Sent i Do Del Pasado

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E d i c i o n e s E l C o b re

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E L S E N T I D O D E L PA S A D O

H e n r y J a m e s

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C o l e c c i ó n A b y e c t o s , d i r i g i d a p o r L u i s C a y o P é r e z B u e n oT í t u l o o r i g i n a l : T h e S e n s e o f t h e P a s tD i s e ñ o g r á f i c o : G . G a u g e r

P r i m e r a e d i c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 9© d e l a t r a d u c c i ó n : A g u s t í n L ó p e z To b a j a s y M a r í a Ta b u y oE l C o b r e E d i c i o n e s , 2 0 0 9c / F o l g u e r o l e s , 7 , b a j o s 2 ª - 0 8 0 2 2 B a r c e l o n aw w w. e l c o b r e . e sM a q u e t a c i ó n : T G AD e p ó s i t o l e g a l : M - 1 3 0 3 3 - 2 0 0 9I S B N : 9 7 8 - 8 4 - 9 6 5 0 1 - 5 9 - 1I m p r e s o e n l a U E - P r i n t e d i n t h e E U

C o l e c c i ó n p r o m o v i d a p o r

E s t e l i b r o n o p o d r á s e r r e p r o d u c i d o , n i t o t a l n i p a r c i a l m e n t e , s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .

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Tr a d u c c i ó n d e M a r í a Ta b u y o y A g u s t í n L ó p e z To b a j a s

EL SENTIDO DEL PASADO

Henry James

E l C o b r e

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Í n d i c e

Libro primero 11

Libro segundo 47

Libro tercero 93

Libro cuarto 119

I 119

II 142

III 212

IV 263

Notas para El sentido del pasado 273

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L i b r o p r i m e r o

Ocurrieron de forma concordante y a la misma hora.Me refiero a los dos acontecimientos principales que—aparte de la desaparición de su madre, todavía re-ciente y profundamente sentida— le habían sucedido aRalph Pendrel, quien a los treinta años había conocidomenos cambios imprevistos en su vida que muchoshombres a su edad. Pero como estos dos hechos fueroncompletamente distintos, para mayor claridad los ex-pondré por orden. Hasta entonces, y por la fuerza delas circunstancias, se había enfrentado fundamental-mente a la vida en términos de pérdida y sacrificio: cir-cunstancias escasamente representativas y, en todocaso, inevitables de una trayectoria accidentada. Se ha-bía quedado sin padre ya en la infancia, y había vistomorir después a dos de sus hermanas; en virtud de lamisma ley, había sido separado a los veinte años de suúnico hermano, mayor que él; finalmente había conoci-do la ruptura del más fuerte de todos los vínculos, unafecto por el que, en tanto que exigencia vital, había te-nido que renunciar a muchas otras cosas. Entre éstas, yno como la menos importante, no había tenido quecontabilizar todavía a Mrs. Stent Coyne, aunque la ideade tal peligro estuviera, la víspera de su crisis, comple-tamente presente en su cabeza. De hecho, el peligro es-

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taba ahí, ante él, aunque la primera nota de la crisis hu-biera sonado ya en aquel momento, procedente de unlugar distinto, revestida con la forma de un verdaderogolpe de suerte. Parecía que lo que el destino podía re-clamarle en esa ocasión no iba a ser precisamente otroacto de renuncia. Una carta de un amigo de Inglaterra,un compatriota que pasaba unos meses en Londres,donde tenía algunos amigos, le había anunciado lo quese rumoreaba sobre la grave enfermedad y la inminenteextinción, a una edad avanzada, de la última personaque en ese país llevaba el nombre de la familia deRalph: un primo lejano, cuya existencia nunca le habíapreocupado. Esta indiferencia se vio en alguna medidaalterada por una observación de su corresponsal: «¡Sinduda heredarás algo cuando muera!».

«Sin duda» era mucho decir, y la posibilidad, com-pletamente aventurada, daba demasiadas cosas por su-puestas. Sin embargo esas palabras tuvieron su reper-cusión. Y ésta consistió en la decisión de Ralph demencionar el asunto, junto con algo más que le veníarondando los últimos meses, algo que finalmente se ha-bía decidido a contar a la mujer que amaba. Había te-nido sus temores y, además de otros impedimentos, unadesafortunada concatenación de circunstancias y la au-sencia de una ocasión favorable le habían disuadido dehacerlo durante mucho tiempo, pero estaba resueltoahora a no dejar pasar nada que pudiera suponerle unaayuda. Que existiera alguna posibilidad de heredaruna propiedad en Inglaterra —probablemente algunavieja y maravillosa mansión— y que estuviera en con-diciones de anunciárselo podía servirle de ayuda; aun-que menos, en realidad, por suponer una mejora del es-

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tado de su fortuna, que era bastante aceptable, que porhalagar la afición que ella mostraba por lo novelesco.Esa inclinación siempre había sido muy fuerte, y entodo caso, ¿qué podía ser más seguro en Nueva York,en Park Avenue, para conseguir un efecto irresistible,increíble, por usar un término vulgar, que la posibilidadde recibir algo raro y con historia, algo antiguo y ex-traño? Aurora Coyne era un ser especial; por eso su in-terés por ella y su influencia sobre él eran tan fuertes.Hermosa, diferente, orgullosa, tenía cierta sintonía contodo aquello que no era como las cosas que la rodea-ban, y los objetos comunes, por abundantes que fueran,no eran el cebo que se le podía ofrecer. Estaba contento,en ese momento, de que su nombre, según la opinión ge-neral —sobre todo, era cierto, en Park Avenue—, pro-yectara una nítida y hermosa sombra a la que remitirse,o, en otras palabras, que su genealogía se remontara ha-cia el pasado sin demasiadas ramificaciones laterales.Sabía lo poco que le ayudaría el poseer simplementemás dinero, y que le hubiera gustado ser una personade otro tipo; pero sabía también que su ingenio podíaen ocasiones complacerla y ahora estaba en condicio-nes de recordárselo; así que, dando vueltas al asunto,encontró ayuda en la convicción de que, en el peor delos casos, ella pudiera casarse con él por curiosidad. Dehecho, él mismo se encontraba ahora presa de una cu-riosidad que quizá fuera contagiosa.

En cualquier caso, el elemento de incertidumbre, talcomo se presentaba, procedía en gran parte de los últi-mos cambios que ella había experimentado en su situa-ción; en la medida en que no fuera un fruto visiblemen-te más maduro de la sensación, notablemente fuerte

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desde el principio, de algo que sólo podía denominarcomo el mayor conocimiento que ella tenía de la vida.Ya en más de una ocasión había debido tener en cuentaque, de los dos, era ella la que, como se suele decir, ha-bía visto más mundo; y no menos ahora, al volver aAmérica, después de la muerte de su marido en el sur deEuropa y bajo la constricción de otras circunstanciasque él intuía más allá de su alcance, con los aires que ledaba su experiencia de la diplomacia pública. Sus par-tidas, ausencias y regresos, regresos realizados con elúnico propósito de dramatizar nuevas desapariciones,eran algunas de las cosas que la habían hecho aparecerante él con todo su brillo, deslumbrante, casi cegador,como adquirido tras una iniciación más amplia. Sólo lahabía visto así en ciertos momentos de su continuadarevolución; había ignorado muchas cosas de las quedesbordaba la copa del conocimiento de aquella mujer;en pocas palabras, lo que él tenía el privilegio de saberde ella se limitaba a las bajadas y lapsos de la cadenciageneral, como él lo llamaba, que ella marcaba de ma-nera tan insolente. Al compartir continuamente de niña,y luego de adolescente, la vida que sus padres llevabanen otros países, en su primer encuentro, en su vigésimocumpleaños —con respecto a la edad iban muy acom-pasados—, ya se encontraba en posesión si no de cin-cuenta años de Europa, al menos de algo que le habíahecho considerar su estado sedentario como un ciclo deCatay. El período que siguió a continuación había sidosu estancia más prolongada en casa, así como el mo-mento de la mejor oportunidad para él, oportunidad,sin embargo, no tan feliz como para haberse podido an-ticipar a su matrimonio con una persona tan diferente

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y con un pretendiente tan selecto como Townsend Coy-ne, acontecimiento que, a su vez, había sido pródigo enconsecuencias.

Algunas de ellas, como la inmediata emigración aEuropa de la feliz pareja, tal como habían proyectadode antemano, había sido en lo esencial del tipo ya indi-cado; otras, como la temprana pérdida de salud deCoyne durante un viaje a Oriente, resultaron inespera-das y lamentables. Después de un año o dos había rea-parecido con su esposa en América, donde el ambientehogareño le fortaleció tanto, al principio, como parapresuponer que su asentamiento sería permanente; lue-go, decepcionado y amenazado de nuevo, huyó otra vezcon ella para pasar, muy fatigosamente, otro período enconsultas médicas y climas diversos. Al final el desenla-ce había sido, de forma demasiado prematura, la muer-te de Coyne, prevista desde hacía algunos meses, enPisa, lugar que él amaba y al que había sido trasladadodesde Florencia, y que escogió, como dijo, pensando enel fin. Afligida y sin hijos, su joven viuda había atrave-sado una vez más el océano y, anunciando su propósitode un descanso indefinido, había pasado otro inviernoen Nueva York, en el transcurso del cual Ralph Pen-drel, obligado a permanecer allí por los asiduos cuida-dos que prodigaba a su madre, carga más pesada quenunca en aquella época, pues no cesaba de debilitarse,la había visto en repetidas ocasiones; todo lo cual, sinembargo, no había impedido, por parte de Mrs. Coyne,la perversidad de una nueva partida, un paso súbito einconsecuente, que sorprendió e incluso desconcertó anuestro joven, consciente como sin duda lo era en eseinstante de todo lo que habría hecho si hubiera podido

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retrasarlo un poco. Había sentido ciertos escrúpulosen proponer matrimonio a una mujer supuestamenteapenada, sin duda en el luto más profundo, de modoque el hecho de que ella desplegara de nuevo sus alas leafectó como si se hubiera aprovechado un poco injus-tamente de sus escrúpulos. En realidad era como si sehubiera ido porque sabía lo que habría sucedido en casode no hacerlo; pero fue precisamente también por ha-ber manifestado su intención de no volver a marcharsepor lo que él, con su dilación, había dado prueba deuna decencia cuyo mérito esperaba que ella reconocie-ra. Sin duda se lo había reconocido, pero ¿de qué leservía en Nueva York una ventaja de la que no habríapodido gozar —en el sentido pleno del término— sino,por ejemplo, en Roma? Hubo momentos en que, dehecho, apenas sabía si aquello había servido a su cau-sa, pensando que con su actitud lo único que habíaconseguido era introducir confusión en los episodiosde la vida de su amiga. Quizá, después de todo, ella sehabía retirado sólo para subrayar más intensamente elacto de la espera. ¿No era al menos algo para él ha-berla inducido a abandonar un proyecto? La aparien-cia se componía de dos elementos, y si se hicieran másclaros, esos elementos podrían, de algún modo, recon-ciliarse. El plan de ella y el de él no eran, después detodo, cantidades que se negaran a mezclarse de mane-ra absoluta, y en cuanto a la cuestión de qué era aque-llo, en particular, a lo que se podía renunciar a cambiode otra cosa, las combinaciones, entre dos personas nototalmente desprovistas de inteligencia, eran práctica-mente infinitas. Siempre habría algo que ganar mien-tras quedase algo a lo que renunciar. Y cuando, final-

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mente, la pobre Mrs. Pendrel murió, fue como si Auro-ra hubiera actuado obedeciendo a esa idea. Desembar-có de nuevo desde el paquebote de la línea Cunard yesta vez, tal como se manifestó y como ya he insinuado,con una actitud completamente decidida. Enseguidatomó posesión de la espaciosa vivienda que su esposo lehabía legado.

Nunca había sido más espléndida, digámoslo inme-diatamente, que a la luz de la recepción que le dio des-pués de estos acontecimientos: alimentó generosamentela fantasía que él tenía —carente de instrucción, comoconfesó con pesar— de la semejanza de Mrs. Coynecon algún gran retrato del Renacimiento. Ésa era laanalogía que, en los momentos favorables, cuando seacercaba a Park Avenue, o tal vez todavía más cuandose alejaba de allí, había inocente y coherentemente des-cubierto en ella: era una princesa italiana del cinque-cento, y Ticiano o el gran Veronés podrían, según la ex-presión conocida, haber firmado su imagen. Tenía elcolor encendido de antaño y un aire de noble seguri-dad. Las raíces de su florecimiento estaban regadas porWall Street, donde el viejo Mr. Coyne, junto con suabuelo materno, ambos todavía en activo y casi igual-mente orgullosos de ella, intrigaban para dirigir la co-rriente de oro; de modo que la planta parecía surgir deun suelo en que las perturbaciones —cuando se produ-cían— ofrecían al pánico al menos una tierra más pro-funda que una caída de valores. Una gran y apacible be-lleza, vestidos de escote cuadrado, múltiples joyas enbruto, el hábito de contemplar los conflictos desde arri-ba y, sin embargo, mirar el peligro con un coraje pro-bado, eran algunas de las impresiones que se asociaban

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a su presencia. Por eso, cuando, a modo de respuesta,lentamente y con benevolencia, negó con la cabeza portres veces, a Ralph le invadió la triste sensación de que,después de todo, había hecho su apuesta sólo sobre unasensibilidad representada en un cuadro. En otras oca-siones le había herido con gran dureza, mientras queahora, claramente, hubiera dado cualquier cosa por pa-recer amable; sin embargo, al cabo de esos diez minu-tos de amabilidad Ralph se sentía como si estuviera depie, bajo su ventana cerrada, en la oscuridad y sopor-tando la granizada. Esto le llevó a la verdad que hastaentonces se le había escapado: él no tenía nada en co-mún con la visión que ella tenía —tan particular, tan ín-tima— del tipo de fuerza personal, de ascendiente sobresus nervios y sus sentidos, que hubiera podido lograr deella una segunda rendición. Siempre le había parecidoextraña aquella primera vez que ella se había rendido,contra toda verosimilitud, a Townsend Coyne, tan mis-terioso aunque tan astuto, tan enfermo, hasta el puntode parecerlo de forma patente, aunque, en proporción,tan poco conmovedor y tan aparentemente cargado deexperiencias, o al menos de conocimientos tensos y am-biguos, más por el gran gasto que hacía de todo ello,por decirlo así, que por los equivalentes acumulados desabiduría o de gracia. Ralph, al mismo tiempo, se decíaen cuanto a esto que en el caso de una relación tan ínti-ma, en realidad tan oscura, nada se apreciaba desdefuera; era algo universalmente conocido, por poco quese encuentre en la práctica, en la pretensión general deobservación, que posiblemente nadie, sino el hombre yla mujer afectados, pueden conocer la verdadera natu-raleza ni la menor circunstancia de su unión. No im-

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portaba ahora, por tanto, que las condiciones de losCoyne le hubieran planteado una pregunta imposible decontestar; la respuesta era la de Aurora, fuera cual fuesesu aplicación futura, fuera cual fuese la determinaciónde su conducta posterior. Ella había sido admirable einescrutable: ésa era la única claridad; aunque, de he-cho, desde esa perspectiva se pudiera decir, forzándoloun poco, que si el futuro le debía compensaciones, pro-bablemente ella las consideraría numerosas.

Si, en cualquier caso, ella le hubiera mostrado, en unestallido de confianza, esa visión compensatoria, él sehabría sentido sumamente feliz incluso a costa de supropio orgullo; pero ella la alimentaba ahora, al menosinicialmente, en silencio, para desconcierto de Ralph,sólo con algún débil gesto de su distinguida cabeza devoluminosas trenzas. Esto le llevaba sobre todo a decir-se que si con veinte años ella se había casado con un tí-sico incurable, ahora, a los treinta, no se casaría con unsimple pensador, que era por lo que, con cierta guasa,se hacía pasar Ralph en Nueva York, donde este perso-naje es tenido, en efecto, casi en tanta estima como elderviche en el Bast, y donde, una vez, ante la puerta desu casa, casi se había convertido en su designación pro-fesional, consignada por el funcionario que le visitabapara la elaboración del censo. Los promotores de Au-rora Coyne, como en Park Avenue se denominaba tan amenudo a su abuelo y al padre de su difunto esposo,eran miembros de la cámara de comercio local, pero élhabría encajado mejor como un Malatesta o un Sforza:así que ella habría podido contraer matrimonio con undéspota o un condottiere. En menos de un cuarto dehora él había perdido toda su soberbia.

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—Ya veo, ya veo —dijo—, tengo con usted aún me-nos posibilidades de lo que me temía; y el cielo sabe queno había pecado por presunción.

Mrs. Coyne siguió respondiendo muy parsimoniosa-mente, hasta el punto de que, para reducir la incomodi-dad que a ella pudiera crearle la parquedad de sus ate-nuaciones, él se arriesgó a expresar su opinión, searriesgó incluso, por caridad, a obligarla a contradecir-le. No le imputó por entero el deseo de despacharle he-rido, pero sí hizo que se preocupara lo bastante paracontradecirle, lo que disminuiría en algo su derrota.

—El único tipo de hombre que realmente podríagustarle sería algún gran aventurero. Usted se casará eldía que encuentre a uno de sus mismas proporciones,un general de gran estilo, un filibustero o un bucanero.Podría tratarse de un gran soldado, tanto más cuantoque hay algunos de ellos por ahí; sin embargo, tampo-co es eso exactamente. Por supuesto, no lo admitirá,pero tendría cierta sombra de rufián. Es una pena queya no haya piratas; usted habría enloquecido por PaulJones. Un aventurero no es suficiente; su ideal es el fo-rajido. Sin embargo, también yo, a mi manera, soy unforajido. Pero soy demasiado intelectual.

—Sabe que siempre he pensado —respondió ella alcabo de un momento— que usted era una persona inte-ligente.

—Bien, entonces ve lo inteligente que soy. He puestoel dedo en la llaga. No puede negarlo. Yo la veo comoes, y usted no me ve; de manera que, después de todo,en cierto sentido tengo ventaja.

Ella hablaba siempre tras pequeños intervalos; no,sin embargo, como quien pretende mostrar que ha to-

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mado en consideración las palabras de su interlocutor,pues las de Pendrel, al menos, jamás recibieron una res-puesta directa.

—No he esperado hasta ahora para sentir que ustednunca sería feliz conmigo. Soy demasiado estúpida.

—Ésa no es sino una manera de decir que soy dema-siado pequeño. ¿Qué necesidad tengo, de todos modos,del ingenio de algún otro?

—Me gustan los hombres de acción —terminó porresponder—. Los hombres que han atravesado algunaprueba.

—Y yo no he pasado por ninguna, ya veo, sino porla larga disciplina de mi contenido amor por usted.

Ella siguió hablando; sus ojos audaces y graves fijosen él, sin tener en cuenta nada, sin esquivar nada, comosi no le hubiera oído.

—Si hubiera alguna posibilidad de que fuera unhombre de su tipo, sería usted. Hay cosas en usted queme gustan. Pero sería horrible que tuviera que renun-ciar a algo por mí. Usted tiene que hacerse grande. In-telectualmente —explicaba ella como si estuviera citan-do de un libro.

—Sí —Ralph se reía al tiempo que suspiraba—, ¡re-secarme, marchitarme! ¡Debe usted de despreciarmepara decir tal cosa! ¿Por qué no me dice de inmediatoque espera no volver a verme nunca más?

—Es usted guapo —señaló ella sin compasión.—¿Un hermoso gusano? —preguntó él—. ¿Un deli-

cado insecto perfectamente clasificado? ¿Un escarabajode biblioteca que se arrastra lentamente, ligeramenteiridiscente, que se puede comprimir, pero resistente alaplastamiento cuando el libro se cierra sobre él?

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—Es usted guapo —repitió ella simplemente.Dio la impresión de que él admitía algo, o al menos

que entendía algo en todo ello.—¿Por qué no basta, entonces, ser un caballero, sin

ser por ello un imbécil?—Oh, sí, sí que basta; estoy contenta de conocerle y

de que usted sea como es. Es bueno saber que existenpersonas como usted; aunque, se lo aseguro, no creo quehaya muchas. Es usted guapo —observó una vez más.

—¡Muchas gracias! —replicó él con franca irrita-ción—. Preferiría que me encontrara lo bastante feopara pensar en mí. Si pudiera descifrar lo que ustedquiere que se haga, le aseguro que no me quedaría pen-sando en las musarañas. ¿Qué es lo que quiere, qué...?—insistió—. Hay algo que la atrae pero que no está anuestro alcance, al alcance de ninguno de nosotros:¡pobres diablos que somos! ¿Ve? Al menos tengo la su-perioridad que me da el querer saberlo. Dígalo, vamos,dígalo; no importa que sea algo espantoso o criminal;no retrocederé ante ello.

Con los ojos fijos en él, e incluso, habría podido pa-recer, con una extraña y perversa admiración, ella espe-ró según su costumbre. Pero cuando habló, fue terrible.

—Continúe simplemente sus estudios.Esto le produjo por un instante el efecto de una bo-

fetada en pleno rostro, haciéndole enrojecer y provo-cando que una lágrima brotara de cada uno de sus ojos.

—¡Cómo debe de odiarme! —Y luego, mientras ellacambiaba de color, añadió—: ¡Y todo porque he escri-to un libro!

Aunque, en efecto, hubiera cambiado de color, noconcedía nada:

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—Que he leído —respondió simplemente— con elmayor interés, aunque no pretendo haberlo comprendi-do por completo. Espero que escriba muchos más.

—¡Muchos más! —se rió—. Encantador —se burlósin ver adónde iría a parar—. ¡Es encantadora la mane-ra en que, al parecer, usted se imagina que uno impro-visa estas cosas! ¡Qué idea se hace la gente de «los li-bros»!

Había ido demasiado lejos sin percatarse de ello; ha-bía ido tan lejos que, un instante después, a la vista dealgo que aparecía en su rostro, no pudo hacer otra cosaque detenerse. Ella estaba realmente interesada; y él lahabía llamado «gente», había dado grotescamente unavoltereta ante ella sobre un objeto informe que él mis-mo había puesto, y que había puesto, además, atrave-sado. Ella estaba realmente interesada, sí; pero ¿qué eraexactamente lo que le interesaba? Pasado un instante,Ralph adoptó un tono diferente, con intención de pre-guntárselo, pero ella, a su manera, había empezado adecírselo.

—Me he planteado, en relación con la posibilidad deun nuevo matrimonio, una condición; pero es algo de loque sólo pensaba hablar cuando me encontrara en uncallejón sin salida, adonde, debo decirle, creo que meha empujado usted.

Como si pensara que con eso le había explicadotodo, continuó:

—He vuelto, ¿sabe?, para quedarme.Para Ralph, todo aquello apenas explicaba nada; sin

embargo, como advirtiera en su mirada algo que lo am-plificaba, vio más o menos lo que iba a venir y sonriósin convicción.

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—Ya dijo eso la última vez, ¿no lo recuerda?—Sí, lo dije la última vez, y está usted en su derecho

de reírse y dudar de mis palabras. Nadie sino yo puedesaber que soy una persona seria, ni puede saber porqué; por otra parte, no puedo dar mis razones y su-pongo que debo aceptar ser ridícula. En cualquier caso—añadió con una especie de hermosa inflexibilidad—,no exhibiré mi ridículo ante el mundo. Me explicaréaquí.

La fuerza de su énfasis le pareció realmente extra-ña, pero antes de que Ralph pudiera decírselo, ellacontinuó:

—Nunca me iré, nunca.Esto aportó de súbito una mayor claridad, y él pare-

ció comprender. Había algo que ella no quería ni podíanombrar, pero su tono bastaba para delatarla. Habíatenido «en algún lugar del extranjero», como el pobreRalph solía decir a menudo, un encuentro, una aventu-ra, una emoción, que llenándola de rabia o de vergüen-za, dejando tras de sí una herida o un horror, había ter-minado por prescribirle, a modo de bálsamo o devenganza, la renuncia al mundo que lo había hecho po-sible. La naturaleza del accidente ocurrido a aquellamujer era materia de reflexión; pero Ralph presintió demanera natural que el asunto no le incumbía en abso-luto y que ni siquiera debería, a ningún precio, enterar-se de eso. Aquello había envenenado para ella todo uncontinente, un hemisferio, y en aquel momento cayósobre él un silencio tal como si realmente hubiera esta-do contemplando ese secreto. Mientras proseguían laconversación, durante unos instantes él pudo, en todocaso, establecer ciertas relaciones.

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—¿La condición de la que habla es, pues, que no sele vuelva a pedir que deje este país?

Ella sacudió la cabeza como apiadada de su pobrevisión, aunque él mismo la hubiera fingido.

—No, es peor que eso.Fue entonces cuando realmente adivinó, aunque

algo en él le quitaba las ganas de concluir.—Ya —observó vagamente—. ¡Ha tenido suficiente!—Sí —dijo ella con un suspiro lleno de todo el senti-

do que su observación no incluía—. ¡He tenido sufi-ciente! —y se alejó como si ahora él ya pudiera ver de-masiado.

Al minuto siguiente, sin embargo, estaba de nuevosobre él con lo que debía servir por el momento comocontinuación suficiente de la historia.

—Es pedir algo demasiado monstruoso, y yo no lopido. Hace todo tan imposible que habría preferido milveces que usted no me hubiera hablado. Como verá, nonos puede hacer ningún bien a ninguno de los dos; sólopuede dar de mí la imagen de una persona bastanteloca, inhumanamente perversa, si lo prefiere, y no ledeja siquiera la esperanza de curarme o redimirme. Y,compréndalo, tendría que pedirle —ahora se explicabaplenamente— una promesa.

Él sonrió más distante.—¿Debo prestar juramento…?—De que nunca se irá.—¿Nunca, a ninguna parte... quiere decir?Esta vez su pausa hacía más visible su pensamiento.—A ningún lugar, sobre todo al que más desee. Oh

—dijo ella—, sé qué es lo que más desea y lo que tienemil razones para desear. Sé lo que ha sido su vida ad-

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mirable y cómo, por un extraño azar, se ha mantenidoaquí, inmovilizado. Sé que usted es libre al fin y que, de-jando a un lado, si insiste en ello, su idea sobre mí, aho-ra no tiene naturalmente otro pensamiento en la cabezaque recuperar el tiempo perdido y reparar su sacrificio.Ésa es naturalmente su necesidad, mucho más que la fan-tasiosa necesidad a la que usted obedecía al hablarme; yes mi convicción en cuanto a eso lo que me da fuerzaspara hablarle como lo hago. No temo, ya ve —ganabaconfianza y adquiría así una fuerza de expresión quenunca antes había tenido—, tener sobre la conciencia miéxito con usted. Por el contrario, sencillamente me he ex-puesto; lo que, sin embargo, no lamento en absoluto si leayuda a aclarar sus sentimientos.

Daba la impresión de que era en realidad a este ejer-cicio de caridad y a nada más a lo que finalmente seprestaba, aunque Pendrel empezaba a recibir todo aque-llo como si también él viera la verdad. Era al mismotiempo muy característico de Aurora Coyne que, en elmomento mismo de indicar el sacrificio que había rea-lizado, su acto de «exponerse», como ella decía, al queconsentía por la paz última de su amigo, hundiera has-ta el fondo el cuchillo que había clavado.

—Mi excusa habría sido, de haber existido algunaesperanza para mí, que usted representa el caso perfec-to de lo que yo llamaría mi propia salvación. No se en-cuentra fácilmente a un hombre de su condición, en ge-neral, que, como se suele decir, no haya «viajado»; ymucho menos todavía a un hombre de su condición enparticular. Por su condición particular —proseguía ma-ravillosamente Aurora Coyne— me refiero a la de unhombre con tantos conocimientos que da la impresión

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de que sólo los ha podido obtener mediante una expe-riencia inmensa. Usted lo sabe todo, y, sin embargotodo lo ha aprendido aquí; algún milagro le ha benefi-ciado, ¡o lo que viene a ser lo mismo, ha beneficiado lavisión que yo tengo de usted! Yo no sé, ni siquiera consus afortunadas condiciones, en qué ha podido consis-tir, pero hace de usted, ¿no le parece?, un caso único ensu género. Si se hubiera echado a perder no habría ser-vido de nada; y desde luego, menos en estas circunstan-cias. Sólo que no puedo dejar de reconocer —conclu-yó— que eso no ha ocurrido.

No había duda alguna en cuanto a la naturaleza delesfuerzo hecho por Pendrel para hacer justicia a esasobservaciones.

—Me lo dice con el esplendor que preside cadaaliento de su ser. No me he echado a perder: entiendoperfectamente que esto es lo que quiere usted decir;pero puedo hacerlo.

—Se echará a perder —dijo ella casi tiernamente—.Lo hará de forma magnífica.

—Es decir, para usted —continuó Ralph.—Para mí, ciertamente. Después de todo, ¿no es sólo

de mí de quien hablamos?Él no dijo nada, y el silencio que se produjo entre

ambos pareció indicar, por un instante, que súbitamen-te ella le había dado una oportunidad. Es más, esteefecto se hizo mayor a partir de lo que él dijo, final-mente, tras moverse con desasosiego hacia la ventana,permanecer allí unos instantes, mirando hacia fuera, yvolver luego.

—¿Me aceptaría sin reservas si yo renunciara for-malmente a todo eso?

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Y señaló con un brusco movimiento de cabeza elmundo exterior, cuya impresión renovaba con tanta in-tensidad.

—Ah —respondió ella de manera decepcionante—,no he dicho exactamente eso.

El pobre Pendrel volvió a abrir desmesuradamentelos ojos.

—Pero ¿qué es, entonces, lo que dice? ¿Espera querenuncie por nada?

—No espero de usted, como le he dicho claramen-te, ningún grado de renuncia. ¿Por qué debería renun-ciar? —añadió—. Nadie sabrá nunca lo que usted haperdido.

—Nadie salvo yo —respondió con los ojos fijos enella.

—Oh, creo que usted menos que nadie.Había respondido tan directamente que sus palabras

tenían casi un tono de levedad, y esa inflexión le habíairritado.

—¡Lo que pide es demasiado siniestro!Pero ella encontró una rápida respuesta.—Yo no pido nada. Es usted quien pide. Yo no hago

más que responder. Declino el honor de su mano y ledoy mis razones. De no habérselas dado habría sido sinduda menos absurda, y mi recompensa es que no estoyrealmente segura de que no hubiera de haber sido aúnmenos cruel. No estoy segura —continuó— más que deuna sola cosa, o quizá de dos: de que estoy todo lo locaque usted quiera, pero también de que soy igualmenteinflexible. En cualquier caso, no piense que debe o quepuede transmitirme cómo le afecta mi actitud. Hágamesimplemente el honor de creer que comprendo.

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De este modo pareció concluir tranquilamente, y eraen efecto en su sosiego donde más se mostraba su per-versidad; si bien esto era, en cierta manera, una ayuda,aunque pobre, para su pretendiente, que debía advertiren un instante la medida de su extensión y a la vezabandonar toda esperanza de abarcarla.

—Dice de mí que soy un «caso», pero me parece queusted es otro no menos extraordinario.

—No le apliqué el término de manera insultante —seapresuró a explicar ella.

Luego, como, cualquiera que fuese la manera en queella lo utilizara, él seguía sentado, frente a su implaca-ble dilema, con la cabeza entre las manos, Aurora Coy-ne añadió:

—¿No soy la primera en admitir que debo de pare-cer inexplicablemente exaltada (es la palabra que sinduda tiene usted en la cabeza), y exaltada por una cues-tión por la que a todos les parecería grotesco exaltarse?

Mrs. Coyne se reconocía, en definitiva, extravagan-te, maníaca, y se resignaba además a la moraleja de lahistoria, que era la ausencia de toda base para un posi-ble acuerdo. Había que aceptar su absurda diferencia, yella podía hacerlo tanto mejor cuanto que estaba segu-ra de lo que él pretendía decirle. Ralph ya tenía hechossus planes: «se embarcaba», ¿no es cierto?, la semanaque viene, el mes que viene, el año que viene incluso, sieso era lo más conveniente para ella, y le había llegadoa proponer que se embarcara con él. Esto no era, segúnlo veía él, apenas discutible; pero él debía embarcarsecomo si nada hubiera sucedido. Debía quedarse allí unatemporada larga, y ella tenía la certeza de que, una vezallí, se quedaría indefinidamente. Sí, inevitablemente

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eso era lo que iba a suceder: Ralph ofrecía el más claroejemplo de un hombre de treinta años, con medios, cu-riosidad, una elevada cultura y que, por alguna razón,nunca había viajado, pero que demostraría cómo laspersonas con esa historia infaliblemente compensan supasado no regresando nunca una vez que se marchan.¿Por qué debería regresar? Con sus gustos, recursos yposibilidades, con sus anhelos intensificados y su disci-plinada juventud, podría llevar una vida admirable.

Muchas cosas acudían a su mente mientras ella ha-blaba, pero sobre todo, acaso, la casi siniestra extrañe-za de haber sido condenado a esa prueba. Era la últimade todas las situaciones difíciles que jamás hubiera po-dido imaginar, la prescripción de una espera renovada,la menos probable que nunca hubiera pensado y la me-nos congruente con otras realidades. Para Aurora ésteera en realidad el resorte de su acción, la inconfesadainfluencia que había actuado en ella continuamente,cada vez menos dudosa. La dificultad estribaba en que,aunque él tenía todo de su parte, se sentía realmente en-tre la espada y la pared.

—Entonces —dijo en tono de súplica—, ¿no tienepersonalmente por mí ni siquiera el más mínimo inte-rés? Lo que tiene en la cabeza —continuó tras esperarpor un momento, en vano, una respuesta—, da igualcómo quiera expresarlo, es una pobre y fría teoría, muyorgullosa de sí misma pero con la particularidad de sersofisticada y estúpida. ¿Sabe?, no veo muy bien por quéyo debería sacrificarme en ese altar.

Después de lo cual, como ella continuara en silen-cio, como pensando que ya lo había dicho todo, pre-guntó:

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—¿Es inconcebible que, con el paso del tiempo, mevaya unos meses sin usted?

Ella sonrió, en su implacable esplendor, ante su con-movedora falta de comprensión.

—¿No será el problema que es usted incapaz de irsesólo por unos pocos meses? Sería además una lástimaque lo hiciera. Para mí sería lo mismo que se fuera paratoda la vida o por tres días. Le quiero perfecto, y treshoras lo impedirían. Cuando digo «le quiero» —conti-nuó ella generosamente— sólo quiero decir que le que-rría si tuviera derecho a ello. Ahora bien, mi locura, locomprendo, me priva de todo derecho. Pero al mismotiempo —insistió— no la socava lo más mínimo dicien-do que es una pobre y fría teoría. No pretendo que seaotra cosa: mi pobre y fría teoría es exactamente, enefecto, lo que sería interesante que entendiera, que en-tendiera desde joven, puesto que usted es joven, y pu-siera en práctica.

Él la siguió con el rostro sombrío.—¿Por el placer de ver lo que sería con cincuenta

años?—¡Eso es! —de nuevo, aquello la había animado—.

¡Y ver lo que es ser realmente inteligente! Precisamentepor el placer, si prefiere esa palabra, aunque yo utiliza-ría otra: aparte de la gran idea, el intenso interés, la be-lleza particular. Yo vería —dijo Mrs. Coyne— lo queeso hace de un hombre.

—¡Lo vería, en efecto! —dijo lacónicamente su visi-tante.

Su tono le hizo reír.—No lo diga como si fuera una amenaza, como si

usted fuera el genio maligno del bosque, que, para cas-

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tigarme por haberle privado de algo, quisiera abrirmelos sesos. Verdaderamente, usted estaría tan contentoconmigo, estoy segura, como yo con usted, y envejece-ríamos juntos en honor y patriotismo.

No obstante, un momento después se sintió más ani-mosa, lo que tuvo el efecto de hacer que pareciera másamable.

—En realidad todo se debe a su situación particular,sumada, quiero decir, a su cambio de opinión. El resul-tado de la combinación de su hambre (lo llamo, comoverá, por complacerle, como usted lo llamaría) y su pa-sión natural por todo lo antiguo es tan previsible comoel amanecer de mañana.

Ése era el tipo de hecho que se podía resumir en unaspalabras.

—La única manera que tiene de no quedarse es no ir.—Ya verá si me quedo —dijo Ralph tan secamente

como pudo.—¡Oh, hágalo! —confirmó ella con convicción—.

Lo mejor, después de todo, es no estropearlo, sea cualsea el camino que tome; y pensándolo bien, ¿no es tam-bién mucho mejor que usted sea perfecto para sí mismoque para mí?

—¡Cómo debe, afortunadamente, de odiarme y de-testarme! —repitió Ralph con la misma tristeza domi-nada—. Pues si no fuera así, ¡por qué nos íbamos a se-parar!

Esto pareció afectarla.—No sería tan indigno como usted parece sugerir;

pero, para concederle el beneficio de la duda, ¡no admi-tamos ni por un momento que se trate de eso! Quierodecir que no nos separaremos, dado que para que dos se

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separen, primero han tenido que estar juntos. Para queusted rehúse mi condición primero tengo que haberlaimpuesto. Acabo de mencionar —añadió para mayorclaridad— el hecho que hace de usted una buena presapara una teoría, pero no he mencionado el otro hecho,la manera en que usted está, a pesar de todo, enredado ycomprometido, lo que lo estropea todo. El sujeto idealde mi experimento —admitió ella perfectamente— notiene en verdad ninguna necesidad de ser una rara avis,un joven neoyorquino apasionado estudioso de la histo-ria. ¡Es allí —pareció reflexionar ella magnánimamen-te— donde mejor se puede estudiar la historia!

—¡Se burla de mí y me fustiga, e insiste además enello! —observó Ralph con determinación.

Pero ella presentaba ahora el asunto ante él como si,en la satisfacción que de ello obtenía, ningún error dejuicio pudiera interrumpirla.

—Se ha ganado sus vacaciones y lo más apropiado yjusto es que sean largas y tranquilas. No conozco nadamás excelente que la manera en que, año tras año, hapersistido usted en prescindir de ellas en nombre de lacaridad más próxima; y no soy tan estúpida como parano darme cuenta de los inconvenientes que con fre-cuencia debían de causarle en el trabajo intelectual,para el que a duras penas iba sacando tiempo, sus limi-taciones y privaciones. Lo ha hecho, valiente y pacien-temente, como ha podido, y estoy segura, ignorantecomo soy, de que nadie más podía haberlo hecho tanbien como usted en esas condiciones. Sólo que éstaseran tan desfavorables que es delicioso que, al final,puedan ser favorables. Esperaré a otro día —sonrió—para probar mi teoría.

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—Lo que usted espera —respondió Ralph tras uninstante— es evidentemente y sobre todo a otra per-sona.

Ella sacudió la cabeza como con gesto de renuncia.—Nunca aparecerá otra persona. Siempre habrá una

grieta. Si él es digno de la idea, sin duda se habrá ido. Sino se ha ido, sin duda no será digno de esa idea. Usted—¡oh, en efecto, tal como él decía, Aurora podía insis-tir!— habría sido perfectamente digno de ella.

—Tal vez podría intentarlo, sin embargo —sugirió élpensativamente—, si por cualquier casualidad pudieraacercarme a su idea lo bastante como para entenderlarealmente. Pero le aseguro que no comprendo nada.

Por un momento le pareció que, como respuesta, ellaestaba a punto de estallar de impaciencia y afirmar quesu falta de comprensión no debía preocuparle. De estemodo tuvo un vislumbre de lo que creía: que lo que ellahubiera deseado realmente es que él aceptara de formaconfiada su visión y, por decirlo así, como por amor ha-cia ella; que él sintiera la obligación de aceptarla, aco-modándose a ella ciegamente. Sin embargo, ella, pensóRalph, no tenía valor suficiente para plantearlo, y alminuto siguiente se contentó con defenderse comopudo.

—Tengo la desventaja, cosa que reconozco perfecta-mente, de no haber ajustado mis actos a mis palabras;y por eso, naturalmente, en mi posición lo tengo todocontra mí.

Ella sonrió de nuevo por lo vano de su lamentación,pero continuó.

—Si hubiera podido saber cómo iba a sentirme aho-ra, nunca me habría ido.

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Ralph trató de seguirla como si de ahí pudiera saliralgo:

—Pero ha hecho falta nada menos que su maravillo-sa experiencia, deduzco, para dar lugar a su actitud ac-tual. Sin ella no habría tenido ninguna actitud. Teníaque cualificarse para su reconvención.

Hablaba tan gravemente que en realidad parecía iró-nico, y eso la hizo estremecerse visiblemente.

—Bien, por supuesto que me considero cualificada,y, por supuesto, estoy contenta de ello. Se lo concedo, alo mejor, como una mera reacción inevitable, pero loque quiero señalar es que, como reacción, es definitiva.Al final, uno debe escoger —no podía, él lo veía, sinodejarse ir— e intensificar resueltamente la relación conla propia patria. Es el momento; aquí, en fin de comp-te, se puede al menos hacer o ser algo, mostrar algo,crear algo. Tratar de crear algo es, en cualquier caso,lo que se espera de nosotros, e incluso si no creamosnada, es preferible hacerlo aquí, donde se está, que re-correr miles de kilómetros para hacer el ridículo. Enresumen, quiero ser una americana como los demás,quienesquiera que sean los demás.

Ralph daba vueltas a todo aquello.—Sí, es el último grito, ¿y qué puede ser más intere-

sante que oírlo pronunciar más o menos en francés? Serecomienda para las «clases altas», y éstas tal vez inclu-so empiezan a probarlo. No costaría mucho —conti-nuó— hacerme decir que, inevitablemente, tenía que lle-gar el día en que, por un momento, sería la nueva pose.

—Imagino que, en efecto, no costaría mucho hacér-selo decir —respondió ella—; y también he visto llegarel momento en que, en ese momento, inevitablemente

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lo haría. Pero supongo que usted sostiene que el mo-mento de que habla pasará; razón de más, por tanto,para que deba aprovecharlo al máximo mientras dure.Puede que sea solamente un sueño, pero lo importante,mientras se pueda, es seguir soñando.

Él la miró en silencio durante más tiempo de lo quenunca había hecho.

—Lo que viene a significar que nunca soñará conmi-go —dijo Ralph.

—¡De ningún modo, porque es sólo en los sueños...!—pero se detuvo.

—Quiero decir que su extrañeza es su ley. Ellos,cuando son favorables, disponen todo a la perfección.Con usted o sin usted, en cualquier caso —prosiguióella— los míos continuarán. Serán tan fantásticos, esdecir, relativos al pobre producto, como usted quiera

Aurora retuvo su atención durante un momento conestas palabras, y luego estalló:

—¿Cómo podremos conocer sus posibilidades si nole damos una oportunidad? Me muero de ganas de verlo mejor que podemos producir por nosotros mismos.

Ralph Pendrel sacrificó su indiferencia.—¿El mejor de los jóvenes?—Oh, no me preocupa su edad...—¡Mientras sea joven! —interrumpió el pobre Pen-

drel, a falta de otra cosa mejor que hacer.Pero ella seguía en lo suyo:—Cuanto mayor sea, más tiempo habremos tenido

para verle. Por supuesto —añadió espléndidamente—,puede ser un fracaso, y si lo es, eso resolverá más o me-nos la cuestión. No iremos a ninguna parte hasta queno esté resuelta.

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Ralph, por su parte, mostraba una paciencia no me-nos noble.

—Pero ¿no está resuelta con el cowboy?—¿El cowboy? —dijo ella mirándole fijamente.—¿No es eso lo que usted desea? ¿No es lo bastante

bueno? A veces, a pesar de su vocación, creo, vive has-ta edad avanzada. Sin duda hay casos en los que le daráa usted tiempo para verle, y tiene el gran mérito de es-tar ahí, al alcance de la mano. Usted habla de la «cues-tión», pero ¿no es ésa la mejor respuesta imaginableque se pueda ofrecer a la cuestión? Dice que las mías,mis condiciones, son malas; de modo que, lógicamente,¿qué son las suyas sino las correctas? Si las de él no sonbuenas, parece que la culpa será suya. Me asombra queno se le ocurra pensar que si él no es lo bastante bueno,es tal vez porque la idea misma que usted tiene no lo es.

Ahora que Ralph se había lanzado, se sentía empu-jado por la corriente.

—En eso es en lo que se resume su idea, la vista us-ted como la vista. Todo lo que quiere es sólo un com-pañero lleno de experiencias, lo que, me apresuro aconcederle, es un derecho de cualquier dama. Sobregustos no hay nada escrito, pero eso mismo no es cier-to sobre los principios. Usted quiere que la aventurahaya sido, o sea necesariamente, de las más significati-vas, y determinada por nuestro ambiente, nuestra posi-ción geográfica, nuestras instituciones políticas, nues-tras circunstancias sociales y nuestro carácter nacional.Me parece que usted ve unas líneas notablemente defi-nidas, pero aun concediéndole eso, repito que, en mi opi-nión, sólo le queda hacer su elección. El cowboy —su-girió— de mediana edad, digamos...

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Pero ella le había interrumpido ya, como por com-pasión.

—¡Ni siquiera sé lo que es un cowboy!En cualquier caso, lo que ella le transmitió fue que le

veía extraviándose sin ninguna elegancia.—Míreme, pues, a ver si soy adecuado para usted.

Ignoro qué pueda ser alguien que lleva una vida de ac-ción; no soy una criatura de ese tipo.

Y directamente, aunque dolorido, consideró de for-ma abierta todo el asunto.

—A usted no le sirve el tipo de persona que yo soy.No podría ajustarme a sus ideas o hacer lo que ustedquiere. Sería un bruto si pudiera hacerlo, y efectiva-mente a menudo lamento no serlo; pero que me cuel-guen si ése es mi camino. Mis experiencias se desarro-llan todas en un círculo muy pequeño.

Nuestro joven se dio unos golpecitos en la cabeza yprosiguió su reflexión casi tanto para sí mismo comopara Aurora.

—Si no fuera porque estoy tratando de prepararmesin deshonra para ello, dudaría de que, en la tesitura detener que hacer de héroe a sus ojos, se pueda contar ra-zonablemente conmigo para saber qué hacer. Ahí me hacogido desprevenido. Sí, ahora comprendo: sé qué ha-cer solamente en el pensamiento o, como usted diría, enla imaginación, pero incluso ahí, sólo en un grado mí-nimo; por otra parte, sin la confianza firme de conse-guirlo. ¡De modo que si todos, salvo algún ranchero,deben abstenerse…!

No le quedaba, en resumidas cuentas, mientras losdos caían en su interrupción más larga, sino buscar susombrero.

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—Supongo que es inútil que diga —prosiguió cuan-do lo hubo encontrado—, por si mereciera algún inte-rés, que tengo posibilidades de heredar algo en Inglate-rra antes de que pase mucho tiempo.

Esperó un poco para que le pidiera alguna explica-ción, pero sólo crecía su sensación de que ahora le de-jaba enredarse a voluntad. Titubeó en consecuencia unpoco más.

—Para mí, en mi opinión, quiero decir, esa riquezallovida del cielo en forma de una antigua propiedad,una vieja casa de una antigüedad concreta y evocadora,representa fácilmente, como se puede imaginar, sólo un«pequeño regalo». Pero no creo que sea nada que ladeslumbre.

En cuanto hubo terminado de hablar, o más bien tanpronto como el silencio de ella se dejó notar, tuvo la im-presión de haber caído en un vulgar intento de sobor-no; y era igualmente consciente de que lo próximo quedijera profundizaría todavía más esa apariencia.

—Por supuesto, nada de ese tipo puede significarahora mucho para usted. Lo tiene ya todo muy visto.

—Oh —respondió ella finalmente—, he visto mu-chas cosas. Pero no lo que usted verá. Usted sabrá mu-cho mejor cómo. Le ha costado mucho trabajo, perohay que envidiarle.

Él le tendió la mano.—Adiós, hasta el año que viene.Durante un momento, ella la retuvo. —¿Por qué habla tan alocadamente?—No digo nada más estúpido que volveré a verla

dentro de un año.Y a continuación ella le soltó lentamente.

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—Por supuesto, en comparación será fácil para us-ted, pero no valdrá realmente la pena que vuelva sólopara llevarme la contraria.

—Volveré —dijo Ralph— porque quiero volver.Aurora hizo otro de esos grandes movimientos de

cabeza que, como si estuvieran determinados no tan-to desde dentro como desde el exterior, sugerían laobra perfecta de su belleza más que la de su pensa-miento.

—No, es ahí donde se equivoca y en lo que yo estoyen lo cierto. No soy tan idiota como para no saber quesiempre habrá algún barco y que usted siempre podrápagarse un pasaje. Cuando digo que si se va nunca re-gresará quiero decir que nunca deseará hacerlo. Por su-puesto, puede regresar sin desearlo siempre que quiera.Pero eso —señaló afablemente— no me servirá.

—¡Qué bien sabe lo que deseo! —suspiró él—. ¡Yqué sabiduría más completa la suya!

—Bien —respondió ella pacientemente, antes de queél, finalmente, la dejara—, no es sólo culpa mía que unaexpresión que usted utilizó en una ocasión me haya in-fluido mucho. La recordé en cuanto le vi hoy, y habríasido una locura hablarle de mis condiciones si lo hubie-ra hecho con cualquier idea que no fuera llamar suatención sobre nuestras imposibilidades. La utilizó enuna ocasión, cuando estuve en casa la última vez, de unamanera que me hizo imposible olvidarla.

Ralph se sorprendió.—Sin duda he utilizado muchas expresiones y de

muchas maneras absurdas. Pero ¿cuál era ésa?Ella reveló, como llena de responsabilidad:—«El sentido del pasado».

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Él se sorprendió todavía más.—¿Eso es todo?—Dijo que era su máxima aspiración en la vida, y

que cada vez que lo había encontrado, incluso cuandose suponía que era más vívido e inspirado, le había im-presionado deplorablemente por su falta de intensidad.Es a esa intensidad, requerida, como usted dijo, por unmínimo respeto hacia él, a lo que usted quería llegar; elarte, la investigación, la curiosidad, la pasión, la pasiónhistórica, como usted la llamaba, le ayudarían. A partirde ese momento —continuó— comprendí. El sentidodel pasado es su sentido.

Él escuchaba, con la mirada fría.—No tengo ni idea de las estupideces de que he po-

dido hablar.—No sea tramposo —respondió ella tras un mo-

mento.Como si le hubieran dado una bofetada, eso le pro-

dujo a Ralph cierto rubor en las mejillas.—¿Tramposo?—No se niegue a sí mismo. No niegue su ambición.

No niegue su genio.Él la miró por encima de manera extraña, y luego,

como si realmente se hubiera hecho la luz, dijo, casiahogando un grito:

—¿Son ésas las cosas por las que me odia?—Sea fiel a ellas —respondió Mrs. Coyne como si

no le hubiera oído—. Limítese a eso.Lo dijo con una sequedad que era casi brusca, y él

tuvo la impresión, de manera detestable, de que le ha-bía instruido por un momento e inmediatamente sehabía burlado de él.

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—¿No es además exactamente la lección del azar, dela que usted acaba de hablar, lo que tal vez va a here-dar? ¿No es para usted una propiedad antigua el dedomismo de la fortuna, la mano misma de la providencia?Aprovéchese, por el amor de Dios, de su propiedad an-tigua. Eso le abrirá los ojos.

Mrs. Coyne le dirigió una mirada particularmentedespierta que ennoblecía su rostro y que retuvo a Ralph,con independencia de cualquier verdad que pudiera ha-ber en ella.

—Eso es lo que dice en su libro, en su librito, tan asom-broso para un hombre no iniciado; y me aventuro a decir,¿ve?, para un hombre que no ha viajado. Es respecto de loque usted llama «retrovisión», y hasta podría encontrarinmediatamente la página. «Hay lugares particulares enlos que han sucedido muchas cosas, lugares cerrados y or-denados y sujetos en su mayor parte a la continuidad dela vida, que parecen ponernos en comunicación, y, si se eslo suficientemente paciente, el hechizo se revela a veceseficaz tras la imposición de las manos sobre un viejo ob-jeto o una vieja superficie.» Es realmente maravilloso,¿sabe?, haber llegado a esa conclusión, habiéndola adivi-nado, en este lugar que niega radicalmente lo viejo y quecontiene tan pocos objetos o superficies de esa clase.

Continuó diciendo:—Espero que su casa antigua contenga muchos ob-

jetos de ese tipo.Que ella citara esas tonterías, así las veía él, de su pe-

queño e inculto ensayo, por el que ahora se sonrojaba,completó su desconcierto. A sus labios afloraron mediadocena de cosas que se detuvieron en ellos, pero la másamarga consiguió articularse.

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—Lo más extraordinario es esa ilusión que yo man-tenía sobre el tipo de persona que es usted. Lo había to-mado —explicó— por algo tan admirablemente evoca-dor…

—¿Evocador de qué? —preguntó su anfitriona.La miró sin responder y como si lo hiciera por últi-

ma vez.—Y sin embargo es así. Usted me ayudaría más que

nadie. No lo siento —continuó él con los ojos fijos ensu rostro— como un error. Esencialmente, bien, ustedes una de ellas.

—¿Una de quiénes?—Las mujeres. Las mujeres.Le dijo adiós, tendiendo la mano como si su extraño

abismo hubiera sido salvado por esa intensidad de lacuestión personal. Fue como si tomara algo que ella nopodía evitar darle, y lo que cogió tras un instante lehizo estallar:

—Será usted, ¡que me cuelguen!, quien vendrá.Pero ella era tan firme y perfecta, tan superior, ade-

más, que ni siquiera ese toque de sensibilidad, o al me-nos esa efusión de confianza, logró estremecerla. Sólola hizo pensar en su bondad natural.

—Le diré lo que haré, si puedo confiar en su honor.—Puede confiar en mi honor —dijo Pendrel.—Muy bien, entonces le prometo que si descubro

que lo deseo, pues de eso se trata, lealmente, valiente-mente y le cueste lo que le cueste esta vez a mi vanidad,volveré a ir.

Pendrel sopesó estas palabras.—¿No existe el peligro de que se las arregle para no

descubrir que lo desea?

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—Sin duda, el peligro existe. Puedo hacer cualquier cosaantes que desearlo. Cualquier cosa; es decir, se lo prometode nuevo, salvo volver a casarme para protegerme. Seríanecesario un milagro para cambiarme, pero si algo mecambia, si algo que ahora no puedo imaginar me cambiadesde dentro, puede contar conmigo. Eso es lo que quierodecir —concluyó Aurora— cuando hablo de mi honor.

—¿Y qué es lo que quiere decir —preguntó Ralph—cuando habla del mío?

—Pues que entiendo de la misma forma sus riesgos ylos míos.

Hizo una pausa; era preciso que comprendiera, yciertamente no le llevó mucho tiempo.

—¿Me aceptará si vengo?Ella vaciló de nuevo, pero sólo un instante.—Si vuelve por su honor. ¡Si vuelve...! —pero fue

como si no pudiera expresarlo.Él trató de ayudarla.—¿Sin pesar?Pero esto no era suficiente.—Si es el deseo lo que le hace venir.Ralph la miró fijamente.—¿Cómo diablos puedo volver sin él si vengo por

usted?Ella dio prueba de nuevo de su gran seguridad.—Su deseo no importará si es usted leal.—¿Leal? —preguntó él sorprendido.—Leal a la estricta verdad. A su genio.—¡Oh, cuidaré de mi genio!—Lo hará —respondió ella enseguida— si recuerda

bien esto: que si se reúne de nuevo conmigo, se com-promete a quedarse.

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—Muy bien, lo recordaré.—Adiós entonces —dijo Aurora Coyne.Y le acompañó hasta la puerta, donde él se detuvo

esperando una última luz.—¿Eso significa que considera que está segura?—Eso significa que considero que usted lo está —res-

pondió ella dándose la vuelta.

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L i b r o s e g u n d o

Sólo al llegar a la calle comprendió todo lo que ella ha-bía querido decir, en particular con sus últimas pala-bras. Insensible a todo al dejar la casa, giró mecánica-mente hacia la izquierda y continuó andando con lamirada vacía. Aquél no era el el camino de su casa, peroél no pensaba en caminos. Andaba sencillamente por-que, de no ser así, lo único que podía haber hecho erasentarse ante la primera puerta que encontrara. Sentíasobre todo una gran debilidad, casi con exclusión decualquier otra sensación; sin embargo, era una debili-dad que, extrañamente, le sostuvo durante un largo tre-cho, le llevó hasta el Park, le determinó a atravesarlo ehizo que lo cruzara, sin advertirlo, de un lado al otro.Solamente al llegar al extremo más lejano advirtió unbanco, y en cuanto lo vio, se hundió en él; poco a poco,a partir de ese momento, fue recuperando cierta con-ciencia. Percibió la belleza del día, el profundo sosiegodel mes de marzo. La atmósfera en calma, sin viento,cargada de primavera, era como una copa rebosanteque se mantenía inmóvil. El tiempo era espléndido,pero la persona que una hora antes suponía tan queri-da para él como su propia vida le había rechazado ha-cia el mundo exterior. Bien, el mundo estaba allí paraacogerle. Lo sentía cada vez más, estaba allí, y su ban-

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co, situado casi en lo más alto de un gran paseo, parecíaofrecerle una visión general de toda su extensión. En rea-lidad, pasado un rato el objeto más destacado de esa vi-sión era el propio Ralph Pendrel, que se erguía visible ysostenía la mirada de nuestro joven amigo. Su rasgo do-minante era el de un hombre humillado. De cualquierforma que organizara los hechos —como a él le parecie-ra o como ella quisiera—, no había estado a la altura.Lo que realmente pasaba —y dijera ella lo que dijese— esque él no era el tipo adecuado de persona. ¿Quién lo era,entonces? No pudo sino plantearse la pregunta. Acabóincluso por decirse que podría ser un castigo merecidoque ella descubriera después de un tiempo que nadie loera. De este modo, Ralph Pendrel, aceptado por el mun-do, se veía sin embargo obligado a refugiarse en aquelcaballero. Si no era lo bastante bueno para ella, lo seríaal menos para ese amigo alternativo; y durante una horase rodeó mentalmente de todos los méritos que pudoreunir. Uno de ellos consistía, precisamente, en que teníauna segunda pasión del todo diferente. Se repitió a símismo que, a ojos de su inflexible amante, ahí residíaprecisamente su defecto. Se preguntó mucho antes de le-vantarse si esa pasión tenía tanta intensidad como paraconstituir un vicio, es decir, un lado inhumano, del queella pudiera comprensiblemente desconfiar. Sin duda,sólo le quedaba ya atestiguar esa intensidad. Finalmenteabandonó aquel lugar con el paso decidido de quien sepropone demostrarlo en el acto. Sin embargo, su más pro-funda inquietud se refería realmente a otro asunto: ¿quéle había sucedido a ella en Europa?

Había alcanzado el apacible escenario que la recien-te desaparición de la dulce omnipresencia de su madre

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había, tan inconsecuentemente, no ampliado sino redu-cido, espacio ahora de un mayor aislamiento, cuando lesucedió el siguiente gran acontecimiento. Encontró so-bre su mesa una carta de un despacho de abogados deLondres, una comunicación, a primera vista, armónica-mente pertinente. Parecía que, según el testamento de sudifunto pariente Mr. Philip Augustus Pendrel, heredabauna propiedad, acontecimiento que adquiría una dimen-sión acrecentada por la precisión adicional por parte desus informadores de que, si estimaba oportuno acudir aInglaterra sin demasiada dilación, su presencia en el lu-gar aceleraría el proceso. Se puede decir de entrada quela ligera brisa aportada por estos acontecimientos tuvoun efecto feliz e inmediato sobre su ardiente herida.Ciertamente, el acontecimiento no afectaría de formamuy directa a la causante de esa herida, pero su cone-xión con el objeto de su otra pasión, tal como hemoscalificado a esa fuente de inspiración, fue inmediata-mente vivificante. Arregló todo tan rápidamente comopudo para preparar su viaje a Londres, pero aún tuvotiempo, antes de liquidar sus asuntos neoyorkinos, pararecoger de los representantes de su primo otras infor-maciones que le concernían y en especial una carta, es-crita por mano de aquel caballero y que inicialmente nose había encontrado entre sus efectos personales. Con-tenía las únicas palabras, al menos que él supiera, quedurante dos generaciones habían llegado a algún miem-bro de la parentela americana procedentes de algúnotro miembro de la inglesa. Sabía perfectamente quelos ingleses habían sido considerados por los america-nos altivos y distantes, y la parte americana se había en-durecido para poner de manifiesto que, si de lo que se

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trataba era de ofrecer una espalda insensible, el juego sepodía desarrollar allí donde hubiera espaldas lo bastan-te anchas para mostrarse, y en eso los del Nuevo Con-tinente no se sentían inferiores. Ralph Pendrel sabíaque su padre y su abuelo habían estudiado y practicadocon regularidad el arte de dar la espalda. Los dos ha-bían estado más de una vez en Inglaterra, pero no ha-bían «ido a ver» a nadie y, evidentemente, ni se habíaninformado ni habían tenido noticia de esas escasas po-sibilidades de heredar algo algún día ellos mismos o susdescendientes. La propiedad que constituía lo esencialde la herencia de Ralph surgía ahora como una casa —que se describía como espaciosa— en un hermoso ba-rrio de la ciudad; a eso se limitó, en principio, su ima-ginación encantada. Ninguna luz, ni la más tenue, lehabía llegado previamente sobre la idea inglesa de loque siempre había oído llamar en su casa «la actitudamericana». Al hacerse adulto no había creído dema-siado en que pudiera haber un punto de vista inglés;pero, después de todo, parecía que su imaginación ha-bía planeado en este terreno con excesiva timidez.

La carta de Mr. Pendrel expresaba con bastante cla-ridad de qué se trataba, y sin duda nada podría habertenido un efecto más halagador. Escrita para ser entre-gada después de su muerte, el delicioso documento ex-plicaba y realzaba, sacudía el árbol, se podría decir,para que cayeran los frutos dorados. Lo que el ancianodecía era que había leído el notable volumen de su jo-ven pariente, Ensayo para facilitar la lectura de la his-toria, y, deseando testimoniar de algún modo la admi-ración que sentía por él, había llegado a la conclusiónde que ningún símbolo sería tan sólido como la vieja

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casa inglesa que constituía, entre una larga lista de po-sesiones complejamente trabadas, el único bien del quetenía libertad de disponer. Era una simple vivienda ur-bana, y no precisamente muy nueva, pero era el mejorpago que podía hacer de su deuda. En ningún lugarhabía visto un amor por las cosas antiguas, de un pasa-do escrutable, palpable, en ninguna parte había perci-bido un oído sensible a las voces calladas, tan preciosascomo tenues, tan perceptibles, en verdad, como sutiles,con un poder tan especial, como en aquellas páginas quehabían inspirado su gratitud. Aunque el título carecierade pretensiones, aquel pequeño volumen, en el que cadapalabra era la justa, suponía una contribución a causasque siempre había sentido suyas, un alegato al que lealegraba ver asociado el nombre de su familia. Habíaabundancia de cosas antiguas en Mansfield Square; elpasado, pensaba, se mantenía allí para quienes tuvieraninteligencia de discernirlo; y si este joven pariente acep-taba su legado, se descubriría dueño de un escenario enque un capítulo de historia —oscuro, aunque quizá notan remoto como habría sido deseable— tal vez me-diante su intervención pudiera salir a la luz. Al menospor él habían pasado generaciones, que se habían afe-rrado a él mientras pudieron, y no podían dejar de ha-ber impreso allí algo de su huella, que Mr. Ralph esta-ría sin duda interesado en descifrar. Era deseo deltestador que pudiera hacerlo a su gusto. En pocas pala-bras, la carta era, como dijo Ralph, una carta terrible-mente hermosa y cortés que hacía girar la rueda de lafortuna. El beneficio material podría ser incierto, peroel interés de Ralph no era felizmente de orden econó-mico, sino histórico, estético, incluso esotérico. En ver-

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dad, una gran casa en Londres parecía, a primera vista,no tanto una ayuda a la investigación como una fuentede impuestos y contribuciones, un legado de esos que seconocen vulgarmente como un regalo envenenado.Pero también Londres, para nuestro extraño joven, es-taba dentro del ámbito de lo romántico. Su «otra» pa-sión, en pocas palabras, pronto había comenzado a in-tensificar su brillo.

Al cabo de un mes le había sacudido todavía conmás fuerza, y tanto más cuanto que esta vez su impa-ciencia había caído, arrastrando consigo dos o tres desus ilusiones: su curiosidad se había sentado ante su fes-tín. Había encontrado en Londres más asuntos de losque se esperaba, pero no había tenido que hacer frentea lo que más temía, el espectáculo de una multitud de li-tigantes. Esto alivió mucho su espíritu, pues si algunainjusticia se hubiera cometido, ello habría mermado engran parte la degustación del banquete. Para su sorpre-sa, no parecía haber ningún pariente más cercano, nin-guna reclamación, ningún indicio en el ambiente de unasatisfacción cuestionada. En una palabra, no aparecióninguna persona perjudicada o expropiada, y por tantono había causa que defender ni sacrificio que tener encuenta. Lo único que realmente había que consideraren tal golpe de suerte era su violación de la ley comúnde la prosa. La vida era, en el mejor de los casos, unabuena prosa, cuando no mala, y el patrimonio hereda-do de Mr. Pendrel —a pesar de ser una «vivienda urba-na»— era poesía inmaculada. Que el valor de la pro-piedad, tan fácilmente establecido, fuera elevado, nomermaba en nada la poesía. Después de haberla visita-do, Ralph no pensó ni por un momento que una mag-

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nífica finca en el campo hubiera convenido más a supropósito. No tenía más intención, reconoció gustosa-mente, que comenzar a cultivar de inmediato cualquierrelación que le pareciera fructífera para el «interés» quesúbitamente había adquirido en un orden tan lejano. Lacircunstancia de que ese interés fuera exactamente loque era —ni mayor en extensión ni menor en digni-dad— contribuía más que cualquier otra cosa a suscitaren el nuevo dueño un sentimiento de estrecha comuni-cación con el antiguo. Era extraordinario hasta quépunto, en ese aspecto, el joven se sentía comprendido;había reflexionado interminablemente y con asombrosobre el hecho de que todo aquello lo debiera a unapequeña obra escrita cinco años antes, tan tímida, tanfútil a la luz de su desarrollo posterior. El asunto nohabría parecido tanto un cuento de hadas —y real-mente habría tenido mucho menos encanto— si el im-pulso de Mr. Pendrel hubiera estado determinado por ellibro que pudiera escribir ahora. ¡Qué libro, qué libros,por otra parte, deberían surgir, se dijo, de una visiónmás amplia y más cercana de los secretos silentes deaquel lugar! Eran éstos los que formaban su legado, eraeso lo que la mano de la muerte había colocado ante él,sobre la mesa, como un cofre con cierres de cobre cuyallave debía encontrar. Quisiera Dios que ninguna debi-lidad suya viniera a impedir que uno solo de ellos de-jara de revelar su mensaje.

Le gustaba pensar, cuando tomó posesión, que supariente le observaba y le estaba esperando allí, másallá de la tumba; aunque la manera en que se había abs-tenido de condiciones restrictivas —de todas salvo deuna sola que se mencionará más adelante— era tal vez

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la nota más característica de su buen gusto. A decir ver-dad, el papel desempeñado en todo el asunto por ese fe-liz principio bastaba casi, en algunos momentos, paraque el pobre Ralph se sintiera intranquilo. Había unaredondez en su fortuna que podría parecer demasiadoseductora. ¿Alguna vez bendiciones tan inesperadaseran, más allá de cierto punto, otra cosa que trampas?Si empezara a abrirse un camino entre los secretos queallí se cernían, suspendidos con una especie de consis-tencia sensible, ¿quién podía predecir por dónde podríasalir, a qué oscuras profundidades de conocimiento po-dría ser arrastrado, o cómo «apreciaría», dado lo que,en el mejor de los casos, debía de subsistir en él de in-superables prejuicios modernos, la fisonomía de algunode sus descubrimientos? Sin embargo, en este terrenode una posible amenaza a su paz encontró una tranqui-lidad que surgía, y con toda facilidad, de la naturalezamisma de su espíritu. Vivía en la imaginación en la me-dida en que su mente, agudizada por la fricción con loreal, se lo permitía; pero si la vida no era para esta fa-cultad sino una cadena de puertas abiertas a través delas cuales danzaban conexiones sin fin, no había sinembargo en el mundo ningún conocimiento sobre elque pudiera desear cerrar una puerta. Al menos, no ha-bía nada, en la primera percepción luminosa de su pro-piedad, a lo que no deseara enfrentarse o que quisieraeludir. Si bien en esta primera etapa estaba un tantodesconcertado, ello se debía sólo a los límites demasia-do estrechos en que la imagen personal de Mr. Pendrel,que surgía en su mente de forma repentina e imprevisi-ble, constantemente invocada por su gratitud, parecíahaber escogido revelarse. Habría estado particularmen-

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te agradecido por un retrato; pero aunque había en lacasa otras fisonomías enmarcadas, esas cosas pertenecían—¡lo que no era de lamentar, ni mucho menos!— a unorden diferente de referencia, un orden en que la foto-grafía amable, por ejemplo, ya representase al difuntoinquilino del lugar o a cualquier otro, no desempeñabaningún papel. La amable fotografía estaba con nosotrosdesde hacía medio siglo, pero nada tan reciente se ofre-cía a la visión de Ralph. En pocas palabras, el NúmeroNueve de Mansfield Square afectaba a esa visión, en ungrado que ahora explicaremos, como con una inimita-ble reserva con respecto al mundo moderno. La casa ha-bía cruzado el umbral del siglo, el diecinueve, inclusohabía medido algunos pasos de la portentosa perspecti-va, pero donde se había detenido, donde se había para-do en seco y como con la cabeza descubierta, lo habíahecho, se podría conjeturar, con una especie de disgusto.Se había determinado claramente, por la comprensiónentonces intercambiada, a dialogar tan poco con el fu-turo como una casa animada, de cualquier época, sepudiera permitir. «Y sin embargo yo soy el futuro —re-flexionó Ralph Pendrel—, y sueño con hacerla hablar.»

Cara a cara, pues, con ella, cuando sintió que ya, deforma muy clara, estaba hablando —lo que sucedió laprimera vez que, llave en mano, pudo entrar en ella sincompañía— notó cierta inconsecuencia que le produjoun extraordinario placer. Así vino a decirse, con unaperspicacia acrecentada, que si se confiaba en él eraporque debía de haber mostrado algo susceptible deinspirar esa confianza. Ahora bien, ¿era él realmente elfuturo? Su gusto por la «investigación», es decir, másconcretamente, su pasión por el pasado, ¿no le había

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transformado, a pesar de su relativa juventud? El díade su desembarco en Inglaterra se sintió como nuncaantes alineado con ese interés, colocado en ese lado dela línea. A eso le había conducido su deseo de remon-tar la corriente del tiempo a fin de bañarse realmenteen sus aguas superiores y más naturales, arriesgándoseincluso, como habría podido decir, a beber de ellas.Nunca ningún hombre, pensaba, había deseado tantomirar hacia atrás, siempre más lejos, escalar el elevadomuro en que los años sucesivos, como si cada uno fue-ra un bloque cuadrado, se apilan por detrás de no-sotros y, en la medida en que se pueda, lanzar por en-cima una mirada inteligente hacia el interior —a no serque eso deba ser llamado el exterior— del inmenso pa-tio de la prisión. Él estaba, por su disposición mental,extrañamente indiferente a lo real y lo virtual; todo suinterés estaba en lo usado y lo desplazado, en lo quehabía sido determinado y compuesto a su alrededor, enlo que había sido presentado como un tema y un cua-dro y había cesado —en la medida en que las cosas lohacen alguna vez— de ir y venir o incluso de existir.Era cuando la vida estaba enmarcada por la muertecuando el cuadro se colgaba realmente. En resumen, sisu idea era recuperar el momento perdido, sentir elpulso detenido, se trataba de tentar esa experienciapara ser de nuevo, conscientemente, la criatura que ha-bía sido, para respirar como ella había respirado y sen-tir la presión que ella había sentido. La verdad másprofunda para él, tan intensa en el insistente ardor delartista, era que con este fin el arte era capaz de unaenergía que, sin embargo, al parecer nunca se habíaexplotado a fondo. Con un tratamiento menos torpe,

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un galanteo menos tímido y un abrazo menos débil, elarte acercaría mucho más el pasado a su corazón. Loque él quería era el olor de esa sencilla diversidad deobjetos durante tanto tiempo utilizados; quería el tic-tac de los viejos relojes parados. Quería la hora del díaen que había sucedido esto y aquello, y la temperaturay el ambiente y los ruidos, y todavía más el silencio dela calle, y la imagen exacta del exterior, con la corres-pondiente del interior, a través de la ventana, y la som-bra oblicua proyectada sobre las paredes por la luz delos atardeceres de otro tiempo. Quería los accidentesinimaginables, las pequeñas notas de verdad para lasque la lente común de la historia, aunque la musa taci-turna hundiera en ellas su nariz, no era suficientemen-te poderosa. Quería esos indicios para los que nuncahabía habido documentos suficientes, o para los cualeslos documentos, cualquiera que fuese su número, nun-ca serían suficientes. Tal era, en cualquier caso, el mé-todo del artista: tratar de conseguir un metro para al-canzar un centímetro. La dificultad, en el mejor de loscasos, se vuelve en esas condiciones tan extrema que,para enfrentarse a ella con alguna posibilidad de éxito,es preciso proponerse lo imposible. Recuperar lo per-dido era, al menos a esta escala, algo muy semejante acruzar las líneas enemigas para recuperar a sus muer-tos; y en esa medida, ¿no era él, por su penetracióncada vez más profunda, contemporáneo y presente?«Presente» era un término utilizado por él en unaacepción que le era propia, y que, por lo que se refierea la mayor parte de los objetos que le rodeaban, signi-ficaba «decididamente ausente». Se trataba de que losviejos fantasmas le tomaran por uno de ellos.

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El parloteo tenía poco espacio, como enseguidapudo comprobar, en la relación de sus amigos los abo-gados de Londres con sus clientes; eran personas de as-pecto duro, profesional y facial, y de tez marcadamen-te pálida, que devolvían con un golpe de nudillos larespuesta específica y cortante, aunque no por ello fue-ran ajenos a cualquier resonancia humana. Le revela-ron, pues, pocos secretos de Mr. Pendrel, y él, por suparte, evitaba confeaar la amplitud de su ignorancia so-bre el origen de tan notable generosidad. Ésta era, talvez, la debilidad de un orgullo ligeramente tocado; nohabía sido tan orgulloso como para no aceptar, perosentía que al plantear muchas preguntas se mostraríaen deuda con un extraño. En consecuencia, se enteróde pocas cosas, salvo de que su pariente había leído li-bros, posiblemente incluso había seguido estudios y ali-mentado ideales, que había tenido otra casa, la finca deDriffle, en el campo, mucho más frecuentada, y quedesde el momento en que, con ocasión de una herenciapor línea materna, se vinculó con Mansfield Square,nunca había estado dispuesto a pasar en Londres —loque resultaba un tanto extraño— más de dos o tres se-manas seguidas. Más sorprendente todavía para la vi-sión parcialmente informada de nuestro joven amigoera que sus visitas a la ciudad parecían haber sido casisiempre en otoño e invierno, a menudo incluso en Na-vidad y Pascua, períodos, según la rígida ley de Lon-dres, de descanso gregario. Con toda evidencia habíasido una persona poco adaptada a los convencionalis-mos, con un agudo sentido de sus propios gustos y desu propia libertad, alguien en cuya vida los acentos, po-dríamos decir, no se habían colocado donde la gente en

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general acostumbra a colocarlos. Había además en suhistoria puntos de oscuridad que sin duda se aclararíaninsistiendo en ellos; como el hecho, por ejemplo, deque, aunque entonces ya no fuera muy joven, había to-mado posesión de la casa de una forma tan completaque la confusión y una gris vaguedad habían caído so-bre la memoria de sus predecesores, que parecían ocul-tarse, indistinguibles, tras él. Al mismo tiempo que ha-bía amado y conservado la casa, sin embargo, comohabría podido observarse y se dejaba de algún modopresentir, no había admitido una definitiva familiaridadcon ella. Esto podía sugerir que, al conservarla libre einviolada, había tenido en mente desde hacía tiempoque debía convenir a otra persona notable.

Ese beneficiario, en la forma de su primo americano,se alegró tanto de tal intuición que durante los prime-ros días merodeó, al amparo de la noche y con unamezcla de timidez y orgullo, ante la inexpresiva facha-da del edificio. El orgullo se debía a todo lo que ya sa-bía del interior, mientras que la timidez procedía de laportera y su esposo, un policía maduro y obeso pero deun formalismo irreprochable, personas ambas de granrespetabilidad, destinadas a ese cargo por los albaceasde Mr. Pendrel y ante las cuales temía mostrarse frívo-lo llamando una y otra vez. Por lo demás, se preguntómás de una vez, ¿no era demasiado frívolo en ese asun-to, arrebatado hasta tal punto en su actitud intelectualpor un accidente que para la mayor parte de la gente nohabría tenido más que una simple relación con sus in-gresos? Era muy consciente de que lo que así le habíaenredado en los vuelos de la fantasía era un objeto másdefinible casi que cualquier otro, como el reverso de lo

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extraordinario, una casa en Londres, más bien antigua,grande y espléndida, producto de un tiempo muy ante-rior a la época de las construcciones de cartón-piedra,pero a fin de cuentas un mero elemento gris y cuadradoen una calle por la que continuamente desfilaban ca-briolés y vendedores ambulantes, visitada por el leche-ro, numerada por el consejero parroquial y marcadapor la solicitud de este último funcionario a la alturaexacta de una poco impresionante farola, plantada rec-ta, o más bien, en realidad, considerablemente torcida,ante la puerta. La farola echaba a perder la oscuridadde la parte de atrás que a Ralph le gustaba escudriñar,y sin embargo tal vez se alegró en alguna medida de supresencia en las dos o tres ocasiones que acabamos demencionar, ocasiones en las que había merodeado des-de la acera de enfrente en furtiva contemplación. Enesos momentos la sombría fachada mostraba sus ojos—admirables ventanas de cuadrados múltiples, a la vezvisiblemente numerosas y sensiblemente espaciadas—de una manera que respondía muy bien a los suyos.Hubo momentos en los que se detenía, con la vía libre,para una mirada prolongada, y continuaba luego su ca-mino con un desapego exagerado ante la posible apro-ximación de algún transeúnte. Había, sin embargo, unacarencia de serenidad en su éxtasis, a no ser que ciertaprofundidad de aprehensión fuera la esencia misma deléxtasis.

Si cuando se paseaba de un lado al otro trataba deevitar cualquier sospecha, ¿de qué, en el fondo, podíaresultar sospechoso? Habría confesado, si se le hubieraformulado la pregunta, que solamente de sus pensa-mientos, que él mismo era, por otra parte, el único en

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conocer, por poco que fuera. Si de manera tan extremadeseaba ocultarlos, ¿era entonces porque sentía cargo deconciencia por ellos? Un examen del estado de su con-ciencia habría mostrado, tal vez, que alimentaba unaesperanza que apenas se atrevía a confesar. Si soñaba ensecreto que su casa podía estar «encantada» —resulta-do de una interpretación delirante, en una época ante-rior, de viejos cuentos sin duda estúpidos—, la cosa po-día, después de todo, ser perdonada, habida cuenta desu tardía emancipación. La experiencia iba en él a ras-tras detrás de la interpretación, hasta el punto de que sucapacidad para esta última hacía necesaria una pausapara permitir que el desarrollo de la experiencia la al-canzara. En el momento de alcanzarla podría quizá ha-ber llegado a comprender por sí mismo que, como esperfectamente sabido por millones de blasés, la deses-peranza rara vez deja de afectar a cualquier conjeturade que las fuerzas ordinarias de excitación en los ba-rrios respetables pueden ser en un momento dado am-pliamente trascendidas. Él era un hombre suficiente-mente experimentado, además, para no preocuparsepor la sonrisa que le acogería una vez aprendida esalección. Había desembarcado con una inmensa provi-sión de sensibilidad preparada, pero había llenado susintersticios de toda clase de precauciones para evitarque le tomaran por un imbécil. Estaba un poco aver-gonzado, a decir verdad, de los límites que honesta-mente debía fijar al alcance de su reminiscencia, y com-prendió que su placer sería mayor si restringía suspretensiones. No crearía dificultades, creyó ver, revelarde vez en cuando su ignorancia, pero le resultaría en ge-neral incómodo poner de manifiesto algunos aspectos

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de su conocimiento. Sabía demasiado para un hombreque había visto tan poco, y nada podía resultar más es-túpido que andar multiplicando las excusas. Por su-puesto, exageraba el peligro de la percepción de ambosexcesos en un mundo tan preocupado. En cualquiercaso, se cuidó de guardar para sí mismo la verdaderarazón de que enrojeciera, disgustado, en horas de so-ledad, ante la idea de la cifra que alcanzaría su adqui-sición entre las manos, o al menos bajo la pluma, desubastadores y agentes ávidos de invitarle a ver allíuna fuente de ingresos. La razón era sencillamente quele deprimía el lenguaje de la publicidad, la inimitableostentación de sus engañifas, la perfección con que ig-noraba la esencia del asunto. Toda la cuestión, el ca-rácter excepcionalmente atractivo que ellos sofocabancon su jerga, era el genio inefable del lugar, en el que in-directamente trataba de profundizar y que día a día ibaarraigando en él. No podía ir tan lejos como para decira nadie que nunca había visto algo tan antiguo —tanantiguo y a la vez tan elaborado— como un edificio quesólo databa de los primeros años del siglo anterior. Nopodía decentemente gritar sobre los tejados que nuncahabía humedecido sus labios de esa forma en las fuen-tes de lo poético. Era, sin duda, porque no quería dar ala gente la oportunidad de que se riera ante sus narices,por lo que se mostraba generalmente poco dado a gri-tar sobre los tejados.

Precisamente estas elevadas consideraciones fueron,con toda probabilidad, la influencia más determinanteen su actitud hacia la única apariencia de un interés ad-verso con que debía enfrentarse. En su primera entre-vista, el principal representante de su pariente le hizo

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saber que la casa estaba sujeta a un próximo arrenda-miento por un breve plazo, arrendamiento «de tempo-rada» acordado el año anterior por su difunto propie-tario, al parecer en uno de sus raros arrebatos desensibilidad hacia los asuntos económicos; esa disposi-ción no constituía, de hecho, sino la renovación de unacuerdo ya establecido anteriormente en más de unaocasión en las mismas condiciones. En otras palabras,el inquilino legado por Mr. Pendrel a su sucesor habíadisfrutado ya tres veces del arrendamiento y, aunque noera imposible que el acuerdo pudiera ser rescindido deforma amistosa, le tocaba a su sucesor juzgar si prefe-ría sacrificar tan atractivo beneficio. El beneficio, en-tendió Ralph, era una bonita suma semanal; en cuan-to a su peso en la balanza, se reservaba la decisión. Entérminos generales, no quería entrar dando pruebasde descortesía, ni tampoco, particularmente al princi-pio, de un sentido imperfecto, casi desaprobatorio, dela posesión. Le contrariaba un poco, por otra parte,después de haber visto el lugar, pensar que un derechode uso anterior había sido exigido y obtenido por unagente cuyo mismo nombre era nuevo para él. Mrs.Midmore de Drydown, en Hampshire, encarnaba la de-manda con la que él tenía que contar, pero sabía pocode Mrs. Midmore, salvo que tenía, al igual que su do-micilio, como lo designaba el gabinete de sus amigos,cierto eco de tiempos antiguos. El gabinete comentósensatamente que ella pertenecía a una familia con laque los parientes de Mr. Pendrel parecían, en la medidaen que se podía saber algo de ellos, haber mantenido es-trechas relaciones; y además, que una tradición de esetipo era necesaria para explicar el abandono de su indi-

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ferencia respecto a la cuestión pecuniaria, indiferenciatan patente en otras circunstancias. Salvo en estos casos,la casa prácticamente nunca había sido alquilada desde,digamos, el principio de la era moderna. Ralph podríaincluso alquilarla ahora, tal como se le insinuó, por unacifra muy superior a la del contrato suscrito por Mrs.Midmore. Este último detalle era en realidad lo que, consu efecto perverso, más pesaba sobre nuestro joven.Lleno de escrúpulos y refinamientos, y en el conflictode intereses cruzados en que veía las cosas, sabía que elacuerdo le habría turbado más si se hubiera concluidoun trato más generoso para él. Si debía aceptar la nece-sidad de traficar con su tesoro, le tranquilizaba que esecomercio no le reportara extraordinarios beneficios.

Cuando llegó el momento de entrar solemnementeallí, ya se le había mencionado que el aprecio de la se-ñora por el lugar —a menos que esa atracción fueramás especial para su hijo, o para una u otra de sus doshijas, si no para ambas— había parecido algo casi ex-travagante. En pocas palabras, no habían faltado sig-nos de las dimensiones a que ese apego podía llegar. Elpobre Ralph, al cabo de una hora habría comprendido,en efecto, su magnitud; bajo esta impresión precisa-mente se dejó arrastrar a una sucesión de aplazamien-tos. El efecto inmediato de su primera visita había sidoel deseo de «instalarse» aquella misma tarde; el si-guiente había sido una duda creciente en cuanto a siconvenía que lo hiciera. La escena interior le hablaba através de cien voces, y sin embargo ninguna de éstas letransmitía la idea de una perfecta felicidad llevando allíuna vida célibe. La parte más extraña del asunto era,además, que su vacilación —que participaba en buena

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medida de la naturaleza de una especie de terror sagra-do— no se basaba en modo alguno en alguna visión delo que faltaba, sino plenamente en la conciencia, casitan fuerte como un shock, de las implicaciones enor-mes, impresionantes, de la empresa. Trataba de decírse-lo a sí mismo de forma simple, aunque no estaba segu-ro de decírselo sinceramente, decretándose incapaz dehabitar tantas habitaciones. Captó en el fondo lo quepodía ocurrir: que con algún pretexto dudoso, acabaríapor convencerse de que un alojamiento temporal enotro lugar quizá fuera lo más indicado. La falta de fran-queza residiría entonces en el hecho de invocar comoexcusa el absurdo de que, con tantas cosas que hacer,habría que acondicionar un interior en concordanciacon tal escenario. Sería una fanfarronada, sería una im-paciencia vulgar y precipitada, razonaba por un lado,malgastar el tiempo simulando que se «organizaba»realmente ese lugar; y por otro sería una ofensa visibletratar de habitarlo de forma mezquina. Necesitaba tiem-po suficiente para preguntarse cuál habría sido la idea desu benefactor. La idea le llegaría de alguna forma por sísola: evidentemente, había sido lanzada con los propioshechos; éstos la mantenían allí como en reserva y comosutil solución. Cuando apareciera, debería identificarla,y antes de que eso ocurriera no debía cometer ningunaequivocación.

Mientras tanto se ocupaba de todas las cosas paralas que, en su extraña posición, quería tener las manoslibres. Esa extraña posición consistía en que, como selamentaba en privado, todo había caído sobre él a lavez. Veía el rostro de Aurora Coyne cada vez que se es-tremecía con uno de esos latidos particularmente vivos

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del sentido de «Europa» que habían empezado a con-sumirle antes incluso de que su barco avistara tierra.Había olfateado el mundo más antiguo desde lejos,igual que Cristóbal Colón había percibido, en otra lle-gada inmortal, las especias de las Islas Occidentales. Suconciencia era profunda y confusa, pero «Europa» erapor el momento y por comodidad su designación másfácil. Este signo merodeaba ante él en lugares donde lossignos eran principalmente de otro tipo: en el polvo-riento muelle de Liverpool; en su traqueteante tren condestino a Euston; cuando visitó, temprano, al sastre deClifford Street que le habían recomendado; cuando seservía en su «hotel privado» del inveterado plato de bo-llos calientes protegido, en el desayuno, por la tibiezade su cubreplatos, y cuando se balanceaba en lo alto delautobús que le llevaba de nuevo por caminos históricosen su primera peregrinación a la City. Apenas necesita-ba siquiera el movimiento del autobús para balancear-se; dondequiera que se encontrara y a cualquier cosaque se aferrase, estaba a merced de tales ráfagas impre-visibles. Esto era lo que él llamaba su casi asustada con-ciencia de lo simultáneo y lo múltiple. En primer lugartenía que saldar sus deudas pasadas, después de lo cualpodría arreglar cuentas con su situación específica. Sesintió sofocado al acordarse, en el amanecer de su déci-mo día, de que el atisbo que iba acompañado para él detanta agitación no era, sin embargo, más que una mi-llonésima parte del total. El total debía esperar, puesdetrás de ese primer plano tumultuoso, ¿no pendía lainmensa vaguedad que los mismos ingleses denominan«el mundo exterior»? ¡Ah, con toda honradez, estabaya bastante en el exterior!

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Fue en la mañana de este décimo día cuando prome-tió firmemente a sus amigos de la City comunicarles aldía siguiente su decisión final sobre Mrs. Midmore. Lanoche anterior, posponiendo de nuevo su vuelta, habíamerodeado delante de la mansión supuestamente reser-vada para ella, y se había vuelto ahora hacia el oestecon cierta acritud compungida en cuanto al tema de laacción. La acción sería encaminarse directamente haciaMansfield Square, gratificarse con una nueva impre-sión, dejar que esa impresión decidiera el asunto y lue-go enviar un telegrama a la City comunicando la deci-sión. Aconteció sin embargo que se dirigió una vez más—y, como mecánicamente, movido por la intensidadseductora de esta conclusión— a su alojamiento, dondeen vez de partir de nuevo, tras haber echado una ojea-da a algunas cartas que había recibido, se hundió en unsillón y se acercó un paso o dos al fuego que un mes deabril particularmente inglés parecía haber prescrito convoz ronca. El día era oscuro y húmedo, y súbitamentele había venido a la mente que nunca, desde aquellahora sombría, en América, cuando estuvo en el Park,había tenido tiempo de reflexionar un poco. En reali-dad, como hemos señalado, no había dejado de pensar,pues ¿qué había sido sino un pensamiento lo que leconducía y le hacía seguir?: el pensamiento del uso queharía de los abundantes frutos de una percepción másamplia, el pensamiento del libro realmente magnífico,como sería esta vez, que proyectaba escribir. Su libro nohabía avanzado más que eso, el plan seguía incomple-to; lo imaginaba principalmente como un volumen quedebía «contar», lo que significaba para él atraer laatención de media docena de personas que contaban y

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que más o menos comprenderían. Ya se había pregun-tado, incluso varias veces, cuándo sería capaz de dis-tanciarse lo bastante de sí mismo como para pensar cla-ramente en su libro; el distanciamiento y la selección,útiles básicos del artista, eran las sagradas sobriedadesamenazadas por una cantidad creciente de material.Acaso para pensar mejor dejó caer la cabeza hacia atrásy cerró los ojos; en todo caso, su concentración fue talque permaneció completamente inmóvil durante doshoras. La primera idea que su mente registró fue que es-taba embrutecido por la fatiga. Cuando despertó habíaoscurecido, y tras haberse despejado lo suficiente paramirar por la ventana se encontró con la lluvia. Húme-da, embarrada, desapacible, la tarde de primavera no leofrecía nada realmente primaveral y parecía señalaruna ruptura general de los conjuros que hasta entoncesle habían ayudado a actuar. El Número Nueve, desdemás allá de la extensión mediadora de encrucijadas sal-picantes, le hacía frente, por vez primera, privado de sugran autoridad. Pero esta constatación del momentosólo sirvió para decidirle más: si de hecho había permi-tido que una fantasía demasiado reciente le arrastrara,incumbía positivamente a su amor propio que la extra-vagancia cesara. Había una pregunta, en definitiva, a laque habría que responder, una pregunta, por lo demás,suficientemente idéntica a la otra, inmediata, la únicaque no debía dejar abierta por más tiempo. Hizo unaseñal desde donde se encontraba a un cabriolé que pa-saba por allí, y en pocos minutos se dirigía, con la ven-tanilla bajada, hacia Mansfield Square. Era, por fin, laocasión de levantar con seguridad la aldaba que ni si-quiera una vez había cogido con la plena libertad de

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un propietario: un artefacto enorme, pesado, viejo, debronce pulido, esencialmente desafiante a lo trivial,pero aplicado aquí de manera resonante.

Fue mérito de la buena pareja encargada de la casaque al menos le dejaran solo, y tuvo en ese momento,más que nunca, la sensación, no adornada con ningúnprejuicio complaciente, de la figura que representabapara ellos, y en ese pensamiento encontró un inocenteplacer. Esa figura concordaba con no sabía qué anti-güedad interior, y no era realmente más que una partedel profundo cuadro que ya le había arrastrado a un in-sondable abismo de «tono» cada vez que la elevadapuerta se cerraba tras él y se quedaba allí, de pie, conun estremecimiento nítido y especial en el amplio vestí-bulo blanco, en cuyo pavimento —losas de mármolblanco y negro alternadas en damero, tan viejas y gas-tadas que el blanco era ya casi amarillo y el negro, casiazul— había reparado entusiasmado la primera vez queentrara en la casa. Nunca había dudado ni un instantede la virtud, del valor, habría dicho él, según su utiliza-ción esotérica del término, de aquel lugar particular;lugar que le había dado originalmente, y de inmediato,en su arrebato inicial, la medida de una posible expe-riencia. Se había dicho a sí mismo cruda e ingenua-mente: «Es de la época del rey Jacobo», cosa que noera cierta, ni siquiera aunque hubiera podido pensaren Jacobo II. La intensidad de la deducción y el encan-to del error habían marcado, además, su buena fe; esedetalle iba a recordarle después que todo estaba ya la-tente en esa parcela de espacio, y que todo lo que ya ha-bía tenido lugar estaba acordado y atestiguado por él.Hoy había bastado con que la puerta se cerrase una vez

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más, con aquella ligera pesadez que inevitablementecontrariaba todo esfuerzo de discreción, y que el cabrio-lé, al que había despedido tras dar una propina, dejaraoír por un instante tras la puerta cómo se ponía de nue-vo en movimiento, para que Ralph se sintiera cómodocon la influencia extinguida que había empezado a rea-vivar. En esta ocasión la influencia no sólo estaba allí,sino que estaba realmente presente como nunca antes.Sus amigos los guardeses, que habían desaparecido paradejarle vagar a su antojo, parecían haber proporciona-do literalmente el particular silencio que era el másapto para provocar su aparición, y le gustaba imagi-narlos como ejemplo típico de la servidumbre antigua,pintorescos y conscientes de su función, sobrecogidos,como debe ser, ante el caballero extranjero que súbita-mente encarnaba la providencia en su mundo compac-to y redondo. Evidentemente, era un mundo en el quedeseaban permanecer encerrados, y un feliz instinto leshabía advertido de que aplacaban mejor a la fortuna re-teniendo el aliento. Apenas habrían podido hacer algomejor si hubieran conocido conjuros y supersticiones yhubiesen poseído una receta para hacerlos efectivos. In-cluso se quedaban coherentemente en la parte baja dela escalera, como para dar a su nuevo patrón la opor-tunidad de expresarles con qué honradez considerabaque guardaban su casa.

Esa misma idea le vino de nuevo a la cabeza tras ha-ber subido la amplia y vieja escalera y empezar a reco-rrer las habitaciones: tenía la impresión de algo tan in-definiblemente preparado por otras manos que exigíasin duda la expresión de su reconocimiento de algúnmodo y en alguna parte. Todo esto, por supuesto, sig-

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nificaba estar agradecido a Mr. Pendrel, y en verdad esohacía Ralph con su sola actitud en todo momento. Ésaera, a fin de cuentas, la cuestión que menos le inquieta-ba; dondequiera que se detuviera para respirar profun-damente y mirar de nuevo a su alrededor, sentía la pre-sencia de su gratitud y su aprecio en un grado singular,captada y registrada. Sin embargo, todo eso no le habíaafectado tanto aquella noche como el volver intensa-mente sobre sí mismo. La lluvia fría golpeaba los cris-tales y humedecía el murmullo del gran Londres. Esoscuadrados de viejo cristal eran pequeños y numerosos,y los marcos que los encerraban, gruesos; el hueco apro-piado, que no faltaba en ninguna ventana, era profun-do, y cuando miraba hacia fuera Ralph podía descansarsu rodilla en el cojín plano, floreado y descolorido, quecubría el sólido banco. Miraba hacia fuera solamentepara dirigir de nuevo su mirada hacia el interior bajo elencanto del aislamiento y el encierro, de la separacióndel Square regado por la lluvia y su vida difusa y dis-tante mucho más en el tiempo que en el espacio; bajo elencanto sobre todo de la luz de Londres, incomparabley misteriosa, a no ser que se prefiriese la sombra deLondres, que en repetidas ocasiones había percibido tanextraña, como con una magnificencia siniestra, y quejusto en ese momento esparcía como nunca su aire so-bre todo lo que le rodeaba. Cualquiera que fuese elmodo elegido para describir ese aire, no se trataba ma-nifiestamente de la luz del frescor y de ningún modoevocaba el elemento en que los primeros hijos de la na-turaleza habrían comenzado a percibir el mundo. Si-glos, generaciones, inventos y corrupciones lo habíanproducido, y dondequiera que descansaba parecía ha-

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berse filtrado a través del lecho de la historia. Hacíaque por un momento los objetos que estaban en él apa-recieran como «encendidos», algo muy logrado que po-día haber visto en el teatro. ¿Qué decir de esa descon-certante impresión, sino que era la de alguna huella, dealgún depósito redescubierto, de un pasado consciente,no menos reconocedor que reconocido?

Éste era un rasgo al que contribuían, de manera na-tural y directa, los objetos que formaban parte del lega-do de Mr. Pendrel. Eran todos artículos duraderos ypalpables, todos estaban pulidos por el uso y cargadoscon mensajes acumulados. La casa databa aproximada-mente de 1710, y nada de esa época había habladonunca a Ralph con ese tono de lo que no ha perdidonada en el camino para llegar hasta él. Grande, simple yrecta, llamativa por la feliz relación de línea con líneay de espacio con espacio, por su dignidad, que parecíade alguna manera producto de las exactitudes, igualque el resultado es en aritmética una concordia de nú-meros, era ejemplar en su clase, y esa clase era para sunuevo dueño aquella con la que no podía imaginar quealguna vez entrara en conflicto. Ese patrón le llevó ha-cia atrás una y otra vez, hasta que recordó que habita-ciones como ésa eran solemnes por honores después detodo no escasos; sin embargo, mientras percibía el dul-ce olor de lo viejo casi hasta la embriaguez, se congra-tuló de que las presencias estimulantes, todas las demásfiguras implicadas, fueran sin embargo conciliables.Eran de una época tan remota y sin embargo de unaimaginería tan próxima... Ninguno de los pasos se per-día y el viaje hacia atrás no presentaba desviaciones.No era para Ralph como si se hubiese extraviado,

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como habría podido ocurrirle en un abismo más pro-fundo, sino más bien como si, tratándose de lo másquerido para él, nunca hubiera sabido orientarse hastaentonces. Así como la casa era su casa, también el tiem-po, cuando se hundía en él, era su tiempo. Se hundió enél cuando se sentó en los hermosos sillones, especíme-nes sin duda de precio, cuando constató la finura de lasmesas con incrustaciones, regocijándose con la formade paneles y pilastras y juzgando toda la escena de una«calma» inimitable. En ningún caso parecía sobrecar-gada ni desangelada; todo estaba en su lugar, y respon-día y actuaba; las habitaciones, amplias y luminosas, seamueblaban casi solas, gracias a su superficie y a susagradables proporciones, sin necesidad de redundan-cia. Se entregó con alivio, con gratitud por su suerte, atodo lo que habían dejado de conocer, todo lo que, enla más vulgar de las épocas, habían conseguido no he-redar. No había una chimenea, una alcoba abovedada,un armario acristalado y con columnas que no tuvierapara nuestro joven un toque de elegancia estructural, niuna cornisa ni una moldura que su mirada no rozarasuavemente, ni un vidrio encastrado sobre un estante,desigualmente biselado, por deslustrado que estuviera,en el que las sombras no se condensaran en formas, niuna vieja bisagra o una vieja cerradura de latón que nohiciera funcionar como en un acto de amor, ni un ecoen la gran escalera —desde el principio había calificadola escalera de «grande»— en que no se detuviera cadavez para captarlo de nuevo. Se arrastró a lo largo de labarandilla como un escolar, imaginándose en un tobo-gán; tanto más cuanto que la barandilla de hierro for-jado, admirablemente adornada y festoneada y con pa-

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samanos de roble pulido, se le antojaba vagamentefrancesa y como sacada de algún viejo hôtel de París. Ellugar se convirtió, en esta ocasión, más que nunca, enun museo, pero en un museo de reverberaciones conte-nidas, más que de especímenes conservados. Conteníamás de estos últimos de lo que su sueño más fervorosohubiera implorado originalmente, pero sentía por mo-mentos que, aunque todos ellos hubieran estado au-sentes, no por eso se habría perdido el sentido del con-junto o habría sido la composición menos feliz. Lasparedes, las ventanas y los suelos producían un efectosuficiente, el «estado» perfecto de todo daba suficiente-mente el tono.

Había preguntas —más incluso de las que se podríanafrontar— que le venían a la mente por medio deuna ausencia; pero estas preguntas se respondíanprácticamente ellas mismas por contacto, o bien, ensu defecto, se fundían en otras cuya respuesta podíaesperar. Todo aquel surtido de accesorios, tal comosubsistía, ¿había estado allí desde antaño, o eran obje-tos reunidos con un propósito moderno y precisamentepor su poder de evocación? En su elegante distribución,hacían que la casa estuviera técnicamente «amuebla-da», ¿y se podía vivir en ella sin adiciones y excrecen-cias susceptibles de desnaturalizarla? ¿Eran todas esascosas honradas rarezas sobre las que se lanzarían loscoleccionistas, o sólo un conjunto heteróclito de cosastosca y vagamente armonizadas? Si eran realmente«buenas», ¿cómo es que no estaban en boca de todos ycómo, sobre todo, si eran mediocres, podían resultartan convincentes y seductoras? Éstas habrían sido pre-guntas para aclarar poniéndolas a prueba, y Ralph co-

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nocía la forma en que, solicitando una hora de su tiem-po a un experto servicial, probablemente sus ojos seabrirían. Pero, como ya he indicado, expertos y prue-bas eran lo último a lo que él parecía dispuesto a recu-rrir; con una conciencia tan solicitada, desde la prime-ra conmoción, que no podía razonablemente asimilarlotodo, su instinto había debido posponer las complica-ciones sociales, la presentación de cartas y las visitas alos amigos. Marcado por su extraño destino para unahospitalidad tan rara y especial, había considerado quepodía desatender temporalmente cualquier asunto me-nor. Había ya ante él, Dios lo sabía, materia suficientepara la respuesta.

En todo caso, aquella noche, mientras el día se os-curecía y el tiempo envolvía con un sudario su vigilia,invocó confortables ilusiones con un estremecimientoque todavía no había experimentado; con alguna con-centración llegó a un fácil compromiso entre su incli-nación y su miedo. Sin duda, cuando la tarde decaía,resistía tanto como dudaba. Que no se encontrara to-davía instalado era un efecto natural de su desasosie-go. Era como si, con la copa levantada y pegada a loslabios, el sabor de 1710 pudiera resultar una pocióndemasiado fuerte. Juzgaría, por así decirlo, cuandovolviera; cuando volviera, podríamos decir también, de todas partes. Por supuesto, iría a todas partes; intelec-tualmente, ahora podía permitírselo sin ningún proble-ma. Eso constituiría su iniciación general, indispensa-ble como paso preliminar: toda una serie de incursionesdispersas y contactos superficiales. Era extraña su con-jetura, o como se la quiera llamar, de que de esa zam-bullida en el Número Nueve, donde iba a penetrar a

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fondo, pudiera, llegado el caso, no salir indemne, o in-cluso, había que contar con ello, no salir de ningúnmodo. Podría quedarse allí abajo, quedarse en la pro-fundidad quintaesencial que estaba dispuesta para unresidente verdadero. Detuvo su patrulla al recordar que,para ese privilegio de una residencia verdadera, tenía yaun candidato. Merodeó de nuevo, miró y escuchó,avanzó y se detuvo, hizo pausas en algunos momentos,con las manos en los bolsillos, para mirar con desmedi-da gravedad un simple panel en un zócalo, una simplecostura en alguna cortina, y repetir vagamente el nom-bre de Mrs. Midmore de Drydown. Ésta se le había idohaciendo gradualmente menos abstracta, y se dijo coninterés que era la única figura histórica que estaba to-davía en condiciones de introducir en el cuadro. En rea-lidad había momentos de pensamientos inconexos, enlos que sentía que Mrs. Midmore ya estaba allí por sucuenta; una relación tan estrecha parecía confirmadapor la resolución que ella había demostrado. Esa mani-fiesta resolución era, en la medida en que su mente per-pleja podía representarse a esa dama, lo que mejor ca-racterizaba su aspecto, y tuvo literalmente visiones deella en las que estaba allí, de pie, mirándole con un ros-tro viejo y severo. Sí, debía de ser vieja Mrs. Midmorede Drydown, en el sentido al menos de que no era nue-va: de lo contrario no tendría lo que él sólo podía ex-presar como la conexión necesaria; y sin duda no deja-ba de ser menos severa: de lo contrario no tendría loque él sólo podía pensar como aplomo. La vistió, poruna inconsciente confusión, a la vieja manera de lacasa, a la manera de los dos o tres retratos de mujeres(éstos, por desgracia y de forma patente, no procedían

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de manos ilustres, ni siquiera conocidas) encastrados enlos revestimientos de madera de las salas de recepción,y oyó por un instante, alucinado, el roce de sus enaguasalmidonadas contra el suelo y el golpeteo de sus zapa-tos, o tal vez el chasquido de su bastón en la escalera depiedra. Llevaba una pequeña capucha negra sujeta bajola barbilla por un broche; ese dije antiguo encerraba sinduda una verdad sin precio; y su forma de pronunciarciertas palabras hacía que, cuando hablaba, resultasedifícil de entender. Pero, se preguntó melancólicamente,¿podía ella vivir en la casa tal como estaba?; como sepuede comprender, era un enigma para él verla allí, contan escasas comodidades; y sin embargo, qué terriblehabría sido equiparla con un trasfondo de rinconesconfortables o fotografías enmarcadas en cuero, de da-mas hechas a medida que muestran las habilidades desus perritos y de caballeros vestidos de tweed que se re-cuestan en unos «buenos» sillones.

Los pocos retratos de hombres que había en la casano eran sensiblemente superiores a los tres o cuatro quehabía de mujeres, aparte de ser, en un par de casos, defecha claramente posterior; pero tenían también esapropiedad básica y suficiente del retrato antiguo; te-nían, como Ralph se decía a sí mismo, cierta miradamás o menos atractiva. En pocas palabras, tenían esosojos pintados con el propósito particular de seguir a suamigo cuando se desplazaba; y, en efecto, uno de los ac-tos que repitió en diversas ocasiones fue circular en supresencia sólo por el placer de ver hasta dónde llegabaese efecto. Todos ellos tenían, no sabía por qué, el donde ir más allá de lo que nunca había percibido en casossemejantes: en las paredes de un museo, por ejemplo. Se

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advertirá que sus distracciones para un momento delluvia eran un tanto simples, y un observador discretode algunos de sus actos habría considerado sin dudaque rayaban con lo pueril. Esto, sin embargo, se deri-vaba en parte de la dificultad de realizar un alegato lú-cido de todo lo que se producía durante ese tiempo ensu interior. Era una efervescencia ciertamente profun-da, aun cuando superficialmente pudiera dar la impre-sión de que no hacía sino contentarse con preguntar alas anodinas imágenes enmarcadas qué pensaban de lasuerte que había que reservar a Mrs. Midmore. Leíaallí, cuando se detenía ante aquellas imágenes, la con-ciencia de que Mrs. Midmore era una de ellas; habíantenido, a lo que parecía, ocasión de vivir con ella, ha-bían presenciado sus maneras y podían darle la res-puesta que él buscaba y esperaba. Nada podría habersido más divertido, en la medida en que se podía diver-tir, que su impresión súbita de que proporcionaban real-mente esa respuesta pero que él, de todos modos, eraincapaz de descifrarla. Los retratos de los muertos son,en el mejor de los casos, cosas irónicas, pero, ignoradase innombradas como eran estas víctimas del destino,ninguna le había provocado nunca una reacción simi-lar. Esta insinuación general, que creía recibir de aque-llas imágenes, era completamente desproporcionadarespecto de su oscuridad general. No respondía de nin-gún modo a su pregunta con un sí o con un no; aunquepodría haber hecho una cosa o la otra si al menos hu-biera podido decir cuál. Así, estaba en el carácter de to-das ellas, salvo de una, hacer difícil la interpretación, yla naturaleza de esa excepción apenas mejoraba la si-tuación.

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En presencia del único cuadro en el que algo que po-día llamarse arte había estado apreciablemente activo,Ralph fue afortunadamente capaz —desde el punto devista de la diversión— de poder darse el lujo de percibiralgo semejante a un prodigio. Encastrada en el revesti-miento superior de madera del más recogido y menorde los tres salones, una encantadora habitación de pa-neles de madera iluminada desde el gran patio situadodetrás de la casa, que establecía una distancia respeta-ble con respecto a otros tejados, chimeneas y ventanas,esta obra, en un lugar destacado, sobre el manto de lachimenea, retrataba a un personaje que simplementeparecía tratar de ignorar la llamada de nuestro amigovolviéndole la cara. Esto era lo que constituía el prodi-gio, pues Ralph no había visto nunca, realmente, un re-trato de un caballero pintado, un retrato por otra partemagnífico, en una postura tan ingrata. Eso daba a la fi-gura un aire consciente que podría haber sido ridículosi no hubiera sido tan positivamente vivo; por eso reír-se de él habría sido, en verdad, a pesar de su miradadesviada, algo muy parecido a reírse en la cara de uncaballero. El caballero en cuestión había vuelto la es-palda, y para todo el mundo era como si la hubieravuelto dentro del cuadro. Por supuesto, ésta no era nimucho menos la primera vez que Ralph lo había admi-rado y estudiado, pero sí era la primera vez que des-cubría que su atención vibraba con la idea de que su actitud actual podría modificarse; que incluso muy pro-bablemente lo había hecho en numerosas ocasiones.Por extravagante que fuera, semejante idea se imponíacon fuerza a nuestro joven: el prodigio de que, cuandouno no estaba allí, la figura miraba como miran inva-

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riablemente las figuras de los retratos, hacia cualquierlugar de la habitación, y que ese cambio milagroso, laocultación de los rasgos y la identidad, se producía sólocuando uno se acercaba. ¿Quién en el mundo habíanunca «posado» —aunque en realidad el modelo en estecaso estuviera de pie—* en esa postura que así desdeña-ba la cuestión del parecido? La única explicación conce-bible era algún motivo por parte del modelo —puestoque sin duda no habría sido idea del artista— para de-sear que el parecido fuera mínimo; situación en la que elrechazo a posar habría sido una solución mucho más fá-cil. Desde la primera vez que se había detenido ante laobra, Ralph Pendrel había ido hilando su tenue hilo,confrontando la pose deliberada con una u otra hipóte-sis; ahora bien, nunca hasta ese instante su concepciónde lo posible había contemplado ese salto monstruoso.Había leído en el cuadro la idea de una apuesta, de unabroma, o incluso de alguna vanidad particular en cuan-to al aplomo de la cabeza, la forma de la oreja, el perfilde los hombros, o incluso la caída de la capa, algún ca-pricho de la elegancia de antaño, alguna vanidad de laépoca de los dandis, entre los que, no sin distinción, po-día haber figurado el personaje del retrato. Pues de locontrario, en ausencia de estas posibilidades, ¿habríaque suponer un rostro tan inferior al resto de su perso-na como para constituir una deformidad prohibitiva oque representara una identidad de algún modo compro-metida? No había nada, en suma, que Ralph hubiera

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* El verbo inglés to sit, en su acepción más habitual, significa«sentarse» o «estar sentado», pero tiene también el sentido de«posar» para un artista. (N. de los T.)

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sido capaz de imaginar que no se encontrara más o me-nos con la objeción de que habitualmente se ofrece unaelección más fácil a los afligidos y a los deshonrados.

Era exactamente de honores de lo que esta represen-tación disfrutaba en más alto grado; pues si no habíasido colocada en la mejor y más amplia de las habita-ciones, había conseguido algo mejor: disponer de unahabitación para ella sola. El pequeño salón interior era,además, para su nuevo propietario, el rincón más sa-grado de la casa. Era allí, como en repetidas ocasionesse había dicho a sí mismo, donde el hechizo funcionabamejor; era allí, por ejemplo, donde —estaba completa-mente seguro— Mrs. Midmore de Drydown preferíasentarse; pero al mismo tiempo, ¿no era precisamente laausencia de cualquier otro retrato lo que permitía a éstela licencia más plena en el interior de aquel marco? Po-día girarse a su antojo cuando no se volvía ante otrosojos. Una vez esta pretensión de que podía darse la vuel-ta se había alojado en el cerebro de Pendrel, la maneraen que nuestro amigo jugaba con ella le habría expues-to, tal vez más que cualquier otra cosa —si también élhubiera podido ser observado—, a esa acusación deaparente ligereza de la que nos hemos alegrado por élde que no hubiera nadie para asumirla. Iba y venía,pasaba a la habitación de al lado y volvía luego rápida-mente, daba la espalda a la chimenea y se volvía brus-camente, como si pudiera sorprender al responsable desu perplejidad llevando a cabo su estratagema. Sin em-bargo, no le habían hecho ningún otro truco de manerademostrable; pero poco a poco, en la oscuridad crecien-te, sintió un interés que rozaba la impaciencia y una per-plejidad que lindaba con el dolor. Su compañero de la

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pared vivía de manera imposible de describir, y vivíasólo para engañarle. Cuando finalmente, en su medita-ción, hubo fijado el motivo de su queja, encontró ahí ladefendible posición de que, pintado como se pinta siem-pre a la gente, aquel sujeto tenía sin duda algo que de-cirle. Era éste un argumento bastante aceptable y con elque finalmente podía asociar su agravio. De algúnmodo había perdido a un amigo por la perversidad de lapostura; tan seguro estaba de ello como de que habríaganado un amigo si le hubiera presentado su rostro.

Cuanto más miraba todo lo demás, menos creíble leparecía que hubiera algo que ocultar. El sujeto habíasido joven, distinguido, generoso; estas cosas, aunquepoco visibles, eran sus misterios y sus señas. Ralph ter-minó, de hecho, por preguntarse qué otra espalda mas-culina habría podido estimular de ese modo su curiosi-dad. Los oscuros y compactos rizos de aquel caballero,su largo cuello recto que emergía sobre el corbatín yel cuello alto de la camisa, la caída de sus hombros y elcorte de sus mangas verde oscuro, la manera en que sugraciosa mano izquierda, sujetando de forma natural unpar de guantes grises, descansaba los nudillos en la ca-dera y dejaba adivinar un sombrero de castor de los uti-lizados a principios de siglo que salía del campo visualpor la derecha: estas someras características provoca-ban irritación por el deseo de conseguir otras. Era unhijo de su tiempo, y su tiempo era la aurora de la eramoderna; haberlo dejado así, en tal medida a su alcan-ce, ofendía tanto más la curiosidad de Ralph. Era un jo-ven caballero inglés de «buena posición» y de una épo-ca en la que su juventud, dada esa condición, sólo podíaestar dedicada al dios de todas las batallas, la mayor y

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última de las cuales había de ser Waterloo. ¿Quién po-día decir qué había sido de él o en qué campo de batallade España o de Flandes habría dejado su vida? Éstaseran preguntas raras y vuelos rápidos, aunque en verdadRalph ya había comenzado, en su primera visita, a ima-ginar, combinar y construir. Al hilo de oportunidades re-novadas había llegado, bajo el efecto de la última oca-sión, a una visión de conjunto completa y coherente.Las horas que estaba viviendo le desconcertaron, porconsiguiente, tanto más cuanto que vertían los elemen-tos en el crisol. Los humos violáceos subían de nuevo,pero eran espesos y desconcertantes. No es que él, la fi-gura del cuadro, no siguiera siendo extraordinariamen-te convincente; por el contrario, suscitaba una creduli-dad agobiante. No es que hubiera menos de él de lo quese podía desear, sino más bien que había mucho de unamanera desordenada, y que en el futuro, a medida quepasara el tiempo, habría cada vez más. Ralph sintió enrepetidas ocasiones que todo eso llegaría con fuerza. Erasemejante al fiel de una iglesia española que contemplala lágrima en la mejilla o la gota de sangre en la heridade alguna efigie milagrosa de la Madre o el Hijo. Cuan-do se alejaba un poco, era para permitir que esas cosascomenzaran tranquilamente, y cuando regresaba des-pués era para asistir al prodigio antes de que terminara.

Se debe mencionar, al mismo tiempo, que él conocía enesos momentos el escalofrío de las interrupciones, y queen más de una ocasión tuvo que rehacerse ante una faltade fe. No veía en esos cambios sino lo que había visto an-tes, la sugerencia más incisiva, sin duda, del poderoso artede la sugestión en toda su amplitud. El joven apartaba lamirada, pero no por ninguna vergüenza que hubiera po-

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dido suscitar. No pensaba en lo que el otro ocultaba, sinoen lo que veía. El desaire que infligía al pobre Ralph con-sistía, pues, en apartar la mirada hacia su mundo propio,alejado hacia atrás en una oscuridad que se le escapaba yal mismo tiempo le desafiaba. Así, su fuerza residía en sutremendo «poder de atracción», y su alcance, en el hechode que disfrutaba positivamente, de una manera muyviva, de una u otra relación, por no decir de un conjuntode relaciones, que en esos mismos instantes determinabansu aire observador e incluso le investían, de súbito, conalgo de aquel efecto que el pobre Ralph, pensando en esosgrandes cuadros de las iglesias italianas, y pesarosamenteconsciente de conocerlos sólo de oídas, imputaba a la be-lleza y sinceridad del retratado, el donante atento en elrincón de la obra maestra de Venecia o de otro lugar.¿Qué era la presencia del piadoso magnífico, digamos,sino la presencia de nuestro mismo Ralph Pendrel, nopoco mezclada, como él suponía la del devoto de antañorepresentado en la escena, con el humo inmemorial de loscirios del altar, que no afectaba, sin embargo, a los espa-cios superiores, aquellos en que reinaba, clara y sublime,la imagen sagrada o santa? Aquella claridad, o inclusoaquella dimensión sublime, se trataba en este caso delmismo fenómeno: ¿no había creado, debido a la pátina delos años, al suave roce del dedo del tiempo, un anillode luz mística alrededor de la hermosa cabeza levantada?En Ticiano, Tintoretto o Veronés esa fusión del tono,cuya magia no cesaba de acentuarse para Ralph desdeque fue presa de esta fantasía, habría expresado lo sobre-natural tanto como el halo que la rodeaba.

A intervalos dirigía una mirada a su reloj, pero loque le hacía proseguir sin descanso era precisamente la

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fuerza del silencio en que nada sucedía. Había tenido,al cabo de una o dos horas, la sensación especial y pe-culiar de estar solo en la casa. Si bien sus buenos ami-gos los guardeses estaban abajo —no había tenido esanoche ningún contacto con ellos—, nunca aquellosbuenos amigos habían sido tan respetuosos con lo que,por deferencia hacia ellos, estaba dispuesto a llamar suabsurdo. Era plenamente consciente de lo absurdo quepodría parecer en un apacible caballero esa intenciónno anunciada de recorrer una casa bien ordenada a lamanera de cualquier vendedor de alfombras o de algúnfontanero privado por alguna catástrofe de su regla osu libreta. Escuchó en la embocadura de las regiones in-feriores y las encontró mudas; subió a las habitacionesde arriba y descendió de nuevo para repetir la prueba.En cualquier caso estaba prácticamente al abrigo detoda mirada, y si agentes voluntariamente ocultos ac-tuaban sólo para inspirarle ese sentimiento, ello no ha-cía sino reforzar su libertad. Tal vez, de hecho, habíansalido, encontrando los murmullos de su consulta de-masiado extraños para su gusto; mientras se detenía denuevo ante una de las ventanas como para sentirse ex-presamente aislado por la noche que caía y el repique-teo de la lluvia fría, se le ocurrió la agradable y fanta-siosa idea de que podrían incluso haberse asustado deuna persona que hacía desplazamientos tan febriles,que rechazando el fuego parecía complacerse con aquelterrible frío y que dejaba que las sombras se multiplica-ran sin reclamar siquiera una luz.

En la plaza, las farolas azotadas por el viento par-padeaban y se reflejaban en la humedad, y cuando diomedia vuelta para hacer otra ronda suplementaria —de-

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cididamente, había resuelto, la última por esta vez— seaseguró de llevar en el bolsillo cerillas para el tabaco y deque los numerosos candelabros de plata y latón, sólidosy espléndidos (¡oh, lo que hubieran dado por ellos laspersonas a quienes conocía, incluida Aurora!), estuvie-ran provistos de todas las velas, por si acaso las necesi-taba. Cuando en su ronda final llegó de nuevo al primersalón, que con sus magníficas ventanas ocupaba todo elancho de la casa y cuyos objetos, sillas, vitrinas, sofás ycuadros, con las cortinas todavía descorridas, eran real-zados por la farola situada en el exterior, ante la puerta,con racheados ascensos y descensos, haciendo que pa-recieran al menos un tanto equívocos, como alguna vagacompañía humana que parpadeara o le hiciera muecas,cuando se encontró allí, una vez más, donde le parecíaestar más en posesión de la clave del lugar, reanudó eldeambular sin sentido que había ocupado tan gran par-te de su visita. Anduvo de un extremo al otro como si tu-viera un problema que resolver; escuchaba sus pasos so-bre el suelo desnudo, por cuyo encerado perfecto (detodas las cosas materiales, nada podía ser más de su gus-to) había tenido la atención de felicitar al ama de llaves;permaneció allí sin saber por qué, aferrado a aquella ha-bitación particular sólo porque podía medir su longitudy quizá también un poco a causa de su misma ambigüe-dad, acogedora y siniestra a la vez, que hacía que sus di-ferentes características, como hubiera podido decir, ac-tuaran. Por momentos jugaba con la idea de pasar allí lanoche, lo que en realidad estaba haciendo ya en la medi-da en que allí seguía. Las noches pasadas en casas pecu-liares era un tema favorito de los folletines, y él recorda-ba historias sobre ese tema que habían sido consideradas

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ingeniosas; lamentaba sólo no haber oído, en el momen-to de retirarse sus ocupantes (¿no era siempre ésa la pin-celada indispensable?), el terrible golpe de la puerta. Elverdadero elemento de disuasión para quedarse levanta-do en el Número Nueve sería precisamente, razonó conlucidez, su coincidencia con los folletines. Nada le indu-ciría, podía al menos convencerse de forma complacien-te, a hacer de aquel lugar el tema de uno de esos vulga-res experimentos que alimentaban la cháchara delmomento. Dentro de un rato se iría: estaba decidido;pero mientras tanto, caminaba.

Anduvo y anduvo; anduvo hasta que el golpe con unmueble le detuvo. Esto lo devolvió a la realidad de lacompleta caída de la noche y de la profunda oscuridadde la habitación, mayor de la que su visión agudizadahubiera podido afrontar. Miró a su alrededor y sintiótanto frío como si realmente hubiera pasado allí la no-che; sin la certeza de que había permanecido de pie, po-dría perfectamente haber creído que había estado dur-miendo. Se preguntó cuánto tiempo había transcurrido,pero, al sacar el reloj para comprobarlo, comprobó queni siquiera junto a la ventana podía distinguir su esfera.Buscó entonces cerillas en su chaleco, pero inmediata-mente, cuando ya estaba palpando una, tuvo un felizcambio de idea. Era como si tuviera ya una prueba irre-futable de que estaba allí solo. En ese instante, ante lallama de la cerilla, sentía vívida la idea de que, por ra-zones en las que no se podía detener —el hecho mismose hacía por momentos más intenso—, había quedadopeculiarmente desconectado y abandonado, dejado a símismo y a cualquier otra cosa que pudiera haber allí;consciente de ello, en vez de consultar el reloj, aunque

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echó otra ojeada a su alrededor, se dirigió hacia el pri-mer candelabro que mostraba su vertical destello deplata. La cerilla se apagó antes de llegar a él, pero sacóotra, y fue en el acto de encender la vela cuando sumano le indicó hasta qué punto estaba temblando. Era,sin embargo, un estremecimiento de exaltación, no deun nerviosismo trivial; una exaltación que marcabasimplemente el hecho de saberse, al fin, como nuncahasta entonces, en posesión de su herencia. Su duda es-taba resuelta: se había preguntado si estaba preparado,si «optaría» por estarlo; pero aquí estaba, en definitiva,sin más preguntas ni más preámbulos. El único preám-bulo era, una vez encendida su vela, afrontar la conse-cuencia de esa preparación particular.

Este acto le llevó, gracias a la mecha trenzada, unminuto o dos; pero no bien estuvo segura la pequeñallama y hubo levantado en lo alto la antorcha de luztrémula, le llenó la sensación de una relación nueva yestrecha con aquel lugar. Era una pequeñez, pero locierto es que hasta entonces no había utilizado la casatanto como para tener que encender una vela. Esta tri-vialidad establecía una importante diferencia al elevar-le sobre la condición, comparativamente modesta, deun visitante que revelaba su timidez. Mostraba, pues,con su sola y breve insistencia, el estatuto de dueño, yahora, cuando casi agitaba en el aire su cirio, cuya ceraaún no había tenido tiempo de fundirse, fue como enseñal —aunque su mano todavía temblara— de unaconfianza súbitamente adquirida. Tenía la fuerte im-presión de haber atravesado una crisis, de haber vivido,y todo en media hora, uno de esos períodos concentra-dos de piadoso sacrificio de sí mediante el que los aspi-

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rantes, en épocas de fe, solían adquirir su condición decaballeros. ¿De qué había emergido a la manera del as-pirante puesto a prueba y aceptado? Había tenido laidea de poner a prueba la casa, y he aquí que era la casala que, por una inversión de la situación, le había pro-bado a él. En cualquier caso, había agarrado su velacomo si se tratase de una espada o una cruz, actitud quepuede bastarnos como respuesta o voto por su parte.Ya se le había ocurrido que, tan completamente consa-grado, debía realizar una ronda más. Se dirigió al ex-tremo de la habitación y luego volvió; había empezadoa sentir un placer extraordinario en caminar de estemodo con su luz. Salió de la habitación al pasillo, se di-rigió a la escalera, luego descendió, lento y solemne, alvestíbulo que había imaginado de la época del rey Ja-cobo y en el que, iluminado, podía ahora, por el simplejuego de su brazo, enmendar debidamente su error. Su-bió de nuevo al rellano, al lado del gran salón, y trasuna ligera vacilación continuó su ascenso. Recorrió lashabitaciones de arriba y se entretuvo ante las sucesivasventanas, con la idea de lo que la posible observaciónde ese centelleo que vagaba de piso en piso, a pesar delo avanzado de la hora, podía suscitar, afuera, en la pla-za, a algún policía soñoliento y empapado, que se ha-bría hecho ya respecto de la vieja mansión alguna hipó-tesis de trabajo. A su regreso al piso de los salones hizootra de sus pausas; permaneció con la vela en lo alto ysus ojos se fijaron durante un minuto en la puerta que,abierta al final del pasillo, le habría llevado directa-mente al salón de los paneles.

El efecto de esta consideración fue que, dando unrodeo, volvió de nuevo directamente hacia la fachada

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y a la fila de oscuras ventanas de nuevo azotadas poruna gran ráfaga de lluvia. Era como si el viento se hu-biera vuelto de repente más salvaje para subrayar consu violencia la intensidad de su presencia. Así habíallegado, con tan enorme paso, a las dos de la mañana,y con un tiempo terrible. La parte delantera de la casarecibía lo fundamental del ataque, los pequeños pane-les, negros y cuadrados, chirriaban en sus marcos altosy blancos, los objetos vibraban a su alrededor y la lla-ma de su vela estaba a punto de extinguirse, como si elviento le llegara a través de las ventanas. De hecho, laconmoción que sacudía toda la vivienda era tan gran-de que ante la sensación de corriente de aire no podíaestar seguro de que la fuerza del viento no hubieraabierto algo en algún sitio. Instintivamente se dirigió,en parte para investigar, en parte para refugiarse, a lasala interior, la segunda; manteniendo siempre su luzbien levantada, pudo ver la otra puerta del salón de lospaneles, el acceso independiente del vestíbulo. Experi-mentó entonces un instante de confusión, durante elcual le pareció captar en la distancia el reflejo casualde la llama de su vela sobre alguna superficie brillante.Ahora bien, si la llama estaba allí, ¿dónde estaba la su-perficie? Era en el hueco mismo de la puerta, como rá-pidamente percibió, donde se efectuaba el desdobla-miento de la luz. Tuvo en ese momento una impresiónasombrosa: la de estar convencido de que aquello quehabía pensado y descartado había tenido lugar en suausencia. Alguien estaba en la habitación más prodi-giosamente todavía de lo que había imaginado; a su al-tura, sobre el suelo y a no más de diez metros de él, yahora todo inteligencia y respuesta, vívidamente cons-

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ciente de él, mirándole a través de ese espacio, conojos llenos de vida. Era como el milagro que se pideen la iglesia: la figura del cuadro se había vuelto; perodesde el momento en que hubo realizado esa acciónasombrosa, ese descenso, ese avance como para darsea conocer, en su yo solitario casi tuvo el efecto en unprincipio de aplastar ese reconocimiento, en otras pala-bras, de aplastar toda presunción bajo su peso incon-mensurable. Aquel hecho tan extraño, que un caballeroestuviera allí, un caballero de pies a cabeza, para en-contrarse con él y compartir su desconexión, lo detuvotodo; sin embargo, esto no era en absoluto más extra-ño que la relación que ya, de manera inequívoca, sen-tían que habían tenido. Con esta última aprehensión elprodigio estaba, en cualquier caso, presente en su ple-nitud, pues lo que Ralph comprendió muy claramentemientras se sentía cada vez más aterido era que lo quehabía tomado por un reflejo de su luz era solamenteotra vela. Supo, aunque no pudiera tener confirmaciónalguna, que, de las dos velas que había en el estante de-bajo del retrato, la segunda ya no estaba en su lugar.Levantó la suya aún más alto para asegurarse, y el jo-ven que estaba en el umbral hizo un movimiento derespuesta; pero mientras así, casi como blandiendosus armas, se miraban uno frente al otro, vio algo querealmente estaba más allá de la razón. Estaba miran-do fijamente la respuesta al enigma que había sido suobsesión, pero esta respuesta era una maravilla de ma-ravillas. El joven del manto de la chimenea, el jovende cabello castaño, pálido, erguido, con la capa azuloscura de alto cuello, el joven revelado, responsable,consciente, que brillaba desde la oscuridad, le ofrecía

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el rostro que había solicitado como recompensa a suvigilia; pero ese rostro, milagro de milagros, le confun-dió: era el suyo.

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L i b r o t e r c e r o

La situación en que se encontró durante tres o cuatrodías concluyó con la súbita decisión de visitar al Emba-jador. La idea, cuando se le ocurrió, lo tranquilizó, alofrecerle una salida a su apremiante necesidad de co-municarse. Había estado dividido entre esta necesidady otra —de política profunda— de silencio, conflictoque le atormentaba más que cualquier otra cosa en suvida anterior. Lamentó no ser católico para poder con-fesarse, lo que, de manera notable, satisfaría tanto alsecreto como al alivio. Recordó el capítulo de la exce-lente novela de Hawthorne en que la joven de NuevaInglaterra se arrodilla, para aliviar su aflicción, ante elanciano sacerdote de Saint Peter, y creyó ahondar comonunca antes en la profundidad de ese pasaje. Su caso,en verdad, era más difícil, y su carga mucho más pesa-da, pues Hilda no había sido más que una espectadorade lo que pesaba sobre ella, mientras que él había par-ticipado directamente. Poco importaba que su sensa-ción no fuera la de un crimen; era la sensación, en ungrado extraordinario, de algo realizado bajo el dominiode la pasión, y de una experiencia mucho más extrañaque una mera visión fugitiva, casi la perpetración posi-tiva de un asesinato. Le sorprendía que el conocimien-to de algo menos importante que un asesinato pudiera

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constituir en el alma un trasfondo tan inaccesible; perolo que, por supuesto, más presente estaba en él era el he-cho de que hasta ese momento sólo había captado de lavida un fragmento tristemente insignificante. Había almenos tantas cosas en ella para la filosofía como las queel pobre Hamlet debía descubrir en el cielo y en la tierra.Andaba, comía y se ocupaba de sus asuntos; había pro-bado la verdad de la promesa realizada, la promesa quepresentaría, aunque sólo fuera a sí mismo, en una rea-parición; era, de hecho, plenamente consciente de quetodavía no había tenido nunca en el mundo —sí, y qui-zá tampoco en sí mismo— un apoyo tan sólido como laapariencia que presentaba.

Nada era acaso más extraño que ver que aquello quehabía aceptado lo siguiera aceptando; no iba acompa-ñado de desórdenes o miedos; no tenía accesos de páni-co, lapsus, remordimientos, sudores fríos ni arrebatosde calor: estaría mucho más cerca de la verdad dicien-do que encontraba en esa excitación —pues era, en de-finitiva, aunque amortiguada y comprimida, una pulsa-ción sensible— un encanto desmesurado. Pero si por elmomento podía ser un encanto, si así se quería, tam-bién podría convertirse más tarde, y probablemente eralo que iba a suceder, en un terror; en todo caso, fueracual fuese la forma en que finalmente lo conociera, que-ría de algún modo compartir su conocimiento. Deseó,decidió, que otra persona, cuidadosamente selecciona-da, compartiera su carga. Una persona bastaría; de he-cho, más de una lo estropearía todo. Había para él unaclara diferencia, y sólo lo haría si podía estar seguro dela fiabilidad del receptor. Una vez que su palabra estu-viera depositada en ese receptáculo moral y hubiera

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dado vuelta a la llave y se la hubiera guardado en elbolsillo, volvería con más seguridad a la vida, o, mejordicho, podría, como si fuera la primera vez, enfrentar-se a ella y superarla. El motivo al que obedecía fue ex-presado, con ocasión de la visita misma, tan completa-mente como podía serlo. El Embajador, hombre dotadoy distinguido, no era un amigo personal, sino sólo unamigo de amigos. Estos últimos se habían preocupadotanto que Ralph fue mejor «presentado» de lo que nun-ca lo había sido a nadie, y mejor de lo que a su exce-lencia se le había presentado ningún portador de cartas.Tal era, sin embargo, la elevada cortesía de este perso-naje que nuestro joven fue tan bien recibido como si losheraldos hubieran sido mudos. Tampoco Ralph habíacontribuido mucho al resonar de trompetas, dejandosus cartas en la embajada no más que en otras partes:sólo sabía que la sugerencia había sido solicitada desdeel otro lado del océano sin que él hiciera nada, y esto,de hecho, suponía que un retraso suplementario podíaestar reñido con la buena educación. Bastaba con que elrepresentante de su país fuera eminente, competente,ingenioso y amable, y que, adicto a los buenos cigarros,fuera accesible hacia las seis de la tarde.

En el lugar, claro está, y en presencia de su relajadoanfitrión, que, como veía, debía de haber adoptado,por razones defensivas y profesionales, el plan de darpor supuesto sólo lo habitual, allí estaba con un asuntociertamente difícil de plantear; sin embargo, no llevabani tres minutos en la habitación y sentía ya hasta quépunto se iba a poder liberar. El camino, es verdad, no sevio allanado por la observación del Embajador en elsentido de que lo sabía todo sobre él: había actualmen-

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te mucho más que saber de lo que incluso un Embaja-dor pudiera llegar a imaginar. Recordó a su ilustre pa-dre; y tuvo también la bondad de mencionar que re-cordaba a su encantadora madre, de cuyos últimosaños quiso informarse; hablaron durante algunos mi-nutos de los diversos amigos que, según las amables pa-labras de su excelencia, los habían reunido, y de loscuales, y para su sorpresa, nuestro joven se encontró,por razones particulares, en condiciones de dar noticiascoherentes. Sentía el encanto del tono de su anfitrión,con su nota de libre reconocimiento, que parecía hacerde él, por el momento, algo casi como un igual; y sinembargo, aunque se preguntaba si no se trataba, acaso,de ejemplos menores de los grandes refinamientos deaquella misma diplomacia que él había estudiado, le-jos de allí, en libros polvorientos y que había rastreadoa través de los yermos de la historia, era muy cons-ciente de no sentirse avergonzado, como habría podidoocurrirle a una persona recibida con atenciones tan par-ticulares, de lo que le reservaba. Sólo se sintió algo aver-gonzado cuando el Embajador, que lo había leído todo,dijo haber leído su libro y que lo había encontrado no-tablemente inteligente. Él mismo había comprendidotres días después de llegar a Inglaterra que inteligente,realmente, no lo era, pero ahora se trataba, sobre todo,de que ese ligero esfuerzo, de una presunción infunda-dada, había renunciado incluso a esa pretensión a laexistencia que sería la de algún bebé anónimo, nacidomuerto, en una época prehistórica. Pero sólo despuésde haber sacudido la cabeza triste y vigorosamente tuvola sensación, por esta contradicción, de haber atribuidoa su anfitrión más inocencia de la que le correspondía.

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En todo caso no había ido para ponerle en su lugar, ynecesitaba que esto se aclarara inmediatamente paraexplicar la verdadera razón de su visita, cuestión tantomás urgente cuanto que acaparaba completamente suatención.

—Sé muy bien —dijo— que nueve de cada diez demis compatriotas vendrán a usted con una historia. Peroseguro que, entre todos ellos, ningún loco extraviadocomo yo le habrá aburrido con una como la mía.

El Embajador, desde su profundo sillón, en su espa-cio «privado», en su terreno, donde se acumulaban li-bros y papeles de colores pardos y sonidos suaves, son-rió por encima del antiguo tapiz turco a través de subarba y de su humo.

—¿Es buena, muy buena?—En cuanto a su credibilidad, no. Pero en cuanto a

lo demás —dijo el pobre Ralph—, encantadora.—¿Y muy, muy larga?—No más larga, aparte de algunos datos fundamen-

tales, de lo que su excelencia quiera hacerla. Por algunarazón, para mí en modo alguno tiene ese tipo de di-mensión. Yo, al menos, no sé qué longitud puede tener.¡Y lo lamento!

—¿Quiere usted decir —preguntó el Embajador—que sólo tiene anchura? ¿Por qué usted, con su inteli-gencia —continuó antes de que su visitante pudiera res-ponder—, no la pone sobre el papel?

—¿Quiere usted decir que generalmente las escri-ben? —contestó Ralph por su parte—. No me sorpren-de, pero si lo hiciera, quizá estaría usted obligado, porlas reglas inherentes a su cargo, a responder; no es queyo esté muy al corriente de esto, pero una respuesta es

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precisamente algo que yo, permítame que se lo asegure,que mi comunicación, no busca en absoluto. Simple-mente se lo quiero transmitir para no ser yo la únicapersona viva que lo conozca; y mi única petición es quetenga la amabilidad de conservarlo estrictamente parausted. No hay nada en el mundo que pueda usted «ha-cer». No puede prestarme dinero. Tengo la ventaja, queaprecio perfectamente, de tener bastante para mis asun-tos; no estoy enamorado; o al menos, si lo estoy no mepropongo importunarle con ello. No estoy en ningúnapuro; es decir, espero no estarlo; pues si resultase quelo estoy, temo que los buenos oficios del Embajador di-fícilmente me servirían de nada y tendría que salir de élde la misma manera que he entrado.

—¿Y cómo ha entrado? —preguntó el Embajador.Ralph sentía ya que su idea había sido buena y que

esta forma de ponerla en práctica le ayudaría. Eracomo si hubiera tenido en la mano una llave que desea-ba confiar para que fuera guardada en un lugar seguro.El rostro de su amigo —a estas alturas, ya el de un ami-go— era por sí mismo una promesa tan perfecta comoel caso requería. Era exactamente como si la llave —unobjeto demasiado valioso para ser llevado de un ladopara otro por una persona— fuera a ser recogida antesus ojos y colocada en la caja fuerte oficial.

—Pienso, estimado señor, que va usted a hacerla larga.—No importa si no me lo parece.Su excelencia había hablado con tal amabilidad que

Ralph soltó una carcajada. Era la amabilidad de la in-dulgencia, vio, al reflexionar sobre lo que ocultaba.

—Soy, en el peor de los casos —respondió—, del gé-nero taciturno, pues estoy seguro de que usted verá

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gente de todas clases; no obstante, si me lo permite, ne-cesitaré moverme un poco cuando hable.

De hecho, ya había abandonado el sillón, y comopermanecía allí, sobre la alfombra, delante de la chime-nea, los dos hombres intercambiaron una larga mirada,una mirada que, puesto que concedía al más joven todolo que deseaba, debía también incluir, más o menos, al-gún beneficio para el mayor. Ralph estaba dispuesto apasar por cualquier cosa: el juicio no le molestaba;todo lo que importaba era la delicadeza de las formas.Como hemos visto, había empezado a recurrir a ellocada vez más.

—Ni siquiera espero que me crea —continuó tras uninstante—; simplemente me digo que mi secreto es talque su propio interés le incitará a guardarlo, aunquepueda ser un interés meramente intelectual, en absolu-to oficial, si me permite —concluyó nuestro joven son-riendo— establecer esta diferencia. Creo que, de algúnmodo, comprenderá con certeza que darle cualquierpublicidad en algún aspecto lo estropearía para usted.

El Embajador fumaba afablemente.—¿Quiere decir que debo guardarlo para mi placer?Ralph, que había declinado, dando las gracias, un ci-

garrillo, le respondió desde el lugar en que seguía de pie.—Ésa será exactamente mi fuerza. Me dejará tan có-

modo como el secreto de confesión. Y no hay nada más—añadió con franqueza—; no temo parecer ridículo;pero con su excelencia, naturalmente, no será lo mismo.

Su excelencia era una persona encantadora.—No teme parecerme ridículo a mí. Eso es todo. Al

menos puedo encontrarme con usted en ese mismo te-rreno. No temeré parecerlo ante usted. Estoy perfecta-

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mente dispuesto —continuó— a darle mi palabra. Siusted no le dice nada a nadie más, puede estar segurode que yo tampoco lo haré.

Ralph le observó unos momentos.—¿Por qué piensa que se lo podría decir a alguien

más?El Embajador se levantó entonces para servirse, en la

chimenea, otro cigarro, cuyo extremo mordisqueó yluego encendió antes de responder. Cuando lo hizo, fuecon una mano tranquilizadora en el hombro de Ralph.

—No, eso es justo lo que no pienso. Su dificultadpara formularlo, sea lo que sea, me da la medida de sureserva general.

Aquellas palabras eran tan amables como todas lasdemás, pero muy felizmente tuvieron sobre Ralph elefecto de un desafío. Lo aceptó, pues, y se vio luegoque, al hacerlo, había cogido la mano izquierda del Em-bajador y la había retirado con la mano derecha de suhombro, donde había permanecido con gesto tranquili-zador y, estaba seguro, compasivo. Así se apropió de laprotección, que le permitió, tras un instante, decir:

—¡El asunto es que yo no soy yo!Pero su amigo sonrió como para rendir tributo a su

lucidez.—¡Oh sí, usted lo es!Entonces la mirada de Ralph pareció reflejar desa-

probación, y más todavía compasión, por cualquierpropensión a lo superficial; le parecía cada vez más evi-dente que lo que le había sucedido le permitía ver lascosas de tal manera que la visión de los demás, por bri-llante que pudiera ser, como en el caso de su anfitrión,se revelaba comparativamente tosca.

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—No lo entiende usted en el sentido que yo le doy; omás bien tal vez debería decir que yo no le quiero dar elsentido en que usted lo entiende. Tómelo, no obstante—prosiguió—, como le parezca: tengo la ventaja de quesu cortesía para conmigo nos deja a los dos ese margen.

Y luego explicó:—Yo soy otro.Hasta ese momento la mano del Embajador había

seguido sujetando la suya como para tranquilizarle;pero entonces su dueño la soltó y se apartó, ofrecién-dole brevemente una espalda meditativa. A pesar detodo pronto se instaló de nuevo en su sillón con un nue-vo cigarro y preparado, aparentemente, para el asunto.Siguió fumando, sin embargo, durante unos instantes.

—¿Y la otra persona es usted?—Eso es lo que creo; aunque para cerciorarse habría

que preguntárselo, lo que no resulta posible. Sólo élpuede saberlo; yo ya tengo bastante —dijo Ralph— conmi parte del problema. Pero todo el asunto —conti-nuó— consiste en el intercambio de nuestras identida-des; arreglo tanto más fácil cuanto que él tiene un ex-traordinario parecido conmigo y que en mi primerencuentro con él incluso cometí el error de tomarle porun maravilloso reflejo, en un cristal o en alguna otraparte, de mi propia figura.

El Embajador era lento; sin embargo, como Ralph,una vez lanzado jadeaba un poco; le interrumpió:

—¿Y le tomó a usted por un reflejo de sí mismo?¿Está usted seguro —preguntó— de que ambos sabenquién es cada cual?

Ralph esperó un poco; luego, muy amable y razona-blemente, respondió:

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—Le ruego que tenga conmigo tanta paciencia comole sea posible. Le contaré toda la historia, y tan clara-mente como pueda. Pero sea amable.

Su anfitrión, como para corregir cualquier otra idea,hizo un movimiento rápido y expresivo, que sin embar-go fue detenido por la actitud de nuestro amigo.

—Verá, es una cosa extraordinaria para un hom-bre haber vivido esto, y no me sorprende la imagenextraña que debo de ofrecer a sus ojos. Pero verátambién por sí mismo, en un momento, hasta quépunto querrá desengañarme. Es la cosa más extraor-dinaria que jamás haya ocurrido en el mundo; pero almismo tiempo no hay ningún peligro —declaró ale-gremente— de que pierda mi camino. Estoy comple-tamente presente, o más bien —Ralph se mostró ri-sueño—, lo está él.

Había pocas dudas sobre cómo su confidente debíadesengañarle; y, aparte de la idea de que se le «seguía lacorriente», recibía bien cualquier cosa que le ayudara.En cualquier caso, no había ninguna falta de respeto enla siguiente pregunta, formulada con amabilidad.

—Pero ¿cuál es la otra parte de su notable historia?O, si lo prefiere, lo expresaré de otro modo: ¿quién eraél, quiero decir —siguió el Embajador—, antes de loque usted llama su intercambio?

—Casualmente, y de forma sorprendente, lo que yomismo era y lo que en realidad todavía soy; y lo más ex-traño de todo es que eso no interfiere en otras cosas, nimucho menos, como usted podría suponer, y que enmodo alguno soy yo, de hecho, tan diferente.

La respuesta del Embajador, aunque no era sorpren-dente viniendo de él, vino a ser una inspiración.

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—¿Tan diferente de lo que yo podría suponer queeran ustedes antes?

La cara de Ralph fue un homenaje a tan rápida inte-ligencia.

—Todavía soy un caballero, gracias a Dios; y no másimbécil de lo que ya era. No tengo un aspecto peor,aunque tampoco mejor.

—¡Difícilmente podría tenerlo mejor! —replicó ge-nerosamente su compañero.

Pero Ralph estaba ahora tan metido en el asunto queapenas apreció el cumplido.

—Si sigo siendo el mismo, soy todavía un america-no, como ve, y no un británico.

—¡Me alegro enormemente de ello! —rió el Embajador.—Oh, ése es el punto esencial, nuestro terreno co-

mún. Quiero decir, mío y suyo. Estamos los dos aquí,en la misma época, por vez primera y apenas recién lle-gados. Es decir —dijo nuestro joven—, estábamos.

Se detuvo un momento, pero no, como enseguidaquiso dejar claro, demasiado.

—No me estoy perdiendo; viene a ser lo mismo.Pero había tenido que pensarlo, y el Embajador fu-

maba.—Si es así, ¿cuál es, o cuál era, la diferencia?—¿Entre nosotros? —Ralph fue rápido—. Ninguna

salvo nuestra edad.—Pero creí entender que su edad era la misma.—Oh —explicó Ralph—, me refiero a nuestra época,

al tiempo en que vivimos. Es una diferencia de casi un si-glo. Fue entonces, hace todo ese tiempo, cuando él vino.

Hubiera sido una falta de verosimilitud que su anfi-trión no se asombrase visiblemente.

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—¿Y dónde ha estado él desde entonces?Desde donde se encontraba, Ralph miró por un

instante, a través de la ventana, hacia un mundo ex-terior de cosas menos extrañas que aquellas que élsentía perfectamente y con las que había llenado lahabitación. Pero, aunque serio, no estaba inexpresi-vo.

—Ya ve, no lo sé todo. Y por un momento calló de nuevo.Durante esa pausa el Embajador, por su parte, fu-

maba; finalmente dijo:—¿Tiene noventa años?Esto devolvió a su visitante al tema.—No, pues si él los tuviera, yo debería tenerlos; y yo

tengo exactamente treinta, lo que está muy bien; pues,sobre todo desde que me he convertido en él, yo le lla-mo a eso ser joven.

Ralph se detuvo un instante; tenía ahora la sensa-ción de interesar hasta tal punto a su interlocutor quemantener ese interés suponía casi un esfuerzo. No obs-tante, nada era más fácil para él.

—Él es magnífico; realmente hermoso. Eso le hizo corregirse, y esta vez se desvió.—¡Lo que quiero decir es que lo era!—¿Antes de dejar de serlo?—No había o no ha dejado de serlo —replicó Ralph—;

pues si fuera así, yo mismo no estaría aquí delante de us-ted con este aspecto sólido que he asumido para causar-le una viva impresión. Él estaba en la flor de la vida;como compatriota, era una alegría contemplarlo. Hasido con esa apariencia como de nuevo ha existido paramí durante una hora.

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—¿Durante una hora? —preguntó el Embajador,como preocupado por la exactitud.

—Probablemente fuera menos, a pesar de todo loque pasó entre nosotros; pero la realidad de todo estoes que él ha existido.

—¿Es la realidad de su situación el haber visto unfantasma?

—Oh —Ralph levantó la cabeza para decir esto—,me niego a admitir por un momento que lo fuera. Eramucho mejor que cualquier fantasma.

Al Embajador le pareció que había ahí una distin-ción que deseaba comprender.

—¿Mejor?—Digamos que mucho más contrario a la naturaleza.—No entiendo entonces —dijo el Embajador— por

qué no dice, más bien, peor. ¿No es la impresión extra-ña en la medida en que es contraria a la naturaleza, yno es, del mismo modo, inquietante, turbadora o ate-rradora, en proporción a su extrañeza?

Dicho lo cual, continuó, mientras Ralph sentía sumirada escrutadora:

—¿Es que le gustan realmente esas impresiones?—Veo que soy una impresión para usted, una impre-

sión extraordinaria, desde luego; pero él no lo era paramí —prosiguió Ralph— en ningún sentido, pues nues-tra relación, como usted la denomina justamente, esmucho más interesante de lo que, incluso en el mejor delos casos, puedo esperar inspirarle a usted. Él era paramí un hombre tan real como yo lo soy, ¡o como lo era!—Ralph se detuvo un momento para sonreír—, paramí mismo; e interesante sobre todo, supongo, porqueestaba extraordinariamente interesado.

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—¿Interesado por usted? —inquirió su anfitrión conel máximo cuidado para evitar por igual la falta o el ex-ceso de seriedad.

—Bien, sí: interesado por mí, puesto que está preo-cupado por el tipo de cosas que nos interesan a los dos.Toda mi vida he estado atormentado, creo que debo de-círselo —pues nuestro joven consideraba que era justoexponerle este punto—, por el deseo de cultivar un me-jor sentido del pasado del que normalmente ha pareci-do suficiente incluso a las personas que más se han de-dicado a cultivarlo y que con la mayor complacencia—se permitió añadir Ralph— han hecho públicos susresultados. Así que puede usted imaginar qué felicidadha supuesto —concluyó— encontrarme con una perso-na, y una persona de maravillosa inteligencia, en el mis-mo acto de cultivar...

En ese momento el Embajador se levantó y provocóun efecto de interrupción como por la rapidez mismade su comprensión.

—¡Su sentido del presente! —dijo con una sonrisatriunfal.

Pero la sonrisa de su visitante moderó esa felicidad.—Su sentido del futuro, ¿no se da cuenta?, que le

había impedido descansar, igual que mi expresión co-rrespondiente me lo había impedido a mí. Sólo que des-pués de estar preocupado —explicó escrupulosamenteRalph— casi un siglo más.

—¡Un siglo es demasiado tiempo para estar preocu-pado! —señaló el Embajador a través de su humo, peropermitiéndose esta vez una manifestación de regocijo.

—¡Oh, un período terrible, claro!, pero todo condu-cía, como puede ver, a este alivio tremendo que le he

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aportado. Le he traído al futuro, se lo he dado, se lo hepresentado. ¡Y ahí estamos! —dijo Ralph con orgullo.

Su compañero, aunque visiblemente impresionado,parecía más bien preguntarse dónde estaban realmente.Luego esta pregunta encontró su expresión.

—¿Cómo podía darle lo que usted mismo no tenía?Ralph no necesitó más que un momento de refle-

xión.—¡Porque yo soy el futuro! Es decir, el futuro para

él; lo que significa el presente, ¿no lo ve?—El presente, comprendo, ¡para mí! —interrumpió

su anfitrión, ruborizado por su clarividencia.—Sí —respondió Ralph enseguida—, nada podía

constituir más espléndidamente que el presente de uste-des, por no decir, literalmente, la presencia de ustedes,ese futuro que el pobre muchacho ha esperado conocerdurante tanto tiempo.

—Lo que equivale entonces a decir —consideró elEmbajador con evidente simpatía—, lo que equivale adecir, en resumidas cuentas —repitió el funcionariomientras fumaba—, que mis contemporáneos y yo so-mos su futuro.

Ralph aceptó la conclusión.—Equivaldría a eso si él pudiera ponerse en relación

con usted.Fue quizá en razón de algo sólo sugerido por el tono

de su visitante por lo que el Embajador dijo:—¿Conmigo en particular, quiere decir?Ralph respondió a esto generosamente.—¡Ah, no podría desear para él nada mejor que us-

ted!—¿Y para mí nada mejor que él?

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Ralph mantuvo sus ojos benevolentes en el represen-tante de su país.

—Sí, puesto que le encuentro tan extraordinaria-mente bueno para mí.

El Embajador reconoció el cumplido, aunque, des-pués de todo, no pudo sino expresar cierta confusióninterior.

—Ahora bien, estoy desconcertado porque hace unmomento me ha hablado de su amigo y de usted nocomo si de dos personas separadas se tratase, sino, alcontrario, como si hubieran llegado, ¿no es cierto?, aalguna maravillosa identidad o unidad común. Usted esel otro, ha dicho, ¿no?, y el otro, por tanto, es usted.Así que cuando pregunto dónde está el otro —continuóafablemente—, parece que tengo que suponerle aquí,en esta habitación, conmigo, en su interesante persona.

Estas palabras habrían podido parecer lo bastanteinsidiosas como para hacer tropezar a nuestro joven,pero su lucidez se mantenía, de hecho, inatacable.

—Entiéndame bien, se lo ruego: no he dicho que ha-yamos confundido nuestras personalidades, sino quelas hemos intercambiado, que es algo muy distinto.Nuestra dualidad, lejos de quedar mermada, se encuen-tra reforzada al subrayar, cada uno para el otro, la di-ferencia que separa nuestros intereses. El hombre ago-biado por su curiosidad por el pasado no puede ser,como usted comprenderá, uno solo y el mismo con elhombre agobiado por su curiosidad por el futuro. Élme ha dado su oportunidad para éste, mientras que yole he dado la mía para aquél. Admita, por tanto —dijoRalph—, que estamos en polos opuestos, o al menos enlugares muy distintos.

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Era asombroso lo que el Embajador podía reconocercon la ayuda de sus pequeños intervalos reflexivos, sa-bios y benevolentes, y sus abandonos contemplativos.

—Sí, sí, pero si yo, por supuesto, veo que usted, entanto que esa individualidad que puede reivindicarcomo suya, está aquí, de pie, delante de mí, de lo queme siento encantado, eso no me dice nada en absolutoacerca de dónde está él, como se suele decir, en el tiem-po y en el espacio.

—Oh, está abajo, a la puerta, en el cabriolé... —res-pondió Ralph con espléndida simplicidad.

Su anfitrión debió de perderse por un momento en eldeslumbramiento que le produjo la respuesta, hastael punto de suscitar en él un gesto como para prote-gerse de una impresión excesiva o, tal vez, para ganartiempo.

—¿Quiere decir que durante todo este tiempo estáusted en su cabriolé?

—No es un cabriolé, con esta lluvia eterna: es un co-che de cuatro ruedas con cristales cerrados. Y él no tie-ne inconveniente —explicó nuestro joven— en esperartanto tiempo como sea necesario. Al menos así locreo... —señaló como con un pensamiento tardío.

—¿Así que usted se reunirá con él, con su pacienciapuesta a prueba, me temo, cuando baje? ¿Y también yotendría el placer de verle —aventuró el Embajador— sibajara con usted?

Fue ésta ciertamente la primera de las preguntas delEmbajador que provocó en nuestro amigo una pausaen modo alguno amenazadora.

—Seguramente, si es que él no se ha ido ante mi au-sencia, como usted mismo ha sugerido.

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El Embajador encaró esta contingencia.—En tal caso, ¿adónde se habrá ido?—Pues como ya le he explicado, al futuro. Digamos

—soltó Ralph—, a Regent Street o a Piccadilly.Y luego, como eso hiciera reír abiertamente a su in-

terlocutor, añadió:—¿Sabe?, en aquella época esos lugares no existirán

en la forma que tienen hoy.—Ya veo, ya veo —de nuevo su excelencia estaba

preparado.Sin embargo, manifiestamente, no pudo dejar de

añadir:—¡Imagínelos! ¡Imagínelos como su recompensa por

tan sublime autoproyección!—Bien —razonó Ralph con soltura—, mi idea es

que, con todo lo que representan para él, no es impro-bable que sean una recompensa tan grande como la queesta extravagancia mía puede recibir.

—Es maravilloso para mí —replicó enseguida el Em-bajador—, pues se sale por completo de mi rutina co-mún, el permitirme, ¡como ve usted que estoy hacien-do!, estas extrañas confidencias. Le comprendo bien:debo considerarme tan mezclado en las preocupacionesde su amigo de abajo como en las suyas.

Ralph reflexionó sobre ello, pero con toda ecuani-midad, y el resultado fue esta observación, formuladade manera muy natural:

—Quiere usted estar seguro, y es muy comprensible,de aquello a lo que, en el peor de los casos, se puede ex-poner; quiere tener garantías frente a molestias inútiles.Bien, no creo que se exponga a nada peor que el haber-me escuchado de este modo y anotado mi nombre y di-

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rección —dicho lo cual, nuestro joven concluyó conuna sonrisa—: ¡Que estas preocupaciones no sean unpeso en su conciencia!

—Tendrán en ella, se lo aseguro, un lugar particular.El Embajador tomó la carta que le habían entregado

a la llegada de su visitante y que tenía al alcance de lamano.

—Todo esto será cuidadosamente conservado, y al-bergo la esperanza, por el interés que usted me inspira,de que dentro de algún tiempo nos volvamos a ver.

Ralph no quiso contrariar esa esperanza, pero si po-día o no contar con ella sólo podía deducirse de lo quesobre ese punto revelaba un rostro cada vez más preo-cupado. Ese semblante, cargado por un momento conotros amables agradecimientos, parecía alejarse de ellos,antes de que fueran pronunciados, en beneficio de algomás urgente:

—Desde luego, comprendo perfectamente que ustedpiense de mí, que usted deba pensar forzosamente demí, que soy más o menos un loco de atar. Comprendoperfectamente que tenga usted voluntad de no perder-me de vista y, en la medida de lo posible, de seguirme lapista y poder dar información sobre mí, caso de quefuera necesaria una investigación futura. Lo agradezco,e incluso ha sido exactamente por eso, creo, por lo quehe venido. Realmente, me parece que se me debe seguirla pista, que debo ser sometido a controles de identi-dad, que debo ser vigilado. Soy como alguien que em-prende un viaje acaso peligroso y no quiere dejar de to-mar las necesarias precauciones. No me importa enabsoluto que usted me considere un loco; lo sería, o almenos debería ser un idiota, si no pensara que corro el

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riesgo de producir esa impresión. Sin embargo creo go-zar de una cordura como nunca he disfrutado antes.No tema ofenderme, pues ¿qué es sino su proteccióncontra mí mismo lo que de este modo he invocado? Noes que tema destruirme a mí mismo, al menos no deninguna manera común; lejos de pretender o desear co-meter un suicidio, me propongo llevar mi asunto hastael final, o, en otras palabras, vivir con una intensidadsin precedentes.

—Bien, si usted vive con la misma intensidad conque gratifica a los demás, no creo que se le pueda acu-sar de eludir ninguna responsabilidad. En cuanto a mí,no me quedaré tranquilo —declaró entonces rotunda-mente el Embajador— hasta que haya bajado con usteda verificar la cuestión de su amigo en el cabriolé.

Ralph ofreció tan poca objeción a esto —su aspectopor un momento intensamente serio no implicaba nin-guna objeción real— que en un par de minutos habíanbajado juntos al vestíbulo, donde el servidor que es-peraba, según Ralph reflexionó después, debió de mos-trar inmediatamente su convicción de que su señor noacompañaba simplemente hasta la puerta a un visitan-te sin importancia. Su excelencia debía, por tanto, irmás allá, bajo alguna tensión excepcional; y a tal efec-to se le entregaron sin dilación su sombrero, sus guan-tes y su bastón; equipado con ellos, el Embajador esta-ba ahora de pie, al lado de su huésped, sobre la calzaday en presencia del vehículo allí estacionado, sin ningu-na asistencia doméstica, y la puerta de la casa se cerrótras ellos. Se quedaron allí unos instantes, lo bastante almenos para permitir el intercambio de una sonrisa,ahora un tanto tensa por ambas partes, tan tensa que

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parecía a punto de romperse, antes de que Ralph deci-diera aproximarse al coche lo bastante para tener unavisión real de su interior. Antes de esto había contenidoel movimiento del recién despertado cochero, que dor-mitaba en la caja y que amagó un duro y oficioso des-censo, y se enfrentó luego a las consecuencias de otropaso y de un movimiento de la cabeza a través de laventana de su simón suficiente para asegurarse del gra-do de disimulo bajo el que un concebible compañeropudiera ocultarse allí. La renovada mirada que despuésde esto dirigió al Embajador fue una confesión de queno ocultaba nada, aunque sin ser en modo alguno unaconfesión de la derrota consiguiente; de manera que,abriendo él mismo la puerta e invitando a su distingui-do amigo a subir, indicaba una perfecta disposición aexplicar la decepción. El Embajador, debemos añadir, lepermitió de inmediato y siempre de manera especial-mente considerada, la mayor licencia para la disculpapor haber hecho nacer una esperanza infundada; laspalabras del gran hombre representaban, en realidad,una mirada a un fundamento que había tenido su mo-mento.

—Su falta de paciencia por haberle retenido tantotiempo: usted mencionó, lo reconozco, esa posibilidad—fue la noble observación de su excelencia.

Allí vino en ayuda de Ralph el atractivo de una vi-sión súbitamente ampliada; en efecto, en su interior élhabía dado expresión a ese pensamiento circunspecto,pero era como si la misma idea, en labios de su amigo,sugiriera algo que iba más allá incluso de lo que supropia inteligencia había establecido. ¡Eso era! Nadadesacreditaba lo más mínimo el informe que acababa

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de elaborar. Ese otro participante en el paseo que habíaterminado a la puerta de la embajada se había marcha-do, con la mayor congruencia imaginable, empujadopor la pasión de una curiosidad que ya nada podía re-tener, para vivir su propia e irresistible aventura: se lehabía pedido demasiado, en el punto en que estaba surelación, esperando poder ahogar su propio espíritucrítico. La entrevista, arriba, se había prolongado, ¿yqué podía hacer mientras tanto, pobre criatura, sinocontar los minutos que conducirían a la hora, la suya,que iba a sonar? Que la hora sonaría para cada uno deellos en cuanto el sabio paso ahora alcanzado hubierasido dado había sido el supuesto común al ponerse deacuerdo esa tarde, programa mucho más cómodo, pen-sándolo bien, Ralph podía verlo ahora, para la víctimadel sentido del pasado que para la víctima del sentido delfuturo. Al no tomar esta última, se dio cuenta nuestroamigo, ninguna precaución ni disposición, ninguna almenos de la que se pudiera saber algo, su perspectivaquedaba marcada por una pasión más apremiante: esosería tal vez esencial para un hombre con ese plantea-miento con respecto a las preocupaciones que él mismotenía. Fue consciente de diez segundos bastante confu-sos durante los cuales tuvo que ver en el impulso al queél mismo había obedecido una cosa en sí misma inferioral motivo bajo cuya fuerza su antiguo compañero, queya no podía contentarse meramente con hacerle un fa-vor, sin duda había comenzado a batir sus magníficasalas y a poner a prueba sus pulmones en el aire frescode su experimento. Era él quien había tomado la delan-tera, por así decirlo, mientras que el objeto de interésdel Embajador sin duda tenía sólo la ventaja que, en al-

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guna contingencia ocasional completamente imprecisa,pudiera derivarse de ello.

Sopló entonces sobre nuestro joven un frío momen-táneo; lo que, sin embargo, no impidió que el Embaja-dor se sentara sin más demora ni que él ocupara tal vezmás ligeramente contraído el segundo asiento, ni tam-poco su partida ahora efectiva, y de común acuerdomás bien contemplativa, hacia Mansfield Square. Se leocurriría más tarde a Ralph, en cualquier caso, que enesa etapa se habían limitado a una sencilla contempla-ción; de lo cual es prueba, tal vez, que cuando mirabapor la ventanilla del cabriolé, durante ese extraordina-rio viaje, lo que miraba tan fijamente como para noadvertir ningún intervalo de conversación no era laaparición sucesiva de las calles, con sus aspectos y susidentidades diversas, sino, puesto que su homólogo es-taba tan indudablemente inmerso en la circunstancia,la prodigiosa realidad de su propia inmersión y la con-ciencia de que su destino le impedía dar cualquier pasohacia atrás. No es que lo deseara, no es que lo deseara,se repetía sin cesar mientras el vehículo avanzaba; estar«inmerso» en lo que quiera que aquello fuese, como sen-tía ahora que lo estaba, como lo sabía ya absolutamente,era una gran simplificación, pero ¿no era también posi-tivamente una bendición? Pregunta que no había recibi-do una respuesta negativa, en cualquier caso, al menosen el momento en que se detuvieron en la dirección quehabían dado. Esto fue lo que había sucedido durante eltrayecto, como supo después: el discurrir de los minu-tos había estado tan plenamente consagrado a sellar in-teriormente la carta de adaptación, como pudo llamar-la, para todas las pruebas que ahora le esperaban, que

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tras haber bajado del carruaje dirigió a su compañeroun «¿Quiere continuar?» que cerraba su tácito acuerdosin que quedase la menor zona de sombra. Al menos élasí lo sintió, aunque un signo de desacuerdo podría ha-berse revelado en la cara de su buen amigo cuando éstese apresuró a descender y, a modo de respuesta, dijo:«Oh, iré a pie, querido amigo», lo que parecía signifi-car: «No me importa para nada que sepa usted que yano puedo estarme quieto, y tendré que pensar seria-mente en todo esto; tarea que el uso de mis piernas es-timulará saludablemente».

Independientemente de que hubiera encontrado unafórmula de este tipo, Ralph, mucho más tarde, como hedicho, debía rememorar el haber tenido esa impresión;lo mismo que debía reconstruir la suposición de que,una vez pagado, magníficamente pagado, el cochero yde nuevo en movimiento, él y su protector —pues ¿nohabían acordado, después de todo, muy exquisitamen-te, dejar ahí las cosas?— permanecieron frente a frenteel tiempo de un prolongado apretón de manos; segui-do luego de una mutua liberación que dejó a su exce-lencia de pie en la calzada, con el rostro más serio delos dos; de eso él al menos no tenía ninguna duda. Des-pués nuestro joven fue consciente de una posición tanelevada en el peldaño superior de la escalinata ante lapuerta que, tras su toc-toc-toc con la aldaba, pudo verel mundo entero, incluido el representante de su país, ala espera, conmocionado en su desconcierto y su empe-queñecimiento, lejos, lejos, en el fondo de un abismomuy por debajo de él. Si se trató de etapas rápidas omás bien lentas fue algo que nunca llegó a descifrar.Todo le había llegado a través de otro médium cada vez

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más espeso; médium al que la puerta de la casa que seabría dio de inmediato una extensión semejante a lainhalación de un olor extraordinariamente fuerte, uncalor que ganaba cada vez de forma más profunda loslugares en los que su desconcertado juez le habría vistoliteralmente sumergirse; aunque tal vez con la pausa su-prema, marcada en él, del buzo decidido a sumergirse,a punto de hacerlo antes de que el cierre de la puerta lecolocara del lado bueno, y al mundo entero, tal comolo había conocido, del malo.

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L i b r o c u a r t o

I

Estaba tan preparado que, tras haber preguntado al la-cayo quién estaba en la casa, su respuesta —«Creo queestá Miss Midmore, señor»— no le había inquietado endemasía; le hizo, no obstante, preguntarse si no habríasido preferible anunciar su llegada en el transcurso dela mañana por medio de un mensajero. Preguntas comoésta se le habían ocurrido repetidas veces desde la lle-gada de su barco a Plymouth, y desde la noche anterior,cuando el correo del oeste le había dejado en Piccadillyen medio de un gran bullicio de reconocimiento gene-ral, no le faltó tiempo para avisar a sus primos de su in-tención inmediata de presentarles sus respetos. Duran-te los últimos tres días había crecido en su interior lapreocupación por los diversos errores en que fácilmen-te podía incurrir un joven que acababa de desembarcarprocedente de Nueva York; ya había cometido variosentre Devonshire y Londres, aunque no hubiera tenidoque pagar por ellos más que un puñado de observacio-nes nuevas. Sus observaciones se multiplicaban a tal rit-mo que evaluarlas en cincuenta por minuto habría sidoquedarse corto en el cálculo; pero había una en parti-cular que desde el principio seguía repitiéndose y que

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sin duda podía haber hecho tanto por agudizar su des-treza como habían hecho otras por recordarle el peli-gro. El peligro era patente y procedía de diversas cir-cunstancias que debía de conocer y con las que debíacontar en Inglaterra, a diferencia de las pocas cosasque le habían servido de forma suficiente en América.Sólo quería saber, aunque más bien le hubiera gustadoaprender en secreto; astucia que, pensaba, estaba lle-gando a dominar, y ello a pesar de su manera habitual,desde tiempo atrás, de recibir una impresión nueva, deasumir un nuevo dato y, sobre todo, de corregir unapremisa errónea, consistente en perderse de forma muycándida y flagrante en un mundo cargado de significa-do. El descubrimiento de lo que así se transmitía era su-ficiente para dejarle clavado en el sitio, maravillado, demodo que cualquiera que lo observara podía perfecta-mente encontrarse en la situación de no saber qué debíaconcluir: si ello se debía a su simplicidad o a su ingenio.Si era extraño tener que reservarse ante apariencias fa-miliares —es decir, familiares al parecer para todos losque estaban a su alrededor salvo para él mismo— talvez era más notable todavía que no lograse ocultar enqué medida estaba dispuesto a entenderlas por la ac-ción de algún mecanismo interior.

En cualquier caso, la gran tranquilidad recién men-cionada, y que suscitaba más sorpresa que confianza,procedía de algún modo de la vaga impresión de RalphPendrel de gozar de una ventaja más importante quecualquier otra de la que careciera; tenía una actitud,una mirada o un tono, cierta inteligencia natural, algúnarte involuntario pero conciliador, que le preparabaperceptiblemente el camino y que quizá, se atrevía a su-

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poner, podía favorecerle. Sin grosera vanidad, había te-nido tiempo de hacer esta deducción, aunque por elmomento no hubiera llegado, sin duda, a más conclu-sión sobre este punto que a la constatación de que suánimo se inclinaba durante todo ese tiempo, aunqueciertamente con una inclinación pequeña, al pavoneo ola fanfarronería imperturbablemente brillante, y que sujuventud y sus armoniosas proporciones, un rostro lim-pio, el campo libre y una misión audaz, todo eso era ca-paz de lanzar un conjuro que encontraría ocasión decontrolar o de impulsar, según el caso. Sin duda habíasido extraño llegar a pensar tan pronto en conjuros, es-pecialmente en medio de la conciencia de los errores co-metidos; pero posiblemente esto incluso reforzaba unpoco ese grado de presunción de que los propios erro-res, que podrían haberle hundido en la confusión siotras personas no los hubieran asumido pronta y servi-cialmente, como hicieron, parecían en gran parte atri-buibles a la misma fuente de su frescura. No podía ne-garse su entusiasmo, de una fuerza extraordinaria y quehacía que la gente se apartara para dejarle libre el ca-mino, como si a ellos les gustara contemplarlo y espe-rar lo que pudiera mostrar. Era un entusiasmo que sepodía sin duda disfrutar, pero sin que tuviera un costepara nadie, para nadie en particular, y esto podría ha-ber parecido raro a aquellos que trataban con él, o, enotras palabras, podría haber parecido encantadora estaexhibición de un impulso, no como la pica en una car-ga, sino más bien a la manera del sombrero de un men-digo presentado para recibir una limosna. Ésa era la fi-gura, ése era el caso: hora tras hora había caído unaverdadera lluvia de monedas; ¿y qué fue sino su perfec-

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to tintineo lo que le acompañó cuando subía, siguiendoal lacayo, hasta donde Molly Midmore esperaba —aunque tal vez sólo de forma general— que se presen-tara como pretendiente a su mano?

En el vestíbulo y en la escalera le había venido a lacabeza como en un débil y extraño afloramiento la ideade que lo que estaba unos segundos ante sus ojos ya lohabía estado antes y seguía jugando con su atención deforma muy deliberada, aunque con una suave y ligeraatracción por el recuerdo de un caso similar o de unascondiciones semejantes. Por eso cuando se le abrió lapuerta de arriba y oyó cómo se le anunciaba, su prime-ra impresión fue la de entrar directamente en algún ca-pítulo de otra historia, otra distinta a la suya de aquelmomento, puesto que, cada una de sus pulsaciones lotestimoniaba, estaba implicado hasta el fondo en unasituación que se le apareció débilmente a la luz, una luzfuerte y brillante, de lo ya conocido, antes de que talsensación fuera sustituida por la percepción fulguranteque siguió. ¿No era un lugar conocido el gran salóncuadrado revestido de madera, semejante sin duda aotros en los que había sido testigo de una vida similara la que se llevaba en su casa, aunque más hermosa y másespléndida? Había allí hermosos objetos y cuatro o cin-co retratos notablemente espaciados entre sí, y una lu-minosa frescura, con la apariencia de una claridad ex-terior, de un mundo más vacío que mirara por ventanasregularmente separadas con numerosos cristales, perotambién con colgaduras de una sobriedad afectada.Esto no significaba que aquel mundo estuviera más va-cío que el que había conocido al otro lado del mar, sinoque el escenario mismo, como apareció durante aque-

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llos diez segundos que desafiaban la memoria y la com-paración, había presentado su otra cara de una maneradiferente, atestiguando, de algún modo, sombras másespesas, presencias más pesadas, sumisión a un asaltomás prolongado. Tales detalles, sin embargo, incluso enun joven de sensibilidad superior, son, en el mejor de loscasos, más bien esquivos, y la conciencia general deRalph fue enseguida absorbida por la certeza particulary absoluta de no haber encontrado nunca a nadie quese pareciese, por poco que fuera, a la joven sentadajunto a una de las ventanas ante una fina tela desple-gada, enmarcada y montada en un delgado bastidorde madera, a través del cual tiraba de un largo hilo deseda, levantando el brazo más delicado del mundo a laaltura de su cabeza. Él mismo encontró eco en la men-te de la joven, de modo que, cuando le vio y le oyó, selevantó lentamente dejando su trabajo, sin mostrar elmínimo indicio de interrupción o confusión, y le dirigióuna sonrisa como si lo supiera todo sobre él. Al haceresto, mantuvo el brazo todavía en alto: quizá buscandotan sólo mantener el equilibrio o no queriendo perderlas puntadas de su bordado; él debía recordar despuéscómo el doblado dedo meñique de la mano levantadacaptó su mirada en la distancia, y cómo esto le ayudó,en cierta manera, a ver enseguida que el brazo mismo,con la manga acortada hasta muy cerca del hombro, te-nía una forma redondeada de exquisita belleza. Ella sa-bía todo de él: esa luz contribuyó sin duda a que sumente se inundara con la seguridad que él precisaba deforma inmediata: llegado a este punto, sentía, de mane-ra maravillosa, que las cosas le llegaban, todo lo queera preciso para una relación personal más íntima, en el

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momento preciso en que las iba a necesitar, y eran asíportadoras, incluso bajo el grito ahogado de un ligeropeligro ya evitado, de cierto encanto cuyo carácterinesperado le reconfortaba. Que fuera a hacer la corte,con un perfecto decoro, a Molly Midmore, y que de he-cho hubiera alcanzado su objetivo en alas mismas deesta intención, semejante anticipo como de algo singu-lar había impregnado el aire a su alrededor durantedías y días como el aroma de una flor que se niega amarchitarse; pero la dulzura de un acercamiento direc-to, que le invitaba al abrazo, no le había sido realmen-te revelada hasta que su reconocimiento, como hemosdicho, por la fuerza de su aliento, no le hubo llenado deuna confianza y riqueza extraordinarias.

Había ido directamente hacia allí al entrar en la ha-bitación, y aunque no dudara más que el tiempo de sa-berse elevado y transportado, la comprensión por me-dio de todos sus sentidos de lo que ella era completabala espléndida precisión. Nada podría haber sido másextraño que un salto así repetido, que un vuelo haciauna tierra firme hasta entonces casi inexistente, peroque sus pies sentían bajo ellos cuando la necesidad sehacía crítica. ¿Iba a bastar con hacer no sabía qué para«arreglarlo todo», como diríamos, y sobre todo paraque esa situación no le disgustara, como también diría-mos, a posteriori? Era quizá sorprendente que cuestio-nes tan comparativamente generales presionaran, consu aire de particularidad, sobre una inteligencia activa,incondicionada y lo bastante absoluta para anticiparsea cualquier desfallecimiento concebible; sin embargo,nada podía ser más agradable que tal estímulo, y esto apesar de la posibilidad de que pudiera después acos-

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tumbrarse. La joven estaba allí, en su espacioso rin-cón, con una belleza radiante y admirable, y durantetodo ese tiempo mantuvo la postura que había adopta-do nada más levantarse, manteniéndola como por te-mor a que él perdiera el placer si la abandonaba aunquesólo fuera por breves instantes. Lo cierto era que, porsupuesto, bastaba la realidad de un instante para ates-tiguar esas inmensidades; el aire que los envolvía eraprodigiosamente limpio y claro, y favorecía así la felizcerteza; en el momento de avanzar un poco más, él eraconsciente, además de todo lo que hemos indicado, deque, a pesar de la moderación de que ella sin duda ha-cía gala, no era en realidad torpe ni tímida, y de hechoestaba tan inspirada y enardecida como él. Salió de de-trás de su bastidor, que había empujado ligeramente, yfue entonces cuando su espléndida hermosura, un cutisblanco y rosado, sus ojos amistosos y risueños, sus la-bios carnosos abiertos y el espesor de sus sueltos cabe-llos castaños ayudaron al vestido de muselina, queadornado con ramitas dejaba libre tanto su cuellocomo sus codos, a informarle de ella, de la cabeza a lospies —era más bien alta—, de todo lo que más le inte-resaba. Antes de que la tomara en sus brazos, jugueteóen torno a él el destello de un comentario encendidopor una llama que no era la del deseo, la maravilla depoder representársela, y de forma tan típica, más quede poseerla, fuera cual fuese la realidad que el porvenirles reservara; sin embargo, este par de contradiccionesse fundió en la ola de feliz inteligencia que los inundóentonces y que pareció incluso a punto de ahogarlos.Que él, así, de repente, hubiera estrechado contra sucorazón y contra sus labios a una joven con la que ja-

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más en la vida había intercambiado una palabra regulóde entrada para cada uno la naturaleza de la relación apartir de ese primer esbozo tan noble y tan libre; y esoera de nuevo otro ejemplo de esa seguridad experimen-tada a posteriori que él ya había advertido y que difícil-mente podía tener una ilustración más vívida. Esa mis-ma seguridad la sentía también ella: esto hizo que laarmonía fuera plena y permitió que fuese perfectamen-te posible que un intercambio comparativamente su-perficial de preguntas y explicaciones, que hubiera po-dido servir de preámbulo, siguiera en un nivel inferiordespués de lo que acababa de ocurrir, y que se desarro-llara sin que el paso fuera retrospectivamente absurdoni que ellos mismos se sintieran en ridículo.

—Llegué a Londres la noche pasada, así que ya ves,no he tenido mucho tiempo. Tal vez primero tendríaque haber pedido permiso a tu madre —dijo Ralph.

Pero ella ya había tomado la palabra.—¡Oh, sin duda lo habría dado!Comprendió enseguida, por el tono de la observa-

ción, que a lo que ella se refería como objeto de la au-torización era a la caída vertiginosa en la intimidadque acababan de realizar. Eso le dejo un tanto descon-certado, pues lo que él había querido decir era que po-día haber preguntado si a su prima le parecería que sepresentara allí; y sentir así barrida su consideración poraquella conveniencia —o por cualquiera, a lo que pare-cía— le recordó de nuevo que probablemente no podíamostrarse demasiado audaz, puesto que, como era evi-dente, creaba en los demás, directamente y por su solapresencia, un ánimo y una receptividad por completofavorables. Si era cierto que Mrs. Midmore, como él se

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la había imaginado, habría aprobado el asalto silen-cioso a su hija desde su mismo umbral, ¿qué podía sig-nificar esto sino que la casa y todo su círculo contení-an un tesoro de bienvenida del que podía servirse hastael infinito? Bien, era en cualquier caso agradable en elmás alto grado encontrar a alguien que le comprendie-ra lo suficiente para ayudarle a comprenderse a sí mis-mo; no podía haber mejor ejemplo de tal felicidad queesa promesa de armonía con la dama de Drydown, da-das las deferencias que él se había preparado para ren-dirle.

—No debes hablar como si hubiéramos pensado enti como en un extraño; ¿cómo sería eso posible —pre-guntó Molly—, después de que se haya hecho la paz en-tre nosotros —¿no es cierto?— gracias a esa carta de tupadre a mamá, poco antes de su muerte?

Sus hermosos y expresivos ojos, percibió Ralph en-seguida, estaban cargados de una llamada dirigida a élsobre la base de esa interesante historia; y una vez más,después del más ínfimo y repetido roce del ala de ese des-concierto que así le advertía y le permitía salir airoso,sintió que el flujo de conciencia alcanzaba en él unnuevo nivel. Su padre, hombre querido, había muerto,su padre había escrito, y mientras ellos se miraban unoa otro bajo el efecto de alusiones tan abundantes, se ha-cía cada vez más evidente que había habido alguna de-savenencia entre aquellos que a ambos lados del marllevaban su apellido, y luego, por un afortunado azar,se había producido una gran cicatrización de la ruptu-ra, una renovación de buenas relaciones de las que sucondición de pretendiente aceptado no dejaba ningunaduda. Él tenía libre acceso a toda la sucesión de aconte-

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cimientos, y sólo quería que se le fueran pasando esaspáginas, una tras otra; algo así como si hubiera estadosentado al clavicémbalo para interpretar una partituramientras la joven, a su lado, agitaba el aire hasta supropia mejilla guiándole hoja a hoja. Era de esta mane-ra como ella parecía realmente presentar ante sus ojosel rollo solemne de la historia, sobre el que descansaronun instante, con tal impresión de peligro disipado que,antes de que él o ella llegaran a saberlo, ya estaban unavez más uno en brazos del otro. Era como si esa repeti-ción, esa prolongación, hubiera estado poderosamentedeterminada, para cada uno de los dos por igual, por ellibre conocimiento que ella tenía de lo que había suce-dido antes, rezagándose él un poco, es cierto, en la rá-pida revisión de las razones, pero uniéndose de nuevo aella, súbitamente confiado, después de haber, irreprimi-blemente y por segunda vez, intercambiado sus prome-sas. Él incluso tuvo pronto la impresión de adelantarsea ella, de la manera más galante; se sintió impulsado,como empujado por unas fuerzas multiplicadas: estabatoda la notoriedad —¿pues de qué se trataba sino denotoriedad?— de la fidelidad a la corona de los Pendrelamericanos durante la Revolución, ante cuyos rigoreshabían emigrado y se habían establecido en Inglaterradurante un período de diez años y no poco en deuda, du-rante esta crisis, por el apoyo e incluso la caridad de susparientes ingleses. Un renovado interés por esta aventu-ra agitó la sangre de nuestro joven y encontró expre-sión, sin la menor dificultad, en una actitud de compe-tencia con su joven anfitriona, como si él, por un giroextraordinario de las cosas, se hubiera vuelto capaz deinformarla a ella en su ignorancia.

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—Sí —dijo él—, mi abuelo, hace cosa de treintaaños, debió de ser un personaje un poco loco y en modoalguno el honor de la familia. Pero era terriblementeguapo, ya sabes —Ralph sonrió—, y si mientras no-sotros esperábamos aquí tu tía abuela tuvo motivo paraquejarse de su volubilidad, creo que todos sabemosahora que se enamoró locamente de él y le hizo la cor-te con tal extravagancia que él, después de todo, y porsimple cortesía, no podía permanecer indiferente.

Le gustaba volver a ese tema, pues de hecho, en ra-zón de la ampliación progresiva de sus referencias, todoaquello estaba más detrás que delante de él; era unasunto verdaderamente digno de ser tratado, que le ca-lentaba la sangre, como se suele decir; y su dominio eratal que un minuto más tarde le habría gustado cogerlaen un error para poder corregirle. El rostro de ella, dehecho, irradiaba placer, ¿no era placer?, ante tales prue-bas de seguridad; ella mostraba que las seguridades entorno a ellos no podían multiplicarse demasiado, y nosería sino bastante más tarde cuando el sentido de esemomento la designaría para él más como auditora,ciertamente encantada, de su recitación de una lecciónaprendida, que como beneficiaria de una inspiración dela que ella carecía. Él se divertía —aunque, ¿por qué sedivertía así?— por lo vívido de la imagen de aquellamujer de su antigua casa, demasiado impresionable odemasiado aventurera —el reconocido parentesco delas dos familias se lo permitía—, de quien su nada es-crupuloso antepasado se había burlado sin el menorrespeto. La historia tenía cualquier cosa menos distin-ción a causa de los detalles de la situación de su prota-gonista, su responsabilidad hacia una paciente y joven

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esposa y sus tres hijos, mantenidos éstos, en realidad, adistancia, instalados en una pequeña ciudad francesadurante la mayor parte del tiempo que duró su extra-vagancia; esto había culminado en la brutal indiferen-cia, al menos aparente, de su regreso a Nueva York sinhaber hecho nada para mitigar la situación que espera-ba a la compañera, como se suele decir, de su culpa. Nodisminuyó en nada el escándalo —que se podía haberarreglado para mostrar el asunto con un aspecto dife-rente— el hecho de que prosperara en América contratoda presunción, habida cuenta del comprometido es-tado civil de la familia, ni que consiguiera llevar de nue-vo su nombre hasta alturas casi insolentes, recuperandoy ampliando su antiguo crédito, recobrando sus derro-chados y confiscados recursos, poniéndolos finalmenteen condiciones, después de su muerte y una vez pasadoslos años de purgatorio, de ser tenidos por aquello en loque manifiestamente se habían convertido: personas in-capaces no sólo de grandes infracciones, sino de cual-quier desaire a las normas de la buena educación. Cua-lesquiera que fuesen los problemas de conciencia deldifunto dignatario, había llevado despóticamente losnegocios y había florecido a costa de la virtud, la con-fianza o algunos otros equilibrios inestables. Las prue-bas de su pericia eran, naturalmente, para sus descen-dientes mucho más evidentes que cualquier motivopara imputaciones menos halagadoras; además parecíaindudable que una posteridad tan satisfecha de sí mis-ma y de sus tradiciones podía incluso gozar suficiente-mente de esta gracia para los casos de menor felicidad.¿Cómo, en cualquier caso, había sucedido, cosa hartoimprobable, que la felicidad menor pudiera ser una

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marca distintiva de los Pendrel ingleses, en cuyos analesla leyenda de algún accidente desagradable o de cual-quier ventaja desdeñada difícilmente sería un asunto delibre referencia? Era ésta una pregunta que, dado el ex-traordinario crecimiento de la visión actual de nuestrojoven, era tan resoluble como la anterior o la siguiente.En efecto, desde el momento en que se planteaba, todapregunta encontraba su respuesta; así que cuando sucompañera, lo que tan valerosamente había llegado aser, mencionó la reconciliación familiar, Ralph no dejóescapar la oportunidad de hacer una exposición com-pleta del tema.

—Ya ves lo poco que el matrimonio de tu madrecambió las cosas para nosotros, a pesar de la extinciónque implicaba, aquí, de nuestro apellido; pues si ya noquedaban Pendrel en los que poder pensar, los Midmo-re desempeñarían casi igual su papel, y los aceptaríanincluso con una resignación que, ahora que te conozco,querida prima —continuó Ralph—, parece situar nues-tras relaciones en un punto inmejorable.

—Sin duda los Midmore valen tanto como cualquie-ra —exclamó de forma encantadora la joven dama quellevaba su apellido—; pues, después de todo, no hemosolvidado que fue un Pendrel, ¿no es verdad?, uno de losvuestros, aunque también de la propia sangre de mamá,quien vino, como a propósito, a sembrar desavenenciasentre nosotros; problemas en los que sin duda no valela pena entrar ahora de nuevo, aunque parece que enaquella época se consideraran como el mayor de losmales.

—No, no vale la pena, desde luego —dijo Ralph conuna sonrisa que nacía de la estimulante sensación de

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sentirse ahora con una visión superior de este asunto,mientras que unos instantes antes, la mejor razón parano hablar de ello habría sido precisamente su imperfec-ta comprensión.

—No os gustábamos, pues, y a nosotros se nos haeducado para que vosotros no nos gustéis mucho; tan-to más cuanto que nosotros estábamos equivocados—dijo Ralph astutamente—; de manera que las cosasempeoraron, y por ambas partes pensábamos todavíapeor de lo que hubiera estado justificado; lo que, sinembargo, tal vez carezca de importancia —añadió—desde el momento en que toda relación estaba inte-rrumpida. Nada ha podido pasar entre nosotros, si loentiendo bien, durante al menos veinte años, a lo largode los cuales —pues también esto le vino a la mente—perdimos todo el crédito que podíamos tener ante vos-otros por la firmeza de nuestro apoyo a vuestro bandodurante la terrible guerra.

Molly recogió su reflexión con una clara competen-cia que no era menor que la de él, aunque ésta, se po-dría añadir, iba a ceder pronto, tras un estremecimien-to de muy sutil suficiencia. Molly le miró fijamente unmomento antes de decir, dando a sus palabras cierto én-fasis, que nunca había oído hablar de ningún america-no que, cuando su capital cayó ante el ejército británi-co, les hubiera concedido el menor crédito para nada;observación ante la cual él comentó a su vez, sonriendopor lo que ella parecía querer decir:

—¿Es que no has oído hablar, querida, de la gran ba-talla revolucionaria con vuestro pobre y viejo rey loco,ahora en su último resuello, según me dicen, por la quemi país consiguió la independencia de que ahora disfruta?

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Pensó que nunca en su vida había visto nada másatractivo que la manera en que Miss Midmore balan-ceaba la cabeza con una energía y un semblante que po-drían deberse en parte a su educación y en parte a unhumor extravagante. Señaló incluso, en aquel mismomomento, que realmente nunca había visto en NuevaYork mover la cabeza de una manera prescriptiva; nun-ca, al menos, con esa gracia; a pesar, no obstante, deque se suponía que las jóvenes americanas eran insupe-rables en su franca presunción de importancia.

—No hemos olvidado lo horrible que fue vuestrocomportamiento de hace tiempo —fueron las palabrascon que ella hizo frente a esta reflexión sobre su vi-sión—; pero es una suerte para vosotros habernos he-cho propuestas aquí, quiero decir, antes de que llegára-mos de nuevo a las manos hace algunos años.

—Ya veo, ya veo; se habían hecho declaracionesamistosas; tan amistosas que, cuando el equívoco pú-blico fue reparado, había muy poco de lo privado queregular.

Ralph tomó nota de que Molly no se había extravia-do en este punto.

—Pero creo que lo más importante ha sido proba-blemente que yo mismo, tal como me ves, no recuerdoépoca en que no languideciera por veros. Quiero decir—explicó— por contemplar Londres y la querida y vie-ja patria; cuando mis abuelos estuvieron aquí, en 1806,no podían escribirnos sin deshacerse en elogios haciaella.

—Fue en 1807, si me lo permites —dijo Molly Mid-more—, y es de esa visita, en la que se mostraron tandeseosos de ser corteses, de cuando data el gran cambio

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del que tú y yo disfrutamos por fin ahora. Debieron dehacerlo muy bien —afirmó después—, vistos los pocosmotivos que teníamos para haceros mucho caso. Pusie-ron de manifiesto su profundo deseo de cambiar las co-sas e hicieron lo imposible por conseguirlo. Hemos re-cordado después todo lo que se habían esforzado.

—Sí, en efecto, trataron de resolver todas las dificul-tades —respondió Ralph alegremente, y el solo hechode decirlo le hizo ver en aquel momento, mucho másallá de esa supuesta verdad, la manera exacta en quetodo había sucedido. Cuántas cosas salían así a la luz,muchas más de las que él podía examinar en ese mo-mento, incluso aunque ella no hubiera pretendido pro-ducir, a su manera, un efecto señalado antes de queRalph pudiera, como él habría dicho, penetrarlas. Contodo, entró con otro impacto seguro.

—La idea de reunirnos de este modo fue lo mejorque dejaron tras de sí cuando se fueron: ése es el verda-dero comienzo, como tú dices, de tu futura felicidad yde la mía.

Molly tenía cada vez menos escrúpulos en mostrar aRalph cuánto encanto y agrado le procuraba.

—Ahora bien, no podían haber tramado esto antesde que nosotros hubiéramos nacido. No quiero parecermás joven de lo que soy —dijo Molly—, puesto que tehe esperado hasta ahora. Pero no soy tan vieja comopara que ellos hubieran podido decir, simplemente alverme, que de adulta iba a ser apreciada por ti.

—Pienso que yo podría haberlo dicho, querida mía,incluso en el momento de nacer. ¡Al menos —rióRalph— fue una fantasía que me gustó en cuanto se memencionó!

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—Lo que no pudo suceder —interrumpió ella— an-tes de que se conociera sobre su sirvienta, señor mío,algo más de lo que usted parece tener en cuenta, ¡inclu-so admitiendo que ella sea la maravilla que usted con-templa!

—He contemplado la maravilla, y la he asimiladopor completo —respondió Ralph— desde el momentomismo en que vi el elegante retrato que nos llegó a Nue-va York, hace algún tiempo, por supuesto, aunque lobastante reciente como para mostrarte en tu actual es-plendor.

Su referencia a aquel valioso objeto le supuso algoque podría haber estimado más extraordinario que cual-quier otra cosa que le hubiera ocurrido hasta enton-ces, si bien es cierto que cada una de estas improvisa-ciones, como podía haberlas llamado a todas, cedía elpaso sin miedo al resplandor de otras luces. Si hubieratenido que expresar en aquel mismo momento lo que secernía ante él, lo habría designado como el destello deincertidumbre en su joven mujer sobre si había tenidoque posar, o al menos cuándo lo había hecho, para eseretrato, cuya realidad era para él tan inmediata. Ralphhabría podido sorprender su ignorancia en cuanto alhecho al que se refería; qué suerte para ella, ¿no es cier-to?, no haberlo negado antes de que él se hubiera lleva-do la mano al bolsillo interior izquierdo de su capapara sacar de su estuche de marroquín rojo la miniatu-ra que debía confirmar sus palabras. La había miradoatentamente, como para inmovilizarla mientras se ase-guraba de ello, y los ojos que se encontraron con los su-yos por espacio de cinco segundos se preguntaban, visi-blemente, si iba a hacerlo; tras lo cual, al solo tacto del

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objeto en su mano, no pudo evitar cerrar sus labios uninstante, como apresado por un vértigo, por un vaivénde la excitación que se negaba a desaparecer. Era comosi se complaciera en ello a cada balanceo, de una ma-nera impúdica, en ausencia del menor riesgo de casti-go. ¿No podemos adivinar, tal vez, que durante los diezsegundos transcurridos se sintió el más prodigioso pres-tidigitador que posiblemente haya existido nunca?;como un artista, incluso, pasmado ante su propio éxi-to. La conciencia de esa fuerza alcanzó pronto nuevascimas: anunció así la revelación de éxitos todavía porllegar. Éste en concreto triunfaba sobre la ambigüedaden el rostro de la muchacha, que no se había rendido in-mediatamente a su gesto pero que acabó por ceder, des-cubrió él de una forma maravillosa, cuando le entregóel estuche de marroquín abierto, sin, por su parte, ha-berle echado ni siquiera un vistazo. La ebriedad delmero y feliz contacto habría podido realmente provo-car en él una parálisis momentánea de cualquier otrosentido. Sí, tal fue su extraordinaria sensación, fue unfeliz contacto lo que hizo que el objeto en su bolsillorespondiera a los dedos que de repente lo buscaban; yesto, de forma prodigiosa, antes de que dieran o reci-bieran noticia alguna de ello. Sin duda, no fue exacta-mente un éxito lo que él imputó enseguida a su amiga;pues el éxito para ella, el éxito del reconocimiento queella manifestó desde la primera ojeada sobre la pinturaque se le ofrecía, representaba claramente un recuerdofingido, un triunfo sobre la verdad, y no una estrictacoincidencia con ella.

—¡Oh, sí, ese retrato! —exclamó Molly enseguida,como si su belleza hubiera sido retratada con frecuen-

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cia, y añadió después que en su casa no habían consi-derado que el artista, para quien ella recordaba haberposado, le hubiera hecho demasiada justicia; lo quequería decir, ella lo comprendía ahora, que su madredebió de haber resuelto el asunto por su cuenta sin ha-cerla partícipe de su secreto.

—Eso está muy bien —continuó, inclinando su her-mosa cabeza como en actitud reflexiva—, pero si tumadre nos hubiera enviado un retrato tuyo así de cha-pucero, yo habría tenido menos prisa, me parece, porconocerte. No es muy galante —observó además ella deforma espléndida— que hayas necesitado una pruebasin valor de lo que se pensaba de mí, mientras yo, pormi parte, ¡estaba dispuesta a aceptarte con los ojos ce-rrados!

Nada mientras tanto podía haber sobrepasado,para él, el lujo con que se intensificó lo que podía ha-ber llamado la culminación de su fortuna; aunque pue-da parecer inconsecuente dar tanta importancia a unobjeto que, al cabo de un minuto, ella le devolvió: el es-tuche que se cerró bajo su grácil pulgar, con un chas-quido, y que él colocó de nuevo junto a su pecho conun aire que no demostraba quizá sino imperfectamenteque él mismo no había deseado refrescar sus ojos con larepresentación del pintor. A pesar de su euforia confir-mada, sólo más tarde Ralph tuvo el suficiente humorpara preguntarse por qué había detestado de forma tansingular someter el contenido del elegante estuche acualquier prueba ocular. Su contenido, que después detodo su compañera había atestiguado valientemente,era indudable; este hecho inescrutable le bastó, pues,incluso en un momento posterior al que mencionamos,

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su pulgar ignoró cualquier deseo de presionar de nuevoel pequeño cierre. Podría haber recordado entoncescuán poco consciente había sido de la miniatura que es-taba contra su pecho antes de que su presencia le fuerarevelada de manera tan extraña; y cómo su incons-ciencia podía haber sorprendido a la muchacha, en lamedida, al menos, en que él había notado cómo se ru-borizaban juntos bajo la fuerza de algo tácito, algo queno estaba completamente, incluso que no estaba de nin-gún modo, en sus palabras. Por el momento, sin em-bargo, no iba a revisar ninguna de las alegrías que cadavez más aseguraban sus pasos, y que todavía, al revivir-las, le cortaban un poco el aliento; no podía recurrir aellas sin experimentar una dicha cada vez más sutil, sinun orgullo cierto, por el despliegue de su ingenio. Éstese había manifestado muy brillantemente en esa pre-sentación del estuche de marroquín, y así lo había co-rroborado con su hallazgo de los términos más justospara explicar, mientras Molly le escuchaba, que si nohabía podido devolver el cumplido de su hermoso rega-lo era porque, desgraciadamente, la clase de artículodigno de su aceptación no se podía encontrar en Amé-rica. Más tarde debía recordar, por otra parte, que ellale había contestado con una franqueza no exenta deprovocación que al menos ese país no carecía de mate-riales de calidad, puesto que él mismo había sido pro-ducido allí; con esta misma franqueza, y poniéndose asu nivel, añadió que podía reparar su negligencia po-sando lo antes posible para uno de los grandes retratis-tas de Londres. Como vería, había muchos para elegir,del mismo modo que vería también muchas otras cosasque serían nuevas para él; y además, el capricho sería

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entonces —es decir, desde el momento en que él lo com-placiera— no una nadería destinada a ser llevada en unbolsillo, sino algo que, por su estilo y sus dimensiones,debería estar colgado allí, entre ellos, donde tendría porcompañía tanto a los Pendrel como a los Midmore. Es-tas vivas impresiones iban, como decimos, a agudizarseinevitablemente de nuevo, aunque el sentido de ir haciaun peligro creciente, o, en otras palabras, hacia un inte-rés creciente, barría en alguna medida, con sus pulsa-ciones, cualquier ocasión de darle vueltas. Sin embargo,lo que nos importa aquí no es tanto el eventual comen-tario que él haría de ese trayecto como el frescor de esosprimeros momentos, uno de los cuales le proporcionóla ocasión y el medio de volver, con buena fe y buen hu-mor, sobre aquella cosa tan singular que ella parecíahaber dejado escapar: que Mrs. Midmore la temía has-ta el punto de querer hacer un secreto del envío del es-tuche de marroquín.

—Nosotros tenemos más bien la impresión, ¿sabes?—explicó—, de que en Inglaterra los niños son educa-dos en tal sumisión que al menos los padres no tienenque confabularse a sus espaldas para poder actuar li-bremente. Y, por decirlo todo —prosiguió—, conside-rábamos a tu madre como una dama tan altiva que,para que nuestra imagen encaje con los hechos, debe-remos, a lo que parece, considerarte a ti todavía másaltiva.

—¿Crees haber encontrado en mí —preguntó lamuchacha entonces— signos como para suscitar un te-mor tan extraordinario? No voy a pretender, es ver-dad, pasar por un pobre corderito, pero verás por timismo que, aunque en mi opinión seamos extraordi-

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nariamente semejantes, y ninguna de las dos carezca dedecisión, o digamos, incluso, de temperamento, hayentre nosotras un afecto aún más fuerte que la volun-tad de cada una, y eso siempre ha limado las dificulta-des. Sucede que ella quiere lo que yo quiero, y a causade la ternura que siento por ella, también yo deseoamar lo que ella ama, aunque no digo que si fuera deotro modo no pudiera haber en ello un motivo de con-flicto. Al tener el mismo espíritu tenemos, afortunada-mente, en gran parte los mismos gustos, lo que supon-go que no te diría si pensara que podías tener miedo demí. Eso no impide que a pesar de mi osadía, que heconseguido tan honradamente como quieras, nuncamiraría a un hombre del que yo misma en algún mo-mento, durante un instante, no pudiese tener miedo.Es posible, entonces, señor mío —dijo riendo—, quehayamos llegado demasiado lejos, a menos que esté us-ted en condiciones de inspirarme un respetable temor,pues de lo contrario me parece que mamá estaría tandesilusionada como yo.

—No me preocupa en absoluto lo lejos que hayamospodido ir —respondió Ralph con la mayor resolu-ción—, puesto que a cuantos más de vosotros os agra-de, dejando toda vehemencia de lado, mejor será paranuestra unión. No esperes que yo convenga en aterrori-zarte —prosiguió tranquilamente—, y te desafío a de-mostrarme que si te convengo no es porque soy amable.

Dicho todo esto con una sonrisa dominante, ella res-pondió con alegría:

—Oh, en efecto, ¡veo que eres amable!—¡Prefiero que me cuelguen —dijo él, sin bajar el

tono— si alguna vez soy otra cosa! Tengo la seguridad

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suficiente para decirte que me debes aceptar exacta-mente como soy.

—¿Y qué otra cosa en el mundo deseo de ti sino quemuestres seguridad? ¿No es eso lo que te acabo de de-cir? Te amo por tu buena disposición —exclamó ella—,y si la gente no te encontrase bien dispuesto hacia ellos,creo que los abofetearía.

—Oh, velaré por ellos, pobres desgraciados —dijo élriendo—, para que no sean sorprendidos dudando demí; pues, debes recordarlo, lo que he venido a buscarde forma especial es paz para todo el mundo.

La tenía ahora tan perfectamente al abrigo de cual-quier paso en falso, creía saber, que poniendo de nuevolas manos sobre sus hombros no buscaba asegurar sudominio sobre ella. Sin embargo, Molly estaba cada vezmás profundamente en sus manos, sometiéndose a supresión particular, lo que le hizo añadir solemnemente,mientras la mantenía a una distancia que parecía dejara cada uno el espacio y la libertad necesarios para unaconsideración casi indecible:

—Intercambiemos pues, cariño, una vez más el besode la paz.

Ella cerró los ojos sobre él, y fue como si ese gesto deconsentimiento fuera uno solo con la fuente de su pose-sión más íntima. Esta dulzura renovada los mantuvojuntos durante un tiempo que él no habría sabido me-dir, y que podía haberse prolongado si no hubiera com-prendido, de repente, por los latidos del corazón de lajoven, que algo nuevo había sucedido y que ella estabaotra vez al tanto de la situación, como lo había estadoal principio. Pero eso no hizo que ella le soltara, lo queera la mayor de las maravillas; y tras él, sin que sintiera

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el deseo inmediato de volverse, había otra persona quese les había unido, que compartía ahora la atención deMolly y a quien ella se dirigió valientemente.

—Ya ves, ha venido Mr. Pendrel y nos da el beso dela paz.

I I

Ralph debía asegurarse de que había oído la voz deMrs. Midmore antes de ver su rostro, y de que su jovenamiga debía, pues, de haberle retenido para que losojos de la nueva dueña de la escena disfrutaran plena-mente del espectáculo que su hija anunciaba a los oí-dos.

—¡Bien, estoy dispuesta a recibirlo también cuandovosotros dos hayáis terminado!

Su tono alto y claro cayó sobre el oído de nuestro jo-ven y configuró de golpe, sin que necesitara ya nadamás, una primera impresión de Mrs. Midmore. Eracualquier cosa salvo la voz de la inquietud, y sin em-bargo era tan cortante como el filo de una navaja en suacto de unión con la muchacha. Nunca había oído unsonido humano tan firme y a la vez tan amistoso, tanrico y tan hermoso, y que al mismo tiempo planteara laincógnita de quién podía utilizarlo y qué presencia de-notaba. Por supuesto, quedó informado de estos deta-lles un momento después, o al menos tan pronto comopudo soltarse y volverse. Pero esos pocos segundos ha-bían ya bastado; le dieron, más que cualquier otra cosa,la nota y la medida del cerrado orden social en que se

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había sumergido, de manera que al enfrentarse a su ver-dadera anfitriona ya se había estremecido como ante elfrío de una terrible admonición. Durante los minutosque había pasado con Molly, ésta, fuera o no de formadeliberada, no le había advertido ni puesto en guardia,pero la forma en que su madre, hermosa y sonriente,formulaba las predicciones más optimistas y al mismotiempo amenazaba con una confusión inmediata, plan-teaba un difícil enigma para un caballero que hubiesecontado con el tiempo suficiente para ocuparse de él.Allí estaba ella, una mujer tan magnífica como su edadlo permitía, como Miss Midmore podía serlo para lasuya, y todo esto con el efecto instantáneo, y sólo me-diando unas pocas palabras, de hacerle pensar que entoda su vida nunca había oído antes un discurso tanpersonal, y preguntarse en consecuencia lo que tal in-terlocutora podría pensar del suyo. Lo extraordinarioera por el momento que, con su hermoso y duro rostroirradiando para él no menos visiblemente de lo que bri-lla una insignia importante, habitualmente guardada,cuando es cuidadosamente limpiada para exhibirla, ellaexponía su sensibilidad o, en otras palabras, su superfi-cie social, a lo que la expresión natural del joven pudie-ra tener, en el mejor de los casos, que ofrecer. Lo ex-traordinario era, en efecto, que asumiendo como ellalo hacía no se sabe muy bien qué aire de autoridad, enverdad el de un alto cargo femenino, con su vestido ne-gro de suntuosa apariencia, provocaba en él, inclusoantes de que hubiera hablado, el sofoco interior de unaconfesión. «Soy un vulgar bárbaro; ¡sí, por tal debe detomarme!», se dijo en ese instante, suplicándose a símismo una mayor tranquilidad. Se le ocurrió que, dado

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que no había esperanzas de tener éxito con ella comocaballero impecable —aunque, curiosamente, parecíahaberlo tenido con su hija—, su fuerza debería radicaren alguna otra gracia salvaje, a la que debía, por tanto,recurrir de forma desesperada.

Sin embargo aquella mujer era una aparición de talpotencia que la cuestión de su propia suerte carecía desentido, y se contentó con mirarla fijamente, perdido, yaún más perdido, diciéndose que con certeza, sí, conabsoluta certeza, nunca había llegado a sus oídos, en supaís, nada semejante al tono de voz que ella poseía. Sí ymil veces sí, ese tono le hablaba de una infinidad de co-sas que él podía adivinar ahora en su presencia y conlas que había soñado antes, a través de unos débilesecos y de otras luces fugaces; cosas en las que él veíaque ella no pensaba en modo alguno en ese instante,ocupada como estaba, con la indulgencia que en su hos-pitalidad ya le había acordado. Cada detalle de su aspec-to contribuía de algún modo a darle ese aire grande ygeneroso, ese no-se-sabe-qué le sugería que nunca enAmérica había visto esa actitud, como tampoco había es-cuchado realmente una elocución semejante. ¿Cuándo odónde, en todo caso, su mirada, que él tenía por natu-ralmente perspicaz, había sido atraída por tan hermo-sa pompa como aquel velo negro o mantilla que, suje-to a la cabeza, enmarcaba como una capucha lacia lasede de su carácter altivo, y que, recogido sobre loshombros, se cruzaba como una estola y colgaba casihasta los pies a la manera de un encaje? Se enteró pocossegundos después de que aquello era una «forma devestir» que contemplaba ahora directamente y cuya vi-sión le aportaba toda la alegría del reconocimiento,

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pues hasta ese momento había tenido que limitarse asuponerlo e imaginarlo, aunque, como podía testificarahora, su esfuerzo no se había alejado demasiado de larealidad. Sí, aunque ella le tomase por lo que quisiera,podía ver que también él estaba vestido, lo que tal vezsólo atenuaba su barbarie y remitía en todo caso, sinduda así podía pretenderlo, a su primera intuición delasunto, no carente de mérito después de todo. Si, comohabría admitido, iba siempre demasiado trajeado paraNueva York, donde esto perjudicaba claramente la re-putación y el crédito, en los negocios al menos, circuns-tancia que a pesar de todo no había tenido miedo deafrontar, ya había descubierto que era perfectamente co-rrecto para Londres, y para Mansfield Square en parti-cular; aunque al mismo tiempo no aspirara a adaptarse,y no lo haría por nada del mundo, a esas insinuacionesque Mrs. Midmore dejaba escapar y que una sola mira-da a su figura bastaba para confirmar: el uso y el valorabsolutos de la presencia en tanto que presencia, apartede cualquier otra función, pretensión que él no habíacorroborado nunca en su propia experiencia que, sinembargo, había tenido tendencia hasta entonces a supo-ner intensa. Del mismo modo, pensó cuando pudo reco-brarse que nunca había comprendido que la presenciasin función pudiera desempeñar un papel; lo que, enefecto, no podía sino remitir a la cuestión de en qué po-día consistir a veces esa función, ¡término especialmen-te ambiguo que exigía, a su vez, un cuestionamiento!No estudiaría este asunto de inmediato, pero tuvo laclara y fugitiva impresión de ver una práctica abierta delornamento mismo como función; y no sólo eso, sinoademás con una viva alegría, una satisfacción inatacable

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y una portentosa vaguedad, lo cual, de algún modo,ofrecía a su mirada una promesa del momento que en-contraría afirmada y prolongada de manera convincen-te. Todo esto confluía para ofrecerle en esta dama mara-villosa una figura tal que hacía que las damas hasta entonces por él conocidas, entre las que había varias be-llezas, aunque sin duda ninguna a la altura de la mara-villosa Molly, perdieran de golpe su esplendor en el re-cuerdo, positivamente empañadas por la oscuridad, porno decir la chata humildad, de su condición laboriosa yaplicada y proporcionalmente admirada.

Por supuesto, nos apresuramos a admitirlo, duranteunos breves instantes Ralph no experimentó sino unaemoción imperfecta ante el atisbo de las inmensidadesque la resonante llegada de la mayor de sus familiaresle hacía entrever; no es, sin embargo, exagerado decirque el conocimiento que Molly le había enseñado, enel que era ya maestro, dio un salto inconmensurablecon el simple acto de besar la mano de Mrs. Midmore,acto que ésta le permitió como primera consecuencia dela respuesta dada a las palabras de su hija sobre la rela-ción entre los dos. Pero tuvo después conciencia de serbesado por ella en ambas mejillas, no habría podido de-cir si más libre o más noblemente: la primera conse-cuencia habría sido pobre sin la segunda; le pareció aRalph que ella le había amonestado y había dejado ensus manos su apresurada idea de cómo actuar con ver-dadera elegancia, el tipo de conducta que, hablando engeneral, ella esperaría. Nunca antes había besado lamano de una dama ni lo había visto hacer, salvo en elteatro; por lo demás, la manera en que lo hizo le acre-ditaría como el bárbaro por el que ella le había predis-

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puesto a hacerse pasar, bajo el torrente de sus percep-ciones, para su mayor seguridad: sin embargo, al cabode un minuto estas cosas debían tener como resultadoque él sintiera plenamente cuánta razón tenía Molly algarantizarle una libertad exenta de todo temor. Lo con-siguió tan perfectamente con la ayuda conjunta de lasdamas que apenas habría sabido decir en qué momentosus relaciones con la mayor, a partir de ahora admira-blemente selladas, le habían concedido la distinción deun nuevo par de alas y le mostraban que no había lími-te para la distancia que podían hacerle recorrer. ¿Cómohabía tomado cuerpo esta inocente presunción, se po-dría haber preguntado después, sino en la sola escuchade esa voz, única entre todas, ese tono magnífico y au-daz que mostraba por sí mismo el camino? Tal fue sucomprensión posterior, con su oído, poco atento al sen-tido, manteniéndolo en suspenso, indiferente de mo-mento a lo que se quería decir, y sin embargo informa-do, a pesar de todo, aunque sólo fuera por la altura y eltimbre, de innumerables cosas que debían protegerle deposibles equivocaciones, igual que había ocurrido en surelación con Molly. Innumerables cosas, sí; tantas, quevería después cómo debía a esa hora extraordinaria-mente tonificante todo aquello que le hacía sentirse mása gusto. Podría más tarde comprender que, si había sidotonificante, era al menos en parte, precisamente por ha-ber sido tan halagadora: pronto dejó de preocuparseporque, después de todo, no iba a poder pasar por bár-baro; su conexión con el mundo estable, el de los bue-nos modales y todo tipo de referencias, el del tono jus-to y la tradición clara, había aparecido cada vez que elequívoco habría podido apuntar. Si no era halagador

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que dos mujeres como aquéllas le hubieran hecho suyopor un movimiento de la mano y le hubiesen abierto,sin que él pudiera sorprender en ello ni una sombra dereserva, todos los privilegios asociados, entonces no te-nía ningún sentido esa gran noción mistificadora, comosiempre la había considerado, que se parecía a la cos-tumbre del besamanos que él no la había conocido,hasta entonces, más que por el nombre. Gustar un de-leite era sentirse seguro de haber estado privado de élhasta entonces, igual que él, por su parte, nunca lo ha-bía servido a nadie; no, no sobre todo de la manera enque él había aceptado que sus compañeras del momen-to, y Mrs. Midmore en particular, lo distribuyesencomo en una gran cuchara de plata.

Lo que más le desconcertó, por añadidura, unosinstantes después fue que, si no podía limitar la medi-da de su nuevo lujo, ésta podría mantenerse a un nivelsuficiente como para exceder las capacidades de to-dos, empezando por su propio apetito: la inminenciade la caída pareció presentarse a él con la entrada deun tercer miembro de la familia por la puerta por laque había pasado Mrs. Midmore: el criado que le ha-bía acompañado a su llegada volvía de nuevo comopara despejar el acceso y hacer un nuevo anuncio. Ellacayo no dijo, sin embargo, nada, o al menos nadaque Ralph pudiera oír, sorprendido de repente tantopor la mirada fija, de soslayo y casi salvaje, que el jo-ven le dirigió, infracción realmente curiosa del com-portamiento estrictamente servil que se supone que elcriado debía de haber manifestado, como por la ma-nera en que el caballero así introducido, receloso deun acercamiento más audaz, permaneció a distancia,

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testificando una especie de aprensión no muy feliz-mente dominada. La nueva aparición, era evidente, nopodía corresponder sino a un Midmore entre los Mid-more; lo que era indudable en gran parte porque su pa-rada, sus ojos desorbitados y asustados, su pérdida in-mediata de seguridad, allí donde la seguridad, según laconcepción de Ralph, habría sido lo propio, represen-taba el honrado homenaje de una persona vivamenteimpresionada. La gran receptividad de nuestro joven alas impresiones, todas, a pesar de su número, perfec-tamente diferenciadas, y la rapidez con que se multipli-caban, le permitió ver, durante el minuto que siguió,media docena de cosas diferentes de la mayor impor-tancia; por ejemplo, que Mrs. Midmore había debidointervenir inmediatamente, había debido decir algo asícomo: «Oh, Perry querido, no te quedes ahí; ¡ven a darla bienvenida a tu primo!», o que, a pesar de su nivel deadulación, como la escena mostraba de forma más quesuficiente, no le gustaba que su hijo mirara boquiabier-to de manera tan cándida; prefería por su parte unamayor resolución y, de algún modo, un mayor benefi-cio; o también que Perry Midmore, a quien nuestro no-table amigo atribuyó enseguida el nombre de Peregri-ne,* mostraba, al mismo tiempo, signos muy distintos alos de una deferencia general, fácil o precipitada. Bajoy robusto, corpulento, como Ralph podría haberlo des-crito reproduciendo la imagen, era la afirmación com-pacta y directa de una fuerza dispuesta que su aire de

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* Peregrine: término inglés que designa al halcón peregrino, ydel que podría proceder «Perry» como podría ser un nombrefamiliar o diminutivo. (N. de los T.)

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recelo, su confesión de timidez, sus primeras miradasdesconcertadas ante el posible adversario que le espera-ba, muy bien habrían podido, en virtud de una compa-ración entre la materia y la mente, haber sorprendidocompletamente a ese adversario. Embutido en su traje,especialmente en los pantalones de ante, con unas botasde montar que le llegaban casi a las rodillas y que sus só-lidas piernas sometían a una fuerte tensión; embutido ensu ajustado abrigo de color azul intenso, que tenía colapero no faldones, aunque adornado como en compensa-ción por cantidad de botones metálicos, y que sugería enlas muñecas, bajo los brazos y sobre el pecho, que podíaperfectamente habérsele quedado pequeño por el au-mento diario de su fuerza; embutido incluso en el inne-cesario pañuelo de cuello que casi podía haberle estran-gulado, y por encima del cual su rostro joven y el granpliegue de su barbilla, en particular, se mostraban amo-ratados y congestionados, transmitiendo también, con elhermoso brillo de la piel, la sensación de una superficieen conjunto tensa y con el efecto subyacente de una res-piración difícil. Ralph llegaría a saber más tarde exhaus-tivamente cuán lejos podía llegar la fortaleza de este jo-ven, jefe nominal de la familia Midmore, y en qué puntoy por qué le fallaría; pero lo que con carácter inmediatohizo patente fue un retraimiento extraordinario, casi unescalofrío de miedo, ante lo inhabitual. Esto permitió anuestro amigo ver con claridad cuán nuevo y qué extra-ño le debía de haber resultado a su pariente, a pesar delos preparativos que ya se habían hecho para recibirle yque debían haberle prevenido; este candor primitivo dela revelación de Perry le hizo comprender mejor a Ralphsu tendencia a mostrarse peligrosamente impresionante.

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Ciertamente, de inmediato comprendió que no eraun gran mérito impresionar a Perry; pues mientras sesorprendía jugando así con su sensibilidad, estaba con-vencido de que todo lo que podía servir para eso, abso-lutamente todo, estaba allí presente, sin que nada se re-servara para otro uso, aunque al mismo tiempo estapercepción revistiera al extraño personaje con un inte-rés que vibraba en su pecho de forma más viva, quizá,que el que cualquier otro pudiera despertar. Perry seríaaudaz, Perry sería valiente, sería incluso, en el límite dela inconsciencia, brutal; y, a pesar de todo, durante esosbreves momentos Perry habría dado cualquier cosa porno tener que tratar con una presencia que le privaba degolpe de aquellas prerrogativas, como él las veía, quele habían acompañado hasta el umbral de la puerta.Ralph, en la plena medida de esta percepción, sintió eldeseo de que las conservara, y eso para poder hacer deellas su más completa exhibición; que le colgaran si noconseguía forzarle a ello; de modo que, para lograr allímismo este efecto, sonreía y sonreía, sonreía en verdadcomo tal vez nunca antes lo había hecho en su vida,pero por desgracia con el único resultado aparente, enprincipio, de incrementar la desconfianza. Fue proba-blemente en ese instante cuando cayó sobre nuestroamigo la primera sensación de un aprieto en cuanto asu papel cuya gravedad no tardó en reconocer: una levesospecha sintomática de un dilema tan extraordinarioque difícilmente podremos hacerle justicia, puesto queconsistía en la previsión de su probable incapacidadpara conservar la sangre fría, en la medida requerida,ante la desconfianza que en ciertos aspectos, o al menosen ciertos lugares, podía inspirar. ¿Por qué esa descon-

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fianza, por qué?, se decía a sí mismo; aunque en reali-dad fue después de sus muchas otras peripecias cuandoempezó a interrogarse interiormente y con inquietud;pues determinar, por poco que fuera, una admiraciónque debería permanecer inexplicable era lo último quehabría imaginado, y de hecho casi podemos sentir sucorazón deteniéndose por medio segundo ante esa pri-mera intuición del temor que acabamos de apuntar.Que no deseara sino agradarle, apaciguarle y satisfa-cerle, que estuviera dispuesto a sacrificar por ello todosalvo la sangre de sus venas, eso es lo que le sorprendióhasta el punto de hacer aflorar algunas gotas de sudorsobre su frente mientras encontraba los ojos desorbita-dos de su pariente con la graciosa seguridad que acaba-mos de atribuir a los suyos. Comprendía, comprendía:el interés y el desafío estaban ahí; Perry husmeaba suinteligencia, por decirlo así olfateaba su mismo acto decomprender, como alguna criatura de los bosques olfa-tearía el cebo del trampero; por eso, buscar el éxito me-diante artimañas todavía más visibles, sólo para verlasfracasar brillantemente, podía muy bien no desembo-car, a fin de cuentas, en ninguna salida a una situaciónen la que dependía de ellas. Este ejemplo perfecto de loque se revelaría como su absoluta transparencia —quele hacía maravillosamente perfecto— ¿iba a privarle porsu simple alarmismo de la verdadera, la extrema felici-dad de un relación justa con él? ¿Una relación que con-sistiría en ver cómo estaba encerrado en sus tres o cua-tro personajes como en las habitaciones de una casa detres o cuatro ventanas y cuya única puerta estuvierabien cerrada, y en atenderle allí con toda la indulgenciarequerida? La dificultad radicaría en la escasa apertura

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del joven a la indulgencia y en un posible resentimientoque podría incluso engendrar una verdadera agitación;y esto por la razón, no menos concebible, de que cons-tituía probablemente un caso tan claro como quepaimaginar de impenetrable estupidez ante lo extraño.Lo desconocido, de cualquier forma que se le presenta-ra, sería siempre para él lo incognoscible, y por esomismo lo detestable y lo imposible, apelando a los ins-tintos cuasi bestiales del peligro y la autodefensa. Elpeligro amenazaría su elemento de orgullo, una de lastres o cuatro propiedades que un Midmore hace espe-cialmente suyas, y que de forma muy natural podíapermitir al personaje así privilegiado reconocer cual-quier amenaza, aunque fuera sin otro recurso o con-suelo que un odio sordo y directo, una arma eficaz, yaque no refinada.

Sin embargo, adivinar estas cosas era adivinar tam-bién la presencia, disimulada entre ellas, de la cuestióndel beneficio previsible, de la capacidad, ciertamenteelemental, de comparar inconvenientes y escoger el me-nor, siendo, por supuesto, el mayor aquel que más pu-diera obstaculizar la comodidad material de tal gentle-man. Era algo sólido, siempre lo había sido, ser unMidmore de Drydown: esto se imponía a Ralph a cadainstante con más fuerza; pero la virtud de lo sólido eraprecisamente que no se podía ver a través de ello, comopodría hacerse, o, al menos podrían hacerlo, las perso-nas descorteses, mirando muy de cerca, si alguna vez lainanición económica empezara a hacerlo menos denso.Odioso resultaba a los grandes —pues, curiosamente,el joven de mirada fija, disimulando en vano, o al me-nos fingiendo inútilmente, representaba a su manera

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cierta grandeza— tener que sentirse menos a gusto en elmundo, o en todo caso en Mansfield Square, por no ha-blar de Drydown, ante la carencia de algo a lo que sucondición les había acostumbrado desde hacía muchotiempo. Nuestro amigo vibró con la sensación de otradécima de segundo, otra más, durante la cual la medi-da de la carencia que él mismo iba a colmar le hizo par-padear como cegado por su intenso resplandor; inme-diatamente después supo que su galante bienvenida aPerry, su sonrisa de inteligencia —¡habría querido mal-decir esa inteligencia que no podía reprimir!—, era casiuna sugerencia a su primo para que se adelantara a re-cibir su promesa de pago. Su primo se adelantó, al me-nos, demasiado rápidamente como para que cualquiertemor real de ese tipo pudiera apoderarse de Ralph; porotra parte, éste apenas sabía qué distancia había sidocubierta por el intercambio entre ellos de un magníficoabrazo fraternal que la autoridad de Mrs. Midmore,eficazmente dominante después de todo, había sabidode algún modo presidir con elegancia y no obstante sinceremonia.

¿Fue el hecho del abrazo, fue la común y sólida in-mediatez, el mismo olor humano y familiar de su pa-riente, lo que al cabo de un minuto había disipadotodas las dificultades y renovado la maravillosa e inevi-table sensación del fluir de la corriente? Era seguro que,si Perry iba a mostrarse curioso, quizá sobre todo por-que había repudiado los rudimentos mismos de la cu-riosidad, al mismo tiempo se había convertido en unjuguete entre las manos, desde el momento al menos enque hubiera algo que se pudiera colocar tentadoramen-te ante sus ojos. Su simplicidad humana le marcaría sin

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duda como distinto, al margen de todas las pretensio-nes o supuestos que alguna vez pudieran haber sido losde Ralph; ¿y cómo eso, por sí solo, no iba a resultartentador para la afición de Ralph por el juego, exaspe-rada ante esas estupideces particulares cuya confiden-cia y consuelo inevitablemente le esperaban? Podría ser,en efecto, que nunca se hubiera visto un testimonio se-mejante de la fuerza pura de la estupidez, esa fuerzaque, ejercida, apenas se diferenciaba en nada de la bru-talidad; sin duda merodeaba por aquí, con apoyos, ac-cesorios y diversas gracias circundantes, la hermosa ydelicada casa, las mujeres corteses de voz generosa,veinte formas de consideración ordenada, cosas todasque estaba tan lejos de poder concederse en un paísdonde era fundamentalmente reputada por su desnudezimpúdica. Ralph veía claramente que en todo intentode acercamiento a las condiciones que ahora estabanante él, la brutalidad habría tenido que contar dema-siado con la distracción y la diversión. Toda esa mara-villosa interpretación, por su parte, de aquellas futili-dades insustanciales que en escasos segundos habíanaflorado a su conciencia le dejó por un instante aga-rrado con fuerza a la mano de Perry, cuya sonora res-piración todavía llegaba a sus oídos, aun cuando el re-torno de sus ojos estúpidos y asustados a sus órbitas eracosa más segura.

Ralph experimentó además el deseo de marcar ladistinción entre satisfacción y diversión con respecto aél; era consciente sobre todo de algo momentáneamen-te más nítido que cualquier otra cosa: la atención ex-tremada y sostenida de las dos damas, la mirada de am-bas sobre su hijo y hermano como bajo la tensión de lo

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que podían ganar o perder según el sentimiento queprovocara; que tal fuera la principal preocupación delas dos, más que la actitud inmediata de su visitante, in-crementó de nuevo en nuestro joven el sabor del éxito.Era en tanto que futuro esposo de Molly como acaba-ba de llegar de América para pedir su mano, como lle-gaba, de hecho, a reclamarla y a sentirse gozosamenteaceptado por aquella maravillosa muchacha, con labendición de una madre afectuosa; era con la consignade recibirle en esta condición, lo sabía, como Perry ha-bía sido empujado a sus brazos; y al final del minuto si-guiente el asunto era saber si, calibrado todo, aquel jo-ven, el cabeza de familia pero también el imbécil de lafamilia, utilizando algún arte rudimentario y personal,defendería su derecho a que se escuchara su voz, pasa-da por alto en esta transacción informal. Era un hom-bre que defendería sus derechos siempre que eso no lecomplicara demasiado; pues era también un hombredado a complicarse, esto es, a dejarse influir en cual-quier terreno que no fuera el experimentado inmedia-tamente por sus propios pies. Al decirle con graciosaalegría: «Quiero resultar amable a todo el mundo ycomprendo que debo conseguirlo antes de que se digala última palabra; es preciso, pues, que me deje un pocode tiempo, se lo ruego»; al decir —no sin arriesgarse,tal fue su impresión— esas palabras, habría sido cons-ciente de una mayor felicidad si no hubiera visto un ins-tante después que la alegría podía ser perfectamenteuna reacción demasiado sutil para agradar, dada la di-ficultad de la relación, a la que su primo parecía no po-der contribuir más que con una extrema desconfianzahacia cualquier exhibición de «modales», o al menos de

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esos modales que un aventurero de mucha labia podíahaber traído de ultramar. Probablemente estaba formadopara no apreciar los modales ni comprenderlos —¡queel diablo lo lleve!—, ya fueran circunspectos o desen-vueltos; pues si Ralph, con su espléndida capacidadpara subir a la superficie después de profundas inmer-siones, podía tomar nota de esto en un tiempo tan bre-ve como se podía imaginar, planeaba sin embargo en lamirada de Perry la viva verdad, moviendo a tirones bra-zos y piernas como un arlequín accionado por hilos, deque sus modales, según una ley extraordinaria, iban aser para Ralph un recurso y un arma constantes, apli-cables en todo momento a cualquier aspecto del asun-to. No sería, por supuesto, siempre igual, ni él queríaque lo fuera, puesto que eso implicaría realmente lasmuecas de la locura; pero la visión era tanto más valio-sa cuanto que él sentía extraordinaria e inexplicable-mente que debería actuar siempre desde detrás de algo;algo que, cualquiera que fuese su aspecto, no admitieraque Perry lo mirara aviesamente, como si se tratara deuna moneda falsa o una carta sacada de la manga.

Digamos claramente, por lo demás, que antes de laconclusión de esta situación se vio afectado por la súbi-ta visión de tener que justificarse de una imputación dehacer trampas, diríamos, en el sentido en que su ante-riormente mencionado amor al juego podía exponerle atal sospecha; para todo el mundo, era como si él estu-viera sentado con la casa Midmore, por no hablar deotros compañeros, ante una mesa verde, entre altos yaguerridos candelabros que en un momento dado ilu-minaran perversamente el intercambio de extrañas mi-radas entre compañeros de juego a sus expensas. Tan

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extraña percepción no podía, desde luego, sino proyec-tar las sombras más tenues: respiración tras respiracióne insinuación tras insinuación —pero ¿quién podía de-cir de dónde procedían?— se consumían a flor de susensibilidad, de modo que esas impresiones, como yahemos visto, se desvanecían sucesivamente sin dejarnada más que la fuerza de un movimiento derivado. Encuanto hubo escuchado a su prometida, por ejemplo,recoger con infinito ardor las palabras de apacigua-miento que él acababa de dirigir a su hermano, le pare-ció ver ahí un radiante espacio libre y medir el margenpor el que los tres juntos, él, ella y su madre, se mostra-rían más ingeniosos que la crítica más incisiva.

—¿De dónde sacas, si no te importa, la idea de quesi estoy contenta, y soy, además, lo suficientemente au-daz para decir lo que sea a quien corresponda, de dón-de sacas que él pueda tener algo contra ti que te puedamolestar por poco que sea?

Ella dijo esto como hija de su madre, fuera o nocomo hermana de su hermano, resplandeciendo conuna belleza aún mayor, atrayendo y cautivando los ojosde Perry hasta tal punto que, cuando él los desvió, to-davía reflejaban algo del orgullo de la joven.

—Ningún caballero en ninguna parte es lo bastantenoble para ella —observó su hermano a Ralph—; perosupongo que usted se considera uno de nosotros... loque yo no contradigo —añadió con la debida precau-ción— si usted le gusta verdaderamente a ella, y tam-bién a mi madre, por no decir…

—Por no decir nada de si le gusto a usted, por su-puesto —continuó Ralph con esa habilidad que, aun-que pudiera jugar en su contra, tenía sin duda que tra-

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tar de aprovechar—. Sí, eso es evidente, pero no le ocul-to que obtengo de su aprobación una enorme confian-za; las he percibido, desde el primer momento, tan sa-bias como generosas. Y tan generosas como hermosas—continuó, mirando a su prima de una manera cadavez más penetrante que vio que no podía controlar.Esto le llevó a sacar el mayor provecho de su habilidad,y lo hizo, muy curiosamente, como si estuviera agarra-do a su anfitrión en un combate cuerpo a cuerpo y lo es-tuviera probando y empujando para hacerle caer. Perryestaría obligado a agarrarle y a mostrar que él le habíaagarrado: en eso consistía la lucha; ahora bien, cuantomás trataba de hacer entender este mensaje, aunquefuera adornando su estilo, por así decirlo, y más insis-tía por tanto en una relación, si bien no en la relación,más parecía dar a su contrincante una oportunidad,cuyo otro aspecto era que constituía para él mismo unaforma de exponerse. Por qué debía exponerse, y, sobretodo, a qué se exponía, era algo a lo que no habría po-dido responder; se preguntaba por ello mientras unapasión le impulsaba y un instinto le advertía. En cual-quier caso, era así: no podía evitar sondear a Perry, in-cluso en presencia de las mujeres; lo que le valió, por laconcentración del sentido visual, el desafío que parecíabuscar con afán al adentrarse en territorio enemigo.Era la rapidez con que sacaba inteligencia de las mentestorpes lo que le intranquilizaba, cuando, en buena lógi-ca, habría debido recibirlo como viento en sus velas.Pero tal destello en el rostro que tenía enfrente, violan-do verosímilmente la naturaleza, era inteligencia... ¿dequé? Eso se preguntaba mientras la veía crecer; podríahaberse maravillado, además, de esa extraña voluntad

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de impresionar sin querer ser comprendido. Ser com-prendido simplemente como impresionante: eso era loque mejor lo expresaría; pero pretender que una criatu-ra así fuera más penetrable, ¿no implicaba el riesgo delaprendizaje de unos trucos que podían volverse en sucontra? Con el acto de impresionar —sentía Ralph—estimulaba la familiaridad; se había visto a algunosarriesgarse por su cuenta, provocando desgraciados ac-cidentes al poner a naturalezas primitivas en una posi-ción falsa. Ése sin duda sería el caso cuando Perry em-pezara, por ejemplo, a saber de Ralph Pendrel más delo que este enamorado de la vida sabía de sí mismo. Sepuede añadir que, si estas consideraciones se ocultabanen el fondo del rostro que Ralph inclinó sobre su anfi-trión con una vaga idea ingeniosa, incluso un Midmoreatestado con un solo prejuicio muy bien podría haberdeducido del conjunto el indicio de algún siniestro peli-gro que amenazaba su monotonía.

—No quiere decir que está sorprendido por mi apa-riencia; ¡sé que ése no es mi punto fuerte —dijo Perry debastante buen humor, después de todo, y con una risaque inmediatamente aclaró el panorama general—. Perome gusta, tanto como usted quiera, ser alabado por loque soy —añadió—, si me concede tiempo para mos-trárselo; pues imagino que ya habrá observado que eneste país nos tomamos tiempo para nuestros asuntos, ynadie, tal vez, más que los miembros de nuestra familia;es una vieja tradición que sigue su propio ritmo y con laque jamás se ha podido terminar. Probablemente no tie-ne usted la impresión de poder hacernos correr, sobretodo sin aliento, como quizá esté usted por su misión; yésa es la única imagen que yo deseo presentar. Lo que le

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dejo a mi madre, se lo dejo realmente a ella —afirmóademás el joven, evidentemente cada vez más elocuente,al sentirse escuchado con tanta atención—; y desde lue-go, ella y Miss Midmore son tan inteligentes como her-mosas, si eso es lo que usted quiere.

Tras consumar este esfuerzo de corrección, lo que nodejó de sorprender a Ralph, miró, como con un recupe-rado dominio de sí mismo, primero a Mrs. Midmore,luego a Molly y luego, de nuevo, muy fijamente a suhermana y de nuevo a su madre, para dejar claro queno era obviamente culpa suya si ellas no tenían con-fianza en su tacto. Se mostró, en pocas palabras, comoun hombre sensato y responsable, aunque al hablar hu-biera estado mirando fijamente hacia delante, en lugarde poner sus ojos en Ralph, que no por ello dejaba deacoger sus observaciones con vivo interés y con cordia-lidad.

—Le escucho con el mayor interés, pero aunque enAmérica no nos tomemos siempre el tiempo suficientepara hacer lo que hacemos, no le puedo conceder que nohaya pensado detenidamente lo que hacía al venir a ver-les. Y, por si le interesa saberlo —continuó Ralph—, mehan bastado cuatro días en la vieja Inglaterra para con-vencerme de que ustedes son las personas más felices enel país ideal. Desde que llegué aquí me he sentido en-cantado y más dichoso de lo que podría explicarle.

Y diciendo esto, nuestro joven multiplicó de nuevosus sonrisas.

—Oh, no ha visto todavía nada comparado con loque verá —le interrumpió Mrs. Midmore con impa-ciencia—, y sé que lo que Perry quisiera decirle es queusted no podrá hacerse una idea hasta que no haya vis-

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to y admirado Drydown, algo que pronto podrá hacer;yo me encargaré de que usted se enamore de ese lugar,pues es allí donde nosotros estamos en nuestra casa,donde somos realmente lo que somos, ¿me compren-de?; y allí, como veo que Perry quiere transmitirle, dis-pondrá usted de un caballo para pasear, de los mejoresproductos de la huerta que pueda encontrar, de unamagnífica y educada vecindad, por no hablar de una delas más hermosas vistas de Inglaterra desplegándoseante sus ojos.

—Tendrá el caballo que más le guste —confirmóPerry, siguiendo estrictamente la consigna de amabili-dad a partir de ese magnífico ejemplo—; aun cuandolos caballos que son más de mi gusto no suelen ser losmás adecuados para los demás. Eso es lo que digo a misamigos —mejoró su tema mejorándose a sí mismo—,les digo que están invitados a coger el caballo que lesguste, y en general no creo que esa libertad pueda hacersufrir a los animales. A menos que —continuó, diri-giéndose de nuevo a su hermana, con su deliberaciónarrebatada pero relativamente bien llevada— yo puedasatisfacer mejor todavía el gusto de Molly, pues, ya sa-bes, he de hacerle comprender —continuó— hasta quépunto debe seguir el camino recto si es tan audaz comopara permitir que tú la guíes.

—Espero, tengo la seguridad, ¡de que será lo bastan-te audaz para montar a caballo con su esposa! —excla-mó la muchacha con una risa espléndida—; o, si consi-deras que lo digo de forma demasiado presuntuosa, conuna dama joven a la que, en media hora, haya inspira-do tal bondad que por nada del mundo querría ella ha-cerle el menor daño.

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Había en su picardía, que sorprendió de nuevo aRalph, algo que hacía resonar la nota de algún tiemporemoto, algo agradable en su inmediatez y travieso ensu desafío; de modo que, sondeado de esta manera antelos demás, jadeó un poco como si estuviera obligado a«seguir» y necesitara de todo su esfuerzo para no que-darse atrás. Ante la fuerza de tal frescura se sintió porcomparación casi desencarnado, y no tenía ni idea de loque habría podido decir si ella, iluminando el caminocon sus grandes y confiados ojos, no hubiera parecidoquerer darle todo tipo de seguridades con una única re-comendación:

—¡No hay que tener miedo, no hay que tener miedo!—¡Espero, por el cielo, que si tengo miedo no dejaré

que tú lo veas! —interrumpió él—. Y tú y tu hermanodebéis recordar en cualquier caso que, aunque los nati-vos de Méjico y Perú, cuando fueron descubiertos porlos españoles, nunca habían visto caballos y les parecie-ron muy terribles, hace ya mucho tiempo que nosotrossuperamos eso en nuestras tierras, y creo que no teme-mos a nada ni a nadie, a no ser, tal vez, a las damas demayor nobleza que aquellas a las que nuestra sociedadsimple y nuestros modales un tanto toscos nos han en-señado a tratar. Ruego al cielo —continuó dirigiéndosea su pariente, hacia el que, una vez más, a pesar de sudeseo de lo contrario, sentía inevitable y desconcertan-temente que «enfocaba»—, ruego al cielo no carecer deespíritu ni de cualquier otra forma de serenidad cuandose trate de sus nobles gentlemen, por lo que entiendo elbeneficio para mí de su atención y, para ellos, la seguri-dad de la mía. Pero, por supuesto, mi propia misión lesmuestra que estoy marcado por los peores estragos del

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encanto femenino y por el beneficio que se obtiene de laperfecta cortesía que aquí, entre ustedes, se cumplimen-ta. Claramente, debe hacer de mí lo que quiera, y si lomejor que puede hacer es matarme, pues bien, al menosafrontaré alegremente mi muerte.

Perry Midmore, al escuchar esto, mantuvo el rostroligeramente desviado, pero su mirada era ahora másprudente y vigilante y lo observaba con recelo. Perryactuaría con cautela y sopesaría las cosas; aunque esono constituyera una preparación suficiente, podría ayu-darle cuando su huésped hablara; comentario interiorque el visitante tuvo de nuevo la molesta concienciade no poder evitar que fuera sospechado por su inter-locutor. En cinco minutos había hecho comprender aPerry que había, que podía haber, tal cosa, y que, cual-quiera que fuese su sentido, apuntaba hacia él; ése erael hecho nuevo e inquietante. Ralph le puso una manoen el hombro empujado por un súbito y singular im-pulso para demostrar que, aunque el pensamiento sehubiera puesto en acción, pues ésa era, a veces, la natu-raleza perversa del pensamiento, permitir que siguieralibremente su curso le devolvería realmente a un punto,en realidad a una sucesión de puntos, donde otro reco-nocería el beneficio que sacaba de él; y el efecto de estegesto fue apaciguar, tras un instante, la extraña y untanto feroz mirada del otro y fijarla en una actitud pa-siva, como si cualquiera que fuese el sentido de todoesto, el menor movimiento amenazase con precipitaralguna otra complicación suplementaria.

Mientras tanto Mrs. Midmore —Ralph se dio cuen-ta de ello— había medido tan completamente el brillode sus promesas que, muy tranquila respecto a eso,

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toda su inquietud se centraba en la posibilidad de quesu hijo lo estropeara; lo que, al mismo tiempo, no po-día poner de relieve por alguna razón que adivinabanueva y extraña, algo que tal vez superaba incluso lahabitual timidez de su comportamiento y que provoca-ba perplejidad sobre su causa. Esto proporcionó aRalph otro de sus instantes sublimes, como con justiciapodemos denominarlos, posiblemente el más sublimede todos, puesto que el siguiente movimiento de Mrs.Midmore, aunque no fuera más que una mirada fugazpero sumamente penetrante, representaba su deseo deponerse de su parte, por así decirlo, contra cualquierobstáculo a un entendimiento justo y a una elegante yconveniente armonía que su muchacho pudiera estúpi-damente plantear. ¿No hubo en su rostro, durante esemomento, un pálido destello de interrogación?, algo asícomo: «Pero ¿qué diablos le está haciendo, qué le hizo,sí, hace unos minutos, cuando, si yo no hubiera estadovigilante, se habría estremecido como un caballo asus-tado que olfatea en el aire la cercanía de alguna criatu-ra de una especie nunca vista?». Ralph comprenderíadespués que había debido poner ahí toda su presenciade madre profundamente entregada al beneficio y albienestar de su hija, así como a cualquier cosa ventajo-sa para su estirpe que pudiera ser recogida por un largobrazo suficientemente digno y, al mismo tiempo, tanrico en instintos que tuvieran por centro la preeminen-cia del cabeza de familia, que ella casi podía alarmarseen pleno júbilo, y parecía dirigir sobre el héroe de laocasión, durante esos cinco segundos, el escalofrío deuna sugerencia especial y tremenda. Ella quería decidi-damente gustarle y favorecerle, lo que sería bueno para

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todos, y si Ralph iba a oponerse a esto, por poco quefuese, no sería actuando directamente sobre ella, sinoliteralmente a través de la afectuosa atención de Mrs.Midmore a su hijo, atención que se tradujo en irrita-ción por la actitud de Perry. Bastaría con que éste mos-trara un miedo personal, por llamarlo así, o tal vez quemostrara simplemente que tenía miedo sin ser cons-ciente de ello, para que la cuestión de lo que no funcio-naba en él le condujera a la otra, más sutil. Se podía,pues, deducir que la última interrogación sobre el pri-mo americano vendría a plantearse de este modo. Sinembargo, esa interrogación estaba tan lejos de haberganado todavía una pulgada de terreno, o incluso dehaber presagiado la posibilidad de que lo hiciera, queen ese momento todo lo que Ralph conoció, en formade alegría, fue que Mrs. Midmore, con una riqueza detono renovada, trataba de devolver a Perry, en la medi-da de lo posible, al camino recto.

—No espere de nosotros que le tomemos por un sal-vaje —dijo ella, riendo, a su visitante—, cuando hablade matar y morir entre nosotros, ¡como si fuéramospieles rojas en el sendero de la guerra! Si, en cualquiercaso, fuéramos a matarle y a comerle, eso es lo que ha-cen sus caníbales, ¿no es así?, primero al menos le ce-baríamos para la mesa, y no tema, apreciará eso tantocomo nosotros, en tanto que buenos conocedores,apreciaremos la siguiente etapa del proceso. Yo mismasoy una experta, y créame, se lo ruego, me negaré a des-pacharle antes de que esté usted en perfectas condicio-nes. Mientras tanto, pues —continuó noblemente—,nos alimentaremos de usted de esta manera tan grata, ycon el pleno derecho de Molly a ser servida la primera,

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siempre la primera; eso lo entendemos perfectamente.Ahora bien, no estoy muy segura de que estemos dema-siado dispuestos a compartirle al mismo tiempo conmuchas otras personas.

Cosa extraordinaria, fue Perry quien habló en res-puesta a estas hermosas palabras antes de que Ralphtuviera tiempo de responder, obligado, como siempreestaba este último, a hacer una selección entre los re-cursos de su ingenio.

—¿No tendrás al menos un trocito que compartircon mi hermana Nan?, tú, quiero decir... —le dijo a sumadre, con las manos en los bolsillos, lo que producíael efecto de levantarle los hombros, lo que le daba elaire de una intención más consciente.

—No lo digo por Molly —continuó—, de quien nodebo esperarlo, y que, desde luego, arrancará los ojos asu hermana si Nan se toma demasiadas libertades. Perotú eres más amable que Molly con Nan —y añadió, vol-viéndose ahora hacia su huésped—, y de los tres es con-migo con quien más puede contar. Oh, sí —insistiócomo subrayándolo ante las damas—, queréis que élesté al corriente de todo, y por eso se lo estoy contan-do, ¿no veis? Y eso es lo que también tú, primo, quieressaber, supongo, aunque no dudo de que serías capaz dedescubrirlo.

De repente había ganado de forma extraordinaria enseguridad, y Ralph, al que Perry miraba muy directa-mente, sintió enseguida cómo se había incrementado suinterés. Captando el sentido de sus rostros, pudo ad-vertir también que Mrs. Midmore y Molly no estabanmenos afectadas; percepción que renovaba su sensa-ción —y las dos mujeres intercambiaron en ese mo-

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mento un par de miradas que claramente lo confirma-ba— de que algo sin precedentes le había sucedido aPerry en el espacio de diez minutos, y que en realidad leseguía sucediendo, y Ralph tenía que reconocer, respon-sabilidad nada reconfortante, que él mismo era el cau-sante del cambio. Además, no sólo esto debía ampliarmás de lo que de antemano habría parecido posible lasonrisa seductora en la que no dejaba de refugiarse, sinoque destacaba también en la escena el hecho de que, co-moquiera que se pudiera interpretar un fenómeno tanllamativo, el personaje que mostraba ese rasgo se estabaacostumbrando a él; de manera que lo más incisivo queen realidad se había producido era que aquel que habíaencarnado la dignidad había caído de repente en una vi-sión de ausencia de sufrimiento o, en cualquier caso, deausencia de pérdida. En resumidas cuentas, fuera lo quefuese, había algo que hacer con ello, como por ejemplolanzárselo directamente a Ralph dando cuenta de esosasuntos embarazosos. Precisamente él los haría embara-zosos, maldita sea, si pudiera, y, observado por su ma-dre y su hermana, estaba a punto de intentarlo. Si lasdamas le evitaban el compromiso de actuar, pensóRalph, el caso tendría más de diversión que de otracosa; ahora bien, y ahí estaba la traición que él parecíaintuir, ellas podían, no se sabe nunca, revelarse incapa-ces: lo que tal vez era exactamente el significado de esacomunicación tácita entre ellas.

—Nan está en Drydown, donde la dejé ayer —aña-dió Perry mientras tanto—; le habría encantado venir apresentarle sus respetos. Pero si observa que se retrasaen venir a verle, mi madre le explicará gustosamentecuántas obligaciones tiene en la casa; aunque, señora,

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que me cuelguen si creo suficientemente en ellas comopara no lamentar no haberla traído a la ciudad, aunquehubiera tenido que hacerlo montada detrás de mí, enIncitador. No es una muchacha que se deprima o se re-bele —añadió dirigiéndose a Ralph antes de que su ma-dre, cogida por sorpresa, pudiera responder a estas re-pentinas libertades—, pero tampoco es una esclavadoméstica o una vulgar cuidadora de vacas, y no debepensar que si se la mantiene a distancia es porque nosea presentable. No es una gran belleza como Molly,pero es más bella que yo, ¿no es así, señora? —y conesto se adelantó atrevidamente hacia su madre, que en-rojeció de forma aún más visible por el tono de sus pa-labras—. Si nuestro primo debe hacer nuestra fortuna—concluyó—, será mejor que vea lo antes posible acuántos tendrá que alimentar.

—¡Te has mostrado tan inteligente, hijo mío, que sete debería confiar la tarea de hacer tu fortuna tú solo!—respondió Mrs. Midmore, sin hacer grandes esfuer-zos para parecer indemne, con el brillo de su dignidadvisiblemente mancillado, como Ralph podía ver.

—Si desea ver a la pobre Nan enseguida —señalóPerry a su visitante—, podemos fácilmente enviar uncoche por ella, ¡y entonces podrá juzgar lo que, al me-nos a mí, me cuesta mantenerla!

—¿Por qué no proponerle más bien que él mismocoja el coche si la espera es tan cruel para uno y paraotro? —preguntó Molly a su madre, pero volviendo sushermosos ojos hacia Ralph de una manera que contri-buía a hacer que se sintiera más extraviado de lo quecualquier otro reto a su percepción había conseguidohasta el momento.

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—Una relación tan próxima —continuó Molly— nopuede tener temor de ningún cotilleo, de manera que, sila visita allí, no seré yo, señor —se rió—, quien sufra lomás mínimo. ¿Qué podría ser mi hermanita para él sinotambién su hermanita? Un nuevo hermano mayor, quepuede, en efecto, parecerle una mejor fortuna, por nodecir un mejor hermano, de los que ahora puede dis-frutar. Si realmente quiere usted ir allí de inmediato—continuó, dirigiéndose a Ralph y acompañando suspalabras con una profunda reverencia—, no dudo deque regresará a tiempo, a tiempo para casarse conmigo,quiero decir —exclamó—; y no me importa comunicar-le que, si no lo hiciera, no tendría el menor escrúpulo enir a buscarle. Nan es una criatura adorable, y con laayuda de la mujer del jardinero velará, estoy segura,por su comodidad.

Tras esta deslumbrante extravagancia de cumplidoshizo una pausa, y Ralph sintió entonces que el hechode que estuviesen allí los dos, en desacuerdo, suponíaalgo que todavía no había ocurrido nunca entre ellos.Oh, se habían dispensado recíprocamente múltiplesmuestras de afectuosa seguridad, pero ¿no supo Ralphen ese momento —se le había estado advirtiendo desdehacía tres minutos— que aquí se trataba de intimidad,más allá de cualquier muestra que hubieran intercam-biado, y de algo muy distinto incluso de la más aguda ne-cesidad que hubiera pesado sobre él de remendar un sen-tido? Todos los había remendado con el efecto de untriunfo rápido y brillante sobre la dificultad; así hemosvisto en repetidas ocasiones cómo, en la urgencia, elreto lanzado a su vigilancia dotaba a ésta del aplomonecesario siempre a tiempo, lo que no dejaba nunca de

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preservar su confianza. Lo que ahora había ocurrido esque, inesperadamente, su necesidad parecía traicionar-le en vez de ayudarle: en otras palabras, todas sus ben-ditas referencias, salvo ésta, le habían encontrado dis-puesto, y no sólo a mostrar lo que sabía, sino dispuestoa saber; únicamente esta cuestión de una identidad quese le imponía, a la que no podía reaccionar y que, a di-ferencia de todas las demás, no le inspiraba, tras un ins-tante, el secreto de la forma adecuada de actuar, sóloesto le hizo dirigir a Molly (y por tanto también a suscompañeros) una sonrisa que se hubiera tornado enverdadero malestar si hubiera tenido que prolongarsesólo unos instantes más. No obstante, más extraño quecualquier otra cosa fue para nuestro amigo lo que en-tonces sucedió: el llegar a tener conciencia, como a latenue luz de un destello, de las maravillas que habíarealizado, conciencia surgida, lo que es más, del escalo-frío generado por la facilidad en suspenso. Lo que loconvertía en escalofrío era el peligro percibido, sacadode la mirada de Molly, que le explicaba lo que le ocu-rría antes de que él pudiera impedírselo. «Entonces,¿no sabes, realmente no sabes, por tanto, de qué estáshablando?», eso se leía en el rostro de Molly o estaba apunto de poder leerse, y la mayor angustia se debía a queestaba preocupado porque ella y los demás sin dudalo estarían si llegaban a detectarlo claramente. De he-cho, él no sabía, él no había sabido, y no iba a saber, ose le habría ocurrido ya esta vez: no había la más leveposibilidad de un «¡Oh, sí, tu hermana Nan, por su-puesto, que tiene tal edad y tal aspecto y tal relacióncon el magnífico retrato de familia que teníamos encasa!». No había ningún retrato magnífico, ni siquiera

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el menor detalle, por cuyo trasfondo merodeara unacriatura, como la había llamado Molly, de la cual, gra-cias a ese mágico esfuerzo de su voluntad al que siem-pre había podido recurrir, pudiera estar seguro de estaraceptablemente informado. El posible malestar se debíaa la pérdida de esa independencia probada respecto dela bajeza, podríamos decir, de la hipocresía. Dos o tresveces, sí, podría haber parecido que él tenía que fingir,al quedar algún hueco en su inspiración demasiado fla-grantemente vacío; pero esa bajeza —pues, evidente-mente, tenía el rostro de la bajeza— había sido siste-máticamente evitada, convertida, justo a tiempo, en unmero error causado por su miedo. De este modo habíaescapado una y otra vez a la superficialidad, y con lacertidumbre reforzada de que difícilmente iba a encon-trarse en una situación sin salida, había llegado cadavez la sensación de un beneficio por la renovación de suconocimiento. Su falta de visión respecto de una segun-da hija en la familia le procuró la enseñanza inmediatade que ningún beneficio se derivaría de no reconocerlo,pero eso no reparó el lapsus.

Lo que Molly vio, y lo que diez segundos más tardeya había hecho ver a los demás, era el carácter persis-tente del lapsus, cuya extrañeza para ella, en efecto, yase había puesto de manifiesto cuando le preguntó quépasaba y por qué diablos la mención de la querida cosi-ta de Drydown le procuraba tal grado de malestar. Loextraordinario de la situación era, además, que ellamisma estaba dispuesta, al instante siguiente, a pasar ala investigación, pero a la investigación de lo que noera, y en modo alguno de lo que era. Sus aplazamientostan desesperados sugerían claramente a la percepción

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revigorizada de Molly, y por tanto a la confundida con-ciencia de Ralph, todavía más agudizada, que él habíapensado más en la pobre Nan que en el resto de todoslos demás juntos; aunque, por supuesto, cuando elladescargó la totalidad de su pesada ironía, él pudo afor-tunadamente agarrarse a una respuesta fácil y conse-guir que su risa encendida invitara a sus compañeros acomprobar su restablecimiento.

—¿Tuviste la impresión, querida, de que cuando tepedí hace un rato que me aceptaras de por vida estabaen realidad expresando mi interés por otra persona? Siasí fuera —dijo a Mrs. Midmore y a Perry—, quiero de-cir, si yo no me estaba dirigiendo a Molly como unhombre honrado, de lo que ella me acusa, ¿cómo hapodido adivinarlo, y sin embargo hacerme tan perfecta-mente feliz?

No era, estrictamente hablando, una pregunta paraser contestada, y Molly, al margen de lo que ellos hu-bieran podido haber dicho, la respondió satisfactoria-mente con otra de sus maravillosas libertades.

—¡Podría amarte como a un granuja, primo, o po-dría amarte como a un santo! —dijo gritando, lo queproporcionó a Ralph, tal fue su impresión, la más felizoportunidad de presentar su más enérgico alegato.

—Poco me importa por qué me ames, con tal de queseas perfectamente sincera. ¿Y no ves que cuando du-das de que yo lo sea, niegas por eso mismo que sea elhombre honrado que pretendo ser?

—¡Escúchale, madre! ¿Ha habido alguna vez algomás grandioso que este discurso y este aplomo?

Su llamamiento fue de lo más rápido, y si bien era asu madre a quien lo dirigía, no tenía ojos más que para

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su prometido, a quien con la cabeza inclinada a un ladomiraba casi como se mira un espléndido cuadro.

—Me da igual, me da igual; te da más valor dejarque te atormente. Es cuando dudo de ti —dijo—, cuan-do más llena de adoración me encontrarás; y si algunavez crees que soy indiferente, basta con que me induz-cas a insultarte.

En ese momento, y por primera vez, ella le transmi-tió la extraña impresión de que le estaba estudiando;hasta entonces sólo le había abrazado, con un senti-miento y una inteligencia que no dejaban lugar a dudas;y él podía haber deseado en ese momento que ella le-vantara la cabeza, cuyo porte tenía efecto sobre sus ner-vios. No importaba que Ralph creyera que Molly nopretendía realmente aquello cuando insistió en la ideade que debían tener un retrato suyo, de que debían en-cargarse de ello antes de que el primer florecimiento desu expresión, como ella curiosamente lo llamaba, se hu-biera marchitado; él mismo sentía una necesidad quealcanzaba su punto crítico bajo la mirada escrutadorade Molly, exactamente como si temiera ser sondeado.

—¡Soy un hombre honrado, soy un hombre honra-do! —repitió dos veces, fuerte y sencillamente, cons-ciente de súbito de que deseaba enormemente decirlo, lodeseaba con una intensidad interior que todavía no ha-bía sentido. Era una presión desde el interior la quehablaba de ese modo, una presión muy distinta a lafuerza motriz que le había llevado tan lejos y que no ha-bía conocido más que por sus efectos, tan rápidamentemultiplicados y de algún modo disociados de su puntode partida o primera causa productora, como si ese ori-gen hubiera sido un resorte accionado por algún otro.

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Era en sí mismo, en algún lugar muy hondo, donde esemovimiento de protesta había comenzado, y fue paraél un verdadero alivio repetir la expresión, aun cuan-do, hecha la observación acerca de su honradez porcuatro veces, se pudiera parecer un poco a la dama dela obra de la que se ha dicho que protestaba demasia-do. Se sintió verdaderamente ruborizado por su insis-tencia, lo que no pudo corregir inmediatamente, al te-ner que afrontar la pregunta directamente planteadapor Perry, que, por su parte, volvía a la misma palabrauna vez más.

—¿Honrado? Pero ¿quién diablos, primo, por favor,ha tenido la grosería de decir que no lo sea?

Eso era a lo que la buena educación exigía que res-pondiera, de no haber sido porque su deseo de decla-rarse inocente lo ayudó, a pesar de alguna impercepti-ble agitación, a reírse del desafío.

—No es vuestra grosería, sino vuestra desmedidaadulación, queridos amigos, lo que me lleva a adverti-ros de que, cuando sepáis más de mí, tal vez me encon-tréis menos poseído de todas esas virtudes que tenéis lagentileza de atribuirme.

Enrojeciendo de una manera atractiva, los miró auno tras otro; atractiva, decimos, porque la dificultad—y por tanto la prudencia— de su acto parecía inspi-rar, después de todo, a cada una de las mujeres un inte-rés de un color nuevo, más brillante y más fresco. ¿Lesiba a gustar indeciso más todavía de lo que les habíagustado seguro, y si fuera así, dónde debería buscar, as-fixiado como eso sin duda le haría sentirse, el consuelode saber por sí mismo dónde estaba? Dónde estaba élpara Molly, y por tanto para su madre, lo comprendió

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fácilmente por el placer con que habían acogido el vercómo había descubierto, con cierto embarazo, que ha-bía algo que explicar. Era eso lo que parecía realzarloante sus ojos, tan agradable aunque tan extrañamenteafectados casi por cualquier toque de confianza naturalo de verdad inesperada en él. Si hubiera esperado com-placer intencionadamente, tal vez podría entonces ha-berle gustado incluso más complacer a su pesar; esto último aportaba cierta distensión, aun cuando pudiera,en cierta medida, comprometer su dignidad. Para todoel mundo parecía que estaba creciendo, creciendo fir-me, creciendo rápido; eso había empezado a suceder alminuto de su entrada en la casa, y especialmente enaquella habitación, de manera que, sin saber hasta dón-de se podía crecer a ese ritmo, no debía someterse a unamedición supuestamente definitiva. Hubo un espaciode tiempo singular durante el cual, aunque al término desu examen las dos mujeres le aprobaban —le aproba-ban en verdad contra sí mismo, le aprobaban casicomo si sus suaves manos le hubieran acariciado porplacer—, planeó ante él la pregunta de qué habrían he-cho ellas si él hubiera sido feo, qué harían en realidadsi él llegara a serlo, de cualquier forma o manera; sú-bitamente esta idea de su plena y libre autonomíapermitió un vistazo a esa forma de reaccionar. Lo quetodo ello representaba no era sin duda sino su necesi-dad de expresarse sobre la sacudida experimentada acausa de su ignorancia, pues si de una sacudida se tra-taba, la última manera de reaccionar era fingir indife-rencia. No era indiferente, descubrió, en modo alguno,y si no podía fingir ante sí mismo no fingiría con las da-mas, por grandes que fueran sus deseos de verle en apu-

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ros para poder darse el placer de ayudarle a resolver susdificultades.

—Entonces, ¿tiene usted otra hija de la que oigo ha-blar ahora por vez primera? —preguntó a Mrs. Mid-more con un tono que era casi un desafío a que lo sua-vizara.

—¡En absoluto estoy avergonzada de ella ni soyconsciente, en cualquier caso, de haber tratado de ocul-tar su existencia! —dijo su anfitriona con vigor, aunquesin sombra alguna de resentimiento—. Y no veo, real-mente, la importancia que pueda tener un simple olvi-do por su parte.

Ralph levantó la punta de dos dedos y, con los ojospensativos fijos en ella, los aplicó por un momento so-bre su cabeza —con un gesto que no era sólo humorís-tico— como en una saludable fricción. Había algo de loque deseaba asegurarse.

—No, no creo haber olvidado. Una vez que sé, re-cuerdo. Si no recuerdo, es que no he sabido. Así es —sedijo para sí aún más que para sus parientes—. ¡De to-dos modos, tiene importancia! —después de lo cual, noobstante, dejó el asunto de lado con una sonrisa.

—Más vale tarde que nunca, en todo caso.—Me alegra que nos conceda eso —respondió Mrs.

Midmore—, pues no estaría bien que nos quisiera re-ducir. Después de todo, no somos tan numerosos.

Ralph se pasó la mano suavemente por el desorde-nado pelo.

—No, no debo dar ninguna impresión que no co-rresponda a mi forma de ver las cosas. Pero suponga-mos —le propuso un momento después— que yo com-prenda algo que no se corresponde con mi aspecto.

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—¡Dios mío, madre! —dijo Molly riendo—. ¿Quédiablos quiere decir ahora esta ingeniosa criatura?

Mrs. Midmore le dirigió una mirada más sostenida,como si a ella misma le hubiera gustado saberlo, peroantes de que pudiera hacer un comentario, Perry ha-bía intervenido, dirigiendo su observación precisa-mente a ella.

—Que me cuelguen si entiendo cómo, si no ha oídohablar de la dulce Nan, ha podido llegar a saber tantode nosotros...

—Gracias, hermano, ¡que estúpidas palabras! —exclamó Molly con impaciencia—. ¿Depende hastaese punto de la dulce Nan el que alguien se interese...?—continuó dirigiéndose a su hermano, pero mirando, asu manera particular, a su primo, con lo que le dio al-gunos de sus recuerdos más sinceros.

—¿Cómo no iba a asimilar las noticias que unas car-tas pedían y que otras cartas daban? Y, en todo caso,¿cómo, por mi parte, no voy a estar contenta de que élno me tome por una extraña?

—Sí, querida —declaró Ralph de inmediato—, ¡des-de luego, no se puede afirmar que te he tomado por unaextraña!

Ralph aceptó sus recuerdos y le devolvió por ellospromesas proporcionadas; a pesar de lo cual, lo queella parecía haberle transmitido era sobre todo la formade referirse a Nan, que ella misma había tomado de suhermano. Así fue como, de manera un tanto incon-gruente, irrumpió también de sus propios labios:

—¡Dulce Nan, dulce Nan! ¿Cómo podría un hom-bre resistirse a una cosa tan encantadora como ésa?¡Nan, la dulce Nan!

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Obedecía a un extraño impulso al repetirlo una yotra vez. Ante lo cual, sin embargo, como para evitar elridículo, dirigió a su compañero una vaga sonrisa deatenuación que, si se la hubieran dirigido a él, sin dudahabría tomado por una sonrisa de irritación.

—Si te parece tan importante —respondió amable-mente Miss Midmore—, tendré que pensar que te gus-ta más ese nombre que el que podrías dedicarme a mí.

—¿Dedicarte a ti? Pero ¡si yo te llamaré como a timás te guste! —rió Ralph, aunque una vez más dema-siado, según sintió de forma imprecisa.

—¡Oh, por Dios! —dijo ella echando la cabeza haciaatrás—. Si no puedes pensar por ti mismo lo que a míme gustaría, no soy yo quien debe buscarlo en tu lugar.

—¿Qué diría usted de «jolly Molly»*? —se permitióintervenir su hermano, planteando la pregunta a Ralphcon candor amistoso e inesperado—. Si hubiera ustedoído que la llamaban de esa forma, ¿no le habría gusta-do conocerla? Pero tal vez fue así, y fue de ese modocomo se sintió cautivado. Desde luego, a pesar de loque ellas dicen —continuó—, no sé qué es lo que ha he-cho que nos reunamos de este modo.

—¡Debe de haber sido que oyó hablar de ti como«merry Perry»**! —replicó inmediatamente la mucha-cha, lo que motivó la intervención inmediata de Mrs.Midmore, quien afirmó que nunca en su vida habíaoído tantas tonterías.

—Verdaderamente —se dirigió a Ralph—, cualquie-ra diría que cosas como las cartas nunca habían circu-

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* La alegre Molly. (N. de los T.)** El alegre Perry. (N. de los T.)

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lado entre nosotros, y que es un error o un misterio quela propia Molly, desde hace un año, le escribiera a us-ted con mi aprobación.

—Él me escribió con la mía —dijo Molly, mientras sumirada audaz, de provocadora indulgencia, le sugería denuevo más de lo que él comprendió de inmediato.

Pero Ralph sentía que debía tratar de comprender,habiendo llegado de manera tan ridícula a salir del apu-ro. Por supuesto, él habría escrito a Molly; por supues-to, debía de haberle escrito, y pasado un momento más,lo había expresado para su alivio, llevando su observa-ción hasta el exceso a fin de hacerse entender.

—Te escribí tres cartas por cada una de las tuyas; loque me atrevo a decir que habrá usted observado —ledijo a la madre—, pues espero que Molly se mostraracomplacida por ellas.

—Le concedo, primo —intervino Perry—, que se haasistido aquí durante meses a tal espectáculo de escritu-ra y lectura que habría hecho honor a un bufete de abo-gados. Le felicito y las felicito por lo que parece habersignificado.

Había hablado de la manera más franca que algunavez se le hubiera oído, y se alejó entonces hacia la ven-tana, donde, mirando hacia fuera, respiró de nuevoprofundamente; Ralph seguía impresionado por sus ex-traños cambios de humor, cambios, diríamos, de unhombre que podía perder su sangre fría y sentir perdi-do su equilibrio y, a continuación, recuperar su aplo-mo; lo mismo más o menos, por otra parte, que le su-cedía a nuestro amigo.

—Supongo que habrás guardado mis cartas, las re-cuerdo todas, como yo he guardado las tuyas —conti-

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nuó Molly con su gran alegría—; puedo traértelas ata-das con una cinta rosa, y luego, si comparamos, vere-mos quién escribió más; aunque, desde luego, reconoz-co —sonrió— quién ha escrito la mejor.

De nuevo Ralph encontró ahí una de sus necesidadesde reflexionar.

—¿Las tienes atadas con una cinta rosa?—¿Quieres decir —preguntó Molly— que has atado

las mías con una azul? ¿O que has atado las de mi ma-dre con una negra?

Ralph era consciente, una vez más, de que la verdaddel asunto se le haría presente, pero mientras tanto pre-guntó y esperó.

—¿Realmente tienes las mías para enseñármelas?—A cambio de que tú me muestres las mías. ¡Míra-

le, mírale! —le dijo a su madre—. No creo que las ha-yas guardado...

Por un momento se vio obligado a ganar tiempo.Todo sucedía como con el asunto del retrato en el bol-sillo. No había estado seguro, pero la miniatura estabaallí. Las cartas no estaban escondidas en su persona,por supuesto, pero ¿dónde estarían sino en el fondo desu baúl, en la posada?

—Si puedes probar que he perdido una de ellas —enveinte segundos estaba listo para responder—, mastica-ré las demás y me las tragaré, cinta roja incluida.

—¿Ha atado las mías con una cinta roja? —pregun-tó Mrs. Midmore muy divertida.

El placer de estar seguro cuando podía estarlo, ad-virtió con regocijo, era para él mayor que nunca.

—Sin duda, ese artículo no se vende tanto en Améri-ca como aquí, pero siempre se utiliza para atar, ya sabe,

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y si yo estoy atado con una cinta rosa —le dijo aMolly—, habrás comprendido que tú estás atada, que-rida, como los abogados atan escrituras y contratos.Así es —rió él— como yo me agarro a tu contrato.

Y, efectivamente, le bastó con escuchar a la mayor delas damas enriqueciendo el ambiente con la confirmaciónde que su trato era el mejor atestiguado y el más justocon el que nunca hubiera tenido que ver, para sentir denuevo ese pequeño remordimiento —no habría podidollamarlo de otro modo— que unos minutos antes habíaacallado de forma insuficiente. Realmente podría haberestado unos instantes diciendo mentiras, al menos en lamedida de su recurrente deseo de establecer su inocenciadel otro reconocimiento. Su necesidad con respecto a estepunto iba a llamar más la atención de Mrs. Midmore.

—Durante el viaje —dijo Ralph dirigiéndose a ella—las he leído por entero diez veces, y si Molly se atreve aponerlo en duda, repetiré cada una de sus palabras anteusted y su hermano; amenaza, amor mío —continuó di-rigiéndose ahora alegremente a la muchacha—, que su-pongo que te hará callar.

Y tuvo entonces otra extraordinaria inspiración, enla medida en que unas fueran más extraordinarias queotras y en la medida en que lo que ahora estaba en sucabeza, por ejemplo, lo fuera más que esa claridad ins-tantánea, que acabamos de recordar, de su sensación,de su visión positiva y exacta de los paquetes con cintasrojas que estaban en la maleta.

—Me las sé de memoria, con sus caprichos ortográ-ficos incluidos; y si los que nos acompañan sólo escu-chan, sin poder ver, sus pasajes más dulces, querida, nosabrán, no sabrán...

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—¿Que una vez escribí affection* con una sola efe,quieres decir? —estalló Molly con tan poco resenti-miento como para convertir en broma ligera, por suparte, una alusión elástica a la que Ralph se habíaarriesgado no sin cierto temor a excederse—. Tambiéndescubrirás cuando la mires de nuevo que una vez es-cribí frightful con ite**; lo recordé después de haber en-viado la carta. Y recuerdo también algo más, que, sinembargo, no confesaré delante de ellos.

—Lo confiesas de manera tan encantadora —res-pondió Ralph—, que no hace sino que te ame todavíamás.

En efecto, estaba realmente impresionado de que ellano protestara ruborizada o con otras estratagemas dejovencita, sino que se mostraba, como podría haber di-cho él, espléndidamente desvergonzada. Esto en ciertomodo los acercaba todavía más, pues, ¿qué significabaaquello sino el éxito de sus cumplidos? Y le sorprendióconstatar que nunca antes ella hubiera «acusado» unatan franca belleza como cuando pareció invitarle a quecontinuara libremente con su vena humorística. Esto lepermitió una vez más el placer de descubrirse en unaactitud justa, tan justa que, para el asunto de su friteful,él sabía también —lo que significaba que recordaba—que ella había añadido una «l» más al final, lo que ha-cía siempre en casos semejantes. Le recordó entoncesesa divertida gracia, consagrando más así la espléndida

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* En inglés, «afecto». (Preferimos mantener los términos inglesesa buscar forzados paralelismos en la lengua castellana.) (N. de los T.)

** Frightful: «terrible»; «con ite», es decir, friteful, que tienela misma pronunciación que frightful. (N. de los T.)

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intimidad que se desplegaba entre ellos, si bien su liber-tad alcanzó el punto culminante cuando le hizo admitirla falta particular que ella había reconocido sin nom-brarla. Había momentos, ligeros como el aire, en que élprocedía por accesos de alegría, enlazando de nuevo,gracias a su capacidad para el salto súbito y gozoso,con la lejana posición adelantada que sólo dejaba espa-cio, y nada más, para la punta de sus pies, lo que hacíamilagroso el hecho de que, además de aterrizar con pre-cisión, consiguiera luego mantener orgullosamente elequilibrio, con el orgullo casi de un Mercurio, heraldodel poeta, sobre su monte que besa el cielo. Allí estaba,ante él, el vuelo más excelente de Molly, hacia el ánguloinferior derecho de una de sus páginas más flojas.

—Tu secreto culpable es el del «fantasma» de algunacasa encantada que habías visitado; ¡a menos que setratara de un plural mal puesto y fuera en realidad unacasa realmente habitada por cabras!*

Ella recibió estas palabras con un interés renovado, yera extraordinario comprobar que nada le podía haberhecho comprender mejor qué encantadora muchacha,en realidad qué maravillosa mujer era Molly; consistía,además, la mitad de su encanto en la peculiaridad deque mientras, pluma en mano, solía equivocar alegre-mente las letras, sus labios, los más deliciosos del mun-do, las entregaban al oído en la fusión más bella y másjusta, dando testimonio de una educación que no habríamejorado nada, daba toda la impresión, aun teniendomejores relaciones con su tintero. Le hacía pensar que él

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* Juego de palabras intraducible entre goast (deformación deghost, «fantasma») y goats, «cabras». (N. de los T.)

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había conocido en Nueva York a mujeres jóvenes consuficiente cultura que, sin embargo, no llevaban másallá el efecto de su educación. Su prima inglesa negaba,no obstante, la última anomalía que se le imputaba; nohabía cometido, decía, semejante error, aunque real-mente, como él más tarde le demostraría, fuera un errorpeor del que le había señalado.

Ralph se rió de su deseo de saber qué podía ser máshermoso que la flor que había recogido, y estaba dis-puesto a probarle que tenía también otras flores, pre-sentándole, si así lo quería, todo el ramillete. El espíri-tu por ambas partes de esta animada discusión habríacontinuado realzando sin duda su recíproco placer, siPerry, dándose la vuelta desde la ventana, no hubieseintervenido, como mirando con detenimiento a un dúode actores en una comedia, de una manera que de nue-vo ponía de manifiesto el notable desarrollo de su inte-ligencia.

—Como creo que nunca en tu vida me has escrito enalguna ausencia —dijo a su hermana—, por supuestono puedo dar cuenta de la forma en que lo haces, espe-cialmente cuando se ha oído decir que las cartas deamor son siempre distraídas, y no me interesaría nadauna que no lo fuese —y esto último se lo notificaba demanera solemne a Ralph—. Mi hermana Nan —le in-formó además— no es una muchacha que pierda la ca-beza, aun cuando pueda perder el corazón; no hay nun-ca una palabra fuera de sitio en lo que ella escribe, ysiempre que me he alejado de Nan, tiene esa amabili-dad conmigo.

—Por favor, ¿cómo puedes tú juzgar su estilo? —pre-guntó Molly con tono irónico—. Tú, que el otro día me

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dijiste que me traerías una muestra del tuyo para quele echara una ojeada, cosa que luego no hiciste... Loque imagino que se deberá a que era la primera carta queibas a escribir en tu vida, y te diste cuenta de que tal ha-zaña superaba tus posibilidades. Debía de estar dirigidaa una dama, ¿lo entendí bien?, y al haber perdido la ca-beza, supongo, aún más que tu corazón, debías de temermostrarte más distraído de lo conveniente.

Ante esta réplica, Perry Midmore se limitó a mirar ala muchacha como si el humor de ésta, por vivo que pu-diera haber sido, no pudiera impedir que su pensa-miento se alejara; pero, para sorpresa de Ralph, comotoda defensa se contentó con ignorarla y, con un interésmás amable, apeló a su invitado:

—Me gustaría mostrarle, señor, cómo se las puedearreglar Nan, aunque, por supuesto, estoy seguro deque usted comprende nuestro intercambio de cumpli-dos. Jugamos entre nosotros a intercambiar palabras,pero, como puede perfectamente suponer, no las acep-tamos de nadie más. Estoy muy de acuerdo con mi ma-dre —señaló después— en que tenemos que ver en us-ted a un hombre de un gusto exquisito.

Ralph ya había observado que los ojos de Perry, queen virtud de alguna inquietud parecían querer evitar losde su futuro cuñado, luchaban quizá al mismo tiempocon algún motivo posiblemente superior para no dar laimpresión de que los evitaba. A punto estuvo de pre-guntarse, pasado un instante, si aquel miembro de la fa-milia no estaba destinado a interesarle, después de darun rodeo, más que los demás, que tenían una esponta-neidad más semejante a la suya, y que por este hecho talvez le ocuparía relativamente poco. Ese vuelo de la fan-

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tasía no podía surgir sino de la inferencia, ahora muyviva, de que Perry estaba en ese momento practicandoel arte de la mirada directa, de forma muy semejante acomo podía haber practicado el de mantener el bastónen equilibrio sobre la barbilla. Sin embargo, una vezmás, esto no hacía sino reiterar la dificultad: deseoso, ymuy deseoso, de fomentar esa franqueza, la contrade-cía sin embargo con la mirada que desviaba para for-mular ese deseo. ¿Debería, se preguntaba, cerrar losojos para que su primo pudiera mantener los suyosabiertos sobre él? «Acépteme, acépteme y vea que no levoy a hacer ningún daño», sentía que le hubiera gusta-do decir; pero pensaba que esa sola intención destruiríade algún modo, como por un exceso de significado, elacto de tranquilizarle. ¿Qué demonios podía haber enjuego, le parecía que se preguntaba el pobre hombre,cuando uno de los platillos de la balanza exigía, parabajar lo suficiente, un peso como ése? Durante todo esetiempo, sin embargo, el éxito de Perry mirándole defrente se prolongó. Lo importante era, pues, pensabaRalph, no rechazar ninguna inspiración de verdade-ra comunicación de que cualquiera de los dos se sin-tiera capaz. Si alguno de ellos quería practicar, ésta erala ocasión, y para probarlo, ¿no haría él, reflexionónuestro amigo, justo lo que había que hacer jugando unpoco con la cuestión del tono familiar?

—Sí —sonrió a su primo, aunque dando a entenderque su observación no se dirigía menos a las damas—sí, la manera en que ustedes se tratan es la más grataque se puede imaginar; pero ¿sabe?, tengo la vaga im-presión de que se mezcla ahí la presencia de pasionesmás fuertes, y, ¿cómo lo podría definir?, caracteres más

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furiosos que aquellos a los que estoy acostumbrado enmi país, más bien pesado y puritano.

—¡Por Dios, no querrá decir que es usted un purita-no! —exclamó Mrs. Midmore con el horror más noble.

—Me parece que allí todos somos puritanos compa-rados con ustedes —dijo Ralph, sin ninguna dificultadpara decidirse inmediatamente a contestar—. Todos us-tedes están intensa y espléndidamente en este mundo.

Experimentó un placer al decirlo, porque lo habíaestado sintiendo desde el principio; además, era la ob-servación más general que hasta entonces se había per-mitido, y esto le proporcionó cierta relajación. Y nomenos, tampoco, ver el efecto estimulante que sus pala-bras provocaban en Mrs. Midmore, pues nada podíaestar más claro: cada vez que ella se animaba de esemodo, sus efectos sobre él eran más favorables.

—¿Quiere decir que tal vez no creo en otro mundoque no sea éste? —preguntó ella—. ¡Como buena prac-ticante que soy, tan buena como cualquiera en Inglate-rra, nunca pierdo la ocasión oportuna para afirmarlo!

—Bien, también nosotros somos practicantes en Nue-va York, a Dios gracias —dijo Ralph—, pero apenas te-nemos una iglesia que para ustedes no sea un conven-tículo, ¿y no ve que, incluso en esta elegante conversaciónque mantenemos, apenas puedo contener la emoción?

—Es usted, estoy segura, querido primo, quien da anuestra conversación toda su elegancia —respondióMrs. Midmore—, pero !no puedo imaginar lo que quie-re decir con eso de «intensamente»!

—Tampoco yo —Molly retomó directamente las pa-labra de su madre— cuando nos llama «furiosos», enverdad, o habla de sí mismo como «pálido»; cuando

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tiene una piel morena tan excelente como se puede pe-dir si a alguien le gustan los hombres morenos; ¡algo delo que yo no me imaginaba capaz! —concluyó tan au-dazmente como siempre—. Nunca habría supuesto quefuéramos más furiosos que un país que tiene todavíatantos negros y salvajes —señaló con el mismo tono li-gero—, y en cuanto a nuestras pasiones, diría sin vaci-lar, ¿no es verdad, madre y hermano, que no vivo sinopara controlar las mías? ¿Para qué sirve nuestra reli-gión —preguntó ahora a Ralph con la misma vivaci-dad—, para qué sirve sino para enseñarnos eso?

Él la abarcó de nuevo con la mirada mientras ella ex-ponía su argumentación, pero podía rendirle el másfranco homenaje y sin embargo responder con una risa:

—Por supuesto, sirve para eso, y todo lo que quierodecir es que me parece que vosotros os arrodilláis anteel Creador de manera muy parecida a como hacéis unareverencia a vuestro rey, haciéndolo por otra parte, ajuzgar por el espléndido servicio al que asistí tras de-sembarcar en Plymouth, engalanados con más plumasy volantes que los que podrían reunirse en la corte.

Había momentos en que le gustaba tanto la forma enque ellos le escuchaban, como si su ingenio superaratodo lo conocido, que cuando, como ahora, se renova-ba esta impresión, no podía sino continuar.

—Nuestras plumas, en América, sirven para los ne-gros, que se erizan con ellas de la cabeza a los pies,como un puercoespín, cuando quieren luchar contranosotros; pero —se interrumpió, en amable regocijoante la recepción de sus palabras— no hay valentía dela que hagas gala, o pasión que logres controlar, de laque yo no me felicite y no te bendiga por ella. Me gus-

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tas tal como eres y no querría verte de otro modo, ni ati ni a nadie —declaró amablemente—. Sí, sí, estoy máscomplacido con lo que descubro en ti que con nada delo que haya podido ver en mi vida, y no menos com-placido con mi primo Perry —siguió resueltamente—;aunque él persista en dar la impresión de no saber quépensar y no confíe en mí si me acerco un paso hacia él,¿o podía haber dicho, más bien, si retrocedo un pasomás allá de donde pueda vigilarme, querido primo?

Planteó esa pregunta, pero sin disminuir ni aumen-tar su distancia; era uno de esos momentos en que lostenía bajo el hechizo de su brillantez creciente, comoperfectamente podría haber imaginado, demasiado cau-tivados para mover un párpado, y sin embargo con elimpulso manifiesto de intercambiar entre ellos unguiño, según la expresión corriente; el impulso inclu-so de mostrarse uno a otro, sin ninguna duda, recon-fortados, dónde se sentían juntos, lo que él ya habíacaptado más de una vez, al sorprenderlos aprovechan-do la oportunidad cuando ésta se planteaba. Sin em-bargo, ni el impulso de ellos ni ningún triunfal comen-tario por su parte ocupaban ahora su mente, sino másbien su deseo de gritar que estaba contento, de deciruna y otra vez que le gustaba lo que estaba delante deél, de manera que, para sus propios nervios, no pudierahaber ninguna equivocación al respecto. Sus nervios,feliz y servicialmente activos desde el principio, habíansido en esa misma medida un placer, de modo que has-ta el momento de oír hablar por primera vez de la dul-ce Nan —a quien ahora era tan curiosamente incapazde imaginarse, salvo, muy en particular, como aquellaa la que se designaba con ese sobrenombre, que bien

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podría haber sido el nombre «de pila», como decían enBoston—, hasta ese momento su vela no había hechootra cosa que hincharse con la brisa. Como la sola su-gerencia de que hubiera más dulzura que la ya buscaday la ya alcanzada había hecho que la brisa amainara sú-bitamente y que la vela se hubiera permitido ondearpor primera y única vez, nada le preocupaba tantocomo impedir la posibilidad de cualquier otro pequeñoderroche semejante de sus fuerzas. Era glorioso vibrarasí, pero para hacerlo se necesitaba energía; de hecho,toda la energía de que se pudiera disponer, de maneraque dedicar incluso una sola de sus pulsaciones a cual-quier misterio sobre un punto particular o un hecho os-curo era, en el mejor de los casos, una forma imprecisade contribución. Así actuaba el instinto para hacer to-davía más seguro lo que era seguro; sí, una verdad, porejemplo, como la perfecta manejabilidad de Perry, unavez hubiera quedado realmente reducido a ser el objetode un espléndido deporte. Pues ¿no se convertía todocontinuamente en un espléndido deporte?; es decir,siempre que se dejara fuera la cuestión de la dulce Nan,que parecía algo distinto y posiblemente de un interésinferior o nulo; a menos que, no era imposible, su inte-rés fuera, por el contrario, todavía mayor.

El tono le confirmaba, en cualquier caso, que no ha-bía ni un indicio de duda en cuanto al claro sabor de subanquete mientras éste se siguiera sirviendo, del mismomodo que el gesto más ajustado a esta circunstanciasólo podía consistir en relamerse con la mayor satisfac-ción. La familia, pues, lo admiraba, como ya hemos di-cho, en este ejercicio, y su sentimiento de la riqueza y lalibertad expresiva por parte de Mrs. Midmore y Molly,

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diciendo que su opinión favorable no tenía tal vez nadade extraordinario, tuvo como continuación la silentevuelta de Perry hacia la ventana, aunque estaba por versi su reconciliación había avanzado o no. En cualquiercaso había sido lo bastante seducido por la apertura desu anfitrión, renovada en el momento precedente, comopara no querer refutar enseguida tal impresión de incer-tidumbre. Por consiguiente, Ralph siguió un minutomás celebrando la idea de su éxito, no podía resistirse alplacer de designarlo de manera tan rotunda; mientras,Mrs. Midmore, por su lado y con la amplitud de su sa-biduría, le recomendaba que nunca exagerara el acto dehumildad, puesto que, en su mundo al menos, indepen-dientemente de lo que ocurriera en el mundo natal deRalph, nunca se consigue más que aquello por lo que seestá dispuesto a luchar, y lo mejor es dar siempre ejem-plo de la opinión que los demás deben tener de uno.

—Bien —respondió él a esto—, si los quiero a lostres, por cada marca que llevan, cada una de ellas sinexcepción, como repito una vez más, me gustaría quecreyeran en mí en igual medida, sin dejar en la oscuri-dad una sola faceta por la que yo pueda brillar. Seré tanorgulloso como decidan; mírenme ahora —continuó—y vean si pueden dudar de eso; pero que me cuelguen sino me aman también por mi modestia, pues de otromodo la pasarán por alto cuando llegue el momento dedar cuenta de mí ante sus amigos. ¡También ustedesquerrán poder decir lo necesario para excusarse...!

—¿Excusarnos de qué?, por favor —preguntó Mrs.Midmore en la cima de su distinción—. Comprenda,por Dios, que nosotros nos excusamos aquí, con todacorrección, tan sólo de las cosas que no hemos hecho, y

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en cuanto a las cosas que hemos hecho, una vez han to-mado su curso, ejecutado el acto o satisfecha la necesi-dad, nos atenemos a ellas sin pedir la opinión de nadie.¡Me gustaría ver, señor —concluyó en su grandiosa ele-vación—, a ojos de quién no es usted bastante bueno silo es a los nuestros!

Era justamente el tipo de reacción que, se dio cuen-ta, le gustaba suscitar en ella, aunque Molly se entregóesta vez a un juego tan curioso de miradas respecto a élque, cuando respondió, sus propios ojos le devolvíanseñales a ella.

—Oh, como ustedes quieran, como ustedes quieran;ya verán, cuando yo prospere realmente, al menos se-gún mi propia idea, cuánto cuento con ustedes. Nodigo —añadió, dirigiéndose de esta manera también aMolly— que no pueda darles tanto crédito y servicioscomo ustedes a mí, pero no me jacto de que Molly sepaun día todas mis razones, ni siquiera adivine la mitad,de que me complazca tanto.

—Tal vez yo esté mejor dotada para las adivinanzas delo que piensas —respondió la muchacha—, pero nuncahe buscado otra motivación que conocer mis gustos y misopciones por lo que son, y me creo capaz de defenderlos.

—¡Ah, qué esplendor! —respondió él radiante. Peroella ya había retomado la palabra.

—Espero que no haya nadie ante quien yo te alabepor tu humildad, pues no se me ocurre nadie entre nues-tros conocidos ante quien eso te pudiera valer el menorprestigio, aun suponiendo que lo necesitases. Vela portus propios intereses, como dice mamá, y nosotros ve-laremos por los nuestros, y que los demás velen por lossuyos; ¡la mayoría parece capaz de hacerlo!

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El fulgor del sentimiento sobre el que ella podía ha-blar persistía todavía en el rostro de Ralph, y eso fueprácticamente una invitación, como él pudo percibir, aque Molly lo intentara de nuevo.

—Si era un cumplido para nosotros cuando habla-bas hace un momento de la fuerza de nuestras pasiones,¿piensas que la modestia debe figurar entre ellas? Seplantea la cuestión, ya ves, de si uno debería ser mo-destamente apasionado o apasionadamente modesto, yno me importa decirte, por si necesitas la información,cuál de las dos actitudes encontrarás en mí.

—Me das opciones maravillosas —dijo Ralph rien-do—, pero espero poder arreglármelas con la informa-ción que ya he podido conseguir. Es decir, en cuanto ati, en cuanto a ti... —y prolongó su mirada pensando enella, mirada que Mrs. Midmore paró en seco con impa-ciencia, impidiendo el paso a cualquier otra veleidad.

—Si usted puede sacar algo de las tonterías que elladice, estará consiguiendo más de lo que habitualmenteyo puedo hacer; pero ¿sabe?, creo realmente —aña-dió— que usted nos está enseñando un lenguaje com-pletamente nuevo y que entre nosotros no decimos co-sas ni la mitad de curiosas.

—Es completamente cierto, madre —y la muchachaprolongó su discurso dirigiéndolo a su amigo—. ¡Meha hecho decir mayor cantidad de ellas, por no hablarde hacerlas, en la última media hora, dichoso granuja,que a lo largo de toda mi vida!

—Ah, no hables de influencia ninguna por mi par-te —exclamó Ralph en un tono más grave de lo que sele había oído hasta entonces—, no hables como si túmisma no pusieras en mi cabeza toda esa maravilla y

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ese placer. Lo que recibo de ti no tiene la menor pro-porción con lo que yo pueda devolver. ¿Ves lo quequiero decir?

Su gravedad apelaba incluso a Perry, que enseguidase había vuelto para enterarse de lo que se decía. La fi-sonomía de Mrs. Midmore daba a entender, en verdad,que su inteligencia había alcanzado su límite, lo querealzaba más cualquier aspiración por parte de su hijo.Era, en el peor de los casos, un interés inmediato el queeste honorable personaje testimonió enseguida a Ralph,lanzándole una mirada realmente divertida.

—Aunque Molly es poco modesta —observó conmadurez—, hace la observación, pienso yo, de que loes apasionadamente; sea lo que sea lo que eso puedasignificar, le deseo lo mejor. Pero lo que yo subrayaría—dijo con firmeza creciente— es que mi hermana Nan,la dulce Nan, como usted la ha llamado acertadamen-te, encaja en el otro modelo, más favorecedor, tal comoyo lo entiendo, para una joven.

—La dulce Nan, quiere hacerte comprender —intervi-no Molly—, es una flor de los campos que se encoge,¡mientras que yo no soy más que una manchada de barro!

—Ya veo, ya veo —nuestro protagonista se atuvo ala imagen—: es de ti de la única de la que se habla con-tinuamente, ¿cómo podría ser de otro modo? Pero tuhermana tiene su virtud.

—Su virtud, ¡válgame Dios! —Mrs. Midmore le corri-gió—. ¡Espero que la tenga, a falta de otra cosa; aunquese alegrará, sin duda, de saber que usted responde de ella!

—¡Oh, hay muchas clases de virtud! —dijo Ralphcon otra de sus risas conciliadoras, un recurso del quesu anfitriona no andaba sobrada.

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—Nunca he oído hablar más que de una clase, y meparece suficiente. ¡Gracias por añadirnos más!

Y quiso saber de su hijo lo que le había movido a ha-cer tales afirmaciones.

—Si despertamos tal interés sobre la muchacha —pre-guntó ella también a Ralph—, ¿cómo no va a quedardecepcionado? Que sea para usted como la semilla deuna valiente hermanita.

—Oh, pero yo no puedo imaginar nada mejor queuna hermanita que los iguale en coraje a ustedes, el va-liente hermanito y la valiente hermanita y prometida,caminando los tres tras los pasos de la valiente madre,puesto que usted tiene la gentileza, madame, de con-vertirse también un poco en la mía. Estoy seguro —afirmó nuestro joven— de que todo lo que Perry quie-re es encajar a nuestra tímida hermana ese otrocasquete de Molly, ¿cuál es, querida? —preguntó di-rectamente a la joven, y prosiguió antes de que ella pu-diera decir nada—: Oh sí, la pálida pasión de la mo-destia, a la que usted no me permite recurrir: a falta,quiero decir, de una mejor cualidad entre nosotros, ennuestra tierra natal.

—¿Cómo sabes de la timidez de Nan? —preguntódirectamente la muchacha— Pues ¡no es algo que pue-das saber por experiencia propia! ¿No puedes com-prender —prosiguió Molly— que el hombre de miagrado tiene que ser tan audaz como un león y no aspi-rar a nada inferior a eso?

—Bien, por supuesto no sé que ella es tímida; es de-cir, no lo sabía; aunque me he guiado por mi compren-sión de ti. Sí —y los miró sucesivamente con la grave-dad más bien meditativa de este reconocimiento—.

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¿Sabes? ¡No me molestaría si no fuera precisamente esolo que me parece que más me falta!

—Pero ¿qué es lo que te falta, por Dios? —preguntóMolly con impaciencia—; ¡pones una cara tan largaque parece que hubieras perdido la cartera! ¡No sospe-charás que te estrecho entre mis brazos, espero, paradesvalijarte los bolsillos!

Ralph se sintió enrojecer y, fijando su mirada sucesi-vamente en la de ellos para mostrarles cómo sonreía,sintió la posibilidad de estar pareciendo estúpido.

—Exagero, lo sé, pero lo que echo en falta es habertenido razón; quiero decir, no es... —y se oyó a sí mis-mo dando una explicación estúpida— sobre... bien, so-bre lo que estábamos diciendo.

—A fin de cuentas, ¿tú entiendes a nuestro inteligen-te primo, querida madre? —se lamentó Molly con unllamamiento filial.

La atención de Mrs. Midmore ayudó a confirmar laduda.

—¡No es necesario que sea tan terriblemente inge-nioso con nosotros, por supuesto! Disfrutamos inmen-samente con el hecho de que sea tan extraordinario;pero ¡estoy segura de que no se molestará si le recuerdoque todo tiene un límite!

—Sí, por supuesto ¡tiene que haberlo! —accedió élcon toda seriedad.

—Un límite, me refiero —dijo ella un poco ofendi-da—, para nuestro pobre y viejo ingenio inglés.

—Oh, ése es otro asunto, y cuando usted me mira decierta manera, incluso cuando lo hace Perry —dijoRalph, aunque pensó, después de su «incluso», que sepodía haber mordido la lengua—, eso me produce más

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miedo que cualquier otra cosa en la vida. Había enten-dido que usted me recordaba que había un límite paranuestro placer juntos; pero ¿por qué —preguntó aMolly— deberíamos hablar de eso cuando apenas he-mos comenzado a disfrutarlo? ¡Yo los aprecio mucho,mucho! —Y les mostró, casi con vehemencia, que se di-rigía a todos ellos—. Por ese motivo es por lo que me habría gustado tener toda la razón. Pero ¡aquí es-toy! —se rió—, obnubilado por mi fallo momentáneo,pues, aunque breve, fue cortante.

Y dirigió a la valerosa Molly una radiante sonrisa dealivio.

—No puedes evitar a mi eterna hermana pequeña,¡eso es lo que te obnubila! —respondió su valentía,aunque más para ayudarle a comprender lo mejor posi-ble que para dar la impresión de unos supuestos celosque podrían o no ser ciertos.

En aquel momento ella le pareció no poco descon-certada. Él ya había sentido cuán conmovedora resulta-ba una paciencia inesperada en una persona de su fuer-za. Disfrutaba, en efecto, de esa singular altura decomprensión en la que había estado viviendo y pla-neando durante la última hora y de la que testimonió laalegría que acababa de reiterar solemnemente; la impa-ciencia era sin duda uno de sus rasgos más brillantes,pero comprendió que vivir con ella sería descubrir cómola negaba con frecuencia de maneras imprevistas queaparecían, por el momento, como lo más hermoso que lanaturaleza tenía que ofrecer.

—Bien, no, no es ella; es mi propia estupidezcuando precisamente más necesario me habría sidoevitarla.

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Ralph respondió con el buen humor que deseabasentir más que cualquier otra cosa, y habría seguidocon sus explicaciones si ella no le hubiera cortado enseco; es verdad que persistía, a pesar de todo, en darlea ella ese tipo de oportunidades.

—Lo que tanto te espanta, ¿no es que si hubieras sa-bido que éramos dos, sería yo precisamente la que nohabrías preferido? En otras palabras, ¡me aceptastesólo porque suponías que no había nada mejor!

—¡Pero no podría haber nada mejor, amor mío!Se río con fuerza, y sin embargo encontró su reac-

ción un tanto débil para la absurda intensidad de lapregunta; puesto que, en efecto, el asunto se resumía enque, por más que ella se hiciera cada vez más deseablecon cada observación que planteaba, él se sentía, sinembargo, interior e irresistiblemente asaltado por laidea de que la excelente posesión de la verdad que le ha-bía inspirado no era ya tan excelente desde el momentoen que dejaba contemplar una posible humillación se-creta. Tenía unas palabras en la punta de la lengua que,en efecto, le habrían ayudado a preservar el secreto,pero debió retenerlas ante una intervención de Mrs.Midmore.

—Querido primo, en América, ¿la muchacha más jo-ven intenta saltarse subrepticiamente el orden para es-tablecerse antes de que sus hermanas mayores se hayaninstalado de manera adecuada?

La pregunta, planteada con una fría amabilidad, serefería, tal como a él le pareció, a las convenciones so-ciales más estrictas, pero nada había situado a su inter-locutora con relación a los modales del entorno, y nohabría sabido decir por qué no tenía respuesta para eso,

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salvo que se entrara en otras cosas, tal vez incluso encosas más mezquinas, algo que él no tenía por el mo-mento intención de hacer. No estaba prometido aMolly, ni ella a él, porque se le ofreciera según el ordende las convenciones, ¿no es cierto?; a pesar de ello, supariente habría podido convencerle fácilmente de quesería grosero no tener en cuenta su observación. Pues¿qué era ese orden antiguo en el que él se encontrabaflotando tan triunfal, incluso jadeando, sino un ordengrandioso? ¿Y qué era la necesidad, a veces, de respirartan hondo sino la prueba verdadera de su fuerza? Eracuando respiraba más hondo, volvió a ser consciente deello, cuando sus palpitaciones más significaban para él;y tal vez nunca había estado tan poco desorientadocomo ahora sobre cuáles eran el humor correcto y la fi-sonomía justa.

—Supongo que en todas partes es más fácil encon-trar esposa que encontrar esposo, pero yo creo que,como en todos los países jóvenes, casarse se hace allítan rápido que, si nos observara, difícilmente advertiríaen cualquier situación quién va en primer lugar. Quie-nes lo hacen aquí —desarrolló la idea con un elevadonivel de cortesía— precisan sin duda de un período máslargo del que nosotros hayamos tenido nunca necesi-dad; pero ¿cómo explicarle a qué me refiero al decirque allí tal vez no importa tanto estar en último lugar,o incluso que hay mucha menos diferencia entre prime-ros y últimos? Supongo incluso que al principio ustedmisma los confundiría con frecuencia.

Éstas eran, sin embargo, explicaciones maravillosasa oídos de sus oyentes, de los tres, que requerían clara-mente algún arte para continuar; aunque los tres, debe-

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mos añadir, combinaban por momentos, de manera untanto extraña, una apariencia de concluyente silencio,de vaciedad, con la significativa suficiencia de su formahabitual de dar nombre a las cosas.

—No estamos acostumbrados a pensar aquí que losúltimos sean como los primeros —dijo Mrs. Midmo-re—, y si usted quiere ver las diferencias que realmentepueden existir entre unos y otros, estoy segura de quepodremos mostrarle muchas. Permítame también que lediga —continuó—, ahora que lo conozco, que no creouna palabra sobre eso de que todo el mundo en Améri-ca se mueva al mismo ritmo que el suyo, y lo creo tan-to menos cuanto que usted aboga por ello de forma tanalegre.

Parecía expresar así el sentimiento mismo de su hija,de modo que Molly recogió de inmediato la afortunadafórmula.

—Y que a pesar de ello sea soltero... ¡Me gustaría sa-ber cómo puede explicar eso! Si es tan fácil casarse allí—continuó, dirigiéndose ahora directamente a él— ynadie se sustrae a ello, alguien habría debido agarrarteantes que yo, pobre de mí, aunque esté agradecida a to-das las que fracasaron...

—Ah, querida, ninguna de ellas «fracasó» totalmen-te —rió Ralph.

—¿«Totalmente», «totalmente»...? —dijo ella ha-ciéndose eco de su regocijo—. Lo mismo da fracasarpor poco que por mucho, y una muchacha o encuentramarido o no lo encuentra. A menos que quieras decir—insistió ella— que, aunque soltero, estás comprome-tido con alguna otra dulce criatura, o quizá con una do-cena, igual que lo estás conmigo.

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Y luego, mientras él sentía más amplia su sonrisa,ella explotó diciendo:

—¡Yo no tengo por soltero a un hombre que arrastraveinte corazones: no vale más que el propio BarbaAzul, a menos que se le descubra a tiempo!

—Afortunadamente se me ha descubierto a tiempo—dijo Ralph riendo de nuevo—, es decir, a tiempo dedarte la llave de la espantosa habitación y confiar, a pe-sar de todo, en tu valor, por no decir en tu considera-ción.

—¡«Consideración» es una palabra muy elevadacuando te quieres referir a mi tonta curiosidad!

Entonces ella lo miró, de repente —según él creyóver—, todavía con más intensidad y resolución que antes,con la consecuencia, de hecho, de que sintió más que nun-ca hasta qué punto le era necesario encontrar la respues-ta adecuada. Esa adecuación requería, ciertamente, todosu cuidado, tenía absoluta necesidad de esa respuesta;pero aunque esos diálogos con ella habían dejado sobretodo la impresión de algo casi fatal en la fuerza de Molly,quedaban siempre eclipsados por la verdad de su belleza.Si ésta era, en efecto, por sí misma una fuerza fatal, él nopodía sino resignarse a tal suerte, pues ¿qué giro de su ca-beza, de su mano o de su espíritu no era de algún modoun destello de ese tesoro? ¡Qué bien lo sabía ella, realzán-dolo aún más por el hecho mismo de saberlo!

—Si te desconcierto mirándote fijamente, y lo hago,¿no es así, madre?, ¡míralo!, es porque no me aver-güenza mi curiosidad ni ninguna otra buena razón paramirarte. Te agradezco la llave, como tú la llamas —serió de nuevo—, y tengo la seguridad de que ya las veo,a las pobres, colgando en una terrible ristra.

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—Realmente, debe perdonarla por el desagradabletormento —dijo entonces Mrs. Midmore, como si sehubiera dado cuenta de que él estaba realmente des-concertado—. Pensaría muy mal de usted si no hubieraroto ningún corazón; por mi parte, yo había roto unadocena antes de remendar el de mi marido. Sin embar-go, le aseguro que desde aquel momento no toqué nin-guno más; y si Molly espera que usted haga lo mismo,no será más de lo que usted esperará de ella, y le doy mipalabra de que los respaldaré. Me avergonzaría de ella,no me importa decirlo, si nadie hubiera sufrido por sucausa, aunque, desde luego, ya se sabe que un caballe-ro tiene menos necesidad de haber sufrido que una mu-jer. No es a mí, en cualquier caso, a quien le pido que loconfiese —añadió noble y brillantemente.

—Está bien, ¡confieso una! —exclamó Ralph. Las pruebas le caían del cielo, le habían venido ca-

yendo ininterrumpidamente y en abundancia; él las ha-bía buscado, las había invocado, disfrutando de ellascuando llegaban; pero he aquí una que le cogió por sor-presa y que de manera harto extraña pecaba por exce-so de facilidad. No la hubiera esperado tres minutosantes, y en cuanto hubo hablado, le pareció irrelevante.Sin embargo estaba allí para él, y al menos, con su tonomás valiente, podría salir airoso.

—Una, sí, una mujer. No quiero renegar de ella. Esdecir —matizó—, estaba muy prendado, y parece queasí lo di a entender. Pero ¡parece —se rió— que lo di aentender en vano!

—A ti te «parece» —repitió Miss Midmore—, pero¿no estás del todo seguro, ni tampoco de la manera enque ella te trató? Realmente, debe de haber sido una de

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tus pálidas pasiones, como tú las llamas, de modo que,aunque su fantasma merodee por aquí, no sentiré mie-do de una sombra tan evanescente.

Nuestro joven buscó, como asombrado, paseandolos ojos a su alrededor, pero por un instante ningunamirada se cruzó con la suya.

—Sí, es una sombra evanescente, y se desvaneceocultado su rostro, incluso cuando la miro desde atrás.

—Bien puede ocultar su rostro —exclamó Mrs.Midmore conciliadora—, si ha sido siempre tan neciacomo para no percibir su valía. Sin embargo —conti-nuó la anfitriona de Ralph, con un aire más grandiosoque nunca—, es un consuelo conocer lo peor de usted,si no es nada más grave que el recuperarse fácilmentede una decepción.

Ralph la miraba con el asombro de nuevo en losojos, ese asombro de sí mismo que en ocasiones parecíamás incisivo que el que pudieran inspirarle sus amigos.

—¡No estoy seguro de eso, no! Pero como ahora noestoy decepcionado, y evidentemente no voy a estarlo—añadió enseguida—, no me parece que el asunto ten-ga importancia. Y una vez que aprendo una cosa, quedarealmente aprendida, la hago realmente mía —añadióen una extraña transición—. Tenía que saber, ahí eraadonde quería llegar, sobre la dulce Nan; pero ahora quelo he hecho, ahora que sé, es como si hubiera sabidosiempre, o al menos he logrado dominar mi sorpresa.

Lo expuso así, con toda su franqueza y como si esopudiera interesarles y aliviarles mucho; y llegó incluso ailustrar más su dependencia general.

—Es como si hubiera algunas puertas que no cedena mi empuje, aunque hemos comprobado que la mayo-

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ría de ellas se abren con un simple golpe de viento. Ésasa las que me refiero sólo se abren desde el interior,como se ha podido ver.

Y de nuevo hizo esta observación para sus atentosamigos con ese fino ingenio que, a juzgar por lo que sededucía de sus rostros, ellos no podían admirar o com-prender de forma suficiente.

—El caso es que, una vez estoy en la habitación,todo parece, casi al instante, bastante natural.

Y luego, como estimulado por la cualidad de un si-lencio superior a todos aquellos que ya anteriormentehabía provocado —y había habido varios—, en lugarde sacudirse para liberarse se sumergió más profunda-mente, zambulléndose, podríamos decir, para recogerla perla del buen humor.

—No hablo literalmente de esta habitación, aunqueme parezca de una extraordinaria belleza. Lo he asimi-lado todo; no hay en ella uno de sus discretos encantosque yo no admire.

Hizo un vago ademán en dirección a quienes le escu-chaban. Mientras, éstos le miraban fijamente, sí, másfijamente que nunca. ¿Qué decía, qué estaba diciendo?,se preguntó interiormente bajo el efecto de esa reacciónque, sin embargo, le transmitía al mismo tiempo que nodebía preocuparse, siempre que resolviera la cuestiónpara sí mismo.

—Pienso en algo así como la idea de una habitación;y captar la idea es lo que yo llamo atravesar el um-bral. Cuando la capto, la poseo realmente, ¿se dancuenta? Cuando sé donde estoy, todo lo demás concuer-da, y entonces puedo afrontar cualquier dificultad.Pero primero tengo que saber dónde estoy. Lo conseguí

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perfectamente en el momento en que entré aquí, desdeel momento en que llegué ahí abajo. Los desafío —dijodirigiendo a los tres una amplia sonrisa— a aportar unaprueba de cualquier desconcierto por mi parte, salvo,por supuesto, en relación con la dulce Nan, de lo quetodos estamos ahora al corriente.

La perla del buen humor, levantada entre sus dedos,proyectó su luz sobre ellos a la manera de las perlas.

—He vivido en la verdad de Nan; sí, he estado vi-viendo perfectamente en ella, y todo en unos pocos mi-nutos, ¿no es así? ¿No me lo concederán? Así que aho-ra estoy dispuesto a cualquier cosa.

Fue Perry quien primero reaccionó, aunque no hastapasado un lapso de tiempo, curiosamente prolongadoen opinión de Ralph, durante el cual la manifestaciónante nuestro amigo de la total impotencia de sus com-pañeros para dar cualquier signo de comprensión de al-gún sentido imputable a su solícito discurso, por fríaque fuera la imputación, equivalía prácticamente a laruptura de toda relación con ellos y hacía que los viera,durante unos momentos, casi como un trío primoroso,maravilloso, alguna imitación mecánica pero consuma-da de la vida antigua, mirada fijamente a través de laenorme cristalera de un museo. Fue para todos como sila interpretación de él creciera, bajo este aire de crisis,exactamente en la medida en que se desvanecía la deellos, y duró lo bastante como para sugerir que sus mis-mas atenciones hacia ellos los habían aniquilado de al-gún modo, o al menos los habían condenado a unamuda y necesaria vacuidad. Podía comprender queellos no lo comprendieran y que esto podía hacer que letomaran por un loco; el frío y la consternación resultan-

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tes, cosas igualmente percibidas por Ralph, los trans-formaba en piedra, madera o cera, o en cualquier cosaa la que momentáneamente pudieran asemejarse. Elfrío provocaba una bajada sensible de la temperatura,cuyo soplo los alcanzaba a todos como un elementomortal, mortal al menos para los demás y que, de pro-longarse, le amenazaría también a él mismo. Que esono podía prolongarse de un modo extraordinario que-dó de manifiesto un instante después por un sonido na-tural, un sonido que llegó hasta ellos como desde losadoquines del Square y los devolvió a la vida familiar.Fue, positivamente, la voz de Perry la que aportaba elcalor y la que ya, para el bien de todos, traducía la es-pera a palabras.

—¿Está usted preparado para sir Cantopher? —pre-guntó a Ralph con una pertinencia cuyo rápido testi-monio parecía haber tendido la mano a la declaraciónde nuestro joven. He ahí, por fin, algo a lo que era po-sible aferrarse, como el fuerte toc-toc-toc en la puertaque había seguido al ruido de las ruedas de un carrua-je que se había detenido ante ella.

—¡Ah, aquí está nuestro hombre querido! —Mrs.Midmore recuperó inmediatamente la capacidad de ha-blar, con el efecto inmediato de incitar a Ralph a quebuscara la suya.

—¿Sir Cantopher, sir Cantopher?Era de nuevo para Ralph la naturaleza que volvía,

aunque fuera, en su primera novedad, incierta. Y fuejusto la incertidumbre necesaria para preparar el fulgorde su respuesta.

—¿Sir Cantopher Bland? Nada podría apreciar másque el honor de conocerlo...

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—Él espera con entusiasmo el placer de conocerlo austed —comentó Mrs. Midmore con firmeza.

Molly fue, pues, la última en hablar, lo que hizo denuevo con su desparpajo habitual.

—Espero que el interés que tienes por mi hermanano interferirá en tu relación con sir Cantopher, pues élestá todavía más prendado de ella que tú, y eso desdehace ya muchos años.

—Oh, ¿está enamorado de ella? Sí, sin duda, ya sé,ahora ya lo sé —respondió Ralph.

—Por supuesto que lo sabes, puesto que te lo acabo dedecir, querido —respondió la muchacha sonriendo, perosondeándolo con los ojos, pensó, de modo semejante acomo él, acabamos de decirlo, se había estado sondean-do a sí mismo. Sintió esa mirada, a pesar de sus palabras,como un acto de vigilancia, y esto le molestó tanto máscuanto que se sentía orgulloso de su excelente presenciade espíritu, tan rápidamente recuperada. Todo esto lehizo ir más lejos, de hecho, a una distancia que era lamás larga que hasta el momento había franqueado.

—Ah, sé más de lo que tú me dices, sé, en definitiva,lo que ya sabía. Por supuesto, él está enamorado deNan; casi tan enamorado de ella como yo lo estoy de ti.Con la única diferencia —se le ocurrió— de que su pa-sión no es correspondida...

—Como yo correspondo a la tuya, ¿es lo que quieresdecir, querido? —le espetó directamente.

Y entonces, cuando él hubo confirmado rápidamenteque era eso con exactitud lo que quería decir, y hubo se-ñalado también que eso era evidente, quedaba por satis-facer su pregunta sobre cómo podía estar tan segurocuando le habían oído repetir, hasta casi quejarse por

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ello, que no le había llegado ninguna información con-cerniente a su hermana. Esto tuvo por consecuencia —yél lo comprendió enseguida— que sufriera un verdaderointerrogatorio con el fin de obtener de él alguna garantíade lo que podría decir cuando por fin entrara el caballeroque, abajo, se había apeado del coche y que tal vez subíaya por las escaleras. Ella insistió mucho en este punto.

—Te has quejado, querido, de que te hubiéramosmantenido en la ignorancia.

—Ignorancia de Nan, sí, pero no de sir Cantopher, almenos como objeto de queja. Pero ya ves, lo que no sa-bía antes no me importa lo más mínimo: todo eso meha sido explicado —se sintió como si se estuviera de-fendiendo— y yo deseo, ¿no lo entiendes?, estar conti-go en todo.

No le pasó inadvertido mientras tanto que, duranteesta conversación, Mrs. Midmore estaba momentánea-mente desconcertada por el papel que asumía su hija, nitampoco que Perry, negándose aparentemente a darcualquier paso hacia su visitante, había dado testimo-nio de su atención volviéndose de nuevo hacia la venta-na. Pero fue directamente a él mismo a quien su anfi-triona dirigió una mirada que reflejaba su perplejidadmucho más abiertamente de lo que hasta entonces ellahabía considerado compatible con su dignidad.

—¡Debe de parecerle que mi hijo da las muestrasmás absurdas de mal humor!

Y luego, tras un instante, se dirigió a la muchacha:—Y tú, gitana, no trates de ser aún más turbulenta

de lo que la naturaleza te ha hecho.Esto podía interpretarse, en realidad, como una nue-

va apelación a Ralph —era lo más seguro—, que sin

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embargo observó al mismo tiempo que tal vez Mrs.Midmore, por lo que revelaban sus ojos, podía habercaptado alguna idea sobre las razones de su hija.

—Cuando todo es tan correcto —dijo la madre—,¿cómo puede algo estar equivocado? —Y en ningunade sus anteriores preguntas su voz había estado tanpróxima al temblor.

—¿No sabes que hacerte volver la cabeza es lo quemás deseo en el mundo? —fueron las únicas palabras,espléndidamente dirigidas a su amante, con que Mollyreaccionó a la reprimenda—. Mi madre sabe, igual queyo, que a ella apenas le interesa. Pero es igual, queridoseñor —continuó razonando con convicción—; yodebo poner sentido común entre nosotros por tu pro-pio bien, aunque la fantasía pueda bastar para el mío.No es cosa por la que pelearse, suponiendo que talcosa pueda existir —prosiguió brillantemente Molly—,pero debes mantener la cabeza lo bastante fría para res-ponderme de forma satisfactoria en cuanto a esto. Si noestuvieras al corriente de la amante colérica de nuestroamigo, ¿cómo podías haber sido consciente de nues-tro amigo mismo, que no piensa en nadie más, que in-cluso no habla de nadie más, en cuanto alguien quiereescucharle?

Ralph se sintió como si estuviera en el banquillo delos acusados, pero sintió también que nunca un testigohabría visto que su turbación enriqueciera tanto su in-terés.

—Oh, ¿ella está enfadada?El tono de la exclamación debió de ser cómicamente

cándido, pues desencadenó en las damas tal hilaridadque Perry, al que esto no divertía nada, se volvió para

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conocer el motivo de las risas. Pero su primo ya habíacontinuado más o menos en la misma línea:

—¿Y él no piensa ni habla de nadie...? Lo que rectificó ligeramente para Perry, aunque con

toda la alegría requerida, puesto que alegres estaban.—Por supuesto, por supuesto, ¡hace lo que quiere!Perry miró hacia él.—Lo hace, en efecto, ¿y por qué no debería hacerlo?

Ése es el tipo de caballero que es.Esto constituía realmente para Perry toda una expli-

cación, y Ralph le dirigió una amplia y luminosa sonri-sa de agradecimiento.

—¡Será delicioso ver el tipo de caballero que ustedescultivan aquí!

—Ah, no se podría ser más cortés —intervino Mrs.Midmore—, y muy pocos, le aseguro, querido primo,son tan inteligentes y tan perspicaces. Pero, dado que nosube, me parece que deberías ir a recibirlo abajo —dijoa su hijo.

Sin embargo el honorable personaje no se movió;permaneció inmóvil mirando a Ralph; luego, para sor-presa de éste, añadió otras precisiones.

—No he dicho que sea mi tipo de caballero predilec-to, cuidado —dijo en tono positivamente pacífico—. Ypuede usted adivinar si yo podría ser el de él, tal comomi madre le describe, y dejando aparte, claro está, suinterés por Nan y nuestro deseo de que haga un buenmatrimonio.

—¡Y no lo hará, desde luego —dijo Ralph—, si a ellano le gusta él!

Fue como si, de repente, Perry se hubiera abierto aél, y como si además, al sentir esto, no pudiera respon-

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derle con demasiada cordialidad. Le pareció preferibletrasladar su reacción a Molly.

—La veo como «enfadada», en la medida en que la«dulce Nan» y ese humor son compatibles; ella teme talvez que queráis intimidarla. Eso es lo que hacéis; todos,quiero decir, pues ¡no lo digo personalmente por ti,querida!, y como ella se os resiste, la sometéis a un ré-gimen de pan y agua en un castillo con foso para ver sieso le hace cambiar de opinión.

La mejor manera de tratar con su prometida era laextravagancia, lo sentía en ese momento con tal fuerzaque vio ahí como una invitación a insistir.

—Si ella lo quiere, vosotros la aceptaréis de nuevo,pero si no, es decir, hasta que ella ceda, se quedará en lacelda con su pan duro. Sólo que —prosiguió con la mis-ma intención— ¿cómo puede sir Cantopher suponerque tales rigores le servirán de algo?

—¡Aquí está el propio sir Cantopher para respon-derle! —exclamó Mrs. Midmore, pues la puerta abier-ta daba ahora paso al lacayo que había introducido aRalph y que anunciaba al amigo esperado. Ella daba labienvenida a este personaje casi antes de que hicieraaparición.

—Se toma su tiempo, niño mimado; ¡nunca hemosdeseado tanto su presencia!

I I I

Si bien durante la última media hora los momentos en queRalph había sentido la feliz apertura de su situación ha-

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bían sido mucho más numerosos que aquellos en los quesentía una especie de constricción, le bastó ahora un mi-nuto para comprender que la euforia de la facilidad le ha-bía elevado muy alto, cada vez más alto. Esto se le ocurrióal ver al caballero que entraba a besar la mano de Mrs.Midmore, antes de cualquier otra cosa, aunque en reali-dad echara una mirada a Ralph por el camino, y nuestrojoven percibió de inmediato que no realizaba ese bello ges-to como una obligación, sino movido de algún modo poruna inspiración particular, o incluso por cierta afición a loexcéntrico. Instantáneamente había marcado una diferen-cia: la había marcado su llegada, así como su mirada aRalph y su cortés buenos días a los demás, antes de haberpronunciado palabra alguna; la diferencia consistía enreemplazar cierta incomodidad de los cuatro, a quienes suconversación de los últimos diez minutos había tensado talvez algo torpemente, por el interés de todos en su presen-cia. Y esto, ¿no es cierto?, sólo con su mirada, una miradapenetrante procedente de un rostro alargado que justifica-ba de inmediato, a ojos de Ralph, la observación de Mrs.Midmore que garantizaba su agudeza. ¿No era eso unaprueba de su inteligencia? Si no lo era, ¿cómo entonces elcorazón de Ralph había podido latir de esa forma sin queello implicara que los demás, tan agradables (pues ¡tam-bién Perry se había vuelto agradable!), le hubiesen enga-ñado con su simple vulgaridad? Sin embargo, la preguntaen suspenso se derrumbaba por sí misma, pues ningún tri-buto concebible al gusto parecía estar ausente en las pala-bras que su parienta dirigió al recién llegado visitante:

—Quiero presentarle a nuestro primo Mr. Pendrel,un primo lejano pero pariente próximo, puesto que seva a convertir en mi yerno.

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—¿Arregla usted tan importantes asuntos con tantafacilidad? Pues si lo entiendo bien, Mr. Pendrel, a quienme alegro de conocer, ¡apenas ha tenido tiempo de res-pirar en su casa!

Sir Cantopher se dirigía a los demás, pero el cumplidoera para Ralph, como comprendió nuestro joven, de-jándole ver que, si lo deseaba, podría dejar sentir sudesacuerdo. Sin embargo le bastó esta primera visión desu compañero visitante para desechar la cuestión; elefecto de este caballero fue hacer que vibrara de nuevocon la curiosidad entusiasta que le había llevado hastael final de su primera iniciación. Aquel flujo había re-cuperado su plena intensidad, pues aquí había una nue-va relación con una intensa vitalidad, que ya en ese mis-mo momento le estaba arrastrando; aunque de formadiferente, esa fuerza de atracción, cualquiera que fuesesu objetivo, no era menor que la ejercida por la propiaMolly cuando inicialmente le recibió. Molly le habíadeseado y le seguía deseando, era perfectamente cons-ciente de ello, a pesar de algún enfado accidental, igualque su propio corazón se complacía en latir más fuertepor ella con una cadencia sostenida; pero el rostro, elaire y el tono del hombre que estaba ante él, y que esta-ba tan visiblemente impresionado, por no decir fascina-do, como él mismo, multiplicaban ahora de golpe susrelaciones con su mundo actual. La frente de sir Canto-pher era alta y su mentón largo, sin otra dimensión,como lo era también su nariz; su boca, de comisuras fi-nas y apretadas y de tamaño insignificante, repetía, si seobservaba bien, la forma de sus ojos, de párpados can-sados, que mostraban la agudeza de la pupila de mane-ra intermitente, al igual que los labios, abriéndose ape-

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nas, mostraban el destello de no más de un par de dien-tes que habrían podido, en condiciones más liberales,anunciar el conjunto completo. Ahora bien, las condi-ciones faciales de sir Cantopher no eran precisamenteliberales, en el sentido de que, como podríamos decir, apesar de los recursos disponibles, escatimaban la expre-sión; Ralph advirtió enseguida que el hombre tenía,ciertamente, un rostro muy particular que transmitía lasensación de algo muy completo o acabado, si no de be-lleza o simetría, pero que con no menor seguridad, si sele negara un papel mayor, podría servir, a diferencia delas máscaras del teatro griego, tanto para la tragediacomo para la comedia. ¿Se sabría alguna vez, sin otraayuda, hacia cuál de las dos se orientaba en cada ins-tante? Ciertamente, en este momento lo hacía en direc-ción a la comedia, y expresaba además, gracias a algúnarte indescriptible, un alto grado de elegancia y cohe-rencia, y eso sin contar con el apoyo de ninguna graciaparticular. El mundo en que tanta importancia adquiríapodía ser pequeño, pero ahí precisamente radicaba elencanto, o al menos el desafío —la curiosidad predo-minaba siempre—, de poder llegar a conocer y disfrutarsu condición. Sus hombros parecían caídos, su estaturaera apenas suficiente, ¿y no era una ligera desviación dela línea recta lo que confesaban sus piernas extremada-mente delgadas, en sus pantalones de gamuza atadospor abajo?; pantalones que hacían un bonito juego conun redingote de color pardo liso y de tejido suave y ex-celente, ahora abierto al volante de la pechera y al ba-lanceo de la leontina. Lo más notable de sir Cantopherera, en cualquier caso, que a su manera, y sorprenden-temente sin las facilidades de Mrs. Midmore, no era

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menos excelente caballero que excelente dama podíaser ella.

—¡Oh, hace mucho tiempo que se acordó nuestra fe-liz entente! —Ralph se sorprendió a sí mismo hablandode ello con gusto, como si generaciones innumerableslo hubieran preparado—. Comprenderá que con vientotan favorable no podía tardar en llegar a puerto. ¡Y conqué amabilidad —añadió— se me ha tratado desdehace una hora!

Se contentó con esto para colmar todas las lagunas,mientras su rostro invitaba a sus parientes a constatarcómo, frente a otras personas, se remitía a ellos.

Éstos lo vieron inmediatamente, recuperaron porcompleto el ánimo, le pareció a Ralph, y la presencia desir Cantopher coronaba toda la confianza de ellos sindebilitar en absoluto la suya. A Ralph se le habían con-tado diversas cosas sobre él, pero verle allí era recono-cerle como el amigo muy cercano de la familia; algunosaspectos de su personalidad podían ser objeto de ciertaslibertades a sus espaldas, pero siempre apreciarían sujuicio y su gusto y, más en particular, deseaban su pre-sencia como asociado a la familia. Nuestro joven, conel don de adivinación que tan indefectiblemente se in-flamaba en él bajo la tensión nerviosa, enseguida com-prendió que este visitante se permitiría una crítica desus amigos de una magnitud que difícilmente cabía es-perar por parte de Molly o de su madre, por más queellas reivindicaran tal privilegio. Era asombroso, era yauna inspiración, ver cómo sir Cantopher, por el solo he-cho de una señal o dos extremadamente simples, pare-cía avivar la llama de la percepción, como si estuvierasoplando directamente sobre ella. Reconocía, recono-

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cía: Ralph lo asimiló de manera casi exultante por elaumento de interés que así se prometía. Lo que recono-cía era que el solo hecho de ver al primo americano pa-recía una garantía suficiente; aunque no fuera ningúngran espectáculo, especialmente teniendo en cuenta queno se basaba más que en dos o tres miradas, ofrecía sinembargo a este peregrino una atractiva perspectiva, dela que esperaba sacar el mayor provecho posible.

—Sé con qué impaciencia lo esperaban, señor, y notengo inconveniente en decirle que yo mismo me he su-mado a ella; de manera que comprendo, pues, perfec-tamente la satisfacción de que ahora disfrutan. Hemostraído nuestra presa a la orilla: la expresión pareceparticularmente justa, y usted, por supuesto, está co-rroborando con su más plena convicción que su propiadicha es al menos igual a todo lo que hubiera podidoimaginar.

Sir Cantopher pronunció estas palabras con una voztan curiosamente aguda y nasal que de nuevo hizo vol-ver a Ralph a la cuestión de las voces para advertir quenunca antes había oído un tono semejante aplicado contanta confianza. Fue con confianza y para el más felizresultado como Mrs. Midmore adoptó el suyo, peroéste era el de un bienestar cálido y atractivo, mientrasque el de sir Cantopher, a medida que se expresaba, ex-citaba la sorpresa, o al menos excitaba la sorpresa deRalph. En consecuencia, allí estaba de nuevo nuestroamigo progresando a saltos, aprendiendo que aquí ha-bía una escena donde la segura retención de propieda-des y de honores no dependía en lo más mínimo de queel caballero negara una sola marca de su comodidad nide que intentara agradar violándola. Él mismo había

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estado familiarizado, ¿no era así?, con la moda de lanasalización, pero ¿cuándo y dónde se había manifesta-do ante sus oídos de la manera en que este caballero lohacía, y sin duda alguna, de forma inconsciente? Se su-pone que cada uno en su casa disfruta, en este particu-lar, de una licencia tolerada, que sin embargo nunca ha-bía oído que nadie se tomara como lo oía ahora sin queesto pareciera ridiculizar al orador. Sir Cantopher esta-ba muy, muy arriba, sí, cuando continuó, arriba en lanota más alta de su voz chillona, rara y magnífica, queevidentemente no era para él un elemento de seguridadmenos importante que el más estable de sus posibles tí-tulos. Sin embargo, si la primera vez se hubiera capta-do el sonido sin ver su fuente de procedencia, se podíauno haber imaginado que, al volverse, se iba a encon-trar con una dama más bien anciana, por supuesto ele-gante pero interpretando su papel, presumiblemente ensu perjuicio, con un órgano roto imposible de reparar.

Además, de momento ni una sombra de desventaja,aun cuando la impresión fuera la más súbita y la másviva, parecía atribuible por la imaginación de Ralph asemejante ejercicio vocal por parte de sir Cantopher,pues de no haber sido así, ¿cómo explicar esas ganascrecientes de avanzar en proporción a la espera que sepodía presentir? No fueron necesarias muchas palabraspara que se convenciera de que estaba, y por un azarextraordinario podría seguir estándolo en el futuro, enpresencia de una inteligencia aún mayor de lo que susprimos habían atribuido a su protector; su intuición ledecía de esta manera tan extraordinaria que probable-mente lo mejor de esa inteligencia estaba todavía pormostrarse a él, y que sí, sin duda ninguna estaba ya de-

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seando mostrarse. Él, Ralph Pendrel, disfrutaría de ellaaunque esa ambigüedad del médium oral fuera la con-dición implícita. ¿No podría también él, gracias a esaasociación, llegar a ser lo bastante prolífico como paragustar abiertamente de esa ambigüedad?; pues de todasmaneras la relación con sir Cantopher exigía que, obien le gustaba, o bien la soportaba. De hecho, Ralphno tuvo que esperar mucho más para el primer destellode una verdad que pronto iba a reforzarse, la percep-ción cierta de que la única manera de no dejarse intimi-dar por tal compañero podría ser la estratagema deacercarse y mantenerse tan cerca de él que su capacidadde alarma quedase privada, a causa de la presión hu-mana, de alcance y de efecto. En verdad, no debemosimputar este cálculo a nuestro amante de impresionesdurante las primeras etapas de la relación que tan rápi-damente había comenzado a conmoverle; bastó conque se abandonara a ello —aunque tener tan sólo queabandonarse era un cambio realmente extraordina-rio—; parecía como una puerta que daba acceso a unasociedad, una sociedad de conocimiento, de placer enun sentido que él todavía no había conocido, una puer-ta entreabierta delante de él y que no demandaba sinoque su joven mano la empujase.

—Usted comprenderá, señor —se apresuró a decirsir Cantopher—, que estoy aquí esta mañana para pre-sentarles mis respetos, a usted en particular, y ofrecerlecualquier servicio que esté en mi mano. Sólo he tenidoque cruzar una mirada con usted, ¿no es cierto?, parapensar que nuestros modales y costumbres serán ense-guida como un libro abierto para usted, en lo que se re-fiere a una rápida comprensión; pero puede haber algu-

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na página aquí o allá que yo pueda ayudarle a pasar,aunque su primo Perry, que es también buen amigomío, será sin duda un guía mucho mejor que yo para lasvisitas a la ciudad, como se suele decir, y no digamostambién para mostrarle la mayor parte de los encantosdel campo. Hay cosas que Perry podría enseñarme, es-toy seguro, que no he visto nunca en mi vida; perodebe de ser porque él nunca me ha considerado dignode ellas: ¿no es verdad, gran conservador de secretos?—preguntó de nuevo el amigo de los Midmore a la es-peranza de la familia, que ahora permanecía con lospulgares en la sobaquera del chaleco y con la mirada encualquier lugar que no fueran los ojos de sir Cantopher.

No tenía respuesta para la pregunta que se le habíadirigido, flor debida a la cortesía de su interlocutor, quehabía producido un efecto especial sobre esa vívida ca-pacidad de observación de nuestro joven, que sir Can-topher, dicho sea en su honor, tan poco tiempo habíanecesitado para comprobar.

Lo que ni siquiera sir Cantopher, a pesar de su agu-deza, podía adivinar, y de esto Ralph tuvo la certeza ín-tima e inmediata, era lo que principalmente ocupaba sumente y que no era ni más ni menos que esto: que mien-tras sus compañeros, unos minutos antes, no habían sa-bido qué hacer, visiblemente, con las diversas cosas ex-trañas debidas al candor de su pariente y determinadaspor la rara intensidad de la situación, quedaba por elcontrario excluido que, en razón de alguna ambigüe-dad, se pudiera derivar cualquier malestar de las pala-bras más osadas de esta muy distinta y muy superiorinteligencia. Sí, muy superior, Ralph lo reconoció ense-guida, pues nada, quizá, había despertado de forma tan

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especial su percepción como el interés absoluto de esaclaridad en cuanto al hecho de que sir Cantopher, cuyosrecursos de todo tipo superaban a los suyos (si se ex-ceptuaban los faciales, aunque tal vez sus recursos fa-ciales no carecían de eficacia), pudiera irritar, pudieraexasperar, pudiera realmente, por ponerse en lo peor,humillar a quienes lo escuchaban, pero nunca produci-ría en ellos esas extrañas reacciones que se acaban deseñalar, cuando todos habían quedado completamentedesconcertados. ¿Iba Ralph a desconcertarlos de nuevode forma inesperada? Esperaba que no; de algún modohabía sentido el aviso, lo sabemos, como el escalofríoque se experimenta ante un terrible accidente. Sin em-bargo, entre las cosas maravillosas que tan positiva-mente se anunciaban, esa eventualidad no dejaba demantenerse en suspenso; lo que proyectaba una sombratodavía más larga y más oscura por el hecho de que élmismo corría el riesgo de ser menos explícito, paracualquier fin práctico, justo cuando deseaba serlo más,mientras que su compañero invitado podía hablarles decualquier cosa y siempre de forma perfectamente inteli-gible, aunque muy cruel si era necesario, y perfecta-mente adecuada a su buen gusto.

Ése era el punto que ahora movía a nuestro aventu-rero, la atracción de un gusto más excelente de lo quenunca hubiera oído hablar, de lo que nunca hubiera so-ñado, como no sabía que existiera en el mundo, quenunca habría estado a su alcance pero al que ahora lebastaría dar un paso o dos para poder tocarlo con lamano. De esto tuvo, por un instante, una concienciatan intensa que podía parecer, por la medida de su agra-decimiento, que el precioso contenido en cuestión y su

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curioso dueño habían suplantado a su prometida, consu frescor y su belleza, como enseñanza básica y objeti-vo principal. ¿No debía admitir, más tarde, que en cier-tos momentos había invitado a la joven —en la medida,al menos, en que la risa que le dirigió para expresar esedeseo constituía una invitación— a compartir su ale-gría de amar tanto lo que así les esperaba?; pues igual-mente había empezado a nacer en él, gracias a ese mis-mo sentido que conmemoramos, quién podría decirqué instinto de la necesidad de no capitular ante nadiesin asociar a Molly a su rendición. Sin embargo, ¿de-bía fingir allí, tras sólo cinco minutos de estar en com-pañía de su visitante, que estaba dispuesto a prestar servi-cios de este tipo, servicios que, si no andaba con cuidado,fácilmente podrían otorgarle el aspecto prestado de unasno complaciente? Que la joven en modo alguno res-plandeciera entusiasta ante tal prueba de la capacidadde Ralph para mostrar impaciencia, una impacienciaflagrante, por una causa en la que su interés no seríasino el que ella decidiera, lo aceleraba todo, de algúnmodo, con una especie de violencia tranquila y no ver-daderamente ruda, mezclando todas las cosas. ¿Cuántotiempo le había hecho falta para darse cuenta, y enton-ces casi con un sobresalto, de que durante el estableci-miento de esta alianza con el amigo de la familia, alian-za que claramente progresaba más por el impulso de sirCantopher que por el suyo, ella no había tomado con-tacto visual ni una sola vez con aquel honorable perso-naje? Por el contrario, su mirada lo rehuía tan sistemáti-camente como la de Perry. Podría haberlo compensadodirigiendo una sonrisa significativa a su enamorado,aunque sólo fuera como signo de su reticencia a ir en su

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ayuda. Perry y ella no ayudarían a nadie con sir Canto-pher; hecho que se podía entender como actitud per-manente, o tal vez sólo momentánea para este caso enparticular. En la primera hipótesis, esa abstención im-plicaba varias consideraciones que no reclamaban suatención inmediata, aunque podrían aclarar la segun-da, lo mismo que el comprender que la muchacha noamaría sin celos —lo que, después de todo, ya se habíaentendido de manera independiente— y que aquí ha-bía una circunstancia en la que, por algún motivo ocul-to, la pasión aguda se imponía a la suave. La actitudimprevisible de su hermano, con el desplazamiento dela presión general, no concernía más que a su hermano,pero Ralph no tuvo que esperar para ver cómo la opo-sición de Molly a su extravagante sociabilidad corregía,tanto como hubiera podido desear, su idea fugaz deque, durante la súbita y extraña tensión de los momen-tos anteriores, ella había roto completamente el contac-to. Aquel incidente había sido una señal de alarma, yéste, incluso en el peor de los casos, no lo era, pues queella no rompiera el contacto, ignorando al autor de sucomplicación actual, sino que más bien se agarrara, quese agarrara como no lo había hecho nunca, ése era, sinduda, el verdadero sentido de su comportamiento. Ellatenía razones —pero ¿cuáles?— para no desear que élquisiera ver en tan alto grado lo que otras personas, yen definitiva ésta en particular, podían hacer por él. Porsupuesto, estas razones, aunque ella las callase, no eransino la seguridad renovada de todo lo que ella se sentíacapaz de hacer; una verdad que contribuyó no poco a lasensación que tenía nuestro protagonista de encontrar-se en aquel momento tal vez más atormentado que nun-

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ca, dominado como estaba por el deseo de no perdernada que, costase lo que costase, pudiese hacer suyo.

Se enfrentó en ese momento, a lo que parece, a lainevitable conclusión de que no había efectuado esasalida, como se podría decir, por un solo y único moti-vo, ni siquiera para otorgar su corazón y dar su pala-bra de casamiento; había salido para el conjunto, parala más completa integridad, cuya importancia resplan-decía ahora sobre él con la luminosidad dura y fría deuna hoja de acero. Desde esa perspectiva, el conjuntose encarnaba de forma más prometedora en sir Canto-pher que en Molly, su madre y su hermano, cualquieraque fuese la armonía independiente que presidiese losmovimientos y las acciones comunes del trío. Sir Can-topher la dispensaba probablemente como ellos no po-drían hacerlo nunca, y como su actitud, en verdad —pues, incluso la de Mrs. Midmore, ¿no revelaba unasospecha?—, mostraba que ni siquiera tenían interésen hacerlo. Sir Cantopher les cortó el camino con elfilo de su elegancia, haciéndoles señas para que retro-cedieran un poco y manteniéndolos en su lugar me-diante una mano libre y experta, mientras que la otraesbozaba cien posibilidades semejantes sobre la visiónde Ralph, desplegada ante él, como la creación máshermosa de un artista. Él dibujaba cosas de maneraabsoluta, y sus compañeros volvían la cabeza (el pobreRalph, por su parte, necesitaba mantener la suya)como en reconocimiento de que ni sabían, evidente-mente, manejar el lápiz como él, ni tampoco podíanpor prudencia quitarle el suyo; un maestro así no estádispuesto a exhibir su arte en cualquier casa, aunquesea de la mejor tradición. A Ralph se le había señalado

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lo suficiente que toda precipitación en el tiempo o pre-disposición para terminar actúa infaliblemente contrael emulador.

—Sí, tengo colecciones, tesoros y muchas cosas her-mosas, tan hermosas como en pocos lugares se podríancontemplar.

Éste era uno de los puntos, Ralph lo supo al cabo detres minutos, que se había aprestado a subrayar, paraluego abandonarlo en favor de algún otro, y más tar-de, diestro y caprichoso, volver a él y repetirlo parasuscitar interés por su persona, añadiendo enseguidaque no había nada que él amara u odiara tanto comojugar a exhibir curiosidades; todo dependía de las cir-cunstancias.

—Tengo cosas que tan pronto me gustaría hacer pe-dazos con un martillo como invitar a que las admirasena los demás, a quienes no tienen un germen resistentedel gusto natural. Ya ven, no me interesa en absoluto elgusto adquirido, pues seguro que ha sido mendigado,tomado prestado o robado, seguro que no ha sido cul-tivado. Ignoro y no puedo imaginar de dónde ha saca-do usted el suyo, señor —tuvo la benevolencia de co-mentar a Ralph con su más fina cortesía—. Debe decrecer, pues, en el suelo de su espíritu. A fe mía que meparece verlo crecer en su rostro mientras le hablo: ar-moniza perfectamente con usted y resulta prometedor,si se me permite decirlo, para mí mismo.

Sir Cantopher estaba asombrado, y Ralph se asom-bró inmediatamente también de verlo así: había puestosu delicado dedo directamente sobre el punto en que laconciencia de nuestro joven vibraba con más fuerza.Ralph cultivaba, como sabemos, muchas de sus percep-

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ciones y posibilidades de forma independiente, segúniba teniendo necesidad de ellas, pero su sensación sobreeste punto había sido, hasta ese momento, que las culti-vaba muy hondamente en su interior para luego servir-las a la luz exterior, preparadas y adornadas, negandosu condición improvisada. Aquí sir Cantopher las cap-taba en estado bruto, y casi lo afirmaba; esto al menoscon una confianza no revelada por Molly ni por Perry,aunque ellos hubiesen podido mostrar confusamente lossíntomas de algo que se parecía al tono desconcertantede su amigo. Ralph enrojeció bajo el efecto de la obser-vación más perspicaz que había tenido que afrontar, yya hemos visto que enrojecer más bien equivalía para él,de forma inevitable, a ponerse púrpura, lo que no que-dó precisamente atenuado por el aspecto asustado, deuna perfecta extrañeza, que adoptó entonces, como si elrubor revelador lo amenazara, según una desagradableley particular, con su pérdida, derrota o exposición;aunque, ¿exposición de qué, en nombre de Dios? Duran-te algunos instantes estas ideas tanto le presionaron ytanto se presionaron una a otra que fue como si unacomprensión del sentido profundo de sir Cantopher bro-tara literalmente, bajo la presión, de su conciencia a susemblante, donde de este modo ofrecería signos que sucrítico apreció tanto más cuanto que eran más legibles.

—¿No ve usted lo que quiero decir y qué deleite espara mí captar en la realidad un candor de inteligencia,un juego de comprensión tan pleno y sin embargo tanfresco? Nacido apenas hace tres minutos ¡y sin embar-go apretando ya el paso perfectamente erguido!

Así continuó aquel hombre temible, invitando a losdemás a admirar la expresión de su pariente, avergon-

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zado o no, con lo que obligaba, creemos, a esa expre-sión a buscar con furia un refugio, una escapatoria,cualquier trozo de disfraz con que cubrirse de su pro-pio fuego. «¡Estoy a punto de llorar!», pensó Ralph enun grito ahogado; pero si hubiera sentido brotar las lá-grimas, nunca en la vida podría haber evaluado conprecisión el peso de la vergüenza que le inspiraban y elde la alegría de la emoción en tanto que simple emo-ción. La alegría se debía al tributo implícito que sirCantopher le había rendido, mientras que la vergüen-za era mucho más vaga y se vinculaba todo lo más alrelativo ridículo que había en quedar expuesto a latransparencia. A él ellos le habían parecido transpa-rentes, aunque con algunos puntos borrosos; él habíaestado a punto de reducir a sir Cantopher a ese estado;por eso jadeaba un poco, más o menos, mientras losMidmore, exactamente como a través de un velo de lá-grimas, parecían aceptar la invitación de su amigo deverle a la luz de ese encanto abrumador. Él era lo queera, por supuesto, y con todo el derecho a serlo; pero¿no tenía a veces la sensación, como en el espacio demedio segundo, de estar empujando contra un muro,la impresión de precipitarse contra ellos en la oscuri-dad? De manera que él los supo muy cerca sin podersacar ningún fruto de ello, puesto que para poder decirde unas personas que son accesibles, tienen que ser re-almente penetrables. Dijo cosas, o más bien tuvo algodespués la seguridad de que las tenía que haber dicho,riendo, interrumpiéndose, pidiendo disculpas, aunqueno demasiado literalmente, esperaba, pues se negabasiempre a aceptar que, en general y en caso de necesi-dad, no podría superar cualquier dificultad o que no

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vería, en un momento dado, más lejos que los demás.Seguramente estaba viendo ahora más lejos que sirCantopher, lo que de hecho constituía sin embargo sudificultad, pues era eso lo que le enfrentaba a la nece-sidad de revelar que él veía solamente lo que podía sal-varle; la idea de que hubiera cosas que podían perder-le implicaba esta distinción.

Si él mantenía su aplomo, en cualquier caso lo másapremiante de sus cuatro acompañantes era que no sólohacían otro tanto, sino que le parecía como si todo dieravueltas por un exceso de equilibrio; así al menos lo sintióel pobre Ralph al oír la referencia a su encantadora pro-metida, la joven más bella de Inglaterra, pues así la des-cribió sir Cantopher, en quien, a pesar de sus múltiplesencantos, posiblemente no se podría encender ningunachispa del noble interés al que ellos hacían alusión.

—No me quejo de eso —añadió enseguida sir Can-topher—, pues es una criatura de honradez irreprocha-ble, con nobleza de espíritu y sin sombra alguna deafectación; en suma, una pieza tan rara en sí misma que¿quién podría pedir más? No usted, en todo caso, se-ñor, ¡y no se lo aconsejo!

La brusquedad de estas últimas palabras de sir Can-topher tenía un tono especialmente alto.

—Pero hay una persona en la familia —continuó—,por si usted no la conoce, de quien se puede esperarcualquier cosa en la vida, en el terreno del gusto; siem-pre, por supuesto, quiero decir, que no se proponga us-ted mismo como objeto; usted no es, después de todo,más que su futuro cuñado. Tiene la comprensión másperfecta del mundo —continuó lúcidamente su interlo-cutor—, además de que todo en ella es susceptible de

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agradar; y un amante, como yo, de lo exquisito en todassus formas se deleitaría si viera su mente juvenil abrirsea mí; lamentablemente se obstina en mantenerla com-pletamente cerrada. Esto es para mostrar a Mr. Pendrel—se dirigía ahora a Mrs. Midmore— que hablo sin pre-juicios, que soy la criatura más paciente del mundo, quesé confesarme vencido, ¡y que espero mejor suerte!

—¿Suerte con la dulce Nan, si le he entendido bien?—dejó escapar Ralph, como impulsado por un resorte,antes de haber podido pensarlo dos veces y como si es-tuviera finalmente aturdido por la sucesión de perspec-tivas.

Esto pareció añadir por un instante cierta brillanteza los pequeños ojos de sir Cantopher, pero Mrs. Mid-more se le anticipó.

—A nuestro primo le gusta llamarla así, aunque selamenta de no haber oído hablar nunca de ella. ¡Ustedse está inventando eso! —concluyó dirigiéndose con én-fasis a Ralph.

—Oh, tengo la impresión de saber ahora todo sobreella —se rió él, más relajado—, y muchos de los nom-bres de ustedes me parecen muy diferentes de los nues-tros, como si tuvieran un encanto especial.

En efecto, estaba decidido a parecer relajado a cual-quier precio.

—Estoy asombrado con el de sir Cantopher; enAmérica no tenemos nada parecido —añadió, acompa-ñando este ejemplo con una sonrisa destinada a atenuarlo que podría parecer una familiaridad excesiva.

—¿Te parece mucho mejor que el tuyo? —intervinoMolly, con su categórico estilo habitual y como conuna pizca de impaciencia sobre muchas cosas.

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—Ah, querida, si el mío es lo bastante bueno para ti,estoy satisfecho de ello, y es, en efecto, mejor que mu-chos otros de los que tenemos. Pero me gusta «sir Can-topher» más de lo que, tal vez, soy capaz de explicar.

Nuestro joven sólo pedía explicarse. Sin embargosus últimas palabras tuvieron como consecuencia inme-diata desencadenar tan extraña y estridente hilaridaden el personaje mencionado, que parecía requerir unaobservación adicional.

—Quiero decir, por supuesto, que no tenemos esostítulos honoríficos, de tan bella sonoridad y que contri-buyen, ¿cómo decirlo?, al equilibrio del conjunto.

Siempre que se explicaba, cada vez era más cons-ciente de ello, generaba una atención particular ante laque cedían incluso las impaciencias de Molly, y que ha-bía quedado especialmente de relieve en el frío silencio,debido, por lo que parecía, a una excesiva precipitaciónque había inquietado vagamente a Ralph justo antesde la llegada de su compañero visitante. Fue, en reali-dad, la manera en que este otro invitado le miró en esemomento lo que le dio a entender, fugazmente, comouna especie de prohibición de sobresaltarse, la idea de,o bien explicar mucho más, o bien no explicar absolu-tamente nada. Sí, hubo un momento extraordinario du-rante el cual los cuatro, sir Cantopher incluido, le pare-cieron suspendidos de su elección, es decir, observandopara ver qué rumbo tomaba él. Era como si precipitaramaravillas, en un momento dado, simplemente median-te alguna inflexión de su voz, una mera semicorchea,iluminada tal vez por un destello de gravedad facial,aunque hubo algo durante todo ese tiempo que, evi-dentemente, él no podía controlar. Podía, debía, haber

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sido la sensación misma de que desplegaba sus alas, quele elevarían de esta manera una y otra vez, despliegue,por otra parte, que no hubiera impedido si hubiera sa-bido hacerlo; de otro modo, ¿cómo iba a superarlo?;pues se trataba exactamente de eso: superar, siempresuperar; el éxito sería su inspiración, junto con la claraverdad de que, si había que elegir entre la perplejidadde ellos y la suya, sería sorprendente que no arriesgarala de ellos, puesto que, después de todo, no tenía nadade insuperable, mientras que temía que no sucedería lomismo con la suya. Varias veces había podido constatarque, si no titubeaba, sobrevenía casi enseguida la felici-dad superior de una nueva situación, y que en conse-cuencia, para no titubear sobre el punto concreto que tra-taba era preferible efectuar la elección correcta que ellosesperaban de él.

En diez segundos había elegido: una vez más, no yno, no explicaría lo más mínimo; que comprendiesen loque pudieran; en el peor de los casos, comprenderíanmás así que en el caso contrario. Mantuvo su alegríacon respecto a sir Cantopher, aunque su inocencia se es-forzaba por atenuarla; lo que justamente acababa desuceder con la ridícula apelación a su futura cuñada.Debía evitar los términos ridículos, pues ahora veía queel nombre con que él la designaba estaba demasiadomanchado, y veía también la trampa que le había pues-to allí Mr. Perry, el prodigiosamente instintivo Mr.Perry, que, a pesar de todo, le daba la impresión de te-ner una relación más franca y más fácil con sir Canto-pher que la que disfrutaban las damas de la casa. Estopodía explicarse por el mero hecho de ser damas, puescualquier relación de mujer con hombre, innecesario

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darle más vueltas, procede mucho más mediante curvasy repliegues que según una línea recta. Como quieraque fuese, frente a sir Cantopher Ralph se sentía ex-puesto a esas penalidades, que aceptaba por estar liga-das a la incomodidad que se le haría sufrir por algúngiro que podría parecerle violento. Sí, tal era el efectoque se corría el riesgo de producir sobre sir Cantopher,en la medida en que el agotamiento de las gracias con-ciliadoras de su reflexión, aquellas en las que había sidodemasiado pródigo, representaba un peligro. Poner tér-mino a eso sería el mejor medio de desconcertar a sirCantopher: de todas las posibilidades, sin duda la quemenos podría esperar. Por lo demás, en cuanto a esepunto preciso, aunque esa condición podía revelarsepara el amigo de los Midmore como una complicaciónnotablemente árida, Ralph no habría sido capaz de de-cir que ésa sería, después de todo, la complicación quemás le importara. Su preocupación era tratar de evitarotra mucho más relevante al aceptar lo que sir Canto-pher había dicho sobre su futura esposa. Lo hacía con laconvicción de que dejar que ese personaje actuara a suantojo sería un peligro menor que si dejaba hacer aMolly, que, de hecho, esperaba que él arreglara sus difi-cultades —puesto que es curiosamente así como él pre-fería considerarlas— de una manera que casi ponía laspalabras en su boca.

—No tengo la menor idea de las debilidades queotras personas puedan encontrar en esta joven; yo sólopuedo decir que no tengo el menor reproche en cuantoa su belleza, su inteligencia o sus modales.

Ralph no sólo se regocijaba de oírse decir estas pala-bras, cuya sonoridad, como siempre, le gustó todavía

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más después de haberlas pronunciado, sino que supoinmediatamente también durante cuánto tiempo podríahaber mantenido su discurso de no haber sido inte-rrumpido enseguida.

—Siempre —añadió—, a donde ella vaya, en cual-quier dirección que sea, iré con ella hasta el final, ydondequiera que se detenga o se aparte del camino,amaré sus razones para hacerlo, pues serán las suyas; eigualmente la acompañaré también cuando vague sinrumbo, persuadido de que, sea cual sea la dirección quejuntos tomemos, sólo podrá ser para nuestra felicidad.

Proferidas así ante los demás, las últimas palabraseran tal vez algo sentenciosas, pero no podía, cierta-mente no podía, comprometerse bastante en público,con la misma consecuencia, siempre nueva y siempreextraña, de que el móvil, con toda su riqueza, se cons-tituía mucho más a posteriori que a priori. Sabía ade-más, lo sabía ahora por algo que se reflejaba en el ros-tro de su prometida, como si hubiera sido un retratopintado sobre un lienzo precisamente para expresarlo,que estaba actuando tan directamente sobre ella comosi ni una sola palabra de aquello concerniera a sus com-pañeros. Ésa era su gran baza, fuera cual fuese el resul-tado, pues comprendió en ese momento que nunca hu-biera podido soportar que ella perdiera el contacto conél. Era, en efecto, como si hubiera leído las palabras ensus labios antes de que ella las hubiera pronunciado.

—Me gusta oír lo que dices a personas tan inteligen-tes, y además —añadió ella con la mayor gravedad—no quedar en absoluto decepcionada.

—Pero ¿cómo, querida mía, podría decepcionar unhombre tan enamorado como yo? Quiero decir —aña-

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dió Ralph riendo—, ¿decepcionar al objeto mismo desu amor?

—No lo sé, lo ignoro, señor —respondió Molly conuna especie de forzada solemnidad, de inquietud casi,que realzaba su belleza más que en ninguna otra oca-sión—. Si hubiera una manera, usted sabría encontrar-la; porque, lejos de creerle capaz de debilidades comolas mías, con las que se le han llenado los oídos, veo quela inteligencia incluso de las personas más célebressiempre le encontrará preparado, y poco me importaque yo pueda pasar por necia si, entre nosotros, tengosuficiente inteligencia para usted. Me gusta usted talcomo es, señor. Me gusta usted tal como es —repitióMolly Midmore.

—¿Ve ahora, señor, cómo la fortuna insiste e insisteen sonreírme? —preguntó Ralph a sir Cantopher trashaber hecho justicia a esta declaración de la maneramás radiante.

—¡Creeré en usted haga lo que haga! ¡Sea lo quesea! —continuó la muchacha con la cabeza muy alta,antes de que el amigo de la familia, cuya curiosa y duramirada de conocedor nunca se había desviado del ros-tro de Ralph, pudiera responder a la apelación de éste.Y fue entonces cuando, por vez primera, ella posó susojos en sir Cantopher, sin lograr desviar los suyos—.Descubre usted cosas sobre la gente, señor, aunquerealmente pienso que en general son cosas que no me-recen su indignación. Si yo fuera a cometer un crimeno no importa qué villanía, usted no se enteraría denada, pero si yo tirase al suelo el jarrón azul oscuroque le regaló hace tiempo a mi madre y que es el orgu-llo del comedor de Drydown, lo sentiría inmediata-

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mente en cada uno de sus huesos aunque estuviera acincuenta millas de distancia.

—Y usted, señorita, ¿no llamaría a eso una villanía?—dijo sir Cantopher sin prestar más atención—. ¡Lapróxima vez que vaya a Drydown —siguió diciendo aRalph—, cuento con encontrarlo hecho añicos!

—Oh, señor, ¡no será así si yo me puedo interponerpara salvarlo! —dijo Ralph riendo de nuevo, aunquesin apartar los ojos de la muchacha con una satisfac-ción abiertamente creciente.

Tal vez era una extraña necesidad ésta de aferrarsefirmemente con una mano a una relación que maltrata-ba juguetonamente con la otra, aunque de ningúnmodo más extraña, sin duda, que la aparente incapaci-dad de sir Cantopher para abstenerse por un solo ins-tante de observar a nuestro amigo. Era, pues, a untriunfo de lo interesante a lo que asistía Ralph en esemomento, y no era lo de menos que el interés se le im-putara a él. ¿Estaba ese interés en peligro de desapare-cer si la penetrante mirada que se le dirigía se alejabapor un instante de él? Ralph se preguntaba esto con elextraño reconocimiento, hay que confesarlo, de que loque le mantenía en la espera, eso mismo que parecíaquizá situarlo por debajo, le mantenía ahí, verdadera-mente, por encima.

—Lo peor que usted podrá descubrir sobre Molly(aunque no sea, en efecto, más que lo que ella mismadice) es que el jarrón azul de Drydown se mantendrátan firme como yo mantengo mi equilibrio aquí, pormás que todos ustedes me estén observando como si es-tuviera en la cuerda floja; y, en la medida en que nosconcierne a ella y a mí, seguirá allí presidiendo la esce-

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na desde... desde dondequiera que esté... ¡Espere, espe-re un segundo!

Se detuvo súbitamente para implorar esa indicación,y para que, sin embargo, meramente le permitieran en-contrarla; abarcándolos ahora a todos como si la vis-lumbrara de algún modo y chasqueando con fina impa-ciencia sus dedos medio y pulgar.

—No me lo digan, no me lo digan; estoy a punto dever el objeto y su emplazamiento: sí, un cacharro de apro-ximadamente el tamaño de... bien, de ése de allí, sólo quede un azul más intenso y más oscuro. Bleu du Roy, ¿nolo llaman así? Y con alguna otra cosa en la vitrina o enel sitio en que «vive», como decimos nosotros, que seramifica un poco por los lados.

De nuevo Ralph se había dejado arrastrar por la for-ma en que había aprendido a imaginar: no le habíavuelto a ocurrir nada de ese tipo desde que, bajo la ins-piración de Molly, había extraído del bolsillo superiorde su abrigo aquel retrato de ella en miniatura que, unminuto antes, ni siquiera había sospechado que pudie-ra llevar encima y que, sin embargo, al mostrarlo le ha-bía servido para su propósito. ¿Cuánto tiempo hacía deeso? No podía decirlo, tantas eran las olas de experien-cia que habían pasado por él desde entonces; pero suactual nivel de confianza, que recordaba aquella otrasituación, parecía estar también ahora a su servicio,con la rápida, impaciente apelación a Mrs. Midmorepor parte de sir Cantopher.

—¿Ha colocado realmente esa pieza perfecta al ladode esos lamentables candelabros?

En unos instantes Ralph no hubiera sabido decir loque había sucedido: parecía como si, con una palabra o

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dos, hubiera hecho tambalearse su posición, y a la vezla de sus compañeros, como si teniéndola cogida la hu-biera hecho vacilar por un instante entre sus fuertesmanos. Mrs. Midmore, lejos de replicar al reto de sirCantopher, expresó la misma sensación con un «Pero¿qué diablos te sucede, primo?», que sin duda habríarecordado a Ralph que su visión le hacía verdadera-mente deslumbrante, si ese deslumbramiento no hubie-ra captado, pocos segundos después, un reflejo todavíamayor de Perry. Estaba absorto, por el momento, en suvisión, su visión de lo que estaba en el otro lado del mun-do, su mundo de esos momentos intensos, en Drydown;y Perry, en quien buscando el camino se habían posadosus ojos, parecía en ese momento estar diciéndole cosasincreíbles. No era ahora siquiera Molly, todavía menosMrs. Midmore, a quien se había hablado tan brusca-mente y que, en su indiferencia, reservaba su asombrosólo para él; no era el prodigio de haber adivinadoexactamente, sí, exactamente, de forma manifiestamen-te exacta, la ubicación en Drydown, atestiguada por elreconocimiento de sir Cantopher, de aquel preciado ob-jeto: era el espanto mismo en el semblante del pobrePerry lo que conversaba de forma tan estrecha, podría-mos decir, con el divertido crecimiento de la confianzaen el suyo, y lo que una vez más iluminaba asuntostodavía inexplicados. ¡Al diablo si antes de darse cuen-ta, y a pesar de las lecciones ya aprendidas, no estabaenredado con las explicaciones! Aun cuando aquel ca-ballo alado girara vertiginosamente en torno a él comocon intención de derribarle, lo que en cualquier caso nose produciría en tanto retuviera la atención de Perry.Otras cosas le llegaron sólo a través de esa impresión,

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sobre todo el comentario de Molly sobre la cuestión delo que estaba al lado del jarrón azul, rodeándolo, pro-tegiéndolo o lo que fuera; esta observación había segui-do inmediatamente a la de su madre sobre la actitud deRalph, lo sabía pero no le preocupaba. No más que elque su prometida prosiguiera, como si eso pudiera jus-tificar algo o casi:

—Ciertamente, no se la puede acusar de no tener encuenta el aspecto de las cosas: cuando está allí, la casaqueda a su cuidado; no puede evitar tocarlo todo y sepasa el tiempo cambiando las cosas de sitio para vercómo quedan en otro lugar. Si sir Cantopher quieredecir que yo no tocaría algo por nada del mundo, medeclaro tan culpable como quiera —concluyó la mu-chacha mientras Ralph dejaba simplemente que la in-formación flotara y se desvaneciera; estaba, de repente,muy lejos de allí.

Sí, lanzado sobre su demostración veía cada vez más,pues su extraordinaria comunión con el espantadoPerry le ayudaba. ¿No estaba viendo algo que Perryhabía visto, o al menos aprendiendo algo que Perry sa-bía, sólo por esa compulsión de alimentarse, por decir-lo así, del terror de su joven pariente, pues francamen-te no se lo podía tener por otra cosa, y atrayendo parasí su significado? «¡Dulce Nan, pobre y dulce Nan!»,se sorprendió a sí mismo exclamando, pues lo que ha-bía sucedido era que había leído con la mayor celeridadun conocimiento particular en la expresión de Perry, asícomo la conciencia de entregarlo, aunque solamente aél, no a los demás; en toda su vida no le había aconteci-do nada tan extraño al desventurado joven, que nuncase había sentido bajo la presión de una inteligencia tal

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que mostraba de forma definitiva que su poseedor eraalguien diferente, muy pavorosamente diferente, alresto de los hombres. Perry sabía, inequívocamente,algo que tocaba muy de cerca aquello de lo que habíanestado hablando, lo había sabido siempre, lo había te-nido consigo desde el momento, cualquiera que hubie-se sido, de su primera aparición; y ahora, ¿de qué noera capaz nuestro amigo, como culminación de esa cer-teza, sino del giro final de la apropiación que le daría elacceso a la verdad? Algo había sucedido en Drydownentre el cabeza de familia y su hermana más joven, algode la víspera, o de la antevíspera, algo a lo que no ha-bría prestado mayor atención si el debate actual, al quecontribuía poco, no lo hubiera llevado ante sus ojos, talcomo Ralph mostró sin palabras pero con pronta segu-ridad. Sí, sí y sí, había algo de lo que proteger a la jovenque estaba en Drydown, y él mismo, con la exhibiciónde su feliz adivinación sobre el lugar en que se encon-traba colocado el magnífico regalo de sir Cantopher,acababa de divulgar traicioneramente el secreto. Habercomprendido el accidente, haber descubierto a Perrycuando éste lo encontraba haciendo su descubrimiento,de un momento para otro, eso era sentir a la vez, mien-tras cerraba los ojos corporales, apretándolos muyfuerte y con más voluntad durante los tres segundosque eso duró, que para cualquier otro acto de su vida;esto tuvo lugar igualmente en medio de un mutuo in-tercambio de miradas, y en la medida en que podía juz-garlo, después de que sir Cantopher, así como las dosmujeres, hubieran centrado de nuevo su atención en elextraño debate, del que Molly, por lo demás, no se ha-bía distanciado.

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La duración del intercambio debía seguramente me-dirse en segundos, aunque hasta ahora nunca, en la ex-periencia considerablemente amplia de Ralph, habíansucedido tantas cosas en tan poco tiempo; ahora bien,no podía dejar de mirar a Perry; y ello a pesar de susganas de explicar, de seguir explicando sin parar, parabeneficio de los demás, cuyos tres pares de ojos mira-ban no sabía si con inquietud, con admiración, o bienmarcando, una vez más, un siniestro extrañamiento.La gran realidad era que sus palabras, cuando las pro-nunciara, debían tener una significación particularpara Perry, y no podían, pues, surgir, ellas tampoco,sin el concurso de su espanto. Ese espanto había llega-do a ser, al cabo de un par de segundos, el objeto pri-mero de su temor por los demás, todavía más que supropia y extraña experiencia visionaria, por la que los había invitado a imaginarlo en presencia del apa-rador —o lo que fuese aquel ambiguo mueble— deDrydown, y después a contemplar su gesto de volver laespalda y desparramar polvo de oro al tiempo que sedaba la vuelta.

—No soy un profeta ni un adivino, y todavía menosun charlatán, y no pretendo tener el don de la segundavisión; confieso sólo haber cultivado mi imaginación,como se está obligado a hacer en un país donde no haynada para liberarte de esta preocupación. Por eso, qui-zá, en ciertos momentos las cosas brillan tenuementesobre mí desde la distancia, de manera que repentina-mente descubro que las capto, pero tiendo a perderlasde nuevo y a sentirme nervioso, como si hubiera hechoel ridículo, cuando un hombre honrado como mi primoPerry me mira como si estuviese un poco loco. No, no

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estoy loco, primo Perry, estoy sólo ligeramente descon-certado por la manera en que me parece que le afecto,puesto que eso podría ser contagioso para su madre,para Molly y para sir Cantopher, si no pudiera conven-cerles de que, en definitiva, todo se reduce a que hablomucho y demasiado libremente.

—Me gusta que hables libremente, ¡me gusta, megusta! —saltó entonces Molly—. No quisiera que fuesede otro modo, aunque, ciertamente, no hemos oídonada parecido a eso en toda nuestra vida. No me dasmiedo —continuó la muchacha—, o al menos no másdel que quiero tener, pues creo haberte dicho ya que loecharía de menos si no me asustaras de vez en cuando.Si lo estás haciendo ahora, y veo que es lo que estás ha-ciendo con Perry, ¡y eso sí que me apena!, lo estoy dis-frutando todavía más de lo que hubiera podido esperar,y sólo lamento que no pueda haber más amigos a mi al-rededor para que vean lo orgullosa que me siento, esdecir, para ver qué opinarían de la persona tan especialque eres. Comprenderás que tengo grandes deseos depresumir de ti —concluyó Miss Midmore.

—Ah, pero no me comprometo a actuar con cita pre-via —se rió Ralph—, al menos en la medida en que esocreara malestar a nuestros amigos.

Se alegró de las palabras tranquilizadoras de Molly,aunque no podía olvidarse de Perry, fuera para respon-derle adecuadamente o para comprobar el matiz particu-lar de la curiosidad de sir Cantopher. Por alguna razónsir Cantopher le daba la impresión de estar suspendido,casi planeando en el aire, pero dispuesto a posarse auno u otro lado de una línea que el propio Ralph teníala sensación de trazar. En cuanto a Mrs. Midmore, era

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como si acabara de hundirse de alguna manera o en al-gún lugar, muy hermosa en toda contingencia, perovaga, ciertamente vaga ahora, y decididamente pálida.Registró estos detalles, aunque siempre resuelto a nodejar a Perry hasta que éste ya no estuviera en condi-ciones de dañarle de otro modo que por simple langui-dez. Cabía siempre la posibilidad obvia de que casi cual-quier desarrollo especial de la inteligencia, que él nuncahabía podido contemplar tan extensamente como aho-ra, provocara la sospecha de que se trataba de un casode demencia probada. Por lo demás, durante estos ins-tantes el joven era realmente dúctil: no quería retroce-der; sólo quería una vez más (ya había dado muestrasde desearlo justo después de que trabaran conocimien-to) que se le tendiera, por encima del hundimiento deun terreno conocido, una vara lo suficientemente largapara agarrarla sin tener que desplazarse.

—Tengo la impresión de conocer bien Drydown—dijo Ralph—; y me parece ver todos sus detalles enun orden perfecto, un orden absolutamente perfecto,gracias a usted, señor, y a la joven y muy respetabledama que espera allí que los visite, lo que, sin embargo,debe usted entenderlo, sólo haré en su compañía, comoseñor de la casa e introductor adecuado.

Molly, que parecía haber tomado impulso con su an-terior discurso, tomó la palabra, y su voz, con la quehacía renovada justicia al tono elegido, revelaba clara-mente a los oídos de Ralph la delicadeza de su agita-ción.

—Si quieres decir con eso que te gustaría partir alcampo de inmediato para visitar a mi hermana, te doypermiso de todo corazón para presentarte allí hasta que

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te canses de ella. Porque, ya ves, si te concedo que meatormentas fingiendo que ya estás, después de tan pocotiempo, cansado de mí (¡de lo que, sin embargo, nocreo una palabra!), lo menos que puedo hacer, por miparte, es inquietarte mostrando un aire de indiferenciaante el ultraje. Por supuesto, ninguno de los dos estáfingiendo, y tú tienes para complacernos todavía másde lo que podemos comprender. En esa confianza, pien-so que esperaría tu regreso a mí desde cualquier lugarmás alejado que el comedor de Drydown. Comprende,por favor, que (¡en la medida en que tengo una idea jus-ta de lo que un caballero puede permitirse!) nada de loque puedas hacer quebrará mi confianza.

—Sería una pobre respuesta a tan hermosas pala-bras, ¿no es cierto, Perry?, decir que, si no la he persua-dido de que no soy un trotacalles, y que si vuestros ami-gos tienen la amabilidad de querer conocerme, son ellosquienes tienen que visitarme aquí: pobre respuesta—continuó Ralph—, pero que deberá servir en tantono me haya confirmado que me tiene usted por com-placiente, y crea que sabré darle gusto a poco que mefacilite la tarea. ¿No le he dicho ya prácticamente queharé por usted cualquier cosa que tenga la bondad deindicarme, siempre, al menos, que esté en mi mano?Eso es, y creo que usted ya comprende que no quierosino complacerle absolutamente —con lo cual Ralph sedetuvo por un instante, como para reconducirlo por suinteligencia más agradable, y luego continuó—; en rea-lidad estoy complaciéndole, lo he hecho ya en un altogrado. Bien, bien... y constante, constantemente.

Lo tomó como un triunfo, volviéndose entonces conese triunfo hacia los demás, apoyado interiormente en

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esa libre actitud por la que los invitaba a presenciaralgo que en ese momento no le preocupaba mucho sicomprenderían o no, en tanto que, según una presun-ción cegadora, hacía caso omiso de ellos. Deslumbrar asir Cantopher sería extraordinario, pero bajo esa pre-sión interior él estaba dispuesto, para conseguirlo, aarriesgar cualquier cosa, como había arriesgado todocon éxito, ¿no era así?, por el deslumbramiento, la con-quista renovada, o como se la pudiera llamar, de Molly,sobre cuyos nervios cada vez se sentía más seguro dehaber actuado eficazmente, lo mismo que sobre sussentimientos y su orgullo de conquista. A todos les diri-gió una nueva sonrisa; así se reservó y conservó su ad-hesión. Sólo le quedaba hacer comprender a Perry quelos impresionaba. De hecho, Molly dejó a su hermanopocas dudas acerca de esto, como si ella hubiera com-prendido más de lo que cabía suponer del extraordina-rio intercambio que él acababa de concluir con su pa-riente.

—Mira, nosotros nunca hemos conocido a ningunapersona de gran inteligencia, o a ninguna persona bri-llante, salvo a sir Cantopher, y mi hermano, como no-sotras, se ha acostumbrado a él. Dale tiempo, da tiem-po a mi madre, da tiempo incluso a nuestro amigo aquípresente —prosiguió la muchacha con un valor igual alsuyo—, aunque no lo pido para mí: no sé si me has des-lumbrado o, por el contrario, me has permitido vercomo nunca antes, pero lo que quiero realmente es queme aceptes así, a pesar de todas tus extrañas maneras,ninguna de las cuales, sin embargo, quisiera que aban-donases, y quisiera también que, si se me llega a vercuando empecemos a salir juntos, como pronto ocurri-

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rá, ¡que no sea más que como tu sombra, tal y como túquieras proyectarla!

Sin duda, para Ralph esto cuadraba con su espíritude juego del momento, e incluso iba más allá por elgran aire que eso le daba a ella, semejante al que él mis-mo contaba con manifestar. Así, Ralph reaccionó a esaspalabras hasta el exceso, deseoso de saber si no le habíadado su aceptación con la primera expresión de su res-puesta, desde el otro extremo del mundo, al afirmar queiría con ella y proyectaría su sombra a la luz que ellaeligiera; lo que, sin embargo, suscitó inmediatamente lamás seria advertencia que Mrs. Midmore hubiera pro-nunciado hasta el momento.

—Bien, recibiremos a nuestros amigos primero aquí,si te parece, y será tu madre, Miss, y no tú, quien pre-sentará a nuestro primo y tu relación con él.

Ella había tenido que reunir todo su coraje, aunquede nuevo era visible para Ralph que si Mrs. Midmoreexpresó esa condición con intención de controlar aMolly, pero también en gran medida a él, parecía sinembargo solicitar de forma activa el apoyo de su hijo ydel otro invitado, que, sin embargo, inmersos en esosmomentos en consideraciones propias, no le prestaronninguna atención particular. Ralph, viendo y adivinan-do que de algún modo había producido en ella justo elefecto contrario al que pretendía —pues esa salida desu personaje no significaba de ningún modo que él ladominara, ¿no era así?—, cerró los ojos por un instan-te a un impulso espléndido y luego perdió limpiamentela visión de su esplendor en la más directa, amistosa yfamiliar aplicación que se podía hacer de él; dejando susitio, fue directamente hasta ella, y poniendo una mano

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en cada uno de sus hombros, con el rostro más valerosoy más benevolente del mundo, la obligó más o menos amirarlo. Durante esas horas extraordinarias que habíapasado en la habitación (no podría decir si pocas o mu-chas) había vivido cien sentimientos maravillosos, perono había compadecido, al menos conscientemente, a na-die; ahora bien, bajo esa tensión particular compadecía,deseaba mostrarlo, a aquella gran dama afligida cuyanoble resistencia cedía y se convertía ahora de repenteen una fría sumisión. ¿Iba él a sentir lástima por los de-más en la escala que anunciaba ese impulso aceptado?;así se preguntaba vagamente, como si fuera la últimacláusula de su trato, mientras Mrs. Midmore cerraba losojos ante su contacto y le dejaba apelar a los demás, a suhijo, a su hija, al propio sir Cantopher, cuyos párpadosno estaban en realidad mucho menos entornados quelos de su anfitriona, para que atestiguaran sus intencio-nes, las más maravillosas. ¡Si tan sólo pudiese evitar unavez más gesticular, en ese momento, con la concienciadel exceso de su propio rictus!; había conseguido evitar-lo bastante eficazmente unos minutos antes, pero ¡el pá-lido rigor de su pariente, durante el tiempo de su gesto,amenazaba con hacerlo volver! Nada, sin embargo, ha-bría podido superar la respetuosa forma de la libertadque entonces asumió. Al verla por primera vez, induci-do por ella, la había besado en cada mejilla, y ahora re-petía el homenaje en condiciones que perfectamentehabrían podido hacerle creer que había transcurridomucho tiempo, días, o incluso semanas, y no unos ins-tantes mezclados, entre las dos transacciones.

—Sueño con conformarme a todos sus deseos y re-novar cada promesa. Tengo a veces la impresión de que

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no la sigo lo bastante, o usted a mí, tal como usted, yciertamente también yo, desearíamos, y entonces mepregunto qué pasa en realidad. Nada, seguramente,dado nuestro perfecto entendimiento, a menos que miignorancia baste para inquietarla. Sí, soy inteligente—continuó Ralph—, pero no estoy tan seguro de sersabio; en todo caso, estoy completamente seguro deque podré aprender a no molestarla, si tan sólo me lohace saber siempre en el momento justo en que lo haga.

Acusada, no obstante, era la curiosa forma en queella evitaba su mirada; él estaba junto a ella, había do-blado las manos como en una sugerente actitud de sú-plica, pero ella lo miraba directamente a los pies.

—Por nada del mundo, señor, le censuraría nada.Me gusta demasiado escucharle, y tiene usted tambiénfantasías grandiosas. Lo principal, para nosotros, escomplacerle, pues, si le complacemos, no nos causaráningún daño.

Mrs. Midmore hizo una pausa, pero como él seguíaesperando, terminó por levantar los ojos hacia él.

¡Bien —dejó escapar—, bien!Y con un visible esfuerzo de voluntad le demostró,

que, lo mismo que él, podía sonreír de manera un tan-to convulsa y con la más atroz debilidad, igual que él;con la cabeza levantada, los labios retraídos, los ojos enlos suyos, y dejándole ver, tras un instante, algo que lerecordaba la extraña y larga mirada, llena de temor in-terrogativo, con que acababa de enfrentarse en su hijo.Hasta ese momento no había captado en su rostro nin-gún indicio de semejanza, pero ahí estaba ella superan-do manifiestamente algo, incluso algo análogo a lo queél, al menos así lo esperaba, había ayudado a superar a

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Perry. Ahí apareció la compasión, pues él tuvo que pen-sar en compadecerla; ella hablaba del «daño» que leshacía, o más bien que no les hacía, y él hubiera preferi-do que le colgaran si alguna vez les hacía daño, por des-concertados que estuvieran, y él mismo lo sufriría pri-mero; estaba a punto de dar su respuesta, con alegrefamiliaridad, cuando le asaltó la idea de que eso seríatener en cuenta abiertamente el peligro, idea que, másque cualquier otra, trataba de rechazar. Así que expre-só su buen humor, que, por su tono, casi se confundíacon su compasión, de otro modo distinto.

—Agárreme fuerte, no se aleje de mí ni una décimade segundo, como parece hacerlo evitando mi mirada.Preferiría tener que bajar los ojos ante todos a ser pri-vado del brillo de los de cualquiera de ustedes. Puedenpensar que no quiero más estímulo del que ya he teni-do, pero creo tener necesidad de cada parcela de estí-mulo que me ofrezcan, y si no lo olvidan, todavía po-dremos llevar una vida feliz.

—¿Todavía, todavía? —interrumpió Molly, eleván-dose de nuevo a su tono más alto—. Pero ¿qué ha suce-dido, dime, te lo ruego, para que algo nos lo pueda im-pedir? ¿Y qué puede suceder, desdichado, sino quetodos muramos juntos de amor por ti? Eso es lo únicoque puede suceder, ¿no es así, mamá? —preguntó lamuchacha—; a menos que el ser maravilloso que tú eresnos esté matando y que nuestra madre sea la primera ensucumbir. Pero no cambies, no vaciles, no te apartes niun ápice de lo que eres en este momento. Quiero presu-mir de ti y presumo, presumo; y sin embargo, al mismotiempo tengo la impresión de querer preservarte detodo contacto, ¡y no sé cómo conciliar todo eso!

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Estas palabras, en sus labios, determinaron en sirCantopher el juego del comentario para el que Ralphya había percibido que se estaba preparando; la obser-vación, en cuanto la dejó caer, le dijo claramente en quélado de la línea de confianza se había situado.

—Usted es, ciertamente, una delicada porcelana; peropor mi parte, y como verá, me gustaría manejarla contoda precaución.

Fue después de la intervención de sir Cantopher cuan-do nuestro joven creyó valorar mejor la atención con quele había honrado y hasta qué punto el tono de esas pala-bras indicaba ya una posesión. Eran incluso sorprenden-tes como continuación a su espera de una decisión, se po-dría decir; era como si asegurasen definitivamente anuestro amigo, en el transcurso de esos momentos, la in-compatibilidad de sus diversos deseos de complacer. Eraa eso a lo que cada vez en mayor medida había llegado,lo único que deseaba y necesitaba, complacer a todos losque estaban a su alrededor; y mientras ahora expresaba,en la medida en que una actitud podía hacerlo, la inteli-gencia más apropiada, tuvo la súbita idea de proponer alos cuatro que tratasen de comprenderse y arreglarse úni-camente entre ellos, estableciendo de algún modo un terreno común sin complicarse en los detalles. Conside-rando así, de frente, el temor de que no estuvieran deacuerdo con él, estaba a punto de intervenir con un«¡Oh, conmigo hay para todos, con tal de que lo creanasí y me permitan ver cómo se benefician de ello!», cuan-do sir Cantopher arruinó prácticamente ese impulso de-leitándose de forma extraña en esa idea de precaución.

—Molly puede hacer lo que quiera y arriesgar lo quequiera; ella piensa que usted es una maravilla y quiere

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invitar a todo el mundo a que le admire; yo también lopienso, pero prefiero mostrarme más egoísta con res-pecto a usted, es decir, tratarle con la sabiduría que exi-ge el trato de las cosas maravillosas: deberíamos sabersiempre perfectamente lo que hacemos con ellas. No,no; no lo niegue —prosiguió este juez eminente—, pien-so que no le estimaría debidamente si le comprendierapor completo, aunque al mismo tiempo quiero creerque, cuando le comprenda, como espero que ocurra enuna ocasión más propicia, no por ello le estimaré me-nos. No me canso de mis tesoros, como ve, y es así comose conocen los verdaderos tesoros. Nos cansamos de losfalsos, pero al final vemos cada vez más los verdaderos.Sin embargo, no interferiré —concluyó volviéndose ha-cia Molly—. ¡Lejos de mí el deseo de que viva sólo paramí! Eso sería, ciertamente, una pretensión monstruosa.Ver cómo usted soporta los efectos del paso del tiemposerá la mitad de su interés, y por tanto debe estar prepa-rada, mi querida niña, para que me preocupe por ustedtodavía más de lo que tal vez le haya mostrado nunca.

Ralph estalló inmediatamente ante esto con la másnerviosa de sus risas.

—¡Misericordia, Señor! ¡Qué atentos vamos a estarentonces los unos a los otros! Pero mi único deseo esque no discrepen ustedes sobre mí; quiero que, por supropia comodidad, estén de acuerdo. No quiero gus-tarles a ustedes por separado, y por otra parte tampo-co quisiera disgustarles del mismo modo, si es que sellegara a ello. Quiero gustarles a todos ustedes juntos—dijo, mientras iba ganando comodidad a medida quehablaba—; los sentiría solos, los sentiría en dificultadesy me entristecería si uno de ustedes, o incluso dos, tu-

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viera una opinión de mí que los demás no pudierancompartir. Ahora bien, ¿no consideras eso amabilidad?—preguntó a Molly, con su seguridad acrecentada—.¿No es eso preocuparme por su amistad e incluso, pa-labra de honor, por su odio, con los menores problemasposibles para ustedes, puesto que estoy dispuesto a asu-mir casi cualquier cosa?

La pregunta era tiernamente directa, pero una vezmás, durante un minuto, la interpretación común deellos, y no menos la de Molly, parecía extinguirse, y él sesintió afectado por esa extraña convergencia en la espe-ra. Verdaderamente —así debió de percibirlo— podíasaber, aunque sólo fuera por la renovación de la expe-riencia, lo que era sentirlos unidos en el desconcierto,libre para utilizar como quisiera sus otras vanidades.Estaba en la naturaleza de esas sorpresas que le aportabasu espíritu colectivo ser gozosas en la medida de su bre-vedad, a pesar del hecho de que, mientras duraban, leplanteaban la pregunta sobre lo que llegaría a ser de él,lo que llegaría a ser de todos ellos si duraban más de lacuenta. Sería mejor que llegase la ruptura, si era posible,de uno de ellos, y ahora él sabía, probablemente muypronto, en realidad, que tal cosa había llegado en la for-ma de una pregunta de Mrs. Midmore formulada con lamáxima gentileza y elegancia.

—Por favor, ¿por qué tiene por inevitable que leodiemos? ¡Suena espantosamente, como si usted supie-ra algo!

Se detuvo, su voz se extinguió y por un instante fuecomo si aquella dama bella y altiva, una presencia cuyotono y sonoridad había comenzado a amar, se hubierareducido para no ser más que un pálido personaje, im-

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plorante y patético, que se entrega por un momento a latentativa extravagante de sobornarle mediante la conci-liación. Ralph tuvo un atisbo de algo más extraño quecualquier expresión concebible: el posible temor en ellaa ser aterrorizada, y en consecuencia una voluntad ins-tintiva de ganar tiempo antes de que el peligro aumen-tara. Ella sonrió de nuevo de forma un tanto convulsa,como lo había hecho unos momentos antes; pero erasin embargo bueno, al mismo tiempo, que la misma de-licadeza de su temor o de su deseo le hiciera brillarcomo con una compasión previsora, en otra pulsaciónde la misma extraña benevolencia que le había invadi-do antes. Sí, sí, a él mismo no le hubiera gustado pasarpor lo que ella pasaba, cualquiera que fuese no obstan-te el punto particular que se pudiera mostrar; ¿y porqué, entonces, no se debería sentir horror y compasiónante la idea de contribuir a una alarma tan gratuita, omás bien, como ellos decían, tan falsa? Era cierto, almismo tiempo, que no había ninguna respuesta para suúltima imputación que no tuviera como efecto más eldejar asombrado al propio Ralph que blanquearlo aojos de Mrs. Midmore: tal fue, por otra parte, el senti-do de la réplica que no tardó en formular.

—¡Cuando me dice que parezco «saber» algo, me pre-gunto qué es lo que puedo saber que no fuera más ven-tajoso para usted que para mí si llegase a descubrirlo!¡No oculto nada de lo que sé! —sonreía y sonreía—.¡No, no y no, y hasta tal punto me parece saber mejorque cualquier otra cosa lo que ustedes mismos acabande enseñarme en menos de dos horas que, si me pudie-ran volver del revés, estoy seguro de que no caería lamenor minucia capaz de escandalizarlos!

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Habló de este modo, aunque, saliendo airoso comoquería, este alegato no tenía en cuenta el hecho de quealgunas partes de su conciencia, a las que no quería mi-rar, a las que había decidido resueltamente no mirar,parecían acosarle precisamente mientras razonaba deesta manera. De algún modo no era ajeno a esta impre-sión el hecho de que Molly, al contacto con la peculiarseriedad de su madre, rápidamente volviera a asumir ladefensa de su fantasía en apariencia inocente.

—Ah, por ahí no paso: que no tengas asuntos perso-nales que nos pueda interesar descubrir, si podemos, yque tu interés sea impedírnoslo si no tenemos el valor ola inteligencia para ello, no. No querría, como te dijehace tiempo —hablaba, lo que sorprendió poderosa-mente a Ralph, como si aquello hubiera ocurrido hacíaun mes—, que el personaje con el que me case sea unsimplón más grande de lo que pueda serlo yo, puestoque, claro está, una joven dama educada como mi ma-dre me ha educado sabe menos del mundo, en muchosaspectos, que cualquier hombre, por ordinario que sea;por no hablar de caballeros como Mr. Pendrel y sirCantopher.

Sir Cantopher se tomó la observación, que de estemodo asociaba a los dos hombres, como si la joven lehiciera realmente un favor: fue llamativo, en definitiva,que, profundamente motivado, no tratase sino de em-bellecer la agradable oportunidad de su reunión.

—Cada palabra que pronuncia —se dirigió a Ralph—,se añade al placer que su compañía parece prometer, y talvez sea mejor que le advierta de entrada de que, si tienealguna razón particular para desear aparecer como unapersona vulgar, haría bien en renunciar solemnemente a

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ello de inmediato: ¡su esfuerzo por actuar de ese modo lehace de lo más extraordinario!

Todavía bajo el encanto de esa amenidad, Ralph ce-dió a esta petición, aun cuando de nuevo parecía soplarsobre él ese frío de lo inevitable que residía en su atesti-guada capacidad de elevar al punto más alto las fuerzasde atención que excitaba, acción cuya repetición porunos y por otros todavía no le había enseñado a salir ai-roso del hecho que afrontaba. Pues, en efecto, lo afron-taba en ese mismo momento en su gesticulante ententecon sir Cantopher, entente en la que su rostro invitabatambién a los demás a comprobar que no tenía miedo.¿Qué había habido muy dentro de él durante semanasy semanas sino exactamente esa medida, ahora cadavez más colmada, y la manera de tratar con ella, interésque tanto le había inspirado en un principio?

—Estoy en sus manos, como le dije antes —él son-reía y seguía sonriendo—. ¡Estoy en sus manos, estoyen sus manos!

—¡Ah, pero no lo diga como si fuera a llevarle antelos tribunales o a arrastrarle a la picota!

Sir Cantopher cedió a ese matiz especial de su rego-cijo que erizaba, de algún modo, puntas y aristas.

Ralph se estremeció por un momento como quiensiente, a modo de caricia de amor, el contacto de unguante lleno de púas; se estremeció hasta el punto dedejar caer de nuevo su presencia de ánimo y, una vezmás, volver a levantarla rápidamente.

—¿Es así como debo decirlo? —preguntó a Mollycon tal arrebato de tierna protesta como para hacer queella fijara en él por un instante sus ojos, más abiertosque nunca, antes de ir hacia él directamente.

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Ella no dijo una palabra mientras atravesaba la saladirigiéndose a Ralph, y éste se sintió maravillado al sa-ber unos segundos después que eso se debía a que cual-quier tentativa de hablar por parte de ella no habría pro-ducido sino un sonido informe. Molly le respondió deotra manera; sus brazos le rodearon el cuello y su rostrose apretó contra él, mientras que, inclinando el suyo conagradecimiento, sintió que ella le sujetaba en un abrazode posesión similar a la resistencia que se ofrece a algoinvisible. Durante un minuto él no pudo hablar, aunqueel sentimiento de su fuerte abrazo dijera: «¡Abrázame,sí; estréchame fuerte, fuerte, y quedémonos así!». Se que-daron así; al menos, cuando él midió luego el tiempo fuecomo si hubieran estado plena e incalculablemente au-sentes: tan ausentes, y durante tanto tiempo, que cuandovolvió a considerar las circunstancias, éstas le parecierondiferentes y como, de algún modo, dominadas. ¿Acasose había dormido literalmente y de manera tan extraor-dinaria en brazos de su amada? No había nadie a quienpreguntarlo, sino el pobre Perry; pues sir Cantopher, alparecer, se había ido en el intervalo, Mrs. Midmore leatendía fuera de su campo visual, y Molly, consciente deello, estaba ya en la puerta, con la mano en ella, mante-niéndola abierta, mientras la mirada que ella le dirigióreconocía hasta la extravagancia lo que habían «hecho»,como si quisiera que supiera que ella lo sabía, aunquetambién, podía percibirlo, con alguna motivación perso-nal que la impulsaba. Todo esto no duró mucho tiempo,y sin embargo Ralph pudo notar, para su desconcierto,que ya debía de haber pasado algún tiempo, puesto queno le llegaba por la puerta abierta, desde el vestíbulo o laescalera, ningún eco de la salida de Mrs. Midmore con

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su amigo. Lo que pronto quedó explicado, sin embargo,cuando se percató de que debían de haber salido por laotra puerta de la habitación, que estaba entreabierta,cosa que no ocurría antes, y que comunicaba, se enteróluego, con otras zonas de la espaciosa mansión, y con-cretamente con la escalera de servicio y el tocador de suprima; fue la primera vez en su vida que concibió la po-sibilidad de servirse de esa comodidad. Comoquieraque fuese, al parecer se había quedado solo con Perrysin haberse despedido de los demás pero súbitamenteabandonado por ellos, o con Molly, que enseguida lodejó solemnemente en manos de su hermano. Pues en elespacio de unos pocos segundos ella había vuelto susojos a Perry, que habló inmediatamente como si su her-mana le hubiera formulado una pregunta sin palabras ycomo si él hubiera captado algún sonido procedente de abajo. Ese sonido que, amplificándose, llegaba por lapuerta de Molly, se había hecho lo bastante audiblecomo para explicar a Ralph el comentario jovial de suhermano, el más animado que le hubiera oído todavíapronunciar sobre cualquier cosa:

—¡Es Nan, es Nan!Esas palabras tuvieron un notable efecto sobre Molly,

pues se quedó donde estaba, escuchando atentamentepor un instante, y luego, sin responder a la atención desu prometido, pareció comprender lo que estaba suce-diendo. En cuanto lo comprendió, cerró bruscamente lapuerta, mientras Perry reiteraba su convicción con algosemejante a la euforia.

—¡Ha venido sola, ha viajado en diligencia! ¡Ha su-bido para verle, maldita sea! —dijo a su hermana comosi Ralph no estuviera presente.

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—¿Maldito él? —repitió ella, mirando ahora a Ralphde una manera extraña.

—¡Maldita ella, entonces! —gritó Perry, pero denuevo con una franqueza más gozosa que la que habíamanifestado hasta entonces y como si ahora, por fin,tuviera a Ralph en cuenta.

—Lo siento, primo, ¡pero cuando uno se asombratanto debe maldecir a alguien!

—Oh, estoy muy dispuesto a que me maldigan, ¡sieso es lo mejor para la dulce Nan!

Ralph dijo esto dirigiéndolo, mediante su sonrisa,también a Molly, que ahora, visiblemente pasmada porel acto de su hermana, si lo había interpretado correcta-mente, vacilaba en cuanto al tono que convendría adop-tar, habida cuenta del entendimiento que acababa dereafirmar con su amado. Él sintió como si ella se deba-tiera en una noble duda y cómo quedaba realzada portodos aquellos signos recientes de una nueva tensión.Era como si midiera —él carecía de materia para hacer-lo— la extravagancia del paso dado por la muchacha,al que, sin embargo, no quería dar demasiada impor-tancia ni demasiada poca. Terminó, al cabo de un mi-nuto, por no hacer prácticamente nada; producto untanto inesperado de su reflexión, se contentó con decir:

—Aconséjala bien, ¡ella lo aceptará de ti! —dijo,presentando así el asunto como algo casi irrelevante;casi, de hecho, desde la perspectiva de la propia Nan, ydejando entender a Ralph que debía estar prevenido.

De nuevo Ralph se adornó con elegancia.—¿Por qué debería aceptarlo de mí, a quien nunca

ha visto y de quien no sabe nada, cuando no lo ha acep-tado de otros que tienen mucho más prestigio?

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Así habló, aunque consciente en cuanto lo hubo he-cho de que no le correspondía realmente a él prolongarla pregunta; mejor hubiera sido dejarla tan escuetacomo ella deseaba. Así había empezado, unas horas an-tes, con el reinado de la felicidad; ¿qué diablos sucedíaque fallaba ahora de forma repetida? De hecho, la pre-gunta, al parecer, desconcertó un tanto a su amiga, queesperó todavía un tiempo, plantada ante él, para en-contrar su respuesta, que expresó sin embargo, pensóél, con rápida perversidad.

—Bien, entonces, ¡espántala, si lo prefieres!Con lo que ella simplemente se marchó, saliendo de-

prisa por la puerta opuesta a aquella que había dejadoy cerrándola de golpe tras de sí.

Ralph, ruborizado y asombrado, se volvió hacia Perry.—¿Espantarla? ¿Espantarla yo?Perry mantuvo las distancias, pero al cabo de un mo-

mento habló en un sentido conciliador.—Usted no me asusta, ahora. No puede, no se lo

permitiría aunque quisiera hacerlo, si bien adivino queno es su intención.

—Pero ¿por qué, en nombre de lo que más quiera,podría ser ésa mi intención?

Era de nuevo extraño para Ralph enfrentarse a lasensibilidad de su joven pariente, tan expuesta y sin em-bargo tan inescrutable; no obstante, este aspecto le su-gería de alguna manera que, a pesar de todo, él podíano ser la persona de quien más hubiera que temer. Pero¿por qué esta cuestión del miedo, súbitamente plantea-da por Molly en su retirada —pues ¿acaso no habíasido una retirada?—, parecía aletear sobre la habita-ción, como un pájaro asustado, y hacer como si fuera a

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posarse sobre el hombro de Ralph? En verdad podríahaber estado posado allí cuando nuestro joven, miran-do fijamente a su alrededor, recogió otra sugerencia dePerry.

—¿No querrá decir que Molly y yo hemos ahuyen-tado a su madre y a sir Cantopher?

Perry, aunque siempre desde su distancia, se sentíaahora casi cómodo.

—Molly debe responderle por sí misma, pero real-mente ella no sabe mucho mejor que yo qué pensar deusted.

Los ojos muy abiertos de Ralph expresaron su res-puesta en mayor medida que sus labios.

—¿No saben qué pensar de mí?—Eso no impide que le guste lo que usted hace en

tanto que prometido. ¡Todavía no le tiene demasiadomiedo por eso! —explicó Perry con renovada autoridad.

Era extraordinario para Ralph que Perry hubiera de-ducido tantas cosas de esa pérdida de conciencia, suyay de Molly, de todo lo que ocurría a su alrededor salvode su recíproca posesión.

—¡Bien, estoy contento de tener todavía esa ventaja!—Ralph mantuvo al menos su risa valerosa—. Pero ¿esporque ellos no sabían qué pensar de nosotros?

Perry se había acercado realmente a una alusión clara.—¡Formamos una pareja aceptada y bendecida!Ralph quería aclararlo, pero apeló a su compañero

para que le ayudara.—No, no es que se hayan sorprendido de su libertad

—dijo Perry—, ¡aunque libres, lo han sido!—Entonces, ¿por qué se marcharon? —insistió nues-

tro joven.

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—Bien, es a ellos a quienes se lo debería preguntar.—Entonces, ¿no hay nada que pueda preguntarle us-

ted, en tanto que futuro hermano?Perry consideró esas palabras, resistiéndose a la con-

fusión.—Todavía no soy su hermano.—No —Ralph también consideró su respuesta—.

¡Una sola mañana no puede ser suficiente!La conversación, a pesar de todo, parecía aportarle

algo, y con esta ayuda Ralph mantuvo su posición.—Pero usted me aprecia.—¿Que le aprecio? —casi gruñó Perry, aunque era

como si preguntara.—Quiero decir, todos ustedes, y usted también, ya lo

verá, especialmente si se da cuenta de que puede ayu-darme. Es en eso —explicó Ralph— donde su bondadnatural se sentirá afectada.

—Oh, pero yo pensaba que era a la suya a la queteníamos que recurrir. ¿No era usted —preguntó Perry—quién debía venir tan prodigiosamente en nuestra ayuda?

—Así parece, sí —Ralph sonrió de manera irresisti-ble—. ¿Y a qué, si no, es a lo que estoy tan dispuesto?

Perry podía aún avanzar con precaución.—¡No he visto que usted estuviera tan dispuesto!—¿No tan dispuesto como usted esperaba? —esto

hizo que la visión de Ralph se sobresaltara—. ¿Quieredecir que necesita dinero?

—¡Eso es exactamente lo que quiero decir, por Dios!Ralph abrió desmesuradamente los ojos, con abierto

regocijo y curiosamente aliviado.—¿Quiere algo ahora?—¿«Ahora»?

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Entonces algo asomó por primera vez en el rostro dePerry; un Perry más feliz, más cómodo, aunque todavíamolesto, dividido y con una torpeza en su asombro quehizo que su pariente rompiera a reír.

—Quiero decir en este preciso momento.Y Ralph, tras esta feliz iniciativa, golpeó con la

mano el bolsillo derecho de su pantalón. Actuaba bajoel mismo tipo de impulso que aquel que, al comienzo desu conversación con Molly, lo había llevado a recurriral otro bolsillo para comprobar la posesión del retratode su amada, retrato que le había respondido de formamagnífica; y por consiguiente enfocó hacia Perry todala luz de su renovado apoyo, sintiendo que sus dedos se hundían en el oro. También él irradió, a su manera,creyó constatar, sin una sorpresa excesiva. Las guineas,o lo que fueran, tintineaban literalmente en sus oídos, yvio después que tintineaban también en los de su com-pañero, lo que daba a esas monedas las dimensiones deuna verdadera mina.

—¿Cuánto, cuánto quiere?Su alegre pregunta estaba, pues, justificada, y eso in-

cluso mientras jugaba en su exquisita agitación con laidea de que los Midmore en general probablemente ha-bían considerado, desde siempre, el tintineo de sus re-cursos en el bolsillo como un modo vulgar de hacer alu-sión a ellos. Hacía con una gravedad tan radiante unaoferta que se convertía en algo tan interesante para él,que habría estado dispuesto a que ellos lo tomaran porun ejemplo flagrante de la libertad americana. Por eso,si tenía que serlo, al menos que fuera grande, y Ralphinsistió en ello.

—No tiene más que decirme. ¡Usted sabrá!

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Perry, con la cabeza medio inclinada a causa de suturbación, lo miró con aire bovino, como por encimade una valla y por debajo de sus cejas, mientras Ralphquedó sorprendido, por un instante, ante el grado de sudificultad, que sugería un dolor físico tan real que ni elmás enérgico calmante hubiera parecido excesivo. Suconfianza personal se había disparado al primer aflora-miento de su fortuna directamente hacia arriba, y élmismo se elevó con ella a una altura extraordinaria.

—Quiero que entienda, vea, ¡que no hay realmenteuna cantidad que no me pueda pedir!

Y tintineó con insistencia.La respiración de Perry, como ya había sucedido an-

tes en más de una ocasión, se hacía cada vez más entre-cortada, pero con todo, él se mantenía distante.

—¿Lleva toda su fortuna encima?—No toda, sólo un buen puñado, pero a uno puede

seguirle otro.Y le gustó tanto su puñado que lo sacó del bolsillo y

lo mantuvo en alto, sacudiéndolo en el aire al tiempoque reía.

—Adivine a cuánto asciende esto, sólo esto.Perry lanzó una mirada furiosa al tesoro escondido

que la mano de Ralph contenía con dificultad, perocuando nuestro joven estaba a punto de decir «¿No pue-do contar hacia atrás para usted?», sus ojos asombradosse apartaron, para fijarse inmediatamente, Ralph se diocuenta de ello, en otro objeto. No oía nada y se encon-traba de espaldas a la puerta del vestíbulo, que Perryhabría visto abrirse sin ruido, con el efecto de una soli-citud de admisión. Ralph observó su rostro, pero espe-ró antes de volverse, esperó como si algo dependiera de

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ello, y sólo advertido de algún modo por lo que perci-bía, bajó el puño y lo devolvió lentamente al bolsillo. Yentonces Perry habló.

—Si has venido a por tu parte, querida, él jura estardispuesto a ponerlo sobre la mesa, y puedes servirte laprimera, si quieres.

Exceptuando esta observación, todo este pasaje fuetan silencioso que Ralph aguardó atento la respuesta,durante todo un minuto, antes de darse la vuelta.

I V

La muchacha fue, durante ese tiempo, la inmovilidadencarnada; llevaba la carga de lo que había hecho muya la manera de un vaso lleno hasta el borde, sostenidocon el brazo extendido y con la seguridad de que se des-bordaría al primer empujón. Lo que probablemente ha-bía estado haciendo, con gestos silenciosos, mientraspermanecía allí, en su puesto, era suplicar a su herma-no que se abstuviera de cualquier palabra susceptiblede hacer su posición más incómoda; que tenía ciertaconfianza en que así fuera se puso de manifiesto, ins-tantes después, en la mirada grave y sostenida que diri-gió al acompañante de su hermano, y que Ralph tomópor un saludo, el más intencionado y sin embargo, almismo tiempo, el más tímido que nunca le hubieran di-rigido. Apenas podía esperar ser reconocida, pero pare-ció acogerlo, mirándole fijamente con tal osadía queRalph comprobó de inmediato el alivio de la joven alencontrarle solo con Perry. Había estado tensa, le pare-

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cía, ante el temor de algo más difícil, y ahora esto erauna bendición, una tregua, pues Ralph tuvo enseguidala certeza de que ella podía tratar fácilmente con Perry,tanto más cuanto que lo que él acababa de decirle noera ninguna reconvención, y en absoluto la desacredita-ba a ella, sino sólo a su primo. Ralph formuló todavía,en su presencia, un par de reflexiones extraordinaria-mente rápidas; una de ellas, quizá la más inmediata,por su dulzura y claridad, de las que surgieron de suconciencia en esas horas fecundas, se refería exacta-mente al hecho mismo de que él fuera su primo en me-dida mucho mayor que lo era, por ejemplo, de Molly,respecto de la cual su condición de primo quedaba en-teramente eclipsada por su condición de prometido;con la feliz consecuencia de que un momento más tardeél sacaba a la luz el sentido delicioso de ese hecho en supropio saludo, que tuvo el efecto de leer en el de ellatodo lo que cualquiera de los dos hubiesen podido de-sear. Ralph no le sonrió, como había hecho con Perry;musitó suavemente, pero con una infinita gravedad:

—¡Prima, prima, prima! —y después, también con lamisma gravedad, cuya extravagancia, sin embargo,sentía al pronunciar estas palabras—: ¿No es magnífi-co, magnífico?

—¿Magnífico que seamos primos, «magnífico»?Esto había roto felizmente su inmovilidad, pensó

Ralph, sin necesidad de sacudir su brazo; pues no sólosu intrusión quedaba idealmente incuestionada, sino queal instante la situaba en una posición de tal importanciaque de ninguna manera le podía ser arrebatada.

—Bien, lo que yo llamo magnífico —explicó Ralphcon la más viva presteza, muy consciente, en su pensa-

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miento, de que era una de aquellas opciones equivocadasque habían hecho que el resto de la familia intercambia-ra miradas de asombro, pero deseoso enseguida de podercomprobar si tal vez a ella le complacería.

—Tiene una insólita forma de nombrar las cosas—dijo Perry, como tratando de facilitar una informa-ción adicional y quizá más adecuada, lo que Ralphaceptó, alegrándose por esa relativa sociabilidad.

—Por supuesto, lo hago y soy inmediatamente cons-ciente de ello, lo sé por el sonido después, después,¿comprende? —se dirigía con el mayor énfasis sólo a lamuchacha—. Naturalmente, tenemos expresiones dife-rentes, pero yo haré que las aprecie. Haré que las com-prenda —explicó con toda la seriedad del mundo.

Lo más feliz fue que, aunque su aparición había de-terminado en él una súbita seriedad, la confianza quemostraba en ella, tan rápidamente alimentada, prontola hizo sonreír.

—Se supone que yo no comprendo, a menos que ten-ga mucho interés, por tanto... —y se limitó a sonreír,pero esto dio a Ralph una oportunidad inmediata.

—Por tanto es evidente que tiene interés en lo queme concierne; lo que es un gran consuelo para mí, puesno tengo miedo en absoluto.

—¿De qué tendría que tener miedo? —preguntó ellacon una vivacidad que hizo intervenir a su hermano an-tes de que Ralph pudiera contestar.

—¡Entonces, maldita sea, los dos comprendéis cosasque yo no comprendo!

E inmediatamente, y de forma sorprendente, apoyóeste comentario mirando de forma sucesiva a cada unode los dos:

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—Él ya sabe que has hecho añicos el gran jarrón deDrydown, y sabe también que has venido a confesarlo.

—¡Oh, yo no sé nada de eso! —dijo Ralph—. Lo queme gustaría creer —dijo a la muchacha— es que ustedha deseado ver a su nuevo pariente y se ha arriesgado ala aventura.

Su alegre gravedad había alcanzado tal intensidadque Nan pasaba del pálido al rojo, y algo en la expre-sión así producida en ella, que era como el flujo de lainteligencia más pura que él hubiera conocido en la fa-milia, determinó en él un grito interior de lo más extra-ño: «¡Nan es moderna, moderna!», sintió que pensaba,y esto pareció lanzarle de golpe hacia un mar extraor-dinario. En realidad al instante siguiente ya no estabaseguro de si no habría pronunciado aquellas extrañaspalabras, extrañas en su sentido, incluso para él; aun-que después iba a comprobar que parecían no haber en-contrado ningún eco, si bien él mismo no renunciaba asaber más o menos lo que había querido decir con ellas.

A lo que había querido referirse, y lo que el aire, sihubiera vibrado realmente al emitirlas, habría transmi-tido vívidamente, era al aspecto y la figura de aquellapersonita de aspecto delicado, concentrado y frágil,atributo este último por el que contrastaba con su es-pléndida hermana y cuya apariencia era tan distinta ala que Molly o su madre le habían atribuido que se leantojaba vinculada a ellas, pero en el sentido de unade esas criaturas sacrificadas de las que había tenidoconocimiento por los documentos del antiguo mundocatólico, en tanto que oblación de la hija más carentede atractivo, más débil e ingrata, a la vida enclaustrada,a la gloria de Dios, cuando no había posibilidades de

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preparar más de un ajuar nupcial. Todo lo cual, bri-llando tenuemente ante él en la que era, tal vez, si hu-biera que escoger, la más vívida de sus percepciones,habría casado mal con la especial intensidad con que élla había reconocido y calificado, si la muchacha, por al-guna influencia ligera y exquisita, no hubiera alegadocontra la idea de que obedecía de buen grado a la ley desu práctica desaparición. Tenía una tez tan sobria comola de una monja, y, a juzgar por el lado material de supresencia, muy bien podría haber estado habituada aayunos y vigilias; pero ¿no era visiblemente conscientede más cosas del mundo, y de cosas distintas, de lo quelo eran ellos?; de manera que su rostro, más bien largoy estrecho, casi descolorido (con la frente marcadamen-te alta y clara, que recordaba el rasgo semejante de al-guna Madona de Van Eyck o de Memling, que lo obse-sionaban vagamente, aunque nunca las hubiera podidover en Nueva York) mostraba cierta concentración dela conciencia, una tensión y un grado de expresión, quede algún modo constituían todo su atavío.

Había pasado mucho tiempo, le pareció, con perso-nas —exactamente tres— que ahora se figuraban quesabían, o al menos que habían sido instruidas por la so-ciedad, personas con inteligencia más o menos suficientepara afrontar cualquier eventualidad; mientras que laluz que rodeaba durante esos momentos a la dulceNan, puesto que era definitivamente la dulce Nan, y loera de manera desconcertante, parecía más bien la deuna inteligencia desorientada, o que adivinaba que sulibre expresión le había sido tan perversamente denega-da que este dulce consuelo era exactamente lo que an-daba buscando por allí y lo que vacilaba en reclamar.

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Ellos no le habían negado su comprensión, y sir Canto-pher le había expresado de la manera más incisiva quedisponía de la suya, pero si podía existir un sentido enel saludo personal de Ralph a sus energías imaginables,no podía sino implicar la certeza de que el amigo de lafamilia se había equivocado por completo aun cuandohubiera deseado distinguirla. Ella había sufrido la in-justicia, aunque, en efecto, sin saber muy claramentequé era lo justo; y esto aunque le asaltara como algoformidable la idea de que tal vez ella pudiera ver en éluna fuente de iniciación. Unos pocos instantes le ha-bían bastado a Ralph para conjeturar que había cosasen el mundo imaginario de Nan que realmente podríancoincidir con algunas de las que, de forma más tímida,más extraña, menos encarnadas hasta ese momento,poblaban confusamente el suyo, aunque, una vez más,¿cómo tal verificación de identidades, felicidades, subli-midades, por así llamarlas, podía hacerla «moderna»sin que al mismo tiempo se lo hiciera a él? Natural-mente, él no había tenido todavía tiempo suficientepara discernirlo. No había dejado pasar en los demás,que él supiera, ningún signo de su dominio directo so-bre el futuro de ellos ni sobre el suyo propio; sólo habíaevaluado algunas disparidades entre su conexión con elpasado y la de ellos; su sentimiento concluía aquí con laventaja que ellos tenían de estar situados sobre acumu-laciones y continuidades más sustancialmente y, sobretodo, más localmente determinadas. Esto no los situa-ba más que a él en la vanguardia del tiempo, tanto me-nos cuanto que él mismo hubiera debido parecer, porderecho, y en todo caso a sus propios ojos, comparati-vamente atrasado en la carrera; en consecuencia, ¿qué

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podía haber en él que favoreciera una afinidad en algu-na medida especial con la originalidad de esta joven?Nunca, nos apresuraremos a añadir, ni la originalidadni cualquier otra tendencia inspirada de independenciahabría podido renunciar más al beneficio de una repre-sentación superficial. Los otros, como había visto, noestaban a cubierto del desconcierto, mientras que ella,tan diferente, debía de estarlo; pero lo primero que en-seguida se preguntó fue cómo, cualesquiera que fuesenlas consecuencias de ese encuentro precipitado, podríaél alguna vez imponérselas perturbando lo menos posi-ble su delicadeza, ya, en el mejor de los casos, muy per-turbada. ¿Era «moderna»?, razón de más entonces paramostrarse de entrada tan claro y explícito como fueraposible. Algunos pasajes de su pasado reciente le parecí-an casi superlativamente antiguos, ¿y no había uno queél inmediatamente, por simple amabilidad, por no decirpor elemental honradez, trataría de darle a conocer?

—No sabía de su existencia —le dijo él en cualquiercaso aprovechando esa constatación—; quiero decirque nunca había oído hablar de usted cuando zarpé, ytampoco naturalmente cuando llegué. No ha sido sinohoy cuando me he enterado, y ha sido de forma inespe-rada. Pero ahora estoy seguro —continuó para aliviode su conciencia, de su razón, de su imaginación, y nohabría podido decir de qué más; para la rectificación,en cualquier caso, de algo que ahora, hecha la confe-sión, lo sabía, le había resultado tan doloroso como unmiembro mantenido forzadamente en una postura con-traria a su función. El alivio obtenido era incluso de-masiado grande para bromear; él no podía afirmarlodemasiado claramente.

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—Ya ve, yo lo sabía todo de ellos, o al menos ésa fuemi impresión en cuanto llegué aquí; lo que viene a serlo mismo, ¿no es cierto?

Como de paso, él le estaba haciendo una pregunta;como si ella pudiera decirle si venía o no a ser lo mis-mo. ¿Le habría planteado esa pregunta a su madre, a suhermana, a su hermano o incluso al maravilloso sirCantopher? Era la clase de pregunta que tendería a pro-ducir en ellos la interrupción de la conversación; y, demanera bastante extraordinaria, en esta nueva relaciónparecía pender de un hilo que esta pregunta lo hicieratodo más fácil. ¿Iba la dulce Nan a sentirse atraídaexactamente por esos rasgos de libertad que los otrosparecían rechazar? Es extraño, ciertamente, que en tanpoco tiempo esa satisfacción hubiera empezado a alen-tar en él, puesto que como satisfacción, y de las másdulces, la reconocería: eso estaba más allá de cualquiererror; y nada venía a alumbrar la anomalía, por pocoque fuera, en su impresión de poder obtener de ella unamejor comprensión de él sencillamente tratándola, e in-cluso mirándola, como si fuera evidente que así le com-prendería. Este acto sería, por parte de Ralph, un asun-to de comprensión, más que ningún otro antes, perotambién de asombro; ¿qué había sido, de hecho, másextraño que la sumisión de ese par de ojos, los más tí-midos, los más evasivos, los menos directamente reti-centes que alguna vez le hubieran mirado, a una bús-queda que era en sí misma una especie de compromiso?

—¿No cree que podría convencer a su hermano paraque aceptase un acuerdo? —preguntó finalmente Ralph.

Nan no había respondido a su pregunta sobre si ve-nía o no a ser lo mismo que se tratase de un caso pro-

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bado o que él hubiese imaginado las pruebas; no habíahecho sino dejar la respuesta en suspenso. Esto, sin em-bargo, no era para Ralph ningún signo de estupidez porsu parte; por el contrario, sintió enseguida cuántasotras cosas podía todavía plantearle. Ahora bien, habíauna que a él le habría gustado realmente que ella cali-brara cuidadosamente, si quería, puesto que Perry lehabía proporcionado el pretexto; era igualmente unasunto en el que la idea de mostrarse pródigo en expli-caciones se hacía cada vez más tentadora. Evidente-mente, ella todavía no comprendía; demasiadas cosasle esperaban al mismo tiempo, entre las cuales figura-ba el acuerdo con Perry, por no decir consigo misma,al no haber tenido tiempo para sacar provecho de loque se había dicho al principio. Había ahí cierto em-brollo, pero al instante siguiente Nan ya había cortadoel nudo con la fuerza ligera de su presión más decidida.

—¿Le complacen mi madre y mi hermana, ahora quelas ha visto?

Ralph abrió desmesuradamente los ojos, pues porimportantísimo que hubiera sido este punto, de repenteNan lo hacía todavía más.

—Pero, querida prima, estoy aquí como prometidode Molly, para casarme con ella tan pronto como pue-dan hacerse públicas las amonestaciones y ella se com-pre el traje de novia: ¿qué clase de impresión daría si ellano me fuera tan querida como la vida misma? Molly estodavía más magnífica de lo que había soñado.

—¿Más «magnífica»? —Nan se aferró a este térmi-no como había hecho antes; pero fue como si algo hu-biera sucedido desde entonces, y esta vez encontró suidea a tiempo.

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—¿No será que usted la hace magnífica?—Deseo de todo corazón hacerla feliz, pero ella es

espléndida —dijo Ralph gravemente, casi sentenciosa-mente—, más allá de mi capacidad de ensalzarla.

Se aferró a su gravedad, que de algún modo le tran-quilizaba; era extraño que el sentimiento de compren-sión de la muchacha no disminuyera, y que incluso unfallo particular, veía él…

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N o t a s p a r aE l s e n t i d o d e l p a s a d o *

Naturalmente, el Embajador lo considera un curioso einteresante caso de demencia, y en consecuencia sientecierta responsabilidad superior hacia él; está de algúnmodo «fascinado», y también desconcertado; y ensuma, inevitablemente y de forma muy natural, quiereacompañarle para dejarle, como si dijéramos, sano y sal-vo. Esta tarea le preocupa y le irrita, pero, despertado susentido de la responsabilidad, quiere llevarla a término.Pero, también de forma natural, no debe reconocer loque piensa, aun cuando Ralph le invite a ello. Y consi-go, yo creo, lo que quiero, haciéndole bajar a la calle,al cabriolé, como por curiosidad, para comprobar la ex-traordinaria afirmación de su visitante, y luego, plausi-blemente, proponiendo o insistiendo en montar con ély seguir sus pasos, por decirlo así, hasta su guarida:esto para comprobar por sí mismo cuál es su situación

*La versión original de El sentido del pasado, que James habíaabandonado en 1900, se interrumpía en medio de la escena entreRalph Pendrel y el Embajador (libro tercero). Retomada la obraen 1914, tras revisar lo escrito el autor dictó las notas que aquí serecogen, que no estaban destinadas a la publicación. En conse-cuencia, a la hora de traducirlas no se ha querido disimular sumanifiesta condición oral. (N. de los T.)

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material en previsión de lo que posteriormente puedaocurrir. Es en la calle y ante la puerta del coche dondeinsiste en «acompañarle», como si estuviera improvi-sando; con la ventaja de que creo conseguir así lo querecuerdo haber buscado a tientas, cuando interrumpí elrelato, en este punto precisamente, hace tantos años.He renunciado a tomarme el tiempo para reflexionarsobre mi eslabón perdido, mi salto o transición entreesta última aparición de mi joven personaje en el mun-do moderno, por así decirlo, y su reaparición donde acontinuación lo descubrimos, después de la zambulli-da, en el «viejo». Creo tener ahora esta transición losuficientemente clara: la tengo perfectamente ante mí.Ocurre entre ellos dos; el propio Ralph, por su parte, enel cabriolé, o probablemente, mejor todavía, fuera, so-bre el pavimento de Mansfield Square y delante la casa,expresa todo lo que quiero; esto es, expresa a su bene-volente amigo que sabe ahora perfectamente que, alabrir la puerta de la casa con su llave, se introduce en elpasado. Desaparece en el pasado, y lo que él ha queri-do es que su amigo sepa que está allí; así será capaz dedar cuenta de él si desaparece o hay que buscarlo; podrátambién entender cualquier cosa que pueda suceder, quepueda ocurrir todavía, y creer en su experiencia, en elcaso de que nunca consiguiera volver a la superficie.Todo esto, claro está, no hace sino confirmar al Emba-jador la refinada belleza de su manía; aunque, al mismotiempo, la verdadera ley de mi procedimiento consisteen mostrar lo que está pasando en la mente de su exce-lencia sólo a través de la detección y la interpretación deRalph, de la propia expresión de Ralph, dejando mipropia exposición para el capítulo final, mi dénouement

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[desenlace]* supremo, cuando Aurora Lo-que-sea, bajouna tremenda ansiedad y angustia «psíquica», que noha hecho sino crecer y crecer dentro de ella, paralela-mente a la culminación de la angustia y el desasosiegode Ralph en su propio drama, al que asistimos de ma-nera tan central e interesante, se traslada a Londres enbusca de alivio y se lanza sobre el Embajador con la extraña historia de su condición, que armoniza y equi-libra notablemente la propia historia de Ralph de unosmeses antes. Un punto esencial es que el tiempo quedura la inmersión o zambullida de Ralph es exactamen-te el tiempo real que ha transcurrido para los que permanecen en la superficie, y que pienso provisional-mente que puede ser de unos seis meses. La horrible yeterna vanidad del sueño que, en su pequeñez, no duramás de media hora, o lo que sea, toda analogía con eso,quiero decir, debe ser evitada. La duración es, en suma,la duración real, y sé lo que quiero decir cuando afirmoque todo es coherente. Entonces, es en la situación finaldonde obtenemos, por una referencia o acción retros-pectiva, la verdadera lógica y el verdadero proceso delpunto de vista del Embajador sobre la mejor forma deasumir el asunto y sobre lo que parece preferible «ha-cer» en relación con el comportamiento de su extrañovisitante. Ralph Pendrel plantea, declara, lo que le hadeterminado y guiado; y veo que se lo dice a Aurora deuna manera muy completa y muy vívida, de modo queno parece que haya ninguna torpeza en volver a ello, es

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* A lo largo de estas notas el autor utiliza con frecuencia pala-bras o expresiones francesas. Indicamos su sentido entre corche-tes. (N. de los T.)

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decir, al relato de su propio comportamiento, con Ralphmismo, cuando finalmente lo encontramos de vuelta y,en cuanto a todo lo que ha ocurrido en el intervalo, asalvo: salvado de todo el horror del miedo creciente a noser salvado, de perderse, de estar para siempre en elpasado, de quedarse en él, con el corazón roto por nopoder volver a ver nunca más su primitivo y preciosopresente; este horror, con el que su concepción de laaventura jamás había contado, y su manera de ser sal-vado de eso, salvado por el sacrificio, el sacrificio de síde la criatura a la que él confiesa, en su aterrorizadaangustia, el secreto de quién y qué y cómo, etc., es él,constituye el clou [clavo] y la crisis y el punto culmi-nante de mi acción, tal como yo la veo. Habrá que ela-borarla más, lo que no ocurrirá sino muy abundante-mente, me parece percibir, a medida que avance; perotengo la esencia de todo ello, la tengo todavía, comola tuve antaño, aunque un poco toscamente, en mi vi-sión de las dos hermanas, la madre, Mrs. Fulanita deDrydown, el hermano de esa época y quienquiera otroo cualquier otra cosa que pueda secundariamente nece-sitar, incluso, es muy posible, un segundo joven, es de-cir, el tercero, que es un pretendiente de la hermana másjoven y que, para obtener plenamente el efecto casi-de-vuelta-de-tuerca*, responde a un tipo, un tipo de la épo-ca, enteramente opuesto al del hermano. Lo veo, lo ten-go a él y su historia demasiado perfectamente comopara tener que gastar aquí palabras sobre él. Cuantomás entro en mi drama, más magnífico, ¡caramba!, me

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* A lo largo del texto vamos a encontrar varias alusiones delautor a su novela Otra vuelta de tuerca. (N. de los T.)

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parece verlo y sentirlo; contiene tan tremenda cantidadde posibilidades que verdaderamente tiemblo de miedoante la multiplicidad con que me amenazan. El lento in-cremento por parte de los demás de su miedo a Ralph,aun cuando lo agasajen, en tanto que personaje anormal,extraño, no parecido a los que ellos conocen en su pro-pio medio, etc.; y su propio temor al de ellos, con su do-ble conciencia, ¡ay!, el hecho de que casi cuadre tanperfectamente como es posible con la «época» y, sinembargo, exista un desajuste tan íntimo y secreto; consu deseo de mitigar tanto como sea posible la malaise[el malestar] que, haga lo que haga, se da cuenta de queproduce cada vez más. Ha de haber alguna importanciaen él, quiero decir, acerca de él, desde el punto de vistade los demás; y ésta debe ser clara y consistir en dos otres hechos muy fuertes y vívidos, es decir, vívidos parala imaginación de las gentes de 1820. Bastante hermo-so me parece tener dos o tres de sus hechos modernos yactuales que pegar a su piel y operar en el sentido quetrato de proyectar: especialmente su refinamiento, aun-que él trate de ocultarlo, de disimularlo; especialmenteel hecho de que él sea en 1820 tan «rico» como es, oera, en 1910, lo que significa una situación enorme-mente acomodada en la época anterior. Y luego todosus atributos y cualidades verdaderamente modernos,combinados con un aire distinguido, y ciertas cosasdont il ne peut pas se défaire [de las que no puede des-hacerse], que tienen el tono moderno de la civilizaciónmaterial, dientes perfectamente soignées [cuidados],por ejemplo, como los que aquella época sin dentistasno pudo conocer, y que constituyen una parte de su tur-bada conciencia de las complicaciones. Disimula, tiene

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éxito, se integra porque gusta, gusta al mismo tiempoque crea malestar por no ser como los demás; lo cualme da aquello por lo que acabo de plantear esta cues-tión: su «importancia». Sin la importancia, no veo enabsoluto su situación tal como la quiero, y sin embargodebo asentarla sobre bases suficientemente verosímiles,aunque, incluso mientras digo esto, el elemento así vi-sualizado me llena con el efecto que quiero conseguir:quiero decir el encanto, el interés, la finura de todo eso.En resumen, una vez que tenga la importancia, lo ten-dré todo: todo lo demás se configurará a su alrededor.Sí, cuánto pienso en ese hombre pequeño (debe de serpequeño) que gira alrededor de la hermana más joven,y hacia quien ella siente un íntimo horror: también élrico, dicho sea de paso, y por este hecho deseado por lamadre, y con cierto aire raffiné [refinado] (para la épo-ca), a lo Horace Walpole*; pero en suma, no necesitohablar de él; lo tengo muy claro. Continúo, sin embar-go, fallando a la hora de plantear la esencia de lo queveo bastante bien así, el postulado del joven de Améri-ca que llega, que entra en escena, de alguna forma de-signado o dispuesto de antemano en cuanto a una uotra de las hermanas (lo dejo en estado de esbozo, unpoco en el aire, por así decirlo, por el momento; elcómo y el porqué exactos sólo podré plasmarlos en unapágina cuando llegue a los detalles). El punto es que la

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* Horace Walpole, conde de Orford (1717-1797), escritoringlés conocido por sus cartas y, sobre todo, por ser autor de lanovela El castillo de Otranto, novela gótica en que figura el retra-to de un personaje que habría podido inspirar a James la idea deuna figura de un cuadro que cobra vida. (N. de los T.)

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hermana «equivocada», incitada por la madre, se pre-cipita sobre él, digamos —es a la mayor a la que veo eneste papel—; y así sucede que se ve obligado a casarsecon ella antes de que, debido a todas las precaucionesque debe tomar, pueda volverse atrás, como podría-mos decir. Y así, después de algún tiempo, cuando laatractiva excitación de su extraordinaria conciencia hacomenzado a debilitarse un poco a la luz de las bruta-lidades, etc., comienza a apuntar lo que yo llamo pro-piamente su naciente angustia; lo que significa verse ca-sado con la hermana mayor y encerrado allí, con ella,en esa forma de pasado. Él disimula, y lo hace con éxi-to, su malestar creciente, y todo el esfuerzo y agitaciónque eso implica le hacen aparecer, por cierto, él lo ve,más «inteligente» ante ellos, más allá de lo que hanimaginado nunca (ellos también, por cierto, deben pa-sar por más inteligentes, según se entendía en 1820), yentreveo también, dicho sea entre paréntesis, la necesi-dad, para mí, de que ellos no estén de ningún modo, apesar de su orgullo de buen tono, en una situación tandesahogada como querrían o deben exigir, hecho queaumenta enormemente la importancia que para ellostiene el que Ralph Pendrel posea medios que les parez-can felizmente abundantes. La marca de su parsimonia,cierta tacañería, la naturaleza de sus economías, la bru-talidad (sigo volviendo a eso) de sus diversos expedien-tes, esto y aquello y lo otro, tienen que ser asumidas porRalph. Mientras tanto, él se ha comprometido con lahermana mayor y vemos el efecto de su importancia so-bre ella, sus medios, su ingenio, mezclado con eso queen él los desconcierta a todos, pero que la hermana ma-yor, al principio al menos, atribuye a la acción y el jue-

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go de una inteligencia, una extraña inteligencia del otrolado del océano como ella nunca antes había concebi-do. Ella se aferra más y más a él, incluso después de queel malestar, y la conciencia que él tiene de ese malestaren ellos, y más todavía en sí mismo, haya comenzadocompletamente, como si dijéramos, a rabiar; con locual: ¡oh!, me parece ver cosas tan bellas que difícil-mente puedo extenderme en un análisis y bosquejarlocon suficiente coherencia. Me contentaré con apuntardos o tres, los dos o tres rasgos más simples y prima-rios, a fin de captarlos y fijarlos bien antes de seguiradelante. Todo el tiempo, todo el tiempo, la hermanamenor, que es tan conmovedora, tan encantadora, real-mente atractiva para él, todo el tiempo, todo el tiem-po... Sí, lo que quiero ver y señalar aquí es que la her-mana mayor, al cabo de un tiempo, bajo la acción delmalestar rompe la relación, y Ralph se ve en la extraor-dinaria situación de tener que actuar, en cierto sentido,en contra, a la vez que está, como liberación que eso su-pone para él, agradecido. No dispongo del tiempo ne-cesario para plantearlo en este momento, pero guarda-ré hasta la próxima ocasión mi notación del lugar y laforma en que la hermana menor, la que verdaderamen-te le habría estado destinada, aquélla por la cual él casise habría dejado llevar hacia atrás... mi notación, digo(tras una interrupción de este dictado), del origen y des-arrollo de la especial relación entre Ralph y ella; es ella,claro está, la aproximación más cercana —y se tratatodo lo más de una aproximación— a una heroína quehago en toda la historia. Me parece ahora haber tenidoen mente, de algún modo, en mi visión original, un ac-cidente, una complicación, una perversidad catastrófi-

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ca o fatalidad, como si dijéramos, causante de queRalph se haya dirigido desde el principio a la mayor delas hermanas, la equivocada, en lugar de a la pequeña,la acertada; y cuando trato de recuperar lo que tenía enla cabeza hace tanto tiempo acerca de esto, me viene delejos un resplandor, algo tímido y nebuloso, la idea dealgo como eso, un poco difícil de formular, aunque ente-ramente expresable con paciencia; y cuando lo toco conla punta de los dedos, me parece añadir otro giro admi-rable a mi intriga. Naturalmente, tengo miedo de estosgiros, quiero decir, de que se multipliquen entre mismanos con el efecto de un excesivo alargamiento, en-sanchamiento y amplitud; pero el aspecto del que habloaquí es seguramente la propia esencia de la situación.Se vincula con algo sumamente interesante y eficaz, su-mamente fuerte y sutil de expresar, desde el momentoen que uno lo aborda. «Eso», entonces, que he mencio-nado antes, es que Ralph ha «tomado» de la otra par-te, para su extraordinaria ordenación, ciertas indicacio-nes que han sido necesarias para arrancar el asunto, yque yo creo, bajo la operación de todo este prodigio, élha asimilado muy considerablemente, enormementeincluso. Sin embargo, por enorme que sea la asimila-ción, no es absolutamente perfecta, ¿y no hago salirprecisamente de este margen de imprecisión, esta apari-ción de puntos y de momentos, por decirlo así, en quedicha asimilación resulta insuficiente, uno de esos efec-tos de angustia subyacente, de sentido del peligro,como lo llamo globalmente, que responden a la máspura esencia de la intención general? Conoce su caminomuy bien y hasta muy lejos, lo conoce maravillosamen-te, encuentra su identidad, la que él asume para la oca-

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sión, de forma extraordinariamente fácil respecto delmilagro que ha permitido todo esto; pero la bellezamisma del tema está en el hecho de que, al mismo tiem-po, él se mira, mira su éxito, critica su fracaso, siendoal tiempo el otro hombre y no el otro, siendo lo bastan-te el otro, su yo precedente, su propio yo, como para nopoder evitar vivirlo también un poco. ¿No es una partede lo que llamo la belleza que este yo concomitante, vi-gilante y crítico, viviendo en «sí mismo» se desarrollecontinua e inevitablemente a partir de cierto momento?¿Y no es realmente magnífico, por ejemplo, que estedesarrollo sea inevitablemente promovido, cada vezmás, por su comprensión de lo que he llamado el ma-lestar de los demás? ¿No veo que su intuición y su per-cepción de esto le afectan y actúan sobre él hasta elpunto de que, poco a poco, comienza a vivir más, a vi-vir sobre todo, inquietantemente sobre todo, en lo quellamo su propio yo, su yo anterior, y menos, inquietan-temente menos, en su yo prestado, aventurero, el de sutremenda especulación, por así decirlo, más que a la in-versa, como había sido el caso al principio? Cuando elsuyo, el original, gana gran parte de ese terreno, es en-tonces cuando lo que he llamado su angustia toma po-sesión más plenamente, pues una cosa es «vivir en elpasado» con el pleno espíritu, con todo el candor de suconfianza y la confianza de su candor, que él habría te-nido naturalmente entonces, y otra cosa completamen-te diferente, encontrarse viviendo sin esas ayudas a susposibilidades, esas determinaciones de relación, esosinstintos justos y preponderantes, y, digamos, esas in-tuiciones salvadoras. No he dicho al principio que élestá excitado, divertido, exaltado por la presencia de

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estas últimas, por la libertad con que vive y disfruta yve y conoce: procede la exaltación durante el períododel «principio», como lo he llamado, de la sensación,la conciencia realmente embriagadora y envolvente decómo estaba marchando este asunto extraordinario. Susensación de éxito, que su margen o límite crítico bastapara apreciar, evaluar y así relacionar con su concienciaanterior y todo su punto de partida, crea para él unaparte del éxito, el éxito ante los otros, por el atractivo yel glamour (de cara a los demás) que eso le proporcio-na y que se mantiene hasta el cambio que visualizo: lainevitable diferencia, por decirlo toscamente, comien-za, comienza por algo que sucede, algo que brota de lasituación misma como presagio, como determinación,y cuya justa identidad dramática debo deducir o indu-cir. Esto lo garantizo, pero mientras tanto me adelantosobre mi argumento, y debo volver por unos minutos alo que he dejado en suspenso y como a la espera ante-riormente, ese «eso» que estaba entonces a punto de re-tomar. Inmediatamente, por lo demás, lo veo en imáge-nes, que tendré que formular a medida que vengan y queconfiguran para mí —¿acaso no lo siento?— uno de losprimeros pasajes, si no el primero de mi acción. Una ac-ción, una acción, una acción: eso es lo que debe ser im-perativamente —como, por otra parte, ha comenzado aserlo— desde la primera a la última pulsación. Ralphdejando al Embajador depositario de su extraordinariaverdad y de la conexión segura (espera él) con el mun-do del que se separa, como cayendo desde un globo amiles de metros de altura, y sin saber demasiado quéchoque o sacudida mágicamente dulce le espera, Ralph,digo, al entrar en la casa, entra directamente de una

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sola zancada en el año 1820, y al cerrar la puerta trasde sí destierra todo aquello a lo que ha pertenecido has-ta ese momento. Desde ese instante él es, a sus propiosojos y para todas sus facultades, el joven del retrato, eljoven que hemos visto avanzar hacia él la noche de suvigilia en el salón. Así pues, he encontrado el puente otransmisión eficaz de la visita a la embajada al dramacentral; este puente es tan bueno como cualquier otropara mi propósito, rápido, recto, simple y directo,como he detallado de forma suficiente en una páginaprecedente. Entonces su llegada prácticamente de Amé-rica a la familia de Londres la quiero en el interior: aun-que, pensándolo bien, ¿no conseguiré un mejor resulta-do si le evito tener que recurrir a una llave? En esehecho me parece percibir, o más bien percibo, unidas deentrada una incomodidad y una dificultad. No, no,nada de llave, sino un toc-toc-toc, por su parte, con lagran aldaba de latón; hecho esto, él se queda ahí un ins-tante, creo, con la cabeza levantada triunfalmente yconfiado, mirando desde la escalinata hacia abajo alEmbajador que está sobre la calzada; éste, solo ahora,puesto que Ralph ha pagado y despedido el coche, quese ha marchado en cuanto han bajado. Lo que vislum-bro que tiene lugar entre ellos, inmediatamente des-pués, se produce sobre la acera, tal como he dicho, perocon una diferencia: veo tras un minuto suplementariode intensa puesta a punto que él hace, bien, lo que aca-bo de decir. Ahora bien, me parece necesario un pasajesilencioso entre los dos hombres, durante el cual el Em-bajador se contenta con quedarse ahí, con quedarseatrás, como si por fin estuviera verdaderamente hechi-zado. No debo olvidar, a este respecto, que he hablado

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de la lluvia, o que Ralph lo ha hecho, en la embajada, yque su excelencia no puede aparecer allí de pie, sin ve-hículo, bajo su paraguas. Ha sido pues constaté [com-probado] a su salida de la embajada que la lluvia ha ce-sado durante la visita de Ralph, y que ha quedado tantomás atrás cuando alcanzan el Square. El Embajador hadicho en referencia al cabriolé: «Oh, no seguiré con él,volveré a pie. ¡Usted me ha hecho sentir la necesidad demoverme!». Por tanto lo mantengo ahí por un minutoviendo el fin de Ralph después de que éste ha llamado yantes de que se abra la puerta. Cuando se abre, Ralphse vuelve; la puerta se mantiene completamente abiertapor un instante, me parece ver todo esto a primera horade la tarde, en primavera, digamos en marzo o abril, noes un interior iluminado lo que por un momento se ve,sino una entrada tal como todavía se pueden ver hoy enBloomsbury. Ralph, pues, accede al interior; y lo quepor el momento quiero subrayar brevemente es sóloque la hermana mayor es la primera persona del «dra-ma» a la que ve. Es preciso que sea hermosa, mucho,notablemente más hermosa que la menor, todavía no ala vista, todavía no, yo creo, hasta después de que losotros tres, la madre y los dos jóvenes, hayan entrado enescena, anunciando en alguna medida y preparando suaparición. Podría ser incluso, creo, debido a que ella seausenta de su casa por algún tiempo y no vuelve hastadespués de que la situación ha vuelto a comenzar. Ybien, he aquí, entonces, que lo que Ralph sabe, eso delo que está en posesión y para lo que tiene una prepa-ración general, es tan precario y, por decirlo así, tantraidor, que... bien, todo lo que quiero decir aquí es, an-tes de interrumpir, que él la acepta, acepta a la mayor

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como la joven que le conviene. Esto parece fácil; a sumanera, ella parece conveniente. Él sabe, ha sido«puesto al corriente» por el joven de 1820 de lo que seespera de él con respecto a una de las jóvenes; cómo, dequé manera, bajo qué condiciones y según qué arreglose le espera, cuestiones que quedan en suspenso y quedeberé disponer adecuadamente, por no decir brillante-mente. Lo que me hace falta, creo, es conseguir que larelación entre ellos dos arranque antes de que el prota-gonista tenga relación con nadie más; pues siento que,una vez arrancada, puedo mantenerla a voluntad. Mepregunto incluso si la primera impresión del protago-nista, la primera de todas, no podría ser la de mi se-gundo hombre, como yo le llamo, el que no es el her-mano, que está allí por la hermana menor y al quepodría quizá encontrar solo en la habitación cuando sele introduce en ella para esperar a los otros —que sonel objeto de su visita—, y que constituiría así la impre-sión inmediata de Ralph. Es para recibirlos, digamos,para lo que entra la primera hermana: tan indefectibley luminosamente veo regulado mi procedimiento por eldrama, el movimiento casi escénico, o en cualquier casola marcha, la lógica y la coherencia esenciales. Sin em-bargo, no pretendo con estas palabras, en este toscoguión, adentrarme más allá de los elementos más pro-visionales y generales. Lo que necesito es que mi jovenprotagonista esté inevitable y naturalmente deslumbra-do y tome conciencia de ello por la fuerza misma conque siente la distinción y el privilegio del elemento pro-digioso que lo ha impulsado. Los otros no tienen la me-nor idea de lo que hay en él, pero lo que quiero ressor-tir [resaltar] es que él «representa» al otro compañero,

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su prototipo antiguo, el primo esperado de América,con una infinita cortesía, etc. Debe haber al mismotiempo, sin duda, así lo veo, enormes reducciones, granconcentración y depuración del cuadro: quiero mostraralgo de este tipo antes de la llegada de la segunda her-mana. Naturalmente, cuestiones tales como si corres-pondía a aquella época que la mayor, educada como seeducaba entonces a las chicas, «bajara» sola al encuen-tro de dos «caballeros de visita», como si anticipasenuestra actual modernidad, claro está, tal detalle esperfectamente fácil de manejar y hacer que suene apro-piado. Al mismo tiempo, en relación con lo que acabode decir sobre lo escénico, tendré en cuenta que la esen-cia de todo esto es mantenerme lo más cerca posible del precedente de la «Tuerca», donde las reduccionesabundaban y donde no manejé, ni podía hacerlo, mitema de manera escénica. El de ahora es, claro está, unasunto mucho más amplio y complicado, que se prestamucho más a lo escénico, de cierta manera, y puedo in-sistir en ello un poco, o incluso no tan poco; pero debotener cuidado y tenerlo controlado siempre y muy in-tensamente, pues de lo contrario me podría extendersobre un terreno mucho más amplio del que quiero onecesito cubrir para conseguir el resultado óptimo. Sipuedo mirar bien de frente el hecho de que el asuntosólo se deja expresar escénicamente en un grado menor,de ningún modo preponderante, bastará muy poca re-flexión suplementaria para ver que esto es vital y que elefecto particular que, por encima de todo, quiero obte-ner, el del crescendo del malestar, realmente exige y sebasa en lo no-escénico para su plena consecución. Veoesto perfectamente claro; veo cómo la «representación

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narrativa» es la que mejor permite, la que de forma máseficaz prepara y acompaña mi actual vuelta de tuerca yqué papel pueden desempeñar para mí a este respecto elcuadro y la imagen y el aspecto y el sentido evocados.

Me parece captar ya, con cierta visión, dos o tres,por no decir tres o cuatro, de mis goznes esenciales, o,como los he llamado, mis clous [clavos], que marcanlos giros o las fases de la acción. El primero es la apari-ción en escena de la segunda hija, después de que las co-sas han avanzado bien con respecto a la primera. Laprimera* es una flor bien abierta, e indudablemente noha de ser en modo alguno demasiado joven; debe andarpor la treintena, digamos, y es muy escasamente elogia-da por los demás, y todo esto indica que la tienen enmuy poco, aunque el pequeño Horace Walpole la apre-cia y aspira a su mano; con el completo beneplácito delos demás, que lo consideran un partido más que acep-table para ella, aunque no sería suficientemente bueno,eso no, para la hermana mayor. Hay que tener cuidado,dicho sea de pasada, con cualquier paso en falso que sepueda dar aquí: no hacer al pretendiente en cuestióndemasiado elegible, o, en lenguaje moderno, distin-guido; pues no por ello parecería Ralph más deseable.Debo mantenerlo en un nivel ligeramente inferior, enel modo y el grado adecuados, en comparación conRalph; sin olvidar nunca, al mismo tiempo, que lo quele da la nota característica es su, nuestro, sentido delviejo y duro rigor de clase que gobierna la vida a su al-

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* Aquí el autor parece haber incurrido en una confusión entrelas dos hermanas, pues en realidad va a describir a la pequeña,Nan, y no a la mayor, Molly. (N. de los T.)

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rededor y del cual Ralph ve pruebas a cada paso. La rea-parición en casa de la segunda muchacha procedentedel lugar en que haya estado, sea el que sea (expresableen diez palabras), es en todo caso, como si dijéramos,mi primer clou o gozne; un hecho, una impresión, unacomprensión que inmediatamente adquiere importan-cia para Ralph. No recuerdo si he dicho antes que nues-tro H. W. le habla, le hace confidencias con respecto aella, incluso hasta el punto de reconocer ante R. que nopresta atención a sus desvelos y que por esta actitud haincurrido en la viva reprobación de su madre, de su her-mana e incluso de su hermano. R. está impresionadopor el concepto de la autoridad en esa época, por el ré-gimen y la disciplina mucho más severos. Y durante todoeste tiempo la joven incluso está medio aterrorizadaante lo que está haciendo al oponerse, al resistirse. Suprimera relación con él consiste precisamente en pro-testar contra ese rigor; la primera impresión que ellasaca de él y la emoción que inicialmente le produce —love, nos lo hace ver— es que, de repente, este amable yjoven pariente americano es una persona que puedetomar partido por ella, que puede ayudarla, que puede in-tervenir y respaldarla en su rechazo de las insinuacionesde un hombre por el que tiene una antipatía que nopuede superar. Sí, ése es su punto de partida, y Ralphdebe haber sido preparado para esa actitud por su pro-pia percepción del pequeño personaje misterioso, parasimplificar, que es ese pretendiente. Se acercan, se co-nocen, hablan, comienzan a comprenderse, por grandeque sea la responsabilidad de Ralph en el asunto, en elasunto de respaldar la negativa de ella. Ésa es al menosla forma de la relación real con ellos, con él, con su sen-

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timiento de la antigua brutalidad de los demás haciaella, de su madre, su hermano, su hermana, agitándosedelicadamente dentro de él. Ella misma no ha soñadojamás, R. lo ve, con una igualdad real de intercambio,de relación con él, pues, si los demás están deslumbra-dos, no menos lo está ella. Ella ve, es decir, él ve que ellave; a él le gusta que ella lo mire con buenos ojos; y esole da a ella la sensación de un privilegio que le hace estremecerse de gozo, al mismo tiempo que la deja sor-prendida en su exquisita humildad (lo que resulta con-movedor para R.). Lo esencial es que él entra en rela-ción con ellos, y que, a la vez, ha comenzado a actuaren él la sensación de cuánto necesita esa relación, lacomprensión todavía turbia y vaga de cómo ella podríaayudarle. Él ve, siente, que ella, por decirlo así, lo com-prende de algún modo, aunque el cómo y el porqué exi-gen una plena explicación; que, en fin, lo que afecta alos demás como su secreto, su singularidad, acerca delo cual no saben qué pensar, a ella no la desconcierta, alcontrario, le hace sentir de alguna forma que, debajo odetrás de su brillo, él es un objeto digno de piedad, deuna piedad «respecto de la cual» ella quizá puede haceralgo. Lo ideal para el interés y la claridad dramáticassería que hubiera un solo tema, un solo punto, un solovínculo con su otra identidad por el cual él se traiciona,él se revela, atestigua finalmente su condición de extra-ño, su anormalidad, la naturaleza de su identidad, endefinitiva; lo ideal sería esto, digo, y esto debería serclaro y visible, absolutamente comprensible de inme-diato, lo bastante para que ella lo captara, entrara enposesión de ello sin quedar simplemente aterrorizada uhorrorizada: que ella fuera afectada, en suma, como

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por una ampliación más sutil de su interés. Lo ideal,como digo, sería que este hecho o circunstancia fueraformidablemente justo en el tono desde el punto de vis-ta de la «Tuerca», que estuviera intensamente acordecon ese tono, para lo que debería ser una cosa concretay precisa. Encuéntralo, encuéntralo; consíguelo y serála clave de la historia. Debe consistir en algo que él tie-ne que hacer, alguna condición que debe ejecutar, al-gún momento que tiene que atravesar, un rito o sacri-ficio que tiene que realizar, alguna responsabilidad quetiene que afrontar y que depende de alguna manera delestado en que se encuentra. Creo verlo, vislumbrarlo;aunque no haya pensado en ello al comienzo —origi-nalmente no había llegado tan lejos—, planea ante mí,aunque en la forma de la única cosa posible. Cuando lollamo una «responsabilidad» me parece tocarlo con lapunta de los dedos; me parece tener una especie de sen-sación de lo que en cierto sentido puede ser. Pensaré enello un poco y, bajo una presión directa y suave, o másbien firme y paciente, saldrá. Está, pues, sujeto a losvislumbres del otro, el retratado en el cuadro, con elque ha tenido ese portentoso episodio antes de acudir alEmbajador; está sujeto a una sensación recurrente deesa presencia, la cual, en lugar de encontrarse en la vas-tedad sin límites de lo moderno, es decir, del futuro,como se lo ha descrito al Embajador, le parece planeara veces amenazante; con la apariencia o el efecto no detranquilizarle o aliviarle, sino de burlarse abiertamentey sin piedad y mostrarle que está «vendido», terrible-mente vendido. Es, pongamos, como si al hombre de1820, al Pendrel de aquella época, le estuviera yendomucho mejor en lo moderno, esto es, en el futuro, de lo

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que le iba en el presente, en su presente, que es el pasa-do, de modo que un estremecimiento y un temor, unadesesperanza y un miedo crecientes, se abaten sobreél desde allí con el resultado de que, de algún modo, debeempezar a sentirse perdido. Eso es, eso es, eso puede seradmirable si puedo encontrar una buena bisagra o meca-nismo para articularlo, y sin duda puedo. Él no se espe-raba eso, creo, a menos que yo introduzca algo que,cuando lo piensa, viniera a su cabeza el episodio entreél y el otro hombre, del que sólo sabemos lo poco quesabemos por la descripción que ha hecho al Embajador,es decir, después de haber visto acercarse al otro, en elinstante culminante de la primera noche crítica queRalph pasa en la casa. Sabemos algo de ello por suspropias referencias mentales; de modo que esas relacio-nes pueden ser suficientes para nosotros. Y bien, lo quequiero es que, una vez que él ha tenido la experienciaextraordinaria (la experiencia dentro de la experiencia)de estar bajo la observación de su álter ego, una vez queél la ha vivido de una forma aguda y la ha vinculadosorprendentemente con alguna causa, siente que estaráde nuevo sujeto a ella si el mismo tipo de causa apare-ce; lo que, cuando el fenómeno tiene lugar, le sugiere,como he dicho antes, mucho más una amenaza que unalivio. Es decir, es como si el otro joven sintiera, cono-ciera, tuviera alguna impensable adivinación del debili-tamiento de Ralph, cuando nada está más lejos de élque debilitarse; por eso Ralph establece la relación,como yo capto plenamente, de la consecuencia con lacausa. Es preciso que haya aquí secuencias muy fuertes,me parece, el sucesivo hundimiento de los sucesivos cla-vos con cabeza de plata en los puntos y bajo los golpe-

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citos que yo les reservo. Esto es, el clavo de plata, susrecurrencias en el sitio justo, la perfección y pertinenciade cada uno, y la apuesta está hecha. Así, me pareceque es un clavo de plata lo que mi joven protagonistareconoce cuando la muchacha más joven (para la cual,como para todos ellos, deberé encontrar un nombre sinmucha dilación) se sumerge en la conciencia de él, y esotro, otro clou d’argent [clavo de plata], que, cuando laola de la confianza de Ralph parece haber comenzadoa agotarse, algo, sin embargo, ocurre. Este algo debeconstituir exactamente otro clavo de plata, y yo lo veo,pues, como algún síntoma por parte de los demás de uncambio de actitud, un cambio de sensibilidad, comodebo o al menos puedo llamarlo, a falta de una palabramás adecuada. Lo imagino como una fuerza superiorque ellos, los demás, todos excepto mi joven protago-nista femenina, comenzarán por su lado a revelar comoun malestar, por el que Ralph se verá afectado después;es mejor así, y no que sea él quien empiece, lo que ha-ría que ellos quedasen afectados por la operación, la re-velación al exterior, de ese malestar suyo. Aquí tengo laacción del pequeño H. W., que, llevado allí (me expre-so así toscamente) por la situación, aparentemente fa-vorable para él, que supone la relación que debería pre-sumiblemente desarrollarse entre R. y la joven —y estoaunque R. no esté del todo libre para la joven—, se abrea este respecto a los otros tres y llama su atención sobreciertas cosas, que ellos no tardan en descubrir, y se loconfiesa a él y a cada uno de los demás, afectados tam-bién en el sentido que él comunica. Para ser perfecta-mente preciso, me parece que debo tener en cuenta queel matrimonio de Ralph con la hija mayor debe organi-

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zarse y fijarse definitivamente en una fecha razonable-mente próxima; puesto que quiero que la mayor, «bajoel efecto», rompa algo, y no hay nada tan oportuno quepueda romper como su compromiso. Esa ruptura, conla comprensión por parte de R. de por qué y cómo ocu-rre y ha ocurrido, es, claro está, un clavo de plata per-fectamente oportuno; como también lo es, lo veo, queesta catástrofe, o como se la quiera llamar, coloque aRalph y a la menor de las dos jóvenes frente a frentecomo nunca antes lo habían estado. Su reconocimientode esta situación, de él, al menos, que es también unapercepción y una comprensión de la de ella, ¿qué esesto en su concreción, sino un clavo de plata más? Loque al mismo tiempo veo aquí envuelto es la cuestiónde la relación que Ralph en apariencia persigue, en-cuentra o hace posible, con las otras dos mujeres, etc.,cuando tiene lugar la ruptura y después de haberseconsumado. No puedo dejar que la relación se detengaahí, con tal hundimiento, de modo que debe haber to-davía una base para la relación, un motivo fuerte ypositivo, o al menos definido y presentable. Gano algoal prever que el compromiso no ha sido hecho públiconi el matrimonio anunciado; lo que, por otra parte, noes de ningún modo natural, a menos que en el manteni-miento de relaciones superficiales esté implicada algunaventaja que no debe ser sacrificada a la ligera. Esto espreciso pensarlo bien, aunque no es insoluble; y creo, porotra parte, tener la solución en el hecho de que todos seaferren a él, de algún modo, incluso pese al malestar, enrazón de la perspectiva que ofrecen sus recursos econó-micos. Sí, decididamente, a causa de los desórdenes, ex-travagancias, infamias o cualquier otra cosa perpetrada

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por el antiguo jefe de familia y vraisemblablement [vero-símilmente] a causa de actitudes similares por parte delhijo que le ha sucedido como propietario de Drydown,su base pecuniaria debe ser escasa e inestable, lo quehace necesario que Ralph tenga dinero, aun cuandoesto no sea de ningún modo una circunstancia o un lujocomún en el mundo americano de la época. Sin embar-go, sin exagerar el rasgo, había algunas fortunas, y ensuma sólo tengo que hacer a Ralph muy dispuesto, muypeculiarmente dispuesto en verdad, y muy particular-mente inspirado, y con una necesidad y un deseo inte-riores de pagar con largueza su parte, de ser el genero-so-pariente-americano, a fin de crear el eslabón quepodría parecer que faltaba y hacer que sirva a mi obje-tivo. Él paga su parte, regala e «invita» a un lado y aotro; y nada puede ser más característico de esa épocaque la extraordinaria disposición que encuentra en to-dos para aprovecharse de ello, la falta de delicadeza yde dignidad, según nuestros criterios modernos, de laactitud general hacia los favores pecuniarios. Lo máspequeño vive todavía de lo más grande; las personasmás pequeñas, de las más grandes, y Ralph se ve lite-ralmente a sí mismo, se siente, disfruta de algún modosintiéndose a sí mismo como uno de los grandes pormedio de este juego de mecenazgo económico que seabre ante él. Eso es: si obtengo un clou d’argent con laruptura, obtengo, en suma, otro, uno más, con algunademostración «dramática» de la forma en que, a pesarde su malestar, ellos van a aferrarse a él como benefi-ciarios. Sí, sí, sí, eso es, eso es: el hermano ha tomadoprestado dinero, lo ha tomado prestado de él, desde elprincipio; y se opone a la ruptura del matrimonio por

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temor a que eso pueda implicar una ruptura completa,lo que implicaría tener que pagar a su acreedor, su pro-bablemente indignado acreedor, como consecuencia delcambio de la situación. Las otras dos mujeres están alcorriente y saben lo que esto significa para él; y luegoven que esto no necesariamente significa lo que ellas te-men, lo que él teme, y lo que no va a hacer, pues aquíprecisamente consigo un pequeño pero sublime clavode plata en el hecho de que Ralph, comprendiendo esto,y viendo felizmente la forma en que esa circunstanciapuede ayudarle, parece mostrar claramente, por el con-trario, que él no insistirá, que no expondrá su gêne[malestar, aflicción] privado, a la vista de lo que puedeobtener absteniéndose de hacerlo. Más bien, de hecho,«presta» más dinero al hermano, se lo presta inclusodespués de la ruptura, a fin de tranquilizarlos y mante-ner la relación y mostrarles que no le «importa» la rup-tura por parte de la hermana mayor; todo esto porqueasí conserva las posibilidades de mantener una relacióncon la pequeña. Hablando claro, ¿no se puede decir quelo que hace es comprar, pagar con dinero contante y so-nante, el mantenimiento de su oportunidad?; lo que estanto como decir que su seguridad «dramática», con elconsecuente reajuste de su posición, constituye tam-bién otro clavo de plata. (No hay nada, creo, que sedeba tener tan presente como que al principio fue ex-traordinariamente agasajado, mucho más de lo que élpodía esperar.)

Y bien, ahí le tenemos con la cuestión del matrimo-nio terminada; en cuanto a esto, deberé recordar quedebo darle a ella un motivo, un fundamento presenta-ble, puesto que la ruptura viene de ella, que no haga de-

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masiado anómalo que él mantenga su relación con lacasa. A este respecto, debo hacer que no «se aloje» conellos; veo ventajas y naturalidad, facilidades de diversotipo, en que no esté allí, sino más bien en una de las po-sadas de la época, o mejor todavía, en un alojamientode una de las viejas calles del West End. ¿Y si la jovenle dijera franca y abiertamente —¡idea feliz!—, le dijerasin rodeos que no puede casarse con él, el cielo la ayu-de, porque le tiene miedo?; exactamente eso, simple-mente que le tiene miedo, aun cuando él (con su propiomalestar en este punto) no consiga sacar de ella el me-nor porqué cuando le pide que se explique, tal comodebe hacer con toda dignidad y decencia. Esto le afectay le impresiona mucho, pues, atención, no hay en ello lamás leve insinuación o indicio de que sea por celos desu hermana, cosa que ella ni siquiera se digna sospe-char. (Esa especie de condición de Cenicienta, por de-cirlo así, de la más joven, debe aparecer como más omenos sentida por él.) La posición así tomada, con rá-pido pragmatismo, por su futura esposa, es la primeraadvertencia clara y realmente nítida que él debe teneren cuenta sobre la extrañeza que planea, y con razón, asu alrededor; ello establece las bases del gran senti-miento que quiero imputarle. Él piensa, de todos mo-dos, al principio, él espera y comprende, en cualquiercaso no con placer, que no será secundada en su actitudpor su madre y su hermano, al haber tenido lugar laruptura sólo entre ellos y de forma bastante repentina;ella le sorprende actuando únicamente en función de unimpulso particular y repentino y de una manera que enabsoluto conviene a los demás. Ellos se le impondrán,piensa él; su madre, sobre todo, la llevará al camino

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recto. Ralph incluso teme esto positivamente, de modoque su sorpresa es grande, y su malestar todavía mayor,cuando la madre, teniendo perfectas oportunidadespara hacerlo, ni siquiera le menciona el tema. Debe ha-ber un pasaje entre ellos, él y la madre, en que él, ob-servador perplejo, acechando todos los síntomas e in-dicios, como si dijéramos, espera que doña Fulana deTal abra la boca para abordar la cuestión, para mos-trarle que sabe lo que ha hecho su hija. Él debe saber, ocreer, que ella está al corriente, al haber sido tratadoeste punto entre él y la joven, por así decirlo, en el esce-nario de la ruptura. Él, claro está, tiene que preguntar-le a ella si le abandona con el consenso y la aprobaciónde su madre, a lo que ella responde que no, que no to-davía, que se le ha venido todo abajo en ese momento,pero que ahora sin duda alguna se denunciará, por asídecirlo, a su madre. Veo que es preciso que ella sea hon-rada y directa, de ningún modo retorcida o pérfida, yen cuanto a calcular, pues bien, calcula abiertamentey sin vergüenza las ventajas materiales que están en jue-go; y, por consiguiente, es tanto más elocuente en cuan-to al sentimiento interior que ella no puede superarcuando renuncia tan categóricamente a esas ventajas.Bien, la conclusión, después de todo esto, es que nues-tro joven está esperando que la madre le manifieste queno debe, por su parte, sacar ventaja de la negativa de suhija, sino reclamar insistentemente su derecho a no sertratado a la ligera (la actitud familiar es que ellos son,aun en su apurada situación, personas de alto rango,más alto, en realidad, que el de él, y por tanto tambiénhay un beneficio para Ralph en la relación), y actúacomo si nada hubiera sucedido. Él esperaba de ella, por

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su carácter, la información de que había hablado, con elmás severo rigor maternal que prevalecía entonces, conla ridícula niña, a la que había hecho entrar en razón yactuar con docilidad. Pero nada de esto sucede; no so-lamente la dama de Drydown no aborda este tema, sinoque revela a la imaginación ahora considerablementeexcitada de Ralph el temor de que él lo hará: lo que seráverdaderamente difícil, molesto e incluso «terrible»para ella; de modo que lo que me parece ver que suce-de es que cuando él la ve callarse de este modo, advir-tiendo que se contiene por razones particulares, no laincita, incluso decide no hacerlo, decide que la cuestiónsea en realidad debatida entre ellos sin que ninguno delos dos hable, y nada más que mirándola con insisten-cia a los ojos, y ella a él, persistiendo ambos en su acti-tud. Así simplemente se derrumba por su propio peso lacuestión del matrimonio, y el hecho de que él no se ex-plique y ella le deje hacer, como con cuidado, sin darpie a una ocasión, constituye otro clavo de plata, igual-mente, de tan buena factura como pueda desear. Hastaahí, pues, en cuanto a esto; y después de haber tratadopor un instante la actitud del hermano en cuanto a larelación, veo que habré conseguido lo que pretendíaconsiderablemente más arriba, una vez que este asuntoparticular toma, o ha tomado, su lugar, lo cual debeservirme como determinante del fenómeno, del factor,que he decidido abordar. El «otro» se «aparece» a Ralphy le hace preguntarse por qué, contra toda verosimili-tud o lógica, en contra de las reglas del juego, se pro-duce este hecho extraordinario. Lo siente como un pre-sagio, lo siente, lo veo, de una forma completamentediferente a como sintió la primera gran ocasión; cuando

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sólo le inspiró y emocionó haciéndole consciente detoda su fuerza, mientras que ahora le inquieta y le alar-ma, le hace preguntarse por su lógica y su razón; lo queél se explica bastante claramente. Un hilo difícil e intrin-cado de exponer aquí, pero tan fino y sutil como mehace falta si lo mantengo así. Recuerda, se da cuenta deque tiene libertad y de que el hecho de haber actuadocon independencia, o al menos con inevitabilidad, le hatendido esta trampa; que él se ha desviado, y necesaria-mente, de lo que le habría sucedido, en el lugar y en eltiempo, al otro. Lo que habría sucedido es que, siendoél el otro, no habría temido a su futura esposa; y de estemodo él, Ralph, ha hecho violencia al otro, ha equivo-cado a la personalidad del otro en él, en él mismo, pri-vándole de la unión fijada, la armoniosa unión con labella y deseable muchacha de la que el hombre de 1820había estado perfectamente enamorado, y con éxito, y ala que había mantenido enamorada de él sin temor nisospecha. Desviación, violación, verdadera traición, dehecho: eso es en verdad a lo que equivalen y lo que re-presentan para Ralph su prestación y su efecto sobre lasdos mujeres (la madre comparte la frialdad de su hija),agravadas además por el interés mostrado por la chicamás joven y la comunidad de sentimientos disfrutadacon ella, que, para resumirlo toscamente, no habría sig-nificado nada en absoluto para el otro. Me engancho así—y lo trabajo de este modo admirablemente— a lo quehe llamado insuperable e imborrable margen de inde-pendencia de Ralph, su tenaz marca de modernidad,puesto que es por su agudo sentido moderno por lo quela exquisita y delicada hermana menor, digna-de-ser-mo-derna, le ha impresionado, a pesar de que no haya nin-

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guna capacidad en el otro para apreciar o imaginar cual-quier valor en ella. Partido hacia su inescrutable realidadde ser y de acción, el otro ha tenido entonces también sumargen insuperable de antigüedad, que no de moderni-dad, su sensibilidad independiente, aunque de una clasemás simple y más tosca, más ruda y más pesada; y es entanto que mensajero de esto como mi joven, por decirloasí, se ha atraído su condena. Ahí está, saco así mi cau-sa de mi efecto; consigo lo que quiero de que la otra par-te del acuerdo aparezca inesperadamente, lo que resultamuy alarmante para mi parte, a fin de mostrar, en ciertaforma, que ha sufrido una violencia, un error, tal comose ha formulado antes, y para protestar contra su conti-nuación. Veo que este hecho no debe ser repetitivo, nodebe ser trivializado a fuerza de recurrencias. Sólo debohacerlo aparecer, según creo percibir, tres veces, cadauna de ellas con su propia carga de significado para esemomento, y luego no reproducirlo más. Se convierte así,cada vez, en un clou d’argent de la presencia más inten-sa. Veo la primera vez como lo que se podría llamar unaadvertencia. Veo la segunda, que tiene lugar después deque Ralph haya hablado a la hermana menor de lo suce-dido, y le haya dicho que lo que debe pasar entre ellos hapasado ya; veo eso como un castigo, en otras palabras,como un enorme, un tremendo factor de agravación delmalestar; y veo la tercera como algo que detallaré en uninstante, después de haber dicho unas palabras másacerca de la segunda. La segunda constituye —quierodecir, la ocasión de ello constituye— un reflejo de la in-timidad, o al menos del hermoso entendimiento, con lamenor, situación determinada para Ralph por el hechode que él se abre a ella tras la sensación que acabo de for-

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mular, que procede de la ruptura y de la manera en quelas otras dos mujeres han actuado. Es sólo en ese mo-mento, y a partir de ese momento, cuando ella seconvierte en su confidente, lo que establece toda la dife-rencia; y no considero un hecho poco importante que,mientras él permanece silencioso, como si dijéramos,con las otras (dejando a los dos hombres aparte de lacuestión, que debe ser tratada separadamente), él nola encuentra en la ignorancia, verdadera o simulada,sino que la encuentra virtualmente desbordante de ganasde hacerle ver que ella sabe. Ella sabe, y pienso que él nisiquiera comprende del todo por qué o cómo sabe; suposesión de lo que sabe le parece un asunto que supera,en su «cualidad», toda transmisión que hayan podidohacerle los demás. El episodio entre ellos que recogetodo esto se convierte entonces en el determinante de loque he llamado la reaparición punitiva, para distinguir-la de la de simple advertencia de la otra parte. Quierosólo introducir provisionalmente aquí, y antes de dejar-lo por hoy, que tengo el «motivo», el valor dramático, dela tercera reaparición; se basa en la relación de mi hero-ína con ella, esto es, no, rotundamente no, en el sentidode que la tenga ella misma, es decir, de ningún modo di-rectamente, sino que ella es consciente de que Ralph latiene y, como si dijéramos, le sorprendiera en flagrantedelito. Elabora esto, exprésalo mejor, o al menos por en-tero, la próxima vez: lo veo perfectamente; basta formu-larlo con claridad.

Quiero que la cuestión meramente esbozada en lascuatro o cinco últimas líneas sea tan perfectamenteexacta como resulte posible. Quiero extraer toda la vir-tud eficaz de ello, en el sentido del color y el tono que

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busco, de la producción que busco del «nuevo» estre-mecimiento, de forma tan hábil como sea posible. Mi-rándolo un poco más de cerca, creo tocar la posibilidadbuena con la punta de los dedos, aunque pensándolobien me molesta un poco, pues no estoy seguro de nopoder hacerlo mejor. Estaba pensando hace un instanteque ella debería, después de todo, tener la impresióndirecta, la percepción, o, hablando claramente, la vi-sión; tenerla en el sentido en que ella se muestra a R. enun momento dado, sumida en la estupefacción o la con-fusión, al haberle visto aparentemente doble, es decir,haberle visto con seguridad en un lugar en el que, en lascondiciones que serán abordadas, examinadas y discu-tidas entre ellos, no podía haberse encontrado. En otrostérminos, ella debe decirle que, también según su per-cepción, por la experiencia que ha tenido una hora o nosé cuánto antes, él ha surgido ante ella durante unosmomentos en una realidad con la que todo revela estaren conflicto. Eso, digo, era lo que he podido vislumbrarhace un minuto: que Ralph aprenda de ella la forma delo que yo llamo aquí mi tercer gran determinante. Perono, no: lo que es inconmensurablemente mejor que ha-cerle aprender de ella cualquier cosa de este tipo es queella aprenda absolutamente todo de él. Insistiendo másy más inteligentemente, vuelvo a la imagen, obviamen-te más bella, cuando ella lo sorprende bajo la presión,bajo la terrible experiencia, de esa tercera ocasión, quecreo poder hacer adecuada y operativa por su reconoci-miento de que él está haciendo, como es lógico, todo loposible para no mostrarle, para no revelarle su com-prensión de lo que él debe deducir, interpretar, de algoque se le antoja terrible, que acaba de sucederle. Me pa-

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rece que lo alcanzo a ver y lo ofrezco, para mi mayorbeneficio, poniéndolo todo bajo la forma en que, alacusarle de hallarse en un estado, un estado que adivi-na pero que no comprende más que a medias, deter-mina finalmente su confesión más o menos desesperan-zada. Él se derrumba ante la hermosa compasión de suintuición, la maravilla de que ella tiene suficiente sim-patía por él como para casi saber, o al menos casi sa-ber bastante. Y la cuestión, claro está, ¿no es así?, essaber si por la lucidez plena del interés, por la lógica to-tal del movimiento, él le dice o no todo, o, en el len-guaje vulgar de la ficción, si le revela o no su secreto.Ahí es adonde hemos llegado, adonde tenemos que lle-gar, así me lo parece claramente; esto es lo que la situa-ción parece significar, lo más maravilloso, se diría, quepuede ofrecer: su cara a cara ante toda la prodigiosaverdad, para cuya ilustración creo que debe haber unamagnífica scène à faire [escena por construir]. La belle-za, el pathos, el terror residen, así pues, en que él se lan-za sobre ella en busca de ayuda, ayuda para «salir deahí», literalmente, ayuda que ella puede, de algúnmodo, proporcionarle. Tengo que saber mantener fir-memente la lógica, lo exquisito de todo esto, poniendoel dedo en cada eslabón sucesivo de la cadena. Perovoyons un peu [veamos un poco] su lógica; ésta, ex-presada en los términos más claros posibles, más ma-temáticos, quiere que lo que esta admonición «puniti-va» signifique para él sea, le parece, que va a serdejado, entregado a las condiciones del lugar, del per-sonaje, y sobre todo de la época en que se encuentra;nunca salvado, nunca rescatado, nunca devuelto denuevo, por la resolución de su aventura y su experien-

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cia, a sus condiciones temporales originales, que él an-hela de forma absoluta. Ha llegado a tener horror a suscondiciones actuales, horrorosas, tenebrosas, y él ledice hasta qué punto todo lo que le rodea, todo lo quea ella misma le rodea y de lo que ella forma parte, hallegado a ser horrible para él, y bajo qué peso de deses-peranza se hundiría si lo que acaba de ocurrirle por ter-cera vez significara que su suerte está sellada. Él sehunde ante ella, tiene la única crisis de desesperanzaabierta y comunicada que yo le veo en el curso de lahistoria; se lanza sobre ella por lo que pueda hacer paraevitarle ese destino, le suplica de forma muy egoísta quele ayude. Digo «de forma muy egoísta» por su valordramático, por llamarlo torpemente, por su valor opera-tivo; ligado, idéntico, como está a la voluntad de él, in-cluso a su intensa esperanza, de poder aprovecharse de laidea de una posible liberación comprada a cambio dealgún sacrificio por parte de ella, sacrificio de ningúnmodo suficiente, de cualquier esperanza de él, si no dela propia sustancia de ella, y esto de forma íntegra.Cuanto más lo pienso, más cosas encuentro ahí; peroesto proporciona tanto más que decir con una supremalucidez. Por reducir la situación a su más simple expre-sión, él se ha enamorado de ella; lo ha hecho absoluta-mente, bajo el golpe de la angustia a la que la rupturade la hermana, de la madre, ha puesto fin para él; y ellole permite remitirse a ella en origen por reacción, por lasensación ya percibida y asimilada de que con ella, muyfelizmente, es posible casi cualquier alivio para él, seade manera comparativa o absoluta. Ha abierto de estemodo la puerta a la posibilidad, por así decirlo, de en-amorarse de ella; y así, este hecho obra, según él lo per-

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cibe, a la vez para su recuperación inmediata y para sucomprensión de lo que debe temer. Aquí llego a algobastante complejo y difícil, y sin embargo lleno de viday fuerza, por decirlo abiertamente, de belleza, si puedodisponerlo como es debido; y eso es lo que debo hacer.¿Por qué lo que pasa, lo que ha pasado hasta entoncesentre ellos dos, por qué eso produce o arrastra la ter-cera recurrencia «punitiva»? Bien, veamos si no expli-camos, y así preservamos una mayor belleza e intensi-dad. Supongamos simplemente, por el momento, queel predecesor ha estado enamorado de la hermana ma-yor, mientras que, cosa desconocida (en aquella época),la más joven había estado enamorada de él. Esta condi-ción, en ella, me parece que me proporciona el vínculoque estoy buscando, el vínculo exacto, para que Ralphencuentre un terreno preparado, como si dijéramos unterreno de reciprocidad, de fundamento, para sus pri-meras ententes con ella, una vez que él ha comenzadoa sentir que el malestar de los otros interfiere. Aquí, loreconozco plenamente, no puedo eludir la cuestión depor qué si el predecesor ha estado enamorado de esemodo en la época antigua, habría tenido el impulso desepararse hacia condiciones tan alejadas de las del ob-jeto de su sentimiento. Tengo una respuesta parcial aeso en el hecho de que Ralph, al que se ve tan enamo-rado en el primer libro, ha aprovechado sin embargo suoportunidad de desplazarse hacia donde ahora lo tene-mos; pero necesito algo más que esto y no lo consigosimplemente apoyándome con fuerza en el apego inspi-rado en el hombre de 1820; en la medida en que másfuerte ha sido su apego, más habrá que explicar el asun-to, el asunto que florece en ese fenómeno desmesurado

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que es el encuentro nocturno y primitivo de los doshombres. Si doy su pleno valor a la idea de que la pre-sión del Pendrel actual, su fuerza penetrante y circun-dante, ha sido la razón fundamental de lo que ha ocu-rrido, que aunque el hombre de 1820 haya arrastradoal hombre de 1910, exacto (aunque en cuanto a esto nodebo dar datos modernos explícitos), hacia atrás a supropia época, mientras que el segundo ha arrastrado alprimero hacia delante hasta la suya, aunque haga esto,tengo que tener cuidado, tengo que soigner [cuidar] elefecto de que es Ralph quien ha comenzado, quien haejercido la fuerza original, quien ha sido determinantepara el otro y le ha empujado a aceptar su oportunidad.Esto, de forma general, esclarece un poco el aspectoparticular de lo que estoy elaborando. Pero ¿no me espreciso, con todo, todavía algo más? Busco algunacosa precisa, algún siniestro reproche que el predece-sor pudiera hacer a Ralph; y quizá, cuando rebusco enmi material e insisto en hurgar lo que quiero sacar deahí, encuentro este fundamento del resentimiento y lareprobación hacia el predecesor que él experimenta, omás bien, que Ralph siente que él experimenta —puestodo esto no puede ser más que una imputación porparte de R.— al pensar que no está, por así decirlo, si-guiendo el juego; deja completamente de jugarlo desdeel momento en que inspira en la mayor de las jóvenes,con la que había hecho tan buenas migas, la alarma dela angustia y la aversión que ha provocado su ruptura.Encuentro algo en esto, encuentro, creo, suficientes co-sas, encuentro suficiente que Ralph se reconozca comoobjeto de ese descontento, de ese descontento vindicati-vo por no haber, como si dijéramos, seguido el juego.

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Que yo le deje formularse por sí mismo la idea de queel otro tampoco ha seguido el juego, desde el momentoen que «entra» así, en que reaparece, como si dijéra-mos, con el propósito consciente de «brouiller» [«re-volver»] las cosas. Que él tenga claro que Ralph enmodo alguno tiene ninguna teoría sobre la situación desu doble en su esfera; pongamos que no tiene la menoridea constructiva, inductiva ni intuitiva acerca de todoeso; sería una extraordinaria complicación pretenderatribuírsela, con lo que quiero decir que sería una im-posible e inefable confusión. Sí, sí; cuanto más piensoen ello, más me parece ver esta idea de Ralph de que elotro está en peligro e incomodado en su esfera por loque toma como perfidia práctica e ineficacia de R. Estose debe al hecho de que las dos mujeres, los otros doshombres, etc., y sobre todo el objeto de su preferencia,son así entregados a la intensidad de su malestar; des-cribo a Ralph viendo, sintiendo y comprendiendo queel otro, por este hecho, se ha vuelto vengativo, consi-derándole consecuentemente culpable de «perfidia» ydecretando el castigo, que consistirá en no acudir en suayuda; debo mostrar que su entente [acuerdo] primiti-va prevé que los dos acudirán au besoin [si es necesario]uno en ayuda del otro. De esta pequeña reserva de in-dicaciones, en todo caso, podré sin duda sacar todo loque sobre este punto, y visto más de cerca, pueda sermede provecho.

Está claro, pues, que, sorprendido por su joven ami-ga en el hecho de su alarma inteligente, él le confiesatodo lo que siente y comprende, todo eso en lo que suinteligencia es lo que más le ayuda, en suma, todo loque es preciso que ella sepa, lo que debe saber para po-

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der ir en su ayuda y aliviarle, realizar la cosa particularque actuará sobre él y así llevar el conjunto de la situa-ción a su dénouement [desenlace]. ¿Qué es, entonces,esa acción particular? ¿Qué puede ser, al enfocarla me-jor, es decir, al enfocar mejor la cuestión, sino lo plan-teado en mi primera idea general? Aquí la lógica másfina y más ajustada debe gobernar cada una de nuestrassecuencias. Es completamente esencial e indispensableque él no se «confiese a ella» ni realmente apele a ella,ni se lance sobre ella, más que una vez que ella le ha«pillado», como decía, y acorralado, cuando no puedehacer otra cosa, es decir que, bajo la compasión y lapercepción y la belleza de todo esto, no tiene absoluta-mente más alternativa que ceder. He indicado más arri-ba, o, al menos, he tratado de hacerlo, la fuerza moti-vadora que establece en ella esa capacidad; he tratadode hacerlo, lo repito, aunque no estoy seguro de no sen-tirme un poco a disgusto, de no poder hacer nada me-jor por ella, al parecer, que hacer que reconozca sim-plemente la desdicha de R. Sería magnífico referir esadesdicha a alguna observación o constatation [consta-tación] particular y prodigiosa que él ya hubiera hecho:cuestión que he examinado y a la que ya he dado vueltasantes sin superar mi objeción en cuanto a la participa-ción directa de ella en la visión de él. Ahí he afirmadoque no quería que ella hiciera eso sino indirectamente,de forma derivada, por su percepción del estado en quela situación lo ha puesto. Creo percibir que esto, enton-ces, no es del todo adecuado o bueno sin un no-sé-qué-más para ella: la posibilidad, digamos, de provocarleprimero sobre un asunto muy concreto que le habríamostrado algo, algo extraño y prodigioso, o al menos

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profundamente misterioso, como adelanto de la pre-sión que ella ejercerá sobre él en tanto que víctima in-dicada, aprobada y revelada: esa presión, en suma, bajola que él va a hundirse. El problema es que vuelvo a es-tar demasiado cerca de la posible objeción, y me pre-gunto si no hay una salida, una idea feliz; que, en lugarde ver algo más de lo normal, en lugar de «pillarle»,como decía antes, de pillar in fraganti, algo excesivo,algo de más, ella vea algo de menos; que experimente laextrañeza de que algo falta, algo que demanda una ex-plicación. La falta, como yo la llamo, corresponde ycoincide con su exposición a la aparición punitiva,como la he llamado; y entreveo algún destello en la pro-pia manera en que ocurre, en el hecho de que la apari-ción que él tiene esté marcada, marcada de formaasombrosa y misteriosa para ella, no porque la expe-riencia de él sea detectada o discernida en algún gradopor ella, sino por la aparente exclusión de R. de algunaexperiencia; o, en otros términos, por un inexplicablelapso o suspensión de su estado de ser. Pienso que pue-do organizar esto, que ella no lo encuentre presentecuando según todas las leyes y la lógica de la vida él de-bería estar presente, y se vea así obligada a conminarlea que se explique; en suma, creo ver ahí algo. Ella no lopercibe ya, aniquilado bajo el impacto de su cara a caracon el otro hombre; ¿y no he encontrado viable queesto tenga lugar en el hecho mismo de que él haya fija-do una cita o rendez-vous con ella, en la que efectiva-mente se reúnen, pero en el curso de la cual él asom-brosamente desaparece y, por así decirlo, se volatiliza?Me parece verla salir, por ejemplo, a una cita, a la caí-da de la tarde, en el Square, en el recinto cerrado de la

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plaza; al acercarse ella le ha visto en el interior, inclusoél le ha hablado a través de la verja mientras la espera,y ha intercambiado una o dos palabras con ella para di-rigirla hacia la entrada; ella la alcanza y entra en el in-terior, y se percata, después de momentos y momentosy momentos de sorpresa y estupefacción, de que él noestá allí. Creo que eso es, que es entonces, en esos mo-mentos, quiero decir, durante esos instantes, y precisa-mente bajo la «influencia», sobre el otro hombre, de lacita fijada con la joven, cuando tiene lugar la «apari-ción punitiva». Lo obtengo así, lo obtengo en buenamedida, obtengo de hecho todo lo que me hace falta.Terminada la aparición, él está de nuevo en el lugar: élestá allí, delante de ella, y qué «desafío» más naturalpuedo tener para ella que su pregunta alarmada, es de-cir, estupefacta, en cuanto a lo que en el mundo —du-rante esos instantes, que puedo hacer, por la intensidad,tan largos o tan cortos como quiera—, a lo que en nom-bre de un prodigio sin igual, había pasado con él. Élestá ahí de nuevo ante ella, pero marcado, abrumadopor lo que le ha sucedido.

Veo lo que ocurre entonces entre ellos como la con-trapartida virtual, en la forma en que él cuenta su his-toria, de la escena con el Embajador, el contenido totaldel libro tercero; ahora bien, lo distintivo está en su de-presión, en su indecible nostalgia por su tiempo y su es-pacio, mientras que en el otro pasaje lo distintivo esta-ba enteramente en su excitación, en su impaciencia y ensu confianza. Le confiesa todo, digo, como lo había he-cho bajo la restricción, entonces esencial, al Embaja-dor; con la inmensa diferencia, sin embargo, de quemientras en el segundo caso se trataba de hacer creer a

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su confidente de entonces que había perdido la cabeza,en el presente se trata, maravillosamente, prodigiosa-mente, de hacer creer a nuestra protagonista la verdadde su caso extraordinario, reconocer que él lo exponeasí porque él es, porque él ha quedado, perfectamentesano de mente, y que es (tan prodigiosa, tan maravillo-sa sería la fuerza de ella para hacer esto) a la salud men-tal de él, exactamente, a su convincente coherencia, a loque ella se une. Este unirse de ella es, claro está, el pun-to esencial para el interés y la belleza, punto culminan-te del nada-por-aquí-nada-por-allá romántico, del efec-to global que busco; la flor misma, por así decirlo, de loque he llamado antes mi scène à faire. Como he repeti-do ya suficientemente, él le dice todo, le dice todo,todo, todo; lo que implica, claro está, que él le dice loque siente, lo que ha llegado a sentir, su sensación de es-tar tan «separado», tan definitiva y desesperadamenteseparado, ahora, de la vida, de todo el mundo magnífi-co del que ha escapado, a menos que algo, algo que qui-zá ella podría encontrar, pueda todavía salvarle. Su po-sición se resume así enteramente en una llamada desocorro a fin de ser liberado, para lo que cuenta con sudevoción, con su afecto, con su ingenuidad, en una pa-labra, con su inspiración, para salir de allí. Hay canti-dad de cosas que se pueden sacar de ahí, de forma be-lla, curiosa e interesante, especialmente de la idea deque ella es la única entre los que conforman su vida ac-tual a quien el contacto con él, la relación con él, no leda «miedo». Claro está, esta ausencia de miedo porparte de ella debe estar fundamentada, ha de tener supropia lógica a fin de que tenga toda su belleza; y cuan-do uno se pregunta por qué ella, por qué sólo ella, tan

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excepcionalmente, parece que eso sólo puede estar apo-yado, iluminado, por el hecho de que ella lo ama, y quesu afecto puede lograrlo, y por el reconocimiento con-comitante de que ella puede, de que ella debe bastar.Pues esto es lo que exacta e inmediatamente proporcio-na a la situación entre ellos la idea de que ella puede rea-lizar, con algún sacrificio, su sacrificio de sí misma, desu afecto y de su interés, de una manera u otra; en lamedida en que su interés, su interés en cómo hacerlo,no es, por su propia intensidad y curiosidad, un móvilinspirador, necesito que él le haya dicho a la cara:¿cómo, cómo, cómo puedes sacarme de ahí, liberarmede esta comprensión de haber perdido verdaderamentetodo lo que siento y temo que he perdido?; de modoque ella debe así remitirse a sí misma bajo la presión deesa terrible llamada que implica, obviamente, que utili-ce todos sus recursos. Pues me parecería más bien su-blime que ahora, por fin ahora, abriéndose, revelandotodo lo que él ha debido retener hasta aquí, le hable so-bre esas fruiciones del futuro que han formado parte desu vida, le cuente la pobreza del mundo en que ella estáencerrada en comparación con todas las maravillas yesplendores tan añorados, y de los cuales él sólo ve aho-ra la madurez, la riqueza, la atracción y la civilización,la perfección prácticamente sin defecto, mientras queella permanece deslumbrada por ello y no puede másque encerrarse en el dolor intenso de quedar tan lejospor atrás, tan excluida y tan lamentablemente alejada,en tanto que él, con su ayuda, dejándola tras haberlautilizado, por decirlo así, gana su retorno más allá de loque ella puede ver y sentir para siempre jamás. Inmen-so e interesante resulta mostrarle aprovechándose de su

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ayuda sin ser por ello egoísta, abyecto o desalmado;condición bajo la cual mi historia no podría permitirsecolocarle, habida cuenta de la nota romántica del con-junto. Por otra parte, la verdad «psicológica» y la co-herencia pueden aquí respaldarme en alguna medida.La gran pregunta es, pues, la de su «ayuda», cómo se laofrece, en qué consiste, cómo puede él aceptarla y cómopuede ella ofrecerla. Siento que en su fondo mi temacontiene la clave exacta, exquisita, para esta profundi-dad; basta con que esté muy atento a la emergencia deesa clave, emergencia que se realiza por sí misma y bajoel efecto de lo que la rodea. Permanece de algún modohundida en el hecho, el gran hecho dramático de todala historia: que sólo ella no ha conocido la desconfian-za, el malestar y el miedo; a propósito de lo cual me pa-rece entrever alguna cosa de no escasa importancia, in-cluso de la máxima importancia, que me salta a losojos. Si él le ha hecho su plena «confesión», ¿no deduz-co, pues, para equilibrarlo, que ella también debe de-cirle acerca de sí algo de su más profunda intimidad, nomeramente cuánto le quiere, sino algo mejor todavíaque eso? ¿No me veo de hecho saltando y cogiendo alvuelo la idea que responde a todas mis preguntas deprocedimiento y encierra la solución perfecta que meespera en el interior? Lo que supera la simple confesiónde que ella lo quiere, lo que da el giro argumental su-plementario que busco a tientas, es que ella le dice ha-ber amado al hombre al cual ha sustituido, al hombrede 1820, el verdadero de aquel año, y que al amarle noha hecho más que obedecer a la irresistible continuidady coherencia implícitas en su fuerza de representación.Creo ver ahí mi justeza ideal, pero debo conservar la

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cabeza para formular aquí lo que veo, para un uso per-fecto. Ya he mencionado mucho antes que ella ha ama-do al otro hombre, al «verdadero», y que lo ha hechocomo subentendiendo que Ralph lo sabe, ha asimiladoeste hecho y ha visto qué identidad y qué conexión re-siden en ello. ¿Por qué medio, sin embargo, lo ha sabi-do originalmente él, cómo lo ha conocido, cómo lo haasumido, si no es porque uno de los otros se lo ha di-cho? Me pregunto, pues, cuál de los otros, pero me doycuenta enseguida de que el problema está ya resueltopor lo que ya he elaborado. Obtiene esa informacióneficazmente y, como digo, dramática o escénicamente,por el hecho de que el pequeño H. W., tal como lo lla-mo, manifiesta los celos requeridos desde el instante enque la mayor de las jóvenes rompe con él. Hasta esemomento, no, pero después de eso, y cuando él se vuel-ve hacia la más joven, de la que el pequeño H. W. estáenamorado, como ya he dicho, entonces los celos apa-recen claramente. Son estos celos los que llevan prácti-camente a su confesión de la verdad; aunque no es ne-cesario que él lo sepa directamente por ella, pues lo leeen su manière d’être [forma de ser], hasta que llega elmomento de la gran revolución constituida por la scèneà faire. Lo que obtenemos así es esa manière d’être deella hacia él, suficiente, infinitamente conmovedora,antes de esa scène, y su condición y su acción despuésde ella; lo cual son dos cosas completamente diferentes.Entonces, quiero decir que este último caso, su confe-sión, la única completa y directa, es una cosa completa-mente distinta; de lo cual tengo que sacar, como si dijé-ramos, todo lo que busco. Ella ha amado al hombre de1820 en sí mismo; conservemos aquí cada matiz distin-

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tivo completamente claro. Ha amado sin la menor re-compensa, sin vacilación, e incluso frente a su acti-tud, más que indiferente, un tanto despectiva, entera-mente vuelto como estaba hacia su hermana mayor.Sin embargo, aquí también me detengo en plena eu-foria —pero pronto tendré todo organizado— para verque introduzco ahí un elemento de confusión al tratarde resolver el asunto como si alguna cosa hubiera podi-do preceder a la llegada, la llegada «consciente» delpropio Ralph. Terriblemente importante, y no carentede dificultad, es no caer aquí en la trampa insidiosa dealgún embrollo o complicación. Ralph no sabe por supropia experiencia, si asume la acción desde el momen-to, y sólo desde el momento, de «llegar», de llegar porprimera vez, todo lo que ha sucedido con su predecesory lo que no. Ahí, sin embargo, respiro aliviado, hay unacuestión que sería embarazosa para mí solo si, con másintensa reflexión, no viera que precisamente no he pre-tendido que él no repita, hasta cierto punto, la expe-riencia del joven del retrato. Justo ahora, una página odos más atrás, he perdido mi presencia de ánimo, me hedejado asustar por una apariencia o asunción momen-táneamente confusa según la cual él no la repetiría.Veo, recuperando mi presencia de ánimo, por no decirmi inteligencia, que hace muy exactamente eso; sin locual, ¿dónde está exactamente el pasado, ese pasadohecho y acabado, antaño viviente y actualizado, que esel campo de su actividad? Ciertamente, se desvía en me-dio de ello, sí, a causa de su incontrolable modernismo,es decir, al menos, por lo que era imprevisible de ante-mano, la exhibición de la manera en que «ellos» iban areaccionar. Todo el efecto de mi historia es exactamen-

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te su cara a cara desconcertado y casi vencido con lamanera en la que ellos reaccionan, un asunto, un he-cho, una apariencia, que me dan todo aquello de lo quetengo necesidad para dar cuenta de su desviación. Así,el hecho de que nosotros tengamos, de que él tenga,todo en double [doble] es regulado y exhibido; repite loque el otro ha hecho (aunque para las demás personasde la historia es como si fuera la primera vez; esto«pega», aunque no lo parezca a primera vista); y porconsiguiente se sostiene firme y sólidamente. En conse-cuencia, mi sobresalto, un poco más arriba, al encon-trarme por un instante, como he dicho, desconcertadoy vencido, carecía de fundamento: proseguía en perfec-ta línea recta y lo hago todavía ahora. Repitiendo, portanto, obtengo mi pleno derecho de tratar librementeesta pequeña verdad histórica del sentimiento ocultode la chica por el otro joven, acompañado de su igualconciencia de que él no tiene, ni puede, ni quiere tenerel menor sentimiento hacia ella: al menos de esta mane-ra. Esta revolución ha tenido lugar para ella mucho an-tes de la scène, la de la diferencia entre Ralph y el hom-bre de 1820, en suma, en suma... Nótese lo que se meocurre en cuanto a la cuestión de si el retrato, el retratoque se encuentra en la casa en 1910, está hecho a partirde Ralph en 1820 o no; hecho a partir del propio Ralpho explicado como si su origen fuera posterior. La cues-tión, en este límite accidentado, es mantener este indi-cio, tan agarrado como sea posible, que he adoptadocomo solución en la línea del sacrificio aceptado porella; aceptado con una sublime inteligencia en beneficiode él, a causa de lo que él le ha dicho de su propia épo-ca, que ella mira deslumbrada en su privación.

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Para iluminar un poco lo que precede, en lugar de re-hacerlo, hacía una afirmación, un poco contenida, encuanto a la revolución que ha tenido lugar en la chica,antes, mucho antes, de la escena de la gran crisis, sobrela actitud con respecto a ella del novio de su hermana,desde el momento en que ella siente, exquisita y casi in-crédulamente, esta deferencia suya (hacia ella) que seha definido más desde que su hermana ha roto con él,lo que les da a los dos una libertad nunca gozada toda-vía por ella. Volveré enseguida a la continuación deesto, el enorme valor que se puede extraer de ahí; perono quiero simplemente rozar de pasada la pequeña lie-bre levantada ayer por ese repentino recuerdo de lacuestión del retrato, el retrato que representa, o que harepresentado, tan extraordinariamente a Ralph, más deun siglo después de ser pintado; y respecto al cual meparece que debo hacer algo. Veo una posibilidad de ju-gar con ello, con su realización en 1820, para ilustrar eintensificar el efecto que busco por encima de todo. Esuna excrecencia quizá sobre la superficie que ya he es-bozado de manera tosca; observación, sin embargo, ab-surda, pues nada es una excrecencia si puedo introdu-cirlo de forma interesante y aporta su contribución. Esome da, además, la sensación de que empiezo a hacermecon el asunto, me da otro personaje al que veo de re-pente como un gran enriquecimiento para mi acción; elpintor se imagina, ¿no es así?, en una relación muchomás directa y más ajustadamente «psicológica», per-ceptiva, desconcertada y mezclada con su reseñabletema de lo que puedan estarlo cualquiera de los otros.Veo al pintor afectado a su manera también por el fa-moso malestar, y tanto más afectado cuanto que tiene

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más ocasión, como si dijéramos, si no de observación,sí al menos de una especie de asombro y considera-ción penetrante. Tengo una «especie de» destello deque habría algo positivo, algo muy a propósito, en queel pintor comience a preparar el giro que toma la situa-ción, en que aborde la cuestión de qué es lo que pasa(hablando toscamente), después de todo, con el joven,por debajo y al lado de su genialidad; de modo que elasombro, la extrañeza y las extrañezas que él hace sen-tir son inevitablemente comunicados por él y siembranla semilla del resto de lo que busco. Siembran por enci-ma de todo —¿no es así, o no se puede hacer que lo ha-gan?— en Ralph la semilla de la sospecha de ser sospe-choso, lo que le pone en guardia, creándole malestar, ytodo lo demás, bajo la mirada atenta del pintor. ¿No se-ría entonces al pequeño H. W. al que el artista hablaríade su curiosa impresión, en actitud completamente con-fidencial y secreta al principio, pero sembrando así loque he llamado la semilla en el terreno más favorable?Reconozco que no se ve muy bien cómo sabemos que lohace, puesto que, claro está, no le vemos ni le oímos ha-cerlo; sin embargo, ello no tiene por qué encontrarsetan mal dispuesto para que Ralph no pueda deducirlo ysacar alguna conclusión, que es, después de todo, laúnica manera en que realmente nos enteramos de algo.No quiero repetir lo que he utilizado al menos un parde veces, creo recordar, y especialmente en El mentiro-so: el «descubrimiento» o representación visible de unelemento del modelo inscrito claramente en el lienzopor la proyección del artista. De todos modos no tengomiedo; veo bastante bien su función y no tengo quepreocuparme si de repente la idea me gusta, como creo

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que realmente ocurre. En este caso es introducida alprincipio; la idea de que mi protagonista acepta, comoalgo evidente, que se le haga un retrato en Londres seadapta a la situación con perfecta naturalidad. Lo en-carga para su futura esposa; ella tiene desde el principiomucho interés en ese retrato; y es el bueno de H. W.quien recomienda, quien escoge al artista. Veo ahí todotipo de cosas curiosas; está absolutamente lleno deellas, y con la posibilidad, sobre todo, de hacer del per-sonaje en cuestión (y necesito otro personaje para po-blar un poco más el lienzo) un visión real para Ralph,un personaje de la época, intensamente típico a ojos deRalph; a través de su planteamiento de todo esto, sinembargo, piso el delicado terreno de las imputaciones,percepciones, discriminaciones, estimaciones más omenos en conflicto con su identidad de 1820. Este deli-cado terreno, debo recordarlo, es absolutamente el te-rreno más interesante de mi proceso; solvitur ambulan-do, me bastará con examinarlo de cerca para obtenerfuerza y felicidad. Presento, pues, al pintor, lo creo, lohago, lo veo y lo utilizo; lo uso para un muy buen pro-pósito. ¿No se me ha ocurrido que la sospecha deRalph de ser sospechoso alcanza un estado crítico a lavista de algo producido, por parte del pequeño H. W.,sobre sus nervios y su fantasía, en suma, gracias a unacorrespondencia activa con el malestar que el artista haprovocado en él por sentirlo visiblemente él mismo?Esto es difícil de afirmar, pero estoy convencido de ello;hay muchas cosas ahí, demasiadas, ay, dada mi facili-dad para amplificar y desarrollar. Sin embargo, unpuño bien apretado sobre ese exceso es en este caso unaregla vital para mí. Siento que la cuestión del retrato

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oculta todavía uno o dos giros. Entendemos sin dudaque está pintado de frente, con el rostro vuelto, en otraspalabras, que se sustrae a la visión de Ralph de 1910,aquella noche en la casa. Sin embargo él posa para esecuadro en 1820; lo ve crecer, ve y siente lo que se deri-va de él; realmente no veo por qué este hecho, su enor-me vanidad, no puede hacer por mí una buena parte deltrabajo. Desempeña un papel en la situación, aunquequeda por resolver la dificultad del «sentimiento del ar-tista con respecto al modelo», cómo va creciendo sinque por ello se separe de su método y su proceso, laaplicación de su talento, bien controlado, para despa-char el asunto. Es una cosa excelente, muy excelente: lanecesito así; pues cuanto más excelente sea, más des-empeña su papel en el estado de sensibilidad al que asis-timos de forma creciente. El retrato se hace para la fu-tura esposa, aunque hubiera sido mucho más indicadauna bella miniatura (¡ay!, pero no importa). ¿Y no veoque la primera reacción, como puedo llamarla conve-nientemente, por parte de ella es su brusco, su súbito eilógico rechazo del regalo? En lo que sería apoyada porsu madre. Tal vez lo rechace incluso antes de que estéterminado, pues quiero que el artista hable de ello alpequeño H. W. mientras la obra está todavía en proce-so; lo que coincide también con el momento en que éstehabla de ello (como Ralph «deduce») a las dos mujeres.Aquí tengo algo: que el cuadro haya sido destinado algran panel del salón principal, mientras que el lugar enque mi héroe lo descubre en 1910 es el pequeño retirointerior del que trato en el libro segundo. La madre y lahija sorprenden a Ralph, en 1820, al mostrarse pocodispuestas a que el cuadro cuelgue donde se había pen-

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sado; pero como lo quiero todavía en el sitio, quieroque se encuentre algún compromiso o solución conve-niente, de manera que esté allí en 1910; veo resoluble lacuestión, la tensión, de todo este importante pasaje, enque sea relegado a un lugar en el que se verá menos, sinnecesidad de echarlo de la casa; circunstancia que nome planteo. Lo pongo allí, como su propio retrato,para el otro hombre cuando sea devuelto a su épocapor la liberación de Ralph; lo pongo allí porque le quie-ro en él —está claro, ¿no?— para ese asombro que pro-voca en Ralph durante su noche de 1910. El otro hom-bre regresa, el otro hombre está dentro, para cumplir supapel; y bien, de eso ya he hablado.

El «sacrificio», el indecible, el indispensable sacrifi-cio, por parte de la muchacha, está implícito en su rela-ción con Ralph tal como ella lo conoce ahora, y el «dra-ma» quintaesencial, por así decirlo, está implícito, delmismo modo, en el hecho de que él la conoce a ellacomo ella lo conoce a él, y sobre todo como ella es co-nocida por él. Ahí se cierne ante mí un no-sé-qué, ungiro todavía más sutil, una profundidad más honda oun vuelo más alto de la situación que me parece que esdigno de examen, y que de hecho ya parece abrirse enbuena medida ante mí cuando pienso en ello. ¿No hayalgo, no hay incluso mucho, en la idea de que, cuandolos dos hayan llegado, por así decirlo, a su entendi-miento, a sus mutuas revelaciones, o al menos a la re-velación de él y la confesión de ella, él adquiere una di-mensión sublime, por decirlo así, en presencia de ella?De manera que hay una especie de lucha entre los doscon respecto a quién renunciará más, si puede expre-sarse así sin caer en un exceso de romanticismo que no

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deseo; lo que quiero, sobre todo, constantemente man-tenida y economizada, nunca dejada de lado ni perver-tida en lo más mínimo, es la presencia indefectible, queatrae todo hacia sí, de esa fuerza de «tono» que esta-blece su parenté [parentesco] con «La tuerca». Esto escierto y absoluto; pero no impide que yo quiera marcarespecialmente el punto mismo en que se realiza la «li-beración» de mi joven. Lo que planea ante mí en estepunto, lo acabo de decir, es el concetto de que, sincera-mente afectado por el carácter sublime de la muchacha,se ve impulsado a igualarla y, con toda sinceridad,como digo, se ofrece a permanecer con ella, como diría-mos, a abandonar todo por ella, desde el momento enque comprende que ella renuncia a él por lo que paraella es completamente nada, nada sino la exaltacióndel sacrificio; en pocas palabras, ¡eso es lo que veo! Lotengo todo, lo poseo todo aquí, y ahora debo detenereste largo desciframiento. Parece ofrecerme, despuésde todo, una cuarta intervención del hombre de 1820,obligado a volver, por así decirlo, por lo que se produ-ce. Lo tengo, lo mantengo firme; simplemente teniendoen cuenta el punto principal concerniente a el último li-bro. No estaría mal y sería hermoso, pienso, hacer que,así como el hombre de 1820 es «convocado» (puestoque pienso darle definitivamente una reintervención eneste asunto, aunque probablemente al precio de mante-ner el número de éstas siempre en tres, y por tanto aso-ciando dos de las otras, como si dijéramos, en una), asíla mujer de 1910 es igualmente convocada; por eso miidea fundamental de que la solución de la solución lle-gue a través de «la salida y la llegada» de Aurora seproduce como lo había planeado. El penúltimo libro

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termina con el punto culminante que tengo en mente,como el libro «del Embajador» terminaba y se inte-rrumpía con los dos personajes a la puerta de la casa;y por eso el último pone a Ralph, siempre en Londres, ytras un lapso de seis meses, o los que sean, frente a fren-te con su amigo del libro primero, a quien ha sucedidoexactamente lo que se presagiaba en ese libro para midénouement. También a ella le habían sucedido cosas,cosas para su conciencia, su imaginación, su inquietudcreciente, su propio malestar de Nueva York; cómo,exactamente, vamos a saber de ellas me supone, sin em-bargo, un pequeño nudo que debo desatar. Odio quesea un «pequeño» nudo, lo que huele a algo superficialy abreviado; sin embargo, ¿cómo podría pretender, da-das las circunstancias, que sea algo más que un adecua-do contrapeso a las dimensiones, o lo que sea, del libroprimero? La cuestión es cómo integrar conjuntamente,con el efecto justo de belleza, la nueva participacióndel Embajador y ella, o más bien, mejor dicho, de ella yel Embajador; puesto que, desde luego, bajo pena de laúltima infamia, me atengo aquí, como en todas partes,a que no conocemos estas cosas sino a través del cono-cimiento que Ralph tiene de ellas. Es un poco incómo-do, pero me parece que quiero que la llegada de Auro-ra a Londres y su llamada al Embajador para que laalivie en el paroxismo de su inquietud, creo que quieroque ese pasaje preceda a la reaparición, a la reemer-gencia, por así decirlo, de mi joven; y sin embargo,probablemente no pueda encontrar base artística paraello. Quiero que el «rescate», a este lado del tiempo,sea efectuado por Aurora, como la liberación, el res-cate en el otro lado del tiempo, lo fue por la muchacha

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de 1820; quiero que sea, en nuestro terreno actual, poralgo que Aurora hace; quiero que su restauración y surecuperación se produzcan real y literalmente mediantesu entrada en ese estado «psíquico», evolución psíqui-ca por la que ella ha ido allí, que le hace finalmente ac-tuar, actuar de forma semejante a cuando planteaba sudesafío a Ralph en esa «escena» tan plena y tan rica, oque al menos quiere serlo, del orden preliminar. Lo queallí se planteaba esencialmente era, tal como él lo for-muló, que ella no miraría a ningún hombre sino a al-guien, por decirlo así, de acciones y aventuras magnífi-cas, que no sería atraída (aunque ella pudiera atenuar odisfrazar su acuerdo) por la «mera» persona, el meroadepto de la vida intelectual, el mero ratón de bibliote-ca, que Ralph había admitido ante ella que era, con unafranqueza, con una vileza, diríamos, contra la que va areaccionar precisamente con toda su aventura poste-rior. El inmenso alcance adquirido por su reacción, unavez llegado al «viejo mundo», se ha desarrollado hastael punto de que cualquier aventura que ella pudiera ha-ber imaginado, por fabulosa que fuera, estaría a una in-finita distancia del prodigio de su aventura; por ello mipretensión es que, durante todo el tiempo que él está«viviendo» eso, ella, que ha quedado mientras tantocon la sensación que le ha dejado lo que ha ocurrido en-tre ellos, siente gradualmente que su «estado anímico»,estado de sentimientos, estado de imaginación, diga-mos, estado de nervios, en suma, se intensifica progre-sivamente (de una manera que se corresponde durantetodo ese tiempo con las etapas de la experiencia de él)hasta el punto de alcanzar un nivel insoportable de an-siedad y de asombro, y, no pudiendo ya soportarlo, sale

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para Londres. La hago venir a Londres mediante consi-deraciones, referencias o lo que sea, bastante plausi-bles; y al mismo tiempo hago que quiera ver al Emba-jador, al que se dirige más o menos de la misma maneraque lo hizo Ralph seis meses antes, o cuando fuera, ycomo si fuera casi, por así decirlo, un padre confesor.Todo esto es factible y «divertido», bastante hermosopara conseguir lo que quiero decir; ahora bien, estodebe ocurrir después y por referencia retrospectiva, porasí decirlo, porque no puedo evitar que en estas reanu-daciones, para Ralph, de contacto y de percepción, elEmbajador la preceda. El problema no es tanto hacerleconsciente del Embajador, primero, por así decirlo, yluego de Aurora, a través de ese personaje mediadory sus referencias a la hermosa, intranquila e inquietacriatura de Nueva York; no es tanto la escena con esajoven que entonces se produce; no es esto lo que meplantea la duda, sino los términos y las condiciones porlos que he relacionado a su excelencia y a su joven ami-go de la estación anterior. Qué bendición descubrir así,por tanto, cómo la antigua y suave firmeza de la pre-sión, cuidadosamente aplicada, nunca me deja en la es-tacada. Nuestro joven amigo está de nuevo en la casa,como lo estaba en el libro segundo; el único problemaes que no lo he mostrado ante el Embajador en el librotercero, como si viviera allí. Va allí para vivir, va allícon ese acompañante y con esa intención, en la últimapágina del libro, pero por ese mismo hecho para entraren... bien, en todo lo que le hemos visto y que represen-ta la ruptura de la continuidad con el período del Em-bajador. Así pues, en pocas palabras, veo perfectamen-te que, por razones consumadas, no puede recibir a este

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visitante en ese escenario agotado, sino que debe hacer-lo de otra forma, hacerlo en realidad justo como se meocurre en este mismo momento. El Embajador, despuésde la visita de Aurora (de la que nosotros no sabemostodavía nada, nada hasta que Ralph no tiene conoci-miento de ella a través de él), va entonces, caminando,ya que el día y la época son excelentes para ello —ca-minando con la amplitud con la que el querido J. R. L.solía caminar—, va entonces, digo, al lugar en el que havisto por última vez a su interesante y demente joven dela citada estación anterior: va allí, pero sólo para tener lasensación, quiero decir con esto, por supuesto, la expe-riencia real, de ver más o menos renovadas las condi-ciones en que entonces se separó de él. Lo último quevio cuando permanecía allí, sobre la acera, delante de lacasa, fue a Ralph entrando en ella, con esa última mi-rada dirigida a él y con la puerta abierta, que se cierrade nuevo, como es lógico, tras su entrada. Por consi-guiente, lo primero que ve ahora es la salida de Ralphcon la puerta que se cierra tras su salida, y la primeramirada que el joven dirige al mundo de 1910 reposan-do exactamente en el confidente de su anterior embro-llo. Esto me gusta, Ralph sale directamente de todo loque hemos contado, todo, hasta el último y muy cor-tante filo de la historia, y vuelve directamente a las ma-nos de su amigo. Bien, ¿cómo reanudo, es decir, cómoreanuda Ralph, y cómo lo hace el Embajador, esta si-tuación nueva, esta relación nueva? El Embajador, des-pués de su encuentro con la joven de Nueva York, tanatractiva y agitada, puede perfectamente tener algunaduda y alguna pregunta en cuanto a ese «cómo», y es-tar en cierto aprieto al respecto; pero acepto inmediata-

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mente que Ralph ha salido de todo problema y es aho-ra amo y señor de la situación. Él está «bien», al me-nos, y vuelve a conectar, en el sitio, con toda la lucidezy autoridad que se podría desear. Su distinguido amigoha venido, claramente, a visitarle, y él asume esto comoasume el hecho de que no entrarán en la casa. En la es-tación anterior, como la he llamado, él no estaba toda-vía viviendo en la casa, sólo iba allí de visita desde suhotel o desde su alojamiento; sin embargo, no es tam-poco ahí donde veo que invita a su visita a reunirse conél, sino, bajo una inspiración más feliz, directamenteen el Square mismo, muy agradable ahora para sentar-se (debo ajustar correcta y hábilmente las épocas delaño) y donde, bajo su forma antigua, con lo que quierodecir, por supuesto, la anterior, ha vivido la scéne à fai-re de 1820. Me parece positivamente «bonito» que en-tren juntos en el Square, entre árboles frondosos, en esatarde de junio, y que sea allí, mientras están sentados,donde el Embajador le informe de la visita de Aurora ala embajada. Tiene esas cosas que contarle, contárselasal joven como, por su parte, éste le había contado otrasa él, según se narra en el libro tercero; por tanto, es so-bre todo, o enteramente, el Embajador, quien es el na-rrador, el informador, el expositor, con Ralph interro-gándole como el propio Embajador había hecho en laotra ocasión; mientras, mantengo, por supuesto, lasmanos libres para mostrar al mayor de los dos hombresconfesando su interés y su afable desconcierto. Sin em-bargo, en la medida en que controlo todo esto no nece-sito poner los puntos sobre las íes; lo importante es sen-cillamente que así se consigue todo lo que necesitamoscomo preliminar de las últimas páginas, con todo lo

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que ha sucedido a o en, lo que ha sucedido para y por,Aurora. Apenas necesito decir que el resultado o con-clusión de la charla de los dos hombres es que Ralph,por supuesto, debe ver enseguida a esa joven; y con esaidea, el Embajador le deja. Pero casi me pregunto sihabría hecho mejor ofreciendo este encuentro, estareunión de ellos, en los hechos y en carne y hueso, pordecirlo así, pues me siento lejos de la posibilidad de unaespecie de literalidad desagradable. Veré, prepararé mimente: vendrá, con toda precisión, no puede venir sinoasí, cuando aborde de cerca la cuestión. Me parece quepuedo conseguir espléndidamente todo lo que necesitopara el clímax final, para sacarlo todo, o meterlo todo,en la reunión de los dos hombres, especialmente des-pués de que han salido juntos del Square para que elEmbajador se vaya, en la acera de enfrente, la que ro-dea el Square, con la casa allí a la vista. Naturalmente,Ralph no ha dicho nada a su excelencia; ni una sílabarelativa a todo lo que hemos estado viendo, desde lue-go, que sale de él para iluminación de su amigo. Se hacontentado con preguntarle a fin de informarse sobreAurora; ha comprendido que su triunfo es completo yque la joven ha cambiado de tono y ha terminado poraceptar. Se trata, pues, de enviarle un mensaje por me-dio del Embajador, que Aurora espera (muy vívidamen-te justificado por ella) de manera sencilla y expectante.Sí, el mensaje que él envía es que le alegrará verla. Lacita, pero no se ofrece a ir a verla. Antes ha dicho a sucompañero, para citarse en el Square, que él no vive enla casa y que su alojamiento está en otra parte. El Em-bajador, aceptando el mensaje, plantea prácticamentela pregunta: «Entonces, ¿ella tiene que ir a verle a su

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hotel?». Tras lo cual, después de una vacilación y des-cansando sus ojos por un momento sobre la casa,Ralph dice: «No, no. Allí». Pero debo decir que no ne-cesito prolongar esto aquí y ahora, y que lo tengo todoy más que todo, a no ser para señalar más enfáticamen-te que tomo medidas para todo, que tomo medidascontra la necesidad de cualquier «pequeña» escena conla joven de Nueva York como continuación de todoeste pasaje con el Embajador, y como final del asunto,para equilibrar ese capítulo del preliminar libro prime-ro; preveo todo, digo, introduciendo este final entre losdos hombres en el Square, haciendo que Ralph dé a co-nocer a su visitante, por decirlo así, todo el significadopreciso que contiene la llamada de su joven mujer, de la que su excelencia ha acudido a informarle. Dijeanteriormente que Ralph no «dice» nada al Embajador,sino que sólo escucha su declaración y le pregunta so-bre ello; pero esa condición se refiere únicamente a loque le ha sucedido a R., en su prodigioso personaje al-ternativo, durante los seis meses, o los que sean, ante-riores. Ni una palabra sobre todo eso; pero por otraparte, todas las palabras necesarias para permitirnosprescindir de otra escena con la joven de N. Y. Sobreese tema Ralph es plenamente comunicativo, y lo quequiero decir, y lo que deseo, es que esa conversación,que suscita en su interlocutor un interés extraordina-rio, baste para calmar nuestro interés y para nuestrasatisfacción y reemplace de forma tan vívida el en-cuentro entre Ralph y Aurora que sencillamente no loechemos en falta lo más mínimo, sino que nos sinta-mos perfectamente, sin tener que traer de nuevo a co-lación a Aurora. La escena presente y concluyente en el

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Square sugiere suficientemente, prefigura suficiente-mente la reunión de Ralph, por no decir la unión, conella, y, en pocas palabras, me exime de todo. ¡Un gol-pe mucho más ingenioso, sin duda, y mucho más útilpara proporcionar el efecto y la nota de extrañeza quedeseo, y no un dúo directo relativamente trivial entrelas partes! ¡Basta con que nos ofrezca de antemanotodo aquello en lo que ese dúo debe consistir y consis-tirá para dejarnos exactamente donde o, al menos,exactamente como queremos!

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E s t e l i b r o s e t e r m i n ó d e i m p r i m i r e n M a d r i d

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