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11 Cuadernos de la Diáspora 13 Madrid, AML, 2001 ESPIRITUAL IDAD [II ] Marcel Légaut Jesús, el Cristo.– Acción, Contemplación.– La Cena.– La ora- ción.– Ser uno mismo.– La pareja.– El celibato.– El tiempo.– La muerte. ( 1 ) Ser uno mismo – A lo largo de la vida se dan instantes decisivos, decisiones capitales que son esencialmente personales. Para mí, por ejemplo, la vuelta a la tierra y el abandono de la Universidad y de las ventajas de ser profesor. No se llega a saber nunca qué traumatismos produ- cirá el abandono de una determinada condición, ni cuánto tiempo ( 1 ) Este texto es continuación del publicado en el Cuaderno anterior. Como se recordará, “Espiritualidad [I]” comprendía los primeros epígrafes: Jesús, el Cristo; Acción, Contemplación; La Cena; La Oración. Igual que entonces, también ahora seguimos la versión que preparó Légaut para la segunda edición de Paciencia y pasión de un creyente, que se publicó en 1990. Tan sólo en un par de ocasiones hemos añadi- do, en nota, un párrafo de la primera edición (1976) que Légaut suprimió en la segun- da. Lo hemos hecho o bien porque nos sigue pareciendo interesante lo que dice o bien porque el hecho de haberlo suprimido indica un cambio que resulta interesa n t e . La primera edición tenía forma de entrevista, mientras que la segunda suprimía las preguntas y hacía de todo el texto un solo cuerpo dividido únicamente por los gran- des epígrafes. Nosotros hemos optado por una solución intermedia: insertar un guión donde antes comenzaban las respuestas.

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E SP I R ITUAL I DAD [I I ]

Marcel Légaut

Jesús, el Cristo.– Acción, Contemplación.– La Cena.– La ora-ción.– Ser uno mismo.– La pareja.– El celibato.– El tiempo.–La muerte. (1)

Ser uno mismo

– A lo largo de la vida se dan instantes decisivos, decisionescapitales que son esencialmente personales. Para mí, por ejemplo, lavuelta a la tierra y el abandono de la Universidad y de las ventajasde ser profesor. No se llega a saber nunca qué traumatismos produ-cirá el abandono de una determinada condición, ni cuánto tiempo

(1) Este texto es continuación del publicado en el Cu a d e r n o a n t e r i o r. Como serecordará, “Espiritualidad [I]” comprendía los primeros epígrafes: Jesús, el Cristo;Acción, Contemplación; La Cena; La Oración. Igual que entonces, también ahoraseguimos la versión que preparó Légaut para la segunda edición de Paciencia y pasiónde un creyente, que se publicó en 1990. Tan sólo en un par de ocasiones hemos añadi-do, en nota, un párrafo de la primera edición (1976) que Légaut suprimió en la segun-da. Lo hemos hecho o bien porque nos sigue pareciendo interesante lo que dice obien porque el hecho de haberlo suprimido indica un cambio que resulta interesa n t e .La primera edición tenía forma de entrevista, mientras que la segunda suprimía laspreguntas y hacía de todo el texto un solo cuerpo dividido únicamente por los gran-des epígrafes. Nosotros hemos optado por una solución intermedia: insertar un guióndonde antes comenzaban las respuestas.

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llevará curarlos. Tal vez sea necesario ver crecer la cosecha para des-c a n sar de las fatigas de la siembra. Mientras el grano sembrado yacemuerto en la tierra, es como si permaneciéramos en la oscuridad,aun cuando, en el levante, el sol anuncie ya la cosecha del año veni-d e r o .

De joven, a comienzos del siglo xx, concebía la vida religiosasecular de manera parecida a la vida monástica clásica; me parecíanecesario el celibato. Precisamente, una de las facetas de mi fidelidadha sido descubrir, a lo largo de una larga y compleja evolución noexenta de dificultades y de graves crisis, que, en mi situación y parala vida que debía llevar, era preciso casarme.

No es bueno definirse en la vida demasiado temprano. Al con-trario de la fe –que abre un campo de libertad en el que uno traza elcamino paso a paso inventando la vida–, la adhesión ferviente a unadoctrina, a un ideología, marca la ruta por adelantado y muestra lameta desde el comienzo. La adhesión ideológica inspira al ser confuerza y le posibilita entregarse a fondo; no obstante, cuántos fraca-sos importantes –a veces de la dimensión de una vida– pueden acae-cer si no se desprende uno a tiempo de esos arrebatos, tantas vecesmeramente ideológicos, todo generosidad, benéficos en su origen,pero finalmente negativos. A la larga, la fidelidad, ciertamente real enlos comienzos, acaba momificada en dedicaciones febriles, y la per-severancia se convierte en un camino marcado de antemano, mástenacidad virtuosa que otra cosa. De este modo, uno se disfraza y sevuelve un personaje voluntarista, a expensas del ser al que única-mente haría posible la vía descubierta paso a paso por el ejercicio dela fidelidad y dictada por el movimiento de la fe.

Algo parecido ocurre con las grandes influencias que puedenejercer en nosotros algunos seres particularmente potentes, por másbenéficas que éstas sean. No hay duda de que no llegamos a ser noso-tros mismos sin los demás, y que cuanto más vivos estamos, más pue-den aportarnos los otros. Pero es preciso desvincularnos de talesinfluencias y guardar las necesarias distancias frente a los otros –inclu-

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so frente a los seres más queridos– si queremos que su ascendenciasobre nosotros sea ocasión de crecimiento y no de “extravío”.

Por ejemplo, Teilhard –por no hablar de muchos otros que influ-yeron de forma importante en mí– fue uno de los que más me abrie-ron los ojos: ¡con qué entusiasmo entré en su proyecto! Creo habersido fiel a su pensamiento al seguir de manera personal e indepen-diente los puntos de vista que me proporcionó al comienzo, por másque ahora los míos se distancien, bajo muchos aspectos, de los suyos.Teilhard fue un hombre que despertaba a la vida espiritual. Tales seresson, sin duda, raros, pero también lo son quienes han alcanzado unainterioridad suficiente como para salir de su somnolencia... y másraros son, si cabe, quienes, después de hacerlo con fuerza, no termi-nan por volver de nuevo a su sopor habitual.

Una comunidad viva puede desempeñar una misión semejantede revelación. Por ejemplo, el grupo en el que participo desde hacemás de cuarenta años. Al principio tuve sentimientos idolátricoshacia ese grupo, que no me habría ayudado en mi formación tantocomo lo hizo si no hubiese sabido desligarme a tiempo de él y de sufascinación, lo cual no quiere decir que no me continuase entregan-do a fondo a él. «Para la obra de sus días, que cada uno se prepare aldesprendimiento último, porque todo lo que edifica el hombre, aligual que todo lo que contribuye a su devenir, es frágil y precario, ycarece, a diferencia de él, de una promesa de eternidad».(2)

– Hace veinte o treinta años no teníamos la posibilidad de dar anuestros hijos una formación espiritual que brotase directamente dela vida del grupo. No celebrábamos la Cena como podemos hacerloahora cuando pasa por casa un sacerdote que comprende... Pero hayque añadir igualmente que los hijos necesitan perder el apego a lafamilia que les ha protegido desde su nacimiento, guardar distancias

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(3) Légaut cita libremente un fragmento de una de sus plegarias. Ver “Plegariasde hombre” en Cuadernos de la diáspora 7, pág. 55.

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frente a ella, y más todavía en estos tiempos en los que todo cambiay evoluciona velozmente. Para los hijos, una comunidad de fe puedeejercer un papel que los padres, mal que les pese, no pueden desem-peñar. Debemos reconocerlo: con sólo nuestra ayuda, nuestros hijos,que son “buenos chicos”, no pasarían de ser practicantes con una cier-ta regularidad, pero con esto no se va muy lejos.

– El gueto favorece la “perseverancia” en lo que se refiere a laobservancia de las obligaciones, pero nada más. La contundencia conla que el gueto hace sus afirmaciones le confirma en su fortaleza. Elgueto no es espiritualmente fecundo: se contenta con la esterilidaddel talento sepultado y enmohecido. Una religión así comparte laestrechez de una secta aun cuando pretenda tener un alcance univer-sal por ser internacional. La “predestinación” la tranquiliza –si es quelo necesita– acerca de su legitimidad y justifica la mediocridad de suirradiación; irradiación que, por otra parte, no llega sino a quienes yaiban tras un orden estable, de seguridades y de certezas amadas por símismas hasta el extremo de idolatrarlas. Pero, por fortuna, tambiénaquí se producen, en algunos –a lo largo de su vida–, rupturas radi-cales, fruto de la reacción y bajo la fuerte presión de lo que yacía ínti-mamente reprimido en ellos desde demasiado tiempo atrás. Estosvirajes son de gran calado e incluso dejan huellas indelebles (comoaversión o amargura, por ejemplo) de las que después resulta difícilliberarse.

Por el contrario, la religión personal –que se quiere espiritualpero que rechaza someterse a la disciplina de las afirmaciones doc-trinales y de las prácticas éticas y cultuales cuyo valor en concienciacritica– resulta siempre fecunda gracias, precisamente, a la origina-lidad, a veces bohemia, de sus trayectorias y de sus manifestacionesmarginales. Esta fecundidad se da aunque ese hombre aparente-mente yerre y siga caminos poco coherentes, que parecen abocadosal fracaso. Su verdad se revela con el tiempo. La vida es larga. Lapaciencia de Dios es grande y su fidelidad tenaz. El hombre, cuan-do está vivo, no escapa fácilmente de Dios, pues corre en su bús-queda sin saberlo y a veces sin poder nombrarlo aun después de

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haberlo encontrado de tanto como lo han disfrazado quieneshablan mucho de Dios sin vivirlo apenas...

En una familia, lo que se siembra en los hijos durante su juven-tud constituye para ellos un don desconocido cuyo vencimiento es alargo plazo. Los hijos reciben de su padre y de su madre mucho másde lo que creen. Y éstos han dado a sus hijos mucho más de lo quepiensan. Ese don manifestará su riqueza a lo largo de toda la vida, ytal vez aún más cuando se acerque la vejez. Cada uno correspondelibremente, a su modo, a lo recibido, asumiendo también sus riesgosy peligros. Gracias precisamente a esos riesgos, al menos a algunos deellos, la gran tradición cristiana se perpetúa puesto que, donde hayfidelidad a lo que se debe ser, se alcanza el nivel de lo universal, siem-pre fecundo.

La pareja

– Aparte de las leyes que la sociedad impone, están las que laIglesia dicta a los cristianos. Estas últimas tienen un carácter generaly deben interpretarse y aplicarse, de forma conveniente, en cada casoparticular. Dichas leyes se hicieron para el bien espiritual de cada uno,y su letra no es más que el soporte de su espíritu; la caridad dominasobre ellas porque es su origen oculto.

Por mi parte, nacido en un régimen de cristiandad, sufrí, no singraves consecuencias, el clima todavía fuertemente jansenista decomienzos de siglo xx, en el que todas las cuestiones que atañen ala sexualidad se resolvían silenciándolas y suprimiéndolas. Ningunaformación al respecto más que la desconfianza que culminada enalgunos interdictos sacralizados. Ninguna alusión a estas cuestionesen conversaciones de padres e hijos, lo cual conducía, hasta unaedad avanzada, a una ignorancia increíble sobre estas cosa s .Recuerdo una lectura reciente que ejemplifica bien lo que digo. Enuna carta dirigida a Bremond, Blondel relata una reflexión de sujoven hijo: «No deseo casarme con una mujer que esté siempre

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enferma, pero si el Buen Dios me da hijos, me casaría para que mimujer me ayude a educarlos».

Tengo setenta y seis años. Me casé a los cuarenta y en condicio-nes particulares que nos permitieron a mi mujer y a mí iniciar unaetapa radicalmente nueva en nuestras vidas, a pesar nuestras edadesrelativamente avanzadas y de nuestros pasados diferentes. Se trata dealgo que hemos conseguido juntos. Con fe y con energía, ambos nosconsagramos a volver a dar vida a esta tierra de Les Granges, ador-mecida y sin cultivar desde hacía veinte años. Este empeño común,con sus iniciativas, sus riesgos y sus fatigas, ha dado a nuestro amorsolidez humana, una fuerza que, apoyada totalmente en el afectomutuo, ha permitido a cada uno ser sí mismo en fidelidad a lo quedebíamos buscar, pensar y llegar a ser particularmente.

No hay dos amores iguales. Son tan diversos como las vidasindividuales. Y, sin embargo, todos tienen ciertos rasgos comunes queparecen proceder de un orden propio, que distingue del de la amis-tad y del amor pasión. La lengua francesa sabe precisar con sus mati-ces estas diferencias entre las diversas formas de relación personal, yparticularmente entre hombre y mujer: no es lo mismo “proponer aalguien ser amigos” (“on dit à l’autre son amitié”) que “estar loca-mente enamorado” (“on tombe amoureux”) y que “declarar su amor”(“on avoue son amour”). No hay amistad sin reciprocidad. El amorpasión exige también esa reciprocidad, y con frecuencia la obstaculi-za por su carácter imperioso y umbrío. El amor, incluso cuando sedeclara, aunque siempre espera ser correspondido por los sentimien-tos del otro, no lo exige sino que se contenta con ser...

Esta discreción del amor, su gratuidad, este deseo mudo, teñidode secreta ternura, que abarca toda la persona y que poco a poco seinsinuará en todos los niveles de su ser, esta paciencia que no es meraprudencia sino respeto del otro con un no sé qué de reserva ajena ala timidez, dan a la pareja una base propiamente humana. Aquí seencuentra la mejor prenda para el futuro y la solidez del amor, amedida que éste tenga que evolucionar según el desarrollo personal

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de cada miembro de la pareja y con ocasión de encuentros y aconte-cimientos.

El amor naciente alberga ya en su movimiento primero las pro-mesas de su duración y de su verdad cara al porvenir. Si desembocaen la fundación de una pareja, encuentra en la unión de los cuerposuna expresión particularmente adecuada a su dinamismo: instanteúnico, con su intensidad tan bien adaptada a los deseos profundosdel hombre y de la mujer. Vivido plenamente a nivel humano, graciasa una lenta y larga preparación siempre difícil, no pocas veces dandosus tumbos, repercute en la vida cotidiana por el clima que fomentay que es consecuencia tanto del recuerdo de lo ya vivido como de laespera de lo que aún promete ese amor.

El amor abre a cada uno hacia el sentido de la vida, de “su” vida.Ningún otro gozo se le puede comparar: nunca dos personas compar-ten conjuntamente otra alegría igual. Es un gozo tan singular que irra-dia hacia afuera, hacia los demás, cualquiera que sea. Esta alegría rea-parecerá en el corazón del padre o de la madre con una profundidad eintensidad que la vida cotidiana recubre de ordinario, cuando nazca elhijo, deseado por el amor, su fruto y no únicamente su razón de ser.

¿Qué más decir? Cada pareja tiene su destino. Conoce sufri-mientos proporcionados a su alegría. La forma de llevar cada unoestos sufrimientos da la talla de su persona, como también mide lafinura de su gozo. Esta alegría y estos sufrimientos contribuyen a sucrecimiento humano como ninguna otra cosa: historia personal decada uno que no se comprende más que con el tiempo, después dehaberla vivido. Sería vano juzgarla pero cabe asegurar que los instan-tes y los aspectos en ocasiones dramáticos que el hombre conocealcanzan la estatura correspondiente a la grandeza potencial de suhumanidad. Misterio del destino único y solitario de cada uno queninguna costumbre ni ninguna ley puede regir completamente, pormás que pese sobre él tanto para lo mejor como para lo peor. Lasleyes y costumbres no deben sustituir la secreta realidad que hace pro-piamente del hombre un ser libre y responsable.

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– Pero, ¿qué pensar si uno de los dos quiere abandonar a su pare-ja y rehacer su vida de otra manera? Si la pareja se constituyó nor-malmente, es decir, si los dos seres que se encontraron y se unieroneran suficientemente adultos en su humanidad, y por tanto su uniónno se debía simplemente a la atracción de los sexos, a la euforia bus-cada por ella misma propia de este tipo de encuentro, al disfrute deri-vado automáticamente del acto sexual, en ese caso, a mi modo de ver,el deseo fundamental de que su unión fuera única y para siempreestaba de forma real en ellos, a pesar de que alguna ideología liberta-ria les asegurase –falsamente– lo contrario. El recuerdo cultivado, aúnvivo, de un encuentro excepcional de este tipo, de todo lo que lo hapreparado y de lo que le ha seguido, si no es blasfemado o renegado,permanece, aunque la vida conyugal, tanto en sus tiempos débilescomo en sus tiempo de crisis, se reduzca a la vida común, banal ycotidiana, de la mera convivencia.

– Pero aún hay más, y es sobre otro aspecto de la cuestión sobreel que hay que detenerse, en particular frente a aquéllos que hablande la importancia que los otros tienen en su vida, que insisten en lanecesidad de acogerlos y de servirlos, pero que descuidan las conse-cuencias dramáticas y a veces definitivas que ellos mismos provocan–o incluso únicamente corren el riesgo de provocar– cuando aban-donan a su cónyuge o viven con el cónyuge de otro.

No existe maduración(3) sana y auténtica, ni profundización realde la vida espiritual, si se es, de forma voluntaria, consciente o inclu-so cínica, el origen de la ruina –o de la perturbación– de la vida dealguien hasta niveles de profundidad que escapan a su consciencia ya su voluntad. Generalmente, esto es lo que ocurre –o se corre el ries-

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(2) Légaut distingue entre «épanouissement» y «accomplissement». Por «épa-nouissement» entiende un tipo de realización sobre todo psicológico, mientras quepor «accomplissement» se refiere a un tipo de plenitud espiritual, propiamente huma-na. Traducimos «épanouissement» por «realización» o «maduración» según los casos,mientras que traducimos «accomplissement» por «cumplimiento» en el sentido antesmencionado.

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go de que ocurra– cuando se abandona al otro después de haber ejer-cido sobre él una influencia capital y de haberlo hecho a sabiendas,puesto que tal influencia había sido verdaderamente asumida. En par-ticular, tal es la situación que puede presentarse en la pareja rota poriniciativa de uno de los cónyuges, aunque no es éste el único caso,pese a que se cite con frecuencia.

También podría ser el caso del viudo que, teniendo la dicha depoderse casar de nuevo, se decide a ello, a pesar de que no ignora elgrave trauma –tal vez definitivo– que puede producirle a alguno desus hijos todavía jóvenes; en definitiva, se trataría de un matrimoniocanónico desde el punto de vista religioso y legal, recomendadomédica y psicológicamente, y consecuencia de un amor auténtico yno de un simple recambio.

Por otro lado, cuando dos personas se separan, según ellos depleno acuerdo, no estoy seguro de que sea así exactamente por ambaspartes. Antes, la duda se planteaba sobre todo por el lado de la mujer.De cualquier forma, el naufragio de un amor verdadero marca la vidapara siempre –e incluso la marca el fracaso, por cualquier razón, deun sentimiento fuerte en vías de convertirse en amor. La página yapasada no puede arrancarse y arrojarse sin más a la papelera... ¿Quépueden hacer ambos para que esta separación no lesione lo mejor deellos mismos o, al menos, no se quede en un mero accidente del pasa-do que, en verdad, no puede olvidarse sin que uno no se traicione así mismo y al otro? Quien ha sufrido esta separación, aunque a vecesla haya deseado o haya podido ser un poco la causa o la ocasión,¿podrá alcanzar, mediante un esfuerzo personal, una aceptación, vivi-da en profundidad, donde el amor liberado ya de toda posesión habrápermanecido presente? Entonces, el duelo que habrá tenido queconocer le proporcionaría una mirada lúcida sobre la condiciónhumana, en la que convivirían la visión sin autodefensas de los dra-mas del corazón, que se presentan en toda existencia, y la misericor-dia, que pone en su justo lugar la verdadera responsabilidad de cadauno. En cuanto al que haya tomado la iniciativa de la separación, des-pués de haberla preparado de forma más o menos oscura, necesitará

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algún día repensarla a la luz de su propia vida y, principalmente, a laluz de lo que ha conocido después. Si es digno de su humanidad,también él alcanzará una nueva intelección de la condición humana.Descubrirá qué ilusiones y ambigüedades están en el origen mismo delas decisiones que uno toma creyendo ser totalmente libre. Así llega-rá hasta poder perdonarse todo aquello de lo que antes, con todas susfuerzas, se resistía a considerarse culpable.

– Sólo existen situaciones particulares. Sin embargo, la preocu-pación, la atención, el respeto por el otro y el interés hacia él noadmiten excepción. Ninguna otra exigencia puede dispensar de losdeberes que estas relaciones suponen para un hombre consciente delas consecuencias de sus decisiones. Se trata de una responsabilidadque forma parte integrante del ser del adulto suficientemente interio-rizado si renunciamos a reducir la persona humana a un mero fenó-meno que pertenece exclusivamente al dominio de las ciencias. Sedan en el hombre “llamadas” que proceden más bien de nuestrasinclinaciones... No lo ignoro. A Gide le gustaba decir que él seguía suinclinación, pero cuesta arriba: antiguo resabio de su formación puri-tana tal vez... La llamada, tal como yo la entiendo, no es sólo esto.

No, esta exigencia íntima no es simplemente tampoco la conse-cuencia oculta o inconfesada de la sacralización indebida del actosexual –sin negar que esta sacralización indebida no exista ni, sobretodo, que no haya existido nunca en régimen de cristiandad. Resultaparadójico, sin embargo, que, en ciertos medios, se insista con razónsobre la importancia considerable de la vida sexual para el equilibriohumano y su realización física y psíquica y, luego, se traten a la lige-ra las consecuencias que las rupturas a este nivel producen en quie-nes son sus víctimas aunque tengan su parte de responsabilidad en lapreparación próxima o remota de dicha ruptura. Los “dramas de laruptura”, pasto barato de la prensa sensacionalista, son las conse-cuencias particularmente visibles de tragedias menos espectacularespero no menos extremas que permanecen escondidas y que a veces seperpetúan de por vida.

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Esta exigencia íntima no es ni única ni principalmente –a mimodo de ver– consecuencia de una ley impuesta por la Iglesia, ley pro-piamente “divina” como se sostiene en los medios que dan muestrasde ortodoxia sin espíritu crítico. Por ejemplo, la exigencia completa-mente interior que conocerá, a veces en concurrencia con otros ver-daderos imperativos personales, el viudo al que ninguna ley impidevolver a casarse pero que debe tener en cuenta las repercusiones nefas-tas que ese nuevo matrimonio podría causar en sus hijos. Del mismomodo, ¿no debe quizá un hombre ya mayor plantearse como una exi-gencia el rechazo a casarse con una chica joven aunque ninguna ley selo prohíba? Por contraste, hay muchas exigencias interiores, de carác-ter imperativo, que el derecho canónico ha permitido eludir de mane-ra juridicista e hipócrita: como dispensar a una religiosa –e indirecta-mente a su congregación– del deber de asistir a sus padres en el desa m-paro de la ancianidad, justo cuando necesitan física y psíquicamentede su presencia, etc. No insisto más. Pero, cuando la Iglesia no reco-noce la validez de una pareja fundada sin el sacramento del matrimo-nio, desconoce gravemente la profundidad humana y la calidad de ladecisión que hubo en el originen de esa pareja. Eso es lo que ocurre,por ejemplo, cuando la Iglesia acepta casar religiosamente al divorcia-do de un matrimonio civil, haciendo así, de esas segundas nupcias, laocasión para regularizar una situación falsa o incluso un tipo de con-versión... Todas estas consideraciones resultan aún más determinantescuando los hijos son víctimas, inocentes e indefensas, de la situaciónprovocada por la separación de sus padres y por la presión de los liti-gios judiciales que frecuentemente la acompañan.

– No desconozco todas las tanteos y yerros que a menudo –nosiempre– preceden y de alguna manera preparan, en el curso de lasrelaciones, la que será decisiva en la vida. Tampoco ignoro los sufri-mientos y perturbaciones de todo orden que conoce el joven quebusca su propio camino, no sólo en la oscuridad y la turbación sinotambién bajo la luz fascinante de las facilidades que se toleran enderredor; facilidades irrisorias y, a la postre, onerosas hasta llevardemasiado a menudo al fracaso.

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La «unión sistemáticamente de prueba» es una experiencia delamor falseada fundamentalmente desde el comienzo. No se ensa y ael amor ni tampoco puede mandarse. No es materia de experimen-tación como tampoco lo es de fabricación. Abordarlo de esta formaes condenarse a no encontrarlo nunca en su propia realidad. Almenos se corre el riesgo de ello. A tal riesgo deben añadirse todaslas consecuencias que un fracaso así puede provocar tanto al otrocomo a uno mismo, y que con frecuencia pesarán durante much otiempo sobre la vida e incluso sobre el amor que a continuaciónuno mismo puede descubrir hacia otro o que otro puede descubrirhacia uno.

Ciertamente, resulta incómodo insistir sobre este aspecto de lasrelaciones. Pero la felicidad reencontrada no borra el pasado perdido.Al final de la vida, todo ocupa su lugar y lo que se ha rechazado ins-tintiva o seminconscientemente reaparece y grava las bases que unavida que está camino de ir perdiendo vitalidad necesita para no hun-dirse en el pesimismo y la amargura.

– Aún añadiría que toda relación, incluso muy espiritual, en elnivel propiamente dicho del amor, será en sí misma inestable si siguesiendo platónica. La unión sexual es la culminación normal, el coro-namiento específico de una relación espiritual vivida en profundidad:constituye su remate casi necesario. Quienes por cualquier razón(matrimonio o celibato religioso) intentan mantener esa relación enun nivel exclusivamente espiritual se encuentran siempre, de unamanera u otra, abocados a una situación en falso que únicamente laedad permite estabilizar o normalizar, siempre que cada una de lasdos personas tienda personalmente a ello. No niego que esto nopueda resultar un bello logro para algunos –tengo cierta experienciaal respecto–, sin embargo, estoy convencido de que para muchos, deforma generalizada, se trata de un callejón sin salida del que sólo sesale lastimado o abatido, en mayor o menor medida. Ciertos tempe-ramentos mantienen mejor que otros un equilibrio de este tipo, difí-cil hasta lo imposible. Sin embargo, abunda el número de los que sedesequilibraron a causa de experiencias que comenzaron bien pero

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que, aun esforzándose por proseguirlas, no se lograron culminar.Desde luego que puede darse el caso contrario, pero para ello se nece-sita tiempo y singulares ascensiones. A veces es necesario “caer” en la“trampa” para salir de ella, lo reconozco, pero no es para tener quesalir por lo que uno cae.

Un hombre casado no debería cultivar un amor verdadero haciaotra mujer aun cuando ese amor, en cualquier otra situación, hubierasido para él ocasión de una vida renovada que, sin duda, no tendrá laposibilidad de lograr en su hoga r. El que ha optado por el celibato porrazones religiosas vividas de manera personal en el nivel de la misióndebe velar, él también, para no cultivar ni favorecer un verdaderoa m o r. Esto es aún más difícil para él que para el casado, y por unarazón menos evidente que las habituales (castidad y abstinencia delcelibato, soledad del corazón), aunque más frecuente: la persona con-sagrada muy pronto al celibato (antes incluso de que la cuestión se leplantee realmente pues, dicha cuestión, la formación recibida la tratade la forma más discreta y velada posible), por lo general mal forma-da sexualmente en su medio no mixto (seminario mayor y menor,noviciado, clausura), conoce las pulsiones y las atracciones de las queaquí se trata en una edad tardía, y, en esa circunstancia, atraviesa unascrisis tanto más vertiginosas cuanto más se hayan demorado.

Sé que hay excepciones y que las hay célebres. Por abreviar, seredificante y no provocar, no diré nada más. En definitiva, sólo Dioses juez, y nadie sabe lo que pasa dentro de cada uno ni tiene porquésaberlo. Es el secreto de toda vida.

Sé muy bien lo que un gran amor puede aportar de único, decasi sobrehumano. Pero, cuando es imposible en sí mismo a causa delas condiciones en las que se presenta, ¿hay que pasar por él discreta-mente, sin decir ni manifestar nada? Cuando sabemos asumirlo congrandeza, una vez recuperada la paz del corazón, un amor así de inac-cesible es ocasión para que se manifieste singularmente nuestra tras-cendencia. Conozco personas que callan un amor así, privando alotro de una felicidad real, pero también crucificante en extremo. ¿Se

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equivocan? Una vez más, únicamente Dios lo sabe. Nadie puededecir al respecto nada válido.

Por mi parte, siempre me ha conmovido profundamente la lec-tura de El zapato de raso de Claudel, con ocasión del pasaje –magnífi-co por su elevación, realismo y poesía– en el que Don Rodrigo diceadiós a Doña Proeza a lo largo de la costa de la que se aleja para siem-pre. ¿Se habrían atrevido a unirse una vez, la primera y la última,subiendo a la cruz en la que permanecerían clavados ya para siempre?No lo sé, y si lo hubieran hecho, ¿quién osaría condenarlos? Masentonces, para que todo acabara con la grandeza digna del Dios quela ha hecho posible creando al hombre y a la mujer y todo lo queambos pueden darse mutuamente, y para que esto culminara con lagrandeza digna de lo humano que reside en ambos, tendrían quesaber no descender de esa cruz que, de ese modo, sería también sucorona. Me guardaré de decir que esto es imposible, pero yo, tal ycomo me conozco, incluso a mi edad, no me fiaría.(4)

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(4) [Párrafo de 1975, descartado en 1990] En cuanto a la práctica de las rela-ciones prematrimoniales, no digo que sean poco frecuentes pero las lamento. Es unomás de los aspectos del desequilibrio actual de la sociedad, originado por las condi-ciones de vida, por la disolución del clima social, por las carencias afectivas que resul-tan de que la familia se dispersa demasiado rápidamente, o de que ésta se degrada ose desmorona. Algunos, si se libran de ciertos determinismos fisiológicos y psíquicosasí desencadenados, ganan con ello en madurez; madurez, por otra parte, verdade-ramente muy superior a la que nosotros teníamos hace cincuenta años. Pero, almismo tiempo, ¡cuántos desastres se producen, que el porvenir no podrá remediar!No obstante, debo afirmar también que conozco muchos jóvenes que fundan hoga-res cuya calidad es bien distinta de la que se conseguía en el pasado en el que se acon-sejaba coincidir más en el nivel social y en lo económico que en los gustos e ideales.Antaño, muy a menudo, se fundaba primero una familia y luego, en la medida de loposible, surgía la pareja. «No se vive de amor y de agua clara», se decía a veces. Hoy,cuando la pareja se ha constituido de manera real y adulta (con matrimonio civil ono, religioso o no), los instintos se desarrollan y se suceden, el amor llama a la pater-nidad y a la maternidad; y nacen los hijos: los que han sido deseados y se ha creídoque se es capaz de educar en las condiciones –juzgadas de antemano puesto quenadie domina el futuro– como más favorables para su desarrollo humano.

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El celibato

– Muchos sacerdotes se sentirían mejor consigo mismos y ten-drían una vida espiritual más equilibrada y más sana si se casaran. Lamayoría de ellos se han limitado a aceptar el celibato más que a ele-girlo como tal. Con mayor o menor grado de sumisión a la doctrina,lo han visto y deseado como sacrificio agradable a Dios y comoforma de vida que expresa de manera más adecuada el don total de símismos a Él. Algunos han pensado incluso que así ayudarían mejora los casados a guardar la castidad impuesta a su estado... Al menosasí lo ha afirmado algún laico. Pero tanto en la vida sexual como enla intelectual, el sacrificio por el sacrificio, o el sacrificio como con-secuencia de consideraciones teóricas, es un acto suicida. El sacrificiodebe estar radicalmente unido al ejercicio de la misión, por tratarsede algo necesario, aunque no suficiente, para su realización.

El compromiso del celibato, para que sea positivo y pueda man-tenerse de manera sana, supone una exigencia interior que, directa oindirectamente, lo haya impuesto al comienzo y lo continúe soste-niendo. Nadie debería casarse si la vida que va a llevar por su misiónle impide ser un verdadero marido para su esposa y un verdaderopadre para sus hijos. Por lo tanto, no es bueno desear ni observar elcelibato por sí mismo sino como parte integrante de la misión dequien se compromete. Entonces, la exigencia interior –cuyo signo deautenticidad es una estabilidad que, por más que pueda conocermomentos de eclipse, reaparece sin cesar con ocasión de nuevas cir-cunstancias o tomas de conciencia– debe imponerse continuamentepara que el celibato tenga verdadero sentido. En caso contrario, seríamejor que el célibe reconociera haber perdido el sentido de su celi-bato, bien sea por su falta, bien porque no era realmente su camino.

La única razón válida para que alguien mantenga el celibato entales condiciones –y es razón de peso– es el escándalo, el desconcier-to que su matrimonio puede provocar en su entorno, el abandonoespiritual en el que se pueden sentir quienes se apoyaban en el célibe

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para vivir. Tal es el caso del superior de la Orden que abandona elcargo que le habían confiado sus hermanos. Pero, ¿es igual el caso deun sacerdote que vive en su parroquia como en un desierto y cuyapartida no provocará más que la comidilla de unas cuantas devotasparlanchinas o el refunfuño de algunos conservadores imbuidos deintegrismo?

En términos generales no soy partidario de los votos perpetuos,que sólo me parecen legítimos para aquellos a los que les resultan inú-tiles por el hecho de que nada se alteraría en sus vidas si no los con-trajeran. En cambio, comprendo los votos temporales porque permi-ten una estabilidad, una defensa frente a las dificultades y las dudasíntimas que pueden presentarse en ciertas ocasiones, a ciertas horas...Suscribo totalmente lo que una vez propuso audazmente BernardBesret –la audacia es siempre una imprudencia en un mundo de pru-dentes–: un año sabático en el que cada uno retomara la iniciativa desu vida. Pero esta libertad, por su cualidad, no debería conducir a unaindependencia totalmente indeterminada, porque el pasado fiel estáahí para limitar, casi intrínsecamente, las elecciones eventuales porhacer. La vasta posibilidad así ofrecida alentaría a renovar la toma deconciencia de la verdad del propio camino de fidelidad y, por ello,alentaría también la verdadera perseverancia.

Un sacerdote o un religioso, inmerso en el mundo actual que yano es de cristiandad sino que, por el contrario, se ha liberado de ellay reacciona en su contra, vive en una situación límite, en una situa-ción extrema para la que su formación (seminario o noviciado) no lopreparó verdaderamente. La ley es para el hombre y no el hombrepara la ley. Según este espíritu, incumbe al obispo tanto la aplicaciónde una ley eclesiástica instituida en condiciones sociológicas comple-tamente distintas, adecuadas a un universo mental de todo puntodiferente, como sugerir la decisión oportuna para tal o cual sacerdo-te que intenta ser fiel a sí mismo en la situación siempre difícil y dolo-rosa en la que se encuentra. El obispo, que, en principio, se suponeque conoce a sus sacerdotes, debe, en tal circunstancia, ahondar ensus relaciones personales con quien padece la crisis. Es al obispo y no

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al Derecho Canónico, dictado de manera general, a quien correspon-de juzgar lo que conviene al bien espiritual de cada uno. De estemodo, se contribuye indirectamente al bien de todos, sin lugar adudas. Pero actualmente, el ámbito para tales iniciativas por parte delobispo es extremadamente reducido.

La vuelta al estado laical, que no siempre se concede –¡qué res-ponsabilidad para la autoridad que, sistemáticamente, se decide porun tal rechazo!–, hace desesperar a ciertos sacerdotes para los que lavocación sacerdotal es esencial pero que, sin embargo, no puedensoportar el celibato, dadas las condiciones de vida en que se han vistoembarcados o las situaciones en las que se han visto implicados. Paramuchos, esta reducción al estado laical fomenta tal amargura y acri-tud que acaba repercutiéndoles espiritualmente para siempre.

Tanto la cuestión de los sacerdotes casados como la de la regu-lación de la natalidad fueron eliminadas de entre las que el ConcilioVaticano II podía tratar. Esta eliminación autoritaria demostró el fra-caso del principio de la colegialidad, que sigue siendo tan ficticiotodavía en nuestros días. Son cuestiones, por otro lado, que, en laactualidad, permanecen abiertas por más que se las aparte. Nadie serátan ingenuo de creer que dichas cuestiones no se resuelven clandesti-namente y, por desgracia, de manera precaria, poco sana en muchoscasos... y siempre en un clima de culpabilidad latente.

– Una situación así, por su doblez, resulta más bien equívoca.Conozco muchos casos. La verdad es que un amor auténtico, aunquesecreto en lo esencial, necesita atestiguar socialmente su realidad. Poreso mismo resulta tan difícil de ocultar ante ojos avisados. Pero esque, además, los instintos se solicitan recíprocamente: donde el amornace y se desarrolla, aparecen después, como su logro final, el deseode paternidad y, aún más, el de maternidad. Rechazarlos supondría,además de un bloqueo innecesario de la realización del amor, unacausa suplementaria de degeneración. La relación se deshumaniza ypierde su norte; pletórica en un comienzo, acaba siendo humillante,cual una carga. El amor se queda entonces en falso, como lo está tam-

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bién el celibato no aceptado interiormente. Son cuestiones que laIglesia tendrá que afrontar en profundidad, que retomar desde labase. Pero eso no será posible mientras el nacimiento y crecimientode la vida espiritual arraigada en lo humano no formen parte de lamisión de la Iglesia.

Hay que tener el valor de afirmarlo: una cascada de confesionesy de absoluciones no resuelve los problemas que la autoridad discre-tamente consiente mientras permanezcan como algo privado y noestalle el escándalo: cosa rara porque las situaciones en falso de estetipo se presienten, sobre todo en torno al celibato. En este terreno, laperspicacia femenina es más fina que la del hombre...

En las condiciones actuales, únicamente los laicos de edad,como yo, podemos hablar abiertamente de este tema sin que parezcaque buscamos justificar alguna situación personal. Hay pendienteuna evolución de la sociedad y de la Iglesia que es necesaria. A loscristianos les corresponde prepararla, y a la autoridad tomar la inicia-tiva cuando tenga la valentía y la interioridad necesarias para cumplirsu misión más allá de limitarse a conservar disciplinas que no perte-necen a los orígenes y que, por su empecinado rigor, no beneficianen nada a la vida espiritual del hombre contemporáneo.

– Cuando se habla de un sacerdote casado ya no se utiliza laexpresión desagradable de que “colgó los hábitos”. Es más, enmuchos cristianos, hay una atención especial hacia ellos. A veces seforman pequeñas comunidades en torno a sus hoga r e s .Profundamente cristianas a pesar de su posición normalmente margi-nal en la Iglesia, estas familias irradian, gracias a su vida espiritual y ala cultura y experiencia religiosas de uno o de ambos miembros de lapareja.

Por mi parte, creo que en el futuro los miembros de una comu-nidad de fe que estén habilitados para la celebración eucarística debe-rían llevar generalmente el mismo género de vida que el resto, com-partir con ellos las responsabilidades y los riesgos de toda vida huma-na, sin omitir ningún aspecto.

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Esta forma de ver las cosas no excluye la posibilidad de voca-ciones al celibato, con sus necesidades impuestas por la fidelidad a lasexigencias íntimas que se descubren personalmente, fruto de la vidaque en consecuencia deba corresponderles. Pero en este caso, la deci-sión ha de tomarse como adulto, con conocimiento de causa despuésde haber vivido suficientemente, no por sumisión sistemática yvoluntarista a ciertas normas de origen ideológico y social más quepropiamente espirituales.

En mi opinión, ya no debería haber sacerdotes célibes al estilode la mayoría de los que actualmente viven en las parroquias. Muchosde ellos llevan una existencia difícil e incluso peligrosa a fuerza deverse obligados a vivir solos y sobrecargados por el servicio del cultoy de los sacramentos, acaparados, dispersos y abocados a la exteriori-dad debida a la proliferación de sus actividades. Este activismo devo-rador conduce a un cansancio extremo, a una lasitud que les lleva ano ver, en lo que hacen, más que pura artificialidad. Tan es así queparece absolutamente necesario que busquen apoyo en formar con-gregaciones que tomen en serio la continua formación espiritual desus miembros.

Que el sacerdote, cuya misión es la Palabra más por lo que esque por lo que dice, esté particularmente formado y espiritualmentecultivado es una de las condiciones esenciales para que la Iglesiapueda llevar a cabo su misión en el mundo moderno, que es muchomás exigente que la cristiandad de antaño pero también más rico enposibilidades gracias a una cierta liberación de las condiciones mate-riales y a la generalización de la enseñanza. ¡Ya no estamos en laépoca en la que sólo los sacerdotes sabían leer y escribir! Es necesa-rio que sean hombres de Dios, ciertamente, pero también que seplanteen las preguntas que se hace el hombre de hoy, y que las llevensobre sí en tanto que creyentes, no como los teólogos de tiempospasados, ni tampoco como fideístas, que confunden la vitalidad de lafe con su certeza, a la que buscan por sí misma y que emana de ver-dades que, aunque se sostengan con fuerza, de hecho ya no puedenvivirse verdaderamente, como sin duda sucedía antiguamente.

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Pero, no tiene necesariamente el carisma de la Palabra quien lodesea porque juzga que es “la mejor parte” o “el mayor servicio” talcomo se dice en el boletín de una determinada asociación de antiguosalumnos donde se informa de los que se casan y de los que “ascien-den” al sacerdocio o al estado religioso. Este carisma es fruto de lamisión que algunos poseen en potencia desde que nacen y a la quecorresponden paso a paso, lentamente. No, el matrimonio no es uncamino inferior en comparación con los caminos seguidos por lasvidas llamadas “consagradas”. El matrimonio no es un camino fácil:hay sufrimientos en la familia, especialmente por los hijos, pero tam-bién entre marido y mujer; sufrimientos incomparables con los quepueda conocer el célibe solitario, que, no obstante, también sufre losuyo y no poco. La elección entre estas dos vías no se desprende desu facilidad o dificultad, ni de la eminencia del estado que puedenproponerse a sí mismos los que son “espiritualmente ambiciosos”. Esuna cuestión de misión, más bien.

– La misión no se elige a partir de una escala de valores. Se des-cubre poco a poco a partir de la fidelidad a lo que nace en unomismo; y se acoge sin buscarla o esperarla de manera explícita. Aveces también se la teme de manera instintiva. La misión no es nuncael resultado de un proyecto realizado con perseverancia y tenacidad,sino el fruto lentamente madurado por obra de nuestra fidelidad a loque percibimos íntimamente que debemos pensar, decidir o hacer díaa día.

Para madurar este fruto, tanto si se trata de llegar a ser una per-sona casada o célibe, es indispensable la vida comunitaria. Pero en elcaso del religioso no se trata únicamente de una comunidad que seala simple transposición de la familia patriarcal del pasado, a la mane-ra como san Benito organizó antaño la vida monástica. No hay queinsistir demasiado en este aspecto afectivo, pese a que de entradaresulta muy seductor. La verdadera comunidad religiosa y monástica,en lo esencial, es de otro orden: es la comunidad de seres fieles, soli-tarios y únicos, que se ayudan mutuamente a crecer, más por su recí-proca presencia silenciosa que por la palabra y la amistad.

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Una comunidad religiosa no tiene como objeto proporcionar,de manera alternativa, las satisfacciones afectivas características de lafamilia. La asimilación de una comunidad religiosa a una familia escada vez menos idónea conforme uno se aleja de la gracia de loscomienzos –que es como la gracia del amor en sus inicios–, y tam-bién a medida que sus miembros se hacen más adultos. Lo propio dela familia es, sobre todo, dispersarse, pues el hijo debe abandonar elhogar paterno para fundar el suyo. La comunidad religiosa no puedehacerlo porque su razón de ser es otra: su unidad propia exige, desdeel comienzo y cada vez más, la independencia de sus miembros con-forme a la diversidad de sus itinerarios.

– Ciertos seres, por lo que son en sí mismos, por las situacio-nes a las que llegaron o con las que se encontraron, están condena-dos al sufrimiento y al fracaso; un fracaso que, humanamente, tienetodas las apariencias de ser radical y definitivo. Y, no obstante, inclu-so tales fracasos, cuando se afrontan convenientemente, preparan, acorto o largo plazo, una maduración espiritual que probablemente nose habría dado de otro modo: bien asumido en su totalidad, el fraca-so puede ser ocasión y origen de una transformación que no puedeproporcionar ninguna conversión que sea el resultado de una resolu-ción virtuosa.

Las caídas del hombre trabajan su humanidad a una profundi-dad inalcanzable por los buenos propósitos, siempre superficiales.Las faltas más perturbadoras bajo el peso de la culpabilidad son pro-bablemente las más fatales por causa del pasado. Pero a veces sontambién las más necesarias en vistas al porvenir que indirectamentepreparan. Esas caídas, cuando, bajo la mirada lúcida y espiritual delcreyente, ocupan su lugar propio en la vida, ayudan a éste a dar a suexistencia una unidad y una unicidad que resultan sorprendentes por-que ningún proyecto hubiera podido prometerlas ni aún menos pro-curarlas.

– Una intelección profunda del pasado, en el horizonte mismode la existencia, es capital para acoger y desarrollar la luz y la fuerza

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que permitirán salir del atolladero en el que al principio se vio unofalsamente comprometido y poco a poco bloqueado a causa de lasideas hechas que reinaban en su medio o, incluso, a causa de las pre-siones que se sufrieron.

Las consecuencias de los errores de enfoque cometidos alcomienzo de la vida nunca se zanjarán del todo, pero pueden ser laocasión de una sabiduría que conjure todo lamento y amargura. A laIglesia le correspondería especialmente favorecer estos cambios deorientación que, en verdad, son optimizaciones y no defecciones. Nodebe ni juzgar ni amnistiar sino ser la madre que todo lo comprendey que sabe animar al que se ha extraviado porque no logró empren-der su verdadero camino al comienzo, o porque ulteriormente se havisto empujado a abandonarlo. Una madre no debe juzgar a su hijo,ni mucho menos condenarlo. Eso sería hundirlo en el destino que seabre ante él. Debe más bien pertrecharlo de confianza cara el futuro,a veces a pesar de todas las apariencias contrarias del presente.Conservando su fe en el hijo, podrá hacer renacer en él la esperanzay ayudarle a reencontrarse o, más bien, a encontrarse de verdad.

El tiempo

– La Iglesia tiene dos mil años a sus espaldas. A lo largo de todoeste tiempo, se ha esforzado por preservar la memoria de los aconte-cimientos acaecidos en un pequeño país de Oriente, veinte siglosatrás. Con tal motivo y sin pretenderlo explícitamente, los ha engas-tado en su doctrina, magnificando en extremo esa historia, única pormuchos aspectos. Pero, al sacralizarla, no ha podido impedir, almismo tiempo, momificarla.

En nuestros días, conocemos mejor la historia de los orígenescristianos. La hemos liberado de simplificaciones excesivas que lamentalidad corriente de una Iglesia atiborrada de doctrinas y de espí-ritu corporativo había impuesto hasta ahora. Dicha historia se mues-tra hoy llena de ambigüedades y complejidades que revelan más cer-

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teramente los problemas vitales con los que debieron enfrentarse ensu día las comunidades nacientes; pero dicha historia muestra deigual modo con qué vigor la fe y la esperanza animaban también aesas comunidades. Por otro lado, la toma de conciencia de la condi-ción humana se ha profundizado. Está a nuestro alcance comprendermejor –desde dentro– esos acontecimientos y, más precisamente, laimportancia de la percusión espiritual producida entonces, cuyo econos llega aún con fuerza cuando no se ve afectado por las turbulen-cias ideológicas del momento.

La transmisión hasta nosotros de lo que Jesús y sus discípulosvivieron hace veinte siglos pasa por la intelección de la condiciónhumana tal como la podemos adquirir hoy. Gracias al estudio de losdocumentos que nos quedan de esos tiempos lejanos y gracias tam-bién a los recursos espirituales adquiridos sobre este tema por lasanteriores generaciones de creyentes, dicha intelección nos permitecomprender, con mayor profundidad, esa singular epopeya humanay su enorme repercusión religiosa.

En este terreno, la distancia temporal resulta irrelevante, pues,cuando se trata de lo esencial, la intelección espiritual trasciende eltiempo y el espacio si sabe liberarse suficientemente de las contin-gencias derivadas de ese orden. No cabe duda de que, si queremosinterpretar lo que han supuesto estos acontecimientos y lo que com-portan para el futuro, cuanto más nos alejemos cronológicamente deellos, más imprescindible será, para nosotros, esa intelección espiri-tual que nace de la interioridad y fidelidad personales. Por otro lado,podemos asegurar también que, en tales condiciones, los elementoscolaterales que pesaron sobre los acontecimientos y sobre su manerade ser reportados nos condicionan menos.

Es cierto que, cuanto más se aleja de nosotros el pasado, más nosurge ser personas interiorizadas y humana y espiritualmente vigorosassi pretendemos llegar a ser cristianos y continuar siéndolo. Con estono reivindico ninguna posición elitista sino que hago una mera cons-tatación de hecho. Y esto es así, no únicamente a causa de la violen-

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ta oposición con la que la fe se topa en un mundo que le es ajeno,sino también debido a las exigencias intelectuales que crecen bajo elsecreto trabajo de humanización llevado a cabo, a través de los siglos,por innumerables hombres, muchos de los cuales nunca tuvieronconocimiento de Jesús aunque no por ello fueron extraños al fer-mento evangélico.

– Yo mismo he podido comprobar, a lo largo de los setenta ycinco años de mi vida, en la que tanto han progresado los conoci-mientos históricos de los orígenes, el avance conseguido respecto ala intelección de lo que Jesús vivió. Di cho avance ha sido tambiénposible gracias a la actividad cotidiana de una búsqueda siempreatenta –en la que el tiempo juega un papel necesario–, siguiendouna lenta maduración cuyas etapas no controlamos. Puedo afirmarque lo que sucedió hace dos mil años se me hace hoy más presenteque veinte años atrás, cuando aún recordaba quizá mi catecismopero lo ignoraba todo de la vida y de la manera como es precisovivirla para que sea digna de las potencialidades espirituales que nosson propias.

Este pasado, por su carácter capital y espiritual, llega incluso ahacérsenos más actual que los mismos acontecimientos contemporá-neos, por más destacados que sean. Con el pasar de los años, nuestraprofundización espiritual permite que nos aproximemos mejor a loque vivió Jesús. Desgraciadamente, una búsqueda de este tipo sueleverse obstaculizada por la educación religiosa cuando ésta, recibidaen la primera juventud, antes incluso de que la personalidad hayaadquirido algún vigor, se presenta como un fin en sí misma y preten-de –engañosamente– proporcionar la formación espiritual necesaria ysuficiente para vivir como cristiano.

Para conocer a Jesús, la experiencia humana es más necesaria quetodas las cristologías. No es que éstas sean inútiles; son incluso pro-vechosas al principio. Tales cristologías, cuyos esbozos apuntan ya enlas Escrituras, ayudaron religiosamente sobre todo a quienes las ela-boraron a la luz de su experiencia. Nos corresponde a nosotros recre-

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arlas a partir de nuestra vida a fin de que sean para nosotros un ver-dadero alimento.

¡Haría falta que en cada generación surgiesen otros «san Pablo»y otros «san Juan», principalmente en estos tiempos de agitación enlos que todo se cuestiona! Recrear no significa repetir: incluso utili-zando los mismos términos, podemos aportar nuevos significados. Lamisión de la Iglesia, para ser conducida a buen puerto, exige la apari-ción, en cada época, de un número suficiente de creadores que, fielesal espíritu de Jesús, recreen para su entorno lo que, en lo esencial,Jesús mismo reveló a los suyos gracias a lo que era. Pero aún enton-ces es preciso que dichos creyentes sean reconocidos y aceptados,algo que, a menudo, no sucede más que después de muertos.También en eso Jesús, a través de su muerte y de su glorificación, nosha indicado el camino.

– Cada época histórica –también la nuestra– puede propiciardeterminados errores e incluso casi imponerlos. Por lo tanto, una cier-ta resistencia espontánea de la Iglesia a una tal creatividad no estáexenta de sabiduría. No obstante, la Iglesia debería poseer suficientevigor espiritual para poder acompañar, con paciencia y con fe, lostitubeos de nuestros contemporáneos, algo que forma parte inaliena-ble de la condición humana. Debería asimismo soportar tales extra-víos sin ser presa del pánico, y esperar que se corrigiesen a lo largo dela vida gracias a la fidelidad personal de los que son sus miembros.En fin, debería dejar a cada uno –en cierto modo ya hombre de fepero aún incrédulo en parte– el plazo que necesita para convertirseen un verdadero creyente. Porque quien teme equivocarse jamás pro-gresará en el camino que aproxima a la verdad.

Hay que creer que Dios obra en toda persona que lo acogemediante una acción secreta y poderosa de tan imperceptible e inmu-table como se revela en la perseverancia que la caracteriza. Las dimen-siones de esta acción son comparables a la historia del Cosmos, disi-mulada tras la extrema diversidad de formas que revisten sus deveni-res regidos por la Evolución.

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No agrada al Espíritu Santo manifestarse ostensiblemente, comoalgunos piensan confundiendo las cosas. Más bien es la discreción enpersona. Así es como la levadura actúa en la masa. La unidad de laIglesia no se verá mermada por los inevitables extravíos que conoceránalgunos de entre los mejores de sus miembros, pues en dichos extraví-os no deja de estar presente la fermentación evangélica. Al contrario,de ese modo es como la Iglesia manifiesta su verdadera naturaleza. Nohay que buscar su unidad en la uniformidad de sus miembros sino enla convergencia de sus fidelidades: tal es la condición que garantiza suu n i v e r salidad. ¿Cómo, si no, sería más de Dios que las otras religiones?

Desde el punto de vista de la espiritualidad, el tiempo es algocrucial. El discernimiento de espíritus acertado opera a través de laperseverancia y de la maduración que es fruto suyo. No existen otroscriterios aparte del tiempo. Propiamente el tiempo no es un criterio,ya que siempre tarda en manifestarse. El tiempo es, más bien, la con-firmación de aquello que es exacto en el itinerario que uno sigue confe y con fidelidad gracias a la interioridad. Lo mismo ocurre con eldicho evangélico «el árbol bueno da buenos frutos»: para que el árboldé buenos frutos hace falta primero plantarlo, luego que se recubrade hojas y flores, y todo ello exige más de una estación.

– La pasión por la Iglesia empírica exige mucha paciencia, deotro modo el desasosiego nos vencería. Pero paciencia no es pasivi-dad. Quien, en virtud de su fe y de su fidelidad, ha vivido sobrada-mente una pasión y una paciencia de este tipo, y de igual modo se haaproximado suficientemente al don total, descubrirá, a la larga, laexactitud de las elecciones que se vio conducido a adoptar aunqueignorase, al principio, su alcance, lo mismo que la importancia de susconsecuencias.

La presencia de un ser así vinculado a su Iglesia puede incitar ala perseverancia a quien no ha recibido todavía esta confirmación ensu propia vida. Esta relación de presencia a presencia –como de ser aser– es una realidad bien misteriosa, que permite que uno se abra a latotalidad de quien sabe recibirle tal como es, sin que, no obstante, ni

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uno ni otro lleguen a ser plenamente conscientes del misterio dedicha relación.

Espero ser un hombre así para mis hijos. Son ellos quienes debe-rán inventar su vida. Aunque ignoro lo que será de ellos mañana ypasado mañana, hoy por hoy me esfuerzo por ser yo mismo, por seraquello que mi pasado ha ido poco a poco configurando en mí sinhaber tenido plena conciencia de ello en su momento y que ahora seme revela lentamente a medida que mi gavilla se va atando y mi frutomadura. Mediante este esfuerzo mío por ser yo mismo estoy presen-te en ellos ahora y llegaré a estarlo más tarde, tras mi muerte, muchomás que por lo que pueda decir y hacer ante ellos. En este momentotienen necesidad de desprenderse de mí para ser ellos mismos, perosólo necesitan traspasar la frontera que los liga a sus padres en elplano del hacer y del decir. La presencia de los padres está más alláde lo que la comunicación puede aportar, y constituye una herenciacuya realidad y valor los hijos sólo descubrirán y comprenderán a lolargo de su vida, en la medida en que sepan tomar posesión de ellagracias a su interioridad y como consecuencia de su fidelidad.

La muerte

– Para mí, la muerte constituye verdaderamente el último actode la vida cuando ésta se ha alzado al nivel de la existencia, es decir,cuando hemos tomado conciencia de las exigencias íntimas a las quenos hemos visto sometidos y que, poco a poco, gracias a nuestra fide-lidad, han jalonado nuestro pasado y dado sentido a nuestros días.Nuestra evolución interna y la de la sociedad en la que vivimos y res-pecto a la que nos sentimos cada vez más inadaptados a medida quevan pasado los años nos conducen fatalmente hacia la muerte y noslo hacen sentir. Pero, entre tales determinismos invencibles, de ordenfisiológico, psicológico y sociológico, y el hecho de morir, puedesituarse el acto libre por el que el hombre hace de la muerte su muer-te al haber elevado su vida cotidiana al nivel de la existencia y encon-trado en su misión su razón de ser.

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Jesús estaba condenado de manera ineluctable a morir rápida-mente, dada la forma de comportarse, sin precaución alguna frente alas autoridades judías y romanas. De esta muerte –que probablemen-te habría podido retrasar un tanto si su misión no hubiese sido algoprimordial para él–, Jesús hizo su muerte, el postrer acto de su fideli-dad. Por ello resulta exacto afirmar que se entregó libremente a lamuerte, y no porque rechazara la intervención de una docena delegiones angélicas, capaces de defenderle eficazmente, como un evan-gelio le hace decir.

Cuando se llega a viejo, el pensamiento de la muerte se tornacotidiano. Atento a su alrededor, uno va tomando conciencia–mucho más que en el pasado– de la desaparición definitiva de losque ya no están, tanto los más viejos como, a menudo, también losmás jóvenes. De tal modo que uno se asombra, ciertos días, de per-manecer aún con vida.

Pero un pensamiento como éste de la muerte está muy lejos, meparece, del que conoceré cuando se aproxime mi muerte, si todavíasoy humano en los últimos momentos de mi vida física. Somos inca-paces de imaginarnos tanto nuestro fin como nuestro comienzo: lasrepresentaciones de este tipo son más bien imaginaciones piadosas odelirantes.

Pienso en mi muerte sin la menor aprehensión. Tengo buenasalud e ignoro absolutamente qué me ocurrirá cuando «empiece adeclinar». Si el hombre se mantiene firme en el nivel de humanidaden el que la vida se eclipsa ante la existencia, quien sepa apoyarse ensu pasado podrá hacer frente a lo que debe venir, por más que debahacerlo con los ojos cerrados, en fe desnuda, totalmente abandonadoa la soledad de quien se sabe único y ya en camino, por lo que fun-damentalmente ha sido, hacia la impensable comunión con la acciónque le ha constituido en el ser.(5)

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(5) [Párrafo de 1975 descartado en 1990] – La gran suerte de un campesinoestriba en conservar raíces ancestrales, algo de lo que carecen terriblemente nues-

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La sociedad urbana e industrial, en la que el nivel de vida tienemás importancia que la vida misma, no permite que la muerte alcan-ce la conciencia de los vivos. Con los extraordinarios progresos con-seguidos en lo material, ¿cómo no sentirse fascinado por el futuro y,junto a ello, no verse exteriorizado en extremo hasta el punto de novivir más que al día y al minuto? La muerte está de más. Los muertosse hacen desaparecer de la misma manera que se retiran las basuraspor la mañana temprano. Cuando se empezaron a reemplazar loscarruajes de caballos por automóviles, los motores respetaban la mar-cha lenta de antes y el cortejo de allegados podía seguir al féretro apie, de la casa a la parroquia y de ésta al cementerio, no lejano. Ahoravan a sesenta por hora y cada vez más de prisa. Y los entierros conlargas y lentas comitivas entorpecen la circulación, y quizá tambiénplanteen a algunos cuestiones ante las que nuestros alicortos políticosse quedan sin palabras.

Muy distinta resulta la situación de una sociedad aún rural quese resiste en esto a semejarse a las sociedades industriales, por consi-derarlo algo ficticio. Allí el féretro se lleva al cementerio a hombros,en procesión y en silencio, aunque esta costumbre se vaya perdiendodado que la comitiva es cada vez menos silenciosa porque, en esteterreno, no progresamos. Pienso en todo lo que sucede alrededor deldifunto, en particular en la costumbre que yo conocí en mi tierra: la

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tros jóvenes de las ciudades. Los jóvenes nacen y viven en casas o apartamentos delos que se mudan a menudo. No conocen en absoluto el arraigo necesario para queel pasado exista como tal ante ellos. La educación actual, por otro lado, contribu-ye a la desaparición de ese pasado, tan humano y tan digno del hombre a pesar detodo lo sucedido. La historia, en el caso de nuestros alumnos, se sitúa en el planode los hechos –guerras, revoluciones, dictaduras– pero no en el de lo propiamentehumano. Incluso hoy, con el extraordinario progreso realizado en el orden mate-rial, ¿cómo no sentirse fascinado por el futuro hasta el punto de subestimar el pasa-do e incluso menospreciarlo? Un pasado que, no obstante, constituye la base deun nuevo comienzo posible, si algún día se desploma la torre de Babel que repre-senta nuestra civilización.

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familia, junto con algunos amigos, se reúne en la casa, antes de amor-tajar el cadáver, y permanece silenciosa en torno al fallecido. Cuandose conoce a quien acaba de desaparecer, después de toda una vida detrabajo diario a su lado, y se guarda silencio durante una hora ante suataúd, se hace una meditación, con independencia de la calidadhumana de cada uno, de una intensidad por lo menos igual, aunqueno se sepa, que la que luego pueden ayudar a alcanzar las palabrasque normalmente se pronuncian en el templo en una ocasión así. Lainhumación es una actividad de la comunidad que el pueblo consti-tuye: esa profunda comunidad que los hombres descubren que hayentre ellos con ocasión de los grandes momentos de la vida. Pocoimporta que el hecho de enterrar el cuerpo no sea considerado unsacramento: no por ello deja de ser una actividad comunitaria al másalto nivel.

– La intelección de la propia muerte coincide con la intelecciónde la propia vida. No podemos comprender nuestra muerte si antesno hemos comprendido nuestra vida, es decir, si, más allá de su reco-rrido, no hemos alcanzado el espíritu interior que la ha animado yque nos ha brindado la posibilidad de convertir todo lo que nosp a saba en favorable para nuestro crecimiento espiritual, y que noshacía nacer poco a poco a nuestra misión, a nuestro ser en caminohacia su cumplimiento. Tal fue la senda que Jesús siguió y abrió paran o s o t r o s .

Para recorrer esta senda, es preciso no sólo no escamotear lamuerte sino tampoco la vejez. Antes, en nuestras tierras, la vejez delos padres suponía una carga para los hijos, pero, al mismo tiempo,proporcionaba una presencia que se percibía desde la profundidad dela condición humana que la familia alcanzaba vitalmente si no explí-citamente. Hoy, en la ciudad, separamos a nuestros ancianos, inclusosi los colocamos en interiores muy «acicalados», los aparcamos, pordecir las cosas un tanto brutalmente. Las familias ya no soportan lapresencia de los mayores y no siempre por falta de espacio en losapartamentos denominados «funcionales».

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Y, sin embargo, por más que los hijos tengan necesidad de des-ligarse de sus padres a fin de encontrar su propia consistencia perso-nal, para ellos es bueno experimentar la cercanía y la comprensión desus abuelos o abuelas. Existe una dialéctica entre las generaciones quehace que, a pesar de la evolución de las sociedades, los abuelos pue-dan a menudo aproximarse más a sus nietos que sus padres; además,les pueden dedicar más tiempo. Al menos me gusta imaginármelo, yaque perdí a mis abuelos antes de mi nacimiento y yo mismo noconozco aún la experiencia de ser abuelo. Pero me siento en comu-nión con muchos jóvenes que podrían ser mis nietos.

Un anciano feliz de haber vivido –¡sin necesidad de llegar, noobstante, al extremo de desear volver a empezar!– supone una graciapara su familia e igualmente para el mundo de relaciones que lerodea. Hay que reconocer, con todo, que no se trata de algo frecuen-te: la vejez es, a menudo, triste y desabrida, puesto que el adulto noha sabido encontrar su camino y alcanzar su realización por mediode una verdadera interioridad y una intelección depurada de su lugaren el mundo, ínfimo pero necesario. El hombre está entonces desfa-sado por completo con respecto a su presente. Si no se siente soste-nido, en lo íntimo, por su pasado, ¿qué le queda en la vida para quele resulte bueno vivir? Soporta el duelo de la carencia indiscerniblede lo que, siendo fiel, habría podido llegar a ser.

– Hay huellas o esbozos de eternidad en nuestra existencia. Losdescubrimos en el carácter imperativo de las exigencias que se nosimponen íntimamente, al que no deteriora ninguna contingencia detiempo y de lugar; los descubrimos en la comprensión del orden deactividad especial que nos convierte en creadores, y, más específica-mente, en creadores de nosotros mismos; creación que está más alláde toda preparación, que dependería del tiempo y del espacio. Así escomo nos convertimos en lo que somos: sin enterarnos de veras ensu momento ni quererlo claramente, sino siguiendo nuestra ruta sinvolver la vista atrás... Sucedió paso a paso, ciegamente; y, no obstan-te, gracias a una luz y a una fuerza que se nos proporcionaba a medi-da que correspondíamos a ellas, siguiendo las cadencias y las etapas

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de nuestra maduración espiritual: todas ellas condiciones secuencia-das mucho más por lo que somos y llegamos a ser que por su suce-sión en el tiempo y las circunstancias en que se produjeron.

Ahora bien, me niego radicalmente a admitir que tales vestigiosde eternidad me permitan intuir alguna noción sobre lo que pudieraser mi eternidad.

En virtud de mi profundización humana tengo conciencia de seruna realidad que trasciende todo lo que puedo concebir actualmentede mí: no caigo en la tentación de imaginarme como una pequeñagota de agua que mañana se perderá indistinta en el océano. Cuantomás insistamos en la grandeza del hombre, o, con mayor precisión,cuanto más nos alcancemos a nosotros mismos, a través de nuestramisión, en nuestra unidad y unicidad; cuanto más ahondemos en lagrandeza que trasciende lo contingente, de lo que nos hemos nutri-do y de lo que, por nuestro pasado, hemos surgido, tanto menos nosveremos sometidos al vértigo del panteísmo, que no es, entonces, másque una transposición, en el plano metafísico, de la extrema despro-porción existente entre nuestra ínfima pequeñez física y la infinitadimensión del cosmos espaciotemporal.

Jesús tenía la certeza del carácter absoluto de lo que él era antelos ojos de Dios, del carácter capital de su misión a favor del hombre,de quien afirmaba así, indirectamente, su realidad espiritual poten-cial, trascendente. «Mis palabras no pasarán» –le hacen decir losEvangelios–, tan persuadido estaba de que nada podría impedir quesu mensaje se desarrollase, se extendiese, se perpetuase, fueran cualesfueran los acontecimientos y los antagonismos, pues estaba conven-cido de que su mensaje correspondía a lo esencial de lo humano.

Incluso me atrevería a afirmar que seríamos superiores a Dios –almenos tal como nos lo podemos representar– si, en el momento denuestra muerte, fuéramos restituidos a la nada de lo impersonal.

– Algunos hombres, por estar particularmente interiorizados yser especialmente espirituales –y quizá también por no ser ya propia-

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mente miembros de una Iglesia que se satisface con la doctrina queenseña y que de ese modo sería una amenaza para ellos pues los limi-taría en su búsqueda personal–, comienzan a meditar sobre la vida deJesús de tanto como ésta les llega a plantear un interrogante. Los cris-tianos, por su parte, sobre todo hasta el presente, han construido unsistema de pensamiento capaz de hacerles vivible la vida y domesti-cable la muerte. Me adhiero, pues, con gusto, al pensamiento deHeidegger, que, no sin humor, ha tenido la audacia de decir: «Elhombre comienza a pensar». Por mi parte, estoy convencido de ello.

Ciertamente, en los siglos pasados, siempre han existido algunoshombres, pocos en número, que vivían desde la fidelidad creadora,trascendiendo de ese modo –aun sirviéndose de ellas– las enseñanzasy órdenes repetidas sin cesar, en cualquier ocasión. A partir de ahora,los acontecimientos y la evolución del mundo van a obligarnos deforma más perentoria y, por consiguiente, más total y general, a tomarconciencia de la originalidad fundamental del ser humano, cuyaspotencialidades espirituales son, en su orden, de la misma dimensióndel cosmos: esa matriz de la que los hombres, cuando alcanzan lamadurez de su cumplimiento, son los frutos prometidos.

Para vivir como persona y no como esclavo sometido a las cir-cunstancias y a las leyes, para ser un «viviente» y no únicamente un«vivido», sería necesario alcanzar una verdadera interioridad y asídesarrollar las propias posibilidades, conocidas o todavía ignoradas.En el pasado, algunos lo consiguieron gracias a sus recursos espiri-tuales y a lo que extrajeron de las Escrituras y de las tradiciones ilu-minadas por sus intuiciones personales, a las que respondían convigor y fidelidad.

Uno asume su muerte tal y como ha asumido su vida. Cuantomejor penetremos en el misterio de lo que somos en nosotros mis-mos por la intelección de lo que hemos vivido, tanto menos necesi-taremos conjurar la muerte mediante imaginaciones o acciones nota-blemente semejantes a la magia, incluso si, a través de rodeos, se lesatribuye alguna eficacia sobrenatural. ¿Conoce usted el Réquiem de

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Mozart? Cuando este músico genial estaba en sus últimos momentosquisieron tocar para él su Réquiem. Mozart no pudo soportarlo, tancierto es que la más profunda intuición de lo que se ha de vivir alfinal no iguala lo que será vivido en esa hora en la que toda vida–puesta en cuestión, expuesta a la cuestión– se abre sobre su fruto.Toda creación comporta una apertura hacia lo eterno que estamos lla-mados a ser, puesto que lleva su marca de tanto como nos pertenece.Toda creación es, pues, camino hacia lo eterno; pero la meta alcan-zada gracias al camino fielmente seguido es completamente distinta,aun siendo el término.

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