pbilosophes— no es más que éste: que la vida humana sea enriquecida con nuevos descubrimientos y poderes» . Igualmente importante en esta prosapia era Sir Isaac Newton, el ma­temático y astrónomo, autor de los Principia, o Principios Matemá­ticos de la iilqsoHa natural (1687), y de la Optica (1704). En los Principia,(^evvlíon^propuso las leyes que gobiernan los movimientos de la Tierra y de los cuerpos celestiales; y en su ley de la gravitación demostró que la gravedad está directamente relacionada con la den­sidad de la materia, y que los cuerpos se atraen mutuamente en pro­porción a la cantidad de materia que contienen. Así pues, los fenó­menos de la naturaleza y los misterios del universo quedaban redu-

2 Citado por P. Gay, The Enlightenment. An Interpretación, Nueva Yoik, ¡ 1966, p. 12.

3 Gay, Enlightenment, p. 312.

mran-« e r a n

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j03 a unos principios matemáticos simples y universales. La j e r -^ ' i i ran influencia —esta vez en las ciencias sociales— era({Locke^ |V, l e había publicado sus dos Tratados sobre el gobierno civüy su Ensayo sobre el entendimiento humano en 1690. En sus Tratados, 1 ocle tornó d e C ü o j í e s e l a teoría del «contrato social», por la cual

..oponía que el gobierno civil había surgido de un contrato entre t4 gobernante y sus subditos. Pero mientras ,Hobbes sostenía que i ; l contrato significaba la entrega total de los derechos_de los sub­ditos a la soberanía incontestable del gobernante, para'Locke ¡el con­trato era un acuerdo con obligaciones mutuas: los subditos debían tésT/etar la soberanía del gobernante, pero éste a su vez debía res­petar sus libertades y derechos de propiedad; en caso contrario, el contrato podía ser denunciado. (De este modo Locke justificó, post ¡acto, la «revolución gloriosa» de 1688). Locke puso también en su Ensayo los fundamentos de la moderna psicología de las sensaciones. \ J.a mente, enseñaba, es una tabula rasa, sobre la cual todas las im- ; presiones y experiencias son impresas por los sentidos, no por cua­lidades innatas o heredadas, ni por los accidentes del nacimiento. I )e aquí se puede inferir que todos los hombres llegan al mundo igua­les en potencia, todos igualmente sujetos a la influencia formativa del ambiente en que viven. '

EuefyVi.lt.iiie^el primero que popularizó estas obras en Francia. Exiliado de París en 1726, volvió dos años más tarde después de una larga estancia en Inglaterra e hizo partícipes a sus compatriotas, en sus Lettres philosophiques (1734), de lo que había aprendido de Bacon, Newton, Locke y los deístas ingleses. Convertido en deísta y ncwtoniano, fueron estas ideas las que expuso con más interés. Al principio hubo una dura lucha, debido a que la Academia fran­cesa estaba profundamente comprometida con la física cartesiana que Newton, en sus Principia y Optica, había intentado destronar. Sólo veinte años más tarde, « l a fureur de l 'attraction» triunfó en Pa­rís, desde donde se difundió por toda Europa. Se extendió con mayor rapidez porque[los pbilosophes y sus asociados, aunque no fueran científicos, sostenían que si los misterios y el caos del universo estaban sometidos a la armonía de la ley natural, ¿por qué no tam­bién las relaciones sociales del hombre y sus instituciones polít icas? A l mismo tiempo, el tema se vio reforzado aún más por la invasión simultánea del continente, en una gran ola de anglomanía, por las obras de Bacon y Locke. \

Los pbilosophes no ^tardaron mucho en aprender sus lecciones. En 1738, Voltaire escribió los Eléments de la philosophie de Newton, al que siguió cinco años más tarde la más profesionalmente newto-niana Théorie de la figure de la Ierre, de Maupertuis. En 1749, Di -

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derot, siguiendo las enseñanzas de Locke sobre la relatividad del co­nocimiento, sostuvo en su Lettre sur les aveugles, que la moralidad era igualmente una cuestión de ambiente y, en consecuencia, también relativa. Cinco años más tarde, el Abbé Condillac recogió el argu­mento en su Traite des sensations. «Las ideas —escr ibió— de nin­guna manera nos permiten conocer las cosas como son realmente: simplemente las representan en términos de su relación con nosotros»-*, y más adelante: « lo bueno y lo bello de ninguna manera son abso-' lutos; están relacionados con el carácter del bombre que los juzga y con la manera en que éste está organizado». Ya no quedaba más que un pequeño paso para aplicar el argumento de la relatividad a la educación; y esto es lo que hizo Rousseau, aunque con un estilo totalmente propio, en Entile (1762), que durante su vida fue la más leída de sus obras. Aunque tomó prestado de Locke y Condillac,

(Rous j íea^ea l rnente dio la vuelta a sus argumentos; porque, de modo característico, puso a la naturaleza y al sentimiento en lugar de la

Írazón; el tu to rde Entile alimentó gradualmente su conocimiento y desarrolló su mente sobre la base de sus instintos naturales y de sus contactos con la naturaleza, en lugar de darle una orientación racio­nal consciente. Tal vez no sea sorprendente que el Entile se convir­tiera en eLlibro de texto de las escuelas del «aprender haciendo» y de la «educación a través de la naturaleza», del futuro.

Más inmediato en su influencia, al menos en su país de origen, fue Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, dcCKdam Smitl^( 1776); éste, a su manera, era también uri típico producto de la Ilustración. Smith era amigo de Turgot y de Hume; estaba familiarizado con la obra de Quesnay y de los fisiócratas en Francia, y sin duda, había leído los primeros argu­mentos sobre el librecambio, expuestos por Boisguilbert en tiempos de Luis X I V . Pero fue más allá, y dio mayor amplitud al debate. Demostró que el productor real de la riqueza es el trabajo, y sus de-talbulos análisis de los precios, el capital y el trabajo, y de las leyes de oferta y demanda se convirtieron en un modelo sobre el cual pudieron trabajar los economistas posteriores de la sociedad industrial en expansión. Sobre todo, extrajo la conclusión de que el mercantilismo, o «sistema mercanti l» , lejos de_ expandir las reservas del comercio de la nación, las restringía promoviendo el monopolio^ y por ello no beneficiaba a la nación en su conjunto porque favore-cía al productor a expensas ael consumidor:

A primera vista, el monopolio del gran comercio de América parece natural­mente una adquisición del más alto valor... El deslumbrante esplendor de! objeto, sin embargo, la inmensa grandeza del comercio, es precisamente lo que convierte al monopolio en dañoso, o lo que hace que una ocupación, por su

• . t , . -i \K.C 201 10. Ilustración • "-• p 1 /

rof <ia naturaleza necesariamente menos ventajosa para el país que la mayor

• de las demás ocupaciones, absorba una proporción muy superior del [jptul del país que la que se habría invertido en ella en otras circunstancias

1 a obra de Smith era una bomba de efecto retardado que tuvo un efecto destructor sobre el pensamiento económico de principios del s ' - : ' ° X 1 X - embargo, más inmediatamente explosivas en su impacto fueron las elaboraciones realizadas por los pbilosophes a par-iir de las ideas de Locke sobre el «contrato social», la propiedad, la sociedad y el estado. Entre los escritores menores, se encontraba Moielly, con su Code de la na ture (1775), y Mably, con De la législa-tion (1776), los cuales expusieron audaces teorías sobre la igualdad social y la propiedad común ( « l a loi agra i re» ) ; pero eran especu­laciones abstractas a las cuales quizá otros escritores posteriores die­ron más importancia de la que tuvieron en realidad. Mucho más importante fue la obra de ¿Montesquieu/y /Rousseau! (y en menor grado, la de Voltaire) cuyas opiniones conflictivas sobre el estado y la sociedad no han dejado de llamar la atención de los historia-dores y teóricos políticos, así como de los profesionales de la polí­tica, desde entonces. El primer tratado político deCMonteTouieu} fue­ron'las I.ellres persones (1721), en las cuales, bajo el disfraz de tica, desde entonces. El primer tratado político decfápritesquiéa fue

las reflexiones de un visitante persa sobre la sociedad y costumbres parisienses, se hacía un comentario crítico de las instituciones polí­ticas' de la Francia contemporánea. Su obra más importante, De l'esprit des lois, apareció casi una generación más tarde (1748). Es notable cu más de un respecto. En primer lugar, como Vico pero al contrario de muchos de sus compañeros pbilosophes, la visión de Montesquieu de la historia y de la política es relativista: no existe un sistema perfecto de gobierno apropiado para todos los países aljn.irgcn de las condiciones temporales y geográficas. Por el contra­rio, el gobierno y las instituciones, las leyes y las costumbres, nacen de la historia de cada nación, de su geografía y de su clima. Así, de los tres tipos de gobierno existentes, el despotismo (aunque in­deseable, y ésta es una inconsistencia en su línea argumentativa) sólo era apropiado para los debilitadores climas je j_ este y del sur. En Europa se daban las alternativas de la mojriarcjuía o la rejTublica, pero la república (aunque deseable para tocios en teoría) en la prác­tica solo era apta para pequeños estaclos, cormTiáTlEiúliád'é's-estado dejGrecia y Roma o sus _equjyalentes. moefernos. Venecia y Ginebra.

4 Adam Smith. The Wedtb of Uations, ed. James E . Thorold Rogers. 2 vols., Oxford, 1S80, I I , pp. 208-17. (Hay edición castellana: Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Fondo de Cultura Económica, México.)

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Pero el relativismo de Montesquieu estaba lleno de juicios morales absolutos que, lejos de justificar las constituciones existentes, le ha-cían rechazar la monarquía absoluta existente en Francia como tierna-siado expuesta a caer en el despotismo. Así pues, la solución" era un compromiso: una monarquía cuyas tendencias despóticas tuvieran el freno de una constitución equilibrada. Y aquí el modelo era e! británico, en el cual pensaba que se daba'™una perfecta «separación de poderes» entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Al aplicar este modelo a Francia, pidió que se diera más autoridad a los cuer­pos «intermedios» —la aristocracia y los Parlamentos— como con­trapeso al despotismo de la corona. De manera que aunque hay mu­chos aspectos radicales en el pensamiento de Montesquieu (fue el primero que acuñó términos como patrie y « la voluntad del pueblo»), aparece como un defensor conservador de la aristocracia contra el despotismo de la monarquía.

(¡¡Vojtaifé^no fue un pensador original, y no escribió ningún tra-tado político; pero con sus numerosos folletos, cuentos filosóficos (Zadig, Candide), dramas (La Heuriade, La Pucelle), y su volumi­nosa correspondencia, llegó a representar una actitud política total­mente distinta a la de Montesquieu. Mientras Montesquieu defendía las exigencias de la aristocracia, Voltaire fue a lo largo de su carrera un sólido oponente del «pr iv i leg io» , en particular del que poseían los Parlamentos, cuya influencia hubiera destruido con gusto. Sin ser un demócrata ni un republicano, buscó una solución en la monarquía ilustrada. í-*1-' a ' u ' s " apoyo a los mfnistros franceses como Maupeou y Turgot, que intentaban reforzar la autoridad de la corona frente a los órdenes privilegiados; de ahí también sus largos coqueteo., con Federico y Catalina la Grande, de los cuales esperaba mucho más de lo que nunca estuvieron dispuestos o fueron capaces de dar. De esta forma Voltaire, aunque en deuda, como tantos otros, con Montesquieu, llegó a enfrentar la tbése nobiliaire de éste con su these monarchique. i i t

El problema ddÜRousseau^es mucho más difícil, y la solución que encontró, aunque altamente original, estaba plagada de contradic­ciones. ¿Cómo reconciliar la bondad natural del bombre, en la cual -implícitamente creía, con la vida comunitaria del estado moderno? J La cuestión se la planteó en un primer momento la Academia de Dijon, al ofrecer un premio al mejor ensayo sobre este tema: ¿cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres, y es ésta acorde con el derecho natural? La respuesta de Rousseau, en su Discours sur l'inegalité (1755), fue que Ja igualdad sólo se encuentra en el estado primitivo de la naturaleza y que la desigualdad, igual que la pérdida de la inocencia primitiva'del hombre, fue provocada por la

u:.. (íasuoción 203

•fluencia corruptora de lajociedad. El mismo pensamiento se repite i , , í s tarde en Entile: «Los hombres no están hechos para

uno? ano> inuj . i i ' • « niton irse todos juntos en hormigueros... Cuantos mas se congre-

•i más se corrompen unos a otros.» Lo notable es que El contrato ¡ apareció en el mismo año (1762); pero en éste el énfasis es

^jññlctamcnte distinto. La famosa sentencia que lo inicia, cierta-ente está totalmente en armonía con la visión negativa de la socie-

d id expresada en el Discours y el Emile: «El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado.» Pero sigue diciendo queja libertad natural del hombre primitivo tenía graves limitaciones, ~y

. , ' , ] , , a naves del «contrato social», nrediante el cual los hombres se unen pata vivir en sociedad, se puede conseguir una libertad, se-. ;,Vii.Lid, cultura y dignidad humana más elevadas. De esta manera, el contrato social, aunque destruye la inocencia y libertad primitivas del hombre, le ofrece a cambio algo mejor. ¿Pero cómo se pueden ase­s i n a r y mantener estos beneficios? Unicamente, contesta Rousseau, mediante la actuación de la «volutad general» y la formulación de buenas leyes. Pero la voluntad general, que es infalible, no es simplemente la suma total de las falibles voluntades individuales: es__Ia destilada esencia de la voluntad de la comunidad en su con­junto. ¿Cómo se puede poner a prueba y traducir en leyes? Posible­mente, a través de una decisión mayoritaria del pueblo en asam­blea; pero ionio la mayoría está expuesta a ser corrompida por la propaganda malintencionada, Rousseau se inclina a favorecer la al­ternativa de la intervención de un legislador al estilo de Solón que actúe en nombre de la comunidad. De todas maneras, sea cual fuere" la forma de promulgación, las leyes representan la voluntad gene-rab y como tales, todos deben obedecerlas. Por lo tanto, no hay sitio para los disidentes, porque el individuo, al haber entregado sus dere­chos a la comunidad o al pueblo soberano, debe respetar sus leyes. Por supuesto, se le puede «forzar a ser l ibre» ; y en un caso extremo, como en el caso del rechazo del culto civil que Rousseau proponía como sustitutivo del cristianismo, incluso se le puede condenar a muerte.

Así, en_ el sistema de Rousseau las libertades individuales y los derechos del estado, las exigencias encontradas de la naturaleza y de la sociedad coexisten en difícil asociación; siguen existiendo muchas eludas en cuanto al método de reconocimiento y actuación .de la voluntad general y sobre la naturaleza y funciones del legendario «legislador». ¿Proyectaba Rousseau su sistema para un país tan gran­de como Francia, o sólo para un pequeño estado como su Ginebra nativa? En la práctica, al menos, no fue coherente: las constituciones que proyectó posteriormente para los patriotas corsos y los nobles

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204 II. Gobierno e ideólogo

polacos (en 1765 y 1772) volvieron al relativismo de Montesquieu y no preveían ninguna consulta popular; y, al contrario que Voltaiic' hizo oídos sordos a las súplicas de los desamparados natifs de Ginebra cuando buscaron su ayuda para conseguir sus derechos electorales Y parece más que probable que, de haber vivido, habría condenado a los sans-culottes parisienses de 1793 por el uso que hicieron de sus enseñanzas, de la misma manera que Lutero condenó a los campe­sinos alemanes rebeldes que invocaron su nombre doscientos setenta años antes. Pero, con todas las confusiones e inconsecuencias, sigue en pie este hecho inequívoco: el Contrato social de Rousseau fue la primera exposición de los principios básicos de la soberanía popular: no es sorprendente, pues, que cualesquiera que hayan sido sus in­tenciones, sea éste el aspecto de Rousseau que, entre muchos otros, ha persistido más.

Hemos visto que estos escritores estaban ansiosos por encontrar conversos para influir en las mentes de los hombres y realizar re­formas. ¿Lo consiguieron? En primer lugar, encontraron conversos entre los escritores profesionales y los pensadores similares a ellos; i | T i l 1 •> [-"-usauuics sirmj hubo, de hecho una especie de cadena internacional y temporal que un ía a los pbilosophes de diferentes países y generaciones Así Montesquieu se convirtió en una especie de padre o patriarca de V - J ^ ^ ^ I ^ . uc ¿Jiiuic o patriarca de la Ilustración, cuya influencia era reconocida por los reformadores jurídicos Filangieri y Beccaria en Italia, por Hume, Eerguson y Gibbon en Gran Bretaña, y por Rousseau en Francia, de la misma manera que una generación antes Locke y Newton inspiraron a Voltaire. De modo similar, Helvétius sirvió como modelo del utilitarismo de Bentham en Inglaterra, y Adam Smith derivó sus ideas, al menos en parte, de los fisiócratas franceses. En Alemania Kant, Herder y Goethe reconocieron su deuda con Rousseau, como Lessing lo hizo con Diderot, y Kant con Hume; de la misma forma, las diatribas anticlericales de Voltaire tuvieron su eco en los críticos de las Igle­sias en toda Europa. En sentido amplio, mientras Montesquieu po­día, como Locke, proclamar su influjo entre las gentes de letras de todos los países, hubo una especie de división territorial de influencia entre Voltaire y Rousseau. Rousseau tenía una cantidad notable­mente superior de seguidores en España, y Voltaire en Italia. En Alemania, el impacto de Voltaire fue superior entre los francófilos de la corte y, al menos en Prusia, entre los hombres de ciencia; mientras el influjo de Rousseau era más fuerte en escritores como Lessing y Flerder y otros autores que intentaban contrarrestar la in­fluencia francesa con un lenguaje y una cultura propias. En Hungría y Polonia, donde los honores estaban equilibradamente divididos, se trataba de una cuestión en parte generacional: en ambos países, la

205 I . J . Iiustución

. m p e 2 ó en la d é c a d a de 1760 con un culto ai V o l t a i r e ; v «<» l i s cuestiones p o l í t i c a s en la decada de 1770 , la

alcS7Rousseau se hizo mayor . E n Inglater ra , Vo l ta i re era,

^ilT\ d V r m favorito entre las gentes de letras; pero probable-sin d w « i ei _ , inílmrU nnr los hhilosoühes que cual-

Uustractóo e "ijdiz

-an tavoruo emu . ™* b . , . era estaba menos influida por los pbilosophes que cual-

iiuier otro cíe "ln su día,

i - los países que hemos mencionado. 3S pa iSCb I I M . . » . .

los pbilosophes tuvieron una acogida notablemente los gobernantes de Europa; sólo después de la Revo-

¡ ,. francesa, ellos y sus obras empezaron a ser casi universalmen-l>" Mispechosos. Esta respuesta fue probablemente más cálida en Ale-iiTínia. En Prusia, Federico I I no sólo acogió con los brazos abiertos ,t Voltaire en Potsdam, sino que hizo a Maupertuis presidente de su nueva Academia en Berlín y, a su muerte, ofreció su sucesión a J Alcmbert (que, sin embargo, rehusó, pero se mostró de acuerdo en convertirse en consejero de Federico para asuntos científicos). En Ansbach, el Margrave Carlos Federico Guillermo tenía un busto de Voltaire en su escritorio. En Salzburgo, el obispo-elector, conde Je­rónimo Colloredo, hizo todavía más : tenía también un busto de Rousseau, y nombró a un discípulo de Kant director de su semina­rio. En Badén, el Margrave Federico Guillermo intentó, como hemos visto, poner en práctica las ideas fisiocráticas en forma de un im­puesto único sobre la tierra. En Baviera, el Elector Maximiliano José I I I se inspiró en las enseñanzas del jurista « i lustrado» Christian Wolíf para llevar a cabo sus reformas legales de largo alcance; mientras que Federico I I de Hesse-Cassel fue sumamente alabado por Voltaire por su Catecismo para los príncipes. En Austria, José I I , al tiempo que deploraba los ataques «filosóficos» a la religión, se ins-pitaba en Montesquieu y Rousseau para dirigir su experimento de gobierno «científico»; en Toscana (y más tarde en Bélgica) su herma­no Leopoldo tenía una deuda todavía más grande con los pbilosophes. En el Ducado de Parma, don Felipe de Borbón nombró a Condillac preceptor del joven duque Fernando, su heredero. En Polonia, el rey Estanislao Poniatowski, francófilo y mecenas de las artes, dio la dirección de la Comisión de Educación fundada por él en 1773 a Kollataj, el principal pbilosophe del país. Ya hemos hablado de la cálida acogida que Catalina dio en Rusia a Voltaire y Diderot. Era también una ferviente estudiosa de Montesquieu y, antes de iniciar sus reformas educativas de la década de 1760, buscó el consejo de Beckij, admirador de Rousseau y de Locke. En Inglaterra, William Pitt, primer ministro de Jorge I I I , fue un temprano converso a las ideas de Adam Smith y las plasmó en el tratado de libre comercio que firmó con Francia (el Tratado de Eden-Vergennes) en 1786. En España, incluso después de que las obras de Voltaire fueran prohi-

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206 I I . Gobierno e ¡deologfj

bidas por la Inquisición (1762) Aranda, el ministro «i lustrado» ¿ . Carlos I I I , permitió que sus obras fueran representadas con tal J c

que no figurara el nombre del autor. También en Francia, donde la hostilidad oficial era casi tan intransigente como en España, los philo-sophes tenían algunos apoyos en el ministerio o en la corte. Malcsher-bes, que compartía sus puntos de vista, cuando fue censor guberna­mental entre 1750 y 1753, permitía habitualmente la venta de unu cantidad limitada de sus nuevos libros, y solamente actuaba en :ontra si provocaban un escándalo o surgían quejas contra ellos. Turgot fue el único pbilusophe que ocupó un alto cargo en Francia; y cuando fue nombrado Controlador General con Luis X V I en 177-1 intentó (como Carlos Federico de Badén) poner en práctica las ideas fisio-cráticas —con las desafortunadas consecuencias que veremos—.

Si los gobernantes eran con frecuencia favorable*:, W ivlrsin geneTalméñTe no lo eran.^La primera fase de la «filosofía» en Francia tendió a ser escepttea e irreligiosa; en consecuencia, a todos los pbilosophes, lo merecieran o no, se les consideraba escépticos. De esta manera, lúe la Iglesia Católica la que —en Francia, Italia y Es­paña— tomó la iniciativa de condenar y proscribir sus escritos, como ocurrió sucesivamente con la Encyclopédie y las obras de Voltaire, Helvétius y Rousseau. (El Entile de Rousseau recibió la particular distinción de ser puesto en el Indice y simultáneamente condenado por la Sorbona, la Asamblea General del Clero y el Parlamento de París . ) Las minorías religiosas con frecuencia no demostraban más simpatías: las opiniones «filosóficas» fueron también mal recibidas por los jansenistas franceses e italianos, los pietistas alemanes y da­neses, o los metodistas wesleyanos en Inglaterra. La excepción la constituyeron las iglesias protestantes del norte de Alemania; porque los protestantes del norte de Alemania salieron del salvajismo de la Guerra de los Treinta Años con un profundo deseo de paz y tole­rancia religiosa. Recibieron muy bien los Tratados, de Locke, y esto, a su vez, les hizo receptivos a la «filosofía» en general, que en muy raras ocasiones se dirigió contra ellos. Lo mismo ocurrió, probable­mente, con el clero protestante de Hungría, que, basta las reformas de José I I en 1789, tuvo que dar su propia batalla por la tolerancia y los derechos civiles.

Pero aunque las iglesias fueron generalmente hostiles, el clero —tanto secular como regular— con frecuencia no lo fue. En Fran­cia había cuatro abbés entre los pbilosophes más conocidos: Condillac, Raynal, Mably y Morelly; y entre sus precursores inmediatos se con­taba el párroco radical Jean Meslier, de los tiempos de Luis X I V . En todas las épocas hubo numerosos abbés que frecuentaban los salones de París y las academias provinciales; entre los miembros de las

Academií

;¡on 207

is de Burdeos, Dijon y Chálons-sur-Marne, la proporción de "\~ C O j vanaba entre uno de cada cinco y uno de cada ocho; y de

40 ejemplares de la Encyclopédie vendidos en Périgord, 24 lo f - ron a párrocos. Un arzobispo, como hemos visto, tenía bustos de ""'•ore v Rousseau en su estudio de Salzburgo; lo mismo ocurría ' u n aJjaJ benedictino en Angers, en Francia; y de forma similar

i contraban sus obras en las bibliotecas monásticas en España, b'n Italia, " i i visitante francés descubrió en 1739 que las bibliotecas ,, .¡,i| surtidas las tenían los curas; también entre ellos encontró los •sluJiosos más competentes de la física newtoniana 5 .

Así como las ideas de la Ilustración en muchos países irradiaban hacia al ñera desde la corte, también en el terreno social se filtraban ;"e;'iei .límente hacia abajo desde la aristocracia o la gentry. Si los altos •ciesi.ísiicos encontraban un tanto embarazoso identificarse demasiado

con I i tenía: ¡to, to

de L ;idcraciun

tivo que medio siglo más tarde, cuando las modas cambiaron, este

l a t í a n —*-— .

biertamente con las opiniones «fi losóficas», los laicos de las clases o teñí: sto, ti 3 de ¿<uia v j . , ~* — —

• U ) , ; l ! desconsideración por los días de ayuno. (Tal vez resulta llama-

con las u ^ H u u n w , — ,u„er,ores no tenían ningún problema. Estaba bastante de moda, como v hemos visto, tomarse la religión a la ligera; y en Francia, el pro­pio hermano de Luis X V I , el conde de A r t o » , era famoso por su

tivo que meuiu ¿>iyiu — , — mismo príncipe fuera el úl t imo rey de Francia ungido con aceite en la ceremonia de su coronación en Reims.) Las obras filosóficas lle­naban las bibliotecas aristocráticas; muchos de los intendentes reales --como Turgot en Limoges— fueron ganados para las nuevas ideas; y algunos miembros de la más alta nobleza francesa —entre ellos, los duques ile Orleáus, Chartres y Liancourt— sentaban a los principa­les pbilosophes a sus mesas, o se codeaban con ellos en los salones literarios y en las logias masónicas. Como la vizcondesa de Noailles lamentó más tarde, y sin demasiada exageración, « l a filosofía no tuvo apóstoles mejor dispuestos que los grands seigneurs... los discípulos más activos y entusiastas de Rousseau y de Voltaire eran cortesanos, aún más que hombres de le tras» 6 . Si en Berhn, Viena, San Peters-burgo, Munich y Salzburgo fueron los propios gobernantes quienes tomaron la delantera, en las otras capitales •—como en Varsovia y Bucarest, en Versalles y en el propio Par í s— esta tarea recayó so­bre la aristocracia. En Hungr ía , De l'esprit des lois de Montesquieu y el Contrat social de Rousseau {proporcionaron a la nobleza las ar­mas para su duelo con Viena) Algunas de las mejores bibliotecas de Hungría pertenecían a la aristocracia: la de la familia Czáky tema, en las dos últimas décadas del siglo, 5.160 volúmenes, de los cua-

5 Con respecto a la «difusión social» de estas ideas, véase N. Hampson, The Enlightenment, Londres, 1968, pp. 132-46.

6 Hampson, Enlightenment, p. 318.

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208 I I . Gobierno e ideol 0 g ! a

les 3.600 estaban en francés, incluidas primeras ediciones de )• obras completas de Voltaire y Rousseau. No se puede negar qü» cuando se agudizaron los problemas con José I I y la Revolución francesa, la alta aristocracia tendió a retroceder, y la iniciativa pasó a la pequeña nobleza y a la gentry, que dominaban la Cámara l ' , , ; . y las asambleas de los condados. En Polonia, aunque la Ilustración fue fomentada por la Corte, como ocurrió con Estanislao Poniatows-ky, siempre fue la pequeña nobleza en lugar de la alta la que se unió a la burguesía profesional para promover sus ideas. En Alemania Italia y Rusia, la aristocracia imitó a la corte al abrazar a la Ilus­tración, de la misma manera en que solía adoptar la literatura y la lengua francesa en general; pero en Prusia, donde el volterianismo era cortesano y aristocrático, el culto a Rousseau —como el de Les­sing (cuya elección a la Academia de Berlín se negó a aprobar Fede­rico)— era más claramente plebeyo y de clase media. De nuevo, en España la situación fue diferente. Aunque la Ilustración encontró pocos partidarios, entre ellos había una buena proporción de la alta nobleza; y parece por el examen de los suscriptores de los cuatro principales periódicos que difundían las ideas de la «Ilustración» que uno de cada diez o uno de cada doce eran nobles titulados, re­presentando una proporción similar de todos los títulos y señores del p a í s ' .

Sin embargo, no había (con la posible excepción de Alemania) una línea divisoria clara entre los aristócratas ilustrados y los ticos ilustrados. La riqueza hay que tenerla en cuenta, porque un volumen nuevo grande, como el Emile de Rousseau o el Systéme de la na ture de Holbach, podían costar el equivalente de 15 chelines —o muchos más si la obra estaba prohibida—. El patronazgo, pues, tenía tanto que ver con la riqueza como con la aristocracia. En Francia sabemos de financieros, Recaudadores Generales y sus mujeres que tenían sus propios salones o asistían a alguno junto con la nobleza para escuchar discusiones sobre los últimos libros. Los grandes puertos y ciudades comerciales eran también centros de actividad cultural; y en Burdeos y Marsella, como en Liverpool, Londres, Bristol, Ham-burgo y Francfort del Main, los mercaderes ricos dotaban a las Aca­demias y se suscribían a los periódicos cultos. Aparte de los ricos, la Ilustración ejercía un atractivo más directo sobre la clase media profesional, cuyos componentes, fueran funcionarios gubernamenta­les, abogados, médicos, agrónomos, periodistas, escritores o profe­sores universitarios, consideraban estimulantes, concordantes con sus gustos o convincentes a las nuevas ideas: de acuerdo con todo lo que

7 Herr, Eighteenth-Century Revolution, p. 196.

,0. ¡^.ración 2 0 9

¡ escrito sobre el tema, parece que esto ocurrió en todos los f Los pequeños comerciantes y negociantes tenían también

' ' ¡to' i títeres, cuando menos, en lo que escribían los fisiócratas y - noniistas; pero generalmente parece que recibieron estas ideas en

1 11 ' ( 1 , p o s t e r i o r , o de segunda maño más que de primera. (Es

•-',,:r:, ¡nvo que, en Francia, las propuestas de Turgot para abolir |oj ;rcraÍ0S se encontraran con escaso entusiasmo en esos círculos, y que incluso en los cahiers de doléances del Tercer Estado en 1789, <! opinión también estuviera dividida.) Las excepciones correspon­d í , n a Escocia y el norte de Inglaterra, donde los científicos y hom­bres de negocios de Glasgow, Manchester y Birmingham se reunían para discutir los pros y los contras de las nuevas ideas de Adam Smith y de los pioneros de la revolución industrial.

Otro:; sectores sociales que, en todos los países, recibieron estas ¡días en una etapa posterior fueron los pequeños artesanos y el menú truple de las ciudades y núcleos industriales. La Ilustración fue siempre en eran medida un fenómeno urbano (incluso en Francia, los pueblos se vieron afectados de manera marginal); pero había im-pot t.mtes obstáculos que impedían que las ideas llegaran a los pobres urbanos; entre otros, el precio de los libros, el analfabetismo, la hostilidad de la iglesia y la mala disposición de los aristócratas y de los ricos a dejar que los plebeyos compartieran el lujo de la impie­dad, o incluso que adquirieran una instrucción no derivada de la Biblia. Por supuesto, esto se aplicaba casi tanto a Par ís como a cual­quier otra ciudad importante^ Sin embargo, un observador contem­poráneo, Restiff de la Bretonne, expresó una opinión contraria en 1785, diciendo que «en los últimos tiempos se ha hecho imposi­ble tratar con los trabajadores de la capital, porque han leído en nuestros libros verdades que son demasiado fuertes para e l l o s » 8 .

I Pero Restiff es un testigo poco digno de confianza: no le gustaban los pbilosophes y tenía poca consideración con los parisienses, y menos aún por la population ouvriérc, •pe hecho un estudio de los archivos policíacos de los últimos doce años del ancien régime sugiere que en París, desde luego, existían pocos signos de una conciencia po­pular de las nuevas ideas hasta la misma víspera de la Revolución. En Inglaterra, este impacto sobre las masas se produjo a la vez más tarde y más pronto que en Francia. Por un lado, la revolución in­dustrial en Inglaterra nunca habría podido despegar a principios de la década de 1780 sin que miles de artesanos especializados se vieran envueltos en la discusión de las nuevas ideas económicas en las zonas industriales del norte. Por otro lado, las ideas políticas procedentes

8 Hampson, Enlightenment, p. 138.

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e ideólo 210 I I . Gobierno

del otro lado del canal tardaron más tiempo en llegar; y el momento crucial fue la publicación de Los derechos del hombre, de Tom Paine en 1792. ' '

(jCómo, y a través de qué vías de comunicación, se transmitió ron estas ideas? En primer lugar, por supuesto, mediante el contacto directo entre el autor y el lector. De l'esprit des lois, de Montesquieu apareció en 22 ediciones francesas antes de 1751, había 10 ediciones inglesas en 1773, se publicó en holandés, polaco e italiano en la década de 1770; en alemán, en 1789, y en ruso, en 1801. En Hun­gría se publicó en latín ya en 1751. La Encyclopédie tenía 4.000 sus-criptores. El Candide, de Voltaire, tuvo ocho ediciones sólo en 17!5V. La Histoire philosophiqne des deux ludes, del abbé Raynal (popular entonces, aunque poco conocida hoy), fue publicada por primero ve/, en 1770, y tuvo 35 ediciones en cinco o seis idiomas durante los treinta años siguientes. El Contral socid, de Rousseau, apareció en 13 ediciones francesas en 1762 y 1763, y tuvo tres ediciones inglesas, una alemana y una rusa en 1764; después de lo cual hubo una pausa, y su primera edición húngara apareció en latín en 1792. Pero las otras obras de Rousseau —el Emile y la Nouvelle Hélóise, en par­ticular— tuvieron una difusión mucho mayor antes de la Revolución que el Contrat social; y así ocurrió tanto en Francia como en Polo­nia, Alemania, Rusia, Hungría y España. Las obras políticas, satíricas y anticlericales de Voltaire —y sobre todo sus obras teatrales— apa­recieron profusamente en traducciones en estos y otros países desde la década de 1730 hasta su muerte en 1778, y en años posteriores.

La prensa suministró otro medio más directo de comunicación de las nuevas ideas. Desde luego, las obras de los pbilosophes estu vieron acompañadas en todas las etapas por una verdadera expío-sión de nuevas revistas y periódicos, sobre todo en Alemania, Fran­cia e Inglaterra. El primer periódico mensual se fundó en Holanda en 1686, y el primer periódico diario de Inglaterra, en 1702. En este momento había en Inglaterra 25 publicaciones y periódicos de to­das clases; en 1750 habían aumentado hasta 90 (la mitad de ellos en provincias); en 1780 había 188, y en 1800, 278. Francia comenzó más tarde, y tuvo su primer periódico diario nacional, el Journal de Varis, en 1777. Dos años más tarde había 35 periódicos y publica­ciones en Francia, y en 1789 había 169; pero la prensa provinciana (como descubrió Arthur Young) acababa de comenzar. Alemania, con su proliferación de estados y principados, adelantó más: en 1790 se decía que había 247 periódicos en circulación; pero muchos de ellos, por la censura y la represión, tenían corta vida y pocos lectores. La prensa alemana, como la francesa, empezó tarde, pero progresó rá-

•0 üasti^aón

A trente y había 24 periódicos políticos en Ja década de 1790, « t r i s Q u e c n ^ ¿ 1770 eran sólo siete. En otros países •—Italia,

•: ' u n Polonia, Austria y Rusia— la época del periodismo no ha-l ' l J c ' j d o todavía: la aparición de media docena de periódicos sin f - ! ¡ t 'i'i'j i era considerada todavía como un triunfo. Algunos de estos , ••odíeos aunque su tratamiento de las noticias era limitado, es-

' jo deliberadamente proyectados para servir como vehículos de ¡ ! nuevas ideas. Entre ellos estaban II, Ca/fé, editado por Pietro W i i i un fisiócrata, en Milán en 1764-66; el Monitor, de Varso-vt i (1763-85); y el Espíritu de los Mejores Diarios, de Madrid (fun-Julo en 1788). Pero el número de sus lectores era casi irrisoriamente pequeño. Mientras que a comienzos de la década de 1780 el Spectator, Je Londres, podía confiar en vender unos 20.000 ejemplares, y el ¡'mi van der Neder Rbijn, de Holanda, todavía más, el Espíritu, que nuí.i una circulación mayor que cualquier otro periódico en España, <,úlo lenía 765 suscriptores en 1788, y 630 en 1789.

Otros canales de comunicación eran las academias, las universi­dades, las sociedades literarias, los salones y las logias masónicas. En blanda, como en Inglaterra, las universidades estaban generalmente CU decadencia. Ninguna de las 22 universidades francesas —y menos <¡ue ninguna, la Sorbona de París—• se podía considerar un centro contemporáneo de Ilustración. Era necesario encontrar otros medios de propaganda. Más elegantes, y posiblemente más fructíferos, eran los salones parisienses, presididos por damas elegantes como Madame Geoffrin, Mademoiselle de Lespinasse y Madame Necker, que tenían disposiciones literarias y «filosóficas», y reunían a los pbilosophes con los más influyentes de sus lectores y patrocinadores. Un papel similar desempeñaron algunos seigneurs en sus cháteaux, y ciertos Recaudadores de Impuestos y financieros en sus hótels de la ciudad, como también las logias masónicas más espléndidas que desde prin­cipios de la década de 1770 estaban patrocinadas por la nobleza y se convirtieron en elegantes foros de discusión. (Voltaire, Franklin y Helvétius estaban relacionados con la Logia de las Nueve Hermanas en París.) Se encontraban también las Academias provinciales, como las de Toulouse, Burdeos y Marsella, donde el clero, la nobleza y los comerciantes cultos emulaban las prácticas de los salones de Par ís : mientras en 1750 había 50 organismos de este tipo, en 1770 el nú­mero se había duplicado. Además, los cafés de París que, según la policía, alcanzaban la cifra de 380 en 1723, y de 1.800 en 1788; los clubs, que en esta época se convirtieron en centros de discusión po­l í t ica ; y un número mucho mayor de sociedades literarias y «filan­trópicas» que, al igual que los clubs y cafés, comenzaron a proli-

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212 I I . Gobierno e ¡dcologU

ferar a partir de 1770, y que a finales de la década de 1780 se podían encontrar en cualquier ciudad francesa de tamaño medio 3 .

En otros países, esta difusión de boca a boca tomó formas dis-tintas. En Londres había probablemente tantos cafés como en P. : í , -existían ya 550 a finales de la época de Walpole, en 1739. Las uni­versidades británicas, a diferencia de las francesas, no estaban todas al borde de la muerte: en realidad, en Escocia las universidades de Edimburgo, Glasgow y St. Andrews •—con su estrecha relación con Black, Ferguson, Hume y Adam Smith— estaban experimentando una revolución cultural bastante desconocida en el sur, y mucho menos en Oxford y Cambridge. Los nuevos centros urbanos de la Ilustración se encontraban en el norte: en Glasgow y Edimburgo, Manchester, Birmingham y Leeds. Los «dis identes», excluidos de las universidades más antiguas, fundaron sus propias Academias Disi­dentes en ciudades industriales como Warrington y Daventry. Sobre todo, tenía un papel fundamental la Sociedad Lunar de Birmingham, que contaba entre sus miembros a algunos de los científicos e in­dustriales principales de la época: como Erasmus Darwin, Joseph Priestley, el alfarero Thomas Wegdwood, el fabricante de hierro John Wilkinson, y James Watt y su socio en los negocios, Matthew Boulton. All í , pues, existía una unión entrega ciencia y la industria —tan profética para el futuro— que ningún otro país fue capaz de realizar en el siglo x v m .

En los países donde la Ilustración gozó de un patronazgo real o ducal las sociedades patrocinadas oficialmente, las academias y las universidades desempeñaban un papel tan importante como las ini­ciativas locales del tipo mencionado. En Hungría, parece que las nuevas ideas se filtraron en principio desde la corte de Viena; y que los escritos de Voltaire, por ejemplo, los llevaron a su país natal los jóvenes cadetes de la Noble Guardia Real de Corps Húngara, íor-mada por María Teresa para aplacar a la nobleza húngara en la Gue­rra de los Siete Años 1 0 . En Polonia, en la época de Estanislao Ponia-towski, se establecieron sociedades científicas en Varsovia, Cracovia, Gdansk (Danzig) y Wroclaw (Breslau); y la antigua universidad de Cracovia fue reformada por Kollataj, y dio cursos «filosóficos» de enseñanza. En Toscana, el archiduque Leopoldo reformó de modo similar las universidades de Pisa y Siena. El arzobispo de Salzbur­go, además de admirar a Voltaire y a Rousseau, convirtió a su uni-

8 Véase D. Mornet, Les origines iniellecttielles de la Réroliilion fran(atse (1715-17S7). París, 19-17, pp. 281-308.

1 0 Peter F. Sugar, «The Influence of the Enlightenment and the Frenen Revolution ¡n Eighteenth Century Hungary», Journal of Central Europea" Affairs, X V I I (1958), pp. 332-3.

• 0. Ilustración 213

.¡dad de Bonn en un centro de la nueva enseñanza; y la univer­sidad de Gottingen, en Hannover, fue probablemente, con Edimbur-

' Le*yJen y ' a Academia de Ginebra, una de las universidades europeas más ilustradas de la época. Pero/Alemania, como Francia, fue también escenario de un florecimiento de sociedades literarias o Je lectura y de logias masónicas, que llevaron la Aufklarung a gru­pos mirtos de burgueses y nobles en todo el país.| En la década de 1770, las sociedades de Lüneburg y Erlangen contaban con 100 miem­bros cada una, mientras que la de Mainz tenía 300 miembros que disponían regularmente de 47 periódicos (la mitad de ellos políticos) v 41 revistas francesas y alemanas. En una fecha tan tardía como 1797 mucho después de que se hubiera desatado la reacción, el censor prusiano se quejó a un colega de la «manía de lectura» y del gran número de estas sociedades que continuaban aumentando 1 .

De toda esta confusión de publicaciones y discusiones, ¿qué resul­tados prácticos se extrajeron? Algunos historiadores políticos e his­toriadores de las ideas políticas han escrito como si las ideas de los «filósofos» se hubieran traducido en hechos mediante una espe­cie de proceso de combustión espontánea. De esta forma, se puede establecer una estrecha relación de causa a efecto desde las opiniones de Rousseau y Mably sobre la sociedad y el estado hasta la «demo­cracia totalitaria» de Robespierre y Saint Just; o desde el escepti­cismo de Holbach, Helvétius y Sade hasta el nihilismo social de los hippies de San Francisco. Presentar así las cosas tiene una atrac­tiva simplicidad; pero ignora el clima social en el cual las ideas ger­minan, se adoptan y echan raíces, así como la etapa en que se encuen­tra la historia de una nación, que hace que un país o una clase abracen una nueva idea y otras la rechacen. En sentido amplio, se puede decir que en la Europa del siglo x v m únicamente aquellos paí­ses con una clase media cultivada capaz y dispuesta a adoptar para uso propio las ideas de la Ilustración podían realmente absorberlas: el entusiasmo preliminar de los gobernantes o de la nobleza, del cual hemos dado numerosos ejemplos, no era suficiente. No se puede ne-(;ar que esto es una simplificación; sin embargo, puede ayudar a explicar por qué España fue en gran parte impermeable a las nuevas ideas hasta la década de 1830; por qué en Hungría y Polonia las nuevas ideas se marchitaron después de que la nobleza se dio cuenta de que eran un medicamento demasiado fuerte; por qué tanto Ale­mania como Francia disponían de un suelo favorable, y sin em­bargo Alemania, al estar (como Italia) fragmentada políticamente,

1 1 H. Brunschwig, La crise de l'état prussien á la fin du XVIII' si'ede et genese de la mentalité romantique, París, pp. 42-6.

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214 I I . Gobierno c idco!0£(j

las rechazó, mientras Francia no lo hizo; y por qué en la Rusia de Catalina las ideas « i lus t radas» podían aparecer y desaparecer de ]•> noche a la mañana, por orden real. Además, ya hemos sugerid-que en Austria la falta de una cíase media educada motivó que ! i reformas de José, inspiradas al menos en parte por los escritos .;• los pbilosophes, fueran derrotadas. Pero ¿por qué Inglaterra, donó­las clases inedias estaban mucho más avanzadas que las de ó t r . K países, se mostró relativamente resistente a las ideas «filosóficas.^ Posiblemente porque una nación sólo adopta las ideas que considvt i úti les; y esto depende de nuevo de la etapa alcanzada en su evolu­ción histórica. Jnglaterra ya había pasado por su revolución libera! un siglo antes, y sus costumbres e instituciones, basadas en lo, qn'tm cipios de la Revolución», eran en su mayor parte las que Voliaiic recomendaba a sus compatriotas en sus Lettres philosopbiqnes de 1734. Pero Inglaterra estaba también en el siglo xvm en vísperas de tina revolución industrial; y las ideas de Adam Smith y de los científicos como Priestley, Cavenclish y Black eran extremadamente útiles para orientar a las emprendedoras clases manufacturera y em­presarial durante la revolución.

' Como último aspecto, conviene recordar que no se trataba sólo de una cuestión de nación, sino también de una cuestión de clase. Como hemos visto, Montesquieu era el portavoz de la aristocracia, mientras Rousseau hablaba, en la medida en que su mensaje resulta claro, en favor de la souveranite du petiple. 'Pero la nobleza hún­gara y polaca, al igual que los Parlenientaires franceses de las déca­das de 1770 y 1780, encontraron que les favorecía ligar a ambos con su causa, y en sus batallas con los gobiernos reales los citaban sin mucha discriminación. Y unos años más tarde, los sans-culottes parisienses, que por aquel entonces eran tan devotos de Rousseau como Robespierre, vieron en sus escritos una concepción de la de­mocracia popular bastante distinta de la de los jacobinos o de la clase media revolucionaria.

Estas son, por supuesto, consideraciones a largo plazo cuyos re­sultados últimos no se pueden realmente medir. Pero a la Ilustra­ción, incluso en las ciencias sociales, se le pueden atribuir algunos logros a corto plazo, más fáciles de medir. Es razonable suponer que los argumentos expuestos por Beccaria en De los delitos y de las penas fueron en parte responsables de las reformas penales (abolición de la tortura y de la pena de muerte por algunos delitos) que se llevaron a cabo en Polonia, Austria, Italia y Prusia poco después. Sin duda influyeron en las Instrucciones que redactó Catalina para la gran asamblea nacional convocada por ella en Moscú en 1767. Las ideas de Rousseau y Condillac sobre la educación reaparecieron

ucckij y basó su nuevo sistema de enseñanza estatal en el - . c " jo en Austria bajo el reinado de María Teresa en 1774. De todas

t los planes de la Comisión Polaca de Educación en 1773, al igual J en el programa de Kollataj para la universidad de Cracovia; aun-. Mfobiblemente tuvieron corta vida. Todavía más breves fueron

nlancs originales de Catalina para la enseñanza en Rusia. Ya vi-'. , que la emperatriz solicitó los consejos de Beckij, quien estaba fuertemente influido por Rousseau; pero unos años más tarde aban-

kij y basó ustria bajo

[i.nnas el estatuto ruso de 1786 tenía una ventaja sobre el sistema del ¡•tnite de Rousseau, porque en lugar de la educación solitaria intentó, siguiendo el ejemplo ele Prusia y Austria, introducir la enseñanza pri-maria obligatoria para todos. Rousseau tuvo un éxito más práctico en Suiza, donde encontró un partidario entusiasta en la persona de Pesta-lo/.zi, de Zurich, quien expuso sus ideas en Leinhard und Gertrud (1V81) y creó después sus propias escuelas privadas, con nuevos pla­nes para la enseñanza pública. En Francia, Rousseau tuvo que esperar un poco más de tiempo para conseguir el reconocimiento oficial; pero sus ideas, junto con las de Condorcet, desempeñaron un papel consi­derable en los diversos planes de un sistema nacional de enseñanza que discutió la Convención Nacional de la Revolución en 1792 y 1793.

Hasta aquí no nos encontramos con realizaciones particularmente impresionantes, y tanto Voltaire como Rousseau al final de sus vidas (ambos murieron en 1778) no estaban totalmente satisfechos ron los resultados. Kant, en un texto de 1784, concedió que vivía en una Epoca de Ilustración, pero negó que la época en sí fuera ilustrada . En aquellos tiempos, esta opinión parecía bastante jus­tificada, porque ninguno de los grandes temas que habían planteado estaban resueltos, el proceso de conversión a sus concepciones había sido más lento y más inseguro de lo que habían esperado los pEilo-so/ibes, y había muy pocos islotes de reformas ilustradas en el mapa de 1 iuropa. No obstante, las viejas actitudes estaban siendo lenta­mente socavadas y se estaban preparando cambios que crearían en la siguiente generación un clima más favorable para un salto más impresionante hacia adelante. Así, en cualquier caso, los pbilosophes demostraron ser más pesimistas de lo que era preciso. Pero Jos grandes cambios, a los que sin duda contribuyeron, eran cosa del futuro; y ni siquiera de los pbilosophes se podía esperar una visión de tan largo alcance.

1 3 Gay, Enlightenment, p. 20.

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- m u

ra i | H * i ?-tl i 298 I I I . Conflicto

de Venus; continuó navegando en torno a la isla septentrional c] • Nueva Zelanda, y desembarcó en la costa este de Australia, que ex. ploró, llamó Nueva Gales del Sur y reclamó para Gran Bretaña. Pero la existencia de un continente del sur separado seguía puesta r-n duda; así, pues, marchó de nuevo en 1772 para seguir explorando Esta vez navegó a través de 50.000 millas del Océano Pacífico, cir­cunnavegó Nueva Zelanda por segunda vez, volvió a visitar Talútí y al volver a Inglaterra en 1774 informó de que la térra atislralis no existía. Su realidad sólo se confirmaría finalmente cincuenta años más tarde.

El tercer viaje de Cook (que terminó con su muerte en Hawai en 1779) fue en busca de un paso noroeste que uniera los Océanos Pacífico y Atlántico, y no dio más luz sobre el problema de Austra­lia. Pero dejó una colección de mapas de incalculable valor que posi­bilitó que otros navegantes, entre ellos el francés La Pérousse, si­guieran sus pasos. Así que, aunque Cook la hubiera reclamado para Gran Bretaña, fue en gran medida cuestión de suerte la decisión sobre cual de las grandes naciones marít imas sería la primera en cst.-Mecerse en la nueva tierra explorada por él. Para Inglaterra fue la pérdida de sus colonias norteamericanas —y con ella la pérdida de un adecuado hogar para los presos convictos— lo que le hizo tomar una decisión. Porque Pitt, animado por su secretario del Interior, Lord Sidney, decidió que quien sustituiría a las colonias norteamerica­nas sería la Nueva Cíales del Sur de Cook. Y el azar quiso que cuando La Pérousse llegó a la Botany Bay en enero de 1789, se encontró con que el capitán Philip acababa de llegar con su expedición de colonos presos. Así pues, los ingleses se anticiparon una vez más a los fran­ceses, y desde estos comienzos inciertos y poco propicios, un nuevo continente empezó a ser poblado por los europeos en vísperas de lo que iba a ser uno de los momentos culminantes de la historia en su continente.

Capítulo 15 ¿POR QUÉ HUBO UNA REVOLUCION EN FRANCIA?

Una historia de Europa en el siglo X V I I I , en especial si termina en 1789, difícilmente escapará al impacto de la revolución que se produjo en Francia. Implícita o explícitamente, será casi inevitable plantear la pregunta: ¿por qué terminó el sido con una revolución, y por qué se produjo ésta en Francia? Varias generaciones de escri­tores c historiadores se han hecho estas preguntas u otras parecidas, y sus respuestas han reflejado en mayor o menor grado, la genera­ción y el país a que pertenecían, y su aprobación o desaprobación del acontecimiento. El primer escritor de nota que la comentó fue Edniund Burke, el cual, aunque sin ser francés ni historiador, dejó en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, un informe que lia influido sobre las opiniones de mucha gente desde entonces. Para burke, la sociedad francesa que hemos reflejado en algunos de nues­tros anteriores capítulos, no estaba mal hecha: realmente sólo le ha­cían falta unos cuantos ajustes de reducida importancia para estar bien. En su opinión la Revolución no podía ser, por ello, el resul­tado de un auténtico y amplio sentimiento en Tavor de la reforma, sino más bien el producto de las maquinaciones de unos pocos: en concreto, del grupito de literatos y pbilosophes que durante mucho tiempo habían estado atacando a la iglesia establecida, y a los nuevos intereses económicos, deseosos de aiustar cuentas con la más antigua aristocracia. Y como consecuencia de ello, sostenía, los siguió la «chüs-m a » o «sucia muchedumbre», a la espera de botín e incapaz de tener una opinión propia. De esta manera, la Revolución, al no tener sus

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3 0 0 " I . Conflicto

raíces en una insatisfacción legítima, era hija de la conspiración d : unes pocos. Esta explicación «conspirativa» fue adoptada a partir ¿ -entonces por varios escritores: por el Abbé Barruel en la década de 1790, por Hypolite Taine en la década de 1870 y por Augustc Cochin en la de 1920. En resumen, encontró el favor de muchos que creían que la Revolución había sido un mal desde el principio hasta el fin, y en consecuencia, para explicar sus orígenes, eligieron a di­versos chivos expiatorios, como los francmasones, los judíos los illuminaú, los Comités de los Treinta, las «cabalas l i terarias» y los'abo-gados insatisfechos.

Los que eran favorables a la Revolución tendían, naturalmente a explicarla en términos diferentes: la explicaban como una protesta política legít ima contra las tiranías y limitaciones del anden ré¿ime o como una protesta social de las clases deprimidas o empobrecida-/ Los historiadores liberales de la Restauración —corno Thicrs, Mmiici o Madame de Stael— la presentaban fundamentalmente siguiendo la primera de estas interpretaciones. Los motivos que los llevaban en su tiempo a pedir una Constitución más liberal o una Carta a Luis XVI11 y Carlos X eran básicamente los mismos que, una generación antes, habían llevado a los revolucionarios de 1789 a redactar la Declara­ción de los Derechos del Hombre y a exigir a Luis X V I una Cons­titución. Así pues, la Revolución se consideraba esencialmente como un movimiento político desde la «cumbre» , promovido por las clases «respetables» de la nación para corregir los antiguos agravios v re­formar las instituciones anticuadas. «Cuando una reforma se hace necesaria —escribía Mignet— y ha llegado el momento de realizarla, nada puede interponerse en su camino y todo favorece a su progre­so» . También esta explicación liberal, con su insistencia en una progresión casi inevitable de las instituciones e ideas, ha encontrado una plétora de adherentes hasta el presente. Por ejemplo, Francis Parlarían, en una historia escrita hace setenta y cinco años, describía a la sociedad francesa de mediados del siglo x v m como «un agregado de partes desiguales, que un mecanismo de poder arbitrario, afectado él mismo por la decadencia mantenía unidas», y que «se dirigía lenta e inconscientemente hacia el cataclismo de la Revolución» ,.4

fules Michelet. el gran historiador francés de la década de 1840, tenía una opinión diferente. También simpatizaba con los revolucio­narios de 1789; pero, al ser republicano y demócrata, consideraba a la Revolución como una operación quirúrgica más drástica que Mig-

1 F. A. Mignet, Iiistory of the Vrench Revolution jrom 17S9 a ÍSN, Lon­dres, 1915, p. 1.

2 Parkman, Montcalm and Wolje, pp. 27 y 24.

13 ¿Por qué u >° u n a revolución en Francia? 301

. Thiers o Madame de Stáel. En sus páginas la Revolución es un U-ántamiento espontáneo y regenerador de toda la nación francesa

tony TcTdespotismo, la creciente pobreza y la injusticia ¿dancien en realidad, algo parecido al estallido espontáneo de esperan-

y odio populares descrito por Dickens en los primeros capítulos '\- Historia de dos ciudades.' Y como el pueblo llano —los cam­pesinos y los pobres de las ciudades— fue quien más sufrió la cruel­dad v la injusticia de los reyes y los aristócratas, para Michelet el «pueb lo» , lejos de ser un instrumento pasivo en manos de otros gru-y\,s> fue el héroe real y viviente del drama. Esta, concepción de la [{evolución como un levantamiento espontáneo y colérico del pueblo , i ; , i , [ i . t la pobreza y la opresión tuvo, luíste, hace poco, probablemente üiás influencia que cualquier otra.

Pero ninguna de estas explicaciones primitivas, pese a su influen­cia y brillantez literaria, nos parece enteramente adecuada en la ac­tualidad. Básicamente son demasiado simples y unilaterales; y esta apreciación, en estos días de ciencia social y psicología de masas, y con nuestra experiencia de recientes e incluso más dramáticas revo­luciones, las convierte de hecho en inadmisibles. La teoría «conspira­tiva» de Burke, por ejemplo, sólo se puede aceptar si estamos dis­puestos a creer que una convulsión de tal magnitud, puede, sin tener en cuenta otros factores, ser manejada a su antojo por un puñado de hombres. La versión de Thiers y de Mignet, al centrar su atención en las clases altas, merece más respeto; pero la suya es, también, una visión elitista que tiene poco o nada en cuenta al pueblo. Por supues­to, Michelet resiste mejor la prueba porque, a diferencia de sus pre­decesores, coloca al pueblo en el centro del escenario y presenta a la Revolución como algo más que una simple transferencia de poderes entre grupos políticos. Pero su noción de la revolución como una revuelta espontánea de los «miserables» y los desposeídos tiene claras limitaciones. Tocqueville, que escribió unos años después, fue. el primero en señalarlas. Porque, se preguntaba, si Francia era tan pobre y se estaba empobreciendo aun más, ¿cómo concuerda esto con la expansión de su comercio e industria, su historial de reforma administrativa v la creciente prosperidad de su agricultura, sus cen­tros comerciales y sus clases medias? Además, añadía, los campesi­nos, lejos de ahogarse en la pobreza, el atraso y una miseria sin ali-

v ¡o , O de estar sometidos a la servidumbre en los dominios de sus señores, habían conseguido en muchos casos su libertad, comejiza-Juan a ilustrarse y enin ya propietarios de un tercio de la tierra de

¡ l'rancia. ¿Por qué, se preguntaba agudamente Tocqueville, hubo una [revolución en Francia y no en Austria, Bohemia, Prusia, Polonia.

Hungría o Rusia, donde el pueblo •—y en particular los campesinos—

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3 0 2 I " . CotíUc* estaba evidentemente más empobrecido y oprimido? Y tcsnn diendo a su propia pregunta, adelantó, en lugar de la thcse jT}. misére de Michelet, una explicación por la «prosperidad». l í - 'n opinión, precisamente porque las clases medias eran cada vez mí ricas y más conscientes de su importancia social, y porque losTam^' sinos se iban convirtiendo en libres, ilustrados y prósperos. I . K U : guas supervivencias feudales y los privilegios aristocráticos resuln. han todavía más vejatorios e intolerables..,Ya que, según concluir «El empeoramiento de las condiciones de vida no es siempre la cansí de las revoluciones... El feudalismo en la cima de su poder no había inspirado a los franceses tanto odio como el que produjo en vísperas de su eclipse. Los más leves actos de poder arbitrario bajo el gobier­no de Luis X V I parecían más difíciles de soportar que todo el despo tismo de Luis X I V »

Hay pocas dudas de que los comentarios de Tocqueville han ser­vido como fuente de inspiración para muchos historiadores posterio­res. Son especialmente iluminadores en cuanto nos recuerdan que las revoluciones —como algo distinto a los motines de abastecimientos y a las rebeliones campesinas— raras veces, por no decir nunca, to­man la forma de un simple estallido contra la tiranía, la opresión o la indigencia total: la experiencia y la esperanza de algo mejor son factores de suma importancia en su aparición. Aunque las opiniones de Michelet merecen respeto (como veremos), las investigaciones posteriores se han basado más sobre el análisis dé Tocqueville. Se ha trabajado sobre él pero no se ha aceptado en su totalidad; por muy brillante que sea, las investigaciones recientes y nuestra experiencia de revoluciones posteriores sugieren que no va bastante lejos y que no tiene en cuenta todos los factores que, combinados, provocaron una revolución en Francia y no en otros estados europeos. Porgue si los reyes y los ministros tenían (como nos asegura Tocqueville) una disposición reformista, ¿por qué sus reformas no consiguieron —-y no podían conseguirlo— una satisfacción más general? Y si las clases medias eran cada vez más prósperas y seguras de su papel dentro de la sociedad, ¿por qué sintieron de repente la necesidad de recu-rrir a una abierta rebelión contra un sistema que habían apoyado hasta entonces? Además, si los campesinos estaban adquiriendo tic-rras y l iberándose gradualmente de los últimos vestigios de la serví-duinbre personal, ¿por qué tuvieron que volver, en 1789, a lis for-mas de rebelión que habían desaparecido de Francia en los últimos setenta años? Y, ¿cómo consiguieron las ideas de la Ilustración (a las

3 A. de Tocqueville, The Anclen Réglme and the French Revolution, ford, 1937, p. 186.

¡5 ¿Por qué hubo una revolución en Francia? 303

les tanto Tocqueville como Burke conceden considerable impor-nnáa ) , después de haber sido difundidas por los escritores, los pe-lodistas, los Parlamentos y la clientela de los salones elegantes, cap-

Í. r las --•r.os? ¿Cuáles eran las circunstancias reales de las que surgió

mentes de los pobres de las ciudades, e incluso de los camp

•oiucton, y cómo se transformó una revuelta de magistrados -in'hlcs descontentos en una revolución de las clases « m e d > » y hqja •V'las ciudades y del campo? Estos factores, ¿eran propios de Fran­cia V, P ° r 1° tanto, inaplicables a otros países? Estas son algunas cuestiones que vamos a intentar contestar. — Empecemos con Francia, su gobierno y sus instituciones. Ya he­mos visto que el sistema de gobierno ideado por Luis X I V había perdido bajo sus sucesores gran parte de su vigor.y ele su capacidad paia conservar la lealtad y el respeto de sus subditos. Esto se debió, nano vimos, en parte a la indolencia y a los defectos personales de Luis XV, y en parte a la tendencia de la burocracia, en gran medida en manos de poseedores privilegiados de los cargos, a convertirse en algo intangible. Entrejanto. a medida que las clases medias se vol-vían más prósperas .y más seguras de sí mismas, no podían dejar de sufrir la extravagancia, la ineficacia y la mezquina tiranía de una rnrte y de un gobierno a cuyo mantenimiento contribuían en gran medid - : sobre los cuales no tenían ningún control., No obs-lante, Luis XVI? al subir al trono, estaba deseoso de efectuar re­formas' sustanciales en la administración, de reducir los gastos de la corte, de librar al comercio de las restricciones menudas, de aliviar la carga de impuestos sóbre los campesinos y de promover un cierto autogobierno por medio de asambleas locales en las provincias. A di­ferencia de su predecesor, tenía un alto sentido de la responsabi­lidad persona!; además, su ministro Turgot gozaba de la estima y del afecto tanto de los «i lustrados» como de las industriosas clases me­te Pero todo el esquema sufrió un colapso, y Turgot fue cesado un par de años más tarde. ¿Por qué? Porque las reformas de Turgot, aunque bien recibidas por las cjases~~medias, iban en contra de jos lrijer"éscT~creados d é l o s Pat lamentos, el alto clero y las facciones aristocráticas <ie la corte. En este sentido, su experiencia fue similar i la"de MáchauT y Máúpeou antes que él, y a la de Calonne, Brienne y Nccker después; y demostró una vez más (como ya hemos dicho) que no eran posibles las medidas reformistas de largo alcance, fueran •cuales fueran las buenas intenciones del rey o la honestidad y capa­cidad de sus ministros, mientras los órdenes privilegiados mantuvie­ran sus poderes, a través del Parlamento o de su influencia en la corte, para obstruir la operación. Eran éstos los l ímites que la refor-m a no podía rebasar —suficientes para abrir el apetito de algunos,

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304 I I I . Coníliao

irritar a otros, y dejar insatisfechos a todos—. Suficientes también para despertar un mayor odio hacia los órdenes-privilegiados v des­precio hacia la monarquía que parecía protegerlos. \

Las clases medias francesas, a pesar de su riqugza creciente, te­nían además otros motivos de queja. Entre ellos se contaban los obstáculos al libre ejercicio del comercio y las manufacturas, proce­dentes de los onerosos peajes y aduanas interiores (impuestos tanto por el Estado como por los intereses privados) y las intromisiones de multitud de inspectores del gobierno. Otro era su fracaso a la hora de conseguir la realización de ambiciones sociales que se corres­

pondieran con su riqueza. Hemos visto que los comerciantes y finan ^ cieros, enriquecidos por el ejercicio de la banca, la manufactura y el

comercio colonial, buscaban con frecuencia coronar sus carreras me­diante la compra, para ellos o para sus descendientes, de cargos here­ditarios en el Estado o grados en el ejército. Los historiadores —La-visse, Matthiez, Lefebvre, Elinor Barber, Franklin Ford y olios vienen sosteniendo desde hace mucho tiempo que esas vías de promo­ción social se fueron cerrando en la última parte del siglo xvm; y hemos visto que varios Parlamentos (en especial los de Aix, Nancy, Grenoble, Toulouse y Rennes) estaban, desde la década de 1760, ce­rrando sus puertas a los intrusos de la clase inedia; y que, con escasas excepciones, en 1789, una cuna noble se había convertido en la única cualificación de importancia para conseguir un alto cargo en el ejér­cito, la iglesia o la administración. Así, paradójicamente, como es­cribe Godechot, «cuanto más numerosa, rica y mejor educada llegó a ser la burguesía francesa, menor era el número de cargos guberna­mentales y administrativos a los que podía aspirar» . Y esto, como se ha dicho, estaba en fuerte contraste con aquel rbgnc de la vite buorgeoisie de que se quejaba Saint-Simon en la época de Luis XIV ; y al frustrar las ambiciones de la clase media en un momento crucial, la empujó a la oposición al anden relime. Recientemente estas opi­niones han sido muy criticadas: algunos han sostenido que los privi­legies no eran tan privilegiados como se ha creído; otros, por el con­trario, que sus privilegios siempre fueron considerables, pero no mas a finales del siglo que al principio; mientras Miss Behrens busca el equilibrio entre ambas posiciones al sostener que «aunque los ca­minos hacia las cimas del prestigio y del poder eran, en las ultimas etapas del ascenso, más difíciles de subir a finales del sigloOCVIII que al principio, su entrada... era más fácil que en el pasado» . En con-

4 Godechot, Taking o¡ the Bastille, p. 51. , . , - ¡oler 5 Behrens, Anclen Régime, p. 71. Para la opinión tradicional, véase M

alia, E . Lavisse (ed.), Histoire de Frunce depuis les origines ¡usqu a ta £ lulion, I X (1), París, 1910, pp. 399-400; E . G. Barber, 1 he Rourgeoisie

V*":V>'J'$R7T Í*&1& Wv^J . i - ir ••É-.*, I J ^ I H . M ! H . ^ h r h b ' l .

I) ¿Por qué hubo una revolución en Francia? 305

secuencia, es posible que las antiguas opiniones tengan que modifi-cnse en algunso aspectos: es posible, por ejemplo, que Luis X I V promoviera a menos burgueses a cargos de funcionarios y obispa-jos de los que sostenía Saint-Simon, que algunos Parlamentos (como el de París) fueran menos restrictivos para las ambiciones burguesas une el resto, y que la famosa ley militar de 1781 se dirigiera más contra los ano/Ais recientes que contra la rica clase comerciante. Pero nada de esto altera el hecho de que la burguesía francesa, al final del siglo, sufría un creciente sentimiento de indignidad y humillación n manos del gobierno y de la aristocracia.! No se trataba de que las puertas se cerraran progresivamente, sino que estaban cerradas por

»!,;to en un momento en que su creciente riqueza e importancia i leían creer que deberían estar abiertas de par en par.) Para

con: le, muchos, incluso para quienes no tenían intención de ocupar cargos en el ejército, los términos de la ley de 1781 les debieron parecer una afrenta intolerable; y el marqués de Chérin, que esperaba que 1.1 ley trajera algún bien a la nobleza, se dio cuenta, sin embargo, de que humillaba al Tercer Estado 6 . Así pues, el resentimiento y los agravios eran bastante reales; pero en la Historia, como nos recuerda Tocqueville, el resentimiento es con frecuencia más importante. De ludas formas, quizá lo más notable es que las clases medias francesas --con la excepción de escritores, «panfletistas» y periodistas— espe­raran tanto tiempo antes de dar a ese resentimiento una expresión política. Sólo cuando los empujaron a la acción los Parlamentos, el alto clero y la noblezaT empezaron seriamente a exigir igualdad social V "na participación en el gobierno

/ . I ampoco la prosperidad de los campesinos estaba tan difundida ' t 0 l n o locqueville quiere dar a entender. Aunque uno de cada tres •' '-""pesinos franceses era propietario de su tierra, la i

oe estos propietarios poseían pequeñas parcelas que incluso en los • "¡ios de buenas cosechas eran insuficientes para alimentar a sus fa--•- illihjis. Había además una cantidad todavía mayor de aparceros"

|rabajadores sin tierra, que compraban su pan en el mercado y que nunca podrían esperar, ni siquiera en las circunstancias más favora-

t e n c r más que una mínima participación en la prosperidad ru-

• •MbCentnry l'rance, Princeton, 1955, pp. 112-25; Braudel y Labrousse, His-' t V n A C 0 ' 1 0 ' n > P 1 X M 3 " ' ' 1 ; S o b o u 1 , U V r a n c e - L PP- 183 5. Para una • niíin revisionista, véase F. Furet, «Ix catc:chisme révolutionnaire», Annales, 'íkmT , i- 1 9 ? 1 , 2 ' p p - 2 7 3 " 5 ' P a r a l m r e s l i m e n m í í s a m P l i o del caso revi-

Bien literatura sobre la que se basa, estoy agradecido al profesor David (.',j ' . 4 1 1 0 m c permitió amablemente ver el primer borrador de un artículo

¿ItaiuÜ* n ° P . u W i « d o , «Social Mobility in Eighteenth-Ccntury France». La dis-C u » S Sin duda, seguirá.

Barber, ¡iourgeoisie, p. 123.

.. , « g - g i j m i !. -frvv ¡fr/Ví/V^ '

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306 I I I . . -

ral. ¡Los pequeños propietarios, los arrendatarios pobres y 1Q S R H. queños cultivadores se quejaban también de que los señores y lnc campesinos ricos, espoleados por el deseo de aumentar la produccioii agrícola, estaban cerrando los campos y las tierras comunales y usur-pando los derechos tradicionales de espigar y de pasto de los aldea­nos.jY hemos señalado en un capítulo anterior un agravio de caránr r

más general: la reciente tendencia de los ten atenientes (nobles o burgueses) a resucitar antiguos derechos vinculados a sus tierras e imponer o añadir nuevas obligaciones a las que ya exigían de sus campesinos. Esto era lo que los campesinos, en sus cabiers de 178'.) llamaban el renacer del feudalismo, y lo que la mayor parle de los historiadores franceses han considerado parte de la «reacción feu­dal» de la época. Alfred Cobban, sin embargo, se ha opuesto al em­pleo de este término porque lo que los señores hacían era «menos un retorno al pasado que una aplicación a las antiguas relaciones de las nuevas técnicas de explotación» 7 . Quizá sea cierto; sin embargo, los campesinos no solían matizar tanto, y a ellos el feudalismo les p.ne­cia más detestable si se revestía de un aspecto nuevo y desconocido.

Por otra parte, Tocqueville no se percató de lo que sólo las re­cientes investigaciones han descubierto: que fue precisamente en esos años duales del anclen régime cuando la prosperidad genera! de la agricultura empezó a decrecer. Este proceso se desarrolló en dos eta­pas. Después ele 1778, año en que Francia entró en la Guerra de Independencia norteamericana, hubo una recesión cuyo resultado lúe el descenso de los precios —gradualmente en la mayoría de los pro­ductos industriales y agrícolas, pero en proporciones críticas en lo referente a vinos y textiles—. Durante estos años, los beneficios netos de los pequeños arrendatarios, los campesinos propietarios", los vina­teros y los aparceros tendieron, debido a la pesada y sostenida tribu­tación, a los diezmos y exacciones señoriales, a ser desproporciona­damente bajos con respecto a la caída de los precios, mientras que los grandes propietarios rurales estaban protegidos contra las pérdidas pojr_sus rentas «feudales» . En el momento culminante de la depre­sión cíclica llegó la catástrofe repentina de 1787-89, bajo la forma de dosmalas cosechas y escasez, con una duplicación del precio del trigo en el plazo de dos años en las principales regiones productivas del norte, que llegó a su nivel máximo en 27 de las 32 generalices a mediados del verano de 1789. La crisis afectó a la mayor parte ce los campesinos, tanto en su condición de productores como en a de consumidores: como vinateros, ganaderos o cerealeros. Desi

7 A. Cobban, The Social Interpretation of the French Revoluliou, Londres, 1964, p. 123.

15 ¿Por qué hubo una revolución en Francia? 307

• ricultura se extendió hasta la industria; y el desempleo, que se inició ;, |. ¿poca del tratado de «L ibre Comercio» de 1786 con Inglaterra,

, ! . T . Z Ó desastrosas proporciones en París y en los centros textiles V- ¡ y¡)fí y del norte. Otro resultado fue que los asalariados y todos los pequeños consumidores de las aldeas y de Tas ciudades se vieron ublrados, debido a la rápida subida en los precios de los comestibles faumentar lo que gastaban diariamente en pan a cantidades superio­res .i ' sus medios. Así pues, los campesinos y los artesanos y obreros udutios se unieron.en una común hostilidad hacia el gobierno, los ¡•[andes propietarios rurales, los comerciantes y los especuladores, filtrando en la Revolución en un contexto de pobreza y dureza cre-i"í. ntes. y no de prosperidad. A l menos en este sentido, las investiga­ciones modernas justifican más a Michelet que a Tocqueville \

Pero, por supuesto, para hacer una revolución es necesario algo más que las dificultades económicas, el descontento social y la frus­tración de las ambiciones políticas y sociales. Para dar cohesión a los descontentos y a las aspiraciones de las~~diversas clases sociales elche existir un cuerpo unificador de ideas, un vocabulario común de esperanza y de protesta; en resumen, algo parecido a una «psicología ¡evolucionaría» común o a un modelo de «creencias general izadas». lúTTis revoluciones de nuestros días, esta preparación ideológica la llevan a cabo los partidos políticos; pero no había partidos en la Francia del siglo XVIII. En este caso, el terreno lo prepararon, en un primer nivel, los escritores de la Ilustración. Fueron ellos, como señalaron Burke y Tocqueville, quienes debilitaron las defensas ideo­lógicas del anden régime. Las ideas de Montesquieu, Voltaire, Rous-í£au_y muchos otros, como hemos visto, fueron ampliamente difun­didas y absorbidas por un público lector receptivo, aristocrático y de la clase media Incluso entre el clero, estaba de moda ser escéptico e «irreligioso»; y los escritos de Voltaire se combinaron con las luchas dentro de la propia Iglesia (galicanos contra jesuítas y jan-temstas y richeristas contra la creciente autoridad de los obispos) pata exponer a ésta a la indiferencia, el desprecio o la hostilidad. Ya hemos señalado que los parisienses se manifestaron contra su obis-

i PO por los billets de confessian en la década de 1750; y Hardy, el vendedor de libros y memorialista del barrio universitario de París, recoge expresiones similares de anticlericalismo en sus Diarios de la década de 1780. Mientras tanto, términos como «ciudadanos» , «na­ción», «contrato social», «voluntan 1 general» y los «derechos del nombre» —y luego tiers éta't (tercer estado)— entraron en el voca-

' Véase, en particular, Labrousse, Esqulsse, I I , pp. 637-42; Crise, pa'gi-™ * I X X L I y 625.

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biliario político corriente. Se debió, en parte, a los «panfletistas» U| Tercer Estado en 1788 y 1789; pero mucho antes, el terreno )'.,)''' sido debidamente preparado por los folletos y Reconvenciones j n ' ,[. ¡ ; ' cados por los Parlamentos, los cuales, en su prolongado duelo partir de la década de 1750 con el «despotismo» ministerial, cilabiti libremente, y a menudo indiscriminadamente, los escritos de Mon­tesquieu y Rousseau y otros críticos filosóficos de la época. El ci­mento nuevo en todo ello es que los Parlamentos no escribían folletos políticos, como habían hecho los pbilosophes, sino que trataban Mi beradamentc de moldear a la opinión pública y buscar un activo apoyo público cn~sus. luchas coxitraJa,corona? "

Sin embargo, después de exponer todos estos puntos, sigue siendo dudoso que en enero de 1787, por ejemplo, cualquier francés ¡ntcli gente o un observador extranjero pudieran encontrar razones para pre­decir que iba a producirse una revolución, y todavía menos pan presagiar la forma que tomaría. Es fácil para nosotros, que vemos el acontecimiento con la superioridad que da el paso del tiempo des cubrir esas razones; pero, aun así, continuaba faltando un elemento importante. Sejujía siendo necesaria nnn r h k p n pnm mn^ i r nn-i im­plosión; y era necesaria una segunda chispa para producir las peculia­res alianzas de 1789.

La primera chispa fue la declaración gubernamental de bancarrota /trasTa guerra norteamericana. Hay diversas opiniones sobre la amo!!-,; tud de la influencia de la Revolución Norteamericana y su Declara-I ción de Independencia en el curso de los acontecimientos en Francia; • pero no puede haber dudas sobre los resultados cataclísmicos prado-( ciclos por la intervención francesa en la guerra. Calonne, entonces

Controlador General, calculó un déficit ele 112 millones de lirn'S, que representaba cerca de un cuarto del total de la renta del Estado; e hizo un llamamiento para que se tomaran medidas drásticas. Se de­cidió abandonar los antiguos procedimientos e invitar a una asamblea de notables para que estudiaran una serie de medidas provisionales para detener la crisis. Esto fue, como hemos visto en un capítulo an­terior, lo que provocó la révolte nobiliaire de 1787-88, que terminó con una derrota del ministerio y una victoria total de los Parla­mentos y de la aristocracia; el gobierno, además, se vio forzado í conceder la convocatoria de los listados Generales (en los cuales tanto los Parlamentos como la nobleza ponían sus esperanzar). Así pues, en septiembre de 1788, cuando el Parlamento de París volvió en triunfo a la capital, parecía como si la profecía recogida por Arthur Young unos cuantos meses antes se hubiera cumplido: que se pro­duciría «una gran revolución en el gobierno», que «inclinaría la balanza en favor de la nobleza y el clero». Así, pues, la creencia en

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fot qué hubo una revolución en Francia? ^ 309

resolución», provocada por el éxito del desafío de la nobleza al ! "u-.-rno estaba ya en el ambiente; pero la forma que tomó la revo-

-ión al'estallar, como veremos; fue .bastante diterente. ¿Por quéf-•1*7 -(ü-as palabras, porque la promesa de unos Estados Generales t.'ieó a las partes contendientes a definir sus propósitos y a asumir ! c V J S posiciones. La burguesía, o tiers état dividida anteriormen-

• • entre los que apoyaban y los que se oponían a la reforma minis-i c f jal v ^ n m n i r ó ahora, una vez convocados los Estados Generales, tan que ti-rmiqiie cerrar filas y presentar un programa propio. Los 'i'TTÍñienios y Ta noblgza^empero, que esperaban otra cosa muy ÜF i", i", me de T i reunión de los Estados, se vieron obligados a poner • ir, cartas sobre la mesa y mostrar que las « l ibertades» que recla­maban no eran las mismas que las del tiers o las de la nación en su iiiiijiinio. En consecuencia, la aristocracia y el clero, en vez de con-i.cguir más apoyo, empezaron a perder rápidamente el que tenían; v Mallet du Pan, un observador suizo, señaló, sólo cuatro meses después de que la révolte nobiliaire hubiera triunfado, que la sitúa-don había cambiado radicalmente en Francia: h¿ cuestión (escribió) y.i no era unjmf remamiento constitucional entre el rey y las clases puyílegiadas con apoyo popular, sino «una guerra entre el Tercer ¡A lado y los otros dos órdenes». La situación cambió de nuevo una vez que los Estados Generales se reunieron en Versallcs en mayo <!.• 1789. En este momento, el rey, enfrentado con las irreconciliables edgencias de la nobleza y del Tercer Estado, eligió apoyar a la primera, llamó a las tropas a Versallcs y se preparó para dispersar I.i Asamblea Nacional (como se llamaba ahora el tiers) por la fuerza ote las armas. El golpe lo impidió la intervención del menú pettple y ía pequeña burguesía de Par ís . Mientras tanto los campesinos, acu­ciados por las crisis política y económica, empezaron a poner en marcha una acción directa propia; y fue una conjunción de esas fuerzas —clases medias, menú peuplc urbano y campesinos, con el "poyo de la aristocracia liberal— la que llevó a cabo la primera etapa de la revolución en Francia en el verano de 1789.

La Revolución Francesa aparece, pues, como el resultado de una' combinación de factores, tanto a largo como a corto plazo, producto d~ las condiciones del anclen régime. Los antiguos agravios de los campesinos, los ciudadanos y la burguesía : la frustración de las ere-" lentes esperanzas ele los burgueses y campesinos ricos; la insolvencia >' bancarrota del gobierno; el progreso de la «reacción feudal»; las jX i ¡ ;encias y la intransigencia de la aristocracia; la propagación' de

ideas radicales entre amplios sectores del pueblo; una profunda crisis económica y financiera; y los «chispazos» sucesivos ue la ban-

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310 I I I . Conflicto

carrota del Estado, la revuelta aristocrática y la rebelión popular; todos estos factores desempeñaron un papel. ¿Eran estos factores peculiares de Francia? Considerados aisladamente, la respuesta pue-dc ser que no. Si dejamos a un lado los «chispazos» últ imos, simi­lares tensiones, crisis y frustraciones se dieron, bajo una u oua forma, en varios .paíscs_í:u.ropeos_en esa época. ¿Por qué, pues, buho una revolución de ese tipo en Francia y no en otra parte? (3 pode­mos plantear la cuestión de otra manera y preguntar, como ha hecho Godechot después de describir los motines y levantamientos en las grandes ciudades como Londres, Bruselas y Amsterdam en la década de los 1780: « ¿ P o r qué los motines que estallaron en las capitales extranjeras, especialmente en Londres, no provocaron el colapso del antiguo régimen o la capitulación del poder real o aristocrático ante las masas insurgentes?» J .

Sería ingenuo, por supuesto, imaginar que la receta para hacer la revolución en un país es igualmente aplicable a cualquier otro. Pero quizá podamos argumentar que una combinación parecida de factores podría tener, en dos países cualesquiera (de un tamaño mas o menos similar) resultados más o menos iguales; y. por el contrario, que es la ausencia de tal combinación, más que la de uno u otro factor, lo que podría ayuclaxJa_^cplicar por qué en Francia hubo una revolución en 1789, y en otros países no la hubo. En los estados ¡\p |a F.nr"p« r.rii>nra|—en Rusia, Polonia,"Hungría-, Austria y Bohe­mia— la situación y las condiciones generales del campesinado eran mucho peores, como hemos señalado, a las de Francia; y tenemos muchas pruebas de que existía un descontento muy generalizado. Sin embargo, en estos países, las rebeliones campesinas —incluso las de la magnitud de la de Pugachev en Rusia— solían quedar aisladas; y ello se debió en parte (aunque no del todo) a_jju£, en ninguno de esos países existía., una clase media o intermedia suficienteinen-te desarrollada para prestar su ayuda, o colaborar mediante la articu­lación ele un lenguaje de revuelta o de esperanza en un futuro mejor. La experiencia austríaca fue, en este aspecto, algo diferente de la de los rusos; porque las reformas de José I I despertaron esperanzas y provocaron rebeliones que, aunque menos imponentes que la de Pu­gachev, a la larga pudieron representar un peligro mayor para la monarquía absoluta que todas las rebeliones campesinas del reinado de Catalina la Grande. También en algunos países —en Austria, Sue-cia y Polonia— el desafío de la aristocracia fue aún más continuo y persistente que en Francia; pero en Suecia y Polonia, la nobleza,

9 Godechot, Taktng of the Bastille, p. xxiv.

¡5 ¿Por qué hubo una revolución e-n Francia? 311

aunque gozó de un prolongado período de dominio, fracasó en su in­tento de unir a la nación contra la corona, y el rey, en el primer caso, v la intervención extranjera, en el segundo, la doblegaron después de 1772. También aquí, Austria fue un caso aparte; porque José casi perdió su trono a manos de la nobleza húngara; pero fue únicamente en las provincias belgas, como hemos visto, donde se desarrolló una revolución nacional que declaró la independencia y expulsó a las tropas austríacas.

En.España, las condiciones del pueblo bajo eran, probablemente, mucho peores que las de Francia: había ejércitos de mendigos en Madrid y otras ciudades; y la pobreza y abandono de los jornaleros ile los giandes latifundios del sur eran mucho mayores que las expre­sadas en los cabiers de los campesinos franceses en 1789 o en los Viajes, de Arthur Young. Además, la nobleza española conservaba privilegios tan abusivos como los de la nobleza francesa; y la natu­raleza corporativa de la sociedad española, con su proliferación de grupos de intereses regionales y particulares, resultó, como hemos visto, un problema prácticamente insoluble que echó por tierra los planes bienintencionados de los ministros reformistas de Carlos I I I .

I Pero no había ninguna clase media lo suficientemente madura o po-' derosa como para luchar contra la influencia social de las clases terra­tenientes; ni había un conjunto ampliamente difundido de ideas « i lus­tradas» que pusieran en entredicho las muy arraigadas nociones de

. autoridad en la sociedad, la iglesia o el Estado. No existía un desafío aristocrático a la monarquía, salvo a nivel regional; la Iglesia con­tinuaba siendo un pilar firme y muy respetado del estado monárquico; así, pues, bajo el gobierno de Carlos I I I no hubo ninguna crisis gubernamental comparable a la que trastornó a la Francia de Luis X V I .

En Prusia, las supervivencias feudales y el estado burocrático se combinaron para apoyar a la nobleza, aplastar a los campesinos y mantener en su lugar a la clase media. Esta últ ima tenía pocas salidas que dar a sus energías: bajo Federico I I , los caminos del ascenso social estaban rigurosamente circunscritos; la nobleza recibía subsi­dios para conservar sus dominios; e incluso el crecimiento de la industria se vio obstaculizado por los impuestos, las restricciones mercantilistas y las prolongadas crisis de las décadas de 1760 y 1780. Mientras tanto, las condiciones de vida del pueblo, pese a todas las declaraciones del despotismo ¡lustrado, seguían empeorando: los cam­pesinos, tanto al este como al oeste del Elba, continuaban sometidos a la servidumbre; los precios del grano (siguiendo un modelo no muy diferente del francés) casi se duplicaron entre 1750 y 1800, mientras

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los salarios sólo aumentaron en un tercio o en la mitad 1 0 . Existían pues, muchas razones para la insatisfacción. Sin embargo, no habí' un sentimiento profundo de injusticia o de frustración de las esp ranzas, y el antiguo orden social jerárquico — tan firmemente i;» plantado en toda Alemania--- permaneció virtualmente intacto./Tal vez en ningún lugar fuera de Francia circularon tanto las ideas""Je la Ilustración; pero se orientaron por la vía literaria —el culto a i i naturaleza, la «sensibi l idad» o el lenguaje— y raramente se utilizaron con fines políticos, como se hizo en Francia en la década de IV;-n De esta manera, la insatisfacción de las clases bajasy mcdku i »^ ,|, sorbida, v no hubo crisis alguna de autoridad rü ninaunret o eficaj a los privilegios o a la monarquía. \

Hasta aquí, se habrá observado que los factores cuya ausencia es más notable fueron una clase media fuerte y un corpas ampliamente difundido de ideas políticas radicales. Así ocurrió, realmente, en lo dos los países del este, norte y sur de Europa (con la única excep­ción de Italia al norte del Po)../Ásí pues, esos factores se dieron únicamente en Occidente: aparte de Francia, en Holanda, Bélgica, partes de Suiza y Gran Bretaña. En ninguno de estos países, como vi hemos señalado, había unas clases medias, o unas actitudes de clase media, tan asentadas como en Gran Bretaña; y se ha sostenido (por parte de Godechot, Butterfield y otros) que, en torno a 1780, Gran Bretaña se encontró casi al borde de una situación revolucionaria. Fue la época de la primera fase de la revolución industrial, de los' Voluntarios y el Parlamento de Grattan en Irlanda, de los motines de Gordon, del renovado reto de los reformadores aristocráticos y de clase media, y de una etapa crítica en la guerra norteamericana. Pero todo terminó tranquilamente: no hubo ninguna crisis funda­mental de gobierno, y el poder establecido apareció •—con algunas modificaciones menores en Irlanda— más sólido que nunca. Algunos autores han afirmado que este resultado se debió a los efectos apa­ciguadores del metodismo, que sirvió para enfriar las pasiones y li­mitar las protestas violentas Sin embargo, parece más verosímil que el factor clave fuera la actitud de las clases medias. Para ellas existían prometedoras perspectivas de creciente prosperidad; no ha­bía esa profunda frustración social ante los privilegios y la arrogan­cia de la aristocracia tan visible en Francia; y cuando llegó el mo­mento (a principios de la década de 1780), no tenían ninguna inteit-

1 0 Helcn P. Sicbel, «Enlightened Despotism and the Crisis of Socicty w Germany», Enlightenment Essays, I (3-4), Chicago, 1970, pp. 151-68.

1 1 Véase R. F. Wearmouth', Methodism and the Common People of fot Eighleenth Centtiry, Londres, 1945, p. 265. Los argumentos similares de E . Ha-lévy se aplican, más particularmente, a los comienzos del siglo X I X .

¡v ¿por qué hubo una revolución en Francia? 313

J E compartir la suerte de unos cuantos mineros, tejedores o .írtenos consumidores amotinados, ni tampoco la de la «reacción

vcrá i ica» . Pusieron, pues, sus esperanzas en Pitt y en Jorge I I I t ,1 menos momentáneamente, abandonaron las ideas de reforma en KefM de una continuada prosperidad. ' [ | desafío al poder fue, de hecho, mucho más grave en Bélgica, Mol inda y Ginebra que en Inglaterra; pero no vamos a examinar con 1 i ille por qué ocurrió así. En (Bélgica, como hemos señalado, los lies estados —el clero, la nobleza y los gremios— unieron sus fuer-. , 5 y con la ayuda de los demócratas de cla^e media encabezados por \Vnck expulsaron a los austríacos y proclamaron los Estados Unidos i,, bélgica. Pero una vez hecho esto, el partido de los Estados se volvió'contra sus aliados democráticos, los expulsó, y obligó a mu­llios de ellos a buscar refugio en Francia. De esta manera una revo­lución aristocrática, cuando se enfrentó con las consecuencias de un levantamiento revolucionario nacional, se convirtió en una contrarre­volución. En Holanda, la rebelión de los Patriotas contra el Stadhol-der y el patriciadd de las ciudades nunca llegó tan lejos; y como liemos visto, tras la retirada del apoyo francés y la resistencia de Amsterdam a los prusianos, el movimiento se derrumbó rápidamente. Sólo en Ginebra hubo una revolución popular en la década de 1780, realmente precursora de la de Francia. Pero Ginebra era una peque­ña ciudad-estado, y el movimiento combinado de bourgeois y natifs (único en su clase en la Europa de aquellos tiempos) tenía pocas po­sibilidades de éxito cuando los franceses, respondiendo a la llamada ée los citoyens dominantes, enviaron un ejército para aplastarlo.

Por supuesto, las tornas cambiaron cuando los propios franceses, en el verano de 1789, escogieron el camino de la revolución; y no es ninguna coincidencia que, bajo el impacto de los acontecimientos en Francia, varios países occidentales (Renania y Piamonte, así como bélgica, Holanda y Ginebra) se encontraran ante nuevas situaciones revolucionarias en la década de 1790. En otros —en Alemania (apar­te de Prusia), en Polonia, el sur de Italia y partes de España— posi­blemente las revoluciones posteriores fueron consecuencia de la ocu­pación militar francesa, más que de la simple influencia del ejem­plo francés o de la Declaración de los Derechos del Hombre. Pero t s ta es otra historia que rebasa los límites de este libro.