SANTA CRUZ DE LA PALMA TRADICION Y PRESENCIA

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Cuento del domingo El enamorado del Sol S EGÚN otros, en las prime- ras horas de la mañana, al levantarse, toman un café o un vaso de algo, él corría a la ventana, la abría, y, recibiendo el sol en la cara, lo bebía a bocanadas. Hasta hartarse de sol y de luz. Si el día estaba nublado, se levanta- ba tarde y de mal humor. El sol, la ración matinal de sol, le hacía falta para iniciar la jor- nada y poder sentirse fuerte y feliz. Para ir al trabajo, al salir a la calle, buscaba la acera más bañada por el sol, e iba por ella como si fuera tomando un con- fortador baño, que le limpiaba el cuerpo y el alma de sucieda- des exteriores e interiores. Físi- camente, del cansancio, o la falta de energía. Y moral o espí- ritu almente, notando cómo la luz y el calor del sol derretían y borraban en su mente y en su pensamiento la influencia y el peso de las preocupaciones y vacilaciones ante lo que la jor- nada que se iniciaba le pudiera ofrecer. Cuando llegaba al trabajo, una oficina como todas las ofi- cinas, acaso un poco sórdida y de ambiente polvorientos y con olor a humo de tabaco y pape- les sucios y manoseados, corría a su mesa, que había hecho co- locar junto a la ventana por donde más sol entraba en la es- tancia, y se acomodaba en la silla, como si faera entre coji- nes de plumas, entre las boca- nadas de sol que entraba, ple- namente, en el buen tiempo, o a través de los cristales, en los días fríos de otoño e invierno. Los compañeros le decían con frecuencia: —No sabemos cómo puedes trabajar dándote el sol sobre la mesa. Y él siempre respondía lo mismo: —Me gusta el sol. Le gustaba sí. Más aún: no podía vivir sin él. Para él, el día terminaba en el mismo momen- to en que el sol se ponía. A par- tir de aquel momento, podría hacerse algo, entregarse a la rutina de su existencia, como hombre y padre de familia, con los suyos, pero aquello no era vivir. Solamente vivía al sol. Bajo el sol y bañado por el sol. Cuando empezó anotarlo, en uno de aquellos paseos, sintió verdadero pánico. Primero fue como un extraño deslumbra- miento. Luego le pareció como si el se oscureciera un poco. Los primeros días no fue casi nada, pero luego los síntomas se fue- ron acusando, y fue entonces cuando comprendió lo que le estaba pasando. Se estaba quedando ciego. Cuando se quejó a la familia le dijeron: —No tiene nada de particu- lar. Te pasas horas muertas al sol y te estás quemando los o- jos. —¡ Qué sabrían ellos de estas cosas!. El sol no quema. Refres- ca el alma, y, ¿Cómo va a que- mar, los ojos? Pensaba él. Pero la cosa se agravó. Los progresos de la enfermedad hi- cieron que sus jefes se dieran cuenta de que había que tomar medidas con él, y aprovechan- do la edad y su creciente y pro- gresiva inutilidad, le aconseja- ron pedir la jubilación. La fa- milia se lo aconsejó también, y él no pudo resistirse. La pidió y se acabó para él la obligación cotidiana de la asistencia a la oficina y las horas que tenía que permanecer en ella. Aprovechando el mayor tiempo disponible y el hallarse altoberudas Los que tienen una fortuna «astronómica», sí que deben haber visto bien el Cometa Halley. * * * Cuando un astrofísico se entera de que un hijo suyo ha come- tido una gamberrada, seguramente que debe comentar: —Le pego dos cachetadas dondequiera que lo «halley». * * * -El próximo miércoles te darán cuatro horas no recuperables con motivo del referéndum. -Sí, que aprovecharé para ir a poner «la primitiva». * * * -Lo malo, me decía un socialista, es que han hecho el refe- réndum en Cuaresma, tiempo en que la Iglesia predica la «absti nencia». -¿Y usted va a votar? -Sí. —Ah, pues yo creía que no. * * * de muchos jubilados que van a votar que sí, que les suban un poco más las pensiones. * * * ¡Si las cosas se habrán modernizado, que ya hasta las vacas se contabilizan por ordeñadores! * * * Cuando un astrofísico quiere hacerse una casa, comienza por comprar una «placa solar». * * * En el barrio de Duggi quieren, por lo visto, para que los chi- cos beban, una pila; pero no tienen «pelas» para hacerla. * * * Era un erótico tremendo. No se encontraba feliz, sino con la «computadora». * * * Los banqueros que generalmente le dicen a uno que «no», cuando va a pedir un crédito, ahora dicen que están por el «sí». Pues, que aprovechen los que tienen algo solicitado. * * * Y si.uno quiere decir «sí, pero no en estas condiciones», ¿qué tiene que poner en el voto? * * * Este es un referéndum zoológico. Porque no nos permiten si- no un «monosílabo». Altober sin obligaciones, hizo más fre- cuentes y largos sus paseos por las calles y sus visitas al par- que. ¡Nunca le había parecido tan bonito antes de entonces!. En él, el sol se desplomaba sin obstáculos ni tropiezos. Sólo los árboles, alineados a lo largo de los paseos y dentro del recinto o espacio verde de los jardines. Pero los árboles ya hemos di- cho que no le robaban el sol. Se interponían, pero sólo para convertirlo en encajes de oro bordeados por la leve sombra de las ramas y hojas. Todavía, a pesar de su cre- ciente seguera, podía él disfru- tar de todo aquello. Después de varios inciden- tes, algunos bastante graves, el hijo y la mujer se reunieron pa- ra cambiar impresiones y estu- diar lo más conveniente para la seguridad de él y la tranquili- dad de ellos. La mujer propuso que se le internara en un asilo: —Allí estará mejor. Más atendi- do y vigilado, para evitar que se eche a la calle. Aquí no hay nadie que pueda estar todo el día pendiente de él. Pero el marido, hijo al cabo, se opuso terminantemente: —Yo no puedo mandar a mi padre al asilo. Me duele, como hijo, y, además, ¿qué dirían mis compañeros de trabajo y nuestros amigos? —Entonces, —argüyó ella—, dirás lo que podemos hacer. No hay modo de evitar que se eche a la calle, y cualquier día nos vienen a avisar que lo ha matado un coche, o nos lo traen convertido en guiñapos. Excuso decirte la papeleta... —Si hubiera forma de evitar que saliera a la calle... Entonces ella tuvo la idea luminosa: —¿Y si lo encerráramos en el cuarto? Aprovechando un mo- mento en que esté dentro, sin que se dé cuenta... Después no- sotros salimos, y él tendrá que estarse encerrado hasta nues- tro regreso. Como mal menor, él aprobó la idea. Y así se hizo, al día si- guiente. Cuando quiso salir del cuar- to se dio cuenta enseguida de que lo habían encerrado. Sintió una desesperación enorme. Co- mo la del sediento al que le qui- tan de delante el recipiente de que disponía para calmar la sed. El sentía sed de sol. aún que antes de perder la vis- ta. Se fue al balcón, en busca del sol. Era donde único podía hallarle. Pero en el balcón no había sol tampoco. Nunca se había fijado si la habitación da- ba frente a alguna casa alta que impidiera que llegara hasta allí. O quizá, y era cosa que él no podía saber, el día estaba nublado y no había sol. El caso es que no podía ad- vertir su cálida caricia en la frente ni sobre los ojos sin luz. No podía beberlo, a bocanadas, a ciegas, como solía hacer. Ha- bía que buscarlo, donde estu- viera. Se apoyó en la barandilla del balcón y prolongó el cuerpo hacia fuera. La barandilla era baja. Notó como su cuerpo bas- culaba sobre ella, y procuró agarrarse a algo. Inútilmente. Las manos tantearon y sólo ha- llaron la pared lisa. El cuerpo se curvaba ya sobre la barandi- lla. Y se sintió caer. Cayó a plo- mo. Sin tropezar en nada. No había nadie en las ventanas ve- cinas. Ni en la calle, por los al- rededores. Era esa hora próxi- ma al mediodía, en que todo el mundo está en sus ocupaciones y las calles permanecen de- siertas. Nadie pudo, así, presenciar el hecho. Ni oír el sordo golpe del cuerpo al estrellarse contra el suelo. Antes de ello, él, sí pu- do advertir, según caía, que el sol lo rodeaba y lo envolvía co- mo en un abrazo cariñoso. Ha- bía salido de la sombra de los muros, hacia la zona bañada por él, y notó como si se sumer- giera en un baño de luz y de ca- lor. Fue intensamente feliz por unos segundos. Después... na- da. El cuerpo quedó tendido, con las piernas estiradas y los bra- zos en cruz. En un charco de sangre y de sol. El sol que se ocultaba ya tras los tejados de las casas frenteras . Pero antes de hacerlo un rayo de oro se deslizó y fue a besar la frente sangrienta del enamorado del sol, que ya no lo vería más. Antonio Marti AmeriGanarias Relaciones folklóricas Cañadas-Uruguay L OS autores no se ponen de acuerdo cuancfo tra- tan de ahondar en las raíces del Pericón, ese baile uruguayo y argentino de complicada coreografía, que tanto se parece a nuestra Isa. Para unos, este baile procede de la Contradanza, que entró en Uruguay hacia el siglo XVIII, junto con el cancionero infantil, romances, cantos a la divino de los jesuítas y francis- canos y el denominado baile de las cintas. Con ttída probabili- dad, los colonos canarios que fundaron Montevideo, en nú- mero aproximado a los 250, in- trodujeron en el país algunos de estos géneros. La hipótesis de que el Peri- cón deriva de la Contradanza es la más aceptada y fácil de documentar, no sólo porque autores de la talla de Carlos Ve- ga y Lauro Ayestarán lo creen a pies juntillas, sino también porque la mayoría de las figu- ras coreográficas de la Contra- danza han pervivido en el baile criollo, de la misma forma que hoy siguen gozando de gran predicamento en nuestra in- comparable Isa. También el Cielito y la Media Caña parecen desgaja- dos de la Contradanza. Con ra- zón señala Carlos Vega que es- tos géneros, junto con el Peri- cón, se confunden en la cróni- ca, «porque al principio fueron un solo baile». También Ayesta- rán comparte el criterio del maestro argentino, cuando se- ñala que «estas tres danzas tie- nen características muy simila- res; desde el punto de vista de su notación, las tres se cifran en compás de tres octavos en sus fórmulas de acompaña- miento, y sus coreografías pro- vienen de la antigua Contra- danza». Por tanto, no resulta muy aventurado decir que la réplica o respuesta criolla a la Contra- danza que introdujeron los es- pañoles fue el Pericón, cuyo nombre parece derivar del Perico o bastonero que daba las órdenes en el baile para reali- zar los cambios de figuras. La Casa de las Comedias (dibujo de 1830), donde posiblemente se bailaron los primeros pericones de Montevideo. También en nuestra Isa, el di- rector del baile desempeña un papel similar, con sus voces de «cadena», «fuera», «una» o «mu- jeres dentro». Hemos dicho con anteriori- dad que es posible deducir una relación canarios Contradanza en los primeros tiempos de la fundación de Montevideo. Las primeras noticias que se tienen del Pericón, ya como género criollo, datan de 1876, es de- cir: treinta años más tarde de la llegada de la segunda expe- dición de canarios, en 1729. No es disparatado pensar que aquellos pobladores practica- ron la Contradanza, dado que era un baile muy en boga en los estratos folklóricos de la Espa- ña del XVIII, una vez perdió su carácter cortesano. Con la palabra Perico apare- ce designado el género en un relato de 1794, durante la ex- pedición de Malaspina y Busta- mante y Guerra, que llegó al Uruguay en ese año. Juan Espi- nosa, que se adentró por las tie- rras de la banda oriental, des- cribe con las siguientes pala- bras el cantar del hombre del campo: «Si es verano se van de- trás del rancho a la sombra y se tumban; si invierno, juegan o cantan unas raras seguidillas desentonadas, que llaman de Cadena o Perico o Mal-Ambo, acompañándolo con una desa- cordada guitarrilla que siem- pre" es un tiple». (Pedro de No- Temas isleños vo y Colson, en su «Viaje políti- co-científico alrededor del mun do por las corbetas Descubierta y Atrevida», Madrid, 1885, pág. 561). Esto viene a demostrar que el Pericón uruguayo fue una danza cantada, al estilo de nuestra Isa, aunque luego, con el paso de los años, recuperó su perdido aire ceremonioso y pu- ramente instrumental en los salones en que era interpretado para la burguesía, formada en buena parte por los descen- dientes de los pobladores cana- rios, si es cierto lo que señala Alberto Zum Felde: «La mayor acumulación de bienes se ha- llaba en manos de los hijos de los fundadores de Montevideo, que constituían la aristocracia del país». («Proceso histórico del Uruguay», pág. 35). Es para creer, entonces, que el Pericón criollo que aún se conserva en Canarias, nos vino de allá, en su forma de pieza puramente instrumental y con sus cadencias de vals-poica. En cuanto a la coreografía del bai- le uruguayo, es posible que al- gunas de las figuras de nuestra Isa hayan sido tomadas del modelo criollo, si bien la mayo- ría de las variaciones y mudan- zas de uno y otro género son re- flejo directo de las que configu- raban la Contradanza, que fue forzosamente de aquí para allá. Elfídio Alonso Santa Cruz de la Palma, tradición y presencia S ANTA Cruz de La Palma es, ha sido y siempre se- rá, verdadera Historia —así, con mayúscula— con todos sus recuerdos y som- bras de recuerdos, con todo su buen y bien hacer, con toda su ilusión y proyección. Vista desde la carretera que, peña a peña, asciende entre blancura de casas y verdor de cultivos, la ciudad se nos mues- tra en todo su esplendor y, en- tre los nuevos edificios, la rojez de las viejas tejas canarias po- ne toda su gracia de tiempos idos y, por fortuna, aún allí bien conservados. Abajo, a la orilla de la mar donde nació, la ciudad descan- sa, toma el sol y huele la sal; allí está, como siempre, sedien- ta de brisas y al arrullo de la canción eterna del Atlántico; el mismo que era camino sin lin- deros para los buenos veleros de la matrícula —«Bella Palme- ra», «Ninfa de los Mares», «La Fama«, «La Verdad», «Correo de Tenerife», etc.— que antes de nacer en aquellas playas fue- ron pinos en aquellos montes. La torre de la iglesia del Sal- vador desgrana con lentas, so- noras campanadas, el paso del tiempo sobre la Plaza de Espa- ña. Rincón tranquilo, se abre sobre la calle Real que, orgullo- sa y digna, se adorna con la fa- chada de piedra labrada —obra de artesanos que fueron— del Ayuntamiento de la ciudad. Santa Cruz de La Palma es, ha sido y siempre será Historia. Apenas habían pasado setenta años de su fundación, ya era ciudad codiciada por los pira- tas y corsarios que, a la sombra de blancas velas, cruzaban la mar en barcos que por las por- tas dejaban asomar la muda amenaza de las negras bocas de los cañones. Para el portugués Gaspar Fructuoso, era ciudad rica, de casas llenas de «cofres encora- dos, los ricos escritorios, todo lleno de vestidos de seda y bro- cados, de oro y plata, dinero y joyas, vajillas; las tapicerías con historias de que están adornadas; las panoplias llenas de lanzas y alabardas, adargas y rodeles». Santa Cruz de La Palma con- tinúa proclamando estirpe y tradición amplia con su sola presencia', con su sola y senci- lla majestuosidad, que bien se asoma a las huertas azules e in- finitas del Atlántico isleño. La buena amistad marinera creció y creció con el transcur- so de los años, las décadas y los siglos. En sus plazas, los laure- les de Indias se alzaron junto a las aguas que cantaban en las fuentes de piedra. Hoy, la som- bra verde y fresca se amontona en aquellas antiguas y tranqui- las plazas mientras, arriba, en las alargadas copas el sol pone armería de puñales dorados, armería traída y llevada por la brisa loca de la mar cercana. Un ayer cálido revive siem- pre en estas plazas de Santa Cruz de La Palma, en estos rin- cones tranquilos de la antigua y moderna ciudad. Sobre el verde radiante y apretado, la vieja piedra de los bancos reco- ge un gris azulado, reflejo de la ciudad plena de Historia. Son machos los que recuer- dan pisar en la madre tierra de la vieja plaza, de aquel cami- nar sobre hojas verdes mien- tras —ladera arriba— las ace- quias ponían su buen rumor de rezos. El viento daba un oleaje verde azulado y de sombras os- curas. Claros, metálicos casi, cantos de pájaros lejanos que, valseantes de alegría, saltaban al claro sol mientras sus trinos subían hacia un benigno cielo azul. Aquel pasado es buen pre- sente en toda La Palma, isla que rinde culto a la amistad, is- la que guarda con celo todo el silencio perdido en los años que fueron. Toda La Palma es un verdadero oasis de calma, de serenidad, de ese algo indefini- ble que, perdido en el mundo, allí aflora en toda su pureza, en todo su esplendor. Con los laureles que forman la cofradía del verdor perenne, la vieja y siempre nueva plaza, la de las buenas arboledas que siempre evocamos en la prosa del amigo Domingo Acosta. La última vez que allí estuve —y ya hace unos años— me pareció la plaza un río entre orillas de laureles verdes. Arboles y som- bras de árboles. Recuerdos y sombras de recuerdos. Juan A. Padrón Albornoz Atención empresa establecida en la isla, necesita urgente alquilar entresuelo o lo- cal comercial, aproxima- damente 150 m 2 , para instalar sus nuevas ofici- nas. Zona Urbanización Anaga, Rambla General Franco. Tfnos. 230533 - 230599 - 225165 TODOS LOS DÍAS A PRIMERA HORA DE LA MAÑANA, A EXCEPCIÓN DEL LUNES, REPARTIMOS A DOMICILIO EL DÍA DIARIO INDEPENDIENTE DE LA MAÑANA SI LE INTERÉSA , LLÁMENOS TFNO: 611887

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Temas isleños", 1986/03/09

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Cuento del domingo

El enamorado del SolS EGÚN otros, en las prime-

ras horas de la mañana,al levantarse, toman uncafé o un vaso de algo,

él corría a la ventana, la abría,y, recibiendo el sol en la cara,lo bebía a bocanadas. Hastahartarse de sol y de luz. Si eldía estaba nublado, se levanta-ba tarde y de mal humor. Elsol, la ración matinal de sol, lehacía falta para iniciar la jor-nada y poder sentirse fuerte yfeliz.

Para ir al trabajo, al salir ala calle, buscaba la acera másbañada por el sol, e iba por ellacomo si fuera tomando un con-fortador baño, que le limpiabael cuerpo y el alma de sucieda-des exteriores e interiores. Físi-camente, del cansancio, o lafalta de energía. Y moral o espí-ritu almente, notando cómo laluz y el calor del sol derretían yborraban en su mente y en supensamiento la influencia y elpeso de las preocupaciones yvacilaciones ante lo que la jor-nada que se iniciaba le pudieraofrecer.

Cuando llegaba al trabajo,una oficina como todas las ofi-cinas, acaso un poco sórdida yde ambiente polvorientos y conolor a humo de tabaco y pape-les sucios y manoseados, corríaa su mesa, que había hecho co-locar junto a la ventana pordonde más sol entraba en la es-tancia, y se acomodaba en lasilla, como si faera entre coji-nes de plumas, entre las boca-nadas de sol que entraba, ple-namente, en el buen tiempo, o através de los cristales, en losdías fríos de otoño e invierno.

Los compañeros le decíancon frecuencia:

—No sabemos cómo puedestrabajar dándote el sol sobre la

mesa. Y él siempre respondía lomismo:

—Me gusta el sol.Le gustaba sí. Más aún: no

podía vivir sin él. Para él, el díaterminaba en el mismo momen-to en que el sol se ponía. A par-tir de aquel momento, podríahacerse algo, entregarse a larutina de su existencia, comohombre y padre de familia, conlos suyos, pero aquello no eravivir. Solamente vivía al sol.Bajo el sol y bañado por el sol.

Cuando empezó anotarlo, enuno de aquellos paseos, sintióverdadero pánico. Primero fuecomo un extraño deslumbra-miento. Luego le pareció comosi el se oscureciera un poco. Losprimeros días no fue casi nada,pero luego los síntomas se fue-ron acusando, y fue entoncescuando comprendió lo que leestaba pasando.

Se estaba quedando ciego.Cuando se quejó a la familia ledijeron:

—No tiene nada de particu-lar. Te pasas horas muertas alsol y te estás quemando los o-jos.

—¡ Qué sabrían ellos de estascosas!. El sol no quema. Refres-ca el alma, y, ¿Cómo va a que-mar, los ojos? Pensaba él.

Pero la cosa se agravó. Losprogresos de la enfermedad hi-cieron que sus jefes se dierancuenta de que había que tomarmedidas con él, y aprovechan-do la edad y su creciente y pro-gresiva inutilidad, le aconseja-ron pedir la jubilación. La fa-milia se lo aconsejó también, yél no pudo resistirse. La pidió yse acabó para él la obligacióncotidiana de la asistencia a laoficina y las horas que teníaque permanecer en ella.

Aprovechando el mayortiempo disponible y el hallarse

altoberudasLos que tienen una fortuna «astronómica», sí que deben haber

visto bien el Cometa Halley.* * *

Cuando un astrofísico se entera de que un hijo suyo ha come-tido una gamberrada, seguramente que debe comentar:

—Le pego dos cachetadas dondequiera que lo «halley».* * *

-El próximo miércoles te darán cuatro horas no recuperablescon motivo del referéndum.

-Sí, que aprovecharé para ir a poner «la primitiva».* * *

-Lo malo, me decía un socialista, es que han hecho el refe-réndum en Cuaresma, tiempo en que la Iglesia predica la «abstinencia».

-¿Y usted va a votar?-Sí.—Ah, pues yo creía que no.

* * *Sé de muchos jubilados que van a votar que sí, que les suban

un poco más las pensiones.* * *

¡Si las cosas se habrán modernizado, que ya hasta las vacasse contabilizan por ordeñadores!

* * *Cuando un astrofísico quiere hacerse una casa, comienza por

comprar una «placa solar».* * *

En el barrio de Duggi quieren, por lo visto, para que los chi-cos beban, una pila; pero no tienen «pelas» para hacerla.

* * *Era un erótico tremendo. No se encontraba feliz, sino con la

«computadora».* * *

Los banqueros que generalmente le dicen a uno que «no»,cuando va a pedir un crédito, ahora dicen que están por el «sí».Pues, que aprovechen los que tienen algo solicitado.

* * *Y si.uno quiere decir «sí, pero no en estas condiciones», ¿qué

tiene que poner en el voto?* * *

Este es un referéndum zoológico. Porque no nos permiten si-no un «monosílabo».

Altober

sin obligaciones, hizo más fre-cuentes y largos sus paseos porlas calles y sus visitas al par-que. ¡Nunca le había parecidotan bonito antes de entonces!.En él, el sol se desplomaba sinobstáculos ni tropiezos. Sólo losárboles, alineados a lo largo delos paseos y dentro del recintoo espacio verde de los jardines.Pero los árboles ya hemos di-cho que no le robaban el sol. Seinterponían, pero sólo paraconvertirlo en encajes de orobordeados por la leve sombrade las ramas y hojas.

Todavía, a pesar de su cre-ciente seguera, podía él disfru-tar de todo aquello.

Después de varios inciden-tes, algunos bastante graves, elhijo y la mujer se reunieron pa-ra cambiar impresiones y estu-diar lo más conveniente para laseguridad de él y la tranquili-dad de ellos. La mujer propusoque se le internara en un asilo:—Allí estará mejor. Más atendi-do y vigilado, para evitar quese eche a la calle. Aquí no haynadie que pueda estar todo eldía pendiente de él.

Pero el marido, hijo al cabo,se opuso terminantemente:

—Yo no puedo mandar a mipadre al asilo. Me duele, comohijo, y, además, ¿qué diríanmis compañeros de trabajo ynuestros amigos?

—Entonces, —argüyó ella—,tú dirás lo que podemos hacer.No hay modo de evitar que seeche a la calle, y cualquier díanos vienen a avisar que lo hamatado un coche, o nos lo traenconvertido en guiñapos. Excusodecirte la papeleta...

—Si hubiera forma de evitarque saliera a la calle...

Entonces ella tuvo la idealuminosa:

—¿Y si lo encerráramos en elcuarto? Aprovechando un mo-mento en que esté dentro, sinque se dé cuenta... Después no-sotros salimos, y él tendrá queestarse encerrado hasta nues-tro regreso.

Como mal menor, él aprobóla idea. Y así se hizo, al día si-guiente.

Cuando quiso salir del cuar-to se dio cuenta enseguida deque lo habían encerrado. Sintióuna desesperación enorme. Co-mo la del sediento al que le qui-tan de delante el recipiente deque disponía para calmar lased. El sentía sed de sol. Máaún que antes de perder la vis-ta.

Se fue al balcón, en buscadel sol. Era donde único podíahallarle. Pero en el balcón nohabía sol tampoco. Nunca sehabía fijado si la habitación da-ba frente a alguna casa altaque impidiera que llegara hastaallí. O quizá, y era cosa que élno podía saber, el día estabanublado y no había sol.

El caso es que no podía ad-vertir su cálida caricia en lafrente ni sobre los ojos sin luz.No podía beberlo, a bocanadas,a ciegas, como solía hacer. Ha-bía que buscarlo, donde estu-viera. Se apoyó en la barandilladel balcón y prolongó el cuerpohacia fuera. La barandilla erabaja. Notó como su cuerpo bas-culaba sobre ella, y procuróagarrarse a algo. Inútilmente.Las manos tantearon y sólo ha-llaron la pared lisa. El cuerpose curvaba ya sobre la barandi-lla. Y se sintió caer. Cayó a plo-mo. Sin tropezar en nada. Nohabía nadie en las ventanas ve-cinas. Ni en la calle, por los al-rededores. Era esa hora próxi-ma al mediodía, en que todo elmundo está en sus ocupacionesy las calles permanecen de-siertas.

Nadie pudo, así, presenciarel hecho. Ni oír el sordo golpedel cuerpo al estrellarse contrael suelo. Antes de ello, él, sí pu-do advertir, según caía, que elsol lo rodeaba y lo envolvía co-mo en un abrazo cariñoso. Ha-bía salido de la sombra de losmuros, hacia la zona bañadapor él, y notó como si se sumer-giera en un baño de luz y de ca-lor. Fue intensamente feliz porunos segundos. Después... na-da.

El cuerpo quedó tendido, conlas piernas estiradas y los bra-zos en cruz. En un charco desangre y de sol. El sol que seocultaba ya tras los tejados delas casas frenteras . Pero antesde hacerlo un rayo de oro sedeslizó y fue a besar la frentesangrienta del enamorado delsol, que ya no lo vería más. •

Antonio Marti

AmeriGanarias

Relaciones folklóricasCañadas-Uruguay

L OS autores no se ponende acuerdo cuancfo tra-tan de ahondar en lasraíces del Pericón, ese

baile uruguayo y argentino decomplicada coreografía, quetanto se parece a nuestra Isa.Para unos, este baile procedede la Contradanza, que entróen Uruguay hacia el sigloXVIII, junto con el cancioneroinfantil, romances, cantos a ladivino de los jesuítas y francis-canos y el denominado baile delas cintas. Con ttída probabili-dad, los colonos canarios quefundaron Montevideo, en nú-mero aproximado a los 250, in-trodujeron en el país algunosde estos géneros.

La hipótesis de que el Peri-cón deriva de la Contradanzaes la más aceptada y fácil dedocumentar, no sólo porqueautores de la talla de Carlos Ve-ga y Lauro Ayestarán lo creena pies juntillas, sino tambiénporque la mayoría de las figu-ras coreográficas de la Contra-danza han pervivido en el bailecriollo, de la misma forma quehoy siguen gozando de granpredicamento en nuestra in-comparable Isa.

También el Cielito y laMedia Caña parecen desgaja-dos de la Contradanza. Con ra-zón señala Carlos Vega que es-tos géneros, junto con el Peri-cón, se confunden en la cróni-ca, «porque al principio fueronun solo baile». También Ayesta-rán comparte el criterio delmaestro argentino, cuando se-ñala que «estas tres danzas tie-nen características muy simila-res; desde el punto de vista desu notación, las tres se cifranen compás de tres octavos ensus fórmulas de acompaña-miento, y sus coreografías pro-vienen de la antigua Contra-danza».

Por tanto, no resulta muyaventurado decir que la réplicao respuesta criolla a la Contra-danza que introdujeron los es-pañoles fue el Pericón, cuyonombre parece derivar delPerico o bastonero que daba lasórdenes en el baile para reali-zar los cambios de figuras.

La Casa de las Comedias (dibujo de 1830), donde posiblemente sebailaron los primeros pericones de Montevideo.

También en nuestra Isa, el di-rector del baile desempeña unpapel similar, con sus voces de«cadena», «fuera», «una» o «mu-jeres dentro».

Hemos dicho con anteriori-dad que es posible deducir unarelación canarios Contradanzaen los primeros tiempos de lafundación de Montevideo. Lasprimeras noticias que se tienendel Pericón, ya como génerocriollo, datan de 1876, es de-cir: treinta años más tarde dela llegada de la segunda expe-dición de canarios, en 1729. Noes disparatado pensar queaquellos pobladores practica-ron la Contradanza, dado queera un baile muy en boga en losestratos folklóricos de la Espa-ña del XVIII, una vez perdió sucarácter cortesano.

Con la palabra Perico apare-ce designado el género en unrelato de 1794, durante la ex-pedición de Malaspina y Busta-mante y Guerra, que llegó alUruguay en ese año. Juan Espi-nosa, que se adentró por las tie-rras de la banda oriental, des-cribe con las siguientes pala-bras el cantar del hombre delcampo: «Si es verano se van de-trás del rancho a la sombra yse tumban; si invierno, juegano cantan unas raras seguidillasdesentonadas, que llaman deCadena o Perico o Mal-Ambo,acompañándolo con una desa-cordada guitarrilla que siem-pre" es un tiple». (Pedro de No-

Temas isleños

vo y Colson, en su «Viaje políti-co-científico alrededor del mundo por las corbetas Descubiertay Atrevida», Madrid, 1885,pág. 561).

Esto viene a demostrar queel Pericón uruguayo fue unadanza cantada, al estilo denuestra Isa, aunque luego, conel paso de los años, recuperó superdido aire ceremonioso y pu-ramente instrumental en lossalones en que era interpretadopara la burguesía, formada enbuena parte por los descen-dientes de los pobladores cana-rios, si es cierto lo que señalaAlberto Zum Felde: «La mayoracumulación de bienes se ha-llaba en manos de los hijos delos fundadores de Montevideo,que constituían la aristocraciadel país». («Proceso históricodel Uruguay», pág. 35).

Es para creer, entonces, queel Pericón criollo que aún seconserva en Canarias, nos vinode allá, en su forma de piezapuramente instrumental y consus cadencias de vals-poica. Encuanto a la coreografía del bai-le uruguayo, es posible que al-gunas de las figuras de nuestraIsa hayan sido tomadas delmodelo criollo, si bien la mayo-ría de las variaciones y mudan-zas de uno y otro género son re-flejo directo de las que configu-raban la Contradanza, que fueforzosamente de aquí para allá.

• Elfídio Alonso

Santa Cruz de la Palma, tradición ypresencia

S ANTA Cruz de La Palmaes, ha sido y siempre se-rá, verdadera Historia—así, con mayúscula—

con todos sus recuerdos y som-bras de recuerdos, con todo subuen y bien hacer, con toda suilusión y proyección.

Vista desde la carretera que,peña a peña, asciende entreblancura de casas y verdor decultivos, la ciudad se nos mues-tra en todo su esplendor y, en-tre los nuevos edificios, la rojezde las viejas tejas canarias po-ne toda su gracia de tiemposidos y, por fortuna, aún allíbien conservados.

Abajo, a la orilla de la mardonde nació, la ciudad descan-sa, toma el sol y huele la sal;allí está, como siempre, sedien-ta de brisas y al arrullo de lacanción eterna del Atlántico; elmismo que era camino sin lin-deros para los buenos velerosde la matrícula —«Bella Palme-ra», «Ninfa de los Mares», «LaFama«, «La Verdad», «Correo deTenerife», etc.— que antes denacer en aquellas playas fue-ron pinos en aquellos montes.

La torre de la iglesia del Sal-vador desgrana con lentas, so-noras campanadas, el paso deltiempo sobre la Plaza de Espa-ña. Rincón tranquilo, se abresobre la calle Real que, orgullo-sa y digna, se adorna con la fa-chada de piedra labrada —obrade artesanos que fueron— delAyuntamiento de la ciudad.

Santa Cruz de La Palma es,ha sido y siempre será Historia.Apenas habían pasado setentaaños de su fundación, ya eraciudad codiciada por los pira-tas y corsarios que, a la sombrade blancas velas, cruzaban lamar en barcos que por las por-tas dejaban asomar la mudaamenaza de las negras bocasde los cañones.

Para el portugués GasparFructuoso, era ciudad rica, decasas llenas de «cofres encora-dos, los ricos escritorios, todolleno de vestidos de seda y bro-

cados, de oro y plata, dinero yjoyas, vajillas; las tapiceríascon historias de que estánadornadas; las panoplias llenasde lanzas y alabardas, adargasy rodeles».

Santa Cruz de La Palma con-tinúa proclamando estirpe ytradición amplia con su solapresencia', con su sola y senci-lla majestuosidad, que bien seasoma a las huertas azules e in-finitas del Atlántico isleño.

La buena amistad marineracreció y creció con el transcur-so de los años, las décadas y lossiglos. En sus plazas, los laure-les de Indias se alzaron junto alas aguas que cantaban en lasfuentes de piedra. Hoy, la som-bra verde y fresca se amontonaen aquellas antiguas y tranqui-las plazas mientras, arriba, enlas alargadas copas el sol ponearmería de puñales dorados,armería traída y llevada por labrisa loca de la mar cercana.

Un ayer cálido revive siem-pre en estas plazas de SantaCruz de La Palma, en estos rin-cones tranquilos de la antiguay moderna ciudad. Sobre elverde radiante y apretado, lavieja piedra de los bancos reco-ge un gris azulado, reflejo de laciudad plena de Historia.

Son machos los que recuer-dan pisar en la madre tierra dela vieja plaza, de aquel cami-

nar sobre hojas verdes mien-tras —ladera arriba— las ace-quias ponían su buen rumor derezos. El viento daba un oleajeverde azulado y de sombras os-curas. Claros, metálicos casi,cantos de pájaros lejanos que,valseantes de alegría, saltabanal claro sol mientras sus trinossubían hacia un benigno cieloazul.

Aquel pasado es buen pre-sente en toda La Palma, islaque rinde culto a la amistad, is-la que guarda con celo todo elsilencio perdido en los años quefueron. Toda La Palma es unverdadero oasis de calma, deserenidad, de ese algo indefini-ble que, perdido en el mundo,allí aflora en toda su pureza, entodo su esplendor.

Con los laureles que formanla cofradía del verdor perenne,la vieja y siempre nueva plaza,la de las buenas arboledas quesiempre evocamos en la prosadel amigo Domingo Acosta. Laúltima vez que allí estuve —y yahace unos años— me pareció laplaza un río entre orillas delaureles verdes. Arboles y som-bras de árboles. Recuerdos ysombras de recuerdos. •

Juan A. PadrónAlbornoz

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