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Página 1 de 44 3.2. LA TEORÍA DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA 3.2. LA TEORÍA DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA Ya no se trata de encontrar una vinculación física entre una acción y un resultado, sino del desarrollo del conjunto de criterios que legitiman la imputación de ese resultado a la cuenta del autor. El origen de esta teoría, o por lo menos dos de sus antecedentes más trascendentes, hay que ubicarlo en las teorías de la imputación de Larenz y Hönig: ‘La primera aproximación fue realizada por Larenz en una monografía que planteaba la cuestión de la imputación desde la perspectiva de la filosofía del derecho y tomaba como punto de partida la teoría de la imputación desarrollada por Hegel Larenz planteó como criterio determinante para adscribir un hecho al sujeto el juicio de imputación, con un sentido distinto del que tiene el juicio sobre la existencia de una relación de causalidad”. Como afirma Roxin: “El primer cometido de la imputación al tipo objetivo es indicar las circunstancias que hacen de una causación (como límite extremo de la posible imputación). Una acción típica”. En este sentido, la teoría de la imputación objetiva se ha desarrollado con un nivel de casuismo posiblemente exagerado, casi recordando el estilo de la tópica como tendencia hermenéutica. Es por ello que el desafío actual de la teoría de la imputación objetiva es, justamente, el desarrollo de un modelo de imputación que pueda ordenarse sistemáticamente y servir como método de análisis al juez en la resolución de un caso. Hasta tanto ello no se consiga será difícil que la esperada, por lo menos en América latina, recepción de la teoría por parte de la jurisprudencia se produzca. En lo que sigue se tratará de ofrecer un modelo de organización de estos criterios desarrollados, casi en su mayoría, en el posfinalismo (luego de la década del ‘30). Se busca establecer, dentro del juicio de tipicidad objetiva, un sistema metodológico similar al que ofrece toda la teoría del delito: la acción analizada debe superar un conjunto de filtros sistemáticos como para ser admisible que se le atribuya un resultado o riesgo determinado. Sin embargo, lo que en los últimos treinta años se ha escrito sobre la crisis de la causalidad como base de la construcción de las reglas de imputación y sobre los denominados principios de imputación objetiva es sencillamente inabarcable.

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3.2. LA TEORÍA DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA3.2. LA TEORÍA DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVAYa no se trata de encontrar una vinculación física entre una acción y un resultado, sino del desarrollo del conjunto de criterios que legitiman la imputación de ese resultado a la cuenta del autor.

El origen de esta teoría, o por lo menos dos de sus antecedentes más trascendentes, hay que ubicarlo en las teorías de la imputación de Larenz y Hönig: ‘La primera aproximación fue realizada por Larenz en una monografía que planteaba la cuestión de la imputación desde la perspectiva de la filosofía del derecho y tomaba como punto de partida la teoría de la imputación desarrollada por Hegel Larenz planteó como criterio determinante para adscribir un hecho al sujeto el juicio de imputación, con un sentido distinto del que tiene el juicio sobre la existencia de una relación de causalidad”.

Como afirma Roxin: “El primer cometido de la imputación al tipo objetivo es indicar las circunstancias que hacen de una causación (como límite extremo de la posible imputación). Una acción típica”.

En este sentido, la teoría de la imputación objetiva se ha desarrollado con un nivel de casuismo posiblemente exagerado, casi recordando el estilo de la tópica como tendencia hermenéutica. Es por ello que el desafío actual de la teoría de la imputación objetiva es, justamente, el desarrollo de un modelo de imputación que pueda ordenarse sistemáticamente y servir como método de análisis al juez en la resolución de un caso. Hasta tanto ello no se consiga será difícil que la esperada, por lo menos en América latina, recepción de la teoría por parte de la jurisprudencia se produzca.

En lo que sigue se tratará de ofrecer un modelo de organización de estos criterios desarrollados, casi en su mayoría, en el posfinalismo (luego de la década del ‘30).

Se busca establecer, dentro del juicio de tipicidad objetiva, un sistema metodológico similar al que ofrece toda la teoría del delito: la acción analizada debe superar un conjunto de filtros sistemáticos como para ser admisible que se le atribuya un resultado o riesgo determinado.

Sin embargo, lo que en los últimos treinta años se ha escrito sobre la crisis de la causalidad como base de la construcción de las reglas de imputación y sobre los denominados principios de imputación objetiva es sencillamente inabarcable.

Desde las posibilidades que, todavía, pueden mantener los desarrollos de causalidad individual, para sobrevivir en el modelo de la teoría del delito, pasando por los diferentes alcances que las distintas tesis creen ver en cada uno de los principios de imputación, hasta llegar a la discusión interminable de una casuística destinada a poner a prueba cada axioma, hacen que una mera descripción del estado actual de la discusión sea sencillamente imposible o, por lo menos, se ubica lejos de lo que se pretende con el desarrollo del problema en una obra de carácter general.

Un ejemplo muy útil de lo que recién se afirma, se encuentra en el aporte de Frisch. El profesor de Friburgo ha afirmado, con absoluta claridad, que “responder a la cuestión acerca de la situación actual de la teoría de la imputación objetiva no es una tarea sencilla. Esta dificultad obedece, ante todo, al carácter sumamente difuso del objeto. La expresión ‘imputación objetiva’ suele utilizarse con contenidos considerablemente divergentes, de manera que para cada una de las formas de entenderla existe un estado actual de la discusión.

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El autor separa la teoría de la imputación objetiva de Hönig, de las llamadas por él “nuevas teorías de la imputación objetiva del resultado”.

De un modo u otro, se parte aquí de la idea de que hasta ahora no es fácil encontrar una explicación sencilla de la teoría de la imputación objetiva que, prescindiendo de filigranas y detalles en extremo conflictivos, pueda ofrecer un panorama que facilite su utilización en la ejercitación casuística y se presente como de fácil asimilación frente a la totalidad de aquellos principios o grupos de casos que han informado el debate en.1os últimos treinta años.

3.2.1. EL LUGAR SISTEMÁTICO DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA3.2.1. EL LUGAR SISTEMÁTICO DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVACorno es fácil advertir, se trata de remarcar la idea de que las reglas de imputación que aquí se explican de modo muy sencillo tienen por función primordial definir el ámbito y la extensión de la norma imperativa; básicamente son las herramientas hermenéuticas delas cuales se sirve el juicio de tipicidad objetiva para delimitar la materia de prohibición y, por lo tanto, también el ámbito de actuación del dolo y su exclusión.

Es por ello que en el modelo propuesto todo el análisis propio de la imputación objetiva debe situarse metodológicamente en el ámbito de la tipicidad objetiva, en contra de lo que opina otra autorizada doctrina.

No tendría sentido que estos juicios negadores de la ilicitud funcionen en un ámbito claramente excepcional como el propio de la justificación o, incluso, el de la atribuibilidad. No se trata de un conflicto puntual que debe ser resuelto acudiendo a normas alternativas o a una ampliación fáctica del juicio del hecho, sino que, en los casos analizados, el hecho no debe ser entendido como abarcado por la norma imperativa. No es descabellado sostener que el proceso de subsunción del supuesto de hecho a la norma imperativa ha incorporado un conjunto de criterios que tienen por función definir claramente los contornos de la vigencia de la norma en el caso individual. Estos criterios, como veremos, y por lo menos hasta ahora, no están informados por otras normas sino por una feliz manifestación de teleologismo hemenéutico.

3.2.2. LOS PRESUPUESTOS METODOLÓGICOS DEL MODELO3.2.2. LOS PRESUPUESTOS METODOLÓGICOS DEL MODELOEl sistema dogmático que se propone para la utilización de las reglas de la teoría de la imputación objetiva, reposa en algunos puntos de partida decididamente instrumentales pero que son de relevancia para comprender el modelo.

En primer lugar, el modelo sugerido prescinde por completo del juicio tradicional de causalidad, más allá de rescatar algunas de las herramientas metodológicas que acompañaban al dogma causal (como la utilización de hipótesis).

La teoría de la imputación objetiva no es un correctivo de la causalidad natural, sino que se basa en un concepto totalmente diferente. No hay ninguna posibilidad de que verificación causal e imputación normativa, sean reconducidos a un mismo lugar metodológico. Ambos sistemas se mueven en niveles diferentes. Que la teoría de la imputación objetiva no es un correctivo del juicio causal lo demuestra el hecho irrefutable de que puede haber imputación incluso en caso en los cuales la causalidad brilla por su ausencia (véase, por ejemplo, la enorme discusión alrededor de los casos de causalidad general, como la que se manifestó en la importante sentencia del aceite de colza en la jurisprudencia española, sentencia que se nutrió de un excelente voto del magistrado ponente: Enrique Bacigalupo).

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En segundo lugar; aun a riesgo de ciertos solapamientos, se ha pretendido recuperar la mayor cantidad posible de reglas de imputación y nudos problemáticos, tomando como razón de eficiencia los ámbitos todavía subsistentes de cada uno de ellos para Ia solución de casos específicos. Cada uno de los criterios de imputación objetiva que aquí se mencionan han aportado a la teoría del delito y al pensamiento dogmático, un enfoque altamente singular, un interrogante distintivo, que, más allá de superposiciones no nocivas, han perfeccionado el trabajo en ese nivel sistemático.

En tercer lugar, para su ubicación metodológica se ha buscado priorizar el rol preponderante de cada principio, más allá de que el funcionamiento real pueda tener más riqueza.

Eu cuarto lugar, es preciso comprender que la teoría aquí analizada, como teoría de la imputación se manifiesta en lo esencial con absoluta identidad tanto en el ámbito del delito doloso como imprudente. Los criterios que aquí se analizan, de carácter esencialmente normativos, despliegan sus efectos metodológicos —salvo en matices no relevantes en cuanto a la estructura— de modo idéntico en estas dos formas de ilicitud. Ello explica que los ejemplos utilizados varíen de escenario de ilicitud sin arriesgar las tesis fundamentales.

Sin embargo, como veremos en el análisis particularizado, ello no puede significar que siempre, los criterios descriptos posean, ante ambas estructuras, el mismo efecto sistemático. Por ejemplo, Ia imprudencia del comportamiento de la víctima, que sin dudas puede obstaculizar la imputación del resultado al autor a título de negligencia, sin embargo, no tiene la fuerza explicativa suficiente como para objetar la atribución en el marco de la estructura del delito doloso.

De un modo u otro, aquí se ha elegido explicar la teoría de forma unificada, teniendo en cuenta que una fragmentación no tendría razón de ser. Es tarea del intérprete verificar la admisibilidad del traslado de estos criterios a cada uno de los escenarios de imputación (imprudente y doloso). En este sentido, teoría de la acción, teoría del autor y teoría de la atribución configuran una base axiológica, sistemática y político-criminal con capacidad de constituirse en la base explicativa de toda forma de ilícito.

3.2.3. LAS DIFERENTES DIMENSIONES DEL SISTEMA DE3.2.3. LAS DIFERENTES DIMENSIONES DEL SISTEMA DE IMPUTACIÓN OBJETIVAIMPUTACIÓN OBJETIVA

Corno dijimos, en la teoría de la imputación objetiva se trata de definir los criterios normativos bajo los cuales es legítimo imputar una acción riesgosa o un resultado lesivo a alguien como si fuera su obra.

Desde este ángulo es fácil advertir la necesidad de establecer tres dimensiones o pasos del juicio de imputación. En primer lugar, se trata de saber si una acción, con total prescindencia de sus efectos en el mundo real, posee en sí misma aquella característica que la transforman en relevante en términos típicos. Es decir, se busca establecer si la acción ha generado un riesgo jurídico penalmente relevante. Para ello, será necesario definir la relación entre el comportamiento y el riesgo jurídicamente considerado (creación de la base del juicio de imputación).

En segundo lugar, es preciso ocuparse de saber si a esa acción va definida como relevante, es factible atribuirle un resultado lesivo o la propia generación de un peligro concreto (juicio de imputación stricto sensu).

Por último, el juicio de imputación posee una instancia de corrección político-criminal (insignificancia y adecuación social).

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En verdad, salvo lo que concierne a esta última etapa correctiva, estas dimensiones responden a la clásica definición de la teoría, sólo se pretende avanzar un poco más en cuanto a su organización sistemática.

3.2.4. LA CREACIÓN DE LA BASE DEL JUICIO DE IMPUTACIÓN O3.2.4. LA CREACIÓN DE LA BASE DEL JUICIO DE IMPUTACIÓN O LA EXIGENCIA DE UN RIESGO JURÍDICAMENTE RELEVANTELA EXIGENCIA DE UN RIESGO JURÍDICAMENTE RELEVANTE

Como ya lo hemos afirmado, la primera tarea hermenéutica consiste en averiguar si se ha creado un riesgo jurídico-penalmente relevante.

a) Riesgo y elevación del riesgo latentea) Riesgo y elevación del riesgo latenteLo primero reside en saber si la acción ha creado, básicamente, un riesgo. Sin riesgo como perjuicio mínimo o de base, no hay tipicidad. La exigencia del riesgo ya cuestiona u objeta la posibilidad de la tipicidad de los delitos llamados de peligro abstracto, definidos de tal modo que el peligro se encuentra presupuesto, legislativamente, iure et de iure, para esa clase de acciones.

Ahora bien, no hay imputación objetiva si el sujeto ha generado un riesgo menor a efectos de suplantar un riesgo mayor latente en el caso de la vida real. Este gambito beneficioso no puede implicar estar dentro del ámbito de lo prohibido. Es por ello que la segunda exigencia consiste en que la acción no sólo genere un riesgo, sino que este riesgo implique un aumento del nivel de riesgo latente. Se trata de los conocidos casos de disminución de riesgo que se habían transformado en un verdadero problema para las teorías causales y que, se suponía, debían ser resueltos en el ámbito de la justificación.

La tipicidad, en cambio, deber exigir de la conducta, como dato óntico del proceso de subsunción, que la acción haya empeorado el mundo. Sin empeoramiento del mundo no hay tipicidad. Se debe ver este empeoramiento como un déficit de las condiciones de aseguramiento vital del bien.

Según Roxin: “Ya de entrada falta una creación de riesgo y con ello la posibilidad de imputación si el autor modifica un curso causal de tal manera que aminora o disminuye el peligro ya existente para la víctima, y por lo tanto mejora la situación del objeto de la acción”.

b) Riesgo permitidob) Riesgo permitidoPor último, todavía existen casos en los cuales una acción genera un riesgo, este riesgo se eleva por encima del nivel de riesgo latente, pero el comportamiento se expresa en el marco de un margen de permisión normativa dentro del umbral de riesgo permitido. Sucede que determinadas y comprobadas acciones riesgosas, por un conjunto de razones históricas, sociales o económicas, son permitidas e, incluso, reguladas normativamente (riesgos permitidos). El riesgo permitido, en contra de muchas opiniones, es un límite de Ia tipicidad y un genuino principio de imputación.

Como va lo hemos afirmado en otra ocasión, independientemente de las dificultades que ha generado y todavía genera la interpretación del riesgo permitido como figura del sistema del hecho punible, no cabe duda de que hay absoluto consenso en lo esencial: más allá de las definiciones normativas y los eventuales daños producidos, existe un conjunto indefinido de acciones, en el marco del funcionamiento de la sociedad, que a pesar de que generan un cierto riesgo de lesión de bienes jurídicos que son efectivamente protegidos por el derecho penal no deben ser sancionadas. La razón es simple: desde el punto de vista de un análisis de costo y beneficio, Ia prohibición de esas conductas no es, de ningún modo,

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recomendada. Se cree que la anulación social de esas conductas traería una serie enorme de consecuencias disvaliosas para la comunidad. La existencia de riesgos no es evitable, sin más ni más, sino que sólo puede ser administrada tal modo tal que se generen opciones favorables en el marco de las cuales cierto nivel de riesgo genera decididamente provecho social.

Desde el punto de vista de la función del sistema de control penal, el análisis de la cuestión lleva a los mismos resultados: no puede ser un rol del derecho el evitar, sin más, todo riesgo posible. Un sistema jurídico que tenga esta función sería sencillamente impensable y adquiriría un protagonismo en las planificaciones vitales totalmente desmesurado.

Los modernos sistemas de transporte terrestre, el transporte aéreo, el uso de la electricidad, el uso del gas, la construcción de edificios, la gestión industrial, el dominio del fuego, etc., significan una lista mínima de procesos de desarrollo social que han multiplicado hasta el infinito la cantidad de factores de riesgo y las posibilidades de situaciones de peligro para bienes individuales o colectivos. No es razonable pensar que, con la pretensión de evitar todo riesgo, sea posible que el sistema de control prohíba todos estos núcleos de acciones. El derecho no puede descomprometerse de los costos sociales de sus eventuales decisiones. En cambio sí es función del sistema normativa regular los contactos sociales de modo que el riesgo que generan no supere el nivel indispensable para no obstaculizar el funcionamiento de la sociedad. Todo riesgo adicional, en el marco de los bienes jurídicos que han sido seleccionados por el derecho penal, sí forma parte del catálogo de intervenciones racionales o justificadas.

Uno de los problemas reiterados en el análisis del riesgo permitido en el marco del sistema del hecho punible es el de su autonomía. Cuestión que como veremos se encuentra permanentemente influida por la reflexión sobre el lugar sistemático de actuación de la “eximente”.

Algunos autores como Kienapfel, Bockelmarm o Baumann sostienen que no hay demasiadas razones para el tratamiento autónomo de los casos considerados como de riesgo permitido. Según estos autores, todos los supuestos incluidos en este ámbito pueden ser solucionados con un criterio de interpretación más o menos teleológico, a través de un concepto social de acción, por medio de algunas causas de justificación, o, incluso, de exclusión de la culpabilidad.

Frente a estas opiniones negativas, algunos otros autores han defendido la tesis de la autonomía como, por ejemplo. Maurach Zipf, sobre la base de conceder un ámbito de actuación ciertamente estrecho, o Stratenwerth, sobre la base de introducirlo como principio general en el ámbito de la antijuridicidad.

Ahora bien, al problema de la autonomía, en esta cuestión, es preciso otorgarle la dimensión adecuada. No se trata de que como resultado de la discusión del carácter autónomo se piense, por lo menos seriamente, que el criterio del riesgo permitido, como presupuesto general de ilicitud, debe desaparecer del sistema del hecho punible. Semejante razonamiento no lo ha realizado nadie. Sólo se discute si hace falta referirse en forma particular a esta cuestión o si ella ya está alcanzada por las eximentes clásicas o el propio desarrollo de la imputación objetiva.

Esto último lo ha expresado con absoluta claridad Manfred Maiwald; según este autor: “Las diferencias de opinión... mro siempre permiten reconocer con claridad qué se está discutiendo realmente. Lo que no se puede discutir es que el fenómeno en sí, o sea, la permisión de comportarse bajo ciertos presupuestos, de una manera riesgosa, halló el

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reconocimiento jurídico: el derecho no exige sin más una conducta que excluya totalmente, de antemano, toda puesta en peligro de bienes jurídicos”.

Sin embargo, la cuestión de la autonomía ha sido tratada más puntualmente a través de la reflexión sobre la relación entre el riesgo permitido y otros ámbitos de exclusión del injusto.

1. Addenda:

La cuestión del lugar sistemático del riesgo permitido: Como casi todos los elementos vinculados a una normativización de la imputación en el nivel del ilícito, el riesgo permitido ha generado alguna duda en cuanto al nivel analítico en el que debe desempeñar su función. Precisamente se plantean algunas discusiones sobre si la eximente debe funcionar en el nivel de la fundamentación del ilícito —tipicidad— o, en cambio, en la categoría de la antijuridicidad o justificación.

Como siempre, las consecuencias clásicas en este ámbito se plantean en la teoría del error —y, eventualmente, para quien así lo sostenga, en la accesoriedad interna de la participación—, pero, en verdad, hoy día sería arriesgado sostener, como se hacía hace veinte años, que estas discusiones relativas a los lugares sistemáticos de ciertos componentes sólo tienen efecto en ese campo. No cabe duda de que, incluso para la propia definición objetiva del ámbito de actuación del riesgo permitido, no da igual el lugar sistemático de actuación.

Si el riesgo permitido es entendido como un criterio o elemento de la imputación objetiva deberá tomar en cuenta el juego propio de un conjunto de criterios adicionales y coprotagonistas en el sistema de atribución, Cuestión que no sucederá tan claramente en el contexto de la antijuridicidad.

Ahora bien, según Jakobs: “Un comportamiento que genera un riesgo permitido se considera socialmente normal, no porque en el caso concreto esté tolerado en virtud del contexto en el que se encuentra, sino porque en esa configuración es aceptado de modo natural.

Por tanto, los comportamientos no son comportamientos que hayan de ser justificados, sino que no realizan tipo alguno”.

“...En cuanto elemento que excluye el tipo, resulta fácil delimitar el riesgo permitido frente al estado de necesidad justificante. Aquellos comportamientos que generan riesgos permitidos no tienen por qué estar inscriptos en un contexto especial para ser tolerados socialmente, sino que son tolerados de modo general”.

El argumento recién transcripto posiblemente simplifique demasiado la cuestión. No parece, en principio, que el mero recurso al carácter socialmente natural de las acciones eventualmente abarcadas por el riesgo permitido pueda solucionar, por si mismo y sin más matizaciones, todos los casos en los que estamos dispuestos a admitir el riesgo permitido en el caso de punibilidad. Si ello fuera así casi todo lo que caracteriza positivamente al riesgo permitido, entonces, de forma drástica se desdibujaría o, directamente, desaparecería, cualquier distinción con la adecuación social. También aquí se trata de que el comportamiento es socialmente normal y, para una de las opciones teóricas, tampoco en estos supuestos el sujeto realiza tipo alguno. Es decir, con la pretensión de diferenciar al riesgo permitido del estado de necesidad justificante se han borrado los criterios para distinguirlo de otro criterio de imputación o fundamentación de la ilicitud. Ello llama la atención cuando, incluso, para algunos autores, como Maurach-Zipf, “la clave para una

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comprensión actual apropiada del riesgo permitido es la delimitación de Ia adecuación social”.

En realidad, cuando en el marco del juego dogmático del riesgo permitido se advierten casos de riesgos socialmente normales o adecuados, ya no habrá ninguna necesidad de utilizar esta eximente: el caso se encuentra en el marco de actuación de la adecuación social. Justamente aquí se trata de riesgos que no posean, ya en un primer enjuiciamiento ex ante y abstracto, carta de aceptación social en la vida cotidiana. Por lo menos, de ello se trata al momento de definir los alcances de la institución dogmática que analizamos.

Con lo cual, el criterio utilizado para argumentar sobre la ubicación en el nivel analítico de la tipicidad es, justamente, aquel criterio que hace perder nitidez y quizás razón de ser al instrumento que aquí estudiamos.

Una propuesta de distinción entre adecuación social y riesgo permitido ha sido formulada por Manfred Maiwald. Para este autor: “Los dos conceptos están en dos planos intelectuales distintos. Mientras que el concepto de adecuación social caracteriza la razón material de por qué es lícita una acción, y, a este respecto, se remite al ordenamiento de la vida social surgido históricamente, el concepto de riesgo permitido sólo dice que la acción —cualesquiera que sean las razones— puede ser ejecutada; el riesgo permitido representa, por ello, un concepto formal, que recién habrá de obtener su contenido por medio de las razones que conducen a la permisión del riesgo. Esto significa que no puede haber una ‘delimitación’ de ambos conceptos entre sí, porque su función sistemática en el derecho penal es distinta: el concepto de riesgo permitido expresa que bajo determinados presupuestos pueden ser creados ciertos riesgos, y el concepto de adecuación social caracteriza un complejo de razones materiales que pueden configurar —junto con otras numerosas razones— el presupuesto de tal conducta riesgosa lícita.

Si se compara, por tanto, ambas ‘figuras jurídicas’ —la adecuación social y el riesgo permitido— teniendo en cuenta los criterios según los cuales ellas se configuran, se puede establecer que el riesgo permitido se agota en la referencia al carácter de ‘estar permitidas’ de determinadas acciones riesgosas, mientras que la adecuación social expresa las razones materiales para el ‘estar permitidas’ de tales acciones determinadas”.

La distinción propuesta por Maiwald puede ser discutida. En realidad ambos conceptos son, por así decirlo, formales, en el sentido de que requieren expresar el contenido material que los sustenta. No es demasiado relevante que la adecuación social tenga un poco más contenido material que el riesgo permitido. Posiblemente el autor alemán se deja enceguecer por la cuestión semántica: desde el punto de vista de los nombres de cada eximente pareciera, es cierto, que la adecuación social alude ya en la de nominación a un criterio regulativo, mientras que el riesgo permitido sólo aludiría a una evaluación del intérprete que, sobre la base de criterios desconocidos, determinará si cierto nivel de riesgo será o no será permitido.

Sin embargo, también la adecuación social es sólo una denominación de referencia que remite a cierto estándar valorativo al cual es preciso referir ante un caso límite. La razón material no está constituida por el criterio mismo, sino por ese estadio socio-cultural que acoge la conducta como aceptada en el marco de la comunidad.

No pareciera que los dos conceptos analizados se encuentren en planos intelectuales distintos, ambos son elementos normativos no mencionados en la ley que requieren de cierta cuota de creación por parte del intérprete.

La confusión entre adecuación social y riesgo permitido se hace más evidente cuando recurrimos a una virtual legitimación histórica de los riesgos asumidos.

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“En la mayor parte de los riesgos hoy reconocidos en general como permitidos no cabe realizar un saldo costo-utilidad de este tipo, y ello a veces a pesar de contar con pronósticos exactos sobre ia magnitud del riesgo (por ejemplo, sobre la relación entre una velocidad máxima permitida y una frecuencia de accidentes en el tráfico rodado; sobre los riesgos de la circulación de vehículos privados en días festivos, etc.). El saldo está descartado porque falta un modelo social suficientemente concreto y a la vez vinculante, en relación con el cual se pudieran determinar la clase y medida de las desviaciones. Por ejemplo, cuál sea la utilidad de la parte del tráfico rodado no industrial no se puede averiguar por comparación con una sociedad ficticia sin tráfico rodado no industrial, ya que falta la necesaria determinación previa de las formas sociales legítimas con relación a las cuales poder definir la diferencia como negativa o como positiva. Por esta razón, junto con el riesgo permitido por ponderación del riesgo aparece un riesgo permitido por ‘legitimación histórica’. Determinadas formas de actividad permitida han sido consagradas por el uso históricamente, a veces forzando el marco (tráfico rodado) y por ello se aceptan como socialmente adecuadas”.

No caben muchas dudas de que esta matización confunde aún más las diferencias posiblemente existentes entre riesgo permitido y adecuación social. Es sencillamente indiscutible que la adecuación social tal cual fue concebida clásicamente siempre ha incluido los supuestos de riesgos legitimados históricamente. Aunque, por supuesto, la reducción del protagonismo del cálculo costo-beneficio favorece a una distinción de la eximente con el estado de necesidad justificante.

Sin embargo, llamativamente, el argumento del costo-beneficio podría ser una buena y productiva línea divisoria entre adecuación social y riesgo permitido. En el ámbito de la adecuación social, a menudo no se trata de que la acción adecuada socialmente produzca más beneficios que costo, sino sólo de que, independientemente de las razones, la comunidad fomenta esas conductas. Por ejemplo, no sería razonable decir que el entregar un regalo a un funcionario n fecha cercana a las fiestas de fin de año, a pesar de que ello sea realizado dentro de los limites morales, genera “más beneficio que costo”. Evidentemente no se trata de ello. Pero, ello nos deja en una posición contraria a la de Jakobs: pareciera que todos los cursos riesgosos que sean aceptados por su “consagración de uso histórico” recibirían respuesta adecuada a través de la adecuación social, sin necesidad de acudir a ninguna “medición concreta del nivel de riesgo”. Con lo cual quedarían a la espera de ser resueltos todos los casos frente a los cuales es preciso realizar, justamente, una ecuación de ventajas y desventajas sociales que la conducta trae aparejadas. Porque así como existen acciones adecuadas socialmente que, en principio, no aportan ventajas visibles a la sociedad, también existen conductas que se mantienen dentro del riesgo permitido, pero frente a las cuales no se podría decir que son “aceptadas socialmente”. Un ejemplo ayudará a graficar este punto: el uso de la energía nuclear para fines pacíficos podría ser un tipo de conducta que —para algunos— se mantiene dentro del nivel del riesgo permitido por sus posibles ventajas al desarrollo de la vida social, sin embargo nadie diría que ello se vincula a su aceptación social o históricamente producida.

De acuerdo con esto último aparece con alguna claridad el criterio distintivo entre adecuación social y riesgo permitido. Aunque faltaría proponer una línea divisoria entre riesgo permitido y, por ejemplo, el estado de necesidad justificante. En realidad, mucho más razonable es proponer una solución sistemáticamente correcta a través de un análisis de la función de las categorías dogmáticas. En este sentido hay que decir que el riesgo permitido pertenece a la tipicidad, porque esta categoría, por medio del modelo de atribución que ha desarrollado a partir de la imputación objetiva, se encarga como fundamento de la ilicitud, de definir si la acción del agente significa un riesgo desaprobado y si constituye una conducta que posee las características normativas necesarias como para que le sea atribuido un resultado. En este ámbito el riesgo permitido constituye un criterio necesario

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para tal definición político-criminal. Y esta definición se produce a través de una evaluación general de ventajas y desventajas de un núcleo de acciones posiblemente peligrosas. Este núcleo de acciones —como por ejemplo, el manejo de la energía nuclear o el manejo de un automóvil—, garantiza —siempre y cuando la acción se mantenga dentro de la administración normal del riesgo vital consustanciales a ese núcleo de acciones— que cualquier curso causal emprendido esté alcanzado por este criterio general.

En cambio, en los supuestos de estado de necesidad justificante, no se trata de que las acciones se encuentran dentro de la actividad ya evaluada como preferible socialmente. No existe tal contexto global, por lo que se requiere una definición en el caso concreto de esta ecuación costo-beneficio. En el marco de esta ecuación sería preciso definir un conjunto mayor de datos que configurarán a la acción permitida excepcionalmente (agresión ilegítima, falta de provocación suficiente y racionalidad de la respuesta o conflicto de dos bienes jurídicos esencialmente desiguales, daño del menos importante, etc.).

Con lo cual: riesgo permitido y justificación comparten un sustrato de costo-beneficio, sólo que este cálculo, en uno y otro, tiene diverso origen y diverso nivel de precisión.

2. Addenda:

¿La idea del riesgo permitido funciona para ilícitos culposos y también dolosos?: Otro de los problemas trascendentes que se han planteado en la dogmática del riesgo permitido, tiene que ver con la pregunta acerca de si el ámbito de actuación de la eximente sólo está limitado al sistema de imputación del delito culposo o si también debe extenderse al del delito doloso.

Según Stratenwerth: “No existe la menor razón para limitar la figura jurídica del riesgo permitido al comportamiento culposo. Si está permitido crear determinados riesgos con respecto a bienes jurídicos ajenos, esta permisión tiene que regir también, en principio, para la acción dolosa, es decir: para todas las acciones jurídico-penalmente relevantes. Por lo tanto, la circunstancia de que el riesgo creado por el autor, que culmina en un resultado típico, haya superado los límites del riesgo permitido, comportará un requisito general de la fundamentación del ilícito”.

Pareciera que lo más racional es unificar el rol del riesgo permitido como criterio de exclusión del ilícito.

Un argumento que podría ser expuesto a favor de no otorgar vigencia al riesgo permitido en el ámbito del delito doloso se refiere a la semejanza de estos casos con la estructura de la tentativa inidónea, ya que, como afirma Maiwald: “También inidónea es la intención del autor que convierte en punible una acción objetivamente inofensiva. Piénsese en el asesino que quiere envenenar a la víctima y, por error, echa en su vaso la sustancia equivocada —totalmente exenta de peligro—. Esa conducta en sí no prohibida —suministrar un trago para nada peligroso— deviene por el dolo del autor, en una tentativa inidónea de homicidio, punible”.

Sin embargo, como el mismo Maiwald reconoce, en el supuesto del sujeto activo que, incluso con muy malos pensamientos, se mantiene dentro del riesgo permitido, nos encontramos frente a un caso en el cual el agente hace todo lo que el ordenamiento jurídico puede exigir como para evitar el resultado.

Aunque, en verdad, esta discusión sobre la pertinencia del análisis del riesgo permitido en el ámbito del delito doloso sólo tiene verdadero sentido, incluso semántico, para aquellos autores que consideran a la eximente como un criterio de justificación —

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independientemente de si se lo entiende como una causa de justificación autónoma o absorbida por el estado de necesidad.

Ya que si se entiende, como aquí, que el riesgo permitido es un criterio negativo de la tipicidad o un elemento más del análisis de la imputación objetiva —esta definición no importa demasiado— cada vez que el sujeto actúe dentro del riesgo permitido, ello imposibilitará hablar con propiedad de una conducta dolosa, si es que con ello nos referimos al conocimiento y la voluntad que tenga el autor de realizar el tipo objetivo. Simplemente no habrá tipo objetivo. Es por eso que las malas intenciones que tenga el autor, serán sólo eso: malas intenciones.

3.2.5. EL JUICIO DE IMPUTACIÓN STRICTO SENSU3.2.5. EL JUICIO DE IMPUTACIÓN STRICTO SENSUEn esta etapa se busca sentar las bases normativas como para poder imputar legítimamente el resultado a la conducta, que, ya sabemos, ha creado un riesgo jurídicamente desaprobado o, para decirlo de modo más preciso, ha creado la base del juicio de imputación.

Se trata de un conjunto de filtros condicionantes de la imputación, y con ello, legítimos elementos negativos de la tipicidad, que, desde diversos ángulos, ponen a prueba la relación existente entre acción riesgosa y resultado: principio de confianza, principio de prohibición de regreso, principio del ámbito de protección de la norma, principio victimo-dogmático o de imputación a la víctima y principio del comportamiento alternativo conforme al derecho. Habrá imputación sólo si la acción puede superar eficazmente todos estos obstáculos construidos sobre la base de un proceso hermenéutico orientado político-criminalmente.

a) Ámbito o fin de protección de la normaa) Ámbito o fin de protección de la normaSegún el principio del ámbito de protección de la norma, en ocasiones el resultado no es imputable a la acción debido a que se encuentra fuera del fin que procura la esfera de protección de Ia misma norma. Toda norma tiene un ámbito definido de actuación y un sentido político criminal. La norma que impone la obligación de no superar la velocidad de 100 km por hora en las autopistas no tiene por finalidad evitar la muerte de un suicida que espera que el auto pase delante de él para arrojarse. Se trata de un criterio que fortalece la idea de un trabajo hermenéutico que toma en cuenta mucho más que la estricta definición semántica de la ley penal. En los últimos años esta idea ha sido criticada, sin embargo se trata del criterio normativo por excelencia y debe mantener su eficacia sistemática. Se trata, en definitiva, de un tipo de evaluación exclusivamente normativa, desprovista de toda influencia causal, que permite una consideración externa, de sentido común, de clara raigambre político-criminal, sobre el alcance racional de una disposición jurídico-penal. Según Roxin, la teoría significaba un ingreso en una tradición que sólo con mucho esfuerzo se iba desligando, en la década de los años ‘70, de la fascinación del dogma causal y por ello el autor alemán pronosticaba que le sería muy difícil integrar sistemáticamente o incluso percibir un punto de vista, como dijimos, puramente normativo y totalmente inabarcable en el plano óntico.

Aquí se cree que no hay otro principio de imputación que pueda suplir el alcance reductor de la idea de fin de la norma.

b) Imputación a la víctimab) Imputación a la víctimaSegún la idea de competencia de la víctima, no hay imputación objetiva si la lesión del bien jurídico es sólo o en gran porcentaje atribuible a la responsabilidad de la víctima, al ámbito

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propio de organización. El ejemplo paradigmático se refleja en Ia institución del consentimiento, no puede haber imputación objetiva cuando la acción de lesión del bien jurídico es aceptada por la supuesta víctima. Otro caso puede verse en la actuación a propio riesgo: cuando se utiliza una peligrosa máquina que no estaba habilitada para su funcionamiento o se conduce un vehículo inhábil para el tráfico rodado. Por último, se puede fundar una imputación a la propia víctima en los casos en los cuales el resultado es explicable por la misma imprudencia del sujeto pasivo: el dueño de una armería deja un arma cargada en un estante y el padre de un niño inquieto no puede evitar que éste tome el arma y le dispare al padre causándole la muerte. Sin embargo, los supuestos más claros se verifican cuando la víctima domina el curso lesivo y dirige ese curso lesivo a su propio daño.

Como lo hemos dicho antes de ahora, el problema de la relación existente entre “comportamiento de la víctima” y definición del ilícito se encuentra en la dogmática penal desde hace bastante tiempo. Sucede que la cuestión ha ido apareciendo con diferentes caras, diversos nombres y en distintos momentos de la continua evolución y desarrollo de la tendencia que se ocupa de normativizar Ia fundamentación del injusto.

Hoy no se podría decir con seguridad que cada una de las líneas de trabajo dogmático que aquí describimos se refiere siempre a problemas distintos. Sin embargo, tampoco sería correcto afirmar que sólo han sido nombres que han designado de distinto modo, siempre, a la misma cuestión.

Es por ello que se debe provocar la intensificación de los intentos de “reorganizar” la cuestión de la nomenclatura y de la identificación del verdadero problema político criminal.

La cuestión de la víctima en la dogmática penal quizá produzca la necesidad de enfrentarse de modo distinto a los problemas de definición del ilícito. Quizá se note —ahora claramente— la importancia de ofrecer un corte diverso del problema, generando criterios transversales a los clásicos, a los cuales los juristas penales hacían mención a la hora de definir con alguna incomodidad a la teoría de la imputación objetiva.

Una de las alternativas de aglutinación conceptual ha sido ofrecida por Schünemann a través del principio victimo-dogmático.

“Máxima interpretativa: sólo ha de subsumirse en un tipo penal una acción afectante de la posible o exigible protección de sí mismo de una víctima potencial”.

De un modo esquemático, entonces, los casos de imputación a la víctima como supuestos negativos de la imputación pueden clasificarse en las siguientes dimensiones que presentan problemas dogmáticos autónomos y características político-criminales diferenciadoras:

a) consentimiento del resultado; b) asunción del riesgo; c) dominio del hecho por parte del sujeto pasivo;d) imprudencia de la víctima.

1. Addenda:

El problema de la víctima en el sistema de imputación: Una de las críticas más reiteradas al sistema penal, aquella que se refería a una acentuada falta de preocupación del sistema estatal por el sujeto pasivo de un ilícito, ha obligado a que se analice la racionalidad de varios presupuestos teóricos, y también prácticos, que hasta hace poco tiempo eran vistos como casi inmutables y formando parte de la conservación de ciertos extremos más o menos fijos que constituían el ámbito “tranquilizador” que siempre requieren los juristas.

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La respuesta a esta preocupación por una crónica ausencia de interés por lo que hace, omite o piensa uno de los titulares del conflicto y dueño absoluto de su propio “problema” ha tenido otra característica absolutamente motivadora desde el punto de vista de lo que hasta hace poco tiempo se podía esperar: ella ha nacido y se ha desarrollado hasta en sus consecuencias concretas desde un planteo político criminal, es decir, que ha sobrevolado el derecho procesal penal, la criminología y, también, y más modernamente, al sistema del hecho punible y el estilo de reflexión dogmática que lo caracteriza.

El puntapié inicial, con relación a la reflexión sobre la víctima, por lo menos modernamente, lo dio sin dudas la criminología a través de los trabajos embanderados en la naciente victimología.

En los últimos años, el desarrollo de modelos de transformación del sistema de enjuiciamiento genero un nuevo estilo de reflexión sobre la función del derecho penal.

En particular, el ingreso en el régimen de la acción de espacios conciliatorios y reparatorios.

Ahora bien, si con ello hubiéramos descripto todo el cuadro, ia solución al problema sería parcial.

Faltaría que la víctima tenga un poder real, incluso, de definir con su comportamiento o voluntad, la categorización de una acción como ilícito.

En la dogmática penal moderna sobre todo a partir del desarrollo normativo del ilícito a través de la imputación objetiva, se ha hecho lugar, bajo diferentes terminologías y sobre la base de universos de casos en ocasiones autónomos, pero a menudo convergentes, a la posibilidad de que el comportamiento de la víctima defina o co-determine el ilícito y su exclusión.

Sin embargo, ya aquí conviene adelantar la opinión favorable con relación a la tendencia general. La consideración de la víctima en la dogmática penal viene impuesta por imperio del principio de mínima intervención o ultima ratio.

En primer lugar, rio caben dudas sobre las consecuencias ciertamente reductoras del derecho penal que provoca este desarrollo parcial de la imputación en el nivel del ilícito a la luz del comportamiento de la víctima. Se trata claramente de una multiplicación de situaciones negativas de la atipicidad y con ello de una minimalización del ámbito de actuación del tipo penal.

El contenido más esencial del principio de mínima intervención obliga a detener la intromisión de la protección penal a través de la definición como ilícito de una conducta, en los casos en los cuales existen buenas posibilidades de que se cuente con estrategias de solución del conflicto menos violentas que la utilización del sistema penal o en aquellos casos en los cuales el ingreso del derecho penal no está legitimado desde el punto de vista de ciertos presupuestos sociales, como, por ejemplo, cuando la víctima no desea, no merece, o no necesita protección alguna.

Quizás en ello resida una de las líneas más ricas del trabajo dogmático dirigido a la colaboración del propio sistema del hecho punible en la racionalización del poder penal del Estado. De este modo, la teoría del delito, en el lugar quizás más sensible político criminalmente, en el de la fundamentación del ilícito, logra otorgar una necesaria cuota de personalización e individualización del conflicto que debe interpretar en términos normativos. Ahora, el supuesto de hecho no es sólo un ilícito que presenta como datos aquellos tópicos que son considerados relevantes desde una aplicación mecánica de las

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palabras de la ley, sino que vuelve, de a poco, a constituirse en un conflicto que engloba en un proceso comunicacional a los roles del autor y la víctima.

A diferencia de lo que sucede con otros requisitos de fundamentación del ilícito que pueden ser extraídos sin ningún esfuerzo del principio de legalidad, se trata aquí de elementos que indudablemente requieren un trabajo hermenéutico mucho más intenso y que por ello no resultan de ninguna aplicación silogística de la ley penal; esta búsqueda del sentido correcto de la prohibición de parte del intérprete debe descansar en algún principio ubicado un poco más del lado de afuera del sistema penal extraído del derecho positivo. En este sentido parecería muy razonable que la idea político-criminal que inspire este tipo de trabajo dogmático fuera la concepción de mínima intervención.

Ahora bien, un autor predispuesto a las explicaciones externas —político-criminales— de problemas de la teoría del delito, como Roxin, ha expresado una postura opuesta.

Para Roxin, la frase el derecho penal es la última ratio de la política social, “sólo dice que no debe castigarse en aquellos casos en que el Estado tiene a su disposición medios menos graves para la superación de conflictos sociales, pero no que tenga que renunciar a su intervención cuando el propio ciudadano se pudiera proteger”.

La objeción merece algún detenimiento. En primer lugar, pareciera que la respuesta del profesor alemán se encuentra demasiado influida por el origen casuístico del principio de mínima intervención. Es por ello que se cree que sólo son casos de mínima intervención aquellos que han servido para dar a luz al principio.

Las afirmaciones recientes merecen ser contrastadas con la siguiente frase de Roxin: “La extensión del principio de subsidiariedad a las posibilidades de autoprotección del ciudadano desconocería que los ciudadanos, entre otras cosas, justamente han incorporado el poder penal, para descargarse de las tareas de protección: ‘donde vigila el ojo de la ley’ el individuo puede dedicar sus energías a su desarrollo en vez de mero aseguramiento de su personalidad”.

Pareciera que la cuestión debe reconocer alguna graduación. Es cierto que uno de los sentidos del control penal (y en verdad de cualquier tipo de control jurídico) reside en desahogar a los ciudadanos de una continua defensa personal de sus bienes y de la protección de sus intereses frente a cualquier tipo de comportamiento humano que pretenda dañarlo. En esa línea es coherente pensar que cierta energía que en estadios culturalmente más primitivos los hombres dedicaban a su mera protección, hoy día se dediquen a acciones de mayor contenido espiritual. Sin embargo, ello no puede desembocar en que los ciudadanos no destinen ninguna energía a la protección de sus intereses en favor del control penal, un espacio tremendamente trágico en la planificación de la vida de cada persona.

Se trata aquí de otorgarle valor jurídico (o, mejor dicho, de negación del ámbito de lo jurídico) a esta energía protectora que el Estado tiene legitimidad para reclamar de cada persona. Y, en este sentido, no cabe duda de que el criterio se transforma en un elemento razonablemente limitador del derecho penal.

Una crítica a esta relación ha sido desarrollada por Juan Bustos Ramírez.

El profesor chileno realiza una, por así decirlo, “lectura criminológica” de la victimo-dogmática. Bustos Ramírez analiza los intentos de constituir una categoría dogmática alrededor del comportamiento de la víctima. En cuanto a la relación entre “victimo-dogmática y tipicidad” y al surgimiento del principio de autorresponsabilidad, conforme el

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cual, según Bustos, “la víctima ha de responder por su propio comportamiento, en el sentido de que ha de evitar que él sea la causa o antecedente del hecho que lo afecte”, afirma que esta idea es el planteamiento victimológico de la criminología positiva. Bustos Ramírez reconoce que “si uno parte de que el derecho penal es ‘extrema ratio o última ratio’, podría estimar que deben quedar fuera de él todos aquellos comportamientos en que el tipo penal aparece aplicable sólo en razón de una coparticipación de la víctima. No hay duda de que sería una forma de limitar la intervención punitiva del Estado y podría aparecer como progresista”.

Sin embargo, ello no es aceptado por el profesor chileno ya que, según él, “eso sería negar el reconocimiento de sus derechos y pasar nuevamente a la idea de que éstos son otorgados y, por tanto, que se puede establecer un deber respecto de ellos a los ciudadanos, esto es, el de su protección, ya que son dados por otro. Por el contrario, el deber de protección es del Estado, en razón de que se trata de derechos que ha de reconocer, pues son de los ciudadanos. El planteamiento victimo-dogmático alteraría la relación entre derechos y deberes en la interacción Estado y ciudadano, con múltiples consecuencias en todo el sistema penal”.

El planteo, a ini juicio, relativiza el enorme costo social de la intervención del derecho penal. Por el contrario, el Estado y el derecho, en principio, deben relevar las reales posibilidades de las personas de proteger adecuadamente sus propios derechos, siempre y cuando ello no signifique una distorsión de la vida de relación y se trate del nivel protector que surge del paradigmático hombre prudente como criterio regulativo de base, aunque sólo como punto de partida. No sólo el autor debe comportarse de acuerdo con este parámetro, sino también la víctima.

El Estado y el derecho, en principio, deben justificar sobre la base de estos criterios la injerencia penal, de otro modo la intervención es ilegítima.

En primer lugar, en la dogmática penal se habla desde hace bastante tiempo de compensación de culpas. Con ello se hace referencia a que, en ocasiones, el resultado disvalioso es co-determinado por un accionar imprudente de la propia víctima. Los ejemplos son claros: a menudo, en el tráfico automotor, la muerte de una persona es debida a la imprudencia del conductor, pero también a su propio actuar negligente. Aquí acción negligente del autor e imprudencia de la víctima son ambas configurantes del resultado. Exactamente lo mismo puede suceder en el ilícito doloso.

Durante los años posteriores a la instalación del lema de la compensación de culpas, la doctrina y la propia jurisprudencia (sobre todo en España) negaban toda posibilidad de otorgar alguna relevancia al fenómeno para la definición de la ilicitud. En general se sostenía que la llamada compensación de culpas tenía un claro origen iusprivatista y sólo en ese ámbito debería tener alguna incidencia. En esta línea sólo aparecían las opiniones disonantes, aunque absolutamente importantes, de Karl Binding y Francesco Carrara, que afirmaban que la “culpa de la víctima”, llegado el caso, podría tener la capacidad sistemática de excluir la responsabilidad del autor. Aunque en base a criterios y fundamentaciones diversas, para decirlo con las palabras de Angel Torío López: “Mientras la tesis de Binding destacaba que no puede ser valorada de igual forma la plena causación que la causación con otro, es decir, con la víctima, el punto de vista de Carrara parte de la finalidad de la pena, es decir, considera que la hipótesis de compensación de culpa son casos en que la imposición de pena es innecesaria”.

Sin embargo, desde que el problema de la imputación a nivel de la fundamentación del ilícito se evalúa desde el prisma normativo, la consideración de la cuestión ha variado sustancialmente: hoy en día está fuera de discusión la necesidad de ponderar las

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aportaciones de cada protagonista del conflicto penal. Con lo cual, se abre a la reflexión el problema principal, es decir, la elaboración de los criterios que permitan racionalizar y resolver político-criminalmente esta ponderación. Las preguntas a responder son: ¿qué puede significar en cada caso el accionar descuidado de la víctima?; ¿cuál será su significación dogmática? Por ejemplo, en ocasiones, el comportamiento imprudente de la víctima puede generar, directamente, que el suceso sea imprevisible para el autor, y con ello, la posible conducta imprudente termine por no violar ningún deber objetivo de cuidado.

Pero, como es sabido, la previsibilidad objetiva es un elemento necesariamente fundante del ilícito culposo, con lo cual se ha planteado que este tipo de supuestos no se vincula a lo que estrictamente puede denominarse compensación de culpas debido a que aquí no hay ninguna conducta culposa del autor, el sujeto activo no coloca en el supuesto de hecho ninguna culpa que compensar. Sin embargo, la objeción se ha dejado encandilar por lo menos importante, y no advierte que, en realidad, en los casos que se han planteado, la actuación de los dos protagonistas del caso penal funciona como un sistema de vasos comunicantes, en el sentido de que si eventualmente el sujeto activo no ha actuado típicamente, esa definición dogmática viene justamente después de aquella que le otorga relevancia sistemática a la imprudencia o al dominio de hecho por parte de la víctima.

También se ha intentado independizar los casos de compensación de culpas de los supuestos abarcados en el principio de confianza, con similares argumentos a los expuestos en el párrafo anterior; según Torío López: “En todos estos casos nos encontramos fuera del ámbito propio de la llamada compensación de culpas. Cuando falta la previsibilidad general del resultado, o éste acontece dentro del marco del principio de confianza, no puede hablarse de una acción culposa del autor y, en consecuencia, nada habría que compensar”.

Últimamente se ha definido el problema en tres niveles o grupos de casos básicos:

1) El autor genera un riesgo jurídico-penalmente relevante. Existe un nivel razonable de previsibilidad pero la víctima crea, en forma paralela, un riesgo para sus propios bienes jurídicos.

2) El autor crea un riesgo típicamente relevante y concurre una auto-puesta en peligro de la víctima que aumenta el riesgo creado por el sujeto activo.

3) El autor genera un riesgo relevante que no se materializa en el resultado, va que éste es consecuencia únicamente del accionar de la víctima.

También se habla desde hace más de una década, de competencia de la víctima. A ella se ha referido Jakobs: “Puede que la configuración de un contacto social competa no sólo al autor, sino también a la víctima, y ello incluso en un doble sentido: puede que su comportamiento fundamente que se le impute la consecuencia lesiva a ella misma, y puede que se encuentre en la desgraciada situación de estar en la posición de víctima por obra del destino, por infortunio. Existe, por tanto, una competencia de la víctima”.

Se trata, ahora, de casos en los cuales, por ejemplo, la víctima mantiene el dominio del hecho —para decirlo con palabras propias de la teoría de la autoría—. Un conocido grupo de casos reza muy similar al siguiente: ‘A’ pretende envenenar a “B” mientras ambos se encuentran bebiendo en un bar. “B” advierte la maniobra de “A”, pero finge no darse cuenta e ingiere de todos modos la bebida envenenada en la convicción de que “A’ tiene buenas razones para pretender matarlo, debido a ciertos daños de todo tipo que él le ha realizado durante toda la vida. “B” muere inmediatamente.

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O el caso todavía más conocido: “X”, enterado de un intento de fraude de “Y”, lo visita en altas horas de la madrugada, con la idea de conversar y de, al retirarse de la casa de “Y”, pasar por la cocina, prender las llaves de gas y así asfixiarlo. “X” realiza la acción planeada, pero “Y”, debido al fuerte olor que se desprendía, se levanta y advierte la acción de “X”. Sin embargo, “Y”, profundamente arrepentido por sus permanentes actitudes inmorales y por haber provocado semejante acción en su amigo, decide que las cosas continúen como han sido planeadas y deja abiertas las llaves de gas, muriendo más tarde.

Son supuestos en los cuales la víctima puede todavía ejercer un mínimo de protección de sus propios bienes jurídicos y este ejercicio de autoprotección ser, incluso, efectivo. Esta lesión de deberes de autoprotección es agrupada a menudo en el rótulo de actuación a propio riesgo.

Todas estas tendencias recién descriptas muestran ciertas transformaciones a nivel de la fundamentación del ilícito que dejan la amarga sensación de que la “catarata casuística” ha sobrepasado las posibilidades actuales de la ciencia penal de organizar sistemáticamente los diferentes problemas y los diversos principios hermenéuticos que deben regir la definición de una conducta como prohibida.

2. Addenda:

El problema del consentimiento como criterio negativo de la tipicidad: Como se ha afirmado, el ámbito más clásico de la imputación a la víctima le corresponde al consentimiento. Universalmente la vigencia del consentimiento del ofendido ha tenido suerte oscilante. A partir del significado que poseía, para el derecho romano en todos los casos de lesiones a los derechos de la personalidad, se constata una gradual pérdida de importancia a medida que se destaca el carácter público del derecho penal. Este camino culmina con la prohibición expresa en el Código austríaco del 1853.

El 26 de mayo del año 1933 se introdujo el ya célebre parágrafo 226. a) en el Código del Reich, según el cual el consentimiento del ofendido en las lesiones corporales actúa como justificante, siempre que tal violación al bien jurídico no sea contraria a las buenas costumbres.

Mucho más lejos había ido el Código italiano de 1930, al darle relevancia general (por supuesto en bienes jurídicos disponibles) en su art. 50.

En la actualidad se puede sostener que la no vigencia general del consentimiento como eximente, es una de las causas de la falta de claridad a la hora de definir su situación. Partiendo de esta comprobación se ha llegado a decir que es un producto del derecho consuetudinario.

La afirmación es, sin embargo infundada.

No es posible adelantar aquí la solución, pero nuestra tesis está íntimamente ligada a cómo se concibe el funcionamiento de la eximente en la teoría del delito.

A aquellos que, como luego veremos, distinguen entre acuerdo y consentimiento stricto sensu, se les presenta un escollo de difícil solución en la fundamentación positiva del efecto justificante del segundo. Esto se debe a que en la mayor parte de los códigos penales el asentimiento de la víctima no está previsto expresamente como causal de justificación. Tanto es así que algunos autores, en su afán de superar el inconveniente, han visto en los casos de consentimiento otra causal de justificación; ésta sí prevista expresamente: “El ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”.

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Es claro que, como no podría ser de otro modo, quienes se sienten más incómodos con el antagonismo son los que más apegados están a la letra de la ley. Quienes no lo están tanto son aquellos que recurren al derecho consuetudinario.

Distinta es la situación en la franca minoría de autores que sostienen que el Consentimiento es siempre un elemento negativo del tipo. Con diferencias más o menos importantes, casi todos ellos se apoyan en un criterio teleológico de interpretación del tipo penal y no en una excepción consuetudinaria.

Huelga destacar que la labor del intérprete en la búsqueda del sentido del tipo penal no es, todavía, una intromisión de la costumbre; se trata de determinar el ámbito de desenvolvimiento de la norma y de realizar la descomposición analítica que permita la utilización práctica del tipo penal.

Bacigalupo, en cambio, cree ver un producto del derecho consuetudinario.

Para analizar la ubicación sistemática del consentimiento, se toman por lo general dos grupos de casos, cada uno con consecuencias distintas, a partir del reconocimiento de presupuestos igualmente diversos. En un primer grupo se incluyen casos en los cuales el tipo se construye sobre la base de la violación de la voluntad del sujeto pasivo.

Aquí la conducta típica reside, precisamente, en el obrar en contra de esa voluntad. Encontramos un ejemplo clásico en el Código Penal argentino: el tipo penal de la violación de domicilio (art. 150).

En estos casos todo lo ilícito reside en ir en contra de la voluntad del sujeto pasivo, es decir de quien tiene derecho a excluirlo. Expresado en forma negativa, a pesar de la falta de consentimiento de quien debe otorgarlo. Se afirma que si el afectado está de acuerdo, “Ia acción punible se convierte en un proceso normal entre ciudadanos en el marco del orden social dado”.

Se sostiene que la ley, a veces, permite reconocer los supuestos mencionados porque requiere expresamente la conformidad del sujeto pasivo. Son casos en los que la presencia del asentimiento del ofendido niega incluso la existencia del verbo típico, desaparece toda lesividad.

En la dogmática alemana se los ha denominado como supuestos de acuerdo.

Se enfrenta a este primer grupo, otro en el cual los supuestos que lo integran, se caracterizan porque la acción típica no sólo lesiona la libre disposición de voluntad del sujeto pasivo, sino que, por el contrario, el objeto de la acción experimenta alguna degradación. Por ejemplo, la integridad física en el tipo de lesiones.

En estos supuestos es posible independizar voluntad del sujeto pasivo por un lado, y objeto mismo de la acción por el otro, ya que ese objeto tiene un significado por sí mismo para la comunidad. Por lo que, presente la voluntad del afectado, la acción no se transforma sin más en un proceso normal de la vida social.

La violación a la libre disposición no constituye todo lo ilícito, por lo que se considera imprescindible limitar el efecto excusante del asentimiento.

Este grupo de casos, a fin de distinguirlo del anterior, en la dogmática alemana se lo denomina como consentimiento stricto sensu o simplemente consentimiento.

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Hay un parcial acuerdo en tratarlo como causal de justificación. De todos modos no es unánime la postura que distingue entre acuerdo y consentimiento. Por el contrario, hay autores que afirman que el consentimiento (en sentido amplio: stricto sensu y acuerdo) siempre es un elemento negativo del tipo.

El debate entonces está centrado en el lugar sistemático del consentimiento stricto sensu.

La discusión no carece de efectos prácticos como es fácil intuir, si es que partimos de un sistema de teoría del delito que seccione el análisis del injusto en tipicidad y antijuridicidad. Sobre todo desde el punto de vista de la teoría del error.

Si el consentimiento es un elemento de objeción a la adecuación típica, su suposición errónea evitable dejaría (en ciertos casos) la conducta impune (al no estar prevista la figura culposa y tener nuestro ordenamiento jurídico penal un sistema de numerus clausus de incriminación de la conducta negligente). Mientras que si es una causa de justificación, un error sobre su existencia evitable, para la teoría de la culpabilidad estricta, tendría como efecto una atenuación de la pena con alguna escala reducida.

La importancia disminuiría sensiblemente si es que nos inclinamos por sostener una estructura de la teoría del delito monista, o sea que analice el injusto en una sola fase (teoría de los elementos negativos del tipo), o si se afirma la teoría de la culpabilidad limitada.

Aunque un autor como Mir Puig admita que reconoce que en la teoría de los elementos negativos del tipo, no existe sólo “una diferencia de signo positivo o negativo entre los elementos del tipo (positivo) y las causa de justificación (negativo)”. Pero es innegable que desde el punto de vista de las consecuencias, la jerarquía del problema disminuye en forma relevante.

Por supuesto que esta afirmación no debe ser entendida como otorgando algún argumento a favor de la estructura monista del injusto, la reducción del problema no dice nada a acerca de la validez de la tesis alternativa.

Es posible advertir, también, efectos prácticos del lugar sistemático del consentimiento en los casos en los que su existencia objetiva pasa desapercibida al sujeto activo. En un caso (como elementos del tipo): tentativa, en el otro (como causa de justificación): delito consumado (por ausencia del tipo subjetivo de la causa de justificación; o, para algunos, tentativa, por ausencia del desvalor de resultado). Ello, claro, para quienes exigen un tipo subjetivo de la justificación.

La línea argumental que proponen los autores que distinguen entre acuerdo (elemento negativo del tipo), y consentimiento stricto sensu (como causa de justificación) se origina en una particular visión del bien jurídico: aquella que distingue sustrato material y valor protegido. En estos casos, a pesar del asentimiento eficaz del sujeto pasivo, la lesión del sustrato material del bien no desaparece.

La lesión no deja de existir sino que sólo es permitida.

Por ejemplo, Muñoz Conde, ha afirmado que el consentimiento es la única causa de justificación no prevista en el Código Penal español. Aunque admitía un ámbito en donde sería un elemento negativo del tipo: “Aquellos casos en los que el ordenamiento jurídico reconoce al titular una facultad dispositiva sobre el bien jurídico”.

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Este último criterio es posiblemente falso. También en los casos por él tratados como de consentimiento justificante, el ordenamiento jurídico reconoce la facultad de disposición del titular, de otro modo la conducta sería antijurídica.

Por el contrario, quienes afirman que el consentimiento, siempre y en todos los casos, es un elemento que objeta la adecuación típica, parten del criterio de que “la acción sólo realiza el tipo en la medida en que importe una lesión del ámbito de dominio autónomo del sujeto pasivo: la lesión de su voluntad respecto de la conservación del bien jurídico”.

En contra de esta idea basada en el concepto de “dominio autónomo del autorizado”, atribuido generalmente a Schmidhäuser, Stratenwerth objeta que, de ese modo, en todo caso de intereses individuales, “se afectaría en último término solamente un único y mismo bien jurídico: el dominio no perturbado de la voluntad, y por lo tanto, también las lesiones, por ejemplo serían sólo un delito contra la libertad personal”.

La objeción de Stratenwerth, más efectista que real, parte de un eventual prejuicio; por supuesto que la tesis de Schmidhäuser permite distinguir entre una violación a la libertad personal y una violación a la integridad física. Pero sucede que ello no es lo más relevante. Lo importante es decidir si la integridad física como tal, y teniendo en cuenta la función que debe cumplir el derecho penal, merece ser considerada sin más y por sí sola el objeto de protección de la norma. El tipo penal debe adquirir contorno con este criterio y no con aquél.

Por su parte, Mir Puig se inclina por la teoría unificadora de los efectos de la eximente, con argumento de estricto derecho positivo (aunque después abandona su apego literal a la ley para solucionar el costo de su propia postura). Sostiene que el planteamiento de la doctrina germana (distinción entre acuerdo y consentimiento estricto) no puede ser trasladado, sin más, al Código Penal español, ya que el consentimiento no se halla previsto expresamente como causa de justificación y ni siquiera es análoga a alguna de las previstas expresamente. Por lo tanto, concluye, que en el derecho penal español, el consentimiento “sólo podrá resultar eficaz en cuanto pueda entenderse que impide la realización del tipo de la Parte Especial”.

En primer lugar es dudoso, a pesar de lo sostenido por Mir Puig, que del Código Penal español se pueda deducir un sistema de estricto número cerrado de causas de justificación, sobre todo porque si algo es claro es que el juicio de contrariedad a todo el ordenamiento jurídico no se define por la menor o mayor amplitud enunciativa del art. 8, ni de ningún otro. Para llegar a esta convicción no hace falta más que repasar, por ejemplo, algunas de las numerosas tentativas que se han dado universalmente para explicar la justificación supralegal. Por lo que pareciera que la fundamentación de su postura parte de una premisa falsa, aunque casualmente llegue a la solución que es aquí considerada correcta.

Pero lo que es seguro es que el autor no asume ningún costo en el rechazo terminante de la creación de causas de justificación que no estén expresamente previstas, ya que por otro lado sostiene un criterio de interpretación de los tipos penales en cuanto al reconocimiento de la eficacia de la eximente (lato sensu), basado no sólo en la deducción expresa o tácita de la redacción del texto, sino también en los casos en que la presencia del consentimiento hace desaparecer al objeto de protección de protección penal (por ejemplo, en los casos de interés meramente privado del objeto protegido). Con lo que todos los casos a los que Mir Puig les negaba eficacia justificante, pasan a ser elementos negativos del tipo. El autor español llega a la solución correcta, aunque por un camino equivocado.

Por su parte, Bustos Ramírez, no ya desde el estricto apego a las palabras de la ley, sostiene que el consentimiento opera siempre como causa de atipicidad, aunque con una argumentación no muy clara. En efecto, sostiene que “el consentimiento está comprendido

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dentro del marco de significación social de los compartimientos en las relaciones sociales, actúa dentro de la interrelación de éstos como vinculaciones que ellos son. No se trata de un permiso especial que se conceda a una conducta típica, sino de un comportamiento que como tal queda fuera del tipo en consideración al bien jurídico protegido”.

El modo de encarar el tema propuesto por Bustos pareciera que por lo menos está a salvo de la crítica de una carente fundamentación material a su postura. Aunque posiblemente, el camino no es el correcto.

Esto es así ya que, a pesar de darle una ubicacion sistemática adecuada, aun dentro del tipo se lo hace funcionar sólo como correctivo de la mera adecuación formal. Es decir, se razona del modo siguiente: a pesar de darse la tipicidad formal, la acción no es típica, de todos modos, al no superar el límite de significación social exigido.

Es cierto que la subsunción típica requiere correctivos de carácter “valorativo” o político-criminales en el mismo lugar sistemático. Pero es preciso afirmar que no es seguro que sea necesario recurrir a esa zona gris para dar solución al funcionamiento eficaz de la eximente analizada.

Probablemente sea más correcto entender al consentimiento en un momento anterior, directamente en la “construcción” del tipo penal, o, en todo caso, como obstáculo a la imputación penal.

Creemos que, en contra de lo sostenido por la opinión dominante, no hay en verdad ninguna diferencia sustancial, en todo caso de bienes jurídicos disponibles, que justifique la distinción realizada entre acuerdo (excluyente del tipo) y consentimiento stricto sensu (como causal de justificación).

Un punto de partida que nos hace intuir que la separación es de racionalidad dudosa, es justamente que tanto acuerdo como consentimiento, sólo reclaman eficacia ante el mismo tipo de bienes jurídicos (salvo casos marginales y que merecen un estudio particular), aquellos que son considerados como disponibles.

Por lo tanto, más racional es entender al consentimiento relevante siempre y en todo caso como una circunstancia que obsta a la adecuación típica.

c) Prohibición de regresoc) Prohibición de regresoDe acuerdo con el concepto de prohibición de regreso, no le es imputable un resultado a la primera acción cuando éste se produce luego de una segunda acción que explica en su totalidad la producción del daño, más allá de que exista una conexión causal entre la primera acción y la lesión del bien jurídico. Por ejemplo, ello se daría si un automovilista atropella a un peatón causándole una lesión leve. El peatón muere en la ambulancia luego de que ésta viajó lo horas sin llegar a destino, olvidándose de que llevaban a un paciente que se desangraba.

En el marco de la vigencia de la teoría de la equivalencia de las condiciones, este primer impulso adquiere el nombre de interrupción del nexo causal.

Se afirmaba, con la convicción de toda explicación causal, que la intervención de un tercero o, incluso, la propia víctima, culposa o dolosa, interrumpía el curso causal desplegado por el primer agente.

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Esta explicación del problema ha tenido el mérito de incorporar la cuestión en su formulación más genérica: es decir, no hay responsabilidad del primer agente si el resultado debe ser incorporado a las consecuencias esperables del rol cumplido por el segundo agente.

Sin embargo, como se advierte fácilmente, ello no tenía ninguna vinculación racional con el problema causal. Y mucho menos en un contexto histórico en el cual, con absoluta comodidad electoral gobernaba la teoría de la equivalencia de las condiciones. Los cursos causales de ningún modo pueden ser interrumpidos. Las propias interrupciones son, en todo caso, condiciones o causas adicionales que se concatenan.

“La concepción, antiguamente muy defendida, de que la relación causal era ‘interrumpida’ cuando entre medio aparecía un autor que actuaba dolosa y culpablemente, no es compatible con la teoría de la equivalencia de las condiciones (ni con ninguna otra forma de entender la causalidad), y fue abandonada ya por el Tribunal del Imperio en las fundamentales sentencias mencionadas (RGSt.,T61, p. 318; T64, p. 370): un conjunto de condiciones (o cualquier otra relación causal) existe o no existe: pero, si existe, por ejemplo, porque la conducta descuidada del actuante fue la que en definitiva posibilitó el hecho doloso del segundo actuante, entonces, es inconcebible aceptar su ‘interrupción”.

Hoy día el concepto de la prohibición de regreso o retroceso, se debe nutrir asimismo de la idea, ya clásica en la teoría de la autoría y la participación, del dominio del hecho y con ello se transforma en un criterio útil en el ámbito de delito doloso. Sólo puede haber imputación en la medida en que el sujeto ha dominado aquel segmento del proceso lesivo que se encuentra en la base ilícita del reproche. Cuando ese dominio pasa a manos de la propia víctima o de un tercero, ya no puede haber imputación al autor de allí para adelante. El dominio del hecho no sólo se funda en el control físico del suceso lesivo, sino que puede perderse también por la carencia del dominio informativo. Dominio implica superioridad física o informativa.

d) Comportamiento alternativo correctod) Comportamiento alternativo correctoA través del principio del comportamiento alternativo conforme a derecho se afirma que no hay imputación objetiva cuando supuesto hipotéticamente un comportamiento correcto el resultado se hubiera producido igual. En estos casos la norma no ha cumplido ningún efecto protector. El argumento base es el siguiente: el nexo necesario entre conducta disvaliosa y producción del resultado tiene que constatar que el riesgo creado con la acción imprudente o dolosa ha incidido en la producción de ese resultado. Si se afirma que, al actuar correctamente, el resultado se hubiera producido igual quiere decir que el riesgo de la acción no ha empeorado las cosas.

Como ya se ha afirmado, los deberes de actuar conforme a la norma tienen por finalidad preponderante la evitación de resultados típicos. Si se demuestra en el caso concreto que, aun respetando la norma el resultado se produce, entonces es claro que la norma, en ese caso concreto, no cumple ningún efecto protector. Según se afirma, cuando, por las circunstancias especiales del caso concreto, la norma no esté cumpliendo su efecto protector, la lesión del deber de cuidado es irrelevante.

Se presentan problemas cuando este procedimiento hipotético plantea dudas vinculadas a la configuración de la misma hipótesis. Por ejemplo, en los supuestos en los cuales no está claro si incluso con el comportamiento diligente esperado —aquel que se encuentra definido en la norma de cuidado contenida en un reglamento u otra ley, o un código de ética profesional, etc.—, el resultado podría haber sido evitado. Aquí la doctrina plantea dos caminos posibles. Según la teoría del incremento del riesgo, los riesgos no cubiertos por

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deficiencias normativas adicionales o comportamientos imprudentes de otro, no pueden transformarse en forma inmediata en argumentos de auxilio para quien de todos modos ha lesionado su deber de cuidado. Por ello sugiere la confirmación de la imputación el resultado. Para aquellos que plantean un desarrollo genuino de la teoría del comportamiento alternativo conforme a derecho, el escenario de duda en la relación que determina el protagonismo de la acción riesgosa en su vinculación con el resultado, debe ser evaluado en forma estricta bajo los parámetros del favor rei y con ello negar la atribución.

1. Addenda:

Algunos problemas adicionales de la teoría del comportamiento alternativo conforme al derecho. Como es imaginable, el problema reside en saber si en la definición del injusto debe darse alguna importancia al hecho de que aun realizando el agente una conducta conforme a derecho —sin violar ningún deber de cuidado o sin dirigir la acción a la cesión del bien jurídico— el resultado se hubiera producido igual. Dentro de esta problemática general, debería atenderse a los matices que generan los cambios de índice de probabilidad en cada caso.

El conocido caso del ciclista servirá, nuevamente, para ejemplificar el tema teórico que comenzamos a abordar: un conductor adelanta a un ciclista sin respetar la separación definida normativamente con tal suerte que el ciclista es atropellado. Luego se demuestra que, debido al estado de embriaguez del ciclista, era muy probable que el resultado se hubiera producido de todos modos.

No será éste el lugar para proponer una solución acabada del tema “más debatido de la posguerra”, como lo ha calificado Claus Roxin, sin embargo se pretende, justamente, reflexionar sobre él en clave político-criminal.

La importancia de la cuestión ha estado bien definida, en los últimos años, por Martínez Escamilla. Según la autora española: “Realmente, de mano de este grupo de casos se plantea, a veces no de manera consciente, el problema nuclear de esta segunda parte de la imputación objetiva: la necesidad o no de un nexo específico entre lesión del deber de cuidado y resultado, el sí basta que el resultado previsible se haya causado por una conducta imprudente o es necesario algo más para que el sujeto responda por consumación”.

Antes de continuar habría que realizar una advertencia: el planteo como problemático de estos supuestos sólo tiene sentido si el agente no ha tenido conocimiento ex ante de los específicos datos del caso descubiertos ex post (embriaguez del ciclista).

2. La crítica a la tesis que le otorga relevancia al Comportamiento alternativo conforme a derecho:

Según esta tesis se afirma que quien causa imprudentemente un resultado típico no responderá si no se demuestra con certeza o con probabilidad acerca a ella que, de haber actuado prudentemente, el resultado se hubiera evitado.

Según Martínez Escamilla: “El gran número de seguidores con que cuenta esta doctrina parece deberse, más que a su corrección, al hecho de que, ante un problema tan complejo, la teoría tradicional ofrece una solución clara, una fórmula familiar y no demasiados problemas de fundamentación dogmática”.

Ahora bien, en principio, una tesis que “ante un problema tan complejo” ofrece una solución clara, a través de una fórmula familiar y escapa de un conjunto demasiado grande de

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problemas de fundamentación dogmática, ha dado, según nuestro criterio, grandes pasos en el camino del logro de la corrección.

Estos tópicos no son elementos que puedan ser argumentados como puntos en contra de la teoría, sino, más bien, buenas razones para sostenerla. Sin embargo, pasemos a analizar las verdaderas críticas que ha recibido esta teoría.

En relación con la fundamentación de la teoría de la relevancia propuesta por Ulsenheimer, Martínez Escamilla opina que el hecho de que la norma no sea eficaz en el caso concreto para la protección del bien jurídico no dice nada acerca de por qué razón no se puede castigar. Más aún, la autora española detiene su argumentación crítica en los casos de riesgo permitido. Aparentemente se quiere demostrar que la combinación de la tesis criticada con la aceptación del criterio el riesgo permitido lleva a resultados insostenibles: “Si el comportamiento imprudente pertenece a una actividad peligrosa permitida, por ejemplo, una operación que, aun realizada conforme a la lex artis, conlieva un 15 por 100 de posibilidades de resultado letal, jamás podrá asegurarse que el resultado no se hubiera producido con el comportamiento prudente, dado que éste es peligroso, por lo que siempre habría que absolver, a pesar de la causación imprudente del resultado” .

Otro de los puntos críticos reside en la utilización de la fórmula de la conditio sine qua non para la constatación del vínculo existente entre acción riesgosa y resultado. En primer lugar, se afirma que su utilización debe generar escepticismo debido a que no se ve claro por qué razón una fórmula que ya ha fracasado en la averiguación de la causalidad va a rendir nuevos y buenos frutos.

Al mismo tiempo se sostiene una crítica que, para los seguidores de la conditio sine qua non es bien conocida: se afirma que este proceder no nos dice nada acerca de lo realmente sucedido, sino que juega sobre una mera hipótesis, algo que nunca sucedió.

Por último, y entrando ahora en un tema realmente complejo, las críticas apuntan al delicado problema de si este proceder debe atender al resultado en su concreta configuración o, por el contrario, al resultado tal y como están descriptos en los tipos penales, es decir, con ese nivel de generalidad. En realidad, la crítica apunta a la ausencia de una decisión expresa, en este punto, de parte de los sostenedores de la teoría de la relevancia.

Sin embargo, detrás de todas estas críticas, se encuentra la calificación como insostenible de los resultados a los que llega esta teoría desde el punto de vista político criminal. Según Martínez Escamilla: “Eso es debido, a la imposibilidad no sólo práctica, sino también ya en un plano teórico, de probar con seguridad en muchos casos que el resultado no se hubiera producido con el comportamiento correcto. Piénsese, por ejemplo, en las intervenciones quirúrgicas arriesgadas”.

Una crítica que también merece ser atendida es aquella que formula Gunther Jakobs, quien opina que no suena muy convincente que una relación real sea descripta adecuadamente mediante la utilización de una hipótesis.8 Sin embargo, a nuestro criterio ello se asemeja más a un argumento de efecto que a una crítica reflexiva.

Por lo demás, la utilización repetida de la idea en los autores que se han ocupado de la temática se parece a una alternativa para abrir el fuego y, rápidamente proceder a dar argumentos de fuerza. En primer lugar no se trata de describir adecuadamente un hecho real, por lo menos ése no es el fin último. Si lo fuera, sería razonable dejar de convocar al sistema de imputación de la teoría del delito para ello, que, como disciplina de reconstrucción histórica o de trabajo empírico, deja mucho que desear.

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Se trata, por el contrario, de determinar ciertas características de una acción sólo a efectos de legitimar la imputación de un resultado disvalioso. Ello sólo puede realizarse a través de un estándar que está brindado por la conducta considerada correcta, aquella del hombre prudente, que no infringe el deber objetivo de cuidado, que se encuentra dentro de los límites del riesgo permitido, etc. Ahora bien, sucede que —en cada caso concreto— esa conducta correcta con la cual comparar la incorrecta no existe y nunca existirá. Esa es la dificultad: ¡insuperable!

Sin embargo, existe otra crítica planteada por Jakobs que debe provocar mayor reflexión. Según este autor: “Las conclusiones obtenidas a través de una operación con hipótesis suelen ser arbitrarias, pues por regla general se dispone de varias modalidades alternativas de comportamiento permitido con sus respectivas y distintas consecuencias, de modo que el resultado puede ser manipulado a través de la selección de un determinado comportamiento de ese arsenal. Un automovilista no respeta el semáforo en rojo y dos kilómetros más allá, un peatón cae de tal forma delante de su vehículo que —de modo inevitable— el automovilista no puede frenar a tiempo. ¿Cuál es el comportamiento alternativo conforme a derecho? ¿Haber parado en el semáforo? En tal caso, se salva el peatón, pero sólo en la medida en que no esté permitido elevar la velocidad después del semáforo hasta quedar compensada Ia diferencia temporal; en tal caso, el accidente se produciría de igual modo. Sin embargo, también constituiría un comportamiento adecuado a derecho que el automovilista hubiere pasado el semáforo en el período anterior en el que estaba en verde y después hubiese hecho un breve descanso y de nuevo se produciría el accidente. También sería conforme a derecho escoger un calle secundaria para aparecer donde está en el lugar del accidente al mismo tiempo con las consecuencias conocidas”.

La crítica de Jakobs merece ciertos comentarios. En primer lugar es evidente que lo que hace el autor alemán es introducir, en forma —a nuestro criterio— inoportuna el conocido juicio de imputación que la dogmática le debe a la teoría del ámbito de protección de la norma. Así, especula con situaciones hipotéticas que se sitúan por fuera del alcance protector —definido político-criminalmente— de la norma. Con ello se da un salto al vacío o se pretende que ése sea el (mico futuro de la tesis que da importancia al comportamiento alternativo conforme a derecho.

Es así como la cantidad de comportamientos conforme a derecho que hubieran producido de todos modos el resultado y la cantidad de comportamientos alternativos que lo hubieran evitado estaría sólo limitada por la imaginación de cada intérprete.

Si el cuadro de situación no pudiera salirse de esta definición estaría claro que la imputación se hubiera transformado en el “reino de la arbitrariedad”.

Pero existen otras alternativas. Una de ellas consiste en el desarrollo de un proceso hermenéutico que reduzca la cantidad de datos modificables por el intérprete.

¿De qué modo? Pues bien, se trata de concentrarnos en los datos que significan algo relevante para el juicio de imputación, aquellos que han elevado el riesgo o que aportan el elemento central para la afirmación de que la conducta ha violado, por ejemplo en el delito imprudente, el deber objetivo de cuidado y que el resultado debe atribuirse a esa violación.

Para ello, debemos construir la historia hipotética con todos los datos del hecho real sólo que sustituyendo el sector de la conducta que se ha ubicado del lado prohibido de la franja del riesgo permitido. La única diferencia específica entre conducta real e hipotética conforme a derecho, reside en la inexistencia, en la segunda, de la acción violatoria del deber objetivo de cuidado. La historia, en lo que no tiene incidencia normativa, ex post no debe modificarse. .

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Obviamente la aceptación, en general, del procedimiento hipotético en la definición del ilícito no resuelve por sí misma todos los problemas, sino que, por el contrario, plantea otros nuevos con relación al alcance de esta especie de criterio negativo de la tipicidad. Entre estos problemas se encuentra la definición del grado de probabilidad que debe caracterizar al juicio sobre la evitabilidad del resultado disvalioso a través del comportamiento alternativo correcto.

Existen, en este marco las siguientes alternativas:

1) que, con certeza, la actuación acorde con el derecho del autor no hubiera cambiado las cosas;

2) que, con probabilidad rayana en la certeza la actuación alternativa no hubiera modificado la suerte del bien jurídico;

3) que existan posibilidades equivalentes (50 % para cada opción, por así decirlo) de que el comportamiento alternativo hubiera evitado el resultado o que no lo hubiera evitado;

4) que, con probabilidad rayana en la certeza la actuación alternativa hubiera evitado el resultado disvalioso;

5) y, por último, que con certeza el comportamiento hipotético hubiera significado la evitación del resultado.

No entran en juego aquí las dificultades procesales para ubicar el caso juzgado en alguna de estas cinco alternativas de probabilidad, sino simplemente la estipulación de cuál debe ser el criterio normativo que debe guiar al juez en el camino lógico de imputación.

Ahora bien, la determinación de esta cuestión no debe independizarse de un criterio hermenéutico que ha tenido siempre tanta importancia teórica y ha sido tan vistoso, como casi ninguna manifestación práctica, como hemos visto, en la definición del ilícito y su exclusión: el in dubio pro reo.

El principio de que toda duda debe guiar la resolución de los casos a favor del imputado obliga a considerar que cualquier estipulación menor a la certeza se encuentra inhibida de fundar alguna decisión vinculada con la punibilidad, como la propia determinación del ilícito.

En este sentido, sólo el razonamiento expresado en la última opción puede legítimamente completar el cuadro de imputación objetiva en la fundamentación del ilícito.

Ya la misma posibilidad de que la acción conforme a derecho no hubiera cambiado la lesión del bien jurídico, implica una duda acerca de uno de los elementos fundantes de la ilicitud, y con ello se habilita la vigencia jurídica del principio del favor rei.

En ocasiones, llama la atención que algunos autores pretendan reconocer la vigencia del principio citado y, luego, cuando los costos de la admisión de este paradigma de un derecho penal respetuoso del Estado de derecho aparecen como muy altos, entonces cambian súbitamente de rumbo. Para demostrar estos virajes transcribiremos un extenso pero ilustrativo párrafo de Reyes Alvarado: “Exigir como requisito para negar la imputación objetiva que la conducta alternativa conforme a derecho hubiera evitado el resultado ‘con probabilidad rayana en la certeza’, supone en la práctica una inversión de la carga de la prueba y en consecuencia una considerable limitación al principio general de que toda duda debe ser resuelta en favor del sindicado; de esta manera, si dentro del proceso penal no se pudiera demostrar con ‘probabilidad rayana en la certeza’ si la muerte del ciclista ebrio se hubiera producido aun cuando el conductor hubiese efectuado la maniobra de sobrepaso en

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forma reglamentaria, el acusado debería ser condenado justamente por no estar demostrado ‘con una probabilidad rayana en la certeza’ que el resultado no se debió a su conducta imprudente, es decir, por no estar probada su inocencia.

Esto, desde luego, prescindiendo de cualquier consideración sobre la vaguedad misma de un concepto que como el de ‘probabilidad rayana en la certeza’ admitiría las más variadas interpretaciones”.

Aquí el jurista colombiano manifiesta, como vimos, una enérgica defensa del in dubio pro reo, sin embargo, en el párrafo siguiente, asistimos à un fuerte viraje de su posición. Así afirma Reyes Alvarado: “Por el contrario, admitir como fundamento para excluir la imputación objetiva cualquier probabilidad de que el resultado igualmente se hubiera producido de haberse comportado el autor conforme a derecho, es renunciar en la práctica a todo juicio de responsabilidad, pues estando claro que nunca puede saberse con certeza el desarrollo de un curso causal hipotético, siempre existirá por lo menos una pequeña probabilidad de que el resultado también se hubiera producido con conducta conforme a derecho, y en consecuencia siempre se podría negar la imputación objetiva”.

En primer lugar, la afirmación de que uno nunca sabe cómo se hubieran producido las cosas en un curso hipotético o cualquier otra parecida, tan repetida como discutible, es más efectista que real y olvida, como hemos destacado más arriba, que en este caso nos encontramos con un montaje escénico totalmente controlado por el intérprete y, en estas condiciones, son imaginables numerosos casos en los cuales se manifiesta la certeza en la comprobación jurídica del caso. Por ejemplo, si en el momento exacto en el cual el sujeto que conduce el camión hizo impacto con el ciclista ebrio, hubiera pasado a una distancia mayor en 20 cm hacia la izquierda, justo como lo exige la regla de tránsito infringida, aparece la certeza de que el impacto no hubiera existido y, por lo tanto, ese comportamiento (el exigido) hubiera evitado el resultado disvalioso. Otros cambios hipotéticos en la escena descripta no tienen, ni deben tener, ninguna relevancia normativa. Es por eso que la afirmación de que se renuncia así a todo juicio de responsabilidad no es, de ningún modo, correcta. Sólo hay que recordar que ese juicio requiere la certeza y no otra cosa.

Pero, de un modo u otro, se viola tanto el in dubio pro reo si el juicio de imputación se basa en un 10 % de probabilidad, como si se estructura sobre un 90 %. Se trata de que, como bien lo afirma Reyes en el párrafo más feliz, toda duda (del tamaño o porcentaje que sea) debe ser resuelta a favor del imputado.

Las afirmaciones contrarias recientes son algo así como la afirmación de que “se debe respetar el in dubio pro reo, pero ‘no tanto”. Corno si el respeto a una garantía del Estado de derecho pudiera ser graduable y el Estado estar autorizado a “violar un poco” algunas exigencias republicanas.

En el año 1962 Claus Roxin trató estos casos de la mano de la que luego se denominó teoría dela elevación del riesgo. Según Roxin, un resultado debía serle imputado a una persona cuando su acción hubiera provocado una elevación del riesgo de su producción por encima del nivel establecido por la franja del riesgo permitido.

Ahora bien, para esta comprobación también se acude a un sistema de constatación hipotética: para determinar si la conducta ha elevado el nivel de riesgo más allá de lo permitido se debe comparar el riesgo creado con el que hubiera producido la conducta correcta.

En el conocido caso del farmacéutico que, en contra de lo ordenado en la receta del médico, continúa vendiendo el medicamento indicado en varias ocasiones al mismo paciente y que

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provoca, con su accionar, el envenenamiento a la persona medicada, Roxin afirma que, debido a que luego se comprobó que el médico, de haberlo solicitado el farmacéutico, hubiera autorizado la prolongación del tratamiento (por su aceptabilidad en ese momento de acuerdo con lo estipulado por las ciencias médicas), la muerte del paciente no le es imputable al farmacéutico.

En resumen, según Roxin, el riesgo creado por el farmacéutico es idéntico al que hubiere generado con la conducta correcta de solicitar la autorización correspondiente.

e) Principio de confianzae) Principio de confianzaDesde el punto de vista del principio de confianza, no hay imputación objetiva cuando la acción del autor se enmarca en una confianza permitida sobre que los demás actuarán de modo correcto. Para Jakobs, este principio implica que, más allá de la experiencia de que otros ciudadanos cometen errores, existe derecho a confiar, en una medida determinada, en el comportamiento correcto del interlocutor. Es posible dejar, correctamente indicadas, sustancias tóxicas en un jarro de mi casa y confiar en que el huésped no las utilizará para su propio suicidio. .

Este principio cumple un rol preponderante en los casos de contactos planificados no coyunturales, como sucede en los equipos de trabajo como el equipo quirúrgico, y en los casos de contactos coyunturales no planificados, como sucede en el ámbito del tráfico vial.

“Si no existiera ese principio de confianza, actividades como las del tráfico automotor serían difícilmente realizables, pues en cada esquina deberíamos contar con la posibilidad de que los demás conductores no respetaran el derecho de prioridad o los semáforos, así como siempre tendríamos que contar con la posibilidad de que los peatones cruzaran imprudentemente las calles; tal exigencia desembocaría en la necesidad de conducir vehículos a un paso lo suficientemente lento como para poder enfrentar todas esas vicisitudes, con lo cual las ventajas que a nivel social brinda el tráfico automotor habrían desaparecido por completo”.

Este límite a la imputación se vincula muy estrechamente a una regia de sentido común: todos los ciudadanos poseen el derecho a no incorporar la posibilidad de un eventual comportamiento incorrecto de los demás.

3.2.6. LA CORRECCIÓN DEL JUICIO DE IMPUTACIÓN3.2.6. LA CORRECCIÓN DEL JUICIO DE IMPUTACIÓNEn este lugar sistemático se busca incorporar dos criterios que han sido desarrollados de modo paralelo al nacimiento y evolución de la teoría de la imputación objetiva y que, a nuestro juicio, deben mantener su lozanía dogmática teniendo en cuenta los aportes visibles desde el punto de vista político criminal para la solución adecuada de casos límite. Se trata de los criterios de insignificancia y de adecuación social.

La caracterización como principios correctivos de la imputación deja ver que no se trata de genuinos puntos de partida normativos para la imputación o su negación, sino que tienen como función transformarse en el último filtro fino para la anulación de casos que no han podido ser censurados sistemáticamente por la teoría de la imputación objetiva stricto sensu.

a) Insignificanciaa) InsignificanciaA través del criterio de insignificancia deben quedar fuera de la imputación aquellos casos que si bien han superados los obstáculos hermenéuticos gramaticales y los propios de los

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criterios de imputación, sin embargo expresan una lesión del bien jurídico que por su poca trascendencia no debiera ser considerado materialmente como una infracción relevante desde el punto de vista jurídico penal. Se trata de un criterio que emana de la combinación de dos puntos de partida axiológicos: el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos (tan desprestigiado últimamente) y el criterio de ultima ratio o carácter fragmentario del derecho penal. Este criterio forma parte de la delimitación material del ámbito de lo prohibido.

Claro que para quien la idea de un derecho penal como protección exclusiva de bienes jurídicos no es defendible habrá serias dificultades para otorgarle al principio de insignificancia un fundamento material.

b) Adecuación socialb) Adecuación socialEl criterio correctivo de la adecuación social ya formaba parte del patrimonio dogmático del finalismo. Hans Welzel lo había incorporado a los análisis de la teoría del delito como criterio regulativo, como “falsilla de los tipos penales”, aunque más de una vez dudó sobre la ubicación sistemática del concepto.

Básicamente se trata de que en ocasiones los tipos penales incorporan, desde una interpretación exclusivamente gramatical, conductas que, sin embargo, se encuentran absolutamente adecuadas a los parámetros ético-sociales. En estos casos mantener la vigencia de la prohibición o el mandato para el caso individual no tiene ningún sentido. El derecho penal debe ocuparse de aquellos comportamientos que se alejan gravemente de los criterios ético-sociales de una comunidad.

Según Jescheck, “Ia teoría de la adecuación social afirma que el desarrollo de acciones practicadas con el oportuno deber de cuidado y que están completamente radicadas dentro del marco de la ordenación de la vida comunitaria que se ha configurado históricamente, no realizan tipo delictivo alguno aun cuando sean peligrosas para bienes jurídicos penalmente protegidos... La materia de prohibición de los tipos penales sólo está referida a acciones ‘que quedan considerablemente fuera de la ordenación de la vida social históricamente conformada”.

No se trata de una justificación en situaciones de conflicto, sino de que el derecho penal no puede considerar anti-normativas conductas que son favorablemente valoradas por la comunidad.

3.2.7. EL ENRIQUECIMIENTO DEL TIPO OBJETIVO A TRAVÉS3.2.7. EL ENRIQUECIMIENTO DEL TIPO OBJETIVO A TRAVÉS DEL SISTEMA NORMATIVO DE IMPUTACIÓNDEL SISTEMA NORMATIVO DE IMPUTACIÓN

En este análisis debe ser nítidamente remarcado el notable enriquecimiento de los análisis propios del juicio de tipicidad que se ha producido en los últimos treinta años, a raíz y como consecuencia de la visible normativización del juicio de imputación.

Comparado con la burda y tosca caracterización del supuesto de hecho típico como acción vinculada causalmente a un resultado típico, que proponía la dogmática, incluso neoclásica, el análisis que hoy se ofrece toma en cuenta un conjunto de criterios, para la consideración de un comportamiento como típico, que aunque ello sorprenda, se acerca mucho más al sentido común, y con ello, se encuentra más acorde con el llamado sentimiento jurídico comunitario. Ahora, la conducta típica, es también un comportamiento alejado sensiblemente de lo socialmente aceptado salvo excepciones.

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En el fondo de la complejidad de la teoría se hallan puntos de partida muy vinculados con el sentido común: lo comúnmente entendido como razonable.

3.2.8. EL JUICIO DE IMPUTACIÓN COMO OBJETO DEL DOLO3.2.8. EL JUICIO DE IMPUTACIÓN COMO OBJETO DEL DOLOLa transformación descripta, afortunadamente, no obliga a un cambio en las estrategias metodológicas del sistema. La totalidad de los criterios que dan lugar a la imputación normativa terminan por ser absolutamente protagónicos a la hora de definir los contornos fácticos y teóricos de la materia de prohibición y, por lo tanto, se transforman inmediatamente en objetos alcanzados por el dolo de la tipicidad.

Es razonable sostener entonces, que todo error sobre la existencia o el alcance de un principio de imputación tiene los efectos de un genuino error de tipo y con ello afecta la presencia del dolo típico.

Las antiguas dudas, por ejemplo, en relación con el lugar sistemático del riesgo permitido (¿cláusula general de justificación?) o del consentimiento stricto sensu debían tener efecto en la teoría del error. Hoy esta etapa debiera estar superada.

3.2.9. LA CRÍTICA FINALISTA Y EL ROL DEL TIPO SUBJETIVO DE3.2.9. LA CRÍTICA FINALISTA Y EL ROL DEL TIPO SUBJETIVO DE LA TIPICIDADLA TIPICIDAD

Posiblemente el origen de las más enérgicas críticas al desarrollo de una teoría de la imputación influida por consideraciones normativas hay que ubicarlo en la descendencia más ortodoxa de la llamada Primera Escuela de Bonn.

Los más importantes discípulos de Hans Welsel, particularmente Armin Kaufmann, siempre objetaron el intento de solucionar problemas de atribución que, en la estructura finalista del ilícito doloso —teoría del ilícito personal—, podían ser solucionados en un escalón inmediatamente posterior. Se pretendía dejar instalada la idea de la innecesariedad de la teoría. Ya todo lo había hecho el finalismo llevando el dolo a su lugar sistemático correcto.

Es posiblemente cierto que buena parte de los problemas que presentaba la utilización de un nexo causal de imputación sólo podían ser corregidos recién en el ámbito de la culpabilidad, sobre todo durante la vigencia del sistema clásico o, mejor dicho, durante la vigencia de la teoría del dolo —su principal consecuencia en materia del tratamiento de la imputación subjetiva y del tratamiento del error—. No cabe duda de que la combinación del sistema clásico de la teoría del delito y el dogma causal era especialmente inapropiada. Pero, el adelantamiento del análisis del dolo al ámbito de la imputación subjetiva en el nivel del ilícito no debe transformarse en un sanalotodo de las consecuencias nocivas de trabajar con un modelo de tipicidad objetiva burdo, impreciso y alejado del sentido que poseen las normas jurídico-penales. El inadecuado análisis del dolo no diluye la responsabilidad hermenéutica de construir la materia de prohibición sobre bases normativas.

El alcance regulador de la norma no puede ser definido por el conocimiento del autor y de eso de trata en la teoría de la imputación objetiva.

Ahora bien, no debe ocultarse, sin embargo, que un porcentaje muy importante de los criterios de imputación objetiva, como ya lo hemos adelantado, expresan sus consecuencias más trascendentes sobre todo en la estructura del delito imprudente.

3.2.10. IMPUTACIÓN OBJETIVA Y ERROR DE SUBSUNCIÓN3.2.10. IMPUTACIÓN OBJETIVA Y ERROR DE SUBSUNCIÓN

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Ya hace varias décadas que se discute, en el ámbito de la dogmática jurídico-penal, sobre el efecto sistemático que se le debe adjudicar al llamado error de subsunción; algo similar de lo que sucede con el denominado error de prohibición sobre los presupuestos objetivos de una causa de justificación, aunque de modo inverso. Las dos tendencias mayoritarias pretenden ver en el error de subsunción una forma de error de prohibición y en el error sobre los presupuestos objetivos de una causa de justificación un error al que se le debe dar el efecto de un error de tipo o, incluso, no falta quien le adjudique ser un genuino error de tipo permisivo (teoría de los elementos negativos del tipo).

Estas dos concepciones, a nuestro juicio, se encuentran demasiado influidas por la antigua distinción entre error iuris y error facti: desde este erróneo punto de partida el error de prohibición sería un error iuris y el error de tipo un error facti. Ahora bien, y puestos decididamente en este punto de observación posiblemente equivocado, el error de subsunción sería un error demasiado normativo para ser un error de tipo y el error sobre los presupuestos objetivos de una causa de justificación sería demasiado fáctico como para ser un error de prohibición. Ambas teorías merecen cuestionamientos, pero sobre todo aquella que pretende sostener la imposibilidad de considerar al error de subsunción como un genuino error de tipo. A través del desarrollo descripto de la teoría de la imputación objetiva, en el mismo ámbito de la atribución al tipo hoy se discute sobre el alcance protector de la norma jurídico-penal. Para demostrar el acierto de este diagnóstico alcanza con repasar el concepto del principio del ámbito de protección de la norma. Pues bien, el error de subsunción no es otra cosa que un error sobre el ámbito de vigencia de la norma y, por lo tanto, si Ia imputación objetiva es claramente objeto del dolo, entonces el error de subsunción tiene que afectar la imputación al dolo o, mejor dicho, protagonizar la definición del error de tipo.

3.2.11. TENTATIVA Y EL MOMENTO DE LA APARICIÓN DEL3.2.11. TENTATIVA Y EL MOMENTO DE LA APARICIÓN DEL FRACASO DE LA IMPUTACIÓN DEL RESULTADOFRACASO DE LA IMPUTACIÓN DEL RESULTADO

En los casos en los cuales se presenta una objeción a la imputación en el nivel de la creación de un riesgo jurídicamente desaprobado o en la denominada base del juicio de imputación, ello anulará toda manifestación del ilícito, incluso en la forma de tentativa.

El problema plantea divergencias en los supuestos en los cuales las objeciones normativas para la imputación provengan del segundo nivel del juicio de imputación, del nexo de atribución stricto sensu. En estos casos es posible teórica y prácticamente, que la objeción se manifieste temporalmente luego del principio de ejecución, que sí fue ejecutado en forma dolosa, entonces dejará intacta la imputación bajo la forma de la tentativa (aun cuando el resultado —no imputable— se haya producido desde el punto de vista fáctico).