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Edward Schillebeeckx EL MINISTERIO ECLESIAL Responsables en la comunidad cristiana

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Edward Schillebeeckx

EL MINISTERIO ECLESIAL

Responsables en la

comunidad cristiana

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ACADEMIA CHR1STIANA

1. E. O. James: Introducción a la historia comparada de las reli­giones. 353 págs.

2. L. Boff: Gracia y liberación del hombre. Experiencia y doctrina de la gracia. 2.a ed. 340 págs.

3. E. Lohse: Teología del Nuevo Testamento. 286 págs. 4. J. Martín Velasco: Introducción a la fenomenología de la reli­

gión. 3.a ed. 340 págs. 5. M. Meslin: Aproximación a una ciencia de las religiones. 267 pá­

ginas. 6. F. Bockle: Moral fundamental. 324 págs. 7. M. Benzo: Hombre profano-hombre sagrado. Tratado de Antropo­

logía Teológica. 277 págs. 8. G. Baum: Religión y alienación. Lectura teológica de la socio­

logía. 318 págs. 9. R. H. Fuller: Fundamentos de la cristología neotestamentaria.

286 págs. 10. J. B. Metz: La fe, en la historia y la sociedad. Esbozo de una

teología política fundamental para nuestro tiempo. 253 págs. 11. W. Zimmerli: Manual de teología del Antiguo Testamento. 287

páginas. 12. X. Léon-Dufour: Los Evangelios y la historia de jesús. 510 págs. 13. M. Eliade: Tratado de Historia de las Religiones. Morfología

y dialéctica de lo sagrado. 474 págs. 14. X. Léon-Dufour: Estudios de Evangelio. Análisis exegético de

relatos y parábolas. 366 págs. 15. Ch. Perrot: Jesús y la historia. 268 págs. 16. X. Léon-Dufour: Jesús y Pablo ante la muerte. 302 págs. 17. X. Léon-Dufour: La fracción del pan. Culto y existencia en el

Nuevo Testamento. 318 págs. 18. M. Gesteira: La Eucaristía, misterio de comunión. 670 págs. 19. T. Gómez Caffarena: Metafísica fundamental. 2.a ed. 510 págs. 20. M. Delcor/F. García: Introducción a la literatura esenia de

Qumrán. 314 págs. 21. E. Schillebeeckx: En torno al problema de Jesús. Claves de una

cristología. 175 págs. 22. E. Schillebeeckx: El ministerio eclesial. Responsables en la co­

munidad cristiana. 240 págs.

EDWARD SCHILLEBEECKX, OP

EL MINISTERIO ECLESIAL

Responsables en la comunidad cristiana

EDICIONES CRISTIANDAD

Huesca, 30-32 XÍA T\D T n

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Este libro fue publicado por UITGEVERIJ H. NELISSEN, Bloemendaal 21980

con el título

KERKELIJK AMBT Voorgangers in de gemeente van Jezus Christus

Lo tradujo al castellano J. M. DÍAZ

Derechos para los países de lengua española en

EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1983

Depósito legal: M. 29.195.—1983 ISBN: 84-7057-339-X

Printed in Spain

CONTENIDO

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Prólogo: Ninguna comunidad eclesial sin dirigentes 13

CAPITULO PRIMERO

HISTORIA DE LAS COMUNIDADES NEOTESTAMENTARÍAS

I. Primera generación cristiana: «Los que trabajan entre vos­otros, os dirigen y amonestan» 17

II . El ministerio en la época posapostólica 26 1. Sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 4,

7-16): nuevas formas del ministerio 26 2. Cartas Pastorales; primera de Pedro y carta de San­

tiago 32 3. Los dirigentes en las comunidades de Mateo 39 4. Los dirigentes en las comunidades joánicas 44

III. El ministerio en las nuevas iglesias 51

IV. Ministerio y edificación de la comunidad 65 1. Guías, animadores y modelos evangélicos de la comu­

nidad 65 2. «Testamento de Pablo» a los dirigentes de las comu­

nidades 68 3. Apostolicidad de la comunidad y del ministerio 70 4. Algunos criterios de apostolicidad 73

CAPITULO II

EL MINISTERIO ECLESIAL EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

I. Concepción pneumatológico-eclesial del ministerio en los diez primeros siglos 77 1. Testimonio del Concilio de Calcedonia 77 2. El testimonio de la liturgia 83 3. Sentido y función de la imposición de manos 91 4. Primera «sacerdotalización» del ministerio 94

a) «Sacerdos» (obispo, presbítero) y eucaristía 94 b) ¿Puede un laico presidir la eucaristía? 98

I I . Segundo milenio: debilitamiento de la concepción eclesial y personalización del ministerio 101 1. El gran cambio de los siglos xn y x m 101

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10 Contenido

a) Desplazamiento de significado del canon de Calce­donia: «titulus Ecclesiae» 101

b) Causas de la nueva imagen del sacerdote 104 2. La imagen «moderna» del sacerdote desde los siglos xv

y xvi 111 a) Josse Clichtove (1472-1543) 111 b) Doctrina de Trento sobre el ministerio 114

CAPITULO II I

COINCIDENCIAS Y DIVERGENCIAS ENTRE AMBOS MILENIOS

I. Dos concepciones del ministerio: pneumatológico-cristológi-ca y directamente cristológica 123

I I . Hacia un acuerdo ecuménico sobre el ministerio en una «.co­munidad de Cristo» 126 1. Carácter específico del ministerio en el conjunto de los

servicios eclesiales 126 2. Clero y laicos 129 3. Ministerio sacramental 130 4. Carácter sacramental 131 5. La comunidad y su celebración eucarística 133 6. Iglesia local e Iglesia universal 134

CAPITULO IV

TENSIÓN ENTRE LO ESTABLECIDO POR LA IGLESIA

Y CIERTAS PRACTICAS ALTERNATIVAS

I. El ordenamiento eclesial, medio salvíjico condicionado por la historia 137

I I . Ilegalidad 139

III. Actitud de la Iglesia ante prácticas que se separan del orde­namiento eclesial 144

IV. Valoración de algunas alternativas actuales 147

V. El celibato como carisma y el «celibato ministerial obliga­torio» 150 1. Continencia y celibato 150 2. «Tercera vía» 164 3. La mujer y el ministerio 167 4. No es lícito politizar un carisma 170

CAPITULO v

BREVE INTERLUDIO HERMENEUTICO

Fidelidad creativa ante el texto 173 Obediencia de «leal oposición» 176

CAPITULO VI

INTERPRETACIÓN DEL MINISTERIO EN EL CONTEXTO DE UNA COMUNIDAD VIVA

Hechos olvidados: el Sínodo de Obispos de 1971 sobre el minis­terio. Entre el Vaticano II y 1980 179 1. Intervención de los obispos en el Sínodo 179 2. Valoración del Sínodo 207

Carta de un grupo de sacerdotes latinoamericanos al papa ]uan Pablo II (julio de 1980) 212

Perspectivas de futuro 219

índice analítico 231

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PROLOGO

NINGUNA COMUNIDAD ECLESIAL SIN DIRIGENTES

«Ecclesia non est quae non habet sacerdotes»: no hay comunidad eclesial sin dirigente o grupo de dirigentes. Son palabras de un Padre de la Iglesia, Jerónimo', que expresan evidentemente la opinión general de la Iglesia antigua. A priori, este axioma pa-trístico constituye de suyo un juicio sobre la facilidad con que muchos de nosotros hablamos hoy de la escasez de sacerdotes. Pues si es verdad que desde un punto de vista sociológico faltan sacerdotes, esto significa que algo ha fallado en la teología (y en la praxis) de los fieles con respecto a su Iglesia y a sus ministros.

La actual escasez de sacerdotes, que, debido a su dudoso tras-fondo teológico, sigue teniendo repercusiones negativas en el ám­bito eclesial y sobre todo eucarístico2, no puede ser objeto de un análisis meramente sociológico y estadístico3; es necesario consi­derarla también desde la historia de la teología y la eclesiología. Un análisis teológico de este tipo descubrirá también los bloqueos mentales y los prejuicios históricos que están en el origen de la escasez actual de sacerdotes y que, desde una perspectiva eclesio-lógica, no tendría por qué darse.

En una comunidad cristiana son posibles muchas cosas, pero no todas. En nuestro trabajo volveremos la mirada (aunque sólo sea someramente) a las concepciones del ministerio en los diez primeros siglos del cristianismo, para compararlas luego con las

' Jerónimo, Dialogus contra luciferianos, c. 21: PL 23,175. 2 Puede verse, entre otros, F. Klostermann (ed.), Der Priestermangel

und seine Konsequenzen (Dusseldorf 1977). 3 Cf. en este sentido, sobre todo, J. Kerkhofs, El Sínodo pastoral holan­

dés como modelo de asamblea eclesial democrática: «Concilium» 63 (1971) 438-442; «Tijdschrift voor Theologie» 19 (1979) 221-234; P. Zulehner, Wie kommen wir aus der Krise? Kircbliche Statistik Osterreichs, 1945-1975 und ihre pastoralen Konsequenzen (Viena 1978).

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14 Prólogo

del segundo milenio de la era cristiana. Esta tarea no tiene por qué atribuirse a una especie de romanticismo extrateológico de retorno a los orígenes. Tampoco nace de la idea (falsa, en mi opi­nión) de que la cronología —la proximidad temporal a la época neotestamentaria— implique de suyo prioridad teológica. De por sí, los diez primeros siglos del cristianismo no tienen prioridad alguna sobre el segundo milenio. El elemento decisivo en este terreno no es la cronología, sino la praxis cristiana, la sequela Christi (el seguimiento de Cristo). La fidelidad al Nuevo Testa­mento y a la gran tradición cristiana, que abarca ya casi dos mile­nios, no significa en realidad que haya que repetir un período concreto, sea cual sea, ni siquiera la época neotestamentaria. Pero sin una memoria crítica de todo el pasado eclesial, del que la pro­blemática actual también forma parte, nuestros interrogantes mo­dernos son de por sí muy poco decisivos. En mi opinión, una respuesta verdaderamente cristiana a tales interrogantes sólo se puede dar en el contexto de una confrontación crítica entre pasa­do y futuro que sea teológica y pastoral al mismo tiempo.

Según esto, lo que me interesa fundamentalmente son los criterios teológicos: el significado teológico de la praxis eclesial relativa al ministerio a través de los siglos, en unas circunstancias históricas concretas. Estos criterios presuponen la vida de las co­munidades que toman iniciativas concretas; el teólogo no puede menos de reflexionar sobre ello. Pero el punto crítico y proble­mático consiste en saber si la praxis ministerial (al menos en si­tuaciones históricas muy precisas) se ha ido configurando prima­riamente sobre la base de criterios teológicos o más bien de facto­res extra teológicos. O dicho de otro modo: sobre la base de situaciones humanas y culturales nuevas, objeto de una reflexión teológica.

Una de las tareas del teólogo consiste en confrontar continua­mente la Iglesia y su praxis con la entera tradición de fe: la tra­dición con todos sus contextos históricos cambiantes y todos los modelos teológicos o no teológicos que han entrado en juego en el proceso. El mismo Concilio de Trento, con toda su importan­cia, no es más que uno de los múltiples factores que regulan la interpretación de la Escritura. Así pues, no expresa la multiforme

Ninguna comunidad eclesial sin dirigentes 2.5

totalidad de la fe cristiana, sino que es sólo un fragmento de esa fe, un fragmento perteneciente a una situación histórica muy con­creta y, además, privativo de las Iglesias occidentales. Aun cuando este concilio dio expresión a una «verdad cristiana», lo hizo en un contexto determinado, es decir, condicionado específicamente por una situación muy concreta de la Iglesia occidental. De todo esto se deduce que todos los concilios y, sobre todo, cualquier otra afirmación no conciliar deben interpretarse, por lo que a su significado para nosotros se refiere, no sólo en su propio contexto histórico, sino además en el marco de la entera tradición de fe cristiana tal y como ésta, sobre la base de la fe bíblica y apostó­lica, ha orientado e inspirado la historia posterior de la Iglesia. En el curso de esta historia, la Iglesia ha dado expresión a esa inspiración lo mejor que ha podido en contextos muy diversos. Las Iglesias cristianas han logrado realizar este objetivo unas ve­ces con mayor acierto y otras con menos; en algunos casos, el re­sultado ha sido decepcionante. Sobre todo esto existe hoy consenso general entre los teólogos, por más que algunos órganos al servi­cio del magisterio eclesiástico tiendan con frecuencia a quedarse en «la letra» de las afirmaciones del pasado y a minusvalorar su dimensión histórica y hermenéutica.

En consecuencia, para poder emitir un juicio sobre el posible valor teológico de las actuales formas ministeriales alternativas que surgen por doquier y se distancian a menudo del ordena­miento eclesial vigente, es preciso adentrarnos en los hechos de la historia antigua, medieval y moderna de la Iglesia. Entonces veremos que los documentos autorizados (cuya autoridad acepta el teólogo católico, aunque distinguiendo su valor) han sido siem­pre preparados de hecho por una nueva praxis nacida desde aba­jo: esta afirmación puede aplicarse tanto a los documentos del siglo v (con respecto a la concepción del sacerdote en el primer milenio), como a los de los siglos xn y x m (para la concepción del ministerio en la época feudal) y los del siglo xvi (para la con­cepción tridentina, «moderna», que es, por tanto, la concepción más reciente de toda la tradición eclesial). Los documentos ofi­ciales han ido sancionando generalmente una praxis eclesial na­cida de la base. Actualmente vemos cómo en nuestras comuni­dades vuelven a surgir desde abajo nuevas concepciones o prác-

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16 Prólogo

ticas paralelas del ministerio. Estas evidencian, por lo demás, una clara afinidad con la concepción bíblica y patrística del ministerio. Podemos, pues, esperar que (probablemente después de una cierta labor de poda) se llegue a obtener una sanción canónica de lo que podríamos llamar la «cuarta fase», la actual, de la praxis ministerial de la Iglesia. El recuerdo crítico del pasado posee la virtud de abrir puertas al futuro.

CAPITULO PRIMERO

HISTORIA DE LAS COMUNIDADES NEOTESTAMENTARÍAS

Durante más de veinte años, exegetas y teólogos han realizado copiosos estudios bíblicos sobre el tema del ministerio en la Igle­sia, centrados de modo particular en el Nuevo Testamento. Di­chos estudios han aclarado no pocas cosas sobre este tema, aun­que aún son muchos los interrogantes que no han obtenido una respuesta exegética definitiva.

I . PRIMERA GENERACIÓN CRISTIANA

«Los que trabajan entre vosotros, os dirigen y amonestan»

Salvo la institución apostólica, o «apostolado», las comunidades cristianas no recibieron ningún tipo de ordenamiento eclesIaFde manos de Jesús durante su peregrinar terreno. Por otra parte, ios" «Doce», símbolo de la inminente comunidad escatológica de DlosT ño fueróñ^ñ^tituidos en un principio con vistas a una historia_ te£reni~demaiIaaor larga.

Este dato neotestamentario fundamental debe ser una invita­ción a la prudencia frente a la tentación de hablar sin más de disposiciones divinas e indicaciones particulares respecto a la co­munidad y a la dirección de la misma o respecto al ministerio.

Pero si, de acuerdo con la idea que los cristianos tenían de sí mismos, la comunidad cristiana es una «comunidad de Dios» 1, una «comunidad de Cristo» 2 y un «templo del Espíritu Santo» 3,

1 1 Tes 2,14; 1 Cor 1,2; 10,32; 11,16.22; 15,9; 2 Tes 1,4; Hch 20,28. 2 Rom 16,16; cf. 1 Tes 1,1. 3 1 Cor 3,16; 6,19.

2

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18 Las comunidades neotestamentarias

es natural que lo que surge espontáneamente desde abajo (hoy diríamos: de acuerdo con las leyes sociológicas de la formación de grupos) fuera considerado y explícitamente interpretado tam­bién de forma espontánea como un «don del Señor» (Ef 4,8-11; 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Y esto es justo y lógico. El Nuevo Tes­tamento, en el que abundan los cantos de alabanza por las bendi­ciones «de lo alto», no conoce la posterior oposición entre lo que viene «de abajo» y lo que viene «de arriba». Todo lo contrario: la comunidad es toda ella templo del Espíritu, cuerpo de Cristo. Sólo cuando es fiel a su Señor en palabras y acciones, lo que va espontáneamente hacia arriba desde el seno de la comunidad es considerado al mismo tiempo como don del Espíritu. (Esta faci­lidad tiene también, ciertamente, aspectos arriesgados, pero éstos no son mayores que los que tiene, muy peligrosos, la posterior oposición entre «desde abajo» y «desde arriba»).

Los mismos textos nos exigen distinguir en el Nuevo Testa­mento dos épocas o fasesjliyersas y. con todo, ensambladas entre

jsíTTa de los «Apóstoles» y, aun cuando es también época neotes-tamentaria, la «posapostólica». Es indudable que las primeras co­munidades fueron fundadas por los Apóstoles. Lo «apostólico es ciertamente un núcleo perfectamente definido y, al mismo tiempo, un concepto fluctuante. «Los Doce» (que pasaron a_ser más tarde «Pedro y los Once») son una categoría cuya existencia en tiempos del Jesünérreno constituye algo más que una meFa posibjlidacL Símbolo de los 12 patriarcas (y de las 12 tribus) !IeTsl?áel7de todo Israel como signo de la comunidad escatológica de los hom­bres. Fue sobre todo Lucas quien en sus dos obras desarrolló teológicamente el concepto de «apostolada^~err~et''SeTTtidó dejos

"L)oce,_yrH hizo conjmaTuejzjij^ljgue_ encontró_alguna dificultad en reconocer a Pablo como Apóstol. Este no había estado con Jesús desde suHbliutismo en el Jordán, pasando por toda su acti­vidad pública, hasta su muerte y las posteriores experiencias pas­cuales de los Apóstoles (cf. Hch 1,21-22).

Pero, junto a esta idea central de los «Doce», el concepto «apóstol» de la primitiva comunidad cristiana incluye también a muchos cristianos de la primera época que trabajaron en la fun­dación de las primeras comunidades y en la organización de aqué-

Primera generación cristiana 19

lias fundadas anteriormente. Entre ellos se encontraban también en un principio muchos «entusiastas», que, en la primera época cristiana (incluso en la antigua tradición Q), eran denominados «profetas». Más tarde, Ef 2,20 se referirá a los «apóstoles» y «profetas» como al fundamento de las primeras comunidades cris­tianas. Es probable que estos profetas no fueran ellos mismos los fundadores de las comunidades, pero desempeñaron un importante papel en su organización. Además de los Doce (cuyo papel no nos es posible determinar con demasiada precisión en cada uno de los casos, a excepción de Santiago y, en cierto sentido, de Pedro) hubo también otros apóstoles que de hecho participaron en el na­cimiento de las primeras comunidades. No podemos olvidar, en efecto, que cuando habían pasado apenas tres años de la muerte de Jesús (es decir, antes de que Pablo se hiciera cristiano) hubo ya serias dificultades en Jerusalén, es decir, problemas entre los judeocrístianos de lengua aramea —«los hebreos» (Hch 6,1)— y los de habla griega —«los helenistas», denominados «gente de Esteban».

El origen de estas dificultades pudo haber sido el siguiente: los cristianos de lengua aramea descuidaron la ayuda material a los miembros de la comunidad que hablaban griego (Hch 6,15). Pero todo parece indicar que la causa del conflicto era más seria, pues los judíos de habla griega tenían, por razones de procedencia, concepciones más liberales que las representadas por las tradicio­nes nacidas y solidificadas en Jerusalén. La entrada de los primeros en el cristianismo supuso la introducción de aquellas concepciones en el seno de la comunidad. El conflicto se pudo solucionar fácil­mente cuando «los Apóstoles, junto con toda la comunidad» (Hch 6,2), encargaron a siete miembros de la misma, escogidos de entre los cristianos jerosolimitanos de habla griega4, atender a los cris­tianos del grupo de su procedencia. A estos tales se les llamó más tarde «diáconos», denominación que resulta lógica hasta cierto punto, dada la interpretación que de sus funciones hace el mismo

4 En el judaismo, «siete» tiene un significado convencional. Pero podría pensarse que «los siete» era un término técnico para referirse al «consejo de presbíteros» de la sinagoga judía, compuesto por siete miembros. Es posible que, junto al consejo de presbíteros judeocrístianos de lengua aramea fueran nombrados entonces en Jerusalén algunos presbíteros de habla griega.

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Lucas (Hch 6,1-4), pero que no se justifica históricamente, pues los llamados «diáconos», y sobre todo uno de ellos (el «evange­lista» Felipe: Hch 2,1.8), realizaban las mismas funciones que los Apóstoles. Por decirlo de algún modo, eran en realidad nuevos apóstoles, aun cuando la comunidad de Jerusalén supervisó en cierta manera su actividad (Hch 8-14).

Contra estos judeocristianos de habla griega se dirigió la per­secución desencadenada por el sanedrín judío, mientras que los cristianos de lengua aramea no fueron molestados. Movidos por esta persecución, aquéllos huyeron finalmente a Samaría, e incluso más al Norte, hasta llegar a Siria. En su huida, estos fugitivos (especialmente bajo la dirección de Felipe) fundaron muchas co­munidades s. A ellos sobre todo se debió la rápida y asombrosa expansión del cristianismo por todo el Próximo Oriente antiguo.

El que se habría de convertir en el apóstol Pablo dio sus pri­meros pasos en el evangelio de Jesucristo precisamente de manos de este grupo (piénsese en Ananías, de la comunidad de Antio-quía: Hch 22,14-, 9,10-12; 9,17-18). Pablo llegaría a convertirse en el gran portador de la tradición y en fundador de numerosas comunidades cristianas, aquellas precisamente de las que poseemos más información histórica. Debido lógicamente a los conflictos que surgieron en el seno de la comunidad naciente, es muy poco lo que sabemos de las comunidades que no entraron en el radio de influencia del paulinismo (posiblemente las denominadas comu­nidades de Mateo y las comunidades joánicas).

Los Doce y los otros apóstoles y profetas (cf. Hch 13,1-3) tenían conciencia de haber sido enviados por el Señor, muerto y resucitado, para continuar la causa de Jesús, es decir, el anuncio del reino de Dios futuro (cf. la expresión de esta idea aún en Hch 20,25) en cuanto realidad ligada a la actividad y a la en­tera manifestación histórica y muerte de Jesús de Nazaret. De ellos recibieron la fe las primeras comunidades sobre la base de

5 Llama la atención que fuera el «evangelista Felipe» (Hch 21,8) uno de los «siete» helenistas (cf., además, Hch 6,5) que organizó la misión entre los samaritanos (Hch 8,5.12.26-40), procediendo así en otros lugares de la costa del Mediterráneo, entre los judíos de la diáspora que hablaban griego y cuyo centro era Cesárea.

Primera generación cristiana 21

aquellos acontecimientos, que la mayoría de ellos habían vivido personalmente junto a Jesús, desde el bautismo en el Jordán has­ta su muerte y las experiencias pascuales que siguieron a ésta6.

Otros fundadores de comunidades recibieron los contenidos de su fe a través de otros cristianos; es el caso de Pablo, que no había conocido a Jesús. Así pues, las comunidades cristianas po­seen la característica de la apostolicidad: son Iglesias apostólicas. Esta característica esencial será asumida posteriormente en el lla­mado símbolo apostólico7.

Era lógico, y desde un punto de vista histórico resulta además natural, que este carácter fuera tematizado de forma expresa sólo después de la muerte de los Apóstoles, es decir, en la época pos-apostólica del período neotestamentario, durante la cual la ecle-siología —la doctrina sobre la Iglesia y su ministerio— fue resal­tada con mayor claridad. Al morir los Apóstoles, tuvieron las comunidades conciencia expresa de que su ser cristiano se lo de­bían a esos fundadores de las comunidades; con otras palabras: de que su fundamento era apostólico y de que, en consecuencia, debían seguir edificando sobre él. Casi en la misma línea, y del mismo modo que los seguidores de san Benito no se llamaron benedictinos inmediatamente, sino sólo más tarde, la segunda ge­neración cristiana, que había conocido a Jesús a través de los «Apóstoles», comenzó a llamarse apostólica. Desde una persoec-tiva neotestamentaria1la_ap_qstolicidad es ante todo una denomi­nación que califica TTáTcomunidad cristiana, cuyo fnndarnpntn es_ el «evangelio de Jesucristo» anunciado por los Apóstoles, es decir, el evangelio de la reconciliación y del perdón de los pecados (cf. 1 Cor 5,17-21; Mt 18,15-18; Jn 20,21ss).

6 Hch 1,21-22; cf. Le 24,36-39. 7 Es decir, en el llamado niceno-constantinopolitano. En realidad, se

trata de un símbolo bautismal de las Iglesias orientales, que luego se hizo general. La indicación «apostólica» fue añadida a «una, santa y universal Iglesia» en un período en que los cristianos corrían el peligro de olvidar el origen histórico de las comunidades cristianas y concedían demasiada importancia al elemento especulativo. Ya en la última época del Nuevo Tes­tamento se acentúa esta apostolicidad (en un sentido que comenzaba a ser «doctrinal») frente a una tendencia demasiado especulativa: Jud 3; 2 Tim 1,13.14; 3,14; Tit 2,1; 1 Tim 3,13; 4,1.6; 6,3.12.20; 2 Tim 2,2.15.18; 3,8ss; Tit 1,13-14.

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22 Las comunidades neotestamentarias

En la mayoría de los casos, esos fundadores no eran de hecho lQg_dmjentes delaTcomunidadés^sinQ predicadores"^mEuIahtes del evangelio de Jesús. Pero tanto por lo que se refería a sí mis­mo como a sus colaboradores, Pablo sobre todo considera que existe una koinonta permanente o un nexo duradero entre funda­dor y comunidad (Gal 6,6; Flp 2,30; 4,14-17). Dada la movilidad de estos apóstoles misioneros, es natural que ciertos dirigentes naturales que surgían espontáneamente en el seno de las comu­nidades (con frecuencia los primeros convertidos y los primeros colaboradores de los Apóstoles) asumieran en los distintos sitios una función directiva y coordinadora. Además, este hecho puede demostrarse históricamente. En el escrito más antiguo del Nuevo Testamento escribe Pablo ya a una comunidad paulina: «Os ro­gamos, hermanos, que apreciéis a esos de vosotros que trabajan intensamente, haciéndose cargo de vosotros por el Señor y llamán­doos al orden» (1 Tes 5,12: las tres funciones indicadas van pre­sididas por el mismo artículo y, por ello, no parecen referirse a ministerios diferentes, sino a las distintas funciones que debía desempeñar un dirigente de la comunidad; puede verse, además, Rom 12,8-9). De esta exhortación de Pablo se deduce también que en el seno de la comunidad, que se consideraba a sí misma como una fraternidad sin rangos ni estados, esos líderes naturales se enfrentaron a veces con cierta oposición de la comunidad. Pa­blo soluciona el problema invocando la pluralidad de dones caris-máticos de los distintos miembros de la comunidad, entre ellos el de dirección (en una forma pluralista). Cada cual tiene su pro­pia función en la comunidad. Aunque aceptado como un carisma especial, el don de dirección no tiene aún el significado de «mi­nisterio» eclesial; es uno de los muchos servicios que los miem­bros de la comunidad deben prestarse unos a otros. Y nadie puede hacerlo todo.

Por otra parte, los dirigentes de la comunidad no tuvieron en un principio un nombre característico para su ministerio («... los que trabajan intensamente, haciéndose cargo de vosotros por el Señor y llamándoos al orden»). Pero históricamente es in­negable que, aunque baioJj_supervisión de los Apóstoles,Loiañ"d5" éstos aún vivían, las comunidades^Jocales tenían sus dirigentes. Cuando surgen problemas que ellos no saben solucionar, los diri-

Primera generación cristiana 23

gentes apelan a los Apóstoles. En este sentido hay que interpretar la respuesta de Pablo a la serie de cuestiones que le había plan­teado la comunidad de Corinto (1 Cor 7,1)8.

Los dirigentes de las comunidades locales no se confunden en todos los casos con aquellos a quienes Pablo llama «colaboradores (Rom 16,3; i Tes 3,2; 2 Cor 8,23) en la obra del Señor» (1 Cor 15,58), colaboradores que él mismo escoge y prueba cuidadosa­mente (Flp 2,19-24). Entre ellos se hallan también los dirigentes locales, a los que menciona sobre todo al iniciar sus cartas (1 Tes 1,1; 1 Cor 1,1; Flm 1) o a quienes saluda expresamente al final de las mismas (1 Cor 16,19-20; Rom 16,3ss; Flp 4,21; Flm 23s). A todos los colaboradores los llama synergountes (colaboradores) y kopioontes (copartícipes en los cuidados y desvelos por la comu­nidad) (1 Tes 5,12; 1 Cor 16,16): «se han dedicado a servir a los consagrados», es decir, a la comunidad; «querría que también vosotros estéis a disposición de gentes como ellos y de todo el que colabora en la tarea» (1 Cor 16,16). Pablo ha puesto los ci­mientos (1 Cor 3,10); ellos, los colaboradores, deben continuar edificando sobre esos cimientos (ep-oikodomein). Pero, por ello mismo, participan de la autoridad y de los derechos apostólicos (cf., sobre todo, 1 Cor 9,6.11ss; 1 Tes 5,12ss; 1 Cor 6,10ss) que el mismo Pablo, apoyado en la Palabra de Dios, se atribuye (2 Cor 10,8; 13,10; 1 Tes 2,13; 4,8). Para la comunidad, los apóstoles y sus colaboradores son «colaboradores de Dios» (1 Cor 3,9).

Como servicios principajej_d^ntrp__de la comunidad, Pablo menciona Ta j roSaa l ' y la enseñanza (1 Cor 14,6; 12,28; Rom 12,6ss); junto a los apóstoles alude, como colaboradores suyos, a los «orofetas y maestros»: «En la comunidad, BTos ha estable­cido a algunos en primer lugar como apóstoles; en segundo lugar como predicadores inspirados, en tercero como maestros» (1 Cor

8 También en otros textos neotestamentarios aparecen los dirigentes de la comunidad con nombres ministeriales o bien se les aplican denominacio­nes que cambiaban de una comunidad a otra; por ello se les demonina generalmente «los que os dirigen», «los que se ocupan de vosotros», etc. (1 Tes 5,12; Rom 16,6,12; cf. además el reflejo de esta indecisión en Heb 13,7.24).

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24 Las comunidades neotestamentarias

12,28)9. La misma referencia aparece en una lista de otros ser­vicios de la Iglesia: el _de dirección no tiene aún el significado que tendrá más tarde eTministerio. Sobre este punto no se refle­xiona, al menos en vida del Apóstol. «Profetas y maestros» pa-recen ser los términos más usuales y técnicos~~Hel cristianismo primitivo para hablar de esos dirigentes de la comunidad cristia­na. JNo sólo los encontraremos aún más tarde en Lucas (Hch 13,ls) e incluso en 2 Pe 3,2; 1,12-21, así como en las comuni­dades de la corriente de Mateo (Didajé 15,1-2) en una época en que los términos técnicos para referirse al ministerio se habían hecho ya corrientes, sino que también aparecen de paso en el pe­ríodo intermedio entre esas dos épocas en el seno de la comuni­dad de Efeso («apóstoles y profetas»: Ef 2,20; «pastores y maes­tros»: Ef 4,11)10. Es muy difícil afirmar, por tanto, que hubiera comunidades paulinas sin dirigentes.

9 La división tripartita: apóstoles, profetas y maestros (y otras parecidas) se debe a influencias judías: ley - profetas - sabiduría. Los Apóstoles ponen, por decirlo así, el fundamento de la «ley evangélica» (cf. un reflejo en Mt 5,lss; 2 Cor 3,4-11; Le 6,12ss y Hch 15,21). Pablo intenta reducirlo a síntesis en la tríada (que como sistematización resulta menos convincente): a) diferencia de «carismas», que se fundan en el único Espíritu; b) dife­rencia de «diaconías» o servicios, en el dedicado a un mismo Señor; c) di­ferencia de energemata o actividades, como fruto de uno y el mismo Dios (1 Cor 12,4-6); «todo... para el bien común» (1 Cor 12.71. Los «profetas» twierojijjna granjmportancia en lasjmmeras comunidades cristianas, difícil de precisarexactamente. El autordeT Apocalipsis se aütodenomina aún «profeta» (Ap L3; 10,7; 22,18-19) y escribe incluso «cartas proféticas» (Ap 2,1-3,22) y otras «extraordinariamente proféticas», es decir, «apocalíp­ticas» (Ap 4,1-22). Véase, además, el papel de los profetas en el relato lu-cano sobre el viaje de Pablo desde Corinto a Jerusalén (Hch 20,3-21,17). El espíritu de los profetas es el «Espíritu de Jesús» (Hch 16,7; Flp 1,19) que antes de ser reconocido como Mesías era testimoniado incluso como el profeta.

10 Probablemente, «pastores» (Ef 4,11) no contiene un significado espe­cífico referido a un ministerio diferenciado. Es una imagen puesta al servi­cio del cuidado del rebaño (Jn 21,15-17; Hch 20,28; 20,35; 1 Pe 5,1-4). Jesús es denominado archi-pastor (1 Pe 5,4; cf. 2,25). Dentro del Nuevo Testamento, sólo en la época posapostólica se convirtió el término «pastor» —utilizado incluso en sentido antiherético (Hch 20,28)— en referencia ge­neral a todos los ministros de la Iglesia (Ef 4,11; Hch 20,28; 1 Pe 5,1; cf. además Mt 16,18-19; 18,18; Jn 20,22-23).

Primera generación cristiana 25

Es verdad que junto a las grandes comunidades locales (1 Cor 14,23) existían asimismo ro£gj^J£Jg£J£s_jdggiéf;tif'as (1 Cor 16,19; Rom 16,5; Flm 2). En estos casoslajunción directiva corresponde alcabe^a^dejajmlia (es el caso de Filemón y de su mujer, Apia: Flm 1-2); «Aquila y Prisca y la Iglesia que se reúnen en su casa» (1 Cor 16,19); «Recuerdos a Prisca y Aquila, colaboradores míos en la obra de Cristo Jesús... Saludad a la Iglesia que se reúne en su casa» (Rom 16,3-5). La organización de la comunidad y su dirección se adecúa a la estructura natural de una reunión de cris­tianos en la casa de otro cristiano acaudalado. También éste tiene colaboradores (como, por ejemplo, Arquipo en la comunidad do­méstica de Filemón y Apia: Flm 2).

Como hemos dicho, los términos para referirse a los dirigen­tes de la comunidad y a los colaboradores de los Apóstoles no son aún fijos. Pablo habla de «los que trabajan en favor de la comunidad», de «presidentes y dirigentes», en el sentido de per­sonas que se preocupan de un modo especial por la comunidad (1 Tes 5,12). En Filipos se utilizan términos griegos de carácter general: episcopos en el sentido de «supervisor» y sus «ayudan­tes» (diáconos, pero no en sentido técnico). Si comparamos 1 Tes 5,12; 1 Cor 12,28 y Flp 1,1 veremos cuan diferentes pueden ser las denominaciones.

Las funciones que desempeñan estos «ministros» no están aún determinadas con demasiada exactitud: siguen construyendo sobre el fundamento colocado por el apóstol Pablo, cada cual según los propios dones y talentos. Con todo, algunos de ellos ocupan una situación especial. Es el caso, sobre todo, de Timoteo y de Tito en las comunidades paulinas, según puede deducirse de las cartas auténticas de Pablo. Su posición estaba determinada incluso en una época bastante temprana (1 Tes 3,2; 1 Cor 4,17; 16,10; 2 Cor 7,6.13.14; Flp 2,19ss). Estos colaboradores del Apóstol tienen (como él) autoridad ante la comunidad (1 Tes 5,12) e in­cluso ante los dirigentes locales de la misma (por ejemplo, ante los «supervisores y ayudantes» de Flp 1,1, a quienes Pablo quiere enviar a Timoteo: Flp 2,19-24). Los__colahorarlores directos_de_ Pablo gozan a todas luces de primacía frente a los dirigentes de las comunidades locales (2 Cor 8,16ss.23).

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26 Las comunidades neotestamentarias

En este contexto adquiere una importancia particular el texto de Flp 2,19-24. La carta a los Filipenses es un escrito auténtico de Pablo (aun cuando se discute si su composición actual es el resultado de la combinación de dos cartas auténticas del Apóstol). De ella se puede concluir que Pablo cuenta con que el final de sus días está ya cerca (Flp 2,17); por ello quiere enviar a Filipos a Timoteo como «sucesor suyo» en el cuidado de la comunidad. Pablo insiste en que Timoteo posee en definitiva la misma autori­dad que él, puesto que es colaborador fiel, firme en la misma fe. Aunque no se pueda interpretar en un sentido jurídico, en este texto se revela una cierta preocupación de Pablo por lo que más tarde será denominado «sucesión apostólica».

El envío de Timoteo (Flp 2,19-24) traspasa los límites de los simples dirigentes locales y posee claramente todas las caracterís­ticas de una «sucesión» del apóstol Pablo. Pero el fundamento de la misma es la «comunidad de fe» entre Pablo y Timoteo. Sólo las Cartas Pastorales ofrecerán una reflexión más amplia sobre este punto.

En la primera época del Nuevo Testamento llama la atención además —y es el último detalle que nos interesa indicar—jgue Pablo no habla nunca de «presbíteros». A pesar de ello, en cier­tas comunidjidej_j¿_ojdja¿ffl¿^^ presbi-teral es muy antiguo. En.la comunidad de Terusalén. Santiago, «el hermano del S e f ^ ^ _ ^ a ^ l j g a n dirigente después de los Após­toles; pero estaba _rodgado de un jcolggio jde presbítejros (según el modelo de las sinagogas judías). En unión con ellos tomó deci­siones de gran importancia para la comunidad (Hch 11,30; 21,28; crT V5,2). "El ordeftaTmeirrcréTÍeslastico presbiteral se irá generali-zando desde Jerusalén y, más_tarde, desde Roma.

I I . EL MINISTERIO EN LA ÉPOCA POSAPOSTOLICA

1. Sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 4,7-16): nuevas formas del ministerio

Sólo cuando desapareció la primera generación, sobre todo la de los apóstoles y profetas (entre los años 80 y 100 d. C , por con-

El ministerio en la época posapostólica 27

siguiente), se planteó de forma expresa en el seno de las comu­nidades, como algo natural, un problema que ya había ocupado muchísimo incluso al mismo Pablo antes de su muerte (Flp 2, 19-24). Esta fue exactamente la época en que el ministerio no sólo recibió contornos precisos, aunque cambiantes, sino que fue objeto además de una reflexión teológica expresa, aun cuando el interés dominante no eran tanto las estructuras ministeriales con­cretas.

Los fundadores de la comunidad habían muerto. ¿Cómo conti­nuar ahora? Una observación atenta del uso de «seudónimos», un hecho que años atrás se interpretaba en un sentido más bien ne­gativo, nos ofrece una panorámica positiva del problema que se estaba planteando entonces.

En una época en la que los dirigentes locales habían perdido a los grandes transmisores de la tradición y fundadores de las respectivas comunidades (Pablo, Pedro, Santiago, un cierto Juan, etcétera), esos dirigentes no encontraron mejor forma de «legiti­mar» la propia función ante los hermanos que la de asegurar vigorosamente que lo que ellos hacían no era otra cosa que con­tinuar la obra, el evangelio de los apóstoles y profetas, fundado­res y animadores de las comunidades. Cuando estos dirigentes escriban luego cartas a sus comunidades, las encabezarán con el nombre del Apóstol, que había sido el gran transmisor de la tra­dición en aquellas comunidades. La carta a los Efesios y las Car­tas Pastorales, por ejemplo, fueron escritas como si procedieran de la propia pluma del apóstol Pablo. Pero la teología del minis­terio que contienen revela que en realidad constituyen una refle­xión pospaulina de lo que de hecho era el pensamiento de Pablo: están en la línea de la conciencia que el Apóstol tenía de sí mismo. Y precisamente por ello se las encabezó con su nombre.

Desde la perspectiva de este uso de seudónimos, tan exten­dido en la Antigüedad ", se revela con mucha mayor claridad la finalidad fundamental de esas cartas: su objetivo es continuar la «tradición apostólica»; continúan construyendo sobre el funda-

!1 Cf., entre otros, N. Brox, Pseudoepigraphie in der heidnischen und jüdiscb-christlichen Antike (Darmstadt 1977), y W. Speyer, Die literarische V'áhchung im Altertum, en Handbuch der Altertutnswissenschaft 1/1 (Mu­nich 1971).

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28 Las comunidades neotestamentarias

mentó apostólico colocado por Pablo. Lo mismo ocurre en la carta de Pedro: quien la escribe es probablemente un cierto Sil­vano (1 Pe 5,12), que además había sido colaborador de Pablo (1 Tes 1,1; Hch 15,40; 18,5), y la escribe utilizando el nombre de Pedro porque la comunidad a la que se dirige está en la línea apostólica de este apóstol. Dado que la orientación personal de Silvano es paulina, en esta tradición encontramos además un in­tento de armonizar a Pedro y Pablo (2 Pe 3,15-16).

Tras el uso de seudónimos se esconde por ello toda una teo­logía del ministerio que, en cierto modo, es tematizada luego en las cartas. Este fenómeno es evidente en la carta deuteropaulina a los cristianos de Efeso. En este escrito posapostólico, situado aún en la época neotestamentaria, la teología del ministerio ocupa un lugar central, al menos como telón de fondo. Ef 4,7-16 (que posiblemente hay que dividir así: Ef 4,7-10 y 4,11-16) contiene una pieza de teología del ministerio en la que se evidencia el paso de la época apostólica a la posapostólica. Tras la muerte de los «apóstoles y profetas», denominados ahora fundamento de la Igle­sia (Ef 2,20), los dirigentes de la comunidad, llamados aquí «evangelistas, pastores y maestros» (Ef 4,11; cf. 2,20 y 3,6), han de seguir edificando sobre ese fundamento. Los pastores y maes­t ra l P a r e c e n corresponder a los dirigentes locales, mientras que los evangelistas eran los misioneros o enviados de la~corrmnidad. Los dirigentes son caracterizados en adelante con dos calificativos que no~dében ser"separados: por un lado, como los apóstoles (T~Cor~471; KomTlO,1445.17), también ellos están en nombre de" Cristo y a su servicio. Pero existe una novedad respecto a la pri­mera generación: los_ portadores del .ministerio erlesial se sienten vjnnnla^ is^^s té~^s~^f^f f7 /w^ átpprtn) a la herencia apostólica (ya Pablo había afirmado algo semejante: sus colaboradores están vinculados al fundamento queél había puesto: 1 Cor 3,5-15). En nombre y al servicio de Jesucristo se sienten responsables de la apostolicidad de la comunidad, pues en ella se ofrece la garantía de que siguen siendo realmente «comunidades de Jesús».

No conviene olvidar que en esta época ciertos cristianos olvi­daron su origen histórico y se dieron a «especulaciones» sin base; fueron tocados por el espíritu sincretista del momento. El acento que se pone en la herencia apostólica durante la época posapostó-

El ministerio en la época posapostólica 29

lica constituye, por consiguiente, una referencia a las experiencias originarias de hombres reales a quienes el encuentro con Jesús condujo a una nueva forma de vida maravillosa. La apostolicidad toca la característica esencial de la comunidad como sequela

"lesu (seguimiento- de lesús), en la cuallos Apostolés~nos han "precedido. Los curigeñlesTposapostólicos deben mantener ese ori- J gSTápostolico de la experiencia de Jesús, del que tendrán que vivir las comunidades en el futuro. Con otras palabras: deben conservar ese origen como garantía de la identidad cristiana. Su ministerio, que ahora es eclesial, es considerado además como un carisma ministerial peculiar al servicio de la comunidad.

Con todo, al inicio de esta época de transición, el ministerio no "se desvincula de la comunidad ni se sitúa en cierto sentido sobre ella. El ministerio se engarza a todas luces en el conjunto de los diferentes servicios necesarios para la comunidad (Ef 4,11). El elemento peculiar del carisma del ministerio consiste en_gue_ los qüe~Io poseen comparten cpji eLre^to.jie_,ia_£QJBunidad la res-

' ponsabilidád^He^erseyerar en la apostolicidad o en el origen v orientación apostólicos_de_J;Qda„la mmiinidad: el evangelio de Te-sucristp. Los ministros deben además «equipar a los consagrados ( = los cristianos) para la tarea del servicio» (Ef 4,12). En cuaT-quier caso, el texto puede ser interpretado de otro modo, según se puntúe la frase griega. Si ponemos esta parte de la frase en relación con «pastores y maestros», a éstos, en cuanto ministros, corresponde el deber de coordinar y estimular todos los servicios en la comunidad. Sin embargo, todos los servicios, ministeriales o no, deben contribuir «a la construcción del cuerpo del Señor» (Ef 4,12b). En la época situjda_entr_e 1 Cor 12,28ss y el texto deuteropaulino"de Ef 4,7-16 se advierte una clara tendencia a po-ner de relieve los servicios ministeriales en la Iglesia frente a los no ministeriales (compárese, además, Ej_.4^7j4^_ron.,Cpl 2,19).

Predicación, dirección y edificación de la comunidad sobre el fundamento apostólico: ésta es claramente la teología del mi-rusteriojreflejada_e_n la carta a los Efesios. Nada nos dice esta carta sobre la forma concreta de la institución de los ministros. En esa época no era aún problemático cómo un cristiano se con­vertía en dirigente de la comunidad; esto era de hecho algo se­cundario. Pero el ministerio está al servicio de la conservación de

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la apostolicidad en las comunidades, que deben seguir siendo «co­munidades de Dios» o «de Jesús». L_a exigencia de apostolicidad y no el modo en que debían ser instituidos los ministrosTenTel punto teológicamente relevante."-

¿Se remonta al mismo Pablo esta concepción, sobre todo la del ministerio en la forma concreta del presbiterado? En la capi­tal de Siria, Antioquía, cuya comunidad cristiana envió a Pablo y a Bernabé, sus primeros dirigentes, como emisarios suyos, el ordenamiento presbiteral de la Iglesia era desconocido. En esta comunidad se habla únicamente de «profetas y maestros» (Hch 13,1). Pero Bernabé llegó a esa comunidad, ya constituida, proce­dente de Jerusalén, donde el ordenamiento presbiteral de la Igle­sia existía ya desde hacía tiempo. Aquellos textos de Hechos que emplean el término «presbítero» en sentido cristiano parecen ser un elemento de la tradición anterior a Lucas. En seis de ellos se alude a los presbíteros junto con los primeros Apóstoles, si bien el contexto de todos ellos está en relación con el concilio de Je­rusalén (Hch 15,2.4.6.22-23; 16,4). En Hch 11,30 sólo se habla de presbíteros que, según Hch 21,18, se reúnen en torno a San­tiago para escuchar de boca de Pablo cómo va la situación. Sólo en dos casos se hace referencia a los presbíteros fuera de Jerusa­lén, es decir, en Asia Menor (Hch 14,23 en Licaonia y Pisidia y 20,17 en Efeso). En 14,23 Lucas afirma que Pablo y Bernabé instituyeron presbíteros durante su primer viaje misionero desde Derbe, en Licaonia, hasta las costas del sur de Asia Menor.

La fidelidad histórica de este relato viene siendo discutida desde hace ya un siglo 12. Para unos no puede ser un reflejo his­tórico, pues las cartas auténticas de Pablo no conocen el ordena­miento presbiteral de la Iglesia; para los que consideran que se trata de un relato histórico es decisivo el que, salvo la carta a los Gala tas, ninguna carta auténtica de Pablo fue dirigida a las comu-

12 Cf. F. Prast, Presbyter und Evangelium in nackapostolischer Zeit (Stuttgart 1979); E. Nellessen, Die Einsetzung von Presbytern durch Bar-nabas und Paulus (Hch 14,23), en J. Zmijewski y E. Nellessen (eds.), Be-gegnung mit dem Wort (Hom. H. Zimmermann; Bonn 1980) 175-194; J. Michl, Die Presbyter des ersten Petrusbriefes, en Ortskirche-W'eltkircbe (Hom. J. Cardenal Dbpfner; Wurzburgo 1973) 48-62.

El ministerio en la época posapostólica 31

nidades de Asia Menor, zona en la que, según Hechos, el orde­namiento presbiteral era conocido y practicado en unas cinco comunidades locales. Históricamente no se puede negar que en época de Lucas el presbiterado estaba muy extendido, no sólo en Jerusalén. sino también en Asia MenorTy Creta (cf. 1 Tim; Tit y 1 Pe). Hch 20,17 sólo se entiende cuando se tiene en cuenta que la comunidad cristiana de Efeso no fue fundada por Pablo, sino por cristianos judíos (desconocidos); este hecho puede expli­car la existencia del ordenamiento presbiteral en esa comunidad. En Hch 20,18 pretende Lucas identificar el término episcopos, que era desconocido, con el término «presbítero», ya conocido; une, por consiguiente, dos tradiciones. Por otra parte, existe una relación entre el presbítero cristiano y la figura de los presbíteros de las sinagogas judías (cf. Hch 14,23); hay que tener en cuenta además que en los templos paganos de Asia Menor había digna­tarios presbiterales. Puesto que Bernabé (que por entonces era aún el jefe de la misión que la comunidad de Antioquía había enviado a Asia Menor) procedía de Jerusalén, hay razones fun­dadas para suponer que fue él quien llevó el modelo presbiteral de la comunidad de Jerusalén a Asia Menor. Hch 14,22s no tiene por qué no ser un relato histórico.

No se puede_seguir negando que haeiaJiinales_ del siglo i exis-tía un ordenamiento eclesial que ponía la dirección y el cuidado de las comunidades locales en manos de un grupo de presbíteros TcTTHch 14,23; 20,17.20-30; 1 Pe 5,1; 1 Tim 3,1-7; 5,17-22; Tit 1,5-11; Sant 5,14; 2 Jn 1,1; 3 Jn 1,1; lo mismo encontramos, en la literatura extrabíblica:. 1 Clem 44; Didajé 15,1). Sin que se pueda establecer una diferencia clara, los presbíteros son llamados también episcopoi, sobre todo porque desempeñaban, entre otras, la función de inspección (episcopé) 13. La diferencia entre predi­cadores y maestros es también mínima. 1 Tim 5,17 parece atri­buir un doble honor a aquellos presbíteros que no sólo se dedican a la predicación, sino también a la enseñanza.

Algunos autores suponen con razón que el término presbítero conoció un desarrollo semántico y con el tiempo fue asumiendo poco a poco contenidos propios de los antiguos profetas y maes-

,3 R. Brown, Priest and Bishop (Nueva York 1970) 33ss y 63ss.

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tros. Este desplazamiento semántico se revela claramente en la Didajé. Esta obra habla de «profetas y maestros» (13,1-2; 15,2); pero la diferencia entre estas dos figuras es poca y muy vaga, pues también el profeta enseña (Did ll,10s); la diferencia entre «apóstol» y «profeta» (Did 11,3-6) también es fluctuante, pues de un apóstol que reside mucho tiempo en una comunidad (a ex­pensas de la misma) se afirma que es un falso «profeta». Es po­sible que la única diferencia entre profeta y maestro haya que verla en que el profeta no es un maestro permanente de la comu­nidad (Did 10,7-11,1): no siempre hay profetas en ella (Did 13,4). Así pues, en la Didajé el término profeta no se refiere (o no se refiere ya) a un carisma de acentos entusiastas y sobre todo con carácter extático, sino a la enseñanza en obras y pala­bras. Este sentido de «profecía» y «enseñanza» precisamente fue asumido en el concepto «presbítero» cuando algunas comunida­des comenzaron a conocer ciertas formas de institucionalización.

2. Cartas Pastorales; primera de Pedro y carta de Santiago

Este grupo de escritos neotestamentarios revelan ya, aunque en forma diversa en cada uno de los casos, ciertas huellas evidentes de la institucionalización del ministerio eclesial.

Para las Cartas Pastorales, Pablo es el gran transmisor de la tradición, en cuya línea se debe mantener la comunidad. En un texto concreto, el ministerio eclesial es presentado incluso de for­ma expresa como una institución de Pablo: frente a 1 Tim 5,22, en dicho texto (2 Tim 1,6) quien impone las manos es el propio Apóstol (cf. 1 Tim 4,4, y piénsese en lo que dice Hch 14,22ss sobre Bernabé). En estas comunidades paulinas, mediante la im­posición de manos M de un colegio de presbíteros y la palabra de

14 La ordinario o incorporación, denominada posteriormente ordenación, es una reinterpretación cristiana de la ordinatio de los rabinos judíos. Des­pués del período de formación bajo la guía de un rabino, éste —asistido por dos rabinos más— imponía las manos al candidato (según el modelo de lo realizado con Josué por parte de Moisés, Nm 27,21ss; en realidad, esta «ordenación de un rabino» sólo se halla testimoniada literariamente, al menos con seguridad, a partir del 75 d. C ; en cualquier caso, antes de las Cartas Pastorales). El objetivo de esta ordenación de rabinos era que la

El ministerio en la época posapostólica 33

un profeta (la epíclesis de las ordenaciones posteriores), ciertos cristianos, en los que la comunidad ha visto un carisma del Señor, son acogidos, incluidos entre los ministros por otros presbíteros 0 dirigentes locales de la comunidad. Asíjrnies^en estas comuni­dades paulinas posteriores se tuvo conciencia de que la continui-dad en la dirección ministerial debe asegurarse también de forma institucioñaTpara~el bien de la comunidad apostólica o~de la Igle­sia. Es verdad que también la comunidad es responsable de su apostolicidad; por ello participa de la responsabilidad de elegir a sus dirigentes, y ello porque en esa elección está en juego su propia autenticidad evangélica. Pero lo que resalta ahora con ma­yor claridad es la función especial de los dirigentes en dicha elección, sea cual fuera la forma concreta en que se expresara esa función. Su importancia lleva a establecer algunos criterios de admisión en el ministerio (1 Tim 3,1-13); una especie de ética y espiritualidad del ministerio. Aunque éste está sometido a dichos criterios, todo cristiano tiene el derecho de «desearlo» (1 Tim 3,1). Esa conciencia que tienen los dirigentes de las comunidades posapostólicas sobre su función la formulan claramente ellos mis­mos: desean seguir las huellas de los apóstoles y profetas. Por ello se escribe en los encabezamientos de las Pastorales: «Pablo a Tito (a Timoteo), hijo legítimo en la je común» (Tit. 1,4; cf. Tim 1,2 e incluso las cartas del mismo Pablo: 1 Tes 3,2; 1 Cor 4,17; 1 Cor 16,10; Flp 2,22; 2 Cor 7,6.13.14). Tanto Tito como Timo­teo (que, aunque nunca sean denominados episcopos o presbyter, son evidentemente ministros) son considerados «hijos legítimos» en la fe apostólica: la finalidad de este apelativo no es otra que poner de relieve la legitimidad de su ministerio. El epíteto «legí­timo» no es injustificado: la fe de ambos se basa sobre la heren-

sabiduría del maestro pasara al candidato, que, a partir de entonces, se podía denominar a su vez rabino (maestro) y garantizaba la continuidad con la legislación mosaica, aun cuando él podía interpretar esta tradición de forma independiente (cf. E. Lohse, Die Ordination im Spatjudentum und im Neuen Testament (Gotinga 1951); K. Hruby, La notion d'ordina-tion dans la tradition juive: «La Maison-Dieu» 102 (París 1970) 57-72; A. Ehrhardt, Jewish and Christian Ordination: «Journal of Eccl. Hist.» 5 (1954) 125-138; G. Kretschmar, Die Ordination im frühen Cbristentum: «Freiburger Zeitschrift f. Theol. u. Phil.» 22 (1975) 35-69.

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34 Las comunidades neotestamentarias

cia apostólica y por ello son los garantes legítimos de la aposto-licidad de las comunidades.

En las Pastorales, el elemento normativo no es, por consi­guiente, el ministerio en cuanto tal, sino la paratheké, el «depó­sito encomendado» (la exhortación a conservarlo cierra la pri­mera carta a Timoteo, 1 Tim 6,20, y abre la segunda, 1,14). En 2 Tim 1,10-14 se dice claramente cuál es el contenido concreto de ese depósito encomendado a Pablo, a saber: el evangelio (1,11; cf. además 2 Tim 2,8) tal y como lo interpretaron los Apóstoles. A este evangelio interpretado lo denominan las Pastorales la di-daskalia: la enseñanza (1 Tim 1,10; 2 Tim 4,3; Tit 1,9; 2,1, etcétera) y en Tit 2,10: «la didaskalia de Dios nuestro Salvador». Las Pastorales revelan, por consiguiente (en la línea de lo que Pablo había dicho de Timoteo y Tito), un interés especial por la continuidad de la tradición apostólica, tema capital de las tres cartas. De lo que se trata no es de una sucesión o continuidad ininterrumpida en el ministerio, sino de una sucesión ininterrum­pida en la doctrina, en la tradición apostólica. 2 Tim 2,2 lo afir­ma expresamente: «La doctrina que me oíste a mí en presencia de muchos testigos encomiándola a hombres de fiar capaces a su vez de enseñar a otros». La sucesión contemplada en este texto es con toda evidencia la del evangelio apostólico: Pablo lo recibe de Dios (1 Tim 1,11; el mismo Pablo se consideraba a sí mismo y consideraba a sus colaboradores Theou synergoi, colaboradores de Dios: 1 Cor 3,9); Pablo lo transmite a Timoteo y a Tito (1 Tim 6,20; 2 Tim l,13s) y éstos deben transmitir también el mismo evangelio liberador a hombres de confianza, ministros de la Iglesia (2 Tim 2,2).

Es evidente que el elemento central lo constituye la transmi­sión plena del evangelio apostólico, el «depósito encomendado». El ministerio en cuanto servicio está subordinado a esta continui­dad o sucesión apostólica de los contenidos y en razón de la misma deberá haber siempre un ministerio en la Iglesia. El minis­terio es necesario en razón del evangelio. El propio Pablo había dicho ya: «Pero ¿cómo van a invocarlo sin creer en él? y ¿cómo van a creer en él sin oír hablar de él? y ¿cómo van a oír hablar de él sin que nadie se lo anuncie?» (Rom 10,14). Apoyándose en este hecho muchos exegetas han dicho, con razón, que el núcleo

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central de las Pastorales no es el principio del ministerio y mu­cho menos las estructuras concretas del mismo (que permanecen sin aclarar), sino el principio de la tradición apostólica. Este se halla expresado incluso en el rito de la imposición de manos que estas cartas pretenden considerar como algo ya implantado. Tam­bién en este caso el centro de atención no es la transmisión de poderes ministeriales, sino la transmisión del carisma del Espíritu Santo, que debe ayudar al ministro en la transmisión viva y en la conservación del depósito encomendado y que le hace idóneo, le capacita para predicar la tradición apostólica en su totalidad (1 Tim 4,13s; 2 Tim 1,6.14). El ministerio, incluso el ministerio cualificado, es necesario (Tit 1,5-9) para mantener a la comunidad en la línea de la apostolicidad: como «comunidad de Jesús».

¿Cuántos ministerios existían? Las Pastorales no revelan nin­gún interés por este punto concreto, que no forma parte de la didaskalia reguladora. En las comunidades a las que se dirigen estas cartas existen ya, sin duda alguna, diferencias dentro del ministerio, pero sobre sus competencias exactas podemos sacar muy pocas conclusiones.

a) Hay diáconos (1 Tim 3,8-13; 2 Tim 4,5), pero en nin­gún texto se dice cuál es su función. Sólo se les anima a una conducta buena y se les exige que sean homines probad: que sean probados por la comunidad (1 Tim 3,10). Cuando se dice alguna cosa sobre su función peculiar, ésta coincide casi con la que se supone a los episcopoi.

b) Existe además un colegio de «presbyteroi» (1 Tim 4,14), que «presiden» o dirigen a la comunidad (1 Tim 5,17; Tit 1,5). Entre ellos hay algunos que se dedican especialmente «a la pala­bra y a la enseñanza» (1 Tim 5,17), los maestros y catequistas de épocas anteriores. Parece que se trata de una función a la cual se atribuye el derecho de una remuneración (1 Tim 5,17s), pero este último detalle constituye en cualquier caso una «antigua re­gla» neotestamentaria (cf. Mt 10,10; 1 Cor 9,1-18; 2 Cor 11, 7-11). No se nos dice si en estas comunidades había presbyteroi que no predicaban ni enseñaban.

c) En dos textos se habla, por último, de un supervisor o episcopos (1 Tim 3,2; Tit. 1,7), del cual se dice también que

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«enseña y dirige» (Tit 1,9; 1 Tim 3,2). ¿Es este episcopos un presbítero que tal vez era el jefe del grupo de presbíteros? ¿Cuál era su función específica? Las Pastorales no ofrecen respuesta alguna a estas preguntas. Es evidente que aún no están interesa­das por la estructuración concreta del ministerio 15. En este punto aparece la gran diferencia de estos escritos con el interés que se manifestará más tarde en las cartas de Ignacio, por ejemplo, cuyo punto neurálgico lo constituyen las estructuras del ministerio, y en las que las competencias ministeriales están claramente deter­minadas de acuerdo con un ordenamiento de la Iglesia lé. Por otra parte, la primera carta de Clemente (compárese 42,2.4.5 con 44,1-2), en evidente contradicción con las Pastorales, considera institución divina el ministerio del presbyter-episcopos. Frente a ello, las Pastorales no indican de ningún modo cómo debe ser estructurado el ministerio en la práctica; sólo afirman que el mi­nisterio es necesario para conservar viva la apostolicidad de la tradición de las comunidades. Teológicamente este último punto es el único que tiene relevancia. La forma concreta en que se es­tructura el ministerio pertenece al terreno pastoral y debe replan­tearse continuamenteí7.

" Según Hch 20,17, frente a 28,28, y según 1 Pe 5, frente a 5,2, los episcopos y presbíteros son con toda evidencia las mismas personas. Tam­bién Tit l,6ss, en un contexto en el que se trata de presbíteros, habla también inesperadamente de «episcopos». También en Clem 44,1, frente a 44,5, el episcopos es con toda claridad un presbítero. El denominado «epis­copado monárquico», que es ciertamente un ordenamiento eclesiástico legí­timo, no constituye, sin embargo, una normativa bíblica.

16 Ignacio, Ai Magn. 2; 3,1; 4; 6,1; 7,1; Ai Trall. 2,2-3; 3,1; 7,2; Ai Smyrn. 8; Ai Polyc 5,2; Ad Phil. 4. Desde hace algunos años, los historiadores tienden cada vez más a datar algo más tarde el denominado «modelo episcopal monárquico», que, desde un punto de vista histórico, resulta difícil de situar en época muy temprana. Esta tendencia está rela­cionada con las dificultades que plantea la datación adelantada de aquellos escritos que se habían atribuido a Ignacio de Antioquía. Por ello los argu­mentos en favor de una datación mucho más tardía de este episcopado único resultan cada día más convincentes. A. Davids, 'Frühkatholizismus' op de helling: roni ie brieven van Ignatius: «Tijdschrift voor Theologie» 20 (1980) 188-191.

17 Si algunos hacen del «episcopado» y el «presbiterado» una norma apostólica porque aparecen en el Nuevo Testamento (olvidando al hacerlo que en el NT no aparece con claridad ni su diferencia ni su contenido),

El ministerio en la época posapostólica 37

Mediante la introducción de la imposición de manos (sobre todo después de que los profetas habían desaparecido de la Igle­sia), estas cartas pretenden la continuidad del ministerio en la Iglesia. Este rito, unido a la oración, es, por consiguiente, una dis­posición eclesial que posee un profundo sentido (y que más tarde será canónicamente vinculante); pero, desde una perspectiva neo-testamentaria y dogmática, es muy difícil considerarla una con-ditio sine qua non para el funcionamiento concreto del ministerio en todas las épocas de la Iglesia. La estructuración de la comu­nidad sigue su camino histórico en continuidad apostólica incluso después de las dos primeras épocas bíblicas.

En la carta de Santiago, el ordenamiento presbiteral de la Igle­sia es un presupuesto evidente: «¿Está enfermo alguno de vos­otros? Llame a los presbíteros de la comunidad: que recen por él y lo unjan con aceite invocando al Señor» (Sant 5,14).

Sobre la base del Nuevo Testamento se puede afirmar que el ordenamiento presbiteral de la Iglesia, cuyo foco de acción fue Jerusalén y, algo más tarde, Roma, eliminó en todo el cristianis­mo primitivo, incluso (y sobre todo) en las comunidades paulinas, el ordenamiento indiferenciado que caracterizó la primera época de la Iglesia.

La primera carta de Pedro atestigua la desaparición del tipo de Iglesia indiferenciada y carismática en la que había sobre todo «profetas y maestros» en beneficio de la institución de una dirección presbiteral de la comunidad. Esta carta fue escrita pro­bablemente en Roma y dirigida a las Iglesias de Asia Menor en vísperas de una persecución en aquel área geográfica (posible­mente bajo el emperador Domiciano).

1 Pe 1,1-4,11 habla claramente de un origen carismático de los ministerios, pero en la segunda parte de la carta, a partir de

¿por qué se olvida entonces que las Cartas Pastorales presuponen de igual modo que los epíscopos-presbíteros y diáconos son todos casados? Es más, en 1 Cor 9,4-6 habla Pablo incluso del derecho de los Apóstoles a casarse. Este tipo de selecciones bíblicas son irresponsables desde un punto de vista hermenéutico. La cuestión que se plantea es saber lo que el Nuevo Testa­mento quiere presentar como norma; en las Cartas Pastorales es el principio de la apostolicidad y no la estructuración concreta de los ministerios.

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1 Pe 5,1-5, se alude sin duda alguna a un ordenamiento presbi­teral. Los dos tipos de ordenamiento aparecen de forma paralela en el escrito. En una situación de posibles persecuciones, el autor de la carta considera que la salvación y la ayuda que se puede prestar a la comunidad sólo pueden asegurarse introduciendo un ordenamiento presbiteral estricto, aun cuando este colegio de pas­tores está subordinado a la norma «del supremo Pastor» (1 Pe 5A).

En la carta que el presbítero Clemente escribió desde Roma a la comunidad de Corinto, más o menos en la misma época en que fue escrita 1 Pe, se hace evidente la creciente presión por introducir en toda la Iglesia el ordenamiento presbiteral. En Co­rinto había surgido un cisma entre los «ministros» carismáticos y los representantes de un ordenamiento más institucional y en concreto presbiteral. Clemente interviene y obliga a la comunidad a introducir este último ordenamiento (1 Clem 44,lss). Llegará in­cluso a enviar una delegación para comprobar si la comunidad había obedecido (1 Clem 65,1).

Existe, pues, una tendencia uniforme que recorre Hch 20,29 (cf. además Hch 14,23); 2 Tim 3,1; 1 Pe 5,1-5 y 1 Clem 44,lss, orientada a un ordenamiento eclesiástico de carácter presbiteral. Pero hay que añadir que, dada la importancia del ministerio ecle-sial en orden a la conservación de la identidad cristiana amena­zada entonces por los herejes «gnósticos», el interés por los carismas dentro de la comunidad (de los cuales habla Pablo con­tinuamente) desaparece casi por completo en las Pastorales y en otros escritos del Nuevo Testamento pertenecientes al período posapostólico. Sin pretensiones restauradoras, al defenderse con­tra una persecución amenazadora y contra doctrinas heréticas, es­tos escritos (y de un modo especial las Pastorales) revelan con toda evidencia una preferencia creciente por el magisterio como único medio de conservar la identidad cristiana. La confianza de Pablo en el Espíritu (cuestionada muchas veces en la práctica dado el comportamiento de la comunidad), que habita en toda la comunidad cristiana, la dirige y estimula, no aparece casi en las Pastorales. Aún no se había llegado a la situación de siglos poste­riores en los que «la cristiandad» pudo constatar con admirada sorpresa que la mayoría de los ministros (ya obispos) secundaba la

El ministerio en la época posapostólica 39

herejía arriana, mientras que el pueblo creyente salvaba la orto­doxia eclesial.

3. Los dirigentes en las comunidades de Mateo

Sobre la base del Nuevo Testamento no es posible demostrar la existencia de comunidades en las que no hubiera alguna forma de ministerio. En todos los sitios, junto a los fundadores de la comunidad, actuaban profetas y maestros sobre todo. Algo muy distinto es saber si ya entonces existía en todas partes el minis­terio en la forma institucional del presbiterado.

Vamos a referirnos, a modo de ejemplo, a las comunidades de Mateo, en las que encontramos un fenómeno semejante al de Co­rinto, y en las que no se habla para nada de presbíteros. El Evan­gelio de Mateo subraya de forma expresa que en la comunidad (que se considera a sí misma como una fraternidad en la que ha desaparecido cualquier distinción de rango o estado) nadie debe permitir que le llamen «rabí, maestro o padre» (Mt 23,8-10); el único Maestro de la comunidad es Jesús (Mt 23,8). Ahora bien, esto constituye un elemento fundamental en la concepción de to­das las comunidades cristianas. El mismo apostolado de Pablo es diakonta o servicio, no un dominio (2 Cor 1,24; 1 Cor 3,5; Rom 11,13; 2 Cor 3,3-9; 4,1; 5,18; 6,3-4), y de un modo especial un «servicio de reconciliación» (2 Cor 5,18; cf. 2 Cor 3,4-6). El ministerio no aparece en ningún texto del Nuevo Testamento como una realidad que se adecúe al modelo profano de la «direc­ción», tal y como la ejercen los señores en relación con sus subdi­tos. Todo lo contrario: «Pero no ha de ser así (es decir, como ocurre entre los dirigentes de este mundo) entre vosotros», afir­man los tres sinópticos (Me 10,42-43; Le 22,25; Mt 20,25s).

En todo el Nuevo Testamento la dirección €s servicio o didko-nía (1 Cor 16,15s; 12,28; 2 Cor 3,7-9; 4,1; 5,18; 6,3; 2 Tim 4,5; Ef 4,1 lss y Col 4,17). Lo mismo puede decirse de aquellos textos en los que se subraya de algún modo el ministerio de di­rección presbiteral: «Me dirijo a los presbíteros de vuestras comu­nidades...: cuidad del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no por obligación, sino de buena gana, como Dios

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quiere; tampoco por sacar dinero, sino con entusiasmo; no tira­nizando a los que os han confiado, sino haciéndoos modelos del rebaño» (1 Pe 5,1-4)18.

El elemento peculiar de Mateo no puede residir, por consi­guiente, en este punto. Por otra parte, también su Evangelio, como el resto de las comunidales cristianas primitivas, conoce «profetas y maestros» o «sabios» (cf. Mt 5,12; 7,22; 10,41; 11,23; 13,52; 23,8-10.34). Con todo, llama la atención que el Evangelio de Mateo previene duramente y polemiza contra los «falsos profetas» (7,15s) y «falsos maestros» (5,18s). Esta polé­mica presupone las funciones auténticas de maestros y profetas. Pero Mateo desea una comunidad de «pequeños» (tnikroi es un término clave en todo su Evangelio), y esto somete a dura crítica la práctica concreta de la dirección de la comunidad, especial­mente la que se pliega al modelo «del mundo». Este elemento tiene que ver con la concepción que tiene Mateo sobre la Iglesia, cuyos miembros son, sí, «ciudadanos del reino de Dios» (Mt 13, 38), pero están aún bajo la amenaza del juicio (Mt 25,31-46); es una Iglesia compuesta por «buenos y malos» (22,10; cf. 13,36-43; 18,7). Aquellos «ministros» cuyo comportamiento no es el exigido por el reino de Dios no entran dentro de la concepción de Mateo: su centro de interés es «el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33), es decir, el señorío de Dios y una praxis que se adecúe a este reino. Y en último término ésa se demuestra en la actitud frente a los otros hombres (Mt 7,21ss y Mt 25,31-46).

Mateo se refiere además a los discípulos de Jesús y contempla su lado bueno y malo. Los discípulos son, en definitiva, modelos-tipo del cristiano en general; del cristiano en la propia comunidad de Mateo: son creyentes, pero «hombres de poca fe» (Mt 6,30; 8,26; 14,31; 16,8; 17,20).

En la misma línea parece orientarse la caracterización de Pe­dro (Mt 4,18; 10,2; 14,28-31; 16,17ss.24-27; 18,21ss). Pedro es el prototipo del dirigente de una comunidad, el primero, el porta­voz de toda la comunidad (16,18s; 20,20-27. Es posible que en

18 Me permito recordar que, en la Edad Media, a pesar de la disputa entre el regnum y sacerdotium, todos los grandes teólogos del siglo XIII con­tinúan condenando el grado de poder que mantiene el ministerio eclesiástico (cf. nota 9 del cap. III).

El ministerio en la época posapostólica 41

el ordenamiento concreto de esta comunidad existiera una ten­dencia monárquica). En el Evangelio de Mateo el discípulo no es más que su maestro (Mt 12,24s), como afirmaba ya la tradi­ción Q: seguir a Jesús incluye el hecho de la cruz (10,17-25; 16, 21-28; 20,22s). Por tanto, Mateo se enfrenta con el ministerio en una forma crítica que lo caracteriza, porque también es crítica su postura ante la Iglesia situada aún bajo la presión escatológica. Con todo, este evangelio se somete a la autoridad doctrinal de Pedro.

En cualquier caso, el Evangelio de Mateo refleja la existencia del antiguo sistema, algo más libre, de los «profetas y maestros»; parece desconocer el ordenamiento presbiteral. Se trata, por con­siguiente, de un sistema algo más libre que siguió existiendo con evidencia en algunas áreas de la Iglesia siria, donde estuvo vigente durante más tiempo que en otras comunidades.

Un sistema como el representado por los profetas y maestros, de corte más libre y carismático, presentaba muchos inconvenien­tes, sobre todo en las disputas con los herejes, a una Iglesia que estaba conociendo un proceso de expansión. Por ello tiene espe­cial importancia en este contexto la Didajé, un escrito estrecha­mente vinculado a la tradición de Mateo.

Normalmente se supone que esta «Didajé de los Apóstoles» se divide en dos partes, que corresponde incluso a épocas distintas (Did 1,1-11,2 y Did 11,3-16,8). Este documento habla de «após­toles» (11,4-6), «profetas» (11,7-12) y «maestros» (13,2). El inte­rés del autor al establecer esta división es sobre todo distinguir los verdaderos ministros cristianos de los falsos apóstoles, profe­tas y maestros, que sólo piensan en su propio provecho. Encontra­mos aquí los mismos términos utilizados por los primeros cristia­nos —apóstoles, profetas y maestros (1 Cor 12,38)—, y, al igual que en Ef 2,20, apóstoles y profetas están en una relación especial (Did 11,4-12). El término «apóstoles» no contempla a los prime­ros Apóstoles, sino a los «ministros» de las actuales comunidades de la Didajé. Su función es el kerigma (predicación del evangelio) y la didajé (interpretación del evangelio aquí y ahora). Además de las sesiones habituales y extraordinarias de enseñanza (posible­mente de carácter «apocalíptico»), los profetas parecen tener

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también una función especial en la fracción del pan y en la cele­bración de la eucaristía que sigue a este rito (Did 11,9 en relación con los caps, 9 y 10). Se supone que la comunidad misma puede distiguir entre profetas y maestros auténticos y falsos (11,7-12), lo cual presenta aún gran afinidad con un ejercicio carismático del ministerio. Los maestros comparten con los profetas «el servicio de la palabra», pero, a pesar de ello no parece que los primeros tuvieran en este campo el mismo prestigio que los segundos (en la carta de Bernabé, un escrito muy afín a la Didajé, se distingue entre la «doctrina» de los profetas y la de los maestros: Bern 18,1).

Después de esta exposición, la Didajé afirma sin más: «Elegid, pues, episcopos y diáconos dignos del Señor..., pues también ellos desempeñan entre vosotros el servicio de profetas y maestros; ... forman parte de los que cuidan de vosotros, junto con vues­tros profetas y maestros». Esta afirmación contempla claramente un contexto posterior y evolucionado dentro de las comunidades de la Didajé. En Did 9 y 10 el autor había descrito, en efecto, la entera liturgia de la fracción del pan y la celebración de la eucaristía que le seguía. Resulta evidente que en ella los profetas ocupan la presidencia: «Dejad que los profetas celebren la euca­ristía como quieran» (Did 10,7). Ahora bien, en 14,1 se perciben cambios en relación con esta celebración: en el futuro se tratará de una reunión semanal, celebrada los domingos y a la que sigue la eucaristía, precedida ahora por una celebración litúrgica común de penitencia. Por ello (14,1 utiliza la conjunción «así pues»), cada comunidad debe elegir supervisores (obispos) y ayudantes (diáco­nos; sin que se diga nada del modo de elegirlos), para que esta celebración de la eucaristía, más frecuente y larga ahora, sea pre­parada ordenadamente y transcurra perfectamente. Los obispos y sus ayudantes aparecen aquí al servicio de los profetas (y maes­tros), que presiden (es decir, continúan presidiendo) esta litur­gia. Los obispos y sus ayudantes participan en la dirección litúr­gica o en el servicio a los profetas y maestros. Por esto mismo, «también ellos deben ser honrados (por la comunidad), al igual que los profetas y maestros» (Did 15,1-2). Al menos en estas co­munidades, el ministerio de los episcopos y diáconos fue introdu­cido para aliviar a los profetas y maestros en sus tareas de direc-

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ción de la comunidad y lo que ésta llevaba consigo. Así pues, el contexto en que se enmarca la creación de estos nuevos servicios ministeriales en las comunidades de la Didajé es muy distinto del que había conducido a la introducción del ordenamiento presbi­teral en la primera carta de Clemente a los cristianos de Corinto.

El ordenamiento de las Iglesias continuó siendo, por consi­guiente, muy diverso en las distintas comunidades, incluso en la época que siguió a la del Nuevo Testamento. El interés de la Didajé por acentuar que los supervisores y sus ayudantes «deben gozar de igual consideración» que los profetas y maestros puede ser un índice de que en estas comunidades se manifestaron cier­tas reservas frente a esos nuevos servicios ministeriales. En las comunidades que siguieron la línea de Mateo, el antiguo ordena­miento (profetas y maestros) se mantuvo vigente mucho más tiem­po que en otros lugares, y en ellas se manifestó incluso cierta animosidad ante la (ulterior) introducción de episcopos y diáco­nos. El llamado Apocalipsis de Pedro (un escrito que se sitúa en la misma línea de tradición) polemizará algo más tarde contra ese ordenamiento institucionalizado de los ministerios en la Iglesia. Pero, por otra parte, llama la atención que todas las comunidades d e e s t e JJPO (más h ien car'""1''1'1'""») dpsapaiw-ipi-an t n t a l m p n t f n

se convirtieran en sectas gnósticas en el transcurso del siglo n.

Desde un punto de vista histórico, de todo esto se deduce que unT'cornliñidad^qué ño cuente con uña bueña institucionalización de los ministerios (y eT~necesario incremento de los mismos en circunstancias clfversas), cuyo objetivo sea responder con sobrie­dad" a las exigencias pastorales, corre el peligro de p~er3éFTa~apos-tolicidad y, junto~~con ello, el carácter cristianojje^ su origen, inspiración^ orientación; el peligro de perder, en definitiva, su ide^tig^aTprópia. El ministejdQ-es_expresToñ^Ta especial solicitud por conservar la identidad cristiana de la comunidad en circuns­tancias continuamente en cambio. Pablo había afirmado ya: «To-Hó me está permitido. Sí, pero no todo aprovecha» (1 Cor 6,12). He aquí la lección que podemos sacar de la historia de las «co­munidades de Mateo», que defendieron clara y unilateralmente una forma de dirección carismática frente a cualquier intento de dirección institucionalizada.

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44 Las comunidades neotestamentarias

Pero los datos históricos que pueden establecerse en relación con estas comunidades permiten que nos preguntemos también si la gran Iglesia, que de hecho se iba transformando en oikoumené, dejó espacio suficiente para estas comunidades de orientación no paulina, que, según parece, acentuaron un tipo de ministerio de dirección puramente carismático, impulsado por el Espíritu, y que, por ello mismo, fueron quedando al margen de la gran Iglesia en la que se iba imponiendo una clara tendencia institucionalizante.

De esta historia podemos sacar, por consiguiente, una doble lección: la memoria peligrosa y creadora de la necesaria unidad entre carisma e institucionalización. El ministerio sin carisma se atrofia y puede convertirse en una institución de poder; el caris­ma sin cierta forma de institucionalización puede disolverse en entusiasmos, fanatismos y puro subjetivismo, y convertirse así en manzana de la discordia de fuerzas encontradas en perjuicio de las comunidades apostólicas. La insistencia con que las Iglesias pos-apostólicas del Nuevo Testamento recalcaron el rarácter apostólico de las comunidades, yTa consiguiente necesidad de que existan ministros," éS;Tpoí tirito, una institución cristiana esencial.

4. Los dirigentes en las comunidades pánicas

Una lección histórica parecida tuvieron que atender las comuni­dades joánicas. Las opiniones de los exegetas respecto al tema del ministerio en estas Iglesias son muy diversas. Para E. Schweizer 19

y otros, en ellas no existían ni estructuras ministeriales ni caris-mas personales. Si nos fijamos sólo en el cuarto Evangelio, nos vemos obligados a conceder que en él no se afirma ni se niega la existencia del ministerio: sobre este tema no se dice absoluta­mente nada. Pero las cartas de Juan, pertenecientes a los mismos círculos, conocen muy bien el ministerio presbiteral (2 Jn 1,1; 3 Jn 3). Estudios más precisos han demostrado, mientras tanto, que las comunidades joánicas conocían estructuras ministeriales, pero el ministerio se presentaba sin pretensiones de autoridad; de tal modo que, frente a lo que ocurrió en otras comunidades cris­tianas, el joanismo se opuso a cualquier autoridad doctrinal y dis-

19 E. Schweizer, Gemeinde und Gemeindeordnung itn Neuen Testament (Zurich 21962) 105-124.

El ministerio en la época posapostólica 45

ciplinar que tuviera un carácter propiamente ministerial. Esta es la razón de que dentro del joanismo se relatívice tanto la estruc­tura ministerial. En tales comunidades, el elemento determinante de la eclesiología o doctrina de la Iglesia lo constituía la vincu­lación inmediata y personal con Jesús. Las consecuencias de esta manera de ver las cosas para la concepción del ministerio son evidentes.

El cuarto Evangelio conoce ciertamente el grupo de los Doce (Jn 6,70). Pero llama la atención que, frente a lo que ocurre en los sinópticos, Juan no ofrece una lista de sus nombres ni el relato de su vocación. Por otro lado, las cartas segunda y tercera de Juan hablan de «el presbítero», un dirigente de la comunidad que escribe estas cartas. Algunos exegetas consideran que tal de­nominación significa el presbítero más importante w en la línea de un ordenamiento monoepiscopal de la Iglesia. Con todo, resulta difícil combinar esta opinión con el testimonio colectivo a que aluden esas cartas. Otros solucionan el problema en la línea de las ideas que sobre el presbiterado encontramos en Papías y en Ireneo2 ', para quienes los presbíteros enseñan con autoridad. Los presbíteros son en este caso la generación de los maestros que siguieron a los testigos oculares y enseñaron con autoridad, puesto que su autoridad enlazaba directamente con aquellos que habían visto y oído a Jesús.

Frente a ello hay que observar que, en el joanismo, los pres­bíteros no ostentan autoridad alguna, visión que depende de la doctrina de la Iglesia y del Espíritu reflejada en estas comunida­des. En ellas, el único maestro es el Paráclito (Jn 14,26; 16,13); los maestros humanos, incluso «el discípulo amado» (el transmisor de la tradición en estas comunidades), son únicamente testigos de la tradición interpretada por el Paráclito (19,35; 21,24; 1 Jn 2, 27). Tras la muerte del discípulo amado, estas comunidades com­prendieron que la obra del Paráclito era continuada por los dis-

20 K. Donfried, Ecclesiastical Authority in 2 and 3 John, en M. de Jonge (ed.), L'Évangile de Jean (Gembloux 1977) 325-333.

21 W. C. van Unnik, The Authority of the Presbyters in Ireneus Works, en J. Jervell y "W. A. Meeks (eds.), God's Christ and His People, Hom. N. A. Dahl (Oslo 1977) 248-260; J. Munck, Presbyters and Disciples of the Lord in Tapias: «Harvard Theological Review» 52 (1959) 223-243.

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cípulos del discípulo, a quienes éste había transmitido la tra_ dición n.

El discípulo de la carta habla, por tanto, como miembro de un «nosotros» colectivo que da testimonio de lo que fue visto v oído al principio (1 Jn l , ls). Este nosotros colectivo no es, al menos aquí, la entera comunidad joánica (como en otros textos de la primera carta de Juan), sino un grupo de transmisores de la

tradición que desempeñan una labor de interpretación y se dirige a las comunidades como a «vosotros» —los hijitos— (1 Jn 1 1-5; cf. el «nosotros» de Jn 21,24 y compárese con 1 Jn l , ls) . Este presbítero habla como un representante muy anciano de dicha escuela joánica. Puede decir: «Lo que nosotros hemos visto y oído desde un principio», no porque él mismo haya sido testigo ocular, sino porque tiene conciencia de pertenecer a la escuela del discípulo amado. La sucesión en los eslabones de esta cadena es evidente: Jesús ha visto a Dios; el discípulo amado ha visto a Jesús; la escuela joánica participa de esta tradición.

M. de Jonge dice justamente: «El plural apostólico se trans­forma en un plural eclesiástico; pero este último es inconcebible sin aquél»23. En la época en que se redactó el evangelio bastaba el testimonio del discípulo amado (Jn 19,35; 21,24). Pero cuando se escribieron las cartas, la situación en las comunidades joánicas había cambiado. Dos partidos opuestos afirmaban ser los auténti­cos intérpretes de la única tradición del discípulo amado. «El presbítero» (autor de estas cartas), puesto que él pertenecía a la escuela joánica, intenta convencer a sus contrarios de que se han desviado de esa gran tradición. No puede hacer otra cosa, ya que el único instrumento de que dispone es su testimonio, no su

n H. Schlier, Der Heilige Geist ais Interpret nach dem Johannes evan-gelium: «Cotnmunio» 2 (1973) 79-108; R. A. Culpepper, The ]ohannine School (Missoula 1975) 265-270; R. Brown, La comunidad del discípulo amado (Salamanca 1982); M. de Jonge, Jesús: Stranger from Heaven and Son of God (Missoula 1977); D. M. Smith, ]ohannine Christianity: NTS 21 (1974-75) 222-248; H. Conzelmann, Was von Anfang war, en «Neutest. Stu-dien f. R. Bultmann» (BZNW 21; Berlín 1954) 194-201; J. O'Grady, Indi-vidualism and Johannine Christology: «Bibl. Theol. Bulletin» 5 (1975) 227-261; id., Johannine Ecclesiology. A Critical Evaluation: «Bibl. Theol. Bulletin» 7 (1977) 36-44.

23 M. de Jonge, op. cit., 205.

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autoridad, pues los cristianos de las comunidades joánicas no nece­sitan que ningún hombre los adoctrine (1 Jn 2,27); los que hacen esto son falsos profetas (1 Jn 4,1). Es probable que los que se oponían al autor de esta carta se autodenominaran «profetas y maestros». ¿Era éste el ordenamiento que las comunidades joá­nicas (lo mismo que las comunidades de Mateo) habían tenido desde siempre o hay que pensar que sólo estaba en vigor entre los secesionistas? En cualquier caso, la idea del Paráclito siempre ac­tuante (Jn 14,16) relativiza tanto el retraso de la parusía como la importancia del ministerio en la Iglesia. Para el joanismo, que Jesús se haya ido no constituye mayor problema, ya que en Pas­cua volverá a venir en el Paráclito (Jn 16,7): éste lo enseña todo (14,26) según verdad (16,13). Junto al testimonio de los creyen­tes joánicos está el del mismo Espíritu (Jn 15,25s). Esta idea es típicamente joánica. El carísma o la unción de Jn 2,20.27, el don que hace Cristo a todos los creyentes, no es un carisma de carác­ter entusiástico o extático, sino la capacidad de interpretar la tra­dición (joánica); capacidad que poseen todos los creyentes y que es actuada bajo la guía del Espíritu.

Con todo, según 1 Jn 3,24-4,6.13, en caso de conflicto es ne­cesario examinar esa interpretación. Y según 1 Jn 5,6ss, el criterio de dicho examen es la unión entre el testimonio del Espíritu y el testimonio ofrecido en el bautismo del Jordán (agua) y en la muer­te de Jesús (sangre), una afirmación que se dirige con toda evi­dencia contra los secesionistas de las comunidades joánicas. La primera carta de Juan acentúa, por esta misma razón, algo que aparecía en segundo plano en el evangelio, es decir, que Jesús es el Paráclito (Jn 14,16 habla del «otro» Paráclito). La única alusión que aparece en la primera carta es 1 Jn 2,1-2, y en este texto se llama Paráclito al mismo Jesús, puesto que él intercede por nosotros ante el Padre y ha expiado nuestros pecados. En la línea del cuarto Evangelio, la primera carta quiere vincular más estrechamente el Paráclito a Cristo, que es «de arriba», con el fin de rechazar a los adversarios. Este autor-presbítero identifica al Paráclito con el «Cristo pneumático» y, en consecuencia, con el Jesús de Nazaret aparecido en la tierra, bautizado en el agua del Jordán y glorificado en el sacrificio de la cruz.

Frente a las comunidades paulinas e incluso frente a las de

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Mateo, en las que la herejía era afrontada mediante una afirma­ción autorizada del apóstol Pablo o, algo más tarde, de los pres­bíteros o de Pedro, el presbítero de las cartas de Juan no parece poseer tal autoridad. El Paráclito es en ellas el único maestro autorizado y ha sido concedido a todos los creyentes sin excep­ción. Esto relativiza el ministerio de los presbíteros (por lo de­más, nunca se llama «apóstol» al discípulo amado: no es uno de los Doce; ni siquiera es necesario sustituirlo después de su muer­te: cf. Jn 21,20-23).

De lo que venimos diciendo se deduce que el presbítero de las cartas de Juan no podía oponerse a sus adversarios apoyán­dose en su ministerio. Sólo puede invocar, en la línea joánica, la dirección interna del Espíritu Santo (1 Jn 2,20): «Todos vosotros (no la lectio varians 'panta', sino 'pantes') tenéis conocimiento» (cf., además, 1 Jn 2,27 y compárese con Jn 14,26). La autoridad del presbítero consiste en su participación colegial en el «nos­otros» como instrumento del Espíritu. Los secesionistas han roto esa comunión. Por ello el presbítero se limita a suplicar que el Espíritu Santo realice una prueba para ver quién tiene razón y quiénes son, en consecuencia, los falsos profetas (1 Jn 4,1-3). El criterio para ello es el siguiente: «Cristo Jesús venido ya en carne mortal» (1 Jn 4,2s; cf. 1 Jn 4,6). Los secesionistas no negaban al Jesús terreno ni lo intrepretaban al modo docetista, sino que negaban la importancia salvífica del Jesús terreno, sobre todo de su muerte. Pero, como buen discípulo de la escuela joánica, el presbítero sabe muy bien que dicha prueba dará muy poco de sí, pues «el mundo» (es decir, los secesionistas de la comunidad joá­nica: 1 Jn 4,5; 2 Jn 7) escuchan a los adversarios (1 Jn 4,5). Con todo, en el sistema joánico, el triunfo ante el mundo es un anti­signo (Jn 3,19; 14,17; 15,18s; 16,8ss; 17,23.26; 1 Jn 2,9.18).

La situación de la Iglesia ofrece un panorama más oscuro en la tercera carta de Juan. En este caso, el presbítero ha entrado en conflicto con otro presbítero de la comunidad joánica, Diotre-fes. En ese conflicto se evidencian claramente dos concepciones distintas de la autoridad24, surgidas ambas de la pregunta que se hacen los presbíteros: ¿cuál es el mejor modo de proteger a los

* R. Brown, art. cit., 160.

El ministerio en la época posapostólica <^

cristianos frente a los herejes? (el hereje es, en los dos casos, i parte contraria). El presbítero envía legados para que den testjN

monio de la verdadera tradición frente a la postura de Diotref» (3 Jn 5-8.12). No tiene autoridad para destituirlo: sólo p u e ^ apelar al valor interno del testimonio y desafiar de ese modo Diotrefes (3 Jn 10). Pero, para éste, esos legados son falsos prQ

fetas. Diotrefes, que probablemente era el dirigente de una de l9s

muchas comunidades domésticas de los círculos joánicos, se er^ frenta así con el problema de los verdaderos y los falsos profet^ (la situación era exactamente idéntica a la que aparece en el Evar^ gelio de Mateo y en el cap. 11 de la Didajé, por ejemplo). D e

forma arbitraria decide no recibir a los que, en su opinión, so^ falsos profetas. Para el presbítero de la tercera carta, dicha actitud constituye un uso inadecuado del poder presbiteral: Diotrefes hace valer su interpretación de la tradición joánica como si se tratar^ de la máxima autoridad, con lo cual se constituye en «el primero & (3 Jn 9). Con otras palabras: contra toda la corriente joánica, un dirigente de la comunidad ha dado aquí el paso hacia la «autori­dad ministerial» tal y como se ejercía en la mayoría de las comu­nidades no joánicas. La tercera carta de Juan protesta contra este hecho.

Si el cap. 21 del Evangelio de Juan, un apéndice posterior, fue escrito más o menos en la misma época que la primera carta, de este hecho se seguirían interesantes consecuencias25. En él, el destino del discípulo amado es situado en el marco de un plan divino; aun cuando no haya muerto mártir, su importancia no es menor que la de Pedro. Por otra parte, el autor de Jn 21 reco­mienda ante sus lectores joánicos la autoridad de Pedro; no es, por tanto, antipetrino. Pero seis textos del Evangelio de Juan (13,23-26; 18,15s; 20,2-10; 21,7; 21,20-23; 19,16-27) hacen pen­sar que Pedro, paradigma de la Iglesia apostólica, no entiende a Jesús de forma tan sólida y profunda como lo hace el discípulo amado, paradigma de las comunidades joánicas. A pesar de ello, Jn 21 subraya el papel pastoral y la autoridad de Pedro sobre

25 Cf. E. Ruckstuhl, Zar Aussage und Botschaft vott Johannes 21, en R. Schnackenburg (ed.), Die Kirche des Anfangs (Hom. H. Schürmann; Leipzig 1977) 339-362, sobre todo 360s.

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toda la Iglesia cuando, algo más tarde, sitúa también a Pedro bajo el criterio joánico del amor (repetido tres veces: Jn 21,15ss), es decir, bajo el principio joánico ̂ le lajdaci^injne.diat£Ly_personal de cada uno de los creyentes cotTeT Señor Jesús, que alcanza tam­bién, en consecuencia, al qüFpósee autoridad. Esta relación Uega-rá a ser más tarde la base de la autoridad en Tá~ Iglesia tal y como, impulsado" por la fuerza de^os~TTJ£Eás_>Ja aceptará pggtg-riormente el propio joanismo. Se describen aquí simbólicamente dos tipos de Iglesia, pues al discípulo amado no se le atribuye el papel de autoridad, sino a Pedro. Sólo en Jn 21 afirman las comunidades joánicas, de forma total y absoluta, la existencia de una «autoridad ministerial», al menos cuando ésta se funda en la vinculación personal de amor con la única norma: Jesucristo.

Así pues, también en el joanismo existe una estructura minis­terial que, en un principio, no era..a^ El joa­nismo llegó a darse cuenta sólo de forma paulatina de que "apelar sin mas a la unción delEspíritu otorgada a todos los creyentes (1 Jn~2,27)lio ba¥taba__Darji„cQiis£ryar- k-xomunidaH en la fjjVli-dad al evangelio^. Jn 21, sobre todo, constituye un testimonio Haro 3e quetarnbién el joanismo aceptó en definitiva una autori­dad magisterial y doctrinal, pero que, a pesar de ello, relativizó estas estructuras eclesiales: la imagen de la vid y los sarmientos, es decir, la vinculación inmediata y personal con Jesús (tema que caracteriza todo el Evangelio de Juan) continúa siendo el funda­mento incluso de cualquier autoridad eclesial. Para el joanismo, el elemento primario es la presencia viva de Jesús en_cada_cre-yente por larTnhabítación^eTTaráclito. Así pues, en cuanto escri-

\ tura canónica, ~éT"]óañíslño~ constituye una advertencia frente a i cualquier forma de preeminencia jurídica de la autoridad eclesial. ' Una advertencia que tiene carácter bíblico.

Después de las cartas^ de Juan no encontramos, en el siglo n , huella alguna~cfe las ̂ comunidades joánicas: éstas se asimilaron á la~gran Iglesia cT~aTabaron~'ronvírTÍeíídose en sectas gnósticas^ En la_«gran Iglesia», lá~autoricSd eclesial delosTiombres se convierte en üigno de ia^aütorTdad clivlñaj^.

* Cf. ya en Ignacio, Ad Smyrn. 8,1; 9,1; Ad Eph. 5,3; Ad Trall. 2,1; cf. la nota 16 del cap. I.

I I I . EL MINISTERIO EN LAS NUEVAS IGLESIAS

Muchos cristianos se han hecho- una -determinada idea (muy parcial) denlos viajes apostólicos de Pablo basada fundamental­mente en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Piensan estos cristianos más o menos así: impulsado por la idea de la inmi­nente parusía de Jesús como Señor, Pablo se habría dedicado a viajar de ciudad en ciudad febrilmente, y, con una arbitrariedad irracional, habría predicado en los distintos lugares (no sin que surgieran todo tipo de contrariedades) marchando inmediatamente a otra ciudad. La meta de este apostolado ambulante y apresu­rado, que habría comenzado en Asia Menor, sería Roma.

E£t£jmodo_j3aslante Jiabitual de ver las cosas no se puede apo­yar ni en los hechos históricos, constatables nLjexiJa_Mea_que eT Ápl5s7cTjejiía_jje_su propia.misión,

Salvo en el caso de la primera misión en Antioquía, en la que, pasando por Chipre, llegó hasta Cilicia en el Asia Menor y que, por otra parte, no fue dirigida formalmente por él sino por Bernabé, y durante la cual predicaron en ciudades más bien pe­queñas (Pafos, Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Der-be), está históricamente demostrado que, en aquellos casos en que Pablo dirigió los diversos viajes misioneros, actuó de acuerdo con un plan perfectamente concebido. Su objetivo pastoral era claro: fundar en cada sitio una comunidad estable de cristianos (que le llevaba por lo general unos dos años de actividad in situ) en ciudades cuidadosamente seleccionadas: las capitales de las provin­cias orientales u occidentales del Imperio romano (el mundo o ecumene de la época) o, al menos, en aquellas ciudades que, por su situación geográfica, económica o político-cultural («puer­tos internacionales», sobre todo) constituían centros importantes de atracción y de irradiación sobre una amplia zona interior. Des­pués de la fundación de este tipo de comunidades, Pablo dejaba a su marcha una comunidad firme que debía emprender a su vez una labor misionera como centro activo de misión cara a las ciu­dades lejanas o cercanas del entorno (no hay que olvidar que, para Pablo, Iglesia equivale a misión). La floreciente comunidad de Antioquía, un centro misionero muy vital, y desde la que Pa­blo y Bernabé emprenden su primer viaje misionero comisionados

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52 Las comunidades neotestamentarias

por la comunidad, fue un modelo para el Apóstol de las gentes. Si nos fijamos en los lugares y ciudades visitados en esa mi­

sión nos daremos cuenta de que la importancia de su situación es análoga a la de Antioquía, fundada como capital del reino de los Seléucidas. Filipos, por ejemplo, era una importantísima co­lonia romana en Grecia, punto de contacto entre la Hélade (Mace-donia) y el resto del mundo occidental. Lo mismo se puede decir de Tesalónica, capital de la provincia de Macedonia; de Corinto, capital de la provincia de Acaya (Grecia central y meridional), una ciudad industrial, con numerosas factorías metalúrgicas y de cerámica, e importante centro de cultura: carreras de carros, mú­sica, atletismo. Corinto era, en tiempos de Pablo, la gran ciudad cultural griega, pagana por los cuatro costados y, además, el centro mercantil grecorromano. No hay que olvidar a Efeso: esta ciudad no era, ciertamente, la capital del proconsulado de Asia (la capitalidad la ostentaba Perge), pero en ella residía el gobernador de Asia y mantenía relaciones muy estrechas con Corinto; Efeso era en aquella época una de las mayores ciudades del mundo, con un puerto importante, y mundialmente conocida por su «Artemi-sion», un templo dedicado a Diana (en versión romana) o Artemisa (en versión griega, que era a su vez transformación helenística de la antiquísima Alma Mater asiática, símbolo divino de la fertili­dad). Este templo, el mayor de la época helenista, era una de las maravillas del mundo de entonces; su techo lo sostenían 127 co­lumnas jónicas. Podemos juzgarla la antigua Meca o la Roma, a la que llegaban innumerables peregrinos procedentes de todos los rincones del mundo. Y, por último, Atenas. En tiempos de Pablo había pasado la gloria de esta ciudad. Aunque continuaba siendo «la ciudad de los filósofos», de hecho era ya una ciudad medio muerta y esnobista, que vivía de grandes —y monumenta­les— recuerdos. ¿Por qué no fundó Pablo una comunidad en Atenas? ¿No la consideró lo suficientemente importante como centro de irradiación o fracasó en su intento? El evangelista Lucas ha dejado un testimonio magistral de que en esta ciudad no fue fundada ninguna comunidad cristiana (Hch 17,34). A juzgar por su primera carta a los Corintios (1 Cor 1,18-25; 2,1-5), es posi­ble que Pablo sacara de su experiencia en esta ciudad alguna lección importante.

El ministerio en las nuevas iglesias 53

Cuando se consideran todos estos datos se puede afirmar que Pablo planificó sus viajes misioneros; que, por decirlo de algún modo, los planificó con una guía Michelín de la época en las ma­nos. Por otra parte, este tipo de viajes programados existían ya entonces y no era raro que fueran utilizados como punto de refe­rencia para los más variados relatos de viajes.

Si lo que venimos diciendo es exacto, nos podemos preguntar qué es lo que pudo mover a Pablo a predicar el evangelio al apartado y rudo pueblo de los Celtas ( = Galacia), en las tierras de Ancira (la Aneara actual). Es difícil encajar esta misión en su táctica misionera. Y, con todo, es cierto que llevó el evangelio a esta región e incluso escribió más tarde a este pueblo tan simple una carta importantísima, si bien en ella no menciona ciudad alguna. Pero Hch 16,6-7 da a entender que en los planos de Pa­blo no entraba cristianizar esa región. Su intención parece haber sido, más bien, llegar hasta las costas del Mar Muerto, con sus múltiples ciudades portuarias, tan importantes para su apostolado, pasando por Galacia y Frigia en dirección a Bitinia. Se puede afirmar incluso que para Pablo lo importante no eran las capi­tales, sino las ciudades portuarias: desde ellas, el anuncio de Cris­to, el Señor muerto y resucitado, se difundiría automáticamente por todo el mundo. El mismo Pablo nos ofrece la verdadera razón de esa actividad misionera «casual»: «Recordáis que la primera vez os anuncié el evangelio con motivo de una enfermedad mía» (Gal 4,13). Durante el viaje a que nos hemos referido más arriba, el Apóstol se vio obligado a permanecer algún tiempo en Galacia, obstaculizando así sus planes de viaje. Pablo hizo de la necesidad virtud y anunció allí el evangelio.

Queda claro, por consiguiente, que Pablo no predicó a tontas y a locas en todo tipo de ciudades. Con los objetivos muy preci­sos, limitó su misión y actividad personal a lugares claramente estratégicos, sobre todo ciudades portuarias, puntos neurálgicos de la vida internacional de la época. A Pablo no le interesaba convertir a unos cuantos individuos aquí y allá (de hecho fueron muy pocos los que él bautizó personalmente), sino edificar la Igle­sia; sabía muy bien que, después de haber realizado con éxito una fundación, dejaba tras de sí un nuevo centro misionero. La comu­nidad fundada por Pablo en Efeso se convirtió así en un foco

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desde el cual se llevó a cabo la misión de toda Laodicea (Col 4, 12s). «Las comunidades de Asia», escribe el mismo Pablo desde Efeso a Corinto (1 Cor 16,19) —Laodicea, Hierápolis y Colosas (fundada por Epafras: Col l,6ss; 4,13). Desde la comunidad de Corinto se fundaron también numerosas comunidades en toda Acaya: «A la Iglesia que está en Corinto y a todos los consagra­dos de Acaya entera» (2 Cor 1,1). Lo mismo ocurrió con Tesa-lónica: «Porque desde vuestra comunidad ha resonado el mensaje del Señor y no solamente en Macedonia y Acaya» (1 Tes 1,8).

Este método pastoral del Apóstol hace pensar que Pablo debió de permanecer más tiempo del que, a modo de sumario, suponen los Hechos de los Apóstoles en aquellas capitales en las que fundó una comunidad eclesial e incluso un nuevo centro misionero. Aun cuando estuviera convencido de la inminencia de la parusía, el móvil de la actividad misionera no fue un ansia escatológica irra­cional, sino un plan muy bien concebido de fundaciones de Igle­sias en aquellas ciudades desde las que la buena nueva se difun­diría de forma casi automática. Aunque por entonces sólo había visitado las ciudades más importantes de la parte oriental del Im­perio, Pablo consideró que su obra en esta región había concluido, y al establecer su plan de partir de Roma para España, escribe a los Romanos: «De ese modo, dando la vuelta desde Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio de la buena noticia» (Rom 15, 19b).

El cristianismo paulino fue, por consiguiente, un cristianismo «urbano», no una religióñ~Talñpes1ña".^0T"Trtra~parte, los viales misioneros del Apóstol están sometidos a un determinado código misionero. Prácticamente no desarrolla nunca su labor en aquellos lugares en los que otros (cristianos de una tradición "distinta a la suya) hubieran fundado ya una comunidad rri^nn- «Porrieñcío además todo mi empeño en anunciar la buena nueva del Mesías donde aún no había sido pronunciado su nombre» (Rom 15,20); «no deseaba edificar sobre un fundamento ajeno» (Rom 15,20). Es verdad que en algunas ciudades en las que Pablo comenzó a misionar existían ya a veces algunos cristianos que formaban una comunidad doméstica, pero no una comunidad en sentido estricto.

El ministerio en las nuevas iglesias 0

Y lo que pretendía Pablo en sus viajes era poner los fundamentos para edificar una comunidad sólida de cristianos.

Quien, teniendo como trasfondo lo que hemos dicho hasta ahora, se tome la molestia de comparar el libro de los Hechos con las cartas auténticas y con la propia concepción del Apóstol sobre la edificación de la Iglesia, podrá comprobar que, desde un punto de vista material, los dos o tres viajes apostólicos de Pablo referidos en Hechos coinciden en grandes líneas con los recuerdos del propio Apóstol; pero, al mismo tiempo, se dará cuenta de que la narración de Lucas expone los hechos de forma muy esquemá­tica, incluso en lo que se refiere a la duración de los viajes; que los relatos de Hechos contienen muchas lagunas y son interpreta­dos desde la perspectiva típicamente lucana sobre la historia de los orígenes de las primitivas Iglesias cristianas; una historia que se va concentrando en Roma.

Los Hechos de los Apóstoles presentan los viajes de Pablo en una forma tal que se tiene la impresión de que, para Pablo, la meta de todos ellos debía ser Roma, punto culminante de su actividad apostólica universal. Esta presentación no es exacta, pues, por una parte, estaría en contradicción con el código misio­nero del Apóstol al que nos hemos referido, pues Roma tenía ya entonces una comunidad cristiana floreciente, constituida básica­mente, aunque no exclusivamente, por cristianos procedentes del judaismo. Cuando, antes de su último viaje a Jerusalén, y como conclusión de su actividad pastoral en Asia y Grecia, escriba des­de Corinto una carta a la comunidad de Roma para anunciar su visita, Pablo lo hará con el solo propósito de comunicarles que piensa continuar hacia España y que se dirigirá hacia allí pasando por Roma. Su planeada estancia en Roma será sólo una etapa y no la meta de un viaje cuyo objetivo fuera predicar en ella el evangelio: «Ahora, en cambio, no tengo ya campo de acción en estas regiones y, como hace muchos años que siento muchas ganas de haceros una visita, de paso para España...; porque espero veros al pasar y que vosotros me facilitéis el viaje; aunque primero tengo que disfrutar un poco de vuestra compañía» (Rom 15,23s). «Concluido este asunto y entregado el producto de la colecta, saldré para España, pasando por Roma» (Rom 15,28). Para Pa_ blo, Roma no es la meta de sus viajes apostólicos, sino más bien

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una especie de «vacaciones apostólicas» en una comunidad her­mana en el transcurso del viaje que le conducirá a su verdadera meta pastoral: España, confín más apartado del mundo occidental de entonces.

Pero llegado a Jerusalén surgirán inconvenientes que provo­carán su arresto (Hch 21,27-37) y, al final, su apelación al César de Roma (Hch 25,1 ls). Como consecuencia de estos hechos, el viaje a Roma transcurre en forma muy distinta de como lo había imaginado Pablo. Tras una travesía muy accidentada, el barco encalla en Malta, donde tiene que pasar el invierno, llegando por fin a Roma, donde reside dos años bajo arresto domiciliario (Hch 27-28,31). Luego, será puesto en libertad.

Después de estos acontecimientos es muy poco lo que sabe­mos de él: sólo que murió decapitado fuera de Roma, sin que sepamos a ciencia cierta si se trató de una condena oficial o si fue ejecutado por unos asesinos, al estilo de las antiguas «venganzas de gueto». En cualquier caso, los historiadores están cada vez más de acuerdo en afirmar que Pablo no fue ejecutado en tiempos de Nerón, sino algunos años antes. Que de hecho hubiera reali­zado su viaje a España entra en el terreno de las especulaciones, a veces de carácter piadoso, pero que no tienen fundamento his­tórico. ¡Pablo propone y Dios dispone!

A pesar de que Lucas interpreta los viajes de Pablo desde una perspectiva histórico-salvífica, Hch 16,6-10 reconoce claramen­te que, con la fundación de la comunidad de Efeso, Pablo consi­deró que su misión en la parte oriental del Imperio había con­cluido (Rom 15,19). A partir de este momento, la actividad de Pablo referida en Hechos puede ser documentada con sus propias cartas, siendo posible establecer incluso un parangón. Pero Lucas, que orienta toda la actividad de Pablo hacia Roma, ilumina esta intención básica (Roma como meta), que Hechos atribuye al pro­pio Pablo, valiéndose de dos acontecimientos más bien misterio­sos. De ellos se puede deducir que quien llama a Pablo desde la zona oriental del Imperio hacia Occidente es el Espíritu de Dios. En la concepción de Lucas, de lo que se trata es de acercarse cada vez más a Roma. Por un lado, Hch 16,6 afirma: «Como el Espíritu Santo les impidió predicar el mensaje en la provincia de

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Asia, atravesaron Frigia y la región de Galacia», y «al llegar al confín de Misia intentaron dirigirse a Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo consintió» (Hch 16,6). Se dirigieron así a Tróade, la puerta de Occidente. Pablo tuvo, además, una visión nocturna: «Se le apareció un macedonio de pie que le rogaba: Pasa aquí a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). Este «cambio» en los planes del Apóstol, que en la concepción de Hechos había sido revelado claramente por Dios y que le llevaría en primer lugar a Macedonia y Grecia, entra evidentemente en la perspectiva de la interpreta­ción cristiana de la historia de la Iglesia propia de Lucas. Para el mismo Pablo, con este acercamiento a Occidente se cumplía un plan que sin duda había ido madurando poco a poco en su interior y en cuyo origen estaba la conciencia de que su misión debía alcanzar a todo el mundo de la época: primero la parte oriental del Imperio romano; luego, la occidental; lo cual, en aquella época, quería decir «el mundo entero».

Y, de hecho, la primera comunidad fundada por Pablo en Europa, la comunidad de Filipos en Macedonia, le proporcionó particulares alegrías espirituales. Esta comunidad llegó a conver­tirse y continuó siendo la comunidad preferida de Pablo. ¿No se sentía romano con los romanos? A pesar de ser una ciudad griega, Filipos albergaba una colonia de veteranos romanos; los saludos de Pablo a los miembros de esta comunidad van dirigidos todos ellos a cristianos con nombres romanos. Filipos era funda­mentalmente una comunidad compuesta de cristianos procedentes del paganismo (Flp 4,15; 1 Tes 2,2; Hch 16,12-40); por otra parte, los filipenses que se habían convertido al cristianismo pro­cedían más bien de círculos acomodados. ¿O hay que ver en este hecho una expresión de la alegría de Pablo por haber dado el primer paso en orden a la predicación definitiva del evangelio en Occidente?

En Hechos existe además otro clisé que no encaja del todo con la propia concepción de Pablo. Según Hechos, Pablo realizaba primero una predicación estereotipada en la sinagoga; sólo después de rechazar los judíos su predicación se dirigía a los gentiles. Este modo de ver las cosas es una interpretación lucana de una idea que, a pesar de todo, es auténticamente paulina: la salvación es primero para los judíos; luego, para los griegos o no judíos (Rom

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9-11). Esta concepción se puede atribuir perfectamente a Pablo. Pero a partir del concilio de Jerusalén se establecieron acuerdos muy precisos y Pablo se atiene a ellos: «Pues el mismo que capa­citó a Pedro para su misión entre los judíos me capacitó a mí para la mía entre los paganos. Reconociendo, pues, este don que he recibido, Santiago, Pedro y Juan, considerados como columnas, nos dieron la mano a Bernabé y a mí en señal de solidaridad, de acuerdo en que nosotros nos dedicáramos a los paganos y ellos a los judíos» (Gal 2,8s). A pesar de ello, no es históricamente falso afirmar que Pablo comenzaba de hecho predicando en la sinagoga: por un lado, Pablo se comporta, en efecto, en la sina­goga como un judío que anuncia a Cristo y que, en consecuencia, se somete incluso a medidas disciplinarias judías (2 Cor 11,24); por otro, en las sinagogas de la diáspora encontraba precisamente a los «temerosos de Dios», es decir, a los paganos simpatizantes del judaismo (cosa que, en tiempo de Pablo, se había convertido en moda en muchas ciudades helenísticas). Así pues, la sinagoga constituía para Pablo el medio normal de acceso a los... paganos y, a través de estos temerosos de Dios, a otros paganos. Esto en modo alguno significa que Pablo predicara primero a los judíos y que, sólo tras el rechazo de éstos, se dirigía a los gentiles; esta forma de actuar hubiera contradicho en realidad los acuerdos to­mados. Para Pablo, la muerte de Cristo en la cruz es ya en sí misma la llamada a los gentiles (Gal 3,13s).

Por otra parte, en la exposición de los viajes de Pablo que hacen los Hechos, ya de suyo esquemática, existen además lagu­nas. Sólo algunas de ellas tienen cierta importancia para la pano­rámica que nos ocupa. Hay que tener en cuenta que las cartas auténticas de Pablo fueron escritas todas ellas después del conci­lio de los Apóstoles; por su parte, Lucas concentra casi exclusiva­mente en la persona de Pablo la expansión de la Iglesia posterior al concilio. Y lo hace en un doble sentido: por un lado, da la impresión de que las comunidades paulinas constituían la base de la Iglesia antigua, cuando de hecho la mayor parte de las co­munidades se encontraba ya entonces en el Oriente —Palestina y la Siria oriental y occidental—, sin contar con las posibles comu­nidades que existirían en Egipto y de las cuales apenas tenemos noticias históricas. Por otro lado, el libro de los Hechos presenta

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las cosas de tal modo que los colaboradores de Pablo (Bernabé, Silvano, Lucas, Timoteo, etc.; Tito, un cristiano de origen gentil, no aparece ni una sola vez en Hechos, a pesar del papel estratégico que desempeñó en las dificultades de las comunidades cristianas de Corinto) eran simples compañeros de viaje, sin responsabilidad e iniciativa propias. Frente a esto, resulta históricamente indiscu­tible que, durante el primer viaje misionero desde Antioquía hacia Chipre y Cilicia, quien llevó la dirección no fue Pablo, sino Ber­nabé (Hch 13,ls).

Es evidente que Pablo solía tomar la iniciativa espontánea­mente en cuestiones importantes, incluso si se trataba de cosas profanas (cf. su naufragio en Malta: Hch 28,3). Frente al gober­nador romano de Siria, Pablo apeló por primera vez a su con­dición de ciudadano romano, lo que hizo que el gobernador tra­tara a Pablo como el más importante de los tres compañeros de viaje (Bernabé, Pablo y el sobrino de Bernabé, Juan Marcos). Este cambio sutil de las relaciones no se le escapó a Juan Marcos: ex­trañado de ello, anuncia su retirada del trabajo en equipo y vuel­ve a casa provocando ía indignación de Pablo (Hch 13,13; cf. Hch 15,37ss).

El libro de los Hechos desdibujó claramente el papel de Ber­nabé incluso en las primeras comunidades paulinas. Este judío de la diáspora, originario de Chipre, se habría convertido al cris­tianismo desde muy pronto en Jerusalén (pone todos sus haberes a disposición de la comunidad jerosolimitana: Hch 4,36s). Ber­nabé no era solamente mayor que Pablo, sino que además se había convertido antes que él. Hch 14,4.14 lo llama incluso «apóstol», lo cual, dado el concepto lucano de este término (los Doce), resulta bastante extraño y sólo se explica si se supone que Lucas utilizó una fuente más antigua. Bernabé trabajó en Antio­quía y, según Hch 11,22, lo hizo por encargo de la comunidad de Jerusalén. Este mismo Bernabé es el que trae a Pablo desde Tarso a Antioquía (Hch ll,25s) y le permite participar en las grandes misiones, cuyo punto de partida es esta última comuni­dad. El mismo Pablo confiesa lo que él debe a Bernabé como cristiano (1 Cor 9), aun cuando, como consecuencia de un con­flicto, sus vidas tomaran caminos distintos. También parece que fue Bernabé quien tomó la iniciativa del primer viaje misionero

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desde la comunidad de Antioquía; de hecho, se habla de él como del primero de los «profetas y maestros» que dirigían la comu­nidad (Hch 13,1). Acompañado por Pablo, lleva a Jerusalén la colecta de la comunidad antioquena (Hch 11,30) y es también él quien introduce a Pablo en Jerusalén e intercede en su favor ante los altos círculos de esta ciudad, algo desconfiados frente a Pablo (el antiguo perseguidor de los cristianos). Junto a Pablo, representa a la comunidad de Antioquía en el concilio de Jerusa­lén. Bernabé defiende la doctrina de que los paganos que se hacen cristianos están libres de la Ley; al igual que Pablo, defiende una postura de independencia relativa frente a las comunidades en la realización de la actividad apostólica: ellos mismos se procuraban el sustento (1 Cor 9,6). Con todo, es cierto que, después del Con­cilio de Jerusalén, Bernabé se manifiesta más favorable a las ideas de los judeocristianos. Pablo afirma con tristeza: «. . .y hasta el propio Bernabé se dejó arrastrar con ellos a aquella farsa» (Gal 2,13b).

¿Qué problema se planteaba en este último asunto? Se tra­taba de una situación nueva que el Concilio de Jerusalén no había previsto. En esta asamblea se habían distribuido los campos de actividad: Pablo y Bernabé, para los incircuncisos; Pedro y los suyos, para los circuncisos. Desde entonces, Pablo y Bernabé po­dían afirmar y practicar: judío con los judíos y griego con los griegos. Pero, posteriormente, este principio de la división de campos fue insuficiente. ¿Qué había que hacer cuando tuvieran que convivir unos cristianos provenientes del judaismo y otros del paganismo? En este caso concreto, la solución cristiana no podía ser una simple convivencia pacifica, pues ésta contradecía el principio de una única Iglesia compuesta de judíos y paganos. Este era el elemento nuevo que planteaba aquel conflicto y sirvió a Pablo como una especie de test, pues, desde una perspectiva cristiana, este principio suponía que los cristiano-judíos debían relativizar sus leyes y aceptar la comunidad de mesa con los cris­tianos de origen pagano. Esto no había sido previsto por las cláu­sulas del concilio de Jerusalén, que se fundaban en el principio de la división de las áreas de influencia. Judío con los judíos y griego con los griegos: un principio compartido incluso por Bernabé y Pedro se mostraba ineficaz cuando judíos y griegos se reunían

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como cristianos: «Antes que llegaran ciertos individuos de parte de Santiago, comía con los paganos; pero llegados aquéllos, solía retraerse y ponerse aparte, temiendo a los partidarios de la cir­cuncisión» (Gal 2,12s). Este conflicto provocó la separación de Bernabé y Pablo, un episodio que Hch 15,36-39 atribuye a una discusión sobre la conveniencia o no de llevar con ellos a Juan Marcos, que había abandonado a Pablo (Hch 15,37ss).

La actitud de Pablo no parece haber convencido a los otros; más bien parece que Bernabé y Pedro se mantuvieron en su acti­tud, lo cual no contribuyó desde luego a mejorar la fama de Pa­blo en determinados círculos judeocristianos. ¡En el transcurso del siglo I I , el judeocristianismo rechazará completamente el pauli-nismo!

La autoridad de que gozaba Bernabé en el seno de la comuni­dad primitiva se deduce, en fin, de que una determinada tradi­ción cristiana, de la que es testigo Tertuliano, le atribuye la car­ta a los Hebreos, y otra tradición, la llamada carta de Bernabé.

En Hechos se presenta, por último, las comunidades fundadas por Pablo como comunidades firmes, internamente coherentes, sin conflictos dignos de mención. Que Pablo tuviera que recurrir varias Veces a la disciplina se reduce a la categoría de meros epi­sodios. Sólo tras la marcha definitiva de Pablo habrían surgido conflictos internos de cierta seriedad en el seno de las comunida­des paulinas (Hch 20,29s). Muy diverso es el panorama que ofre­cen las cartas a los Gálatas y a los Corintios, las afirmaciones de 2 Cor l,8s sobre la comunidad de Efeso e incluso Flp 3,2s: ¡Pablo soportó no pocos sufrimientos en todas las comunidades fundadas por él mismo! Más tarde, las cartas deuteropaulinas pondrán la siguiente afirmación en labios de Pablo: «Ya sabes que todos los de Asia me han vuelto la espalda» (2 Tim 1,15).

Antes de que pudiese realizar el proyectado viaje a Jerusalén para llevar a los dirigentes de aquella comunidad las ayudas eco­nómicas de la comunidad de Efeso, Pablo, que pensaba que su actuación en la parte occidental del Imperio había concluido con la fundación de una comunidad tan importante como la de esa ciudad, se tuvo que enfrentar con la crisis más fuerte de toda su actividad apostólica, que afectaba tanto a la comunidad de Galacia

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como a las de Corinto y Efeso. Le habían llegado noticias de que algunos «misioneros de fuera» atacaban su evangelio. El se había ceñido estrictamente a los acuerdos del concilio de Jerusalén sobre la división de áreas de acción y, en consecuencia, no se entremetía en las comunidades fundadas por misioneros que no pertenecían a su grupo; por esto mismo no admitía intromisiones «extrañas» en sus propias comunidades. En los casos en que éstas se pro­ducían, reaccionaba con severidad y dureza, no por celos persona­les (cf. Flp 1,13-18), sino porque él había recibido del mismo Dios el evangelio que predicaba. Nadie, ni siquiera un ángel del cielo, podía cambiar nada en ese evangelio (Gal l,8s).

El que, en vísperas de despedirse de Asia Menor y de Grecia, su radio de acción hasta ahora, se viera confrontado por primera vez con lo que él mismo había llamado cismas incipientes dentro de la comunidad (que aún era una sola comunidad: cf. 1 Cor 1, 11), hace nacer en su ánimo la conciencia clara de lo que pueden significar las tensiones en la Iglesia. Es cierto que cuando fundó sus comunidades tuvo que vérselas con situaciones difíciles; pero los últimos acontecimientos eran una triste novedad incluso para este Apóstol, continuamente sometido a la prueba. Aunque de contenidos diversos, las dificultades parecen haberse producido to­das simultáneamente, en Galacia, Corinto y, por último, en Efeso. Sobre ello esoribe Pablo: «Porque no queremos que ignoréis, her­manos, las dificultades que pasé en Asia» (2 Cor l,8s).

Es éste precisamente el período en que escribe sus grandes cartas desde Efeso: cuatro, al menos, a los Corintios, resumidas posiblemente por los recopiladores posteriores en 1 y 2 Cor; con toda probabilidad, las cartas a los Gálatas y a los Filipenses y hasta, posiblemente, la carta a Filemón. Algo más tarde, tras ha­ber superado las dificultades en Corinto, Pablo, lleno de alegría, se dirigirá desde Tróade a esa ciudad, en la que escribirá su carta a los Romanos.

La carta a los Gálatas es durísima; aunque no sabemos si ob­tuvo algún resultado con la misma. Frente a la situación planteada en Corinto había adoptado un comportamiento muy semejante, y en este caso parece que los resultados no fueron muy halagüeños (cf. 2 Cor 2,1); por esta causa escribe a los corintios una nueva «carta llena de lágrimas» (2 Cor 2,4), asumida probablemente en

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2 Cor 10-13. En esa ocasión envió a Corinto a Tito, que era a todas luces el cristiano más dinámico de entre los que procedían de la gentilidad (2 Cor 7,5-6.13-14; 8,6.16-19; 12,18). Pablo tuvo que dejar mientras tanto la ciudad de Efeso y esperar impaciente a Tito en Macedonia. Al fin pudo éste informarle de que su mi­sión en Corinto había sido un éxito (2 Cor 2,6; 7,5-16) y, lleno de alegría, pudo dirigirse de nuevo a esa ciudad.

Prescindiendo de las dificultades que aún se planteaban en el seno de la comunidad de Efeso, una vez en Corinto, tuvo Pablo ocasión de reflexionar con sosiego sobre el camino recorrido hasta entonces, que en su conjunto arrojaba un resultado muy positivo. Esta es la impresión que produce la carta que, desde Corinto, es­cribe a los cristianos de Roma. Toda ella es una preparación para lo que, según el propio Pablo, debía constituir la segunda fase de su apostolado: una tematización del evangelio que él había lleva­do a la mitad oriental del Imperio y que había constituido su pri­mer campo de acción, que ahora considera concluido (Rom 15, 23s). El segundo se propone realizarlo anunciando ese mismo evangelio en la parte más occidental del Imperio, es decir, España (Rom 15,24.28). Por eso trata en esta carta, de una forma resuel­tamente imparcial, los más recientes problemas de la fe.

En esta breve panorámica nos hemos podido hacer una idea de la gran labor realizada y los arduos sufrimientos que soportaba el fundador de una comunidad cristiana. Pero ¿qué consecuencias podemos sacar de todo ello respecto al ministerio y en relación con la fundación de nuevas comunidades? Algunos teólogos concluyen que la fundación de comunidades se realizaba «jerárquicamente», de modo que en la concepción del ministerio habría un doble as­pecto complementario: las comunidades son fundadas «desde arri­ba», pero su edificación se realiza «desde abajo».

Las cosas no parecen ser tan sencillas. Para el Nuevo Testa­mento, «los Apóstoles» son la comunidad escatológica de Dios, según el modelo de las doce tribus de Israel y los doce patriarcas del pueblo judío. El relato de los viajes misioneros de Pablo nos ha permitido conocer que las comunidades que éTTundaba sé" convertían a su vez en comunidades misioneras. La cc^mudácTeFi" cuanto tal es misión, envío. Era lógico que las comunidades dedi-

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caran a esa tarea a algunos miembros probados del propio equipo pastoral, como ocurrió, por ejemplo, con Epafras. Pero también podía ocurrir que el enviado fuera un miembro inspirado de una comunidad, quien posteriormente se convertía en dirigente (mi­nistro) de la nueva comunidad en virtud de la misión que había recibido de la comunidad madre. Lógicamente, la nueva comuni­dad recién fundada no sólo aceptaba el evangelio, sino también al misionero que se le había enviado. La cosa no podía ser de otro modo, pues se trataba de fundar una comunidad en un ambiente aún no cristiano.

También, en el caso de nuevas fundaciones, lo importante era que una comunidad apostólica eligiese a alguno de sus miembros para realizar una misión entre aquellos que aún no pertenecían a la comunidad y, por este hecho, le otorgaba una bendición especial (imposición de manos). Entre la fundación de una Iglesia y su posterior organización no existe ninguna diferencia sustancial, salvo las diferencias de acento intrínsecas a cada una de estas dos situaciones. Es evidente que antes de que una nueva comunidad sea atraída por la buena noticia y pueda presentarse como comu­nidad cristiana viva deberá anunciarse el evangelio en esa área geográfica concreta. Esto es lógico, incluso sociológicamente ha­blando. Pero la posibilidad de que unas gentes que aún no son cristianas puedan escuchar el anuncio de la buena noticia sólo se explica por la conciencia que tienen las comunidades del deber de anunciar el mensaje divino —el mensaje de que Jesús es el Me­sías— más allá de las propias fronteras.

La visión de comunidad y ministerio ofrecida en estos capítu­los no sólo no pierde fuerza, sino que más bien se ve confirmada por la historia de las fundaciones realizadas por Pablo. A tales fundaciones se refiere, por otra parte, la mejor información his­tórica que poseemos sobre los primeros años de la Iglesia, inclu­yendo la misión que la comunidad de Antioquía encomendó a Bernabé y a Pablo.

IV. MINISTERIO Y EDIFICACIÓN DE LA COMUNIDAD

1. Guías, animadores y modelos evangélicos de la comunidad

En el proceso de evolución del ministerio dentro del Nuevo Tes­tamento llama la atención que no haya evolucionado el ministerio sobre la base o en el entorno de la eucaristía o de la liturgia, sino sobre la base de la edificación apostólica de la comunidad a tra­vés de la predicación, la exhortación y la dirección27. El minis­terio, sea cual sea su forma concreta, está referido a la obra de dirección de la comunidad: los ministros son guías, animadores y modelos evangélicos para ella. En el Nuevo Testamento no se plantea el problema de quién debe presidir la eucaristía, sobre lo que nada se nos dice. Por otra parte, Pablo se refiere a la euca­ristía no como una «tradición apostólica», sino como «una tradi­ción del Señor» (1 Cor 11,23), a la cual están ligados incluso los Apóstoles. La eucaristía es el don del Señor a toda la comunidad en el momento de su despedida, y por ello mismo tiene la comu­nidad derecho —un derecho que es gracia— a participar de ese don independientemente de los complicados problemas que pue­da plantear el ministerio: «Haced esto en memoria mía».

En ningún texto del Nuevo Testamento se establece una rela­ción expresa entre el ministerio eclesiástico y la presidencia litúr­gica (salvo, quizá, en Hch 13,ls). Pero esto no quiere decir que cualquier cristiano pueda presidir la celebración eucarística. Los que presidían la cena eucarística en las comunidades domésticas de Corinto eran los anfitriones, que eran al mismo tiempo los presidentes de esas comunidades. Con todo, ese hecho no implica que la eucaristía no tuviera nada que ver con el ministerio28. Por

27 Cf. a este respecto el folleto Das Recht der Gemeinde auf Eucharistie. Die bedrohte Einheit von Wort und Sakrament, editado por el Grupo de Solidaridad de Sacerdotes Católicos de la diócesis de Spira (Tréveris 1978) y el número 153 (1980) de «Concilium», consagrado todo él al «derecho de la comunidad a un pastor».

28 En el folleto citado en la nota anterior, J. Blank defiende la tesis de que, desde un punto de vista neotestamentario, la eucaristía es propiamente «a-ministerial» (pp. 8-29). Tesis que, en mi opinión, no es exacta. Pero sí es cierto que en el Nuevo Testamento el ministerio no se desarrolló a

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otra parte, no es posible encontrar fundamentos bíblicos cuando se quiere demostrar que existe una relación místico-sagrada entre ministerio y eucaristía. Si se tiene en cuenta que la celebración eucarística estaba estructurada según el modelo de la oración que recitaban los judíos en las comidas (el birkat hamazon, que no podía ser dirigido por cualquiera)29, se entiende que la presidencia eucarística fuera asumida ipso jacto por los presidentes de la co­munidad, suposición confirmada asimismo por textos contempo­ráneos a los últimos escritos del Nuevo Testamento. En el estrato más antiguo de la Didajé, la presidencia eucarística es ocupada por los «profetas y maestros»; en el estrato más reciente, a éstos se añaden los presbíteros. Esta presidencia tiene el carácter de un ministerio30. En la primera carta de Clemente, la presidencia la ocupan los episcopos-presbíteros. La concepción general es, pues, la siguiente: aquel que dirige la comunidad, sea cual sea la forma concreta que asuma esta dirección, es también, por el mis­mo hecho, el que preside la celebración eucarística (para lo cual no es necesario poseer una facultad especial). El Nuevo Testa­mento no ofrece otros datos. Más adelante veremos cómo, en el transcurso de la historia, la relación entre comunidad y ministerio quedará reducida a una relación intrínseca entre sacerdocio y eucaristía.

Desde la perspectiva del Nuevo Testamento el ministerio es un elemento constitutivo de la Iglesia (prescindiendo de la cues­tión de si dicho ministerio surge carismáticamente o es institucio­nalizado, y de la forma concreta en que, de acuerdo con las nue­vas necesidades, se va diferenciando y estructurando el ministerio

[ en las distintas circunstancias). El ministerio es necesario para i edificar la Iglesia en la línea apostólica, es decir, como «comuni-

' partir de la eucaristía o en torno a la eucaristía, sino desde y en torno a la edificación de la comunidad y, yo añadiría, desde la edificación de la comunidad como realidad apostólica en un auténtico «seguimiento de Jesús» y de los mismos apóstoles.

29 Cf. K. Hruby, La «Birkat ha-mazon», en Mélanges Liturgiques (Lo-vaina 1972) 205-222; L. Finkenstein, The Birkat-Ha-mazon: «Jewish Quar-terly Review» 19 (1928-29) 211-262; T. Talley, De la «Berakah» a l'Eucha-ristie: «La Maison-Dieu» 125 (1974) 199-219.

30 Cf. J. Audet, Le Didaché (París 1958).

Ministerio y edificación de la comunidad 67

dad de Dios»; necesario para una auténtica sequela lesu apostó- ' lica. En el centro de todo ello aparece la comunidad apostólica con la herencia que ha recibido de los Apóstoles: el evangelio. El ministerio es un servicio a esa apostolicidad y, sobre la base de esta dimensión, el propio ministerio puede ser considerado como una realidad apostólica, ya que es un servicio a la comuni­dad apostólica y a la herencia de ella recibida: el evangelio. Así pues, el ministerio es una realidad apostólica, no tanto en el sen­tido de que exista una cadena ininterrumpida en la sucesión minis­terial (esta dimensión se convirtió de hecho en un ordenamiento eclesiástico en atención a la ordinatio posapostólica), sino, sobre todo y primariamente, en el sentido de la apostolicidad del evan­gelio de la comunidad, que tiene el derecho a tener ministros que la mantengan en la línea de ese origen apostólico. Por esta misma razón, el ministro no es un simple p^)rtavoz_de la^comunidad, sino que en ocasiones tiene la obligacjón_d^arnonestarla; aunque tjm-bién la comunidad puede llamar al orden a sus_ministros. Por su condición de guías y animadores de la comunidad, los ministros por ser «los más grandes», deben ser los más pequeños, los servi dores de todos (Me 10,43s).

Nada dice el Nuevo Testamento sobre una diferencia esencial entre «laicos» y «ministros». El elemento peculiar del ministerio aparece en el marco de otros muchos servicios no ministeriales dentro de la Iglesia. Por esta razón, el ministerio no es un estado, sino una junción que la misma comunidad, asamblea de Dios, considera justamente como «un don del Espíritu». Desde una perspectiva neotestamentaria. la estructura esencialmente apostó^ tica de la comunidad y, en consecuencia, de su ministerio de di-rección, no tiene nada que ver con lo que (sobre la base de los ulteriores modelos usuales en el Imperio romano y, más tarde aún, en la sociedad feudal) se denomina impropiamente «ierar~ quía» eclesiástica.

En el conjunto de funciones que se realizan en la Iglesia exis­ten ciertamente funciones especiales. El ministerio no es un esta­do o un ordo en la línea del «orden» o estado «senatorial» típico de los romanos (aun cuando la formulación y, sobre todo, la es­tructura de los ministerios se realizara posteriormente según estas categorías). Y puesto que lo que existe en la Iglesia no es, por

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otra parte, un cuerpo de funcionarios civiles, sino un servicio a una «comunidad de Dios», el ministerio exige de los ministros que presidan a la comunidad en una auténtica sequetcT 1 esu, con_ Ta~ espiritualCTacTque ese seguimientojle |esús~romportajeji_eliJu£vjQ_. Testamento. En épocas posteriores se llegó a decir: el sacerdote es «forma gregis», modelo de las comunidades.

2. «Testamento de Pablo» a los dirigentes de las comunidades

En Hch 20,17-38 relata Lucas que, al despedirse definitivamente de la comunidad de Efeso, convocó Pablo a los dirigentes de la comunidad (que el texto llama presbíteros). Sigue el testamento que dirige a los jefes de la comunidad local que han seguido sus huellas. En él nos ofrece Lucas una buena panorámica de la con­cepción que tienen los escritos tardíos del Nuevo Testamento so­bre el ministerio, de la cual se pueden encontrar no pocos para­lelos en otros escritos neotestamentarios (las Cartas Pastorales, la primera de Pedro e incluso las mismas cartas auténticas de Pa­blo). Este testamento se puede dividir en cinco puntos:

a) Tras la muerte del Apóstol y de los otros fundadores de la comunidad, el ministerio eclesial de dirección es una gracia ministerial que el Señor concede (Hch 20,28: «... del rebaño en el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes, siendo así pastores de la Iglesia de Dios»).

h) Este servicio consiste en el testimonio del evangelio de la gracia de Dios (Hch 20,24).

> c) Como el mismo Pablo, también el ministro es «predica­dor del reino de Dios» (Hch 20,25): debe dedicarse a la causa a que se dedicó Jesús, el reino de Dios que se hace visible en la actuación y en la vida de la comunidad y que se inauguró con la «buena noticia» y con la actuación de Jesús, en las que ese reino se hace visible en una forma histórica concreta.

9 d) Como en el caso de Jesús y de muchos apóstoles, este testimonio o «martirio» puede traducirse a veces en un «testimo-

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nio hasta la muerte». El apóstol, el ministro e incluso cualquier cristiano no sólo es testigo de la pasión de Jesús (cf. 1 Pe 5,ls), sino que además el ser testigo se realiza en sus sufrimientos (Hch 3,1; 4,1, una tradición que aparece en el Evangelio de Marcos, en 1 Pe 5,ls, en la carta a los Hebreos —puede verse, además, 2 Tim 4,6s—; es decir, en muchas tradiciones particula­res del Nuevo Testamento). Por ello, hasta bien entrado el si­glo II se pensaba que el «testigo», el «mártir», es decir, un cris­tiano que hubiera confesado su fe ante los funcionarios civiles y, como consecuencia de ello y según las leyes romanas, fuese condenado a muerte, se convertía ipso jacto en testigo oficial de la tradición apostólica (esto independientemente de que su ejecu­ción se llevara a cabo o no).

Según muchas fuentes del siglo n , por el mero hecho de su confesión tal persona se convertía en ocasiones (concretamente, cuando una Iglesia lo aceptaba) en «dirigente de la comunidad», testigo auténtico de la tradición apostólica. Para ello no hacía falta la ordinatio o imposición de manos, que mientras tanto se había hecho obligatoria en el ordenamiento eclesiástico31. Haber soportado pruebas y sufrimientos por su fe en Jesucristo lo ha­bía «ordenado» (por utilizar términos anacrónicos) auténtico esla­bón de la tradición apostólica, «sacerdote», testigo y garante de la apostolicidad de la comunidad. Por esta razón, el cristiano que haya sido probado y haya soportado sufrimientos es eT candidato-

idóneo paira el ministerio. La carta a los Hebreos tematiza esta dimensión desde la perspectiva del sacerdocio único y peculiar de Jesús. Es verdad que, para una mente judía, Jesús era laico, pero su solidaridad doliente con su pueblojo había constituIHo"]Sumo Sacerdote^7!

O e) De acuerdo con el pensamiento de Lucas, que habla re­petidamente de la alegría cristiana, podemos añadir a este testa­mento que, según la concepción paulina del ministerio, el minis­tro contribuye a «la alegría (de la comunidad)» (2 Cor 1,24).

31 Cf. la bibliografía que ofrecemos más adelante en la nota 27 del ca­pítulo II.

32 E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos (Ed. Cristiandad, Madrid 1983) 252-256.

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Quien atiende a la comunidad anuncia la buena noticia de la reconciliación (2 Cor 5,18ss); la alegre noticia de la liberación otorgada por un Dios vuelto hacia el hombre y hacia la huma­nidad. Incluso en medio de los sufrimientos los ministros son portadores de alegría.

3. Apostolicidad de la comunidad y del ministerio

Los análisis que hemos hecho de las distintas concepciones del ministerio y su praxis concreta en las Iglesias neotestamentarias nos permiten avanzar una primera síntesis.

Según el Nuevo Testamento, la primitiva Iglesia tuvo con­ciencia de ser una comunidad apostólica. La apostolicidad signifi­caba, ante todo, la conciencia de las comunidades oristianas de haber sido edificadas sobre el fundamento «de los apóstoles y pro­fetas» de la primitiva Iglesia. Para el Nuevo Testamento, una co­munidad viva es una comunidad de creyentes que hace suya la causa de Jesús, es decir, la inminencia del reino de Dios en cuanto vinculado esencialmente a la actividad y, en definitiva, a la per­sona misma de Jesús y que, por ello mismo, quiere perpetuar la historia del Señor en el significado que ésta tiene para el futuro de todos los hombres. Aquí el acento recae no tanto —aunque también— en una doctrina, que es preciso conservar con la mayor pureza posible, cuanto en la historia de y sobre Jesús y en la sequela Iesu, es decir, en una praxis cristiana (seguimiento de Jesús) vivida con la máxima iradicalidad y de acuerdo con la ins­piración y las exigencias del «reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33): la fuerza del amor de un Dios volcado hacia la humanidad, sueño cristiano e idea-clave creadora de futuro: «Esta es la mo­rada de Dios entre los hombres» (Ap 21,1-4). Se trata funda­mentalmente de una asamblea de personas que creen en Dios, de una comunidad en la que se mantiene viva la visión de un «nuevo cielo y una nueva tierra» sobre la base de una referencia continua a Jesús de Nazaret, a quien confiesa como Cristo, Hijo predilecto de Dios, Señor nuestro»; de una comunidad fiel al testimonio profético y a una praxis conforme a ese reino de Dios inaugurado.

Esta «asamblea de Dios» es una fraternidad en la que han

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desaparecido las estructuras de poder dominantes en el mundo • ( M T ^ O ^ S P L C 22,25; Me 10,42s): todos son iguales, aunque"" (parafraseando la conocida expresión inglesa: «all men are equal, but some are more equal») se podría afirmar incluso que el más pequeño, el pobre y el oprimido es «más igual» todavía. Todos tienen derecho a tomar parte en la gestión de la comunidad, aun cuando existan de hecho diversas funciones y, dentro de éstas, diferencias ministeriales entre el compromiso de todos los creyen­tes para con la comunidad y los servicios específicamente minis­teriales, en especial los del dirigente o grupo de dirigentes33.

Así pues, según ej_Nueyp Testamento, las Iglesias cristianas son "'apostólicas^ Esto incluye el anuncio apostólico del mensaje^ "propio de Jesús ("el reinojdj^j3ios), deí~cual es inseparable la per-"sona dé~Jesús y, portanto, su muerte ylresurreccionT^«El evan­gelio Hejesús, Hijo de Dios» (Me 1,1) o «el evangelio de Dios» (Me 1,14). A esta apostolicidad de la comunidad cristiana corres­ponde laaoostolTcidad del ministerio (la llamada successio apos-, tbTJcáyTLa apostolicidad de la comunidad cristiana incluye, en efecto, la mediación apostólica de la fe y, por ello mismo, la im­portancia permanente del documento originario en que se narra kerigmáticamente el «evangelio de Jesús», el Nuevo Testamento, leído en el horizonte hermenéutico de lo que conocemos como «Antiguo Testamento». La apostolicidad del contenido de la fe de la comunidad constituye un elemento decisivo para el mismo Nuevo Testamento: «La doctrina que me has oído proclamar en i presencia de muchos testigos confíala a hombres fieles capaces^a i su vez de instruir a otros» _{2_ Tim 2,2). Primariamente lo que importa no es tanto una sucesión ininterrumpida o continuada_en_ el ministerio- cuanto una continuidad en la tradición apostólica o en el contenido"de• Tá fe."

De ahí nácela idea básica que la comunidad cristiana tiene de sí misma: es «comunidad de Dios» porque es comunidad de Jesús, esUecir, comunidad que se congrega en torno a Jesús, que, según el testimonio de los Apóstoles, es salvación de__partp de Dios. Esta comunidad tiene derecho (incluso desde el punto de vista

33 En 1 Cor 12,28 se mencionan servicios ministeriales entre otra serie de servicios.

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sociológico) a poseer sus dirigentes. Y, puesto que es una comu­nidad de Dios, esífderecho Ts~~úñ derecho apostólico. Además, por ser comunidad de Cristo, y en virtud del mandato de Jesús «Haced esto en memoria mía», tiene también un derecho eclesio-lógico (que es un don) a celebrar la eucaristía. Con esta orienta­ción apostólica vivieron las comunidades de la época neotesta-mentaria y sus inmediatas sucesoras.

Sólo al desaparecer la primera generación, en especial la gene­ración de los apóstoles y profetas, se planteó de forma automá­tica y explícitamente en todas las Iglesias el problema de la «dirección eclesial» (cosa que ocurrió más o menos entre los años 80-100 d. C) , un problema que había ocupado ya intensa­mente al propio Pablo en los años que precedieron inmediata­mente a su muerte (Flp 2,19-24). En esta misma época, el minis­terio no sólo adquirió contornos claros, aunque flexibles, en las distintas comunidades, sino que además fue objeto de una refle­xión teológica en sentido estricto, aun cuando el interés de esa reflexión no estuvo muy centrado en las estructuras ministeriales concretas y en su denominación precisa.

Los ministros posapostólicos o eclesiales debían velar por la experiencia apostólica originaria y, por tanto, bíblica, de la que habrían de vivir las comunidades; o dicho con otras palabras: debían velar por la identidad cristiana y la vitalidad evangélica de esa comunidad en orden a la salvación de los hombres. En dicha tarea aparece el ministerio en el marco de otros servicios que son tan necesarios para la edificación de la comunidad como lo es el compromiso efectivo de la entera comunidad (Ef 4,11). El^ele-^ mentó peculiar y propio del carisma ministerial enelconjunto de los ólfbs carísimas y dones consiste en que los ministrosTen~~actí-~ tud solidariá~coñ el restode la comunidad, poseen una responsa­bilidad personal e intransferible en orden al mantenimiento de la identidad apostólica y la incolumidad evangélica pn el seno dp la ^orñurudácT. Según el Nuevo Testamento, lo único teológicamente Importante es~la exigencia de la apostolicidad, no la_forma con­creta del compromiso_en favor de la comunidad. Por ello, la apos­tolicidad de las comunidades fundadas por «los apóstoles y pro­fetas» constituye también el fundamento y la fuente de la apos­tolicidad del ministerio eclesial.

4. Algunos criterios de apostolicidad

a) «Apostolicidad» significa primariamente la conciencia que tiene la comunidad de proseguir la causa de Jesús. ¿Cuál era esta causa!* Jesús era el proieta escatológico del reino de Dios, es decir, el profeta de Dios en cuanto salvación de y para los hom­bres; profeta de la actuación liberadora de Dios. Donde Dios «reina», reina también la concordia entre los hombres y nace la fraternidad. Este anuncio se hizo visible como experiencia viva en la actuación de Jesús, en su praxis de acuerdo con las exigencias de este reino. La venida del reino de Dios en cuanto salvación de y para los hombres está así unida intrínsecamente a la actividad de Jesús, a toda su persona. En el Nuevo Testamento esto se indica con la siguiente expresión: «evangelio de Jesús, Cristo e Hijo de Dios». En consecuencia, la «apostolicidad» incluye con­cretamente: el anuncio apostólico del mensaje propio de Jesús, del cual es inseparable su persona y, en consecuencia, su muerte y resurrección. La interpretación apostólica del rechazo y de la muerte de Jesús pertenece al núcleo esencial del «evangelio». Por esta razón, de lo que se trata en definitiva es del «evangelio de Dios» (Me 1,14), en primer término porque el contenido del evangelio de Jesús era precisamente el reino de Dios, pero además porque 0^£j?oi_gW£re_Jmr algo en la jnuerte y a través de la muertede ese «mensajero» suyo. J^m_es_^gj._gQnsiguiente, pajrtg esencialdel evangelio en cuanto «evangelio de Dios»..

b) La mediación apostólica de la fe de las comunidades cris­tianas incluye, además, en concreto, el significado permanente del documento originario en que se narra kerigmáticamente el «evan­gelio de Jesús el Mesías», es decir,_el Nuevo Testamento inter-pretado a la luz de loque llamamos Antiguo Testamento. En este punto reside" la inspiracióñ~de la comunidad cristiana: este libro «es inspirado» porque nos inspira cómo Dios inspiró a Jesús y a su movimiento. En consecuencia, que^a ^ojnjmidad-pejmanezca. sometida a la norma del Nuevo Testamento es también un ele-mentode - lo que denomino «apostolicidad» de la comunidad (y

«a pesar»~de~la necesidad^ y las dificultades que entraña toda hermenéutica bíblica).

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74 Las comunidades neotestamentarias

c) Sobre esta base se clarifica la conciencia que la comuni­dad cristiana tenía de sí misma: es «comunidad de Dios» porque es «comunidad de Jesús»; la comunidad está sometida a la norma apostólica del «seguimientodejesús», que, por otra parte, debe ser actuado en cada una de las nuevas circunstancias históricas.

d) La predicación del mensaje, la diaconía y la liturgia (es decir, la ^licitucTT5OT~ei-Tromb^ que vivé) son distintivos apostólicos de la comunidad de Dios?

e) Esta tiene un derecho apostólico__a_„poseer_ministros y asimismo un derecho, que nace del mandato neotestamentario «Haced esto en memoria mía», a celebrar la eucaristía o la Cena.

f) En cuanto magnitudes apostólicas, las comunidades no son islas (a pesar de que en el Nuevo Testamento no existe aún una organización suprarregional), sino que están vinculadas entre sí po re l amor. Las comunidades forman así una única y gran-diosakoinonía o comunidad fraterna en la que debe existir un espacio para la crítica evangélica recíproca que se oriente a man­tener todas las comunidades en la apostolicidad. Desde una pers­pectiva neotestamentaria, estos lazos de amor conservan su carác­ter apostólico a través de la dirección colegial o koinonía de todos los ministros, en la que la función de Pedro constituye un factor de unidad en orden al mantenimiento del lazo del amor.

g) El ministerio en la Iglesia no es un^ estado o posición, sino un servicio, una función en el seno de la «comunidad de Dios» vT~pbr tanto ,un«don_del Espíritu Santo». La solidaridad con los pobres y los pequeños que sufren es un distintivo esen­cial del carácter apostólico clel ministerio, puesto queconstituye un distintivo del carácter apostólico de la entera comunldacPcTe" Jesús.

h) Y, por último, las legítimas formas concretas y siempre cambiantes del carácter apostólico de la comunidad y, por tanto, del ministerio no pueden ser objeto de una fundamentación teó­rica, sino que deben serlo en una correspondencia crítica (teórica y práctica) recíproca entre lo que hicieron las comunidades del Nuevo Testamento y lo que hacen las comunidades cristianas actuales.

Ministerio y edificación de la comunidad 75

Sobre la base de esta visión panorámica es posible concluir que, según el Nuevo Testamento, la comunidad posee un derecho a tener ministros y a celebrar la eucaristía. Este derecho apostó­lico está por encima de los criterios que la Iglesia puede y debe establecer para admitir a sus ministros (cf., en el mismo Nuevo Testamento, 1 Tim 3,1-13). Lógicamente, algunos criterios están estrechamente unidos a la misión y al contenido del ministerio al servicio de una comunidad de Dios. Pero la Iglesia oficial no puede derogar el derecho apostólico de las comunidades cristia­nas; ella misma está ligada a ese derecho apostólico. Por ello, si en unas circunstancias históricas concretas existe el peligro de que una comunidad se quede sin ministros (sin sacerdotes), cosa que está ocurriendo actualmente de forma progresiva, aquellas exigen­cias de admisión al ministerio que no nazcan de su propia esen­cia y que sean en realidad una de las causas de esa escasez de sacerdotes deben ceder frente al derecho de las comunidades a tener dirigentes, un derecho que es primario y se funda en el Nuevo Testamento. Este derecho apostólico tiene la preferencia frente a un ordenamiento eclesial fáctico que pudo haber sido necesario y saludable en otras circunstancias (más tarde nos vol­veremos a referir a este punto con mayor atención).

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CAPITULO II

EL MINISTERIO ECLESIAL EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

I . CONCEPCIÓN PNEUMATOLOGICO-ECLESIAL

DEL MINISTERIO EN LOS DIEZ PRIMEROS SIGLOS

1. Testimonio del Concilio de Calcedonia

Con el fin de determinar con precisión cuál fue la práctica del ministerio en los diez primeros siglos de nuestra era será conve­niente comenzar con el canon 6 del Concilio de Calcedonia (año 451), que traduce perfectamente en términos jurídicos la con­cepción y la práctica del ministerio en la Iglesia primitiva. La teología patrística y las liturgias de la Iglesia primitiva son una prueba visible de la concepción del Concilio de Calcedonia res­pecto al ministerio. El objetivo de este concilio fue dar de una vez forma estable a una praxis ministerial que hasta entonces se había movido en márgenes más bien imprecisos.

El canon 6 del concilio no sólo emite un juicio negativo a la «ordenación absoluta», es decir, a la «ordenación» de un candi­dato desvinculado de cualquier comunidad, sino que además decla­ra inválida esa ordenación: <<Nadkpuede ser 'ordenado' absolu­tamente (apolelymenos) ni como sacerdote ni como diácono... si no se le asigna claramente una comunidad local en la ciudad o en el campo, en un martirium (sepultura de un mártir venerado) o en un monasterio»; en ese caso, «el sacratísimo concilio deter­mina que su cheirotonia (ordinatio o nombramiento) es nula e inválida... y que, por tanto, no puede realizar funciones en ningu-na ocasión» \ "

1 PG 104,558; Comentario, PG 104,975-1218; 137,406-410. Ediciones P. P. Joannou, Discipline genérale antique. 1/1: Les canons des conciles

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78 El ministerio en la historia de la Iglesia ¡

Este texto revela una concepción clara del ministerio en la Iglesia. Sólo aquel que ha sido llamado por una comunidad con­creta (el pueblo con sus dirigentes) para que la presida y dirija recibe realmente la ordinatio (de forma intencionada renunciamos a traducir este término por «ordenación»). La ordinatio es la in­tegración o «incorporación» ministerial en una comunidad, que llama a un cristiano y lo elige como presbítero de la misma (o, como ocurría especialmente en la época más antigua: acepta y confirma oficialmente la actividad carismática de uno de sus miembros). Una «ordinatio absoluta», es decir, aquella ordinatio en la que se impongan las manos a alguien que no haya sido pro­puesto por una comunidad concreta para que sea su presidente, es nula e inválida. Se manifiesta aquí una concepción marcada­mente eclesial del ministerio.

En el Imperio romano, ordinatio indicaba el ingreso en un «ordo» determinado; era el término clásico para el nombramiento de los funcionarios imperiales y de un modo especial del rey o del mismo emperador2. Tertuliano fue el primero que utilizó el término en sentido cristiano y ío puso en relación con el minis­terio eclesiástico: el «ordo» es en este autor una lista de obispos que se han ido sucediendo en una sede (podría decirse: una lista

oecuméniques (Grottaferrata 1962) 74-15; traducción latina: E. Schwartz, Acta Conciliorum Oecumenicorum: Concilium genérale Chalcedonense II, 2,2 (Berlín-Leipzig 1936). Bibliografía sobre el tema: V. Fuchs, Die Ordi-nationstitel von seiner Entstehung bis auf Innocenz III (Bonn 1930); C. Vogel, Vacua manuum impositio: l'inconsistance de la ckirotonie en Oc-cident, en Mélanges Liturgiques (Hom. B. Botte; Lovaina 1972) 511-524; J. Martin, Die Genese des Amtspriestertums in der frühen Kirche (Quaes-tiones Disputatae 48; Friburgo de B. 1972); A. Lemaire, Les ministéres dans l'Église (París 1974), y Les ministres aux origines de l'Église (París 1971); J. Delorme (ed.), El ministerio y los ministerios según el NT (Ed. Cristiandad, Madrid 1975; ed. original 1974).

2 Gregorio VII, Reg. IX, 3 y 8. Cf. G. Fransen, en Études sur le sacrement de l'Ordre (París 1957) 259-260; P. N. Gy, loe. cit., 125-126; P. van Beneden, Aux origines d'une ierminologie sacraméntale: ordo, ordinare, ordinatio dans la littérature latine avant 313 (Lovaina 1974); M. Bevenot, Tertullians thoughts about the christian priesthood, en Corona Gratiarum. Miscelánea E. Dekkers I (Brujas 1975) 125-137; P. Fransen, Ordo, en LThK VII, 1212-20; B. Kübler, Ordo, en Pauly-WissowaJíroll, XVIII/1 (Stuttgart 1939) 330-934.

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 79

de sucesión episcopal). Cipriano sistematiza este concepto. En él «ordo» significa: a) la incorporación canónica de un cristiano al colegio de los ministros, hecho que es concebido como b) una gracia de Dios (los dos elementos claves del Nuevo Testamento), i

En el Imperio romano, «ordo» implicaba, además, la referen- | cia a determinadas clases o estados sociales. Los senadores cons- j tituían el «máximo orden» en que podía ser incorporada (in-ordinari u ordinari) una persona. En tiempo de los Gracos, entre el ordo senatorum y la plebs o pueblo se introdujo el «ordo de los caballeros» (en este caso, ordinari significaba ser elevado «al estado de los caballeros»). Sólo más tarde se consideró también \ a la plebe como un «ordo». Por ello, normalmente se hablaba simplemente de ordo y plebs, es decir, la clase superior dirigente y el pueblo llano. Esta terminología, unida a los influjos vetero-testamentarios, contribuyó también a diferenciar entre el clero y el pueblo ( = laicos), ya que, desde la época constantiniana, la ordinatio eclesiástica o incorporación al «ordo de los ministros» tiene toda~la^apanéñciá de üñálricorpoFacIón al clero, en cuanto eltadcTsuperior dentro de la comunidad eclesíaTTcIistTnto del esta^T do inferioFrepresehtado~por el «pueblo fiel»3.

En cuanto tal, la antigua práctica de la ordinatioj&_ cheirotonia no tenía nada que;..yer,^px(r_consiguiente^„coJX Ja, imposición de manos o cheirothejiaijnm cuando la_misió_Q.j3_Uamada por parte de la Iglesia, es decir, la incorporación de un cristiano al orden de los ministros de la Iglesia, se realizara de hecho mediante la impo-siciónje manos, según veremosT^Tantiguo concepto de ordinatio pertenece esencialmente, es decir, como condición de la validez de dicha o7^wgj?¿o7Ta~IIamada, el mandato o el envío por parte de una comunidad concreta (pueblo y dirigentes). Esta es ]a_esencia de la ordinatio, aun cuando (con algunas excepciones) la incorpo­ración se llevara a cabo de hecho desde hacía un par de siglos (desde la misma época neotestamentaria) mediante la imposición de manos de un «obispo», a la que acompañaba la epíclesis u orih

3 Th. Klauser, Der Ursprung der bischoflichen Insignien und Ehren-rechte (Krefeld 21953). Se llega así más tarde a un ordo clericalis y a un ordo laicalis (Decretum Gratiani IV, q. 1, c. 2; Friedberg 537). En la teología de Hugo de San Víctor, el ordo se convierte en sacramentum or-dinis (Hugo de San Víctor, De Sacramentis II, 2,5: PL 176,419).

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80 El ministerio en la historia de la Iglesia

ción de toda la comunidad.^ Incluso en el caso de que la liturgia de imposición de manos transcurriera de forma impecable, si ño había llamada por parte de y para una comunidad local. djcKa imposición de manos es, según el canon 6 de Calcedonia, nula e iñyáljdj^Esta_ referencia a la comunidad determina rjrecjjamente el significado eclesial del ministerio y lo constituye en elemento esencial del mismo7~~la dimensión eclesial es un elemento decisivo de la ordinatio o incorporación al ministerio.

La comunidad tiene un derecho —que es gracia— a poseer dirigentes. Por eso (unida siempre a los que actúan ya"co"mo diri­gentes) toma la iniciativa ella misma. Por otra parte, en la pri­mera época Je la Iglesia, cada comunidad local era consciente de que poseía todos los elementos necesarios para que una «comuni­dad de Cristo» llevase a cabo su propia edificación y vida (en este terreno no" existían" aún las reservas impuestas desde arriba). La IgleiSTocal es quien llama a sus propios ministros. El lazo eseñcTarTrftre comunidad y ministerio, formulado en términos jurídicos en Calcedonia, es un índice de que en aquella época ía diferencia entre potestacTde orden y potestad de^rísdiccion no solo "era"desconocida, sino además eclesiológicamente inimagina­ble4. El nimlsterio es;'aTgo""queJnteresa a la mmnnidarl InrgL Cipriano reclamará este derecho incluso frente al papa Esteban, considerándolo como un derecho de origen divino, es decir, algo q^éT^5eTteñece'árlá" esencia~cle~úña «comunidad de Dios»^ «Que no se~Ie" imponga aTpüeblo "ürTobispo que el puebTojig_desee>> T El mismo León rStogno"Torm ¡̂rará__este^ principio lapidariamente: «Aquel que debe presidirlos a todos debe ser elegido por todos» 7.

4 León Magno, Ad Anastasium: PL 54,634. Cf. L. Mortari, Consecrazione episcopale e collegiaüta (Florencia 1969); H. Dombois, Das Recht der Gnade (Witten 1961); R. Kottje, La elección de los ministros de la Iglesia: «Concilium» 63 (1971) 406-415; H. M. Legrand, Sentido teológico de las elecciones episcopales en la Iglesia antigua: «Concilium» 77 (1972) 44-56.

5 Cipriano, Epístola, 67,4; 61,3; 73,7. 6 Cipriano, Epístola, 4,5: PL 50,434. Cf. F. Nicolasch, Bischofswahl

durch alie. Konkrete Vorscblage (Graz-Colonia 1973); Kl. Ganzer, Papsttum und Bistumsbesetzungen in der Zeit von Gregor IX. bis Bonifaz VIII. (Co­lonia 1968), de donde se deduce que, históricamente, se produjo una rup­tura con el antiguo ordenamiento eclesial.

7 León Magno, Ad Anastasium: PL 54,634. En ese mismo escrito afirma

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 81

Esta visión incluye además que el ministerio es una cuestión que tiene que ver con la comunidad, y, por consiguiente, nadie puede apropiárselo indebidamente. Lo que está en juego en este punto es la relación entre comunidad y ministerio. Este es con­cebido como una realidad eclesial y no como una cualifícación ontológica de la persona del ministro al margen del contexto eclesial constitutivo. En este sentido puede ser interesante traer a colación el caso típico de Paulino de Ñola, quien cuenta que recibió' en Barcelona una ordenación absoluta y añade irónicamen~ té, refiriéndose a ello: allí me encontraba yo, huérfano y, póF decirlo de algún modo, sacerdote sólo para nuestro amado Señor, pero sin comunidad: «in sacerdotium tantum Domini, non etiam ín locum Ecclesiae dedicatus»8. Algo más tarde, Isidorojlamará hombres sin cabeza_a_los_que han recibido una ordenación abso­luta: «no~son ni caballos ni hombres» 9. Del eremita Jerónimo s'áfeemos que, aunque a^isgusto, cedió a la presión de los que querían que se ordenara presbítero, pero sólo a condición de no tener que asumir funciones ministeriales 10. La Iglesia primitiva diría en este caso: ni carne ni pescado.

El canon 6 de jCatadonia_era conocido no-sólo en Oriente, sino también en Occidente, donde estuvo vigente entre canonis­t a s ^ teoIo^s~F)iita~eI^IgIo xn. El papaJLeón Magno, canonistas como~Burchard de Worms_e^ Ivo de Chartres, el Decretum Gra-tiani, diferentes sínodos y teólogos hasta entrado el siglo x n se refieren al canon de Calcedonia sobre la invalidez de. las ordena­ciones absolutasLí. Pero en Ta Iglesia primitiva era jtan fuerte la relación entre la comunidad y sus dirigentes que en principio era difícil trasladarlo a otra comunidad, aunque también había excep-

León: «No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cris­tianos y sin haberles consultado expresamente al respecto».

8 Paulino, Epístola I al Severum, c. 10: CSEL 29,9. 9 Isidoro, De ecclesiasticis officiis II, 3: PL 83,779. 10 Vita Hieronymi XII, 3: PL 22,41. 11 León Magno, Epístola, 167: PL 54,1203; Burchard de Worms, Decre­

tum: PL 140,626; Ivés de Chartres, Decretum VI, 26: PL 161,451; Decre­tum Gratiani I, d. 70, c. 1, ed. Friedberg, 1,254; Concilio de Pavía (850), en Mansi, Conc. XIV, 936; Concilio de Piacenza (1095), en Mansi, Conc. XX, 806; Hugo de San Víctor, De sacramentis II, p. 3, c. 2: PL 176,421.

6

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82 El ministerio en la historia de la Iglesia

jriones basadas en_eljgincipig_de J a oikpnomia 12A es decir, una

apelación a la misericordia; se t.rata^de__eiaej3cÍQnes_que confirman l a^eg la^

Otra de las consecuencias fundamentales del canon calcedo-nense era que aquel ministro que, por cualqukr^nqtívo^jiejaba^de presidir una comunidad" volvía a convertirse en laico en el sen-tido pleno de la palabra yi. Entonces no existía aún la diferencia entre jurisdicción, es decir, potestad ^ar¿31rigirjiiia^ comunidad, y «ordo», potestad de orden en cuanto tal. La jrejirada de un mmMfó "teñía entonces un valor muy distinto al que tiene hoy la secularización de un sacerdote. Con otras palabras: según esta concepción, dirigir la comunidad y presidir la celebración euca-rística no podía hacerlc^^quieh tuviera potestad de orden, sino sólo aquel a quien una comunidad deputabácomo ministro suyo y recibía por su incorporación a ella todas las facultades necesarias para dirigirla; Hienas facultades sobre la comunidad las recibe deT Espíritu Santo, pues, dado que la comunidad se concibe a sí misma como comunidad de DioíT^-templo del Espíritu Santo—, la in-corporacioñTse realizaba desforma espontánea en un marco litúr­gico en el que se imploraba el don de Dios sobre el presidente". En este hecholio~exSen"elementos sacros, sino queTse manifiesta simplemente una sacramentalidad creyente.

Todo esto~quiere decir que la situación actual en la que algu-nas comunidades no pueden "celebrar" la eucaristía~~porg&e ca-recen de sacerdotes, hubiera sido teológicamente inimaginable en la Iglesia primitiva. En ese caso, la comunidad elegiría a alguien

a Con todo, existieron controversias sobre la validez de los «obispos corales». En un principio, los obispos residían solamente en las ciudades; los «obispos corales» u obispos territoriales tenían un territorio o una comunidad local que en aquella época era difícil delimitar. En cualquier caso, este mismo hecho se orienta en la línea de una concepción eclesial del ministerio. Cf. A. Bergére, Études historiques sur les cborévéques (París 1925); Th. Gottlob, Der Abendldndische Chorepiskopat (Amsterdam 1963); C. Fahrberger, Bischofsamt uni Priestertum in den Diskussionen des Kon-zils von Trient (Viena 1970).

13 En mi opinión, este punto ha sido demostrado de forma convincente desde un punto de vista histórico por C. Vogel, Laica communione conten-tus: Le retour du presbytére au rangs des laics: «Rev. Se. Reí.» 47 (1973) 56-112.

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 83

que la presidiera y haría que se le impusieran las manos con el fin de poder ser una cqmumaalT que celebra la eucaristía, es decirT una «comunidad de Dios». Lo decisivo en este caso es la vitali-dad evangélica de la comunidad, no la existencia de un potencial de varones adecuadamente preparados y disponibles para cuando haga falta.

2. El testimonio de la liturgia

Esta concepción del ministerio, propia de la Iglesia de los pri­meros siglos y documentada oficialmente en el canon 6 del Con­cilio de Calcedonia, halla también expresión en la acción litúrgica más antigua que ha llegado hasta nosotros, es decir, la imposición de manos. Esta es testimoniada por la Traditio apostólica de Hi­pólito, una obra de la primera mitad del siglo n i (el mismo testi­monio ofrece toda la tradición litúrgica influida por la obra de Hipólito, especialmente las ConsHtutiones apostolicae y el Tes-tamentum Domini), y por los escritos de los teólogos de la épo­ca 14. En la tradición litúrgica, la ordenación (es decir, la cheiro-

14 B. Botte (ed.), La tradition apostolique de saint Hippolyte (Liturgie-wissenschaftliche Quellen u. Forschungen, Münster 1963, reimpreso luego en Sources Chrétiennes 11 bis); B. Botte, L'ordination de l'évéque: «La Maison-Dieu» 98 (París 1969) 113-126; id., La formule d'ordination «la gráce divine» d'aprés les rites oríentaux: «L'Oriem Syrien» 2 (1957) 285-296; id., L'ordre d'aprés les priéres d'ordination, en Études sur le sacre-ment de l'ordre (París 1957) 13-35; A. Rose, La priére de consécration par l'ordination épiscopale: «La Maison-Dieu» 98 (París 1969) 127-142; C. Vo­gel, L'imposition des mains dans les rites d'ordination en Orient et en Oc-cident: «La Maison-Dieu» 102 (París 1970) 57-72; id., Le ministere charis-matique de Veucharistie (Stud. Anselm. 61; Roma 1973) 181-209; J. Lécuyer, Episcopal et presbytérat dans les écrits d'Hippolyte de Rome: «Rech. Se. Reí.» 41 (1953) 30-50; H. J, Schulz, Das liturgisch sakramental übertragene Hirtenamt in seiner eucharistischen Selbstverwirklicbung nach dem Zeugniss der liturgischen Überlieferung, en P. Blaser y otros, Amt und Eucharistie (Paderborn 1973) 208-255; id., Die Grundstruktur des kirchlichen Atntes im Spiegel der Eucharistiefeier und der Ordinationsliturgie des rómischen und des byzantinischen Ritus: «Cath.» 29 (1975) 325-340; H. M. Legrand, Sentido teológico de las elecciones episcopales en la Iglesia antigua: «Con-cilium» 77 (1972) 44-56; J. H. Hanssens, Les oraisons sacramentelles des ordinations orientales: «Orient. Christ. Per.» 18 (1952) 297-318; U. Borckhaus, Charisma und Amt (Wuppertal 1962) 674-676; V. Fuchs, Der Ordination-

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84 til ministerio en la historia de la Iglesia

tonta o «nombramiento») de un obispo, presbítero o diácono com­porta diversos aspectos15. Lo primero, la incorporación de un obispo en una Iglesia locallé.

a) Toda la comunidad local, con su clero, elige al propio obispo, y en principio el interesado debe aceptar libremente la elección. Otros documentos dan a entender que la comunidad es­pera que aquel a quien ella ha elegido acepte esa llamada, incluso en contra de su voluntad; es lo que ocurrió, por ejemplo, en los casos de Ambrosio y Agustín n . El ministerio es, en efecto, una función necesaria a la comunidad y, por ello mismo, la comunidad tiene derecho a contar con ministros.

La Iglesia local comprueba la fe apostólica del candidato y da

stitel von seiner Entstehung bis auf Innozenz III (Bonn 1930); G. Pinto de Oliviera, Signification sacerdotale du ministére de l'évéque dans la Tra-dition Apostolique d'Hippolyte de Rome: «Freiburger Zeitschrift f. Theol. u. Philos.» 25 (1978) 398-427.

,s Hipólito es un autor cristiano (¿presbítero, obispo o incluso «anti­papa»?) que escribe desde Roma a una comunidad cristiana que tenía difi­cultades con el papa Ponciano (231-235). En aquella época, las liturgias no estaban aún fijadas totalmente; se improvisaba siguiendo la pauta de un modelo más o menos establecido. Hipólito ofrece modelos concretos que, con un alto grado de probabilidad, reflejan la liturgia romana de comienzos del siglo III. Este modelo representa la liturgia cristiana más antigua que cono­cemos, que se extendió también a los patriarcados de Alejandría y Antioquía. El griego era aún idioma oficial en Roma. Del texto griego sólo se han conservado algunos fragmentos, pero además del texto completo de la tra­ducción latina, bastante servil, que permite imaginar el texto griego original, incluso en los detalles, poseemos otras traducciones antiguas del mismo.

16 Traditio, 2 (Botte, ed. 1963) 4-11. La oración al Espíritu Santo en la ordinatio fue denominada «epíclesis» por el Pseudo-Dionisio (De eccle-siastica Hierarchia, 5,2: PG 3,509).

" Y. Congar, Ordinatíons, «invitus», «coactus», de l'Église antigüe au canon 214: «Rev. Sci. Phil. Théol.» 50 (1966) 169-197. En un estudio muy detallado se analizan las consecuencias de esta presión, especialmente cuando, a finales del siglo iv, el alto clero fue obligado en Occidente a la continencia total: P. H. Lafontaine, Les conditions positives de l'accession aux ordres dans la premiére législation ecclésiasttque (300-492) (Ottawa 1963), sobre todo 71-100. De este estudio se deduce además que también en aquella época la comunidad seguía eligiendo a sus presbíteros (y ello de tal modo, que en ocasiones se llegaron a producir altercados cuando no se respetaba la voluntad del pueblo fiel).

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 85

testimonio de ella1S. En este hecho se expresa la antigua convic­ción de que la apostolicidad es algo que se refiere en primer tér­mino a la propia comunidad, pero puesto que el obispo recibe una responsabilidad especial frente a la comunidad y, por tanto, frente a la apostolicidad de la misma w, la comunidad receptora examina en primer término la base apostólica de la fe del can­didato.

b) Imposición de manos hecha por los obispos, acompañada de una epíclesis o invocación del Espíritu Santo por parte de la entera comunidad. La comunidad local es quien elige al propio obispo; pero no lo constituye al frente de la misma de forma autónoma. El candidato ha sido elegido por una «comunidad de Cristo»; por ello su elección es considerada un don del Espíritu Santo. Al igual que en el Nuevo Testamento, la Iglesia antigua considera que el nuevo ministro, el obispo, es un don del Espí­ritu de Jesús. Esta convicción la expresa litúrgica y sacramental-mente en la imposición de manos que hacen otros obispos (que más tarde, según disposición del Concilio de Nicea, deben ser al menos tres) de Iglesias vecinas. En este gesto se manifiesta la comunión eclesial con el resto de las comunidades cristianas. Nin­guna Iglesia local posee el monopolio del evangelio o de la apos­tolicidad evangélica; también ella está sometida a la crítica de otras Iglesias apostólicas. La presencia de los dirigentes de otras Iglesias en la liturgia es ante todo prueba testimonial de la iden­tidad de fe de esa comunidad con la de las otras. No se trata, por consiguiente, de un cruce de comunidades; la participación de los obispos de otras comunidades manifiesta de forma creativa la colegialidad entre las Iglesias locales. Los (tres) obispos imponen las manos al candidato, asistido en silencio por todo el colegio de los presbíteros, mientras que toda la comunidad ora también en silencio (el presidente lo hace en voz alta) para obtener la fuerza, el pneuma hegemonikon y el pneuma archieratikon: la fuerza del espíritu de dirección y el espíritu del sumo sacerdocio.

Al comienzo se decía que Dios había dado a la generación de

18 Constitutiones Apostólorum, 8 (F. X. Funk, Didascalia et Constitu-tiones Apostólorum I, Paderborn 1905).

" Apostolicidad en el sentido que le hemos dado en el capítulo I.

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86 El ministerio en la historia de la Iglesia

los justos, a la descendencia de Abrahán —es decir, a la Iglesia—, guías (archontes) y sacerdotes (hiereis), Moisés y Aarón (que en el Antiguo Testamento eran símbolo de la autoridad teocrática, civil y religiosa: Esd 8,69; Neh 12,12; Jr 10,3; 31,7; Am 1,15). De la «fuerza del espíritu de dirección» se afirma que Dios la dio a su Hijo (en el bautismo del Jordán); éste la otorgó en el don de Pentecostés a los Apóstoles, fundadores de las Iglesias. Ese mismo «espíritu de dirección» (spiritus principalis, según la traducción de Sal 50,14 en la Vulgata) es invocado ahora sobre el candidato. En virtud de ese carisma de dirección podrá «apa­centar el rebaño» (un concepto mesiánico: Is 40,11; cf. Hch 20, 18 y 1 Pe 5,2). El ministro (el obispo) recibe la misión profética para predicar la «palabra de la gracia» (alusión a Le 4,22; Hch 14,3; 20,32), es decir, la buena nueva de Jesús que los Apóstoles habían transmitido.

Sobre el candidato se invoca asimismo «la fuerza del carisma espiritual del sumo sacerdocio» (to pneuma to archieratikon: spiritum primatus sacerdotii). También ese carisma del espíritu lo otorgó Dios a su Hijo y éste lo concedió luego a los Apóstoles. La comunidad pide ahora a Dios que derrame ese mismo espíritu del sacerdocio sobre el candidato. Como presidente sacerdotal de la comunidad, el ministro debe: a) presentar continuamente a Dios oraciones en favor de la comunidad (cf. Heb 7,25; 9,24) y de un modo especial por el perdón de los pecados; h) el diri­gente episcopal debe ser también sacerdos, en el sentido de que debe dirigir la celebración eucarística (propherein ta dora); c) en virtud del carisma del espíritu sacerdotal, el dirigente posee el poder de perdonar los pecados (cf. Mt 9,6; Jn 20,23); d) dis­tribuye y coordina los kleroi (es decir, los servicios ministeriales y, en concreto, los de los diáconos y presbíteros); e) ejerce el po­der de atar y desatar (cf. Mt 18,18: excomulgar o levantar la excomunión). Todas estas funciones las hará «con un corazón humilde y puro» (cf. Mt 5,5.8 y 2 Tim 2,25). Lo mismo que ten 1 Clem 42,1-4, también la Traditio apostólica hace recaer cla­ramente el acento en que se trata de una única e idéntica fuerza tiel Espíritu que pasa del Padre al Hijo y del Hijo a los Após­toles y que ahora la comunidad edificada sobre los Apóstoles, unida a sus dirigentes, invoca sobre aquel a quien ella ha elegido

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 87

como dirigente aquí y ahora. Que la ordinatio sea enmarcada en un contexto litúrgico es algo lógico, pues la dirección eclesial es considerada un don del Espíritu, una participación en el espíritu profético y sacerdotal del mismo Jesús20.

La ordinatio de un presbítero21 se efectúa mediante la impo­sición de manos del obispo; pero en este caso también los presbí­teros imponen las manos al candidato propuesto por la comuni­dad. En la epíclesis se resalta el carácter multiforme del don del Espíritu: «...concédele el espíritu de gracia y de consejo del colegio presbiteral, de modo que pueda ayudar a tu pueblo y con­ducirlo con corazón puro»22. Se compara a los presbíteros con «los ancianos elegidos por Moisés» (Nm 11,17-25).

En la época prenicena los presbíteros no podían presidir la eucaristía por el simple hecho de serlo y de forma absoluta; en la celebración litúrgica tal y como es testimoniada por la Traditio de Hipólito no se hace afirmación alguna sobre la necesidad de

20 Piénsese, con todo, que en el siglo ni se seguía teniendo horror a una sacerdotalización del ministerio, sea cual fuera: sólo Cristo y el pueblo de Dios son sacerdotes. Por ello dice el mismo Hipólito repetidamente: el obispo (= sacerdos) es como un sumo sacerdote (Traditio 3 y 34). Los presbíteros no son aún sacerdotes, aun cuando, con autorización del obispo, pudieran actuar cada vez más como dirigentes de la celebración eucarística, sobre todo en muchas iglesias del campo. En la Iglesia primitiva, el término sacerdos se aplicaba en un principio sólo al obispo, y en un sentido pura­mente alegórico-sacramental. Sólo más tarde se fue utilizando poco a poco en sentido real. Visto en su conjunto, el término significa hasta el siglo v simplemente el obispo (cf. P. M. Gy, La théologie des príeres anciennes pour l'ordination des évéques et des prétres: «Rev. Sci. Phil. Théol.» 58 [1974] 599-617; E. Schillebeeckx, Priesterschap, en Theolog. Wdb. 3, sobre todo 3974-75). La expresión «sacerdotes secundi ordinis» se hace corriente en Occidente ¿"partir dé'lds~sigl5s" iv:v (cf. Tí. Botte, SecundimeñiimuriuT: «yuest. Liturg^et íároiss.»'21 [1963] 84-88); a finaIes~3ersiglolY_y_ co­mienzos del v también se llama en Oriente a los obispos archiereis, y a lospresbítéro"s7~'fo'¿>'g¿f- La Traditio Apostólica aparece aún en una línea"de la tradición en que se llama «sacerdotes» únicamente a los obispos. Con otras palabras: antes de la época nicena no se debe traducir «presbítero» por «sacerdote».

21 En relación con el trasfondo judío de la ordinatio, véase la bibliografía que ofrecemos en nota 14 del cap. I.

72 Traditio, 7 (Botte, ed. 1963) 20s; cf. B. Botte, Presbyterium et ordo episcoporum: «Irénikon» 29 (1956) 3-27.

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que exista un carisma concreto para poder celebrar la eucaristía. Pero con la autorización del obispo, el presbítero podía sustituir en esa función al sacerdos, es decir, al obispo (sin necesidad de una ordinatio adicional). Entonces no había aún «parroquias»; lo único que existía eran obispados urbanos. La expansión de la Iglesia hizo que los presbíteros asumieran de hecho en las pe­queñas comunidades la «dirección y el sacerdocio» propios de los obispos en sus iglesias. A partir de entonces se comenzó a llamar paulatinamente (y en forma diversa, según los distintos lugares) «sacerdotes» a los presbíterosn. Esto hizo que la diferencia obis­po-presbítero se convirtiera en un verdadero problema desde el punto de vista sacramental: por decirlo de algún modo, un párro­co es en realidad obispo de una parroquia (en Italia, muchos obis­pos continúan realizando aún hoy las funciones que en las diócesis de países nórdicos corresponden a los arciprestes). Las diferencias demuestran que lo que determina el concepto «sacerdote» es la relación directa con una comunidad.

La ordinatio de un cristiano elegido diácono se efectúa más o menos de igual modo, pero con la diferencia de que en esa ordenación el colegio de los presbíteros no actúa junto al obispo, pues entonces sólo el diácono y no el presbítero era quien estaba al servicio del obispo. Por esta razón, el diácono no recibe el don del espíritu de que participa el colegio de los presbíteros, pues no es miembro de este colegio24. En cierto modo su carisma es una realidad «abierta»: recibe el carisma del Espíritu «bajo la autoridad del obispo» y por ello está capacitado y puede hacer todo aquello que le encargue el obispo.

Hipólito no quiere prescribir fórmulas inmutables en relación con estos tres casos de ordinatio. Su Traditio está pensada más bien como una ayuda para presidentes improvisadores: «cuando la oración es de hecho sanamente ortodoxa» 25. Para otros servi­cios eclesiales, como los lectores y subdiáconos, por ejemplo, no era necesaria en aquella época una incorporación u ordinatio litúrgicaM.

73 Cf. P. M. Gy, art. dt. 24 Traditio, 8 (Botte, ed. 1963) 22-27. 25 Traditio, 9, ib'td., 28-29. 24 Traditio, 11 y 13, ib'td., 30 y 32. En las Constitutiones Apostolorum,

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La importancia de este testimonio de la Traditio y de las Constitutiones apostolicae reside además en el hecho de que re­presentan un paralelo evidente del canon 6 de Calcedonia. En esos textos se manifiesta de forma evidente la concepción eclesial y pneumatológica de la primitiva Iglesia sobre el ministerio: éste tiene su origen en la base, pero es considerado un «don del Espí­ritu», es decir, un don de arriba. Los carismas concedidos a los cristianos tienen su origen en la plenitud de Espíritu del mismo Jesús y de la que él llenó a su Iglesia. La Traditio de Hipólito ha sido asumida después del Vaticano II en el nuevo Pontificale Romanum de 1969; este hecho pretende vincular expresamente la tradición actual de la Iglesia a la Iglesia primitiva; un buen servicio, que se debe sobre todo a la obra de B. Botte.

El momento decisivo de esta liturgia lo constituye el don de la fuerza del Espíritu (no se distingue entre «gracia» y «signo»: se trata de un carisma del Espíritu). Este aspecto queda subra­yado todavía más en la afirmación de la Traditio sobre los «con­fesores-mártires», es decir, aquellos cristianos encarcelados por su fe y que han sufrido por la causa de Jesús, pero que, por lo que sea, no han muerto. Dichos cristianos poseen el carisma del Espí­ritu por el testimonio de fe que han dado en el sufrimiento. Si después de ese testimonio una comunidad los elige como presi­dentes (diácono o presbítero, por lo menos), no hay necesidad de que se les impongan las manos (cosa necesaria si es elegido para el ministerio episcopal) 27. Tal persona posee ya la necesaria fuer-

8,21,2 y 8; 22,2 (Funk I, 525), también los subdiáconos y los lectores re­ciben imposición de manos (alrededor de finales del siglo iv). Cf. además K. Rahner y H. Vorgrimler (eds.), Diaconia in Christo (Quaestiones dispu-tatae, 15/16; Friburgo de B. 1962) 57-72.

27 «Non imponetur manus super eum ad diaconatum vel presbyteratum. Habet enim honorem presbyteratus per suam confessionem. Sin autem insti-tuitur episcopus, imponetur ei manus» (Traditio [Botte, ed. 1963] 28-29). B. Botte niega que la confessio dada en los sufrimientos (martyrium) ocu­para el lugar de la ordenación (pero hay que matizar esta afirmación: in­corporación litúrgica del candidato, pero no imposición de manos); lo mismo opina C. Vogel, L'imposition de mains dans les rites d'ordination en Orient et en Occident: «La Maison-Dieu» 102 (1970) 57-72. Fuera de la Traditio no encontramos suficientes puntos de apoyo explícitos; pero es posible que en la Antigüedad resultara evidente lo que a un hombre occidental, edu­cado con evidencias procedentes de la Escolástica tardía, puede parecerle

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za del Espíritu. Con todo, es importante el hecho de que, incluso en el caso de estos candidatos, se realiza una incorporación litúr­gica a una comunidad concreta (prescindiendo del hecho de la imposición de manos). De este modo se resalta la doble dimensión de la antigua ordinatio: por un lado, incorporación eclesial (aspec­to eclesial y de ordenamiento eclesiástico), y por otro, carisma del Espíritu (aspecto pneumatológico y cristológico). Lo que más tarde se llamará potestad de orden y carácter no es otra cosa que la incorporación del ministro a una comunidad concreta unida al don del Espíritu (que se otorga institucionalmente o de forma espontánea o carismática), diverso según las distintas funciones ministeriales. Que la comunidad (pueblo y dirigentes) reconozca a un cristiano como ministro suyo es un elemento fundamental.

Así pues, las estructuras ministeriales que de hecho existían en la Iglesia primitiva se reducen a un equipo especializado. Exis­ten, además, otros servicios, como el de los «maestros» y lectores, pero, según la Traditio de Hipólito, en el caso de estos últimos no era necesaria su incorporación a los ministros de la comunidad en una celebración litúrgica. Su condición de miembros del pue­blo sacerdotal de Dios les otorga la gracia suficiente del Espíritu para el ejercicio de estos minis te r ios s . Pero en relación con el ministerio eclesiástico tuvieron cierta importancia las cuestiones

litúrgicamente imposible. El elemento fundamental en relación con el minis­terio es para el cristianismo primitivo el don del carisma del Espíritu, que en principio tenía un carácter carismático, aun cuando a éste se añadiera siempre (incluso en el Nuevo Testamento) la receptio Ecclesiae. Tertuliano dice: «Christus in martyre est» (De pudicitia, 22,6; cf. Cipriano, Epístola, 40). Cf. M. Lods, Confesseurs et martyrs, successeurs des prophétes dans l'Eglise des trois premiers siecles (París-Neuchátel 1950); D. van Damme, Martus, Christianus. Überlegungen zum ursprünglichen Martyrertitel: «Freib. Zeitschrift f. Phil. u. Theol.» 23 (1976) 286-303. Pero para el ministerio episcopal otorgado a los martyres se exige la imposición de manos (Traditio, 9 [Botte, ed. 1963] 28-29).

'" En este sentido resulta interesante que los «doctores» o maestros de la Traditio de Hipólito (15 y 19 [Botte, ed. 1963] 32 y 40), es decir, los dirigentes del catecumenado pueden ser tanto clérigos como laicos (cf. sobre todo Traditio, 19), y que, al terminar la clase de religión, tanto el maestro laico como un ministro encargado eventualmente de la enseñanza pueden imponer las manos a los presbíteros. Así pues, los didaskaloi no están per se «ordenados».

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de prestigio (sobre todo entre los presbíteros y diáconos), aunque, salvo algunos casos particulares, los límites aparecen en definitiva muy imprecisos.

Si se compara esta época con el Nuevo Testamento, se advier­te la siguiente diferencia: las funciones, diversificadas en la época neotestamentaria, se concentran en principio ahora en el ministe­rio episcopal. Esto llevará más tarde a algunos teólogos a pensar que de hecho sólo existe un ministerio, el episcopado, del cual los otros ministerios constituyen meras funciones limitadas a un cam­po concreto y ejercidas a modo de participación. En mi opinión, este modo de ver las cosas es legítimo, pero no es en modo algu­no la única interpretación posible, tal y como ha pretendido espe­cialmente K. Rahner. Considero que es más una construcción puramente especulativa que una interpretación que pueda apo­yarse históricamente en el Nuevo Testamento. En sus distintas formas concretas, el ministerio en la antigua Iglesia es sustancial-mente colegialidad: solidaridad entre cristianos que han sido re­vestidos de diferentes carismas ministeriales.

3 . Sentido y función de la imposición de manos

Los aspectos tan complicados que presenta la historia que hemos intentado delinear nos impulsa a analizar algo más de cerca la relación entre ordinatio y la acción concreta de la imposición de manos.

En la Iglesia latina, la expresión «imposición de manos» (im-positio manuum) traduce dos términos griegos: cheirotonia y cheirothesia. El primero indica propiamente el acto de indicar con la mano, mientras que cheirothesia significa imposición de manos. Pero se constata que en los textos de las Iglesias orientales, so­bre todo antes del siglo v m , ambos términos eran utilizados indis­tintamente sin que aparezca una diferencia teológica precisaw . Sólo a partir del segundo Concilio de Nicea (787) se comenzó a

29 C. Vogel, Chirotonie et Chirothésie: «Irénikon» 45 (1972) 207-235, y Unité de l'Eglise et pluralité des formes historiques d'organisation ecclésias-tíque du III' au V siécle, en Episcopal et l'Eglise universelle (Unam Sanc-tam 39; París 1964) 591-636.

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92 El ministerio en la historia de la Iglesia

acentuar la diferencia entre los dos términos, y desde el siglo xn cheirothesia se utiliza en las Iglesias orientales para indicar exclu­sivamente la incorporación u ordinatio de obispos, presbíteros y diáconos, mientras que cheirotonia queda reservada a la institu­ción de otros servicios eclesiales, aun cuando no parece que se atribuyera mayor importancia teológica a tal distinción.

En las Iglesias occidentales, además del término ordinatio, la única expresión que traduce tanto cheirotonia como cheirothesia es impositio manuum. Por el testimonio de san Jerónimo ^ sabe­mos que generalmente los obispos eran elegidos de entre el cole­gio de presbíteros, sin que en ese caso hubiera imposición de manos. Bastaba la elección del obispo por parte del colegio de presbíteros (siempre con aprobación del pueblo; resulta evidente la analogía con el sistema de elección de los cónsules romanos), aunque no parece que fuera un uso aceptado en todas partes. Con todo, en el más antiguo de los rituales latinos de ordenación (Ordo 34, Andrieu), siglo vni , no se alude a que en la ordinatio de los ministros de la Iglesia tuviera lugar una imposición de ma­nos, aun cuando, frente a lo que piensa C. Vogel, Andrieu supo­ne que sí había imposición. Macarios de Ancira escribe, aún a comienzos del siglo vi, que la elección por parte de una comunidad constituye obispo a un cristiano; la imposición de manos es se­cundaria31. Por tanto, si bien la imposición de manos es un dato constante de la tradición, no es considerada el elemento más im­portante de la ordenación; lo esencial es el mandato eclesial o elección por parte de la Iglesia para el ministerio, no la forma concreta en que se configura esa llamada o misión. Por ello, en las Iglesias heterodoxas la imposición de manos no posee eficacia alguna en la ordenación de un ministro. En el primer milenio, la necesidad de la imposición de manos en el marco de la ordena­ción es muy limitada tanto en Oriente como en Occidente32: el

M Jerónimo, Epístola 146 ad presbyterum Evangelum: CSEL 56,310. Con todo, hay que tener en cuenta que, al menos Jerónimo, no valoraba dema­siado la imposición de manos (cf. Commentarium in Isaiam, 16,58.10: PL 24, 569).

31 C. Vogel, art. cit., 20s. •2 Un historiador competente como C. Vogel escribe: «No cabe duda que

la prueba de que lo esencial no es el rito de la ordenación, la imposición

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elemento decisivo es en realidad el reconocimiento y envío por parte de la Iglesia. Este envío es por su propia esencia un acto de la Iglesia sacramental, y, por ello mismo, es lógico que se ex­prese concretamente en un rito litúrgico especial: la imposición de manos. En consecuencia, la historia del primer milenio deja completamente abierta la cuestión de si el rito de la ordenación es absolutamente necesario. La praxis oriental de la oikonomia respecto a la imposición de manos, sobre todo entre las Iglesias heterodoxas, revela con evidencia que lo decisivo no es el rito en cuanto tal, sino la elección o envío por parte de la Iglesia, aun cuando en la práctica se haya traducido (con algunas excepciones) en la acción litúrgica concreta de la imposición de manos.

Del análisis de los términos ordinatio, cheirotonia y cheirothe­sia se deduce que el principio fundamental en este tema es el siguiente: es ministro de la Iglesia aquel a quien la entera comu­nidad (el pueblo con sus dirigentes) reconoce como tal y envía a una determinada comunidad, según la expresión del papa León I: «si el candidato es elegido por el clero y deseado por el pueblo» 33. En época del papa León este reconocimiento esen­cial adquiría la forma concreta de la imposición de manos por parte de un obispo con la aprobación del metropolita. Al margen de este contexto eclesial, la acción litúrgica de la imposición de manos no tiene sentido alguno. Enlos siglos xii_y x m una nueva teología del ministerio con una orientación diversa transformará totalmente, al menos en Occidente, esa concepción.

A üiodo de síntesis se puede afirmar que el núcleo esencial propiamente dicho dé \&~órdinatK¡~e& que la Iglesia reconozca a alguien como ministro y, en consecuencia, lo envíe a una deter­minada comunidad eclesial (este en^íoTo~realizan los dirigentes "de la comunidad con aprobación expresa del pueblo o viceversa). Por lo general, todo esto se concreta en una acción litúrgica ele' imposición de manos; pero ésta no constituye un elemento pri­mario ni absolutamente decisivo de la ordinatio.

de manos, sino el reconocimiento por la Iglesia, como ministros, de los que ha querido recibir, aunque falte la imposición de manos. El «reconocimien­to» como ministro de la Iglesia es lo que crea al clérigo, no la imposición de manos» (op. cit., 21).

>¡ León I, Ep. ad Rusticum: PL 54,1203.

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4. Primera «sacerdotalización» del ministerio

a) «Sacerdos» (obispo, presbítero) y eucaristía.

Sobre la base de la literatura prenicena sobre todo se puede afirmar que la Iglesia antigua opuso cierta resistencia a llamar «sacerdotes» a los dirigentes de la comunidad. Para el Nuevo Tes­tamento sólo Cristo y la comunidad cristiana poseen carácter sacerdotal; los presidentes de la comunidad están al servicio de Cristo y del pueblo sacerdotal de Dios, pero ellos mismos no son denominados sacerdotes. Cipriano fue uno de los primeros escri­tores que manifestó cierta preferencia por la terminología sacer­dotal en relación con el sacrificio y típica del Antiguo Testamento. Sobre la base de esa terminología establece comparaciones con la eucaristía cristiana. Se desarrolló así paulatinamente la «sacerdo­talización» del vocabulario del ministerio eclesial M; hay que tener en cuenta, sin embargo, que en un principio se trataba simple­mente de un vocabulario alegórico. También fue Cipriano el pri­mero en afirmar que el «sacerdos», es decir, el obispo en cuanto presidente de la comunidad y, por tanto, de la eucaristía, desem­peña tal función vice Christi, representando a Cristo35. Agustín se negará por su parte a llamar sacerdotes a los obispos y presbí­teros en el sentido de que sean mediadores entre Cristo y la comunidad36. La Traditio de Hipólito representa un punto inter­medio entre ambos extremos. En la epíclesis habla simplemente del «Espíritu del sumo sacerdocio» otorgado al presidente episco­pal de la comunidad; pero, por otra parte, Hipólito dice en repe­tidas ocasiones que el obispo es como un sumo sacerdote (Tradi­tio 3 y 34); el uso alegórico del Antiguo Testamento continúa siendo determinante. Sin embargo, estas comparaciones no se apli-

34 Cf. V. Saxer, Vie liturgique et quotidienne a Carthage vers le milieu du III' siécle (Roma 1969) 194-202; A. Janssen, Kultur und Sprache. Zur Geschichte der alten Kirche im Spiegel der Sprachentwicklung von Ter-tullian bis Cyprian (Nimega 1936).

35 «Sacerdos vice Christi fungitur» (Cipriano, Litt. 63: PL 4,386); cf. B. D. Marliangeas, Clés pour une théologie du ministére (París 1979) 47.

36 Agustín, Contra Ep. Parmeniani II, 8,15 y 16: CSEL 51,1908 (PL 43,49-50).

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 95

can a los presbíteros, que no son, por consiguiente, sacerdotes ( = dirigentes de la comunidad), aun cuando vayan sustituyendo cada vez más (según los casos) al obispo en la presidencia de la celebración eucarística, para lo que no es necesaria una nueva ordenación. Por ello, en lo que a la época prenicena se refiere, es difícil hablar de sacerdotes, sea en relación con los obispos o con los presbíteros.

En la Iglesia antigua, el término sacerdos (que el Antiguo Testamento aplica a los sacerdotes judíos) es utilizado alegórica­mente, y en un primer momento sólo se aplica al obispo37, que era en aquella época modelo y centro de unidad propiamente dichos de la comunidad local. Dado que con el paso del tiempo también los presbíteros pudieron presidir la eucaristía como cosa normal (pues de hecho se convirtieron en presidentes locales de comunidades más pequeñas), también a ellos se les llama «sacer­dotes», aun cuando se añade el inciso secundi meriti, es decir, subordinados al presidente episcopal38. Se llegó así a una «sacer­dotalización» por lo menos de la terminología referida a los ministros.

La evolución terminológica esbozada parece sugerir que en la Iglesia antigua «sacerdocio» y «eucaristía» estaban estrechamente vinculados. Pero no parece que esto sea cierto o, al menos, no es toda la verdad. Lo que ocurre es más bien que en la antigua Iglesia se da una relación esencial entre «comunidad» y «dirigen­tes» y, en consecuencia, una relación entre el dirigente de la comunidad y la comunidad que celebra la eucaristía. Este matiz es esencial. Lo importante es de hecho la presidencia (individua^ o colectiva) cíe la comunidad: «Nosotros no recibirnos el sacra:

mentó de la eucaristíaTTTsi no es del presidente de la comunidad», "afirma Tertuliano-". De hecho, el único presidente de la comuni-

37 Cf. P. M. Gy, ha théologie des priéres anciennes pour l'ordination des évéques et de prétres: RSPT 58 (1974) 599-617.

2a B. Botte, Secundi meriti munus: «Questions Liturgiques et Parois-siales» 21 (1936) 84-88.

"' Tertuliano, De Corona, 3. Cf. también Justino, Apol. I, 65,3 y 67,5; A. Quacquarelli, L'epiteto sacerdote (hiereis) ai crestiani in Giustino Mar-tire, Dial. 116,3: «Vetera Christianorum» 7 (1971) 5-19. Cf. C. Vogel, Le ministére charismatique de l'eucharistie, en Ministéres et célébration de

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96 El ministerio en la historia de la Iglesia

dad en sentido propio era el obispo. Por ello era imposible cele­brar la eucaristía contra su voluntad40. La intención de esta pres­cripción (tanto en el caso de Ignacio como en el de Cipriano) era la de mantener la unidad de la comunidad. Aquel que es signo de la unidad de la comunidad preside también en el «sacramento de la unidad eclesial»41, la eucaristía. Es verdad que el problema del ministerio tiene también su importancia en este hecho, pero de lo que se trata en primer término es de la apostolicidad y uni­dad de la Iglesia: la eucaristía no puede celebrarse al margen de la comunidad eclesial42. Lo primero que se quiere decir con esta afirmación es que una «comunidad herética» no tiene derecho a la celebración de la eucaristía; a ello se subordina la cuestión de quién debe presidir la eucaristía43.

Por otra parte, en la Iglesia primitiva la eucaristía era conce­lebrada por toda la comunidad de creyentes, aun cuando lo hiciera bajo la dirección de su presidente. Un Liber Pontificalis más re­ciente, aunque antiguo, prescribe: tota aetas concelebratM\ toda la comunidad, jóvenes y ancianos, concelebra. Es verdad que cabe preguntarse si concelebrare tenía entonces el mismo significado técnico que este término ha recibido en el siglo xx, pero a esta cuestión se podría redargüir críticamente con la siguiente pregunta: ¿por qué razón habría que conceder prioridad teológica a un signi­ficado técnico restringido? Podría pensarse que lo que ha ocurrido es que el panorama ha sido reducido. La dirección de la celebra­ción eucarística era en la Iglesia antigua únicamente la dimensión

l'eucharistie, 198-204; M. Bevenot, Tertullians Thoughts about the Christian Priesthood, en Corona Gratiarum, vol. I (Brujas 1975).

<0 Cf. Ignacio, Ad Smyrn. 8,1-2; M. Jourgon, La présidence de l'eucha­ristie chez Ignace d'Antíoche: «Lumíére et Vie» 16 (1967) 26-32; R. Pad-berg, Das Amtsverstandnis der Ignatiusbriefe: «Theol. u. Glaube» 62 (1972) 47-54; H. Legrand, La présidence de l'eucharistie selon la tradition ancien-ne: «Spiritus» 18 (1977) 409-431; cf. además nota 16 del cap. I.

41 Cipriano, Epist. 45. 42 Cipriano, Litt. 69,9,3; De unitate Ecclesiae, 17. 43 Se trata de una tradición en vigor tanto en Oriente como en Occi­

dente. Cf., por ejemplo, Jerónimo, Epist. 24,14; Inocencio I, Epist. 24,3; León, Epist. 80,2; Pelagio I, Epist. 24,14; Afraates, Dom. 12 de Paschate, 9; Decr. Gratiani II, c. 1, q. 1, c. 73 y 78; Pedro Lombardo, Sent. IV, d. 13.

44 Puede encontrarse en Vita Zephyrini, 2 (ed. L. Duchesne, I, 139-140).

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litúrgica de una presidencia ministerial más diversificada en el seno de la comunidad cristiana. Aquel a quien la Iglesia reconoce como presidente de la comunidad es asimismo el que dirige la celebración eucarística.

Hay que contar además con que para la Iglesia primitiva el sujeto activo del offerimus panem et calicem es la misma comu­nidad45. La función específica del «sacerdote» que preside la ce­lebración eucarística no se debe determinar sobre la base de interpolaciones posteriores en los libros litúrgicos (piénsese, por ejemplo, en el accipe potestatem offerre sacrificium y sacerdos oportet offerre; el presupuesto de estas expresiones es una po-testas sacra del presbítero aislada de la comunidad eclesial, es decir, absoluta, idea relativamente reciente). En la eucaristía so­lemne (que en un primer momento tenía un carácter improvisa­do), en la acción de gracias o anáfora el presidente que la pronun­ciaba aparecía ante todo como dirigente profético, responsable pastoral de la comunidad, que proclama la historia de la salva­ción, alaba, celebra y da gracias a Dios por esa historia, anun­ciando al propio tiempo la presencia de la salvación para la comu­nidad reunida en la eucaristía. Pero el sujeto activo de la misma era la comunidad. Por esta razón recibía el presidente las ofren­das de la comunidad, dones que mediante el Espíritu se transfor­maban en el cuerpo y sangre de Jesús. Y. Congar, R. Schultze, K. J. Becker, entre otros, han puesto en claro que en la Iglesia primitiva el verdadero sujeto de la acción litúrgica e incluso de la eucaristía es la ekklesta misma. El sujeto de la celebración eucarística no fue nunca sólo o principalmente el «yo» del que la presidía4é.

45 Cf. D. Droste, «Celebrare» in der Romischen Liturgiesprache (Mu­nich 1963), sobre todo 73-80; R. Schultze, Die Messe ais Opfer der Kírche (Münster 1959); R. Raes, La concélébration eucharistique dans les rites orientaux: «La Maison-Dieu» 35 (1953) 24-47; R. Berger, Die Wendung «offerre pro» in der romischen Liturgie (Münster 1965); Y. Congar, La «Ecclesia» o comunidad cristiana, sujeto integral de la acción litúrgica, en La liturgia después del Vaticano II (Madrid 1969); E. Dekkers, La concélé­bration, tradition ou nouveauté?, en Mélanges Liturgiques (Lovaina 1972) 99-120; B. Botte, Note historíque sur la concélébration dans l'Église ancien-ne: «La Maison-Dieu» 35 (1953) 9-23.

46 Sobre una aparente excepción en el Gelasianum, cf. D. Droste, op. cit., 80.

7

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98 El ministerio en la historia de la Iglesia

Por esta razón, el término concelebración no estaba limitado a la celebración conjunta de la eucaristía por parte de los sacer­dotes celebrantes, sino que se refería a la concelebración de todo el pueblo fiel presente47. El pueblo celebra; la función del sacer­dote es simplemente la de presidir la celebración al servicio de todos. Incluso en aquellos casos en que los textos se refieren de forma expresa a la concelebración de un grupo de sacerdotes, sólo uno de ellos ostentaba la presidencia; los otros concelebraban «en silencio». En la Iglesia antigua no se habla para nada de una recitatio communis del canon (que, por decirlo de algún modo, sería necesaria para que la «concelebración» de cada uno de los presentes fuera válida) *. Por ello se podía celebrar la eucaristía siempre que la comunidad se hallara reunida.

b) ¿Puede un laico presidir la eucaristía?

Esta cuestión refleja una problemática moderna y no tiene sentido para la'Iglesia antigua. En primer lugar vemos que el obispo, que, aunque colegialmente vinculado a su presbiterio, era

'entoncés~eTúnico dirigente propiamente dicho de la comunidad, eirá también elúñico que dirigía la celebración eucarística, incluso en el caso de la concelebración. La expansión de las comunidades, que, reducidas en un principio a las ciudades, pasaron a conver­tirse luego en lo que hoy podríamos llamar una provincia ecle­siástica, hizo que los presbíteros que asistían al obispo fueran autorizados para celebrar la eucaristía en ausencia del obis­po, lo cual se hacía cada vez más natural. La autorjzariónjse otor-gaba a personas que en principio no habían sido ordenadas para presidir la eucaristía. Con ello se convertían de hecho en diri­gentes de comunidades más pequeñas.

La primera carta de Qemgnte parte del supuesto de que quien preside la eucaristía normalmente es el episcopos-presbítero, pero añade: «o bien otras personas significadas, con aprobación

47 A finales del siglo xi escribe aún Guerrico de Igny: «El sacerdote no consagra solo, no ofrece solo, sino que la entera asamblea de los creyentes consagra y ofrece junto con él» (Sermo, 5: PL 185,57).

48 Cf., especialmente, E. Dekkers, op. cit., 110-112; R. Berger, op. cit., 246; R. Schultze, op. cit., 188.

Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial 99

de toda la Iglesia», pues «todo debe transcurrir ordenadamen­te» w. -Eo~~3ecisivcr era, por tanto, que un «presidente» fuera aceptado por la Iglesia. Ignacio, quien considera que el obispo, en cuanto modelo de la comunidad, es el único presidente de la celebración eucarística, conoce también casos en los que el obispo puede y debe ser sustituido50. Pero al referirse a estos casos no habla nunca expresamente de los presbíteros o diáconos como si éstos fueran los únicos representantes potenciales del obispo.

A pesar de ello, sólo poseemos un único testimonio expreso de la Iglesia antigua en el que se afirma que, en_caso_de_necesi­dad, la eucaristía puede ser presidida también por un laico. Ter­tuliano, que distingue claramente entre ordo (cristianos incorpo­rados al ministerio) y plebs (el pueblo fiel o «laicos»), escribe que en circunstancias normales la celebración eucarística compete por su propia naturaleza al dirigente de la comunidad, que para Tertuliano dicho presidente es el obispo con su consejo presbite­ral. Pero él mismo afirma: «Pero donde no exista un colegio de servidores incorporados (al ministerio), tú, laico, debes celebrar la eucaristía y bautizar; en ese caso tú eres tu propio sacerdote, pues donde haya dos o tres reunidos se halla la Iglesia, incluso en el caso de que esos tres sean laicos» 51. En la Iglesia prenicena el hecho de que la comunidad eclesial en cuanto tal sea un pue­

b lo He Uios sacerdotal poseía una importancia fundamental^ aun cuando el apelativo «sacerdotal» no fuera aplicado a cada cris­tiano individualmente, sino a la comunidad cristiana en cuanto colectividad". Por ^sta razón, en circunstancias especiales, la co-muniHad cristiana elegía ad boc a su presidente.

49 1 Clem. 44,4-6; M. Jourgon, Remarques sur le vocabulaire sacerdotal de la Prima Clementis, en Epektasis. Hom. Card. J. Daniélou (París 1972) 109; J. Blond, en L'Eucharistie des premien chrétiens (París 1948) 38s.

'-" Cf. nota 40. 51 Tertuliano, De Exhort. Cast. 7,3; cf. De Praescriptione, 41,5-8; G.

Otranto, Nonne et laici sacerdotes sumus (Exhort. Cast. 7,3): «Vetera Chris-tianorum» 8 (1971) 27-47.

12 Cf. O. Otranto, II sacerdozio commune dei fedeli nei reflessi della 1 Petr 3,9: «Vetera Christianorum» 7 (1970) 225-246; cf. J. Delorme, Sacerdoce du Christ et ministere (a propos de Jean 17): «Rech. Se. Reí.» 62 (1974) 199-219; J. H. Elliot, The Elect and the Holy. An exegetical examination of 1 Petr 2,4-10 (Leiden 1966) (el concepto «pueblo sacerdotal

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100 El ministerio en la historia de la Iglesia

Es cierto que san Agustín se opone a la sacerdotalización de los ministros eclesiales en el sentido de considerarlos como mediado­res entre Dios y el pueblo; pero también lo es que el mismo Agustín niega expresamente a los laicos cualquier derecho á~pfe-sidir la eucaristía7~incluso en casos de necesidad ^. A pe"sar~cte ello, la afirmación a que hemos aludido de Tertuliano no está influida por el montañismo, pues él mismo achaca precisamente a los montañistas que éstos permitan a los laicos celebrar la euca­ristía sin que exista necesidad apremiante, negando así el carácter peculiar del ministerio54. La concepción de Tertuliano sobre el ministerio no parece constituir de hecho un caso aislado, como podría pensarse, aunque es evidente que la fluctuación terminoló­gica tiene en su caso una importancia especial. Aquel a quien una comunidad invite a presidirla (y, por tanto, a presidir la eucaris­tía) en determinadas circunstancias se convierte ipso jacto en ministro, en virtud de esa misma aprobación de la comunidad: es «incorporado» a los ministros, es decir, facultado para dirigir la comunidad. Esta es precisamente la situación que contemplaba Agustín, por lo cual, a pesar de la diferencia terminológica, existe una coincidencia objetiva. Todos defienden el carácter singular del ministerio, no una potestad sagrada de orden o una forma concreta de realizar la incorporación del cristiano al ministerio.

Frente a esta concepción del ministerio, en el segundo milenio aparece otra que se concentra claramente y de forma casi exclu­siva Tñ él rñiJTJsteno; tiene menos en cuenta su dimensión eclüT sial y, sobre todo, posee un carácter jurídico. En ella se separan «sacramento» y «derecho».

de Dios» no tiene significación cultual alguna; alude a la elección de la comunidad cristiana).

-' Agustín, Litt. 3,8: CSEL 34,655. " Cf. nota 51.

I I . SEGUNDO MILENIO:

DEBILITAMIENTO DE LA CONCEPCIÓN ECLESIAL

Y PERSONALIZACIÓN DEL MINISTERIO

1. El gran cambio de los siglos XII y XIII

a) Desplazamiento de significado del canon de Calcedonia: «titulus Ecclesiae»

Los Concilios III y IV de Letrán, celebrados en 1179 y 1215, respectivamente, y que (después del cisma oriental de Focio) fue­ron concilios ecuménicos fundamentalmente latinos, sancionaron en principio una transformación bastante radical de la concepción del ministerio vigente en la Iglesia antigua. Ambos concilios mar­can en diversos puntos el inicio de una nueva praxis eclesial (que, teniendo en cuenta sobre todo la introducción de la ley del celi­bato sacerdotal a finales del siglo iv, cuenta con precedentes históricos).

En la misma Edad Media, el Decreto de Graciano se había vuelto a referir al canon 6 de Calcedonia, en el que se prohibía cualquier «ordenación absoluta»S5. Dentro de la teología, Hugo de San Víctor, entre otros, había apelado a dicho canon en el siglo XII. A pesar de ello, el III Concilio de Letrán rompió de hecho, aunque no intencionadamente, con la concepción de Calce­donia. En 1179 se hizo una interpretación nueva del titulus Ec­clesiae, en base al cual se realizaban las ordenaciones en confor­midad con lo decretado por Calcedonia; es decir, que un cristiano sólo podía recibir la ordenación cuando una comunidad determi­nada lo hubiera propuesto como presidente suyo (un elemento esencial de la ordinatio o incorporación al ministerio), lo que inva­lidaba las «ordenaciones absolutas». En el pontificado de Alejan­dro III el concepto eclesiológico titulus Ecclesiae fue interpretado

55 Con todo, nos podemos preguntar hasta qué punto pueden deberse es­tas repeticiones occidentales del canon 6 de Calcedonia al trabajo de intelec­tuales —antologías canónicas—, sin que supongan el reflejo expreso de una praxis eclesial desarrollada en la época feudal o una gran influencia en dicha práctica. La nueva praxis, nacida desde abajo, preparó las nuevas determina­ciones canónicas posteriores. También podemos sacar de este hecho alguna lección.

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102 El ministerio en la historia de la Iglesia

del modo siguiente: «No se puede ordenar a nadie sin que esté asegurada la subsistencia». Una interpretación de carácter clara­mente feudal56. La antigua incorporación eclesial quedó así, al menos en principio, si no negada, sí considerada básicamente (dadas las inseguras condiciones de la época feudal) desde la perspectiva de la subsistencia material del sacerdote. El que diez años después de aquel concilio el papa Inocencio III recordara (una vez más: la última en la historia de la Iglesia) que las orde­naciones absolutas eran inválidas, constituye, en mi opinión, un índice de que el Concilio de Letrán III no pretendía romper con el pasado. Pero el mismo Inocencio III añade que, por razones de caridad y según el antiguo uso de la oikonomia, aquellos sacer­dotes que sean ordenados absolutamente pueden desempeñar fun­ciones sacerdotales siempre que el obispo que los ordena cuide de su subsistencia*1.

En unas condiciones económico-sociales que contribuían a la proliferación de sacerdotes inactivos, preocuparse por la subsisten­cia de los clérigos era una cuestión apremiante, que reclamaba

56 Concilio III de Letrán (1179), c. 5: Mansi, Conc. XXII, 220. En lugar de tttulus ecclesiae o «incorporación eclesial», se dice ahora, en un lenguaje absolutamente feudal, «sine certo titulo de quo necessaria vitae percipiat» (loe. cit.); hay que asegurar los stipendia convenientia. La nece­sidad de esta medida en el ambiente de las relaciones caóticas de los siglos anteriores es resaltada con claridad por R. Foreville, Lateran I, II, III y Lateran IV, Histoire des conciles oecuméniques, 6 (París 1965), que en las páginas 210-233 publica todo el texto del Concilio de Letrán y no sólo un decreto del mismo, como hace Denzinger, que, de este modo, oscurece la importancia reformadora de este concilio y no permite percibir el hecho de que en él no se pretende en modo alguno romper con la tradición patrís­tica. Cf., además, V. Fuchs, Der Ordinationstitel von seiner Entstehung bis auf Innozens III (Bonn 1930). De hecho, un sínodo romano había autori­zado ya en 1099 ordenaciones absolutas (Mansi, XX, 806 y 970): a modo de «dispensa».

"' Se trata con toda evidencia de un intento de «actualizar la antigua tradición en el difícil contexto financiero del feudalismo (Inocencio III, Epist. ad Zamorensem episcopum, ed. Friedberg, Corpus Iuris Canonici II, 469). Ya Urbano II (1088) reconoció ordenaciones «sine titulo ecclesiae» (Mansi, XX, 970); pero esto es considerado como una consecuencia del cre­ciente poder papal, que podía «dispensar» incluso de leyes eclesiásticas. Cf. A. Schebler, Die Reordinationen, 277; cf., además, el apartado III del cap. IV y la bibliografía indicada en la nota 6 de ese mismo capítulo.

Segundo milenio: personalización del ministerio 103

solución. Pero, de hecho, en la interpretación usual, el antiguo titulus Ecclesiae quedó reducido a la cuestión típicamente feudal del beneficium. Con ello no se anulaba la corriente interna de la Iglesia primitiva, aunque esta nueva corriente de superficie pe­netró sobre todo en la naciente teología escolástica e influyó más tarde, por razones diferentes, en el mismo Concilio de Trento58. Quien se siente llamado al sacerdocio, se presenta (la dimensión eclesial no se ha perdido del todo), recibe una formación adecua­da y, por fin, es ordenado. El hatillo está pronto: sólo queda esperar que el obispo le destine. La ordinatio es ahora la incor­poración en abstracto de un cristiano al ministerio en una región diocesana, aun cuando quede por determinar a qué lugar concreto se le destina. En esta concepción desaparece completamente el derecho de la comunidad a expresar su parecer, derecho que en los orígenes era un elemento esencial de la ordinatio. No preten­do afirmar que ese nuevo uso de la «cristiandad», como suele denominarse la Edad Media, pueda ser equiparado sin más a las «ordenaciones absolutas» declaradas inválidas por Calcedonia. La repetición literal del pasado no es por sí misma, en circunstancias nuevas, fidelidad a la gran tradición. En mi opinión, la nueva praxis no debe ser llamada «ordenación absoluta», pero en cual­quier caso ha habido desde entonces muchas ordenaciones absolu­tas inválidas, especialmente en el caso de monjes que sólo celebra-ban misas privadas. Me viene a la mente la ironía de Paulino de Ñola: soy sacerdote in sacerdotium tantum Domini, no como pre­sidente y guía de una comunidad.

Si el Concilio de Letrán III introdujo una praxis que distin­gue claramente el segundo milenio del primero, el cambio volvió a ser recalcado expresamente por el Concilio de Letrán IV, con su declaración de que la eucaristía sólo puede ser celebrada «por un sacerdote ordenado válidamente y autorizado para ello» 59. Esta declaración no contradice de suyo la praxis del primer milenio, pero representa una limitación de la misma: en ella existe el pe­ligro de que desaparezca la relación con la elección de la co-

58 Cf. infra, pp. lllss. *' En este caso, la validez depende totalmente de la llamada y de la

misión por parte de una comunidad local (Lateranense IV, a. 1215, c. 1: Denzinger-Sch. 802).

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104 El ministerio en la historia de la Iglesia

munidad, la dimensión eclesial del ministerio. Por otra parte, la dimensión eclesial de la eucaristía es limitada al «sacerdote cele­brante». La prehistoria de estos dos concilios y sobre todo su re­percusión en el futuro mostrarán el alcance de esta restricción del aspecto eclesial del ministerio. El cambio radical no se produjo, en efecto, tanto por criterios teológicos cuanto, sobre todo, por razones no teológicas. La «historia de las repercuciones» de ese cambio tampoco estuvo determinada por un impulso teológico, sino más bien por presupuestos extrateológicos. Basta tomar con­ciencia de esta evolución para comprender que la antigua concep­ción eclesial del ministerio debe prevalecer frente a aquella otra que se hizo oficial a partir de la época a que nos venimos refi­riendo.

b) Causas de la nueva imagen del sacerdote

Podemos preguntarnos cómo se puede históricamente explicar este cambio en la concepción de la Iglesia sobre sus ministros. Muchos historiadores y otros estudiosos consideran que el cambio se produjo por aparecer, precisamente en la época de los Conci­lios II y IV de Letrán, la teoría del carácter sacramental como fundamento del sacramentum ordinis®. Esta explicación no me parece convincente, sobre todo porque esa teoría tan vaga del carácter, aparecida a finales del siglo xn, aunque se juzgase mo­derna, fue interpretada en continuidad con la Iglesia primitiva por los denominados scholastici maiores (Buenaventura, Alberto Magno y, especialmente, Tomás de Aquino). A pesar de las di­versas interpretaciones que cada uno de ellos ofrece, el carácter es puesto en relación con el lazo visible entre «servicio» e «Igle-

60 De hecho, en los documentos oficiales de la Iglesia se habla por pri­mera vez del «carácter bautismal» en 1201 (papa Inocencio III: Denzinger-Sch. 781) y de un carácter sacerdotal en 1231 (papa Gregorio IX: Den-zinger-Sch. 825). Dudo seriamente que estos conceptos tuvieran en la Edad Media el significado místico-sacral que se les atribuyó siglos más tarde. B. McSweeney, The Priesthood in Sociological Theory: «Social Compass» 21 (1974) 5-23, ofrece ciertos puntos de vista relevantes desde una perspectiva sociológica, pero sus juicios de valor históricos me parecen muy poco mati­zados.

Segundo milenio: personalización del ministerio 105

sia»61. Por otra parte, todos los tomistas opinaban que el carác­ter se confiere en todas las ordenaciones, desde la del obispo hasta la del acólito o ostiario. El punto clave del carácter era en la Edad Media el concepto de la mancipatio (es decir, ser llamado y ser aceptado por una comunidad para realizar una determinada actividad de servicio eclesial). Esta visión enlaza con el elemento esencial de la concepción del ministerio en la Iglesia antigua.

Sin embargo, esta doctrina de la Escolástica contenía elemen­tos que habrían de contribuir mucho más tarde a una sacerdotali-zación ontológica e incluso mágica del sacerdocio. En la Edad Media encontramos ya los presupuestos para este desarrollo, pero sólo debido a determinadas circunstancias posteriores se llegará a proyectar esos presupuestos en la teoría medieval sobre el ca­rácter. ¿Cuáles son estos factores?

A partir del siglo vi los papas se convirtieron en juguete del cesaropapismo de corte bizantino, que los emperadores continua­ban practicando. La renovación espiritual que los misioneros ir­landeses trajeron al continente europeo respiraba un espíritu muy distinto al que estaban acostumbrados los cristianos «germanos» y «galos». Podemos afirmar con muchos historiadores que, en la conversión de los «bárbaros», se convirtió la Iglesia a los «bár­baros». Los obispos, independientes hasta ahora, pasaron a ser desde entonces servidores de poderosos señores —señores terre­nos— que, para aumentar la gloria de sus Estados, construyeron iglesias privadas (iglesias propias) y contrataron arbitrariamente a clérigos para ponerlos a su servicio. El renacimiento carolingio supuso una reacción contra este estado de cosas, pero consolidó al mismo tiempo el entero sistema feudal de fundaciones y do­naciones. El mismo Concilio de Aquisgrán (812-819), que trató de promover la renovación espiritual del clero62, se ocupó, sobre todo en la línea del feudalismo naciente, de establecer fundacio-

61 Cf. E. Schillebeeckx, Sacraméntele heiheconomie (Bilthoven-Amberes 1952) 185-198, y Merkteken, en Theol. Woordenboeck II, 3231-3237.

62 A. Poeschl, Die Enstehung des geistlichen Benefiziums: «Archiv f. kath. Kirchenrecht» 106 (1926) 3-121 y 363-471; A. Werminghoff, en Mo-numenta Hist. Germanicae, Legum Sectio III, Concilia II. Concilia Aevi Karolini I (Hannover-Leipzig 1908); cf. también F. Oediger, Über die Bildung der Geistlichen im spaten Mittelalter (Leiden 1953).

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106 El ministerio en la historia de la Iglesia

nes y donaciones (a iglesias), aun cuando intentó desligar el nom­bramiento de sacerdotes del capricho de los señores temporales. Juzgándolo elemento propio del sistema feudal, Gregorio VII res­tableció la independencia espiritual de los obispos. A pesar de ello, los reyes, condes y duques eran los únicos que podían dis­poner cabalmente en esa época de los sacerdotes e incluso de los obispos.

La ecclesia no era ya una comunidad viva, sino que en muchos casos era el símbolo de poder de los señores temporales que po­seían sus propias iglesias. Al entrar en el juego del sistema feudal, los obispos se convirtieron en príncipes-obispos que apenas si es­taban a la altura de la gran tradición eclesial. Hay que afirmar, sin embargo, que en esta situación tan confusa la reforma de Gre­gorio VII supuso una auténtica revolución. A finales del siglo xi quiso este hombre arrancar a la Iglesia de las garras del feuda­lismo. La reforma gregoriana señaló el inicio de un «movimiento evangélico» que, a pesar de los pesares, volvería a surgir cada cierto tiempo durante toda la Edad Media.

Pero hacia finales del siglo xi y comienzos del xn presencia­mos un renacimiento del derecho romano. El influjo de este hecho me parece decisivo, sobre todo en el terreno de la eclesiología y, por tanto, en lo que afecta a la concepción del ministerio. Por su vinculación al feudalismo, esta mentalidad jurídica desligó jurí­dicamente la potestad de dirección (en todas sus áreas de actua­ción) del concepto de «territorialidad» y, como consecuencia de ello y por lo que al aspecto religioso se refiere, del concepto de «iglesia local». La territorialidad y la iglesia local eran considera­das sobre todo como «áreas humanas» (y no puramente geográ­ficas). A finales del siglo x m se llegaría por este camino a la famosa sentencia de Vicente de Beauveais: «Quodque principi placuit, legis habet vigorem» 6i, es decir, el principio de la «ple­nitud de potestad» (plenitudo potestatis), la autoridad en cuanto valor en sí, al margen de la comunidad, tanto en el terreno civil como en el eclesiástico.

63 Speculum doctrínale VIII, 34; cf. G. de Lagarde, La naissance de l'esprit Idique au déclin du Moyen Age, vol. I: Bilan du XIII' siécle (Lovaina-París 1956): brote de la idea jurídica de la plenitudo potestatis.

Segundo milenio: personalización del ministerio

La revolución «teológica» medieval se hizo posible sobre todo debido a factores no teológicos (feudales y jurídicos). En los si­glos pasados se pensaba que para un cristiano la línea divisoria entre el «espíritu de Cristo» y el «espíritu del mundo» se daba en el bautismo; es decir, en la conciencia de tomar parte desde ese día de la comunidad elegida, la Iglesia de Dios. La potente expansión de la Iglesia hizo que esa línea divisoria fuera situada en el «segundo bautismo», es decir, en la profesión de la vida monástica. Pero en los primeros tiempos del monacato los mon­jes eran laicos, no sacerdotes. La comunidad cristiana consideraba que en ellos se realizaba el modelo ideal desde un punto de vista cristiano. Pero después del concilio carolingio de Aquisgrán y, so­bre todo, después de la reforma gregoriana, esta perspectiva se desplazó. En una época en que casi todos habían recibido el bau­tismo, la frontera entre el «espíritu de Cristo» y el «espíritu del mundo» fue situada en el clero. El sacerdocio era considerado «un estado personal de vida»; más un estado que un servicio mi­nisterial a la comunidad. De este modo quedaba personalizado y privatizado64.

Las nuevas concepciones sobre el derecho, el ius, y sobre la jurisdicción llevaron a una separación entre potestad de orden y potestad de jurisdicción65, división que significa para mí uno de

64 Ya en la época carolingia se puede observar la concentración en el clero. La antigua terminología eclesial conficere, consecrare, immolare —ac­ciones cuyo sujeto activo había sido hasta entonces la entera comunidad— se va limitando poco a poco a determinadas acciones del clero. El totd aetas concelebrat de épocas anteriores (Vita Zepheryni, 2: ed. L. Duchesne I, 139-140) se convierte ahora en la siguiente concepción: lo que hace el sacerdote es realizado por el pueblo de Dios creyente sólo in voto (entre otros, Inocencio I I I , De sacro allaris ministerio I I I , 6: PL 217,845).

65 Cf. R. J. Cox, A study of the juridic status of laymen in the medievo canonists (Washington 1959); L. Hodl, Die Geschichte der scholastische^ Literatur und der Theologie der Schlüsselgewalt (Münster 1960); W. Piocha Geschichte des Kirchenrechts I (Viena 21960) 224ss; K. J. Becker, Wese?1

und Vollmachten des Priestertums nach dem Lehramt (Quaestiones Disputa' tae; Friburgo de B., 1970) 113-121; M. van de Keckhove, La notion ¿e

jurisdiction dans la doctrine des Décrétistes et des premiers Décrétalist¿s' de Granen (1140) a Bernard de Bottone: «Ét. Franc.» 49 (1937) 420-45^» P. Krámer, Dienst und Vollmacbt in der Kirche: Bine rechtstheologische LS11' tersuchung zur Sacra Potestas-Lehre des II. Vatikanischen Konzils (Tréver*5

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108 El ministerio en la historia de la Iglesia

los factores fundamentales que marcan las diferencias entre el primero y el segundo milenio. Los juristas desarrollan en este terreno la idea de la sacra potestas, un hecho fuertemente condi­cionado por el contexto histórico. La potestas es, en efecto, el centro de atención de la guerra de las investiduras entre impe-rium et sacerdotium, el emperador y el papa; la potestas y las respectivas facultades ministeriales de esas dos fuerzas. Pero, teo­lógicamente, la separación entre potestad de orden y potestad de jurisdicción abrió la puerta a las ordenaciones absolutas, pues todo aquel que haya sido ordenado posee personalmente, en virtud de la ordinatio recibida, todo el poder sacerdotal, incluso en el caso de que no se le encomiende una comunidad cristiana. Dicho en términos jurídicos: incluso en el caso de que no tenga potestas iurisdictionis, sin pensar que sólo en este momento la ordinatio se convierte de hecho en ordenación. Se es sacerdote al margen de que se esté al frente de una determinada ecclesia, lo que equi­vale en otros términos a lo que el Concilio de Caldenonia llamaba «ordenación absoluta» inválida. Esta concepción trajo consigo una praxis sacerdotal que hubiera sido inimaginable anteriormente; piénsese sobre todo en la misa privada66. El individuo es orde­nado sacerdote «personalmente»; el ordenado posee «potestad para celebrar la eucaristía» y puede usarla, por consiguiente, en beneficio propio. Esta práctica hubiera sido eclesiológicamente impensable en la Iglesia antigua67.

1973); Y. Congar, Sainte Église (París 1963) 203-238; id., R. Sohm nous interroge encoré: «Rev. Se. Phil. Théol.» 57 (1973) 263-294; J. Ratzinger, Opfer, Sakrament und Triestertum in der Entwicklung der Kirche: «Cath.» 26 (1972) 108-125; id., Das neue Volk Gottes (Dusseldorf 21970) 75-245.

66 Sobre las consecuencias, sobre todo en relación con el origen de la misa privada, cf., entre otros, O. Nussbaum, Kloster, Priestermonch und Eucbaristiefeier (Münster 1973), e id., Ursprung der Privatmesse: «Stimmen der Zeit» 90 (1964-65) 21ss.

67 Con ello no negamos ni el profundo valor que puede tener una misa privada, en cuanto oración personal, ni mucho menos su valor para la edi­ficación del propio sacerdote celebrante, pero sí que hay que reconocer que, desde el punto de vista del ministerio sacerdotal y desde una perspectiva eclesial, la misa privada se sitúa en los límites de lo que tiene sentido. Los sacramentos son la celebración de una comunidad local (mayoritariamente presente) y no para una comunidad «imaginaria».

Segundo milenio: personalización del ministerio 109

Se origina así una teología del ministerio que toma una direc­ción completamente distinta de la que tenía hasta ahora. Esta se manifiesta ya en los nuevos documentos oficiales en los que, frente a lo que ocurría en el primer milenio, se afirma que si el rito de imposición de manos se realiza según las normas, la ordenación es válida y tiene fuerza jurídica incluso en el caso de que sea una «ordenación absoluta». Unido a ello asistimos ahora al nacimien­to de la idea del opus operatum sacramental; el contexto eclesial queda así relegado a un segundo plano, como aparece sobre todo en las declaraciones de Inocencio III (1198-1216). El renaci­miento del derecho romano hizo que en Occidente se aplicara entonces con generosidad el antiguo principio de la oikonomia, traducido en el denominado principio de la «dispensa». Inocen­cio III actuó con tal magnanimidad en este sentido, que, en la práctica, todas las ordenaciones absolutas fueron declaradas vá­lidas ".

Como consecuencia de todo ello, la antigua relación entre co­munidad y ministerio, ecclesia y ministerium, se vio desplazada hacia la relación entre potestas y eucharistia, potestad de orden y eucaristía. Tal desplazamiento del acento lo exigía, además, un des­arrollo semántico nada casual: la expresión corpus verum Christi pasó a significar en la temprana Edad Media corpus «mysticum» Christim. Los documentos teológicos y litúrgicos de la Iglesia antigua habían afirmado siempre que el ministerio eclesiástico era necesario .para presidir a la Iglesia, es decir, al corpus «verum» Christi: para la dirección de la comunidad. Pero a partir de la controversia entre Ratramno y Lanfranco sobre la eucaristía, esta terminología se hizo fluctuante. En la Iglesia antigua, corpus «mysticum» no significaba ecclesia, sino «cuerpo eucarístico» de Cristo. En la Edad Media adquirió un significado muy distinto

a Sobre la aparición del principio medieval de la dispensa (sobre todo por parte de Hincmaro de Reims), cf. E. Plazinski, Mit Kmmmstab und Mitra (Buisdorf 1970); V. Fuchs, Die Ordinationstitel (nota 1 del cap. II); M. A. Stiegler, Dispensation (Maguncia 1908); cf. infra, nota 6 del cap. IV.

" H. de Lubac, Corpus Mysticum. L'Eucharistie et l'Église au Moyen-Áge (París 21949), sobre todo el cap. V; Y. Congar, Eclesiologta. Desde san Agustín hasta nuestros días, en Historia de los dogmas III, 3c-d (Madrid 1976) 93-100.

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110 El ministerio en la historia de la Iglesia

por influencia de la referida polémica. Mientras que anteriormente se afirmaba que un ministro era ordenado para presidir la comu­nidad eclesial (— corpus «verum»), ahora se dice: para presidir el corpus «mysticum», es decir, para presidir la celebración de la eucaristía.

Al nacimiento de tal concepción había contribuido asimismo la creciente importancia concedida a la sacra potestas en la Edad Media: la ordenación pasa a ser la concesión de una potestad especial en orden a la consagración de la eucaristía. Como una consecuencia lógica de todo esto, el Concilio de Letrán IV afir­mará que sólo un sacerdote válidamente ordenado puede pronun­ciar las palabras de la consagración. Tomás de Aquino se limitará a dar una formulación clara de las ideas que se habían venido desarrollando desde el siglo xn: «Las acciones pueden dirigirse directamente a Dios de dos maneras: por un lado, pueden proce­der de una sola persona (p.ej., orar); estas acciones puede reali­zarlas cualquier bautizado; por otro lado, pueden ser realizadas por toda la Iglesia, y en este caso sólo el sacerdote está capacitado para realizar aquellas acciones dirigidas directamente a Dios, pues la acción de toda la Iglesia sólo puede realizarla aquel que con­sagra la eucaristía, que es sacramento de toda la Iglesia»70. Com­parada con la concepción de la antigua Iglesia, en este modo de ver las cosas se han cambiado sustancialmente los papeles: un sacerdote es ordenado para que pueda celebrar la eucaristía; en la Iglesia antigua se afirmaba que era «incorporado» al ministerio para que pudiera actuar como dirigente de la comunidad. Con otras palabras: la comunidad lo llamaba para que se encargase de

70 In IV Sent., á. 24, q. 2, a. 2 ad 2. Como el resto de la Escolástica, también Tomás afirma: «Sacramentum ordinis ordinatur ad eucharistiae con-secrationem» (Summa Theologiae III, q. 65, a. 3). Más arriba hemos cons­tatado que, sobre todo en los primeros cuatro siglos, el ministerio era con­templado primariamente en relación con la edificación de la comunidad y, en este contexto, con el núcleo eucarístico de toda comunidad cristiana; pero hay que conceder, sin embargo, que desde finales del siglo iv, con la apa­rición de la ley canónica del celibato, que aparecía como signo de la «abstinencia eucarística», se fue acentuando cada vez más el servicio del sacerdote al altar, que llevó consigo esta legislación canónica tan profunda­mente radical. Cf. J. P. Audet, Mariage et célibat dans le service pastoral de l'Église (París 1967) lOs y 124-135.

Segundo milenio: personalización del ministerio lll

la edificación de la comunidad, y por esto mismo era la persona idónea para presidir la eucaristía. Un desplazamiento de acento decisivo y, en. cualquier caso, una traducción jurídica muy estre­cha de la intención de la Iglesia antigua.

2. La imagen «moderna» del sacerdote desde los siglos XV y XVI

a) Josse Clichtove (1472-1543).

Los cambios determinados por el feudalismo condujeron más tar­de, en el Ancien Régime de las monarquías absolutas sobre todo, a la imagen del sacerdote formulada por primera vez en términos rigurosos por Josse Clichtove71. Esta imagen ejerció un gran in­flujo en el Concilio de Trento (que evitó, sin embargo, las exage­raciones de Clichtove) y fue desarrollada por Bérulle y Olier, de los sacerdotes del Oratorio y de San Sulpicio, respectivamente, y en realidad por toda la llamada escuela francesa. Por ello hay que considerarla, además, como el auténtico trasfondo de toda la literatura espiritual sobre el sacerdocio que se produjo desde el siglo pasado hasta vísperas del Vaticano II .

Clichtove realizó una combinación de ideas bíblicas, patrísti­cas y medievales y las puso en relación con la situación de la sociedad en que vivió. Una idea justa en sí misma. Pero en una

71 Cf., sobre todo, J. P. Massaut, Josse Clichtove, l'humanisme et la reforme du clergé, 2 vols. (París 1969); id., Vers la Reforme catholique, en Sacerdoce et célibat (redacc. J. Coppens; Gembloux-Lovaina 1971) 459-506; id., Théologie Universitaire et Requétes Spirítuelles (un texte inédit de Josse Clichtove), en La controverse religieuse (XVI'-XIX' siécles). Actes du Premier Colloque Jean Boisset (Montpellier 1980) 7-18 (mi agradecimien­to a J. P. Massaut, quien, al aparecer mi artículo sobre el ministerio, La comunidad cristiana y sus ministros: «Concilium» 153 [1980] 395-438, me dio a conocer estas publicaciones). Cf., además, G. Chantraine, /. Clichtove: témoin théologique de l'humanisme parisién. Scolastique et célibat au XVI" siécle: «Rev. Hist. Ecl.» 66 (1971) 507-528. El número 153 de «Concilium» se consagra íntegramente al tema del «derecho de la comunidad a un pas­tor», con artículos sobre el ministerio sacerdotal, el celibato obligatorio)

etcétera.

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112 El ministerio en la historia de la Iglesia

sociedad jerárquica y cristiana, dirigida por un poder que se apo­yaba en un derecho divino, el sacerdote, en virtud precisamente de su sacerdocio, se halla separado del mundo, incluso del mundo de los laicos cristianos. La idea de «ser sacado del mundo», es decir, la huida del mundo, constituye el distintivo esencial de esta imagen del sacerdote. Las leyes del Antiguo Testamento sobre el sacerdocio y la tradición monacal determinan la imagen del sacer­dote trazada por Clichtove. El signo distintivo del sacerdocio es su relación con el culto (no con la comunidad). El sacerdote, in­cluso si se trata de un párroco, debe mantener los menos con­tactos posibles con sus feligreses, reduciéndolos a los que exige la necesaria administración de los sacramentos. Ser sacerdote se traduce en «ser para el culto», y por esta relación con el culto es alguien separado del pueblo. El celibato sacerdotal será la única expresión adecuada de esa separación esencial. Esto hará afirmar a Clichtove en sus últimas obras que el celibato sacerdotal es de derecho natural y de «derecho divino»; la legislación eclesiástica se ha limitado a sancionar ese derecho.

Como consecuencia de esta visión se llega a afirmar que ni siquiera el papa puede dispensar de la ley del celibato; es seme­jante al «voto solemne» de un religioso. Concebido únicamente como privación de lo que Clichtove denomina «suciedad corporal» (spurcitia), el celibato es el claustrum que separa y aisla al sacer­dote del resto del mundo. Autorizar el matrimonio de los sacerdo­tes equivaldría a amalgamar las diferencias entre un laico y un sacerdote. Esta concepción del sacerdocio la fundamenta Clichtove en la santísima «potestad de ofrecer sacrificios», propia del sacer­dote. El culto es por ello un terreno exclusivo de la casta sacerdo­tal y monástica que se halla muy por encima del pueblo fiel. En virtud de ese poder para ofrecer sacrificios, el sacerdote es el me­diador entre Dios y el pueblo creyente.

Clichtove quiso ofrecer una «espiritualidad sacerdotal» propia a la mayoría de los sacerdotes de su tiempo (principios del xvi), que estaban simplemente ordenados y no tenían responsabilidad pastoral. Este punto de vista resultaba de suyo ambivalente y le llevó a introducir cada vez más elementos monásticos en la espi­ritualidad sacerdotal, aun cuando ésta se apoyaba en razones dis­tintas de las que presidían la vida monástica. El fundamento de

Segundo milenio: personalización del ministerio 113

esta «espiritualidad sacerdotal moderna» es la «gracia de estado», propia del sacerdote, que, por su misma esencia, es sacrificial y es vivida dentro de la sociedad en el estado sacerdotal. El sacerdocio es menos un ministerio que un estado fundado en una actividad cultual. Se comprende que Clichtove rompiera, por ejemplo, con la concepción de santo Tomás, para quien el celibato sacerdotal es una simple medida disciplinar de la Iglesia72, distinguiendo además claramente entre el celibato ministerial y el de los religio­sos y monjes. Para Clichtove, el celibato es un elemento esencial de la condición de separados de todo —incluso del pueblo cristia­no—, que caracteriza al sacerdote.

La imagen recibe así por primera vez en la historia de la Igle­sia contenidos exclusivamente clericales, jerárquicos y monásticos. Clichtove quiso presentarse como el gran reformador de la espiri­tualidad sacerdotal y levantarse contra la decadencia de las cos­tumbres de los sacerdotes en la tardía Edad Media, contra las que habían levantado ya su voz tanto Lutero como Erasmo. Esta labor la realizó antes de que irrumpiera la Reforma, que sólo logró acentuar su rigorismo en algunos puntos. Su intención fue crear una nueva espiritualidad sacerdotal, pero el fundamento de la misma lo constituía una concepción teológica muy cerrada del mi­nisterio eclesiástico (que de hecho no es ya un «ministerio», sino un «estado»). Por desgracia, el mismo Clichtove tradujo esa espi­ritualidad, ya de suyo bastante unilateral, en formas jurídicas. Su influencia hizo que la imagen del sacerdocio católico tuviera todas las apariencias de una absolutización del derecho, para lo cual la imagen medieval del sacerdote sólo ofrecía una base muy débil. Esta concepción del sacerdote, centrada en su condición de cele­brante independiente de «misas», sin ningún tipo de responsabili­dades pastorales, contribuyó a rodear su figura de una aureola casi divina. Fiel a su principio de no tomar postura frente a las controversias que se mantuvieran dentro del catolicismo, el Con­cilio de Trento se abstendrá de sancionar las ideas básicas de

"2 «Non est autem essentialiter annexum debitum continentiae ordini sa­cro, sed ex statuo Ecclesiae; unde videtur quod per Ecclesiam potest dis­pensan in voto continentiae sollemnizato per susceptionem sacri ordinis» (S. Th. II-II, q. 66, a. 11).

8

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114 El ministerio en la historia de la Iglesia

Clichtove, aun cuando el espíritu de sus escritos es perceptible en los cánones conciliares.

b) Doctrina de Trento sobre el ministerio.

No es mi intención tratar exhaustivamente la doctrina de este concilio sobre el «sacramento del orden» 73. La atención que pres­taremos a dicha doctrina tiene como única finalidad establecer las diferencias entre el primero y el segundo milenio en torno a la concepción del ministerio.

Cuando comenzamos este capítulo afirmábamos ya que la Igle­sia no tuvo la intención consciente de romper con las ideas del primer milenio. Todo lo contrario. Existía la convicción de que, a pesar de que se dieron verdaderos giros fundamentales que tu­vieron su origen en las transformaciones producidas en el seno de la Iglesia y en el mundo, se continuaba en la línea de la Iglesia antigua. Tanto la continuidad como el rompimiento aparecen cla-

73 Sobre la doctrina de Trento acerca del ministerio, cf., entre otros, E. Boularand, Le sacerdoce de la loi nouvelle d'aprés le décret du Concile de Trente sur le sacrement de l'ordre: «Bulletin de Littérature Ecclésiasti-que» 56 (1955) 193-228; K. Becker, Der priesterliche Dienst. Vol. 2: Wesen und Vollmacbten des Priestertums nach dem Lehramt (Quaestiones Disputatae, 47; Friburgo de B. 1970); A. Duval, Les données dogmatiques du Concile de Trente sur le sacerdoce: «Bulletin du Comité des Études» nn. 38-39, vols. 34 (París 1962) 448-472; G. Fahrnberger, Bischofsamt und Priestertum in den Diskussionen des Konzils von Trient. Eine rechts-theologiscbe Untersuchung (Viena 1970); A. Ganoczy, «Grandeza y miseria» de la doctrina tridentina sobre los ministerios: «Concilium» 80 (1972) 514-526; H. Jedin, Gescbichte des Konzils von Trient, 4 vols. (Friburgo 1949-1975; trad. española: Historia del Concilio de Trento, Pamplona 1962ss); Das Leitbild des Priesters nach dem Tridentinum und dem Vatikanum II: «Theologie und Glaube» 60 (1970) 102-124, y Vaticanum II und Triden­tinum. Tradition und Fortschritt in der Kirchengeschichte (Colonia-Opladen 1968); P. Fransen, Le Concile de Trente et le sacerdoce, en Le Prétre. Foi et Contestation (Gembloux-París 1969); L. Lescrauwaet, Trente en Va­ticanum II over het dienstpriesterschap: «Ons Geestelijk Leven» 47 (1970) 194-205; J. Pégon, Episcopat et biérarcbie au Concile de Trente: «Nouv. Rev. Théol.» 82 (1960) 580-588; H. Reumkens, Priesterschap en presbyteraat volgens het Concilie van Trente (Tesis doctoral; Tilburg 1974); E. Schille-beeckx, Die eucharistische Gegenwart. Zur Diskussion über die Realprasenz (Dusseldorf 21968; trad. española: La presencia de Cristo en la eucaristía, Madrid 1968); Handbuch der Dogmengeschichte (Friburgo 1969) VI-5.

Segundo milenio: personalización del ministerio 115

ramente en las actas y, al menos, en la redacción final de los do­cumentos del Concilio de Trento.

Lo mismo que las de cualquier otro concilio, también las afir­maciones del de Trento tienen unos condicionamientos históricos muy concretos. En este concilio faltaron además las posibles co­rrecciones que podían haber aportado las Iglesias orientales. Según explicó el mismo concilio, el objetivo de sus declaraciones con­ciliares definitivas era dar expresión a lo que, en su propia con­cepción e interpretación, negaban los reformadores. Esto mismo puede decirse de toda la problemática del ministerio eclesiástico. La historia ha demostrado luego que los padres de Trento tenían una imagen muy confusa y a veces errónea de lo que la Reforma era realmente. Se puede afirmar, por consiguiente, que, de acuer­do con la propia intención de esta asamblea de la Iglesia occiden­tal, las conclusiones del concilio contienen únicamente elementos antitéticos; de hecho, callan aquellos aspectos de las tesis refor­madoras compartidos por los padres conciliares. Por eso es impo­sible buscar en Trento una exposición completa de la concepción católica sobre el ministerio; no se puede buscar siquiera la con­cepción típica de la época. En relación con lo que los padres con­ciliares pensaban del ministerio, las conclusiones del concilio son positivamente «unilaterales». Citemos un ejemplo: en los «cáno­nes» sobre el sacramento de la confirmación el concilio vincula de forma casi exclusiva el ministerio («sacerdocio» en cuanto realidad poseída por los obispos y presbíteros) con la presidencia en la celebración eucarística (potestad de consagrar y administrar otros sacramentos); en los decretos de reforma (cuyo centro de interés era más la reforma del clero que la lucha contra los reformado­res) se considera que la dirección pastoral y la predicación es la función primaria del episcopado sacerdotal74. Estas que podríamos llamar inconsecuencias sólo se entenderán sobre la base del obje­tivo pretendido por los cánones del concilio: tomar postura explí­cita sólo en aquellos casos en que, a juicio de los padres conci­liares, la Reforma negaba o no tenía suficientemente en cuenta antiquísimas tradiciones cristianas en torno al ministerio eclesiás­tico.

74 Cf. A. Duval, L'ordre au Concile de Trente, en Le Prétre. Foi et Contestation, 277ss.

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Los textos finales del concilio no reflejan todo lo que los pa­dres pensaban e incluso habían manifestado de hecho en las dos sesiones preparatorias. Es evidente que no se puede realizar una valoración histórica y teológica del concilio sin haber realizado antes un análisis crítico de las actas de las tres sesiones en que se trató el sacramento del orden. Pero sería poco realista no prestar atención a la historia particular de la influencia de la «doctrina» y los «cánones» tridentinos tal y como aparecen en la redacción final o, dicho de otro modo, a sus efectos en la época postriden-tina. Dichos cánones han dado lugar, en efecto, a una visión par­cial del ministerio en el segundo milenio. Lo que ha hecho his­toria son estos cánones y no los objetivos que la hermenéutica histórica de estos últimos años ha atribuido al Concilio de Trento.

Quien conoce las actas del concilio puede aceptar que, aunque se tratara de una asamblea exclusivamente latina, y a pesar de las diferencias reales, que no hay que ocultar, Trento sancionó en mu­chos puntos tanto algunas ideas del primer milenio como no pocos puntos de vista que serían asumidos más tarde por el Vaticano II . Esta valoración histórica del Tridentino, que creemos justificada, se distingue claramente de la historia concreta de la influencia ejercida por este concilio en los siglos siguientes. Para valorar la importancia histórica de un concilio hay que atender a las dos caras de la moneda; de otro modo se puede pecar de poco realista e ingenuo o se reduce la teología dogmática a pura apologética.

Por otra parte, en sus cánones sobre el ministerio, el concilio no quiso tomar postura en aquellos temas discutidos dentro de las tres grandes corrientes teológicas católicas representadas en el concilio: escotistas, tomistas y agustinianos. Las opiniones tan diversas defendidas por las mismas no afectan sólo a la esencia del sacramento del orden o a la relación entre presbíteros y obis­pos, sino incluso a la participación del pueblo cristiano en el man­dato eclesial o la llamada de los candidatos al sacerdocio; tampoco estaban de acuerdo las escuelas en cuanto al significado, contenido y alcance del denominado «carácter sacerdotal». Y éstos son sólo algunos de los temas controvertidos. Los puntos susceptibles de definición eran, por consiguiente, muy pocos. Con otras palabras: si se tienen en cuenta los objetivos que se había propuesto el con­cilio, los resultados finales tuvieron que parecer muy modestos a

Segundo milenio: personalización del ministerio 117

la vista de las ideas tan ricas y pluralistas (a pesar de las posturas medievales adoptadas en ciertos puntos) que bullían entre los pa­dres conciliares. La pobreza de los resultados finales llama la aten­ción sobre todo cuando se comparan los cánones de la tercera sesión (15 de julio de 1563) con las afirmaciones que sobre el ministerio hicieron obispos y teólogos en la primera sesión (1557), en la que se estudió sobre todo la concepción de Lutero al respecto, y en la segunda (1551-1552), en la que consideraron además los puntos de vista de Calvino sobre el mismo tema. Sólo en una ocasión se oyó comentar a un obispo que para conjurar lo que todos consideraban «herejía» sería más efectiva una expo­sición positiva de la doctrina católica sobre el ministerio que algu­nas tomas de postura fragmentarias sobre determinadas doctrinas de la Reforma 75.

Es falso afirmar que la postura antirreformista de los cánones de Trento deba ser considerada como la causa de que el sacerdocio haya sido considerado desde entonces de forma casi exclusiva en su relación con la presidencia de la eucaristía (potestad para con­sagrar). Esta concepción era más antigua, de la Edad Media, como ya hemos visto, y contra ella se había levantado, justamente en parte, la Reforma. La reacción de Trento a la crítica de los re­formadores se limitó a acentuar más unilateralmente aún esta concepción medieval, y en esta misma línea se orientaron luego los trabajos del concilio.

Ya nos hemos referido al trasvase de significado entre los tér­minos corpus verum (la Iglesia) y corpus mysticum (cuerpo euca-rístico de Cristo) en la teología de la temprana Edad Media; el concilio (en la medida en que fue consciente de este desplaza­miento semántico) no tomó partido sobre este punto. Mantuvo la relación entre ministerio y Cristo por un lado y ministerio e Igle­sia por otro, pero lo hizo en un modo que decepciona por su vaguedad. No existía aún en esa sesión una «eclesiología elabo­rada», y la misma experiencia de comunidad dejaba mucho que desear en aquella época (léanse, como ejemplo, los decretos de re­forma). El concilio tuvo que tomar postura justamente contra las

75 El obispo de Aviñón: cf. Concilium Tridenlinum (ed. Societas Goerre-siana, Friburgo 1901-1961) vol. 9, 83.

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118 El ministerio en la historia de la Iglesia

intromisiones de laicos nobles (entonces los laicos eran los pode­rosos) en los nombramientos de obispos y sacerdotes; pero esto mismo contribuyó a que, a pesar de las voces de protesta de algu­nos teólogos, se redujera casi a cero el papel del pueblo creyente en el nombramiento de sus ministros; con todo, hay que tener en cuenta que en este hecho se revela además la reacción del concilio contra la importancia que concedían los reformadores al papel de la comunidad en el nombramiento de los ministros (importancia que quería hacer justicia al ejemplo de la Iglesia primitiva). El contexto histórico en que se sitúa el Tridentino no cambia para nada el hecho de que, como consecuencia de la época feudal, la imagen que el concilio tiene de la Iglesia es acentuadamente je­rárquica (papa, obispos, sacerdotes, diáconos y, por último, el pueblo creyente).

Los ocho cánones sobre el sacramento del orden76 van dirigi­dos en definitiva contra una concepción del ministerio según la cual el sacerdote es reducido a simple predicador, anunciador de la Palabra. Debido a ello, cuando se alude a las funciones sacer­dotales sólo se menciona (al menos en los cánones) la actividad cultual del sacerdote, sin referirse para nada a la predicación y la enseñanza, funciones a las que tanto el Nuevo Testamento como la Iglesia antigua concedían una importancia fundamental en cuan­to tareas propias de los ministros de la Iglesia. En la redacción definitiva de los cánones desapareció además toda referencia al sacerdocio general de los fieles, un tema del que tanto habían hablado los teólogos y obispos en las dos primeras sesiones. La razón de este hecho es evidente: la referencia explícita a este tema no hubiera hecho más que favorecer a la Reforma. Sin em­bargo, los padres conciliares no niegan en modo alguno este dato bíblico y de la Iglesia antigua.

74 Cf. Denzinger-Sch. 1771-1778; die capita. 1763-1770. Sobre todo «Hoc autem (sacramentum ordinis) ab eodem Domino Salvatore nostro institutum esse, atque apostolis eorumque successoribus in sacerdotio potestatem tradi-tam consecrandi, offerendi et ministrandi corpus et sanguinem eius, necnon et peccata dimíttendi...» (Denzinger-Sch. 1764). Y «Si quis dixerit, in Ecclesia non esset hierarchiam, divina ordinatione institutam, quae constat ex episcopis, presbyteris et ministris, A. S.» (Denz.-Sch. 1776; compárese con Vaticano II, Lumen gentium 28).

Segundo milenio: personalización del ministerio 119

En Trento no se definió qué es la esencia del «ministerio ecle-sial» o del sacramento del orden, pues los tomistas y escotistas defendían al respecto posiciones distintas. Los últimos pensaban que el carácter sacramental de la ordenación estaba en el mismo «rito de ordenación» (en aquella época, la imposición de manos acompañada de la unión); los tomistas recalcaban más el «sacra­mento permanente»: el estado de ordenado, que se funda en el carácter otorgado y en los poderes recibidos. A un ordenado se le podían retirar los poderes, pero no el carácter. La estructura jerárquica de la Iglesia, formulada primero mediante la expresión «institución divina» (divina institutione), fue atenuada en la re­dacción final con una simple «ordenación divina» (divina ordina­tione). Dios en su providencia ha permitido que las cosas hayan transcurrido así históricamente77.

En la mayoría de los casos, el concilio defiende estructuras ministeriales existentes tal y como se habían ido desarrollando en la tradición y eran urgidas entonces por la autoridad eclesial en cuanto ordenamiento de la Iglesia. Lo que se defiende directa­mente son menos las estructuras que han ido apareciendo como tales (los padres conciliares dan a entender que conocen así los cambios históricos en las estructuras ministeriales concretas) cuanto el poder que tiene la Iglesia para determinar su pro­pio ordenamiento eclesiástico (lo cual, desde un punto de vista ecuménico, es aceptado por todas las Iglesias)78. Por ello, el de­creto tridentino sobre el ministerio es menos dogmático de lo que parece: lo que defiende es el ordenamiento eclesiástico que de he­cho existe. Precisamente por esta defensa y por la falta de una teología del ministerio propiamente dicha, el Concilio de Trento fomentó en los siglos siguientes el cambio que la Edad Media había introducido en la concepción del ministerio, y, sin propo­nérselo, lo acentuó fuertemente y lo sancionó. La distinción estric­ta entre potestad de orden y potestad de jurisdicción constituyó una gran dificultad a la hora de obtener una concepción algo más

77 Intervención de los obispos de Módena y Ugento: Concil. Tridenti-num, 9,81 y 30.

78 Cf., p. ej., P. Fransen, Die Autoritat der Konzilien, en J. M. Todd, Vrobleme der Autoritat (Dusseldorf 1967) 62-100, y Le Concile de Trente et le sacerdoce, en Le Prétre: Foi et Contestation (Gembloux-París 1969).

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120 El ministerio en la historia de la Iglesia

clara del ministerio. En este punto concreto pagó el concilio la ausencia de las Iglesias orientales. Como consecuencia de todo ello quedó consolidada la imagen medieval del sacerdote. En el siglo xx, Pío X, Pío XI y Pío XII, sobre todo, han contribuido muchísimo a popularizar esta imagen unilateral del sacerdocio79, que determina incluso hoy la idea que muchos cristianos tienen del mismo.

Esa misma imagen es también determinante para el modo en que la Iglesia oficial se enfrenta con el problema de la escasez actual de sacerdotes. Con mucha frecuencia se ofrecen directrices sobre la vida sacerdotal basadas precisamente en dicha imagen, tratando de fomentar las vocaciones. Dada la escasez actual de sacerdotes, permitamos una participación cada vez mayor de los laicos en las tareas pastorales de la Iglesia (una sugerencia de suyo muy loable); seamos además leales al facilitar dicha partici­pación, es decir, permitamos que los laicos hagan todo aquello para lo cual están capacitados, bien sea por su preparación o por un carisma especial. Pero excluyamos de esa participación en las tareas pastorales la dirección de las celebraciones eucarísticas, el servicio de la reconciliación y la asistencia sacramental a los mo­ribundos, es decir, la «incorporación sacramental» en el minis­terio. Estas tareas están reservadas a aquellos que, por su condi­ción de candidatos célibes, han recibido la sacra potestas, la potes­tad sagrada del orden. Este sacerdotium facilita, en efecto, una participación peculiar en el ministerio sacerdotal de Cristo y no puede recibirlo «cualquiera», sino sólo determinadas personas (va­rones), aun cuando en el caso de los sacerdotes sin más, dicha participación es menos plena que en el caso de los obispos.

Según este modo de ver las cosas, frente al resto de la co­munidad cristiana, el sacerdote aparece como un mediador entre Dios y la comunidad. Dicha mediación sacerdotal, que convierte al sacerdote en «otro Cristo», se fundamenta en el carácter que el sacerdote, sin méritos propios, posee de forma personal en vir­tud del poder también sagrado de aquel que le ordena y le im­pone las manos. El sacerdote posee, por tanto, un poder que,

,? Cf. A. Rohrbasser (ed.), Sacerdotis imago. Papstliche Dokumente über das Vriestertum von Pius X. bis Johannes XXIII. (Friburgo de Suiza 1962).

Segundo milenio: personalización del ministerio 121

salvo en el caso de que la Iglesia se lo retire, puede usar en be­neficio propio, incluso sin que la comunidad se halle presente.

En esta idea del poder «absoluto» de consagración poseído por el sacerdote se ha basado incluso el tema de algunas películas. El sacerdote no puede perder este poder; en palabras de Graham Green, actúa como una «vacuna contra la viruela». Muchos de nosotros hemos llegado a pensar incluso que se trata de un dogma de la Iglesia. Contra ello hay que afirmar que la concepción que acabamos de exponer sintéticamente no es un dogma cristiano y constituye, en líneas generales, la doctrina oficial de la Iglesia lati­na occidental. Sobre la base de la praxis y las concepciones del primer milenio cristiano no puede considerarse una realidad in­mutable. Afirmarlo equivaldría a decir que la Iglesia habría ejer­cido prácticas heréticas durante diez siglos o, por el contrario, que el canon 6 de Calcedonia contendría una condena en toda regla de los cánones tridentinos sobre el ministerio que tanto han influido a partir de ese momento. El primero y el segundo milenio se disputarían el mérito de ser la auténtica interpretación cristiana y apostólica del ministerio.

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CAPITULO III

COINCIDENCIAS Y DIVERGENCIAS ENTRE AMBOS MILENIOS

I . DOS CONCEPCIONES DEL MINISTERIO:

PNEUMATOLOGICO-CRISTOLOGICA

Y DIRECTAMENTE CRISTOLOGICA

Del análisis que hemos ofrecido en las páginas anteriores se sigue que en la historia de la Iglesia se puede descubrir, en términos generales, una triple imagen del sacerdocio, condicionadas, entre otras muchas cosas, por los respectivos contextos sociales: patrís­tica, feudal o medieval y la de la época moderna. Debido a una renovada antropología y a una especial sensibilidad social, las crí­ticas actuales se centran sobre todo en la imagen del sacerdocio de los últimos tiempos; en su reacción contra dicha imagen, esa crítica revela claros puntos de coincidencia con la imagen del sacerdote en la Iglesia primitiva.

La teología del ministerio que se fue fraguando desde finales del siglo xn y comienzos del x m posee caracteres específicamente latinos y occidentales; pero, teológicamente, se pueden constatar dos corrientes internas quejrevelan la existencia jje_jjnjLjx3ntinui-dad dentro de la gran tradición_ eclesial en torno al ministerjo duranteestos dos mil añosTFor una parte^tanto la Iglesia primi­tiva y rñedíevaTcomo kTdjTmiestros días b^njnegado_que_se_pue-da celebrar la-eucaristía _en_lc2S_xasos_en_que_ se jtechazaba la cómmumo^ecctesíMis^íVssxsA; por otra, siempre ha habido con­ciencia de que ninguna comunidad cristiana puede considerarse en forma autónoma origen último de sus propios.jninistrcis. Pero hay queTadmitir ~que~ eTjmmeí milenio cristiano —y, dentro del mismo, la época prenicena, sobre todo— tematizó su concepción del ministerio básicamente desde una perspectiva eclesiológico-

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124 Coincidencias y divergencias entre ambos milenios

pneumatológica o, mejor dicho, pneumatológico-cristológica, mien­tras que el segundo milenio la ha fundamentado desde una pers­pectiva directamente cristológica, dejando en segundo plano la mediación eclesial.

En la Edad Media, el tratado de sacramentos aparecía ligado a la oristología, sin que mediara una eclesiología propiamente di­cha, no elaborada todavía en aquellas fechas. De ahí que la teo­logía del ministerio se haya desarrollado sin eclesiología. Es cierto que, al menos en el caso de Tomás de Aquino, se sigue hablando de sacramenta Ecclesiae, pero posteriormente los sacramentos se­rán definidos desde un punto de vista técnico y abstracto como signum efficax gratiae, como signo eficaz, y no se tiene en cuenta su dimensión eclesial. La fuerza sacramental de esos signos se basa directamente en la sacra potestas personal del sacerdote. El sentido eclesiológico-carismático y pneumatológico del ministerio queda así oscurecido y va siendo relegado paulatinamente al mar­co jurídico de la atribución de un poder sagrado.

El Vaticano II ha querido asumir en muchos puntos las intui­ciones teológicas de la Iglesia primitiva, pero su concepción del ministerio, sobre todo en cuestiones de terminología, representa indudablemente un compromiso entre estos dos bloques de la tradición1: se vuelve a acentuar la eclesialidad o dimensión ecle-

1 En muchos de sus textos el Vaticano II continúa situando la «re-praesentatio Christi» que lleva a cabo el sacerdote, en el ministro en cuanto persona y no formalmente en el acto de ejercicio de su ministerio: «por el ordo los sacerdotes son consagrados a Dios de una forma nueva» (Praesby-terorum ordinis, 12). Cf. P. J. Cordes, Sendung zum Dienst: Exegetisch-hislorische und systematische Studien zum Konzilsdekret «Vom Dienst und Leben der Priester» (Francfort 1972) 202. De entre la abundante bibliogra­fía aparecida después del Concilio Vaticano I I , cf. sobre todo: A. Acerbi, Due ecclesiologie: Ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di communione nella «humen gentium» (Bolonia 1975); H. L. Legrand, Nature de l'Église particuliére et role de l'évéque dans l'Église, en La Charge pastoree des évéques (París 1969) 115ss; P. Krámer, Dienst und Vollmacht in der Kirche (Tréveris 1973); K. Becker, Wesen und Vollmachten des Priestertums nach dem Lehramt (Friburgo 1970); Y. Congar, Prólogo, en B. D. Marlian-geas, Clés pour une théologie du ministére: In persona Christi, in persona Ecclesiae (París 1978) 5-14. Tampoco la introducción del concepto «com-munio hierarchica» (junto al concepto de la Iglesia como «communio»: Lu­men gentium, 21 y 22 y, sobre todo, la nota previa) llega a. establecer una

Dos concepciones del ministerio 125

sial del ministerio y, en lugar de hablar de potestas, el concilio prefiere utilizar los términos ministeria y muñera, servicio eclesial. Pero en algunos textos aparece también la expresión potestas sacra, aun cuando, al menos en la humen gentium, no encontra­mos la distinción clásica entre potestas «ordinis» y potestas «iuris-dictionis». Da la impresión de que más bien se ha roto con esta división bipartita, pues se dice que, conforme a su fundamento esencial, la jurisdicción se otorga ya con la misma «ordenación». Se rehabilita así, al menos en principio, la antigua concepción del titulus Ecclesiae respecto al ministerio y se intenta igualmente con el juridicismo al hablar del ministerio.

Frente a esta orientación del concilio, en el año 1976 se vuel­ve a quebrar este equilibrio, recuperado en la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la mujer y el mi­nisterio. Se admite en ella que el sacerdote es el modelo de iden­tificación de la comunidad, pero se añade a renglón seguido: esta condición la posee el sacerdote por cuanto representa ante todo y sobre todo al mismo Cristo, y sólo mediante esa representación de Cristo como cabeza de la Iglesia representa también a la co­munidad2. Se abandona así la perspectiva pneumatológico-eclesial y se vuelve a fundamentar el sacerdocio sobre la base de una perspectiva directamente cristológica.

Considero que a la hora de remodelar el ministerio eclesial se deberá conceder preferencia al primer milenio cristiano y especial­mente al Nuevo Testamento y a la época prenicena, y eso por criterios teológicos; a pesar de ello, hay que tener en cuenta, por supuesto, el nuevo contexto histórico actual. Al realizar esta afir­mación tengo en cuenta los «puntos básicos de acuerdo» (agreed statemens) a que han llegado las comisiones ecuménicas de teó­logos en los últimos años 3. En la comunidad, no todo aquello que

correcta armonía entre «sacramentum» e «ius». Un estudio preciso de este insuficiente concepto se encuentra en Cordes, op. cit., 291-301. Los motivos de estas imprecisiones se evidencian en la «expensio modorum» al decreto Praesbyterorum ordinis.

2 Acta Apostolicae Sedis 69 (1977) 98-116, sobre todo 109-113. 3 Cf., entre otros, L. A. Hoedemaker, Der moeizame gang naar de oeku-

mene: multilaterale consensusvorming tussen kerken: «Tijdschrift voor Théo­logie» 18 (1978) 3-25; J. Lescrauwaet, Consensus over ambt en mijding:

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nace del puro capricho es posible. El principio determinante debe ser siempre la conciencia que tiene la comunidad de ser «comu­nidad de Dios». Por ello resumiré ahora la concepción cristiana básica en torno al ministerio en unos cuantos conceptos claves. Al hacerlo tendré en cuenta además la crítica más reciente, incluida la de carácter teológico, al ministerio.

I I . HACIA UN ACUERDO ECUMÉNICO SOBRE EL MINISTERIO

EN UNA «COMUNIDAD DE CRISTO»

1. Carácter específico del ministerio en el conjunto de los servicios eclesiales

Además del compromiso de todos los cristianos en favor de la comunidad entera, manifestado en muchos servicios y carismas, hay en la Iglesia servicios ministeriales que poseen un elemento específico: son formas diferentes de la dirección pastoral de la comunidad, de su presidencia. Estos ministros (de acuerdo con un procedimiento adecuado) son llamados por la comunidad a ese servicio ministerial o confirmados en la actividad que ejercen de hecho, debido a que esa actividad revela una capacitación caris-

\ mática. La llamada que la comunidad dirige al individuo en cues-\ tión es la forma eclesial concreta de la llamada que le dirige Cris-)to. El ministerio «desde abajo» es ministerio «desde arriba».

«Tijdschrift voor Theologie» 15 (1975) 269-290; Amt und Ordination in ókumenischem Licht (Quaestiones Disputatae 50; Friburgo 1973); K. Rahner, Vorfragen zu einem ókumenischen Amtsverstandnis (Quaest. Disput. 65; Friburgo 1974); Dienst und Amt (Ratisbona 1973); Ordination heute (Kas-sel 1972); A. Houtepen, Eigenlijds leergezag: Een oecumenische discussie: «Tijdschrift voor Theologie» 18(1978) 26-48; Intercommunication and Church membership (10° Simposio de Downside, ed por J. Kent y R. Murray; Londres, Denville, NJ 1973); E. Person, The Two Ways: Some reflections on the problem of the ministry within Faith and Order 1927-1964: «Ecum. Rev.» 17 (1965) 232-240; H. Schütte, Amt, Ordination und Sukzession im Verstandnis evangelischer und katholischer Exegeten und Dogmatiker der Gegenwart sowie in Dokumenten ókumenischer Gespráche (Dusseldorf 1974); Modern Ecumenical Documents on the Ministry (Londres 1975); ln-tercommunnie en amht: «Archief van de Kerken» 33 (1978) 1-18; Doop, eucharistie en amht: ibíd., 21-31; Geloof en Kerkorde, ibíd. 31-48.

Hacia un acuerdo ecuménico sobre el ministerio 127

Después de la época apostólica, pero todavía en el período neotestamentario, en muchas comunidades se va imponiendo el uso de dar forma litúrgica a esa llamada: esta celebración no se puede equiparar a la toma de posesión del director de una com­pañía o de un funcionario civil. Esto lleva a la imposición de ma­nos por parte de otros dirigentes eclesiales, que en aquella época eran todavía dirigentes carismáticos (especialmente los «profetas» y, algo más tarde, los presbíteros institucionalizados); la imposi­ción iba acompañada de una plegaria profética, la epíclesis pos­terior, dirigida al Espíritu. Todo ello expresa litúrgica y sacra-mentalmente la conciencia de que lo que ocurre en la ecclesia es un don del Espíritu de Dios y no un signo de autonomía eclesial. El dirigente propiamente dicho del grupo pastoral de una Iglesia local (que en la Iglesia antigua era el obispo) invocaba sobre el candidato el pneuma hegemonikon, el Espíritu que dirige a la comunidad, y recuerda además lo que hizo y dijo Jesús, tal y como ha sido transmitido a las comunidades por la tradición apostólica, que se juzga una herencia que se debe conservar diná­micamente. Como dirigente de la comunidad, el ministro preside / también la celebración de la eucaristía, en la que la comunidad, en actitud de acción de gracias y alabanza, celebra su misterio más profundo y su propia existencia.

Al equipo de dirigentes se incorporan colaboradores ministe-f riales, que también son instituidos como tales mediante la impo-y sición de manos y la plegaria. En esa acción litúrgica se expresí de un modo indeterminado o diferenciado el ministerio al que sor llamados. Sobre ellos se invoca además el carisma ministerial re querido para realizar esa función. Pero en virtud del carisma de Espíritu que se les ha otorgado, todos los ministros pueden susti­tuir en caso de necesidad al grupo dirigente, asumiendo sus fun-j ciones sin que para ello sea necesaria una «ordenación» especial.

Es difícil precisar los límites donde comienza o termina un servicio ministerial o no ministerial dentro de la vida concreta de la Iglesia; pero los términos de dirección, enseñanza, liturgia y diaconía traducen sintéticamente lo que la gran tradición cris­tiana ha considerado servicios ministeriales. El Nuevo Testamento deja una libertad total a la Iglesia a la hora de estructurar con­cretamente los ministerios; para el Nuevo Testamento, ni siquiera

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128 Coincidencias y divergencias entre ambos milenios

la opción por un ordenamiento episcopal o presbiteral de la Igle­sia provoca divisiones en el seno de la comunidad. Tampoco las provoca históricamente. Prescindiendo de que el episcopado mo­nárquico de los escritos de Ignacio debe ser datado en una época mucho más tardía que lo que se ha venido suponiendo hasta ahora, muchos teólogos medievales, sobre todo tomistas, conside­raban que la diferencia entre el presbiterado y el episcopado no residía en la potestad de orden, sino únicamente en la potestad de jurisdicción; con todo, santo Tomás pudo afirmar que «el epis­copado es el origen de todos los ministerios eclesiales» 4. La cues­tión continuó siendo muy discutida durante algunos siglos, hasta que el 20 de octubre de 1756 el papa Benedicto XIV, en su breve In postremo, concedió libertad a los teólogos en este punto. Por otra parte, no se puede afirmar que el Vaticano II haya de­cidido la cuestión definitivamente. Todo lo contrario: el concilio ofrece un resumen teológico del ordenamiento eclesial fáctico, y en él atribuye al episcopado la «plenitud del sacerdocio» 5. Según el ordenamiento eclesial, el presbiterado es, por consiguiente, una participación en el sacerdocio de los obispos: los presbíteros son «sacerdotes colaboradores». Pero esta práctica no puede ser con­

siderada un hecho dogmático.

Para el Nuevo Testamento, tanto Cristo como el pueblo cre­yente son sacerdotes. En ningún texto neotestamentario recibe el ministro eclesial cualificaciones típicamente sacerdotales. El mismo Agustín, que reconoce el carácter sacerdotal de los ministros, se vuelve contra una teología que considera al ministro como media­dor entre Cristo y los hombres. Sobre la base del carácter sacer­dotal de Cristo y de su Iglesia, también los sacerdotes pueden ser denominados justamente sacerdotes, precisamente porque realizan un servicio a Cristo y a su Iglesia. El ministro sirve a la comu­nidad sacerdotal en unión íntima con Cristo sacerdote. Pero no_ hay que olvidar_c[ue_el propio Vaticano II quiso, evitar expresa-

~meñté~que se Ae^\^r^^^j^cprAc^£_j<mp¿.inArir pnt.re Cristo y lps__ creyentes», según habían propuesto algunos__padres. conciliares.

4 Tomás de Aquino, In IV Sent. d. 24, q. 3, a. 3 ad 3. 5 Lumen gentium 21.

2. Clero y laicos

Muy poco después del período neotestamentario, concretamente en los escritos de Clemente Romano6, se comenzó a distinguir entre klerikos y laikos, por analogía con la diferencia establecida por los judíos entre «sumos sacerdotes y pueblo» (Is 24,2 y Os 4,9); con todo, esta terminología no contempla una diferencia de estado entre laicos y clérigos. Klerikos es aquel que desempeña un Meros, es decir, un ministerio7. Se trata, por consiguiente, de una diferencia de funciones, no en la línea de la administración civil, sino en sentido eclesial. Los klerikoi ejercían funciones ca-rismáticas dentro de la Iglesia, pero, frente a otros servicios ecle­siales, eran unas funciones peculiares. Por ello, el inciso de la Lumen gentium (que cita una encíclica de Pío XII) en el que se afirma que el sacerdocio ministerial se distingue «esencialmente» (essentia differunt) del sacerdocio general de los fieles (la expre­sión «ministerio general» utilizada por la Reforma constituye, a mi entender, una terminología inadecuada en este contexto) debe interpretarse, en su relación con toda la Iglesia, como la confir­mación de una función sacramental específica, no en el sentido de un estado diferente8.

Por razones ecuménicas se renuncia, justamente en mi opi­nión, a utilizar el concepto jerarquía para referirse a los ministe­rios, lo cual no significa minusvalorar la función de los dirigentes eclesiales. Los mismos grandes teólogos medievales se niegan a hablar de praelatio y subiectio en relación con el ministerio: «No es esto lo que se quiere decir con el término «sacramento del or­den» 9. El dilema entre una concepción ontológico-sacramental del

6 1 Clem 40,4-5 (cf. J. Fischer, Die Apostolischen V'áter (Darmstadt 1966) 17.

7 Cf. Traditio Hippolyti 3 (ed. Botte 1963, 9-10), donde se afirma que el obispo tiene que coordinar los kleroi, es decir, las diferentes funcio­nes ministeriales.

8 Indiquemos de paso que, metodológicamente, el decreto Presbytero-rum ordinis tiene que ser interpretado a la luz de la constitución Lumen gentium y no viceversa.

' «Ordo dupliciter dicitur. Uno modo dicitur ordo ipsa relatio ordina-torum, ut praelatio et subiectio; et haec non dicitur nec est sacramentum; alio modo dicitur ordo ordinata potestas, secundum quam ipsum subiectum

9

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130 Coincidencias y divergencias entre ambos milenios

ministerio y otra de corte puramente funcional se debe superar considerando el ministerio eclesial desde un punto de vista teo­lógico como un carisma ministerial, un servicio en favor de la dirección de la comunidad, es decir, una función eclesial dentro de la comunidad y aceptada por ella. Por eso precisamente es un don de Dios.

3. Ministerio sacramental

De lo que venimos diciendo se concluye claramente la sacra-mentalidad (no sagrada) del ministerio, que, por ello mismo, es vinculado normalmente a una celebración litúrgica I0. Es cierto que por ahora no se puede prescindir de una discusión ecuménica en torno al sentido técnico de la palabra «sacramento»; perojmr lo que se refiere a los contenidos, todas las Iglesias cristianasjjue aceptan el ministerio estárTcTe acuerdo sobre aquellos pujitos_qug deben ser considerados como elementos" esenciales de~la ordinatio: llamada" (o aceptación) del ministro~por parte de la comunidad y dedicación del mismo a una comunidad concreta. La imposición de manos, realizada por los otros ministros y unida a la oración y epíclesis de toda la comunidad, es la forma concreta en que se realizan normalmente dichas acciones, y ha sido determinada de hecho por el ordenamiento eclesiástico n , no sólo de la Iglesia ca­tólica, sino de otras confesiones.

Por esta razón, la teología ecuménica, abandonando justamen­te el tratamiento parcial que había dominado hasta ahora, ha

potens habet ordinari dupliciter, scilicet ad opus vel ad ministerium, et habet ordinari ad altetum; hanc autem potestatem dicimus otdinis sacra­mentara» (Buenaventura, In IV Sent., d. 24, p. 1, a. 2, q. 2). En Tomás de Aquino la cuestión se orienta de forma algo diversa: «Dicendum quod subiectio servitutis repugnat Iibertati: quae servitus est cum aliquis domina-tur ad sui utilitatem subiectis utens. Talis autem subiecto non requiritur in ordine, per quem qui praesunt, salutem subditorum quaerere debent, non propriam utilitatem» (Tomás de Aquino, In Sent., d. 24, q. 1, a. 1 ad 1).

10 Cf. la bibliografía sobre el tema en la nota 2 del cap. II. 11 Cf. B. D. Dupuy, Teología de los ministerios, en La Iglesia: El acon­

tecimiento salvífico en la comunidad cristiana, en Mysterium Salutis TV/2 (Madrid, Ed. Cristiandad, 1975) 47-508, especialmente 490.

Hacia un acuerdo ecuménico sobre el ministerio 131

renunciado a considerar conjuntamente la cuestión de la interco­municación eucarística y la del mutuo reconocimiento de los minis­terios. El ministerio eclesial, tal y como lo ha analizado, por ejem­plo, el teólogo ortodoxo J. D. Zizioulas 12, es el acto de autorrea-lización de la comunidad; este mismo teólogo opina que el carisma (sin necesidad de oponerlo a «ministerio» o a institución) consiste esencialmente en la incorporación al ministerio, que tiene, sin em­bargo, un aspecto comunitario y eclesial, pneumatológico y jurí-dico-sacramental. Según esto, la validez de la ordenación no tiene que ver tanto con una acción sacramental aislada de la Iglesia, es decir, con la acción litúrgica de la imposición de manos como realidad independiente, cuanto con toda la actividad de una comu­nidad eclesial apostólica u . La colación «extraordinaria» de un ministerio en circunstancias especiales, tal y como aparece en el Nuevo Testamento y en la praxis de la Iglesia primitiva, debe ser valorada como una realidad positiva desde un punto de vista eclesiológico.

4. Carácter sacramental

Para muchas Iglesias cristianas, el carácter sacramental continúa "siendo — n̂j1IsTa1mé~ñte, a mi entender^- un escándalo 14. El pri-

12 J. D. Zizioulas, Ordination et communion: «Istina» 16 (1975) 5-12 y en Amt und Ordination in bkutnenischer Sicht (Quaestiones Disputatae 50; Friburgo 1973) 72-113.

•3 Cf. B. D. Dupuy, art. cit. 514; E. Schillebeeckx, Priesterschap, en Theolog. Wdb. 3959-4003.

14 H. M. Legrand, Carácter indeleble y teología del ministerio: «Conci-lium» 74 (1972) 58-65; P. Fransen, Wording en strekking van de canon over het merkteken te Trente: «Bijdr.» 32 (1971) 2-34; F. Flamand, Réflexions pour une intelligence renouvelée du caractere sacerdotal, en Le Prétre, hier, aujourd'hui, demain (París-Montreal 1970); N. Haring, St. Augustine's use of the ivord character: «Med. Stud.» 14 (1952) 79-97 e id., Character, Signum und Signaculum: Die Entwicklung bis nach der karolingischer Re-naissance: «Schol.» 30 (1955) 481-512 y 31 (1956) 41-69 y 182-212; J. Moingt, Caractere et ministére sacerdotal: «Rech. Se. Reí.» 56 (1968) 563-569; P. van Beneden, Het Sacramenteel merkteken van de ambtsver-lening: TvT 8 (1968) 140-154; J. Lécuyer, L'ordre: «Somme Théologique» (París 1968); E. Schillebeeckx, De sacraméntele heilseconomie, 501-536; id., Merkteken, 3231-3237; E. Dassmann, Charakter indelebilis: Anpassung oder Verlegenheit (Colonia 1973).

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132 Coincidencias y divergencias entre ambos milenios

mer documento oficial de la Iglesia que habla de un «estigma» data del año 1201 (una alusión al carácter del bautismo en una carta del papa Inocencio III) . El carácter sacramental aparece por primera vez de forma oficial en 1231 en una carta de Gregorio IX al arzobispo de París 15. Al exponer la doctrina sobre el ministerio, la alta Escolástica había acentuado, desde comienzos del siglo x m , el lazo que existe entre el «sacramento del orden» y «la Iglesia», situándose así en la línea de la Iglesia antigua, aun cuando utiliza nuevas categorías terminológicas, concretamente el término «ca­rácter».

Poco a poco, con todo, se fue imponiendo un tratamiento del ministerio que acentuaba su dimensión sacerdotal y ontológica; también esta concepción utilizó la temática del «carácter», y lo hizo de tal modo que, pasados algunos siglos, éste se convirtió en el argumento principal en favor de la concepción ontologizante del ministerio. Las definiciones dogmáticas sólo han alcanzadg_aja cuestión de la ^istencTa~^eTc"áTactery'por otra parte, el Concilio de Trento quiso dejar la puerta abierta a todas las explicaciones del jmsmo^lncluso a aquella que vera~éñ~el carácter únicamente una relatio rationis o una relación ldgTca"TDúTindo_de75an JPor-ciaño). Con otraI~palabrasTTá~concepción ontologizante del minis-terio_jT£_s^¿ieii¿5rwy^r__OTn seguridad en los concilios que se ocupan_del carácter 16.

«Carácter» es, en definitiva, una categoría medieval en la que se expresa la concepción de la Iglesia primitiva sobre la relación permanente entre el ministro y el don del carisma pneumatológico ministerial en la Iglesia. A pesar de ello, en la Edad Media se distingue, en relación con ese carisma ministerial, entre la idonei­dad para el ministerio otorgada a una persona (expresada en el término potestas) y la respectiva «gracia sacramental» de que era dotado un ministro en orden a un ejercicio personalmente santo y auténticamente cristiano de dicha facultad. Esta distinción contri­buyó a una concepción sacerdotal ontológica del ministerio17.

'5 Denzinger-Sch. 781 y 825. *6 E. Schillebeeckx, De sacraméntele heiheconomie, en loe. cit. 501-504.

El decretum pro armeniis (Denzinger-Sch. 1310-28) no tiene el valor de un concilio ecuménico.

17 Esta ontologización de época reciente, sobre todo en la espiritualidad

Hacia un acuerdo ecuménico sobre el ministerio ^33

Pero, de acuerdo con 2 Tim 1,6, el ministro recibe un carisma ministerial para el servicio de la comunidad: el acento recae en el servicio carismático y pneumatológico. En la realización de ese servicio actúa el ministro en condición de seguidor de Cristo, de acuerdo con una espiritualidad y ética evangélicas.

5. La comunidad y su celebración eucarística

La Iglesia antigua y la Iglesia actual, sobre todo después del Va­ticano II , ncTconciben urTá~^mun7cTacr~cristiana que no celebre la eucaristía. Existe una~Telacióñ esencial entre la ecclesla, en cuanto iglesia locaI7~y~la «eucaristía». En_tpdo el período pre-niceno de la Iglesia (siguiendo claramente en este pujito^concreto_. el modelo judío), una comunidad enja_que^ s_e_reu_nían_aLrnenos doce cabezas ^efamllia tenía dere^ho^a_contar. COIL un sacerdote o~un dirigente_de^Ja comunidad y, por tanto ̂ _ a la celebracioa eucarística, en la que aquél actuaba como presidente18. En un principio, los presidentes de la comunidad eran los obispos; pero desde muy pronto también los presbíteros —los párrocos— se convirtieron en dirigentes de pequeñas comunidades. En cualquier_ caso, según la concepción del ministerio, en la Iglesia antigua era ecISIoTógicá^méñte imposible que no hubiera sacerdotes en las co­munidades. La idea de lis antiguas cbmuhTda^es~3elaTglesiay del ministerio resulta una crítica a la escasez actual de sacerdotes, precisamente porque dicha escasez se debe en realidad a causas ajenas al ministerio, es decir, a las condiciones que se han ido imponiendo a priori al ministerio y a razones que no son especí-

del sacerdocio, aparece de modo muy marcado en la teoría de J. Galot, que hace del carácter el fundamento del celibato sacerdotal: Sacerdoce et célibat: «Nouv. Rev. Théol.» 86 (1964) 119-124.

¡8 Cf. De Vita S. Gregorii Thaumaturgi: PG 46,909. Posteriormente, las comunidades pequeñas no urbanas recibieron un dirigente que no era obis­po, sino presbítero (E. Schillebeeckx, Priesterschap, loe. cit., sobre todo 3975-3980 y 3983-3992). Con ello el antiguo concepto de presbítero se des­plazó de hecho hacia el sacerdote. En este desplazamiento histórico tiene su origen la discusión medieval sobre si el sacerdote y el obispo son iguales bajo el aspecto de la potestad de orden. Una cuestión muy oportuna dentro de esta nueva concepción del ministerio.

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134 Coincidencias y divergencias entre ambos milenios

ficamente eclesiológicas. También hoy existen cristianos, hombres y mujeres, más que suficientes dotados de un carisma eclesial y ministerial: piénsese en muchos de los catequistas africanos o los colaboradores y colaboradoras pastorales en Europa y en otras partes del mundo; muchos de ellos están dispuestos a integrarse en el ministerio siempre y cuando este hecho no lleve consigo lo que para ellos constituye una clericalización o entrar al servicio de un «sistema». Según la normativa de la Iglesia antigua, esos tales cumplen todas las condiciones requeridas para actuar en el ministerio 19.

6. Iglesia local e Iglesia universal

Existe además una relación entre el ministerio en una iglesia local y el ministerio en la «Iglesia universal». En la Iglesia pri­mitiva, la Iglesia universal no era una magnitud por encima de las iglesias locales. Al principio, ni siquiera existía una organiza­ción suprarregional, pero en cualquier caso, desde muy pronto, se desarrollaron patriarcados e iglesias metropolitanas, en las que diferentes iglesias locales se fueron vinculando en una unidad supraprovincial. A la patriarcal «Sedes Romana», la sede de Pe­dro, se le fue reconociendo cada vez más en el transcurso de los cinco primeros siglos «el primado de la unidad en el amor», re­conocimiento que efectuaron incluso otros grandes patriarcados20.

" Más adelante trataremos tanto la cuestión de la negación del sacer­docio a los hombres casados como la del ministerio eclesial a la mujer den­tro de la Iglesia romana católica.

'" Cf. J. Ludwig, Tu es Petrus (Münster 1952); O. Cullmann, Petrus (Zurich 1952); B. Botte, Le Saint Pierre d'Oscar Cullmann: «Irénikon» 26 (1953) 140-145; L. Hertling, Communio und Primal: Kirche und Papsttum in der christlichen Antike: «Una Sancta» 17 (1962) 91-95; W. de Vries, Rom und die Patriarchate des Ostens (Friburgo-Munich 1963); La primauté de Pierre dans l'Église Orthodoxe (Neuchatel 1960); Ch. Hofsteter, La primauté dans l'Église dans la perspective de l'histoire du salut: «Istina» 8 (1961-62) 333-358; Petrus und Papst, ed. por A. Brandenburg y H. J. Urban (Münster 1977); H. J. Mund (ed.), Das Petrusamt in der gegenwartigen theologischen Diskussion (Paderborn 1976); J. Ratzinger (ed.), Zum Wesen und Auftrag des Petrusamtes (Dusseldorf 1978); K. H. Ohlig, Braucht die Kirche eines Papst? (Dusseldorf 1973).

Hacia un acuerdo ecuménico sobre el ministerio 135

El Vaticano II recuperó la antigua idea de la Iglesia univer­sal. Habla el concilio de «las iglesias particulares, en las cuales, y a base de las cuales, se constituye la Iglesia católica, una y única» 21. La Iglesia universal se halla presente en la iglesia local de forma acentuada. No encuentra fundamento alguno en la his­toria concreta de la Iglesia ni en el Vaticano II la opinión de Karl Rahner, quien considera que la Iglesia universal la constituye «el elemento personal de carácter superior y supradiocesano de la Iglesia», formado por el Colegio de los Obispos. Habría que decir más bien que se forma parte de la Iglesia universal por pertenecer a una iglesia local22. Pero, por esta misma razón, ninguna comu­nidad puede reivindicar para sí sola el Espíritu de Dios. Entre las comunidades cristianas existe la posibilidad de una crítica evan­gélica recíproca. La solidaridad cristiana con las otras comunidades pertenece a la esencia misma de las comunidades cristianas, inclu­so de las más pequeñas comunidades de base. Esta solicitud ecle­sial no puede ser asignada únicamente a las instancias superiores, sino que ha de ser realizada por cada una de las comunidades eclesiales. Con todo, esto no puede traer consigo una autocensura de carácter apriorístico en el sentido de excluir en principio todo aquello que no pudiera ser bien visto por las instancias superiores, aun cuando la propia comunidad considere que se trata de algo legítimo desde el punto de vista cristiano y además posible y ur­gente en el propio contexto eclesial de dicha comunidad. En el

21 Cf., entre otras, Lumen gentium nn. 23 y 25; Christus Dominus n. 11; cf., además, H. Marot, Note sur l'expression «episcopus catholicae Eccle-siae»: «Irénikon» 37 (1964) 221-226.

" Contra la opinión de K. Rahner, expresada sobre todo en Das Amt der Einheit (Stuttgart 1964), cf. las justas apreciaciones de H. M. Legrand, Nature de l'Église (nota 1 de este capítulo) 105-121 e id., Compromisos teológicos de la re valorización de las Iglesias locales: «Concilium» 71 (1972) 50-62; L. Ott, Le sacrement de l'Ordre (París 1971), especialmente 42-44. I',ii cualquier caso, contemplo con cierto escepticismo la consecuencia, a mi entender anacrónica, que se saca de ese heho, es decir, que también el papa, en cuanto obispo de la Iglesia local de Roma, tendría que ser elegido también hoy por los cristianos y el clero de Roma; ésta es la tendencia básica (y unilateral) del número que «Concilium» ha dedicado al papado. Buenos estudios sobre este tema pueden verse en B. Botte, Le concite et les conciles (París 1960).

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136 Coincidencias y divergencias entre ambos milenios

seno de una «dirección integrada», la responsabilidad última se deja en manos de aquel que la tiene de hecho, pues de otro modo se llega a un círculo vicioso paralizador dentro de la dirección colegial de la Iglesia. Precisamente para evitar que las comunida­des se cerraran en sí mismas, cuando un ministro era incorporado litúrgicamente en una comunidad local determinada era necesario que estuvieran presentes los representantes de las comunidades vecinas.

Todas las confesiones reconocen un ministerio supraparroquial o supradiocesano, bien sea en un sentido sinodal, en la persona de una episcópe personal, en las conferencias episcopales, en los sínodos y concilios o, por último, en el ministerio de Pedro. En cualquier caso, estos ministerios suprarregionales están estructu­rados de tal modo que los ministros locales, en cuanto responsa­bles de sus Iglesias, desempeñan al mismo tiempo la dirección de la «Iglesia universal», la unidad en el amor junto con aquel que asume entre ellos la función de Pedro.

Con lo que he dicho hasta aquí creo haber dado expresión al consenso ecuménico cada vez mayor que existe en torno a estas cuestiones.

CAPITULO IV

TENSIÓN ENTRE LO ESTABLECIDO POR LA IGLESIA Y CIERTAS PRACTICAS ALTERNATIVAS

I . EL ORDENAMIENTO ECLESIAL,

MEDIO SALVIFICO CONDICIONADO POR LA HISTORIA

De la exposición teológico-histórica que precede podemos concluir que el elemento permanente del ministerio eclesial sólo puede en­contrarse en formas concretas que han ido cambiando en el trans­curso de la historia. Al emitir este juicio parto de un modo de ver las cosas compartido por todos los cristianos: aun cuando el ordenamiento eclesial es una realidad sometida a mutaciones, constituye un tesoro inmenso para las comunidades cristianas. En cierto sentido, dicho ordenamiento pertenece a las formas concre­tas de expresión esenciales a la «comunidad de Dios», la Iglesia. Pero el ordenamiento eclesiástico no es una realidad en sí mismo. También él, como el ministerio, está al servicio de la comunidad apostólica y no puede convertirse en fin ni ser absolutizado, tanto menos cuanto que resulta evidente que en todos los momentos históricos aparece en una circunstancia concreta, con sus propios condicionamientos.

Algunas formas del ordenamiento eclesiástico, surgidas en de­terminadas situaciones eclesiales o sociales de épocas pasadas (que llevaron además a establecer ciertos criterios para seleccionar a los ministros), alcanzan en un momento preciso, históricamente hablando, sus propios límites; este hecho se puede comprobar incluso desde un punto de vista sociológico. Esos límites se perci­ben claramente cuando se llegan a comprender sus deficiencias e imperfecciones; con otras palabras: cuando en unas circunstancias distintas a las que dieron origen a ese ordenamiento se llega a tener una experiencia negativa del mismo. El cambio de la imagen

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138 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

del mundo o del hombre dominantes hasta un momento determi­nado, ciertas transformaciones socioeconómicas o una nueva sen­sibilidad y emocionalidad sociocultural pueden hacer, en efecto, que el ordenamiento eclesial, originado en el decurso histórico, llegue a estar en contradicción o incluso a oponerse a lo que cons­tituía su finalidad primaria: la edificación de una comunidad cris­tiana. El choque que produce en los espíritus esta situación hace surgir espontáneamente otras posibilidades de existencia cristiana y eclesial (cosa que, por lo demás, ocurrió ya en la época neo-testamentaria). La experiencia viva de las deficiencias de un siste­ma concreto poseen de hecho una fuerza reguladora en relación con dicho sistema. Es cierto que percibir las deficiencias de un ordenamiento eclesiástico, que se ha ido fraguando al compás de la historia y que sigue vigente, no significa que ya se esté de acuerdo sobre cómo tendrían que organizarse las cosas. No signi­fica unanimidad, ni siquiera en el caso de que esa conciencia sea general. Sólo la experiencia fraguada en nuevos intentos de orga­nizar las cosas —las que han salido bien y las que han salido mal— podrá enseñarnos a determinar cómo podrían ser en con­creto. Fracasar no es una vergüenza, sino más bien un momento necesario en la búsqueda de nuevas formas de existencia cristiana. En los distintos intentos podrá descubrirse poco a poco el carácter vinculante de algunas de esas nuevas formas de existencia cristia­na y eclesial que han ido surgiendo aun cuando no hayan encon­trado formas concretas de expresión. Y lo que decimos de las formas de existencia cristiana en general puede aplicarse perfecta­mente al caso del ministerio eclesiástico.

Por otra parte, está sociológicamente comprobado que en épo­cas de cambio puede manifestarse el peligro de que el ordena­miento eclesiástico vigente se vea reducido a una fijación ideo­lógica; este peligro nace sobre todo de la inercia típica de los sistemas establecidos, que, por su propia esencia, han sido conce­bidos para autoconservarse. Esto puede aplicarse a cualquier sis­tema social, pero posiblemente es válido sobre todo referido a la Iglesia institucional, que se considera justamente «comunidad de Dios», pero que tiende, a veces indebidamente, a identificar anti­guas tradiciones, a veces muy dignas, con ordenamientos divinos inmutables. El Vaticano II se ha vuelto en este sentido algo más

El ordenamiento eclesiástico 139

precavido que lo que se solía ser en el pasado: mientras que en Trento se aludía, al menos en un caso, a que la división tripar­tita del ministerio —episcopado, presbiterado y diaconado— se apoya en un derecho divino, según hemos visto, el Vaticano II sustituyó la ya mitigada ordinatione divina (por disposición divi­na) del Tridentino por un «ya desde antiguo», que relativiza aún más dicha división'.

I I . ILEGALIDAD

Teniendo el ordenamiento eclesiástico vigente como trasfondo necesario, sólo a través de lo que podríamos llamar provisional­mente «ilegalidad» se irán manifestando nuevas posibilidades alternativas que incluso pueden considerarse como necesarias. Este fenómeno no es nuevo en la Iglesia; las cosas han sido siempre así. Por otra parte, frente al silencio de la Escolástica tardía sobre este hecho, la Escolástica de la temprana Edad Media, que era aún bastante libre, elevó la ilegalidad provisional a la categoría de principio teológico. Nos referimos en concreto al principio de la non acceptatio le gis, la no aceptación de «la ley procedente de la cúspide» ante la oposición de la base. Sea cual sea el valor de una ley, ésta es rechazada en algunos casos por una gran mayoría de los fieles y se convierte, en consecuencia, en una ley de hecho irrelevante. Se sigue que históricamente existe también una vía abierta al desarrollo de una práctica eclesial desde la base que provisionalmente puede aparecer como una oposición a la praxis eclesial oficial, pero que por su carácter de oposición cristiana y por su misma ilegalidad puede llegar a convertirse definitivamente en práctica general de la Iglesia y recibir incluso el placet de la Iglesia oficial (pero la historia no se detiene, y después de esta aceptación por parte de la Iglesia oficial el proceso puede volver a comenzar). Siempre ha sido así.

En consecuencia, todo lo que se oye sobre estas prácticas del ministerio que se apartan del ordenamiento eclesial vigente pro­duce en primer término el efecto de un diagnóstico, de una critica

1 Lumen gentium 28.

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L40 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

ideológica y tiene además una fuerza normativa. Estas cualidades no las poseen aquellas prácticas por el mero hecho de darse, sino en cuanto fenómeno nacido de la reflexión y que intenta funda­mentarse cristianamente; en cuanto tal, se revela en ellas una orientación utópica de futuro y dan expresión (habría que añadir: sólo en la medida en que dan expresión) a la conciencia que po­seen las comunidades sobre su propia apostolicidad; conciencia que se debe examinar a la luz de toda la historia del cristianismo.

En nuestra sociedad va siendo cada vez más aceptada la fuerza normativa que poseen las realidades fácticas —«hechos consuma­dos», dicen los sociólogos— por el simple hecho de serlo. Pero ninguno de nosotros afirmará que la facticidad o las estadísticas poseen por sí mismas una autoridad que pueda convertirse en norma. Además, esta tesis conduciría a una reducción ad absur-dum, pues se vería obligada a aceptar también, e incluso a for-tiori, que el ordenamiento eclesiástico vigente, que es de suyo una realidad fáctica mucho más vasta, posee una autoridad mayor que esa realidad. De igual modo que el ordenamiento eclesiástico ofi­cial debe responder ante las experiencias históricas, felices o des­graciadas, de ciertos cristianos y debe hacerlo en nuestra época ante las experiencias negativas de no pocos en relación con dicho ordenamiento, también las nuevas formas críticas y alternativas de prácticas eclesiales y ministeriales deben responder ante nues­tras experiencias históricas. Las formas alternativas o nuevas no poseen significación alguna por el mero hecho de ser nuevas o alternativas. Una práctica concreta (nueva o antigua) de la comu­nidad sólo tiene autoridad cuando es inhabitada por el logos evan­gélico, es decir, por ese elemento que anteriormente hemos llama­do apostolicidad de la comunidad cristiana. Y además: «Todo está permitido, pero no todo es conveniente» (Pablo).

Los relatos que se ofrecen sobre nuevas prácticas alternativas cristianas y eclesiales están siempre mezclados históricamente con recuerdos y experiencias de aquellos elementos deficientes e in­cluso absurdos del sistema en vigor, es decir, con la cerrazón mental que se da de hecho. Para valorar la autoridad de una praxis alternativa se puede partir positivamente de las experien­cias existenciales de nuestra época: las exigencias de la humani­dad, los derechos del hombre, etc. Se trata de una vía legítima

Ilegalidad 141

e incluso lógica. Pero después de la multitud de experiencias, y dada la relatividad de cualquier sistema, prefiero elegir otra vía que en mi opinión resulta también más exacta desde el punto de vista de la estrategia. El punto de partida de esa vía lo constituye aquello que ambas partes (tanto los representantes del ordena­miento eclesiástico oficial vigente como los representantes de las prácticas críticas alternativas) aceptan y defienden como elemento eclesial, es decir, teniendo en cuenta la edificación de la comuni­dad cristiana. Dicho elemento es, entre otras muchas cosas, el derecho de la comunidad a poder realizar por sí misma todo lo que sea necesario para ser y construir en profundidad una verda­dera «comunidad de Jesús», solidaria con las otras comunidades cristianas y en un ambiente de crítica recíproca. Este presupuesto es capaz de imponer límites que pueden ser establecidos tanto desde arriba como desde abajo (Vaticano II). Más sucintamente: el derecho de la comunidad a celebrar la eucaristía como mo­mento central de la misma (Vaticano II) o, dicho de otro modo: el derecho apostólico de la comunidad a tener dirigentes: un diri­gente (hombre o mujer) o cualquier otra persona significada que ilumine e impulse los valores fundamentales del grupo, capaz de ejercer la crítica frente a la comunidad y de someterse por su parte a la que la comunidad ejerza frente a él.

También la Iglesia oficial acepta básicamente estos principios apostólicos, pero al hacerlo parte de supuestos históricamente pre­establecidos (como ocurre, por ejemplo, en el caso de la admisión de candidatos al sacerdocio). En unas circunstancias del mundo y de la Iglesia que sean diferentes a las que dieron origen a dichos presupuestos, éstos pueden bloquear en la práctica aquel derecho de la comunidad. La actual escasez de sacerdotes, por ejemplo, que se puede explicar en parte como consecuencia de presupues­tos históricos, conduce a establecer diversas formas de ministerios eclesiales sustitutorios. Junto a una auténtica pluralidad de minis­terios eclesiales claramente diferenciados, necesarios en las cir­cunstancias actuales de la comunidad, nace una pluralidad que no es auténtica y que se debe únicamente a la existencia fáctica de una consagración o incorporación sacramental en el ministerio.

Este principio (es decir, tomar como punto de partida el ele­mento aceptado por todos) revela con mayor claridad la aporía

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142 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

a que se ha visto inducida la imagen moderna del sacerdote. Por ello resulta lógico, por ejemplo, que en las circunstancias actuales se llegue a poner sustancialmente en peligro, se trivialice a veces y se bloquee del todo con frecuencia la celebración de la euca­ristía. Ciertos informes sobre experiencias negativas realizadas en el marco del funcionamiento fáctico del «sacerdote-servicio», se­gún una concepción sagrada del ministerio, demuestran que con frecuencia esa imagen del sacerdote hace aparacer hoy el sentido cristiano y eclesial de la comunidad y de la eucaristía como algo ridículo. Y esto es así a pesar de que abunden los colaboradores pastorales, a pesar de esa gran cantidad de hombres y mujeres totalmente entregados a la parroquia, en algunos casos desde hace algunos lustros.

Esas experiencias negativas revelan que el vigente ordena­miento eclesiástico ha pasado a ser una ideología; es precisamente este hecho el que bloquea la finalidad originaria de tal ordena­miento. El único motivo de esta aporía sacramental es el siguien­te: que no haya un sacerdote célibe de género masculino, dos realidades ajenas a la teología. Es esto precisamente lo que mu­chos cristianos se niegan a seguir aceptando. Esto hace que esas experiencias negativas sirvan de catapulta para el lanzamiento de prácticas ministeriales alternativas, impulsadas por algunos cris­tianos y sus ministros. Por esta razón, el fenómeno creciente de esas prácticas alternativas significa de hecho un diagnóstico ante los síntomas de enfermedad revelados por el sistema vigente y posee además una fuerza crítica de las ideologías en que se apo­yan las prácticas tradicionales. Muchos cristianos se dan cuenta de que en esas prácticas alternativas se expresa claramente, aun­que de forma provisional, la exigencia neotestamentaria de la primacía de la comunidad frente al ministerio (y a fortiori frente a los criterios de selección para acceder al mismo, que de suyo no son necesarios).

Es sociológicamente cierto, por otra parte, que determinadas disposiciones vigentes en una sociedad (incluso si ésta es una sociedad eclesial) no son objeto de crítica mientras parecen con­vincentes, es decir, mientras que nadie pone en duda su logos cristiano o su «racionalidad». Pero que en un determinado mo­mento comiencen a surgir por todas partes formas alternativas

Ilegalidad 143

constituye por sí mismo un indicio de que el ordenamiento ecle­sial vigente ha perdido credibilidad y debe ser sometido a revi­sión. Muchos creyentes consideran que ese ordenamiento ha per­dido fuerza convincente; el mecanismo socio-psicológico de no aceptación de la ley entra en acción de forma espontánea y gene­ralizada.

A mi entender, ésta es la situación a que estamos asistiendo hoy en medida creciente. Si, a pesar de ello, la Iglesia quiere mantener el ordenamiento eclesial vigente, sólo podrá hacerlo re­curriendo a métodos autoritarios. Y la razón es muy sencilla, por ser muchos los «subditos» a quienes ese ordenamiento no con­vence. Así se complican las cosas, pues los métodos autoritarios de la autoridad contradicen un sentimiento básico muy arraigado en la sociedad actual, sentimiento que comparten incluso muchos cristianos. La praxis alternativa tiene, en fin, una capacidad dina-mizadora: muchos de ellos van reconociendo, en efecto, paulati­namente que esas prácticas poseen elementos de credibilidad y en consecuencia se van identificando cada vez más con ellas. La ca­pacidad dinamizadora no reside en las prácticas alternativas del ministerio en cuanto tales, sino en el hecho de que, por la ratio christiana que revelan tales prácticas, los cristianos reconocen en ellas casi infaliblemente una forma moderna de apostolicidad. La capacidad de convencimiento que posee esa nueva praxis le otorga autoridad y posibilidades de atracción. Con todo, no se puede afirmar que el convencimiento vivo que anima y determina la vida de muchas comunidades y de sus ministros no posea una apostolicidad cristiana intrínseca previa al reconocimiento oficial de la Iglesia y que sólo la ulterior bendición oficial de esa praxis ya existente les otorgue dicha cualidad. Lo que ocurre es precisa­mente lo contrario: esa praxis es reconocida ulteriormente por el el hecho y en la medida en que ya anteriormente, en la actuali­dad incluso, es animada de hecho por un logos cristiano o por la apostolicidad: auténticas posibilidades cristianas de existencia, con pleno sentido actual.

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I I I . ACTITUD DE LA IGLESIA ANTE PRACTICAS

QUE SE SEPARAN DEL ORDENAMIENTO ECLESIAL

La Iglesia ha tenido que recurrir en su larga historia a diversos principios que le han permitido asumir determinadas prácticas que en un principio se apartaban del ordenamiento eclesiástico vigente.

Entre estos principios tenemos, en primer lugar, el del «mi­nistro extraordinario» de los sacramentos, un principio que per­mitía sancionar una práctica que en un primer momento era muchas veces «ilegal». Después del concilio antidonatista de Ar­les (314), los diáconos pudieron celebrar la eucaristía en los casos en que no había sacerdotes2. Durante la persecución de Diocle-ciano (303-311) llegaron los diáconos a sustituir tanto a sacer­dotes como a obispos. Se sabe además que durante más de un siglo hubo abades que, con autorización papal, ordenaron sacer­dotes 3. Se puede decir que, además del «ministro ordinario» previsto por el ordenamiento eclesiástico, siempre ha habido en la práctica «ministros extraordinarios» de todos los sacramentos (introducidos a veces mediante prácticas ilegales).

Otro principio de la Iglesia occidental lo constituye especial­mente el del suppíet ecclesia*. Es decir: sobre todo en casos de defectos de forma, cuando los sacramentos no son administrados según las normas del ordenamiento eclesiástico, la Iglesia, por decirlo de algún modo, «compensa» ese defecto. Pero la historia de esa práctica hace ver a partir de la Edad Media que la Iglesia latina ha recurrido menos a ese principio en casos en que se tra­taba de defecto en lo que ella denomina potestad de orden (po-

1 Mansi II 469. J. Beyer, Nature et position du sacerdoce: «Nouv. Rev. Théol.» 76

(1954) 356-373 y 469-480; Y. Congar, Sainte Église (Unam Sanctam 41; París 1963) 275-302; W. Kasper, Zur Frage der Anerkennung der Ámter in der katholischen Kirche: «Theol. Quartalschrift» 151 (1971) 97-102; cf. F. J. Beeck, Extraordinary Ministries of all or most of the Sacramento: «Journ. of Ecum. Studies» 3 (1966) 57-112.

Cf. Y. Congar, Supplet Ecclesia: propos en vue d'une théologie de l'économie dans la tradition latine: «Irénikon» 45 (1972) 155-207); H. Her-mann, Ecclesia supplet. Das Rechtsinstitut der kirchlichen Suppletion nach can. 209 C. I. C. (Amsterdam 1968).

Actitud de la Iglesia 145

testas ordinis) que en aquellos otros en que no existía poder de jurisdicción. Frente a lo que ocurre en las Iglesias orientales, dentro de la Iglesia latina se ha distinguido claramente, desde la Edad Media hasta el Vaticano II , entre potestad de orden y po­testad de jurisdicción.

Existe asimismo el principio de la «intentio faciendi quod facit ecclesia»5. Es decir, alguien puede tener la intención de hacer lo que hace la Iglesia (por ejemplo, bautizar a una persona), a pesar de que al hacerlo no observe de hecho la forma prescrita por el ordenamiento eclesiástico. También en este caso es cris­tiana y eclesialmente válida la acción realizada. Todo ello signi­fica que existen huellas de la Iglesia sacramental fuera del radio de acción del ordenamiento eclesiástico, por ejemplo, en las «co­munidades de base» marginales, que han surgido a veces al mar­gen de la autoridad episcopal, pero que desean mantenerse a pesar de ello dentro de la gran tradición de la Iglesia, aun cuando se aparten del ordenamiento eclesiástico vigente.

El recurso a una sanatio in radice, y especialmente al poder de dispensa que posee la autoridad eclesiástica, tiene que ver, so­bre todo, con la teoría de la plena potestas, surgida especialmente en la Edad Media, que se refiere a los poderes de que goza espe­cialmente el papa para poder dispensar en definitiva, y aunque dentro de ciertos límites, de cualquier ley eclesiástica vigente6.

5 Cf. F. Gillmann, Die Notwendigkeit der Intention auf Seiten des Spenders und des Empfangers der Sakramente nach Anschauung der Früh-scholastik (Maguncia 1916); A. Landgraf, Dogmengescbichte der Frühscho-lastik (Ratisbona 1955) vol. III-l, 109-168 y IV-2, 223-243.

6 F. Plazinski, Mit Krummstab und Mitra (Buisdorf 1970); M. A. Stie-gler, Dispensaron. Dispensationswesen und Dispensationsrecht im Kirchen-recht geschichtlich dargestellt (Maguncia 1908); A. Schebler, Die Reordina-tionen in der «altkatholischen» Kirche unter besonderer Berücksichtigung der Anschauungen Rudolph Sohms (Bonn 1936); L. Saltett, Les réordinations {París 1907); L. Buisson, Potestas und Caritas. Die papstüche Gewalt im Spatmittelalter (Colonía-Graz 1958). El principio occidental de la dispensa se distingue en muchos puntos del principio parecido de la «economía» pro­pio de las Iglesia orientales. Cf. M. Widmann, Der Begriff Oikonomia im Werk des Iren'áus und seine Vorgeschichte (Tubinga 1956); F. J. Thompson, Economy: «Journ. Theol Stud.» 16 (1965) 368-420; J. Kotsonis, Problemes de l'économie ecclésiastique (Gembloux 1971); P. HuíIIier, Économie et Théologie Sacraméntate: «Istina» 17 (1972) 17-20; K. McDonnell, Ways of

10

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146 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

Sea cual sea la forma de ilegalidad respecto a dicho ordenamiento, el papa puede declarar a posteriori que esas acciones son «válidas». Pero por el momento es muy poco lo que pueden hacer las comu­nidades de base alternativas recurriendo a este principio.

Existe, por último, la antigua doctrina de la non receptio legis, en virtud de la cual una ley eclesiástica válida puede llegar a ser «irrelevante» a la larga debido a que una gran mayoría del pueblo creyente no acepta de hecho esa ley 7. Las leyes sólo tienen fuerza real cuando son aceptadas por la comunidad y poseen una estructura plausible.

La mayor parte de estos principios pueden ser también apli­cados de hecho cuando exista una práctica ilegal «moderna» que respete la intención de la gran Iglesia (es decir, que desee man­tenerse dentro de la gran tradición de la Iglesia). Pero con una condición, justamente formulada por el Concilio de Trento: «salva eorum substantia»; es decir, a condición de que se mantenga la «sustancia sacramental»8. Ahora bien, en el caso del orden el problema consiste en saber qué es lo que pertenece y qué no per­tenece a la sustancia, a la esencia del ministerio eclesial (aunque esa «sustancia» debe traducirse en cualquier caso en una forma litúrgica concreta, a través de la cual se convierte precisamente en «sustancialidad»).

Sobre la base de la teología ministerial del primer milenio se ha demostrado que la sustancia sacramental, la esencia de la orde-

Validating Ministry: «Jour. Ecum. Stud.» 7 (1970) 209-265; K. Duchaletez, De Geldigheit van de wijdingen in het licbt der «econotnie»: «Tijdschr. voor Theol.» 8 (1968) 377-401; P. Dumont, Économie ecclésiastique et réité-ration des sacrements: «Irénikon» 14 (1937) 228-247 y 339-362; Y. Con-gar, Quelques problémes touchant les ministeres: «Nouv. Rev. Théol.» 93 (1971) 785-800.

7 Y. Congar, La recepción como realidad eclesiológica: «Concilium» 77 (1972) 57-86; ampliado en La 'reception' comme réalité ecclésiologique: RSPT 56 (1972) 369-403; cf. además del mismo autor, Ouod omnes tan-git ab ómnibus tractari et approbari debet: «Rev. historique de Droit fran-cais et étranger» 36 (1958) 210-259; A. Grillmeyer, Konzil und Rezeption, en Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspektiven (Friburgo 1975) 303-334.

8 Denzinger-Sch. 1728; cf. E. Schillebeeckx, De sacraméntele heilsecono-mie, 416-514.

Valoración de algunas alternativas actuales 147

nación, «la incorporación al ministerio» consiste de hecho en que un creyente sea reconocido y aceptado como tal por la Iglesia (comunidad local con sus dirigentes) y que sea llamado al servicio ministerial en el seno y en favor de una comunidad concreta, todo ello unido al don del Espíritu que se le otorga. Se pueden «limi­tar» los derechos especiales de una Iglesia local (esto lo pueden hacer, sobre todo, el papa y el concilio) teniendo en cuenta lo que la Iglesia latina llama utilitas ecclesiae, el bien de la Iglesia. Pero este último elemento pertenece al ordenamiento eclesiástico históricamente mutable, no a la «sustancia» del sacramento res­pectivo, de tal modo que en este terreno y en determinados casos se puede apelar a los principios a que ya nos hemos referido. Así, el papa Urbano II autorizó en 1088 ciertas prácticas que se apar­taban del ordenamiento eclesiástico entonces vigente, en atención ¡i una situación concreta de la Iglesia y del mundo 9. Pero, prescin­diendo de la regulación de la communio entre todas las Iglesias, establecida por el ordenamiento eclesiástico a raíz de determinadas situaciones históricas, la solicitud por esta koinonía o vínculo de amor pertenece a la sustancia de todas las comunidades.

Teniendo en cuenta estos principios se pueden llegar a valorar adecuadamente las actuales prácticas alternativas del ministerio.

IV. VALORACIÓN DE ALGUNAS ALTERNATIVAS ACTUALES

La praxis alternativa de algunas comunidades críticas que se ins­piran en Cristo Jesús: a) resulta posible desde un punto de vista dogmático y apostólico, sin que podamos valorar aquí todos los detalles concretos de esa praxis. Es una posibilidad eclesial y apos­tólica cristianamente legítima y provocada incluso por las necesi­dades de nuestra época. Desde un punto de vista eclesial consi­dero un disparate hablar de ellas como de prácticas «heréticas» o considerarlas «fuera de la Iglesia». Por otra parte, b) esa praxis alternativa no es siquiera contra ordinem, sino más bien praeter nrdinem, es decir, que, a pesar de que no se adecúa a la letra del ordenamiento eclesiástico vigente (está «contra» esa letra), se

' Mansi 20,970; cf. A. Schebler, op. cit., 211%.

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148 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

sitúa en la línea de lo que, en el pasado, pretendió propiamente asegurar dicho ordenamiento.

Es evidente que esta situación no puede resultar nada agra­dable para los representantes del ordenamiento eclesiástico vi­gente; pero éstos deberán prestar oído a las experiencias negativas de muchos cristianos en relación con dicho ordenamiento y, sobre todo, sensibilizarse ante los daños que dicha situación provoca a la edificación de la comunidad, a la eucaristía y al ministerio. De otro modo no defenderían a la comunidad y a la eucaristía como centro de la misma, sino un sistema establecido que es pura facticidad. En una época en que se ha agudizado la sensibilidad frente a las estructuras de poder de cualquier sistema, un endu­recimiento del ordenamiento vigente que pretendiera controlar los múltiples y, a veces, algo ligeros experimentos que van sur­giendo sería algo muy doloroso para todos aquellos a quienes ha sido encomendada la solicitud por la Iglesia.

Puesto que las prácticas alternativas no son algo «contra», sino que, tomadas globalmente, aparecen simplemente praeter ordinem, en circunstancias difíciles para la Iglesia, dichas prácticas pueden ser defendidas incluso desde un punto de vista ético, ya que es lógico que nadie pueda enjuiciar las intenciones subjetivas. Por otra parte, hablar aquí de «individuos que se han situado fuera de la Iglesia» no sólo es una afirmación fraguada en la tristeza, sino que podría entenderse además como un eufemismo para referirse a lo que la Iglesia ha llamado siempre «herejía». El propio Vaticano II experimentó ciertas dificultades a la hora de precisar con claridad dónde se sitúan propiamente los límites de pertenencia a la Iglesia. Es cierto que la Iglesia debe estar en algún sitio, pero ¿quién se atreve a delimitar exactamente sus fronteras? Decir que «se han situado fuera de la Iglesia» signi­fica además calificar a posteriori de heréticos muchos siglos de cristianismo auténtico y, sobre todo, declarar que también lo es la búsqueda de las mejores posibilidades pastorales reflejada en el Nuevo Testamento.

A pesar de todo, quiero repetir también aquí que nadie puede ejecutar prácticas alternativas con espíritu triunfalista: esta acti­tud me parece tan poco apostólica como la que hemos descrito anteriormente. Esas prácticas significan una situación anormal y

Valoración de algunas alternativas actuales 149

provisional en la vida de la Iglesia. Personalmente (aunque no se trata de una convicción puramente personal) considero que debe haber una especie de estrategia o «economía de conflictos». En aquellos casos en que no haya necesidad urgente de practicar for­mas alternativas para responder a una necesidad pastoral de la comunidad cristiana, no pueden poner en práctica los ministros cuanto sea apostólica y dogmáticamente posible. Podría existir entonces el peligro de que, en el seno de comunidades críticas, por ejemplo, se subordine una vez más la comunidad a la proble­mática del ministerio y se intente convencer a la comunidad de unos problemas cuyo origen es en ese caso la crisis de identidad de los propios ministros. Tampoco es nuestra intención mitificar las praxis alternativas. En esto, como en tantas otras cosas, es necesario cierta dosis de realismo, de objetividad. En la mayoría de los casos, las reformas de la Iglesia han comenzado por desvia­ciones de la legalidad vigente; las reformas desde la cúspide son muy poco frecuentes y pueden ser incluso peligrosas. El Vatica­no II ofrece un ejemplo de la verdad de esta doble afirmación: en la constitución sobre la liturgia sancionó este concilio en buena parte la praxis litúrgica ilegal que se había ido introdu­ciendo antes de su celebración, sobre todo en Francia, Bélgica y Alemania. Pero la aplicación posconciliar de la renovación indi­cada por el concilio, programada en su mayor parte desde arriba, ha sido realizada a base de improvisaciones que han producido en muchas comunidades una experiencia decepcionante.

Se objeta con frecuencia que los cambios o las formas alter­nativas de praxis eclesial no son cristianas y eclesiales por el sim­ple hecho de ser prácticas nuevas o diferentes. Esta afirmación es cierta, pero no lo es su presupuesto implícito, pues mutatis mu-tandis lo mismo se podría decir del vigente ordenamiento ecle­siástico. Tampoco éste es legítimo por el hecho de su existencia real. La imagen del hombre y del mundo ha cambiado y se pue­de sospechar que también ese ordenamiento ha entrado en su fase decadente, es decir, que puede constituir un impedimento real para una auténtica vida cristiana y eclesial. La antigüedad y digni­dad de una cosa no significan por sí mismas que se les deba otor­gar trato preferencial.

Alguien podrá objetar que en mi exposición considero parcial-

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150 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

mente a la Iglesia como una realidad horizontal, es decir, que responde demasiado al modelo de las realidades que se deben contemplar desde un punto de vista sociológico, y no como una realidad carismática dada «desde arriba». Pero es este dualismo eclesial el que, sobre la base del Nuevo Testamento, pretendo rechazar a toda costa. Es evidente que no podemos hablar de la Iglesia con un lenguaje exclusivamente descriptivo, empírico; tam­bién hay que utilizar un lenguaje de fe y hablar, por ejemplo, de la Iglesia como «comunidad de Jesús», «cuerpo del Señor», «tem­plo del Espíritu», etc.; con él expresamos también una dimensión real de la Iglesia. Pero en ambos casos hablamos de una e idén­tica realidad; de otro modo dividiríamos gnósticamente la Iglesia en una «parte celeste» (que en tal caso se situaría al margen de cualquier consideración sociológica) y otra «terrena» (sobre la que lógicamente se podría decir todo lo peor). El mismo Vatica­no II previene contra este modo de ver las cosas: «La Iglesia terrena y la Iglesia dotada de bienes celestiales no deben ser con­sideradas como dos realidades diferentes» (Lumen gentium I, 18).

En mi opinión, el bloqueo producido en relación con los ser­vicios ministeriales se debe sobre todo a esta consideración dua­lista, «jerárquica» de la Iglesia, revestida muchas veces de una terminología aparentemente cristiana. Como consecuencia de esta visión, y dada la escasez de sacerdotes, se permite que los laicos se dediquen a las más diversas actividades pastorales, pero se les priva de la adecuada incorporación sacramental en el ministerio. Habría que preguntarse si esta evolución en la línea de unos «proletarios de la pastoral», sin confirmación ministerial o sacra­mental, es una evolución teológica sana, pues de hecho, como se verá con mayor claridad en las observaciones que siguen, contri­buye a mantener la elevadísima imagen sagrada del sacerdote.

V . EL CELIBATO COMO CARISMA

Y EL «CELIBATO MINISTERIAL OBLIGATORIO»

1. Continencia y celibato

La ley del celibato fue promulgada por la Iglesia latina primero de forma implícita en el primer Concilio de Letrán (1123) y más

Celibato como carisma y «celibato ministerial obligatorio» 151

tarde explícitamente en los cánones 6 y 7 del segundo Concilio de Letrán (1139). Dicha ley fue el resultado de una larga prehis­toria en la que sólo existió una ley de continencia para el sacer­dote casado. Esta prehistoria se extiende desde finales del siglo iv hasta el siglo xn. De ella se concluye que en el fondo se trataba de una ley de continencia y que la ley del celibato fue promul­gada para hacer eficaz esa ley.

En las comunidades neotestamentarias y en la Iglesia primi­tiva había sacerdotes casados y célibes. En el caso de estos últi­mos, las razones que motivaban el celibato eran de diverso tipo: personales, sociales o religiosas. En la época posapostólica situada en el período neotestamentario se recalcaba que el ministro debía ser «hombre de una sola mujer» (1 Tim 3,2; 3,12; 2 Tim 2,24; Tit 1,6), es decir, debía amar a su mujer con corazón indiviso. Nada se dice de la posibilidad de un segundo matrimonio. En las inscripciones funerarias de la época se lee con frecuencia: «Fue hombre de una sola mujer», es decir, amaba a su mujer.

En los primeros siglos fue aumentando el número de sacer­dotes que, por razones idénticas a las de los monjes y por deci­sión personal, permanecían solteros. Hacia finales del siglo iv apareció en Occidente una legislación eclesiástica totalmente nueva respecto a los ministros casados, es decir, obispos, presbíteros y diáconos. Habrá que esperar al Vaticano II para que la Iglesia se refiera a Mt 19,1 ls, un texto en que se alude a un «celibato religioso», es decir, «por el reino de Dios», pero que no contem­pla las leyes de pureza ritual, que, por lo demás, eran ajenas a Jesús. La referencia a este texto de Mateo aparece únicamente en uno de los documentos oficiales del Vaticano II , que tratan primero de una ley de continencia temporal provisional, luego de una ley de continencia permanente y, por último, de una ley de celibato para los clérigos.

Hasta hace algunos años se pensaba que esta ley de continen­cia había aparecido ya a principios del siglo iv. Normalmente se citaban en este sentido el Concilio de Elvira (comienzos del si­glo iv), el de Nicea, así como determinados «cañones synodorum romanorum ad gallos». Pero la crítica histórica ha demostrado de forma definitiva que el canon 33 del Concilio español de Elvira, así como otras partes de la misma colección de documentos atri-

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152 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

buidos a este concilio, no tienen nada que ver con el mismo. El referido canon procede de una colección de finales del siglo iv. También se ha demostrado históricamente que en el Concilio de Nicea no se discutió para nada la continencia de los sacerdotes; las afirmaciones que se han hecho en este sentido proceden de una leyenda de mediados del siglo v, nacida como reacción de las Iglesias orientales contra la ley de la continencia introducida mientras tanto en Occidente10. Por lo que a los «cañones ad gallos» se refiere, su composición presenta tantos problemas que es muy difícil llegar a conclusiones, ni siquiera provisionales, en torno a su cronología.

Así pues, el origen de la ley de continencia para los sacer­dotes casados hay que situarlo en Roma y concretamente hacia finales del siglo iv. Actualmente sólo se duda si apareció en tiem­pos del papa Dámaso (366-384) o del papa Siricio (384-399).

De estos documentos oficiales se puede concluir que la razón principal que condujo a introducir esta ley fue la «pureza ritual». Las Iglesias de Oriente y Occidente de los diez primeros siglos no pensaron nunca hacer del celibato una condición para acceder al ministerio: se aceptaba como ministros tanto a hombres casa­dos como célibes. En su origen, es decir, desde finales del si­glo iv, esa ley eclesiástica, que aparecía entonces como una nove­dad, era una lex continentiae (cf., por ejemplo, PL 54,1204), pensada concretamente como ley litúrgica, es decir, que se pro­hibía la relación sexual antes de tomar la comunión eucarística. Por lo demás, esta costumbre existía desde hacía mucho tiempo. Pero desde el momento en que las Iglesias occidentales (frente a lo que ocurría en las orientales) comenzaron a celebrar la euca-

10 De la bibliografía reciente (que a veces corrige históricamente en algunos puntos mi folleto Der Amtszolibat, Dusseldorf 1965), cf. especial­mente: G. Denzler, Das Papsttum und der Amtszolibat. 2 vol. (Stuttgart 1973 y 1976); H.-J. Vogels, Pflicht-zóíibat. Bine kritische TJntersuchung (Munich 1978); R. Gryson, Les origines du célibat ecclésiastique du premier au septiéme siécle (Gembloux 1970); id., Dix ans de recherches sur les origines du célibat ecclésiastique: «Rev. Théologique de Louvain» 11 (1980) 157-185; N. Grévy-Pons, Célibat et nature. Une controverse médiévale (Pa­rís 1975). Cf. además la investigación algo más antigua de R. Bultot, La doctrine du mépris du monde (Lovaina-París 1963ss). Puede verse también la bibliografía citada en las notas 11, 14, 15, 20 y 21 de este capítulo.

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ristía diariamente (finales del siglo iv), la continencia exigida a los sacerdotes casados se convirtió en una situación permanente n . En Occidente este hecho adquirió fuerza legal hacia finales del si­glo iv. Se trataba, por consiguiente, no de una obligación de celi­bato, sino de una ley de continencia motivada por razones de pureza legal y en vistas sobre todo a la eucaristía. A pesar de que estaban obligados a la continencia, a los sacerdotes casados se les prohibió expulsar a sus mujeres. Tanto la convivencia amorosa de los sacerdotes con sus mujeres como su obligación de guardar la continencia estaban sujetos a ley canónica12.

Desde el punto de vista del Nuevo Testamento se plantea la siguiente cuestión crítica: ¿cómo fue posible que los cristianos rescataran antiguas leyes de pureza cuando Jesús y los autores del Nuevo Testamento habían derogado e invalidado las prescripcio­nes rituales del Antiguo? De hecho, todos los documentos ecle­siásticos, hasta la misma encíclica Sacra virginitas, de Pío XII (1954)13, aluden siempre a las leyes levíticas de pureza (citando sobre todo Ex 19,15; 1 Sm 21,5ss; Lv 15,16s; 22,4) cuando hablan del celibato de los sacerdotes.

Ya hemos dicho que en los primeros siglos se fue imponiendo la tendencia de comparar el ministerio eclesiástico con el sacer­docio veterotestamentario, de modo que el vocabulario de la Igle­sia sobre el ministerio se fue «sacerdotalizando». Este hecho po­día traer consigo una evocación de las leyes de pureza del Anti­guo Testamento, sin que esto significase que se aplicaran a los cristianos. Dicha aplicación se explica únicamente cuando se tiene en cuenta el clima espiritual de la Antigüedad, especialmente en las áreas mediterráneas. En estas regiones helenísticas, influidas además por ciertas ideas orientales, las leyes de pureza para los sacerdotes gozaban de alta estima: «El que traspasa el altar no debe haber disfrutado de las delicias de Venus la noche antes» M.

*' Cf. R. Kottje, Das Aufkommen der taglichen Eucharistiefeier in der Westkirche und die Zolibatsforderung: «Zeitschrift für Kirchengeschichte» 81 (1971) 218-288; L. Hodl, Die «Lex continentiae»: «Zeitschr. f. kath. Theol.» 83 (1961) 325-343.

12 Civilmente: Codex Theodosii XVI 2,44; canónicamente: Cañones Apostolorum 5.

13 Acta Apostolicae Sedis 66 (1954) 169s. 14 E. Fehrle, Die kultische Keuschheit im Altertum (Religionsgeschicht-

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Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

Esta norma, formulada de un modo más o menos absoluto, se encontrará más tarde en todos los libros litúrgicos católicos.

Los antiguos preceptos litúrgicos de continencia se entienden en el trasfondo del ideal estoico de la «serenidad», tan extendido entonces, del dualismo pitagórico y, más tarde, del dualismo pla­tónico. Los antiguos, sobre todo los estoicos, consideraban la rela­ción sexual como una «pequeña epilepsia» que priva al hombre de sus sentidos y que, en consecuencia, no es «racional». El filó­sofo neoplatónico pagano Porfirio escribió un libro «sobre la con­tinencia», muy aceptado en su época 15.

Los cristianos eran (también entonces) hijos de su tiempo, no obstante la crítica que dirigían al ambiente pagano en que vivían. Por otra parte, no hay que olvidar que hubo Iglesias cristianas que consideraban la continencia sexual como una obligación, con­secuencia del bautismo que alcanzaba, por tanto, a todos los cristia­nos 16. Es verdad que, frente a esas posturas extremistas, la Igle­sia oficial defendió siempre la bondad y santidad del matrimonio por tratarse de un don de la creación de Dios; pero la presión del ambiente la llevó también a mantener ciertas reservas frente a lo que se llamaba la «consumación del matrimonio». Esta se permi­tía únicamente en vistas a la procreación, e incluso en ese caso el placer consecuente era considerado como algo que no era del todo correcto.

Así pues, desde un punto de vista histórico, en el origen de la antigua obligación de la continencia y de la posterior ley del celibato aparece una antropología y una concepción de la sexuali­dad que han sido superadas. «Omnis coitus inmundus»: así tra-

liche Versuche und Vorarbeiten 6; Giessen 1910). El autor pasa por alto, con todo, ciertas influencias orientales sobre el helenismo; cf. H. Jeanmaire, Sexualité et mysticisme dans les anciennes sociétés heleniques, en Mystique et Continence (Études Carmélitaines; París-Brujas 1952) 51-60.

15 Cf., entre otros (además de la bibliografía corriente sobre el estoicis­mo y el neoplatonismo), la breve síntesis de G. Delling, Geschlechtsverkehr, en Reallexikon für Antike und Christentum 10 (1977) 812-829.

16 Cf. A. Voobus, Celibacy, a requirement for admission to baptism in the Syriac Church (Estocolmo 1951); K. Müller, Die Forderung der Ehelo-sigkeit für alie Getauften in der alten Kirche (Tubinga 1927); E. Schille-beeckx, Het Huwelijk. Aardse werkelijkheid en heilsmysterie, vol. I (Biltho-ven 1973) 171.

Celibato como carisma y «celibato ministerial obligatorio» 155

ducía Jerónimo la idea corriente entonces entre paganos y cristia­nos: «la relación sexual es impura» n.

Por otra parte, cuando en el siglo xn el precepto ritual de la continencia se convirtió en ley del celibato, la pureza ritual con­tinuó siendo el motivo capital de esa ley. El Concilio de Letrán II, en el que se promulgó oficialmente dicha ley, acentúa expre­samente este punto: «Con el fin de que la lex continentiae y la pureza, tan agradable a Dios, aumenten entre los clérigos y con­sagrados, establecemos...»18. La ley del celibato es considerada

17 Jerónimo, Ad ]ovinianum I 20: PL 23,238; cf. también I 34: PL 23, 256-258; la misma argumentación se encuentra en toda la patrística; entre otros puede verse en 2 Clem 14,3-5; 12,2 y 5 y, sobre todo, el libro del pitagórico pagano Sexto, tan gustosamente leído por los cristianos (cf. Orí­genes, Contra Celsum 8,30), en el que se dice que «orar» y «tener relacio­nes sexuales» nada tienen en común, siendo por su propia naturaleza reali­dades contradictorias, por lo que se llegaba incluso a aconsejar la «castra­ción». Este libro ejerció profunda influencia en muchos cristianos de la época. El propio Orígenes puso en práctica literalmente este medio de con­tinencia. Cf. también en este mismo espíritu: Ambrosio, De offiáis ministro-rum I 50: PL 16,98; Inocencio I, Epístola ad Victricium c. 10: PL 56, 523; Epístola ad Exsuperium c. 1: PL 56,501; el papa Siricio, Epístola ad Episcopos Africae: PL 56,728; Agustín, De coniugiis adulterinis II 21: PL 40,486. Por lo demás, en la patrística encontramos las quejas tan fre­cuentes en todas las sociedades sobre la vida matrimonial en sentido nega­tivo; cf., entre otros, Ambrosio, De virginibus I, n. 6, n. 25-26: PL 16, 195-196; Basilio, Epístola II 2: PG 32,224-225; Jerónimo, Adversus Helvi-dium: 22: PL 23,206; Ambrosio, De viduis c. 13, n. 18: PL 16,259; Gre­gorio de Nisa, De Virginitate 3: PG 46,325-336; Tertuliano, Ad usorum I 5: PL 1,1282-1283. Este tipo de literatura satírica sobre el matrimonio lo hallamos también en una forma semejante en los escritos paganos de aquella época: cf. P. de Labriolle, Les satires de Juvenal. Étude et analyse (París s. f.) 192-197. Pero estas sátiras típicas de la humanidad sobre la vida matrimonial, que de suyo se deben tomar con cierta prevención, sirvieron normalmente en la patrística como «supermotivos» para alabar la continencia cristiana, claramente influida en aquella época por el «encratismo» helenista o animosidad contra todo acto sexual.

18 En su colección de documentos eclesiásticos «importantes», Denzinger no incluyó este canon tan extendido en la Iglesia latina. Cf. Conciliorum Oecomenicorum Decreta, ed. G. Alberigo y otros (Friburgo 1962, 174 has­ta 175). Este concilio, en su canon 7, obliga además a los sacerdotes legíti­mamente casados a expulsar a sus mujeres, cosa que es totalmente incom­prensible desde el punto de vista del derecho eclesiástico y bíblico. Enton­ces no se pensaba en el destino de la mujer.

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156 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

de forma expresa como un instrumento eficaz para hacer cumplir de una vez la ley de la continencia.

De los concilios celebrados entre los "siglos v y x se concluye claramente que los sacerdotes observaban la ley de la continencia relativamente. Las autoridades eclesiásticas eran conscientes de ello 19. Después de haberlo intentado imponiendo sanciones y mul­tas «económicas», recurren al medio más drástico: prohibir que los clérigos contraigan matrimonio. Sólo desde entonces (1139) se convirtió el sacerdocio en un impedimento que invalidaba la cele­bración del matrimonio y sólo los solteros podían ser ordenados.

Ya hemos expuesto cómo en los primeros siglos muchos cris­tianos eran llamados por la comunidad para que fueran sus pre­sidentes y que esto ocurría a veces contra la voluntad del inte­resado. Se comprende que, al exigirse además a finales del siglo iv que los sacerdotes practicaran la continencia total (una ley que sólo se impuso en la Iglesia occidental), esta carga extraordinaria puso a muchos de ellos en situaciones lamentables. En muchos casos casi no se podía hablar entonces de que la continencia fuera aceptada libremente y mucho menos de que, si se hacía valer el precepto, se pudiera obligar a alguien a aceptar la presidencia de una comunidad en contra de su voluntad 20.

El precepto de la continencia y, por tanto, de la pureza ritual continuó siendo, incluso después del Concilio de Letrán II , la razón capital del «celibato obligatorio» de los sacerdotes. Nada se dice de un «celibato religioso por el reino de los cielos». «El altar y los utensilios sagrados no se pueden tocar con 'manos su­cias'». La antigua idea pagana ha sido asumida por los cristianos.

Resulta, por consiguiente, históricamente innegable que la ley

15 Una investigación precisa de esta historia se encuentra en M. Dortel-Claudot, Le prétre et le mariage; évólution de la législation canonique des origines aux XII' siécle: «L'Année canonique» 17 (1973) 319-344; ade­más, E. Jonkers, De strijd om het celibaat van geestelijken van de vierde tot de tiende eeuw in het "W estén volgens de Concilles: «Nederlands Archief voor Kerkgeschiedenis» 57 (1976-77) 129-144.

x Cf. la cuidada investigación, que ya hemos citado en uno de los capí­tulos precedentes, de P. H. Lafontaine, Les conditions positives de l'acces-sion aux orares dans la premiére législation ecclésiastique — 300-492 — (Ottawa 1963), especialmente 71ss.

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relativamente reciente del celibato aparece bajo el signo de la convicción de los antiguos de que la relación sexual (incluso la que se realiza en el marco del matrimonio sacramental) conlleva un cierto elemento de impureza y pecaminosidad. Con ello no se niega que en los primeros diez siglos hubiera sacerdotes que vi­vieran un «celibato» monacal, es decir, por el «reino de Dios». El mismo santo Tomás distingue entre el celibato de los religiosos y el que practican los clérigos por razones de pureza.

Desde un punto de vista histórico tiene menos importancia que en relación con la ley del celibato entraran en juego otras motivaciones, ya que éstas no aportaron ningún elemento deci­sivo históricamente verificable. Es el caso de la confiscación de los bienes de los «hijos de sacerdotes», tan habitual en la Edad Media, y que sirvió a la Iglesia para liberarse de la tutela de los poderes temporales. La ley del celibato contribuyó, en efecto, a aumentar el patrimonio eclesiástico y, como consecuencia, la inde­pendencia de la Iglesia frente a príncipes y emperadores21. El único elemento decisivo y propiamente determinante de dicha legislación fue el precepto de la continencia ritual. Por eso es his­tóricamente falso y expresión puramente ideológica suponer que la ley del celibato fue un instrumento para la aspiración eclesiás­tica al poder; esto no se puede afirmar, al menos por lo que a la Antigüedad y la Edad Media se refiere. Más tarde, existiendo ya dicha ley, pudo ésta ponerse al servicio de las aspiraciones de dominio; pero tal hecho no tiene nada que ver con las moti­vaciones que provocaron su nacimiento.

Los documentos del Concilio Vaticano II han sido los prime­ros de toda la historia de la Iglesia (al menos por lo que a docu­mentos canónicos se refiere) en los que se considera que la moti­vación tradicional de la ley del celibato no se puede seguir man­teniendo en nuestra época. Pero también han sido los primeros que, al hablar del celibato ministerial, han aludido a Mt 19,1 ls , es decir, al llamado «celibato religioso», por el reino de los cielos.

21 Por lo que toca a la confiscación de bienes en este contexto, cf., en­tre otros, el Sínodo de Pavía (inicios del siglo xi), c. 3: Mansi 19, 353; Sínodo de Roma (1059): Mansi 18, 897s; Sínodo de Roma (1074): Mansi, 20, 424; Sínodo de Amalfi (1089): Mansi 20, 724; Concilio II de Letrán: Mansi 21, 526ss.

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Por otra parte, el concilio evita cuidadosamente mencionar todos los motivos tradicionales y habla intencionadamente no de per­fecta castitas (para no minusvalorar el matrimonio), sino de perfecta continentia. En el mismo contexto, y por la fuerte pre­sión del cardenal Bea, se refiere además en tonos muy laudatorios a la forma de vida no célibe de los sacerdotes orientales ''cosa que el Concilio de Trento evitó expresamente)2.

No hay duda de que a partir del Vaticano II se ha intentado apoyar la ley del celibato sobre un fundamento muy distinto del que se acostumbraba en la historia anterior de la Iglesia. La pro­blemática aparece así en términos muy distintos, aunque no se pueden dejar de lado las cuestiones que plantean los orígenes de la ley. Hay que afirmar, sin embargo, que exponer abiertamente la historia de un fenómeno no significa de suyo emitir un juicio favorable o contrario sobre su validez o su verdad. Metodológica­mente son dos cosas diversas. Pero reconstruir la historia de sus orígenes puede llevarnos a descubrir que en ellos tuvieron tam­bién su importancia determinados elementos ideológicos.

Por otra parte, de un celibato aceptado libremente y vivido como carisma no se puede afirmar lo mismo que lo que justa­mente cabe decir del antiguo precepto de la continencia, a saber: que se apoya en una antropología superada. Aun cuando también en el caso de ese celibato libre y carismático se siguen planteando algunos interrogantes sobre los que hablaremos más adelante, no se le puede tachar de «antropología superada» y rechazar en consecuencia una opción célibe que se fundamente en motivos religiosos o de cualquier otro tipo, que pueden ser a veces pura­mente casuales o no hacerse reflejos, siempre y cuando la renun­cia al matrimonio no signifique un desprecio de esa unión y de las relaciones humanas.

Pero con ello no quedan resueltos todos los problemas. La nueva motivación del celibato ministerial esbozada por el Vati­cano II suscita nuevos interrogantes. ¿Qué significa exactamente «celibato religioso», es decir, celibato por el reino de Dios? Esta expresión puede tener dos significados, que yo, simplificando las

32 Concilium Tridentinum (Societas Goerresiana), vol. 9, 640 y 660-669.

Celibato como carisma y «celibato ministerial obligatorio» 159

cosas y no sin fundamentación teológica, denominaría «místico» y «pastoral» (o apostólico). Reconozco que me resulta difícil dis­tinguir adecuadamente ambos aspectos, ya que la vertiente mís­tica y apostólica (y también la política) de una vida cristiana están intrínsecamente relacionadas. Permanecer soltero para poder ser totalmente libre en el servicio a la Iglesia misma y, por tanto, a los demás constituye una opción responsable y legítima, como lo es la renuncia al matrimonio (que no se confunde de suyo con «ser célibe»), para poder dedicarse de lleno a la ciencia, al arte, a la lucha por un mundo más justo, etc. Puede tratarse incluso de una «obligación» existencial. Con otras palabras: la renuncia al matrimonio no es o es muy pocas veces el objeto propiamente dicho de una elección libre. Lo que se elige libremente es «otra cosa»; y esto absorbe de tal modo a algunos individuos, que olvi­dan el matrimonio.

La renuncia al matrimonio no constituye en la mayoría de los casos una decisión que se tome por ella misma, sino «a causa de...», lo que, traducido a lenguaje religioso, significa «por el reino de Dios». Esa renuncia no se debe aislar; tampoco se puede considerar como una realidad independiente el aspecto negativo y excluyente de tal decisión, pues de hecho se toma motivada por otra cosa. En todas las culturas se ha dado una progresiva rituali-zación de realidades puramente existenciales; la falta de apetito provocada por la muerte de un ser querido o, en el terreno reli­gioso, por la tensión de la futura celebración de la pascua, fue evolucionando hasta convertirse en una costumbre de carácter ritual: el ayuno fúnebre o la cuaresma, aunque se ayuna teniendo incluso ganas de comer. No conviene minusvalorar esta tendencia a ritualizar ciertos aspectos de la vida; pero en todas las culturas ha existido el peligro de un cierto vaciamiento ritualista, una atro­fia o entumecimiento formalistas de esos ritos, que en su origen pretendían estar al servicio o, al menos, provocar una experiencia existencial.

Si las motivaciones que inclinan al celibato han adquirido una dimensión religioso-pastoral, habrá que examinar cómo se realiza en la práctica concreta esa nueva dimensión. La vida de los pre­sidentes casados en todas las Iglesias reformadas es una prueba histórica de que el matrimonio de los ministros no ha perjudicado

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normalmente su total dedicación a la comunidad, sino que, en la medida en que se puede determinar mediante estadísticas, el he­cho de estar casados ha sido más bien una exigencia. Cuál de los dos estados —la vida célibe o la matrimonial— contribuye mejor a la dedicación pastoral es una cuestión que depende totalmente de los individuos y que no puede ser decidida a priori y en abs­tracto. El peligro —y la realidad— de un celibato egoísta, cerrado en sí mismo e incluso vulgar, es de sobra conocido. Por ello, la motivación religiosa (en su significado pastoral), incluso en su tra­ducción política de lucha en favor de los oprimidos, no constituye una razón o argumento decisivos en favor de una ley general del celibato. Sólo nos quedaría la «significación mística» del celibato por el reino de Dios, el servicio evangélico a los hombres; pero resulta muy difícil distinguir este significado del «pastoral».

También en este punto ha aportado matices muy importantes el Vaticano II . Antiguamente se decía de ordinario que entre el amor a Dios y el amor matrimonial existe una especie de rivali­dad, debida a lo que Pablo llamaba la necesidad de «agradar a la mujer» (1 Cor 7,32-34) en el caso del matrimonio, que resta fuerza al amor indiviso debido a Dios. Tampoco esta rivalidad puede ser justificada teológicamente en la actualidad. Esto mo­tivó que el Vaticano II hiciera cambiar expresamente un texto, previamente preparado, en el que se afirmaba que «el amor indi­viso» y «la entrega a Dios» sólo debían ser considerados como los elementos característicos del celibato religioso. Esta oposición entre el amor a Dios y el amor (sexual) a otra persona fue elimi­nada con plena intención. El texto definitivo dice así: «... el pre­cioso don de la gracia divina, concedido a algunos por el Padre... para que se consagren sólo a Dios con un corazón que en la virgi­nidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso» (hu­men gentium V, 42). Se admite, por consiguiente, que la dona­ción total e indivisa a Dios es misión de todos los cristianos; según el texto del concilio, el celibato concede únicamente una cierta «facilidad» para poder realizar de hecho esa espiritualidad válida para todos los cristianos. Si, como pretende hacer el con­cilio, se quiere eliminar de la ley del celibato todas las motiva­ciones superadas y erróneas, encontramos que al final no hemos eliminado, pero sí reducido a la mínima expresión, la base de esa

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ley: una «mayor facilidad» abstracta y teórica. Digo abstracta y teórica porque puede ocurrir que en la práctica algunos cristianos tal vez logran más fácilmente ese amor indiviso dentro del matri­monio, mientras que otros lo consiguen viviendo como célibes. Este es, por lo demás, el modo en que la teología de los últimos años ha interpretado generalmente la idea del Tridentino de que permanecer célibe por el reino de los cielos es un «estado supe­rior» al «estado matrimonial».

Esta «plusvalía» depende de los distintos individuos y no puede determinarse de forma general y abstracta. Lo que para uno es mejor puede ser para otro un bien menor y, en algunos casos, incluso una desdicha, y viceversa. En este contexto podría­mos hablar de la posibilidad de un «celibato temporal por el reino de Dios»; también podríamos referirnos a aquellos casos en que alguien que había aceptado el celibato «para siempre» llega a des­cubrir que la pretendida «facilidad» se ha convertido para él en el mayor impedimento. Pero es imposible contemplar todos los problemas.

Si lo que venimos diciendo es exacto, la «obligación del celi­bato» impuesta a todos los ministros se convierte como mínimo en una exigencia muy difícil; todo ello como consecuencia de una pura abstracción que prescinde de las dimensiones pastorales con­cretas. «La nueva ley», es decir, la nueva motivación de la antigua ley del celibato, ofrecida por el Vaticano II , no puede ser inter­pretada efectivamente como un principio de selección, es decir, en el sentido de que la Iglesia elige a sus ministros exclusiva­mente de entre aquellos cristianos que han aceptado libremente el celibato. Si tenemos en cuenta la prehistoria de la ley existente y de! modo en que la Iglesia oficial suele hablar del celibato23, hemos de concluir que, a pesar de la nueva motivación, la legis­lación canónica lo sigue considerando como una especie de obli­gación de estado, como consecuencia de una valoración abstracta

23 «Ley del celibato» no es terminología mía, sino de los documentos oficiales de la Iglesia. Cf., entre otros, el motu proprio de Pablo VI Sacrum diaconatus Ordinem, del 18 de junio de 1967, donde se habla claramente de una «Lex caelibatus»: AAS 59 (1967) 69-99; con todo, si la memoria no me falla, este concepto no se encuentra en la encíclica Sacerdotdis caeli­batus, publicada en ese mismo año: cf. AAS 59 (1967) 657-697.

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y teórica del mismo, contemplado como una realidad superior. A pesar de que existen muchos puntos de contacto entre minis­terio y celibato, también los hay, e innegables, entre matrimonio y ministerio; precisamente a ellos se refieren los textos del Nuevo Testamento que hablan del «hombre de una sola mujer».

No pocos de los que se manifiestan a favor de una separación de sacerdocio y celibato lo hacen invocando sobre todo los dere­chos humanos. Pero cualquiera puede renunciar a sus propios derechos (no a los de los demás). Habría que ver, por consiguien­te, si lo que se invoca a veces no es una concepción burguesa-liberal de la libertad más que una idea de libertad evangélica. Si hubiera que mantener el celibato voluntario como principio de selección para el ministerio eclesial, cosa que no es evidente, aun­que después del Vaticano II lo utilice Roma cada vez más en este sentido, sería muy difícil presentar argumentos decisivos con­tra el «celibato ministerial».

Toda comunidad tiene derecho a establecer principios selecti­vos a la hora de escoger sus funcionarios; también la Iglesia goza de este derecho al elegir sus ministros. Por otra parte, este prin­cipio es esbozado con toda claridad por el Nuevo Testamento (Cartas Pastorales). Pero hay que admitir que esto supondría introducir indirectamente un principio «discriminatorio», si bien es cierto que esto no es una consecuencia necesaria. Por ello, el único argumento decisivo para continuar la lucha en favor de la separación de ministerio y celibato (para continuar la lucha con­tra la ley del celibato, en definitiva) es, a mi entender, el siguien­te: por un lado, una mayor credibilidad del carisma del celibato libremente elegido ante los ojos del mundo y de la propia comu­nidad eclesial (existe la sospecha de que los sacerdotes célibes «quieren casarse, pero no pueden», como se afirma a veces en tono humorista); por otro, un argumento eclesial y teológico, es decir, el derecho de gracia que tienen todas las comunidades cris­tianas a contar con presidentes y a celebrar la eucaristía. La vincu­lación entre celibato y ministerio en la Iglesia occidental aumenta el peligro de que en muchos sitios se vean comprometidas la vita­lidad apostólica y la celebración de la eucaristía. En tal situación, una legislación de la Iglesia, que de hecho puede cambiarse, debe ceder ante el derecho más apremiante al desarrollo eucarístico y

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apostólico de las comunidades. Y es evidente que quien debe tomar la decisión, también en este punto, es en definitiva y fun­damentalmente la autoridad pastoral de la Iglesia. Pues se pecaría de ingenuo si se pretendiera suponer que la llamada «situación de crisis» de los sacerdotes va a pasar muy pronto. Pensar así signi­fica minusvalorar la fuerza de la antigua espiritualidad, que lleva a muchos jóvenes a aceptar el celibato porque piensan de hecho que el matrimonio es un valor inferior. Este idealismo, aunque erróneo, ha conducido de hecho a muchos jóvenes a aceptar libre­mente el celibato ministerial. Una valoración sin reservas del ma­trimonio (que, hay que notarlo bien, es un sacramento para los católicos) supondrá lógicamente una disminución de las vocaciones a la vida célibe aceptada por motivos religiosos. Se puede afirmar que en épocas pasadas uno se decidía a «no casarse» porque el matrimonio era un «bien» inferior e incluso engañoso. El celi­bato podía ser en ese caso objeto directo de una elección. Elegir directamente el celibato (salvo en el caso de que se trate de ele­girlo propiamente frente a otro bien cuyo valor positivo se acepta absolutamente) constituye hoy algo ambivalente y puede ser de hecho algunas veces un poco sospechoso.

En este contexto vale la pena referirse asimismo a la «carga ideológica» que puede suponer invitar al pueblo cristiano a «pe­dir por las vocaciones sacerdotales». Ningún cristiano negará el valor y la fuerza que tiene la oración también en el problema de las vocaciones. Pero cuando el motivo de la escasez de sacerdotes es una «legislación eclesiástica» mutable y que de hecho puede ser cambiada si lo aconsejan razones pastorales, invitar a orar por el aumento de las vocaciones puede ser un simple subterfugio para evitar que se modifique esa ley.

No pretendemos afirmar con esto que la causa de la escasez de sacerdotes sea la ley del celibato, lo que sería sólo una verdad a medias. Muchas Iglesias cristianas en las que no existe esta ley están pasando también por el problema de la escasez de ministros. La razón más profunda de la crisis de vocaciones reside en la dificultad que plantea identificarse de corazón con la institución oficial de la Iglesia, y en la Iglesia católica la ley del celibato mi­nisterial es un exponente típico de esa «Iglesia oficial». Por esta razón, la ley del celibato se convierte en síntoma de la incapacidad

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164 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

de algunos cristianos para identificarse totalmente con la «Iglesia oficial». Esa ley es por ello, en definitiva, una de las causas en la curva ascendente de la crisis de vocaciones al sacerdocio.

2. «Tercera vía»

A pesar de todo lo que el Concilio Vaticano II ha dicho sobre el celibato, continúa siendo muy poco claro y bastante vago cuáles son los contenidos exactos de la concepción de la Iglesia sobre este tema. Esta falta de claridad y vaguedad se ha puesto de ma­nifiesto a raíz de una nueva problemática planteada después del Vaticano II (al menos en sus características y práctica actual). Me refiero al problema de la denominada «tercera vía», que hay que entender por lo menos como un «celibato dividido» y que incluye la continencia. Si se analiza toda la antigua legislación eclesiástica se puede concluir que ésta no se ha manifestado nunca contra el amor de un sacerdote, casado o soltero, hacia otras personas (de hecho se pensaba en una «mujer»). Lo que esa legislación contem­plaba siempre era únicamente la sexualidad genital y lo que con­duce a ella. Esto puede verse incluso en las prescripciones del Concilio II de Letrán, el primero que formuló la ley del celibato: no poder casarse se orientaba únicamente a defender mejor la ley de la continencia de los ministros.

La situación ha cambiado con el Vaticano II , pues este con­cilio se ha propuesto eliminar cualquier forma de minusvaloración de la sexualidad. Pero, con todo, continúa existiendo cierta ambi­valencia. Lo que ahora se considera como motivo fundamental del celibato religioso es una «mayor facilidad» para el amor indiviso, considerado ahora como un bien que concierne a todos los cris­tianos; es decir, esa mayor facilidad se concreta de hecho en la «continencia total». Con otras palabras: que hasta el Vaticano II la ley del celibato continúa siendo de hecho, en su misma esencia, una ley de continencia. Es verdad que se establece una relación entre la continencia total y la mayor facilidad para realizar el amor indiviso hacia Dios; pero nada se dice sobre la relación entre la continencia y el amor existente o posible hacia una mujer. Todo se sitúa bajo el signo de la exclusión de la sexualidad, no del amor.

Celibato como cansina y «celibato ministerial obligatorio» 165

En tales circunstancias se plantea el interrogante de saber si desde un punto de vista antropológico la motivación del celibato ofrecida por el Vaticano II presenta una diferencia tan esencial frente a la que se ofrecía hasta entonces. Tocamos así el verda­dero núcleo de la problemática actual del celibato; una problemá­tica con la que no se ha enfrentado hasta ahora la Iglesia oficial, si exceptuamos las afirmaciones del Sínodo de la Iglesia holan­desa celebrado en Roma en enero de 1980, si bien, en cualquier caso, continúa siendo poco claro lo que entiende este sínodo por «tercera vía»: ¿qué quiere decir cuando se habla de una vía inter­media «entre matrimonio y celibato»? Si interpretamos estas pala­bras en el sentido de un «celibato dividido» (en el contexto de una continencia total, en la que, sin duda, se sigue pensando), se trataría del primer caso en toda la historia de la Iglesia •—al me­nos por lo que a la legislación eclesiástica se refiere— en el que se ha hecho una afirmación totalmente nueva; es decir, la esencia del celibato la constituiría no sólo la exclusión de la sexualidad, sino además la exclusión del «amor hacia una mujer». Una deci­sión demasiado trascendente para un «sínodo particular», pues lo que se ha decidido en este caso toca a la esencia misma del caris-ma del celibato, y esta decisión se orienta en una línea muy dis­tinta de la que se había seguido hasta ahora en la historia de la Iglesia. Pero, como he podido saber a través de un miembro del sínodo, la intención de esta asamblea no era ésa precisamente, ya que lo único que este sínodo tenía ante la vista era precisamente la continencia.

El tema en cuanto tal no es nada nuevo en la literatura espi­ritual cristiana. Todo lo contrario. Pero sí que es nuevo en la legislación canónica de la Iglesia católica, a la que ahora me estoy refiriendo. Con ello queda planteada en sus líneas básicas la pro­blemática propiamente dicha del «celibato en cuanto tal». Plan­teada... y sin resolver. Pues ¿qué elementos incluye realmente la dimensión mística y pastoral del celibato? Antropológicamente hablando, de lo que se trata en definitiva es de la relación intrín­seca entre sexualidad y amor. Precisamente esta cuestión antropo­lógica no ha obtenido respuesta alguna en toda la legislación ecle­siástica. Ello nos lleva a otro dilema: o se trata simplemente de una ley de continencia, en cuyo caso el interrogante se plantearía

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166 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

en los términos siguientes: ¿posee la «continencia física» como tal, en sí misma, un valor religioso? Si no queremos recaer en la antigua concepción antisexual, será muy difícil dar una respuesta afirmativa a este interrogante. O bien se trata de hecho de una cierta rivalidad entre el amor a Dios y el amor a otra persona (en concreto, hacia una mujer). Tampoco este dilema encuentra una base teológica. Desde un punto de vista antropológico es impo­sible separar ambos problemas si no queremos deshumanizar la sexualidad y reducirla a un hecho puramente físico.

Así pues, o se trata de un amor rival de otro, o de puro acto físico. Lo primero no encuentra base teológica; lo segundo, antro­pológica. Es evidente que llegados a este punto se hacen necesa­rios nuevos estudios y análisis sobre la sexualidad humana con el fin de obtener ideas claras en torno a lo que entendemos por «celibato religioso».

Dentro de los límites de esta problemática, quisiera referirme aquí a un primer intento en esta línea, que ha sido emprendido especialmente por J. Pohier. Su trabajo se dirige, por un lado, contra cualquier forma de ideas antisexuales, típicas de una antro­pología superada, y, por otro, analiza la «ambigüedad» de toda sexualidad desde un punto de vista psicológico M. La sexualidad es de suyo ambivalente; puede incluso despertar fuerzas oscuras. La mejor prueba de esta afirmación la constituyen la sociedad supersexualizada y el mal uso de la sexualidad, típico de nuestra sociedad. El sexo pasa a convertirse en artículo de consumo e ins­trumento de poder. En este contexto (y es una pena que Pohier no haya tenido en cuenta este punto), el celibato religioso puede poseer también una penetrante función crítica cara a la sociedad y al hombre, en beneficio de una sexualidad auténticamente hu­mana, y de la humanidad misma. El celibato se puede convertir, precisamente en cuanto continencia, en una protesta religiosa tanto contra el «liberalismo» sexual como contra las distintas formas de esclavización y cosificación de la sexualidad. Cierta tendencia dentro del feminismo da testimonio de ello. Sólo en este caso dejará de incluir la continencia una depreciación de la sexualidad

M J. Pohier, Au nom du Pére (París 1972) 171-223.

Celibato como carisma y «celibato ministerial obligatorio» 167

en cuanto tal, del amor humano, que no puede ser nunca rival del amor de Dios.

Con todo, no se puede determinar a priori si es posible que una persona que ha escogido el celibato como forma de protesta, y a pesar de la debilidad humana, puede vivir un amor más pro­fundo hacia otra persona en continencia total, en una forma que sea verdaderamente digna de la persona humana desde una pers­pectiva antropológica. Una respuesta a este interrogante nos la ofrecerán, en definitiva, los distintos experimentos que se realizan en este sentido por todo el mundo. La mejor maestra en este terreno no es, desde luego, la ingenuidad; pero tampoco el miedo y las convulsiones. A pesar de todo, esto no supondrá aún el final de la discusión en torno al celibato, sino más bien su comienzo. Pero dejemos ya este tema.

3. La mujer y el ministerio

En este contexto hay que referirse también al tema de «la mujer en el ministerio», pues la oposición eclesiástica al mismo está en la misma línea que las leyes de pureza en el caso de los varones.

En 1976 apareció una declaración sobre el tema de la Congre­gación para la Doctrina de la Fe 25. Que el documento no fuera publicado en forma de motu proprio del papa, sino como un es­crito de una congregación, aunque con aprobación papal, indica ya de suyo cierta reserva del papa a la hora de hacer una decla­ración definitiva sobre este punto. Esta es precisamente la forma romana de dejar «abierta» una cuestión incluso en el caso de que por el momento se haga cierta «afirmación magisterial». Según las indicaciones que aparecen en el mismo documento, éste pretende ser una contribución a la lucha por la liberación de la mujer. Pero será difícil hablar de verdadera liberación de la mujer mientras ésta se encuentre en la Iglesia completamente al margen de las instancias decisorias.

La declaración afirma que, por razón de su sexo, las mujeres están excluidas de la dirección eclesial, ya que no pueden presi-

25 Declaración del 15 de octubre de 1976: AAS 69 (1977) 98-116.

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168 Lo establecido y ciertas prácticas alternativas

dir la eucaristía. De un modo que podríamos considerar precon-ciliar se vuelve a romper en ella la relación entre Iglesia y minis­terio en beneficio de la relación entre eucaristía y ministerio (la potestad para celebrar). Durante toda la historia de la Iglesia han tenido gran importancia, en el terreno del culto sobre todo, las distintas «impurezas» de la mujer, reflejo evidente de la legisla­ción del Antiguo Testamento y de otras muchas culturas sobre este punto. Ciertas medidas, que en su origen eran puramente higiénicas, fueron objeto de una «ritualización». Y esto no es algo «específicamente cristiano».

Pero ¿por qué razón se concede tanta importancia teológica al hecho de que, condicionado por el entorno cultural de la época, Jesús eligiera únicamente a hombres como apóstoles suyos cuando se niega cualquier significado teológico al hecho semejante de que el mismo Jesús llamara a ese ministerio a personas que, en su ma­yoría (si no en su totalidad), estaban casadas o al hecho de que Pablo reivindicara el derecho apostólico de llevar a la propia mujer en sus viajes misioneros (1 Cor 9,5), aunque había renun­ciado libremente a ese derecho? Es más: ¿por qué razón se inter­pretan estos dos últimos hechos a través de la ley del celibato en

t un sentido que se opone totalmente al que les es natural? Esta hermenéutica bíblica, esta forma tan contradictoria y caprichosa­mente selectiva de interpretar la Escritura, revela que en este caso entran en juego de forma inconsciente razones no teológicas, aun cuando se intente apoyar tales razones en la autoridad bíblica.

No disfruto realizando esta crítica; pero la honradez me im­pulsa a no callar. Como teólogo católico, sé que las afirmaciones doctrinales pueden ser correctas incluso cuando los argumentos utilizados para llegar a las mismas no sean los más adecuados. Pero habrá algún modo de decir algo razonable sobre la exclusión de la mujer del ministerio; esto no se ha hecho hasta ahora. Es más, todos los argumentos esgrimidos en favor de esa exclusión se reducen en definitiva al hecho de que se trata de una situación cultural fáctica debida a condicionamientos puramente históricos, muy comprensible en la Antigüedad e incluso hasta hace muy poco, pero que plantea muchos problemas en una cultura en cam­bio y en la que las generaciones actuales sólo ven una discrimi­nación de la mujer.

Celibato como carisma y «celibato ministerial obligatorio» 169

Los argumentos que se apoyan en la tarea diferente y «más hermosa» que corresponde a la mujer en la Iglesia, dadas las ca­racterísticas e intuiciones «peculiares que le da su feminidad», pueden sonar muy bien, pero no son de hecho un argumento serio para excluirlas de las funciones directivas de la Iglesia. Todo lo contrario. Estamos de acuerdo en que los dirigentes de la Igle­sia no deben dar pasos apresurados al respecto, ya que es muy posible que los propios miembros de la Iglesia no hayan tomado aún conciencia de este tema (asunto que solamente podrá aclarar­se mediante una valoración sociológica). Pero la actitud prudente es algo muy distinto a ese esfuerzo por buscar argumentos que no resisten a la crítica y que sólo pretenden legitimar el statu quo.

Quizá resulte interesante ilustrar con un ejemplo el callejón sin salida a que puede ser conducida la vitalidad evangélica de muchas comunidades por estas dos cuestiones íntimamente rela­cionadas. Una Iglesia africana solicitó que su mocambi, o cate quista laico, que la dirigía con éxito desde hacía años, fuera orde­nado sacerdote: «Tata, cardenal Malula, nuestra comunidad tiene un mocambi, un dirigente cualificado de la misma; pero no puede celebrar la eucaristía...»26. El cardenal Malula, que estaba acos­tumbrado a los bloqueos mentales eclesiásticos, se limitó a res­ponder: «¿No es ésta una llamada del Espíritu, un signo de los tiempos que nos impulsa a buscar otras vías distintas de aquellas a que estamos acostumbrados en nuestra Iglesia?» 27. A mi entender, los obstáculos que se plantean tanto en el tema del celibato de los sacerdotes como en el del ministerio de las mujeres son pseu-dodoctrinales y se deben sobre todo a una concepción ontológica y sacerdotalizante del ministerio cultual, típica de la Iglesia latina occidental; una visión sacral a la que se hallan vinculados ciertos «tabúes» sexuales y femeninos (por decirlo sin demasiados mati­ces) dentro de muchas religiones y en épocas pasadas de la Iglesia cristiana.

26 Cf. La question du ministere en Afrique: «Spiritus» 18 (1977) 358. " Ibtd., 359. Cf. el duro comentario de Ch. Duquoc, Théologie de

l'Église et crise du ministere: «Études» 350 (1979) 101-114 y la respuesta al mismo del obispo auxiliar de París, E. Marcus, L'appel au presbytérat: «Études» 350 (1979) 415-423.

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4. No es lícito politizar un carisma

Por otra parte, tampoco me parece una actitud responsable la presión que muchos ejercen sobre aquellos candidatos al minis­terio dispuestos a aceptar libremente el celibato con el fin de utilizarlos como una forma de coacción frente a la Iglesia oficial. Mientras esté en vigor el actual ordenamiento eclesiástico, abogar por que se rompan los vínculos que unen de forma obligatoria mi­nisterio y celibato, para que el carisma del celibato libremente aceptado adquiera mayor credibilidad, no es razón para alejar de ese carisma a los que se sienten llamados a él, apoyándose en que aceptarlo sería contribuir al afianzamiento de esa ley. Es verdad que esto puede ocurrir, pero esta política de presiones no se fun­da, a mi entender, en motivaciones honestas. No se puede politizar un carisma. Expresado en términos de teoría científica, esto quiere decir que no se puede sustituir la fuerza teórica de un punto de vista por la eficacia política del mismo. Por esta razón rechazo esa forma de presión practicada en algunos ambientes. No tiene senti­do afirmar teóricamente que, junto al ministerio ejercido por casa­dos, existe también una misión especial para aquellos que aceptan libremente el celibato, cuando en la práctica se aleja del celibato a aquellos que desean aceptar este riesgo. Con todo, sobre la base de las ciencias humanas y de la experiencia de muchos, habrá que conceder que el celibato aceptado libremente por razones «místico-políticas» es un don que no se concede a todos; ni siquiera a todos los ministros. En este contexto debemos pensar también en aquellos que permanecen solteros y se pueden sentir llamados al ministerio por motivos que no son «directamente apostólicos», pero que pueden nacer asimismo de una actitud responsable (como, por ejemplo, por razones de homofilia).

Añadamos una consideración más —la última por el momen­to— en relación con este y otros problemas del ministerio. En mi opinión, no es lícito descargar todas las culpas en «Roma». Sólo cuando la conciencia, tanto del pueblo creyente como de sus mi­nistros (incluidos los obispos), haya evolucionado lo suficiente, tendrá sentido plantear el tema e intentar cambiar la autoridad y la dirección eclesiales. No es posible esperar que la autoridad su­prema de la Iglesia universal cambie el ordenamiento eclesiástico

Celibato como carisma y «celibato ministerial obligatorio» 171

si este cambio no se ve apoyado por la aprobación de la mayor parte de las comunidades cristianas. Si no se dan estas condicio­nes, podríamos asistir al comienzo de un violento cisma, que lle­varía a un trabajo penoso en los veinte años siguientes. Basta observar las tensiones que la ordenación de mujeres ha provocado en la Iglesia episcopaliana de América. Las tensiones de nuestra historia pasada nos han hecho más prudentes.

Por ello considero que el fenómeno de las comunidades de base, debido precisamente a su postura crítica, constituye de hecho un fermento en orden a una formación de la conciencia en toda la Iglesia; un acicate para la Iglesia oficial y, por tanto, una «si­tuación excepcional», que es provisional y de hecho necesaria, aun cuando debe producirse en el seno de la gran unidad de las Iglesias apostólicas. Se trata en su caso de una posición marginal que sirve para estimular continuamente esta progresiva toma de conciencia y que contribuye a que la gran Iglesia vaya madurando en orden a introducir un mejor ordenamiento pastoral de la Igle­sia que otorgue nuevo rostro a la apostolicidad de la comunidad cristiana en nuestra época, más acorde con los tiempos que vi­vimos.

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CAPITULO V

BREVE INTERLUDIO HERMENEUTICO

En un breve capítulo quisiera intercalar algunas reflexiones con el fin de prevenir posibles objeciones que podrían afectar a las pers­pectivas de futuro, de que hablaremos en el próximo capítulo.

1. Contra lo que venimos diciendo a lo largo de todo el li­bro, se podría objetar lo siguiente: ¿no ha leído usted la historia desde la actual problemática del ministerio? A ello debo respon­der: ¡naturalmente!; pero, al mismo tiempo, niego lo que se su­giere en esa pregunta, pues la historia sólo se puede leer de una manera. Quien afirma que lee los documentos antiguos «de modo neutral», al realizar esa lectura no puede prescindir de su propio presente; no puede prescindir de él sobre todo quien cree poder hacerlo, ya que en ese caso no es consciente del interés que se oculta tras de su lectura. Consciente o inconscientemente, los do­cumentos históricos se contemplan desde la perspectiva de unos interrogantes, supuestos o contextos actuales. Lo único que pre­senta ciertas dificultades es saber si lo que se busca en la historia es la confirmación de las propias ideas preestablecidas o si uno deja que la historia lo ponga a prueba.

Ocurre, en efecto, que quien lee un libro que se escribió po­siblemente hace unos dos mil años es también él destinatario de dicho libro, y al leerlo lo hace consciente o inconscientemente desde los personales interrogantes o hipótesis. Sólo un lector «dogmático» lee en la historia lo que le conviene. Frente a los prejuicios ocultos, las cuestiones actuales, expresas o tácitas, cons­tituyen el presupuesto necesario, aunque no suficiente, para poder leer textos antiguos en el significado que pueden tener para nues­tros días. El pasado no es una computadora de la que se puedan recabar datos, información de algo acabado definitivamente. Esto es historicismo, falsa historia. Pero, al mismo tiempo, el lector

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174 Breve interludio hermenéutico

debe dejar que los textos sean «texto», es decir, debe dejarlos en su propia consistencia. Sólo así le ofrecerá el relato una respuesta indirecta a cuestiones actuales, una respuesta que, en el mismo acto en que se intenta descubrir el contenido de los textos, con­tribuye a darles sentido. Fidelidad creativa ante el texto, sin pre­juzgar «dogmáticamente» qué mensaje puede tener para nosotros.

Teniendo como punto de partida ciertas cuestiones actuales, debemos dejarnos aconsejar por los textos, manteniéndonos siem­pre en la estructura que les es propia. Ahora bien, por el hecho de que los que leemos hoy un texto formamos parte de la misma humanidad para la que fue escrito, presente y pasado constituyen un proceso dialéctico: la historia comenzó mucho antes de que nosotros hayamos recogido sus huellas. Alguien ha afirmado: lo último de lo que se daría cuenta un pez que alcanzara el grado de conciencia refleja sería del agua donde vive, el presente del propio entorno; éste es tan natural y lógico que no se llega a advertir. De igual modo, el hombre lee de forma espontánea el pasado a través del prisma del presente, el propio presente, con sus interrogantes, sus supuestos e hipótesis. Leer un texto crítica y, por tanto, «objetivamente» (de forma adecuada al material res­pectivo) significa, por consiguiente, ser consciente de todo esto. Una lectura acrítica la realiza quien pretende leer un texto «a-históricamente» y afirma poder leerlo prescindiendo del propio presente.

Quien no quiera hacer caso omiso de esta estructura herme­néutica de nuestra conciencia histórica contemplará el pasado de forma «cientifista», es decir, ideológica, a pesar de que precisa­mente en ese caso se legitima inconscientemente una idea actual mediante la lectura de un texto, ya que esa idea desempeña un papel fundamental en la interpretación del mismo.

Motivo y acicate para la realización del presente estudio ha sido la práctica de ciertas comunidades cristianas, sobre todo co­munidades críticas. ¿Quiere esto decir que la praxis ministerial que esas comunidades y sus ministros ofrecen como formas alter­nativas se convierten en «criterio de verdad» y determinan por ello mismo la lectura de los textos antiguos? De ningún modo. Esto sería puro empirismo o pragmatismo. Criterio de verdad no lo es ni la misma razón de conveniencia pastoral de una praxis.

Fidelidad creativa ante el texto 17?

Niego, por consiguiente, que el denominado principio de la «orto-praxis» sea criterio de verdad. La razón es obvia: si admitiéramos este principio, la ortopraxis de un nazista consecuente con sus ideas sería una prueba de la «ortodoxia» del nacionalsocialismo. La fidelidad consecuente a una doctrina no basta para demostrar la verdad y bondad de ésta.

La práctica concreta de las comunidades cristianas (legal o ilegal, según las normas del ordenamiento canónico de la Iglesia) es el interpretandum, es decir, lo que debe ser objeto de funda-mentación e incluso de crítica teórica. Para un teólogo, lo que se denomina praxis de los cristianos no es normativo por el hecho de ser praxis; ésta constituye más bien su «agenda», es decir, lo que él tendrá que iluminar secundum scripturas, o sea, a la luz de la gran tradición cristiana. Pero, por su parte, la praxis no debe esperar la autorización de los teólogos para poder ser actuada. Y con razón. Fundada o infundada, dicha praxis nace de la propia fe (es decir, de la «teoría» espontánea e implícita). Esto quiere decir que la praxis precede no a la fe, sino a la teología. El teó­logo deberá analizar de forma refleja precisamente la espontanei­dad de esa praxis de fe, pues dicha espontaneidad puede incluir de forma inconsciente elementos no cristianos o incluso hacer que una praxis concreta se imponga como supuesta «praxis de fe». Apelando a la Escritura y a la tradición, y teniendo muy claro que el objetivo de su labor es la praxis cristiana, la fundamentación teórica que ofrece el teólogo debe lograr clarificar si esa praxis es de hecho expresión del soplo del Espíritu o más bien fruto del capricho del «propio espíritu». Una fundamentación conseguida será capaz de mostrar si lo que de hecho acontece (considerado globalmente) está bajo la acción del Espíritu.

El teólogo «teoriza» críticamente lo que la praxis efectiva de las comunidades cristianas y sus dirigentes ofrecen hoy como so­lución concreta a las necesidades pastorales urgentes. Así pues, el teólogo es siempre un «rezagado» frente a la praxis cristiana que precede en todo momento a la reflexión teológica. Pero su figura es necesaria e insustituible, sobre todo para clarificar reflejamente hasta qué punto esa praxis concreta es una praxis secundum scripturas. Para ello no basta una certeza intuitiva de que esto es así, pues de ese modo quedaría abierto el camino a las veleidades.

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176 Breve interludio hermenéutico

En un primer momento, la praxis concreta de ciertos cristianos y comunidades cristianas es para el teólogo sólo un «posible signo» de fe; deber suyo es examinar si se trata de un signo real. Esta exigencia secundaria, pero necesaria, de la reflexión teológica pre­supone, pues, con toda evidencia la praxis de la comunidad. Pero ninguna praxis concreta es ya legítima por el simple hecho de existir. Sólo la teoría (teológica), a la luz de la inspiración y la orientación que ofrece la gran tradición cristiana, podrá decidir de forma responsable si la orientación práctica es correcta (orto-praxis), aun cuando se trate de una praxis totalmente nueva.

Ni la Iglesia ni el mundo cambian a base de «ideas», y cam­biar a la Iglesia o al mundo no es ya de por sí salvación, verdad o felicidad. ¿Qué cambios? Esta es la cuestión crítica. Si no se quiere que la praxis no escape a ella, ha de contar con la teología como un elemento insustituible a la hora de responder a esta cuestión. Nos encontramos ante lo que, en páginas anteriores, he­mos llamado «logos» o «razón cristiana» de esa praxis. Cuando esto queda asegurado, la praxis cristiana de la comunidad se con­vierte de hecho en el marco en que nace la teología y es la teoría una función de la praxis. Pero la teología se convertirá en ideo­logía si de forma inmediata —es decir, sin mediación hermenéu­tica, según sus propias leyes y, en este sentido, de acuerdo con leyes independientes de toda praxis— se pone al servicio de la praxis, tanto la de comunidades de base como la de la autoridad eclesial. Esto no sería más que oportunismo teórico.

2. Las cuestiones que venimos planteando tocan asimismo el problema de la obediencia de fe cristiana y de la «leal opo­sición».

Los cristianos han tomado hoy mayor conciencia de que «la voluntad de Dios» sólo puede ser conocida con la ayuda de me­diaciones históricas. Existen formas muy peligrosas de hablar de «voluntad de Dios». Si el conocimiento de esa voluntad sólo es posible a través de la mediación de experiencias profanas y ecle-siales, así como de las directrices del ministerio pastoral de la Iglesia, esto quiere decir que nunca somos confrontados a la vo­luntad de Dios de forma «inequívoca»; confiamos, más bien, que cumolimos la voluntad de Dios.

Obediencia de «leal oposición» 177

Por otra parte, la ética tiene un lenguaje distinto del de la religiosidad y del de la fe. La fe no puede ser reducida a la ética, aun cuando exista una relación intrínseca entre ambas. Compren­der la diferencia entre bien y mal precede lógicamente al conoci­miento de Dios y de su voluntad. Esto quiere decir que nuestras obligaciones morales humanas no podemos traducirlas en primera línea en términos de expresiones concretas o en términos tales como «voluntad de Dios», sino en aquellos que expresen lo que conduce a la verdadera dignidad y felicidad de la vida humana. Por otra parte, un hombre que crea en Dios interpretará —puede interpretar— justamente que lo que, en su opinión, es aquí y ahora una realidad que se adecúa a la dignidad humana, es además expresión de la voluntad divina; esta actitud no supone restar seriedad a la voluntad de Dios ni reducir, de forma típicamente burguesa, a Dios a la categoría de juez supremo que controla el uso de la autonomía humana.

Estas mediaciones históricas introducen una dimensión dialéc­tica en la obediencia cristiana. En este sentido, y desde una pers­pectiva cristiana, la «ilegalidad» puede ser en determinados casos una forma superior de fidelidad al Espíritu de Dios. Existe, en efecto, una fidelidad a Dios que no se puede reducir a la obe­diencia frente a la autoridad eclesial. Obediencia cristiana es tam­bién la aceptación atenta del kairos o el momento de gracia del ahora histórico; la escucha obediente del dolor de los hombres y de las necesidades de una comunidad cristiana y la actuación con­creta según esa «voz de Dios». También esto, y sobre todo esto, es una forma básica de la obediencia cristiana, que nace de la autoridad de los hombres que sufren y están necesitados.

Ocurre así que puede surgir un conflicto entre la voluntad de Dios, expresada a través de la mediación de los acontecimientos profanos y eclesiales, y la que se manifiesta a través de la media­ción del magisterio eclesiástico. El conflicto no nace de la volun­tad de Dios en cuanto tal, sino que tiene su origen en aquellas mediaciones que la interpretan de forma diferente. Cuando se da ese conflicto, Tomás de Aquino concede prioridad a la conciencia probada (no a la conciencia segura de sí misma) y añade que el hombre de conciencia debe hacer eso incluso «cuando sabe que puede incurrir en excomunión eclesial». Este principio se aplica

12

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178 Breve interludio hermenéutico

sobre todo cuando están en juego el bien y la felicidad de los otros (siempre es posible renunciar a los propios derechos por un bien mayor). Con ello no minimizamos la autoridad eclesial. Lo que venimos diciendo significa únicamente que la obediencia cris­tiana no se puede reducir a la obediencia frente a la mediación eclesial de la voluntad de Dios. Existe también la obediencia cris­tiana frente a los «signos de los tiempos» como kairos de Dios para los hombres, aun cuando sea necesario descifrar dichos signos.

CAPITULO vi

EJERCICIO DEL MINISTERIO EN EL CONTEXTO DE UNA COMUNIDAD VIVA

El futuro de las comunidades cristianas y de la forma concreta de ejercer el ministerio no dependen sólo de los miembros de la comunidad, sino además de la dirección eclesiástica oficial. Que, pasado el primer momento de euforia que siguió al Vaticano II , la Iglesia se dedicara a reflexionar sobre lo que se llamaba la «crisis del sacerdocio» en un Sínodo de Obispos (1971) demues­tra la oportunidad del análisis de ese sínodo que ofrecemos a continuación. En él precisamente se puso de manifiesto, en efec­to, que la mayoría del episcopado católico universal se muestra abierto a una nueva praxis del ministerio, mientras que los órga­nos oficiales se oponen con fuerza a esos deseos y a nuevas con­cepciones.

HECHOS OLVIDADOS:

EL SÍNODO DE OBISPOS DE 1971 SOBRE EL MINISTERIO.

ENTRE EL VATICANO II Y 1 9 8 0

1. Intervención de los obispos en el Sínodo

En el período subsiguiente al Vaticano II , el proceso comenzado en este concilio continuó tanto en el terreno de los estudios exe-géticos y dogmáticos como en el terreno fundamental de la praxis viva de las comunidades eclesiales. Desde ambos frentes se puso de manifiesto que en la Iglesia comenzaba a reinar un espíritu más empírico a la hora de contemplar el ministerio y la praxis ministerial. Sin razón, pero según cierta lógica, se fue abriendo paso la idea de que el carácter pneumatológico-cristológico del mi­nisterio iba a desaparecer y que el ministerio tendría que ser

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180 El Sínodo de Obispos de 1971

contemplado simplemente como pura delegación por parte de la comunidad, sin más implicaciones teológicas. Es cierto que en algunos casos y en ciertos ambientes se pensaba en este tipo de «profesionalización» sociológica, es decir, que el sacerdote era considerado en definitiva como una especie de asistente social. Pero, a pesar de ello, no es éste el tono que domina en los nue­vos principios prácticos y teóricos planteados por los teólogos y sacerdotes. Como reacción, que se explica en buena parte por una interpretación errónea de ciertos principios barajados en las dis­cusiones y, mucho menos, por ciertas concepciones del ministerio surgidas aquí y allá, otros empezaron a hablar del sacerdocio en términos mucho más sobrenaturales que antes. Se produjo así de forma inevitable cierta polarización. El segundo «Sínodo ordina­rio» de octubre de 1971 ' hay que contemplarlo sobre el trasfon-do de dos posturas extremas: el «sobrenaturalismo» (y fideísmo) por un lado y el «horizontalismo» por otro. El sínodo no ofreció vías de solución, dado que él mismo pensaba en categorías dua­listas y no podía ofrecer correctivos razonables ni a las concep­ciones supranaturalistas ni a las que veían en el ministerio una simple profesión en que no aparece explícitamente o se silencia la dimensión religiosa que lo caracteriza.

Las conferencias episcopales pudieron hacer conocer a Roma, ya antes del sínodo, las reacciones al «documento de trabajo» en­viado a todos los obispos. El secretariado del sínodo hizo llegar a los futuros padres sinodales un resumen de dichas reacciones. En él aparece claramente la conciencia que tenían los obispos de que sus sacerdotes atravesaban una fuerte crisis de identidad. Basado en estas opiniones escritas de los obispos, monseñor Enri-co Bertoletti, administrador apostólico de Lucca, trazó una visión panorámica de la problemática actual del sacerdocio. Aunque en ella aparecen elementos positivos y negativos, no era completa, y aun no siendo sus análisis e interpretaciones siempre limpios y exac­tos, ofrecía en su conjunto una base suficiente para la reflexión si­nodal sobre las exigencias pastorales de nuestra época. Con todo, no

1 Este sínodo (1972) es el tercero después del Vaticano II. Oficialmente se le considera el «segundo sínodo» porque el precedente había sido un «sínodo extraordinario».

Intervención de los obispos 181

se analizaban suficientemente los factores intraeclesiales que contri­buían al malestar dominante entre los sacerdotes y, en un len­guaje algo sobrenaturalista, se hablaba de que los sacerdotes rezan muy poco y que su compromiso se orienta en una línea unilateral. No se analiza la llamada atrofia del sentido de lo trascendente; daba la impresión de que, en opinión de los padres sinodales, las cosas volverían a su justo cauce si renacía el espíritu de ora­ción. Es evidente que en esta forma de ver las cosas se manifiesta el pretexto para no cambiar absolutamente nada en el statu quo eclesial. Y precisamente aquí se esconde el sobrenaturalismo de esta actitud. Como contraposición, la invitación a intensificar la oración pierde toda credibilidad.

Esta visión del problema del sacerdocio se expresaba más acentuadamente aún en el documento de trabajo sinodal. Ello hizo que los elementos válidos contenidos en este documento perdieran credibilidad precisamente por los elementos que callaba. Después de las intervenciones generales en las sesiones plenarias, los obis­pos recibieron algunos puntos de discusión elaborados sobre la base del esquema sinodal y las intervenciones. Estos puntos debían ser discutidos en los circuli minores, es decir, en los (doce) gru­pos lingüísticos en que podían inscribirse los obispos. Las res­puestas de los grupos a estos puntos debían constituir el material básico para la redacción final de los puntos de vista del sínodo en torno al ministerio.

En una especie de síntesis resumiré ahora los puntos de discu­sión, así como la parte doctrinal y pastoral (que oficialmente se llamaba parte «práctica») del «documento de trabajo» del sínodo. Dicha síntesis bastará para presentar las perspectivas que deter­minaron la marcha del sínodo y a la cual tuvo que ajustarse en definitiva.

Los puntos centrales de la parte doctrinal los formaban algu­nas cuestiones sobre las que habían surgido dudas entre los sacer­dotes: el elemento peculiar o «distintivo» del sacerdocio minis­terial frente al sacerdocio común de los fieles; una concepción del ministerio que no sea puramente funcional; el ministerio, en cuanto representación del único sacerdocio de Cristo ante la co­munidad (se observa una tendencia a centrar este punto en la

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presidencia ministerial del sacerdote en la celebración de la euca­ristía —Trento—, así como la voluntad de no crear oposición alguna entre iglesias puramente carismáticas e iglesias organizadas ministerialmente). El ministerio eclesial debe ser considerado en el conjunto de la misión de servicio que corresponde a toda la Iglesia: el ministerio es una «forma específica» de dicho servicio; al igual que la gracia, que nos es dada desde arriba, el ministerio no procede «de abajo», sino «de arriba». Con otras palabras: se trata de tomar postura frente a los que afirman (se interpretaba así el «desde abajo») que el ministerio eclesial es simplemente un ministerio social de dirección por el mandato recibido a través de la comunidad» (relación del cardenal Hoffner del 5 de octubre de 1971).

Junto a la segunda relatio del cardenal Hoffner (de la que se tomaron algunos de los puntos centrales a que nos hemos referi­do), el secretario del sínodo hizo llegar a los padres sinodales una lista de seis puntos elaborados para el sínodo por una comisión internacional de teólogos2 y otra con ocho puntos básicos esencia­les procedente de la Conferencia Episcopal Alemana. Aunque con diferencias de acento, el problema contemplado por estos tres syllabi es, en líneas generales, el mismo. Con todo, los grupos lin­güísticos eran libres frente a estas «resoluciones prefabricadas», ya que la cuestión que se les planteaba oficialmente era la siguien­te: «¿Cuáles son, en su opinión, las cuestiones doctrinales esen­ciales sobre las que debe manifestarse el sínodo en algunas reso­luciones generales?» (relatio del cardenal Hoffner).

Como puntos esenciales muy particulares se consideraban: ciertas dudas sobre el carácter sacerdotal y el sacerdocio «para un tiempo determinado»; dudas sobre la institución directa del sacer­docio por Cristo; la oposición que ven muchos entre el Concilio de Trento y el Vaticano II y, recalcada también esta vez, la rela­ción y diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio minis­terial. La comisión internacional volvió a reunirse inmediatamente antes del sínodo para analizar las dudas que resultaban también

2 Le ministére sacerdotal. Rapport de la Commission Internationale de Tbéologie (París 1972). Los seis puntos se hallan al final de este documen­to, pp. 125-126.

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de las reacciones de los obispos ante el esquema sinodal, enviadas por escrito a la secretaría.

Aunque sin referirse directamente a la «relación sobre los sacerdotes» del Concilio Pastoral Holandés, es evidente que todos los problemas contemplados en dicha relación repercuten y están presentes en el sínodo actual y en la mente de la totalidad de los padres sinodales. De las diversas intervenciones en la asam­blea se puede concluir que la forma en que los holandeses habían planteado las cuestiones no era exclusivamente holandesa, sino que reflejaba las ideas de no pocos obispos, sacerdotes y teólogos del mundo entero.

Para la discusión de la segunda parte (la pastoral) se ofrecie­ron siete cuestiones claras a las que debían responder los grupos de discusión: 1) relación entre las actividades evangelizadoras del sacerdote (predicación, catcquesis y formación, promoción y des­arrollo de la comunidad) y su actividad litúrgico-sacramental, lla­mada también actividad sagrada; 2) relación entre las actividades típicamente ministeriales del sacerdote y la posible profesión civil u «ocupación profana»; 3) corresponsabilidad del sacerdote en el conjunto de la tarea pastoral: participación de los sacerdotes en la dirección episcopal por una parte y participación de toda la iglesia local en dicha tarea por otra; 4) el celibato sacerdotal: por un lado, el mantenimiento de la disciplina del celibato en la Iglesia latina, y por otro, su opinión sobre la oportunidad de que algu­nos laicos ya casados reciban la ordenación sacerdotal; 5) vida espiritual de los sacerdotes; 6) disposiciones financieras para lo­grar una retribución justa a todos los sacerdotes (dentro de una diócesis, de una provincia eclesiástica, de la Iglesia universal), y, por último, 7) algunas líneas directrices sobre la formación de los candidatos al sacerdocio y la formación permanente de los que ya lo son. Este era el paquete de cuestiones sobre las que debía pronunciarse el sínodo. ¿Pronunciarse ante quién? ¿Ante el papa? ¿O directamente ante los sacerdotes? A pesar de que la cuestión del destinatario es fundamental cuando se quiere decir una cosa, tal pregunta quedó sin respuesta.

Hay que afirmar, ante todo, que entre algunos obispos reina­ba cierto malestar por la división del trabajo en dos partes, una

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doctrinal y otra pastoral. Los obispos franceses, sobre todo, decla­raron que esta división era funesta, y que lo que se podía hacer era partir de las cuestiones y problemas concretos de los sacerdo­tes con el fin de ofrecer, apoyados en una reflexión sobre su pra­xis, algunas perspectivas pastorales en torno a las exigencias del ministerio eclesiástico en nuestra época, manteniéndose fieles al evangelio y a la tradición apostólica. Esta actitud es, a mi enten­der, la expresión exacta de una necesidad hermenéutica: no es posible ofrecer a priori una definición sobre lo que el sacerdote es «en sí». La referencia al presente pertenece a la esencia del sacerdocio. El pasado constituye en este contexto un punto de re­ferencia necesario por cuanto que nos previene frente al peligro de aferramos ciegamente al presente. La vida humana es, en efec­to, el espacio en que el pasado determina y abre camino a las posibilidades del futuro.

El sínodo no supo entender el arte de escuchar el pasado como un interrogante que nos plantea hoy el futuro en circuns­tancias que son distintas de las de aquel pasado. Por otra parte, si no se acepta el presente, el recuerdo del pasado no pasará de ser una repetición narrativa de las formas en que los sacerdotes se empeñaron en su época (que es nuestro pasado) en favor del evangelio. De esa postura no nace una invitación positiva a hacer frente a las necesidades pastorales del presente. La repetición de antiguas tradiciones no abre camino al nacimiento de nuevas rea­lidades, como consiguió hacerlo el pasado. Sin haber hecho expe­riencia de la historia presente, ni nosotros ni el sínodo podemos decir qué significado debe tener en nuestra época el «ministerio eclesial».

Pero la mayoría de los padres sinodales era favorable al mé­todo inductivo: partir de las afirmaciones doctrinales del pasado para obtener una solución práctica a los problemas de nuestra circunstancia. A pesar de ello, todos estaban de acuerdo en que las competencias de un sínodo no son ni deben ser las mismas que las de un concilio. Debido a la «inseguridad que los teolo-gúmenos actuales producen en los jóvenes» (el relator era el cardenal Hoffner), se decidió de hecho que el sínodo debía deter­minar vigorosamente, con un par de afirmaciones breves y funda­mentales, algunos puntos básicos e intangibles del sacerdocio.

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Formulada en estos términos la tarea a realizar, era lógico que los doce grupos comenzaran la discusión en una perspectiva res­tauradora o incluso reaccionaria, ya que los experimentos de los sacerdotes contienen en un primer momento lógicamente no sólo trigo, sino también paja. Y en una tendencia restauradora, el acento recae sobre los aspectos oscuros de esos experimentos y no sobre las perspectivas de esperanza que éstos abren a la Iglesia. De ello se apercibió claramente monseñor Ramón Echarren Istú-riz, a la sazón obispo auxiliar de Madrid, cuando afirmaba en una intervención: «Los caminos de la fidelidad son siempre y necesa­riamente caminos de creatividad... Hemos de tener muy en cuen­ta que la crisis actual del sacerdocio no podrá solucionarse recu­rriendo a una teología de la cual ha surgido en buena parte esa crisis». Este español culpaba en cierto sentido a la teología tradi­cional de la crisis de identidad del sacerdote. Por otra parte, mon­señor Anthony Padiyara, obispo de Kerala, expresaba la opinión contraria: «La crisis actual hay que atribuirla, al menos en parte, a la actividad incesante de los escritores y teólogos que enuncian por su cuenta y riesgo afirmaciones dogmáticas con muy poco respeto frente al magisterio y la antigua tradición eclesial». Se reflejaba así en el sínodo la polarización o endurecimiento de las diferentes opiniones dentro de la comunidad eclesial.

Se pudieron escuchar en el aula sinodal afirmaciones diametral-mente opuestas. Baste citar algunos de los muchos ejemplos. Por un lado: existe entre nuestros sacerdotes una tendencia clara a comprometerse en cuestiones puramente político-sociales, que quieren ser la consecuencia de su compromiso por el evangelio (R. Fr. Primatesta, obispo argentino); por otro: «La crisis del sacerdote consiste en que resulta imposible reconocer en el evan­gelio la integración de los movimientos de liberación humana y social» (E. Pironio, también obispo argentino).

Por un lado: «La sociología y la psicología han ocupado el puesto de la gracia y la oración, y en el espacio que debe ocupar la pureza profunda se sitúa la impureza pseudocientífica del psico­análisis» (cardenal A. delPAcqua, quien leyó además, entre aplau­sos, un fragmento de una carta escrita por un profesor italiano de instituto); por otro: muchas intervenciones se quejaban de que el esquema sinodal hablaba en términos despectivos y de rechazo

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sobre la contribución que las ciencias humanas pueden ofrecer al tratamiento pastoral del problema de los sacerdotes.

Por un lado: «¿No tenemos también nosotros los obispos una parte de culpa en la crisis de identidad de nuestros sacerdotes?» (A. Lorscheider, obispo brasileño; cardenal Alfrink, de los Países Bajos); por otro: «La contestación de ciertos sacerdotes hace im­posible la dirección episcopal» (A. Baroni, obispo sudanés).

Por un lado: remitiéndose al canon 132, § 1, y canon 1072, una voz aislada reprochaba a Pablo VI que concediera demasiadas dispensas a sacerdotes que querían casarse (Y. Ijjas, Hungría); por otro: también se reprochó (casualmente) al papa porque se tacha de renegados y de infieles a los sacerdotes que se casan (entre otros, el general de los Padres Blancos, Th. van Asten), en lugar de tratarlos con amor y justicia y considerarlos, como mí­nimo, miembros completamente insertos en las comunidades cris­tianas (episcopados de Canadá y de Francia y otros muchos obis­pos); habría que pensar incluso hasta qué punto sería posible reintegrarlos en el trabajo pastoral, habida cuenta de su anterior ex­periencia en el ministerio (episcopado de Canadá, sobre todo).

Esta breve visión panorámica bastará para hacerse una idea de la polarización reflejada en el sínodo. Este hecho tuvo consecuen­cias importantes a la hora de tomar una decisión, sobre todo si se tiene en cuenta que, según el reglamento que lo rige, el sínodo debe transmitir al papa un juicio sobre los temas propuestos y tiende lógicamente a obtener el más alto grado de unanimidad posible. Y ésta parecía ser de hecho la meta también en esta oca­sión. Que el sínodo decida recomendar algo al papa tiene tal peso moral ante la opinión pública que es muy difícil que el papa haga caso omiso de esa recomendación (aunque de hecho pueda hacerlo teóricamente). Es lógico que cuanto más amplia sea la unanimidad sobre un tema, más fácil será que las conclusiones del sínodo sean confirmadas por el papa. Pero, dada la polarización del sínodo de 1971, y debido al mecanismo a que nos hemos referido, sólo fue posible obtener un juicio unánime renunciando a tomar decisiones audaces en el terreno pastoral. El sínodo se convirtió así instítu-cionalmente y de forma lógica en una palabra vacía, en un enorme denominador común que, mirabile dictu, se mantuvo (al menos en los grupos lingüísticos) por debajo de lo que el mismo papa, a

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disgusto, pero con franqueza, había considerado posible en su carta de febrero de 1970 al cardenal Villot. El Sínodo de 1971 fue así más papista que el papa.

El sínodo tuvo que renunciar al objetivo que se había pro­puesto: lograr unanimidad o, al menos, una perspectiva central uniforme. En otras palabras: el sínodo fracasó porque intentó dar una respuesta general uniforme a problemas que presentan mati­ces completamente diversos en las distintas iglesias locales. Sólo una minoría de los padres sinodales pensó en una posibilidad com­pletamente distinta: aceptar con valentía que, dadas las grandes diferencias locales y la polarización y variedad de criterios, el re­conocimiento de las competencias pastorales de las iglesias locales, con sus respectivas conferencias episcopales, era la exigencia pas­toral más urgente de nuestra época3. Ya en el anterior sínodo, extraordinario, se había abierto el camino a una solución plura­lista de los problemas de la Iglesia y a una aplicación del prin­cipio de subsidiariedad en el terreno pastoral. Dicho sínodo había hecho afirmaciones mucho más esperanzadoras que el mismo Va­ticano II . Esta posibilidad pastoral se apoya además teológica­mente en el ordenamiento eclesiástico que concede en principio a los obispos diocesanos todas las facultades necesarias en orden a una asistencia pastoral efectiva de la comunidad que le ha sido encomendada. El único límite de esta potestad episcopal es la so­lidaridad colegial con el bien de la Iglesia universal (una idea que es exacta, pero que en ningún caso puede conducir a sacrificar las iglesias locales concretas en favor de un «bien común» abstracto).

Es muy posible que la historia juzgue esta falta de valentía del sínodo como su «gran negativa» y, por tanto, su gran fracaso. Es muy posible que monseñor Damert Bellido, obispo peruano, se diera cuenta de ello cuando, refiriéndose al sacerdocio, afirmó en

3 El patriarca Máximos V Hakim, sucesor del Máximos IV del Vati­cano II, lo afirmó en forma clara y tajante en una intervención en el síno­do: «Para nosotros, querámoslo o no, debido a la extensión geográfica de la cristiandad, al fin de la era colonial y al despertar de los legítimos nacio­nalismos, ha pasado definitivamente el tiempo de una Iglesia idéntica y ni­velada. Hemos entrado en la era de las Iglesias locales, cuya variedad redunda en hermosura y cuya unidad en torno al sucesor de Pedro no es ni puede ser ya uniformidad».

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una intervención sinodal: «Todo intento de transformar una infra­estructura (es decir, el sacerdocio) dentro de una macroestructura (la Iglesia), sin transformar esta última, es una utopía». Tal vez hubiera sido bueno que dijera más exactamente: una ideología. Nadie, ni en el aula del sínodo ni en la prensa, hizo caso de esta afirmación, que, a pesar de ello, daba en el nudo gordiano de todo el problema y emitía un veredicto profético sobre los dudosos resultados del sínodo. El abad primado de la confederación de benedictinos llegaba por ello demasiado tarde cuando invitó a frenar de una vez los esfuerzos de aggiornamento y, en lugar de intentar que la Iglesia se acomodara al mundo, hacer que la Igle­sia asumiera «la dirección» en cuanto Iglesia y se enfrentara críti­camente al mundo4. El sínodo había decidido ya prácticamente no poner en práctica el programa de aggiornamento del papa Juan XXIII y se veía condenado institucionalmente a una tarea de restauración preconciliar. Intentaré precisar algo más esta afir­mación sobre la base de ciertos puntos del sínodo.

Llama la atención que algunos conservadores pensaran incluso que el documento oficial de trabajo era demasiado moderno y teológicamente poco claro. Invocaban el Concilio de Trento para demostrar que el esquema no recalcaba suficientemente el carácter ontológico y sagrado del sacerdocio. Como consecuencia de este interés ontológico se pidió que se definiera más exactamente la «diferencia esencial» (Vaticano II) entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. Este interés se convirtió en una obsesión para muchos obispos, sobre todo cuando se apercibieron de que incluso otros miembros del sínodo pensaban que para indicar cuál era la intención del Vaticano II bastaba una diferencia funcional. Que algunas comunidades de base negaran teórica y prácticamente incluso esa diferencia funcional llevó a muchos obispos a refu­giarse llenos de pánico en concepciones preconciliares. Todo ello hizo que se volviera a k unilateralidad conceptual del Tridentino, expresada en la vinculación exclusiva del elemento distintivo del sacerdocio ministerial con la eucaristía y la confesión. Se pres­cindió así totalmente de aquella perspectiva esencial más vasta

4 «Ya es hora de que dejemos de preocuparnos por adaptarnos al mundo (lo que se ha dado en llamar aggiornamento). Es hora de que, siguiendo a Cristo, guiemos a los demás.»

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desde la que había contemplado el sacerdocio el Vaticano II . Pero, a pesar de esa estrechez de perspectivas, no hay que

perder de vista el total desplazamiento del problema del sacerdo­cio que, frente a lo que había ocurrido en el Vaticano II , se pro­dujo claramente en el sínodo. Frente a la acentuación exclusiva de la actividad sagrada, es decir, sacramental, del sacerdote en el marco del culto, típica del Concilio de Trento, el Vaticano II puso todo su interés en revalorizar la imagen del sacerdote como predicador de la palabra y propulsor o guía de la edificación de la comunidad desde su condición de dirigente de la misma. Frente a ello, el sínodo denomina aquella actividad (predicación, edifica­ción y dirección de la comunidad, así como la administración de los sacramentos) actividad sagrada del sacerdote, pero distinguién­dola ahora tanto del compromiso político-social del mismo como de la eventual profesión civil que pueda ejercer. Se manifiesta así con claridad el contexto tan diferente que rodeó al sínodo y al Vaticano II ; las perspectivas del primero aparecen como un claro reflejo de la evolución seguida por la praxis sacerdotal en la época posconciliar, sobre todo en el seno de las comunidades críticas, muchas comunidades de base y muchos sacerdotes a título indi­vidual.

Esta nueva praxis del ministerio dominó de hecho —se dijera o no se dijera expresamente— todos los debates sinodales sobre el sacerdocio. Muchos obispos revelaban una evidente compren­sión frente a los nuevos acentos; en otros podía observarse una tendencia claramente restauradora y preconciliar, consecuencia de la reacción «ante tantos sacerdotes irritantes, teólogos viajeros y los medios de comunicación social» (las tres causas de la crisis sacerdotal, en opinión de muchos obispos). La situación concreta de los sacerdotes llevó a algunos obispos a considerar que la dife­rencia esencial entre sacerdotes y laicos debía ser el tema funda­mental del sínodo. Frente a ello se prestó mucha menos atención al Nuevo Testamento a la hora de deducir límites claros y reco­nocer las peculiaridades del carisma y el servicio de cada uno de los cristianos. Lo que quería en realidad buena parte de los pa­dres sinodales era definir a priori, delimitar las cosas con precisión para poder disponer así de una especie de varita mágica que re­solviera todos los problemas: el del compromiso político, la cues-

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tión de la profesión civil del sacerdote, el problema del celiba­to, etc.

Quien analice con atención las intervenciones sinodales perci­birá fácilmente en todas ellas una problemática idéntica: el temor a que se identifique la buena noticia de la Biblia con tendencias de liberación político-sociales, críticas e incluso revolucionarias. Temor a vincular la identidad cristiana con la integridad y libera­ción humanas. Es cierto que existe en nuestra época una tentación manifiesta a reducir el evangelio y el mensaje salvífico cristiano de liberación a un simple problema de cambio de estructuras sociopolíticas. Pero las reacciones provocadas por el miedo no suelen ser buenas y amenazan con convertirse en un pretexto para ocultar la necesidad de que se produzcan esos cambios. Re­sulta de hecho muy difícil distinguir en las ideas de los padres sinodales estos dos problemas que ocuparon al sínodo: sacerdocio y justicia en el mundo. De ahí que la imposibilidad de situarse en una perspectiva pastoral razonable en relación con el primero o el segundo de estos problemas condujo al fracaso a la hora de tomar decisiones razonables al respecto. Los obispos que no desean re­nunciar al statu quo social de que gozan en sus respectivos países se manifestaron favorables a una Iglesia apolítica y se defendieron contra una politización activa de la actividad pastoral. Los que se habían comprometido frente a cualquier dictadura personal o po­der institucional se refirieron con marcados acentos a la relevancia política de la fe.

La línea conservadora, la denominada línea apolítica, recibió un fuerte apoyo cuando el cardenal Hoffner, ante la admiración de otros muchos obispos, avanzó la tesis de que no está demos­trado que la liberación de las alienaciones sociales y políticas pue­da ser considerada «elemento integrante» de la salvación cristiana. Dicho sin rodeos: o la Iglesia no tiene por qué preocuparse del sufrimiento que pueden causar a los hombres ciertas instituciones o estructuras (ésta no puede ser la meta de un cristiano), o la Iglesia ejerce una función de terapéutica social en relación con aquellos que soportan tales sufrimientos, pero que, precisamente debido a su condición de comunidad cristiana, no tiene por qué preocuparse de las estructuras que los provocan. Es indudable que

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resulta difícil precisar y localizar con mayor concreción los tér­minos de una definición de las relaciones entre salvación o reden­ción cristiana y liberación del hombre. Pero una salvación y una redención que no se manifiesten en dimensiones históricas entre los hombres son, a mi entender, expresión pura de sobrenatura-lismo o ideología. La constitución Gaudium et spes había afirma­do ya que tanto la renovación de las mentalidades como las refor­mas sociales de las estructuras son una exigencia cristiana (n.° 26).

Las afirmaciones que establecían una división entre el proceso de humanización y la extensión del reino de Dios encontraron tal oposición entre los padres conciliares, que para poder seguir sos­teniendo esa división habría que cambiar en último término un texto esencial de la constitución Gaudium et spes. Ocurre, en efecto, que en la medida en que aquel proceso constituya un mo­mento de la solicitud por los otros hombres, de la caritas cris­tiana, no es posible distinguir exactamente el compromiso en favor de un futuro humano mejor y más justo de la única cosa necesa­ria: la gloria de Dios tal y como se manifiesta en los hombres de carne y hueso (cf. GS 39)5 .

Es evidente que la intervención del cardenal Hoffner abandona el nivel que había alcanzado el Vaticano II y revela una tenden­cia restauradora. No sería nada difícil demostrar que en el sínodo había más de una de estas tendencias preconciliares. De lo cual se deduce que el Vaticano II no había sido siquiera «recibido» (en el sentido técnico de la palabra receptus). Con intervenciones

5 Precisamente para poder hacer justicia a este aspecto, el texto defini­tivo contiene el siguiente inciso: «En la medida en que este proceso terreno contribuya a un mejor ordenamiento de la sociedad» (cf. la «Expensio mo-dorum», en el cap. 3 de la constitución Gaudium et spes, 1." parte). El texto definitivo es el siguiente: «A pesar de ello, la esperanza en una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien estimular, la solicitud por la trans­formación de esta tierra, en la que el cuerpo creciente de la nueva familia de los hombres aparece como un esbozo del mundo futuro. Por ello, el pro­greso humano, aun cuando se debe distinguir cuidadosamente del crecimiento del reino de Cristo, tiene una gran importancia para el reino de Dios, en tanto que puede contribuir a un ordenamiento mejor de la sociedad huma­na» (Gaudium et spes 39). No estaría mal que en el orden del día de un sínodo se dedicara media hora diaria a una lectio divina de los documentos del Vaticano II.

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como éstas, y otras que adoptaron esa misma línea, buena parte de los miembros del sínodo rompieron los lazos de solidaridad con aquellas realidades con las que muchos sacerdotes, sobre todo jóvenes, se sienten solidarios en razón de su solicitud en favor de los hombres y de su función profética como sacerdotes. Es difícil imaginar una ruptura más tajante entre esa tendencia preconciliar que tan fuerte se advirtió en el sínodo y aquello que constituye una realidad viva para muchos sacerdotes. Una teología insegura, que volvió a replegarse en los moldes anteriores al Vaticano II , se alzó en este caso con la victoria frente a una preocupación pas­toral, que, sin duda alguna, supone ciertos riesgos, pero que no se cierra por miedo a posibilidades de futuro tan esperanzadoras.

Esta renuncia a intenciones pastorales en beneficio de «prin­cipios abstractos» se manifestó con toda claridad en el tratamiento del tema de la ordenación de hombres casados. Apoyándose en las intervenciones realizadas en nombre de las respectivas conferen­cias episcopales, se puede concluir que la mitad, por no decir la mayoría de los obispos de todo el mundo, consideraba la ordena­ción de hombres casados como una necesidad pastoral (sean cuales fueran los motivos aducidos en los distintos casos). Pero cuando el cardenal irlandés Conway aludió al peligro de escalada, ya que la ordenación de hombres casados abriría una brecha en la Iglesia latina y se convertiría en realidad en el «principio del fin», mu­chos obispos parecieron asaltados por una conmoción general. El principio de escalada apareció desde entonces decenas de veces en las discusiones. Pero fue, sobre todo, cuando el cardenal Seper afirmó que tal escalada era de hecho intencionada y que para mu­chos obispos la «ordenación de casados» constituía sólo un pre­texto para poder llegar indirectamente, y pasada una generación, al celibato facultativo, al darse cuenta de que se cerraba la puerta a esta esperanza mínima.

Frente a la amenaza de escalada se estrellaron los informes apremiantes de muchos obispos en nombre de toda una conferen­cia episcopal, en los que se afirmaba que, sin la posibilidad de ordenar a los «dirigentes naturales» de comunidades ya casados, se verían abocados a un callejón sin salida. El mismo hecho de que nueve padres sinodales exigieran (en nombre de sus confe­rencias episcopales) con idéntico apremio la separación de minis-

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terio y celibato y se declararan, por tanto, a favor de un celibato facultativo o, al menos, de la posibilidad de que existieran dos tipos de sacerdotes —casados y célibes—, fue una de las causas de que de la disponibilidad inicial a que se ordenaran hombres casados por razón de necesidades pastorales en aquellos lugares don­de esto aparecía como un imperativo pastoral, se pasara al non possumus proclamado por algunos: ni puede ni debe ser. El car­denal Alfrink había previsto este mecanismo socio-psicológico y por ello se mantuvo muy modesto en sus peticiones pastorales. Un obispo, en cuyas intervenciones habían estado siempre presen­tes las de Alfrink, afirmó en una de ellas: «Un padre sinodal, invocando la colegialidad, ha pedido que no se cierre la puerta. En nombre de la misma colegialidad permítaseme pedir que esa puerta no se abra» 6.

Es interesante constatar que durante el sínodo nadie se fijó en el carácter especial que tiene el celibato como carisma. Todo lo contrario. Es cierto que sólo dos miembros del sínodo cuestio­naron la ley del celibato apoyándose en la libertad humana (el patriarca Meouchi y el portavoz de la Conferencia Episcopal del Paraguay representaron la línea más progresista en el sínodo)7; pero ni siquiera los obispos considerados progresistas fueron tan lejos. En lugar de hablar de la ley del celibato manifestaron cier­ta preferencia por referirse al celibato como a un principio de se­lección para la admisión normal en el sacerdocio8. A pesar de que

6 Se trata de monseñor A. Tórtolo (Argentina). 7 «Es necesario que el celibato sea abrazado con una decisión libre,

teniendo muy en cuenta la dignidad de la persona humana, 'pues los hom­bres tienen hoy de la libertad humana un sentido más agudo que nunca' (Gaudium et spes 4). Tal es también la opinión de la mayor parte de nues­tro clero, según se desprende de las encuestas» (monseñor Felipe Santiago Benítez, Paraguay).

8 No se habla expresamente del «principio de selección», pero las inter­venciones se refieren claramente a él. La formulación más clara en este sen­tido fue la del obispo de Metz, monseñor P. J. Schmitt, quien hablaba en nombre de la Conferencia Episcopal francesa: «En virtud de la unión per­sonal del sacerdote a Jesucristo y de su consagración a la misión, llamare­mos al sacerdocio presbiteral a quienes, por la gracia de Dios, están dis­puestos a esa entrega total que es el celibato, consagrado según el espíritu del evangelio. De ahí que nos sintamos obligados, con todo el pueblo de Dios, a ofrecerles las condiciones humanas, espirituales y apostólicas de un

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esta forma de hablar no se traduce en cambios prácticos, la ex­presión «principio de selección» es menos susceptible de críticas que la ley del celibato unida al ministerio sacerdotal. Al mismo tiempo, dando por supuesto este principio general de selección (debido a una relación intrínseca entre ministerio y celibato), al­gunos deseaban que se concediera la ordenación también a hom­bres casados, no como dispensa de una regla general o por motivo de necesidades pastorales urgentes, sino por razones intrínsecas, es decir, porque la acción pastoral de los sacerdotes célibes tiene un valor peculiar y porque determinadas tareas pastorales exigen por su propia naturaleza sacerdotes casados (los obispos canadien­ses aludieron, a modo de ejemplo, a la pastoral estudiantil; en la misma línea se orientaron las intervenciones de monseñor J. Gran, en nombre del episcopado escandinavo; del obispo J. Weber, en nombre del episcopado austríaco; del cardenal Ma-lula, en nombre del episcopado del Zaire [Congo-Kinsasa]; del obispo P. Kw. Sarpong, en nombre del episcopado de Ghana, y del obispo Sam Cárter SJ, en una enérgica intervención, en nom­bre del episcopado de las Antillas). Prescindiendo del tono más circunspecto, ésta era la tendencia virtual de las intervenciones del cardenal Suenens, del cardenal Alfrink y del general W. Goossens.

El episcopado alemán, por el contrario, opinaba desde el prin­cipio que los diáconos (casados) son los dirigentes más idóneos de las comunidades más pequeñas, las llamadas comunidades de base; pensaban además que para responder a las necesidades pastorales que se presentan, al menos en las circunstancias actuales, podrían servir los colaboradores pastorales, hombres y mujeres; sólo cuan­do se tenga una amplia experiencia en este sentido, se haya lle­vado a cabo una redistribución de los sacerdotes disponibles y se haya logrado diferenciar algo más los servicios pastorales de hom­bres y mujeres podrá tomarse en consideración el tema de la orde­nación de casados; y esto sólo en el caso de que los elementos indicados no representen de hecho una ayuda pastoral efectiva.

ministerio que responda al don de toda su vida». Esto es, evidentemente, un abandono de la obligación del celibato para quien quiere ser sacerdote, pero al mismo tiempo significa que el carisma del celibato ya existente y aceptado libremente es considerado por la jerarquía como un principio de selección a la hora de elegir sus sacerdotes. Como se ve, el espíritu es otro.

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Esta fue la tesis que asumieron la mayoría de los grupos de tra­bajo.

No se puede negar que todo esto tiene un cierto sentido. Pero es un sentido mínimo dentro de un principio apriorístico no dis­cutido: no abrir una brecha en la tradicional disciplina de la Igle­sia occidental sobre el celibato. De este modo, el signo se man­tuvo formalmente como «signo» (aun cuando no funcione como tal en la práctica). Con razón afirmaba monseñor S. Cárter, obispo de Jamaica, hablando en nombre de la Conferencia Episcopal de las Antillas, que si se quiere que el sacerdote célibe sea de hecho un signo real junto a los sacerdotes célibes, tendría que haber también sacerdotes casados. A pesar de todas las sutilezas a que se pueda recurrir (especialmente la de afirmar que no se obliga a nadie a ser sacerdote), la vinculación del celibato con el sacer­docio en cuanto norma obligatoria es, a los ojos del mundo y des­de un punto de vista psicológico, un celibato no voluntario, y con ello pierde toda su fuerza como signo. El obispo de Oslo, J. Gran, fue aún más lejos y llegó a afirmar: «Si hay que elegir entre tener un signo y tener sacerdotes, yo prefiero tener sacer­dotes». Sacrificar las necesidades y deseos pastorales en aras de un signo que, práctica y psicológicamente, no funciona como signo fue considerado por muchos obispos como pura ideología, un signo sospechoso.

Los resultados del sínodo ofrecen, por consiguiente, un pano­rama algo penoso. Las intervenciones de los obispos que hablaron en nombre de las respectivas conferencias episcopales ponen de manifiesto que, dadas las necesidades peculiares y los modelos culturales tan distintos de las iglesias locales, no es posible resol­ver el problema del celibato de manera uniforme y centralista, como se quiso hacer en el sínodo. Todos los hechos que hemos expuesto se orientaban en el sentido de reconocer colegialmente las necesidades particulares y los modelos culturales típicos de cada región, es decir, reconocer la responsabilidad y el ingenio pastoral de los obispos (de acuerdo con el papa) dentro de un área culturalmente homogénea. Este sentimiento fue ilustrado de modo muy sugestivo con el ejemplo de dos civilizaciones, social y cul­turalmente diferentes: Asia oriental y Ghana (África). El obispo P. Kw. Sarpong, hablando en nombre del episcopado de este país

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africano, afirmó que, según las ideas sociales de su pueblo, el dirigente (espiritual) de una comunidad debe estar casado, ya que para ellos el matrimonio es signo de madurez y de una posible capacidad de dirección. El obispo centroafricano J. Ndayen refirió la siguiente anécdota en el aula sinodal: había administrado la confirmación en un poblado africano; al despedirse, los confirma­dos le dirigieron un espontáneo «saludos a su mujer y a sus hi­jos». A esta anécdota añadió monseñor Ndayen el siguiente co­mentario: «Seuls les catéchistes souriaient. Pour les autres c'étaít chose tout a fait nórmale». Por parte del modelo cultural de Asia oriental, en el que el celibato constituía ya un valor entre los budistas antes de que llegara el cristianismo, el cardenal Parecattil de Querala, el obispo Ph. Nguyen-Kim-Diem, de Vietnam del Sur, y otros pudieron dar testimonio de que un dirigente espiritual, un hombre de Dios que no fuera soltero sería entre ellos algo así como un círculo cuadrado. Una solución pluralista del problema del celibato sacerdotal parecía imponerse como exigencia pastoral.

Pero, a pesar de ello, la mayoría de los padres sinodales no parece haberse inmutado ante esta evidencia. ¿Por qué? Un aná­lisis de las tendencias que pudieron detectarse en las intervencio­nes del sínodo permite descubrir cuatro motivos fundamentales que llevaron al sínodo a rechazar la ordenación de hombres casa­dos, a pesar del deseo de la mayor parte del episcopado universal:

1. Temor a una escalada en un doble sentido. Por una parte, a pesar de las necesidades pastorales («compartimos de corazón el sufrimiento de muchos obispos», declaró el grupo lingüístico italiano en su relación sobre las intervenciones), la ordenación de casados sería una brecha en la disciplina occidental sobre el celi­bato y un primer paso para el celibato facultativo y electivo. Por otro lado, autorizar la ordenación de casados tendría en algunas provincias eclesiásticas el efecto de una mancha de aceite (una «epidemia», decían algunos) cara a otras provincias. La autoriza­ción se convertiría además en una especie de presión socio-psico­lógica sobre los sacerdotes célibes.

2. Después de afirmar el cardenal Cooray, de Ceilán, que «el mejor momento para reparar el tejado no es cuando sopla el

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huracán», fueron muchos los que se refirieron al principio de que en una época de crisis no se deben emprender cambios funda­mentales.

3. La dirección eclesial se pondría en ridículo si, después de haber confirmado vigorosamente hacía sólo cinco años, en el Vati­cano II , la ley del celibato, revocara en un sínodo aquella decisión conciliar (argumento indicado por el mismo cardenal Cooray).

4. El principio de la total disponibilidad de los célibes, al que se refirió la mayoría de las intervenciones (que silenciaron, sin embargo, el «elemento de poder» unido a dicha disponibi­lidad).

Existen en todo ello elementos ciertos. El cardenal Samoré pudo apoyar de hecho sus argumentos en la escalada efectiva en el caso de la ordenación diaconal de casados. La constitución dog­mática Lumen gentium había abierto la posibilidad de ordenar diáconos a hombres casados (n. 29) cuando se tratara de per­sonas de edad madura y suficientemente probadas. En 1971, 25 conferencias episcopales solicitaron la autorización para orde­nar diáconos a hombres casados; aún hoy —continuaba el cardenal Samoré— se nos continúa pidiendo autorización para ordenar diáconos a hombres de treinta años e incluso más jóvenes. Por otra parte, hemos recibido ya solicitudes de diáconos casados, que han enviudado, en las que piden la dispensa para poder contraer un nuevo matrimonio.

A pesar de la verdad de todo esto, podemos preguntarnos: ¿de dónde nace ese temor a la escalada? Es cierto que se puede caer fácilmente en la palabrería si por mucho que se exalte teó­ricamente el carisma del celibato no hay nadie que quiera aceptar ese ideal como forma de vida; los discursos sobre el valor del carisma del celibato no tendrían en ese caso credibilidad alguna. Pero, por otra parte, no parece que se confíe demasiado en lo que se denomina ideal del sacerdote célibe cuando se quiere reducir el peligro de escalada recurriendo a una prohibición legal. Es más, por mucha energía que se quiera poner en mantener íntegra dicha ley, el celibato perderá aún más grados de credibilidad si la ley

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que prohibe el matrimonio a los sacerdotes no va acompañada de una mayor disponibilidad evangélica en la pobreza, la renuncia al poder y a los timbres de gloria; una mayor disponibilidad de en­trega a los hombres. El general Th. van Asten, y con él algunos grupos del sínodo, consideraron, en efecto, que todo esto consti­tuía un elemento esencial del celibato religioso. ¿Qué sentido tiene el celibato en una Iglesia en la que se lucha por los hono­res, la riqueza y una confortable vida burguesa? Es verdad que tampoco la Iglesia oficial aprueba este estado de cosas; pero tam­bién lo es que son toleradas con mucha condescendencia, y cuan­do se producen no provocan la renuncia obligatoria al ministerio desempeñado. «¿Qué sentido tiene el testimonio de un célibe consagrado a Dios ante alguien que no ha renunciado ni a las riquezas ni a la am­bición ni a los honores? El cuidado de los niños y el cariño de una mujer, ¿serían más peligrosos para un sacerdote que el afán de riquezas y los vapores de incienso? ¿Por qué esta curiosa in­dulgencia ante la ambición, los honores y la riqueza... y tal seve­ridad en relación con el matrimonio?» (palabras del general Th. van Asten en su intervención en el aula sinodal).

La destitución obligatoria del ministerio desempeñado sólo se produce cuando no se cumple la ley del celibato, pero no cuando un sacerdote o un obispo están a la caza de puestos mejores. ¿Por qué? Con otras palabras: ¿por qué esta energía para evitar la es­calada que, para aquel que sigue nadando entre dos aguas, traerá consigo hasta cierto punto la ordenación sacerdotal de hombres casados? ¿Por qué no considerar también el aspecto positivo de una cierta escalada, como dijo el obispo de Jamaica, monseñor Sam. Cárter? A los ojos del mundo, todos los sacerdotes son sos­pechosos de un callado «querer y no poder casarse», lo cual con­tribuye a reducir el valor de un celibato vivido con espíritu autén­ticamente evangélico.

Un análisis cronológico de las intervenciones que se fueron sucediendo en el aula sinodal evidencia que estos cuatro motivos llevaron al sínodo a tomar decisiones conservadoras y pastoral-mente inadecuadas. El temor a la conmoción, más que una autén­tica solicitud pastoral (e incluso más que una auténtica solicitud por el celibato), hizo que, frente a la opinión del cincuenta

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por ciento, al menos, del episcopado mundial, la mayoría de los padres sinodales cerrara sus ojos a las exigencias pastorales.

A esta actitud no es ajena una cierta ideología. Hay que pen­sar, ante todo, que algunos de los que consideraban que el celi­bato se debía mantener a toda costa, concedieron en sus inter­venciones que los argumentos utilizados hasta ahora para apoyar el celibato sacerdotal no son convincentes, y no lo son, sobre todo, para los jóvenes. A pesar de su apoyo al principio del celibato, que se debía mantener a toda costa y que a priori no se debía someter a discusión (es decir, a pesar de apoyar un principio «no motivado»), los defensores de esta ley invitaron a los teólogos a elaborar otros motivos mejores que los ofrecidos hasta ahora. Un padre sinodal decía sin más ambages: «Si no urgimos el ca-risma del celibato mediante una ley, quedará reducido a nada»9, lo cual equivale a declarar en bancarrota el mismo ideal del celi­bato y es, además, un indicio claro de que tras estas declaraciones se ocultaban otros motivos.

El factor ideológico, por otra parte, tuvo cierta importancia a otros niveles. Cuando se sometió a discusión la parte doctrinal, muchos obispos se obsesionaron, como hemos dicho, con la ne­cesidad de establecer una diferencia esencial entre las actividades propiamente sacerdotales y todo aquello que los laicos pueden y deben hacer en el terreno pastoral. Pero cuando se comenzó a ha­blar del celibato en la parte pastoral, esos mismos obispos, dis­puestos a mantener a toda costa la ley del celibato, se mostraron incondicionalmente favorables a otorgar funciones pastorales a los laicos, tanto si se trataba de hombres como, inesperadamente, de mujeres: dada la escasez de sacerdotes célibes había que permitir que los laicos ejercieran la mayor cantidad posible de servicios ministeriales. Un cardenal, que en la discusión de la parte doctri­nal se mostró muy solícito en subrayar el elemento peculiar de la

' «Así. que no se deje el carisma del celibato al arbitrio de cada uno. Correría demasiados riesgos» (monseñor B. Oguki-Atakpah, de Togo). Uno de sus argumentos era el siguiente: «En todo caso, todavía no me han mostrado aquí en Roma el sepulcro de la mujer de Pedro o de Pablo», hecho que para él era una indicación providencial en favor del celibato sacerdotal. Soy consciente de que estos «argumentos» tienen carácter «hu­morístico», pero denuncian la «ideología» que se esconde tras ellos.

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predicación realizada por los sacerdotes, afirmaba luego inespera­damente en la discusión de la parte práctica: «Y, por último, no han sido sacerdotes, sino laicos, los que han extendido el Islam en buena parte del mundo». Por otra parte, los laicos casados que se dedican de suyo a una actividad civil poseían ahora repen­tinamente aquella disponibilidad que, lógicamente, se había nega­do a los sacerdotes casados y se consideraba una exclusiva de los sacerdotes célibes. Todo esto pone en entredicho la credibilidad del sínodo.

No me he referido hasta ahora a las ideas tan poco matizadas manifestadas por muchos padres sinodales sobre el tema de la sexualidad. Un obispo no se preocupó absolutamente de ocultar su ideología en este punto: contra el coro unánime de los padres sinodales, que, sobre todo cuando se manifestaron favorables a que existiera libertad en el tema del celibato y de la ordenación de casados y acentuaron, como por principio, la relación intrínseca y existencial (aunque no unidad esencial) entre celibato y sacerdo­cio, el mencionado obispo invitó a sus hermanos en el episcopado a no insistir demasiado en dicha relación, pues, según él, «esta in­sistencia podría traer consigo que muchos pensaran que existe tam­bién una relación entre el matrimonio y el sacerdocio» (monseñor V. Mensah, obispo de Dahomey). Otro padre sinodal había estable­cido ya, en efecto, esa temida relación (monseñor M. Hermaniuk).

Se puede hablar incluso de una cierta doblez (al menos obje­tiva) tanto en el caso de muchos obispos conservadores, que silen­ciaron la situación real de sus diócesis, como en el de algunos obispos pastoralmente abiertos. El cardenal Conway, de Irlanda, se refirió a esta situación cuando afirmó: «Hay obispos que se manifiestan favorables a separar sacerdocio y celibato, pero dan la impresión de desear añadir: non nobis, Domine, non nobis, sino en aquellos países en que sea necesario». Es cierto que al comportarse así, muchos obispos expresaban de este modo su soli­citud colegial por la situación de otras provincias eclesiásticas. Pero en ciertos casos, y debido a la situación en otras áreas geo­gráficas de todos conocidas, se trataba de hecho, al menos objeti­vamente, de una doblez nacida del miedo de quedar mal ante los blancos. Lógico. El cardenal Seper, que por el puesto que ocupaba

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en la curia disponía de la mejor información sobre la situación real en las distintas partes del mundo, dijo bruscamente: «Mi opinión sobre la praxis concreta del celibato no es muy optimista». Y aña­dió: «Tampoco sobre la praxis del matrimonio». Y, como si se tratara de una consecuencia lógica, concluía: «Así pues, hay que mantener absolutamente el celibato».

Es evidente que en una época supersexualizada es preciso tener en cuenta la explotación comercial del sexo y del amor, así como la presión que estos hechos provocan en los candidatos al sacer­docio. El sínodo hubiera podido hacer alguna declaración inteli­gente y crítica sobre este punto. Pero muchos padres tenían una idea preconciliar del matrimonio: para ellos éste era únicamente un medio para la procreación y puro sexo10. Sobre los ministros casados dijeron cosas que sonaban como auténticas bofetadas a los pastores protestantes casados. Para apoyar su postura de no precipitarse en el tema de la ordenación de casados, muchos afir­maban: «En Occidente no tenemos experiencia de sacerdotes ca­sados». Hay que decir ante todo que esta afirmación es falsa en relación con la Iglesia católica occidental, pues de hecho hay ya cantidad de casos de sacerdotes casados (párrocos protestantes convertidos que, con autorización papal, han recibido la ordena­ción sacerdotal). Pero, además, contamos con la experiencia secu­lar de los párrocos protestantes n. Si lo que se quería en (realidad era adoptar una decisión pastoral consciente sobre el problema de

0 «Da la impresión de que todo gira en torno a la sexualidad, so pre­texto de que el matrimonio es un gran sacramento» (monseñor Oguki-Atakpah, de Togo).

11 Monseñor J. Gran, que vive entre párrocos luteranos casados, ofreció el siguiente testimonio: «En Escandinavia, donde casi todo el mundo es luterano, los ministros son normalmente casados. Raramente se registran divorcios, separaciones o cosas parecidas. La mayoría de los pastores tiene una auténtica espiritualidad, no inferior a la de nuestros sacerdotes católi­cos. Además suelen tener una madurez que procede sin duda de su respon­sabilidad familiar. Sus mujeres forman realmente parte de su vocación». A pesar de que estas afirmaciones fueron hechas en una de las primeras intervenciones sobre la «parte práctica», después de ella muchos obispos presentaron el siguiente panorama marcado de tetricismo (en el caso de que se quisiera ordenar a hombres casados): divorcios, anticonceptivos, poliga­mia, hijos de sacerdotes que soportarían difícilmente que sus padres fueran sacerdotes o que podrían convertirse en bippies, nepotismo, etc.

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la ordenación sacerdotal de casados, bien fuera en sentido positivo o negativo (pues ambas posibilidades entraban en los planes de la agenda sinodal), ¿por qué no se invitó a observadores protestan­tes, como se había hecho en el Vaticano II? Sea cual fuera la decisión tomada, ésta hubiera tenido algo más de credibilidad. Por todo ello, uno se siente inclinado a afirmar a posteriori: las discusiones no condujeron a una solución aperturista sotire el tema porque, por las tazones que fueran, no se deseaba llegar a otro resultado a priori n.

Esto resta posibilidades a un diálogo (relativamente) abierto sobre el sínodo, aun cuando no es bueno minusvalorar las conse­cuencias de esa apertura. Ante el forum del mundo se ha revela­do con toda evidencia que es objetivamente oportuno que existan sacerdotes casados. Al menos esta apertura ante los medios de comunicación hay que anotarla en el haber del sínodo.

Hasta ahora me he referido ampliamente al problema del ce­libato. Mi actitud corresponde perfectamente a la situación real de lo ocurrido en el sínodo. El celibato fue realmente el test que permite comprobar si lo que animaba a esa asamblea era un inte­rés pastoral y ajeno a toda ideología y si lo que le interesaba era iluminar las implicaciones teórico-teológicas de la praxis pastoral o si lo que ocurrió fue más bien que una estricta «ortodoxia» mal entendida y una actitud timorata bloquearon una orientación va­liente en el terreno pastoral. Un obispo africano afirmaba: «Tam­bién el acto creador de Dios implicaba grandes riesgos» (monse­ñor J. Ndayen). Y añadió algo inaudito: «Si no aceptamos ahora ese riesgo, será mejor que dejemos de anunciar el evangelio y de bautizar; por mi parte, mañana mismo me iré a plantar coles». Según parece, algo más tarde llegó a afirmar que no había hecho un viaje de miles de kilómetros para interpretar en Roma un simple baile.

A pesar de todo, no se pueden minimizar las valiosas contri-

A pesar de que él mismo se manifestó absolutamente en favor del mantenimiento del celibato sacerdotal, monseñor J. Diraviam, arzobispo de Madhurai (India), pronunció estas palabras, dignas de ser tenidas en cuenta: «La decisión del sínodo será inaceptable, y el mismo sínodo no merecerá crédito alguno, si no se examina la cuestión con libertad y sin prejuicios; de lo contrario, parecería que la decisión ha sido tomada de antemano».

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buciones de las intervenciones episcopales en este sínodo. El epis­copado canadiense, por ejemplo, sirviéndose de la situación de privilegio que les concedía el hecho de estar representados por cuatro obispos (los belgas y los holandeses sólo pudieron inter­venir una sola vez, respectivamente, en cada uno de los temas dis­cutidos), distribuyeron las intervenciones entre sus cuatro repre­sentantes y pudieron ofrecer así una idea coherente sobre una pastor ale d'ensemble y sobre el problema del celibato; este simple hecho va más allá de lo que el sínodo ha podido aportar en sus conclusiones finales y en sus documentos de archivo.

Vale la pena señalar que, frente a lo ocurrido en el Vatica­no II , las discusiones sinodales aportaron en la cuestión del celi­bato dos elementos que supusieron un cierto paso adelante: uno oficial y otro psicológico. Cuando en el Vaticano II se quiso renovar la obligación de la ley del celibato, alrededor de 400 pa­dres propusieron que se añadiera el siguiente inciso: «al menos en las circunstancias actuales de la Iglesia». Esta sugerencia fue rechazada. En el sínodo fue aceptada por los grupos de discusión. La «primera posición», aceptada por los distintos grupos con dos tercios de los votos, rezaba, en efecto, como sigue: «Sobre la or­denación de casados. Aunque esta solución es teológicamente po­sible, no parece aconsejable ni necesaria en el momento actual de la Iglesia latina».

La no oportunidad de esta solución en el momento actual se apoyaba en el siguiente argumento: «Antes hay que efectuar una redistribución del clero, analizar los resultados de las posibilida­des del diaconado permanente y reflexionar, por último, sobre una posible distribución de los servicios y la diferenciación de los mismos mediante la participación de los laicos». Una pequeña mi­noría quiso eliminar la cláusula «en el momento actual de la Igle­sia latina», y esto significa que de hecho el sínodo contemplaba en los grupos lingüísticos únicamente el mantenimiento temporal de la ley del celibato. El Vaticano II no había ido tan lejos. Aun­que en proporciones mínimas, la temática de la escalada comenzó entonces a introducirse en los debates. A pesar de los pesares, la solicitud pastoral reflejada en las intervenciones tuvo sus reper­cusiones.

Pero hay además otro efecto, esta vez socio-psicológico. Los

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obispos pudieron hablar libremente del celibato, llegando a hacerlo con mayor amplitud que la consentida por la agenda sinodal. En ésta no aparecía, en efecto, el problema del celibato, sino sola­mente el tema de la ordenación de casados. Quien acusó al sínodo de haberse extralimitado en sus tareas no fue el papa, sino el cardenal Samoré 13. El papa, que asistía en silencio a las sesiones, dejó que los obispos traspasaran los límites fijados: nueve confe­rencias episcopales solicitaron con idéntica insistencia el «celibato facultativo». Sociológica y psicológicamente este hecho significó el «paso del Rubicón». Sin duda alguna, la temida escalada. Pero ¿cómo valorar este hecho? ¿Ponemos nuestra confianza en el Es­píritu de Dios y lo consideramos como una escalada pastoral, o nos dejamos llevar por el miedo y el pesimismo «ante un mundo malo» y lo vemos como una escalada de la pérdida del sentido de los valores y de las normas? Hay que admitir que en la tensa situación que vivimos no hay motivaciones que no sean puras y espurias al mismo tiempo; pero la fe cristiana, al querer solu­cionar con realismo los problemas, abarca ambas motivaciones y se siente animada por ello a adoptar soluciones valientes.

En cualquier caso hay que lamentar que al concentrar las dis­cusiones en el problema de la «ordenación sacerdotal de hombres casados», los padres sinodales olvidaran ocuparse de los proble­mas de procedimiento relacionados con las solicitudes de dispensa del celibato. Sólo algunos obispos aludieron a la burocracia, tan excesiva y molesta, y a la innecesaria centralización que existe relacionada con este problema. En un tono casi de tristeza y sin mostrar un ápice de comprensión al respecto, el obispo de Hong-Kong, monseñor Cheng-Ping-Hsu, pronunció un largo discurso sobre la forma tan desafortunada con que se procedía en este tema y concluyó con realismo asiático: «Cuando un hombre no encuentra sentido alguno a su ministerio sacerdotal o se considera en conciencia incapaz de continuar siendo sacerdote y ha decidido

13 Refiriéndose a la carta que el papa dirigió el 2 de febrero de 1970 al cardenal Villot, dijo el cardenal Samoré: «Estas palabras del Sumo Pon­tífice manifiestan claramente su voluntad, la cual excluye absolutamente toda discusión sobre el llamado celibato opcional... Por tanto, no se admite en este sínodo ninguna discusión sobre la readmisión al ministerio sacerdotal de quienes son reducidos al estado laical y contraen matrimonio».

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dejar el ministerio, ¿de qué sirve hacerle esperar un solo día?». En algunos casos se utilizó un lenguaje menos claro. Ocurre, en efecto, que la intención de muchos sacerdotes no es «abandonar el ministerio», sino casarse; la ley exige que en ese caso se les «retire» el ejercicio del ministerio. Esta es la situación jurídica, que en muchos casos tiene incluso efectos psicológicos. Son pocos los que quieren dejar de hecho el ministerio y, sin embargo, son muchos a los que se les ha concedido la dispensa para casarse; se trata de dos cosas totalmente distintas. El sínodo no discutió de forma satisfactoria estos puntos.

La idea del sínodo sobre el sacerdote quedó reflejada en la redacción final en diecinueve proposiciones, de las que el sínodo aceptó únicamente catorce, con la mayoría exigida (dos tercios de los votos). Es evidente que el texto definitivo sobre el compro­miso social y político y el que trataba de la ordenación de casados no satisficieron ni a la minoría ni a la mayoría y, por ello, no lograron obtener la mayoría de votos requerida. Por otra parte, la primera redacción del texto sobre la ordenación de casados era tan equívoca que tanto los conservadores como los progresistas lo rechazaron. Frente al uso del Vaticano II , la lista de enmiendas no fue repartida en un primer momento entre los padres sino­dales; sólo se repartió después de las protestas de algunos de ellos. A pesar de que no me encontraba ya en Roma en la última semana del sínodo, puedo acordarme de que en la última sesión del Vaticano II ocurrió algo parecido: se quería evitar la formu­lación propuesta por una determinada tendencia (que era enton­ces muy fuerte). En la última semana del sínodo reinó la misma falta de claridad.

La responsabilidad del carácter equívoco de la redacción final se la iban pasando unos a otros. El relator responsable de la parte pastoral del concepto de sacerdote se vio obligado a afirmar que «no tenía la culpa». La indignación alcanzó tal grado que, según parece, un obispo (monseñor Santos Ascarza, de Chile) dijo: «Hu­biera sido necesario someter a una discusión abierta el tema del celibato facultativo». De hecho, y de forma implícita, todo el sínodo estuvo centrado en este problema: confirmar la ley o intro­ducir una «apertura», fuera la que fuera. La presidencia llegó a

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admitir por fin, por boca del cardenal Muñoz Vega, que la redac­ción final que se había propuesto a los padres era equívoca. Y, por ello, para lograr mayor claridad, se deseaba dividir la pro­puesta en dos partes y someter a votación algunas proposiciones: 1) «Dando por supuestas las atribuciones del Santo Padre, ia ordenación de hombres casados no debe ser autorizada ni siquiera en casos especiales». 2) «Sólo el Santo Padre tiene el poder de autorizar la ordenación de hombres casados en casos especiales, por razones de necesidad pastoral o por el bien general de toda la Iglesia».

La primera propuesta no pudo obtener los dos tercios de los votos (sólo 107 de los 198 padres con derecho a voto se mani­festaron favorables a la misma, es decir, un 54 por 100). Lo mis­mo ocurrió con la segunda (87 a favor, dos abstenciones, dos votos nulos y el resto en contra). No parece que esta doble pro­puesta hubiera superado el carácter equívoco de la primera redac­ción. Por ello es típica la «tercera propuesta» presentada a los distintos grupos: «Considerada la escasez de sacerdotes en muchas comunidades, y teniendo en cuenta además otras razones pasto­rales y teológicas, que otorgan un cierto grado de conveniencia a esta nueva forma del servicio sacerdotal, parece oportuno poder aceptar que las conferencias episcopales, de acuerdo con el Santo Padre, procedan a ordenar hombres casados».

Como explicación de la doble propuesta presentada, monseñor Lorscheider, miembro de la comisión de enmiendas, dijo que la expresión «en casos especiales», que aparece en la primera pro­puesta, debe entenderse en el sentido de personas individuales (lo cual no deja de llamar la atención, ya que el papa viene haciéndolo desde hace mucho tiempo «en casos especiales»), mien­tras que en la segunda propuesta la misma expresión significa: en los casos de las iglesias locales; de ello se deduce que la tercera propuesta presentada a los grupos sinodales se hallaría incluida eventualmente, aunque con una fuerte tendencia centralista, en la doble propuesta final del sínodo.

Con todo, me parece aún más llamativo el hecho de que el inciso «en el momento actual de la Iglesia latina», que aparece en la primera propuesta y que, a pesar de la oposición de una pequeña minoría (conservadora), había sido aprobado en los gru-

Valoración del Sínodo 207

pos de discusión, desapareciera del todo en la redacción final. Se puede afirmar que en esa redacción nos encontramos con una nota praevia, sobreañadida (por los redactores finales), en la que se elimina simple y llanamente el referido inciso. Pero a pesar de que, siguiendo la línea del Vaticano II , el sínodo confirmó la ley del celibato, en sus conclusiones no hizo más que dar expre­sión oficial al malestar que existe entre los sacerdotes occidentales sobre la obligación del celibato. El resultado es mínimo, pero, por ello mismo, tanto más significativo: a pesar de una declara­ción general de principios, sólo un 54 por 100 de los padres sino­dales se opuso a introducir cualquier cambio en relación con la ley del celibato de los sacerdotes.

En la clausura del sínodo afirmó Pablo VI: «Concederemos a las conclusiones de los obispos el peso adecuado cuando haya que tomar decisiones para el bien de la Iglesia universal».

El sínodo de los obispos holandeses celebrado en enero de 1980 se limitó a confirmar las conclusiones del sínodo de obis­pos de 1971.

2. Valoración del Sínodo

En el tema del sacerdocio, el sínodo se sintió bloqueado de hecho por una herencia difícil, que no fue precisamente la doctrina ori­ginal del Concilio de Trento sobre el carácter sacerdotal, sino el modo en que esta doctrina fue aplicada en la vida de la Iglesia después de aquel concilio. Una interpretación poco clara de la doctrina del Tridentino hizo que el carácter se convirtiera en un elemento de separación entre los sacerdotes y el resto de la comu­nidad. El Vaticano II se refirió muy poco a este carácter. Su punto de partida fue el servicio sacerdotal que la misma comuni­dad cristiana espera que le sea prestado (Lumen gentium); y aña­dió en concreto: «un sacramento con el que los presbíteros... quedan sellados con un carácter especial» (decreto sobre el minis­terio de los sacerdotes, n. 2). En la época que siguió al con­cilio, el elemento central de la experiencia concreta de los sacerdo­tes lo ocupó su función dentro de la comunidad; esto hizo que el acento exagerado que el período postridentino había puesto en

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la cuestión del carácter fuera desapareciendo por sí mismo debido a la praxis concreta del ministerio. El sínodo representa una espe­cie de reacción frente a este proceso.

Pero esta reacción tiene un sentido doble que se debe a la ambigüedad de las ideas sobre el carácter, considerado además como dogma de fe. El tema del carácter había pasado a ser en la época postridentina el concepto central en relación con el minis­terio sacerdotal.

Sobre la base de su propia experiencia pastoral, muchos obis­pos se apercibieron durante el sínodo de que en torno a la cues­tión del carácter se había desarrollado toda una ideología. Pero, sin saber con exactitud lo que esto suponía, tuvieron el suficiente sentido cristiano para darse cuenta de que el Concilio de Trento tuvo que haber imaginado el carácter como una realidad llena de sentido. Esto hizo nacer la inseguridad entre los obispos «pasto-raimen te progresistas». Otros consideraron que la solución al pro­blema actual del sacerdocio sólo podía venir de una vuelta a lo que, según ellos, constituía la verdadera doctrina de Trento. Este hecho bloqueó la marcha del sínodo. Tres obispos afirmaron ape­sadumbrados durante las sesiones: ¿Puede esperarse de nosotros que demos un juicio sobre qué es exactamente el carácter y cuál era el contorno preciso del ministerio en la Iglesia primitiva?

Teniendo en cuenta la tradición de toda la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, ¿qué es el carácter sino el propio carisma del ministerio que, en nombre de la entera comunidad eclesial y bajo la invocación del Espíritu Santo, es implorado (me­diante la imposición de manos) sobre un creyente que desea dedi­carse al servicio ministerial dentro de la Iglesia? El cardenal Suenens acentuó con razón durante el sínodo el carácter pneuma-tológico del ministerio, como hicieron también muchos patriarcas orientales que, por no pertenecer al rito latino, desconocen la temática típicamente occidental del carácter. Por otra parte, resul­ta evidente que el carisma del ministerio se otorga en cuanto realización concreta de un servicio a la comunidad; un servicio que exige de hecho el compromiso personal absoluto de aquel que es llamado por esa «comunidad de Dios». Muchos sacerdotes, comprometidos en el servicio de la comunidad de creyentes y que no tienen problemas sobre la «doctrina del carácter», manifiestan

V'dioración del Sínodo 209

con ello que en la praxis concreta poseen un sentido más profun­do de lo que la tradición entiende por «carácter» que aquellos que, gozando de una especie de ordinatio absoluta, defienden teó­ricamente el «aspecto ontológico del carácter» sin saber de hecho cuál es su contenido exacto. Fue aquí donde se produjo el corto­circuito en los debates sinodales.

El sacerdote se halla «ligado» de hecho al «servicio» de sus hermanos y hermanas de la comunidad eclesial, es decir, al servi­cio de la misión que ésta ha recibido; pero este vínculo no nace de su propia decisión personal, sino de la comunidad y de un don carismático recibido de Dios que está por encima de la persona del propio sacerdote.

Si tenemos en cuenta que Dios y el hombre, Cristo y la comu­nidad cristiana —«cuerpo del Señor» y «templo del Espíritu San­to»— son realidades que, sin ser idénticas, se corresponden recí­procamente, no veremos la profesionalidad y el carisma como rea­lidades opuestas ni nos sentiremos obligados a postular otra reali­dad misteriosa y más profunda en la que resida la esencia del sacerdocio. Se busca el misterio donde no está, y con ello se pierde de vista el hecho de que el misterio de Dios se revela precisamente en las realidades humanas, simples y modestas, de la Iglesia como comunidad y del propio sacerdote; dicho de otro modo: se pierde de vista la profundidad del misterio y se trata de sustituirlo por una ideología. Esta ideología se eleva luego a la categoría de exponente de un cristianismo ortodoxo. De ese modo se acentúa inevitablemente la polarización de los creyentes.

¿No tenemos que alegrarnos entonces de que los sacerdotes jóvenes muestren una actitud cada vez más solidaria con los ma­yores, tanto en el mundo como en la Iglesia? ¿Es esto secula-rismo? O ¿no se trata más bien de ofrecer mediante la misma praxis (y a pesar de los riesgos que ello comporta) una prueba de que se entiende mejor el sacerdocio? Si el sínodo hubiera seguido esta vía, habría animado a no pocos sacerdotes a ofrecer una ima­gen del sacerdocio que hubiese supuesto una invitación auténtica para muchos jóvenes. Desaprovechar esta oportunidad supuso inevitables reacciones en las que se pierden tiempo y energías, que se restan a la tarea tan necesaria de la solicitud pastoral.

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210 El Sínodo de Obispos de 1971

El mismo procedimiento seguido en las tareas sinodales hace imposible una actitud de apertura cristiana y pastoral. Es cierto que no es fácil encontrar otro método de trabajo; pero el proce­dimiento empleado convierte al sínodo en una sucesión de núme­ros inconexos. No hay discusión. Se ofrecen argumentos, pero éstos ni se discuten ni son sometidos a un análisis que precise su verdadero valor. Un argumento esgrimido da pie muchas veces a conclusiones a las que no precede un análisis del valor de dicho argumento, que, aunque sea sólido, al no desarrollarlo, se esfuma fácilmente. Todo ello concede una posición casi omnipotente a la comisión redactora, que, aunque ligada a las intervenciones de los padres, puede determinar de forma decisiva la redacción final, sobre todo atendiendo o no —según los casos— a las opiniones de grupos minoritarios. Frente a lo ocurrido en el Vaticano II , un elemento típico de este sínodo fue la diferencia bastante llama­tiva con que se consideraban las posturas minoritarias, según fue­ran conservadoras o progresistas.

Que en una asamblea de doscientas personas no se discuta el análisis y la evidencia de los argumentos utilizados es fatal. Valga un ejemplo: decenas de veces se recurrió al «bien común de la Iglesia». Pero ¿qué significa este concepto tan abstracto cuando a él se sacrifican las necesidades pastorales de las diversas igle­sias locales? Cuando se utilizan constantemente argumentos que no se someten a un análisis crítico se llega a pensar que se trata de pruebas apodícticas, incluso en el caso de que ninguno de ellos sea concluyente. Al final, olvidando los argumentos, se construye una proposición que traduce relativamente lo que la mayoría cuan­titativa ha exigido. Lo que aparece en la redacción final es ese resultado cuantitativo.

Es posible que el resultado del sínodo sea negativo. Pero de suyo ha revelado una cisura entre los padres sinodales y las Con­ferencias Episcopales. Según puede deducirse de las intervencio­nes realizadas en nombre de las Conferencias Episcopales, un 50 por 100, si no más, de los obispos esparcidos por todo el mundo es más liberal y pastoralmente más progresista que el síno­do, cuyas concepciones fueron sostenidas por una minoría que, con todo, era bastante fuerte. Esto quiere decir que al menos la mitad de la jerarquía de la Iglesia desea tomar un rumbo dife-

Valoración del Sínodo 211

rente del que fue sancionado por el sínodo. Y esto es ya algo. Por eso es difícil atribuir las nuevas tendencias pastorales a unos cuantos sacerdotes o teólogos exaltados (como se suele hacer con frecuencia), pues esas tendencias, aunque modestamente, se deja­ron oír en el aula sinodal; cuando se toma esa actitud se corre el peligro de desaoreditar al menos a la mitad del episcopado de la Iglesia católica romana. Por esto es muy discutible la afirmación del cardenal Seper: «Deseo decir francamente que la presión creciente de una parte de los sacerdotes no es, en mi opinión, un signo de los tiempos del que se sirve Dios para hablar a su Iglesia».

Además de esta cisura entre el sínodo y las Conferencias Epis­copales, existe otra: la de las propias Conferencias y sus sacer­dotes. Esta apareció con toda evidencia en el caso de la Confe­rencia Episcopal de los Estados Unidos, que se refirió expresa­mente a dicha cisura. Después de aludir a una serie de datos de los que se deducía que una gran mayoría de sus sacerdotes soste­nía opiniones pastoralmente progresistas, se dijo: «nuestra Confe­rencia Episcopal no comparte estas opiniones y tiene una idea muy distinta al respecto». Esta cisura me parece más peligrosa.

El temor a la conmoción amenaza con llevar a la Iglesia por los senderos de un dudoso «resto santo», con una cúspide jerár­quica fuertemente estructurada, mientras que la vida cristiana propiamente eclesial transcurre por otros derroteros o se repliega en la base. En este sentido, el sínodo no sólo no ha supuesto un frenazo para la formación de comunidades de base, sino más bien una intensificación de las mismas. Con ello se ha agudizado invo­luntariamente la nueva forma de división que se manifiesta en todo el mundo. Frente a lo que había ocurrido con el segundo sínodo, los sacerdotes han mostrado un desinterés total por el sí­nodo de 1971 y por los problemas que se resuelven en «la cús­pide». Muchos de ellos reencuentran su identidad en pequeñas comunidades cristianas en cuyo seno, en actitud de responsabili­dad compartida con otros cristianos, intentan dar al «concepto» sacerdocio una forma nueva y auténticamente eclesial al mismo tiempo. Y todo ello lo hacen con una conciencia clara de que están contribuyendo a la edificación de la Iglesia. La ortodoxia encuentra así en la ortopraxis el terreno más idóneo para su con­figuración.

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CARTA DE UN GRUPO DE SACERDOTES LATINOAMERICANOS AL PAPA JUAN PABLO II (JULIO DE 1980)

Antes de pasar a indicar algunas perspectivas de futuro, me per­mito incluir en este apartado la carta que miles de sacerdotes latinoamericanos remitieron al papa con ocasión de su viaje al Brasil. Esta inclusión se justifica, a mi entender, por el desafío que el problema Norte-Sur entraña para todos los cristianos y, además, por el tono expresamente evangélico que respira tal es­crito. También en él se revela una tendencia del ministerio eclesial que quiere abrir caminos al futuro como testimonio del evangelio y al servicio de los hombres. Muchos obispos latinoamericanos se han expresado en tonos semejantes. También sus declaraciones constituyen un elemento más del magisterio pastoral vivo.

Al papa Juan Pablo I I , obispo de Roma, que preside en la unidad y el amor a todas las Iglesias.

Santo Padre: Nosotros, sacerdotes de distintas Iglesias en Latino­américa, nos dirigimos a Vos con motivo de vuestro viaje a este continente.

En esta ocasión visitaréis el Brasil, un país en el que la Iglesia aporta una contribución importantísima al futuro de la Igle­sia católica en Latinoamérica y en el resto del mundo; una Iglesia que ha nacido por la fuerza del Espíritu del seno del pueblo de los pobres del Señor. Desde esta Iglesia, que se encuentra en todo el continente, deseamos dar expresión a nuestra fe y ofrecer nues­tra contribución a su visita.

Todos conocen la historia de Latinoamérica. Pero no todos poseen la misma experiencia en relación con dicha historia. Unos han sido los vencedores, otros los vencidos. Queremos comenzar contándole nuestra experiencia y la experiencia del pueblo, pues éste no ha podido hacer oír nunca su voz.

Los primeros colonizadores encontraron a los aborígenes de estas tierras en una situación de «primitivismo» y «sin cultivar». Este hecho bastó para justificar uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad. La población autóctona fue diez­mada y sometida en nombre de Jesucristo. Su cruz, símbolo de la

Carta al papa ]uan "Pablo II 213

redención, fue transformada en la espada del conquistador reci­biendo la bendición de los pastores de la Iglesia, incluidos los buenos. Esta utilización deshonrosa de un símbolo evangélico, unida a las relaciones de la Iglesia con los colonizadores y su sis­tema, ha sido una fuente de terribles ambivalencias en la fe que perdura todavía.

Creemos que ha llegado el tiempo en que la Iglesia católica debe reconocer sus pecados; reconocer que también ella ha tenido su parte de culpa en la colonización española y portuguesa. Pen­samos que la Iglesia ha de ser capaz de realizar una autocrítica, cosa que tendrá efectos saludables, sobre todo para ella misma.

Tres siglos después de la independencia de las colonias es­pañolas y portuguesas llegaron los nuevos «colonizadores», los intereses europeos. Estos hicieron saber al mundo que nuestro continente era un continente dividido. Sobre la base de esta afir­mación lo fraccionaron en «países», y ello a pesar del sueño de algunos de sus hijos en «una gran patria». Este fraccionamiento sirvió a los intereses de otros y con toda seguridad no a los del pueblo, que era objeto de una opresión cada vez mayor y que permanecía cada vez más al margen de todas las decisiones.

Después de la Primera Guerra Mundial las nuevas relaciones internacionales de poder desplazaron hacia la parte norte del con­tinente el campo político de fuerzas. Los Estados Unidos de Amé­rica dieron a conocer sus planes sobre Latinoamérica; para ellos somos y seguimos siendo un país «subdesarrollado» dentro del sistema capitalista. Encontraron así un pretexto para colonizarnos. Lo que es presentado como una «ayuda» fraterna es, de hecho, el saqueo de nuestras riquezas naturales. Y lógicamente esto no pue­de quedar sin consecuencias. Frente a lo que piensan en otras partes del mundo, los conflictos en Latinoamérica no son conflic­tos entre la Iglesia y el Estado. Aquí entran en juego intereses encontrados: los de una masa oprimida, por una parte, y los del Estado, pensado en provecho propio, por otra. El conflicto es, pues, evidente: un pueblo oprimido y una minoría dominante.

En esta confrontación de fuerzas se inserta una carrera armamentista que constituye una cobertura para los instrumentos de opresión cada vez más refinados y que contribuye además a una mayor pobreza de los oprimidos.

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214 Carta al papa Juan Pablo II

En su viaje al Brasil encontrará un pueblo que se halla some­tido a la más terrible de las miserias materiales y a la pobreza cultural. Vos estáis informado de las altísimas cifras de morta­lidad entre los niños, del analfabetismo, de la muerte prematura debida a enfermedades endémicas, que minan a nuestro pueblo. Nuestra pretensión es únicamente lograr que Vos os planteéis la misma pregunta que se hace nuestro pueblo: ¿cómo es posible que esto ocurra en una de las zonas más ricas de la tierra?

La respuesta a esta pregunta la encontrará fácilmente nuestro pueblo en los mecanismos mantenidos por las grandes potencias, así como en la política imperialista apoyada por la comisión trilateral. No tienen escrúpulos de conciencia, pues su única «mo­ral» es el propio interés económico. Por ello nada puede turbar su sueño: ni el genocidio refinado de todo un pueblo ni la «ha­bilidad» de los grupos privilegiados de nuestro continente.

Por ello no han vacilado en ayudar al establecimiento de dic­taduras militares en la parte sur de nuestro continente, dictaduras que practican una opresión sangrienta. Y ello con el pretexto de un «vacío de poder» y de la «seguridad nacional», que sólo sirven a sus intereses.

Nuestro pueblo siente repugnancia ante el hecho de que sus asesinos apelen a su condición de cristianos y justifiquen con ello sus asesinatos masivos; les repele que muchos obispos e incluso nuncios se hagan responsables de estos hechos, aunque sólo sea por su pasividad ante ellos.

A todos los pueblos les llega el momento en que su paciencia se agota; para el pueblo de Latinoamérica ha llegado ahora ese momento. Esta es la razón de que el pueblo de Nicaragua haya dicho «basta» a la dictadura. Ello explica que los pueblos de El Salvador y Guatemala busquen los medios de alcanzar su libertad.

Este proceso histórico en que se encuentra nuestro continente en la actualidad es conocido en todo el mundo. Pero no todos lo perciben de forma idéntica.

Nosotros, servidores de Cristo, encarnados en la historia de los «pobres de Yahvé», estamos seguros de que él vive en nues­tro continente y que comparte el pan con los que tienen hambre y sed de justicia para nuestro pueblo, que vive en prisiones y que sufre el martirio y la muerte en los campos. El está presente

Caria al papa Juan Pablo II 215

asimismo en los miles de niños, hombres y mujeres que sufren de inanición.

Y por ello nos enrolamos en favor de la verdadera liberación y luchamos junto al pueblo en nombre de ese Jesucristo.

En esta lucha nos han precedido millones de hermanos. Al igual que ellos, también nosotros somos conscientes de los peli­gros a que nos exponemos y de las responsabilidades que asumi­mos. Lo que Cristo no quiso soportar lo queremos soportar nos­otros por él, por su cuerpo la Iglesia y como anuncio de su re­surrección. Esto lo han demostrado aquellos que, en donación total, han pagado con su propia vida su compromiso en esta causa.

Al lado de otros compañeros no creyentes, en esta lucha han caído también obispos y muchas hermanas y hermanos, así como miles de cristianos.

El reciente asesinato del arzobispo de San Salvador, monseñor Romero, es para nosotros símbolo y testimonio que nos impulsan a seguir las huellas del buen pastor, Jesucristo, que entregó su vida por sus ovejas.

La muerte de monseñor Romero ha seguido a la muerte de seis sacerdotes en El Salvador en los últimos años. En Argentina, monseñor Enrique Angelelli, obispo de La Rioja, pagó en 1976 con su vida su «compromiso por los pobres»; lo mismo ocurrió con otros trece sacerdotes de esa nación. En la larga lista de los asesinados por la dictadura militar que gobierna en Chile desde 1973 hay tres sacerdotes. En Brasil son dos los sacerdotes que desde 1976 han pagado con la vida su testimonio. En México, país conocido en el continente por el respeto a las «libertades democráticas», han sido asesinados tres sacerdotes desde 1976 hasta la fecha. En Guatemala y Bolivia los llamados poderes esta­blecidos han dado muerte en un breve espacio de tiempo a dos sacerdotes.

A estos testimonios «extremos» de amor hemos de añadir además el de todos aquellos que, por causa del mismo amor, han sido apresados, están en prisión o han sido torturados. Docenas de sacerdotes se hallan hoy en esa situación en Latinoamérica.

Iluminados por el ejemplo de este «amor magnífico» de aque­llos que «han ofrecido su vida por sus amigos» y sobre la base de

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216 Caria al papa Juan Pablo II

las experiencias de nuestros hermanos oprimidos y asesinados, que siguen reclamando justicia, queremos subrayar que nuestra parti­cipación en este proceso constituye un mandamiento bíblico y que por ello debemos continuarlo.

Frente a esta postura, aquellos que representan intereses opuestos consideran este ejemplo y esta experiencia como una actitud «política» en el sentido peyorativo del término o como algo indigno del sacerdocio.

Después de la asamblea de Medellín, los sacerdotes han vuelto a afirmar en Puebla su compromiso por los pobres de este con­tinente. Los pobres de Latinoamérica no son pobres debido a una especie de «destino» de la naturaleza que los habría condenado a una pobreza eterna. Todo lo contrario. Ya hemos dicho más arriba: como productores, campesinos y obreros, los habitantes de estas tierras poseen un inmenso potencial de riqueza material y posibilidades culturales. Por ello lo que exigen de los ricos no es una limosna, sino la devolución de lo que les ha sido usurpado.

La causa que motiva esta situación no puede calificarse, por consiguiente, de «humanitaria» o «social». Se trata de una causa política, puesto que es necesario que se produzca un cambio radi­cal de las estructuras, que ponga fin a los privilegios ostentados por una pequeña minoría merced a su enorme poder político y económico.

Por ello creemos que en Latinoamérica el «compromiso por los pobres» es un compromiso político. Así lo entienden muchos cristianos de estas tierras y nosotros estamos dispuestos a cumplir nuestras promesas hasta el fin, a pesar de los riesgos que esto comporta.

Con vuestra visita al Brasil es la segunda vez que Vos os en­contráis en un continente que lucha. Por un lado, la clase some­tida y oprimida, que se hace cada vez más consciente y que exige sus derechos, pisoteados durante tanto tiempo. Por otro, la mino­ría privilegiada y las multinacionales, que refuerzan su posición y se oponen por todos los medios a cualquier intento de libera­ción del pueblo.

¡No más vaguedades y posturas neutrales! Como servidores de la misma Iglesia de Jesucristo, esperamos

Carta al papa Juan Pablo II 217

que vuestra visita suponga una renovación del compromiso asu­mido por el episcopado en Medellín y Puebla. Un compromiso claro y definido en favor de los pobres de Latinoamérica.

Queremos concluir con las palabras de nuestro obispo mártir, Martín Osear Arnulfo Romero: «El grito de liberación de este pueblo es un clamor que sube hasta Dios y nada ni nadie podrá callarlo ya».

Hasta aquí la carta.

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PERSPECTIVAS DE FUTURO

En la interpretación histórico-teoíógica sobre el ministerio, que hemos delineado brevemente, se ofrecen ya de hecho las perspectivas en las que las comunidades pueden hallar las mejores estructuras ministeriales en su intento de experimentar nuevas formas en el ejercicio del mismo, siempre y cuando dichas expe­riencias sean objeto de una reflexión teológica y sociológica.

Sobre la base de la dimensión eclesial y pneumatológica de una comunidad, pienso que la primera exigencia en el ejercicio del ministerio no es una planificación del personal o el recluta­miento de «vocaciones» que, dotadas de una «potestad de orden», se limiten a esperar que los de arriba les autoricen a enrolarse en el ministerio pastoral. Con todo, considero necesario realizar un plan pastoral que responda a las necesidades de la época en que vivimos y que tenga en cuenta la situación concreta de las comunidades. ¿Qué elementos deben ser considerados básicos en una unidad pastoral concreta (una determinada zona de una ciu­dad, por ejemplo) y desde una perspectiva eclesial en orden a edificar una comunidad viva de hombres? O dicho en términos más concretos: ¿qué contribución específica debe aportar incluso la más pequeña de las comunidades cristianas en orden a la edi­ficación de una comunidad existencial solidaria, que de suyo es pluralista, pero en la que tarde o temprano y con la colaboración de su «dirigente» se sienta la necesidad de anunciar la palabra de Dios? Esta es la situación en que se van encontrando cada vez más las comunidades concretas.

Como la Iglesia primitiva, esa comunidad en ciernes es tam­bién una fraternidad de hermanos y hermanas en la que se van demoliendo paulatinamente las estructuras de poder que existen en el mundo. En ella todos tienen derecho a intervenir, aun cuan­do existan diferencias funcionales e incluso en las mismas fun­ciones concretas entre el compromiso general en favor de la co-

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220 Perspectivas de futuro

munidad y los servicios ministeriales específicos, especialmente los servicios de los dirigentes que coordinan los servicios caris-máticos y ministeriales.

Sólo después de haber delineado una panorámica general de la situación podrá saberse qué federación de equipos pastorales diferenciados será necesaria para atender a las unidades pastorales mayores o menores dentro de una región determinada. Es evidente que el modelo de sacerdote polifacético está superado. La agenda concreta de una comunidad cristiana, las cuestiones de que tendrá que ocuparse le vendrán dictadas en su mayor parte por el propio «mundo» entorno. Hablando en términos generales y esquemáti­cos, esto marcará la orientación, la dinámica y la tarea concreta de la inspiración creyente y, desde esta perspectiva, de la actua­ción cristiana de la comunidad. Esto nos permite fijar cuatro no­tas específicas de esa misión comunitaria: profética, crítica, diaco­nal y litúrgica.

a) Misión prof ética.

Con esto quiero decir lo siguiente: la comunidad y sus minis­tros deben unir en obras y palabras desde una perspectiva pastoral unitaria la tradición cristiana del pasado con las experiencias cris­tianas, críticamente analizadas e interpretadas, y con el horizonte ideológico del hombre. Lo cual se traduce en una predicación actualizadora, una catequesis enmarcada en el contexto concreto de experiencias humanas, un esfuerzo por descubrir el sentido de la existencia y de la historia, y por dilucidar el camino que debe seguir la comunidad, etc. En el fondo, una actuación her-menéutico-prof ética.

b) Misión crítica.

El evangelio liberador hará posible descubrir dónde las estruc­turas concretas y una mentalidad de poder impiden más que favo­recen la libertad y las posibilidades de realización humana, retra­sando así la venida del reino de Dios. Esto incluye la responsa­bilidad política en favor del bien de la comunidad.

Perspectivas de futuro 221

c) Misión diaconal.

La edificación de la comunidad aparece así como fermento dentro de la sociedad pluralista y, al mismo tiempo, como proce­so de crecimiento cuyo punto de partida humano es la participa­ción cristiana en las distintas realidades sociales que han encon­trado ya esa pastoral unitaria fuera de la Iglesia en una región concreta. Se evita así que la comunidad cristiana se convierta en un gueto o en una isla. Es decir, solidaridad cristiana y crítica con todas aquellas actividades que se realizan ya en una determi­nada zona por el bien de la comunidad, trabajo constructivo, com­promiso político, etc. En este punto no se debe descuidar el tra­bajo pastoral a nivel individual. Sería fatal que la especialización, diferenciación y reestructuración del ministerio condujera a la desaparición de pastores dispuestos a ofrecer su ayuda personal al resto de los hombres en las cuestiones que tocan al sentido de la vida con las que se siente enfrentado el hombre al contacto con la burocracia anónima y positivista de la vida actual. Misión de toda la comunidad, pero especialmente de sus ministros, es sobre todo la solicitud por la felicidad de los hombres concretos en su existencia cotidiana. El ministro continúa siendo en este sentido un «mozo para todo» y no puede ocultarse, por consi­guiente, tras la máscara de su «especialización pastoral» o de sus justas exigencias de reformas estructurales.

d) Misión litúrgica.

«¿Cómo podremos cantar a Dios en tierra extranjera?» (Sal 137,4), se preguntaba el pueblo de Israel, sumergido en la duda durante su exilio babilónico. ¿No habrá que liberar primero a los hombres para que, una vez liberados, podamos celebrar y confe­sar con ellos esa liberación? Con los profetas del exilio y con las comunidades de base latinoamericanas, los ministros y sus comu­nidades podrán superar esa duda apoyados en experiencias muy concretas, es decir, en la experiencia de que la alegría y la ora­ción, el canto y la liturgia poseen en sí mismos y por sí mismos, así como por la plenitud de gracia que los anima (y que impide reducirlos a una actividad ética o meramente social), una dimen­sión subversiva en el seno de un mundo de opresión y falto de

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222 Perspectivas de futuro

salvación. Los opresores se sienten más seguros cuando escuchan los ecos del miedo y del temblor, de la humillación y el someti­miento que cuando oyen las notas alegres de cantos de esperanza y amor. En una «interacción simbólica» peculiar y magnífica la liturgia recuerda y celebra expresamente la realidad de que vive la comunidad en todas sus palabras y acciones. Las formas con­cretas por las que el hombre da sentido a una cosa, sean tempo­rales o simbólicas y litúrgicas, se exigen recíprocamente y se im­plican también mutuamente.

La comunidad y sus dirigentes no deberán, sin embargo, in­tentar dar una respuesta exclusiva y global únicamente en la litur­gia y en los sacramentos. Las celebraciones litúrgicas son, por consiguiente, kairoi evidentes, momentos periódicos privilegiados de la edificación del grupo y de la comunidad y no una «obliga­ción»; celebración verdaderamente espontánea y, al propio tiem­po, necesaria del «día del Señor», día del hombre libre y libera­do, sea hombre o mujer. Lo que venimos diciendo halló expresión clara en uno de los viajes papales a Latinoamérica: cada vez que el papa mencionaba en su discurso la palabra «alegría», un grupo de religiosas se ponía a cantar; resultó muy difícil que el papa pudiera concluir su discurso, pues cada una de sus palabras daba pie a una nueva explosión de cantos. En esta anécdota se eviden­ció la presencia de una comunidad que vivía realmente «desde abajo». La palabra del papa se convirtió simplemente en la pala­bra de un dirigente, la palabra de alguien que entonaba la melo­día. Una forma de vivir la comunidad que podría decirnos mucho a los occidentales. (Es cierto que existe el peligro, al menos si se ven las cosas con ojos occidentales, de que el medio se convierta en mensaje.)

Estos cuatro puntos constituyen globalmente una tarea para la formación de una «espiritualidad cristiana» de la comunidad de Dios. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia», es decir, poned en práctica las exigencias de ese reino, el reino de Dios vuelto hacia el hombre. El pecado del que nos ha liberado Jesús alcanza, en efecto, al hombre entero hasta tocar sus circunstancias económicas, sociales y políticas, y no sólo el interior de su corazón. Ser llamados a participar de la salvación otorgada en Cristo signi-

Perspectivas de futuro 223

fica, por ello, hacerla presente en todas esas realidades. La falsa interioridad, es decir, una interioridad cerrada al mundo, es una ilusión y, por ello mismo, deja libre el espacio para «los poderes de este mundo». La única forma de adaptación al mundo, el úni­co aggiornamento que conocemos los cristianos es nuestra constante adaptación propia y la adaptación de la comunidad creyente a la praxis del reino de Dios. Tal adaptación, que no significa «ple­garse a este mundo», justifica que se ponga un determinado acen­to en la espiritualidad cristiana de las comunidades creyentes de nuestros días.

La época en que vivimos y la vida actual poseen un elemento característico que representa una situación paradójica: en la Igle­sia se habla y se practica aún una espiritualidad alejada de la realidad y de la materia (una espiritualidad puramente vertical: oración y contemplación directas), mientras que en el mundo se considera el compromiso sociopolítico como la única vía de sal­vación, sin que quede espacio para la reflexión y la sabiduría, los «ejercicios» y la oración. Por ello, en la época actual la comuni­dad eclesial y sus miembros tienen la misión de acentuar simul­táneamente dos cosas: realizar la verdadera dualidad en la unidad de la fe cristiana. En Jesucristo, esta doble dimensión se pone de manifiesto en su personalidad única e indivisible: a) por una parte, Jesús se identifica absolutamente con la causa de Dios, y el interés fundamental de la comunidad debe ser sustancialmente Dios; b) por otra, Jesús se identifica con la causa del hombre; el interés de la comunidad tiene que radicar igualmente en el hombre y sus posibilidades de vida humana. La espiritualidad es un servicio a la dimensión humana del hombre. Estas dos dimen­siones son en Jesucristo, en definitiva, una realidad única: la causa del hombre es la causa de Dios. La actual espiritualidad cristiana de una comunidad creyente se reconoce a sí misma precisamente en la confesión expresa de esta unidad en la idea central de Jesús: «el reino de Dios entre los hombres».

Estos cuatro elementos de la dinámica de una comunidad cristiana a la hora de seguir a Jesús, tanto en su dimensión reli­giosa en cuanto comunidad orante como en su dimensión religioso-política (todo ello en el horizonte concreto de las situaciones loca­les y en el horizonte más amplio de la comunidad humana

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224 Perspectivas de futuro

universal) exige un equipo de dirigentes o acompañantes minis­teriales capaces de enfrentarse con esas situaciones y de responder a tales exigencias. Dicho en términos arcaicos: un equipo de pres­bíteros similar al que existía en la comunidad primitiva. Es esto lo que se quiere decir hoy cuando se habla de un «equipo pas­toral», aunque con esta expresión queda sin resolver la cuestión propiamente eclesial del ministerio, al menos por lo que respecta al ordenamiento canónico vigente. En realidad, los dirigentes concretos de una comunidad desempeñan en las distintas formas de especialización, según las áreas concretas en que se realiza su ministerio, una función de acompañamiento, de animación y de orientación. Dentro de la comunidad son de hecho «realidades de distinta significación», es decir, modelos según el evangelio, en los que la comunidad reconoce lo mejor de sí misma y de quienes está dispuesta a recibir estímulo y al mismo tiempo crí­tica, exhortación y consuelo evangélico. Ellos, por su parte, están prestos asimismo a encontrarse con «inconvenientes y dificulta­des», con crítica y sentimientos de comprensión. Esto es realmente lo que la Iglesia primitiva esperaba del ministerio.

Este equipo pastoral «delimitado», a quien la comunidad ha llamado o aceptado después de examinar detenidamente sus actua­ciones, debe recibir, a mi entender, una ordinatio eclesial en el marco de una celebración litúrgica de la comunidad que lo acep­ta, celebración que debe incluir la imposición de manos por parte del equipo dirigente de la propia comunidad y del de las comu­nidades vecinas, que debe ir acompañada de una epíclesis supli­cante de la entera comunidad. Teniendo en cuenta las circunstan­cias concretas y a veces «extraordinarias», la imposición de manos, en cuanto aceptación de un miembro del equipo dirigente de la comunidad por parte de la misma, constituye, en mi opinión, la forma litúrgica normal en que se debe inaugurar la función de presidencia de la comunidad y, junto a ella, también la presiden­cia eucarística. Esto quiere decir que desde un punto de vista eclesiológico debe haber guías auténticos de la comunidad que los acepta, así como una ordinatio o incorporación litúrgica de los mismos al grupo que dirige a la comunidad.

Considero que en este sentido resulta aprovechable el modelo

Perspectivas de futuro 225

sociológico de la «dirección integrada» M. Por lo demás, la acción litúrgica de la imposición de manos tiene ya en el Nuevo Testa­mento y luego en la Iglesia primitiva diversos sentidos. Por una parte significa que una comunidad, sus ministros y los de las comunidades vecinas reconocen una función dirigente que ya exis­te de hecho o que ha sido solicitada. La imposición de manos, mediante la cual la comunidad reconoce o suplica al Señor un carisma ministerial, está ordenada litúrgicamente para funciones prácticas diferentes. Por distintas que sean las funciones minis­teriales, el carisma de dirección que se implora o que ya está actuando y que ha sido reconocido mediante la imposición de las manos hace, en mi opinión, superflua la pregunta sobre lo que puede hacer o no el ministro, como, por ejemplo, la celebración de la eucaristía.

Durante los tres primeros siglos, también los presbíteros, que entonces no eran ordenados para presidir la celebración eucarís­tica, podían ser autorizados por el «sacerdote», es decir, por el obispo, para desempeñar esta función. En virtud de la ordinatio ministerial o incorporación al grupo de dirigentes de una comu­nidad local, éstos, cualquiera que fuese su área de especialización, podían desempeñar en determinadas circunstancias todas las fun­ciones necesarias para que esa comunidad concreta viviera como ecclesia Christi. Por otra parte, me parece evidente, desde una perspectiva neotestamentaria, que en situaciones extremas —como puede ser el caso de que no hubiera ministros— una comunidad apostólica puede invitar a uno de sus miembros a que la presida como ministro. Pero teniendo en cuenta toda la historia de la Iglesia, me resisto a compartir la opinión de quienes piensan que, incluso en el caso de que se hallen presentes los dirigentes de la comunidad, cualquier creyente pueda presidir la celebración euca­rística. Este modo de ver las cosas está en contra de la concepción del ministerio reflejada en el Nuevo Testamento, en la Iglesia antigua, en la Edad Media y en la época postridentina. Al igual que una imagen concreta del sacerdocio, surgida en una situación histórica concreta, no puede bloquear la vitalidad evangélica de

" Cf. J. Vollebergh, Religieus leiderschap: «Tijdschrift voor Theologie» 19 (1980) 266-293.

15

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una comunidad, tampoco las circunstancias especialísimas de una comunidad se pueden convertir en norma de esa vitalidad.

En nuestros días se han eliminado justamente el subdiaconado y las llamadas órdenes menores. Pero cabe preguntarse si no se ha olvidado actualizar las concepciones teológicas en que se apo­yaba aquel ordenamiento: los catequistas, en la forma que existen en algunos países, los colaboradores (y colaboradoras) pastorales, que en muchos sitios dirigen de hecho a la comunidad, no son reconocidos por la Iglesia y el ordenamiento eclesial como verda­deros dirigentes de las comunidades. Este hecho constituye una situación anómala desde el punto de vista eclesiológico y da ori­gen a situaciones teológicamente disparatadas que llegan incluso a trivializar la eucaristía. No se trata sólo de tomar en serio a los colaboradores y colaboradoras pastorales, sino de reconocer ade­más por ello mismo las implicaciones eclesiales del carisma (que es en realidad un carisma ministerial) aceptado por la comunidad; reconocer el pneuma hegemonikon o carisma de dirección poseído por ellos. «Hay diversidad de carismas». Todos estos dones han de ser coordinados en mayor o menor grado «en orden a la edi­ficación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,12)15.

15 En mi opinión, es imposible ofrecer al final de este libro una lista de la bibliografía sobre el ministerio, pues sería enorme. El departamento de teología dogmática (dirigido por B. Willens) de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Nimega ha elaborado una bibliografía sobre el minis­terio a partir del Vaticano II, que comprende más de cuatro mil títulos.

[La revista internacional de teología «Concilium», en cuya orien­tación colabora muy activamente el P. Schillebeeckx, publicó, antes y después de la aparición de este libro, una serie de números sobre los ministerios y la amplia problemática relacionada con ellos, como el celibato sacerdotal, la ordenación de mujeres, la relación de la co­munidad con el pastor y de ambos con el obispo, etc. Los indicamos aquí, juzgándolos de gran interés para los lectores de la obra.—Nota del editor español].

43 (marzo 1969): El ministerio y la vida del sacerdote en el mundo actual (140 págs.).

63 (marzo 1971): Democratización de la Iglesia (150 págs.). 64 (abril 1971): ¿Una primacía papal? (147 págs.).

Perspectivas de futuro 227

El problema a que nos venimos refiriendo no es valorado actualmente de forma idéntica en las diversas Iglesias locales de fe católica; todas ellas esperan una «solución» que tenga un fun­damento teológico y pastoral. En Europa central y Europa del norte se desea una solución teológicamente clara. En otros países, como los de habla francesa, Latinoamérica y África dominan más bien tendencias pragmáticas: lo que preocupa no es tanto la cues­tión «académica» de la ordinatio cuanto el hecho de que los laicos sean de hecho animadores de la fe de una comunidad; la cuestión teológica del «ministro ordinario» se resuelve sin más apelando al concepto del «ministro extraordinario».

Mientras tanto ha quedado claro que «Roma» ha rechazado decididamente la petición de conceder a los colaboradores (y cola­boradoras) pastorales la ordinatio y no sólo una institutio o mis-sio canónica. Por otra parte, el documento del Sínodo de los Obispos Holandeses de enero de 1980 (nn. 35 y 36) no deja lugar a dudas sobre el hecho de que las instancias centrales de la

71 (enero 1972): El obispo y la unidad de la Iglesia (142 págs.). 72 (febrero 1972): El ministerio en la asamblea litúrgica (145 págs.). 74 (abril 1972): Hacia un reconocimiento mutuo de los ministerios

(138 págs.). 77 (julio 1972): ha intervención de la comunidad en las decisiones

de la Iglesia (158 págs.). 78 (septiembre 1972): Celibato y ministerio (152 págs.). 80 (diciembre 1972): Los ministerios en la Iglesia (148 págs.). 84 (abril 1973): El compromiso político de la parroquia cristiana

(149 págs.). 91 (enero 1974): La Iglesia como institución (156 págs.).

108 (octubre 1975): Renovación de la Iglesia y ministerio papal en las postrimerías del siglo XX (148 págs.).

147 (julio 1979): La curia romana y la comunión de las Iglesias (146 páginas).

153 (marzo 1980): Derecho de la comunidad a un pastor (138 págs.). 154 (abril 1980): ¿Mujeres en una Iglesia de hombres? (146 págs.). 157 (julio 1980): Iglesia local y elección de obispos (146 págs.). 168 (octubre 1981): ¿Quién tiene la palabra en la Iglesia? (138 pá­

ginas). 177 (julio 1982): La Iglesia entre el servicio y la política (137 págs.).

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228 Perspectivas de futuro

Iglesia católica romana rechazan absolutamente cualquier forma «alternativa» (o, dicho de otro modo, «paralela») del ministerio eclesial. Roma no desea que nuevas formas del ministerio se aña­dan al episcopado, presbiterado y diaconado y a los ministeria de acólito y lector.

Se deja en la más absoluta vaguedad teológica el hecho de que ciertas comunidades sean dirigidas de hecho por «colaborado­res» (y colaboradoras) pastorales (prescindiendo ahora de si éstos pueden presidir también la celebración eucarística y desempeñar otras formas de servicio sacramental que el ordenamiento eclesial vigente les prohibe). Esta realidad produce psicológicamente una verdadera frustración. Que la vida entera de la fe de una comu­nidad cristiana dependa cada vez más de un grupo de laicos (do­tados de formación teológica), que trabajan en colaboración con un sacerdote «de otro lugar», que viene a celebrar la eucaristía en esa comunidad, va convirtiendo al mismo presbítero en un simple servidor del culto. Lo único que se logra con ello es acen­tuar la imagen del sacerdote dedicado al culto, imagen que es más bien reciente en la historia de la Iglesia.

Muchas provincias eclesiásticas se muestran favorables a que se institucionalicen los llamados «pastores» (colaboradores pasto­rales); otras adoptan más bien una actitud muy reticente sobre el tema. Por lo que se refiere a los «pastores», éstos experimentan con frecuencia una sensación de frustración, ante todo porque ellos mismos rechazan la idea de una posible «ordenación», que supon­dría, según ellos, una clericalización de su figura (cosa que de nin­gún modo desean) y además porque su situación pastoral real no ha sido objeto de una clara «institucionalización», es decir, no ofrece las suficientes garantías jurídicas y mucho menos finan­cieras.

Sobre la base de lo que hemos dicho en el capítulo II , ha debido quedar claro que, desde un punto de vista puramente dogmático, no resulta muy clara la diferencia entre ordinatio e institutio o missio canónica. Pero, por otra parte, es dogmática­mente evidente que sólo aquellos que son reconocidos como tales por la Iglesia son en realidad «ministros» auténticos. Nadie puede arrogarse funciones propias del ministerio eclesial. La confusión y falta de claridad teológica actuales residen en que, por un lado,

Perspectivas de futuro 229

la dirección suprema de la «Iglesia universal» ha dado a entender de forma inequívoca que no está dispuesta a reconocer la cate­goría de «ministros de la Iglesia» a los «colaboradores pastorales», mientras que, por otro, el pueblo creyente y los ministros de al­gunas comunidades reconocen en la práctica a esos «colaboradores pastorales» como auténticos ministros (lo que constituía en otra época el elemento nuclear de la ordinatio). Esto crea un estado de cosas muy poco claro desde el punto de vista eclesiológico, aun cuando resulte clarísimo para el ordenamiento eclesial. La preocupación de la Iglesia oficial por precisar la «identidad del presbítero» (aunque lo que contempla en realidad es la identidad del sacerdote varón célibe) comporta, en efecto, cierta ambigüedad y erosión en la «identidad» de los colaboradores y colaboradoras pastorales que soportan de manera creciente el peso real de la dirección de la comunidad.

Esta situación no es buena ni teológica ni pastoralmente. Y no lo es porque el único objetivo de esa estrategia de la Iglesia oficial es evitar que a través de los colaboradores pastorales se abra subrepticiamente la puerta a una forma de sacerdocio no célibe. La solicitud por lo que, simplificando un poco, podríamos llamar «la imagen moderna y tridentina del sacerdocio» no traduce una solicitud por la vitalidad apostólica de una comunidad cris­tiana con espíritu creador. Nos encontramos aquí con una estra­tegia pastoral que, contemplada sobre el trasfondo de la historia tan agitada del ministerio en la Iglesia, plantea interrogantes muy serios desde el punto de vista histórico y teológico.

El teólogo no puede ni debe usurpar el papel que correspon­de a la dirección pastoral de la Iglesia. Pero, precisamente en vir­tud de la tarea que le corresponde como teólogo y en una actitud de servicio crítico a la Iglesia, está obligado a preguntar a la auto­ridad eclesial si al realizar su misión directiva tiene en cuenta todos los elementos de una problemática que de hecho es muy compleja. Y esta obligación le resulta muchas veces algo dolorosa. Es verdad que, incluso cuando cumple con esta misión suya, el teólogo está sometido al cuidado pastoral de la Iglesia oficial; pero esto no debe intimidarle ni hacer que oculte su opinión. Incluso en el caso de que esté convencido de que es muy probable

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230 Perspectivas de futuro

que la dirección eclesial tome decisiones que no coinciden con sus propios puntos de vista, el teólogo está obligado a manifestarlos. Todos tenemos el deber inalienable de actuar con honradez y en conciencia, teniendo en cuenta las consecuencias eclesiales que puede tener la propia actuación, incluso para uno mismo.

ÍNDICE ANALÍTICO

Es éste un libro de singular importancia, por el tema, por el modo abierto y valiente de abordarlo y por las consecuencias que puede y debe tener en una renovada visión de la eclesiología. La comunidad cristiana es la célula primaria de la gran Iglesia y es fundamental en ella la relación y dependencia del pueblo y sus ministros (obispo, presbíteros, diáconos), por integrar todos ellos eso que llamaba Pablo «comunidad de Cristo», «templo del Espíritu». Abunda el libro en datos históricos, en principios doctrinales y en sugerencias teóricas y prácticas sobre lo que ha sido y debe ser esa comunidad. Por eso hemos juzgado oportuno cerrar esta edición española con un índice analítico que recuerde al lector aquellos puntos que más le impresio­naron y le facilite la rápida localización de los mismos.

Alfrink, cardenal, y su actuación en el sínodo de 1971: 193s alternativas prácticas en el ministerio para nuestros días: 137ss, 147-

150 ordenamiento eclesiástico y prácticas ministeriales alternativas:

140ss prácticas alternativas contra ordinem y praeter ordinem: 147s

apostolicidad de las Iglesias: 21 n. 7, 30, 34, 73-75 Artemisa, diosa de la fertilidad: 52

Bernabé, compañero de Pablo: 58-61 introduce a Pablo en los círculos de Jerusalén: 60 separación de Pablo: 60

carácter sacramental: 90, 104, 131ss su aparición oficial: 132 carácter del sacramento del orden: 104ss carácter sacramental para escotistas y tomistas: 119 carácter sacramental y celibato: 132 n. 17

celibato celibato como carisma y celibato ministerial obligatorio: 150-164 celibato por el «reino de Dios»: 151 continencia o «pureza ritual» en los sacerdotes casados: 36 n. 17

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232 índice analítico

en las Pastorales, son casados los ministros (obispo, presbítero, diácono): 37 n. 17

leyes de pureza y Jesús: 153 continencia y «serenidad» para los estoicos: 154 el acto sexual, especie de epilepsia: 155 literatura satírica profana contra el matrimonio: 155 n. 17 «encratismo» helinista contra el acto sexual: 155 n. 17 «omnis coitus sinmundus», según Jerónimo: 154 celibato y carácter sacramental: 132 n. 17 celibato y ministerio: 162 celibato sacerdotal obligatorio (Conc. II de Letrán, 1139): 151 confiscación de los bienes de hijos de sacerdotes: 157 matrimonio y ministerio: 162 «perfecta continencia» (Vaticano II): 158 la «tercera vía» del sínodo holandés de 1980: 164-167 sexualidad y amor, sin respuesta en la legislación eclesiástica hasta

hoy: 165 comunidad cristiana

la comunidad según el NT: 20 su apostolicidad: 20ss, 21 n. 7, 30, 34, 70-75 comunidades carismáticas y comunidades institucionalizadas: 44 comunidad de Jerusalén: 26s comunidades joánicas: 44-50 comunidades de Mateo: 39-44 comunidades paulinas: 51-64 comunidad escatológica de Dios: los «Doce»: 63 comunidades de las Cartas Pastorales: 32-39 comunidades de la Didajé: 41-43 comunidad de la Traditio apostólica de Hipólito: 83-91 comunidad y dirigentes: 95 comunidad y eucaristía: 133 communio ecclesialis y celebración eucarística: 123 solidaridad con otras comunidades: 135s comunidades de base, fermento para toda la Iglesia: 171

concelebración de la eucaristía: 96s contexto histórico actual y remodelación del ministerio: 125

didascalía, enseñanza del evangelio: 34 diáconos

los «siete diáconos» elegidos en Jerusalén: 19s diáconos, homines probati, según las Pastorales: 35

índice analítico 233

ordenación de los diáconos, según la Traditio de Hipólito: 88 no existe para ellos ordenación absoluta: 77 los diáconos y la eucaristía, faltando sacerdote: 144

Echarren, Ramón, obispo auxiliar de Madrid, y su actuación en el Sínodo de 1971: 185

epíclesis en la ordinatio de los ministros: 79, 85, 87 eucaristía

eucaristía e Iglesia local: 133 derecho de toda comunidad a celebrar la eucaristía: 141 el sujeto de la celebración eucarística: 87, 94, 97, 99, 144 relación del ministerio con la eucaristía: 99 el «laico» y la presidencia de la eucaristía: 99 ¿quién puede presidir la eucaristía?: 87, 94, 97, 99, 144

Felipe, uno de los «siete diáconos»: 19

Gregorio VII restablece la independencia de los obispos: 106

Hoffner, cardenal, y su actuación involucionista en el Sínodo de 1971: 182, 184, 190s su postura ante el problema de cristianismo y liberación del hom­

bre: 190 Hipólito, autor de la Traditio apostólica: 83ss, 84 n. 15 Hispania, meta constante del apostolado de Pablo: 55s

Iglesia la Iglesia como realidad horizontal-sociológica y como realidad

carismática: 150 Iglesia local e Iglesia universal: 134ss se forma parte de la universal por serlo de la local: 135 Iglesia local y eucaristía: 137 una, santa y universal: 21 n. 7

imposición de manos en la ordinatio: 79, 91-93

Juan Evangelista, comunidades de: 44-50 Juan Marcos, sobrino de Bernabé: 59 Juan Pablo II y los sacerdotes latinoamericanos: 212ss

koinonía, fraternidad entre todas las comunidades: 74

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234 índice analítico

laico laicos y ministros en el NT: 67 laico y clérigo significan diversa función, no estado: 129 clérigos y laicos en el período posapostólico: 129 «ordo clericalis» y «ordo laicalis»: 79 n. 3 el «laico» y la presidencia de la eucaristía: 99

martirio y ministerio: 69, 89 ministerio Primer milenio: concepción pneumatológico-eclesial: 10-100

«sequela Christi»: 129 qué viene «de arriba» y qué «de abajo»: 18, 126 apostolicidad de la comunidad cristiana: 20ss, 21 n. 7, 30, 34,

73-75 apóstoles y profetas ( = entusiastas): 19, 24 n. 9

. evangelistas, pastores y maestros ( = dirigentes): 28, 41s dirigente = Theou synergós, colaborador de Dios: 34 «dirigentes»: 22s, 24 legitimación de los dirigentes: 27ss

llamada o aceptación de la comunidad: 84s imposición de manos de la comunidad entera: 85s

los «siete diáconos» y sus funciones: 20 función directiva en las comunidades domésticas: 20 dirección carismática y dirección institucionalizada: 4 comunidades de Mateo (dirección carismática): 39-44 comunidades joánicas (dirección carismática): 44-50 comunidades paulinas (dirección institucionalizada): 51-64 la comunidad como misión, como envío misionero: 63 ministerio para Pablo: predicación, dirección y edificación de la

comunidad: 29 incorporación (ordinatio) de los ministros en las comunidades

paulinas: 32s presbíteros instituidos por Pablo y Bernabé: 30 ministerio en el NT = servicio, diaconía: 20 ministerio = a transmisión del «evangelio apostólico», del «depó­

sito encomendado»: 34 ministerio = carisma compartido de la apostolicidad: 29 ministerio es esencialmente colegialidad: 91 ministerio del NT y posterior «jerarquía eclesiástica»: 67 misión del ministro, conservar (paratheké) «el depósito encomen­

dado»: 34

índice analítico 235

Período posniceno dimensión eclesial del ministerio: 124s Concilio de Calcedonia (451): «Nadie puede ser ordenado de

forma absoluta»: 77 ordenación absoluta: 77, 80ss, 101, 102 n. 56, 103, 108 «ordinatio» en el Derecho romano: 78 «ordinatio» = llamada de una comunidad e imposición de manos:

79 carácter sacerdotal = incorporación del ministro a una comunidad

concreta: 90 clérigo y laico. No significan diferencia de estado, sino de fun­

ción: 129 «titulus ecclesiae» = incorporación del ministro a una comunidad:

102 n. 56 Segundo milenio: personalización del ministerio: 101-121

cambio radical del concepto de ministerio y sacerdocio: lOlss influencia del feudalismo: 101-111 fundaciones y donaciones feudales: 106 «titulus ecclesiae» = benefitium, seguridad de subsistencia: lOls «ordo clericalis» (clero) y «ordo laicalis» (pueblo): 79 n. 3 la «ordenación absoluta»: 101, 102 n. 56, 103, 108 potestad de jurisdicción y «territorialidad»: 106 potestad de orden y potestad de jurisdicción: 107s, 145 «gracia de estado» sacerdotal: 118 sacramentos sin eclesiología: 124 carácter sacramental, fundamento del sacramento del orden: 104

n. 60 «opus operatum»: 109 ordenación personal del individuo: 108 «sacra potestas», fuerza básica del sacramento: 124 «sacra potestas» en el conflicto entre sacerdocio e imperio: 108 el sacerdote, mediador único entre Dios y la comunidad: 125 uso privado del sacerdocio, sin comunidad: 120s la misa privada: 108 «supplet ecclesia»: 144 «utilitas ecclesiae»: 147 el celibato obligatorio (Concilio I I de Letrán, 1139): 151 carácter sacramental y celibato: 132 n. 17 Trento acentúa y sanciona definitivamente esta concepción del sa­

cerdocio y del ministerio: 119 monacato, «segundo bautismo», vida ideal cristiana: 107 mujer y ministerio: 167-169

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236 índice analítico

la mujer al margen de las instancias decisorias de la Iglesia: 167 obediencia cristiana y su dimensión dialéctica: 176

obediencia de fe y «leal oposición»: 176 obediencia a la voluntad de Dios ante mediaciones eclesiales, se­

gún Tomás de Aquino: 177s obediencia frente a los «signos de los tiempos»: 178

obispo y presbítero identificados en Lucas: 31 el obispo en las Pastorales: 35s el obispo = sacerdos hasta el siglo v: 87 n. 20 «modelo episcopal monárquico»: 36 n. 16 obispos y diáconos en la Didajé: 42 ordenación del obispo, según la Traditio de Hipólito: 84ss episcopado, origen de todos los ministerios, según Tomás de Aqui­

no: 128

Pablo, sus viajes y fundaciones: 51-64 carácter de sus comunidades: 51ss fundadas «desde arriba», pero constituidas «desde abajo»: 63 la comunidad como misión, envío misionero: 63 su apostolado como servicio, diaconía, no dominio: 39 el cristianismo paulino fue un cristianismo «urbano», no campe­

sino: 54 Pablo y el Concilio de Jerusalén: 58 Pablo y Bernabé: 58ss Su meta fue siempre Roma: 51, 55, 60 rechazo del paulinismo por el judeo-cristianismo: 61

poder de dispensa: 145 praelatio y subiectio para la teología medieval: 129 presbíteros instituidos por Pablo y Bernabé: 30

ordenamiento presbiteral de la iglesia de Jerusalén: 30 un «presbítero» escribe las cartas 2 y 3 de Juan: 45ss colegio de presbyteroi en las Pastorales: 35 la ordenación presbiteral, imitación de la de los rabinos judíos:

32 n. 14 ordenación del presbítero, según la Traditio de Hipólito: 87 en el período preniceno el presbítero no es sacerdote: 87 n. 20 desarrollo semántico del término «presbítero»: 31

sacerdocio tres diversas imágenes del sacerdocio: patrística, feudal y moderna

(tridentina): 123

índice analítico 237

sacerdote, «forma gregis», modelo de la comunidad: 68 relación sacerdote-presbítero: 88 sacerdocio, participación en el espíritu profético y sacerdotal de

Cristo: 87 sacerdote (obispo, presbítero) y eucaristía: 94 sacerdotalización del ministerio: 87 n. 2, 100 sacerdotalización del vocabulario de la Iglesia sobre el ministerio:

153 potestad de orden y carácter: 90 sacerdocio, un estado de vida para el feudalismo, no servicio a la

comunidad: 107 sacramento, signum efficax gratiae: 124

sacramentos y eclesiología: 124 sacramento, dimensión oficial y carácter jurídico: 100

símbolo niceno-constantinopolitano: 21 n. 7 Sínodo de Obispos de 1971: 179-211

diverso contexto del Vaticano II : 189 su oposición al aggiornamento de Juan XXIII: 188 postura abiertamente preconciliar: 188ss ofreció un panorama algo penoso: 195 su «gran negativa» y gran fracaso: 187

Suenens, cardenal, y su actuación en el Sínodo de 1971: 208 supplet ecclesia: 144

Teoría teológica y praxis cristiana: 176 Timoteo y Tito, «hijos legítimos» en la fe apostólica: 33 Tomás de Aquino y su concepción del sacerdocio: 110 Trento (concilio de) y su significado en la transmisión de la fe: 14s

condicionamientos históricos del concilio: 115 valoración del concilio en relación con el ministerio: 115ss acentúa y sanciona definitivamente la imagen medieval de minis­

terio y sacerdocio: 119 Iglesia marcadamente jerárquica: 118 olvida el sacerdocio de los fieles: 118 vincula de forma exclusiva el sacerdocio a la eucaristía y la con­

fesión: 188 la comunidad y el nombramiento de los ministros: 118 el sacerdote, mediador entre Dios y la comunidad: 120 el carácter sacramental para tomistas y escotistas: 119

utilitas ecclesiae: 147