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SÁBADO, 7 DE OCTUBRE DE 2017 4 Levante EL MERCANTIL vALENCIANO Quienes nos hemos educado en el budismo siempre vemos con buenos ojos a los escépti- cos. Es bien sabido que cuando Buda fue pre- guntado por las «cuestiones fundamentales», si el cuerpo y el alma eran lo mismo, si el espa- cio y el tiempo eran infinitos o por el destino del despierto tras la muerte, guardó un cauto silencio o, como dirían los escépticos, prefirió suspender el juicio. Uno de los principales fi- lósofos indios de todos los tiempos, el budista Nagarjuna, llevaría el escepticismo filosófico a una de sus cumbres, afirmando la vacuidad de todas las opiniones, incluida la suya. Si no hay evidencia suficiente, mejor dedicarse a la vida sencilla, controlar la ira y la vanidad, moderar la concupiscencia y tener a raya la codicia. Ello no equivale, por supuesto, a olvidar la filosofía o dejar de entretenerse con ella. De hecho, hay que hacerlo, pero siempre con esa distancia irónica que mostró Sócrates, con esa disposi- ción a cuestionar las propias opiniones o in- cluso reírse de ellas. Lo que no implica ningún tipo de actitud irracional, de hecho, los filósofos irónicos de la India como Nagarjuna fueron ex- pertos en lógica que se dedicaron paciente- mente a desarticular los principios mismos de la lógica. Acudían a los debates con el único propósito de refutar las tesis de sus adversarios, siendo su única pasión no la victoria o el poder, sino descubrir el truco de magia, la tramoya que sostiene la ilusión colectiva del pensa- miento. No aportaban opiniones propias, se li- mitaban a desmantelar las certezas de sus in- terlocutores, ésas que se presentan como un triunfo de la lucidez y la voluntad cuando no son sino añagaza y lazo para incautos. Richard Popkin publicó hace ya unos años un excelente libro donde mostraba la influen- cia que ha tenido el escepticismo en el pensa- miento moderno. Su planteamiento es esen- cialmente budista por varias razones. La pri- mera de ellas es que «escéptico» y «creyente» no son términos opuestos. El escéptico duda de que pueda descubrirse la razón necesaria y suficiente de las cosas, la literalidad del mundo (frente a los devaneos de las metáforas), pero esa duda no le impide creer lo que considere conveniente. El escéptico lo que hace es limitar el alcance de la lógica y sugerir otro tipo de na- rración, no silogística, que no se apoye tanto en los dos principios fundamentales de la ló- gica, el principio de identidad y el de contra- dicción. Un planteamiento que no es en abso- luto irracional y cuyo sentido vienen procla- mando desde hace más de dos milenios bu- distas y pirrónicos. La identidad (A=A) no se da en la naturaleza, simplemente porque, como sostuvo Heráclito, las cosas viven en el tiempo, lo que les impide ser idénticas a sí mismas. Y la contradicción tampoco es algo que pueda dar- se entre las cosas, sobre todo en la vida intelec- tual, que está llena de contradicciones, como sabía Unamuno. Es decir, que si prescindimos de la identidad y del principio de contradic- ción, podemos perfectamente relegar la lógica al ámbito de lo abstracto (o al cielo platónico) sin que ello suponga ningún obstáculo para la investigación empírica. Todo lo dicho hasta aquí es una síntesis burda de lo que, de un modo mucho más sutil, enseñaron Nagarjuna y Pirrón de Elis. Si lo opuesto al escéptico no es el creyente, sino el dogmático, y si la ciencia procede dogmáticamente (si quiere avanzar no puede hacerlo de otro modo), se entiende que el escéptico no sea bien recibido en cáte- dras y laboratorios. Solo sé que no sé nada ¿Qué pretende el escéptico? O bien probar o que no es posible ningún conocimiento o bien que las pruebas son siempre insuficientes. En el primer caso hablamos del «escepticismo académico», que surgió en la Academia plató- nica con Arcesilao y Carnéades y que ha llega- do hasta nosotros gracias a Cicerón y la refuta- ción de Agustín de Hipona. En el segundo se trata del escepticismo pirrónico, más antiguo, que nos ha llegado a través de Sexto Empírico. En la India los escépticos fueron llamados vi- tandines, por practicar un tipo de debate que se limitaba a la refutación y que acababa siendo una «demostración» de las limitaciones de lo discursivo. El objetivo de los escépticos acadé- micos era mostrar que lo que decían conocer los dogmáticos no podía conocerse con certi- dumbre. Cualquier proposición contiene pre- supuestos que van más allá de lo empírico y todo conocimiento es a lo sumo probable. Sabemos muy poco de la vida de Pirrón de Elis (ca 360-275 a.C.), tan solo que fue el per- fecto dubitativo y que prefería no comprome- terse con ningún juicio. Sus intereses fueron más bien éticos y morales. Los pirrónicos con- sideran que tanto los dogmáticos como los aca- démicos hablan demasiado. Los primeros ase- gurando que algo puede conocerse, los segun- dos que nada puede conocerse. Los pirrónicos no se comprometían ni siquiera con sus pro- pios argumentos, su escepticismo era más una actitud mental y parecían no interesarse por todo aquello que estuviera más allá de las apa- riencias. Según ellos, los académicos no eran verdaderos escépticos sino dogmáticos nega- tivos. El escepticismo de tipo pirrónico floreció en Alejandría y en la India en torno al siglo III, posteriormente resurgirá entre los escritores musulmanes y judíos, como el persa Algazel y el tudelano Yehuda Halevi, tradición que cul- minará en la obra de Nicolás de Cusa, cuyos ar- gumentos socavan la confianza en lo racional- discursivo. La Docta ignorantia da cuenta del hecho indiscutible de que la finitud humana no puede captar la infinitud de Dios. La pasión por lo desconocido hace necesario traspasar los límites de las ciencias, constreñidas por el conocimiento silogístico y dogmático. Para Ni- colás de Cusa la mente no es algo que tenga partes o se pueda descomponer. El espíritu hu- mano es una copia del espíritu divino, pero mientras que el conocimiento racional exige la ausencia de contradicción, lo divino trasciende las contradicciones. En la cosmología de Nico- lás de Cusa cada ser es despliegue y contrac- ción del universo, de modo que «todo está en todo». Las negaciones han de ser superadas por la negación de la negación. Esa coincidentia oppositorum será un motivo recurrente de la mística hebrea, musulmana y cristiana, que consideran tanto la razón como la compren- sión supra-racional elementos indispensables para acercarse a lo divino. La defensa escéptica de la fe Erasmo concibe su obra más conocida ca- balgando por los Alpes. Regresa de una estan- cia de tres años en Italia y se dirige a Inglaterra para visitar a su amigo Tomás Moro. En Elogio de la locura se listan las «ventajas» de la estul- Juan Arnau Filósofo El escepticismo es una actitud fundamental de la filosofía. Contra lo que generalmente se cree, su opuesto no es la creencia, sino el dogmatismo. Para creer hace falta que no todo esté claro. Sócrates, Nicolás de Cusa, Erasmo y Montaigne fueron grandes escépticos, lo que nos les impidió vivir según ciertos mitos. En la India hubo también escépticos, tanto en el budismo como en el hinduismo. Ignorancia La docta ticia frente a la razón. Cuán felices son aquellos que viven arropados por la necedad, situación a la que no escapan los «pedantes», ya sean gramáticos, filósofos, teólogos, obispos o re- yes. Habla el bufón. Erasmo compone un ejer- cicio retórico, un juego de alabanzas de un ob- jeto que no las merece. Presenta la locura como persona y pone en su boca el elogio de sí misma. Muestra en el espejo de loco la crítica de su época, tomando como blanco los diver- sos estamentos y grupos sociales. En la parte final, Erasmo abandona el tono lúdico y la bro- ma. La locura se dirige ahora a los cristianos y los exhorta a una vida cristiana. El disfrute de lo eterno durante la vida se concede a los mo- ribundos y los amantes. La filosofía platónica es la que mejor congenia con el pensamiento cristiano. Finalmente la locura regresa al modo irónico de hablar y se confunden de nuevo la broma y la seriedad. Pero para comprender la defensa escéptica de la fe de Erasmo hay que entender su polé- mica con Lutero. El catolicismo romano había condenado el fideísmo como herejía, mientras que para los protestantes era un elemento fun- damental del cristianismo cuyo origen eran las enseñanzas de Pablo de Tarso y Agustín de Hi- pona. El fideísmo sostenía que el conocimien- to no era posible sin la fe. Lutero, Pascal y Kier- kegaard fueron fideístas, sin que por ello nega- ran a la razón todo papel en la búsqueda de la verdad. Pero Lutero no sólo condenó el mer- cantilismo de las bulas vaticanas, también negó la autoridad de la Iglesia en materia de fe. Una actitud que reproduce la «herejía arque- típica» y se remonta a Arrio. Cualquier cristiano podía discernir lo que era justo e injusto en ma- teria de fe. Como en el islam, se propone una relación con Dios sin intermediarios. Es la luz interior la que debe juzgar la Escritura. Lutero abre así la caja de Pandora, el eterno tumulto de la certidumbre personal, que abre muchas posibilidades y hace temblar al statu quo. El tema, la situación, se repite una y otra vez en la historia del pensamiento. Para decidir una disputa hace falta un criterio, y la elección de ese criterio suscita ya una disputa. En ese círculo hermenéutico se mueve la querella. Los católicos tratan de mostrar lo poco digna de fe que es la propia conciencia y que, de se- guir a Lutero, la cristiandad se verá abocada al caos y la anarquía religiosa (cada cual inter- preta la Escritura a su manera). En ese contex- to, la batalla por establecer un criterio verda- dero de fe, Erasmo redacta en 1524 De Libero Arbitrio, que constituye una defensa escéptica de la fe. El rechazo tanto del intelectualismo como de las discusiones teológicas le han lle- vado a refugiarse en el escepticismo. Su des- precio de la dialéctica va acompañado de la defensa de una piedad sencilla y no teológica. La escritura no es sencilla, contiene pasajes os- curos, y dada la dificultad de establecer el ver- dadero significado, resulta más fácil delegar en la Iglesia y permanecer en una actitud es- céptica. A Erasmo le escandaliza esa necesi- dad de certidumbre que tiene el intelectual. Prefiere al tonto cristiano que a los escolásticos de París, consagrados a desatar los nudos teo- lógicos que ellos mismos han creado. Frente a las certezas de Lutero, así es como plantea el de Rotterdam su cristianismo escéptico. La fu- riosa respuesta de Lutero, De Servo Arbitrio, no se hace esperar. No puede entender que un cristiano pueda ser escéptico (como hoy no se entiende que un científico pueda serlo de su ciencia). Para Lutero, el cristianismo es la ne- gación misma del escepticismo y el enfoque de Erasmo no hace sino delatar su falta de fe. En cambio, Francisco Sánchez sospechaba que en todo silogismo hay un círculo vicioso. Este gallego de origen hebreo, autor de un mag- nífico libro titulado Que nada se sabe ( Quod Nihil Scitur, 1576), sostenía que en el célebre silogis- mo socrático, las premisas estaban sacadas de la conclusión. Hace falta partir de lo particular para formar los conceptos generales de hom- bre y mortalidad. El silogismo no ha servido para fundar ninguna ciencia sino para echarlas a perder. Las ciencias tienden a definir lo oscuro con lo más oscuro y sólo sirven para apartar a los hombres de la contemplación de la realidad. Sánchez, como Nagarjuna y otros pirrónicos, inicia su obra afirmando que ni siquiera sabe si sabe nada, sospecha de abstracciones y ge- neralizaciones, a las que acusa de poco em- píricas, anticipando el empirismo radical de Berkeley y William James. La demostración es un sueño de Aristóteles, tan sueño como las utopías de Platón, Moro o Campanella. Si la ciencia existe, nunca habrá de ser un fá- rrago de conclusiones dialécticas sino una visión interna, una cultura mental. El escéptico no suele pasar a la historia como filósofo, lo hace como hombre de le- tras. No construye grandes sistemas de pen- samiento (como Spinoza o Hegel), prefiere el comentario y la digresión irónica. Sócra- tes, Erasmo, Montaigne y Kierkegaard son buenos ejemplos. Hume es la excepción, pero Hume se hizo célebre en su tiempo como historiador y hombre de letras, no como filósofo. Nadie hizo mucho caso a su Teatrise. Las buenas gentes no disputan acerca de cosas que son ciertas o probadas, a no ser que estén locas. El big bang y la evo- lución de las especies no se discuten, la ma- teria oscura o el entrelazamiento cuántico ya es otra cosa. Hubo épocas donde no se ponía en duda la existencia del Supremo, lo que se cuestionaba era el modo de conocerlo. La vi- sión de una época puede ser mala, o puede negarse o incluso prohibir mirar ciertas cosas, ciertos objetos pueden obstaculizarla, la nuestra no es una excepción. En el escéptico natural subyace el conven- cimiento de que la razón humana es incapaz de elevarse por sus propios medios. El ámbito de lo discursivo tiene sus limitaciones. La ge- nuina filosofía no se encadena al silogismo o a la opinión de un autor, ni siquiera a su pro- pio discurso. No son los sentidos los dignos de desconfianza, son los discursos, los hilos del razonamiento, el fantasma de la identi- dad, la demonización de la contradicción. El escepticismo no reduce al hombre a bestia sino que lo eleva, le enseña a ser desprendido frente a lo discursivo. Esa es la ironía funda- cional de la filosofía. Fiel al dictumsocrático, el «qué se yo» de Montaigne se une a la «docta ignorancia» de Cusa y al «elogio de la locura» de Erasmo. Humanista hasta la médula, Montaigne desconfía de las pretensiones intelectuales del hombre. La filosofía no es para el francés más que poesía sofisticada. Las teorías de los filósofos son meras invenciones. Nadie descubre nunca lo que en realidad sucede en la naturaleza. No obstante, se aceptan algunas opiniones tradicionales como principio de autoridad. Si alguien pregunta acerca de los principios mis- mos, se le dice que no se puede discutir con quienes reniegan de los primeros principios. Montaigne revive el antiintelec- tualismo de Erasmo y redacta un panegírico de la ignorancia. Elogia a los recién descubiertos indígenas del Brasil, que pa- san la vida en admirable simplicidad e ignorancia, y advierte que con cada cambio en nosotros mismos cambiamos nues- tros juicios. La capacidad de conocimiento cambia con nues- tras condiciones físicas y emocionales. Lo que juzgamos cier- to ahora, nos parecía falso antes y quizá nos parezca dudoso en el futuro. A la luz de todo ello, lo mejor será vivir con las le- yes y costumbres de nuestros padres. El pirronismo de Mon- taigne se convierte en conservadurismo: «puesto que soy in- capaz de escoger, me pongo en la posición en que me puso Dios». No podemos si quiera saber si poseemos todos los sen- tidos necesarios para alcanzar el verdadero conocimiento. Como dirá tiempo después Berkeley, lo que percibimos son imágenes, no cosas. Quizá las cualidades que vemos en los objetos las impongamos nosotros y no estén en los objetos mismos. De ahí que en nuestros diversos estados de salud, vigilia o sueño, veamos diferentes cosas y no tengamos ma- nera de saber cuáles corresponden a la verdadera naturaleza de las cosas. Nuestra condición acomoda las cosas a sí misma y las transforma en función de sus necesidades. El ingenio de Montaigne ofrece una nueva versión del cír- culo hermenéutico. Hace falta una base objetiva para juzgar las apariencias, un instrumento judicial. Para verificar dicho instrumento, tenemos que ponerlo a prueba, pero para veri- ficar la prueba necesitamos el instrumento. Tratar de conocer la verdadera naturaleza de las cosas es como tratar de coger agua con una red. Todo lo que podemos hacer en nuestro es- tado actual es seguir adelante en este incierto mundo de apa- riencias de un modo más pleno y empático. Y se acerca al fi- deísmo al afirmar que el completo escéptico se haya en con- diciones de recibir la Revelación. Tras quinientos años de in- vestigaciones, los expertos no se han puesto de acuerdo en si Montaigne era un creyente o un indiferente. Poco importa, su fideísmo es compatible con ambas interpretaciones, y nunca sabremos si trataba de defender o socavar el cristia- nismo. Cuando todo es duda, hemos de aceptar el cristianis- mo sólo por la fe. Esta afirmación fue suscrita por descreídos como Hume o voltaire, pero también por firmes creyentes como Pascal, Hamann o Kierkegaard. En todo caso, parece claro que el Sócrates francés, que carecía de grandes inquie- tudes espirituales, no sólo atacó las ciudadelas del dogma- tismo, sino que se opuso como voltaire a cualquier forma de fanatismo e intolerancia. Todo el mundo sabe que la lógica está llena de ambigüe- dades, sofismas y paradojas. Algunos que la naturaleza no está sujeta a las leyes de Aristóteles o Newton. En cualquier caso, las dudas de la filosofía escéptica son de gran valor para las ciencias. La certidumbre o es convencional y colectiva (un acuerdo común) o personal. En el primer caso sólo llega al corazón de almas gregarias y burocráticas, que obedecen ini- ciativas ajenas o han sido absorbidas por la institución que les da el sustento. En el segundo, cuando es interna, nos ayuda a conducirnos por la vida, a resolver dificultades y tomar de- cisiones, y carece de sentido convertirla en algo externo. Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada. MONTAIGNE, SINFONÍA DE LA DUDA SÁBADO, 7 DE OCTUBRE DE 2017 5 Si no hay evidencia suficiente, mejor dedicarse a la vida sencilla, controlar la ira y la vanidad, moderar la concupiscencia y tener a raya la codicia Montaigne, para quien la filosofía no es más que una poesía sofisticada. Sócrates –arriba–, fue uno de los primeros grandes escépticos en Occidente. Y Erasmo de Rotterdam –retratado por Holbein–, quien se opuso a las certezas de Lutero.

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SÁBADO, 7 DE OCTUBRE DE 20174 Levante EL MERCANTIL vALENCIANO

Quienes nos hemos educado en el budismosiempre vemos con buenos ojos a los escépti-cos. Es bien sabido que cuando Buda fue pre-guntado por las «cuestiones fundamentales»,si el cuerpo y el alma eran lo mismo, si el espa-cio y el tiempo eran infinitos o por el destinodel despierto tras la muerte, guardó un cautosilencio o, como dirían los escépticos, prefiriósuspender el juicio. Uno de los principales fi-lósofos indios de todos los tiempos, el budistaNagarjuna, llevaría el escepticismo filosófico auna de sus cumbres, afirmando la vacuidad detodas las opiniones, incluida la suya. Si no hayevidencia suficiente, mejor dedicarse a la vidasencilla, controlar la ira y la vanidad, moderarla concupiscencia y tener a raya la codicia. Ellono equivale, por supuesto, a olvidar la filosofíao dejar de entretenerse con ella. De hecho, hayque hacerlo, pero siempre con esa distanciairónica que mostró Sócrates, con esa disposi-ción a cuestionar las propias opiniones o in-cluso reírse de ellas. Lo que no implica ningúntipo de actitud irracional, de hecho, los filósofosirónicos de la India como Nagarjuna fueron ex-pertos en lógica que se dedicaron paciente-mente a desarticular los principios mismos dela lógica. Acudían a los debates con el únicopropósito de refutar las tesis de sus adversarios,siendo su única pasión no la victoria o el poder,sino descubrir el truco de magia, la tramoyaque sostiene la ilusión colectiva del pensa-miento. No aportaban opiniones propias, se li-mitaban a desmantelar las certezas de sus in-terlocutores, ésas que se presentan como untriunfo de la lucidez y la voluntad cuando noson sino añagaza y lazo para incautos.

Richard Popkin publicó hace ya unos añosun excelente libro donde mostraba la influen-cia que ha tenido el escepticismo en el pensa-miento moderno. Su planteamiento es esen-cialmente budista por varias razones. La pri-mera de ellas es que «escéptico» y «creyente»no son términos opuestos. El escéptico dudade que pueda descubrirse la razón necesaria ysuficiente de las cosas, la literalidad del mundo(frente a los devaneos de las metáforas), peroesa duda no le impide creer lo que considereconveniente. El escéptico lo que hace es limitarel alcance de la lógica y sugerir otro tipo de na-rración, no silogística, que no se apoye tantoen los dos principios fundamentales de la ló-gica, el principio de identidad y el de contra-dicción. Un planteamiento que no es en abso-luto irracional y cuyo sentido vienen procla-mando desde hace más de dos milenios bu-distas y pirrónicos. La identidad (A=A) no se daen la naturaleza, simplemente porque, comosostuvo Heráclito, las cosas viven en el tiempo,lo que les impide ser idénticas a sí mismas. Y lacontradicción tampoco es algo que pueda dar-se entre las cosas, sobre todo en la vida intelec-tual, que está llena de contradicciones, comosabía Unamuno. Es decir, que si prescindimosde la identidad y del principio de contradic-ción, podemos perfectamente relegar la lógicaal ámbito de lo abstracto (o al cielo platónico)sin que ello suponga ningún obstáculo para lainvestigación empírica. Todo lo dicho hastaaquí es una síntesis burda de lo que, de unmodo mucho más sutil, enseñaron Nagarjunay Pirrón de Elis. Si lo opuesto al escéptico no esel creyente, sino el dogmático, y si la cienciaprocede dogmáticamente (si quiere avanzarno puede hacerlo de otro modo), se entiendeque el escéptico no sea bien recibido en cáte-dras y laboratorios.

Solo sé que no sé nada¿Qué pretende el escéptico? O bien probar

o que no es posible ningún conocimiento obien que las pruebas son siempre insuficientes.En el primer caso hablamos del «escepticismo

académico», que surgió en la Academia plató-nica con Arcesilao y Carnéades y que ha llega-do hasta nosotros gracias a Cicerón y la refuta-ción de Agustín de Hipona. En el segundo setrata del escepticismo pirrónico, más antiguo,que nos ha llegado a través de Sexto Empírico.En la India los escépticos fueron llamados vi-tandines, por practicar un tipo de debate quese limitaba a la refutación y que acababa siendouna «demostración» de las limitaciones de lodiscursivo. El objetivo de los escépticos acadé-micos era mostrar que lo que decían conocerlos dogmáticos no podía conocerse con certi-dumbre. Cualquier proposición contiene pre-supuestos que van más allá de lo empírico ytodo conocimiento es a lo sumo probable.

Sabemos muy poco de la vida de Pirrón deElis (ca 360-275 a.C.), tan solo que fue el per-fecto dubitativo y que prefería no comprome-terse con ningún juicio. Sus intereses fueronmás bien éticos y morales. Los pirrónicos con-sideran que tanto los dogmáticos como los aca-démicos hablan demasiado. Los primeros ase-gurando que algopuede conocerse, los segun-dos que nadapuede conocerse. Los pirrónicosno se comprometían ni siquiera con sus pro-pios argumentos, su escepticismo era más unaactitud mental y parecían no interesarse portodo aquello que estuviera más allá de las apa-riencias. Según ellos, los académicos no eranverdaderos escépticos sino dogmáticos nega-tivos. El escepticismo de tipo pirrónico florecióen Alejandría y en la India en torno al siglo III,posteriormente resurgirá entre los escritoresmusulmanes y judíos, como el persa Algazel yel tudelano Yehuda Halevi, tradición que cul-minará en la obra de Nicolás de Cusa, cuyos ar-gumentos socavan la confianza en lo racional-discursivo. La Docta ignorantia da cuenta delhecho indiscutible de que la finitud humanano puede captar la infinitud de Dios. La pasiónpor lo desconocido hace necesario traspasarlos límites de las ciencias, constreñidas por elconocimiento silogístico y dogmático. Para Ni-colás de Cusa la mente no es algo que tengapartes o se pueda descomponer. El espíritu hu-mano es una copia del espíritu divino, peromientras que el conocimiento racional exige laausencia de contradicción, lo divino trasciendelas contradicciones. En la cosmología de Nico-lás de Cusa cada ser es despliegue y contrac-ción del universo, de modo que «todo está entodo». Las negaciones han de ser superadaspor la negación de la negación. Esa coincidentiaoppositorum será un motivo recurrente de lamística hebrea, musulmana y cristiana, queconsideran tanto la razón como la compren-sión supra-racional elementos indispensablespara acercarse a lo divino.

La defensa escéptica de la feErasmo concibe su obra más conocida ca-

balgando por los Alpes. Regresa de una estan-cia de tres años en Italia y se dirige a Inglaterrapara visitar a su amigo Tomás Moro. En Elogiode la locura se listan las «ventajas» de la estul-

Juan ArnauFilósofo

El escepticismo es una actitud fundamental de la filosofía.Contra lo que generalmente se cree, su opuesto no es lacreencia, sino el dogmatismo. Para creer hace falta que notodo esté claro. Sócrates, Nicolás de Cusa, Erasmo yMontaigne fueron grandes escépticos, lo que nos lesimpidió vivir según ciertos mitos. En la India hubo tambiénescépticos, tanto en el budismo como en el hinduismo.

IgnoranciaLa docta

ticia frente a la razón. Cuán felices son aquellosque viven arropados por la necedad, situacióna la que no escapan los «pedantes», ya seangramáticos, filósofos, teólogos, obispos o re-yes. Habla el bufón. Erasmo compone un ejer-cicio retórico, un juego de alabanzas de un ob-jeto que no las merece. Presenta la locuracomo persona y pone en su boca el elogio desí misma. Muestra en el espejo de loco la críticade su época, tomando como blanco los diver-sos estamentos y grupos sociales. En la partefinal, Erasmo abandona el tono lúdico y la bro-ma. La locura se dirige ahora a los cristianos ylos exhorta a una vida cristiana. El disfrute delo eterno durante la vida se concede a los mo-ribundos y los amantes. La filosofía platónicaes la que mejor congenia con el pensamientocristiano. Finalmente la locura regresa al modoirónico de hablar y se confunden de nuevo labroma y la seriedad.

Pero para comprender la defensa escépticade la fe de Erasmo hay que entender su polé-mica con Lutero. El catolicismo romano habíacondenado el fideísmo como herejía, mientrasque para los protestantes era un elemento fun-damental del cristianismo cuyo origen eran lasenseñanzas de Pablo de Tarso y Agustín de Hi-pona. El fideísmo sostenía que el conocimien-to no era posible sin la fe. Lutero, Pascal y Kier-kegaard fueron fideístas, sin que por ello nega-ran a la razón todo papel en la búsqueda de laverdad. Pero Lutero no sólo condenó el mer-cantilismo de las bulas vaticanas, tambiénnegó la autoridad de la Iglesia en materia de fe.Una actitud que reproduce la «herejía arque-típica» y se remonta a Arrio. Cualquier cristianopodía discernir lo que era justo e injusto en ma-teria de fe. Como en el islam, se propone unarelación con Dios sin intermediarios. Es la luzinterior la que debe juzgar la Escritura. Luteroabre así la caja de Pandora, el eterno tumultode la certidumbre personal, que abre muchasposibilidades y hace temblar al statu quo.

El tema, la situación, se repite una y otra vezen la historia del pensamiento. Para decidiruna disputa hace falta un criterio, y la elecciónde ese criterio suscita ya una disputa. En esecírculo hermenéutico se mueve la querella.Los católicos tratan de mostrar lo poco dignade fe que es la propia conciencia y que, de se-guir a Lutero, la cristiandad se verá abocada alcaos y la anarquía religiosa (cada cual inter-preta la Escritura a su manera). En ese contex-to, la batalla por establecer un criterio verda-dero de fe, Erasmo redacta en 1524 De LiberoArbitrio, que constituye una defensa escépticade la fe. El rechazo tanto del intelectualismocomo de las discusiones teológicas le han lle-vado a refugiarse en el escepticismo. Su des-

precio de la dialéctica va acompañado de ladefensa de una piedad sencilla y no teológica.La escritura no es sencilla, contiene pasajes os-curos, y dada la dificultad de establecer el ver-dadero significado, resulta más fácil delegaren la Iglesia y permanecer en una actitud es-céptica. A Erasmo le escandaliza esa necesi-dad de certidumbre que tiene el intelectual.Prefiere al tonto cristiano que a los escolásticosde París, consagrados a desatar los nudos teo-lógicos que ellos mismos han creado. Frente alas certezas de Lutero, así es como plantea elde Rotterdam su cristianismo escéptico. La fu-riosa respuesta de Lutero, De Servo Arbitrio, nose hace esperar. No puede entender que uncristiano pueda ser escéptico (como hoy no seentiende que un científico pueda serlo de suciencia). Para Lutero, el cristianismo es la ne-gación misma del escepticismo y el enfoquede Erasmo no hace sino delatar su falta de fe.

En cambio, Francisco Sánchez sospechabaque en todo silogismo hay un círculo vicioso.Este gallego de origen hebreo, autor de un mag-nífico libro titulado Que nada se sabe(Quod NihilScitur, 1576), sostenía que en el célebre silogis-mo socrático, las premisas estaban sacadas dela conclusión. Hace falta partir de lo particularpara formar los conceptos generales de hom-bre y mortalidad. El silogismo no ha servidopara fundar ninguna ciencia sino para echarlasa perder. Las ciencias tienden a definir lo oscurocon lo más oscuro y sólo sirven para apartar alos hombres de la contemplación de la realidad.Sánchez, como Nagarjuna y otros pirrónicos,

inicia su obra afirmando que ni siquiera sabesi sabe nada, sospecha de abstracciones y ge-neralizaciones, a las que acusa de poco em-píricas, anticipando el empirismo radical deBerkeley y William James. La demostraciónes un sueño de Aristóteles, tan sueño comolas utopías de Platón, Moro o Campanella. Sila ciencia existe, nunca habrá de ser un fá-rrago de conclusiones dialécticas sino unavisión interna, una cultura mental.

El escéptico no suele pasar a la historiacomo filósofo, lo hace como hombre de le-tras. No construye grandes sistemas de pen-samiento (como Spinoza o Hegel), prefiereel comentario y la digresión irónica. Sócra-tes, Erasmo, Montaigne y Kierkegaard sonbuenos ejemplos. Hume es la excepción,pero Hume se hizo célebre en su tiempocomo historiador y hombre de letras, nocomo filósofo. Nadie hizo mucho caso a suTeatrise. Las buenas gentes no disputanacerca de cosas que son ciertas o probadas,a no ser que estén locas. El big bang y la evo-lución de las especies no se discuten, la ma-teria oscura o el entrelazamiento cuántico yaes otra cosa. Hubo épocas donde no se poníaen duda la existencia del Supremo, lo que secuestionaba era el modo de conocerlo. La vi-sión de una época puede ser mala, o puedenegarse o incluso prohibir mirar ciertas cosas,ciertos objetos pueden obstaculizarla, lanuestra no es una excepción.

En el escéptico natural subyace el conven-cimiento de que la razón humana es incapaz

de elevarse por sus propios medios. El ámbitode lo discursivo tiene sus limitaciones. La ge-nuina filosofía no se encadena al silogismo oa la opinión de un autor, ni siquiera a su pro-pio discurso. No son los sentidos los dignosde desconfianza, son los discursos, los hilosdel razonamiento, el fantasma de la identi-dad, la demonización de la contradicción. Elescepticismo no reduce al hombre a bestiasino que lo eleva, le enseña a ser desprendidofrente a lo discursivo. Esa es la ironía funda-cional de la filosofía.

Fiel al dictumsocrático, el «qué se yo» de Montaigne se unea la «docta ignorancia» de Cusa y al «elogio de la locura» deErasmo. Humanista hasta la médula, Montaigne desconfíade las pretensiones intelectuales del hombre. La filosofía noes para el francés más que poesía sofisticada. Las teorías delos filósofos son meras invenciones. Nadie descubre nuncalo que en realidad sucede en la naturaleza. No obstante, seaceptan algunas opiniones tradicionales como principio deautoridad. Si alguien pregunta acerca de los principios mis-mos, se le dice que no se puede discutir con quienes reniegande los primeros principios. Montaigne revive el antiintelec-tualismo de Erasmo y redacta un panegírico de la ignorancia.Elogia a los recién descubiertos indígenas del Brasil, que pa-san la vida en admirable simplicidad e ignorancia, y advierteque con cada cambio en nosotros mismos cambiamos nues-tros juicios. La capacidad de conocimiento cambia con nues-tras condiciones físicas y emocionales. Lo que juzgamos cier-to ahora, nos parecía falso antes y quizá nos parezca dudosoen el futuro. A la luz de todo ello, lo mejor será vivir con las le-yes y costumbres de nuestros padres. El pirronismo de Mon-taigne se convierte en conservadurismo: «puesto que soy in-capaz de escoger, me pongo en la posición en que me pusoDios». No podemos si quiera saber si poseemos todos los sen-tidos necesarios para alcanzar el verdadero conocimiento.Como dirá tiempo después Berkeley, lo que percibimos son

imágenes, no cosas. Quizá las cualidades que vemos en losobjetos las impongamos nosotros y no estén en los objetosmismos. De ahí que en nuestros diversos estados de salud,vigilia o sueño, veamos diferentes cosas y no tengamos ma-nera de saber cuáles corresponden a la verdadera naturalezade las cosas. Nuestra condición acomoda las cosas a sí mismay las transforma en función de sus necesidades.

El ingenio de Montaigne ofrece una nueva versión del cír-culo hermenéutico. Hace falta una base objetiva para juzgarlas apariencias, un instrumento judicial. Para verificar dichoinstrumento, tenemos que ponerlo a prueba, pero para veri-ficar la prueba necesitamos el instrumento. Tratar de conocerla verdadera naturaleza de las cosas es como tratar de cogeragua con una red. Todo lo que podemos hacer en nuestro es-tado actual es seguir adelante en este incierto mundo de apa-riencias de un modo más pleno y empático. Y se acerca al fi-deísmo al afirmar que el completo escéptico se haya en con-diciones de recibir la Revelación. Tras quinientos años de in-vestigaciones, los expertos no se han puesto de acuerdo en siMontaigne era un creyente o un indiferente. Poco importa,su fideísmo es compatible con ambas interpretaciones, y

nunca sabremos si trataba de defender o socavar el cristia-nismo. Cuando todo es duda, hemos de aceptar el cristianis-mo sólo por la fe. Esta afirmación fue suscrita por descreídoscomo Hume o voltaire, pero también por firmes creyentescomo Pascal, Hamann o Kierkegaard. En todo caso, parececlaro que el Sócrates francés, que carecía de grandes inquie-tudes espirituales, no sólo atacó las ciudadelas del dogma-tismo, sino que se opuso como voltaire a cualquier forma defanatismo e intolerancia.

Todo el mundo sabe que la lógica está llena de ambigüe-dades, sofismas y paradojas. Algunos que la naturaleza noestá sujeta a las leyes de Aristóteles o Newton. En cualquiercaso, las dudas de la filosofía escéptica son de gran valor paralas ciencias. La certidumbre o es convencional y colectiva (unacuerdo común) o personal. En el primer caso sólo llega alcorazón de almas gregarias y burocráticas, que obedecen ini-ciativas ajenas o han sido absorbidas por la institución queles da el sustento. En el segundo, cuando es interna, nos ayudaa conducirnos por la vida, a resolver dificultades y tomar de-cisiones, y carece de sentido convertirla en algo externo.Como decía Emerson, nadie convence a nadie de nada.

MONTAIGNE, SINFONÍA DE LA DUDA

SÁBADO, 7 DE OCTUBRE DE 2017 5

Si no hay evidenciasuficiente, mejor

dedicarse a la vidasencilla, controlar la ira y la vanidad,

moderar laconcupiscencia y

tener a raya la codicia

Montaigne, paraquien la filosofíano es más que unapoesía sofisticada.

Sócrates –arriba–, fue uno de los primeros grandes escépticos

en Occidente. Y Erasmo de Rotterdam –retratado por

Holbein–, quien se opusoa las certezas de Lutero.